La señora don juan

141
LA SEÑORA DON JUAN Dubut de Laforest

description

Libro de Dubut de Laforest

Transcript of La señora don juan

Page 1: La señora don juan

1

LA SEÑORA

DON JUAN

Dubut de Laforest

Page 2: La señora don juan

2

Título original.- Madame Don Juan

Jean-Louis Dubut de Laforest. Paris 1884

Traducción del francés.- José M. Ramos González.

Pontevedra 2014

Diseño de la portada.- Lesbiana con flores.

Page 3: La señora don juan

3

I

DUELO DE MUJERES

–¿Eh?... ¿Cómo?... ¿Eres tú, Rosine?

–No soy Rosine… soy yo, Honoré… tu marido.

Y el arquitecto Perrotin, atravesando la habitación donde

Coelsia estaba acostada, caminó derecho hacia la ventana, abrió

las persianas y dejó penetrar el grisáceo día de esa mañana in-

vernal.

Bruscamente, la italiana se revolvió en su cama:

–¿No tienes nada mejor que hacer que venir a despertar a

las personas tan temprano? ¡Apenas son las once!

–Diez y media, solamente, – rectificó el arquitecto.

–¡Razón de más!... ¡Déjame dormir!

–Sí… pero cuando haya hablado contigo…

–¡Hablaremos más tarde!

–¡No, de inmediato!

–¡Está bien! ¿Qué quieres?

Ella se había levantado sobre su edredón, con los ojos

apagados, el rostro todavía abotargado del sueño, y como Perro-

tin, instalado a su lado, guardaba silencio, ella gruñó:

–¡Vamos, habla!

–Nona-Coelsia, ¿a qué hora has regresado esta noche… o

más bien esta mañana?

–A las dos.

–¿De dónde venías?

–¡Obviamente de resolver mis asuntos!

–¡Esa no es una respuesta!.... A menudo regresas a horas

indebidas y algunas veces incluso pasas toda la noche fuera…

Ella fijó sobre el hombre sus negras pupilas, de un negro

de tinta:

–¿Es que me estás espiando?

Honoré se echó a reír:

Page 4: La señora don juan

4

–¡Qué el diablo me lleve!... Tengo derecho… Soy tu mari-

do…

–¡No digas tonterías!... Si salgo y si intento distraerme es

porque me muero de aburrimiento en este palacete, ahora triste y

helado como una tumba… Sola… siempre sola contigo… y el

otro… ¡allá arriba!

–La prudencia exige renovar el personal y no conservar

con nosotros más que a tu dama de compañía, tu Rosine, de la

que estamos seguros… Con Rosine y nuestro nuevo criado

Anastase, esto marcha admirablemente… El barón no tiene ne-

cesidad de sirviente, puesto que nosotros velamos por él, puesto

que tú lo cuidas, puesto que tú lo mimas y lo rodeas de atencio-

nes.

La italiana suspiró:

–¿Cuándo acabará todo esto, Dios mío?

–¡Pronto, mi Coelsia, serás libre y rica!... ¡Pero hay que

redoblar el celo!... ¡Falta poco tiempo para que el barón Tiburce

nos deje sus millones! Esta noche, antes de tu regreso, ha gritado

como una bestia salvaje…

–¡Debiste subir!

–Lo hice.

–¿Y?

–No he entrado… ¡Sabes que ahora me ha cogido inquina!

He mirado por el ventanillo de la puerta. Su cena todavía estaba

intacta sobre la mesa, y el viejo se paseaba, rugiendo y llaman-

do: «¡Coelsia!... ¡Coelsia!», y luego, como no acudías, se puso a

rugir tan fuerte que se le podía creer en el jardín Botánico o en

el zoo de Bidel... ¡Ah! hemos tenido una feliz idea acolchando

las paredes y los barrotes de la ventana… sin lo que, en una de

sus crisis, se habría ya roto la cabeza y no heredaríamos, pues se

nos acusaría de haberlo llevado la locura y la muerte por el in-

ternamiento.

–Honoré, tiemblo solo de pensar que logre comunicarse

con el exterior.

–¿Cómo podría hacerlo? Nadie más que tú entra en su

cuarto; no tiene papel, ni tinta, ni plumas a su disposición, y

Page 5: La señora don juan

5

estamos seguros de que sus grito no pueden ser oídos desde fue-

ra… No te preocupes, Coelsia, tu paciencia será recompensa-

da… ¡El testamento está en lugar seguro, y Géraud no tiene me-

dios para escribir otro!

La Sra. Perrotin gimió:

–¡Esos millones nos costarán caros!... Y… ¿cuándo

vendrán?

–Antes de un mes, si continuamos excitando su espíritu

mediante libros y grabados eróticos, y sus deseos carnales con

bebedizos hábilmente preparados… ¡Toma, ten, Coelsia!

El arquitecto entregó a su esposa un pequeño frasco de

cristal que contenía un licor rojo.

–¿Qué es esto? – preguntó la italiana.

–Polvo de cantáridas… Una decena de gotas en su botella

de burdeos, y el licor incendiará la sangre del viejo.

Nona-Coelsia tuvo una especie de remordimientos, su

conciencia, de ordinario tan elástica, se revolvía:

–En lugar de jugar con la vida de ese hombre, mejor har-

íamos en acabar enseguida; sería menos cruel.

–Ya te lo he propuesto; te has negado, ahora la obra está

demasiado avanzada para arriesgarnos a ir a la cárcel…

La campanilla de entrada, anunciando que la puerta se abr-

ía, resonó en el patio y los verdugos del viejo se sobresaltaron.

–¿Quién puede ser?–gruñó el arquitecto.

Pero la lesbiana ya saltaba prestamente de su cama:

–Tranquilízate Honoré… Probablemente pregunte por

mí… Espero a alguien…

Él se violentó:

–¿Olvidas que hasta nueva orden, nadie debe franquear el

umbral de este palacete?

–¡De esta tumba! – dijo en voz baja, la amante del aislado.

Y, en voz alta, a su marido:

–Son dos amigas, la Sra. Emmeline Gédéon, la esposa del

doctor, y la Señorita Blanche Latour, de las Fantasías Parisinas.

–¿Vienen a buscarte para salir?

Page 6: La señora don juan

6

–No, para hablar de una venta de caridad de la que son

damas organizadoras…

–Entonces, si quedas aquí puedo ausentarme algunas

horas… Debo ver a Le Goëz y a Neuenschwander, para hablar

de nuestra sociedad en ciernes.

–¡Sí, vete!

Honoré salió y Rosine anunció a su señora que la Sra.

Gédéon y la Srta. Latour la esperaban en el salón. La Sra. Perro-

tin se puso apresuradamente un batín y fue a reunirse con sus

visitantes.

Las encontró serias, manteniendo la actitud conveniente a

los preliminares de un duelo, y la esposa del doctor Hylas, una

morena y también lesbiana, tomó la palabra:

–Querida Señora, siguiendo vuestro deseo, hemos ido a

entrevistarnos con la baronesa de Mirandol que nos ha puesto en

contacto con dos de sus amigas, la duquesa de Louqsor y lady

Fenwick.

–Lady Fenwick… de soltera de Haut-Brion… ¡La cosa es

divertida!

–Esas damas aceptan las condiciones que les hemos indi-

cado de vuestra parte, en vuestra calidad de ofendida.

–Gracias… ¿Y dónde tendrá lugar el encuentro?

–Mañana, a las once, en los bosques de Fosse-Repose, en

Chaville… Y os recuerdo las condiciones: Nada de corsés, ca-

misetas de seda, pantalón de ciclista, guantes de Crispín; asaltos

de tres minutos… Los cuerpo a cuerpo están prohibidos; el

combate cesará cuando el estado de inferioridad de una de las

adversarias haya sido reconocido por las doctoras asistentes.

Nona-Coelsia admiraba la elocuencia de su primer testigo:

–¿Vos estáis familiarizada con el código del duelo, queri-

da Señora?... ¡Yo, que sé manejar una espada, tan bien como la

baronesa Don Juan, mi adversaria, sería incapaz de arreglar un

encuentro!

–Y nosotras también, podéis creerlo – dijo riendo la actriz

de las Fantasías Parisinas, – pero hemos recurrido a los conoci-

mientos del Último Gigoló.

Page 7: La señora don juan

7

La Sra. Perrotin observó, asustada:

–¿Cómo,… habéis dicho al Señor marqués de Artaban que

me batía con la baronesa de Mirandol?

–¡Estad tranquila! Fue la duquesa de Louqsor quien se ha

encargado y ella ha actuado con la mayor discreción…

–¿En cuánto al motivo del duelo? – preguntó la Sra.

Gédéon.

–¡Ya os lo he dicho, querida Señora, una discusión en re-

lación con un caballo!

–Esa es también la versión de la baronesa…

–No tengo mucha fe en ese caballo – sonrió Blanche La-

tour, e imaginaba más bien un caballero…

–¡No se puede ocultaros nada!... ¿El coche?

–Mañana por la mañana, a las nueve en punto, estaremos

en vuestra puerta con un landau y unas espadas.

La Srta. Latour la Sra. Gédéon ya se levantaban para irse,

cuando, de repente, un gemido bestial descendió desde lo alto

del palacete: se hubiese dicho el estertor de un animal al que

degüellan.

Las dos visitantes se miraron, no atreviéndose a preguntar

a la Sra. Perrotin.

Coelsia, muy pálida, balbuceó:

–¡Uno de nuestros viejos criados padece de un reumatismo

articular!... ¡El pobrecillo sufre como un condenado!

–¿Urbain, el criado del barón Géraud, tal vez? –preguntó,

benevolente y graciosa, la esposa del doctor.

–Exactamente, Señora.

–¿Y el barón Tiburce, sigue en su castillo de Haut-Brion

en el Oise?

–¡Sí, todavía!... ¡Nuestro pobre viejo amigo se debilita a

cada hora!... Necesita el aire libre del campo… ¡Los negocios

del Sr. Perrotin nos impiden cuidarlo a diario, pero le vemos

todos los domingos!.... ¡Qué desgracia para nosotros si acaba-

mos perdiéndole!

–¡En efecto, una gran desgracia!... Hasta mañana, querida

Señora…

Page 8: La señora don juan

8

–¡Hasta mañana, mis buenas amigas!

Desde que las visitantes partieron, la digna esposa del ar-

quitecto Honoré se sentó en un sofá de su recibidor y se hundió

en la lectura de los periódicos de moda, esperando la hora de

subir a las habitaciones del barón.

Los gritos y gemidos de Tiburce habían cesado, y en la

gran casa, antaño tan ruidosa, no se oía más que el va y viene de

Rosine y de Anastase, los dos criados relegados al subsuelo del

palacete.

A mediodía, la Sra. Perrotin llamó e interpeló al criado

que entraba en el recibidor:

–¿El almuerzo del Sr. barón, Anastase?

–Está preparado, Señora.

–Súbelo aquí.

–Bien, Señora… Pero, si la Sra. quisiera, yo podría evitar-

le las molestias de llevarlo arriba.

–Sabes perfectamente que el Sr. barón no quiere ser servi-

do más que por mí… ¡Haz lo que ordeno!

Algunos minutos más tarde, Anastase traía, sobre una

bandeja cubierta de una fina servilleta, un pan, medio pollo frío,

un trozo de jamón, una ensalada de lechuga, queso de Chester,

una botella de burdeos y una taza de café.

Depositó las vituallas sobre un velador y se alejó.

Nona-Coelsia esperó un instante, y, segura de que el cria-

do había regresado a la cocina, tomó la botella, la descorchó, y,

extrayendo de su bolsillo el frasco de cristal que Honoré le había

dado, vertió el contenido en el vino destinado a Tiburce.

Una voz pronunció detrás de ella:

–Mil perdones, Señora, por presentarme de este modo…

De inmediato, la mujer del arquitecto disimuló el frasco,

dejó la botella sobre la mesa, y, volviéndose, vio un sacerdote

que le era desconocido.

El eclesiástico parecía de unos cuarenta años de edad, y su

rostro tostado por soles lejanos se enmarcaba en una barba muy

larga y negra; en su sotana brillaba la cinta de caballero de la

Legión de honor y mantenía en la mano su tricornio verde.

Page 9: La señora don juan

9

¿Cómo había entrado?--- ¿Quién lo había introducido en

ese recibidor retirado del palacete?... Coelsia no se preocupó

demasiado de ello, absorbida como estaba por el temor a haber

sido vista vertiendo el nocivo licor.

El sacerdote dijo, inclinado:

–Señora, soy el abad Raphaël, de las Misiones Apostóli-

cas, y desearía ver a mi viejo amigo, el Sr. barón Géraud.

Ella murmuró, molesta por la mirada inquisidora del visi-

tante:

–El Sr. barón Géraud no está en París…

–¡Ah!... ¿Dónde está entonces?

–En el campo, señor cura, en su castillo…

–¿Seríais tan amable, Señora, de decirme donde se en-

cuentra ese campo… donde está situado ese castillo?

–La mujer del arquitecto estaba confusa… ¿Por qué ese

hombre, ese sacerdote desconocido, le planteaba tales preguntas.

¿Por qué hablaba de Géraud?... ¿Es que, a sus espaldas, el viejo

había llamado a ese misionero?

–Solamente sé – dijo ella – que el castillo está en l’Oise;

en cuanto a su nombre lo desconozco, así como el del municipio

en el que se encuentra…

Raphaël sonrió bajo su barba morena:

–¿Cómo es posible que vos, Señora Perrotin, la amiga del

barón Géraud, ignoréis donde está situado su castillo campes-

tre?... ¡Ah! ¡Permitidme que me sorprenda!

La italiana ya reconocía que tenía entre manos a un hom-

bre más fuerte que ella, y se mantuvo en guardia:

–Declarando antes ignorar la dirección de nuestro amigo,

actuaba según sus órdenes… Me es pues imposible dárosla, pero

si queréis escribir al Sr. barón Géraud, mi marido le entregará

vuestra carta con mucho gusto.

El inclinó la cabeza:

–No, Señora… Lo que tengo que comunicar al barón debe

ser dicho de viva voz, y sabré llegar hasta él…

–El Sr. Géraud no os recibirá… Está enfermo, y su puerta

está defendida por los amigos más íntimos…

Page 10: La señora don juan

10

El sacerdote concluyó:

–Solo me queda, Señora, disculparme por haberos moles-

tado…

Y el abad Raphaël salió, dejando a la Sra. Perrotin con una

perplejidad muy grande.

En la antesala, el misionero se encontró con Anastase que

lo esperaba.

–¿Y bien, Sr. abad, – dijo el criado, – la Señora Perrotin os

ha llevado ante el viejo?

–Todavía no, e incluso ha negado la presencia del barón

en este palacete…

–¡Ay!

Pero, el sacerdote cambió de tono y compostura:

–¿Grelu?

–¿Señor Dardanne?

–¿Qué médico trata al barón?

–El Sr. Géraud no quiere recibirlo…

–Sin embargo él está gravemente enfermo?

–¡Por lo que se nos dice!... Nunca nadie, a excepción de la

Señora, entra en su habitación.

–¿No podrías verlo, aunque fuese más que un minuto?

–¡Oh!... ¡completamente imposible!

–¿Podrías deslizarle bajo la puerta una carta?

–Para eso habría que atravesar el antiguo apartamento de

la Sra. Perrotin, y el taller del arquitecto, y cuando los carceleros

no están ahí, uno u otro, lo que es raro, todas las puertas, y hay

cinco por las que pasar, están cerradas con doble giro de llave.

El Director de la Agencia declaró:

–¡Grelu, eres bobo!... ¡Yo franquearé esas cinco puertas!

¡Veré al barón y él me contará toda la verdad sobre la historia de

Esbly!... ¿Para quién era el almuerzo que he visto sobre una

bandeja, en el recibidor de la Señora Perrotin?

–Para el señor barón… ¡Oh!... ¡se le cuida!

–¡Demasiado bien, sin duda! – dijo el sacerdote de barba

negra…

Grelu, espero mañana tu informe, en la Agencia…

Page 11: La señora don juan

11

–Sí, jefe.

Y Théodore Dardanne, irreconocible bajo el hábito ecle-

siástico, bajó, ampuloso y grave.

En una habitación dependiente de los antiguos aposentos

de los esposos Perrotin, en las buhardillas del palacete, el barón

Géraud, ajado, envejecido, pálido, sentado ante una mesa, se

libraba a una singular labor, prestando atención, de vez en cuan-

do, con el temor de ser sorprendido… A falta de tijeras, arranca-

ba con sus dedos las páginas de un libro, y, en esas páginas, des-

tacaba ciertas letras, algunas veces palabras enteras, que oculta-

ba bajo uno de sus cojines de la alfombra de la habitación, que

levantaba y dejaba caer de inmediato.

¡Qué estrategia! ¡qué paciencia!

¡Oh! ¡no era la obra de un loco, sino la de un prisionero

trabajando en su libertad!

Privado por sus verdugos de papel, de tinta y pluma, Ti-

burce esperaba, gracias a los fragmentos del libro, construir una

carta que trataría de hacer llegar a Cloé a la que le imploraba

perdón, suplicándole viniese en su auxilio.

La habitación del viejo, bastante confortablemente amue-

blada, era a la vez una celda de Mazas y un calabozo de la

Salpêtriere; se habían acolchado las paredes así como los barro-

tes de las ventanas que daban al amplio jardín del palacete; en la

puerta, un ventanillo permitía hablar desde el exterior al ence-

rrado y pasarle su alimento.

Géraud leía obras obscenas cuyos análisis e imágenes eró-

ticos no dejaban nunca de sobrecalentar su cerebro y exaltar sus

ardores; además del veneno de las lecturas, el que le vertía No-

na-Coelsia con una sonrisa en los labios, en forma de licores

afrodisiacos.

Bajo la doble potencia de los brebajes y las lecturas, Ti-

burce perdía la noción de los seres y las cosas; alucinaciones

extrañas le acosaban: veía a Cloé en poses lascivas de los perso-

najes de los libros, y a Cloé se unían todas las mujeres morenas

o rubias que él había amado antaño, y entre las vivas hacía revi-

vir a las muertas en todo la plenitud de su juventud y belleza.

Page 12: La señora don juan

12

Con los brazos extendidos, los ojos fijos, la boca espume-

ando, Géraud corría hacia esos fantasmas a través de la habita-

ción, golpeándose contra los muros, por fortuna blandos, ex-

halando llamadas de amor y formidables amenazas, hasta el

momento en que, roto por el propio erotismo de sus deseos, caía

sin conocimiento.

También pasaba por largos periodos de calma; se desper-

taba, se volvía místico, pasaba días enteros con las manos juntas,

los ojos dirigidos al cielo, orando con fervor; pero, como desde

hacía tiempo había olvidado sus preces, inventaba oraciones en

las que los nombres de Cloé y de Coelsia reemplazaban a los de

la Virgen y de los Santos.

Un día, Tiburce pidió un misal, y el arquitecto divertido le

ofreció el Portier des Chartreux1, obra innoble que el viejo se

puso a deletrear como un alumno su lección.

Los Perrotin, esos monstruos, asistían sin remordimiento a

esa debacle humana, demasiado cobardes para terminar de un

solo golpe las miserias y agonías, y esperando cada mañana en-

contrar a Géraud muerto en medio de una crisis.

Ese día – hacia una hora – el tío de Cloé, se dedicaba a re-

cortar sus libros, cuando se estremeció ante un ruido de pasos…

Alguien andaba en la habitación contigua…

Vivamente, el hombre amontonó los trozos de papel dis-

persos sobre la mesa y fue a esconderlos en su habitual escondi-

te.

El ventanillo de la puerta se abrió, y Géraud pudo observar

el rostro sonriente de la Sra. Perrotin.

Nona-Coelsia preguntó dulcemente:

–¿Vas a ser razonable esta mañana, mi buen Tiburce?

–Si, Coelsia, muy razonable.

–Te traigo el almuerzo.

–Bien, entra.

–¿No me harás una escena como el otro día?

1 L’Histoire de Dom Bougre, portier des Chartreux es una novela li-

bertina de 1741 atribuida al abogado Gervaise de Latouche (N. del T.)

Page 13: La señora don juan

13

–No, pero date prisa… Quedando ahí, detrás del ventani-

llo, me da la impresión de que estoy en prisión.

Ella introdujo una llave en la cerradura, entró, depositó

sobre una mesa de la habitación el almuerzo del barón, diciendo

con mimo:

–Tiburce, ¿es que no besas a tu Coelsia, hoy?

Con un gesto angustioso, el viejo mostró la puerta ya ce-

rrada:

–¿Cuándo seré libre?... ¿Cuándo se me permitirá franquear

el umbral de esta puerta? ¿Cuándo podré circular a mis an-

chas,… en mi palacete?

–¡Pero si eres libre, Tiburce, completamente libre!.... Si

nuestra amistad por ti nos ha obligado y nos obliga a hacerte

permanecer en la habitación, es porque has estado… porque

todavía estás enfermo.

–¿Y mi dinero?... ¿mi fortuna?... ¿Qué hacéis de ella du-

rante este tiempo?

–Honoré se encarga… Tu fortuna está en buena manos.

–¡No quiero que me hables de tu marido!... Honoré es un

rufián, y si Cloé no ha querido saber nada de mí, es por su cul-

pa... ¿Dónde están mis criados?

–Abajo, a lo suyo.

–¡Urbain!.... Quiero ver a Urbain… ¡Los demás, me son

indiferentes!

–Lo verás uno de estos días… Ha debido ausentarse por

asuntos familiares.

–¡Mientes!

–¡No, Tiburce, no miento!

–¿Es que acaso piensas que no me doy cuenta de que me

estáis secuestrando… que queréis hacerme morir de rabia?

–¡Oh! Tiburce, ¡qué horrible idea!

–¡Sin embargo siempre me he portado bien contigo!

–Sí.

–He sido generoso.

–Sí, Tiburce, sí.

Page 14: La señora don juan

14

–Entonces, ¿por qué este espantoso suplicio de aislamien-

to, de encarcelación?

Y, de repente, levantándose:

–¿Sabes lo que ocurrirá pronto, Coelsia?

–No… ¿Qué sucederá?

–¡Una gran desgracia!... ¡Perderé por completo la cabeza,

y en el momento en el que entres en esta habitación, saltaré so-

bre ti, y te estrangularé!... ¡Lo he pensado muchas veces y lucho

contra ello!

La esposa del arquitecto estaba habituada a ese tipo de es-

cenas; tenía un medio de tranquilizar al viejo, y dijo, lujuriosa:

–¡Oh! ¡No harás eso, Tiburce! ¡No se estrangula a aquellos

a los que se ama!... ¡Y tú me amas!... ¡Tú me adoras!

El balbuceó:

–Te amé y te adoré antaño; ¡ahora te detesto!... ¡Solamente

Cloé vive inmortal en mi espíritu y en mi carne!

La Sra. Perrotin le rodeó el cuello con sus voluptuosos de-

dos:

–¡Eso no es cierto! ¡Tú me amas todavía! ¡Tú me amas

más de lo que amas a Cloe!... Vamos, mírame, y atrévete a de-

cirme que tu Coelsia no es siempre amable y deseable.

Y arrastrándole, subyugado, hacia la mesa:

–¡Hoy almuerzo contigo y te vas a divertir!

–¡Ah! ¡Hace tanto tiempo!

Y siempre la misma comedia. La italiana estaba segura de

su poder sobre él: sabía que ese hombre marchito, destrozado, le

pertenecería hasta la tumba.

Se pusieron a la mesa, y la Sera. Perrotin se mostró encan-

tadora, sirviendo los platos y ofreciéndole el vino que ella había

preparado.

Ahora bien, el efecto del brebaje no se hizo esperar por

mucho tiempo… Tiburce, con la mirada inyectada en sangre,

tomó a la miserable entre sus brazos:

–¡Cloé!... ¡Tú eres Cloé!... ¡Cloé ha regresado! ¡Ven!

¡Ven!

Page 15: La señora don juan

15

El barón quiso llevarla, pero Coelsia, muy robusta, se des-

prendió fácilmente y saltó fuera de la habitación cerrando la

puerta con doble giro; luego, detrás del ventanillo entreabierto,

observó al viejo.

De pie, él parecía escuchar y murmuraba:

–¡Cloé ha partido! ¡Va a regresar… regresar! ¡Regresar!...

¡Ah! ¡Aquí está!... ¡Qué grande está desnuda!... ¡Jamás había

admirado sus carnes desnudas… sus íntimos tesoros de amor!...

¡Me queman!... ¡me ciegan!... ¿Por qué no has sido siempre así,

Cloe?... ¡Yo no habría amado a Coelsia!... Pero, Coelsia también

está ahí… denuda como mi adorada... ¡Tanto mejor! ¡Cloé, Co-

elsia y todas las demás!... ¡Centenares! ¡Son mil!... Las amaré a

todas… ¡Quiero una cosecha viva de mujeres!... ¡Quiero oler su

perfume, calentarme con sus cuerpos, irradiarme con su luz!

Con el cuerpo inclinado, las manos extendidas como para

agarrar seres al paso y lanzarse sobre las presas, rugía:

–Están demasiao lejos; y, encadenado, no puedo alcanzar-

las… ¡Se burlan de mi!... ¡Se ríen de mi debilidad! ¡Cloé, can-

ta… canta esa canción que está ahí, impresa en ese libro!

Permanecía quieto bajo el cántico de la lejana voz; luego,

en el paroxismo del furor amoroso, aulló:

–¡Pero, venid!... ¡Mujeres, os quiero!... ¡Mujeres, os de-

seo!.... ¡A todas!... ¡A todas!... ¡No brilléis tanto; me quemáis

los ojos!... ¡No habléis tan alto; me desgarráis los oídos, y vues-

tras voces resuenan como truenos!...¡Mi cabeza estalla!... ¡Mis

miembros se retuercen!... ¡Tengo fuego en el pecho!... ¡Agua!...

No, ¡amor!... ¡Aquí estáis!... Cloe… Coelsia… amor… ¡Por

piedad, amor!…

Rodaba sobre la alfombra, arrojaba aullidos de salvaje, y

de repente, sus miembros se relajaron y permaneció inmóvil,

como en éxtasis…

Detrás del ventanillo, la Sra. Perrotin le mostraba su len-

gua…

El hombre gimió, lleno de dolor, y estalló en sollozos.

Page 16: La señora don juan

16

Al día siguiente, por la mañana, a las nueve de la mañana,

un landau cerrado lleva a la italiana, a sus dos testigos, la Sra.

Gédéon, la Srta. Latour y una rubia doctora, la Señorita Gene-

viève Saint-Phar, hacia el lugar del encuentro.

Una mañana soberbia. La actriz entretenía el camino con

historias divertidas, y un sol invernal doraba las copas deshoja-

das de los árboles, cuando se detuvo en un claro de los bosques

de Fosse-Repose.

La Sra. Huguette de Mirandol había llegado hacía un ins-

tante a Chaville, en compañía de lady Fenwick, la duquesa de

Louqsor y de una doctora morena, la Sra. Desmont.

Se intercambiaron los saludos de rigor y pronto se en-

contró un terreno propicio para el duelo.

Era un claro, rodado de grandes árboles y donde el suelo,

muy seco y recubierto de una fina grava, anunciada todas las

ventajas de una pista ideal.

Un gran silencio reinaba en el discreto bosque, interrum-

pido únicamente por el murmullo de la brisa.

La suerte designó las espadas de la baronesa; a Coelsia le

correspondió elegir el lugar y dio la espalda al astro brillante en

su gloria.

Muy seria, la duquesa de Louqsor repetía a las adversarias

las condiciones del encuentro, – y nunca las dos enemigas,

habiendo quitado sus abrigos, parecieron tan bellas y atractivas

como en uniforme de combate.

Llevaban camisetas de seda, una rosa y la otra azul, meti-

das en un pantalón oscuro y ceñido de ciclista; la baronesa esta-

ba tocada con un fieltro gris de amplios bordes, recordando el

sombrero de los mosqueteros, y los cabellos negros de la italiana

se enorgullecían con un toque de lustre.

Enguantadas a lo Crispin, se apoderaron de las espadas; la

Sra. de Louqsor, que dirigía el duelo, unió las dos puntas y or-

denó:

–¡Adelante, Señoras!

Nona-Coelsia y Huguette se pusieron en guardia, aplomo

sobre sus caderas, el cuerpo bien dirigido, y, a algunos pasos de

Page 17: La señora don juan

17

ellas, los testigos y las doctoras se alienaron, dispuestas a inter-

venir.

La Sra. Don Juan parecía más fuerte, más segura de sí

misma, pero Coelsia, más ligera, más astuta, acometía ataques y

realizaba paradas bruscas, vueltas y sobresaltos que denotaban la

escuela de su país.

Un primer asalto tuvo lugar sin resultado; y, al segundo,

un igual furor animó a las combatiente.

A un golpe recto prestamente enviado por la baronesa, la

extranjera ejecutó una hábil respuesta, y, a la altura del codo, la

camiseta de la Sra. Don Juan se empapó con una mancha roja.

–¡Alto! – ordenó la duquesa de Louqsor.

–¡Eso no es nada! – dijo la reina de Lesbos…. ¡Continue-

mos!...

Pero ya los testigos y las doctoras examinaban la herida, y

como la carne únicamente rasgada no ponía a la baronesa de

Mirandol en un estado de manifiesta inferioridad, el duelo con-

tinuó su curso.

En el comienzo del tercer asalto, la italiana emitió un grito

y se desequilibró tocada en el hombro.

Se apresuraron a su alrededor.

Un grito había respondido a la herida, y una joven y rubia

muchacha, se lanzó entre los ramajes desde donde miraba el

duelo de las lesbianas.

–¡Ah! ¡Señora! ¡Qué desgracia!

Mientras las doctoras cuidaban a la mujer del arquitecto,

cuya herida era por otra parte poco grave, la Sra. Don Juan se

acercó a la joven muchacha y dijo, galante, muy amable:

–¿Sabéis señorita, que sois muy curiosa?

–Perdonadme, Señora,– respondió la otra – Yo pasaba por

aquí… Os he escuchado… Os he visto…y, a mi pesar, me he

detenido detrás de esos arbustos… Cuando habéis sido tocada en

el brazo, a punto estuve de correr hacia vos, y, viendo a esa po-

bre dama tambalearse y palidecer, no he podido resistir…

¡Perdón, Señora!

Huguette la devoraba con sus miradas ardientes:

Page 18: La señora don juan

18

–Tenéis todo un corazoncito, Señorita… ¿Cómo os llam-

áis?

–Emma Delpuget.

–¿Vivís en Chaville?

–Sí, en una pequeña villa muy cerca de aquí, con mi padre

y mi hermana.

Y, preocupada:

–¿Esa pobre dama está peligrosamente herida?

–Espero que no.

–¿Y vos, Señora? Debéis sufrir… Veo sangre en vuestra

manga…

–Sí… un poco…

–Si queréis venir a descansar un instante a la casa, mi pa-

dre, mi hermana y yo estaríamos encantados de recibiros.

La baronesa observó a Emma, y sus ojos brillaron:

–Por mi parte, acepto…

–¿Y la otra dama?

–Voy a informarme…

Y, envolviendo siempre a la bonita rubia con mirada en-

cantadora:

–Esperadme ahí… Ahora regreso, querida…

La Sra. Don Juan se aproximó a su adversaria que estaba

de pie, dispuesta a partir; le tendió la mano, y la reconciliación

fue sellada con un beso, demasiado cálido para no revelar anti-

guos amores.

Lady Fenwick, la duquesa de Louqsor y la doctora Saint-

Phar se reunieron solas en el landau, pues Huguette declaró que

se quedaría en Chaville, teniendo el deseo de buscar y alquilar

allí una casa en el campo.

Se conocían las originalidades de la Sra. Don Juan, y nadie

protestó contra esta fantasía.

Adversaria, doctoras, y testigos desaparecieron, y la baro-

nesa corrió en busca de Emma Delpuget.

–Querida – dijo – ¡soy toda vuestra y estoy feliz de cono-

ceros más!... ¿Me habéis dicho que vivís en los alrededores?

–Sí, Señora, allá, detrás de esos grande árboles…

Page 19: La señora don juan

19

–Antes de presentarme a vuestro padre – dijo tiernamente

la reina de Lesbos – es indispensable que os diga como me lla-

mo…

–No me he atrevido a preguntároslo, Señora.

–Me llamo baronesa Huguette de Mirandol… Conducid-

me, querida…

Fue un honor para los Delpuget recibir a una tan grande

dama. Huguette se mostró siencilla, dulce, amable; inventó una

historia para su duelo, y las bravas gentes, deslumbradas, per-

manecieron sumidas bajo su encanto.

No dudaron, los desgraciados, que la joven Emma, al lle-

var a Huguettte, acababa de introducir a la loba en el redil; cre-

ían incluso en una intervención de la Providencia; en efecto, la

Sra. don Juan se dejaba enternecer ante la miseria de la familia y

pidió a Emma que ingresase en su casa como lectora.

