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Si menecesitas,llámame

RaymondCarver

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Título: Si me necesitas, llamame

© 2004, Raymond Carver

Título original: Call if you Need Me

Traducción de Gómez Ibáñez, Benito

Editorial: Editorial Anagrama, S.A.Compactos Anagrama,352

ISBN: 9788433967831

Maquetación ePub: teref

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Agradecimientos: a Artes Universales por eldoc base

Reseña:

RaymondCarver habíaya ingresadoen eseparnaso dondela obra de unescritor estácompleta. Alparecer, todolo queimportaba

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había sido yapublicado.Pero ahora,años despuésde su muerte,la viuda deCarver,escritora ypoeta, haencontrado yeditado cincorelatos.Relatosespléndidos,estremecedores,con hombresque han

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dejado debeber y estánen la líneadivisoria entredos vidas, conparejas que yano se aman yempiezan amirarse comoextraños, conun escritorque haabandonado asu mujer yestáintentandoempezar a

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escribir otravez a partir de«ese vacíoque es elcomienzo detodas lascosas».

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autores de los libros.

PETICIÓN

Libros digitales a preciosrazonables.

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E

Leña

ra mediados de agosto yMyers estaba cambiando devida. La única diferencia

entre esta vez y las otras eraque ahora estaba sobrio.Acababa de pasar veintiochodías en un centro dedesintoxicación. Pero en esetiempo a su mujer se le habíametido en la cabeza largarsecon un amigo de los dos, otroborracho. Aquel individuo había

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recibido una pequeña herenciay hablaba de comprar la mitadde un bar restaurante en laparte oriental del estado.

Myers llamó a su mujer,pero ella le colgó. No sólo senegaba a hablar con él, sinoque le prohibió acercarse a lacasa. Había contratado a unabogado y tenía una ordenjudicial. Así que cogió algunascosas, subió a un autobús y sefue a la costa, donde alquilóuna habitación en casa de untal Sol que había puesto unanuncio en el periódico.

Sol abrió la puerta vestido

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con vaqueros y una camisetaroja. Eran alrededor de las diezde la noche y Myers acababa debajar de un taxi. A la luz delporche vio que Sol tenía elbrazo derecho más corto que elotro, y la mano y los dedosatrofiados. No le tendió lamano buena ni la atrofiada,pero Myers no se lo tomó amal. Ya estaba bastantenervioso.

Usted es el que acaba dellamar, ¿verdad?, dijo Sol.Viene a ver la habitación. Pase.

Myers cogió la maleta yentró.

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Ésta es mi mujer, Bonnie,anunció Sol.

Bonnie estaba viendo latele pero movió la cabeza paraver quién era. Pulsó un botónde un chisme que tenía en lamano y el volumen se apagó.Apretó otro y la imagendesapareció. Luego se levantódel sofá, poniéndose en pie conesfuerzo. Era gorda. Estabagorda por todas partes yjadeaba al respirar.

Siento venir tan tarde, sedisculpó Myers. Encantado deconocerla.

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No importa, repuso Bonnie.¿Le ha dicho mi marido porteléfono lo que pedimos?

Myers asintió con lacabeza. Seguía con la maletaen la mano.

Bueno, pues éste es elcuarto de estar, como puedever, dijo Sol. Sacudió la cabezay se llevó a la barbilla la manobuena. Más vale que le digaque no tenemos experiencia enestas cosas. Nunca hemosalquilado la habitación. Pero esque ahí, al fondo de la casa, nonos servía de nada y pensamosqué demonio, vamos a

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alquilarla. Siempre viene bienuna ayudita.

No se lo reprocho enabsoluto, repuso Myers.

¿De dónde es usted?,preguntó Bonnie. No parece depor aquí.

Mi mujer quiere serescritora, explicó Sol. ¿Quién,qué, dónde, por qué, cuánto?

Acabo de llegar, dijo Myers,pasándose la maleta a la otramano. Al bajar del autobús,hace una hora, he leído suanuncio y he llamado.

¿A qué se dedica?, quiso

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saber Bonnie.

A todo un poco, repusoMyers. Dejó la maleta en elsuelo, abrió y cerró los dedos,volvió a cogerla.

Bonnie no insistió. Soltampoco, aunque Myers vio quetenía curiosidad.

Myers reparó en unafotografía de Elvis Presleysobre la tele. La firma de Elviscruzaba la pechera de lachaqueta blanca de lentejuelas.Myers se acercó a ella, dandoun paso al frente.

El Rey, dijo Bonnie.

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Myers asintió con la cabezapero no dijo nada. Junto a lafotografía de Elvis había unretrato de boda de Sol yBonnie. En la foto, Sol iba contraje y corbata y con el brazobueno estrechaba la cintura deBonnie. La mano derecha deSol y la mano derecha deBonnie estaban unidas sobre lahebilla del cinturón de él.Bonnie no podría haber hechoun movimiento sin elconsentimiento de Sol, pero noparecía importarle. En la foto,Bonnie llevaba sombrero yestaba muy sonriente.

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La quiero mucho, afirmóSol, como si Myers hubierasugerido lo contrario.

¿Y esa habitación que iba aenseñarme?, dijo Myers.

Ya me parecía que se nosolvidaba algo, repuso Sol.

Salieron del cuarto de estary pasaron a la cocina.

Sol iba delante, luegoMyers, con la maleta, ydespués Bonnie. Cruzaron lacocina y torcieron a laizquierda, justo antes de llegara la puerta trasera de la casa.Arrimadas a la pared había

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varias estanterías, unalavadora y una secadora. Solabrió una puerta al fondo delestrecho pasillo y encendió laluz del baño.

Este es su cuarto de bañoparticular, le indicó Bonniecuando los alcanzó, sin aliento.Por la puerta de la cocina podráentrar directamente.

Sol abrió la otra puerta delcuarto de baño y encendió otraluz. Ésta es la habitación, dijo.

He hecho la cama y hepuesto sábanas limpias, dijoBonnie. Pero si se queda con la

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habitación, de esas cosastendrá que ocuparse usted.

Como ha dicho mi mujer,esto no es un hotel, dijo Sol.Pero si se queda, es ustedbienvenido.

Había una cama dematrimonio arrimada a lapared, una mesilla de nochecon una lámpara, una cómoday una mesa de jugar a lascartas con una silla metálica.Una ventana grande daba aljardín trasero. Myers dejó lamaleta sobre la cama y seacercó a la ventana. Levantó lapersiana y miró afuera. La luna

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estaba alta. A lo lejos distinguióun valle poblado de árboles yunas montañas detrás. ¿Eranimaginaciones suyas, o habíaoído un torrente o un río?

Oigo agua, dijo Myers.

Lo que oye es el Quilcene,explicó Sol. No es muycaudaloso pero no hay en todoel país un río que baje másrápido.

Bueno, ¿qué le parece?,preguntó Bonnie. Se acercó ala cama y la abrió, y ese simplegesto casi arrancó lágrimas aMyers.

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Me la quedo, dijo Myers.

Me alegro, dijo Sol. Y mimujer también, se lo aseguro.Mañana haré que quiten elanuncio del periódico. Querráocuparla ahora mismo,supongo.

Con eso contaba, dijoMyers.

Vamos a dejar que seinstale tranquilamente, dijoBonnie. Le he puesto dosalmohadas, y tiene otra mantaen el armario.

Myers sólo logró asentircon la cabeza.

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Bueno, pues buenasnoches, dijo Sol.

Buenas noches, repitióBonnie.

Buenas noches, repusoMyers. Y gracias.

Sol y Bonnie pasaron haciala cocina por el cuarto de baño.Cerraron la puerta, pero noantes de que Myers oyera decira Bonnie: Parece buenapersona.

No habla mucho, dijo Sol.

Voy a preparar palomitascon mantequilla.

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Haz para mí también.

Myers no tardó mucho enoír de nuevo la tele en elcuarto de estar, pero el sonidoestaba muy amortiguado ypensó que no le molestaría.Abrió la ventana de par en pary escuchó el rumor del río quese precipitaba por el valle endirección al mar.

Sacó sus cosas de la maletay las colocó en la cómoda.Luego fue al baño y se lavó losdientes. Cambió la mesa desitio, poniéndola justo delantede la ventana. Luego miró a lacama, a donde ella la había

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abierto. Movió la silla metálica,se sentó y sacó un bolígrafo delbolsillo. Pensó un momento,abrió el cuaderno y escribió Elvacío es el principio de todas lascosas. Se quedó mirandoaquellas palabras y luego soltóuna carcajada. ¡Joder, quéchorrada! Sacudió la cabeza.Cerró el cuaderno, se desnudóy apagó la luz. Se quedó unmomento de pie mirando por laventana y escuchando el río.Luego dio media vuelta y seacostó.

Bonnie preparó las

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palomitas, les echó sal ymantequilla por encima y se lasllevó en una ensaladera a Sol,que estaba viendo la tele. Dejóque se sirviera primero. Solcogió un puñado con la manoizquierda y, con la manoatrofiada, la servilleta de papelque ella le tendía. Bonnie, a suvez, se sirvió unas cuantas.

¿Qué te parece nuestroinquilino?, le preguntó.

Sol sacudió la cabeza ysiguió mirando la tele ycomiendo palomitas. Luego,como si hubiera estadomeditando su pregunta, dijo:

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Me cae bien. Es buen tipo. Perome parece que huye de algo.

¿Cómo lo sabes?

No lo sé. Sólo sonsuposiciones. No es peligroso yno va a crearnos problemas.

Los ojos, dijo Bonnie.

¿Qué le pasa en los ojos?

Los tiene tristes. Nunca hevisto a nadie con unos ojos tantristes.

Sol guardó silencio unosmomentos. Terminó suspalomitas. Se limpió los dedosy se frotó suavemente la

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barbilla con la servilleta depapel.

Es buen tipo. Sólo que hatenido algún tropiezo por ahí,eso es todo. Nada de queavergonzarse. Dame un tragode eso, ¿quieres? Alargó elbrazo para coger el vaso dezumo de naranja que ella teníaen la mano y bebió un poco.¿Sabes una cosa? Esta nochese me ha olvidado pedirle eldinero del alquiler. Se lo pedirépor la mañana, si estálevantado. Y debería haberlepreguntado cuánto tiempopiensa quedarse. Maldita sea,

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¿qué es lo que me pasa? Noquiero convertir esta casa enun hotel.

No se puede pensar entodo. Y, además, es la primeravez que lo haces. Nunca en lavida hemos alquiladohabitaciones.

Bonnie decidió escribir algosobre aquel hombre en elcuaderno donde hacía susanotaciones. Cerró los ojos ypensó en lo que iba aescribir. Una fatídica noche deagosto entró en casa undesconocido alto, cargado dehombros —¡pero guapo!—, de

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pelo rizado y ojos tristes. Seapoyó en el brazo izquierdo deSol y trató de escribir algo más.Sol le apretó el hombro, lo quela devolvió a la realidad. Ellaabrió y cerró los ojos, pero enaquel momento no se le ocurriónada más que escribir sobre él.El tiempo dirá, concluyó. Sealegraba de tenerlo en casa.

Este programa es unaporquería, dijo Sol. Vámonos ala cama. Mañana hay quemadrugar.

En la cama, Sol hizo elamor con Bonnie, que lerespondió, abrazándolo y

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devolviéndole las caricias,aunque sin dejar de pensartodo el rato en el hombre altode pelo rizado de la habitaciónde atrás. ¿Y si abría de prontola puerta de su dormitorio y losveía?

Sol, ¿has cerrado bien lapuerta?, le preguntó.

¿Qué te pasa? Calla, dijoSol.

Cuando terminaron, Sol seapartó de ella dejándole elbrazo atrofiado sobre el pecho.Bonnie se quedó de espaldas,pensando unos momentos,

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luego le dio unas palmaditas enlos dedos, dejó escapar unsuspiro y se durmió pensandoen los petardos que habíanestallado en la mano de Solcuando era adolescente,seccionándole los nervios yatrofiándole el brazo y losdedos.

Bonnie empezó a roncar.Sol le cogió el brazo y empezóa sacudirlo hasta que ella sepuso de lado, dándole laespalda.

Al cabo de un momento, selevantó y se puso loscalzoncillos. Se dirigió al cuarto

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de estar. No encendió la luz. Nola necesitaba. Con la luna llenano quería luz. Luego fue a lacocina. Comprobó que la puertade atrás estaba bien cerrada yluego se quedó un ratoescuchando delante de lapuerta del baño, pero no oyónada fuera de lo corriente. Elgrifo goteaba: habría que poneruna arandela nueva, aunquesiempre se había salido unpoco. Volvió sobre sus pasos yechó el cerrojo a la puerta de lahabitación. Miró el reloj paracomprobar si había puesto eldespertador. Se metió en la

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cama y se pegó a Bonnie.Colocó la pierna por encima dela suya y en esa postura sequedó dormido.

Mientras aquellas trespersonas dormían y soñaban,fuera la luna engordaba y semovía por el firmamento hastallegar al mar y hacerse máspequeña y más pálida. En elsueño de Myers, alguien leofrece un whisky escocés, perojusto cuando va a coger elvaso, a regañadientes, sedespierta sudando, con elcorazón latiéndole a toda

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velocidad.

Sol sueña que emplea losdos brazos para cambiar larueda de un camión.

Bonnie sueña que lleva dosniños —no, tres— al parque.Los niños incluso tienennombre. Se los ha puesto pocoantes de salir para el parque.Millicent, Dionne y Randy.Randy no deja de dar tironespara soltarse y caminar por sucuenta.

Pronto, el sol aparece porel horizonte y los pájarosempiezan a cantar, llamándose

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unos a otros. El pequeño ríoQuilcene se precipita por elvalle, se mete debajo delpuente de la autopista, bajaotros cien metros por unterreno de arena y piedras y sevierte en el mar. Un águilaviene del valle, sobrevuela elpuente y empieza a describircírculos por encima de la playa.Un perro ladra.

En ese preciso momento,suena el despertador de Sol.

Aquella mañana Myers sequedó en su habitación hasta

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que los oyó marcharse. Luegosalió y se hizo un caféinstantáneo. Miró en la neveray vio que le habían destinadouno de los estantes. Había unpequeño letrero fijado con celo:

estantedel sr.myers.

Después caminó cerca dekilómetro y medio en dirección

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al pueblo, hasta una estaciónde servicio que recordaba de lanoche anterior y en la quehabía una pequeña tienda decomestibles. Compró leche,queso, pan y tomates. Por latarde, cuando se acercaba lahora de que volvieran a casa,les dejó el dinero del alquilersobre la mesa y volvió a suhabitación. Por la noche, antesde acostarse, abrió el cuadernoy en una página en blancoescribió:

Nada.

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Ajustó su horario al deellos. Por la mañana sequedaba en la cama hasta queoía a Sol en la cocina. Sol hacíacafé, preparaba el desayuno yllamaba a Bonnie para que selevantara. Luego desayunabanjuntos, pero no hablabanmucho. Después Sol iba algaraje y arrancaba lacamioneta, salía marcha atrás yse iba. Al cabo de poco, elcoche que recogía a Bonniecada mañana paraba delante dela casa, hacía sonar el claxon yBonnie gritaba: ¡Ya voy!

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Entonces era cuando Myerssalía de su habitación, sedirigía a la cocina, ponía aguapara el café y desayunaba untazón de cereales. Pero notenía mucho apetito. Con loscereales y el café se manteníacasi todo el día, hasta la tarde,cuando comía algo más, unsándwich, antes de quevolvieran a casa, y después yano se acercaba más a la cocinamientras ellos estuvierantrajinando por allí o viendo latele en el cuarto de estar. Noquería conversación.

Lo primero que hacía

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Bonnie al volver del trabajo erair a la cocina a merendar.Luego encendía la tele ycuando llegaba Sol selevantaba y preparaba algo decomer para los dos. Si nohablaban por teléfono con susamigos, salían al jardín y,sentados entre el garaje y laventana de la habitación deMyers, bebían té con hielo y secontaban lo que habían hechodurante el día hasta la hora deentrar y poner la tele. Una vezoyó a Bonnie que decía aalguien por teléfono: ¿Cómopretende ésa que me hubiera

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fijado en lo gordo que se estabaponiendo Elvis cuando enaquella época yo no controlabami propio peso?

Le dijeron que podía ircuando quisiera a ver la telecon ellos en el cuarto de estar.Él les dio las gracias perocontestó que no, que la tele lehacía daño a los ojos.

Les tenía intrigados. Sobretodo a Bonnie, que un día quellegó pronto a casa y loencontró en la cocina lepreguntó si estaba casado y sitenía hijos. Myers asintió con lacabeza. Bonnie lo miró

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esperando que le diera másexplicaciones, pero no lo hizo.

Sol también sentíacuriosidad. ¿A qué se dedica?,le preguntó. Sólo por saberlo.Ésta es una ciudad pequeña yconozco gente. Me dedico acalibrar madera en la serrería.Para hacer eso sólo hace faltaun brazo. Pero a veces hayvacantes. A lo mejor podríarecomendarle. ¿En qué trabajanormalmente?

¿Toca algún instrumento?,le preguntó Bonnie. Sol tieneuna guitarra.

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No sé tocar, informó Sol.Ojalá supiera.

Myers pasaba muchotiempo en su habitación,escribiendo una carta a sumujer. Era una carta larga y, asu modo de ver, muyimportante. Quizás la másimportante que había escrito enla vida. En la carta, intentabadecir a su mujer que lamentabatodo lo que había pasado y queesperaba que le perdonasealgún día. Pediría perdón derodillas si fuera a servir de algo.

Cuando Sol y Bonnie semarchaban, se sentaba en el

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cuarto de estar con los piessobre la mesita y se tomaba elcafé leyendo el periódico de latarde anterior. De cuando encuando le temblaban las manosy el periódico restallaba en lacasa vacía. Alguna que otra vezsonaba el teléfono, pero nuncahacía ademán de cogerlo. Noera para él, porque nadie sabíaque estaba allí.

Por la ventana de atrásveía al fondo del valle una seriede escarpadas montañas que,pese a ser agosto, tenían lascimas coronadas de nieve. Másabajo de las cumbres, la falda

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de las montañas y los lados delvalle estaban cubiertos debosques. El río corría por elvalle, formando espumeantestorbellinos entre las rocas y lostaludes de granito,ensanchándose de pronto en laembocadura del valle yfluyendo más despacio, como sise hubiera agotado, antes derecobrar fuerzas paraprecipitarse en el mar. Muchasveces, cuando Bonnie y Sol seiban, Myers se sentaba en unasilla plegable a tomar el sol enel jardín y contemplar el valle ylas montañas. Una vez vio un

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águila que se remontaba sobreel valle, y en otra ocasiónatisbo un ciervo quedeambulaba receloso por laorilla del río.

Una tarde estaba asísentado cuando un camión deplataforma cargado de leñairrumpió en el camino deentrada.

Usted debe ser el inquilinode Sol, dijo el conductor,sacando la cabeza por laventanilla.

Myers asintió con lacabeza.

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Sol me ha dicho que ledescargara la leña en la partede atrás, que él se ocuparía delo demás.

Me quitaré de aquí paradejarle pasar, dijo Myers. Cogióla silla y se puso junto a lapuerta trasera, donde vio cómoel conductor maniobraba elcamión para ponerse deespaldas al jardín. Luegoaccionó un mando en la cabinay la plataforma empezó aelevarse. Al cabo de unmomento, tras deslizarse por laplataforma, los troncos de dosmetros se amontonaron en el

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suelo. La plataforma siguióelevándose, y los restantestroncos cayeron rodando alcésped con un golpe seco.

El conductor accionó otravez la palanca y la plataformavolvió a su posición normal.Luego pisó el acelerador, tocóel claxon y se marchó.

¿Qué va a hacer con todosesos troncos de ahí fuera?,preguntó Myers a Sol aquellanoche.

Sol estaba en la cocinafriendo eperlanos y se

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sorprendió al ver que Myersaparecía en la cocina. Bonnieestaba duchándose. Myers oíacorrer el agua.

Pues, bueno, los voy aserrar y a apilar, si encuentrotiempo de aquí a septiembre.Quiero hacerlo antes de que seponga a llover.

Quizás se lo pueda haceryo, aventuró Myers.

¿Sabe cortar leña?,preguntó Sol. Había retirado lasartén del fogón y se estabalimpiando los dedos de la manoizquierda con una servilleta de

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papel. No podría pagarle esetrabajo. De todas maneraspensaba hacerlo yo mismo. Encuanto tuviese un fin desemana libre.

Lo haré yo, afirmó Myers.Un poco de ejercicio mesentará bien.

¿Sabe manejar unamotosierra? ¿Un hacha? ¿Unmazo?

Ya me enseñará usted,contestó Myers. Aprendodeprisa. Cortar aquella leña eraimportante para él.

De acuerdo, dijo Sol

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después de poner otra vez enel fogón la sartén con loseperlanos. Le enseñaré despuésde cenar. ¿Ha cenado ya? ¿Porqué no toma un bocado connosotros?

Ya he comido algo, repusoMyers.

Sol asintió con la cabeza.Entonces permítame que pongala cena en la mesa para Bonniey para mí, y cuandoterminemos se lo explicaré.

Estaré en el jardín, dijoMyers.

Sol no añadió nada más.

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Movió la cabeza para sí mismo,como si estuviera pensando enotra cosa.

Myers cogió una sillaplegable y se sentó de cara almontón de troncos. Luego miróal valle y las montañas, dondeel sol hacía refulgir la nieve.Casi había anochecido. Lascumbres sobresalían entre lasnubes y parecían rezumarniebla. Oía el río que seprecipitaba por el valle entre elmonte bajo.

¿Con quién hablabas?, oyóque Bonnie preguntaba a Solen la cocina.

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Con el inquilino, contestóSol. Me preguntaba si podíacortar los troncos que nos handescargado ahí atrás.

¿Y cuánto quiere cobrar?,quiso saber Bonnie.

Le he dicho que nopodemos pagarle nada. Quierehacerlo gratis. Eso es lo que hadicho, en todo caso.

¿Gratis? Se quedó calladaunos instantes. Luego Myers laoyó decir: Supongo que notiene nada mejor que hacer.

Más tarde, Sol salió de lacasa y dijo: Bueno, ya podemos

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empezar, si no ha cambiado deidea.

Myers se levantó de la sillay siguió a Sol hacia el garaje.Sol sacó dos caballetes paraserrar y los puso en el césped.Luego fue a buscar la sierra. Elsol se había metido por el otrolado del pueblo. En treintaminutos sería de noche. Myersse bajó las mangas de lacamisa y se abotonó los puños.Sol trabajaba sin decir nada.Con un gruñido levantó uno delos troncos de dos metros y lopuso sobre los caballetes.Luego cogió la sierra y serró un

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rato, levantando nubes deserrín. Por fin dejó de serrar ydio un paso atrás.

Ya ve en qué consiste, dijo.

Myers cogió la motosierra,posó la hoja en el corte quehabía iniciado Sol, y empezó aserrar. Encontró el ritmo yprocuró no perderlo. Siguióhaciendo presión, inclinándosesobre la sierra. En unosminutos, seccionó el tronco ylas dos mitades cayeron alsuelo.

