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    Héroes, la Historia la ganan los que escriben : antología de ficción /

    Horacio Roberto Fernández ... [et.al.]. 1a ed. Ciudad Autónoma deBuenos Aires : Ministerio de Cultura de la Nación, 2015.

    190 p. ; 22x16 cm.

    ISBN 9789873772405

    1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. 3. Relatos. I. Fernández, Horacio RobertoCDD A863

    Fecha de catalogación: 15/07/2015

    • Coordinación editorial: Inés Kreplak

    • Asistencia editorial: Juliana Portilla

    • Diseño gráfico y diagramación de tapa e interiores: Pablo Kozodij

    • Ilustraciones de tapa y logo: Lula Urondo

    • Ilustraciones color Microrrelatos: Diego Figueroa

    • Ilustraciones color Cuentos: Pablo Pérez

    • Agradecimientos: A los prejurados del concurso Nina Jäger, Agustín Montenegro y Matías Raia. A Martín

    Smoje, Gaby Comte y a todos los compañeros de la Secretaría de Políticas Socioculturales que colaboraron

    con la realización del Concurso Federal de Relatos: Héroes "La Historia la ganan los que escriben".

    • Coordinador Programa Letras Argentinas: Daniel Mapelli

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    Es una extraordinaria alegría impulsar desde el Ministerio de Cultura de

    la Nación la edición de esta antología de relatos finalistas del concurso federal:

    “Héroes, la Historia la ganan los que escriben”. Tres mil historias participaron y

    hoy, a través de la Secretaría de Políticas Socioculturales, treinta de ellas se publi-

    can por primera vez para llegar a nuevos lectores. Sin duda fue un desafío reali-

    zar la selección entre relatos escritos por miles de argentinos y argentinas desdetantos y tan distintos puntos del país. Historias intensas, imaginadas, soñadas,

    susurradas, transitadas, historias que en todos los casos necesitan ser contadas y

    merecen ser leídas. Por eso agradecemos el esfuerzo del jurado, compuesto por

    Leonardo Oyola, María Pía López, Félix Bruzzone, Juan Diego Incardona, Marina

    Mariasch, Damián Selci, Cristian Alarcón, Mariana Enríquez y Cecilia Palmeiro,

    que tuvo a su cargo la responsabilidad de elegir entre extraordinarias historias,

    narradas en forma de cuento, microrrelato o crónica, de acuerdo con las bases

    del certamen. Y agradecemos de todo corazón el aporte de quienes nos honraron

    con su participación; no todos ganaron esta vez el concurso pero ganamos todos

    cuando los argentinos escriben sus historias.

    Los relatos llegaron desde Alta Gracia, Laprida, Plottier, Resistencia, Be-

    razategui, Martínez, San Fernando del Valle de Catamarca, San José del Rincón,

    San Miguel de Tucumán, San Juan, Campana, La Plata, Mendoza, por nombrar

    solo algunos de los lugares de donde provienen las voces que aquí se presentan.

    Voces que se dieron permiso para dejar el ámbito de la intimidad y salieron acircular. Voces que encuentran, como nunca antes, espacios colectivos donde

    pueden completar su sentido toda vez que son leídas por un otro que vuelve a

    recrearlas en cada lectura. Es maravilloso comprobar hasta qué punto ha vuelto a

    tener valor la palabra: el valor de ser compartida, de ser sostenida y también de

    ser discutida porque, sin dudas, esto es necesario para continuar construyendo la

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    Argentina que siempre hemos soñado ser: plural, inclusiva y solidaria. El acceso

    cada vez más igualitario al ejercicio de la palabra y su difusión es un derecho

    conquistado. El impulso y el fortalecimiento de voces antes excluidas de la esfera

    social ha sido una política permanente del Estado nacional. Los presidentes Nés-

    tor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner nunca dejaron de trabajar en esa

    dirección por el país que hoy tenemos, implementando políticas socioculturales

    con las que logramos sacar fuerzas de nuestras propias cenizas para recorrer el

    camino de los héroes, que saben que el sentido es siempre colectivo.

    Es imprescindible que la palabra sea de todos y cada uno de nosotros. Conmucho esfuerzo volvimos a ser protagonistas de nuestra historia; sigamos escri-

    biéndola para no dejar que unos pocos la escriban en nombre de todos. Sigamos

    escribiéndola para continuar viviendo con paz, con crecimiento, y sobre todo

    con el gran amor hacia el otro que significa construir la justicia social. Porque

    solos somos muy poco, pero juntos podemos continuar escribiendo una historia

    de la que podamos estar orgullosos cuando, dentro de muchos años, nuestros

    nietos se la cuenten a sus hijos.

      

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    ó (1992). Obtuvo el primer premio

    en la categoría microrrelato del Concurso Fede-

    ral de Relatos “Héroes: la Historia la ganan los

    que escriben”.

    Estudia Letras Modernas en la Universidad

    Nacional de Córdoba.

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    Bajaron de las naves los célebres hijos del Padre blanco. Vinieron de Ex-

    tremadura a perlar el imperio, a hacerse dueños de cuanto abarcara el ojo desde

    las terrazas del mundo bautizando las costas, hendiendo la tierra, sometiendo al

    toloache y la coca en nombre del que a veces es tres y a veces uno.

    Cuauhtémoc, el Alto Jefe, despertó entre el sopor argentino. Había en el

    aire la furia de esos hombres con sed de fama, llegados de la tierra de donde na-cen los corceles, cubiertos con placas, invulnerables.

    Su hijo —que por armas había escogido la flecha, el arco y la aljaba de cace-

    ría, y que guardaba en viales de madera, para hacer más letales los disparos, los

    venenos de las fuerzas de la selva— entró en la tienda, agitado y a los gritos. Las

    huestes estaban listas. Cuauhtémoc negó con la cabeza, sonriendo. Se vistió y sa-

    lió a la noche. En la plaza abrazó al sauce, un milagro breve, y caminó luego hacia

    el mar, con la solemnidad de la sierra al encuentro de los bravos, practicando una

    reverencia; y en un instante, como un pasado resuelto, la sangre parda se somete

    a la fiebre; la tierra abre el pecho para la estampida de los sementales; las niñas

    se doblegan a los nuevos graves péndulos. La pluma del Quetzal en la aureola de

    Cristo; la impotencia, más al sur, del astro inca.

    Los monos lloran en las copas de los árboles.

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    La Orden baja en caballo por una colina, ahora ennoblecida por el oro de

    los uniformes. No son más de veinte y en la punta desfila el capitán. Lo patricio

    de su armadura se distingue a la legua: grabada, como ciertos géneros ricos, con

    motivos religiosos y bélicos, y adornada con pedrería turca. Está enamorado, sin

    que nadie sepa, de las dos hijas púberes del verdugo de la capital, y las corteja

    siempre discreto y por separado. Levanta la mano derecha y ordena, así, que sedetengan. Desmonta y camina hasta el arroyo: trago fresco del agua Mosela.

    Baja también de su caballo el segundo en armas, el pastor-de-lobos, y se

    arrima a la rivera en calma. Ya cerca, pone una mano sobre el hombro del ca-

    pitán, se encorva para decirle unas palabras al oído, y con la otra lo apuñala,

    cuchilla grande de matarife justo debajo de la axila, donde las placas de metal

    no llegan. Lo desviste y vuelve al sendero. Se reanuda la marcha. Los soldados,

    por mandato, ni se quejan ni vitorean, se quedan en silencio. El cuidador-de-ca-

    narios, ahora segundo en armas, se pone al flanco del nuevo capitán y le estira

    una bolsa de cuero con el dinero que los amotinados ofrecían al primer valiente;

    monedas de ese reino y de otros, por ingenio hidráulico labradas con Atreo y De-

    mofonte, con los portones de Solaris, con flores de lis, con escarabajos y tigres.

    En el centro del dolor, yéndose en sangre en el arroyo, un hombre casi

    desnudo sabe ahora que sólo la más chica, Jimena, vale tres Jerusalén, con sus

    montañas y santuarios, con sus faunos, sus cardos, sus postres hechos con leche

    de oveja y nueces. Comprenderlo vale una muerte. El verdugo sabrá entender.

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      (1968). Obtuvo el segundo premio en

    la categoría microrrelato del Concurso Federal de Re-

    latos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”.

    Es profesora en Letras (UNSJ). Trabaja como

    columnista de El nuevo diario y coordina la ONG “El

    arte nos une”. Publicó la novela Examen final (2008)

    y el libro de cuentos Miradas (2012).

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    “Siéntese y espere”, le dijo la empleada de mesa de entrada. Las 4 de la

    tarde y a ella ni un sorbo de agua le pasaba. Gente sentada, caminando, médicos,

    gente en silla de ruedas, gente con barbijo. Habían salido a las 8 de la mañana de

    San Juan después del llamado: “Hay uno y sos compatible. ¿Podés estar en Bue-

    nos Aires mañana a las 10hs?” “Sí”, dijo él y ninguno de los dos durmió.

    Una heladerita de telgopor entra por la puerta del Hospital. Una heladeritacon faja de seguridad, sellos y firmas. El hombre que transporta la heladerita

    aguarda ser atendido. Ella sale del sopor, advierte la presencia de la heladerita,

    cofre de los deseos, pregunta qué lleva ahí y el hombre le contesta: “Un riñón

    hay, un operativo de trasplante”. Ella le dice: “Ese riñón es para mi amor” y le

    pide permiso para darle la bienvenida.

    El hombre le aproxima la heladerita sin soltarla, ella le habla: Hola, no sabés

    lo que te hemos esperado, ahí estás frío y oscuro pero hay un señor muy valiente

    que te ha hecho un bolsillo calentito y te va a cuidar mucho.

    Tiempo después, cuando el riñón arrancó, y todos festejaron la libertad

    de haber cumplido la condena de cinco años de diálisis, cuando la ciencia apro-

    xima la salud pero sólo la tatúa la fe, cuando agradecer al donante es la llave que

    abre la cárcel, uno se da cuenta de que los sueños pueden viajar perfectamente

    en heladerita.

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    —La chica viene conmigo, oficial.

    —¿Exposición?