Al día siguiente, alegre e inocente, la rubia muchacha cu-

yo mal destino conoció en el bosque en el momento del duelo de

las enamoradas, llamaba a la puerta del palacio Mirandol, bule-

var Malesherbe, y hacía su entrada en el reino de Lesbos.

¡Pobre Emma! ¡Pobre inocente! Esperaba no ser ya una

carga para el viejo padre, el ex cajero de Le Goëz y de su her-

mana mayor la telefonista, y vivir honorable, esperando su boda

con el joven oficial Etienne Delarue, uno de los puteros de

Blanche Latour.

Etienne y Emma se amaban con todo el ardor y toda la po-

tencia de su bella juventud, y el lugarteniente iba pronto a rom-

per con la amante del notario Edgard Bazinet.

Otro enamorado le sucedería, en la calle de la Boëtie, y la

Devoradora de hombres llevaría siempre a cinco, los cuatro pu-

teros y el mantenedor, el notario en nomina.

Y mientras la Sra. Delarue, la madre del lugarteniente de

zapadores, mujer muy misteriosa, a juzgar por sus diversos mo-

dales en casas alejadas la una de la otra, se regocijaba con la

prudencia de Etienne, la Srta. Latour continuaba amasando for-

tuna.

Page 20: La señora don juan

20

Arthur de La Plaçade acechaba los ahorros de Blanche, y

sin olvidar los rencores hacia lady Fenwick y las intenciones

matrimoniales y por negocios junto a la vieja Sainte-Radegonde,

honraba con sus favores a la actriz y a la Sra. Perrotin.

A la esposa del arquitecto, al contrario de la Sra. Don Juan

que era solamente lesbiana, le iban los dos sexos, y el doble es-

tado psicológico y patológico del marido inspiró este atrevido y

mordaz comentario del Último Gigoló:

–Perrotin, incluso quitándose el sombrero, incluso baján-

dose, incluso reptando, no pasaría bajo la puerta Saint-Denis, es

un cornudo… Es el rey de los maridos, y el arquitecto debería

levantar en su honor un Arco del Triunfo con inmensos cuernos

parlantes!

Page 21: La señora don juan

21

II

EL PUDOR DE EMMA

Hacía ya un día que Emma Delpuget se había instalado en

casa de la Sra. Don Juan, en el palacete del bulevar Malesher-

bes, y la baronesa Huguette le había dado una habitación conti-

gua a sus aposentos.

Feliz y confiada, la lectora dormía esa noche con el sueño

sereno de las vírgenes.

Ahora bien, por la mañana, un dulce calor la despertó, y

como el día comenzaba a penetrar en la habitación, Emma vio

acostada a su lado a la baronesa de Mirandol.

La jovencita, completamente estupefacta, murmuró teme-

rosa:

–¡Ah! ¿Sois vos?... ¿vos, Señora baronesa?

Huguette rompió a reír:

–Sí, soy yo, querida… ¿Acaso os molesto?

–No del todo… pero…

–Tenía una pesadilla… una pesadilla abominable… En-

tonces he venido… suavemente… tan suavemente que ni siquie-

ra os habéis despertado… He hecho bien, ¿verdad, querida?

La Señorita Delpuget saltó de la cama y se vistió apresu-

radamente:

–¿Ya os levantáis?– exclamó la baronesa.

–Os molestaría, Señora…

–¡Apenas es de día!

–¡Oh! ¡Yo me levanto muy temprano, señora baronesa!

–¡Esa es una costumbre que deberás perder aquí!.... Va-

mos, vuelve a mi lado, mi niña… Charlaremos…

Pero Emma se retiraba al cuarto de baño; experimentaba

un malestar, una angustia que no podía explicar todavía… Esa

mujer, esa gran dama de mirada de fuego, la turbaba, la hacía

avergonzarse… Sin embargo, muy a menudo en Chaville, Fanny

Page 22: La señora don juan

22

iba a meterse en su cama, o bien era ella quién iba a reunirse con

su hermana, y mantenían largas, dulces y fraternales conversa-

ciones; pero con la Sra. de Mirandol, todo el pudor virginal de la

joven se revolvía, y no hubiese podido permanecer en camisa

ante Huguette o hacer sus abluciones sin enrojecer como si estu-

viese en presencia de un hombre.

Dijo, púdica:

–Permitidme, Señora, acabar mi aseo.

La baronesa tuvo un movimiento de contrariedad:

–Antes, queréis ir a buscar a mi habitación mi paquete de

cigarrillos; lo encontraréis sobre la mesita de noche…

Y como la lectora tardaba en responder, increpó nerviosa:

–¿Habéis escuchado, señorita?

–Sí, Señora, enseguida estoy con vos…

–Transcurrieron dos minutos, y la Srta. Delpuget, salió del

cuarto de baño.

La joven lectora estaba cubierta con un camisón de franela

azul; sus rubios cabellos, aún húmedos, flotaban sobre sus hom-

bros, y traía con ella un agradable olor de juventud y salud.

Se dirigió hacia la habitación contigua para ir a buscar los

cigarrillos.

La Sra. Don Juan la detuvo:

–¡No hace falta, Señorita! Ya no tengo ganas de fumar…

Tengo otra idea…

Y, contemplando a la rubita:

–¡Qué magnífica cabellera tenéis, Emma!

–¡Oh! Señora baronesa, si vieseis la de mi hermana Fanny,

esa sí que es más larga y más densa todavía.

–¡Tal vez! ¡Pero vuestra hermana no tiene vuestro dulce y

gracioso rostro!

Huguette salió de la cama, vestida con un camisón de mu-

selina, cuya transparencia dejaba ver sus carnes rosadas y sus

esculturales formas; indicó una silla baja a la lectora:

–Sentaos ahí, querida… Voy a peinaros…

–¡Ah, Señora! – se defendió Emma, confusa y sonrojada.

Page 23: La señora don juan

23

–¿Qué? ¿Es que nunca os habéis dejado peinar por una

amiga… por vuestra hermana?

–Sí, Señora… pero no es lo mismo…

–¡Sentaos ahí; os lo ordeno!

Y, risueña:

–¡Vais a ver!... Soy una artista… tan buena como el ilustre

Victor Chevrier, ¡y no es un decir!

Completamente asustada, la Señorita Delpuget tomó

asiento en la silla, y la baronesa, levantando sus mangas y arma-

da de un peine de marfil y de otros utensilios tomados del cuarto

de baño, se puso manos a la obra, extendiendo, manipulando y

torciendo con sus manos aristocráticas la abundante melena.

Se bajaba sobre la muchacha, quemándola con su aliento:

–Pasadme los alfileres, bebé…

Y ella le entregó un paquete de broches de nácar.

Luego, trabajando todavía, la baronesa preguntó:

–¿Dónde estabáis, ángel mío, antes de vivir con vuestro

padre en Chaville?... ¿En un internado, tal vez?

–Sí, señora, en un internado en Passy, en la calle de la

Pompe.

–¿En casa de la Señora Malézieux?

–¿Vos conocéis el internado Malézieux, Señora baronesa?

–No, pero muchas de mis amigas han sido educadas allí…

Es un excelente internado, donde se aprenden… ¡muchas co-

sas!.... ¿Habéis oído hablar de Faustine de Puypelat?

Emma enrojeció con un sofoco hasta ahora desconocido.

¡Oh, sí, ella había oído hablar de esa tal Faustine, una veterana

expulsada del pensionado por causas misteriosas y tan graves

que, en casa de la Sra. Malézieux, era una tradición evocar la

brusca expulsión de Faustine y las aventuras del dormitorio,

pero a escondidas y en voz baja, y solamente entre las alumnas

más atrevidas.

La lectora respondió:

–Sí, señora, pero, esa señorita abandonó el internado hace

muchos años.

Page 24: La señora don juan

24

–Faustine debe tener mi edad… apenas veinticinco años.

¿Me dais un alfiler?

La baronesa modelaba los cabellos de su joven ídolo en

forma de casco, desprendiendo unos ligeros rizos sobre la nuca,

y le producía un placer infinito pasear sus dedos a lo largo de las

carnes de la muchacha.

–Emma, ¿teníais una amiga que preferíais a las demás?

–Les tenía afecto a todas por igual.

–¡Es extraño!... Por lo común, siempre se tiene una prefe-

rencia.

La Sra. de Mirandol no había mentido al afirmar igualar a

Victor Chevrier, el célebre peluquero para damas; acababa de

ejecutar una obra maestra capilar. Dejó el peine, roció con vapo-

rizadores de iris y verbenas la cabeza rubia y exclamó, orgullo-

sa:

–Miraos en el espejo, señorita, y decime si habéis visto al-

guna vez una muchacha tan bonita.

De pie, ante el espejo, Emma sonreía, hacia muecas; casi

lamentaba reconocer lo bella que se encontraba.

Huguette le abrió los brazos:

–Ahora, para recompensarme, venid a besarme, querida.

–¡Oh, de todo corazón, Señora!

Tendió su frente virginal, pero el beso de la reina de Les-

bos se deslizó y fue a aplicarse sobre la boca de la jovencita.

Emma tuvo la sensación de una ardiente quemadura y re-

trocedió, turbada:

–¡Señora baronesa!... ¡Señora baronesa!...

–¿Qué ocurre, pequeña?... ¿Es que no tengo el derecho de

besaros?

–Sí, Señora… pero…

Y muy bajo, la Sra. Don Juan, murmuró para sí:

–¡No sabe nada! ¡Absolutamente nada!... ¡Mejor así!...

Se acababa de anunciar a la baronesa de Mirandol que el

marqués de Artaban la esperaba en la sala de armas; Huguette

dejó a Emma con la esperanza de volver a encontrarse con ella a

solas durante el almuerzo.

Page 25: La señora don juan

25

Pero, el Último Gigoló, tras un asalto de los más brillan-

tes, se invitó a sí mismo a compartir la comida con su alumna.

¡Se hubiese dicho que ese diablo de hombre olía la carne fresca!

La baronesa de Mirandol, a pesar de su gran deseo de

ocultar a Emma de todas las miradas, se vio obligada a presentar

a la joven lectora al aristócrata; Achille se relamió los labios, y

durante el almuerzo se produjo una andanada de alusiones muy

atrevidas dirigidas a la lesbiana.

Huguette, vejada, trataba de leer en el rosto de Emma la

impresión producida por las palabras del Último Gigoló, pero la

jovencita escuchaba sin comprender las frases con doble sentido

y los términos del léxico del bulevar.

Achille no permaneció mucho tiempo; ese día tenía cita

con la duquesa de Louqsor, y la baronesa, habiendo acogido su

partida como una liberación, interrogó a la lectora amiga:

–Veamos, querida, ¿qué os parece el Señor de Artaban?

Viva y franca, la Señorita Delpuget respondió:

–¡Lo encuentro muy bien, Señora baronesa, y, sobre todo,

muy amable!

–Si tuvieseis que elegir entre él y yo, ¿a quién elegiríais? –

preguntó, irreflexiva, la reina de Lesbos.

–¡A vos! ¡A vos!... ¡mil veces a vos, señora baronesa!

Emma articulaba esas palabras con toda la inocencia de su

alma de virgen, y sin embargo, Huguette no pudo reprimir un

alegre estremecimiento.

–¿Entonces, me amáis… un poco, querida?

–¡Mucho, señora, y me parece que cuando os conozca me-

jor os amaré todavía más!

Habían entrado en un recibidor, tapizado de seda malva,

con flores por todas partes, en especial rosas, la pasión de la Sra.

de Mirandol.

Ambas se sentaron en un diván; Huguette posó la mano

sobre el pecho de su joven lectora:

–¿Y ese corazoncito, jamás ha latido por un enamorado?

Page 26: La señora don juan

26

Emma bajó los ojos, y la Sra. Don Juan sintió latir más

fuerte e incluso sobresaltarse bajo su mano el pequeño corazón

del que ella estaba celosa.

–¿Así… que amáis… a un hombre? Hablad; sed sincera,

señorita.

La lectora declaró:

–Sí, Señora, y al que amo será un día mi marido…

–¿Vuestro marido? ¿Habéis dicho «vuestro marido»?...

–Tan pronto como mi padre haya podido reunir la dote re-

glamentaria…. Pues por desgracia estamos lejos… muy lejos de

ser ricos.

–¡Ah! ¿Un militar? – dijo Huguette, con pérfida sorna– ¿Y

cómo se llama ese feliz mortal?

–Etienne Delarue.

–Lo conozco… Lo he visto en el baile de Lady Fenwick…

¿Entonces vais en serio? ¿Tenéis intención de casaros con ese

pequeño e insignificante oficial?

–Sí, Señora… Y Etienne Delarue es digno de mi amor…

La Sra. Don Juan estalló:

–¡No haréis semejante estupidez! ¡No os casaréis con ese

muchacho!

–¿Y… por qué, señora?

–¿Por qué?... ¡por qué?... ¡Eh!... ¡caramba! ¡porque es un

hombre!

Emma dirigió una mirada confusa hacia la baronesa:

–¿Con quien tendría que casarse una joven si no es con un

hombre?

–Os diré eso más tarde… mañana… esta noche, tal vez…

Pero, vos no conocéis todavía mi palacete… Os lo voy a ense-

ñar… Venid, querida, y luego iremos al Bois a dar una vuelta en

coche por el lago… ¡También os llevaré al teatro!... ¡No quiero

que os aburráis aquí! Deseo que viváis a mi lado, feliz… muy

feliz…

Los ojos de la lesbiana brillaban y todo su cuerpo palpita-

ba de lujuria.

Page 27: La señora don juan

27

Emma, azorada hasta lo más profundo de su ser, no se ex-

plicaba sus múltiples y nuevos sentimientos: la baronesa de Mi-

randol era para ella un sujeto de asombro mezclado de espanto y

de una instintiva desconfianza, un enigma vivo, un problema

cuya solución permanecía oculto y temible.

Huguette arrastraba a la lectora hacia la escalera secreta

que conducía al salón rojo, cuando las dos negras, Akmé y Aïs-

sa, aparecieron, vestidas con sus indumentarias orientales.

Desde la víspera por la noche, la Srta. Delpuget había vis-

to varias veces a las esclavas de la Sra. Mirandol, y las considera

como dos personajes fantásticos escapados del sueño o de las

leyendas, y terribles con su piel de ébano, sus grandes ojos blan-

cos, sus dientes puntiagudos, sus piernas y sus brazos con aros

de oro y sus vistosas y magníficas telas.

En esa casa, a Emma todo le parecía extraordinario y fabu-

loso a su alrededor, así como la baronesa y su extraño compor-

tamiento, o esas hijas de Mauritania, cariátides vivas, robustas

como tigresas, sumisas como perras.

La Sra. Don Juan las interpeló:

–¿Qué es lo que deseáis vosotras? ¿Por qué venís sin que

os haya llamado?

Akmé se inclinó profundamente, con la mano en el co-

razón:

–Ama, lo hemos creído oportuno… Hay una señorita en el

salón que solicita hablar con la Señorita Emma…

–¿Su nombre?

–Fanny Delpuget.

–¡Mi hermana!.... ¡Es mi hermana! – dijo alegre la lecto-

ra… ¿Señora Baronesa, me permitís ir a abrazarla?

–¡De acuerdo! – dijo Huguette – ¡Id, señorita, pero regre-

sad pronto!

La joven partió corriendo y fue al salón a arrojarse entre

los brazos de su hermana mayor, la empleada del teléfono.

–¡Fanny! ¡Mi querida Fanny!.... ¡qué feliz estoy de ver-

te!... ¿No trabajas hoy?

Page 28: La señora don juan

28

–¿Trabajar? ¡Tenía demasiadas ganas de saber cómo te

iba!.... ¡He obtenido un día de permiso y aquí estoy!

Esas dos muchachas se habían separado la víspera; y, ob-

servando su alegría y escuchando crepitar sus besos fraternales

se hubiese dicho que se encontraban después de una larga au-

sencia.

Emma preguntó:

–¿Por qué no ha venido padre contigo?

–En estos momentos recorre París buscando empleo… ¡El

pobre se deprime por su inactividad!... Vendrá a verte esta tar-

de… Ahora, hablemos de ti… Dime, ¿estás a gusto aquí?...

¿Estás contenta?

–Sí, hermana, muy contenta, – suspiró tristemente la novia

de Etienne Delarue.

Fanny la había tomado por las manos y la miraba, preocu-

pada y alerta:

–¿Cómo me dices eso, hermanita?

Y viendo dos lágrimas brillar en las pupilas de la joven

lectora:

–¿Lloras Emma? ¿Por qué lloras? ¡Quiero saberlo!

–¡Estoy loca! – dijo la pequeña tratando de reír.

–¿Acaso la Sra. de Mirandol no es buena contigo?

–¡Oh! sí, ¡muy buena!

–¿No se te humilla ni se te trata como a una criada?

–¡Al contrario! La señora baronesa se muestra llena de

atenciones hacia mí; me hace comer en su mesa y me ha dado

una habitación al lado de la suya…

–¿Entonces, por qué esa pena? ¿Por qué esas lágrimas?

¡No te comprendo!

La lectora murmuró:

–¡Ni lo comprendo yo misma!... Aquí, en este palacio, to-

do es demasiado bonito, demasiado grande, todo muy distinto a

lo que estaba acostumbrada a ver a nuestro alrededor... Me pare-

ce que una gran desgracia planea sobre mi cabeza… que me va a

ocurrir algo horrible... Todo me asusta… sí… todo… hasta la

Page 29: La señora don juan

29

excesiva amistad de la señora baronesa... Imagínate, Fanny, que

este mañana, al despertar,… encontré a la Sra. de Mirandol…

Una puerta se abrió, deteniendo las palabras sobre los la-

bios de la lectora, y Huguette, tranquila y altiva, entró en el

salón.

–¡Estaba escuchando! – dijo Emma al oído de su hermana.

–¡Oh! ¡Qué idea!

–¡Te digo que escuchaba!

La Sra. Don Juan avanzaba sonriente hacia Fanny, pero el

estallido rojo de los ojos revelaba que la sonrisa era una másca-

ra.

Respondió a los saludos de la telefonista y, dirigiéndose a

su lectora:

–Id a vestiros, hija mía… Os llevo conmigo a mi costurero

y a mi modista.

Y a Fanny:

–Lamento interrumpir la charla y no poder rogaros que

acompañéis a vuestra hermana… Mi coche solamente dispone

de cuatro plazas, y he prometido a dos de mis amigas ir a reco-

gerlas. Mi palacete os estará siempre abierto, cuando queráis

visitar a vuestra hermana... Lamentablemente las visitas serán

escasas, ¿verdad?... Debéis estar muy ocupada en vuestra ofici-

na…

–¡Sí, señora… muy… muy ocupada! Pero, puesto que me

autorizáis… algunas veces… el domingo…

–Eso es, Señorita… ¡algunas veces, el domingo!

Fanny se fue con el corazón encogido, previendo que la

baronesa de Mirandol quería elevar una barrera entre ella y su

hermana, pero se consolaba, feliz de saber que Emma tan bien

instalada en ese palacete, cuyas instalaciones fastuosas acababa

de admirar; y, luego, a medida que se alejaba para dirigirse a

Chaville, donde su padre no debía reunirse con ella hasta la no-

che, se burló de sí misma… ¿No estaba bastante honrada por

haber sido recibido en el salón, como una igual, por esa altiva

baronesa? ¡Diga! ¡Diga…aquí la telefonista!... ¿Qué más podía

desear? ¿Qué se la invitase a cenar, tal vez con unos marqueses

Page 30: La señora don juan

30

y duques? ¿Qué se la llevase a la Ópera, a los bailes del barrio

Saint-Germain, que se le ofreciese un lugar de honor en la tribu-

na reservada a la Sra. de Mirandol en el Hipódromo?

Y, muy divertida con esa idea, miró su vestido negro y

sencillo de burguesita pobre, su mantón de diez francos, sus

botines de doble hebilla, sus guantes usados, llegó a la estación

de Saint-Lazare, subió al ferrocarril en tercera clase e, ignorando

a los vecinos, prorrumpió a reír de sus cómicos pensamientos de

grandeza, y que veía desvanecerse entre la humareda de la lo-

comotora:

–¡Demasiado ambiciosa, Señorita Delpuget!… ¡Diga!

¡Diga…aquí la telefonista!...

En el momento de salir con Emma, Huguette recibió la vi-

sita de la duquesa Daisy de Louqsor y de lady Cloé Fenwick;

esas damas iban a recabar noticias de la herida… ¡Ah! bien, sí,

su herida!... la señora Don Juan ya no pensaba demasiado en ese

pinchazo que no había dejado ninguna huella; pero, lo que la

entristeció al instante fue saber que no ocurría lo mismo con su

adversaria; la Sra. Perrotin se encontraba en la cama, presa de

fiebre, y el doctor Gédéon temía serias complicaciones.

Libre a las cuatro, la baronesa de Mirandol pudo por fin

subir en coche con su lectora, y fue para Emma una tarde de

ensueño, un alto en casa de la modista, luego en los suntuosos

salones de Vestris, el célebre diseñador de modas de la avenida

de la Opera, y, hacia las seis, al regreso del Bois, una parada en

una confitería de moda, en la calle Castiglione, frente a la verja

de las Tullerías.

La Sra. Don Juan hizo traer pasteles parisinos y bebidas

americanas.

Emma no se atrevía a negarse a beber, y las mezclas de

champán, whisky y ginebra la exaltaron.

Sin darle importancia, vio a apuestos caballeros y bellas

damas cuchichear y hablarse en voz baja, mirando a la baronesa.

Una mujer muy elegante se levantó de una mesa vecina,

caminó con la mano tendida hacia la Sra. de Mirandol y le dijo

al oído:

Page 31: La señora don juan

31

–Buenos días, Huguet…

La Sra. Don Juan intercambió un apretón de manos con la

cliente:

–Hola, Mathilde… Déjanos, hija mía…

La Srta. Romain, curiosa, insistió:

–¿No queréis invitarme a algo?

–¡No! ¡Vete!

–Mi bello Huguet – continuó la Venus de las Fantasías Pa-

risinas – no es nada amable de tu parte despedirme.

–Tal vez te vuelva a ver, pero no me molestes… ¿No ves

que no estoy sola?

Entonces, Venus llevó sobre su nariz unos finos anteojos

de nácar y observó a la lectora; luego, inclinándose aún hacia

Huguette, cuya belleza encendía los ojos de los hombres y las

mujeres:

–Felicidades, querido Huguet, mi sustituta es deliciosa…

y, si un día o una noche, habéis tenido bastante con ella, me con-

formaré con los restos del festín…

Y retornó a su lugar donde un camarero acababa de servir-

le unos bizcochos y un vino de madeira.

–¡Vámonos, querida! – dijo la Sra. de Mirandol, levantán-

dose.

Dejó un luís sobre la mesa, y sin esperar el cambio,

arrastró a Emma hacia su coche.

–¡Al palacete! – ordenó la Señora Don Juan al criado que

cerraba la portezuela.

Y, el coche en marcha, Hugette agarró con fuerza la mano

de su lectora:

–¿Qué os ocurre, mi bella? Parecéis pensativa

–Me siento mareada… Tengo estremecimientos y mi ca-

beza es pesada… ¡pesada!...

Una risa diabólica iluminó a la mujer tan ardientemente e

ingenuamente deseada como esposa legítima por el príncipe

Vorontzow:

–¿No habíais bebido nunca champán?

Page 32: La señora don juan

32

–Sí, una vez… Hace mucho tiempo, el día de la fiesta de

mi padre, pero el vino era menos fuerte…

–¡Y más banal que el coctel!... ¿Sonreídme?... Me gusta

vuestra bonita sonrisa…

Le pasó un brazo por detrás de la nuca, pero la jovencita ni

siquiera se estremeció; sus párpados pesados se cerraban y su

cuerpo permanecía inerte.

Pronto, Emma, vuelta en sí, se desprendió suavemente del

abrazo:

–Os pido perdón, Señora, me dormía… ¡Maldito vino de

Champán!... ¡Jamás volveré a beberlo!

–¿Estáis mejor?

–Sí… pero durante un momento, sobre todo allí en la con-

fitería, he perdido la facultad de pensar…

–Entonces – vaciló la lesbiana – ¿no os habéis fijado en

esa dama que me hablaba… en voz baja?

–¿A la que llamabais «Mahtilde»?

–Sí.

–Sí, muy bien… Y ¿por qué os daba un nombre de hom-

bre?... Os llamaba «Huguet».

–¡Os equivocáis, querida!

–Es posible, pero ¿por qué, mirándome con una singular

persistencia os ha dicho: «¡Felicidades! Mi sustituta es deliciosa,

y si un día o una noche, habéis tenido bastante con ella…» No

recuerdo más… También ha hablado de un festín… ¿Acaso esa

dama fue vuestra anterior lectora, señora baronesa?

La calesa se detuvo ante la entrada del palacete; un criado

abrió la portezuela y Huguette saltó a tierra, ordenando a su

compañera seguirla.

En el recibidor de seda malva, la Sra. Don Juan se des-

prendió de su sombrero y su abrigo, y cuando la joven hubo qui-

tado su manto y su gorro, le dijo:

–Ahora, querida, vamos a visitar los aposentos del palace-

te que todavía no conocéis… ¿No estáis cansada?

–No, no del todo.

–¡Entonces, vamos!

Page 33: La señora don juan

33

La tomó por la mano, la hizo bajar la escalera secreta, la

introdujo en el templo de los amores y anunció:

–¡Señorita, estáis en vuestra casa!

Emma permanecía deslumbrada en el umbral; jamás tal

magnificencia había estallado a las miradas de la rubia niña.

Esos espejos, esos oros, esas majestuosas telas, esas flores, esas

panoplias, esos perfumes, esas luces, esos divanes, esa inmensa

cama redonda, todo ese lujo evocaba en su espíritu uno de esos

palacios mágicos, cuya descripción había leído en los libros; y,

temblando, bajo el calor de los vinos, aumentado por el brillo de

las luces y las emanaciones olorosas, balbuceó ante la magia del

decorado:

–¡Estoy soñando!... ¡oh!... ¡estoy soñando!

Huguette la empujaba, graciosa:

–¡Entrad! ¡Os he dicho que estabais en vuestra casa, que-

rida!

–¡Qué bonito es esto! ¡Cuánta riqueza! ¡Ah! ¡Esto es ma-

ravilloso – exclamó la joven, juntando las manos, como en una

iglesia.

Y sin embrago, a pesar de su inocente admiración, Emma

se sintió con el corazón oprimido: los divanes le parecían «pro-

fundos como tumbas», según la imagen de Baudelaire; los per-

fumes le parecían demasiado embriagadores, la cama demasiado

amplia, y las estatuas de mármol de la que una representaba «la

Venus impúdica» y la otra «La Suicida de Leucade», le hicieron

bajar los ojos.

Huguette dijo:

–Espérame aquí, mi bella… Ahora vuelvo.

Y, sin añadir una palabra, la reina de Lesbos desapareció,

dejando a la Señorita Delpuget sola en el santuario de los amo-

res.

Emma no sabía que pensar. Mil ideas se entrecruzaban en

su cerebro; se encontraba a la vez aterrorizada y radiante, y

permanecería inmóvil y blanca bajo el imperio del misterio, co-

mo las Vestales del templo de Isis. ¿Por qué la baronesa acababa

de introducirla en ese lugar magnifico? ¿Por qué la abandonaba

Page 34: La señora don juan

34

allí? La señora de Mirandol debía volver, pero ¿por qué esa ex-

traña salida, esos modales bizarros?

La jovencita se puso a caminar por el salón rojo, exami-

nando todos los objetos; pasó ante las vitrinas y leyó las etique-

tas sobre los frascos de cristal: «Opio», «Cocaina»,

¿«Éter»?...¿«Opio»? ¡Esa palabra le reveló por fin el terrible

enigma! Había ingerido opio, y todo lo que veía no era más que

un sueño. Pronto se despertaría para encontrarse en Chaville en

la habitación virginal, con su hermana Fanny a su lado… ¿En-

tonces, la visita de la baronesa de Mirandol? ¡Un sueño! ¿El

duelo de mujeres? ¡Un sueño!... ¿Su instalación en el palacete

del bulevar Malesherbes? ¡Un sueño! ¿Ese templo oriental?...

¿Esas indecentes estatuas?.... ¿Esos divanes?... ¿Esos perfumes?

¿Esas luces?... Esos espejos multiplicando su imagen hasta el

infinito?... ¡Un sueño! ¡Un sueño! ¡Un sueño!...

Y caminaba siempre, presa de una creciente alucinación.

De repente, vio cerca de ella a la baronesa de Mirandol.

La Sra. Don Juan había puesto su traje de joven efebo; sus

ojos proyectaban luces múltiples, deslumbrantes como pedrer-

ías, cuyo fuego parecía atenuado por la sonrisa mostrando una

fresca y bella dentadura y unas rosadas encías.

La joven muchacha farfulló:

–¿Vos? ¿Sois vos, señora?

–¿No te había dicho que regresaría?

–Sí… pero… ¿ese traje?

–Este traje te explica – dijo la baronesa – porque antes

Mathilde me llamaba «Huguet», y no «Huguette».

La Srta. Delpuget estaba tan emocionada que no se dio

cuenta del tuteo de la Sra. de Mirandol.

Huguette le pasó un brazo alrededor de la cintura para

arrastrarla hacia los divanes circulares:

–Ven a sentarte a mi lado y te contaré la historia de Faus-

tine… Te diré porque ha sido expulsada del internado Melé-

zieux…

–No, no, Señora… ¡No vale la pena!

Page 35: La señora don juan

35

–Entonces, querida, voy a enseñarte cosas originales, ex-

quisitas…

Emma se defendía instintivamente:

–¡Os lo suplico, Señora, subamos!... ¡Aquí, me ahogo!...

¡Aquí, deliro!... ¡Me dais miedo!

Pero la otra la mantenía enlazada, rostro contra rostro,

quemándola con el fuego de su aliento:

–¿Tus carnes ya no palpitan?... ¿De qué estás hecha?...

¿No tienes músculos, piel y sangre?... ¿Eres de mármol?...

–Señora, os lo ruego, dejadme.

–¡No!... ¡Ven!

Con manos temblorosas le arrancó la blusa a la lectora, pe-

ro, Emma se desprendió, y corriendo hacia una panoplia tomó

una flecha cuya punta acerada dirigió contra su pecho.

Y, decidida:

–¡Señora, no os comprendo! ¡No sé lo que queréis de mí,

pero advino algo monstruoso! Si dais un paso más para acerca-

ros, me clavo este hierro.

Huguette, pálida como una muerta, exclamó:

–¡Desgraciada! ¡Desgraciada! ¡Esa flecha está envenena-

da!

–¡Tanto mejor! ¡Seguramente moriré más rápido!

–Deja esa arma; ¡te lo ordeno!

–Sí; pero dejadme irme! ¡Dejadme marchar!

–¡Arroja esa arma!

–¡Entonces, Señora, abrid la puerta!

La baronesa abrió la puerta de bronce, disimulada bajo las

altas tapicerías rojas; Emma arrojó la flecha y se precipitó a la

escalera, subiendo al palacete.

La Sra. Don Juan, perpleja, permaneció en medio del salón

rojo, mientras la lectora, enloquecida, atravesaba el vestíbulo

para encerrarse en su habitación.

Un criado le dijo al pasar:

–Señorita, vuestro padre os espera…

Emma se detuvo:

–¿Dónde está?

Page 36: La señora don juan

36

–En el gran salón, señorita, – dijo el criado, asombrado del

comportamiento de la joven.

Pronto, la hermana de Fanny se arrojó en los brazos del

viejo Delpuget:

–¡Llévame padre! ¡Llévame!

–¿Qué te ocurre, hija mía? ¿Por qué este terror?

–¡Llévame. No quiero permanecer ni un minuto más en es-

te palacete!

Delpuget estaba tan pálido y temblando aún como su hija,

y gemía:

–¡Hija mía, explícate!

–¡No puedo decir nada! ¡Sácame de aquí!

–¡La plaza parecía excelente!... ¿Te has vuelto loca?

–¡Tengo mis razones, pero deseo partir al instante!

–¡Al menos hay que hablar con la señora baronesa!

–¡No!... ¡No!

–¿Y tus efectos?... ¿Tu ropa?

–¡Abandono todo! ¡Vámonos!... ¡Ya deberíamos estar le-

jos de aquí!

Y colgándose del anciano cajero de Le Goëz, aturdido, lo

arrastró fuera del palacete.

En el salón rojo, Huguette, recuperada de la sorpresa ini-

cial, levantaba altivamente la cabeza:

–¿Burlada por esa chiquilla? ¿Yo?... ¡Oh!

Y, más vulgar:

–¿Un corte de mangas a la señora Don Juan? ¡No! ¡Jamás!

Llamó a un timbre; Akmé y Aïssa aparecieron.