Eso es, dijo Sol. Lo harámuy bien, añadió. Recogió los

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dos troncos de leña y fue acolocarlos contra el muro delgaraje.

De cuando en cuando,habrá que partir alguno entransversal con el hacha; notodos, sino uno de cada cinco oseis. No se moleste en hacerastillas. Ya me ocuparé de esomás adelante. Sólo parta untronco de cada cinco o seis. Selo enseñaré. Puso un tronco enposición vertical y, de un solohachazo, lo partió en dos.Pruebe ahora, le dijo.

Myers puso el tronco depie, igual que había hecho Sol,

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dio un hachazo y lo partió endos.

Estupendo, dijo Sol, yendoa colocar la leña contra el murodel garaje. Primeroamontónelos hasta esta altura,y luego siga por aquí. Cuandohaya terminado lo taparé conun plástico. Pero ya sabe, notiene por qué hacerlo.

No se preocupe, repusoMyers. Lo hago porque meapetece, de lo contrario no selo habría pedido.

Sol se encogió de hombros.Luego dio media vuelta y se

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dirigió a la casa. Bonnie estabaen la puerta, mirando, y Sol sedetuvo y la rodeó con el brazo,y los dos se quedaron mirandoa Myers.

Myers cogió otra vez lasierra y los miró. De pronto, sesentía bien y sonrió. Sol yBonnie se sorprendieron alprincipio. Luego Sol le devolvióla sonrisa, y Bonnie también.Entonces se metieron dentro.

Myers puso otro troncosobre los caballetes y trabajóun rato sin parar. Serró hastaque el sol se puso del todo y elsudor empezó a quedársele frío

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en la frente. Se encendió la luzdel porche. Myers siguiótrabajando hasta que terminóel tronco que tenía empezado.Luego llevó las dos mitades algaraje y entró en la casa, fue asu baño a lavarse, luego semetió en su habitación, sesentó a la mesa y escribió.

Esta nochetengo serrín enlas mangas de lacamisa. Huelebien.

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Aquella noche se quedómucho rato despierto. En unmomento determinado, selevantó y miró por la ventanalos troncos apilados en eljardín. Luego desvió la vistahacia el valle y las montañas.Las nubes tapabanparcialmente la luna, perodistinguía claramente lascumbres y la nieve blanca.Cuando abrió la ventana entróuna brisa suave y fresca, y a lolejos oyó el río que seprecipitaba por el valle.

A la mañana siguiente

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apenas pudo esperar a que semarcharan de casa para salir aljardín y ponerse a trabajar. Enel escalón de la puerta traseraencontró un par de guantesque Sol debió de dejarle allí.Serró y partió leños hasta queel sol empezó a darle de llenoen la cabeza y entonces entróen la casa y comió un sándwichcon un poco de leche. Luegovolvió fuera y empezó otra vez.Tenía los hombros doloridos yle escocían los dedos. Searrancó unas cuantas astillasde las manos y a pesar de losguantes notó que le estaban

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saliendo ampollas, perocontinuó con la labor. Estabadecidido a serrar, partir y apilaraquellos troncos antes de quese hiciera de noche, y se lotomó como una cuestión devida o muerte. Tenía queterminar aquel trabajo, si no...Se detuvo a enjugarse el rostrocon la manga de la camisa.

Cuando Sol y Bonnievolvieron del trabajo aquellatarde —primero Bonnie, comode costumbre, y luego Sol—,Myers casi había acabado.Había una buena capa de serrínentre los caballetes, y, salvo

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por dos o tres troncos quequedaban en el césped, toda laleña estaba apilada en hilerassuperpuestas contra el murodel garaje. Sol y Bonnie sequedaron de pie en el umbralde la puerta sin decir nada.Myers levantó un momento lavista del trabajo y los saludócon la cabeza. Sol le devolvió elsaludo, pero Bonnie se le quedómirando, respirando por laboca. Myers continuó.

Sol y Bonnie entraron en lacasa y se pusieron a prepararla cena. Después, Sol encendióla luz del porche, como había

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hecho la noche anterior. Justocuando se escondió el sol y laluna empezaba a aparecer porencima de las montañas, Myerspartió el último tronco, recogiólas dos mitades, se dirigió algaraje y las colocó sobre elmontón de leña. Guardó loscaballetes, la sierra, el hacha,un mazo y la cuña. Luego entróen la casa.

Sol y Bonnie estabansentados a la mesa, pero nohabían empezado a comer.

Siéntese a cenar connosotros, le invitó Sol. Levendrá bien.

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Siéntese, insistió Bonnie.

No tengo hambre todavía,contestó Myers.

Sol no dijo nada. Asintiócon la cabeza. Bonnie esperóun momento y luego alargó elbrazo hacia una fuente.

Imagino que ya haacabado, dijo Sol.

Mañana limpiaré el serrín,repuso Myers.

Sol movió el cuchillo de unlado para otro por encima delplato, como diciendo: Olvídelo.

Me marcharé dentro de un

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par de días, dijo Myers.

Ya me lo figuraba, dijo Sol.No sé por qué, pero en cuantole vi tuve el presentimiento deque no se quedaría muchotiempo.

El alquiler no se devuelve,dijo Bonnie.

Venga, Bonnie, dijo Sol.

No tiene importancia, dijoMyers.

Sí la tiene, dijo Sol.

Da lo mismo, dijo Myers. Sedirigió al baño y cerró la puertaal entrar. Dejó correr el agua

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en el lavabo. Les oía hablar,pero no entendía lo que decían.

Se dio una ducha, se lavóla cabeza y se puso ropa limpia.Paseó la mirada por lahabitación para ver sus cosas,que había sacado de la maletasólo unos días atrás, tal vezuna semana, y calculó quetardaría unos diez minutos enhacerla otra vez y marcharse.Oyó que ponían la tele al otrolado de la casa. Se acercó a laventana, la abrió y miró unavez más las montañas con laluna encima: ahora sin nubes,sólo la luna y las cimas

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cubiertas de nieve. Miró elmontón de serrín en el céspedy la leña apilada contra lossombríos recovecos del garaje.Escuchó el río durante unosmomentos. Luego se sentó a lamesa, abrió el cuaderno y sepuso a escribir.

Estoy en unpaís de lo másexótico. Merecuerda a unsitio del que enalguna parte he

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leído algo pero alque nuncahabía ido hastaahora. Por laventanaabierta oigo unrío y en el valleque se extiendedetrás de la casahay un bosque,precipicios ycumbresnevadas. Hoy he

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visto un águilay un ciervo, y heserrado y partidoun camión deleña.

Luego dejó el bolígrafo y sequedó un momento con lacabeza apoyada en las manos.Enseguida se levantó, sedesnudó y apagó la luz. Semetió en la cama dejando laventana abierta. Así estabamuy bien.

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L

¿Qué queréisver?

a víspera de nuestra marchaíbamos a cenar con PetePetersen y su mujer, Betty.

Pete era dueño de unrestaurante que daba a laautopista y al Pacífico. Aprincipios de verano lehabíamos alquilado una casaamueblada que estaba a unoscien metros detrás del

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restaurante, justo al otroextremo del aparcamiento.Algunas noches, cuando elviento venía del mar, nada másabrir la puerta olíamos losfiletes hechos a la brasa en lacocina del restaurante yveíamos la columna de humogris que salía de la gruesachimenea de ladrillo. Ysiempre, de día y de noche,vivíamos con el zumbido de losmotores del enorme congeladorque había en la parte traseradel restaurante, un ruido al quellegamos a acostumbrarnos.

La hija de Pete, Leslie, una

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mujer rubia y delgada quenunca se mostraba muysimpática con nosotros, vivíaen una casa más pequeña quetambién era de Pete. Llevabalos asuntos de su padre y,después de venir a hacer unrápido inventario de todo —habíamos alquilado la casacompletamente amueblada,incluida ropa de cama yabrelatas eléctrico—, nos habíadevuelto el importe de la fianzadeseándonos buena suerte.Aquella mañana, cuandorecorrió la casa con la lista delinventario sujeta en una

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tablilla, estuvo muy amable eintercambiamos las cortesías derigor. No tardó mucho encomprobar el inventario, y yatraía el cheque extendido.

—Mi padre les va a echarde menos —dijo—. Qué curioso.Es un hombre duro, ya saben,pero les va a echar en falta. Melo ha dicho. Le fastidia muchoque se marchen. Y a Bettytambién.

Betty era su madrastra ycuidaba de sus hijos mientrasella salía por ahí o se iba unosdías a San Francisco con sunovio. Pete y Bettie, Leslie y

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sus hijos, y Sarah y yovivíamos detrás delrestaurante, muy cerca unos deotros, de modo que solía vercómo correteaban los hijos deLeslie desde su pequeña casa ala de Pete y Betty. A veces, losniños venían a nuestra casa,llamaban al timbre y sequedaban esperando a lapuerta. Sarah les invitaba agalletas o a tarta de frutas y lostrataba como a adultos,haciendo que se sentaran en lamesa de la cocina,preguntándoles lo que habíanhecho aquel día y escuchando

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sus respuestas con interés.

Nuestros hijos se habíanido de casa mucho tiempoantes de que nos trasladáramosa aquella parte de la costanorte de California. Nuestrahija, Cindy, vivía con otrosjóvenes en una casa situada enun terreno rocoso de variashectáreas a las afueras deUkiah, en el condado deMendocino. Tenían colmenas,criaban cabras y gallinas yvendían huevos, leche de cabray tarros de miel. Las mujerestambién hacían mantas ycolchas de patchwork, que

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vendían cuando se presentabala ocasión. Pero no quieroemplear la palabra comuna. Sila llamara así, me costaría mástrabajo aceptarlo, porque,según me han dicho, en lascomunas los hombrescomparten las mujeres y todoeso. Digamos que vivía conunos amigos en una pequeñagranja donde se repartían eltrabajo. Pero, por lo quenosotros sabíamos, nopracticaban ninguna religión nipertenecían a ninguna secta.Hacía casi tres meses que noteníamos noticias de ella, salvo

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por un tarro de miel que nosllegó un día por correo juntocon un grueso trozo de telaroja, parte de una colcha en laque estaba trabajando. El tarrode miel iba envuelto en unanota que decía:

Queridospadres:

Hecosido estoyo sola, y

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también hepuesto lamiel en eltarro. Aquíaprendo ahacercosas.

Besos,

Cindy

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Pero dos cartas de Sarahquedaron sin respuesta y luegoocurrió lo de Jonestown aquelotoño y durante un par de díasSarah y yo estuvimos comolocos porque, por lo quesabíamos, Cindy bien podíaestar en Guyana. La únicadirección que teníamos de ellaera el número de un apartadode correos de Ukiah. Llamé a laoficina del sheriff de allí y leexpliqué la situación, y él cogióel coche y se fue a la casa allevar un mensaje de nuestraparte y a pasar lista para ver sifaltaba alguien. Cindy nos

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llamó aquella noche y Sarahhabló con ella primero y estallóen lágrimas, y luego me puseyo y lloré de alivio. Cindytambién lloró. Unos amigossuyos estaban en Jonestown.Dijo que llovía y que estabadeprimida, pero que se lepasaría, porque aquel sitio legustaba y hacía lo que queríahacer. Pronto nos escribiría unacarta larga y nos mandaría unafoto.

De manera que cuando loshijos de Leslie venían a casa,Sarah siempre se interesabarealmente por ellos, los

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sentaba a la mesa, les hacíacacao, les daba galletas o tartade frutas y escuchaba sushistorias con mucha atención.

El caso era que íbamos amudarnos, habíamos decididosepararnos. Yo iría a Vermont adar clases durante un semestreen una pequeña universidad ySarah había alquilado unapartamento en Eureka, ciudadque no estaba muy lejos. Alcabo de cuatro meses y medio,lo que duraba el curso, yaveríamos cómo estaban lascosas. No había nadie más,gracias a Dios, ni en su vida ni

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en la mía, y casi hacía un añoque no habíamos bebido ni unagota, más o menos el tiempoque llevábamos viviendo encasa de Pete. Nos quedaba eldinero justo para mi viaje devuelta al Este y para que Sarahse instalase en el apartamento.Sarah ya estaba haciendotrabajos administrativos y deinvestigación para eldepartamento de historia de laUniversidad de Eureka, y comose quedaba con el coche y notenía que mantener a nadie,con ese empleo se las podíaarreglar perfectamente.

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Viviríamos separados duranteun curso académico, yo en lacosta Este, ella en la Oeste, yluego haríamos balance y yaveríamos.

Betty llamó a la puertacuando estábamos trajinandoen la casa, yo limpiando loscristales de las ventanas ySarah de rodillas fregando elsuelo, el zócalo y los rinconescon un cubo de agua y jabón yun camiseta vieja. Paranosotros era una cuestión dehonor dejar la casa bien limpiaantes de marcharnos. Inclusohabíamos restregado los

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ladrillos de la chimenea con uncepillo de alambre. Demasiadasveces habíamos salido a todaprisa de las casas, dejándolasdestrozadas o patas arriba, omarchándonos sin pagar elalquiler y sacando nuestraspertenencias en plena noche.Esta vez dejarla limpia,inmaculada, incluso en mejorestado que el que tenía cuandollegamos, era una cuestión dehonor, y en cuanto fijamos lafecha de nuestra marcha nospusimos a trabajarafanosamente para borrarhasta el último rastro de

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nuestro paso por allí. Así quecuando Betty llamó a la puertaestábamos trajinando enhabitaciones distintas y alprincipio no la oímos. Luegovolvió a llamar, un poco másfuerte, y dejé los útiles delimpieza y salí del dormitoriopara abrir la puerta.

—Espero no molestaros —empezó a decir, con las mejillasencendidas.

Era un mujer menuda yvigorosa, vestida conpantalones azules y una blusarosa suelta sobre las caderas.Llevaba el pelo corto, era

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morena y más joven que Pete,de unos cuarenta y tantosaños. Había sido camarera enel restaurante y amiga de Petey su primera mujer, Evelyn, lamadre de Leslie. Un día, segúnnos habían contado, Evelyn,que sólo tenía cincuenta ycuatro años, volvía de Eurekade hacer unas compras y, justocuando salía de la autopistapara cruzar el aparcamientodetrás del restaurante y entraren el camino de su casa, se leparó el corazón. El coche siguióandando, no muy deprisa perocon el suficiente impulso para

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derribar la pequeña cerca demadera, atravesar un macizode azaleas y pararse delantedel porche con Evelynderrumbada sobre el volante,muerta. Pocos meses después,Pete y Betty se casaron y elladejó de ser camarera paraconvertirse en madrastra deLeslie y abuela de los hijos deLeslie. Betty ya había estadocasada una vez y tenía hijosmayores que vivían en Oregony venían a verla de cuando encuando. Pete y Betty llevabancinco años casados, y por loque habíamos podido observar

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eran felices y formaban buenapareja.

—Entra, Betty, por favor —le dije, haciéndome a un lado ysujetando la puerta—. Sóloestamos limpiando un poco.

—No puedo —dijo ella—.Tengo que ocuparme de losniños, hoy me toca a mí. He devolver enseguida. Pero Pete yyo quisiéramos invitaros acenar antes de que os vayáis.—Hablaba con voz queda, untanto tímida, y tenía uncigarrillo entre los dedos—. ¿Elviernes por la noche? Si podéis.

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Sarah, pasándose la manopor el pelo, se acercó a lapuerta.

—Pasa, Betty, que hace frío—dijo.

El cielo estaba gris y elviento traía nubes del mar.

—No, no, gracias. Nopuedo. He dejado a los niñospintando, tengo que volverenseguida. Pete y yo habíamospensado que vinierais a cenar.¿El viernes por la noche,quizás, la víspera de vuestramarcha?

Esperó la respuesta con

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cierta timidez. El viento lealborotaba el pelo. Dio unacalada al cigarrillo.

—Me gustaría mucho —dijoSarah—. ¿Qué dices, Phil? Creoque no tenemos planes paraesa noche. ¿Te parece bien?

—Sois muy amables, Betty—dije yo—. Estaremosencantados de ir a cenar convosotros.

—¿Sobre las siete y media?—preguntó Betty.

—A las siete y media —dijoSarah—. Tendremos muchísimogusto en ir, Betty. Más de lo

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que te puedas imaginar. Esmuy amable y considerado devuestra parte.

Betty sacudió la cabeza ypareció incómoda.

—Pete lamenta que osmarchéis. Dice que ya soiscomo de la familia. Que es unhonor el haberos tenido deinquilinos. —Empezó a bajar losescalones. Aún seguía con lasmejillas encendidas—.Entonces, el viernes por lanoche.

—Os lo agradecemos,Betty, de verdad —dijo Sarah

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—. Gracias otra vez. Estosignifica mucho para nosotros.

Betty agitó la mano,sacudió la cabeza y se despidió.

—Hasta el viernes,entonces.

Lo dijo de tal forma que seme hizo un nudo en lagarganta. Cerré la puertacuando volvió la espalda ySarah y yo nos quedamosmirándonos.

—Bueno —dijo Sara—,Menudo cambio, ¿no? Que eldueño de la casa nos invite acenar en vez de salir pitando a

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escondernos en cualquier sitio.

—Pete me cae bien —dije—. Es un buen tipo.

—Betty también —dijoSarah—. Es una magníficapersona y me alegro de queestén juntos.

—A veces las cosas salenbien. Dan resultado.

Sarah no contestó. Semordió un momento el labioinferior. Luego fue a lahabitación de atrás a terminarde fregar. Yo me senté en elsofá a fumar un cigarrillo.Cuando acabé, me levanté y fui

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al otro cuarto, hacia mi cubo ymi bayeta.

Al día siguiente, viernes,terminamos de limpiar la casa ehicimos casi todo el equipaje.Sarah volvió a pasar un trapopor la cocina, puso papel dealuminio debajo de losquemadores, y dio un últimorepaso a la encimera. Lasmaletas y unas cuantas cajasde libros estaban en un rincóndel cuarto de estar, listas parala marcha. Por la nochecenábamos con los Petersen y ala mañana siguiente

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tendríamos que salir a tomarcafé y desayunar. Luegovolveríamos para cargar elcoche; aunque al cabo deveinte años de desorganizacióny continuas mudanzas no nosquedaba gran cosa. Iríamos aEureka y después de descargarel coche y dejar los bártulos enel pequeño apartamento quehabíamos alquilado unos díasantes, a eso de las ocho de latarde Sarah me llevaría alaeropuerto, donde yoemprendería viaje al Este conidea de hacer transbordo enSan Francisco y coger un vuelo

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de medianoche a Boston. Y apartir de entonces Sarahiniciaría una nueva vida enEureka. Ya hacía un mes que sehabía quitado el anillo, cuandoempezamos a hablar delasunto, pero no porqueestuviera enfadada, sinosimplemente porque la nocheque planeamos todo aquello seentristeció. Durante unos díasno llevó anillo alguno y luegose compró una sortija baratacon una turquesa montada enforma de mariposa porque,según dijo, tenía la impresiónde llevar el dedo «desnudo».

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Una vez, años atrás, en unarrebato de cólera se habíaarrancado la alianza del dedo yla había tirado al otro extremodel cuarto de estar. Yo estababorracho y me marché de casay unos días después, cuandohablamos de aquella noche y lepregunté por el anillo de boda,me dijo: «Lo sigo teniendo.Pero lo he guardado en uncajón. No te habrás creído quehabía tirado mi anillo de boda ala basura, ¿verdad?» Volvió aponérselo poco después y ya nose lo quitó más, ni siquieradurante los peores momentos,

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hasta hacía un mes. Tambiénhabía dejado de tomar lapíldora y se había puesto undiafragma.

Así que habíamos pasado eldía trajinando en la casa,acabando de limpiar y de hacerlas maletas y luego, pocodespués de las seis, nosduchamos, volvimos a limpiarla ducha, nos vestimos y nossentamos en el cuarto de estar,ella en el sofá, con un vestidode punto y un pañuelo decuello azul, las piernasencogidas debajo del cuerpo, yyo en la butaca grande junto a

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la ventana. Desde allí veía laparte de atrás del restaurantede Pete, el mar a unoskilómetros más allá y losprados con los bosquecillos quese extendían entre la ventana ylas casas. Así estuvimos, sinhablar. Ya nos lo habíamosdicho todo. Ahorapermanecimos en silencioviendo la caída de la tarde y elpenacho de humo que salía dela chimenea del restaurante.

—Bueno —dijo Sarah al fin,estirando las piernas sobre elsofá. Se bajó un poco la falda,encendió un cigarrillo—: ¿Qué

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hora es? A lo mejor tendríamosque irnos ya. Dijeron a las sietey media, ¿no? ¿Qué hora es?

—Las siete y diez —dije.

—Las siete y diez —dijo ella—. Es la última vez que nosestaremos juntos en una salade estar como ésta viendooscurecer. No quiero olvidarlo.Me alegro de que nos quedenunos minutos.

Al cabo de poco me levantépara ir por el abrigo. De caminoa la habitación me detuve alpie del sofá, me incliné sobreSarah y le di un beso en la

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frente. Ella alzó los ojos y memiró.

—Trae mi abrigo también.

La ayudé a ponerse elabrigo y luego salimos de lacasa y cruzamos el césped y elaparcamiento para ir a casa dePete. Sarah iba con las manosen los bolsillos y yo fumandoun cigarrillo. Justo antes deabrir la portilla de la cerca querodeaba la casa de Pete, tiré elpitillo y cogí a Sarah del brazo.

Era una casa nueva, y lavivaz enredadera que habíanplantado en la fachada había

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trepado por la cerca. Había unpequeño leñador de maderamontado en la balaustrada delporche. Cuando soplaba elviento, el hombrecillo se poníaa serrar un tronco. En aquelmomento no serraba, perosentí humedad en el aire ycomprendí que pronto selevantaría viento. Había tiestosen el porche y macizos deflores a cada lado del camino,pero no había modo de saberquién los había plantado, siBetty o la primera mujer dePete. También había algunosjuguetes y un triciclo. La luz

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del porche estaba encendida y,justo cuando empezábamos asubir los escalones, Pete abrióla puerta y nos saludó.

—Pasad, pasad —dijo,sujetando con una mano lapuerta mosquitera.

Retuvo la mano de Sarahentre las suyas y luegoestrechó la mía. Era un hombrealto y delgado, de unos sesentaaños, con abundante pelo gris,cuidadosamente peinado. Losanchos hombros le daban unaire de corpulencia, pero no erauna persona robusta. Llevabauna camisa de franela gris,

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pantalones oscuros y zapatosblancos. Betty salió también arecibirnos, sonriendo ysaludándonos con la cabeza.Nos cogió los abrigos mientrasPete nos preguntaba lo que nosapetecía beber.

—¿Qué puedo ofreceros? —dijo—. Pedid lo que queráis. Sino tengo, mandaremos abuscarlo al restaurante.