    —No, no, exposición no. La Meli viene a hacer la denuncia. De-nun-cia.

    —No tiene nada.

    —¡¿Cómo que no tiene nada?! Meli, sacate el pañuelo del cuello. Mire las

    marcas: dos manos le estuvieron haciendo cariño. ¿Puede creer usté?—¿Cómo se llama?

    —¿Yo? Victoria López desde que me dieron mi DNI, tome, acá está. Victoria

    porque lo considero un triunfo. ¿López? Por mi abuelita Encarnación, la madre

    de mi papá que era policía como usté. La Encarna le dio de escobazos cuando

    lo vio pegarme a los 7 añitos porque andaba con tacos jugando a las muñecas.

    Por puto, pum, el cachetazo en la jeta que me tiró al piso y al quererme patear,

    ahí vino la Encarna y santo remedio. De ella heredé eso de Mujer Maravilla y

    defender a la gente. Mientras mi abuela vivió, estaba protegida, pero a los 15 me

    echaron de mi casa. “A la cochina calle”, me dijo el viejo. “Cuando me llamen de

    la comisaría, no voy, me entendiste, te dejo que te cojan por puto del orto”. Así

    me dijo mi papá. ¿Puede creer usté?

    —¿Domicilio?

    —Barrio Manantiales, monoblock 3. Yo vivo abajo, la Meli arriba.

    —¿A quién se denuncia?

    —Al Torito, el verdulero que hace box, el morrudito pelo crespo, el que leincendió la verdulería a la Carmela por la competición. ¡Y la Melina se mete con

    él! Linda la Meli, terminó el secundario de noche. Pero se quedó embarazada del

    Torito. ¡Ya tiene un año el nene!.

    —Describa el hecho.

    —Yo venía sintiendo escándalos y gritos hace rato, oficial, pero cada uno

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    en su casa y dios en la de todos, decía mi abuela. Anoche, los gritos crecieron al

    pedido de auxilio. En dos zancadas subí la escalera y eso que con taco aguja, la

    Meli colgada de la baranda, y el Torito que la tenía del cogote como una gallina.

    Soltala, le dije. “Salí de acá, puto del orto” Soltala, insistí, y pasó lo de la abuela

    Encarna y los escobazos.

    —Ah, entonces, usted intervino.

    —¿Yo? Naaquevé. Fue la Mujer Maravilla. ¿Puede creer usté?

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    Como chofer de la empresa de colectivos, el Sapo, unía el Centro con Mar-

    quesado por la Libertador y paraba en la puerta del Regimiento.

    —Sapito buenudo. ¡Cómo le vas a prestar la firma al Gómez para sacar un

    crédito! ¡Te clava, seguro!

    —Le quiere festejar los 15 a la hija… ¡Vos no tené sensibilidá! ¿Cómo te fue

    con el nocturno?—¡Callate, un movimiento! Operativo que le dicen. Me pasó un falcon que

    entró arando al Regimiento. Pero en Buenos Aires es la cosa. ¿En San Juan? Y…

    en San Juan, no pasa nada, Sapito.

    El Sapo hacía nocturnos, horas extras, cubría los descansos de sus compa-

    ñeros para juntar plata, quería comprarse un Siam di Tella. Esa noche de junio,

    con el frío castañeteando los dientes, al dar vuelta frente al cuartel divisó una

    sombra en la acequia.

    —Señor, señor —una mancha de sangre con las manos atadas le hablaba.

    —Subí, pibe, escondete en el último asiento —dijo el Sapo sin dudar.

    A las dos cuadras, unos soldados, detuvieron el colectivo.

    —Ah, es el Sapo. ¿Cómo andamos los de Boca?

    —Y… ¡Con el Toto a la final! ¡Este año salimos campeones!

    —¡Sapito agrandado! ¿Te estás robando el Mercedes?

    —El patrón me lo deja llevar cuando al otro día me toca en la mañana.

    —Ah, sos chupaculo, andá nomás.Cuando el espejo retrovisor le devolvió la nada, el Sapo habló:

    —Muchacho, la única solución es que te tiré al tren. Yo pongo el colectivo

    pegado cuando haiga salido de la estación, vos te subí al capó y saltá, saltá, ¿me en-

    tendé? Tomá, limpiate la cara. ¿Tenés hambre? Me sobró un sánguche de milanesa.

    Las hace rica la Gladys, tenemos tres hijos. No sé quién sos, no quiero saber, vas a

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    zafar. Shhh, nada, no me contés, no llorés, maricón.

    El humo de la locomotora empezó a traquetear. El 1114 detrás de unos ár-

    boles, arrancó. Un bulto de heridas y sueños se lanzó y cayó con los dedos en V.

    El Sapo pensó que en julio se compra el Siamcito.

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      (1944). Obtuvo el tercer premio en la

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    latos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”.

    Actualmente vive en Campana. Es Ingeniero Quí-

    mico (UNL) y es Profesor en la Universidad Tecno-

    lógica Nacional. Publicó Hacia el Renacimiento Edu-

    cativo (2006) y Universidades para el Siglo XXI  (2010).

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    El bus parecía que se iba a parar. El camino era de tierra y el viento azotaba

    la luneta. Las ventanillas no cerraban y entraba aire caliente y saturado de tierra.

    Luis, el viajante, un auténtico héroe por sobrellevar ese ir y venir por los pueblos

    de La Pampa en esos micros descangayados, conversaba con Zoilo y con Damián

    que manejaba con una mano mientras cebaba mate.

    Zoilo contaba que ya no podía trabajar, dominaba a los potros pero más deuno lo tiraba y cuando la caída era sobre el pescuezo y a la izquierda, sobre el

    hombro y brazo, donde los huesos estaban fuera de lugar y no se podían acomo-

    dar, hacía que el dolor durara semanas.

    Damián le preguntó qué iba a hacer y la respuesta fue un silencio triste se-

    guido de “nada más que envejecer haciendo changas para comer”. Luis, que lo

    había conocido de un viaje anterior sin tierra pero con lluvia, acollarados bajo un

    paraguas, interrumpió para preguntarle por su hijo. Zoilo lo miró y dijo: desde que

    no está Rosa, el pibe se las toma meses y vuelve cada tanto a ver si todavía vivo.

    Siguieron en silencio respirando tierra hasta que entraron en un pueblo de

    una docena de casas y pararon frente a la tienda que era también bar y ferretería.

    Ahí Luis entregaría bulones, tornillos, cables, alpargatas y lamparitas, le pagarían

    con un cheque a sesenta días, lo convidarían con un fernet con hielo y agua, irían

    los tres al baño, Damián recibiría su paquetito con el sándwich y la coca helada y

    Zoilo su salame casero semanal, pan y un bidón de jugo que el puestero le regalaba

    porque le gustaban los caballos y lo había admirado. Cuando el bus arrancó, Luispensaba en su vida, que era una especie de epopeya tan solo transitarla, que quizás

    estuviera contribuyendo a algo con su trabajo, mover la economía, que alguien pue-

    da arreglar el velador, comprender que la patria pasa también por Zoilo y por quien

    ahora le alcanzaba un mate, que no pudo tomar porque casi se había dormido.

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    Esperé toda la semana para lo que estaba haciendo de la mano de papi. Cada

    vez me sentía más rodeado de gente que caminaba como nosotros, nerviosos y

    casi corriendo. Algunos con gorros, camisetas o banderas. Otros vestidos común

    pero con la misma ansiedad que la mía. Mi abuelo me había contado que papi iba

    sin ningún grande con dos pibitos de cinco como él. Yo había escorchado desde

    los cinco, durante tres años, para hoy, al fin, poder ver un partido en serio, noen la tele. Pasamos unas vallas con unos tipos grandotes que nos hacían levantar

    los brazos para palparnos, buscaban bengalas o petardos. Pasamos otro control

    y salimos al estadio que aullaba. No había visitantes pero yo sabía que algunos

    se las arreglarían para gozar si no ganábamos. El empate era nada, valía ganar.

    Nos costó subir y llegar casi a la mitad. Yo me veía más chico frente a tanto mu-

    chachón desorbitado y empecé a sentir miedo. Papi se dio cuenta y me alzó en

    brazos cuando entraron los nuestros y el estadio tronó muy fuerte con rugidos

    que se entrecruzaban desde los cuatro costados.

    Cuando sonó el pitazo ya temblaba. Abría grande los ojos cuando cruzá-

    bamos la mitad de la cancha y me paraba en puntas de pie o pedía upa. Cuando

    avanzaban los contrarios me acurrucaba contra las piernas de papi para no mirar

    demasiado aunque espiaba y si llegaban al área sufría en un frenesí creciente de

    desesperación si pateaban al arco. Después el alivio porque la teníamos nosotros

    y así, oscilando mi ánimo, pasaron los 90 y dieron 3 más. El 0 a 0 parecía clavado

    pero yo grité fuerte “vamos a hacer un gol vamos gol, gol, gol” y el grupo que nosrodeaba empezó a seguirme “gol, gol, gol” y la ola creció “gol, gol, gol” y todo el

    estadio rugía “gol, gol, gol” y de pronto, sí, un tiro a la ratonera desde 30 metros

    gol, gol, gol y sentí que lo había hecho yo. Los de alrededor me alzaron en andas,

    era el héroe impensado de la tarde en que el gol se celebró antes.

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    “El fuego avanza” grité mientras me abría paso entre el calor y el humo ya

    sin agua. Estaba de estreno con el traje ignífugo que permitía que me vistiera de

    héroe y me mandé porque oía una voz desesperada pidiendo auxilio. Vi un hom-

    bre mayor abrazado a un bebé. Atiné a tirarle una manta y a hablarle para tran-

    quilizarlo mientras estudiaba cómo podría acercarme lo suficiente para sacarlos

    de allí. Con el hacha rompí un mueble grande atravesado y ya estaba atándolopor las axilas bien cubiertos con la manta ignífuga los dos dejándoles libre las

    puntas de las narices. Empecé a tirar de la soga y llegué al balcón que crujía. Mis

    compañeros desplegaban la otra manta, la elástica. Los tiré para que cayera el

    viejo de costado con el bebé arriba. Cuando los sacaron y volvieron a desplegar

    la manta me tiré yo y no recuerdo cómo caí.