La Sra. Mirandol ordenó:

–Subid a la habitación de la señorita lectora y decidle que

le ordeno que baje… Si rechaza, atadla, ¡traedla a la fuerza!...

¡id!

Las negras salieron, y algunos instantes después, regresa-

ron solas.

–¿Emma? ¿Dónde está Emma? – rugió la baronesa.

–¡Ha partido, ama! – dijo Akmé.

–¿Partido?

Page 37: La señora don juan

37

–Sí… con su padre – añadió Aïssa.

–¡La imbécil!

La reina de Lesbos iba y venía por el salón rojo, exaltada,

echando espuma, arrojando blasfemias y las dos esclavas, in-

móviles y respetuosas, esperaban órdenes.

Ella se plantó ante sus mujeres:

–Akmé, Aïssa, ¿vuestra vida me pertenece, verdad?

Ellas respondieron al unísono::

–¡Sí, ama, nuestra vida es tuya y puedes tomarla!

–No es vuestra vida lo que quiero; lo que tengo que solici-

taros en un simple servicio que os será pagado generosamente.

–Habla, ama – dijo Akmé – ¡Aïssa y yo estamos aquí para

obedecerte!

–Emma ha partido para Chaville… Debéis ir a buscármela

y me la traeréis por las buenas o por las malas.

–Sí, ama.

–Os daré órdenes más detalladas, cuando sea el momento

de actuar… ¡Podéis marchar!

La Sra. de Mirandol olvidaba su carta a la Cría-Reseda,

pero quería a Emma Delpuget.

Y, sola, dijo voluptuosa e irónica, segura de su poder ab-

soluto:

–¿Un corte de mangas a la Sra. Don Juan?... ¡Oh! ¡No!

¡Jamás! ¡Los cortes de manga son buenos para los hombres!

Se la vio por la noche en la mesa del hotel de mujeres re-

gentado por la Michon y al día siguiente en el Nuevo Circo; de

donde se llevó una casquivana y una amazona; luego, tuvo otras

conquistas en el Olympia, en el Casino de Paris, en las Folies-

Bergères, en el Polo Norte, pero, el recuerdo de Emma la obse-

sionaba.

¡Emma! ¡Emma! ¡Emma! ¡Todas las actrices, todas las

bailarinas, todas las casquivanas, e incluso las mujeres de su

mundo, todas las lesbianas se desvanecían ante la virgen de

Chaville!

¡Emma! ¡Emma! ¡Emma! Flor de belleza e inocencia,

serás condenada – por la Sra. Don Juan – a hacer desesperar a

Page 38: La señora don juan

38

un hombre que os adora y a vacilar, caer y pudriros bajo los ar-

dores lesbianos.

Emma, sois joven, sois nueva, sois bella, pero sois pobre –

pero la Sra. de Mirandol es rica y viciosa – y, para la miseria, y

más que el corazón para el amor, ¡Oh, Pascal! el vicio «tiene

razones que la razón no conoce».

Soñando con su nuevo ídolo, la Sra. Don Juan recorría o

más bien descendía al camino de las lujurias.

El demonio corruptor quería saber todo, experimentar to-

do, y Huguette llegó a emplear la flagelación contra jóvenes y

contra sí misma.

En este drama donde, si conseguimos al cabo de un in-

mensa labor, hacer desfilar toda la vida contemporánea, evita-

remos insistir sobre las aberraciones que son competencia de la

medicina, y que ya hemos anotado antes y analizado en nuestro

libro: Patología social.

Page 39: La señora don juan

39

III

EN SAINTE-ANNE

Casi todos los días, la Srta. Lagrange, que vivía con la Sra.

de Esbly en la villa de Chaville, iba a visitar a lady Cloé Fen-

wick al palacete de los Campos Elíseos.

Olga se prendó de inmediato de su hermana mayor, y si la

primogénita de los Haut-Brion no había insistido para que vivie-

se con ella, era porque no quería privar a la condesa, asilada y

deprimida tras la partida de Lionel, de la compañía de esa niña a

la que la propia Sra. de Esbly quería como a una hija.

Ni una nube cubría ahora la existencia de la que fuera la

Virgen del Arroyo y la Gran Casquivana; Una vez encontrada

Olga, Lionel en Rusia a salvo en las propiedades del príncipe

Vorontzow; el barón Géraud incapaz de actuar; el vizconde de la

Plaçade vergonzosamente expulsado del palacete; Reginald tal

vez borracho, libertino y sodomita, pero reservado, casi amable

con su esposa, Cloé se rodeaba de un círculo de amigos, el

príncipe Vorontzow, el marqués de Artaban, siempre cariñosos

pero respetuosos, el duque y la duquesa de Louqsor, la Sra. de

Mirandol, menos ardiente, y además, en otro aspecto diferente,

la amable costurera Annette Loizet.

Ahora bien, esa mañana, hacia las nueve, lady Fenwick, en

vestido de calle, se encontraba en su recibidor; un criado anun-

ció al príncipe Vorontzow.

Cloé tendió la mano al aristócrata ruso:

–¡Buenos días, príncipe! ¿A qué feliz casualidad debo el

placer de vuestra tempranera visita?

–Es cierto, – dijo el atamán de los cosacos – es un poco

temprano, y me excuso…

–¡Oh! ¡vos sabéis que yo estoy siempre contenta de veros!

Sentaos a mi lado, amigo, y decidme por qué parecéis un tanto

sombrío?

–No estoy sombrío, amiga, estoy serio…

Page 40: La señora don juan

40

Se instaló en un sofá, y como guardaba silencio, Cloé le

dijo amablemente:

–¿Venís a hablarme de la baronesa Huguette?

El rostro del aristócrata se iluminó:

–¡Oh! ¡Hablaría siempre de ella con mucho gusto! ¡La

amo!... ¡La adoro!... ¡No es un misterio para nadie!... Pero no se

trata de la Señora de Mirandol de lo que vengo a hablar hoy…

–¿De quién, entonces?

–De nuestra niña recuperada… de nuestra pequeña Olga…

de vuestra hermana.

–Vais a poder abrazarla… La espero… ¿Qué queréis de

nuestra bien amada Olga?

–Voy a exponéroslo; pero, antes, una pregunta.

–¡Hablad, amigo mío!

–¿La señora condesa de Esbly viene con vuestra hermana?

–Sí, y Olga y yo debemos dirigirnos juntas a Sainte-Anne

para ver a nuestra querida enferma…

–Traigo a la Señora de Esbly noticias de su hijo, buenas

noticias…

–¡La señora condesa estará feliz! – respondió lady Fen-

wick, vivamente interesada, y dominando su emoción.

–El conde, como sabéis, está en una de mis propiedades

del Cáucaso, y esta mañana ha llegado una carta anunciando que

está fuera de peligro…

–¡Qué Dios sea alabado!

–Ahora, hablemos de Olga ¿queréis? He pensado que era

mi deber asegurar el porvenir de esa niña, la segunda hija de mi

amigo el marqués de Haut-Brion…

– ¿No estoy yo, príncipe?

–Sí… sí… querida Cloé, estáis ahí… pero… yo también…

yo también estoy ahí… y me gustaría…

El gran aristócrata dudaba; no podía decirle: «¡Sí, estáis

ahí, llena de ternura; sois lady Fenwick, pero no habéis aportado

ninguna dote al matrimonio, y nada de lo que os rodea os perte-

nece!...»

Page 41: La señora don juan

41

No podía ni quería decirle eso, y concluyó, entregándole

un voluminoso paquete lacrado con sus armas en cera verde.

–He aquí el asunto, me bella lady.

–¿Qué es eso?

–La dote de Olga… doscientos cincuenta mil rublos…

–¡Más de un millón! – dijo Cloé, estupefacta.

–Sí… me queda aún bastante para mi boda… Pero, ¡aquí

están! No sé cómo hacerle aceptar este dinero… He imaginado

mentir, yo que nunca he mentido… y pienso en contarle que esta

suma procede de su padre que me lo entregó para ella… anta-

ño…

Cloé lo miraba, emocionada:

–¡Ah! ¡Sois muy bueno, príncipe! Sois sencillamente y re-

almente generoso!

–No se es generoso al cumplir con un deber… ¿Aprobáis

mi idea?

–Vos ya habéis empleado ese medio cuando habéis puesto

dinero en manos del barón Géraud… o del arquitecto…

–¡Oh! ¡Una bagatela!

–Y además Olga sabe, tan bien como yo, que nuestro pa-

dre no era rico… a la hora de su muerte…

–¿Qué hacer entonces?

–Volver a meter ese dinero en vuestro bolsillo y esperar…

El atamán declaró:

–¿Me vais a obligar guardar esta suma destinada a nuestra

pequeña Olga y a su madre?… La marquesa de Haut-Brion

saldrá, un día u otro, de Sainte-Anne… Puedo verme obligado a

ausentarme de Paris, y no permitiré que esas dos queridas criatu-

ras que tanto han sufrido ya, vuelvan a sumirse en la miseria.

Lady Fenwick no se creyó con derecho a negarse y acabó

por meter los valores en un mueble, cuando la Srta. Lagrange

entró acompañada de la Sra. de Esbly.

Olga se precipitó hacia los brazos de su hermana:

–¡Cloé, mi Cloé!

Tras unos fraternales besos, corrió hacia Vorontzow:

Page 42: La señora don juan

42

–¡Gran amigo, perdón! ¡No os había visto!... ¡Cuando mi

Cloé está ahí no veo a nadie más que a ella!

Muy alegre de haber encontrado al camarada más íntimo

de su padre, la Srta. Lagrange honraba a Vorontzow con una

especie de culto filial; le llamaba «gran amigo», y esa dulce fa-

miliaridad emocionaba al bravo aristócrata hasta las lágrimas.

Olga ignoraba los tristes noviazgos de Cloé y de Lionel, y

la joven adorada del mártir, que servía de unión entre la Sra. de

Esbly y de lady Fenwick, guardaba, junto a su hermana mayor,

el secreto de su alma.

–¡Buenas noticias, Señora condesa! – dijo el atamán de los

Cosacos, tras haber saludado a la madre del inocente evadido.

–¿De mi hijo, príncipe?... – preguntó ansiosa la Sra. de

Esbly.

–Sí, Señora, de vuestro hijo… He aquí una carta…

Radiante de alegría, se apoderó del papel que Dimitri le

entregó y se puso a leer, murmurando, encantada:

–¡Lionel! ¡Lionel! ¡Oh, mi Lionel!

Olga se había vuelto muy pálida y parecía presta a desva-

necerse; Cloé la retuvo en sus brazos:

–¿Hermanita, que te pasa?

Pero la joven se levantaba, iluminada de esperanza:

–¡Hermana, soy feliz!

Y, saltando hacia la condesa:

–¡Leed, leed, Señora, la carta del Señor Lionel!

En la misiva, el aristócrata contaba la admirable recepción

de los vasallos del príncipe en el Cáucaso, y enviaba a su madre

y a Olga los mejores recuerdos desde el exilio.

Cloé no apartaba los ojos de su hermana, y la deliciosa

emoción de la jovencita, las lágrimas que corrían a lo largo de

sus mejillas, el pequeño grito que emitió mientras escuchaba a la

condesa pronunciar su nombre, revelaron a lady Fenwick el

amor de Olga por el ausente. Al principio se produjo en ella co-

mo una puñalada que le hubiese golpeado; y, bajo la herida, toda

su vida de desgracias inmerecidas surgió a sus ojos, todas las

esperanzas rotas y muertas resucitaron en unos celos muy

Page 43: La señora don juan

43

humanos; luego, de repente, más calmada, arrastró a su hermana

aparte, y, muy emocionada, le dijo:

–¡Hermanita, no me ocultes nada!.... ¿Amas a Lionel?

Olga levantó sobre Cloé su límpida y casta mirada:

–Sí, hermana… ¡lo amo!

–¿Y él?

–Él me ama también…

–¿Por qué no habías aún hablado de ese amor?

–¡Para no entristecerte con mi pena!... Fue Lionel quién

me lo dijo: ¡No nos está permitido amarnos!

–¿Lo crees culpable?

La joven respondió vibrante:

–¿Culpable? ¡No!... ¡Oh! ¡no!... Sé que la noche, en la que

deseosa de abrigar el suplicio de un amor sin esperanza huí, vi-

nieron a detenerlo… y que tú, el príncipe y uno de tus amigos lo

salvasteis!... Ignoro de que se le acusa a Lionel… Nadie ha que-

rido decírmelo, pero ¿creerlo culpable? ¡No! ¡No!... ¡Antes cre-

ería más bien que no hay justicia sobre la tierra ni en el cielo!

Entonces, la mayor de los Haut-Brion estrechó a la menor

perdidamente contra su corazón:

–¡Ámalo, Olga!... ¡Ámalo, mi hermanita querida! ¡Sois

dignos el uno del otro!...

El príncipe Vorontzow tomó aparte a lady Fenwick; la

madre de Lionel salió por unos asuntos y Cloé y Olga se dirigie-

ron en coche a la calle de la Santé, al hospital psiquiátrico de

Sainte-Anne.

Por lo común, un guardia recibía a los visitantes, y en el

pabellón de las mujeres, una vigilante las llevaba junto a la Sra.

Lagrange; pero, ese día, el director, advertido de la visita, hizo

entrar a las dos hermanas en su despacho.

Ellad se asustaron ante esas precauciones excepcionales.

El director, con barba oscura, muy burócrata, las tranquilizó

enseguida, y dirigiéndose a la mayor de las Haut-Brion:

Page 44: La señora don juan

44

–Señora, me complace anunciaros, así como a esta querida

niña, que el doctor Thiercelin, médico jefe de la casa, ha consta-

tado una sensible mejoría en el estado de la Señora Lagrange.

–¡Mamá! ¡Mi pobre mamá!…. ¡Por fin curada! – exclamó

Olga, estremeciéndose de alegría– La llevaremos con nosotras,

¿verdad, señor?

–No, señorita, hoy no, pero pronto… El doctor Thiercelin

va intentar ante vos una de esas experiencias que le sirven para

establecer la progresiva curación del sujeto… ¿Quieren sentarse,

señoras?

Acercó a sus labios un cornete acústico:

–Rogad al señor médico en jefe que venga a mi despa-

cho…

Eugène Thiercelin entró. Era un alto y apuesto anciano de

figura delgada, fresca y rosa, de cabellos canosos, cayendo en

bucles sedosos sobre el cuello de su chaleco negro; en su ojal, se

veía una amplia roseta de la Legión de Honor, y, con sus gestos

paternales y su buena sonrisa, encarnaba al clásico tipo de la

vieja y honorable escuela.

El médico en jefe dijo a Olga:

–¿Me permitís dirigiros algunas preguntas relativas a

vuestra madre, señorita?

–Sí, señor doctor.

–En vuestras anteriores visitas, la Sra. Lagrange no os ha

reconocido nunca, ¿verdad?

–Diculpe, señor doctor… dos veces durante algunos ins-

tantes… luego volvía a caer en su noche…

–Eso demuestra que la agudeza mental oscilaba y que el

equilibrio comenzaba a hacerse en su cerebro… Vuestra madre

nos ha sido enviada por el doctor Hylas Gédéon, calle de los

Mathurins, cuyo informe constata en la enferma un delirio de

persecución… ¿Es el doctor Gédéon el médico ordinario de la

Sra. Lagrange?

–Él la vio ese día por primera vez… Mi madre recibió una

fuerte conmoción en la casa donde estábamos de visita…

–¿De repente?

Page 45: La señora don juan

45

–Sí, señor, súbitamente.

–Habéis dicho, señorita, al interno encargado de propor-

cionar los cuidados a la señora Lagrange, que desde ya hacía

tiempo vuestra madre tenía el espíritu enfermo, que la acosaban

alucinaciones todas las veces que se le hablaba de un crimen que

decía haber presenciado?

–Sí, señor, una simple alusión a ese crimen la ponía fuera

de sí…

–¿Qué ocurrió en la casa en la que estabais de visita?

–Viendo entrar a un caballero… al que no conocía… que

jamás había visto, mi madre se levantó, con los ojos extraviados,

completamente lívida, y gritó: «¡Asesino!... ¡Asesino!...» Y des-

de ese día se volvió loca…

–Eso es lo que el doctor Gédéon ha establecido en su in-

forme… El señor acusado por vuestra madre es un amigo del

doctor… En fin, ¡todo va bien! La señora Lagrange está más o

menos curada… Se puede ahora hablar del crimen del bulevar

Saint-Germain, sin temor a una peligrosa sobrexcitación cere-

bral… Dentro de un instante intentaremos una prueba delante de

vos, señora y ante el doctor Gédéon.

–¿El doctor Gédéon? – preguntó lady Fenwick, mostrando

un gesto de contrariedad.

–¡Oh! ¡Simple formalidad de cortesía profesional!... Aun-

que mi colega no se haya dignado a visitar a su enferma desde la

entrada de la Sra. Lagrange en el hospital, tengo que invitarlo…

Un empleado ha partido a buscarlo. Cuando llegue nos dirigire-

mos juntos a la habitación de la Sra. Lagrange… Espero poder

firmar el alta de la enferma mañana o pasado mañana… No ten-

go necesidad de recomendaros los mayores cuidados, las mayo-

res delicadezas… Una emoción fuerte podría derivar en una

catástrofe…

Lady Fenwick observó:

–La Señora Lagrange vivirá en el campo, en casa de una

de nuestras amigas, la condesa de Esbly.

–Nada mejor podría convenir a nuestra enferma.

Page 46: La señora don juan

46

En ese momento el doctor Hylas Gédéon fue introducido

por un hombre de servicio.

Llegó con su sonrisa de cocodrilo, y le hubiese más gusta-

do ver en su casa que en ese establecimiento, a la mujer de Re-

ginald con la que esperaba contar algún día como una de sus

ricas víctimas, para la extracción de los ovarios o incluso para

practicar un aborto.

–¡No me equivoco!... ¡Lady Fenwick!... ¡Ah! ¡Permitidme,

señora, poner a vuestros pies mis homenajes!

Se inclinó ante la Srta. Lagrange a la que no reconoció, sa-

ludó al director del establecimiento e interpeló al doctor Thier-

celin:

–Mi querido colega, acudo a vuestra llamada, aunque las

enfermedades mentales no forman parte de mi especialidad... No

soy hombre de cerebros, como vos, yo soy hombre de vientres...

En fin, aquí estoy… ¿De qué se trata?

–De una enferma que nos habéis enviado, y de la que que-

remos constatar su curación más o menos absoluta…

Hylas puso cara de buscar en su memoria:

–¿Cómo? ¿Yo os he enviado una enferma? ¡Es raro! ¡No

me acuerdo!

–La señora Lagrange.

–¡Ah! ¡sí, muy bien! Ya sé ahora… En la comisaría de po-

licía… ¿Realmente está curada?

–Sí.

–Entonces, si está curada, ¿por qué diablos me hacéis ve-

nir, mi querido colega?

–¡Por cortesía profesional! – declaró secamente el doctor

Thiercelin, y si queréis vamos a verla, con lady Fenwick, su

amiga, y la señorita Lagrange, su hija.

El ovariotomista miraba a Olga y permanecía estupefacto.

Había oído decir a la Plaçade que la joven estaba muerta, que-

mada, en el incendio del Conejo Coronado y que ni siquiera se

encontraron sus restos… ¿Cómo es que la veía ahí, entera y bien

viva, al lado de lady Fenwick?

Page 47: La señora don juan

47

Sin embargo, el doctor de la sonrisa de cocodrilo no dejó

vislumbrar su asombro y dijo a la jovencita:

–Es cierto, señorita, os reconozco… He tenido el honor de

encontrarme con vos en esa casa excelente de la Sra. de Sainte-

Radegonde, el día en el que fui llamado para verificar la enfer-

medad mental de vuestra madre… Perdonadme, señorita… Ese

día estaba tan turbado… tan confuso… tan desolado…

Ella recordaba haberse encontrado con el doctor Hylas ese

día terrible, donde su madre, arrancada de sus brazos, había sido

conducida y encerrada en el Depósito de la Comisaría bajo las

órdenes de ese médico y de un comisario de policía! Y, desde

ese momento, muy a menudo, por la noches, Gédeon se había

levantado ante ella en un espantoso sueño, con su mandíbula de

escualo, su barba hirsuta, su gran nariz, sus ojos incoloros y su

hipócrita verborrea, y la niña consideró un mal presagio volver a

encontrarlo en Sainte-Anne, cuando su madre iba a ser dada de

alta después de tantas oraciones y dolor.

Pero, Gédéon había sido llamado por el médico en jefe del

hospital, y había que asumir su presencia.

Cuando lady Fenwick y la Srta. Lagrange se alejaban, es-

coltadas por el doctor Thiercelin y el ovariotomista, se encon-

traron en el umbral del despacho del director a la baronesa

Huguette de Mirandol.

Vestida de negro, muy seria, la Sra. Don Juan iba a visitar

en ese lugar a una de las víctimas del templo de Lesbos.

La baronesa y Cloé intercambiaron un saludo, y la Sra. de

Mirandol entró en el despacho del director.

–Señora baronesa – le dijo el jefe del establecimiento, –

lamento deciros que vuestra protegida no está mejor… Ayer, se

le tuvo que poner la camisa de fuerza y aislarla…

–¿Puedo verla, Señor, y aportar mi consuelo a esa desdi-

chada?

–Voy a informarme…

Después de comunicarse con el cornete acústico, declaró:

–Se os va a conducir, señora baronesa… ¿Seréis prudente?

–Sí, Señor director…

Page 48: La señora don juan

48

La Sra. Don Juan siguió el camino ya recorrido por las dos

hermanas, y como otras visitantes, se le ahorró, tanto como era

posible, el contacto con las internas; pero, sin embargo, para

llegar al pabellón donde la Sra. Lagrange ocupaba una habita-

ción vecina de la de la lesbiana, Huguette debió atravesar unos

patios, pasillos, subir escaleras, y codearse con desgraciadas e

inofensivas criaturas que la saludaban con palabras insensatas y

risas ingenuas. ¡Oh! ¡Qué diferencia entre las visitantes en ese

mismo camino de desgracia! ¡Qué piedad para las primeras!

¡Qué vergüenza para la otra!

¡Las hermanas de Haut-Brion acababan de abrazar y con-

solar a una víctima de la fatalidad, y la Sra. Don Juan iba a ver

su obra, su obra sacrílega, su obra abominable!

Al fondo de un corredor, los dos grupos se juntaron, y

mientras la baronesa, precedida de una vigilante, se dirigía hacia

un número del pabellón, el doctor Thiercelin detenía a su cortejo

en el vestíbulo de otra habitación:

–Señoras, el doctor Gédéon y yo, al principio estaremos

solos con la enferma, y vos tendréis que esperar aquí… Cuando

yo pronuncie muy alto, las palabras: «¡vuestra hija!», vos entrar-

éis… Os ruego que me obedezcáis en interés de la curación de la

señora Lagrange… Por lo demás, levantaré la cortina de la ven-

tana y, desde vuestra situación podréis vernos y escucharnos…

Y mientras detrás del espejo ciego, lady Fenwick y la Srta.

Lagrange, ansiosas, acechaban la llamada del doctor, la Sra. de

Mirandol se encontraba enfrente de una antigua amiga.

¡Oh! ¡Qué cambiada estaba la pequeña rubia que fue una

de las sirvientas de amor de la gran Huguette! ¿Cómo reconocer

en esa máscara agitada, transformada, en esos ojos rojos, en esa

cabellera despeinada, el rostro encantador de Rose Léris, una de

las estrellas de las Fantasías Parisinas?

–¡Hola, Huguet, hola!– dijo la desdichada.

Luego, de pronto, amenazadora:

–¡Es la Mirandol! ¡Es la Sra. Don Juan!... ¡Ella me ha ro-

bado el corazón!.... ¡Detenedla!.... ¡Detened a la zorra! ¡Detened

Page 49: La señora don juan

49

a la infame! ¡Detened a la devoradora de mujeres!... ¡Ella me ha

robado… robado… robado mi corazón!...

–¡Querida! – gemía la baronesa, en lágrimas.

Y, Rose aullaba siempre:

–¡Al cadalso con la Sra. Don Juan!... ¡Me ha robado… ro-

bado… robado mi corazón!

Huguette, fuera de sí, salió de la habitación y ya, cerca de

su coche, decidió esperar el regreso de lady Fenwick y de esa

niña rubia que le recordaba a Emma, su nuevo ídolo.

Los médicos habían entrado solos en la habitación de la

enferma, y las dos mujeres, esperando en la antesala, pudieron

ver, a través de la ventana tintada, a la Sra. Léonie Lagrange

sentada sobre un sillón y tricotando.

A pesar de sus cabellos más canos debido a todo lo que

había pasado, la segunda marquesa de Haut-Brion parecía reju-

venecida, con una tez menos crispada, ojos tranquilos, y nada

anormal parecía turbar ese rostro dulce y serio.

A la entrada del doctor Thiercelin, levantó la cabeza, y

viéndolo seguido del otro personaje, miró largo rato a Hylas

Gédéon.

–¿Y bien, querida señora – pronunció el médico jefe –

¿cómo estáis esta mañana?

–Mejor, doctor, os lo agradezco…. ¿No estáis solo?

–No… ¿Reconocéis a este caballero?

La Sra. Lagrange seguía observando a Gédéon, y él, de

pie, cerca de la chimenea, donde ardía un fuego de madera, le

dirigía su espantoso rictus.

Ella balbuceó:

–No, doctor… no del todo… ¿Uno de vuestros colegas

probablemente?

–Sí… Miradlo bien.

–Jamás había visto a este caballero antes de hoy…

El ovariotomista tomó la palabra:

–Señora, tuve el honor de ser llamado a su lado en una cir-

cunstancia dolorosa… ¿Recuerda?

Page 50: La señora don juan

50

Léonie seguía observándole, y sus cejas fruncidas, las

arrugas de su frente, la fijación de sus pupilas, anunciaron que

estaba realizando un laborioso esfuerzo para acordarse.

Al cabo de un instante, murmuró:

–Vuestra cara, señor, no me es extraña… Recuerdo habe-

ros visto… antaño… como en un sueño.

Thiercelin se sentó a su lado y, tomando su mano entre las

suyas, dijo dulcemente.

–No lo intentéis más, Señora; no os fatiguéis en averiguar-

lo… Se os dirá lo que ignoráis… Sois fuerte y valiente, ahora;

ya no tenéis fiebre…

–Es cierto, me siento revivir, y os debo… os deberé salir

de la tumba.

–¿Queréis responder a algunas preguntas que tal vez os

parezcan… extraordinarias?

–Preguntad, querido doctor, – sonrió la madre de Olga…

estoy lista…

–¿Recordáis haber estado enferma?

Ella guardo un momento de silencio, luego declaró:

–¡Sí… he estado loca!

El médico jefe continuó con benevolencia:

–Hablad, señora…

–Sí, he estado loca!... Si no hubiese estado loca ¿por qué

me habrían de encerrar en Sainte-Anne?... ¡Pero lo que sé, lo

que juro, es que estoy curada!... ¡Oh! ¡ya nada tenéis que temer

por mi razón!... ¿Queréis saber la causa de mi locura, doctor?

Voy a decírosla… Solamente, dejadme recordar… La memoria

todavía vacila…

Thiercelin se inquietaba:

–Señora, no os sobrexcitéis.

Se produjo un gran silencio durante el cual la Sra. Lagran-

ge puso sus ideas en orden, y fue con una angustia profunda que

el médico jefe vio a la interna sumirse en esa contención de

espíritu que le había impresionado tan alarmantemente cuando

ingresó. Sin embargo, no quiso turbar su meditación.

Bruscamente, ella exclamó, radiante:

Page 51: La señora don juan

51

–Doctor, ¡ya recuerdo!... ¡ya recuerdo!... Y sin embargo,

había olvidado todo… todo… ¡hasta mi nombre!... Mi hija bus-

caba trabajo… un empleo de lectora.. y, tentada por un anuncio

de periódico yo la acompañé a la calle Notre-Dame-de-

Lorette… a casa de… sí… ¡Eso es!... ¡eso es!... a casa de una

mujer… una malvada mujer… y hete aquí que mientras hablá-

bamos… un hombre entró… y en ese hombre reconocí… al ase-

sino… un asesino que había visto en acción… hundiendo un

puñal a una vieja dama…

El doctor Gédéon se alzó de hombros, y dijo en voz bajo

al médico jefe:

–Estáis equivocado, mi querido colega;¡ esta pobre idiota

todavía necesita vuestros cuidados!

–¡No! ¡Al contrario, creo que la Señora Lagrange se ex-

presa con una lucidez perfecta!

Y a la marquesa de Haut-Brion:

–Continuad, Señora.

–Ese crimen al que asistí desde mi ventana, cuando vivía-

mos en una habitación que daba a los jardines del palacete le

Goëz, en el bulevar Saint-Germain, me hizo perder la razón…

En nuestra vivienda, en un hotel amueblado, del bulevar de la

Villette, tenía alucinaciones durante las cuales creía volver a ver

la escena del crimen... Esas ausencias no duraban más que algu-

nos instantes, y volvía a retomar, sin problemas, mi vida nor-

mal… Pero ese día, viendo aparecer de pronto al hombre de la

barba rubia, mi razón se extravío, y, después… ya no recuerdo

más…

–¡Historias demenciales! – dijo con sorna Gédéon – ¿Y

me hacéis venir a Sainte-Anne para escuchar semejantes idiote-

ces?

El doctor Thiercelin, muy rudo, dijo:

–Historias demenciales que tal vez os interesen, Señor,

pues parecéis muy alterado.

Él se volvió hacia la convaleciente:

–Señora, no tenéis más que hacer una cosa. Dentro de al-

gunos días, mañana tal vez, saldréis de aquí, y vuestro deber es

Page 52: La señora don juan

52

ir a hablar con el Procurador de la República y solicitarle un

careo con el hombre de la barba rubia al que suponéis un asesi-

no…

–¡Oh! ¡no lo supongo!... ¡Estoy segura! ¡Lo reconocería

entre mil!

–¿Sabéis su nombre, Señora?

–No, pero conozco la casa donde lo encontré, en la calle

Notre-Dame-de-Lorette…

–¡Eso bastará! Veréis al Procurador de la República. Se

investigará al hombre que acusáis; se os confrontará con él, y

luego la justicia hará su deber.

Gédéon, inquieto por su amigo La Plaçade, intentó un

último esfuerzo:

–¿Entonces, va en serio, vais a poner a esta mujer en liber-

tad?

–Mañana, estará con su familia…

–Asumís una gran responsabilidad, doctor.

–¿Por qué?... Está curada, y, además, como médico jefe no

tengo que recibir lecciones de nadie... ¡Ocupaos de vuestros

vientres, doctor Gédéon! Os he hecho venir por deferencia pro-

fesional para mostraros la curación absoluta de uno de vuestros

enfermos… ¿Dudáis?... ¡Yo afirmo y decido!... ¡Id a enredar en

vuestras entrañas, Señor, y dejadme a mí mis cerebros!

Hylas Gédéon bajó la cabeza, peo no quiso abandonar su

lugar y se refugió en una esquina de la habitación. El médico

jefe del hospital preguntó a Léonie, y bastante alto para ser es-

cuchado en la habitación contigua:

–Ahora, querida señora, ¿Queréis abrazar a vuestra hija?

Ella respondió, muy alegre:

–¡Mi hija!.... ¡Oh! ¡Sí! ¡Hace tanto tiempo!...

La Sra. Lagrange no recordaba que, durante su locura, Ol-

ga había venido a pasar largas horas a su lado.

A la señal del médico jefe, las dos hermanas entraron en la

habitación, y Olga se precipito hacia la segunda marquesa de

Haut-Brion:

–¡Madre!... ¡madre querida, abraza a tu hija!

Page 53: La señora don juan

53

Léonie sollozaba:

–¡Olga! ¡Olga! ¡Qué feliz soy!

–¿Me reconoces, madre?

–¿Qué si te reconozco, mi Olga? ¡Oh! sí, te reconozco y te

adoro! ¡No nos dejaremos nunca más!... Ahora soy fuerte, bas-

tante joven todavía para trabajar!... Trabajaremos las dos, mi

Olga, y si la miseria regresa, pues bien, lucharemos juntas contra

la miseria.

–¡La miseria no volverá, mamá! – exclamó la joven – Te-

nemos protectores, ángeles guardianes que velan por nosotros…

Ella mostró a lady Fenwick:

–¡De entrada ella! ¡Mírala! ¡Es tan buena como bella!

Cloé dijo a la madre de Olga:

–Hoy me llaman lady Fenwick, Señora, pero he nacido

Cloé de Haut-Brion…

–Yo también me llamo de Haut-Brion – murmuró la Seño-

ra Lagrange.

La ex cantante callejera estalló:

–¡Es mi hermana, la hija mayor del marqués Emmanuel,

mi padre!