Pete era un alcohólico enfase de recuperación, perosiempre tenía vino y bebidasfuertes en casa para losinvitados. Una vez me contóque, cuando compró su primer

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restaurante y trabajabadieciséis horas delante de losfogones, se bebía dos botellasde whisky al día y trataba fatala sus empleados. Después depasar una temporada en elhospital, según nos dijeron,había dejado de beber y llevabaseis años sin probar una gota,pero como la mayoría de losalcohólicos seguía teniendoalcohol en casa.

Sarah dijo que tomaría unacopa de vino blanco. La miré.Yo pedí una Coca-Cola.

—¿La quieres con algo? —me preguntó Pete, guiñándome

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un ojo—. ¿Algo para quitarte lahumedad de los huesos?

—No, gracias, Pete, aunquesí podrías echarme una rodajade limón.

—Buen chico —dijo él—. Yotambién, ésa es ya la únicaforma que tengo de colocarme.

Vi que Betty preparaba elmicroondas y apretaba unbotón.

—Betty, cariño —dijo Pete—. ¿Vas a tomar vino conSarah, o prefieres otra cosa?

—Tomaré una copa de vino,Pete —dijo Betty.

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—Aquí tienes la Coca-Cola,Phil —dijo Pete, volviéndoseluego a Sarah y dándole lacopa de vino—. Sarah. Toma,Betty. Ni que decir tiene quehay muchísimo más de todo.Vamos ahí dentro, estaremosmás cómodos.

Pasamos por el comedor. Lamesa ya estaba puesta concuatro cubiertos, porcelana finay copas de cristal tallado.Entramos en la sala de estar ySarah y yo nos sentamosjuntos en un sofá. Pete y Bettyse sentaron enfrente, en el otrosofá. En la mesita, al alcance

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de la mano, además de cuencosde frutos secos, había cabezasde coliflor, tallos de apio y salsavinagreta.

—Estamos muy contentosde que hayáis venido —dijoBetty—. Llevamos toda lasemana esperando esto.

—Vamos a echaros demenos —dijo Pete—. De eso nohay duda. Me fastidia muchoque os marchéis, pero sé que lavida es así y que cuando espreciso hacer algo no hay másremedio que hacerlo. No sécómo decíroslo, pero ha sido unhonor teneros en casa, ya que

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los dos sois profesores y todoeso. La cultura me inspira ungran respeto, aunque yo notenga mucha. Aquí somos comouna gran familia, ya sabéis, yos consideramos parte de ella.Venga, vamos a brindar avuestra salud. Por vosotros —dijo—, y por el futuro.

Todos levantamos los vasosy después bebimos.

—Nos alegramos mucho deque nos apreciéis de esamanera —dijo Sarah—. Estacena es muy importante paranosotros; no podéis imaginaroscómo la hemos estado

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esperando. Significa muchopara nosotros.

—Os vamos a echar demenos —dijo Pete, sacudiendola cabeza—. Eso es todo.

—Vivir aquí nos ha venidomuy bien —dijo Sarah—. No oslo puedo explicar.

—Este tío tiene algo queme gustó en cuanto lo vi —dijoPete a Sarah—. Me alegro dehaberle alquilado la casa.Cuando se conoce a alguien, laprimera impresión esfundamental. Ese marido tuyome cayó bien desde el

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principio. Cuídale mucho, ¿eh?

Sarah alargó el brazo paracoger un tallo de apio. Sonóuna timbre en la cocina.

—Disculpadme —dijo Betty,saliendo de la habitación.

—Voy a poneros otra —dijoPete. Salió del cuarto de estarcon nuestros vasos y volvió alcabo de un momento con lacopa de vino de Sarah y otrovaso hasta arriba de Coca-Colapara mí.

Betty empezó a traer cosasde la cocina y a dejarlas en lamesa del comedor.

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—Espero que os guste elmarisco y la carne —dijo Pete—. Cola de langosta y solomillode buey.

—Qué apetitoso —dijoSarah—. Una cena fantástica.

—Me parece que podemoscenar ya —dijo Betty— Sentaosa la mesa, si queréis. Petesiempre se pone aquí. Es susitio. Phil, tú aquí. Tú te sientasahí, Sarah, frente a mí.

—El que preside la mesapaga la cuenta —dijo Pete,riendo.

Fue una cena estupenda:

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ensalada verde con gambasfrescas, sopa de pescado,langosta y solomillo. Sarah yBetty bebieron vino; Pete, aguamineral; yo seguí con la Coca-Cola. Pete sacó a relucir lo deJonestown y hablamos un pocodel tema, pero noté que Sarahse ponía nerviosa. Vi que se leempalidecían los labios y melas arreglé para desviar laconversación a la pesca delsalmón.

—Siento que no hayamostenido ocasión de salir —dijoPete—. Pero aún es algo prontopara la pesca deportiva. Sólo

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cogen algo los que tienenlicencia comercial, y ésos sevan muy adentro. Puede quedentro de un par de semanaslos salmones se acerquen unpoco. En cualquier momento,en realidad. Pero entonces túya estarás en la otra punta delpaís.

Asentí con la cabeza. Sarahcogió la copa de vino.

—Ayer le compré a un tíosetenta kilos de salmón fresco,y eso es lo que de ahora enadelante ofreceré en el menú.Salmón fresco —dijo Pete—. Lohe metido en el congelador

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para tenerlo siempre fresco.Era un indio, se presentó aquícon la camioneta, le pregunté acuánto me lo ponía y mecontestó que a tres cincuenta elcuarto. Yo le dije que tresveinticinco y él me dijo quetrato hecho. Así que lo congeléenseguida y ahí lo tengo, en elmenú.

—Bueno, pues esto estáestupendo —dije yo—. Megusta el salmón, pero no podíaser mejor que lo que noshabéis puesto de cena. Esespléndida.

—Estamos muy contentos

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de que hayáis venido —dijoBetty.

—Está delicioso —dijoSarah—, pero creo que en lavida he visto tanta langosta ytanto solomillo. Me parece queno podré terminarme el plato.

—Te pondré lo que te dejesen una bolsita —le sugirióBetty, sonrojándose—. Igualque en el restaurante. Perodeja sitio para el postre.

—Vamos a tomar café alsalón —dijo Pete.

—Pete tiene unasdiapositivas de cuando fuimos

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de viaje —dijo Betty—. Hemospensado que, si os apetecíaverlas, podíamos instalar lapantalla después de cenar.

—Hay coñac para los quequieran —dijo Pete—. Bettyquerrá una copa, seguro.¿Sarah? ¿Quieres tú? Bienhecho. No me molesta enabsoluto tenerlo en casa paraofrecérselo a mis invitados. Esraro, esto de la bebida.

Habíamos vuelto al cuartode estar. Pete estaba montandola pantalla sin dejar de hablar.

—Siempre tengo de todo al

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alcance de la mano, comohabéis podido comprobar, perohace seis años que no bebo nigota de alcohol. Aunque esofue después de que me pasaradiez años bebiendo litro ymedio diario. Empecé nada máslicenciarme en el ejército. Perolo dejé. Dios sabe cómo, pero lodejé. Así, por las buenas. Fui almédico y le dije: Ayúdeme,doctor. Quiero dejar esta cosa,doctor. ¿Puede ayudarme? Hizoun par de llamadas y ya está.Me dijo que había conocidoalgunos tíos con ese problema,que él también lo había tenido

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en cierta época de su vida. Y debuenas a primeras me encontrécamino de un centro de ésos,cerca de Santa Rosa. Era enCalistoga, en California. Pasétres semanas allí. Cuando volvía casa estaba sobrio y se mehabían quitado las ganas debeber. Mi primera mujer,Evelyn, salió a recibirme a lapuerta cuando llegué a casa yme besó en los labios porprimera vez desde hacía años.Odiaba el alcohol. Su padre yuno de sus hermanos murierona causa del alcohol. Uno puedemorirse de eso, no hay que

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olvidarlo. Bueno, pues me besóen los labios por primera vezaquella noche y no he vuelto atomar una copa desde que fui aaquel sitio de Calistoga.

Betty y Sarah estabanquitando la mesa. Yo me quedéfumando en el sofá mientrasPete hablaba. Cuando terminóde montar la pantalla, sacó unproyector de diapositivas deuna caja y lo instaló en unamesita. Enchufó el cable ypulsó un interruptor. Lapantalla se iluminó y elpequeño ventilador delproyector se puso en marcha.

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—Tenemos tantasdiapositivas que podríamospasarnos la noche mirandofotos y no acabaríamos —anunció Pete—. Las tenemos deMéxico, Hawai, Alaska, OrientePróximo y también de África.¿Qué queréis ver?

Entró Sarah y se sentó enel otro extremo de mi sofá.

—¿Qué quieres ver, Sarah?—le dijo Pete—. Lo que teapetezca.

—Alaska —dijo Sarah—. YOriente Próximo. Pasamos unosdías, en Israel, hace años. Y

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siempre he querido ir a Alaska.

—Nosotros no llegamos aIsrael —dijo Betty, que entrabacon el café—. Hicimos uncircuito que sólo incluía Siria,Egipto y Líbano.

—Es una tragedia, lo queha pasado en el Líbano —dijoPete—. Era el país más bonitode Oriente Próximo. Pasé porallí de joven, durante laSegunda Guerra Mundial. Yoestaba en la marina mercante yme dije que volvería algún día.Y luego a Betty y a mí se nospresentó la ocasión. ¿Verdad,Betty?

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Betty sonrió y asintió con lacabeza.

—Vamos a ver lasfotografías de Siria y el Líbano—dijo Sarah—, Esas son lasque me gustaría ver. Bueno,me gustaría verlas todas, perohay que elegir.

De manera que Peteempezó a pasar diapositivas,que Betty y él comentaban amedida que se acordaban de losdiversos momentos.

—Ahí está Betty intentandomontar en un camello —dijoPete—. Tuvo que ayudarla ese

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tío del albornoz.

Betty se echó a reír y se leencendieron las mejillas.Apareció otra diapositiva en lapantalla y Betty dijo:

—Ese es Pete, hablando conun oficial egipcio.

—Mirad a donde señala conel dedo —dijo Pete—, a lamontaña que está a nuestraespalda. Vamos a ver si puedoagrandar la imagen. Los judíosestán agazapados por ahí. Losvimos con los prismáticos quenos dejaron. Judíos por todaesa colina. Como hormigas.

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—Pete cree que si nohubieran mandado sus avionesal Líbano no se habría armadoese follón —dijo Betty—. Pobreslibaneses.

—Ese es nuestro grupo enPetra, la ciudad perdida —dijoPete—. Era una ciudad decaravanas, pero luegosencillamente desapareció, seperdió y quedó tapada por laarena durante siglos, hasta quevolvieron a encontrarla.Salimos de Damasco en LandRover para verla. Fijaos en elcolor rosa de la piedra. Esasesculturas de la fachada tienen

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más de dos mil años, segúndicen. Ahí vivían veinte milalmas. Y luego la tapó eldesierto y la olvidaron porcompleto. Eso es lo que va aterminar pasando con este país,si no nos andamos con cuidado.

Tomamos más café y vimosmás diapositivas de Pete yBetty en los zocos de Damasco.Luego Pete apagó el proyectory Betty fue a la cocina por elpostre y trajo perascaramelizadas y más café.Comimos y bebimos y Peteinsistió en que nos iba a echarmucho de menos.

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—Sois buenas personas —afirmó—. Me fastidia que osvayáis, pero sé que es porvuestro bien, de otro modo noos marcharíais. Bueno, ahoraqueríais ver unas diapositivasde Alaska. ¿No es eso lo quehas dicho, Sarah?

—Alaska, sí —dijo Sarah—.Una vez hablamos de ir aAlaska, hace años. ¿Verdad,Phil? En una ocasión estuvimosa punto de ir, pero en el últimomomento no pudo ser. ¿Teacuerdas, Phil?

Asentí con la cabeza.

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—Pues ahora vais a ir aAlaska.

La primera diapositivamostraba a una mujerpelirroja, alta y delgada, de pieen la cubierta de un barcosobre un fondo lejano de picosnevados. Llevaba un abrigoblanco de piel y miraba a lacámara con una sonrisa en loslabios.

—Esa es Evelyn, la primeramujer de Pete —dijo Betty—.Se murió.

Pete puso otra diapositiva.La misma mujer pelirroja con el

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mismo abrigo blancoestrechaba la mano de unsonriente esquimal abrigadocon una parka. Detrás de lasdos figuras se veían grandespescados secos que colgaban deunos palos. Había unaextensión de agua y másmontañas.

—Esa también es Evelyn —dijo Pete—. Estas fotos lastomé en Point Barrow, elpoblado más septentrional deEstados Unidos.

Luego vino una foto de lacalle principal: pequeñosedificios de una planta con

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tejados inclinados de hojalata,letreros que anunciaban KingSalmon Café, Cartas, Bebidas,Habitaciones. En otra se veíaun local de pollo frito con unavalla publicitaria en la fachadaque mostraba al coronelSanders con parka y botas depiel. Nos reímos.

—Esa es Evelyn otra vez —dijo Betty cuando otradiapositiva destelló en lapantalla.

—Estas son de antes de quemuriera Evelyn —dijo Pete—.Nosotros también hablábamossiempre de ir a Alaska. Me

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alegro de que hiciéramos aquelviaje antes de su muerte.

—En el momento oportuno—dijo Sarah.

—Evelyn y yo éramosbuenas amigas —dijo Betty—.Fue como si perdiera a unahermana.

Vimos a Evelyn subiendo aun avión, y vimos a Pete quesalía de aquel mismo avióndespués de aterrizar enSeattle, sonriente y saludandocon la mano.

—El proyector se estácalentando —se quejó Pete—,

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Tengo que apagarlo un pocopara que se enfríe. ¿Quéqueréis ver después? ¿Hawai?Es tu noche, Sarah; tú decides.

Sarah me lanzó unamirada.

—Me parece que seríamejor que nos fuéramos a casa,Pete —dije yo—. Mañana nosespera un día muy largo.

—Sí, deberíamos irnos —dijo Sarah—. Creo que ya vasiendo hora.

Pero siguió sentada con lacopa en la mano. Miró a Betty yluego a Pete.

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—Hemos pasado una nochemaravillosa —dijo—. No sabéiscuánto os lo agradecemos. Estoha significado mucho paranosotros.

—No, somos nosotrosquienes debemos daros lasgracias —protestó Pete—. Deverdad. Ha sido un placerconoceros. Espero que vengáisa vernos la próxima vez quepaséis por aquí.

—¿Pensaréis en nosotros?—dijo Betty—. No nosolvidaréis, ¿verdad?

Sarah negó con la cabeza.

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Nos pusimos en pie y Pete fue abuscar nuestros abrigos.

—Ah, no os olvidéis de lassobras —dijo Betty—. Será unbuen tentempié para mañana.

Pete ayudó a Sarah aponerse el abrigo y luegosujetó el mío para que yopasara el brazo por la manga.

Nos estrechamos la manoen el porche.

—Se está levantandoviento —dijo Pete—. Bueno, nonos olvidéis. Y buena suerte.

—Nos acordaremos devosotros —dije—. Gracias otra

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vez, gracias por todo.

Nos estrechamos la manootra vez. Pete cogió a Sarah delos hombros y le dio un beso enla mejilla.

—Cuidaos mucho, ¿eh? Ytrata bien a este tío —le dijoPete—. Los dos sois buenagente. Nos caéis muy bien.

—Gracias, Pete —dijoSarah—. Gracias por decir eso.

—Lo digo porque es cierto;si no, no lo diría.

Betty y Sarah se dieron unabrazo.

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—Bueno —dijo Betty—.Buenas noches. Y que os vayamuy bien.

Bajamos por el camino,entre las flores. Sujeté laportilla para que pasase Sarahy cruzamos el aparcamiento degrava para volver a casa. Elrestaurante estaba a oscuras.Era más de medianoche. Elviento soplaba entre losárboles. Brillaban las luces delaparcamiento y, detrás delrestaurante, el generadorzumbaba y hacía girar losmotores del congelador.

Metí la llave en la

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cerradura y abrí la puerta decasa. Sarah encendió la luz yse dirigió al cuarto de baño.Encendí la lámpara junto a labutaca que estaba delante de laventana y me senté a fumar uncigarrillo. Al cabo de poco salióSarah del baño aún con elabrigo puesto. Se sentó en elsofá y se llevó la mano a lafrente.

—Ha sido una nocheestupenda —dijo—. No se meolvidará. Tan diferente de lasdemás mudanzas nuestras.Figúrate, cenar con el dueño dela casa antes de marcharnos. —

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Sacudió la cabeza y prosiguió—: Bien mirado, hemosprogresado bastante. Perotodavía nos queda mucho porrecorrer. Bueno, ésta es laúltima noche que pasamos enesta casa, y estoy tan cansadade todo lo que hemos cenadoque apenas puedo mantener losojos abiertos. Me parece queme voy a ir a la cama.

—Yo también. En cuantoacabe el pitillo.

Nos tumbamos en la camasin tocarnos. Luego Sarah sevolvió de su lado y me dijo:

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—Me gustaría que meabrazaras hasta que me quededormida. Sólo abrázame, nadamás. Esta noche echo de menosa Cindy. Espero que esté bien.Rezo para que todo le vayabien. Que Dios la ayude aencontrar su camino. Y anosotros también.

Al cabo de un rato surespiración se hizo lenta yregular. Me di la vuelta y meaparté de ella. Me quedémirando al techo oscuro,escuchando el viento.Entonces, justo cuandoempezaba a cerrar los ojos, oí

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algo. O, mejor dicho, dejé deoír algo que había estadooyendo. El viento seguíaarreciando, lo oía soplar bajolos aleros de la casa y silbar enlos cables de la luz, perofaltaba algo y no sabía lo queera. Permanecí inmóvil un pocomás, escuchando. Luego melevanté, fui al cuarto de estar yme puse delante de la ventana.Miré al restaurante y al trozode luna que aparecía entre lasrápidas nubes.

Me quedé en la ventanatratando de averiguar lo quepasaba. Una y otra vez, me fijé

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alternativamente en el destellodel mar y en el restaurante.Entonces comprendí de dóndeprocedía aquel extraño silencio.El generador del restaurante sehabía parado. Me quedé allí unpoco más, preguntándome loque debía hacer, si era precisollamar a Pete. A lo mejor searreglaba solo al cabo del ratoy volvía a ponerse en marcha.Pero en cierto modo estabaseguro de que no sería así.

Él también debió de darsecuenta, porque de pronto vique una luz se encendía en sucasa y luego aparecía en el

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porche una silueta con unalinterna. La silueta con lalinterna se dirigió a la partetrasera del restaurante y abrióla puerta. Dentro, seencendieron las luces. Al cabodel rato, después de que mefumé un cigarrillo, volví a lacama. Me quedé dormidoinmediatamente.

A la mañana siguientetomamos café instantáneo ydespués fregamos las tazas yterminamos de hacer elequipaje. No hablamos mucho.Había un camión detrás delrestaurante, y Betty y Leslie

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entraban y salían por la puertatrasera, con los brazoscargados de cosas. No vi aPete.

Cargamos el coche. Al finalpodíamos llevarlo todo aEureka en un solo viaje. Meacerqué al restaurante paradejar las llaves, pero justocuando llegaba a la oficina seabrió la puerta y salió Pete conuna caja en los brazos.

—Se va a echar a perder —dijo—. El salmón se hadescongelado. Justo cuandoestaba empezando acongelarse, resulta que se

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descongela. Se va adesperdiciar todo este salmón.Tengo que regalarlo por ahí,debo repartirlo esta mismamañana. Los solomillos, lasgambas, las vieiras también.Todo. El motor del generadorse ha quemado. Maldita sea.

—Lo siento, Pete —le dije—. Tenemos que marcharnosya. Sólo quería devolverte lasllaves.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Las llaves de la casa. Nosvamos ya. Dentro de unmomento.

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—Dáselas a Leslie, estédentro. Es la que se ocupa delos alquileres. Dale a ella lasllaves.

—Vale, eso haré. Adiós,Pete. Lamento lo delgenerador. Pero gracias otravez por todo.

—De nada —dijo él—. Nofaltaba más. Buena suerte. Idcon cuidado.

Me saludó con la cabeza yse dirigió a la casa con la cajade solomillos. Le di las llaves aLeslie, me despedí de ella yvolví al coche, donde me estaba

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esperando Sarah.

—¿Qué pasa? —dijo—.¿Qué ha ocurrido? Parece que aPete le ha faltado tiempo paraperderte de vista.

—Resulta que esta nochese ha quemado el motor delgenerador y el congelador seha apagado y se le haestropeado la carne.

—¿Ah, sí? Qué lástima. Losiento por ellos. Les hasdevuelto las llaves, ¿verdad?Nos hemos despedido de todos.Creo que ya nos podemos ir.

—Sí —dije—. Podemos

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irnos ya.

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M

Sueños

i mujer tiene la costumbrede contarme todo lo quesueña. Cuando se despierta

le llevo el café y el zumo y mesiento en una silla al lado de lacama mientras se espabila y seaparta los cabellos del rostro.Tiene la expresión de quienacaba de despertarse, pero ensu mirada también se apreciaque viene de muy lejos.

—A ver —le digo.

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—Qué raro —contesta ella—. He tenido un sueño entero yla mitad de otro. He soñadoque era un chico y que iba apescar con mi hermana y suamiga, pero estaba borracho.Figúrate. ¿No es el colmo?Tenía que llevarlas en el coche,pero no había forma deencontrar las llaves. Luego,cuando las he encontrado, elcoche no arrancaba. De buenasa primeras estábamos pescandoen el lago, en una barca. Seacercaba una tormenta, perono podía poner en marcha elmotor. Mi hermana y su amiga

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no paraban de reírse. Pero yotenía miedo. En eso me hedespertado. ¿No es raro? ¿Quéte parece?

—Escríbelo —le dije,encogiéndome de hombros.

No tenía otra cosa quedecirle. Yo no sueño. Hace añosque no sueño nada. O a lomejor sí, pero cuando medespierto no me acuerdo denada. No soy ningúnespecialista en sueños; ni enlos míos ni en los de nadie. Unavez Dotty me contó que pocoantes de casarnos se pasó lanoche ladrando en sueños. Al

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despertarse vio a su perrito,Bingo, sentado a los pies de lacama y mirándola de maneraextraña. Se dio cuenta de quehabía ladrado en sueños. ¿Quésignificaría eso?, se preguntó.Lo calificó de pesadilla,añadiéndolo a su libro desueños, y eso fue todo. No ledio más vueltas. Nuncainterpretaba sus sueños. Selimitaba a escribirlos y luego,cuando tenía otro, lo anotaba acontinuación.

—Bueno, me subo —le dije—. Tengo que ir al cuarto debaño.

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—Estaré enseguida.Primero tengo que espabilarme.Quiero pensar un poco más eneste sueño.

En realidad no tenía que iral cuarto de baño, de maneraque cogí una taza de café y mesenté a la mesa de la cocina.Estábamos en agosto, en plenacanícula, y teníamos lasventanas abiertas. Hacía calor,ya lo creo. Asfixiante. Mi mujery yo nos pasamos casi todo elmes durmiendo en el sótano.Pero nos arreglamos bien.Llevamos abajo colchones,almohadas, sábanas, de todo.