    Despertaba ahora en el hospital. Me sentía como en una nube cuando sonó

    una voz cálida, era Beatriz, pero no pude verla. Tenía toda la cara vendada con una

    oreja afuera. No pude tocarla ni tocarme porque mis dos manos estaban vendadas,

    ni hablar pero sí oír como una melodía la voz de mi amor: “Estuviste dos días

    inconsciente, te van a salvar un ojo y una estética te va a arreglar la cara, sobretodo los

    labios y la boca”. Yo la miraba sin verla y pensaba que había hecho fuerza para sa-

    livar mucho y mojar la carita del bebé bajo la manta. Ella seguía tratando de darme

    ánimo: “Te pondrás bien, en una semana vas a empezar a notar cambios. Los injertos

    van bien, disminuirán la medicación y los vendajes. Tus compañeros quieren verte pero

    tendrán que esperar”. Siguió el silencio que ella hizo para comunicarnos mejor. Sesentó a mi lado, apartó la sábana, masajeó con suavidad mi pecho, se inclinó sobre

    mi oreja libre y dijo lo que esperaba: “Los dos están bien, vos los salvaste mi amor, mi

    héroe”. Con un súbito palpitar acelerado seguido del ritmo suave que inducían los

    remedios le trasmití emoción y paz y también que estaba feliz, muy feliz.

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     ,   (1987). Es Li-

    cenciado en Comunicación Social. Integra proyec-

    tos de investigación sobre los estudios de comuni-

    cación en la Argentina. Se especializa en violencia

    política y DD.HH.

    *La historia de un clandestino

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    La mañana oscura del 7 de agosto de 1974, un hombre camina con las ma-

    nos enterradas en los bolsillos de su Perramus; es el encargado de abrir el local

    de la JP de la calle 12, entre 45 y 46. El olor a pan caliente lo despabila, siente frío

    y ganas de seguir durmiendo. Cuando dobla por 45 y alza la vista, una imagen lo

    estremece, saca las manos del bolsillo y corre; frente al local, hay un cuerpo con

    la cabeza despedazada por un escopetazo.Gonzalo estaba buscando a su padre. Sabe que la noche anterior la Triple A

    lo había ido a buscar a la casa —también se llevaron a su hermano—. Esa misma

    mañana lo llaman del juzgado y le avisan que está muerto. Lo habían rematado

    con un disparo de escopeta y arrojado frente a un local de la Juventud Peronista.

    * * *

    Llovió toda la noche. Sin embargo,desde temprano, jóvenes de distintas

    unidades básicas de la ciudad, oficiales de la conspiración de 1956, miembros

    de la vieja guardia de la resistencia peronista y familias enteras se acercan a la

    capilla ardiente a rendirle homenaje.

    Los primeros voluntarios cargan el féretro y dirigen la marcha fúnebre.

    Delante de todos camina Gonzalo metido en un gamulán negro. Durante largas

    horas, sólo se limita a asentir con la cabeza saludos de unos, abrazos de otros.

     Pancho Molina que estuvo en el funeral cuenta: “Mirabas alrededor y era

    impresionante la cantidad de gente. Nosotros avanzábamos por las calles y se

    seguían sumando compañeros. Todos te contaban una historia, todos tenían una

    historia con el Viejo Chaves”.

    Gonzalo debe cerrar los discursos en el cementerio y despedir a su padre,

    al pie de la tumba. Tiene que parecer fuerte, medir las palabras, estar a la altura

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    de la multitud, del dolor, de las obligaciones.

    —Los muertos no se lloran, se reemplazan. No hay tiempo para la resig-

    nación —se convence. Y recuerda algo que escuchó de su padre: “Primero se

    resiste, después se piensa”.

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    La familia viene viajando desde hace días. De Colombia a Chile en avión; de

    Santiago a Neuquén en ferrocarril. Entretanto, dedican algunas horas a recorrer

    la capital chilena. Gonzalo observa el Palacio de La Moneda destruido, siente que

    siempre será 11 de septiembre de 1973 e imagina a Salvador Allende resistiendo

    entre los escombros, el fuego y la muerte, como ellos.

    Durante su exilio —el primero— ya había tenido tiempo para sufrir la nos-talgia de su tierra; ahora, en esa vuelta, después de visitar el Palacio de la Moneda,

    entiende además que ellos, todos ellos que ahora resisten, son nostálgicos del fu-

    turo, porque el desterrado vive pensando en volver y cuando vuelve se encuentra

    con otro país. También sabe que en la lucha se resiste y después se piensa, esa idea

    lo consuela, lo devuelve al mundo, al paso fronterizo Osorno-Villa La Angostura.

    El guardia de la aduana revisa los pasaportes de la familia, contrasta la ima-

    gen del documento con la cara de los viajantes, observa la fecha, los sellos. Gon-

    zalo aprieta el hombro derecho de su hijo; el chico lleva una patineta que arrastró

    durante todo su viaje y no soltó nunca. Esa patineta los mantiene vivos.

    Los papeles están en orden y pasan; el viaje vuelve adonde se había iniciado

    un año y algunos meses antes. Se fueron cuatro y regresan cinco: la compañera

    de Gonzalo empuja el carrito donde duerme Julieta, que nació en el exilio, en

    el Hospital Francisco Franco. La historia, a veces, tiene un sentido del humor

    bastante particular.

    En la patineta hay plata para vivir un año y dos juegos de documentos com-pletos para cada uno. Julieta no necesita recordar todos sus nombres, tiene me-

    nos de un año. Todavía no habla.

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    Gonzalo levanta el brazo derecho y el colectivo gruñe antes de detenerse; el

    chofer le corta el boleto sin dejar de mirar hacia el frente y acelera. Él se acomo-

    da en uno de los últimos asientos, frente a la puerta de descenso. Una costumbre

    que trae de antes, de cuando era clandestino.

    Mira el reloj, sabe que salió con tiempo; había calculado el recorrido del co-

    lectivo —eso también le venía de antes— había contado las dos cuadras a pie, unminuto veinte cada 100 metros, y había sumado alguna imprevista demora a su

    favor: el viaje no podía tardar más de 20 minutos. Esos números le dan seguridad.

    Durante la mañana, cuando calculaba el recorrido y los tiempos de su via-

     je, había estado pensando en un viejo compañero de la Juventud Trabajadora

    Peronista, Zapata, que era delegado del subterráneo. Cuando estaba exiliado en

    Madrid le había llegado una carta suya. Gonzalo la había leído muchas veces bus-

    cando algo, un indicio que le permitiera entender eso que le contaba. Tanto re-

    pasó esas líneas que ahora podía recitarla de memoria.

    Toca el timbre y el micro vuelve a gruñir hasta detenerse; mira el reloj y los

    carteles de la esquina. Algo salió mal, se subió al colectivo incorrecto o la línea

    cambió de ruta. Cruza la avenida y espera el próximo.

    Sentado en el banco de fierro sin respaldo, Gonzalo vuelve a la carta de

    Zapata en donde le contaba que salía todas las mañanas de su casa, tomaba un mi-

    cro, tomaba otro y bajaba. Y nunca llegaba a ningún lado. Es desgarrador, piensa.

    Ojalá no se haya vuelto loco.A las pocas cuadras se da cuenta que se ha equivocado de colectivo y se baja;

    después otra vez y otra. Le voy a tener que escribir a Zapata, él me va a entender.

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      (1977). Es arquitecta y docente

    de Proyecto Urbano y Diseño en la FADU (UBA).

    Es poeta y realizó diversos talleres de escritura.

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    Se posó sobre la púa haciéndola saltar apenas, suficiente como para impe-

    dir que él siguiera con su siesta. Sabía que Sinatra no repetía lo que cantaba. Si

    lo escuchaban bien, y si no allá ellos. “Come fly with me… come fly with me…” La

    repetición le hacía rechinar los dientes. Le habían dicho que de tanto saltar los

    discos se arruinaban y después no servían más. Ni que hablar de la púa. Desde

    los ochenta no se conseguía una púa decente, todo trucho. Saltó de la cama y seapuró hasta el living. A un paso del tocadiscos vio la mosca: gordita, tornasolada.

    —Enfundada en lamé verde —pensó—. Está vestida de fiesta.

    Se acercó un poco más para escrutarla. Se limpiaba la ¿cara?, se frotaba las

    ¿manos? Un asco. Se hacía la higiénica pero era un asco. Bajó su cara hasta tener-

    la muy cerca de la nariz y se miraron. Era un reto.

    Ella subió y desafiante lo envolvió en un vuelo frenético. Él la siguió con la

    vista y el cuerpo hasta que mareado casi se desplomó. Apoyó la mano en una silla

    y recuperando el aliento se zambulló en la cacería. Ella aterrizó en el ventilador

    de techo, él trepó el sillón y estimando distancia ajustó el impulso y saltó con los

    brazos extendidos. El aire anticipó el movimiento y ella despegó, él llegó al piso.

    Ella esperó en un jarrón, él se incorporó de un salto y tiró de la carpeta haciéndo-

    lo tambalear. Ella subió hasta un cuadro, él le revoleó un cenicero, ella lo esquivó.

    Él manoteó y la rozó con el índice. Ella se posó en su hombro, él se lanzó contra

    la pared queriendo aplastarla, ella voló hasta la punta de su nariz, el sopló por

    instinto. Volaron hasta la cocina, primero ella después él. Se midieron. Caminóen su dirección, ella. Pensó, él. Esperó ella. Pensó él. Comenzó a subir la mano

    de a poco, arriba, un poco más. En el pináculo del envión, la mano se suspendió

    y bajó a toda velocidad para atraparla en el huequito. Acercó su mano al borde de

    la mesada, deslizó la otra debajo, se acercó a la ventana y la echó.