–¡Y a partir de ahora, Señora – añadió Cloé – tendréis dos

hijas en lugar de una para amaros y serviros!

La Sra. Lagrange, vencida por la emoción, se libró a filia-

les besos:

–¡Ah! ¡Es demasiada felicidad!.... ¡Sueño!

–¡No! ¡no! Señora – dijo Thiercelin, radiante – ¡habéis

despertado y estáis curada!... Mañana, hacia las tres, Señorita

Lagrange, podréis venir a buscar a vuestra madre…

–Vendré con la señora condesa de Esbly, y llevaremos a

mamá a Chaville, donde vivimos, esperando nuestra próxima

partida para el castillo de Esbly, en l’Oise…

–¿La condesa de Esbly? – preguntó la Señora Lagrange –

¿Quién es?

–Nuestra otra benefactora, mamá… Ya te explicaré todo, y

verás también a un gran amigo, el príncipe Vorontzow.

Page 54: La señora don juan

54

Nadie prestaba atención al doctor Hylas, retirado como

una araña en su tela en un rincón de la habitación; pero, muy

atento, no perdía ni una palabra de la conversación.

El doctor Thiercelin lo percibió y le dijo:

–¿Por qué estáis todavía aquí, señor?

El otro respondió sardónico:

–¡Me olvidaba con tantas emociones!... ¡Esta pequeña es-

cena familiar me ha llegado al fondo del alama!... ¿No me nece-

sitáis más?

–¡En absoluto!

–Regreso a mi clínica… ¡Es extraordinario en este mo-

mento lo que dan los vientres!

Gédéon se alejó y se hizo conducir a la calle de Atenas, a

casa de su amigo La Plaçade.

Sobre la acera, delante de las puertas de Sainte-Anne, la

Sra. de Mirandol, vio salir a las dos jóvenes y dijo a Cloé, de-

signando a Olga:

–¿Es vuestra lectora, querida lady?

–No, baronesa, es mi hermana.

Y Cloé la presentó, graciosa:

–La Señorita Olga Lagrange de Haut-Brion…

La Señora don Juan, con el monóculo en el ojo, murmura-

ba:

–¡Es encantadora!... Me aburriré sola en mi cupé… ¿Me

autorizáis, bella lady, a subir en vuestro landau?

–Con mucho gusto, baronesa.

Las tres se instalaron, y Huguette dio a su cochero la orden

de seguir el coche de lady Fenwick.

Desde la calle de la Santé al bulevar Malesherbes, la gran

enamorada, que olvidaba a la pobre Rose Léris, la loca de Sain-

te-Anne, se mostró amable, espiritual, elocuente. Sin embargo, a

pesar de sus deseos de lujuria, no se atrevió a renovar sus propo-

siciones galantes a lady Fenwick, ni comprometerse con una

escaramuza ante la joven rubia, y regresó a su palacete, siempre

obsesionada por la imagen de Emma, la virgen de Chaville.

Page 55: La señora don juan

55

¿Y Mathilde Romain? Desde luego, a los ojos de la Sra. de

Mirandol, Venus no carecía de encantos, pero también tenía una

íntima afección, muy desagradable, una leucorrea2, y Huguette

se alejaba de ella aplicándole ese cuarteto del conde de Maure-

pas dedicado a la marquesa de Pompadour:

La Mathilde tiene muchos encantos,

¡Sus rasgos son vivos, sus gracias son

francas!

y las flores nacen bajo sus pasos;

Pero, por desgracia, ¡son flores blancas!

El doctor llegó a la calle de Atenas.

Ahora bien, esa mañana, el vizconde Arthur de La Plaça-

de, solo en su apartamento y sentado ante la elegante mesa de

despacho, acababa de escribir una carta.

El gran rubio parecía muy preocupado; nada iba bien, des-

de su ruptura con lord Reginald Fenwick, y escribía a su noble

amigo para intentar una reconciliación financiera… ¡Más dine-

ro! ¡Más crédito! Las deudas comenzaban a ser amenazadoras…

Seguramente un negocio podría resolver sus problemas: su

matrimonio con Olympe de Sainte-Radegonde, pero esa pers-

pectiva todavía le horrorizaba, y antes de llegar a esos extremos

quería intentar un acercamiento con Fenwick y hacer chantaje a

la baronesa de Mirandol.

En efecto, la carta robada a la Cría-Reseda en su camerino

de las Fantasías Parisinas, costaría cara a la Sra. Don Juan, si

esta soñaba con convertirse en princesa Vorontzow.

En el ámbito «Amor», el aristócrata no era más feliz que

en el ámbito «Dinero»: la Sra. Perrotin ya estaba harta de él;

ponía incandescente a la condesa de Louqsor… Esta millonaria

2 Leucorrea o secreción blanca, se trata de una infección vaginal que

presenta una pequeña cantidad de material mucoide blanco en la vagina que

es el resultado de la descamación y acumulación de células epiteliales. (N.

del T.)

Page 56: La señora don juan

56

era una esperanza, pero por desgracia una esperanza que reco-

noció ilusoria ante el último Gigoló, su amante titular.

Oh! ese marques Achille de Artaban, ese Último Gigoló,

cómo lo evidiaba, cómo lo odiaba, cómo le gustaría enviarlo a

todos los diablos! Independientemente de que no le perdonaba la

corrección recibida en el hotel Metropole de Marsella, el rufián

en levita veía en el Último Gigoló a un aguafiestas, incapaz de

comprender a la mujer, instrumento de amor, como un ser esen-

cialmente proporcionador que siempre reporta algo... ¿Quién

sabe? Tal vez, sin ese Achille, Cloé hubiese vuelto a ser su

amante…

Desde algún tiempo atrás, el aristócrata había dejado cre-

cer su barba de oro; y, al igual que Sansón, esperaba vencer por

su cabellera imaginando que en su barba residía el secreto de su

absoluto poder.

Era hábil con las mueres y torpe con el sodomita activo

Reginald.

Arthur ocultó la nota que acababa de escribir y llamó a su

criado:

–Benoit, lleva esta carta de inmediato a lord Fenwick a su

palacete de los Campos Elíseos; espera respuesta.

Alguien llamaba.

Benoit fue a abrir, e introdujo al doctor Gédéon. Acto se-

guido se apresuró a cumplir las órdenes de su amo.

En su despacho, el aristócrata rompió a reír ante la lúgubre

cara de Hylas:

–¿Qué os sucede, doctor? ¿ Venís de coser un vientre al

revés?

–¡Cuando sepáis lo que traigo, no estaréis tan jovial, ami-

go mío!

–¡Oh! ¡oh!

–¿Tendríais algo que temer si os encontraseis un día en

presencia de esa mujer que hemos hecho internar en Sainte-

Anne y que va a salir de allí curada?

–¡Absolutamente nada, doctor!

Page 57: La señora don juan

57

–¡Mejor, amigo mío, mejor! ¿Entonces os es igual ser ca-

reado con ella ante la justicia?

A pesar de su fuerza de carácter, Arthur balbuceó con voz

estrangulada:

–¡Explicaos Gédéon!

–Esta mañana he sido llamado a Saint-Anne por mi cole-

ga, el doctor Thiercelin, médico jefe… He visto y escuchado a la

Señora Lagrange; acusa siempre a un rubio alto que se encontró

en casa de Olympe de Sainte-Radegonde, de ser el asesino del la

Señora Le Goëz, ¡y ese gran rubio sois vos!

–¡Bah! ¡Está loca! – gruñó La Plaçade, queriendo tranqui-

lizarse a sí mismo.

–Una loca que ahora razona tan bien como vos y yo.

El aristócrata tomó al ovariotomista por la solapa:

–¡Gédéon, contadme todo!... ¡Quiero saberlo todo!

–¿Lo veis? ¡Algo teméis!

–¡No, pero responded!

–¡He venido aquí para poneros en guardia y ayudaros!

¿Qué deseáis de mí, vizconde?

–¡El medio de retener a esa calumniadora en Sainte-Anne!

–Os lo he dicho y os lo repito: ¡está curada, absolutamente

curada!... el doctor Thiercelin está dispuesto a firmar su alta…

Arthur lo miró a la cara:

–¿Ese doctor Thiercelin es incorruptible?

–¡Incorruptible!

–¿Y poniendo precio?

–¡No obtendríais nada de él y os arriesgaríais a ir a la

cárcel!

–¿Cuándo debe salir del hospital la Sra. Lagrange?

–Mañana, a las tres de la tarde.

–No sola, evidentemente…

–No, acompañada de su hija y de la condesa de Esbly.

–¿Su hija? ¿Me tomáis el pelo?... ¡La Señorita Olga La-

grange murió en el incendio del Conejo Coronado!

Page 58: La señora don juan

58

–Está viva; le he hablado… la Señorita Lagrange estaba en

Sainte-Anne, esta mañana, en compañía de vuestra antigua

amante, lady Fenwick.

El rufián en levita buscaba el misterio y la relación entre

todos estos nuevos problemas:

–Hylas, ¿afirmáis que la Señorita Olga Lagrange se encon-

traba en el hospital psiquiátrico con lady Fenwick?... ¿Se cono-

cen?

–¡Son hermanas!

–¿Entonces, la hermana perdida de la que Cloé siempre

hablaba, es la señorita Lagrange?

–Naturalmente.

–¿Y la condesa de Esbly que pinta en esta historia?

–La señorita Olga vive en casa de la condesa.

A estas alturas, Arthur olvidaba toda prudencia ante el

amenazador peligro:

–¡En nombre de Dios! ¡La vieja Lagrange va a salir y a

hablar!… ¡Estoy perdido!

Gédéon lo observaba, sonriendo con su sonrisa de cocodri-

lo, y el buen doctor estaba contento de haber penetrado por fin

en el secreto del vizconde.

Se le acercó, paternal:

–Vamos, vamos, mi buen Arthur, ¡hacerse malasangre es

inútil y peligroso!... ¡Hay remedio para todos los males!... ¡Soy

médico; debo saberlo! ¡Animo, vizconde, un poco de energía!...

¡Sería idiota desesperar cuando uno no tiene más que una vieja

dama entre sí y la felicidad!

La Plaçade se recuperaba:

–Tenéis razón, doctor… ¡Hay que actuar!

Hylas objetó, pérfido:

–¿Cómo… tengo razón?... ¡No he dicho nada!

–¿Vos no me traicionaríais, verdad?

–¿Traicionaros, querido?… Pero si no sé nada… No quie-

ro saber nada. Y además, ¿qué interés tendría en una traición?

Esta hipocresía había exasperado al rufián en levita.

Page 59: La señora don juan

59

–¡Pongamos las cartas sobre la mesa! – dijo. – Yo, viz-

conde Arthur de La Plaçade, asesiné a la Señora Le Goëz, y vos,

doctor Hylas Gédéon, habéis envenenado a vuestra primera es-

posa; habéis operado abortos en Blanche Latour y otras actrices

que fueron amigas mías… Una de vuestras clientas, la marquesa

de Horn, ha muerto en vuestro quirófano, y si yo voy a la cárcel

o al cadalso, ¡vos me seguiréis!

Al principio, Hylas se dejó llevar; pero, La Plaçade daba

explicaciones muy claras, y los dos hombres – en nombre de sus

cadáveres – se juraron ayuda recíproca.

Al día siguiente, a las tres de la tarde, la condesa de Esbly

y Olga fueron a recoger a la Sra. Lagrnage en Sainte-Anne y la

hicieron subir en un coche para conducirla a Chaville.

El Sr. Eugène Thiercelin, el buen doctor, despedía a la li-

berada:

–Señora, estáis curada… Nadie más que yo está feliz, y

ahora tenéis el deber de denunciar al gran rubio a la Justicia.

–Sí, señor doctor, – respondió – es mi deber y pronto soli-

citaré una audiencia con el Señor Procurador dela República…

¡Adiós y gracias!

Se pusieron en camino. La hermana de Cloé estaba eufóri-

ca y la madre de Lionel, feliz de su alegría y de la libertad de la

Sra. Lagrange, segunda marquesa de Haut-Brion, entreveía la

liberación del otro, – del exiliado– y su dicha era mutua.

En la calle de la Santé se produjo un atasco de vehículos, y

en un cupé del círculo, la Sra. Lagrange reconoció, al lado del

doctor Gédéon, al vizconde de La Plaçade.

En el temor de que la liberada cambiase de opinión y se

dirigiese inmediatamente a la Fiscalía, el rufián en levita la se-

guía, con el deseo de crear incidentes en el camino y asesinar al

testigo de su crimen durante la noche, en la casa de Chaville.

A la vista del asesino de la Sra. Le Goëz, Léonie experi-

mentó un estremecimiento; sus ojos se abrieron desmesurada-

mente y exclamó:

–¡El!... ¡El!... ¡El gran rubio! ¡El asesino!... ¡El asesino!...

¡El asesino!...

Page 60: La señora don juan

60

Pero ya, La Plaçade había saltado fuera del cupé y desapa-

reció entre la multitud. Mientras tanto Gédéon se acercaba a las

viajeras.

–¿Y bien, que hay querida Señora?– dijo el médico –¿Soy

yo el gran rubio?

La madre de Olga gritaba, se volvía amenazadora; unos

hombres la trasladaron a una farmacia, y al doctor Thiercelin,

mandado llamar a toda prisa, Gedeon le manifestó con cinismo:

–¡Yo estaba solo en mi cupé!… ¡Esta desdichada me tomó

por el gran rubio!... ¿Veis que todavía está loca, que está más

loca que nunca?

Y se alejó, mientras que, a orden de Thiercelin, se volvía a

llevar a la Señora Lagrange, a Sainte-Anne…

Entonces, informado sobre el estado de la enferma, y ben-

diciendo a la naturaleza que se unía a los seres para acudir en su

ayuda, el chulo evolucionó hacia nuevos horizontes.

La respuesta de lord Fenwick aunque había sido pobre, se

tradujo en una limosna de algunos luises. Arthur esperaba que le

saliese mejor el chantaje que iba a infligir a la Sra. de Mirandol,

novia del príncipe Vorontzow.

Amenazaría a la baronesa con publicar su carta a Jeanne

en el Tonnerre Parisien, y la lesbiana, mujer de mundo, se apre-

suraría a comprar su declaración.

¡La Sra. Don Juan no quería escribir más, pero deseaba

seguir amando!

Ahora bien, si para un vicioso o viciosa, es fácil – con di-

nero – alejar a los Plaçade, los viciosos deben batallar contra los

de Artaban – con su belleza y su gracia.

Para añadir interés al espectáculo del eterno Triunfo de

Venus, La Temperie exhibía, en el último acto, seis jóvenes y

rubias bailarinas americanas, las hermanas Arrisson, también

llamadas «Vientres hambrientos».

Una noche, Huguette vio como el Sr. de Artaban se iba

con Maud, una de las bailarinas.

Page 61: La señora don juan

61

–¡Para vos, marqués, la primera! – le deslizó ella al paso–,

pero para mí la segunda y todas las demás «bellas».

Y, desde la noche siguiente, recibía a las otras cinco, Wi-

nifred, Ruth, Noémie, Gladys y Victoria para celebrar una orgía

en el templo de Lesbos.

Todas las lujurias no le hacían olvidar a su ídolo Emma, y

la hora del himen tan deseado iba a sonar.

Page 62: La señora don juan
Page 63: La señora don juan

63

IV

EL SACERDOTE DE LA BARBA NEGRA

–Pax hominibus bonae voluntatis!– dijo el sacerdote de

barba negra, dirigiéndose a la habitación de Géraud, mientras

que el criado Anastase Grelu vigilaba en la entrada del aparta-

mento.

Tiburce, con la mirada vaga, los labios babeantes, la len-

gua colgando, osciló sobre su sillón, quitó su bonete grieto, hizo

la señal de la cruz y, en lugar de decir: «¡Amén!», respondió:

–¡Cloé!

Eran las ocho de la tarde, y los Perrotin acababan de sen-

tarse en el comedor, ignorantes de la visita del hombre en sotana

quién, el otro día, había inquietado a Nona-Coelsia con su miste-

riosa llegada.

¿Cómo Théodore Dardannne, incluso vestido con el hábito

eclesiástico, había podido franquear las cinco puertas que aisla-

ban al barón de la humanidad? Nada parecía imposible para el

director de la agencia de la calle Montorgueil, el policía genial,

absolutamente dedicado a la causa de Lionel de Esbly; y si el

portero no se hubiese mostrado respetuoso, y si las puertas no

hubiesen cedido a los hábiles procedimientos de los ladrones,

Dardanne hubieses escalado los muros, demolido las verjas de

las ventanas, o hubiese descendido por la chimenea, de tal modo

ardía en deseos por contemplar y escuchar al secuestrado de los

Perrotin.

El cura se sentó ante el viejo:

–Hijo mío, ¿habéis recibido mi carta y me esperabais?

–Sí, padre, y honro en vos al abad Raphael, de las Misio-

nes Apostólicas…

–¡Venido para confesaros y entregaros a Dios!

–Sí, padre.

–Querido hijo, la desgracia se ha instalado en vuestra casa,

y es con lágrimas de sangre que lloraréis el crimen del que hab-

Page 64: La señora don juan

64

éis sido el cobarde inspirador... ¡Pensad en aquellos que Dios

quería unir, en la honorable señorita, vuestra sobrina y pupila,

huyendo de vuestro libertinaje, y, abandonada por todos, vagan-

do por las calles!

–Padre…

–¡Pensad en el honorable aristócrata, injustamente conde-

nado y mancillado y que se muere en el exilio!

–Padre…

–¡Pensad en la anciana madre de Esbly, completamente

angustiada!

–Padre…

Y más solemne aún, el sacerdote de barba negra sentenció,

con los ojos llameantes:

–Barón Géraud, iréis al infierno si no me ayudáis a esta-

blecer la verdad, a confundir a vuestro ayudante, la Michon,

Ambroise, y al objeto de lujuria, la Cría-Reseda. ¡Iréis al infier-

no y os arderéis por siempre!

–Padre…

–¡Siempre! ¡Siempre! ¡Siempre!

El viejo católico, espantado, lívido, unía las manos:

–¡Que se haga la voluntad de Dios! Interrogadme, padre.

–¡Gloria in excelsis Deo!

–¡Cloé!

–¡Dominus vobiscum et cum spiritu tuo!

–¡Cloé!

–Decid: «Amen» y poneos de rodillas!

Tiburce se arrodilló y tartamudeaba como un niño:

–¡Amén!... ¡Cloé!...

–¿Pensáis eternamente en vuestra sobrina?

–¡Por desgracia, sí, y me muero!... Si pudiese verla aunque

no fuese más que un minuto, un segundo…

–Yo os la mostraré, y la abrazaréis, y ella perdonará si

decís toda la verdad, toda la verdad, nada más que la verdad.

–¡Lo juro!

–¿Fuisteis vos, verdad, quién organizó la celada del apar-

tamento de Esbly?... ¿Fuisteis vos?... ¡Responded!

Page 65: La señora don juan

65

En ese momento, se oyó un ruido de lucha en el corredor,

y, sobre el cuerpo derribado de Anastase, pasaron Nona-Coelsia

y el arquitecto.

Los dos esposos entraron en la habitación.

–¿Qué hacéis aquí, señor? – dijo Honoré a Dardanne.

El ex inspector principal respondió:

–¡Que os importa! ¡Yo no estoy en vuestra casa, sino en la

del Señor barón Géradu!

–¡Mi amigo el barón no quería recibiros y vos habéis sido

introducido como un delincuente!

–¡Los delincuentes son los Perrotin que anhelan la heren-

cia de un anciano y tratan de reducir su vida!

Pero ya la italiana ayudaba a Géraud a levantarse, a sen-

tarse, le amenazaba y le dictaba órdenes; el viejo articuló peno-

samente:

Yo soy el amo en esta casa y ruego al abad Raphaël que se

retire…

Dardanne insistía:

–Reflexionad, barón Géraud… ¡Pensan en el castigo eter-

no!

Bajo las miradas de la mujer, el barón repitió:

–¿Queréis retiraros, Señor abad?… No tengo nada más

que deciros…

–¡El infierno!

–¡Idos, señor! – dijo la italiana.

–El infierno, barón Géraud! ¡Pensad en el Dios de las ven-

ganzas!... ¡El infierno!... ¡El infierno!...

–El Señor barón os ha ordenado salir – gruñó Perrotin –

Dejad de alterar nuestra paz con vuestras historias del más allá y

vuestras chiquilladas.

El viejo se agitaba sobre su sillón:

–¡Oh! no blasfemes, Honoré… No blasfemes… ¡Señor

abad Raphaël, váyase!

Temiendo comprometer todo con una mayor insistencia, el

falso abad desapareció, y, esa misma noche, el arquitecto despi-

dió a Grelu, el falso criado.

Page 66: La señora don juan

66

Director y empleado se volvieron a encontrar, a la mañana

siguiente, en la agencia de la calle Montorgueil, y mientras Dar-

danne organizaba un nuevo plan de lucha, los verdugos oculta-

ban a su víctima. ¡Oh! eso pronto acabaría, y puesto que Tiburce

soportaba los brebajes afrodisíacos y resistía a las vergonzosas

lujurias, el arquitecto emplearía un veneno inmediato y seguro.

Honoré quería actuar, pero Nona Coelsia aún dudaba, con

una firme creencia en su obra de destrucción y con el temor a la

cárcel. Para olvidar las ignominias seniles, la mujer del arquitec-

to recibía, de vez en cuando, por la noche, y muy discretamente,

al vizconde de La Plaçade, pues, como se sabe, le gustaba variar

en amores.

La Sra. Perrotin, que no podía tener hacia las mujeres las

amplitudes de miras de la Sra. Don Juan, no tenia siquiera para

los hombres la generosidad clásica y burguesa de Eléonor Le

Goëz; ella quería «hacer de gigoleta» como el marqués de Arta-

ban «hacía de gigoló»; pero, aparte de que ella aportaba menos

gracia en formas y bravura, elegía mal a su héroe: el vizconde

estaba tieso.

El dinero del barón – aparte de las grandes sumas deposi-

tadas por los esposos y de común acuerdo con el banquero Le

Goëz – iba a llenar el bolsillo del rufián en levita para caer de

inmediato en la caja fuerte del Cosmopolitan Club, con las li-

mosnas de lord Fenwick, los adelantos de la Sra. de Sainte-

Radegonde a la cual el vizconde prometía siempre el matrimo-

nio, y los regalos de varias actrices de las Fantasías Parisinas,

habituales del Café Egipcio y de la cervecería el Bol de Oro e

incluso de algunas putas del lupanar de la Martignac. Todas esas

mujeres no amaban al Espejo, pero todas le tenían miedo, y él

les sacaba los billetes y los luises de las carteras con filigranas

de oro, tan bien como las monedas de cinco o de dos francos de

las largas medias de seda.

¡Innoble! ¡Innoble! ¡Inoble! Antaño Shakespeare escribió:

«¡Most horrible!» pero la vida es la vida, eternamente renacien-

do en esas comedias y dramas – cerca del vicio y la abyección se

Page 67: La señora don juan

67

encuentran el honor y la virtud. No ver más que un lado, no es

ver la vida. Hay que mirar el horizonte con sus luces y sus som-

bras; hay que observar la vida con sus bajezas y sus grandezas,

¡hay que decir todo o callarse!

Y, a lo largo de todo este panorama, alrededor de una cau-

sa santa de la justicia, entre Lionel de Esbly, el mártir, y lady

Fenwick, nacida de Haut-Brion, la ex virgen de la acera, rehabi-

litada si se viese surgir y declarar a la Cría Reseda, objeto in-

consciente de lujuria, el viejo libertino Géraud y su amante No-

na Coelsia, la Michon, el empleado del circulo Ambroise Nau-

mier, el Gran Maca y sus amigos el Rizos y Llega al Pie, los

Naumier, propietarios del Conejo Coronado, y Pierre Jugot, el

hombre del mono, el abortista Hylas Gédeon, los rufianes en

levita la Plaçade, Perrotin y la Templerie, el sodomita Reginald

Fenwick, el usurero Jacob Neuenschwander, las prostistutas As

de Picas y la Licharde, la gran lesbiana Huguette de Mirandol y

su amiga Mathilde Romain, la avara y múltiple amante Blanche

Latour, el banquero ladrón Jacques Le Goëz, las matronas

Olympe de Sainte-Radegonde y Elvire Martignac, – por encima

de este fango, aparecían la desgraciada Sra. Lagrange, segunda

marquesa de Haut-Brion, la encantadora y casta Olga, la valiente

costurera Annete Loizet y sus dignos padres, y el novio Francóis

Laurier, cumpliendo su servicio militar bajo las órdenes del co-

ronel conde Raoul de la Plaçade, el honesto Despulget y sus

hijas aún virtuosas, Fanny y Emma; el valiente Theodore Dar-

danne, el buen doctor Eugène Thiercelin, el alegre pero honora-

ble marqués de Artaban, el notario Edgard Bazinet, protector de

Blanche Latour, pero muy correcto en el estudio; el subprefecto

de Senlis y la Sra. Isabelle de Lavarennes; el duque Savinien de

Louqsor, y su esposa, la duquesa Daisy, nacida Hopkins, madre

ignorada de la Cria-Reseda, en absoluto viciosa y a la que el

amor maternal podía salvar del adulterio con el último Gigoló,

padre igualmente desconocido de la Cría, el lugarteniente Etien-

ne Delarue, el encantador enamorado de Emma, y finalmente el

príncipe Dimitri Vorontzow, más que nunca prendado de la Sra.

de Mirandol.

Page 68: La señora don juan

68

Sí, en este inmenso cuadro de la Ciudad de la Luz, para

cada personaje del mal – ese es el admirable contraste de nues-

tras actuaciones terrenales – se podía oponer un héroe del bien;

y si, por culpa de la Sra. Don Juan, la lesbiana Rose Léreis au-

llaba y moría en Sainte-Anne, gracias a Cloé, Augustine Deyri-

nas, la liberada de Saint Lazare, siempre en casa de Annette,

parecía vencer la tisis y se convertía en una laboriosa y gentil

obrera.

¡Resurrecciones! ¡Nuevas hecatombes!

Y la vida trascurre, a través de las risas y las lágrimas, di-

virtiendo o desesperando al filósofo…

La Sra. Don Juan era filósofa, como puede serlo un tipo

anormal, – cuerpo de mujer y cerebro de hombre – que se burla

de las leyes de la naturaleza y las costumbres; el príncipe Vo-

rontzow la amaba, y ella amaba a Emma.

Sería princesa y mantendría su condición de lesbiana.

En sus ardores de bacante, con la obsesión eterna de Em-

ma, la baronesa de Mirandol, no respetaba nada y trataba de

corromper a las hijas de la aristocracia, de la burguesía, e inclu-

so a las del pueblo.

Ya había triunfado con algunas señoritas de almacén, ve-

nidas de la casa Vestris parar traerle vestidos o pantalones.

Un día, la brava costurera Annette Loizet le probaba un

vestido de baile, y según su costumbre, la Sra. de Mirandol, ne-

gligente, quiso permitirse familiaridades galantes. Al principio,

Annette no comprendía gran cosa de lo que decían las sonrisas,

las miradas y las caricias de la lesbiana, pero, ante un ataque

directo, se enfrentó:

–Basta, señora – dijo – o os abofeteo.

Levantó la mano, y Huguette – como antaño en presencia

de lady Fenwick, y a pesar de la humildad de la joven obrera –

debió balbucir excusas:

–Soy muy niña… Ignoraba que vos sóis prudente y «juga-

ba al hombre», Señorita…

–¡Pero a mí no me gusta eso, Sra. baronesa!

Page 69: La señora don juan

69

–Sin embargo, en la casa Vestris, varias de tus compañeras

no han sido tan ariscas.

–¡Los asuntos de las demás no me conciernen!

–¿Tal vez prefieras a uno de esos viejos, como el Sr. Le

Goëz, que te acechan al salir de los talleres? – preguntó irónica

la Sra. Don Juan.

Y, Annette, menos furiosa contra la gran dama que hubie-

se podido echarla de su casa, pero que no adoptaba esos inno-

bles medios, le respondió en una bella reverencia:

–No, señora, yo tendré algo mejor que eso el día de mi bo-

da con François Laurier, el dragón que «jugará al hombre»

cuando haga falta, y no antes de la ceremonia en la alcaldía y en

la iglesia… ¡Una no es rica… una trabaja, e incluso es pruden-

te!... ¡Siempre a vuestro servicio, Señora baronesa!

Page 70: La señora don juan
Page 71: La señora don juan

71

V

REVELACIONES

Emma Delpuget, después de su regreso a Chaville, parecía

completamente cambiada: se apreciaba en ella unas tristezas

súbitas así como unas alegrías intempestivas; nerviosa en exce-

so, pasaba jornadas enteras encerrada en su habitación, como en

una ciudadela y, muy a menudo, por las noches, abandonaba

furtivamente la villa eiba a errar solitaria por los grandes bos-

ques de Fosse-Repose.

Allí, se sentaba sobre un banco y soñaba con el palacete

del bulevar Malesherbes, del que había huido con horror y del

que, a pesar de su deseo de olvidar, comparaba sus magnificen-

cias con el modesto interior de la casa paterna.

¡Ah! si la Sra. de Mirandol no se hubiese mostrado tan ra-

ra, tan fantástica, como le hubiese gustado a Emma estar en casa

de la baronesa, en medio de ese lujo regio, servida por un ejérci-

to de criados, respetada por los visitantes, y tratada casi por

igual a la gran dama.

Y la Srta. Delpuget se preguntaba por qué se alejó como

una loca del bulevar Malesherbes, sin saber con seguridad lo que

la Sra. Huguette o «el Señor Huguet» quería obtener de ella, por

qué, a pesar de los ruegos de su hermana y la insistencia de su

padre, no había dicho nada, no había dejado adivinar nada de sus

aventuras?... ¡Oh! ¡todo era un misterio en el que resultaba difí-

cil profundizar!

Y sin embargo, de su estancia en París, quedaba en el espí-

ritu de Emma como el recuerdo de un dulce sueño.

Esa mañana, un domingo, en un esplendido día de abril, la

hija menor de Léopold Delpuget, sentada bajo una glorieta en el

jardincillo de la villa de Chaville, leía un libro: Los Anales de la

Propagación de la Fe, oyendo el sonido de las campanas que se

mezclaban con los cantos de los pájaros.

En el primer piso se abrió una ventana, y en el marco de

las trepadoras y las verdes ramas, apareció el rostro de Fanny.

Page 72: La señora don juan

72

La telefonista gritó a su hermana:

– ¿Ya estás levantada, querida?

– ¿Cómo levantada?... ¡Son más de las nueve!... Te he es-

perado en vano para ir a misa…

– ¿Por qué no me despertaste?

–Entré en tu habitación, pero dormías… tan bien…

– ¡Oh! Sabes que cuando no voy al trabajo, me gusta re-

molonear…. ¿Dónde está papá?

– ¡Pescando!... Hace más de dos horas que se ha ido!

–Ya bajo.

Emma retomó su lectura, un instante interrumpida, y pron-

to, Fanny, en camisón, con los cabellos despeinados y los pies

en unas babuchas rojas, fue a sentarse al lado de la pequeña que

estaba encantadora con su vestido azul de los domingos.

Se besaron y Fanny preguntó:

–Naturalmente, como hoy es domingo, tu novio, el Sr.

Etienne Delarue vendrá a almorzar.

–Sí… Papá debe ir a esperarlo a la estación cuando regrese

de pescar.

Sentada sombre un sofá rústico, la joven telefonista, con

las piernas cruzadas, un pie hacia adelante, jugaba con su babu-

cha:

–Dime, Emma

–Sí, hermana.

– ¿Te resulta divertido casarte?

– ¡Vaya una pregunta!

–Es una pregunta como cualquier otra… ¡A mí me da la

impresión de que me divertiría enormemente!

La menor sonreía:

– ¿Tienes un enamorado, Fanny?

– ¡Oh, claro que sí!… ¡pero aún es un secreto!... ¡Bah! en-

tre nosotras no hay misterios… Se llama Ambroise… ¿Qué

quieres? Una no puede permanecer siempre siendo de mármol, y

el Sr. Ambroise Naumier, un parisino, es un guapo muchacho,

muy amable, muy delicado… Ahora, puesto que estamos solas y

no tememos ser molestadas, antes del regreso de papá y la llega-

Page 73: La señora don juan

73

da del lugarteniente Delarue, ¿vas a decirme por qué has aban-

donado a la marquesa de Mirandol?

Emma, sonrojada, bajó la cabeza hacia el libro:

–Ni yo mismo lo sé…

–Vamos. ¡No se abandona a las personas así, sin una

razón, sin un motivo grave!

–¡Creo que me he vuelto loca!

–El día de mi visita al palacete Malesherbes, comenzabas

a contarme algo cuando la baronesa apareció… Hoy estamos

solas… Acaba tu confesión.