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Teníamos una mesita, unalámpara, un cenicero. Nosreíamos. Era como volver aempezar. Pero arriba todas lasventanas estaban abiertas, yen la casa de al lado también loestaban. Sentado a la mesa, oía Mary Rice, la vecina. Eratemprano, pero ya se habíalevantado y andaba por lacocina en camisón. Tarareabauna melodía, y me puse aescucharla mientras me bebíael café. Luego sus hijosaparecieron en la cocina y lossaludó diciendo:

—Buenos días, niños.

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Buenos días, mis seresqueridos.

En serio. Eso es lo que lesdijo su madre. Luego sesentaron a la mesa, riéndosede algo, y uno de los niñosempezó a golpear la silla contrael suelo, riendo a carcajadas.

—Ya está bien, Michael —ledijo su madre—. Termínate loscereales, cariño.

Al cabo de un momento,Mary Rice mandó a sus hijos aque fueran a vestirse para ir alcolegio. De nuevo se puso atararear mientras fregaba los

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cacharros. Al escucharla,pensé: Soy un hombre desuerte. Tengo una mujer quesiempre sueña algo diferente,que todas las noches se acuestaa mi lado y en cuanto se quedadormida algún hermoso sueñola transporta muy lejos. Unasveces sueña con caballos, contormentas y gente, y otrashasta cambia de sexo en elsueño. Yo no echaba en faltamis propios sueños. Sólo teníaque pensar en los suyos parano sentirme frustrado. Yademás en la casa de al lado,tengo una vecina que se pasa

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el día cantando o tarareando.En general, me sentía bastanteafortunado.

Me acerqué a la ventanapara ver cómo se marchaban alcolegio los niños de al lado. Vicómo Mary Rice los besaba alos dos en la mejilla, diciendo:

—Adiós, niños.

Luego cerró la puertamosquitera, se quedó detrás unmomento, viendo cómo losniños se alejaban por la calle, ydespués dio media vuelta yvolvió a entrar en la casa.

Conocía sus costumbres.

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Ahora dormiría unas horas:nunca se acostaba al volver desu trabajo nocturno, pocodespués de las cinco de lamañana. La chica que le hacíade canguro —Rosemary Bandel,una vecina— esperaba a queella llegase y luego cruzaba lacalle y entraba en su casa. Yentonces las luces permanecíanencendidas en casa de MaryRice durante el resto de lanoche. A veces, si tenía lasventanas abiertas, como ahora,oía música de piano, y una vezhasta oí a Alexander Scourbyleyendo Grandes esperanzas.

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A veces, cuando no podíaconciliar el sueño —mi mujerdormía y soñaba a mi lado—,me levantaba de la cama ysubía para sentarme a la mesay escuchar su música o suslibros grabados, acechando elmomento en que su siluetapasara delante de un visillo ose recortara por detrás de lapersiana. Alguna que otra vezsonaba el teléfono muytemprano, a una horaintempestiva, pero ella siemprelo cogía a la tercera llamada.

Sus hijos, según averigüé,se llamaban Michael y Susan. A

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mis ojos no se diferenciaban ennada de los demás niños delbarrio, salvo en que cuando losveía, pensaba: Qué suertetenéis, niños, de tener unamadre que os cante. Vuestropadre no os hace ninguna falta.Una vez vinieron a casa avendernos unas pastillas dejabón, y en otra ocasiónllamaron a la puerta paraofrecernos semillas. Nosotrosno tenemos jardín, desde luego—donde vivimos nosotros nocrece nada—, pero se lascompré de todos modos, quédemonios. La noche de

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Halloween también vinieron,con la chica que los cuidaba —su madre, naturalmente,estaba trabajando—, y les dichocolatinas y saludé con lacabeza a Rosemary Bandel.

Mi mujer y yo somos losvecinos más antiguos delbarrio. Hemos visto llegar ymarcharse a todo el mundo.Mary Rice vino hace tres añoscon su marido y sus hijos. Sumarido era un técnico de lacompañía telefónica, encargadodel tendido y mantenimiento, yse marchaba a trabajar a lassiete de la mañana y volvía a

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las cinco de la tarde. Luegodejó de llegar a esa hora.Volvía cada vez más tarde, sies que volvía.

Mi mujer también lo notó.

—Hace tres días que no loveo —dijo.

—Yo tampoco —dije.

Unos días antes, por lamañana, había oído gritos, yuno de los niños lloraba; quizáslos dos.

Luego, en el mercado, lavecina que vivía al lado deMary Rice contó a mi mujer queel matrimonio se había

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separado.

—Los ha abandonado, a ellay a los niños —dijo aquellamujer—. El hijo de puta.

Y entonces, no muchodespués, como su marido sehabía despedido del trabajo yse había marchado de laciudad, Mary Rice tuvo quebuscarse el sustento y encontrótrabajo en un restaurantedonde servía cócteles y notardó mucho en pasarse toda lanoche escuchando música ygrabaciones de libros. Ycantando unas veces ytarareando otras. La otra

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vecina de Mary Rice dijo que sehabía matriculado en launiversidad para hacer doscursos por correspondencia. Seestaba creando una nueva vida,aseguró la vecina, una nuevavida para ella y para sus hijos.

Como el invierno seacercaba decidí poner lascontraventanas. Mientrasestaba fuera, subido en laescalera, los niños de al lado,Michael y Susan, salieron de lacasa como un tromba, encompañía del perro y haciendoque la puerta mosquitera se

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cerrara de golpe tras ellos.Corrieron por la acera ya conlos abrigos puestos, dandopatadas a los montones dehojas muertas.

Mary Rice salió a la puertay vio cómo se alejaban. Luegome miró a mí.

—Buenos días —dijo—. Porlo visto, ya se está preparandopara el invierno.

—Así es —dije—. Pronto senos echará encima.

—Sí, no tardará mucho —dijo ella. Luego esperó unmomento, como si fuera a

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añadir algo, y dijo—: Bueno,encantada de hablar con usted.

—El placer ha sido mío.

Eso fue poco antes del díade Acción de Gracias. Unasemana después, más o menos,cuando entré en la habitacióncon el café y el zumo de mimujer, me la encontré yadespierta e incorporada y listapara contarme su sueño. Diounas palmaditas sobre la cama,y me senté a su lado.

—Este sí que es la monda—dijo—. Si quieres oír algobueno, atiende.

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—Adelante —dije.

Tomé un sorbo de su taza yse la di. Ella cerró las manos entorno a la taza, como si lastuviera frías.

—Íbamos en barco —dijo.

—Nunca hemos ido enbarco —dije.

—Lo sé, pero íbamos en unbarco grande, un crucero, creo.Estábamos acostados, en unalitera o algo así, cuandollamaron a la puerta y entróalguien con una bandeja demagdalenas. Dejaron labandeja y volvieron a salir. Me

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levanté a coger unamagdalena. Tenía hambre,sabes, pero cuando la toqué,me quemó la punta de losdedos. Entonces se meempezaron a encoger los dedosde los pies, como cuando tienesmiedo, ya sabes. Me volví aacostar pero entonces oí unamúsica fuerte, de Scriabin, yluego un entrechocar de copas,centenares, quizás miles decopas, todas resonando a lavez. Te desperté, te lo conté yme dijiste que ibas a ver lo quepasaba. Recuerdo que cuandosaliste vi pasar la luna fuera,

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por delante del ojo de buey.Luego el barco debió de virar oalgo así, porque volvió a pasarla luna inundando de luz elcamarote. Entonces volviste, enpijama, tal como te habíasmarchado, y te acostaste y tedormiste otra vez sin decirpalabra. La luna brillaba al otrolado de la ventana y en elcamarote relucía todo, pero túseguías sin decir nada. Meacuerdo de que me asustasteun poco con tu silencio y deque se me volvieron a encogerlos dedos de los pies. Luego mevolví a dormir y aquí estoy.

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¿Qué te parece? Menudosueño, ¿no? ¡Dios mío de mivida! ¿Qué podrá significar? Túno has soñado nada, ¿verdad?

Dio un sorbo de café y seme quedó mirando. Sacudí lacabeza. No sabía qué decir, demanera que le recomendé quelo anotara en el cuaderno.

—Pues vaya, no sé. Seestán volviendo muy raros, ¿note parece?

—Anótalo en el cuaderno.

Enseguida llegaron lasnavidades. Compramos un

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árbol, lo adornamos y lamañana de Navidadintercambiamos regalos. Dottyme regaló un par de manoplas,un globo terráqueo y unasuscripción a lar e v i s t a Smithsonian. Yo leregalé un perfume —se sonrojóal abrir el paquete— y uncamisón. Me abrazó. Luegosubimos al coche y fuimos acomer a casa de unos amigos.

Entre Navidad y primero deaño vino una ola de frío. Nevó,y luego volvió a nevar. Un día,Michael y Susan estuvieron enla calle el tiempo suficiente

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para hacer un muñeco denieve. Le pusieron unazanahoria en la boca. Por lanoche veía el resplandor de latele por la ventana de sucuarto. Mary Rice seguía yendoa trabajar todas las noches,Rosemary venía a cuidar de losniños y la luz siemprepermanecía encendida toda lanoche.

En Nochevieja fuimos alotro extremo de la ciudad acenar con nuestros amigos.Jugamos a las cartas, vimos latele y a medianoche abrimosuna botella de champán. Harold

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y yo nos estrechamos la manoy nos fumamos un puro. LuegoDotty y yo cogimos el coche yvolvimos a casa.

Pero —y aquí es dondeempieza lo malo— al llegar albarrio nos encontramos la callebloqueada por dos cochespatrulla. Sus luces giraban sinparar sobre la carrocería. Otroscoches, automovilistas curiosos,se habían parado, y los vecinoshabían salido de sus casas.Muchos estaban vestidos yllevaban abrigo, pero habíagente en pijama con gruesosabrigos encima que

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evidentemente se habíanpuesto a toda prisa. Cerca decasa había dos coches debomberos aparcados, unodelante del jardín y otro en elcamino de entrada de la casaMary Rice.

Di mi nombre a un policía yle expliqué que vivíamos allí,donde estaba el camión grande.

—¡Están delante de nuestracasa! —gritó Dotty.

El policía me dijo queteníamos que aparcar e irandando.

—¿Qué ha pasado? —le

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pregunté.

—Parece que se haprendido fuego una estufa.Bueno, eso es lo que me handicho. En la casa había unosniños. Tres, contando lacanguro. Ella salió. Pordesgracia, los niños sequedaron dentro. Se asfixiaroncon el humo.

Echamos a andar por lacalle, hacia casa. Dotty mecogió del brazo y se apretócontra mí.

—¡Ay, Dios mío! —repetía.

Ya cerca, en el tejado de la

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casa de Mary Rice, iluminadopor los focos de los bomberos,vi a un hombre con unamanguera. Pero ya no echabasino un hilillo de agua. Habíanroto la ventana del dormitorio,y dentro se veía a un hombreque se movía por el cuarto conalgo que podía ser un hacha.Entonces un bombero salió porla puerta con algo en losbrazos, y vi que era el perro delos niños. Me causó muchaimpresión.

Había por allí unacamioneta de la cadena local detelevisión y un operador

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filmaba con una cámara quellevaba sobre el hombro. Losvecinos se apiñaban alrededor.Los coches de bomberosestaban con el motor enmarcha, y de cuando en cuandose oían voces por la radio. Peroninguno de los mirones decíanada. Me fijé en ellos yreconocí a Rosemary, queestaba con la boca abiertaentre su padre y su madre.Luego sacaron a los niños, encamilla. Eran tipos enormes, losbomberos, con botas,impermeables y cascos,hombres de aspecto

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indestructible que parecíantener cien años más de vidapor delante. Salieron a la calle,uno a cada extremo de lascamillas, llevando a los niños.

—Oh, no —decía la genteque estaba mirando. Y repetíaluego—: Oh, no.

—¡No! —lloró alguien.

Dejaron las camillas en elsuelo. Apareció un hombre contraje y gorro de lana que aplicóun estetoscopio al corazón delos niños para ver si habíaalgún latido. Hizo luego unaseña con la cabeza a los

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enfermeros de la ambulancia,que fueron a recoger lascamillas.

En aquel momento llegó uncoche pequeño y Mary Ricebajó de un salto del asiento delpasajero. Corrió hacia losenfermeros que estaban apunto de introducir las camillasen la ambulancia.

—¡Déjenlos en el suelo! —gritó—. ¡Déjenlos en el suelo!

Y los enfermeros sedetuvieron, pusieron lascamillas en el suelo y dieron unpaso atrás. Mary Rice se irguió

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sobre sus hijos y aulló; sí, nohay otra palabra. La gente seretiró y se acercó de nuevocuando Mary se arrodilló en lanieve junto a las camillas y,primero a uno y luego a otro,acarició el rostro de los niños.

El hombre del traje y elestetoscopio se aproximó aMary Rice y se arrodilló a sulado. Otro —seguramente eljefe de bomberos o, si no, suayudante— hizo una seña a losenfermeros, luego se acercó aMary Rice, la ayudó a ponerseen pie y le rodeó el hombro conlos brazos. El del traje estaba

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al otro lado de ella, pero no latocó. El conductor del cocheque la había traído a casa seadelantó ahora a ver lo quepasaba, pero no era más queun muchacho de aspectoasustado, un friegaplatos oayudante de camarero. Se diocuenta de que no tenía derechoa presenciar el dolor de MaryRice. Retrocedió y se apartó dela gente, mirando fijamente lascamillas que los enfermerosintroducían en la parte traserade la ambulancia.

—¡No! —gritó Mary Rice,precipitándose hacía el vehículo

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cuando introducían en él lascamillas.

Me acerqué entonces a ella—nadie hacía nada— y la cogídel brazo.

—Mary, Mary Rice —dije.

Se dio media vueltarápidamente y se encaróconmigo.

—No lo conozco,¿qué quiere usted? —me dijo.

Llevó el brazo hacia atrás yme dio una bofetada en la cara.

Luego subió a laambulancia con los enfermeros.

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La ambulancia arrancó y fuepatinando por la calle, tocandola sirena mientras los mironesse apartaban para dejarlapasar.

Dormí mal aquella noche. YDotty no paró de moverse ni dequejarse en sueños. Comprendíque estaba muy lejos de mí.Por la mañana no le preguntélo que había soñado, y ellatampoco me dijo nada. Perocuando entré en la habitacióncon el zumo de naranja y elcafé, tenía el cuaderno en lasrodillas y un bolígrafo en la

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mano. Dejando dentro elbolígrafo, cerró el cuaderno yme miró.

—¿Qué pasa ahí al lado? —me preguntó.

—Nada —dije—. La casaestá a oscuras. Hay huellas deneumáticos en la nieve. Laventana de la habitación de losniños está rota. Eso es todo.Nada más. A no ser por eso,por la ventana de la habitación,nadie pensaría que ha habidofuego. Nadie se imaginaría quehan muerto dos niños.

—Esa pobre mujer —dijo

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Dotty—. Pobrecilla, por DiosSanto, qué desgraciada debeser. Que Dios nos asista. Y aella también.

Durante toda la mañana nodejó de pasar gente por delantede la puerta de Mary Rice.Coches que circulabandespacio, mientras susocupantes contemplaban lacasa. O peatones que seacercaban a observar laventana, fijándose en la nievepisoteada de la parte delantera,para luego seguir su camino.Hacia mediodía me encontrabafrente a la ventana cuando

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llegó una furgoneta y aparcó.Mary Rice y su ex marido, elpadre de los niños, se bajaron yse dirigieron a la casa.Caminaban despacio, y elhombre la cogió del brazo paraayudarla a subir los escalonesdel porche. La puerta se habíaquedado abierta la nocheanterior. Ella entró primero.Luego pasó él.

Por la noche revivimos todoel suceso en las noticiaslocales.

—No puedo verlo —dijoDotty, pero siguió mirando,igual que yo.

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En las imágenes salía lacasa de Mary Rice y unbombero en el tejado quedirigía la manguera hacia laventana rota. Luego sacaban alos niños de la casa, y de nuevovimos cómo Mary Rice caía derodillas. Después, cuandointroducían las camillas en laambulancia, Mary Rice dabamedia vuelta, se encaraba conalguien y gritaba: «¿Qué quiereusted?»

Al día siguiente, sobre ladoce, la furgoneta se detuvodelante de la casa. Unmomento después, antes

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incluso de que el conductorpudiera apagar el motor, MaryRice bajaba los escalones delporche. El conductor se bajó,dijo «Buenos días, Mary» y leabrió la puerta del pasajero.Luego se marcharon alentierro.

El hombre pasó las cuatronoches siguientes en la casa, yal otro día, al levantarme —temprano, como siempre—, vique la furgoneta no estaba ycomprendí que se habíamarchado.

Aquella mañana Dotty mecontó uno de sus sueños.

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Estaba en una casa de campo yaparecía un caballo blanco quela miraba por la ventana. Eneso se despertó.

—Quiero hacer algo paramostrarle nuestro pesar —dijoDotty—. Invitarla a cenar,quizás.

Pero pasaron los días y nohicimos nada, ni Dotty ni yo,para que viniera a casa. MaryRice volvió a trabajar, sólo queahora lo hacía de día, en unaoficina. Yo la veía salir por lamañana y volver poco despuésde las cinco. Sobre las diez dela noche se apagaban las luces.

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En la habitación de los niñossiempre estaba bajada lapersiana, y suponía, aunque nopodía estar seguro, que lapuerta permanecía cerrada.

Un sábado, hacia finales demarzo, salí a desmontar lascontraventanas. Al oír ruidovolví la cabeza y vi a MaryRice, que trataba de remover latierra con una pala en la partede atrás de su casa. Llevabapantalones, jersey y unsombrero de paja.

—Buenos días —dije.

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—Buenos días —dijo—. Nosé si me estoy precipitando,pero tengo mucho tiempo libre,ya sabe, y bueno, pues es laépoca del año que indican en elpaquete. —Sacó del bolsillo unpaquete de semillas—: El añopasado mis hijos fueronvendiendo semillas por elbarrio. Al limpiar los cajonesencontré unos paquetes.

No le mencioné los que yotenía en el cajón de la cocina.

—Hace tiempo que mimujer y yo queríamos invitarlaa cenar —le dije—. ¿Leapetecería venir un día de

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éstos? ¿Esta noche, si no tieneotra cosa que hacer?

—Bueno, por qué no. Deacuerdo. Pero ni siquiera sécómo se llama usted. Ni sumujer tampoco.

Se lo dije y luego lepregunté:

—¿Le parece bien a lasseis?

—¿Cuándo? Ah, sí. A lasseis está bien. —Empuñó lapala y removió la tierra—. Voya seguir, a ver si planto lassemillas. Iré a las seis. Gracias.

Volví a casa y le dije a

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Dotty lo de la cena. Saqué losplatos y los cubiertos. Cuandovolví a mirar por la ventanaMary Rice se había metido encasa, ya no estaba en el jardín.

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C

Vándalos

arol y Robert Noris eraviejos amigos de Joanne, lamujer de Nick. La habían

conocido tiempo atrás, muchoantes que Nick. Cuando aúnestaba casada con Bill Daly. Enaquella época, los cuatro —Carol y Robert, Joanne y Bill—eran recién casados yestudiaban el último curso debellas artes en la Universidadde Seattle. Vivían juntos, en

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una casa grande de Capitol Hill,y compartían el alquiler y elcuarto de baño. Comían juntosmuchas veces y se quedabancharlando y bebiendo vinohasta altas horas de la noche.Se pasaban los trabajos y losexaminaban y evaluabanconjuntamente. Y el último añoque vivieron juntos en la casa—antes de que Nick aparecieseen escena— incluso comprarona medias un velero barato conel que navegaron en veranopor el lago Washington.

—Pasamos ratos buenos ymalos, tuvimos nuestros

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altibajos —dijo Robert porsegunda vez aquella mañana,riendo y mirando a los queestaban sentados en torno a lamesa.

Era un domingo por lamañana, y estaban en la cocinade Nick y Joanne, en Aberdeen,comiendo salmón ahumado,huevos revueltos y quesofresco untado en panecillosredondos. Era el salmón queNick había pescado el veranoanterior y que luego mandóembalar al vacío paracongelarlo. Le gustó queJoanne contara a Carol y a

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Robert que lo había pescado él.Incluso sabía —decía saber— loque había pesado el salmón.

—Éste pesaba casi ochokilos —dijo, y Nick, encantado,soltó una carcajada.

Nick lo había sacado delcongelador la noche anterior,después de que Carol llamara aJoanne para decirle que pasaríapor la ciudad con Robert y suhija Jenny y se acercarían averlos.

—¿Podemos levantarnos?—dijo Jenny—. Queremos ir apatinar.

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—Tenemos los patines en elcoche —dijo Megan, la amigade Jenny.

—Llevad vuestros platos alfregadero —dijo Robert—.Luego podéis ir a patinar. Perono vayáis muy lejos, quedaospor el barrio. Y tened cuidado.

—¿No pasará nada? —dijoCarol.

—Pues claro que no —dijoJoanne—. ¿Qué va a pasar?Ojalá tuviera yo un monopatín.Me iría con ellas.

—Pero en su mayoríafueron ratos buenos —dijo

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Robert, hablando de su épocade estudiantes—. ¿Verdad? —añadió, sonriendo y mirando aJoanne a los ojos.

Joanne asintió con lacabeza.

—Sí, qué tiempos aquellos—dijo Carol.

Nick tuvo la sensación deque Joanne quería preguntarlesalgo acerca de Bill Daly. Perono lo hizo. Sonrió, mantuvo lasonrisa un momento más delnecesario y luego preguntó sialguien quería más café.

—Yo sí, gracias —dijo

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Robert.

—No —dijo Carol, poniendola mano sobre su taza.

Nick sacudió la cabeza.

—Bueno, háblame de lapesca del salmón —dijo Robert.

—No hay mucho que decir—repuso Nick—. Hay quelevantarse temprano y salir almar. Si no sopla el viento, nollueve, hay peces y tienes bienpuesto el aparejo, puede quecojas algo. Lo más probable, sihay suerte, es que de cadacuatro que piquen te lleves unoa casa. Algunos dedican a eso

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la vida entera. Yo voy a pescarun poco en los meses deverano, y ya está.

—¿Sales a pescar en barco?—le preguntó Robert.

Lo dijo de improviso, comosin pensarlo. Nick vio que enrealidad no le interesaba, perose sintió obligado a contestar,ya que había sido él quien sacóel tema.

—Tengo un barco —dijoNick—. Lo dejo atracado en elpuerto deportivo.

Robert asintió despacio conla cabeza. Joanne le sirvió café,

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y él la miró sonriendo.

—Gracias, cariño —le dijo.