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    De un manotazo mató a la mosca. Con esto de que la vieja del B se la pasaba

    encerrada cocinando pan de miel, el resto del PH se llenaba de insectos perdidos

    en busca del santo grial. Abejas, avispas. Era como estar en una pradera pero

    en el medio de Almagro. En el calor de enero todo se volvía más insoportable:

    pegote de transpiración sumado al aire melaza sumado a la media de mujer que

    evitaba que lo reconocieran. Eso lo había visto en las películas y era una precau-ción que le había evitado más de un dolor de cabeza. Lo que le resultaba cada vez

    más difícil era tratar de meterse en la casa de la vieja sin lastimarse. Parecía un

    búnker. La puerta trabada con pasador. El ventilete del baño, tapiado. La ventana

    de la cocina, sellada. Si en definitiva ese era el problema, la vieja estaba más pre-

    ocupada por los ladrones que por respirar. Pero si uno hacía bien el camuflaje y

    se encomendaba, dios siempre proveía. Entrar iba a entrar. Cuando terminó con

    la media buscó los guantes quirúrgicos, no quería dejar huellas. Después tomó

    las herramientas, subió a la terraza y trepó la pared divisoria desplomándose al

    otro lado cerca de un malvón que zafó por poco. Había traído una soga de casi

    cuatro metros y estimaba que si se descolgaba por el patio sería posible entrar

    descalzando la puerta corrediza. Después habría que colocarla sin ruido en su

    lugar, pero la vieja era medio sorda y solía quedarse dormida mirando la novela.

    Así hizo. Ató un extremo de la soga a la escalerilla del tanque, la pasó por detrás

    de las piernas y fue bajando pegado a la pared dando saltitos. Cuando llegó al

    patio sacó una barreta del bolso, hizo palanca y descolocó la puerta. Ya estabaadentro y andaba sigiloso como gato, cuando entrando en la cocina la vio: para-

    da, en camisón, con la puerta de la heladera abierta. La tomó por los hombros la

    zamarreó y le dijo:

     —Es un asalto Doña Esther, siéntese acá y por favor no cocine más —. Ce-

    rró la llave de paso de gas y con un portazo salió.

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    Otra vez no puedo dormir, el portazo de cada noche. El vecino del C cree

    que va a poder pasar toda la vida salvando a la vieja. Escribir ayuda, sobre todo

    cuando lo hago sin parar, como en un mantra. Las ideas se van acumulando en

    esta hoja y a veces termina dándome sueño nuevamente.

    Resulta curioso lo de este tipo. Le debe gustar verse como un salvador, un

    elegido. Él quiere ser yo y yo quiero ser él: un tipo común. Si fuera él no me ocu-paría de nada. Dejaría que los meteoritos llegaran a la tierra de una vez por todas.

    Que cada vez que se descuelga un ascensor, llegara al piso y se hicieran todos

    torta. ¿Por qué no pueden arreglarse solos y me dejan de joder? O como siempre

    hablamos en terapia, si al menos yo pudiera decir no. No sé decir no. No tengo

    ganas de sacar tu auto de la vía, estoy ocupado viendo la novela y tu auto con toda

    tu familia adentro me importa un comino. Sería mejor no enterarse, sería más

    fácil. Lo que los demás esperan puede volverse agobiante. A veces siento como si

    los escuchara. Si los defraudara ya no podría mirarme al espejo. Parece como si

    no tuviera opción y es ahí donde me pregunto: ¿si no tengo opción soy realmente

    súper? ¿Si no puedo evitar hacer lo que hago, no soy solamente un autómata?

    Programado para hacer lo que se debe. A veces pienso que no hay nada bueno

    en mí, sólo actos reflejos que no puedo evitar. Ojalá fuera como los que van en

    contra de su propia condición maligna. ¡Eso! Creo que sin esas peleas internas

    no es posible ser realmente virtuoso. Como en esa viñeta que salió el otro día en

    el diario (Nota: para la próxima sesión googlear “Limpito” de Paz). Lo que hacíael tipo ahí sería exactamente lo contrario. Toda su mezquindad fluía libremen-

    te. Ellos pueden ser mejor que yo, mucho mejor. Un tipo que frena un impulso

    dañino, ése es un héroe. Y es probable que uno muy grande nazca cada vez que

    alguien aguanta sus ganas de matar algo tan molesto y mínimo como una mosca.

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      (1950). Actualmente vive en Bue-

    nos Aires. Es realizador de Cine Documental. Rea-

    lizó los documentales Compañeras reinas (2005),

     De alpargatas. Historias de trabajo (2009),  Histo-

    rias del Barracas al norte (2011) y Campo de batalla.

    Cuerpo de mujer (2013) con subsidio del INCAA.

    Publicó el libro de cuentos Cuerpo de letra (2005)

    y el poemario Texturas (2005). Y las crónicas y re-

    flexiones en Cuando con otros somos nosotros (Mtdy Peña Lillo, 2007) y El documental en movimiento 

    (Movimiento de Documentalistas, 2008).

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     La vida pasa

     Entre un abrir

    Y un cerrar de ojos.

    De Haikus contemplando el Riachuelo.

     

    Cornelio se sueña pescando, de pie sobre una chata tirada por dos bueyes

    en medio del Riachuelo.

    Azuza a los bueyes que tienen el agua por la verija y el carretón empieza a

    moverse. Sobre el piso de madera lleva un surubí no muy grande, alrededor de

    30 kilos, sueña.

    Siente sobre la cabeza descubierta el rigor del sol, un golpe de viento le ha

    arrebatado el sombrero.

    Ve al vapor que se levanta de las aguas menos profundas de la orilla.

    Tiene que recorrer trescientos o cuatrocientos metros hasta llegar a la som-

    bra de un ombú donde descansan, recostados en el tronco, dos negros que lo

    esperan. Le resulta extraño, debieran ser ellos y no él los pescadores.

    Qué vida regalada que se pasan estos, piensa.

    La imagen que ve empieza a difuminarse, como si todo lo sólido se des-

    vaneciera en el aire, siente temor de perder el sentido y apura a los bueyesque se afanan enterrando y desenterrando sus patas en el fondo barroso. Las

    ruedas se mueven lentamente, calcula que no debe haber avanzado más de

    cincuenta centímetros.

    —En el tiempo que tarda en abrirse una flor —piensa.

    Sueña que ve puntos negros, siente que se hunde y escucha un ruido que

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    atribuye a que su cuerpo ha golpeado contra el piso de la carreta.

    El médico deja de golpear el pecho de Cornelio y constata que no tiene pulso.

     Mariano piensa que debería llorar mientras mira el cuerpo que alguna vez

    creyó inmortal.

     Los bueyes brillan,

    ¡Intensamente!

    Tal como dos Carontes…

    “In memoriam”

    De Haikus esa pasión tan rioplatense

     é 

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     Locura de los

    ángeles de Dios

    ¡en un puto infierno!

    De Haikus en el atrio.

     

    Juan José cruza la calle de la Virreina cuando ya la claridad del atardecer

    es postrera.

    Dentro de la casa de Francisco “el liberto” encienden una vela y él, Juan

    José, a través de una ventana ve al párroco de Santo Domingo esconderse. Trata

    de ocultar lo que toda la aldea conoce.

    Registra el gesto aunque él no le da importancia a esas cuestiones.

    Sí lo hace reflexionar acerca de que tanto él como ellos, algún día, van a

    tener que arreglar sus cuentas con Dios.

    Son ocurrencias que tiene últimamente. Las atribuye a los insoportables

    dolores que siente en la garganta y a las tareas que imagina deberá emprender.

    Para los dolores tiene opio, para la conciencia ideales. Igual cuesta.

    Si todo se desarrolla como supone ¿Qué le dirá a Dios? “¡Los tuve que fusi-

    lar, no había otro modo!”.

    ¿Y si a Él le importaran tres carajos todos estos menesteres? Los futuros fu-silados, los amores del cura, la muerte propia y ajena… Pequeñeces en el decurso

    inmemorial de los planetas.

    Repara en que debe apresurarse, llega tarde a la cita con Manuel y eso lo

    saca de sus cavilaciones. Desconoce que, ajeno a todo pensamiento metafísico,

    este agradece el retraso ya que comenzó apoyándose a la cocinera junto al fogón

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    y culminó con sexo sobre la mesa. Ahora, conciente de su pose poco elegante,

    se sube el pantalón después de haberse higienizado con el agua de la bacinilla.

    Todavía se relame internamente pensando en esa hermosa morena.

    A pesar de todo no ha podido relajarse. El deseo no le ha hecho olvidar su

    cita con Juanjo y lo espera con cierta ansiedad para convenir las inmediatas, ne-

    cesarias acciones, ahora que la contrarrevolución se ha apoderado de Córdoba.

     Atormentada

    independencia,como obispo gay …¿y? 

    De Haikus patrióticos en ocasión de un nuevo

    onomástico de la Revolución de Mayo

     

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    Cuando te da

    Como un chucho

    Y la vida pide cuero

    De“La invención del haiku 4-5-8 en la Banda Oriental”

     

    La gota desciende lenta sobre la cara morena, cae al pectoral izquierdo y

    corre deslizándose sobre el húmedo cuerpo que brilla al sol.

    María Josefa observa a José que trabaja en el huerto, lo hace desde la pe-

    numbra de la cocina. Siente el temblor interno de su cuerpo.

    Piensa que no puede ceder a la tentación. Nadie debe sospechar, menos

    ahora que está embarazada. ¿Y si el bebé fuera negro? … Inspira profundamente.

    Se da cuenta de que el deseo se esfumó cuando apareció el temor.

    —Bernardino, Bernardino, por favor, sé rubio como un inglés —ruega al

    feto o a Dios.

     Mulato, negro,

     Indio culiado

     Peste del virreinato.

    De Haikus a propósito de la pureza

     é

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     í  (1983). Estudió publicidad y se

    desempeña como redactor creativo en una agencia.

    Administra el blog La Página Que No Es De Papel.

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    Fuega camina sin mirar atrás. Nada le importa más en este momento que

    enfrentarse a ese futuro inminente que le choca de lleno la cara en forma de

    viento. La revolución casi nos cuesta la vida, pero la vida no hubiese valido nada

    sin la revolución. Todavía corren frente a mis ojos las imágenes confundiéndo-

    se con el presente: el día que la conocí; la noche en la que, años después, nos

    encontramos (¿existen las casualidades?); el sueño que me contó llorando; lasprimeras manifestaciones; el primer discurso; la mañana en que todo empezó

    a ocurrir; el bombardeo; los gritos y la sangre. Pero estamos acá. Caminando,

    verticales al mar.