Un suspiro emanó de los labios de la encantadora lectora:

–En aquel momento no sabía nada, nada todavía…

La mayor insistió:

–¡Te he pillado! ¡Tú sabes algo!

–No… Te aseguro que no… Al dejar el palacete… actué

por instinto… porque…

– ¿Por qué?

–Porque la Sra. de Mirandol me decía frases extrañas, y

me miraba con unos ojos extraordinarios… Pero, por favor,

Fanny, no me preguntes más… No continúes interrogándome…

No hablaré… ¡No quiero hablar!

Se levantó para regresar a la casa; Fanny la retuvo por su

falda y la obligó dulcemente a volverse a sentar a su lado:

– ¿La baronesa te daba miedo?

– ¡Sí… mucho miedo!

– ¿De verdad?

–Y mi espanto se volvió más grande en el salón rojo… el

templo… que siempre vuelvo a ver con sus espejos, sus tapices,

sus divanes, sus cuadros, sus estatuas de bronce y mármol…

– ¡Ah! ¿Hay un salón rojo… un templo… en el palacete

del bulevar Malesherbes?

–Sí… en el subsuelo…

–¡Eres tonta! Yo estaría encantada de que se me introduje-

ra en un gran salón, artísticamente amueblado.

–La baronesa me arrastró… casi a la fuerza…

– ¿Y luego?

Page 74: La señora don juan

74

–Desapareció un instante y regresó con un traje raro…

griego, creo, tal vez romano, no lo sé con exactitud… Parecía

más bien un hombre joven que una mujer… Pero no puedo re-

procharle eso, pues estaba hermosa… muy hermosa… y sus ojos

emitían llamas, como luces intensas.

La telefonista de Versalles creía estar escuchando una le-

yenda o un cuento de las Mil y una Noches:

–Vamos Emma… ¡Tu historia es original y divertida!

–Entonces, – continuó la menor – la Señora de Mirandol

se acercó para tomarme en sus brazos… Yo salté hacia atrás y,

tomando un arma, quise matarme…

Fanny exclamó, alegre:

–¡Ah! ¡Eso si que es una tontería! Yo, en tu lugar, habría

intentado averiguar… el resto…

–Y me salvé.

La verja de entrada de la villa se abrió ante Étienne Dela-

rue que llegaba e interrumpió la conversación de las dos herma-

nas. Fanny, sorprendida en camisón, subió a su habitación a

terminar de vestirse.

Erguido y esbelto, bajo el uniforme de zapadores, el joven

lugarteniente quitó su quepí, apretó la mano que le tendía su

novia, alegre y emocionada, y se sentó en el rústico asiento

abandonado por la primogénita de la casa.

Dijo:

–¡Si supieseis, señorita Emma, que feliz soy de volver a

veros aquí! Cuando me enteré de la noticia de vuestra súbita

incorporación como lectora en la casa de la Señora baronesa de

Mirandol, me pareció que todo se iba al garete y que estebáis

perdida para mí

Ella suspiró:

–No somos ricas, Señor Etienne… Por mi padre, sin traba-

jo desde hace mucho tiempo, por mi hermana que trabaja y por

mi propio honor, tenía el deber de buscar una tarea… pero aquí

estoy de vuelta… Olvidemos mi corta ausencia…

– ¿No volveréis más a casa de esa baronesa?

– ¡Jamás!

Page 75: La señora don juan

75

– ¿Y me permitiréis venir aquí, a menudo, muy a menudo?

– ¿Acaso no tenéis ese derecho? ¿No sois mi novio?

– ¡Me permitís deciros que os amo, que os adoro…. Que

no vivo y no respiro más que por vos?

Ella le sonrió, y puso toda su alma en su virginal sonrisa:

–¡Sí, Señor Étienne, lo quiero y estoy orgullosa y feliz!

Permanecieron un largo rato sumidos en un delicioso éxta-

sis, y, en torno a ellos, todo celebraba su puro y joven amor: el

matinal sol brillaba por encima de los grandes árboles, incen-

diando una naturaleza renovada, los pájaros cantaban en las ra-

mas; y en la glorieta, una enredadera florida los envolvía con sus

primeras fragancias. ¡Era abril! ¡Era la primavera! ¡Era el amor!

Emma observaba, sonriente:

–¡Os reprocho, os reprocho mucho, no haber traído con

vos a vuestra madre!

–¡Pobre mamá!... Si no ha venido hoy, no es por su cul-

pa… ¡Se muere de ganas de conoceros y abrazaros!

– ¡Y yo también!

– ¡Oh! No os creáis que ella es una mujer de mundo como

lady Fenwick o la baronesa de Mirandol… No… Mi madre es

una buena y pequeña burguesa, muy de su casa, modesta, inclu-

so tímida; pero si supieseis cuantos tesoros de amor alberga su

corazón de madre y qué abnegación, qué desinterés… Vive, allá,

en lo alto de la calle Cardinal-Lemoine… muy aislada, pero pre-

ocupada también de mantener coqueta su casa… Imaginaos que

teme ser sorprendida en un apartamento incorrecto, o mal arre-

glado; ¡exige de mí que la advierta mediante una carta de cada

una de mis visitas!... A mí, a su hijo que no tiene más que ojos

para ella, a mí, un soldado… un oficial acostumbrado a la polva-

reda de mis hombres en sus camaretas o al ejercicio y lo que

menos me importa es el brillo de los muebles... En fin, ella es así

y yo respeto su manía… ¡Es tan buena, mamá Delarue!

Y, de repente, dominando su emoción, dijo alegre:

– ¡Estad tranquila!... ¡Vendrá!... Yo la traeré el próximo

domingo… ¡Es hora de que se decida a hacer su petición oficial

al Señor Delpuget!

Page 76: La señora don juan

76

Fanny llegaba, lavada, peinada, perfumada, con un vestido

azul parecido al de su hermana menor, y un gran sombrero de

campo de satén azul.

–Bien, espero que haya sido lo suficientemente discreta –

dijo ella, risueña – y que os haya dejado arrullaros lo suficiente,

mis enamorados…. Os arrullaréis todavía más después del al-

muerzo… Acabo de advertir la presencia de papá por la venta-

na… Dentro de un minuto, estará aquí… ¡Aquí llega!

Léopold Delpuget hacía su entrada por la verja, vestido

con una amplia blusa blanca por encima de la cual colgaba en

bandolera una cesta de pescador; estaba cubierto con un grueso

sombrero de paja, hecho de mimbres, y llevaba en la mano una

enorme y florida caña de una madera multicolor.

Al observar a Delarue, gritó:

– ¡Ah! ¡Ya estáis aquí, mi querido lugarteniente! Tengo

mil excusas que daros… Llego del tren…Un media hora de re-

traso… No el tren… Yo… Ya sabéis… ¡cuando pican uno olvi-

da todo!.... Por lo demás, ¿toda va bien, amigo mío?

–Sí, Señor Delpuget…

– ¿Y su mamá?

–Muy bien también… Tendré el placer de traerla conmigo

el domingo…

– ¡Bien, tanto mejor! ¡Tanto mejor!

Sus dos hijas fueron a besarlo, y él entregó su cesta a la te-

lefonista:

–Lleva esto a la vecina para que te ayude en casa y dile

que lo prepare para el almuerzo... ¡Una fritura admirable!....

¡Todos gobios!.... Los demás pescadores estaban allí alrededor

del estanque, ¡una quincena de macetas sin pillar nada de na-

da!... ¡Ni eso!... ¡Ni la piel! ¡Como decía el pequeño botones del

Sr. Le Goëz!.... ¡A mí venían todos y bien que picaban!... Es

cuestión del giro de mano… ¡No hay nada mejor que eso!...

¡Vamos, muchacha!

Y, dirigiéndose al lugarteniente de zapadores:

– ¿Pasaréis la jornada con nosotros, verdad, Señor Dela-

rue?

Page 77: La señora don juan

77

–Lamentablemente, no. Estoy de servicio y me veo obli-

gado a partir a las tres para Vincennes…

– ¡Es una lástima!... Habríamos ido a acompañar a Fanny

a Versalles… Aunque sea domingo ella también está pegada a

su teléfono, ¿no es así, hija mía?

Fanny regresaba de llevar el pescado a la cocina:

–Debo ir hacia las dos y no regresaré antes de las nueve…

– ¿Viajáis en ferrocarril, señorita? – preguntó Etienne.

–Algunas veces, Señor, cuando el tiempo es demasiado

malo… algunas veces también en el tranvía del Louvre… pero

más frecuentemente, a pie… ¡Esto queda tan cerca de Versa-

lles!... Y además, gracias a mis piernas, no tengo el inconvenien-

te de esperar la partida del tren o del coche y llego mucho más

rápido.

–Cazador a pie, conozco el pedibus cum jambis… ¿pero

una señorita… sola… a través del bosque… por la tarde… la

noche?

–Ciertamente, Señor… a través del bosque… y todavía no

he encontrado tigres ni hienas, leones u otras bestias feroces. Ni

siquiera he visto lobos… ¡Los bosques de Chaville están bien

guardados!... Además, todas las tardes, papá, cuando no se

duerme sobre su periódico después de cenar … o Emma vienen

a mi encuentro… Mi sueño es tener una bicicleta…

– ¡Ese será, – dijo la novia – mi regalo de bodas!

A las doce se almorzó un estofado de cordero con zana-

horias y la «fritura», un compuesto de fritangas lamentables y

que, sin embargo, para loa del pescador, el lugarteniente y las

jóvenes muchachas declararon un plato maravilloso; luego, en

los postres, a moción de Léopold, todos brindaron a la salud de

la Señora Delarue.

Ahora, la telefonista se iba a Versalles, y el joven oficial,

escoltado por Delpuget y Emma, tomaba el camino de la esta-

ción.

¡Etienne! ¡Emma! ¡Oh, los hermosos y nobles enamora-

dos, y como, desde el «flechazo» sobrevenido con motivo de un

Page 78: La señora don juan

78

paseo dominical alrededor del estanque de Ville-d’Avray, parec-

ían creados el uno para el otro!

Se despidieron.

– ¡Hasta el domingo, Señorita Emma!

– ¡Hasta el domingo, Señor Etienne!

–Lugarteniente – concluyó Léopold – no olvidéis traer a

vuestra mamá.

Mientras el padre y la hija se dirigían hacia la villa de Es-

bly para recabar noticias de la Sra. Lagrange, todavía en Sainte-

Anne, la baronesa de Mirandol, en su palacete del bulevar Ma-

lesherbes, en sus ardores de Don Juan, soñaba con la lectora,

¡Don Juan! Sí, la Sra. de Mirandol, esa gran aventurera se-

lecta, encarnaba bajo la envoltura femenina, y a pesar de sus

deseos anti natura, el personaje cuyo origen se remonta a una

leyenda de la edad media y sevillana, y que han evocado e ilus-

trado Molière en el Festín de Pierre, Byron en un poema, Mo-

zart en una ópera, Zorrilla en un drama en verso, y tantos otros

más humildes.

¡Se ponía el mundo por montera y desafiaba a Dios y al

diablo!

Nada la detenía en el camino de la lujuria; pero, al contra-

rio que Don Juan Tenorio que ua noche mató al comendador

Ulloa, tras haber secuestrado a su hija, Huguette, enamorada de

Emma, no pensaba en absoluto en asesinar al viejo Léopold

Delpuget.

La victoriosa adversaria de la Sra. Perrotin tuvo numero-

sos duelos a espada o a pistola con lesbianas, pero sin que nin-

guna mujer resultase muerta. Por ejemplo, en el terreno de las

conquistas, podía luchar con los hombres más vigorosos y más

galantes, y, la víspera de ese día, en un baile de disfraces en casa

de la duquesa Louqsor, la Sra. de Mirandol – siempre vestida de

Don Juan y el marqués de Artaban – siempre de rey de los Par-

tos, como en el baile de lady Fenwick – habían intercambiado,

bajo el disfraz, un diálogo donde se jugaban el destino de la vir-

gen de Chaville.

Page 79: La señora don juan

79

Y, según la leyenda y el Don Juan de Zorilla, cada uno ex-

trajo su lista – su tablero de Amor donde figuraban, no los hom-

bres y las mujeres asesinadas en duelo, sino solamente las her-

mosas conquistas.

EL ÚLTIMO GIGOLO.- Baronesa, ¿cuántas victorias amoro-

sas después de un año?

SRA. DON JUAN.- Sesenta y ocho, marqués,.

EL ÚLTIMO GIGOLÓ.- Yo, cincuenta y seis… Me habéis

derrotado, pero, ¡es increíble!

SRA. DON JUAN.- Si lo dudáis, señor, tengo mis testigos

que lo certificarán.

EL ÚLTIMO GIGOLÓ.- Os creo, Señora.

SRA. DON JUAN.- Desde una princesa real y una duquesa a

dos actrices de las Fantasías Parisinas, a una amazona del Nuevo

Circo, a una dependienta de almacén – y, victorias fáciles – unas

cortesanas, habituales del Café Egipcio, de la Cervecería el Bol

de Oro y de la pensión de la Michon, y de los fondos de baño de

la Saint-Radegonde, a las pensionistas de la Martignac y de las

merodeadores de los bulevares del extrarradio, ¡mi amor ha re-

corrido toda la escala social!... ¿Encontráis tal vez alguna lagu-

na, marqués?

EL ÚLTIMO GIGOLÓ.- Sí, os falta una virgen.

SRA. DON JUAN.- ¡Bueno! Una noche, en el teatro, lo he in-

tentado con la Cría-Reseda, pero parece ser que tiene menos de

virgen de lo que imaginaba… El otro día lo he intentado – mien-

tras probaba un vestido – seducir a una joven costurera… ¡La

costurera me rechazó, y ya no pienso en la Cria!... Colmaré ese

vacío con la Señorita Emma Delpuget…

EL ÚLTIMO GIGOLÓ.- ¿Vuestra antigua lectora, la rubita

que tuve el honor y el placer de conocer una mañana en vuestra

casa, a la mesa?

SRA. DON JUAN.- La misma.

EL ÚLTIMO GIGOLÓ.- ¡Eso sería abominable!... Además,

lady Fenwick asegura que la Señorita Delpuget es muy decente,

no pide más que conducirse bien y va a casarse con un lugarte-

niente de zapadores.

Page 80: La señora don juan

80

SRA. DON JUAN.- Hay señoritas que vos, Gigoló, estimais

tranquilas como la batista y de las que yo conozco su más tor-

mentosos fondos… ¡Quiero a Emma y la tendré!

El ÚLTIMO GIGOLÓ.- ¡Pero, no! ¡No haréis eso!... Yo vaci-

laría, a pesar de mi libertinaje, en corromper a esa niña mediante

los placeres naturales y vos deberíais recular ante vuestro les-

biano y monstruoso deseo!

SRA. DON JUAN.- ¡Yo no me retracto nunca!

EL ÚLTIMO GIGOLÓ.- ¡Pero ella sí!

LA SRA. DON JUAN.- ¿Queréis jurar discreción sobre la

aventura y apostar cien luises para la obra de los Niños Abando-

nados?

EL ÚLTIMO GIGOLÓ.- ¡No lo conseguiréis, a Dios gracias,

y solamente acepto por ser a favor de los infortunados!... De-

cidme, ¿cuánto os hace falta para consideraros vencida? ¿Un

mes?

SRA. DON JUAN.- Cuarenta y ocho horas.

EL ÚLTIMO GIGOLÓ.- ¡Sois realmente extraña! ¿Cuántos

días necesitáis por mujer?

LA SRA. DON JUAN.- Un día para volverlas locas por mi –

otro día para seducirlas – otro para abandonarlas – dos para re-

emplazarlas – y para olvidarlas, ¡una hora!

EL ÚLTIMO GIGOLÓ.- ¡Ah! ¡El príncipe Vorontzow es un

niño grande pensando aún en esposaros!

SRA. DON JUAN.- ¿Aceptáis la apuesta Delpuget?

EL ÚLTIMO GIGOLÓ.- ¿Os detendríais, Señora, si no apues-

to?

SRA. DON JUAN.- ¡No, marqués, no!

EL ÚLTIMO GIGOLÓ.- Entonces, adelante!... Pero si seducís

a la señorita Emma, bien podríais tener, un día u otro, baronesa,

dos estatuas del Comendador – las del padre y las del novio.

SRA. DON JUAN.- ¡Y bien, me batiré contra los comenda-

dores de carne… o de piedra!

EL ÚLTIMO GIGOLÓ.– ¡Loca!

Page 81: La señora don juan

81

Nueve de la noche.- Después de cenar en la villa de Chavi-

lle, Delpuget se hundió en la lectura de un periódico y, según su

costumbre, no tardó en quedarse dormido.

Había llegado el momento de partir al encuentro de Fanny;

Emma no quiso despertar a su padre: depositó un tierno beso

sobre la frente del viejo, puso su abrigo, su sombrero y salió de

la villa.

Una velada cálida, azul, luminosa; parecía una de esas no-

ches estivales, de tal modo fulguraban los astros en el cielo.

Dichosa de vivir, Emma respiraba a pleno pulmón la acre

fragancia de los árboles, y seguía un pequeño camino bajo una

cúpula verde de nuevos brotes.

De repente, las altas ramas se apartaron, y una forma negra

gigante saltó sobre el sendero delante de la paseante, mientras

que al otro lado del camino, otra forma negra semejante se le-

vantaba: Emma reconoció a las dos grandes esclavas de la baro-

nesa de Mirandol.

No tuvo tiempo de gritar. Aïssa y Akmé la habían cogido,

amordazado y atado, pero sin ocasionar al joven cuerpo el me-

nor daño, y la llevaban a través de los árboles, religiosamente,

como algo santo.

Al claro de luna, sobre el camino de Versalles, un coche

esperaba con las linternas encendidas, y el cochero, con la fusta

levantada, golpeó a sus caballos de raza.

–¡Por fin, aquí estáis! – dijo un voz imperativa, a pesar de

su dulzura, y que la hija de Delpuget reconoció al ser la de la

baronesa Huguette.

–Sí, ama, – declaró Aïssa, – y traemos a la señorita.

– ¿Se ha desmayado?

–No, ama, no creo.

– ¿No le habéis hecho ningún daño?

–Ninguno, ama.

–Está bien, subidla coche, y vigiladla… ¡Me respondéis de

ella con vuestra cabeza!

Las mujeres negras tumbaron a Emma en el cupé y se sen-

taron cerca de ella.

Page 82: La señora don juan

82

– ¿Estáis listas? – gritó desde su asiento, la baronesa Don

Juan, metamorfoseada en cochero para esta expedición galante y

nocturna.

–Sí, ama, – dijo Akmé, cerrando la portezuela.

Huguette asestó a sus caballos un golpe de fusta, y los pu-

rasangres partieron al galope, llevando esos pasajeros por la ruta

de Versalles a Paris.

En el coche, las negras habían liberado a Emma de sus

ataduras, y la joven se vio sentada, entre Akmé y Aïssa, armadas

ambas con su puñal oriental; comprendió que toda resistencia

era vana y gimió:

– ¿Adónde me lleváis?

–No podemos responder – dijo Akmé, cuyos enormes ojos

blancos brillaban en la oscuridad del coche.

–Pero estáis cometiendo un crimen, un crimen abomina-

ble.

Aïssa objetó:

–El crimen, señorita, sería no obedecer a nuestra ama.

– ¡Vuestra ama está ahí, en el pescante! ¡He oído su voz

antes! ¡Llamadla, quiero hablarle!

Las dos esclavas negras guardaron silencio, y ante su acti-

tud, la novia de Etienne Delarue sintió disiparse una última es-

peranza de libertad.

Sin embargo, todo vivía a su alrededor; estaban en París, y

la calle Royale, por donde circulaba ahora el cupé, brillaba con

sus habituales luces de electricidad y gas.

Por los cristales, prudentemente cerrados, Emma veía los

cafés llenos de clientes; los coches se cruzaban sobre la calzada,

y una muchedumbre caminaba por las aceras… ¡Un grito que se

oyese significaba la liberación!

La Srta. Delpuget quiso romper el cristal de una portezue-

la; pero, de inmediato, cuatro vigorosos brazos la agarraron, y,

por segunda vez, la mordaza y las ataduras de las negras la so-

metieron.

Page 83: La señora don juan

83

El rodar más sordo del coche hizo comprender a la adora-

da de Etienne que el cupé pasaba bajo una bóveda. Se encontra-

ban en el bulevar Malesherbes, en el palacete Mirandol.

El joven cochero, muy sugestivo en librea azul, había des-

cendido de su asiento y subía las escaleras del palacete; las ne-

gras transportaron a Emma al salón rojo donde la desataron.

–Si la señorita – dijo Aïssa – quiere esperar algunos ins-

tantes, la Señora baronesa no tardará en llegar.

–¡No! ¡No! ¡Abridme! ¡Quiero salir! – gritó la menor de

las Delpuget.

Las mauritanas sonrieron:

–La Señorita se equivoca… La Señora baronesa no desea

otra cosa que su dicha…

–¡Oh! ¡Sí, su dicha!

–¡Abrid!... ¡Abrid!

Emma, enloquecida, se precipitó sobre las negras; pero de

pronto se abrió una puerta disimulada tras una tapicería, y apa-

reció la Señora Don Juan ordenando a sus esclavas:

–¡Akmé, Aïssa, abrid las puertas, todas las puertas ante la

Señorita!... ¡La prisionera es libre!

Y, con voz solemne, a la joven muchacha:

–Sí, Emma, sois libre, pero antes de iros os suplico que me

escuchéis.

La Sra. de Mirandol entraba, metamorfoseada, no sola-

mente por el vestido, sino también en sus modales; se había

convertido de nuevo en «mujer», vestida con un batín de tercio-

pelo negro con unas cintas de satén azul, y su mirada tenía una

expresión de una infinita dulzura.

A una señal de su ama, las esclavas desaparecieron, y

Huguette se acercó a la belleza rubia:

–Emma, ¿me perdonáis?

La Srta. Delpuget esperaba ver llegar una mujer altiva y

corrupta, y hete aquí que la Sra. de Mirandol se presentaba ante

ella en una actitud de arrepentimiento y sumisión.

Ella respondió, asombrada:

Page 84: La señora don juan

84

–Nada tengo que perdonaros, Señora, pero os ruego que

me llevéis de inmediato a Chaville… ¡Mi padre y mi herma de-

ben estar mortalmente preocupados!

Huguette se esforzaba en tranquilizarla:

–Vuestro padre y vuestra hermana están advertidos, mi

querida pequeña; saben, por una carta que les he escrito, que,

habiéndoos encontrado en la ruta de Versalles, os he llevado a

París y que estáis aquí, segura, en mi palacete…

Y, haciendo sentar a la niña, a medias ya convencida, so-

bre uno de los divanes circulares, se puso en cuclillas sobre unos

cojines a su lado.

¿Qué sucedió esa noche entre la baronesa de Mirandol y

su lectora recuperada?... Nadie estaba allí para contemplar y

revelar los misterios del salón oriental, y las historias de cos-

tumbres se conforman con denunciar el vicio y reprobarlo – sin

levantar la cortina de la alcoba.

Ahora bien, al día siguiente, la Señorita Delpuget no par-

tió, y continuó su labor de lectora junto a la lesbiana, y el Último

Gigoló donó cien luises a la obra de los Niños Abandonados.

Durante varios días, la novia del lugarteniente Etienne De-

larue pareció vivir un sueño alternativo entre profundas beatitu-

des y espantosos remordimientos.

Pero, Huguette permanecía allí, siempre dispuesta, con sus

lujurias de tigresa insaciable, y Emma respondía a los besos

sacrílegos y mortales de la reina de Lesbos: se amaban de día y

de noche, y esos desenfrenos y esas orgías duraron semanas, sin

que la baronesa de Mirandol, con férreo temperamento, advirtie-

se el deterioro que se iba acumulando en su joven amiga.

¡Y qué infames lecturas! ¡Oh! ¡Cuán lejanas quedaban los

Anales de la Propagación de la Fe, los libros sagrados de la

distribución de premios y todas las obras morales de Chaville!

¡Y qué odio por el sexo masculino en la ardiente Mirandol!

Para la Señora Don Juan, los hombres eran unos tiranos,

unos monstruos, egoístas en los placeres de los que disfrutaban

con las mujeres; no pensaban más que en ellos, sin embargo ella

pensaba en Emma.

Page 85: La señora don juan

85

Y, pálida, deshecha, la rubia lectora escribía:

AL SR. LÉOPOLD DELPUGET

«LE COTTAGE-CHAVILLE (SEINE-ET-OISE)

Paris, 20 de abril de 1894.

«Querido y honorable padre,

Soy feliz, muy feliz junto a la Señora baronesa de Miran-

dol, y reúno una pequeña dote, además de completar mi educa-

ción.

Te abrazo mil veces, de todo corazón y te ruego transmitir

estos mil besos a nuestra Fanny.

EMMA.

En su inconsciencia, añadía:

«P.S.- Decid a mi hermana mayor que tendrá su bicicleta,

el día de mi boda con el futuro general Etienne Delarue.

Fueron los parientes de la lectora, y sobre todo su novio

Etienne Delarue, quién, ignorando por completo las causas del

mal, señalaron el peligro a la baronesa de Mirandol; y ante la

palidez de cera y el enervamiento continuo de la jovencita, la

lesbiana se asustó…

¡Oh! no, ¡no quería enviarla también a Sainte-Anne!...

¡Era suficiente con la pequeña Rose Léris, de la que seguía con

angustia la parálisis general invasora de la joven víctima que

fustigaba con sus sangrientos reproches a la sacerdotisa de Les-

bos!

Huguette menos quería aún dejar morir en su casa, de luju-

ria y agotamiento, a su adorada, como antaño había muerto Luce

Valborgh, una extranjera, en casa de Faustine de Puypelat, su

antigua amiga de pensión.

Sí, gracias a otra lesbiana, se podía leer en un cementerio

de Paris, sobre un mausoleo de mármol blanco, debajo de una

Page 86: La señora don juan

86

cruz y una guirnalda de rosas blancas, de las cuales las más be-

llas iban a besar el nombre amado:

Aquí yace

LUCE WALBORGH

Fallecida a la edad de 21 años

¡Rogad por ella!

¿Debería leerse pronto, en el humilde cementerio de Cha-

ville, y siempre debajo de una cruz:

Aquí yace

EMMA DELPUGET

Fallecida a la edad de 17 años?

¡No! ¡No! ¡Basta de lágrimas! ¡Basta de manicomios y

ataúdes!

¿Entonces, qué hacer?

Precisamente, el príncipe Dimitri Vorontzow acababa de

obtener del Zar, al mismo tiempo que un permiso ilimitado, la

autorización para casarse en Francia. Pues bien, Huguette alejar-

ía momentáneamente a Emma; la enviaría a restablecerse con su

familia, y, durante ese tiempo, ella se sometería al sacrificio

casándose con el gran señor moscovita.

La Sra. de Mirandol había demorado su respuesta definiti-

va al apuesto atamán: temía la clarividencia del aristócrata. Pero,

teniendo en cuenta la elevada situación del príncipe, su fortuna

real, la notoriedad de la que gozaba en la Corte de Rusia y en la

gran sociedad de Francia, la baronesa aceptó convertirse en

princesa Vorontzow; pensaba que un marido más, influiría bien

poco sobre sus deseos y que nada le impediría continuar con su

vida de lesbiana.

Durante los primeros días de mayo, Emma abandonó el

palacete del bulevar Malesherbes, y besando a la Sra. de Miran-

dol, hubo entre las dos mujeres solemnes promesas, juramentos

Page 87: La señora don juan

87

de amor, y la jovencita partió, como había venido, acompañada

de dos negras, pero en pleno día y libre.

El matrimonio del príncipe Dimitri Vorontzow y la baro-

nesa Huguette de Mirandol se había oficialmente anunciado para

el veinte; el atamán de los Cosacos, ilusionado con presentar a

su esposa en la Corte Imperial, había propuesto un viaje de bo-

das a Rusia. Contrariamente a lo habitual, la baronesa prefirió

permanecer en París, con la secreta razón de no alejarse de Em-

ma: los dos esposos vivirían en el palacete de Mirandol, mien-

tras esperaban el maravilloso palacio que un arquitecto constru-

ía, a expensas de Vorontzow, en la avenida del Bois de Boulog-

ne.

Todas las tardes, el aristócrata, exultante de dicha, iba a

cortejar a su novia, y llegaba llevando consigo siempre ricas

joyas, y precedido de cestas de flores multicolores y perfuma-

das.

A menudo paseaba por el Bois con Huguette, o se mostra-

ba en la Opera, o en los Franceses, en el palco de la baronesa,

sin percatarse de las sonrisas equívocas despertadas en torno a

ella.

Dimitri no veía nada, no sospechaba nada, cegado por su

gran amor, su amor de hombre decente.

Sin embargo, el príncipe recibía, en el Gran Hotel, abomi-

nables cartas anónimas revelándole la vida íntima de la barone-

sa; al principio lo consideró una calumnia y, luego rompió las

cartas sin leerlas, pero más que esos envíos atribuidos a la male-

dicencia humana, lo que le turbaba era la actitud reservada, casi

glacial, de lady Fenwick y del marqués de Artaban, ¡sus verda-

deros amigos!.... Él les hablaba de su futuro matrimonio, habría

querido trasladar a sus almas toda la confianza que él tenía en

Huguette; y, ellos, temiendo dañarle y sabiendo imposible con-

vencerle, se apresuraban a cambiar por completo de tema.

Cloé no se atrevía a advertirle, y el último Gigoló, con

menos pudor, había visto desvanecerse, ante el desatado amor,

todas las penosas y necesarias alusiones.

Page 88: La señora don juan

88

¡Y Dimitri Vorontzow, enamorado como un veinteañero,

continuaba con su dulce sueño!

Ahora bien, esa tarde, la Sra. Don Juan, vestida de amazo-

na de tela azul oscuro, corbata azul más claro, y tocada de un

sombrero Luis XIII, esperaba a Vorontzow para ir con él a mon-

tar unos caballos que el príncipe acababa de recibir de Ucrania.

De pie, en el gran salón del palacete, se ponía sus guantes

de fina piel de Suecia, cuando un criado anunció:

–¡El Señor vizconde de La Plaçade!

Huguette recordó que desde hacía tiempo, el bello Arthur

la perseguía con su amor interesado; incluso varias veces le hab-

ía escrito ardientes declaraciones; pero la Sra. Don Juan sabía,

por Mathilde Romain y Blanche Latour, las triquiñuelas galantes

del rufián en levita, y, odiando el contacto viril, no era mujer

que se rindiese ante las vulgares seducciones de un macho.

La Señora de Mirandol, muy sorprendida por la visita, dio

la orden de que el vizconde fuese introducido en el salón.

No fue sin un cierto pudor que el asesino de Gabrielle

Bouvreuil y de la Sra. Eléonore Le Goëz llegó a casa de la gran

baronesa; pero, empujado por sus últimas deudas, después de

una enorme pérdida en el Cosmopolitan-Club, tras haber sufrido

una negativa de su vieja enamorada, la Sainte-Radegonde y al

no poder dirigirse a lord Fenwick, que estaba de viaje en Ingla-

terra, venía a intentar jugar una baza nueva.

No tenía la esperanza de convertirse en el amante asalaria-

do de la Sra. de Mirandol cuyos gustos conocía, y también su

próxima boda: un sentimiento más bajo, más vil, más cobarde

aún, le guiaba en su gestión: el vizconde esperaba hacer ceder a

Huguette, y entró armado con toda su artillería.

Al haber sido antaño blanco del chantaje del Rizos y sus

acólitos, el chulo de la alta sociedad reía de ejercerlo a su vez.

–Señora baronesa – dijo – debéis estar sorprendida de mi

visita que, lo confieso, no carece de una cierta audacia…

Ella sonrió y declaró:

–¡Señor de La Plaçade, de vos nada debe sorprender!

–¡Se ve que me conocéis bien, Señora!

Page 89: La señora don juan

89

–Muy poco, de vista… pero mucho de reputación…

–¡Ese es exactamente el mismo observatorio en el que yo

estoy situado en relación a vos!

–¿De verdad?

–Dios mío, sí, Señora, y ese es precisamente el objeto de

mi visita…

– ¡Explicaos!

Ambos se sentaron uno frente al otro, y Arthur dijo:

– ¿Estamos solos?... ¿Nadie puede escucharnos?

–Absolutamente solos, Señor, y os escucho.

La Señora Don Juan había tomado, sobre una mesa, su

fusta con empuñadura de lapislázuli, y para distraerse daba pe-

queños golpecitos sobre su falda de amazona.

La Plaçade comenzó:

–Señora baronesa, os he dicho, os he escrito que os amaba,

y vos habéis respondido con el más profundo desdén a la confe-

sión de mis amores…

Huguette respondió sardónica:

–¡Porque, probablemente, sabía el precio, Señor vizconde!

– ¡Muy bien, Señora! Dejemos eso… y hablemos de nego-

cios…

– ¿Negocios?