Nick y Joanne veían a Caroly Robert cada seis meses más omenos: a decir verdad, más amenudo de lo que le hubieragustado a Nick. No es que no lecayeran bien; le parecíansimpáticos. En realidad losapreciaba más que a los otrosamigos de Joanne que conocía.Le gustaba el amargo sentidodel humor de Robert, y lamanera que tenía de contaruna historia, haciendo quepareciese más divertida de loque seguramente era en

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realidad. También le gustabaCarol. Era una mujer bonita,siempre de buen humor, que aveces pintaba cuadros conpintura acrílica: les habíaregalado uno y Nick y Joan locolgaron en su dormitorio.Carol siempre era amable conNick, nunca se había mostradodesagradable con él. Pero aveces, cuando Robert y Joannese ponían a recordar el pasado,Nick se sorprendía mirando aCarol, que, sentada al otro ladode la habitación, mantenía sumirada, sonreía y luego movíaun poco la cabeza, como si

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aquellas conversaciones sobreel pasado careciesen desentido.

Sin embargo, cuandoestaban todos juntos, Nick nopodía evitar la sensación deque lo juzgaban en silencio, yde que Robert, incluso Carol, leseguían culpando por haberroto el matrimonio de Joannecon Bill, acabando así con lafeliz existencia de las dosparejas.

Se veían en Aberdeen dosveces al año, una a principios yotra a finales de verano. Roberty Carol pasaban por allí con su

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hija de diez años, Jenny, decamino a la selva tropical de lapenínsula de Olympic, donde sealojaban en un hotel de unlugar llamado Playa Ágata, encuyos parajes Jenny llenaba deágatas un bolso de cuero parallevárselas a Seattle y pulirlas.

Nunca se quedaban a pasarla noche en casa de Nick yJoanne; Nick pensó que, enprimer lugar, nunca los habíaninvitado a quedarse, aunqueestaba seguro de que a Joannele habría encantado si él se lohubiese sugerido. Pero no lohabía hecho. Siempre que iban

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a verlos, llegaban a la hora dedesayunar o, si no, poco antesde comer. Carol siempre lesllamaba con suficienteantelación, para que estuviesenpreparados. Eran puntuales, yNick lo apreciaba.

A Nick les caían bien, peroen cierto modo siempre estabaincómodo en su presencia.Nunca, ni una sola vez, habíanhablado de Bill Daly delante deél, ni siquiera mencionaban sunombre. Sin embargo, cuandolos cuatro estaban juntos, Nicktenía la sensación de que Dalyno se encontraba muy lejos de

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sus pensamientos. Nick le habíaquitado la mujer a Bill, y ahoraaquellos viejos amigos de Dalyestaban en casa del hombreque se había comportado contan cruel falta deconsideración, complicándolesla vida a todos durante unabuena temporada. ¿No era unaespecie de traición que Roberty Carol fuesen amigos delcausante de todo aquello? ¿Quecompartiesen el pan con aquelindividuo, en su misma casa, yvieran cómo pasabacariñosamente el brazo por loshombros de la que antes había

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sido la mujer de su amigo?

—No os vayáis lejos, cariño—le dijo Carol a Jenny cuandolas niñas salían de la cocina—.Nos vamos a ir pronto.

—No iremos lejos —dijoJenny—. Patinaremos ahídelante.

—A ver si es verdad —dijoRobert. Miró el reloj—: Nosiremos enseguida, niñas.

La puerta se cerró detrásde las niñas, y los adultosvolvieron a una cuestión quehabían mencionado poco antes:el terrorismo. Robert era

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profesor de arte en un institutode Seattle, y Carol trabajabaen una boutique cerca de PikePlace Market. Ninguno de susconocidos tenía intención de ira Europa o a Oriente Próximoaquel verano. De hecho, variosamigos suyos habían anuladolas vacaciones que pensabanpasar en Italia y Grecia.

—Primero conoceNorteamérica, ése es mi lema—dijo Robert.

Prosiguió hablando de sumadre y su padrastro, queacababan de pasar dossemanas en Roma. Les

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perdieron el equipaje ytardaron tres días enencontrarlo, ése fue el primerincidente. Luego, la segundanoche, mientras paseaban porvia Veneto camino de unrestaurante que no estaba lejosde su hotel —patrullaban lacalle agentes uniformados conmetralletas—, un ladrón enbicicleta le robó el bolso a sumadre de un tirón. Dos díasdespués alquilaron un coche, sefueron a cincuenta kilómetrosde Roma y, cuando estabanvisitando un museo, les rajaronun neumático y les robaron el

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capó.

—No se llevaron la bateríani nada, ¿entendéis? —dijoRobert—. Querían el capó. ¿Oslo podéis imaginar?

—¿Para qué querrían elcapó? —preguntó Joanne.

—Quién sabe —dijo Robert—. Pero en cualquier caso,desde que empezamos abombardear, a los turistas seles están poniendo feas lascosas por allí. ¿Qué pensáisvosotros de los bombardeos?Creo que con eso sólo seconsigue que los

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norteamericanos se lleven lapeor parte. Ahora puedenatacar a cualquiera.

Nick removió el café y dioun sorbo antes de responder:

—Yo ya no estoy seguro denada. En serio que no. No hagomás que ver en mi cabezatodos esos cadáveres tendidosen un charco de sangre enmedio de un aeropuerto. No sé.—Removió de nuevo el café—:Por aquí dicen algunos que, yaque nos habíamos puesto, a lomejor teníamos que habersoltado unas cuantas bombasmás. Y un tío incluso me ha

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dicho que no deberían haberseparado, que tenían que haberdejado aquel sitio como unaparcamiento. Yo no sé lo quedeberían haber hecho. Pero sícreo que teníamos que haceralgo.

—Bueno, eso es un pocoradical, ¿no? —dijo Robert—.¿Como un aparcamiento? ¿Terefieres a tirar unabomba atómica?

—He dicho que no sabía loque deberían haber hecho. Perohabía que reaccionar de algúnmodo.

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—Diplomacia —dijo Robert—. Sanciones económicas. Quelo sintieran en el bolsillo.Verías como luego andabanmás derechos que una vela.

—¿Queréis que haga máscafé? —dijo Joanne—. Sólotardaré un momento. ¿Quiénquiere melón?

Echó su silla hacia atrás yse levantó de la mesa.

—A mí no me cabe nadamás —dijo Carol.

—A mí tampoco. Estoy lleno—dijo Robert. Parecía quedeseaba seguir con la

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conversación, pero entoncescambió de tema—: Algún díairé de pesca contigo, Nick.¿Cuándo es la mejor época?

—Harás bien. A ver si esverdad —dijo Nick—. Vencuando te apetezca y quédateel tiempo que quieras. Julio esel mejor mes. Pero agostotampoco está mal. Incluso lasdos primeras semanas deseptiembre.

Empezó a decir algo sobrelo estupendo que era pescarpor la noche, cuando casi todoslos barcos volvían a puerto. Undía, dijo, pescó un salmón

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enorme a la luz de la luna.

Robert pareció pensarlo unmomento. Bebió un sorbo decafé.

—Lo haré. Vendré esteverano; en julio, si te parecebien.

—Estupendo —dijo Nick.

—¿Qué equipo tengo quetraer? —dijo Robert,interesado.

—Con que vengas tú, yaestá. Tengo todo lo necesario.

—Te puedes llevar mi caña—dijo Joanne.

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—Pero entonces tú tequedarás sin pescar —dijoRobert.

Y con eso se acabó laconversación sobre la pesca.

Nick comprendió que laperspectiva de pasar conRobert unas horasinterminables en un barco losponía a los dos igualmenteincómodos. No, francamente noveía más futuro a su relaciónque la de sentarse en aquellacómoda cocina dos veces alaño, para charlar un pocomientras desayunaban ytomaban café. Juntos pasaban

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un rato bastante agradable, yno hacía falta nada más.Simplemente no cabía imaginarotra cosa. Últimamente inclusose había negado a hacer algúnque otro viaje a Seattle conJoanne, porque sabía que ellaacabaría queriendo pasar atomar café por casa de Robert yCarol. Siempre ponía unaexcusa y se quedaba en casa.Decía que tenía mucho trabajoen la serrería que regentaba.En una ocasión, Joanne habíadormido en casa de Robert yCarol, y cuando volvió, Nicktuvo la impresión de que

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estuvo distante y pensativadurante unos días. Le preguntópor la visita y ella le dijo que lohabía pasado estupendamentey que después de cenar sequedaron charlando hasta muytarde. Sospechaba que habíanhablado de Bill Daly; enrealidad estaba seguro, y esaidea le sacaba de quicio. Pero¿qué más daba que hubieranhablado de Bill Daly? AhoraJoanne era su mujer. Hubo unaépoca en que habría matadopor ella. La seguía queriendo, yella a él, pero ya no sentíaaquella obsesión. No, ya no

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mataría por ella, y le costabacomprender que hubiera podidoalbergar un sentimiento así. Nomerecía la pena matar a nadie,ni por ella ni por nadie.

Joanne se levantó yempezó a quitar los platos de lamesa.

—Deja que te ayude —dijoCarol.

Nick rodeó con el brazo lacintura de Joanne y la apretócontra sí, como vagamenteavergonzado de lo que habíaestado pensando. Joanne sequedó quieta, sin apartarse de

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la silla de Nick. Dejó que laabrazara. Luego se ruborizólevemente y se apartó un poco.Nick la soltó.

Se abrió la puerta y las dosniñas, Jenny y Megan, entraroncomo una tromba en la cocinacon los monopatines en lamano.

—Hay fuego en la calle —dijo Jenny.

—Está ardiendo una casa —dijo Megan.

—¿Fuego? —dijo Carol—. Side verdad hay fuego, no osacerquéis.

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—Yo no he oído a losbomberos —dijo Joanne—. ¿Yvosotros?

—Yo tampoco —dijo Robert—. Iros a jugar, niñas. Notardaremos mucho enmarcharnos.

Nick se acercó a la ventanay miró a la calle, pero noparecía que pasara nada fuerade lo corriente. La idea de unacasa incendiándose a las oncede la mañana de aquel día claroy soleado era incomprensible.Además, no había habidoalarmas, ni habían pasadocoches llenos de mirones, ni

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habían sonado las campanas, nise habían oído sirenas nichirriar de frenos. Nick pensóque debía de formar parte deun juego que las niñas habíaninventado.

—Ha sido un desayunofabuloso —dijo Carol—. Me haencantado. Me dan ganas detumbarme a dormir.

—¿Por qué no te echas unpoco? —le dijo Joanne—. Arribatenemos una habitación deinvitados. Dejad que las niñasvayan a jugar mientras osecháis una siesta antes demarcharos.

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—Pues claro —dijo Nick—.¿Por qué no?

—Bueno, Carol sólo lo decíaen broma —dijo Robert,mirando a su mujer—. Nuncase nos ocurriría hacer algo así.¿Verdad, Carol?

—Ah, no, desde luego queno —dijo Carol, riendo—, Perotodo estaba muy bueno, comosiempre. Un brunch dechampán sólo que sin champán.

—Mejor aún —dijo Nick.

Nick había dejado de beberseis años atrás, después de quelo detuvieron por conducir en

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estado de embriaguez. Fue conalguien a una reunión deAlcohólicos Anónimos, se diocuenta de que aquello era lomás conveniente para él yempezó a ir todas las noches,en ocasiones dos veces pornoche, durante dos meses,hasta que las ganas de beberse le quitaron de tal modo,como decía él, que parecía quenunca las había tenido. Peroincluso ahora, que no bebía,seguía yendo de cuando encuando a alguna reunión.

—Y, hablando de beber —dijo Robert—, ¿te acuerdas de

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Harry Schuster, Jo? El doctorHarry Schuster, hoyespecialista en trasplantes demédula espinal, no mepreguntes cómo, pero ¿teacuerdas de aquella fiesta deNavidad en la que se peleó consu mujer?

—Marilyn —dijo Joanne—.Marilyn Schuster. Hacía muchoque no pensaba en ella.

—Marilyn, eso es —dijoRobert—. Porque creía queMarilyn había bebidodemasiado y se estabaquedando con...

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Hizo una pausa hasta queJoanne completó la frase.

—Bill.

—Exacto, con Bill —dijoRobert—. El caso es queprimero tuvieron unas palabrasy luego ella tiró las llaves de sucoche al suelo del salón y ledijo: «Pues entonces conducetú, ya que eres tan prudente yestás tan sobrio.» Así que,como habían ido en dos coches,porque Harry trabajaba comointerno en el hospital, él salió,cogió el coche de su mujer, loaparcó dos manzanas más alláy luego volvió por su coche, lo

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aparcó a dos manzanas, volvióandando por el coche de ella, locondujo dos manzanas, volvióandando por su coche, lo llevóun poco más allá y volvió por elcoche de ella y lo adelantóotras dos manzanas, y asísucesivamente.

Todos se echaron a reír.Incluso Nick. Tenía gracia. Ensus tiempos Nick había oídomontones de historias deborrachos, pero ninguna conaquella chispa tan especial.

—Bueno, para noextenderme demasiado, comosuele decirse, Harry llevó así

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los dos coches a su casa. Tardódos o tres horas en recorrersiete kilómetros. Y cuandollegó, se encontró con Marilyn,sentada a la mesa con una copaen la mano. «Feliz Navidad», ledijo al verlo entrar por lapuerta, y entonces Harry ladejó plantada.

Carol emitió un silbido.

—Todo el mundo sabía queaquellos dos no iban a ningunaparte. Llevaban una vidabastante alocada. Al añosiguiente acudieron los dos a lamisma fiesta de Navidad, sóloque con diferente pareja.

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—Con todas las veces quehe conducido borracho —dijoNick, sacudiendo la cabeza—, ysólo me han cogido una vez.

—Tuviste suerte —dijoJoanne.

—Los demás tuvieronsuerte —dijo Robert—. Losotros conductores que secruzaron contigo en lacarretera sí tuvieron suerte.

—Con pasar una noche enel calabozo tuve suficiente —dijo Nick—. Dejé de beber parasiempre. En realidad, memetieron en lo que llamaban

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celda de desintoxicación. A lamañana siguiente vino elmédico, el doctor Forester, ynos examinó a uno detrás deotro en un cuarto pequeño. Temiraba los ojos con unalinterna, mandaba extender lasmanos con las palmas haciaarriba, tomaba el pulso yauscultaba el corazón. Luegopronunciaba un sermón sobrela bebida y por último tecomunicaba la hora en que ibana soltarte. Dijo que podíamarcharme aquella mismamañana, a las once. «¿Nopodría irme más pronto,

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doctor?», le pregunté. «¿Porqué tiene tanta prisa?», quisosaber. «A esa hora tengo queestar en la iglesia. Me caso alas once.»

—¿Y qué te contestó? —preguntó Carol.

—Me contestó: «Venga,lárguese de aquí. Pero que nose le olvide lo que le hapasado, ¿eh?» Y no lo heolvidado. Dejé de beber. Nisiquiera bebí una copa por latarde en el banquete de boda.Ni una gota. Para mí, se habíaacabado. Menudo susto mehabía llevado. A veces hace

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falta algo así, una verdaderasacudida en el sistemanervioso, para que cambien lascosas.

—A mi hermano pequeñocasi lo mató un conductorborracho —dijo Robert—.Todavía está lleno de hierros yanda con un aparatoortopédico.

—¿Quién quiere café, porúltima vez? —preguntó Joanne.

—Sí, un poco, gracias —dijeCarol, añadiendo—: Tenemosque ir a buscar a las niñas yponernos en marcha.

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Nick miró hacia la ventanay vio que pasaban coches por lacalle y peatones que seapresuraban por la acera.Recordó lo que Jenny y suamiga habían dicho sobre unincendio, pero, por amor deDios, si hubiera fuego tambiénhabría sirenas y coches debomberos, ¿no? Hizo ademánde levantarse de la mesa, perose quedó sentado.

—Es curioso —dijo—.Recuerdo que una vez, cuandobebía, caí en eso que llamancoma etílico y al perder elconocimiento me di con la

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cabeza contra una mesita. Porsuerte en aquel momento meencontraba en la consulta delmédico. Me desperté en unacamilla, y Peggy, la mujer conquien estaba casado entonces,estaba inclinada sobre mí juntoal médico y la enfermera.Peggy repetía mi nombre. Teníatoda la cabeza vendada, comoun turbante. El médico meadvirtió que había caído encoma, y que no sería la últimavez si continuaba bebiendo. Lecontesté que habíacomprendido el mensaje. Perosólo lo dije por decir. Entonces

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no tenía intención de dejarlo.Me dije que habían sido losnervios, el agobio, lo que mehabía hecho perder elconocimiento, y lo mismo ledije a mi mujer.

»Pero aquella nochedábamos una fiesta, Peggy yyo. Era algo que llevábamosdos semanas planeando, y nopodíamos anularlo así como asísin decepcionar a todo elmundo. ¿Os dais cuenta? Asíque nos decidimos a dar lafiesta y vino todo el mundo yyo todavía con la venda en lacabeza. Me pasé la noche con

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un vaso de vodka en la mano.Le conté a todo el mundo queme había dado un golpe con lapuerta del coche.

—¿Cuánto tiempo seguistebebiendo después? —preguntóCarol.

—Pues bastante. Un año oasí. Hasta que me detuvieronaquella noche.

—Ya no bebía cuando loconocí —intervino Joanne,ruborizándose, como si hubieradicho algo que no debierahaber dicho.

Nick le puso una mano en

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el cuello y le acarició la nuca.Le cogió un mechón de pelo ylo enrolló entre los dedos. Porla calle pasaba gente pordelante de la ventana. Lamayoría de los viandantes ibaen mangas de camisa o enblusa. Un hombre llevaba ahombros a una niña pequeña.

—Dejé de beber un añoantes de conocer a Joanne —dijo Nick, como explicándolesalgo que debían saber.

—Cuéntales lo de tuhermano, cariño —le sugirióJoanne.

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Nick no dijo nada alprincipio. Dejó de acariciar elpelo de Joanne y retiró la manode su nuca.

—¿Qué le pasó —preguntóRobert, inclinándose haciaadelante.

Nick sacudió la cabeza.

—Sí, ¿qué le pasó? —dijoCarol—. Nos lo puedes contar,Nick. Es decir, si quieres.

—¿Cómo hemos venido aparar a esto, de todos modos?—dijo Nick.

—Tú has sido quien haempezado a hablar del tema —

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le dijo Joanne.

—Bueno, mirad, lo quepasó fue que yo intentaba dejarde beber y pensé que no loconseguiría quedándome encasa, pero no quería ir aningún sitio de ésos, ya sabéis,a una clínica o a un centro derehabilitación, y mi hermanotenía una casa a la que sólo ibaen verano y, como estábamosen octubre, pues le llamé y lepregunté si podía pasar un parde semanas allí para tratar derecuperarme. Al principio medijo que sí. Me puse a hacer lamaleta pensando en lo

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contento que estaba de tenerfamilia, en la suerte de tenerun hermano que iba aayudarme. Pero enseguida sonóel teléfono y era mi hermano, yme dijo que había hablado consu mujer, que lo sentía, que nosabía cómo decírmelo, me dijo,pero que su mujer tenía miedode que acabara prendiendofuego a la casa. Dijo que mepodía caer con un cigarrilloencendido entre los dedos, odejar el fogón encendido. Encualquier caso les daba miedode que prendiera fuego a lacasa y que lo sentía mucho

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pero que no me la podíaprestar. Así que le dije muybien, vale, y deshice la maleta.

—¡Vaya! —exclamó Carol—.Tu propio hermano te hizo eso.Te dejó tirado. Tu propiohermano.

—No sé lo que habría hechoyo en su lugar —observó Nick.

—Sí que lo sabes —le dijoJoanne.

—Bueno, supongo que sí.Le habría prestado la casa,claro. Qué coño, ¿qué es unacasa? Una casa se puedeasegurar.

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—Es increíble, desde luego—comentó Robert—. ¿Cómo tellevas con tu hermano ahora?

—Pues de ninguna manera,siento decirlo. Hace tiempo mepidió dinero prestado y me lodevolvió cuando dijo que loharía. Pero hace cinco años queno nos vemos. Y más tiempoaún que no veo a su mujer.

—¿De dónde sale todae s a gente? —dijo Joanne,levantándose de la mesa yacercándose a la ventana.

—Las niñas han dicho quehabía fuego —dijo Nick.

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—Tonterías —dijo Joanne,apartando los visillos—. Nopuede haber fuego. ¿Dónde?

—Algo pasa —dijo Robert.

Nick se dirigió a la puerta yabrió. Un coche que pasaba porla calle frenó y se detuvo juntoa la casa. Otro aparcó en laacera de enfrente. Por la acerapasaban pequeños grupos depeatones. Nick salió al jardín ylos demás —Joanne, Carol yRobert— le siguieron. Al fondode la calle, Nick vio el humo, lagente arremolinada y doscoches de bomberos y uno depolicía aparcados en el cruce.

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Los bomberos dirigíanmangueras hacia la estructurade una casa: la de Carpenter,según vio Nick enseguida. Unhumo negro se escapaba de losmuros y del tejado brotabanllamas.

—Dios mío, es cierto, hayfuego —dijo Nick—. Las niñastenían razón.

—¿Por qué no hemos oídonada? —preguntó Joanne—.¿Habéis oído vosotros algo? Yono he oído nada.

—Será mejor que vayamosa buscar a las niñas, Robert —

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dijo Carol—. No vaya a ser quese metan en medio o seacerquen demasiado. Puedepasarles algo.

Echaron a andar los cuatropor la acera. Llegaron a laaltura de un grupo de genteque avanzaba sin prisa ysiguieron a su paso. Nick pensóque bien podían ir todos deexcursión. Pero no quitaban lavista de la casa incendiada nide los bomberos que lanzabanagua sobre el tejado, dondeseguían brotando llamas. Otrogrupo de bomberos sujetabauna manguera y lanzaba un

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gran chorro de agua por unaventana de la fachadadelantera. Un bombero quellevaba un casco con correas,un impermeable largo y botasnegras hasta la rodilla sedirigía con un hacha en lamano hacia la parte trasera dela casa.

Llegaron a donde seagolpaba la multitud demirones. El coche patrullaestaba aparcado en medio de lacalle y se oían losdistorsionados sonidos de laradio, mezclados con el crepitarde las llamas que se abrían

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paso entre los muros de lacasa. Entonces Nick vio a lasdos niñas, en la primera fila dela muchedumbre, con losmonopatines en la mano.

—Ahí están —le dijo aRobert—. Allí, ¿las ves?

Se abrieron paso entre lamuchedumbre, disculpándose,hasta donde estaban las niñas.

—Os lo hemos dicho, ¿loveis? —dijo Jenny.

Megan permanecía quieta,con el monopatín en una manoy el pulgar de la otra metido enla boca.

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—¿Sabe usted lo que hapasado? —preguntó Nick a lamujer que estaba a su lado.Llevaba un sombrero de paja yfumaba un cigarrillo.

—Vándalos —contestó—.Bueno, eso es lo que me handicho.