    Sus huellas quedan impregnadas en el suelo; las baldosas nunca volverán

    a ser las mismas. Las hormigas que las recorrían se esconden detrás de algunas

    piedras y la persiguen con la vista, con respeto.

    Y, de repente, frena sus pasos. Da una bocanada de aire que hace trabajar el

    doble de rápido a los árboles, dejando la alquimia de lado y usando la más arcaica

    manifestación de magia para generar oxígeno desde dióxido de carbono. Mira

    hacia abajo. Se sienta en el suelo. Juega con una hoja seca. La rompe. Se para de

    nuevo (toda la secuencia pudo haber durado una eternidad, no pude contar el

    tiempo, pero ahora es casi de noche). Se da vuelta y me mira fuerte a los ojos.

    Sonríe. “Ya pasó”, me dice. No sé qué es lo que pasó o lo que ya está pasando

    en su mente o corazón, pero me alegro por ella, por mí, por todos. Hay cosas

    de Fuega que nunca entenderé. Soy rehén de esas circunstancias. “Vamos”, meagarra del brazo y caminamos en silencio por las calles en ruinas de esta capital,

    la que nos tocó. Las hormigas se vuelven a animar a las baldosas y comienzan a

    recuperar el tiempo perdido de trabajo, ellas también tienen una reina a quién

    deben devoción. Ellas me entienden. Somos hermanos de una misma suerte.

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    Somos la estela que un avión dejó antes de estrellarse; la última oración de

    una novela jamás escrita; la constelación que dio origen a todo lo que nos rodea

    y entendemos como real.

    Mientras la mitad del mundo inhala oxígeno y el resto expira dióxido de

    carbono. Mientras el equilibrio del universo pende de la concentración de un

    profesional circense en cada movimiento dentro del sueño de Brahma. Mientrasel 99% de los mortales que caminan en dos patas y usan celulares, van a trabajar

    para mantener los vicios secretos y explícitos del 1% restante, me alejo de la

    historia de la que fui parte al lado de Fuega para liberar a los oprimidos. Abrimos

    con los dientes la caja de Pandora donde yacía encerrado el latir revolucionario.

    Lo hicimos realidad y aire para que entre en cada pulmón y viva.

    Viva Fuega y el sueño eterno que al fin despertó, ayer, para siempre. Ojalá.

    No volví a mirar hacia atrás por miedo a recular los pasos, el tiempo o la de-

    cisión. Las palabras fueron dichas en voz alta y su vibración traspasó los límites

    curvos de la tierra para perderse en el misterio del espacio y sus rincones. Ella

    era fuerte como su nombre. Y así será recordada.

    Hay aviones que tienen que chocar. Hay constelaciones muertas. Las fá-

    bulas terminan para ganar sus moralejas. También hay personas… nobles héroes

    anónimos de la historia que no serán recordados en nombres pero sí en ADNs.

    Hay caminos que se repiten, en diferentes pies, para volver a darle sentido al mo-

    vimiento…. Para que algunos cuerpos tengan la suerte de ganarse su alma. Fuegaganó la suya y la quemó frente a nuestros ojos eternizándola, para que quienes

    estamos hoy podamos sonreír sin culpas.

    Somos quienes vemos en los espejos, y más.

    Y, desde hoy, nos queda todo el futuro por delante.

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    Estábamos esperando que el cielo de Buenos Aires se decidiera a llover

    cuando sonó la primera explosión. Después vinieron las otras. Los pedazos de

    edificio caían y sonaban secos contra el suelo. Después venían los ecos, más

    graves. La gente se transfiguraba en heridos, y todo pasaba tan rápido que se

    convertían al instante en estadísticas. En sangre. En dolor y olor. Los militares

    estaban desquiciados y trataban de solucionar con muertes, los traumas colec-cionados durante todos los años de su vida.

    La plaza parecía una hoguera. El monumento elevaba las llamas y cubría en

    negro todo el cielo. Comenzaba a llover ceniza. Y los aviones que pasaban sobre

    esa capa espesa parecían pequeños meteoros con trayectorias rectas.

    Salimos de aquel infierno con algunas heridas que no llegaron a sangrar

    porque cicatrizaron antes. Nos sentamos en el cordón de la vereda. Ella se sacó

    la campera que la protegía y dejó libre su cara. Los sobrevivientes que estaban

    tirados en el piso, intentando meter todo el aire limpio posible en sus pulmones,

    se levantaron hipnotizados y la rodearon. El silencio humano tapaba el ruido del

    fuego. La reconocían aunque nunca antes la hubiesen visto. Era ella. Era Fuega.

    La chica que había despertado de su sueño dormido revolucionario, la que había

    hecho bombear la sangre con voz y palabras aquella tarde de abril, en esa plaza.

    Quien les había hecho entender al fin la verdad y la que los había movilizado

    hacia adelante, sin posibilidad de vuelta atrás. Jamás.

    Y uno se paró y gritó: ¡Viva Fuega! Y todos se pararon y gritaron: ¡Viva!El miedo de esa gente desapareció para siempre. El silencio no pudo conte-

    ner el sonido. Y marchamos, todos, hacia adelante, hacia el futuro. Hacia la des-

    trucción de aquel despotismo que nos había robado el aire durante demasiado

    tiempo para recuperar nuestra esencia. A pelear. Y a ganar.

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        (1977). Es Maestra Nacional

    de Dibujo. Realizó diversos cursos de restauración

    de obras de arte y curaduría. Participó de obras co-

    lectivas que reconstruyen la historia reciente de la

    Argentina: “El Laberinto” en el Teatro San Martín

    (1996); la muestra de arte “Nietos” organizada por

    la O.N.U, Suiza (1997); la exposición de grabados

    “Identidad hoy”, Villa Ocampo, Mar del Plata 2000.

    Es Cofundadora del espacio de Arte “La Esquina”.

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    Ian va a la escuela a la mañana y para llegar recorremos dos barrios.

    Atravesamos una zona de pasajes con construcciones inglesas del S XIX.

    Allí los pájaros cantan como en ofrenda al cielo.

    Estiro mi brazo hacia el taxi, al verme enciende las luces.

    El hombre al volante es mayor. Su cara está deshidratada y tiene una con-

    gestión nasal.Observo su camisa, lleva la manga doblada hacia arriba que deja ver un

    brazo con tatuajes. Distingo una esvástica y me recorre un gran temor. En mi

    interior aparecen imágenes de la Alemania Nazi, visualizo al dictador hablando

    desde un podio, con violencia iracunda, todo en blanco y negro. A través del

    espejo retrovisor escudriño los ojos del viejo.

    Su mirada es oscura. Pareciera indicar la puerta de entrada o salida a un

    pasado de horror. Pienso en mis padres, el día en que fueron secuestrados y su

    inevitable destino: los campos de concentración argentinos. Evito volver a mi-

    rarlo. Suena música clásica muy fuerte; vuelvo a los relatos de los sobrevivientes;

    me siento en una cacería.

    Me dejo llevar por las melodías de aquella música cortesana, en contraste

    con la frenética ciudad, y con lo que mi mente ha pensado en segundos.

    Vuelvo sobre Ian. Mira un mazo de cartas. ¿Ha percibido lo mismo que yo?

    Se pega a mi cuerpo.

    El taxi se detiene. Pago y al abrir oigo: “Que tengas buen día”Camino shockeada y me pregunto: ¿fueron esas palabras un mensaje de

    ironía criminal?

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    Sigo con mi vista la curva de tiza verde, que la mano de Joaquín dibuja so-

    bre el pizarrón improvisado; mi memoria selecciona de improvisto la historia de

    los tres policías. Se juntaban todos los días en la esquina de la pizzería.

    Como excusa cada uno llevaba un perro, y como la esquina era parte de mi

    rutina, no los pude evitar.

    Hacían mucho ruido pero sus carcajadas eran ante mis ojos como mudas.Nunca me interesó de qué hablaban. Uno de ellos miraba siempre el suelo. La

    mujer era impiadosa; sus ojos verdes rígidos como el juicio. El tercero era alto y

    medio desbocado.

    Era tal la ley de atracción que nos unía que casi enloquezco. A uno de ellos

    me lo crucé en la panadería, salía con sus perritos. Mi curiosidad no se hizo espe-

    rar e indagué graciosamente a la panadera. Al salir del comercio me fui con algo

    más que pan en mi bolsa. Era un comisario retirado.

    La parra luce fresca y radiante bajo el sol; miro a los niños jugar y el círculo

    cierra en su perfección.

    Eran policías retirados. ¿Por qué se juntaban todos los días a la misma hora?

    La cúspide de su actividad laboral coincide con la dictadura. ¿Estaba llegando el

    momento de elaborar mi perdón? Eran personas, cuidaban animales, charlaban

    animadamente y se reían. ¿Buenos o malos? ¿Inofensivos o peligrosos?

    Una mañana, exhausta de esta repetición, llegó a mí la claridad.

    A 35 años del Golpe de Estado, recordando a mis padres, detenidos de-saparecidos por razones políticas, les declaro a estos tres policías un toque de

    queda moral.

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    Cruzaba la avenida meciendo su pelo largo, legado hippie. Tenía un morral

    cruzado por delante que subía y bajaba dando golpecitos en sus muslos; sus pa-

    sos eran firmes como si tuviera que llegar a un lugar.

    Se dirigía a la entrada del subte cuando la vi desde el taxi.

    Me invadió una ola de felicidad y pensé: ¡está ahí caminando! ¡es ella! Ins-

    tante seguido la confusión, y luego el miedo, me bloquearon.Stella Maris, artista de alma y férrea militante peronista, fue secuestrada en

    1977 por las Fuerzas Armadas, a solo cinco meses de haberme traído al mundo.

    ¿Qué hacía mi madre ese día, de vuelta en su cuerpo y a la vista de todos?

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      (1977). Es Doctora en Antro-

    pología por la Universidad de Buenos Aires e in-

    vestigadora del CONICET. Además de ser docente

    en la Facultad de Ciencias Sociales, dicta cursos

    de posgrado en la UBA y en la UNComa. Integra

    proyectos de investigación sobre grandes empre-

    sas y sindicatos. Escribió numerosos artículos para

    revistas científicas.