–Sí, Señora… Vais a casaros con el príncipe Dimitri Vo-

rontzow, y vuestros millones reunidos con sus millones van a

hacer de vos una de las mujeres más ricas de Francia…

–Y de Rusia, sí, Señor… ¿Y?

Bruscamente, el vizconde declaró con voz enérgica:

– ¡Pues bien, yo, Señora, yo puedo, si lo queréis, impedir

esa boda!

– ¿Vos? – dijo desdeñosamente Huguette.

–Sí, yo… enviando a vuestro futuro marido, cierta carta

escrita por vos, en una noche de amor, a la Señorita Reseda,

artista en las Fantasías-Parisinas, y que no ha lugar a duda algu-

na sobre la naturaleza de la misma.

–Y que vos deseáis venderme lo más caro posible, ¿no es

así? – dijo la baronesa, jugando febrilmente con su fusta.

Page 90: La señora don juan

90

Arthur objetó, encantador:

–¡Oh, Señora baronesa, que fuertes palabras las que acab-

áis de pronunciar! No, Señora, no pretendo venderos esa nota,

voy a entregárosla… por nada…

Y, tras una vacilación:

–Solamente conozco vuestra generosidad, y espero que no

rechazaréis, a un hombre que os hace tal servicio… un présta-

mo… ¡oh! un sencillo préstamo de veinte mil francos.

Huguette se había levantado, y, silenciosa, con la mirada

inflamada, las narinas temblorosas, miraba al hombre desde toda

su altura.

–¡Espero vuestra respuesta, Señora! – balbuceó Arthur, de

pie y más intimidado de lo que quería dejar aparentar.

Pero, la baronesa estalló:

–Esta es mi respuesta: ¡sois un cerdo miserable! ¡Salid

inmediatamente o os destrozo el rostro con esta fusta!

–Señora…

–¡Salid, canalla!

El príncipe Dimitri Vorontzow, con los brazos cruzados,

se mantenía ante La Plaçade.

Ni Huguette, ni Arthur lo habían visto entrar, y el ruido de

las voces, en el momento en el que el príncipe se encontraba en

el corredor, explicaba su repentina aparición.

En su ira, él dijo con calma:

–¡La Señora de Mirandol tiene razón!... Sois un cerdo y un

miserable… Voy a daros vuestro dinero… ¡Entregadme ese car-

ta!

Y como La Plaçade dudaba, el amigo de Cloé y de los La-

grange se armó de un revólver:

–Entonces ¿preferís que os salte la tapa de los sesos?

–No, pero… – balbuceó el novio de la Sainte-Radegonde.

–¡Ah! sí… ¡es justo!... Lo primero es lo primero, ¿no es

así? – dijo el atamán de los Cosacos – ¡Esperad!

Extrajo un talonario de cheques de su bolsillo y cubrió una

de las hojas sobre el escritorio del salón, lo firmó y arrojándola

al vizconde, dijo:

Page 91: La señora don juan

91

–¡Estáis pagado!... ¿La carta?

Arthur tendió al aristócrata la nota amorosa escrita por la

Señora Don Juan a la Cría-Reseda, robada por él en el camerino

de la diva en las Fantasías Parisinas, y, sin leerla, Vorontzow

rompió y arrojó al fuego la indigna obra.

–¡Qué bueno sois! ¡Qué grande!... – exclamó la baronesa

de Mirandol, visiblemente emocionada.

–¡Y estúpido! – gruñó La Plaçade, que se alejaba provisto

de un cheque de veinte mil francos, y lamentaba no haber exigi-

do una mayor prebenda.

Ya solo con Huguette, el aristócrata dijo, amable:

–Ahora, querida novia, ¿os gustaría venir a montar vues-

tros caballos de Ucrania?

–¡Con mucho gusto, amigo!

Ocho días más tarde, el príncipe Dimitri Vorontzow, pese

a una última tentativa del marqués Achille, para impedir la boda,

se casaba en la embajada de Rusia, y a continuación en San

Agustín, en la iglesia rusa de la calle Daru, con la baronesa

Huguette de Mirandol.

Todos los ilustradores de sociedad parisinos, figuraba en

la ceremonia nupcial; el atamán de los Cosacos tenía por testi-

gos al embajador de Rusia y a un general del ejército francés; la

Sra. Don Juan estaba asistida por lord Fenwick, que había regre-

sado de Londres y el marqués de Louqsor.

Cloé y Olga, demasiado afectadas aún por el recién inter-

namiento de la Señora Lagrange, se excusaron; pero, entre los

bancos de la iglesia, se observaba un tropel de lesbianas: la Sra.

Coelsia Perrotin, la Sra. Gédéon, la Srta. Mathilde Romain, las

hermanas Arrisson, y otras actrices o bailarinas, otras mujeres de

mundo, y grandes casquivanas, lujosamente ataviadas, floreadas

y enjoyadas.

Más recuperada, desde su regreso a Chaville, Emma Del-

puget se encontraba allí también, con su hermana, la telefonista,

en la boda de la iniciadora, y durante la ceremonia la recién ca-

sada la devoró con sus miradas.

Page 92: La señora don juan

92

Toda una semana, a pesar de su repugnancia y asco por los

hombres, Huguette tuvo que aceptar el amor del príncipe Dimi-

tri; pero al cabo de ese tiempo, buscó el medio de sustraerse al

deber conyugal.

Una mañana, Vorontzow le anunció que iba a ausentarse

durante veinticuatro horas: una invitación a Normandía, a casa

de uno de sus amigos, que, siendo hombre, no recibía más que a

hombres.

¡Veinticuatro horas de libertad!... Eso era para Huguette el

Paraíso, y, de inmediato pensó en Emma, en Emma que ahora,

rosa y fresca, podría regresar sin peligro al bulevar Malesherbes.

Desde que el atamán se hubo despedido, la Sra. Don Juan

subió al coche y corrió a Chaville de donde trajo a la joven ru-

bia, y fue para ella una jornada de delicias, una renovación de

sus amores.

A medianoche, el príncipe subía por el empedrado de la

entrada del palacete: una contraorden lo había detenido en ruta y

regresaba, feliz de sorprender a su esposa.

Entró en la habitación conyugal y se sorprendió de encon-

trarla vacía: la cama no estaba deshecha, y la lámpara nocturna,

ordinariamente encendida, no ardía en su tulipa de cristal y

oro…

Sin duda, Huguette, aburrida de estar sola, había ido al

teatro: por supuesto, dentro de algunos instantes regresaría…

… El aristócrata encendió las velas de un candelabro y es-

peró en un sillón…

Pasaron dos horas, y a Vonrontzow le entró la sospecha de

que la princesa no había abandonado el palacete; si hubiese sali-

do, los criados esperarían, y a su regreso había visto el palacete

silencioso y oscuro…

Presa de una vaga inquietud, se asomó a la ventana que

daba a los jardines, donde observó una luminosidad que proven-

ía del subsuelo… Tomó el candelabro, bajó la escalera y llegó

ante la puerta cerrada del templo; se encontró cara a cara con

Aïssa y Akmé, las dos sirvientas negras.

–¿Y vuestra ama? – preguntó a las mauritanas.

Page 93: La señora don juan

93

–¡Ahí! – respondió Akmé, cortándole el paso… Ahí…

¡pero no se puede entrar!

–¿No se entra?... ¿Y por qué?

–¡La ama lo ha prohibido!

En otro momento, Vorontzow hubiese respetado las órde-

nes de su esposa, pero el misterio del que se rodeaba Huguette lo

intrigó.

Amenazó.

Las negras se echaron atrás ante el que ellas consideraban

«el amo», y Dimitri abrió la puerta.

El templo estaba débilmente iluminado; y, allí, en la pe-

numbra, tumbados sobre el rojo terciopelo de un diván circular,

el aristócrata vio dos cuerpos de mujeres, desnudos y lasciva-

mente entrelazados…

Huguette y Emma, ebrias de champán, de éter y de luju-

rias, dormían, con los cabellos en desorden, completamente lívi-

das y sucias…

El príncipe permaneció inmóvil durante un instante, y

unas lágrimas corrieron a lo largo de su masculino rostro.

Se decía:

–¿Vengarme? ¿Castigarla?... La ley está desarmada; el

comisario de policía no constata este tipo de adulterio, y si las

someto a un proceso verbal y arrastro a estas mujeres ante los

tribunales, no estando el delito tipificado en el Código Penal,

saldrán indemnes y exultantes, con los bravos de la galería, y yo

me iría, grotesco... Un hombre, traicionado por otro hombre

defiende su honor: uno se bate contra la carne viva, y esto, ¡esto

es podredumbre!

Vorontzow observó aún largo rato a las lesbianas dormi-

das, no para deleitarse en la contemplación de sus carnes desnu-

das y lasas, sino a fin de convencerse que no era el juguete de

una alucinación, y de grabar en su memoria el cuadro de ver-

güenza e ignominia – las exequias inmundas y dolorosas de su

noble y puro amor; luego, abandonando el salón rojo, subió a su

habitación, llenó una bolsa de viaje con los objetos más necesa-

rios y, pálido como un cadáver, fue a dormir al Gran Hotel.

Page 94: La señora don juan

94

La baronesa se despertó por la mañana entre los brazos de

su adorada. Las negras le informaron de la visita nocturna del

amo; ella se levantó, las golpeó, amenazó con quemarlas vivas,

crucificarlas, aullando:

–¡Me pertenecéis! ¡Solamente a mí debéis obediencia!

La Srta. Delpuget imploraba la gracia para las criadas; la

Sra. Don Juan le concedió el premio de nuevos besos, mientas

que allá, en Vincennes, el joven oficial Delarue ordenaba a sus

hombres y soñaba, al mismo tiempo que en la Patria y la gloria,

con una jovencita prudente y rubia y en su mamá – la pequeña y

discreta burguesa.

Page 95: La señora don juan

95

VI

EL OMNÍMODO PODER DEL DINERO

Desde la Exposición Universal de 1889, los socios, cam-

bistas y croupiers del Cosmopolitan–Club, jamás habían asistido

a semejante fiesta; nunca habían sido depositadas sobre el verde

tapete, bancas más formidables, y, esa noche se hubiese dicho

que un viento de locura pasaba sobre el tropel de chalecos, de

trajes, de chaquetas, de esmóquines y de levitas negras sentados

o de pie alrededor de la mesa principal; por todas partes miradas

ansiosas, fisonomías congestionadas o muy pálidas, estigmati-

zadas de sordas inquietudes y de fugitivas esperanzas.

El príncipe Dimitri Vorontzow estaba en la banca, y ante

él se veían montones de oro, de plata, de billetes azules, de fi-

chas rojas, blancas y planchas violetas nacaradas.

Pero, ¡cuán cambiado estaba el atamán de los Cosacos!

Ayer, tan grande y robusto, hoy parecía un viejo encorvado bajo

la angustia, con la visión de las lesbianas y de su irreparable

desgracia: pasaba jornadas encerrado en una habitación del Gran

Hotel, paseándose, como un salvaje de su país; ya no veía a na-

die, ni siquiera a Cloé , ni a Olga, cuyos consuelos temía, no

deseando ser consolado. Ya no comía, no dormía, no bebía, y

por la noche, para aturdirse y olvidar, se dirigía al Cosmopoli-

tan-Club, donde, fríamente, no pronunciado más que las pala-

bras necesarias para su partida, jugaba a banca abierta, ganaba

sin emoción y sin placer sumas considerables; y, luego, hacia las

tres de la mañana, salía del círculo y caminaba a la aventura,

hundido en sus pensamientos y sorprendiendo algunas veces el

amanecer en pleno campo.

Vorontzow preguntó, lúgubre:

–¿Cuánto hay, croupier?

El empleado contó a ojo los montones de oro, de fichas y

los billetes desplegados por los números del tapete y respondió:

–Tres mil luises aproximadamente, mi príncipe.

Page 96: La señora don juan

96

–¡Eso es poco!

Y a los jugadores

–¿Nadie apuesta más, caballeros?

–¡Quinientos luises que caen! – gritó Jacques le Goëz, lle-

gando muy fresco de la sala de lectura.

–¡Doscientos luises, al tablero de la derecha! – declaró el

Sr. Bazinet, el notario de la calle Royal.

Y, dirigiéndose al marqués de Artaban, que no quería ju-

gar contra Vorontzow y seguía la partida como un aficionado:

–¡Si pierdo esta mano, jamás, escúcheme bien, ¡jamás to-

caré una carta!... ¡Tengo un gafe negro!

–¡Bah! ¡Vos sois afortunado en amores!– le dijo el Último

Gigoló.

El notario giró la espalda, sin responder; no perdonaba a

Artaban la vigilancia que él había hecho una noche ante la puer-

ta del marqués, para sorprender a Blanche Latour saliendo del

apartamento.

Con las cartas en la mano, la cabeza alta, el príncipe Dimi-

tri esperaba otras apuestas, y, mientras tanto, Arthur de La Pla-

çade, con el rostro descompuesto rozabas entre sus dedos un

billete de quinientos francos.

¡Si perdía ese billete quedaría sin recursos!... El bello Art-

hur vacilaba… Ya, trescientos luises, todo lo que le quedaba de

su chantaje a la Sra. Don Juan, acababa de engrandecer la pe-

queña montaña de oro del feliz banquero – y eso gracias a la

intermediación del doctor Hylas Gédéon, pues el vizconde no se

atrevía a afrontar a Vorontzow cara a cara – y el chulo en levita

se preguntaba si no sería más prudente ir a reunirse con la Sra.

Nona-Coelsia Perrotin, su nueva amante, en el palacete del

barón Géraud.

Precisamente el arquitecto Perrotin entraba, acompañado

de La Templerie, y era la hora en la que se citaban para amarse.

¡Singular pareja la del chulo en levita y la intermitente

lesbiana! Ni un átomo de amor entre esos dos seres, sin embargo

tan bien hechos para entenderse, un pasajero entretenimiento

para Coelsia, cautivada, como tantas otras veces, por la viril y

Page 97: La señora don juan

97

seductora belleza de Espejo; una esperanza de lucro para el viz-

conde, no ignorando que la italiana metía las manos a placer en

los cofres del viejo Tiburce, y queriendo hacer de la Sra. Perro-

tin una segunda Eléonore.

El hombre de la barba dorada se alejaba; una mirada de

reojo irónica del último Gigoló le puso en su sitio; Arthur tuvo

vergüenza de su debilidad, y, disimulando detrás de los jugado-

res de pie, lanzó su billete sobre la mesa, anunciando con voz

disimulada:

–¡Apuesto veinticinco luises…!

Vorontzow distribuyó las cartas, y, lentamente, metódica-

mente, hacía deslizar los naipes, uno sobre otro ante sus ojos,

como para pagarse a sí mismo una pequeña sorpresa, muy al

margen de sus gustos y de su habitual y aristócrata comporta-

miento, declaró:

–¡Caballeros, doy!

Se produjo un suspiro de alivio entre los jugadores; el

banquero no sacaba ni ocho, ni nueve, como acababa de hacerlo

cinco o seis veces seguidas; era una esperanza, al menos para los

jugadores, una tregua de algunos instantes.

–¡Una carta! – pidió el doctor Gédéon que tenía las cartas

en el tablero de la derecha.

El príncipe dio un ocho, y el rostro del extractor de ovarios

se contrajo en una mueca espantosa.

–¿Lo mismo? – dijo el jugador del tablero de la izquierda,

enseguida saludado por la caída de un rey de tréboles.

Dimitri expuso su juego sobre la mesa; tenía bacarrá, y

ganó a ambos lados sacando un nueve.

Hylas Gédéon se levantó, furioso, y rompió rabiosamente

sus cartas:

–¡Ya he tenido bastante!... ¡Oh ¡ esto es increíble, esa vena

infernal!

El vizconde Arthur de La Plaçade, impasible en aparien-

cia, con la mano metida en su chaleco, se rascaba el pecho con

las uñas; no le quedaban mas más que cien centavos para un

coche.

Page 98: La señora don juan

98

Théodule, el botones de llamada, era un pequeño moreno,

con la tiza en la mano, se mantenía al lado de la pizarra negra

donde inscribía el nombre de los jugadores, y, al lado de él,

Ambroise Naumier, «el maestro cambista» del círculo, en cha-

queta negra, con las dos manos en sus bolsillos, hacía chasquear,

en un movimiento habitual, fichas y placas.

Primero, botones de llamada, luego ayudante de cambista,

por fin cambista titulado y asociado de Léandre Ringuet, un pe-

sado e insignificante viejo, Ambroise, llamado el Cebolla, que

había dejado crecer su negro bigote para distinguirse de los de-

lincuentes, se había convertido en algunos meses en el verdade-

ro cajero del círculo; y, bajo su gobierno, con la anuencia del

Presidente, el Sr. Carolus Pater, los ganchos presentaban a los

palomos y el Cosmopolitan-Club degeneraba en un tugurio.

Si los prestamos abiertos quedaba prohibidos, Ambroise

venía a alargar el campo de la misteriosa usura; algunos millares

de francos, puestos amablemente a su disposición pro la Cría-

Reseda y otras sumas depositadas en sus manos para hacerlas

valer, por el padre Gérome y Elvire Martignac, propiciaron las

transacciones iniciales; los recursos aumentaban, y como Am-

brosie «hacía marchar la partida», se interesó en la pasta.

Ahora operaba sobre capitales realmente importantes, y el

presidente Pater, el doctor Hylas Gédéon, y el marqués Achille

de Artaban, metidos de lleno en ese tugurio, le debían grandes

sumas.

Un tipo, ese Carolus Pater, diputado, antiguo ministro y

presidente del Cosmopolitan-Club, sí, una figura exótica en la

masa vulgar donde se encontraban los apóstoles o los adversa-

rios del cinquillo, el aventurero que ha perdido millones, todos

los histriones y todos los viciosos del bacarrá.

Honesto y desinteresado, el Sr. Pater no recibía nada de la

pasta y dejaba allí unas buena rentas, unos cincuenta mil francos

anuales, e incluso su indemnización de la Cámara. Amaba el

juego, adoraba el juego, y se contaba que, un día dormitando en

el Palacio Bourbon, cuando el Presidente dijo. «El Sr. Pater tie-

ne la palabra», él respondió: «¡Apuesto!».

Page 99: La señora don juan

99

A pesar de las fatigas del bacarrá, el Sr. Pater mantenía un

espíritu alerta, y había que verle, con su pequeña talla, sus pati-

llas cortas y blancas, la pipa en la boca y escucharle evocar e

incluso alabar el viejo barrio latino.

Los miembros del Comité se sometían a la autoridad be-

nevolente de Carolus Pater y nadie cuestionaba al Cajero del

garito.

Naumier, en su grandeza, se mostraba amable y diligente:

tenía el luís fácil y se enorgullecía de tratar con aristócratas de la

categoría lord Fenwick, el príncipe Dimitri Vorontzow, el duque

Savinien de Louqsor, el marqués Achille de Artaban, y persona-

jes notables como o el Sr. Edgard Bazinet y los banqueros Le

Goëz y Nuenschwander; les prestaba dinero, era cordial con

ellos y edulcoraba su conversación con dichos y chascarrillos

aprendido en el Conejo Coronado o en la Prisión Central.

Ludópata, pero impedido por su situación de intentar la

fortuna en el tapete verde, se encarga de extender puentes entre

él y entre otros, con Noël Ferlux, redactor en el Tonnerre Pari-

sien, un gigoló de veinticinco años, bajito, esbelto, niervisoo, de

bigote y barba pelirroja, con el monóculo en el ojo, y que hacía

la crónica del círculo en su periódico. Tenían una especie de

asociación, cenando en el Egipto con mujres: Blanche Latour,

Mathilde Romain, pues Ambroise tenía la ambición de relacio-

narse con las amantes de sus clientes, aunque tuviese, aparte de

la Cría-Reseda, una nueva y secreta amiga, la telefonista de Ver-

salles, la hermana de Emma Delpuget.

En el juego, en el hipódromo y en otras apuestas, el cajero

del tugurio se prodigaba realmente. Pero, ¿qué le importaba?

¿Acasto no tenía la gallina de los huevos de oro, la pasta y los

préstamos con usura?

Hacía un instante que el vizconde de La Plaçade merodea-

ba alrededor de Ambroise, entrevistado por Noël Ferlux.

Esperó a que terminase la conversación y tocó ligeramente

al maestro cambista sobre el hombro:

–¿Me pasas veinticinco luises, Ambroise?

Naumir lo miró, estupefacto:

Page 100: La señora don juan

100

–¿Veinticinco luíses, Señor vizconde?

–Sí, veinticinco luíses… ¿Por qué ese aire de sorpresa?...

¿Es que te has ido a la luna?

–No los tengo conmigo, Señor vizconde,y, además, vos lo

sabéis muy bien, los préstamos están prohibidos!

–Lo que no te ha impedido dar cien luisies, antes, al Sr.

Edgard Bazinet! ¡No lo niegues!... ¡Te he visto!...

–Pues bien, si me habéis visto, os respnderé que el Señor

Edgard Bazinet… es el Señor Edgard Bazinet!

El bello Arthur se mordió los labios, pero no se ofendió:

–¡Vamos, pórtate bien!

–¡Imposible!

–Mi pequeño Ambroise, un buen movimiento… Pásame

veinticinco luises hasta mañana por la mañana… No tendrás que

enviar a nadie a mi casa… Habrá un bonito beneficio!

–Os repito que está prohibido.

–¿Entonces, lo que está prohibido para el vizconde Arthur

de La Plaçade no lo está para Edgard Bazinet?

Ambroise se impacientó:

–¡No insistáis, os lo ruego!

–¡Sois duro! – susprió el vizconde.

–¡Soy así!

Y, dándole la espalda al bello Arthur, fue a reunirse con el

marqués de Artaban que lo llamaba:

–¿Todavía vivís en la calle del Circo, Ambroise?

–Sí, señor marqués.

–Iré mañana a veros.

Naumier comprendió de lo que se trataba.

–Haré observar al señor marqués – y con respeto – que me

debe ya una suma considerable.

–Eso es precisamente, Ambroise, porque os debo sumas

importantes que quiero arreglarlo con vos. Tengo que daros se-

rias gatrantías… ¿Jamás habéis dudado de mí, no es así?

–¡Oh! ¡Señor marqués!

Page 101: La señora don juan

101

–Bien, mañana haremos cuentas, y espero que quedaréis

satisfecho… Mientras tanto, pasadme doscientos luises, amigo

mío!

–¡Enseguida, señor marqués!

El prestamista procedió de buen grado, y Achille de Arta-

ban perdió en algunos minutos, sus cuatro mil francos contra

Jacob Neuenschwander, ahora en la banca.

Pero, La Plaçade no se declaraba vencido; dio una vuelta

por la sala de juego y regresó junto a Nuamier, instalado en su

caja, un despacho negro, con cajas repletas de placas y fichas

multicolores:

–¿Ambroise?

–¿Señor vizconde?

–Puesto que rechazáis prestarme veinticinco luises, lo que

no es nada elegante, dejadme proponeros un negocio. Hay mu-

cha pasta en juego…

–Si el negocio es bueno… no diré que no… lo estudiaré…

–¡Esto es urgente!.... ¿Queréis hablarlo ya?

–Aquí no puedo… pero dentro de un instante, haré un

hueco… Venid a verme al bar…

–¿Qué bar?

–Al bar de la calle Louis-Le -Grande… al otro lado del

bulevar…

–¿Dentro de cuánto?

–Una media hora, más o menos.

–Está bien… Vigilaré vuestra salida e iré a reunirme con

vos.

Naumier volvió a su trabajo y La Plaçade miró el reloj.

Marcaba la medianoche, y la cita del vizconde con la Sra.

Perrotin no era más que por una hora. Por lo demás, si se retras-

aba, Coelsia esperaría… ¡Ante todo había que tratar los nego-

cios serios!

El vizconde entró en la sala de lectura, se sentó en un sofá

y encendió un cigarro.

–¿Tieso, vizconde? – le gritó una voz, saliendo de las

sombras.

Page 102: La señora don juan

102

–¡Radicalmente, mi querido doctor!

–¡Como yo, entonces!

Hylas emergió de un canapé sobre el cual descansaba su

mal humor y fue a sentarse, rabioso, al lado del bello Arthur.

–¡Ese moscovita está de racha!

–Tal vez haga trampas – gruñó Espejo, lleno de rencor.

–¡Vamos, hombre! ¿Un atamán de los Cosacos? ¿Un pa-

riente del Zar? ¡Estáis de broma!…

–¡Lo que no le ha evitado ser dejado por su esposa algunos

días después de su matrimonio!

–O de haberla dejado… ¡lo que no es lo mismo! Pues,

sabéis… hum… hum… la baronesa de Mirandol… ¡Se cuentan

historias sobre ella!.... pero no me gustan los chismorreos…

Cambiemos de tema… ¿Estáis tranquilo, ahora?

–Sí, como un hombre sobre una parrilla… ¡Necesito una

fuerte suma!

– ¡Y yo! Pero no es de eso de lo que quería hablaros…

– ¿De qué, entonces?

–De la Señora Lagrange… ¡Ella os ha dado un respiro

volviéndose loca!

–¿Lo estará por siempre? – preguntó el chulo en levita.

–¡No lo sé!

–¡Preferiría verla muerta!

–¡Eso lo entiendo!

–Habrá que estar vigilante, Gédéon.

–¡No temáis!

–Id a menudo al hospital Sainte-Anne a buscar noticias.

–¿Y advertiros a la menor alarma? ¡Está claro! ¡No dejaré

de hacerlo!

La partida se acababa en la sala vecina, y mientras los dos

arruinados permanecían en el salón de lectura, el príncipe Vo-

rontzow no pudo evitar al marqués de Artaban que se dirigía

hacia él, con las manos tendidas:

–¡Príncipe! Mi querido príncipe, ¡qué feliz me hace veros

a solas!

Page 103: La señora don juan

103

El atamán de los Cosacos le dio un cordial apretón de ma-

nos:

–Os lo suplico, mi querido marqués… ¡no me habléis de

ella!... ¡No me volváis a hablar de ella nunca más!

–¿Sois desgraciado, verdad, amigo mío?

–Sí, muy desgraciado… más desgraciado de lo que podría

expresaros... ¡Ah! ¡si os hubiese escuchado, de Artaban!... ¡pero

yo la amaba!... ¡La adoraba!...

El Último Gigoló mantenía su mano entre las del príncipe,

conmovido por ese gran dolor:

–Hay que tratar de olvidar… de distraerse…

Con gesto de angustia, el atamán de los Cosacos mostraba

la sala de bacarrá:

–¡Lo intento, de Artaban, lo intento!

Achille, también intentaba olvidar a Cloé, su único y ver-

dadero amor; había intentado una nueva gestión, y lady Fen-

wick, a pesar de la profunda estima e incluso el amor que expe-

rimentaba por el aristócrata, quería permanecer decente.

Y él, largo tiempo tan prudente en el bacarrá, ahora jugaba

como un insensato, y esa noche acababa de perder, antes de lle-

gar al Cosmopolitan-Club, una importante suma en el «Volney»

y en el «Epatant», dos casinos de los que era miembro.

Jacob Neuenschwander terminaba una banca afortunada, y

los dos aristócratas se encaminaron hacia la sala.

Un crupier anunció:

–¡Caballeros, la banca está desierta!

–¡Quinientos luises! – dijo el usurero de las damas.

–¡Banca abierta!– gritó Vorontzow, desde el umbral de la

puerta.

Se hacía la llamada, y entre el jaleo de las sillas removi-

das, el Último Gigoló dijo al marido de la Sra. Don Juan:

–¡Tiene que prometerme una cosa, Vorontzow!

–¿Lo que?

–No aislaros de este modo… De retomar vuestros antiguos

hábitos. ¡Debo anunciar vuestra visita a lady Fenwick!

Dimitri vacilaba; Achille continúo:

Page 104: La señora don juan

104

–Debe ir a ver a nuestra amiga… En nombre de la amistad

que os profeso, ¡lo exijo!

–Bien, iré uno de estos días… Mañana, tal vez… Mientras

tanto voy a jugar, y vos, marqués, ¿no jugáis?

–Acabo de perder doscientos luises en la banca de Neu-

enschwander…

De inmediato, el atamán extrajo su cartera:

–¿Queréis dinero?... ¿Cuánto?¿Quinientos luises? ¿Mil?

–No, príncipe – sonrió el marqués de Artaban… En mi es-

tado de fortuna presente, no estaría seguro de poder devolvéros-

lo.

–¡La historia de siempre! ¿qué importa eso?

–¡Enormemente! ¡No insistáis, querido!

Vorontzow tomó asiento en la banca, y Arhtur observó

que el arquitecto Honoré, cuyas perdidas habían sido sensibles,

se instaló en el numero 11.

A pesar del robo de las sumas destinadas a las damas La-

grange, tras la muerte del marqués de Haut-Brion, Perrotin se

atrevía a enfrentarse al gran señor moscovita: Vorontzow, des-

deñoso, fingió no reconocerle.

Era la hora de los amores «masculinos» de Nona-Coelsia,

pero el vizconde decidió pasar primero por el bar de la calle

Louis-Le-Grande donde el Cajero del garito le había citado.

Precisamente, Ambroise Naumier le echaba un vistazo y,

según su expresión, «se hacía el inglés».

Arthur abandonó la sala de juego, y bajando por la escale-

ra, una voz femenina que partía del salón de los Extranjeros, le

detuvo al paso:

–¡Eh! Señor de La Plaçade; ¡unas palabras, por favor!

La Cría-Reseda y Gladys, una de las hermanas Arrisson,

muy nerviosas, se encontraban en la pequeña habitación.

Jeanne preguntó:

–¿La Templerie está arriba?

–Sí, mi querida niña.

–¿Por qué no baja? Van cinco veces que lo he hecho lla-

mar por el criado.

Page 105: La señora don juan

105

–Está jugando…

–¡Esa no es una razón!

–¡Oh! ¡sí! ¡y grande!

–¿Y el marqués de Artaban? – preguntó a su vez la joven

Arrisson.

–¡Oh! ¡ese pierde todo lo que quiere!

–Se diría que eso os place

–Confieso que experimento cierta satisfacción… ¿No ten-

éis nada más que decirme?

–No, Señor…

–¡Entonces, hasta luego, mis gatitas!... ¡Tengo prisa!

El vizconde atravesó la antesala de la planta baja donde el

criado de servicio se encontraba junto el mecanismo acústico

para anunciar a los visitantes, y se encontró ante la puerta del

club, frente a la larga alineación de los coches del círculo, cuyos

cocheros, casi todos gordos, fumaban y charlaban, mientras es-

peraban la salida de los miembros.

En la calle Louis-le-Grand, el bar a donde llegó la Plaçade,

estaba lleno de consumidores, y Arthur dudó; pero Ambroise

caminaba a su encuentro:

–¡Entrad, señor vizconde! ¿Un coctel? ¿Un brandi? ¿Un

ponche? ¿Un güisqui? ¿Un Tom and sherry?

Se instalaron en una pequeña mesa, y Naumier pidió unos

cócteles.

–Estoy a vuestras órdenes, Señor vizconde, – dijo sonrien-

do el Cajero de la timba.

–Primero, responded. ¿Por qué me habéis negado veinti-

cinco luises?

–Porque tengo el honor de conocer la actual situación del

Señor vizconde y que, a pesar del «brillo», no es buena.

–El juego es azar…

–Lo sé perfectamente…

–¡Azar! Hay personas que lo corrigen….

–En efecto, hay muchas, pero arriesgan grandes cantida-

des. Y añadiría que no son honestos…

–No os aconsejo a vos hablar de honestidad, Naumier.

Page 106: La señora don juan

106

–¿Me decís eso a causa de mis tres años de prisión?... No

es nada delicado por vuestra parte… ni bien intencionado…

–Si se conociese vuestro pasado, no permaneceríais ni cin-

co minutos investido del puesto de confianza que ocupáis en el

Círculo.

–¡Oh! ¡oh! ¡Habría que verlo, Señor de La Plaçade! Si he

cometido alguna falta, ya la he expiado, y con motivo de mi

estrada como criado en casa del Sr. de Esbly, yo acaba de cum-

plir tres años de servicio militar… Mi cartilla está en regla y

tengo un certificado de buena conducta de mi regimiento…

Luego, si he tenido que soportar esos tres años de prisión, ha

sido una prueba de que era un fiel y devoto sirviente, tras haber

sido un buen soldado… Pero, quiero confesároslos, en los co-

mienzos, cuando he entrado en el Círculo como ayudante de

juego, bajo la expresa recomendación y las buenos informes del

barón Géraud… si hubiesen conocido el asunto… mi situación

hubiese sido comprometida, pero ahora, que tengo agarrado a

todo el mundo, que esos caballeros, tanto los más grandes como

los más pequeños, tienen y tendrán necesidad de mí… soy…

¿cómo diría? ¡Inamovible!