—Merecen que los matenen cuanto los cojan, la verdad—dijo el hombre que estabajunto a la mujer—. O por lomenos que los encierren parasiempre. Los dueños se han idode viaje a México y ni siquierasaben que ya no tendrán casacuando vuelvan. No han podido

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ponerse en contacto con ellos.Pobre gente. ¿Se dan cuenta?Volver a casa para encontrarsecon un montón de cenizas.

—¡Que se derrumba! —gritó el bombero del hacha—.¡Atrás!

No había nadie cerca de él,ni de la casa. Pero los mironesretrocedieron y Nick sintió quese le hacía un nudo en elestómago.

—¡Santo cielo! —exclamóalguien entre la multitud.

—¡Fijaos en eso! —dijo otravoz.

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Nick se acercó a Joanne,que tenía la vista fija en lasllamas. Tenía húmedo el pelosobre la frente. La rodeó con elbrazo. Y entonces se dio cuentade que la había abrazado asípor lo menos tres veces aquellamañana.

Nick volvió un poco lacabeza y se sorprendió al verque Robert le estaba mirando aél en vez de a la casa. Roberttenía el rostro encendido y unaexpresión severa, como si todolo que había sucedido —incendio provocado, cárcel,traición y adulterio, la

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inversión del orden establecido— fuese culpa de Nick y se lepudiese atribuir toda laresponsabilidad. Con el brazoen torno a la cintura deJoanne, Nick sostuvo su miradahasta que, ya sin rubor en lasmejillas, Robert bajó la cabeza.Cuando volvió a levantarla, yano miraba a Nick. Se acercó asu mujer, como paraprotegerla.

Nick y Joanne, abrazados,siguieron mirando el incendio,pero mientras Joanne le dabadistraídas palmaditas en elhombro Nick volvió a tener una

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impresión que últimamente leasaltaba con cierta frecuencia:la sensación de que no sabía loque su mujer estaba pensando.

—¿En qué piensas? —lepreguntó.

—Estaba pensando en Bill.

Siguió abrazándola. Ellapermaneció en silencio unosmomentos y, al cabo, dijo:

—Pienso en él de vez encuando, ¿sabes? Al fin y al cabofue el primer hombre al quequise.

El siguió abrazándola.Joanne apoyó la cabeza en su

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hombro y siguió mirando a lacasa en llamas.

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A

Si menecesitas,llámame

quella primavera habíamostenido una relación cadauno por su lado, pero

cuando el curso acabó en juniodecidimos alquilar nuestra casade Palo Alto y marcharnos losdos a pasar el verano a la costanorte de California. Nuestro

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hijo, Richard, iría con suabuela, la madre de Nancy, aPasco, en Washington, dondetrabajaría todo el verano conidea de tener algo de dineroahorrado en otoño, cuandoingresara en la universidad. Suabuela estaba al tanto de loque pasaba en casa y habíahecho lo imposible para que lomandáramos con ella,ocupándose de encontrarletrabajo para cuando llegara.Había hablado con un agricultoramigo suyo que le prometió unempleo para Richard. Trabajoduro, porque tendría que

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levantar cercas y hacer fardosde heno, pero Richard estabaentusiasmado. Se marchó enautobús a la mañana siguientede la entrega de diplomas en elinstituto. Lo llevé a la estación,aparqué el coche y fuimos asentarnos dentro hasta queanunciaron su autobús. Sumadre ya se había despedidode él, prodigándole besos yabrazos y dándole una largacarta que debía entregar a suabuela en cuanto llegara.Nancy se había quedado encasa, haciendo los últimospreparativos de la mudanza y

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esperando a la pareja deinquilinos. Le saqué el billete,se lo di y nos sentamos aesperar en un banco de laestación. De camino habíamoscharlado un poco de lasituación.

—¿Os vais a divorciarmamá y tú? —preguntó.

Era sábado por la mañana yno había mucho tráfico.

—Si podemos evitarlo, no—contesté—. No queremos. Poreso nos marchamos, a pasar elverano sin ver a nadie. Por esohemos alquilado nuestra casa

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durante el verano y por esohemos alquilado otra enEureka. Y por eso te vas tútambién, supongo. Por nohablar de que volverás a casacon los bolsillos llenos dedinero. No queremosdivorciarnos. Queremos estarsolos durante el verano y ver siarreglamos las cosas.

—¿Sigues queriendo amamá? Ella me ha dicho que tequiere.

—Pues claro que la quiero.A estas alturas deberíassaberlo. Sólo que hemos tenidoun montón de problemas y

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muchas responsabilidades,como todo el mundo, y ahoranecesitamos tiempo para estarsolos y encontrar una solución.Pero no te preocupes pornosotros. Tú ve a casa de tuabuela, pasa un buen verano,trabaja mucho y ahorra dinero.Y como también estás devacaciones, vete a pescarsiempre que puedas. Haybuena pesca por allí.

—Y también se puede haceresquí acuático. Quieroaprender.

—Eso nunca lo he hecho.Procura hacer un poco por mí

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también, ¿quieres?

Estábamos sentados en laestación de autobuses. Élhojeaba su anuario delinstituto, yo tenía un periódicosobre las rodillas. Entoncesanunciaron su autobús y noslevantamos. Lo abracé y ledije:

—No te preocupes, ¿eh?¿Dónde tienes el billete?

Se dio unas palmaditas enel bolsillo de la chaqueta ycogió la maleta. Le acompañéhasta la cola que se estabaformando en la terminal, luego

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lo abracé otra vez, le di unbeso en la mejilla y medespedí.

—Adiós, papá —mecontestó, dándose media vueltapara que no le viera laslágrimas.

Al volver a casa meencontré con nuestras cajas ymaletas en el cuarto de estar.Nancy estaba en la cocina,tomando café con la jovenpareja que nos había alquiladola casa durante el verano. Loshabía encontrado ella. Sellamaban Jerry y Liz, y estabanpreparando la licenciatura en

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matemáticas. Yo los habíaconocido sólo unos días antes,pero volvimos a estrecharnos lamano. Nancy me sirvió unataza de café y me senté a lamesa mientras ella acababa dedarles instrucciones, diciéndoeslo que debían hacer a principioy a fin de mes, dónde debíanenviarnos el correo y cosas porel estilo. Nancy tenía unaexpresión tensa. El sol sefiltraba por los visillos y caíasobre la mesa, señal de que lamañana estaba bien avanzada.

Finalmente, como todoparecía estar en orden, dejé a

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los tres en la cocina y empecé acargar el coche. La casa quehabíamos alquilado estabaamueblada y tenía de todo,hasta platos y cacharros decocina, así que nonecesitábamos llevarnosmucho, sólo lo estrictamentenecesario.

Tres semanas antes habíaido a Eureka, a quinientoskilómetros al norte de PaloAlto, para alquilar una casaamueblada. Fui con Susan, lamujer con quien había estadosaliendo. Pasamos tres días enun motel de las afueras de la

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ciudad mientras yo miraba elperiódico y visitaba agenciasinmobiliarias. Ella me vioextender el cheque por tresmeses de alquiler. Después, enel motel, tumbada en la cama,con una mano puesta en lafrente, me dijo:

—Qué envidia me da tumujer. Cómo envidio a Nancy.La gente siempre dice que «laotra» no cuenta, que la titulares quien ostenta los privilegiosy el verdadero poder, pero yonunca había comprendido esascosas, ni siquiera me habíaninteresado. Ahora sí. Cómo la

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envidio. Me da rabia la vida queva a llevar contigo este veranoen esa casa. Ojalá fuese yo.Ojalá fuésemos nosotros dos.¡Cómo siento que no seamosnosotros! ¡Qué horrible es todoesto!

Le acaricié el pelo.

Nancy era alta, de piernaslargas, con cabello y ojoscastaños y un espíritugeneroso. Pero últimamentenos habíamos quedado un pococortos de generosidad y deespíritu. Salía con un colegamío, divorciado, de cabello gris,siempre muy pulcro, con traje,

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chaleco y corbata, que bebíademasiado y a quien, según medijeron unos alumnos, a vecesle temblaban las manos enclase. Nancy y él habíanempezado su aventura en unafiesta durante las vacaciones,no mucho después de que elladescubriera mi propiainfidelidad. Ahora todo eso meparece molesto y aburrido, y loes, pero en primavera las cosasestaban así y a ellodedicábamos toda nuestraenergía y nuestra atención, conexclusión de todo lo demás. Afinales de abril ya empezamos

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a hacer planes de alquilar lacasa y marcharnos a pasar elverano a otro sitio, los dossolos, para ver si éramoscapaces de arreglar las cosas, sies que tenían arreglo.Acordamos que no llamaríamos,ni escribiríamos ni nospondríamos en contacto demanera alguna con las otrasdos personas. De modo quehicimos los preparativos para lamarcha de Richard, buscamosuna pareja que nos cuidara lacasa y, mirando el mapa, cogíuna carretera al norte de SanFrancisco, llegué a Eureka y

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encontré una agenciainmobiliaria dispuesta a alquilaruna casa amueblada para elverano a un matrimoniorespetable de mediana edad.Hasta me parece haberutilizado, que Dios me perdone,la frase «una segunda luna demiel» con el empleado de laagencia mientras Susanfumaba un cigarrillo y hojeabafolletos turísticos en el coche.

Terminé de colocarmaletas, bolsas y cajas en elmaletero y el asiento de atrás yesperé a que Nancy acabara dedespedirse en el porche.

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Estrechó la mano a la pareja,dio media vuelta y vino hacia elcoche. Les dije adiós con lamano y ellos me devolvieron elsaludo. Nancy subió al coche ycerró la puerta.

—Vámonos —dijo.

Puse el coche en marcha ynos dirigimos a la autopista. Enel último semáforo vimos uncoche que salía de la autopistay venía hacia nosotros. Se lehabía roto el tubo de escape ylo llevaba a rastras, sacandochispas del asfalto.

—Fíjate —dijo Nancy—. Se

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puede incendiar.

Esperamos hasta que elcoche se detuvo en el arcén.

Paramos en una pequeñacafetería junto a la autopista,cerca de Sebastopol. «Comida yGasolina», decía el letrero. Noshizo reír. Aparqué enfrente yentramos. Nos dirigimos alfondo y nos sentamos a unamesa cerca de una ventana.Después de pedir café y unossándwiches, Nancy puso eldedo sobre la mesa y empezó atrazar líneas en el tablero.Encendí un cigarrillo y miré alexterior. Un movimiento rápido

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me llamó la atención y me dicuenta de que era un colibrí enun matorral, junto a laventana. Picoteando en una flordel matorral, movía las alas contal rapidez que parecía unpunto borroso.

—Mira, Nancy —dije—. Uncolibrí.

Pero el pájaro levantó elvuelo en aquel momento yNancy miró por la ventana ydijo:

—¿Dónde? No lo veo.

—Estaba ahí hace unmomento —dije—. Mira, ahí

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está. Pero parece distinto. Sí,es otro.

Contemplamos al colibríhasta que la camarera nos trajolo que habíamos pedido y elpájaro, asustado por elmovimiento, desapareció por laesquina del edificio.

—Vaya, me da la impresiónde que es buena señal —dije—.Dicen que los colibríes traenbuena suerte.

—Eso lo he oído en algunaparte —dijo ella—. No sédónde, pero lo he oído. Bueno,pues no nos vendría mal un

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poco de suerte. ¿No te parece?

—El colibrí ha sido un buenaugurio. Me alegro de quehayamos parado aquí.

Ella asintió con la cabeza.Se quedó un momentopensativa y luego dio unmordisco al sándwich.

Llegamos a Eureka pocoantes de oscurecer. Después depasar el motel donde dossemanas antes Susan y yohabíamos dormido tres noches,salimos de la autopista ycogimos una carretera de

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montaña que dominaba laciudad. Llevaba las llaves de lacasa en el bolsillo. Subimos unpar de kilómetros hasta llegar aun pequeño cruce con unaestación de servicio y unatienda de comestibles. Al otrolado del valle, frente anosotros, había montañascubiertas de árboles; a nuestroalrededor, todo eran camposverdes. Detrás de la estaciónde servicio pastaban unasvacas.

—Qué paisaje tan bonito —dijo Nancy—. Estoy deseandover la casa.

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—Casi estamos. Justo alfinal de esa carretera —le dije—, pasando aquella elevación.Ahí la tienes —señalé al cabode unos momentos—. Esa es.¿Qué te parece?

Esa misma pregunta lehabía hecho a Susan cuandonos detuvimos en el camino deentrada, ella y yo.

—Es bonita —dijo Nancy—.Parece estupenda. Vamos abajar.

Nos quedamos un momentodelante del jardín, mirando anuestro alrededor. Luego

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subimos los escalones delporche, abrí la puerta y encendíla luz. Recorrimos la casa.Tenía dos habitacionespequeñas, un baño, un cuartode estar con chimenea,amueblado con unos cuantostrastos viejos, y una espaciosacocina con vistas al valle.

—¿Te gusta? —le pregunté.

—Es maravillosa —dijoNancy, sonriendo—. Me alegrode que la encontraras. Hemoshecho bien en venir.

Abrió el frigorífico y pasóun dedo por la encimera del

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fregadero.

—Todo está muy limpio,gracias a Dios. Así no tendréque trabajar.

—Y hay sábanas limpias enlas camas. Lo pregunté. Lo hecomprobado. Lo alquilan así.Hasta las almohadas. Confundas y todo.

—Tendremos que compraralgo de leña —dijo Nancy.Estábamos en el cuarto deestar—. En noches como éstanos vendrá bien encender lachimenea.

—De la leña me ocuparé

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mañana —dije—, Yaprovecharemos para hacer lacompra también, y ver laciudad.

—Me alegro de quehayamos venido —dijo,mirándome a los ojos.

—Y yo también.

Abrí los brazos y vino haciamí. La abracé. Sentí cómotemblaba. Alcé su rostro haciamí y la besé en ambas mejillas.

—Nancy —le dije.

—Me alegro de quehayamos venido —dijo ella.

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Pasamos los siguientes díasterminando de instalarnos.Fuimos a Eureka a pasear ymirar escaparates. Compramosprovisiones. Hicimosexcursiones hasta el bosque,atravesando el campo de detrásde la casa. Encontré en elperiódico un anuncio de leña yllamé. Un par de días despuésse presentaron dos jóvenes depelo largo con una camionetacargada de leña de aliso queapilaron bajo el tejadillo delgaraje. Aquella noche, despuésde cenar, tomamos café frentea la chimenea y hablamos de

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tener un perro.

—No quiero un cachorro —dijo Nancy—. Un perro cachorrovaya ensuciándolo todo por ahío destrozando cosas con losdientes. Es lo que menos faltanos hace. Pero me gustaríatener un perro, sí. Hace muchoque no tenemos ninguno. Creoque nos vendría bien aquí.

—¿Y cuando volvamos,cuando se acabe el verano? —dije. Formulé la pregunta deotro modo—: ¿Te parece bientener un perro en la ciudad?

—Ya veremos. Mientras,

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vamos a buscar uno. El quemás nos convenga. Hasta quelo vea no sabré cuál es.Miraremos los anuncios y si espreciso iremos a la perrera.

Pero aunque seguimoshablando del tema durantevarios días y mirando perros enlos jardines de las casas por lasque pasábamos, señalando losque nos gustaría tener, la cosaquedó en nada, acabamos sincoger ninguno.

Nancy llamó a su madrepara darle nuestra dirección yel número de teléfono. Richardestaba trabajando y parecía

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contento. Ella se encontrabaestupendamente. Oí que Nancyle decía:

—Estamos muy bien. Estoda buen resultado.

A mediados de julio íbamosun día por la autopista de lacosta y al llegar a lo alto de unrepecho vimos unas lagunasseparadas del mar por bancosde arena. En la orilla habíaunos pescadores, y dos barcasen el agua.

Salí al arcén y paré.

—Vamos a ver lo que estánpescando —dije—. A lo mejor

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encontramos una caña ypodemos ponernos nosotrostambién.

—Hace años que no vamosde pesca —dijo Nancy—. Desdeaquella vez que Richard erapequeño y acampamos cercadel Monte Shasta. ¿Teacuerdas?

—Me acuerdo. Y tambiénacabo de acordarme de queechaba de menos la pesca.Vamos a bajar, a ver lo quepescan.

—Truchas —contestó elhombre cuando le pregunté—.

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Truchas arco iris, reos. Inclusoalgunas asalmonadas y unoscuantos salmones. Entran eninvierno, cuando se abren losbancos de arena, y luego sequedan atrapados enprimavera, cuando se cierran.Ahora es la temporada depesca. Todavía no ha picadoninguna, pero el domingopasado cogí cuatro, de unoscincuenta centímetros. Es elpescado más delicioso delmundo, y se defienden comodemonios. Los de las barcas yahan cogido algunas, pero hastaahora yo no he hecho nada.

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—¿Qué cebo utiliza? —lepreguntó Nancy.

—De todo —contestó elpescador—. Lombrices, huevasde salmón, maíz integral. Sólohay que lanzarlo lejos, dejarque se hunda, soltar un poco yvigilar la caña.

Nos quedamos por allí unrato, observando al pescador ylas pequeñas barcas que sedesplazaban de un lado a otrode la laguna entre el murmullode sus motores.

—Gracias —dije al pescador—. Y buena suerte.

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—A usted también —dijo él—. Suerte a los dos

De camino a la ciudadentramos en una tienda dedeportes y compramos unaslicencias, unas cañas baratas,carretes, hilos de nailon,anzuelos, corchos, plomos yuna cesta. Hicimos planes parair a pescar a la mañanasiguiente.

Pero por la noche, despuésde cenar, fregar los platos yencender la chimenea, Nancysacudió la cabeza y dijo queaquello no iba a dar resultado.

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—¿Por qué dices eso? —pregunté—. ¿Qué quieresdecir?

—Quiero decir que no va adar resultado. Reconozcámoslo.—Volvió a sacudir la cabeza—:En realidad no tengo ganas deir a pescar mañana, ni tampocoquiero un perro. No, nada deperros. Más bien me apetece ira ver a mi madre y a Richard.Sola. Quiero estar sola. Echode menos a Richard —dijo,rompiendo a llorar—. Richardes mi hijo, mi niño, y ya es casiun adulto y pronto se irá. Leecho de menos.

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—¿Y a Del? —dije yo—.¿También echas de menos aDel Shraeder? A tu amigo. ¿Leechas en falta?

—Esta noche echo a todo elmundo en falta. También a ti.Hace mucho que te echo demenos. Te he echado tanto demenos que es como si noestuvieras conmigo. No sécómo explicarlo, pero te heperdido. Ya no eres mío.

—Nancy.

—No, no.

Sacudió la cabeza. Se sentóen el sofá, frente al fuego, sin

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dejar de mover la cabeza.

—Mañana quiero coger elavión para ir a ver a mi madrey a Richard. Cuando memarche podrás llamar a tuamiga.

—Eso no —dije—. No tengoninguna intención de hacereso.

—La llamarás —dijo ella.

—Y tú llamarás a Del.

Me sentí ridículo al decirleeso.

—Tú puedes hacer lo que tedé la gana —dijo ella,

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enjugándose las lágrimas con lamanga—. Lo digo en serio. Noquiero parecer una histérica.Pero yo me voy mañana aWashington. Y ahora me voy ala cama. Estoy agotada. Losiento. Lo siento por los dos,Dan. Esto no va a salir bien.Hoy, ese pescador nos hadeseado suerte. —Sacudió lacabeza—. Yo también nos deseosuerte. La vamos a necesitar.

Entró en el cuarto de bañoy oí que abría el grifo de labañera. Salí al porche y mesenté en un escalón a fumar uncigarrillo. Fuera todo estaba

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oscuro y silencioso. Al mirar ala ciudad, vi un pálido reflejode luces en el cielo y jirones debruma flotando en el valle.Empecé a pensar en Susan.Poco después, Nancy salió delbaño y oí que cerraba la puertade su habitación. Entré, puseotro tronco en la chimenea yesperé a que las llamas seencaramasen por la corteza.Luego pasé a la otra habitación,descubrí la cama y contemplélos dibujos florales de lassábanas. Luego me duché, mepuse el pijama y fui a sentarmeotra vez frente a la chimenea.

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Ahora la bruma llegaba a laventana. Me senté a fumardelante del fuego. Cuando volvía mirar hacia la ventana, algose movió entre la niebla y vi uncaballo que comía hierba en eljardín.

Me acerqué a la ventana. Elcaballo alzó la cabeza y memiró, luego siguió arrancandohierba. Otro caballo entró en eljardín, pasó junto al coche yempezó a pastar. Encendí la luzdel porche y me quedé delantede la ventana, mirándolos.Eran caballos altos, blancos, delargas crines. Se habían

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escapado de alguna granjavecina, por el hueco de unacerca o una portilla abierta.Comoquiera que fuese, habíanvenido a parar a nuestro jardín.Estaban encantados,disfrutando enormemente de suescapada. Y también nerviosos;desde la ventana les veía elblanco de los ojos. No dejabande agitar las orejas mientrasarrancaban matas de hierba.Un tercer caballo entróvacilante en el jardín, y luegoun cuarto. Era una manada decaballos blancos, y estabanpastando en nuestro jardín.

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Fui a la habitación deNancy y la desperté. Teníarulos en el pelo, los ojosenrojecidos y los párpadoshinchados. A los pies de lacama había una maleta abierta.

—Nancy, cariño —le dije—.Ven a ver lo que tenemos en eljardín. Ven, corre. Tienes queverlo. No te lo vas a creer.Date prisa.

—¿Qué pasa? —dijo—. Nome hagas daño. ¿Qué ocurre?

—Tienes que verlo, cariño.No voy a hacerte daño.Lamento haberte asustado.

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Pero tienes que venir a verlo.

Volví al cuarto de estar, meaposté delante de la ventana yal cabo de unos minutos vinoNancy atándose la bata. Mirópor la ventana y exclamó:

—¡Qué bonitos son, Diosmío! ¿De dónde han salido,Dan? Son preciosos.

—Han debido escaparse deuna de esas granjas de por ahí—dije—. Voy a llamar a laoficina del sheriff para quelocalice a los dueños. Peroprimero quería que los vieses.

—¿Crees que morderán? —

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me preguntó—. Me gustaríaacariciar a aquel de allí, el queacaba de mirarnos. Meencantaría pasarle la mano porel cuello. Pero tengo miedo deque me muerda. Voy a salir.

—No creo que muerdan —dije—. No parecen de los quemuerden. Pero si sales, pontealgo; hace frío.

Me puse el abrigo encimadel pijama y esperé a Nancy.Luego abrí la puerta, salimos aljardín y nos acercamos a loscaballos. Todos levantaron lacabeza para mirarnos. Dos deellos volvieron a bajarla y

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siguieron comiendo hierba.Otro dio un resoplido yretrocedió, para luego bajar lacabeza a su vez y continuarpastando. Acaricié la cabeza deuno y le palmeé el flanco.Siguió mascando. Nancy alargóel brazo y empezó a acariciar lacrin de otro.

—¿De dónde vienes,bonito? —dijo—. ¿Dónde vives,y por qué has salido estanoche, caballito?