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    Andaba lento pisando los cerámicos fríos, casi congelados en julio. Se tam-

    baleaba. Un pie descalzo adelante. La yema de los dedos, luego las almohadillas y

    finalmente el talón, erizados. Ahí la temperatura se había hecho costumbre y no

    dolía tanto. Lo que dolía mucho era la presión en el pie izquierdo. Su intuición ledecía que al movilizar el fémur, el congelamiento temporal no impediría en nada

    aquella punzada ardorosa. Había perdido la cuenta de cuántos pasos hacía que las

    yemas izquierdas, ¿o era solo el dedo gordo?, pinchaban al contacto.

    Un pequeño movimiento de cabeza aún le permitía mantener el equilibrio

    e intentar buscar los rastros, las pistas que le permitieran entender aquel tiro-

    neo en la piel. Solo podía recordar y reconocer la puerta recién atravesada. Eso

    había cambiado: la temperatura en las plantas de los pies. De un tibio y rugoso

    homogéneo había pasado al heterogéneo helado. Eso era seguro y conocido: del

    parquet a la cerámica se sentía así. Pero esta vez, la punzada, el dolor frío.

    Al siguiente paso, la derecha se resistía, sabía que luego seguiría la izquier-

    da. Pero quedarse quieto era un riesgo que era mejor no correr allí, en ese julio

    invasor del piso. Terminaría todo congelado. Una sensación lo invadía con cierta

    claridad: no convenía, a pesar del tormento que se avecinaba, dejarse llevar por

    el deseo de quietud.

    El pie izquierdo en puntita, apenas detenido frente al cerámico gélido yrechazante, nuevamente aulló. Milésima de tiempo que movilizó el aullido desde

    el dedo hasta la boca. Y se hizo señal.

    Treinta y dos centímetros de diferencia. Una enormidad. Una eternidad.

    Sentía que el micro tiempo de su dedo a su boca se reproducía fuera de sí, se

    había corporizado en treinta y dos centímetros extras y con ellos el alivio. Julio

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    se convertía en enero. La tibieza de la reparación, el calor de la respuesta. Allí

    estaba, a instantes de su aullido, el Salvador.

    —¡Mamá! ¡Simón aprendió a caminar y tiene una astilla en el dedo!

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    Se suponía que estábamos preparados o al menos esperando que algo así

    pasara. No exactamente así, pero de ese estilo.

    Salimos por el ruido. No estábamos para nada con las cacerolas, nada que

    ver. No nos gustaba eso de hacer ruidos con lo que hubiera. Hacía años que íba-mos bastante organizaditos. Siempre un bombo y hasta un redoblante. Incluso

    megáfonos y hasta a veces camión con micrófono amplificado. Eso sí, siempre

    con banderas. No era que no supiéramos que estaban mal vistas. Al contrario,

    formaba parte de la rebeldía. Nos daba bronca que nos dijeran "sin banderas" o

    "bájenlas". Olía a claudicación.

    Creo que no sentíamos que a veces generábamos distancia. Lo decíamos

    cuando hablábamos o escribíamos: el "no te metás" y el "sálvese quien pueda".

    Cada vez, explicábamos la historia por allí. Pero creo que en el fondo nunca nos

    lo creímos del todo. No era lo que nos pasaba a nosotros.

    Por eso fue una sorpresa rara. Lo esperábamos o lo deseábamos. Al final

    ambas cosas se parecen o se confunden en la experiencia. Y salimos con los rui-

    dos, tímidamente hasta la esquina.

    No teníamos ni idea de qué quería decir "estado de sitio". Claro, nos sonaba

    a dictadura, a terrorismo de Estado. Pero técnicamente no sabíamos. Así quellegamos despacio, pero volvimos rápido a buscar algo, que después terminó en

    chatarra con que acompañar el sonido a madera, metal y plástico que se mezcla-

    ba en la vereda.

    No sólo vimos nuestra esquina. Había miles de esquinas. Una sorpresa in-

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    creíble. ¡Caminamos más de sesenta cuadras a eso de las nueve de la noche y no

    había cómo organizar una columna! Risueño, hoy. Anticipaba.

    Bajaban y bajaban; subían y subían. Eso se sentía: movimiento.

    Y cambiamos en una noche.

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    En la esquina de Bernardo de Irigoyen y Rivadavia, se olían intensos los

    gases, pero no se veía nada. "¿De dónde estarán tirando?". Igual seguíamos e

    igual seguimos. Otra corrida más y nos desencontramos. Casi no se veía nada, o

    se veía pero no se entendía esa repentina soledad compartida. Un zapato suelto.De mujer. En plena avenida. Nadie lo agarró. Y volvimos sobre nuestros pasos.

    Avanzar. No éramos tantos y aparecían dudas sobre la cantidad. —¿Esto

    servirá para algo? —nos preguntábamos. Podían, sí, podían hacernos mierda.

    Avanzamos todo lo que pudimos, mientras nos reencontrábamos. Sentía-

    mos una felicidad inmensamente incertidumbrada, que nos provocaba temor o

    desconcierto.

    Al rato, volvimos. Pero ahora cruzamos 9 de Julio y ya éramos de nuevo

    muchos. Y la escalinata nos recibió como mirador. Éramos muchos. Y apareció

    una bandera nuestra. Y la algarabía conocida, de cantos y aplausos y saltos y

    abrazos y sonrisas y brazos y puños.

    Algo pasó. No puedo recordar cuándo empezaron los disparos. Pero baja-

    mos de las escalinatas, (como habíamos aprendido en el jardín de infantes, des-

    pacito y sin empujar al compañerito) y cruzamos la plaza en diagonal.

    Miré hacia arriba. Las ventanas —balcones franceses de por ahí— con miro-nes. El calor del 19 de diciembre los hacía salir. Me parecieron estar a gusto con

    la muchedumbre. Le pregunté al Flaco:

    —¿Así fue el Cordobazo? —. Tendría ganas de estar haciendo historia,

    supongo.

    —Y… En cantidad de gente, capaz… —. Ridículo, no iba a ponerse en

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    esa situación a explicarme la enorme diferencia. Pero necesitaba oír su voz,

    me tranquilizaba.

    Ahí sí, ese sonido infame, tremebundo.

    —Caminemos un poquito más rápido —me dijo con una tranquilidad con-

    movedora. Ya no se respiraba nada, se escuchaban gritos, estruendos. Y me sen-

    tía ciega con los ojos abiertos.

    —No veo, no veo nada —intenté que sonara cierto, para que me protegiera.—Si querés parar, paramos, sino, seguimos rapidito, yo te llevo del brazo

    —me salvó.

    —Sigamos.

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       (1985). Es Profesora y Licen-

    ciada en Historia. Publicó artículos en Revista del

    Instituto Gino Germani (UBA), Revista Archivos

    Ciencias de la Educación (UNLP), Revista Questión

    (UNLP), Anuario de la SAHE, Revista Sociedad y

    Equidad (U. Chile). Fue premiada en certámenes

    literarios de temáticas históricas y políticas. Actual-mente se desempeña como docente en escuelas se-

    cundarias e institutos terciarios de Hurlingham.

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    Puedo dar fe del coraje de la negra porque aquel atardecer yo estaba ahí,

    como otros, esperando por sus servicios en el campamento de Navarro, hacién-

    dome el despistado, tomando mate. Doy fe porque me tocó matarla.

    Según contaban, la negra venía con las tropas desde el Uruguay, aunque

    muchos no la habían visto antes. Contaban que era muy buena en su trabajo,higiénica y silenciosa. Entre las otras cosas, limpiaba, cosía y cocinaba. Sus ser-

    vicios eran indispensables entre los hombres cansados y solos. Así que soldados,

    cabos y sargentos la tenían en su consideración. Se decía incluso que los rangos

    superiores la requerían por su delicadeza y suavidad que no eran de negra ni de

    prostituta. Todo lo escuché y de manera lamentable no lo comprobé. Y me había

    lavado especialmente.

    Como se avecinaba tormenta, los soldados nos guarecimos bajo la línea de

    toldos. Nos extrañó que la negra no saliera, pero por un raro sentido de digni-

    dad ninguno habló. No hacía falta, nos acomodaríamos por orden de llegada.

    La guerra parecía haber terminado, después supimos que estaba empezando. La

    ansiedad daba lugar a la necesidad de un alivio rápido. Los grados superiores

    también lo verían así porque de golpe escuchamos el grito del General. Un grito

    de dolor. Inmediatamente salió corriendo de la carpa, a medio vestir, tomándose

    sus partes íntimas.

    Minutos después fui llamado junto a otros soldados. La negra fue arrastradade los pelos y llevada a la sombra de los sauces. Se corrió el vestido con fiereza

    y dejó los pechos al aire. “¡Disparen!”, gritó. “¡Que sepan todos que la hija del

    Capitán Antonio Videla hizo sangrar al cobarde asesino de Dorrego!”

    La ejecución habrá sido cerca de las seis y media porque era la hora de pre-

    parar el fuego. Joven e ignorante, no supe entonces quién era tal Capitán. Cuando

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    con el tiempo me anoticié mejor, y el tiempo pasó, me vinieron las dudas. Ahora

    ya soy viejo y no sabré nunca si luché en el bando equivocado.

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    Uno de los inspectores, vestido con traje negro, golpeó insistentemente la

    puerta plateada pidiendo que se le abriera de inmediato en nombre de la ley. Sus

    zapatos no fueron los apropiados para un piso cubierto de sangre. Resbaló y cayó

    con tan mala suerte que su nuca golpeó contra unos tambores llenos de huesos

    y pezuñas. Murió. Del otro lado, los hombres con cuchillos empezaron a inquie-

    tarse, a saber lo que les esperaba.La acusación fue de desacato, resistencia y homicidio no premeditado. Mi

    bisabuelo se declaró responsable absoluto de las consecuencias del atrinchera-

    miento en su frigorífico, sin embargo los treinta obreros dijeron haber realizado

    un pacto en conjunto, sin líderes ni órdenes, en defensa de la fuente de trabajo y

    en lucha contra las injusticias del gobierno de Justo. Veinte años les dieron.