Arthur respondió sarcástico:

–¡Oh! sí ¡sois todo un personaje!

–¡Todavía no, pero esperad un poco! Además, otros que

yo no os nombraré son millonarios; quiero serlo a mi vez!

¡Cambiemos de tema!... Señor de La Plaçade, vos me habéis

hablado antes de un negocio… ¿De qué se trata? ¡No tengo

tiempo que perder! Debo regresar a mi trabajo…

El vizconde bajó la voz:

–Tengo muy mala suerte en el juego… Ambroise, se trata

de ayudarme a conjurar esa suerte.

–¡No Comprendo, señor vizconde!

–¿Por qué no queréis comprender!

–¡Tal vez!... ¿Queréis explicaros?

–Me vais a prestar cien o ciento cincuenta luises, para to-

mar una banca, y compartiremos los beneficios…

Naumier estalló a carcajadas:

Page 107: La señora don juan

107

–¡Esa sí que es buena!... ¡No os he negado veinticinco lui-

ses, para prestaros ahora cien o ciento cuenta!

–No es lo mismo… ¡Mediante mi método, ganaremos se-

guro!

–¿Por qué?

–Porque dándome el juego de naipes, me paseareis un ma-

zo hábilmente preparado… ¡oh! cuatro manos solamente!

–¡Vaya con el vizconde! – dijo el antiguo mayordomo del

conde de Esbly.

Y, levantándose con una indignación real sobre el rostro:

–¡Vos me tomáis por otro, Señor vizconde!

–Pero… Ambroise…

–¡Os digo que me tomáis por otro!

–¡Os ofrezco la fortuna!

–Tengo medios más honrados de ganarla.

Y, de pie:

–¡Adiós, Señor vizconde! Cuando tengáis algo mejor que

proponerme, seré vuestro hombre!

Arrojó sobre el mármol una moneda de dos francos para

pagar las consumiciones, y partió silbando una cancioncilla.

Sobre el umbral del bar, el asesino de Gabrielle Bouvreuil

y de la Sra. Le Goëz miró a Ambroise irse, no comprendiendo

como ese muchacho, al que creía corrupto hasta la médula, pu-

diese darle la espalda a un negocio tan fructuoso; y luego, en el

bulevar de los italianos, como sus ojos brillaban hacia las venta-

nas iluminadas del Cosmopolitan-Club, pensó que allí arriba, el

oro, ese oro tan deseado, circulaba por las mesas.

Una sola oportunidad quedaba al vizconde para obtener la

suma necesaria, y emprendería la lucha esa misma noche: ¡Pedir

dinero a su amante! Pero la Sra. Perrotin no se parecía ni a la

generosa Cloé ni a la pródiga Eléonore; él ya le había «trincado»

cincuenta luises; ¿querría ella desatar más los cordones de su

bolsa? Eso era lo que se preguntaba el chulo en levita, perplejo,

pero decidido a no regresar con los bolsillos vacíos de su excur-

sión nocturna y amorosa en la calle de la Universidad.

Page 108: La señora don juan

108

Hacia la una de la madrugada, Arthur penetró en el palace-

te del barón Géraud y fue introducido junto a Nona-Coelsia, por

Rosine, la sirvienta completamente fiel a la italiana.

La Sra. Perrotin se encontraba en el saloncito contiguo a

su dormitorio, vestida con un camisón de franela rosa, y La Pla-

çade, ante la actitud inquieta de la enamorada, su rostro desen-

cajado y el temblor nervioso que sacudía todo su ser, compren-

dió de inmediato que algo extraordinario estaba sucediendo en la

casa.

Al ver al bello Arthur, Nona-Coelsia no pudo reprimir una

desolada exclamación:

–¿Cómo, vos?... ¡Per Bacco! ¿Sois vos?

–¿No me esperabais? – preguntó muy sorprendido el visi-

tante galante.

–¿No habéis recibido mi carta?

–¿Qué carta?

–La que acabo de enviar a vuestro círculo.

–Hace más de una hora que he abandonado el Cosmo…

–¡Entonces es eso!

–¿Y qué me decís en esa misiva?

–Que no vinieseis esta noche…

Voluptuosa, ella le tomó por el cuello, tratando de disimu-

lar su turbación con besos:

–Vamos, mi bello amigo, besadme e iros, ¡marchaos ya!

Esta acogida, cuando menos extraña, alteraba los planes

del vizconde… ¿Irse, privado de amor? Lo aceptaba al no estar

enamorado; ¿pero partir sin dinero? ¡Ah! ¡no!... ¡Jamás!

Y gimió:

–Mi bella Coelsia, ¿me echáis? ¿Queréis que me vaya, an-

tes de haberos dicho… de haberos demostrado mi amor?

–¡Es preciso, querido vizconde!

–¡Sois cruel, Coelsia!

–¡Espero a mi marido!

–¿Vuestro marido? ¡Está apostando en el Círculo y no te-

nemos nada que temer!

Page 109: La señora don juan

109

–Honoré estará aquí dentro de algunos minutos… Incluso

estoy sorprendida de que todavía no haya llegado… Lo he en-

viado a buscar…

Arhtur estalló:

–Pero, bueno, ¿qué pasa aquí? ¿Qué ha ocurrido?

–Cosas graves, muy graves para mí e indiferentes para

vos… Pero os conjuro a que os marchéis…. ¡marchaos!... Os

avisaré cuando podáis venir…

El vizconde no lo consideraba así; tuvo un acceso de li-

rismo, y acercándose a la Sra. de Perrotin:

–¡Mi bella, mi adorada Coelsia, tesoro de mi alma, nada

de lo que os interesa podría serme indiferente! ¿Corréis peli-

gro?... ¿Queréis mi sangre… mi vida? ¡Hablad!... Por favor,

Señora, hablad!... ¡Todo lo que vibra en mí es vuestro!... ¡To-

do!...

Rosine acudió, asustada, al saloncito:

–¡Señora!... ¡Señora!... Ya llega el Señor Perrotin… ¡sube

por la escalera!...

–¡Huid! – ordenó la italiana a su amante – Rosine va a

conduciros por la escalera de servicio… Un encuentro aquí entre

vos y mi marido sería incorrecto y peligroso…

–Dejadme regresar cuando se haya acostado… A mí tam-

bién me ocurren cosas graves, y vos podrías tal vez salvarme…

–¡No, no… esta vez no!... ¡Esta noche, Arthur, es imposi-

ble!

–Venid, venid, Señor – intervino la criada, intentando

arrastrar a La Plaçade.

Ya no tenía medios de resistirse, y Arthur, desolado, si-

guió a Rosine, pero la mirada del hombre acababa de detenerse

sobre un mueble donde se encontraba un voluminoso sobre la-

crado con cera negra.

El vizconde vislumbró un misterio, y quiso profundizar en

él.

Rosine lo arrastraba, haciéndole atravesar un pequeño

salón. Arthur se detuvo:

–¿Dos palabras, bella niña?

Page 110: La señora don juan

110

–¡Después… afuera, pero no aquí!... ¡Venid, venid, Señor!

–¡No… me quedo!

–¡Haréis que me despidan del palacete! – pronunció Rosi-

ne, desolada.

–¡Si te echan, te tomaré a mi servicio!

–¡No… venid!

Con una mano, el chulo en levita la agarró del puño; y, fi-

jando sus ojos rojos e incendiados en los ojos azules y claros de

la joven sirvienta, gruñó:

–¡Si das un grito, te mato!

Y, al mismo tiempo, con su mano libre, le ponía la punta

de un puñal en la garganta.

El salón estaba débilmente iluminado por una luz proce-

dente de la antesala, y Rosine vio brillar el acero y sintió la pun-

ta de la lama.

Balbuceó, espantada:

–No diré nada, Señor, pero os lo suplico, no me haga da-

ño… No me matéis… Señor vizconde, no me matéis.

La Plaçade soltó a Rosine, y sonrió desde su barba dorada:

–Vamos, veo que te has vuelto razonable… Por lo demás,

actuó en interés de tu ama… Va, mi niña… Espérame en la

planta baja del palacete para hacerme salir después… mañana,

tendrás un billete de mil francos…

Nada costaba al bello Arthur prometer, y Rosine, menos

asustada, desapareció. Enseguida, el vizconde se acercó a la

puerta del saloncito y pegó su oreja para escuchar.

Perrotin entraba en casa y Nona-Coelsia corría hacia él:

–¡Ah! ¡Por fin… aquí!

–¿Qué ocurre? – interrogó vivamente el arquitecto. ¿Por

qué me has enviado a buscar? ¿A qué viene ese rostro descom-

puesto?

Ella se levantó ante él, exaltada:

–Honoré, sin una providencial casualidad, estaremos per-

didos… ¡irrevocablemente perdidos!

–¡Un poco de calma, Coelsia!.... ¡No te pongas histérica!

–¡Hemos sido traicionados!

Page 111: La señora don juan

111

–¿Por quién?

–¡Por tu ayuda de cámara!

–¡No puede ser! ¡Lo cubro de oro y él es leal, al contrario

de Anastase que era hipócrita y mentiroso!

–Escucha y comprenderás…

Y con voz temblorosa, la Sra. Perrotin declaró:

–Hace dos horas, aproximadamente, un ruido de voces ba-

jaba de los aposentos de Tiburce, y no era precisamente la voz

del viejo… Con discrección subí la escaleras, y encontrando

todas las puertas abiertas, llegue ante la del barón Géraud… Se

hablaba en su habitación… Entonces, detrás del ventanuco de su

puerta, felizmente entreabierto, vi… escuché…

–¿A mi ayuda de cámara… y a Géraud?

–Sí… Tiburce entregaba una carta al criado, ordenándole

llevarla al instante a Cloé de Haut-Brion, es decir a lady Fen-

wick…

El arquitecto tuvo un gesto de duda:

–¡Tú has soñado, mi buena Coelsia! Nuestro Tiburce no ha

escrito: necesitaría tinta, papel, plumas, y sabes perfectamente

que no lo tiene ni puede tenerlo!

–¡El criado se las habrá proporcionado!

En Honoré crecía la ansiedad:

–¿Sabes lo que contiene esa carta?

–Espera, Honoré.

Y la Sra. Perrotin añadió, más dueña de sí misma:

–Para no alertar a Tiburce, permanecí silenciosa en la os-

curidad, acechando la salida del sirviente y escuchando a

Géraud que leía su carta y unos documentos en voz alta… En-

tonces, en el momento en el que el criado pasaba, me precipité

sobre él y le arranqué la carta…

Con gesto amplio, indicó el sobre cuyos sellos lacrados en

negro destacan sobre el rojo tapete de una mesa: ¡Esa es la carta!

Perrotin se dirigió hacia el sobre, pero su mujer lo detuvo

amablemente.

–No… todavía no… Déjame decirte lo que encierra esa

carta… ¡Sería nuestra irremisible pérdida si llegase a su destino!

Page 112: La señora don juan

112

–¿Un testamento, tal vez?

–¡Sí, un testamento a favor de Cloé y anulando el que tu-

vimos tantas dificultades en obtener!... ¡Pero, eso no es todo!...

la carta también contiene una serie de confesiones escritas por

Géraud, sin duda, en una de sus horas de misticismo, y en las

cuales nos acusa de robarle, de martirizarle, de mantenerlo se-

cuestrado para apropiarnos de su fortuna, y también pide humil-

demente perdón a Cloé por lo que llama su crimen, denunciando

a sus cómplices: Ambroise Naumier, Valérie Michon, y la Cría-

Reseda, la pequeña actriz de las Fantasías-Parisinas…

El arquitecto, muy pálido, gruñó:

–¡Ese canalla de criado ha debido advertir a Géraud que tú

le has quitado la carta!

–Lo he despedido… Ya no está en el palacete…

Honoré iba y venía por el saloncito, gesticulando, siniestro

y cómico. Bruscamente, se plantó ante su esposa:

–¡Coelsia, lo que el barón ha intentado esta noche, lo in-

tentará más veces, y el azar no nos ayudará como hoy!

–¡Por desgracia! – suspiró la italiana.

–¡Así pues, hay que acabar con esto esta misma noche!

–¿Un crimen?... ¡Oh! ¡Honoré! ¡Honoré!

–¡Es Tiburce quién lo ha querido!... ¡Nuestra libertad,

nuestra fortuna están en juego! ¡Nada de enternecimientos ni

dudas!... Vas a entrar en el cuarto del viejo, así como haces a

menudo, por la noche, cuando con sus quejas nos impida dor-

mir… Como siempre, te pedirá de beber… Le darás… de be-

ber… ¡y todo se habrá acabado!

Y levantándose, formidable:

–¡El corazón! ¡el corazón!

Caminó hacia la chimenea, y, sobre el estante de terciope-

lo rosa, tomó un candelabro de porcelana de dos brazos:

–¡Ven, Coelsia, y valor!

Iban a salir, pero el vizconde de La Plaçade saltó de su es-

condite, se apoderó de la carta que se encontraba sobre la mesa

y, con el puñal en la mano, les cortó el paso:

–¡Alto!... ¡alto!

Page 113: La señora don juan

113

Ante esa aparición, el arquitecto reculó, aterrorizado, y el

candelabro de porcelana que mantenía en su mano, cayó y se

apagó haciéndose añicos.

Otro candelabro, sobre la chimenea, iluminó el saloncito.

Perrotin exclamó, morado:

–¡La Plaçade!... ¿De dónde salís? ¿Qué queréis? ¿Qué

venís a hacer en mi casa?

–¡Impediros asesinar al barón Géraud!... ¡He escuchado

todo!... ¡He visto todo!... ¡Lo sé todo!... Vuestra fortuna, vuestro

honor, vuestra libertad están en mis manos…

–¡La carta!... ¡Entregadme la carta! – vociferó el arquitec-

to, mientras Nona-Coelsia, al límite del desmayo, se caía en un

sofá, jurando y rogando con Ave Maria y Per Bacco!

Arhtur blandía su puñal ante los ojos de Honoré, y, real-

mente era el aristócrata de la barba de oro impidiendo un cri-

men, él, el Arcángel del Mal.

Seguro de sí mismo, se envalentonaba:

–¡Villano, Perrotin, abridme paso!

–¡La carta de Géraud!... ¡Quiero la carta!

–¡No la tendréis!

Y, el más fuerte de los rufianes en levita desapareció por

la puerta que estaba abierta.

Honoré y Coelsia gritaron:

–¡Al bandido!

–¡Qué crápula, Per Bacco!

Siempre sin dinero, pero animado de grandes esperanzas,

Arthur regresó al Cosmopolitan-Club, y allí, en el salón de lec-

tura, abrió el sobre lacrado.

Leyó, además de un testamento a favor de Cloé y una lla-

mada a la justicia contra los Perrotin, esta interesante declara-

ción:

«En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Amen!

Page 114: La señora don juan

114

Yo, Tiburce, barón Géraud, propietario, oficial de la Le-

gión de honor y del Mérito agrícola, alcalde de Haut-Brion,

consejero general de l’Oise, pido perdón a Dios por mis críme-

nes, y me declaro culpable de: 1º) Haber violado, hace veinti-

cinco años, a una joven decente, en Beauvais, que abandoné en

cinta de mis obras, y desgraciada; – 2º) Haber – hace más de

tres años – organizado un atentado a las costumbres contra el

conde Lionel de Esbly, con la ayuda de Ambroise Naumier, el

criado de ese aristócrata, y, en la misma época, haber intentado

violar a la Srta. Cloé de Haut-Brion, mi sobrina y pupila.

«Que la justicia de los hombres haga su obra y que Nues-

tro Señor Dios me dé tiempo para arrepentirme.

«Escrito en Paris, en mi palacete, calle de la Universidad,

el 10 de mayo de 1894.

TIBURCE, BARON GÉRAUD.

En la gran sala del Círculo, la partida todavía continuaba.

El vizconde de La Plaçade, alegre con su lectura, supo

arrancar quinientos francos a Naumier, amenazándole con di-

vulgar el asunto del bulevar de los italianos, luego, halagándole

e iniciándole en sus proyectos del Bar Florido.

Estaba humilde y sumiso. Cuando quería, el chulo en levi-

ta, ahora gobernaba su vida, según las palabra de Tacito: Onmi-

na pro dominatione serviliter.

Por la mañana, el Cajero del garito, viendo una deuda fe-

nomenal, soñaba con empresas nuevas con el todo poderoso

dinero.

Page 115: La señora don juan

115

VII

EL CAJERO Y LA TELEFONISTA

Ambroise Naumier vivía en un pequeño apartamento, en

el primer piso, en una casa de bella apariencia en la calle del

Circo, cerca de los Campos Eliseos, y como no regresba del

Cosmopolitan-Club hasta bastante tarde, por la noche, incluso a

veces al amanecer, dormía generalmente hasta mediodía, hora a

la que la Srta. Hortense Rabot, su criada, venía a anunciarle que

el almuerzo estaba servido.

Entonces, el Cajero del garito, se libraba a sus higiénicas

abluciones, se ponía un elegante batín de andar por casa y pasa-

ba al comedor, muy confortablemente amueblado a la inglesa.

Inmediatamente, después de almorzar, Ambroise se vestía

aprisa, iba al Hipódromo, para no regresar hasta las cinco a su

círculo y a otras casas donde lo reclaman múltiples asuntos.

Múltiples, en efecto, los negocios de Naumier. Aparte de

las maquinaciones de la usura en el club de los bulevares de los

italianos, en el bar de la calle Louis-Le-Grand y en su casa, calle

del Circo, dirigía una agencia ilegal de apuestas, y participaba

de los beneficios de una ruleta clandestina regentada por Valérie

Michon, ahora patrona de una casa de huéspedes para damas, en

su café de La Esperanza, pasaje Tivoli, en las cercanías de la

estación de Saint-Lazare.

Se ve que el amante de corazón de la Cría-Reseda era un

muchacho activo e inteligente; y, a juzgar por la diversidad, sino

en la perfecta honorabilidad de sus negocios, se le podía – en

este fin de siglo donde el dinero conduce el mundo – pronosticar

los más elevados destinos.

El hijo del padre Gérome, el criado convertido en gentle-

man y capitalistas, se mantenía duro ante los ajenos, pero con-

servaba una buena alma; si, de vez en cuando, iba a visitar a sus

padres, los propietarios del Conejo Coronado, afectando no co-

nocer una palabra de argot; arrastraba, en una desdeñosa gran-

Page 116: La señora don juan

116

deza, a sus antiguos compinches el Rizos, el Gran Maca, incluso

Llega al Pie, ese bravo Charles Romanel que le proponía siem-

pre negocios; en cuanto a su hermana Julia, la Licharde y a otras

merodeadoras de la acera y de la Cervecería del Bol de Oro,

intentaba ignorarlas, sobre todo desde que mantenía nuevos

amores con Fanny Delpuget, la telefonista de Versalles.

Pero el ser humano que sacaba de quicio al cajero era As

de Picas, su hermana, pues Julia no se reprimía en absoluto en ir

en su busca y amenzarlo con que lo despedirían de su círculo.

Ahora bien, esa mañana, sobre las nueve, Julia Naumier

había encontrado el medio de introducirse en la habitación de su

hermano, y su conversación se mantenía en tales decibelios que

los vecinos sorprendidos escuchaban tras sus puertas.

–¡Te digo que vas a poner tierra de en medio y más rápido

que eso!– gruñía el Cebolla, fuera de sí, – ¡o te hago detener por

la policía y que te lleven a Saint-Lazare!

Con su voz altisonante, As de Picas respondió:

–Saint-Lazare… Y bien… ¡Saint-Lazare vale más que

Poissy de donde tú sales!

–¿Te callaras carroña?

–¡Me callaré si quiero!... ¡Tú no te has lavado lo bastante

por la mañana para cerrarme el pico!

Estaban los dos de pie, frente el uno del otro, él apenas

vestido con un calzón y una camisa de noche, – ella, canalla, en

su vestido de seda verde deshilachado, botines sucios de barro,

cabellos mal peinado, bajo un sombrero abierto de flores.

El Cebolla tomó un luís en un jarrón de cristal y se lo

arrojó a su hermana¸ pero ella, rabiosa, lo rechazó con el pie:

–¡No vengo a pedirte una limosna de veinte francos!...

¡Quiero al menos cien francos… Me los debes! ¡Eres mi herma-

no!

–¡Cállate, por el amor de Dios! ¡Cállate o te reviento!

As de Picas levantó los puños, y, en la actitud de una

boxeadora:

–¡Inténtalo! ¡Te rompo la cara y te quemo toda la casa!

–En fin habla… ¿Qué quieres?

Page 117: La señora don juan

117

–Ya te lo he dicho: cien francos. ¡Estoy sin un centavo!...

No tengo nada que llevarme a la boca, nada de comer, y esta

noche he tenido que dormir bajo un puente!

Él se iba ablandando:

–¡Deberías ir a casa de la madre Naumier en la Villette!

–¡Ahj! ¡Sí, la madre Naumier! Ella es como tú; una rene-

gada.

–¿No haces la calle por los grandes bulevares?

–¿Con esta pinta? ¿Con este vestido que se me deshila-

cha?... ¡No es posible!... Se debe estar más arreglada para abor-

dar a los clientes de los grandes bulevares… Lo he intentado

más arriba, en las proximidades de Belleville… Pero eso solo

funcionó unos días, y, ahora, ¡estoy tiesa!... ¡Maldita sea!

¡Cuando no se come!... ¡Comienzo a toser, y pronto mis pulmo-

nes se desharán como antes le ocurrió a la pobre Titine!... ¡Una

no es de hierro, Ambroise! ¡Una no es de hierro!

Ya no estaba rabiosa; se lamentaba, lloraba, y Ambroise

sentía las lágrimas pugnar por salir en sus propios ojos.

Sin decir nada, fue a buscar dos billetes de cien francos en

una caja, y se los entregó a su hermana:

–Toma, cógelos mi pobre As de Picas… ¡Aquí tienes con

lo que alquilar una habitación y comer durante algunos días!

Ella lo miraba, confusa:

–¡Oh! ¡Gracias… gracias…. Ambroise!... ¡Me salvas!...

¡De verdad… Me salvas!... Te pido perdón por mis insultos de

antes… ¡Perdón, Ambroise!

–¡Bah! ¡Está olvidado!... Cuando no tengas dinero, escrí-

beme… ¡No soy un ogro!

–¿Escribirte? ¿No quieres que venga a verte?

–No, Julia…. ¡Oh! ¡No por mí! ¡Por los demás!

As de Picas murmuró:

–Lo entiendo, Ambroise… Tienes razón… ¡Un caballero

se avergüenza de una hermana como yo!

Julia salió contenta y el Cebolla se echó a reír… No se re-

conocía y pensó:

Page 118: La señora don juan

118

–¡Soy idiota!... ¡Dar doscientos francos como si fuese ya

millonario!

Y, alegremente:

–¡Este acto caritativo me traerá suerte!... Emprenderé otros

negocios y ¡viva la pasta!

Tras la partida de su hermana, Naumier volvió a la cama

hasta la hora del almuerzo, y, en el momento en que se iba hacia

la mesa, la Cría-Reseda penetró como un golpe de viento en la

habitación:

–¡Eh!... ¿No me esperabas, Ambroise?

El cajero del garito parecía molesto:

–Por supuesto que no… no esta mañana… pero siempre es

agradable verte…

–¡Tienes aspecto de alguien que no dice lo que piensa!

–¡Y tú el de una damisela dispuesta a hacerme una esce-

na!...

Y, tendiéndole los brazos:

–Ven a besarme, cariño.

–No, antes de haber reccorrido tu apartamento!

–¿A qué viene esta inspección?

Ella dijo, burlona:

–Deseo ver el lugar donde ocultas a esa mujer.

–¿Una mujer? ¿Yo?...

–A esa que recibes aquí… ¡tu señorita del teléfono!

–¿Del teléfono? –pronunció el Cebolla, que se hacía el

sorprendido.

–¡Sí… del teléfono de Versalles!

La Cría-Reseda estaba muy elegante, primaveralmente

vestida, con guantes de Suecia, un vestido azul pálido de diecio-

cho botones, y sombrero de paja blanca con claveles y margari-

tas.

Ambroise buscaba una excusa, una mentira. ¿Cómo dia-

blos, sabía Jeanne que desde hacía dos meses, él la engañaba

con una muchacha encantadora, empleada del teléfono de Versa-

lles?... Sin embargo, Fanny Delpuget tomaba precauciones para

escaparse algunas veces de Chaville y venir a verlo en Paris, y

Page 119: La señora don juan

119

él, con que cuidado se ocultaba para ir a reunirse con su amante,

tanto en los bosques, como en una habitación de hotel amuebla-

do de Versalles, donde él la citaba! ¡Y hete aquí que la Cría Re-

seda sabía todo! ¡Realmente, no se lo podía creer!

La diva, cuya actitud acababa de desvanecerse, gozaba con

la cara de sorpresa de Naumier.

Ella le arrojó:

–¿Quieres que te diga el nombre de esa telefonista?... Se

llama Fanny Delpuget, y vive con su padre en Chaville.

–¿Eres una bruja? ¿Una vidente? ¿Has consultado a una

sonámbula o al ángel Gabriel?

–¡Nada de eso! La Señora Beaulardon, mi manicura, posee

una sobrina, también empleada en el teléfono de Versalles…

Fanny es su amiga intima y le ha contado cómo te había conoci-

do en Paris, en el baile de la caridad organizado por las señoritas

del teléfono… y como te habías convertido en su novio… A la

sobrina de mi manicura no le ha faltado tiempo para revelar a su

tía el secreto de su amiga, y esta, sabiendo que yo soy tu amante,

me ha contado todo… ¡Tan sencillo como eso!

Y, viendo el aspecto confuso de Ambroise:

–¡Vamos, no te hagas la víctima! Se que la Señorita Fanny

Delpuget no está en tu casa hoy. La Cría-Reseda no es celosa, y

se alegra de tus amores, especie de Don Juan… y si he venido a

molestarte tan temprano, es para traerte la pasta que me harás

revalorizar, con la otra, en tu Círculo… Parece que el marqués

de Artaban ha contraído esta noche, una importante deuda?

–¡Oh! ¡sí!... He prestado veinte mil.

–¡Lo he conseguido del animal de director! ¡Ese cornudo

se ha recuperado gracias el Último Gigoló!

Extrajo de una pequeña cartera de cuero rojo cinco billetes

de mil francos y los entregó a Naumier:

–¿Siempre el diez por ciento?

–¡Siempre!

–Caramba, prestas al cuarenta o al cincuenta…

Page 120: La señora don juan

120

–¡Chsss!... Recibirás más si a la combinación de la que me

ha hablado La Plaçade y La Templerie se agregan las del barón

Géraud y de la Prefectura…

–¡El bar Florido?

–Sí, mi ángel…

–¿Cómo en Monte-Carlo?

–¡Exacto!... ¡Cómo en Monte-Carlo!... Mientras tanto te-

nemos en el café de la Esperanza, junta a la mesa de huéspedes

de las mujeres, una pequeña ruleta…

–Es una lástima que haya jurado no volver a poner los pies

es ese tugurio de la Michon,

–¡Ven igualmente!... ¡Ella no te comerá!

Y, risueña:

–¡Oh! ¡no! Valérie y su sepulturero no me comerán… In-

cluso serán amables, pues tiene miedo de mí, los miserables!...

ah, si tú no estuvieses comprometido, mi querido Ambroise,

contaría toda la verdad sobre el asunto de Esbly.

–¿De qué te serviría eso?

–Para enchilonar a la Michon.

–¡Y procurarte un montón de problemas!... Créeme, Jean-

nette, no remuevas el pasado.. El conde de Esbly está libre, vive

feliz en el extranjero… ¡No es como si estuviese en la Prisión!

–Sí, eso es cierto… ¡Pero hay otro asunto que podría lle-

var lejos a la Michon en compañía de su Maca, del Rizos y de

Llega al Pie!... ¡Y eso es más grave aún!... Han querido asesinar

una noche a la Señorita Cloé de Haut-Brion, y, sin la Cría no

existiría lady Fenwick!

El Cebolla se alzó de hombros:

–¿Y tú crees que la Señorita de Haut-Brion, ahora lady

Fenwick, estaría muy contenta de aparecer en un proceso?

–No, y eso es precisamente lo que salva a la Valerie y a

los demás... ¡Los malditos tienen suerte!... Hasta luego, Ambroi-

se… Me voy…

Se besaron y el ex amante no intentó retener a la amante

del Sr. Victor La Templerie.

El cajero del garito esperaba a la telefonista.

Page 121: La señora don juan

121

La Señorita Fanny Delpuget, que había obtenido algunas

horas libres de su administración, llegó, emocionada, temerosa,

en vestido azul y sombrero de terciopelo negro.

¿Por qué ironía del destino, esta muchacha alegre y pru-

dente, a pesar de su pobreza, inteligente y laboriosa, se entregó

al cajero del garito, cuando su hermana Emma se convertía en la

víctima de la Sra. Don Juan? La vista de los vestidos de Emma,

sus collares, todos los regalos de la Sra. de Mirandol despertaron

la coquetería de la mayor, tal vez celos; Ambroise era un mu-

chacho apuesto, era generoso, amable, y Fanny se dejó seducir.

La caída de la virgen tuvo lugar en un restaurante, cerca de los

bosques de Fosse-Repose, testigos del duelo de las lesbianas, y

Ambrosie prometía a la telefonista el matrimonio.

¿Ejecutaría su compromiso?

Cajero y telefonista almorzaron, y, tras sus amores, Fanny

retomó el camino de Versalles.

–¡Hasta el domingo, adorada mía!

Ahora, el ex criado de Lionel, solo en su despacho de ne-

gocios, amueblado –como su habitación – a la inglesa, y ador-

nado de carteles representando jockeys y caballos de carreras,

iba a dar audiencia a su clientela.

Hortense anunció:

–El Sr. Henri Nérac.

Y, de inmediato, apareció el joven poeta esteta, con el ros-

tro angustiado, los ojos enrojecidos por los insomnios y las

lágrimas.

–¡Ah! ¡¿Sois vos? – dijo Naumier, con un tono que no pre-

sagiaba nada favorable.

–Sí, soy yo, Ambroise, –balbuceó el cliente de Blanche

Latour…

Luego, envalentonándose:

–¡Estaba desolado, desesperado!… Necesitaba tres mil

francos, y, gracias a mi amigo Albert Monjot, el pasante del Sr.

Bazinet, he obtenido por esa suma el aval del notario…

Page 122: La señora don juan

122

–¿No olvidáis que el primer préstamo de cuatro mil, fir-

mado por vos y avalado por el notario, acaba dentro de ocho

días?

–¡Oh! No lo olvido y lo arreglaré.

–A vuestra petición, señor Nérac, no he dicho nada al Sr.

Bazinet; me he comportado a vuestro favor, pero si no me pag-

áis, pagará él.

–¡Desde luego!

El joven poeta temblaba, y se veía sobre su rostro que pa-

saba por una espantosa revolución moral; dijo:

–Vos me conocéis, Ambroise… Sabéis que, a pesar del

bacarrá, soy un trabajador

El amante de Fanny, observó:

–Sí… un poeta… un caballero que compone versos que

nadie lee –según dice el vizconde de La Plaçade .

–Vuestro La Plaçade es un chulo; ¡yo, soy un artista! Se

me leerá, se me celebrará un día y voy a escribir para las Fantas-

ías Parisinas una pieza con mi amigo Monjot, ya aplaudido, bajo

un pseudónimo, en Déjazet y en Cluny.

–¿El Sr. Monjot es autor?

–Lo es y firma: «El pasante», pero, el notario Bazinet lo

ignora, y, si lo supiese despediría a Albert de su estudio…

–Mi querido Señor Nérac, si no tuvieseis otras garantías

más sólidas que estas historias de teatro, no haríamos negocios

juntos, pero con la firma del notario Bazinet, yo acepto… ¿Ten-

éis el billete?

–Sí.

–¡Mostrádmelo!

Henri Nérac extrajo un papel de su cartera y lo entregó al

prestamista del circulo:

–El Sr. Bazinet haría mejor dando dinero, pero tenía un

pesado pago que efectuar, y como yo tenía prisa… ¿Comprend-

éis, Amboise?

–Claro.

Page 123: La señora don juan

123

Ambroise examinó el valor, mientras un sudor helado di-

curría a lo largo del rosto de Nérac; luego, yendo a su caja, tomó

unos billetes azules que, muy amable, entregó al joven poeta:

–Aquí están Señor. Naturalmente me quedo con veinticin-

co luises por la comisión, el interés de un mes y el cambio…

El putero se apoderó febrilmente de los billetes y los des-

lizó en su bolsillo, apelando aún a la discreción al usurero.

Otros miembros del Cosmpolitan-Club desfilaron por casa

de Ambroise que les expidió rápidamente; y, hacia la una, el

cajero del garito, provisto de sus gemelos, salió para dirigirse al

Hipódromo de Maisons.Laffitte.