Nancy continuóacariciándole la crin. El caballola miró, resopló entre los labiosy volvió a bajar la cabeza. Ella

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le dio unas palmaditas en elflanco.

—Me parece que voy allamar al sheriff —dije.

—Todavía no —dijo ella—.Espera un poco. Nuncavolveremos a ver una cosa así.Nunca jamás volveremos atener caballos en el jardín.Espera un poco más, Dan.

Al cabo de un rato, Nancyseguía yendo de un caballo aotro, dándoles palmadas en ellomo y acariciándoles la crin,cuando uno de ellos echó aandar por el camino, pasó

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delante del coche y salió a lacarretera. Entonces comprendíque tenía que llamar.

Momentos despuésaparecieron dos coches patrullacon sus luces rojas destellandoen la niebla. Algo más tarde sepresentó un individuo con unchaleco de piel de borregoconduciendo una camioneta conun remolque de caballos.Entonces los caballos seasustaron y trataron deescapar. El individuo delchaleco de piel de borrego soltóun taco e intentó pasar unacuerda por el cuello de unos de

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los caballos.

—¡No le haga daño! —gritóNancy.

Volvimos a la casa y nospusimos delante de la ventanapara ver cómo los ayudantesdel sheriff y el granjero reuníanlos caballos.

—Voy a hacer café —dije—.¿Te apetece una taza, Nancy?

—Te diré lo que me apetece—dijo ella—. Estoy en lasnubes, Dan. Como si mehubiera drogado. No sé explicaresta sensación, pero me gusta.Mientras tú haces café yo

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buscaré música en la radio;después aviva el fuego en lachimenea. Estoy demasiadonerviosa para dormir.

Así que nos sentamosfrente al fuego bebiendo café yescuchando una radio deEureka que emitía toda lanoche mientras hablábamos delos caballos y luego de Richardy de la madre de Nancy.Bailamos. No mencionamospara nada nuestra situación. Labruma pendía al otro lado de laventana y charlamos yestuvimos cariñosos el uno conel otro. Al amanecer apagué la

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radio, nos acostamos e hicimosel amor.

Por la tarde, cuando hizotodos los preparativos y cerrólos maletas, la llevé a unpequeño aeropuerto dondecogería un vuelo a Portland.Allí haría transbordo con otracompañía aérea que la dejaríaen Pasco bien entrada la noche.

—Saluda a tu madre de miparte. Dale a Richard un abrazoy dile que le echo de menos.Dile que le quiero.

—Él también te quiere a ti.Ya lo sabes. En cualquier caso,

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le verás en otoño, estoysegura.

Asentí con la cabeza.

—Adiós —dijo, tendiéndomelos brazos.

Nos abrazamos.

—Me alegro de lo deanoche —dijo—. Los caballos.La conversación. Todo. Es unaayuda. Nunca lo olvidaremos.

Se echó a llorar.

—Me escribirás, ¿verdad?—le dije—. Ni por un momentopensé que nos ocurriría esto anosotros. Después de tantos

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años. Ni soñarlo. A nosotros,no.

—Te escribiré —dijo ella—.Cartas muy largas. Las máslargas que hayas recibidojamás después de las que temandaba en el instituto.

—Estaré impaciente porrecibirlas.

Luego me miró otra vez yme pasó la mano por la cara.Me dio la espalda y se dirigió alavión que la esperaba en lapista.

Adiós, amada mía, queDios sea contigo.

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Subió al avión y me quedéallí hasta que los motores areacción se pusieron enmarcha. Al cabo de unmomento, el avión empezó arodar por la pista. Despegósobre la Bahía de Humboldt ypronto se convirtió en un puntoen el cielo.

Volví a casa, dejé el cocheen el camino de entrada y mirélas huellas de los cascos de loscaballos. Había marcasprofundas en el césped, ycalvas, y montones deestiércol. Entré luego en lacasa y, sin quitarme siquiera el

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abrigo, fui al teléfono y marquéel número de Susan.

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C

Tres rosasamarillas

hejov. La noche del 22 demarzo de 1897, en Moscú,salió a cenar con su amigo y

confidente Alexei Suvorin.Suvorin, editor y magnate de laprensa, era un reaccionario, un self-made man cuyo padrehabía sido soldado raso enBorodino. Al igual que Chejov,era nieto de un siervo. Tenían

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eso en común: sangrecampesina en las venas. Perotanto política comotemperamentalmente sehallaban en las antípodas.Suvorin, sin embargo, era unode los escasos íntimos deChejov, y Chejov gustaba de sucompañía.

Naturalmente, fueron almejor restaurante de la ciudad,un antiguo palacete llamado L´Ermitage (establecimiento enel que los comensales podíantardar horas —la mitad de lanoche incluso— en dar cuentade una cena de diez platos en

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la que, como es de rigor, nofaltaban los vinos, los licores yel café). Chejov iba, como decostumbre, impecablementevestido: traje oscuro conchaleco. Llevaba, como no, suseternos quevedos. Aquellanoche tenía un aspecto muysimilar al de sus fotografías deese tiempo. Estaba relajado,jovial. Estrechó la mano del maître, y echó una ojeada alvasto comedor. Las recargadasarañas anegaban la sala de unvivo fulgor. Elegantes hombresy mujeres ocupaban las mesas.Los camareros iban y venían

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sin cesar. Acababa de sentarsea la mesa, frente a Suvorin,cuando repentinamente, sin elmenor aviso previo, empezó abrotarle sangre de la boca.Suvorin y dos camareros loacompañaron al cuarto de bañoy trataron de detener lahemorragia con bolsas de hielo.Suvorin lo llevó luego a suhotel, e hizo que le prepararanuna cama en uno de los cuartosde su suite. Más tarde, despuésde una segunda hemorragia,Chejov se avino a sertrasladado a una clínicaespecializada en el tratamiento

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de la tuberculosis y afeccionesrespiratorias afines. CuandoSuvorin fue a visitarlo díasdespués, Chejov se disculpó porel "escándalo" del restaurantetres noches atrás, pero siguióinsistiendo en que su estado noera grave. «Reía y bromeabacomo de costumbre —escribeSuvorin en su diario—,mientras escupía sangre en unaguamanil.»

María Chejov, su hermanamenor, fue a visitarlo a laclínica los últimos días demarzo. Hacía un tiempo deperros; una tormenta de

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aguanieve se abatía sobreMoscú, y las calles estabanllenas de montículos de nieveapelmazada. María consiguió aduras penas parar un coche depunto que la llevase al hospital.Y llegó llena de temor y deinquietud. «Antón Pavlovichyacía boca arriba —escribeMaría en sus memorias—. No lepermitían hablar. Después desaludarle, fui hasta la mesa afin de ocultar mis emociones.»

Sobre ella, entre botellasde champaña, tarros de caviary ramos de flores enviados poramigos deseosos de su

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restablecimiento, María vio algoque la aterrorizó: un dibujohecho a mano —obra de unespecialista, era evidente— delos pulmones de Chejov. (Erade este tipo de bosquejos quelos médicos suelen trazar paraque los pacientes puedan veren qué consiste su dolencia.) Elcontorno de los pulmones eraazul, pero sus mitadessuperiores estaban coloreadasde rojo. «Me di cuenta de queeran ésas las zonas enfermas»,escribe María.

También León Tolstoi fueuna vez a visitarlo. El personal

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del hospital mostró un temorreverente al verse en presenciadel más eximio escritor delpaís. (¿El hombre más famosode Rusia?) Pese a estarprohibidas las visitas de todapersona ajena el «núcleo de losallegados», ¿cómo no permitirque viera a Chejov? Lasenfermeras y médicos internos,en extremo obsequiosos,hicieron pasar al barbudoanciano de aire fiero al cuartode Chejov. Tolstoi, pese al bajoconcepto que tenía del Chejovautor de teatro («¿Adónde lellevan sus personajes? —le

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preguntó a Chejov en ciertaocasión—. Del diván al trastero,y del trastero al diván»),apreciaba sus narracionescortas. Además —y tan sencillocomo eso—, lo amaba comopersona. Había dicho a Gorki:«Qué bello, qué espléndido serhumano. Humilde y apaciblecomo una jovencita. Inclusoanda como una jovencita. Essencillamente maravilloso.» Yescribió en su diario (todo elmundo llevaba un diario odietario en aquel tiempo):«Estoy contento de amar... aChejov.»

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Tolstoi se quitó la bufandade lana y el abrigo de piel deoso y se dejó caer en una sillajunto a la cama de Chejov.Poco importaba que el enfermoestuviera bajo medicación ytuviera prohibido hablar, y másaún mantener unaconversación. Chejov hubo deescuchar, lleno de asombro,cómo el conde disertaba acercade sus teorías sobre lainmortalidad del alma.Recordando aquella visita,Chejov escribiría más tarde:«Tolstoi piensa que todos losseres (tanto humanos como

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animales) seguiremos viviendoen un principio (razón,amor...) cuya esencia y finesson algo arcano paranosotros... De nada me sirvetal inmortalidad. No laentiendo, y Lev Nikolaievich seasombraba de que no pudieraentenderla.»

A Chejov, no obstante, leprodujo una honda impresión elsolícito gesto de aquella visita.Pero, a diferencia de Tolstoi,Chejov no creía, jamás habíacreído, en una vida futura. Nocreía en nada que no pudierapercibirse a través de cuando

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menos uno de los cincosentidos. En consonancia consu concepción de la vida y laescritura, carecía —segúnconfesó en cierta ocasión— de«una visión del mundofilosófica, religiosa o política.Cambia todos los meses, asíque tendré que conformarmecon describir la forma en quemis personajes aman, sedesposan, procrean y mueren.Y cómo hablan».

Unos años atrás, antes deque le diagnosticaran latuberculosis, Chejov habíaobservado: «Cuando un

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campesino es víctima de laconsunción, se dice a sí mismo:"No puedo hacer nada, Me iréen la primavera, con eldeshielo."» (El propio Chejovmoriría en verano, durante unaola de calor.) Pero, una vezdiagnosticada su afección,Chejov trató siempre deminimizar la gravedad de suestado. Al parecer estuvopersuadido hasta el final de quelograría superar su enfermedaddel mismo modo que se superaun catarro persistente. Inclusoen sus últimos días parecíaposeer la firme convicción de

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que seguía existiendo unaposibilidad de mejoría. Dehecho, en una carta escritapoco antes de su muerte, llegóa decirle a su hermana queestaba «engordando», y que sesentía mucho mejor desde queestaba en Badenweiler.

Badenweiler era unpequeño balneario y centro derecreo situado en la zonaoccidental de la Selva Negra,no lejos de Basilea. Sedivisaban los Vosgos casi desdecualquier punto de la ciudad, yen aquellos días el aire erapuro y tonificador. Los rusos

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eran asiduos de sus bañostermales y de sus apaciblesbulevares. En el mes de juniode 1904 Chejov llegaría aBadenweiler para morir.

A principios de aquel mismomes había soportado un penosoviaje en tren de Moscú a Berlín.Viajó con su mujer, la actrizOlga Knipper, a quien habíaconocido en 1898 durante losensayos de La gaviota. Suscontemporáneos la describencomo una excelente actriz. Erauna mujer de talento,físicamente agraciada y casidiez años más joven que el

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dramaturgo. Chejov se habíasentido atraído por ella deinmediato, pero era lento deacción en materia amorosa.Prefirió, como era habitual enél, el flirteo al matrimonio. Alcabo, sin embargo, de tres añosde un idilio lleno deseparaciones, cartas einevitables malentendidos,contrajeron matrimonio enMoscú, el 25 de mayo de 1901,en la más estricta intimidad.Chejov se sentía enormementefeliz. La llamaba «mi poney»,y a veces «mi perrito» o «micachorro». También le gustaba

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llamarla «mi pavita» osencillamente «mi alegría».

En Berlín Chejov habíaconsultado a un reputadoespecialista en afeccionespulmonares, el doctor KarlEwald. Pero, según un testigopresente en la entrevista, eldoctor Ewald, tras examinar asu paciente, alzó las manos alcielo y salió a la sala sinpronunciar una palabra. Chejovse hallaba más allá de todaposibilidad de tratamiento, y eldoctor Ewald se sentía furiosoconsigo mismo por no poderobrar milagros y con Chejov

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por haber llegado a aquelestado.

Un periodista ruso, trasvisitar a los Chejov en su hotel,envió a su redactor jefe elsiguiente despacho: «Los díasde Chejov están contados.Parece mortalmente enfermo,está terriblemente delgado,tose continuamente, le falta elresuello al más levemovimiento, su fiebre es alta.»El mismo periodista había vistoal matrimonio Chejov en laestación de Potsdam, cuando sedisponían a tomar el tren paraBadenweiler. «Chejov —escribe

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— subía a duras penas lapequeña escalera de laestación. Hubo de sentarsedurante varios minutos pararecobrar el aliento.» De hecho,a Chejov le resultaba dolorosoincluso moverse: le dolíanconstantemente las piernas, ytenía también dolores en elvientre. La enfermedad le habíainvadido los intestinos y lamédula espinal. En aquelinstante le quedaba menos deun mes de vida. Cuandohablaba de su estado, sinembargo —según Olga—, lohacía con «una casi irreflexiva

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indiferencia».

El doctor Schwöhrer erauno de los muchos médicos deBadenweiler que se ganabacómodamente la vida tratandoa una clientela acaudalada queacudía al balneario en busca dealivio a sus dolencias. Algunosde sus pacientes eran enfermosy gente de salud precaria, otrossimplemente viejos ohipocondríacos. Pero Chejovera un caso muy especial: unenfermo desahuciado en faseterminal. Y un personaje muyfamoso. El doctor Schwöhrerconocía su nombre: había leído

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algunas de sus narracionescortas en una revista alemana.Durante el primer examenmédico, a primeros de junio, eldoctor Schwöhrer le expresó laadmiración que sentía por suobra, pero se reservó para símismo el juicio clínico. Selimitó a prescribirle una dietade cacao, harina de avena conmantequilla fundida y té defresa. El té de fresa ayudaría alpaciente a conciliar el sueño.

El 13 de junio, menos detres semanas antes de sumuerte, Chejov escribió a sumadre diciéndole que su salud

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mejoraba: «Es probable queesté completamente curadodentro de una semana» ¿Quépodía empujarle a decir eso?¿Qué es lo que pensabarealmente en su fuero interno?También él era médico, y nopodía ignorar la gravedad de suestado. Se estaba muriendo:algo tan simple e inevitablecomo eso. Sin embargo, sesentaba en el balcón de suhabitación y leía guías deferrocarril. Pedía informaciónsobre las fechas de partida debarcos que zarpaban deMarsella rumbo a Odessa. Pero

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sabía. Era la fase terminal: nopodía no saberlo. En una de lasúltimas cartas que habría deescribir, sin embargo, decía asu hermana que cada día seencontraba más fuerte.

Hacía mucho tiempo quehabía perdido todo afán detrabajo literario. De hecho, elaño anterior había estado casia punto de dejar inconclusa Eljardín de los cerezos. Esa obrateatral le había supuesto elmayor esfuerzo de su vida.Cuando la estaba terminandoapenas lograba escribir seis osiete líneas diarias. «Empiezo a

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desanimarme —escribió a Olga—. Siento que estoy acabadocomo escritor. Cada frase queescribo me parece carente devalor, inútil por completo.»Pero siguió escribiendo.Terminó la obra en octubre de1903. Fue lo último queescribiría en su vida, si seexceptúan las cartas y unascuantas anotaciones en sulibreta.

El 2 de julio de 1904, pocodespués de medianoche, Olgamandó llamar al doctorSchwöhrer. Se trataba de unaemergencia: Chejov deliraba.

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El azar quiso que en lahabitación contigua se alojarandos jóvenes rusos que estabande vacaciones. Olga corrióhasta su puerta a explicar loque pasaba. Uno de ellosdormía, pero el otro, que aúnseguía despierto fumando yleyendo, salió precipitadamentedel hotel en busca del doctorSchwöhrer. «Aún puedo oír elsonido de la grava bajo suszapatos en el silencio deaquella sofocante noche dejulio», escribiría Olga en susmemorias. Chejov teníaalucinaciones: hablaba de

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marinos, e intercalaba retazosinconexos de algo relacionadocon los japoneses. «No debeponerse hielo en un estómagovacío», dijo cuando su mujertrató de ponerle una bolsa dehielo sobre el pecho.

El doctor Schwöhrer llegó yabrió su maletín sin quitar lamirada de Chejov, que jadeabaen la cama. Las pupilas delenfermo estaban dilatadas, y lebrillaban las sienes a causa delsudor. El semblante del doctorSchwöhrer se manteníainexpresivo, pues no era unhombre emotivo, pero sabía

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que el fin del escritor estabapróximo. Sin embargo, eramédico, debía hacer —loobligaba a ello un juramento—todo lo humanamente posible,y Chejov, si bien muydébilmente, todavía se aferrabaa la vida. El doctor Schwöhrerpreparó una jeringuilla y unaaguja y le puso una inyecciónde alcanfor destinada aestimular su corazón. Pero lainyección no surtió ningúnefecto (nada, obviamente,habría surtido efecto alguno).El doctor Schwöhrer, sinembargo, hizo saber a Olga su

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intención de que trajeranoxígeno. Chejov, de pronto,pareció reanimarse. Recobró lalucidez y dijo quedamente:«¿Para qué? Antes de quellegue seré un cadáver.»

El doctor Schwöhrer seatusó el gran mostacho y sequedó mirando a Chejov, quetenía las mejillas hundidas ygrisáceas, y la tez cérea. Surespiración era áspera y ronca.El doctor Schwöhrer supo queapenas le quedaban unosminutos de vida. Sinpronunciar una palabra, sinconsultar siquiera con Olga, fue

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hasta el pequeño hueco dondeestaba el teléfono mural. Leyólas instrucciones de uso. Simantenía apretado un botón ydaba vueltas a la manivelacontigua el aparato, se pondríaen comunicación con los bajosdel hotel, donde se hallaban lascocinas. Cogió el auricular, selo llevó al oído y siguió una auna las instrucciones. Cuandopor fin le contestaron, pidió quesubieran una botella del mejorchampaña que hubiera en lacasa. «¿Cuántas copas?»,preguntó el empleado. «¡Trescopas!», gritó el médico en el

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micrófono. «Y dése prisa, ¿meoye?». Fue uno de esosexcepcionales momentos deinspiración que luego tienden aolvidarse fácilmente, pues laacción es tan apropiada alinstante que parece inevitable.

Trajo el champaña un jovenrubio, con aspecto de cansado yel pelo desordenado y enpunta. Llevaba el pantalón deluniforme lleno de arrugas, sinel menor asomo de raya, y ensu precipitación se había atadoun botón de la casaca en unapresilla equivocada. Suapariencia era la de alguien

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que se estaba tomando undescanso (hundido en un sillón,pongamos, dormitando) cuandode pronto, a primeras horas dela madrugada, ha oído sonar alaire, a lo lejos —santo cielo—,el sonido estridente delteléfono, e instantes despuésse ha visto sacudido por unsuperior y enviado con unabotella de Moët a la habitación211. «¡Y date prisa, ¿meoyes?!»

El joven entró en lahabitación con una bandeja deplata con el champaña dentrode un cubo de plata lleno de

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hielo y tres copas de cristaltallado. Habilitó un espacio enla mesa y dejó el cubo y lastres copas. Mientras lo hacíaestiraba el cuello para tratar deatisbar la otra pieza, dondealguien jadeaba con violencia.Era un sonido desgarrador,pavoroso, y el joven se volvió ybajó la cabeza hasta hundir labarbilla en el cuello. Los jadeosse hicieron más desaforados yroncos. El joven, sin percatarsede que se estaba demorando,se quedó unos instantesmirando la ciudad anochecida através de la ventana. Entonces

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advirtió que el imponentecaballero del tupido mostachole estaba metiendo unasmonedas en la mano (una granpropina, a juzgar por el tacto),y al instante siguiente vio antesí la puerta abierta del cuarto.Dio unos pasos hacia el exteriory se encontró con eldescansillo, donde abrió lamano y miró las monedas conasombro.

De forma metódica, comosolía hacerlo todo, el doctorSchwöhrer se aprestó a la tareade descorchar la botella dechampaña. Lo hizo cuidando de

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atenuar al máximo la explosiónfestiva. Sirvió luego las trescopas y, con gesto maquinaldebido a la costumbre, metió elcorcho a presión en el cuello dela botella. Luego llevó las trescopas hasta la cabecera delmoribundo. Olga soltómomentáneamente la mano deChejov (una mano, escribiríamás tarde, que le quemaba losdedos). Colocó otra almohadabajo su nuca. Luego le puso lafría copa de champaña contrala palma, y se aseguró de quesus dedos se cerraran en tornoal pie de la copa. Los tres

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intercambiaron miradas:Chejov, Olga, el doctorSchwöhrer. No hicieron chocarlas copas. No hubo brindis. ¿Enhonor de qué diablos iban abrindar? ¿De la muerte? Chejovhizo acopio de las fuerzas quele quedaban y dijo: «Hacíatanto tiempo que no bebíachampaña...» Se llevó la copa alos labios y bebió. Uno o dosminutos después Olga le retiróla copa vacía de la mano y ladejó encima de la mesilla denoche. Chejov se dio la vueltaen la cama y se quedó tendidode lado. Cerró los ojos y

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suspiró. Un minuto despuésdejó de respirar.

El doctor Schwöhrer cogióla mano de Chejov, quedescansaba sobre la sábana. Letomó la muñeca entre los dedosy sacó un reloj de oro delbolsillo del chaleco, y mientraslo hacía abrió la tapa. Elsegundero se movía despacio,muy despacio. Dejó que dieratres vueltas alrededor de laesfera a la espera del menorindicio de pulso. Eran las tresde la madrugada, y en lahabitación hacía un bochornosofocante. Badenweiler estaba

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padeciendo la peor ola de calorconocida en muchos años. Lasventanas de ambas piezaspermanecían abiertas, pero nohabía el menor rastro de brisa.Una enorme mariposa nocturnade alas negras surcó el aire yfue a chocar con fuerza contrala lámpara eléctrica. El doctorSchwöhrer soltó la muñeca deChejov. «Ha muerto», dijo.Cerró el reloj y volvió ametérselo en el bolsillo delchaleco.

Olga, al instante, se secólas lágrimas y comenzó asosegarse. Dio las gracias al

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médico por haber acudido a sullamada. Él le preguntó sideseaba algún sedante,láudano, quizá, o unas gotas devaleriana. Olga negó con lacabeza. Pero quería pedirlealgo: antes de que lasautoridades fueran informadasy los periódicos conocieran elluctuoso desenlace, antes deque Chejov dejara parasiempre de estar a su cuidado,quería quedarse a solas con élun largo rato. ¿Podía el doctorSchwöhrer ayudarla?¿Mantendría en secreto,durante apenas unas horas, la

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noticia de aquel óbito?