    Como se suponía, el pequeño frigorífico pasó a manos inglesas que lo des-

    montaron, tal era la intención de las corruptas inspecciones nada interesadas en

    que mi bisabuelo pagase el doble de salario en comparación a otras empresas

    extranjeras en el rubro.

    No todos sobrevivieron a la cárcel y a la deshonra de ser llamados asesinos.

    Y al salir, en 1954, el país se había convertido en otro, pero por corto tiempo.

    Mi bisabuelo consiguió empleo en el frigorífico Lisandro de la Torre y en 1959

    falleció de un infarto, unos días después de la famosa toma en la que, de nuevo,

    agarró un cuchillo buscando defenderse.

    Las medias reses colgadas y el filo ensangrentado no serían las imágenesgenealógicas más apreciadas por una persona como yo: amante de los animales,

    pacífica, y biempensante. Allí se encuentra la razón por la que me resistí en mi

    naif juventud a conocer mejor los hechos y a comprender lo que representa mi

    bisabuelo. Ahora, ya adulta, quienes me hubiesen podido contar algo más han

    muerto o, peor, han sido anestesiados por las injusticias.

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    Apenas con veintitrés Mario cantó envido, seguro de que Marcelo no tenía

    nada. Anotaron los puntos y siguieron la partida simulando no escuchar lo que

    decían en la radio. El agua ya estaba tibia, pero Marcelo no se atrevía a pedir

    otra botella y obligar a Mario a que tomase el bastón y fuese a la cocina. Menos

    se iba a animar a pedirle permiso para abrir la heladera y ver dentro lo que yasabía. Tantos años de conocerse y no lograba quebrarse la barrera entre vecin-

    dad y amistad.

    Marcelo se secó la frente sudada. Mario quedó mirando el reloj plateado

    que en el movimiento se desprendió de la muñeca rolliza de su vecino, y Marcelo

    lamentó la involuntaria ostentación de llevar puesto un regalo caro de su difunta

    mujer; traía días malos y recordarla lo reconfortaba.

    El as de espadas en la mesa y los palos y sirenas en la calle. Al escuchar unos

    gritos Mario ocultó la mirada entre las cartas e intentó frenar las lágrimas que

    terminaron por empañar sus lentes de cerca. Ya no pensaban en el juego ni en el

    calor. Las noticias desde la radio se emitían de forma agitada, veloz.

    —De acá a la estación son pocas cuadras —dijo Marcelo.

    —No más de siete. Tardaríamos bastante, yo con esta pierna y vos con

    tu peso —explicó Mario mientras disimuladamente tanteaba las monedas en

    el bolsillo.

    La joven voz de la locutora habló del estado de sitio. Mario se puso a contarlas monedas en la palma. Las manos le temblaban. Atento, Marcelo lo tranquilizó

    acercándole el bastón y diciendo con sereno convencimiento:

    —Vamos.

    Nunca se movían del barrio y sólo salían de la casa a comprar.

    Tomados del hombro se ayudaron en el paso. El corazón y los pies pesaron

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    en el camino, y de pie, en el tren, les pesó todo el cuerpo hasta que dos chicas

    les cedieron los asientos. Luego, un colectivo. Llegaron extenuados. La Plaza de

    Mayo les pareció tristemente hermosa: vallada; sucia; llena de gente unida, de

    recuerdos de otras Plazas y de esperanzas.

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     (1960). Obtuvo el primer premio en

    la categoría cuento del Concurso Federal de Relatos

    “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”.

    Es diseñador gráfico. Obtuvo varias distincio-

    nes tales como el premio del Concurso IPS (2011),

    el premio Biblioteca Mariano Moreno de Bernal

    (2013), el premio “Ars Creatio - Una imagen en

    1.000 palabras” (España, 2014); el premio SADE

    Zona Norte (2014) y el premio Biblioteca del Pa-

    raná (2014). En septiembre de 2014 editó su pri-

    mera recopilación de relatos,Cuentos a escala

    .

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    "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal

    de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida.

     

    á, “La noche boca arriba”.

    Era un verano de siestas interminables y noches aburridas. Mi amigo Juan y

    yo le pedimos permiso a mis viejos para armar la carpa en el fondo de casa como

    habían hecho los de al lado; para vivir la aventura del campamento de mentira,

    sin tele ni luz tenue de velador ni colchón cómodo ni beso de buenas noches.

    Papá estuvo revolviendo los estantes del desván hasta que encontró su equipo

    de mochilero. Había pensado en regalarlo pero desistió, tal vez por la vergüenza

    de hacerse el generoso con cosas inservibles: la mochila y la bolsa de dormir no

    hubieran resistido ni un fin de semana en Chascomús. La carpa estaba vieja, rota,

    apolillada; así y todo, para nosotros era más que suficiente. Mamá nos dio comida

    para racionarla durante la estadía y llenó las cantimploras con gaseosa.

    Fuimos hacia el fondo con la carpa. Juan creía que podíamos armarla por

    nuestra cuenta, pero el intento resultó un fracaso. Después de un par de horas

    sólo habíamos logrado meternos debajo del techo, que había caído sobre nues-

    tras cabezas como si se arrojara un lienzo sobre un mueble arrumbado. Papá nosayudó a terminar con la tarea de forma más o menos decorosa y se fue a la casa,

    ahí nomás, demasiado cerca para nuestros sueños de independencia. Cuando ce-

    rró la puerta del fondo sentimos que había empezado la aventura.

    La primera noche fue pura adrenalina; en la segunda, y en las que se su-

    cedieron, la libertad sin límites que creímos haber ganado se fue empapando

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    de normalidad. Para combatir la monotonía nos imaginábamos en vísperas de

    la batalla final. El desembarco enemigo era inminente y nuestro campamento

    era la trinchera perfecta. Discutíamos estrategias de defensa, planificábamos

    ataques devastadores y por un minuto nos sentimos tan héroes como los del

    manual de quinto grado. Esas noches nuestros corazones latían con fuerza. Cos-

    taba conciliar el sueño; algo parecido a la felicidad andaba rondando el fondo de

    lo de mis viejos.

    Cuando uno es chico cree que entre el fin de las clases en noviembre y

    los primeros días de marzo hay tiempo suficiente para vivir varias vidas. Aquelera un simulacro inocente, sin pretensiones. Los del otro lado de la medianera

    siempre fueron más reos que nosotros; en el último enero se habían jactado de

    dormir a la intemperie y sin que merodearan adultos. Juan y yo jugábamos a ser

    tan valientes como ellos.

    Una tarde, por hacer algo nomás, Juan revoleó una piedrita por encima del

    muro y los de al lado contraatacaron con un terrón de humus fresco que se des-

    hizo sobre nuestra tienda de campaña.

    Cada tanto se arrojaba algo desde un lado y al instante llegaba el contraata-

    que. A veces tirábamos bolitas de canto rodado inofensivas; el enemigo respon-

    día con piedras arrancadas del contrapiso.

    Una noche revolearon un cascotazo sobre la espalda de Juan. El moretón en

    la clavícula se desdibujó en una semana. El intercambio de agresiones tenía un

    lado positivo. Disparaba una fantasía: Juan y yo contra el mundo.

    Después de aquella noche fuimos más cautos, al menos por un tiempo no

    volvimos a tomar la iniciativa. Cuando los sapos callaban, hacíamos silencio paraescuchar las voces que llegaban del otro lado de la medianera. A veces no parecían

    los pibes de siempre. No hablaban como chicos, discutían en tono castrense con

    aires de grandeza, pasaban horas rememorando epopeyas que ni ellos se creían,

    invocaban un pasado heroico y se erigían en súbditos de un reino con las asen-

    taderas puestas en el mito de la invencibilidad. El cambio despertó curiosidad

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    en Juan, que cada tanto trepaba el muro para espiarlos. Como en la guerra de

    verdad, empezaron a usar uniformes con estampados de camuflaje y unas répli-

    cas demasiado perfectas de metrallas que seguramente eran de juguete. Otro día

    ataron un trapo negro a un palo a modo de pabellón, con dos tibias y una calavera

    pintadas de blanco. Para no ser menos, nosotros clavamos una banderita argen-

    tina de las que se usaban para alentar a la Selección.

    Entonces, vinieron tiempos de guerra fría. Entre Juan y yo crecía la con-

    vicción de que los del otro lado del muro se estaban pertrechando para el ata-

    que final.Una noche de tormenta nos pareció escuchar un ruido extraño, como si

    algo hubiera detonado cerca de la carpa, pero por precaución, o porque prefe-

    rimos no enterarnos de lo que estaba pasando, decidimos no salir. Era raro que

    mis viejos no vinieran a ver en qué andábamos; además, aunque no teníamos

    forma de saber cuánto tiempo había transcurrido, calculábamos que las clases

    ya deberían haber comenzado. Había cambios en el paisaje, como si el verano

    hubiera muerto. El pastito húmedo de noches tibias ya era escarcha, el frío calaba

    los huesos y ni Juan ni yo teníamos más que lo puesto: un pantalón corto, una re-

    mera desteñida, una bandera celeste y blanca, unas zapatillas Flecha. La carpa no

    era impermeable —nunca lo fue, había confesado papá aquella noche en la que

    nos ayudó a armarla, pero en ese momento no nos pareció relevante—. A poco

    de empezar a llover el techo de lona se cargaba de agua; unos minutos después

    los charcos que se formaban en el interior la volvían inhabitable.

    Una mañana nos despertó un ruido que no era habitual, como si un batallón

    entero hiciera sonar los tacos al juntar los pies. Al rato izaron tan alto su banderaque pudimos verla desde este lado de la medianera. Nosotros quisimos hacer lo

    mismo. Improvisamos un mástil con una vara de paraíso pero al fin de sema-

    na siguiente se desató un vendaval que volteó el palo mal clavado y desarmó la

    carpa, que luego reconstruimos pobremente y sin ayuda. Miramos hacia la casa,

    seguramente mamá tendría abrigos y comida, pero detrás de la bruma no se veía

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    nada; todo parecía estar demasiado lejos.