En el momento en que Naumier franqueaba la puerta co-

chera, el marqués de Artaban se apeaba del coche.

–¿Llego tarde, Ambroise, no es así? –dijo el Último gi-

goló.

–No esperaba vuestra visita, pero si queréis subir conmigo,

señor marqués?

–Es inútil… ¿Adónde vais?

–A la estación Saint-lazare.

–¡Me queda de maravilla! Regreso a mi casa, a la plaza de

la Trinidad… Os dejaré en la estación.. Subid conmigo. Charla-

remos por el camino.

Se instalaron en el cupé del aristócrata, y el Sr. de Artaban

comenzó:

–Ambroise, seré breve y leal… Os debo una suma impor-

ten y todavía necesito dinero… El único medio lógico y honesto

de saldar mi deuda es venderos mi castillo en Normandía.

¿Vuestro castillo, señor marqués? –exclamó el Cajero del

garito, deslumbrado con la perspectiva… pero ¿Cómo lo justifi-

caría?... que dirían el Sr Presidente Carolus Pater y esos caballe-

ros del círculo… verme… a mí, Ambosie, enriquecido con vues-

tros despojos?... ¡No quiero pasar por ser vuestro explotador!

–Si no adquirís el castillo y los dominios de Artaban, me

veré obligado a deshacerme de ellos de todos modos… Tanto da

que sea vuestro o que otro aproveche el negocio, Ambroise?

Page 124: La señora don juan

124

–Entonces señor marqués… ¿estáis absolutamente decidi-

do a vender?

El aristócrata suspiro:

–¡Es duro!... ¡Es muy duro! ¡Pero estoy absolutamente

decidido!

–¿Cuántos valen esas propiedades?

–Un millón doscientos mil francos, por lo bajo.

Ambroise gimió:

–¿Un millón doscientos mil francos? Eso es demasiado…

¡demasiado para mi!

Y, disciplente:

–¿Cuál es la situación exacta, por favor, señor Marqués?

–Debo quinientos mil francos de un crédito hipotecario,

doscientos cincuenta a vos, aproximadamente; dadme cien mil

francos, y de Artaban es vuestro. Y si dudáis de mi afirmación

sobre el valor de mis inmuebles, podéis tomar al instante infor-

maciones en casa del notario Bazinet, mi rival amoroso algunas

veces, pero siempre mi notario.

–¡Oh! señor marques, os creo… Creo en vuestra palabra…

¿Cuándo necesitáis ese dinero?

–Os confesaré que tengo mucha prisa –dio sonriendo, el

Último Gigoló–De ahí mi sacrificio… que sería absurdo en otras

circunstancias.

El cajero del garito reflexionó un instante, y dijo con pres-

teza:

–¿Sería demasiado tarde mañana por la tarde a las cinco?

–No.

–Muy bien, señor marqués, tendré el honor de entregaros

mañana por la tarde, a las cinco, en el Cosmpolitan-Club, los

cien mil francos que necesitáis… Sin embargo, yo…

– ¿Existe algún problema?

–No, señor marques, pero como no se sabe quién vive ni

quién muere… desearía que me hicieseis una promesa de ven-

ta… ¿Es demasiado exigir?

–En absoluto, muchacho… ¡Et natural!

Page 125: La señora don juan

125

Cajero y aristócrata pasaron por la casa del notario Bazinet

donde la promesa de venta fue puesta por escrito, firmada y va-

lidada.

Saliendo del estudio, Ambroise estaba radiante; tuvo el

buen gusto de no mostrarlo ante el aristócrata cuya tristeza era

evidente.

El coche se detuvo ante la estación Saint-Lazare; Naumier

se apeó, saludó humildemente y el marqués Achille se hizo con-

ducir a su apartamento.

Pero Ambroise y no iba al hipódromo de Maison-Laffitte,

como tenía intención; no poseía más que unos cuarenta mil fran-

cos disponibles sobre la suma a entregar al Último Gigoló, y

sabía procurarse el resto en casa del banquero Neuennschwander

y en casa de Elvire Martignac, sus habituales socios en las gran-

des operaciones.

Naumier se dirigió en primer lugar a la calle Bel-Respiro,

a casa del usurero de las damas, y, satisfecho, fue en fiacre hacia

la calle de la Victoria.

Una gran calma reinaba en el establecimiento de la Sra.

Elvire Martignac,

Varias de esas damas, tras el almuerzo, hacían la siesta en

el salón, todavía impregnado de olores humanos o artificiales de

la noche, mientras otras charlaban, trabajaban, fumaban, o leían

entre la penumbra de las persianas herméticamente cerradas.

Raramente un cliente de Paris entraba allí de día, pero co-

mo había que contar con los extranjeros y provincianos, dos

pensionistas, la morena Carmen y la gruesa y rubia Léa, perma-

necían de retén, es decir, peinadas, maquilladas y dispuestas a la

batalla del amor; sus compañeras, en camisón, con los cabellos

despeinados, los pies cómodamente en pantuflas, gozaban de un

reposo bien merecido, esperando que las lámparas se encendie-

sen y que la velada sucediese a esa dulce tarde de indolente far-

niente, llevase a la clientela y a su ordinaria, terrible e inmunda

labor.

Estaba oscuro y casi frio en esa casa de noche y sin em-

barga un bello sol de mayo brillaba fuera: se escuchaba el paso

Page 126: La señora don juan

126

de los transeúntes invisibles sobe el asfalto de la acera, y el ro-

dar de los vehículos sobre la calzada; un rayo de luz intensa pro-

cediendo del exterior, se filtraba a través de una contra de la

ventana; y era como una alegría que llegaba en ese salón tacitur-

no: en ese rayo, como una flecha de oro, giraban los átomos de

las futuras corrupciones humanas.

Ni la Sra. Elvire Martignac, ni la subjefa, Srta. Adelaide,

no desdeñaban la compañía de sus pensionistas, y durante las

horas tranquilas del día, el establecimiento de la calle de la Vic-

toria presentaba el aspecto de una auténtica casa familiar.

Nada de disciplina rigurosa, ni multas, ni reconvenciones

sin dulces conversaciones, historias amistosas, lecturas honestas

y confidencias íntimas.

Desde algún tiempo atrás, la Sra Elvire, descansando del

celo infatigable de la obrera, casi no aparecía ya durante la jor-

nada – ya no dormía nunca en la casa – y reinaba en su vida un

misterio que las muchachas nunca habían podido descubrir.

Se sospechaba que la señora Elvire vivía maritalmente con

un amante, en un retiro desconocido, - y ella dejaba hablar, con-

tinuando, sin alterarse, su misteriosa existencia.

Solo una persona conocía el secreto de Elvire: la Srta.

Adelaide; pero la subjefa amiga se habría hecho cortar la lengua

antes que traicionar a su patrona.

Ahora bien, esa tarde, hacia las cuatro, la Sra. Martignac,

en vestido de seda negra muy sencillo y cubierta con un gorro de

encajes, trabajaba en un bordado, entre las dos pensionistas de

servicio.

La gruesa Léa indicó con un gesto el rayo luminoso que

atravesaba la persiana, y dijo con un suspiro:

–Parece que en el exterior hace buen tiempo

–Un tiempo soberbio, hija mía – respondió la directora.

–¡Dan ganas de pasear por el campo!... ¡Oh! el sol, las li-

las en flor y los pájaros!

Carmen se levantó del canapé donde soñaba, fumando un

cigarrillo:

Page 127: La señora don juan

127

–¿Sabéis, Señora, que esto comienza a fastidiarme, esos

proyectos?

–¿Qué proyectos?

–¿Ese Bar Florido que no abre!... La Sainte-Radegonde

me ha contratado desde hace no sé cuantos meses, y me gustaría

mucho saber cuándo debo convertirme en andaluza.

–Ha habido retrasos administrativos, pero todas las dificul-

tades están, creo, solventadas, y el mes próximo se abrirá.

–Ya va siendo hora.

–¡A mí me ha fastidiado!– dijo la gruesa Léa – Esa conde-

nada madre Olympe no ha querido saber nada de mí, so pretexto

de que no soy lo bastante joven! ¡Tanto abra como no abra, el

Bar Florido me da lo mismo!

Aravalo, la pequeña malgache, se adelantó, grande, con su

color de broce florentino, sus cabellos encrespados, sus dientes

blancos, y pronunció emocionada:

–¡A mí también me han contratado para el Blar Florido!

pero me da mucha pena,… mucho … dejar a la Señora Elvire...

¡Es tan buena conmigo!... ¡Es tan buena con nosotras, Señora

Elvire!

–Oh, sí, por supuesto –afirmaron Léa y Carmen.

Y las demás vinieron a rodear a la jefa y repitieron a coro:

–¡Sí, por supuesto que es buena!

La Sra. de Martignac parecía feliz con la amistad tan fran-

ca y tan inocentemente expresada por esas jóvenes reclusas; y

sin embargo ¿Qué había hecho la dueña de la calle Victoria más

que las otras directoras, por sus pensionistas? Su establecimiento

estaba regentado del mismo modo que los establecimientos aná-

logos; las putas se sometían a la misma esclavitud: se les enca-

denaba con todo, con impagables deudas, que solo el azar, bajo

la forma de un cliente generoso, podían saldar!.... Entonces, ¿por

qué la Sra. de Martignac era universalmente querida cuando sus

semejantes no recogían más que odio? Es que la Sra. Martignac

siempre tenía una palabra de bondad en sus labios, y como un

rayo de sol y de amor en los ojos!

Ella respondió:

Page 128: La señora don juan

128

–¡Gracias!... ¡muchas gracias, hijas mías!... ¡Y espero que

la que me suceda, pronto sabrá, como yo, convertirse en vuestra

amiga!

Léa, una de las mejores, se arrojó emocionada hacia la pa-

trona:

–¡No nos abandonéis, Señora Elvire…

La matrona expuso que se sentía fatigada, y que, habiendo

obtenido con su trabajo los ahorros para ir a vivir al campo, o

incluso a París, en un humilde barrio, tenía la intención de ven-

der su negocio… ¡Oh! no sería sin una dolorosa pena hacia sus

queridas niñas; ¡pero la vejez no tardaría en llegar, y había que

pensar en el retiro!.

No decía la verdad, la misteriosa matrona de la calle de la

Victoria… Era por otra razón por lo que se decidió a dejar los

negocios, pero esa razón la mantenía oculta en el fondo de su

corazón.

Entró un visitante. Léa gritó, alegre:

–¡Anda!... ¡Vaya una sorpresa!... ¡El Cebolla!

Todas hicieron corro alrededor del ex amante de la Cría, y

las aclamaciones aumentaron:

–¡Hola, mi pequeño Cebolla!

–¡Hace un siglo que no se te ha visto!

–¡Desde que es banquero se ha vuelto orgulloso como ese

tipo de Artaban!

–¿Cómo, cómo Artaban? ¡El Último Gigoló no es orgullo-

so!

–No me refiero a ese Artaban

–¿A cuál, entonces? ¡No hay dos!

Carmen lanzó a Ambroise su mirada negra, esa mirada

gracias a la cual la contrataron para el Bar Florido, y dijo mimo-

sa:

–¿Me quieres a mí?

–No, a mí – dijo Aravalo.

Pero Naumier apartó el corro de putas:

Page 129: La señora don juan

129

–¡Ni a tí, Carmen, ni a tí, la morisca, ni a las demás!..

¡Jamás en pleno día, señoritas!... Hoy he venido para hablar de

negocios con mamá Martignac, si ella quiere recibirme.

– ¡Claro que sí, Cebolla!

La dueña del establecimiento condujo al Cajero del garito

a su despacho, y tras haberle escuchado prometió participar por

treinta mil francos en el asunto del marqués.

–Entonces, Señora Elvira – preguntó Ambroise – ¿puedo

contar con vos para mañana?

–Mañana temprano, los fondos estarán en tu casa, en la ca-

lle del Circo.

Naumier partió, radiante, y algunos minutos más tarde, la

Sra. Elvire Martignac, enfundada en una gabardina de color os-

curo, tocada con un sombrero de fieltro negro y velada con fal-

sos encajes, abandonó a su vez el lupanar.

A las cuatro y media, el ómnibus de “Batignolles-Jarin-

des-Plantes” dejaba a la matrona, en el bulevar Saint-Germain,

en la esquina de la calle Cardenal-Lemoine.

La Sra. Elvire Martignac era muy conocida en el barrio. Se

la consideraba como una pequeña rentista, viuda de un funciona-

rio o de un oficial.

Se introdujo en la calle Cardinal-Limoine, distribuyendo

amistosos saludos al zapatero, al carnicero, al panadero; la frute-

ra que, ante su puerta, arreglaba su escaparate con legumbres y

frutas, la paró al paso para pedirle noticias, pero la Sra. Elvire no

se detuvo más que para responder algunas palabras y retomó su

camino, caminando despacio, tal como una burguesa sencilla y

respetable con prisa para regresar a su domicilio, a su casa.

¡Su casa! la matrona llegó pronto. Era una casa negra en lo

alto de la calle, una casa tranquila, ocupada por parejas de obre-

ros y familias honradas de burgueses, abrigando allí una oscura

y patriarcal existencia.

La Sra. Martignac ya había franqueado la avenida que lle-

vaba a la escalera principal, pero una voz joven y vibrante la

interpeló:

–¿Señora Delarue?

Page 130: La señora don juan

130

Y una jovencita de veinte años, fresca y sonrosas, en falda

gris y camisola blanca, con la sonrisa en sus labios, la Srta. Ly-

die, la sobrina de la portera, salió de la vivienda.

Elvire preguntó:

–¿Qué quieres, mi buena Lydie?

–Daros vuestra llave, Señora Delarue… Michelette nos la

ha dejado en caso de que regresaseis antes que ella y ha ido a

buscar vuestro periódico.

La Sra. Martignac tomó la llave; se disponía a subir; la so-

brina de la portera la retuvo todavía:

–¡Ah! lo olvidaba, Señora… El Señor Etienne ha venido.

–¿Mi hijo?... ¿Debes confundirte?

–¡Oh! creo que no… Al no encontraros en casa, ha ido a

dar una vuelta; regresará a las cinco.

–Gracias, hija mía.

La mujer a la que la sobrina de la portera llamaba “Sra.

Delarue” y que también era Elvire Martignac, subió la escalera y

se detuvo sobre el rellano del segundo piso.

Parecía muy preocupada, e introduciendo la llave en la ce-

rradura, abrió la puerta y se encontró en una pequeña antesala

empapelada con un papel verde y que contenía por todo mobilia-

rio una fuente de mármol negro, un colgador para los sombreros

y un paragüero de castaño trabajado y decorado con un espejo.

Y luego, atravesando el comedor, burguesmente amuebla-

do de acajú, entró en su habitación.

Amueblada también en acajú, ese dormitorio tenía una

única ventana que se abría sobre la calle; se respiraba allí como

un perfume de paz y honor. Sobre la chimenea, y en marcos, se

exhibían los retratos de Etienne Delaure en todas la épocas de su

existencia: se le veía de bebé, gesticulando casi, bajo una corta

camisa de batista; luego, muy serio, de “primera comunión”,

manteniendo un cirio en su mano enguantada de blanco; luego

en su uniforme de Saint-Cyrien, tocado del sakí con las plumas

tricolores; por fin, en su gran uniforme de lugarteniente de zapa-

dores, el bigote rizado, el puño apoyado en la funda de su sable.

Page 131: La señora don juan

131

¡Y esos retratos revelaban un corazón maternal abierto a todas

las ternuras, a todas laas devociones, a todo los sacrificios!

La Sra. Elvire quitó su sombrero y su gabardina y la dobló

con cuidado extremo en el armario de espejo, un armario bien

colocado, lleno de ropa y que olía a lavanda.

Una criada de unos quince años, amable y muy limpia en

su vestido de indiana azul, la única criada que la Sra. Delarue

tuvo a su servicio en la calle cardinal-Leomine, entró en el dor-

mitorio. En una mano llevaba un ramo de lilas y en la otra lleva-

ba La Vie Populaire, una de los hojas preferidas de su ama.

–¡Ah! ¿Eres tú, Michelette? – dijo la Sra. Elvire.

–Sí, Señora; os traigo el periódico.

–Bien… ¿Y esas flores?

–Es el mes de María, Señora, y he pensado…

–¡Buena idea! Iremos a llevar el ramo esta tarde, a la igle-

sia… ¡El Sr. Etienne ha venido según me ha dicho Lydie!

–Sí, Señora, y me ha dicho que regresará hacia las cinco.

–Gracias, hija mía… Ve a llevar tus lilas al salón y ponlas

en un jarrón…

Michelette salió, y la Sra. Delarue, soñadora, se asomó a la

ventana y miró para ver venir a su adorado.

De pronto, dos brazos nerviosos la agarraron por la cintura

y un grueso beso chasqueó sobre su rostro:

–¡Hola, mamá!

–¡Etienne,! Mi Etienne, ¿eres tú?… ¡No te he oído entrar!

–¿Dónde estaría entonces la sorpresa si me hubieses oído?

Ella se volvió seca:

–¿No te había rogado que me escribieses siempre para ad-

vertirme de tus visitas?

–Si he roto la consigna hoy, es porque tengo cosas serias

que contarte, mamá.

Ella se echó a reir:

–¡Ya me conozco yo tus cosas serias! ¿Se trata de la Seño-

rita Emma Delpuget?

–Sí, madre, y vengo a pedirte que tienes que acabar, sé que

involuntaria, con tu persistencia a no querer ir a Chaville. Co-

Page 132: La señora don juan

132

mienza a parecer extraño a la familia de mi novia… la señorita

emma me parece muy cambiada!... Ha regresado… triste… y

ayer, cuando me presenté ante ella, he visto sus ojos enrojecidos,

que había llorado!

–¿Y tú atribuyes ese cambio a que yo no haya ido todavía

a pedir su mano?

–¡No a otra coas! Madre, tienes que decidierte.

La Sra. Delarue se turbó; esa visita para ella era una obse-

sión, una angustia, una tortura.

Balbuceó:

–Bien… si es así, hijo mio, iré… Te lo prometo.

El joven oficial bromeó:

–¡Oh! ¡lo sé bien!... Sería más fácil de desplazar el Arco

del triungo, o el Obelisco del… duque de Louqsor!... Pero, pue-

des estar tranquila, madre, cuando conozcas a los Depulget, en-

seguida estarás en sintonía con ellos! son peronas sencillas como

tú!, honestas cono tú, buenos como tú, ¡Os adoraréis!

–Entonces, – vaciló la señora Delarue, –¿estás decidido…

bien decidido a ese matrimonio?

–¡Vaya una pregunta!... Ya te lo he dicho cien veces y cien

veces te lo volveré a repetir: Amo a Emma… Jamás tendré otra

mujer que no sea ella… El Sr. Delpuget puede ahora asegurar a

su hija la dote reglamentaria… Así pues, no hay obstáculos!

–¡Iré!... Etienne, iré!

–¿Mañana?... Es domingo.

–¡Oh! ¡mañana no!

–¿Por qué?

–Necesito preparar una visita así… y además, no tengo

nada que ponerme… Quiero comprar un vestido, un sombrero

conveniente, pues tengo que dejarte bien!

–¿Cuándo, entonces?

–Dentro de ocho días.

–¿Seguro?

–¡Te lo juro!

–¿No buscarás ningún pretexto para no retrasar la visita?

–No.

Page 133: La señora don juan

133

El lugarteniente tomó a su madre en sus brazos y la besó

con rabia:

–¡Toma!... ¡toma!... ¡toma!... Esto es por tu palabra!

La Sra. Elvire reía con todo su corazón:

–¡Bribón! ¿Quieres dejarme?

La dejó sobre el parqué, suavemente, y la besó una vez

más:

–Ahora, madre, hasta luego! ¡Me voy a Vicennes!

–¿No quedas a cenar conmigo?

–¡No puedo! ¡Estoy de servicio!

Cuando partió, la Sra. Delarue se precipitó a la ventana pa-

ra seguirle con la mirada.

Etienne era su vida, su único amor, su única esperanza, su

religión.

Gracias a los regales de la Sra. don Juan, Emma, una vez

en Chaville, tenía la dote reglamentaria que el ejército exige a

las esposas de los oficiales.

Page 134: La señora don juan
Page 135: La señora don juan

135

VIII

EL CASTIGO DE UNA LESBIANA

Ahora bien, esa noche, a las siete, en el Café de la Espe-

ranza, completamente remozado, Valerie Michon, muy digna en

un vestido de seda verde y gorro de encajes negros, saludaba a

los invitados de su mesa de huéspedes, una mesa para mujeres,

recientemente inaugurada y a la que la policía ya le tenía el ojo

echado.

Las malas lenguas del barrio pretendían que allí sucedían

cosas “atentatorias contra la moral pública”; pero la amante del

Gran-Maca dejaba decir, feliz de ofrecer hospitalidad a toda una

población femenina y galante, que venía por las noches a tomar

su comida en la mesa, y quedándose por la noche con las persia-

nas cerradas, en torno a la ruleta organizada por el Cajero del

garito.

¡Oh! muy sencillas, esas cenas donde, por la modesta su-

ma de dos francos cincuenta, se comía un potaje, dos platos a

elegir, un postre y media botella de vino. La gerente sacaba las

ganancias con el café, los licores, los extras, y, sobre todo, con

el bote de propinas: se observaban allí habituales, cuyo cubierto

era puesto todos los días, y luego, a menudo, actrices, bailarinas,

amazonas, casquivanas, burguesas excéntricas, e incluso busco-

nas como la Licharde y As de Picas, la hermana de Ambroise;

unas grandes damas iban allí también de incognito, y entre ellas

se distinguía como la más asidua y la más intrépida, a la prince-

sa Huguette Vorontzow, ex baronesa de Mirandol.

La Sra. Don Juan llegaba, casi siempre vestida de hombre,

y encendía todos los ojos con su mirada embrujadora. Es fácil

comprender que la altiva princesa no acudía a casa de Valerie,

atraída por el lujo de una comida de dos francos cincuenta. Des-

de su ruptura con Emma, que tuvo lugar al día siguiente de la

visita nocturna de su marido, ella acudía a recoger miradas in-

flamadas, labios húmedos y rojos, pechos medio desnudos, a

embriagarse de las voluptuosidades fragantes de todas esas car-

Page 136: La señora don juan

136

nes de mujeres, y elegir, al albur de su capricho, para arrojar el

pañuelo.

Muy alegre, y en absoluto avara, representaba la más

grande limosna de las putas y el bote.

En la mesa, jamás admitía a un hombre, pero, después de

la cena, cuando esas damas pasaban a la mesa de la ruleta, una

puerta se abría misteriosamente ante el vizconde de La Plaçade,

lord Fenwick, el marqués de Artaban, Perrotin, La Templerie,

Neuenschwandr y algunos otros del sexo fuerte.

Eran las nueve, y las asistentes, la venerable Sainte-

Radegonde, en vestido y sombrero violeta, de un violeta episco-

pal, Julia Naumier, llamada As de Picas, más fresca que de ordi-

nario, bajo un corsé negro y una falda roja, unas casquivanas, la

rubia Louise de Tibermont, y la morena Jacqueline des Glaïeuls,

y otras blasonadas del lecho se amontonaban alrededor de la

ruleta. El cajero del garito, en esmoquin y corbata negro, cerca

del Gran Maca, en levita oscura, corbata de blanco, como un

inspector del Louvre o del Buen Marcado, anunció intensamen-

te.

–¡Señoras, hagan juego!

Pronto tuvo que cambiar y decir: «Señoras y caballeros»,

pues llegaron juntos Espejo y Reginald, y sucesivamente el ar-

quitecto Perrotin, Jacob Neuenschwander, el usurero de las da-

mas, el poeta Nérac, Albert Monjot, El pasante, autor dramático;

pero el conjunto no se animo hasta medianoche, a la salida de

los teatros, con la princesa Vorontzow, el director La Templerie,

Blanche Latour, Mathilde Romain y las hermanas Arrisson.

–¡Cinco luises al 11! –declaró Huguette.

–¡Cinco francos al rojo! – continuó el joven Nérac.

Se oía el tintineo de la bola de marfil sobre el cilindro en

movimiento, y luego la voz de Ambroise:

–¡3! ¡Rojo! ¡Impar y falta!

–¡25! ¡Negro! ¡Impar y pasa!

En un rincón, Valerie entrevistaba al doctor Gédéon:

–¿Y mis cien francos?

Page 137: La señora don juan

137

Entre esos dos seres había, se sabe bien, no un cadáver, si-

no una vida, Jeanne, llamada la Cria Reseda, hija natural e igno-

rada del marqués de Artaban y de la duquesa Daisy de Louqsor,

nacida Hopkins. El doctor Hylas recibía una gran suma mensual

del padre de la duquesa, siempre en New York, del hombre que

tuvo la idea de hacer pasar por muerta a la criatura, y de la que

él ejecutó la orden, confiando a Jeanne a la Michon.

Gédéon –sobre la importante suma –entregó mucho tiem-

po cien francos al mes a la madrastra, pero ahora consideraba

inútil continuar haciéndolo.

–¡Ya no recibo nada más –dijo él – y además, Jeanne, ar-

tista-lírica, no os cuesta ya un centavo!

–¡Ella me ha costado horriblemente cara, señor doctor!

Se lamentó, lloriqueó, Gédéon no quería abrir su bolsa y

caminó hacia la ruleta. ¿Qué temía el médico? La mujer ignora-

ba la historia de Jeanne, y él, que no sospechaba la paternidad

del último Gigoló, aceptaba y guardaba los dólares de William

Hopkins, se guardaba chantajes futuros contra la duquesa de

Louqsor, abrigando su infamia detrás del secreto profesional.

As de Picas, siempre atrevida, lo veía acercarse:

–¡Vaya, el doctor Muerte a las Mozas!

Era así como, entre el pueblo, entre las putas y las sirvien-

tas, se llamaba al doctor Gédéon, bautizado en su club: «El Po-

bre Ovarista» – e Hylas justificaba los dos vocablos de argot

callejero y barrio.

La princesa Vorontzow arrojaba billetes azules y luíses de

oro sobre la mesa de la ruleta, y los ojos de As de Picas brillaban

de codicia.

Huguette observaba a la puta. Un deseo insano la exaltó y

fue hacia ella:

–¿Vuestro nombre?

–Julia, Señora princesa… Julia, y la bomba, As de Picas.

¿Deseáis mi tarjeta?

-¡Con mucho gusto!

Page 138: La señora don juan

138

La Sra. Don Juan dio una cita a la hermana de Ambroise y

salió, muy risueña, con esta tarjeta original y significativa de la

asidua al Bol de oro:

Algunos minutos después de la partida de la lesbiana, el

príncipe Vorontzow entraba con el marqués de Artaban y susu-

rraba al oído de su amigo:

–¡En tanto que la Sra. de Mirandol se llamé princesa Vo-

rontzow, y aunque el divorcio no se haya hecho efectivo todav-

ía, no tiene derecho de ensuciar mi nombre! ¡Se lo he dicho; se

lo he enviado por escrito, y si la sorprendo la corregiré!

–Príncipe, amigo mío, se nos observa – dijo el Último Gi-

goló – Calmaos. Además, como veis, no está aquí…

–¡Estaba allí!

No hicieron más que entrar y salir, y, fuera, el marqués

Achille se las ingeniaba para apaciguar al atamán de los Cosa-

cos.

Al día siguiente por la noche, Ambroise Naumier, avisado

por la policía, temiendo ciertas historias y no queriendo com-

prometer su reputación en el Cosmopolitan-Club y el futuro del

Bar Florido, cerró, a pesar de las ventajas, su ruleta en casa de

la Michon.

Esa misma noche, en el Café Egipcio, el príncipe Dimitri

tenía una nueva prueba de la conducta impropia de su esposa –

noticias de impudicias de Huguette con As de Picas.

La precedió al palacete del bulevar Malesherbes y la es-

peró allí.

JULIA

♠ 58-bis, Impasse Rodier

Page 139: La señora don juan

139

Ella apareció.

Con un gesto, sin mediar palabra, Vorontzow ordenó a su

esposa que caminase ante él y bajase por la escalera que conduc-

ía al templo de los amores.

El atamán de los Cosacos y la princesa Huguette llegaron

al salón rojo, iluminado como para una fiesta.

La Sra. Don Juan gruñó:

–¿Hablaréis al fin, señor? ¿Qué queréis de mí?

–¡Vais a saberlo!

Y lentamente, como un juez indicando a un criminal la in-

exorable sentencia:

–Señora, yo os amaba, yo os adoraba con toda la devoción

que tenemos allá, en nuestro helado país, por nuestros santos y

familiares iconos!... ¡Por vos, habría dado mi sangre… mi vi-

da!... No habéis comprendido, o si lo habéis hecho, habéis des-

preciado ese grande, ese religioso amor, y os habéis arrastrado y

todavía os arrastráis aún por el fango el apellido Vorontzow, ese

apellido ante el que las frentes más altas se descubren en Rusia,

como en Francia… Una primera vez, he dudado… Me he aleja-

do… Os lo he dicho, os lo he escrito, ordenado respetar mi ape-

llido hasta el día del divorcio, y como vos acabáis aún de manci-

llarlo con una puta, ¡quiero que os sometáis al merecido castigo

de vuestra ignominia!

A pesar de su gran valor y su orgullo natural, la lesbiana

se estremeció, pero de repente, dominando su debilidad, se en-

frentó al aristócrata:

–¿Queréis matarme?... ¡Intentadlo!

Él replicó altivamente:

–¡El príncipe Vorontzow no es un asesino! ¡Solo quiere

ser un justiciero! Mis antepasados tenían el derecho de la alta y

baja justicia sobre nuestros dominios; ¡es un derecho que quiero

recuperar hoy! ¡Ante un crimen vergonzoso, un castigo infaman-

te! Señora, os reservo el castigo infligido a nuestros siervos, a

nuestros mujiks, ladrones, criminales y felones: ¡el knout!

Page 140: La señora don juan

140

Huguette saltó hacia atrás, no creyendo en la ejecución de

la amenaza, pero ante la terrible mirada de su marido, ella gritó

espantada:

–¿Tal suplicio? ¿A mí?... ¡Oh! ¡no os atreveríais!... Antes

de ser princesa Vorontzow, era baronesa de Mirandol y soy de

raza ilustre, ¡tan ilustre como la vuestra!... ¡Señor, recordad que

estamos en Francia, y que en Francia hay una justicia!

–¡Invocadla, pues, Señora! ¡Yo asumo la responsabilidad

de mis actos! ¡Lo he dicho y lo ejecuto!

Dio dos fuertes palmadas, y de inmediato, vestidos con

blusas verdes sujetas a la cintura por un cinturón de cuerda, bo-

tas de cuero ruso, tocados con gorros de piel, barba oronda y

rostro serio, aparecieron los dos mujiks devotos al príncipe Di-

mitri, como lo eran a Huguette, Akmé y Aïssa, las dos negras.

Vorontzow les preguntó:

–Zamor… Sinéreï, ¿estáis dispuestos, hijos míos?

–Sí, padrecito – dijeron los mujiks presentando el knout

con siete correas y un paquete de cuerdas.

–¡Adelante, hijos míos! Tú, Zamor, te encargarás de azo-

tarla.

La reina de Lesbos se mantenía inmóvil; pero sus dientes

castañeaban de espanto y su rostro estaba lívido.

El atamán ordenó: ¡Señora, desvestíos hasta la cintura!

–Jamás –rugió la princesa Huguette.

–¿Preferís que mis mujiks os pongan la mano encima?

Y a sus servidores:

–¡Vamos!

Zamor y el otro avanzaban, pero la lesbiana les detuvo con

un gesto murmurando con voz sorda:

–¡No!... ¡no!... ¡Obedezco!... ¡Obedezco!

Bajo la mirada del marido, viendo que no tenía ninguna

piedad que esperar, se desvistió y apareció desnuda hasta la cin-

tura.

–¡Adelante, muchachos! – exclamó Vorontzow.

Page 141: La señora don juan

141

Sinéréï ató los puños de Huguette y fijó la cuerda a una de

las columnas del Templo; Zamor levantó el knout, se situó junto

a la gran dama, dispuesto a golpear.

–¡Ya! –dijo el alamán de los Cosacos.

Entonces, las correas vibraron y se abatieron marcando de

rojo las blancas espaldas de la princesa Huguette y los riñones

voluptuosos, la «línea» –orgullo de su belleza.

Impasible, Vorontzow cruzaba los brazos, mientras la les-

biana se retorcía, emitiendo aullidos salvajes.

Al tercer golpe de knout, se desvaneció…

El príncipe detuvo el castigo, llamó a un timbre y ordenó a

las negras que acudieron:

–¡Cuidad a vuestra ama!

Y el atamán de los Cosacos salió del Templo de las luju-

rias, escoltado por sus servidores.

FIN

Esta novela se acabó de traducir en Pontevedra, en julio

2014