El doctor Schwöhrer seacarició el mostacho con undedo. ¿Por qué no? ¿Qué podíaimportar, después de todo, queel suceso se hiciera públicounas horas más tarde? Lo únicoque quedaba por hacer eraextender la partida dedefunción, y podría hacerlo porla mañana en su consulta,después de dormir unascuantas horas. El doctorSchwöhrer movió la cabeza enseñal de asentimiento y recogiósus cosas. Antes de salir,pronunció unas palabras de

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condolencia. Olga inclinó lacabeza. «Ha sido un honor»,dijo el doctor Schwöhrer. Cogióel maletín y salió de lahabitación. Y de la Historia.

Fue entonces cuando elcorcho saltó de la botella. Sederramó sobre la mesa un pocode espuma de champaña. Olgavolvió junto a Chejov. Se sentóen un taburete, y cogió sumano. De cuando en cuando leacariciaba la cara. «No se oíanvoces humanas, ni sonidoscotidianos —escribiría mástarde—. Sólo existía la belleza,la paz y la grandeza de la

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muerte.»

Se quedó junto a Chejovhasta el alba, cuando el cantode los tordos empezó a oírse enlos jardines de abajo. Luegooyó ruidos de mesas y sillas:alguien las trasladaba de unsitio a otro en alguno de lospisos de abajo. Pronto lellegaron voces. Y entoncesllamaron a la puerta. Olga sinduda pensó que se trataba dealgún funcionario, el médicoforense, por ejemplo, o alguiende la policía que formularíapreguntas y le haría rellenarformularios, o incluso (aunque

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no era muy probable) el propiodoctor Schwöhrer acompañadodel dueño de alguna funerariaque se encargaría deembalsamar a Chejov yrepatriar a Rusia sus restosmortales.

Pero era el joven rubio quehabía traído el champaña unashoras antes. Ahora, sinembargo, llevaba lospantalones del uniformeimpecablemente planchados, laraya nítidamente marcada y losbotones de la ceñida casacaverde perfectamenteabrochados. Parecía otra

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persona. No sólo estabadespierto, sino que sus llenasmejillas estaban bien afeitadasy su pelo domado y peinado.Parecía deseoso de agradar.Sostenía entre las manos unjarrón de porcelana con tresrosas amarillas de largo tallo.Le ofreció las rosas a Olga conun airoso y marcial taconazo.Ella se apartó de la puerta paradejarle entrar. Estaba allí —dijoel joven— para retirar lascopas, el cubo del hielo y labandeja. Pero también queríainformarle de que, debido alextremo calor de la mañana, el

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desayuno se serviría en eljardín. Confiaba asimismo enque aquel bochorno no lesresultara en exceso fastidioso.Y lamentaba que hiciera untiempo tan agobiante.

La mujer parecía distraída.Mientras el joven hablabaapartó la mirada y la fijó enalgo que había sobre laalfombra. Cruzó los brazos y secogió los codos con las manos.El joven, entretanto, con eljarrón entre las suyas a laespera de una señal, se puso acontemplar detenidamente lahabitación. La viva luz del sol

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entraba a raudales por lasventanas abiertas. Lahabitación estaba ordenada;parecía poco utilizada aún, casiintocada. No había prendastiradas encima de las sillas; nose veían zapatos ni medias nitirantes ni corsés. Ni maletasabiertas. Ningún desorden niembrollo, en suma; nada sinoel cotidiano y pesadomobiliario. Entonces, viendoque la mujer seguía mirando alsuelo, el joven bajó también lamirada, y descubrió al punto elcorcho cerca de la punta de suzapato. La mujer no lo había

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visto: miraba hacia otra parte.El joven pensó en inclinarsepara recogerlo, pero seguía conel jarrón en las manos y temíaparecer aún más inoportuno siahora atraía la atención haciasu persona. Dejó de mala ganael corcho donde estaba ylevantó la mirada. Todo estabaen orden, pues, salvo la botellade champaña descorchada ysemivacía que descansabasobre la mesa junto a dos copasde cristal. Miró en torno unavez más. A través de unapuerta abierta vio que latercera copa estaba en el

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dormitorio, sobre la mesilla denoche. Pero ¡había alguien aúnacostado en la cama! No pudover ninguna cara, pero la figuraacostada bajo las mantaspermanecía absolutamenteinmóvil. Una vez percatado desu presencia, miró hacia otraparte. Entonces, por algunarazón que no alcanzaba aentender, lo embargó unasensación de desasosiego. Seaclaró la garganta y desplazósu peso de una pierna a otra.La mujer seguía sin levantar lamirada, seguía encerrada en sumutismo. El joven sintió que la

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sangre afluía a sus mejillas. Sele ocurrió de pronto, sinreflexión previa alguna, que talvez debía sugerir unaalternativa al desayuno en eljardín. Tosió, confiando enatraer la atención de la mujer,pero ella ni lo miró siquiera.Los distinguidos huéspedesextranjeros —dijo— podíandesayunar en sus habitacionessi ése era su deseo. El joven(su nombre no ha llegado hastanosotros, y es harto probableque perdiera la vida en laprimera gran guerra) se ofreciógustoso a subir él mismo una

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bandeja. Dos bandejas, dijoluego, volviendo a mirar —ahora con mirada indecisa— endirección al dormitorio.

Guardó silencio y se pasóun dedo por el borde interiordel cuello. No comprendíanada. Ni siquiera estaba segurode que la mujer le hubieraescuchado. No sabía qué hacera continuación; seguía con eljarrón entre las manos. Ladulce fragancia de las rosas leanegó las ventanillas de lanariz, e inexplicablementesintió una punzada de pesar. Lamujer, desde que había entrado

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él en el cuarto y se habíapuesto a esperar, parecíaabsorta en sus pensamientos.Era como si durante todo eltiempo que él habíapermanecido allí de pie,hablando, desplazando su pesode una pierna a otra, con eljarrón en las manos, ellahubiera estado en otra parte,lejos de Badenweiler. Peroahora la mujer volvía en sí, ysu semblante perdía aquellaexpresión ausente. Alzó losojos, miró al joven y sacudió lacabeza. Parecía esforzarse porentender qué diablos hacía

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aquel joven en su habitacióncon tres rosas amarillas.¿Flores? Ella no habíaencargado ningunas flores.

Pero el momento pasó. Lamujer fue a buscar su bolso ysacó un puñado de monedas.Sacó también unos billetes. Eljoven se pasó la lengua por loslabios fugazmente: otrapropina elevada, pero ¿porqué? ¿Qué esperaba de élaquella mujer? Nunca habíaservido a ningún huéspedparecido. Volvió a aclararse lagarganta.

No quería el desayuno, dijo

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la mujer. Todavía no, en todocaso. El desayuno no era lomás importante aquellamañana. Pero necesitaba que leprestara cierto servicio.Necesitaba que fuera a buscaral dueño de una funeraria.¿Entendía lo que le decía? Elseñor Chejov había muerto ¿loe n t e n d í a ? Comprenez-vous?¿Eh, joven? Antón Chejovestaba muerto. Ahoraatiéndame bien, dijo la mujer.Quería que bajara a recepcióny preguntara dónde podíaencontrar al empresario depompas fúnebres más

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prestigioso de la ciudad.Alguien de confianza,escrupuloso con su trabajo y detemperamento reservado. Unartesano, en suma, digno de ungran artista. Aquí tienes, dijoluego, y le encajó en la manolos billetes. Diles ahí abajo quequiero que seas tú quien mepreste este servicio. ¿Meescuchas? ¿Entiendes lo que teestoy diciendo?

El joven se esforzó porcomprender el sentido delencargo. Prefirió no mirar denuevo en dirección al otrocuarto. Ya había presentido

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antes que algo no marchababien. Ahora advirtió que elcorazón le latía con fuerza bajola casaca, y que empezaba aaflorarle el sudor en la frente.No sabía hacia dónde dirigir lamirada. Deseaba dejar el jarrónen alguna parte.

Por favor, haz esto por mí,dijo la mujer. Te recordaré congratitud. Diles ahí abajo que heinsistido. Di eso. Pero no llamesla atención innecesariamente.No atraigas la atención ni sobretu persona ni sobre lasituación. Diles únicamente quetienes que hacerlo, que yo te lo

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he pedido... y nada más. ¿Meoyes? Si me entiendes, asientecon la cabeza. Pero sobre todoque no cunda la noticia. Lodemás, todo lo demás, laconmoción y todo eso... llegarámuy pronto. Lo peor ha pasado.¿Nos estamos entendiendo?

El joven se había puestopálido. Estaba rígido, aferradoal jarrón. Acertó a asentir conla cabeza.

Después de obtener lavenia para salir del hotel, debíadirigirse discreta ydecididamente, aunque sinprecipitaciones impropias, hacia

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la funeraria. Debía comportarseexactamente como si estuvierallevando a cabo un encargomuy importante, y nada más.De hecho estaba llevando acabo un encargo muyimportante, dijo la mujer. Y,por si podía ayudarle amantener el buen temple de supaso, debía imaginar quecaminaba por una aceraatestada llevando en los brazosun jarrón de porcelana —unjarrón lleno de rosas—destinado a un hombreimportante. (La mujer hablabacon calma, casi en un tono de

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confidencia, como si le hablaraa un amigo o a un pariente.)Podía decirse a sí mismoincluso que el hombre a quiendebía entregar las rosas leestaba esperando, que quizáesperaba con impaciencia sullegada con flores. No debía, sinembargo, exaltarse y echar acorrer, ni quebrar la cadenciade su paso. ¡Que no olvidara eljarrón que llevaba en lasmanos! Debía caminar con brío,comportándose en todomomento de la manera másdigna posible. Debía seguircaminando hasta llegar a la

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funeraria, y detenerse ante lapuerta. Levantaría luego laaldaba, y la dejaría caer una,dos, tres veces. Al cabo de unosinstantes, el propio patrono dela funeraria bajaría a abrirle.

Sería un hombre sin dudacuarentón, o inclusocincuentón, calvo, decomplexión fuerte, con gafas demontura de acero montadascasi sobre la punta de la nariz.Sería un hombre recatado,modesto, que formularía tansólo las preguntas más directasy esenciales. Un mandil. Sí,probablemente llevaría un

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mandil. Puede que se secara lasmanos con una toalla oscuramientras escuchaba lo que se ledecía. Sus ropas despedirían untufillo de formaldehído, peroperfectamente soportable, y aljoven no le importaría enabsoluto. El joven era ya casiun adulto, y no debía sentirmiedo ni repulsión ante esascosas. El hombre de lafuneraria le escucharía hasta elfinal. Era sin duda un hombrecomedido y de buen temple,alguien capaz de ahuyentar enlugar de agravar los miedos dela gente en este tipo de

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situaciones. Mucho tiempoatrás llegó a familiarizarse conla muerte, en todas sus formasy apariencias posibles. Lamuerte, para él, no encerrabaya sorpresas, ni soterradossecretos. Este era el hombrecuyos servicios se requeríanaquella mañana.

El maestro de pompasfúnebres coge el jarrón de lasrosas. Sólo en una ocasióndurante el parlamento deljoven se despierta en él undestello de interés, de que haoído algo fuera de lo ordinario.Pero cuando el joven menciona

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el nombre del muerto, las cejasdel maestro se alzanligeramente. ¿Chejov, dices?Un momento, en seguida estoycontigo.

¿Entiendes lo que te estoydiciendo?, le dijo Olga al joven.Deja las copas. No te preocupespor ellas. Olvida las copas decristal y demás, olvida todoeso. Deja la habitación comoestá. Ahora ya todo está listo.Estamos ya listos. ¿Vas a ir?

Pero en aquel momento eljoven pensaba en el corcho queseguía en el suelo, muy cercade la punta de su zapato. Para

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recogerlo tendría queagacharse sin soltar el jarrónde las rosas. Eso es lo que iba ahacer. Se agachó. Sin mirarhacia abajo. Cogió el corcho, loencajó en el hueco de la palmay cerró la mano.

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Epílogo

«Ya se ha acabado», escribía un amigo en el año que duróla empresa de publicar cinconuevos relatos reciéndescubiertos de RaymondCarver. Como poetisa, en esafrase quisiera percibir un matizde plenitud, de perfección. Perolo cierto es que nunca másvolveremos a oír esa vozextraordinaria, cuya clararesonancia e implacablehonradez hizo que sus relatosse tradujeran a veinte lenguas

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a todo lo largo y ancho delmundo.

Tras la muerte de Ray,cuando su traductor japonés, elespléndido novelista HarukiMurakami, vino a verme con sumujer, Yoko, me confió quesentía tan dentro de sí lapresencia de Carver que lehorrorizaba concluir la ediciónde sus obras completas. Ahoracomprendo la mezcla de júbiloy tristeza que debía de sentir.

Este trabajo me haprocurado la especial alegría devolver a oír una voz que yaparecía fuera de este mundo,

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de asistir a su inesperadareaparición después de que sehubiera cerrado el telón. Si hoyse descubriera un baúl demanuscritos de Kafka o deChéjov, todo el mundo seprecipitaría a ver su contenido.Y es que somos así: curiosos ynostálgicos, nos dejamosdominar por los familiaresfantasmas de quienesadmiramos en la literatura y enla vida.

Aun siendo distintas, estasobras recién descubiertasguardan una estrecha relacióncon las que Ray publicó en

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vida. Y eso tiene un valorinestimable, porque cuando seama a un escritor nunca noscansamos de leerlo, queremosconocer absolutamente todo loque ha escrito: lo trascendente,lo inesperado e incluso loinacabado. Sabemos apreciarlo.El valor de estas obras no sóloradica en su conjunto, sinotambién en los pequeñosdetalles: la estructura de lafrase y la sintaxis, lospersonajes nuevos o familiares,el desarrollo línea a línea de lanarración.

El hallazgo de estos relatos

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se produjo en momentosdiferentes y en distintoslugares. El primero fue en 1999en Ridge House, la casa de PortAngeles, en Washington, dondeRay y yo vivimos hasta sumuerte. Mi amigo JayWoodruff, uno de los jefes deredacción de Esquire, me prestóentonces una gran ayuda. Elsegundo descubrimiento seprodujo en el verano de aquelmismo año, cuando William L.Stull y su mujer, Maureen P.Carroll, especialistas en Carver,fueron a la biblioteca de laUniversidad de Ohio a consultar

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la Colección William Charvat deNarrativa Norteamericana. Allí,mientras examinaban una cajade manuscritos, se encontraroncon dos relatos sin publicar. Mellamaron entusiasmados, el díade mi cumpleaños, paracomunicarme la noticia.

Poco después de la muertede Ray, cuando escribía laintroducción de Un senderonuevo a la cascada, encontréunas carpetas que conteníanrelatos inéditosmecanografiados y borradoresmanuscritos. Por entonces noestaba segura de que

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estuviesen terminados ni deque, en ese caso, mereciese lapena publicarlos. Considerabaque antes de pensar enpublicar obras inéditas, primerohabía que poner al alcance delos lectores todo lo que Rayhabía querido ver publicado. Mellevó nueve años concluir esatarea con la aparición de lospoemas completos de Raye n All of Us (Harvill, 1996;Knopf, 1998).

Tras la prematura muertede Ray a los cincuenta años, en1988, a consecuencia de uncáncer de pulmón, tuve una

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infinidad de cosas que hacer.Preparé la edición británica yamericana de tres libros suyos;concluí el texto de CarverCountry, un volumen defotografías de Bob Adelman;asesoré a Robert Altman en supe l í cu l a Short Cuts (Vidascruzadas), basada en nueverelatos ya publicados; yparticipé en la realización detres documentales sobre Ray.Casi todo ello sin dejar de darclase lejos de casa. Y ademásme las arreglé para escribirtres libros de poemas, un librode relatos y una serie de

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ensayos.

A comienzos de 1998,cuando se aproximaba eldécimo aniversario de lamuerte de Ray, Jay Woodruffme llamó para decirme que legustaría hacerle un homenajepublicando algo suyoen Esquire. «Hay unas carpetasen su mesa», le dije. «No sé sicontienen textos completos nisi valen la pena. Pero lesecharé una mirada cuandotenga tiempo.» Creo que Jaycomprendió mi vacilación. Detodos modos, contestó: «Tess,cuando te decidas a examinar

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esas cosas, me gustaría ir aecharte una mano.»

Jay era exactamente lapersona cuya aparición habíaestado esperando. Respetabami trabajo, le encantaba laobra de Ray y sabía cómopreparar un texto para supublicación. Además, comoescritor y redactor jefe de unarevista, era capaz de apreciarenseguida el valor de un relato.En marzo de 1999 fue a Seattleen avión y luego, después detres horas de coche ytransbordador, llegó a PortAngeles. Al día siguiente, desde

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las nueve de la mañana a lasonce de la noche, examinamoscuidadosamente los cajones dela mesa de Ray. Leímos elcontenido de las carpetas, loetiquetamos y fotocopiamos y,finalmente, realizamos unaselección. Fue una operaciónserena, íntima, cargada deresolución. Tras la lectura,estaba claro que había tresrelatos excelentes. Laperspectiva de hacer justicia aaquellos relatos inéditoscompensaba con creces elterror que sentía a dejarconcluida la obra de Ray.

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Parecía especialmenteadecuado que en aqueldescubrimientoparticipase Esquire, revista enla que un amplio público lectorconoció los relatos de Ray aprincipios de los años setenta.

Jay se encargó de descifrary transcribir fielmente laapretada caligrafía de Ray. Unode los borradores era unmanuscrito, los demás estabanescritos a máquina concorrecciones a mano. Lejos deencontrar aburrida la empresa,Jay acometió la tarea con granvigor intelectual. Como me

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había pasado once añosdescifrando la caligrafía de Ray,verifiqué las transcripciones deJay cotejándolas palabra porpalabra con el original yrellenando algunos huecos quese había dejado. Éramosconscientes de que enocasiones Ray revisaba unrelato hasta treinta veces.Aquéllos los guardó muchoantes de llegar a eso. (En losúltimos meses de su vida, Rayabandonó el relato paradedicarse a la poesía y a lo quesería su último libro, Unsendero nuevo a la

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cascada.)Sin embargo, sólorequirieron un mínimo decorrecciones. Se armonizaronlos nombres de personajes yciudades, de manera que Dottyno se convirtiera en Dolores ala página siguiente ni Eurekaen Arcata. Los desenlaces, enlos que Ray siempre trabajabacon mayor ahínco, seencontraban, en algunos casos,en el mismo estado en que sedeja una comida cuando suenael teléfono. Mantuvimos laresonancia de aquellos últimosmomentos, dejando que elrelato se apagara poco a poco.

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Ray había escrito variosrelatos de hombres que tratande empezar de nuevo, sobretodo en «Desde donde llamo».En «Leña», el primero de losrelatos inéditos que sepublicaron en Esquire, elprotagonista parte un camiónde leña con la esperanza deque le ayude a superar elalcoholismo y la ruptura de sumatrimonio. El personajetambién es escritor, y en susvagos intentos de volver aescribir hay un eco conmovedorde los primeros tiempos denuestra vida en común. Era en

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1979, en El Paso, y Rayintentaba escribir de nuevodespués de pasar diez añospresa del alcoholismo.

De los cinco relatosinéditos, «Sueños» es mipreferido; y también el de Jay.En él, una mujer cuyomatrimonio se ha deshechopierde a sus dos hijos en unincendio. El relato parecíatender un puente en nuestravida entre Siracusa (donde Rayy yo, como la pareja del relato,dormíamos en el sótano paraevitar el calor de agosto) y elNoroeste (donde estalló un

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incendio en nuestra calle,aunque sin causar víctimas).Reconocí el eco de «Parece unatontería», en el que tambiénmuere un niño. En ambos casosadmiraba la audacia de Ray altratar un tema que fácilmentepodía haber derivado hacia elsentimentalismo. En «Sueños»,los detalles se van escapandopoco a poco, como el humo deuna chimenea. La acción sedesenvuelve en una especie declaroscuro: nada se distinguecon precisión hasta que laescena se ilumina de pronto. Lavida ha maltratado de tal modo

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a esos personajes quecualquiera puede reconocerseen ellos.

Los dos relatos quedescubrieron Bill y Maureen seremontan a principios de losaños ochenta, y ambos tratande la ruptura de unmatrimonio. Uno de ellos, «Sime necesitas, llámame»,anticipa una imagen central delrelato «Caballos en la niebla» ydel poema «Noche con niebla ycaballos». En esas tres obrashay unos caballos que surgenmisteriosamente entre la nieblaen el momento de una fatídica

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separación. El otro, «¿Quéqueréis ver?», parece primohermano de «La casa de Chef»;en ambos, el marido y la mujerintentar salvar su matrimonio,pero sus heridas son tanprofundas que acaban yéndosecada uno por su lado. Laimagen final de la comidaechada a perder recuerda a«Conservación», que sugeríaque las relaciones humanas,como los alimentosdescongelados, sonperecederas, y que a partir decierto punto no puedenrecuperarse.

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Tras la publicación enrevista de cuatro de los cincorelatos, volví a repasarlos conGary Fiskejton, amigo y editorde Ray. En un momento dadonos dimos cuenta de queestábamos quitando las comasque antes habíamosintroducido. Nos reímos yrepetimos la cita de Ray segúnla cual cuando uno sesorprende quitando lo queacaba de poner es que el relatoya está terminado.

Aquí, en el Noroeste,solemos sacar barriles pararecoger el agua de lluvia y

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aprovechar así algunasprodigalidades de la naturaleza.Los barriles de lluvia nosgarantizan un ampliosuministro de agua dulce, paralavarnos el pelo y regar lasplantas. Este libro es comolluvia recogida en un barril,agua caída directamente delcielo. En él siempreencontraremos algo pararefrescarnos y sustentarnos:para acercarnos de nuevo a lavida y obra de RaymondCarver.

Tess Gallagher

Ridge House

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Port Angeles,

Washington enero de 2000

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Fuentes

LEÑA

Texto basado enmanuscritos encontrados encasa de Raymond Carver, enPort Angeles, Washington.Publicado en forma ligeramentediferente en Esquire [NuevaYork] 132, n.° 1 (julio de

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1999): 72-77.

¿QUÉQUERÉIS

VER?

Texto basado en unmecanoscrito corregido a mano,encontrado entre los papeles deRaymond Carver en la

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Colección William Charvat deNarrativa Norteamericana de laBiblioteca de la Universidad delEstado de Ohio.

SUEÑOS

Texto basado enmanuscritos encontrados encasa de Raymond Carver, enPort Angeles, Washington.Publicado en forma ligeramente

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diferente en Esquire [NuevaYork] 134, n.° 2 (agosto de2000).

VÁNDALOS

Texto basado enmanuscritos encontrados encasa de Raymond Carver, enPort Angeles, Washington.Publicado en forma ligeramentediferente en Esquire [Nueva

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York] 132, n.° 4 (octubre de1999): 160-165.

SI MENECESITAS,LLÁMAME

Texto basado en unmecanoscrito corregido a mano,encontrado entre los papeles de

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Raymond Carver en laColección William Charvat deNarrativa Norteamericana de laBiblioteca de la Universidad delEstado de Ohio. Publicado enforma ligeramente diferente en Granta [Londres], n.° 68(invierno de 1999): 9-21.