    Desde aquel día, en cada amanecer, la bandera enemiga trepaba con frenesí

    marcial por un mástil altísimo; escuchábamos himnos de guerra que cantaban a

    viva voz dos gargantas roncas. En un inicio parecían dos, luego fueron diez, luego

    cientos, más tarde, miles. A cada God save the Queen no sabíamos dónde meter-

    nos: mirar hacia la pared nos infundía temor.

    La aventura había dejado de ser divertida. Ya no se veía el sol, nos rodeaba

    un velo blanco oprimido por el hielo que pisábamos y por un techo amenazador

    y cerrado de nubes espesas.Una noche se desató un viento fortísimo; parecía que la carpa no iba a

    resistir más. Llegaron las luces del día: no habíamos podido pegar un ojo. En

    medio del delirio por el hambre y el insomnio decidimos intentar el regreso.

    Todavía quedaba algo de la comida que nos había dado mamá, pero la racioná-

    bamos en porciones tan pequeñas que se nos había cerrado el estómago. A la

    mañana siguiente salimos de expedición. Caminamos por senderos de aguanieve

    y el terreno desparejo nos obligó a cambiar el recorrido; seguimos huellas que

    parecían atajos y resultaron desvíos. Luego de mucho andar, volvimos a encon-

    trarnos con la carpa. Sin darnos cuenta habíamos cerrado el círculo sobre noso-

    tros mismos. No volvimos a intentarlo, era más seguro esperar allí que desandar

    caminos inciertos.

    A esa altura lo único que deseábamos era tener señales de vida, aunque

    fueran del enemigo. Entonces le propuse a Juan: —Tirémosle una piedrita a los

    de al lado. Juan fue a buscar las municiones. Encontró un canto rodado chiquito

    que arrojamos por encima de la medianera. Cayó suavemente, como pidiendopermiso. Dos minutos después recibimos una andanada de bombas que hicieron

    cráteres en la escarcha del invierno más largo.

    Juan trepa la pared y agota sus fuerzas en el intento. Yo ni siquiera soy

    capaz de reconocer a mi amigo. Juan no parece un chico: tiene ojos vencidos,

    barba de días, ojeras que parecen dibujadas en la cara. Expone ante mis ojos una

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    delgadez que asusta. Asoma la cabeza por encima del ladrillo más alto del muro

    y lo bajan a ráfagas de metralla. Se desmorona sobre el hielo como esos muñecos

    que se usan para reconstruir caídas al vacío. Entonces a la mierda con la bandera

    del Mundial 78; levanto un trapo blanco tan alto como puedo, con el terror inva-

    diendo mis tripas. Desde el muro asoman cientos de cascos gurkas.

    Antes de convertirme en prisionero les pido un minuto. No conozco la

    lengua de ellos, pero de alguna manera me van a entender; les pido un minuto

    para cavar una fosa con mis últimas fuerzas, enterrar a mi amigo debajo de la

    escarcha y clavar dos maderos, para tallar en ellos un nombre y una fecha: Juan, junio de 1982.

    Algún día vamos a juntar el coraje necesario para mirar hacia atrás. Bastará

    con que alguien empiece. Al rato lo seguirá otro, y otro, y otro, hasta ser millo-

    nes. Hasta que todos sepamos que, en el fondo de lo que era mi casa, la patria

    ganó un héroe.

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      (1985). Obtuvo el segundo premio

    en la categoría cuento del Concurso Federal de Re-

    latos “Héroes: la Historia la ganan los que escriben”.

    Es veterinario y músico. Estudia Licenciatura

    en Letras en la UBA y participa de talleres de escri-

    tura creativa en Casa de Letras. Actualmente, está

    trabajando en su primer libro de cuentos.

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     Para Rita,

    estés donde estés

    Es un hombre. Está sentado en un sillón, frente a un escritorio lleno de

    papeles, trabajando. Es flaco, petiso, medio pelado, con grandes anteojos negros.

    En una de sus manos cuelga un cigarrillo que no fuma. En la otra, una lapicera.

    El hombre sale al jardín. Toma un jarrito con agua y se pone a regar sus

    lechugas. Están saliendo los primeros rebrotes. El viento silba con rabia y hace

    temblar las pequeñas hojas verdes. Es un otoño frío, desolador.

    En el fondo de la casa hay un inmenso laurel, un aljibe seco y unos eucalip-

    tus que murmuran como la lluvia fina. Atardece. El hombre termina de regar y

    levanta la cabeza. Algunos pájaros sobrevuelan el terreno. El cielo está negro y

    las nubes son tan espesas como impenetrables. Sin embargo, el hombre alza un

    dedo y dibuja algunas constelaciones. Con un solo movimiento, delinea las cabe-

    zas de Cerbero, el esqueleto del Dragón, la furia de Hidra, la espada de Perseo.

    Luego vuelve a la casa. Toma unos papeles del escritorio y se sienta en el sillón,

    preocupado (“invirtiendo”, “invirtiendo ese camino”, “han restaurado ustedes”,

    “ustedes”, “la corriente de ideas”, “ideas e intereses de minorías derrotadas”).La habitación está a oscuras, apenas iluminada por el sol de noche. No hay

    luz eléctrica. El hombre estira su mano y tantea en la superficie del escritorio

    hasta que encuentra una botella. Es un whisky escocés. Lo agarra con desgano

    y toma un trago áspero. Después anota algunas líneas en unos papeles. Subraya.

    Corrige. Piensa.

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    De pronto, alguien golpea la puerta. La casa entera retumba, como si fuera

    una cueva. El hombre se sobresalta y asoma un ojo por la ventana: hay una som-

    bra en la calle. Inmediatamente, abre el cajón del escritorio y saca una Walther

    PPK, calibre 22.

    —¿Quién es?

    —Estoy buscando al profesor de inglés.

    La voz del visitante es indecisa, oscilante, como si estuviera agonizando.

    El hombre no contesta, duda por un instante, pero finalmente abre la puerta. Un

    viejo de saco y corbata está parado en la vereda. Tiene la cabeza gris, el rostrocansado y un bastón entre las manos. Su mirada es ingenua y parece perdida en

    el tiempo.

    —¿Norberto, no? —dice el viejo.

    —Sí, pasá.

    —Disculpe que no lo reconozca fácilmente. Apenas veo el amarillo, algunas

    sombras y algunas luces.

    El hombre le extiende una mano y lo guía con delicadeza por el interior de

    la casa, como si fuera su lazarillo, hasta ubicarlo en una silla, frente al sillón. El

    hombre también se sienta y apoya la Walther PPK sobre la mesa, junto al tablero

    de ajedrez.

    —Además, usted me hace acordar a esos personajes de las novelas rusas —

    continúa el viejo— que cambian de nombre permanentemente. En pocas hojas,

    Raskólnikov puede ser Rodión, Rodia, Ródenka y Rodka.

    El viejo habla con soltura, como si estuviera hablando con un amigo de toda

    la vida. Dice que una vez empezó a leer Guerra y Paz, y de repente se dio cuentade que esos personajes no podían interesarle, que no desea esforzarse cuando

    lee, sino divertirse, y que si tuviera que elegir entre la literatura inglesa y la rusa,

    se quedaría con la primera.

     —Prefiero Dickens —sentencia el viejo.

    El hombre no contesta. Sigue sentado en el sillón, con los ojos en la ventana,

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    persiguiendo constelaciones (“Colmadas las cárceles”, “las cárceles ordinarias”,

    “crearon ustedes en las principales guarniciones”, “guarniciones del país”, “vir-

    tuales campos”, “campos de concentración”). Luego sirve un poco de whisky en

    un vaso y se lo ofrece al visitante.

    —Cuando venía para su casa —continúa el viejo— me tropecé con muchas

    palomas. Las reconocí por sus aleteos y por su olor. Defecaron sobre mi ropa.

    —No son palomas —dice el hombre, con voz seria, ahuecada, como salida

    del fondo de un pozo—. Son buitres.

    El viejo se queda en silencio. Acaricia su bastón. Sonríe con una mue-ca demorada.

    —Disculpe mi ignorancia, pero no sabía que había buitres en Buenos Aires.

    —Hay en todo el país.

    —No estaba al tanto. Será porque no leo los diarios —el viejo toma un sorbo

    minúsculo—. Nunca vi uno, ¿cómo son?

    —Son despiadados. Comen carne humana, viva.

    El viejo sigue acariciando su bastón, con impaciencia. Su mirada está con-

    centrada en un punto indefinido, ubicado entre los papeles del escritorio y la

    botella de la mesa. Mientras tanto, la noche avanza lentamente. En la casa ya no

    se distinguen las personas de los objetos. El hombre se levanta y desaparece en la

    oscuridad. A los pocos minutos, vuelve iluminado, con una lámpara de querosén

    en la mano, deshaciendo sombras.

    —¿Sabías que les gusta la música? —pregunta el hombre.

    El viejo se queda pensando. Luego comenta, incrédulo:

    —Eso lo leí en algún lado… —el bastón se eleva del piso y señala al hom -bre. —¿Kafka?

    —No te estoy hablando de libros, ¿me creés que les gusta?

    El viejo no contesta.

    —Te lo voy a demostrar.

    Entonces se pone de pie y cierra todas las ventanas de la casa. Abre el cajón

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    a lo H. G. Wells. Lo cierto es que pude ver el futuro, en su compleja inmensidad.

    El viejo suspira, acaricia su bastón, convida un poco de su sabiduría. Dice

    que, en ese instante gigantesco, ha visto millones de actos deleitables y atroces

    (y aclara: con absoluto predominio de los segundos). Dice que su memoria es

    frágil, que no alcanza a recordar ni una fracción infinitesimal de todo lo que

    vio y que tiene enormes dificultades para llegar al centro de su relato. El viejo

    hace una pausa y toma un trago. Después retoma el hilo de la conversación con

    verborragia, como si el último vaso de whisky le hubiera refrescado la memoria,

    súbitamente. Entonces viene la lista: un catálogo prolijo de los sucesos más so-bresalientes que ocurrirán en el porvenir. El viejo dice que vio la cólera del mar,

    azotando pueblos; la cura para el cáncer, escondida en un cofre; las muchedum-

    bres de América; un pon