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Esteban Prado

Ema, la partysana

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Prado, EstebanEma, la partysana / Esteban Prado. - 1a ed. - Mar del Plata: Letra Sudaca Ediciones, 2018. 120 p. 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-3985-15-7

1. Novela. I. Título. CDD A863

© 2018, Esteban Prado© 2018, Letra Sudaca Ediciones

Letra Sudaca [email protected]

ISBN 978-987-3985-15-7

Ilustración de cubierta: Iván EyharchetGrafiti y fotografía: Facundo Pereyra

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723Impreso en Argentina, en julio de 2018

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de graba-ción o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

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para Marta,para las que se van sin un daño más

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Hija, esto es así, voy a empezar por lo imprescin-dible porque no sé muy bien cuánto tiempo voy a estar acá. Mi nombre es lo de menos, en algún futuro, cercano, me voy a despedir y voy a inser-tar, desde alta mar, un pequeño programa que las va a ayudar a vos y a tu madre el día que salgan. Además, voy a avisar que es falso todo lo que cir-culó el ultimo tiempo, que las mismas costas ma-taron a los mensajeros. Así son las cosas, nuestra relación siempre va a estar acotada a unas gafas o a cualquier dispositivo que te permita reproducir estos registros.

No importa. Quiero aclararte que lo que viene solo te incumbe a vos y no puedo negar que me genera infinita curiosidad. Infinita. Cómo serán las cosas cuando tengas la edad de tu madre, dato que, te adelanto, nunca pude descifrar. No sé si entendés pero puedo adelantarte que sea como sea algún día lo vas a hacer. Para llegar hasta acá hice un largo viaje, mucho tiempo estuve perdido y ahora, que solo quedamos Ema y yo, entiendo algunas cosas, ato cabos, trato de darle una co-rrelación a los diferentes momentos en los que no sabía bien hacia dónde íbamos. Pero no hay, nunca hubo, un lugar a dónde ir.

No quiero ponerme denso pero me gustaría dejarte algunas ideas, algo que te oriente un poco,

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algo que por lo menos de fe de que yo estuve acá y, aunque todavía no entiendas del todo lo que digo, puedas reírte de la seriedad con la que hablo pavadas.

Entre las cosas imprescindibles que necesitás saber hay una, clave: que le des este dispositivo a tu mamá, diminuto, irrompible, de batería recar-gable, previo a la obsolescencia programada. Es un amuleto. Ella va a saber qué hacer: por ahora podés usarlo vos, solo son canciones, la música con la que la programaron, la música con la que podés devolverle mucho de lo que ella es.

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Habíamos montado cinco locales en una galería, con salida por Luro y por Catamarca. Amador tenía un consultorio en el que hacía masajes y kinesiología analógica, osteopatía o algo así. Karina y Jimena pusieron una peluquería, al prin-cipio hacían desastres pero pronto aprendieron la técnica y desde entonces no dejaron de pulular señoras con ruleros, señoras con envoltorios de papel aluminio en la cabeza y ex-tensiones. León puso una tienda de libros usados, compraba bibliotecas de muertos por lote y casi las regalaba, le bastaba con pagar el alquiler y tener para comer. Almeida y yo nos pusimos una casa de costura, arreglábamos, confeccionába-mos y vendíamos ropa. Selena no dudó en ponerse un con-sultorio. Mario nunca tuvo nada que ver con nosotros, apro-vechó el envión de la galería y, como un comerciante más, puso una pizzería después de que nos instaláramos todos. Y como nosotros cerrábamos a la misma hora, casi siempre pasábamos por ahí. Pizza, empanadas, cerveza, cada viernes. Por mucho tiempo, ninguno de nosotros había comido esas cosas, pero una vez por semana nos juntábamos y volvíamos al pasado y tratábamos de emborracharnos y tener nuestro after office como el resto de los mortales que trabajaban fuera de casa. Una especie de ritual pagano, un momento de fiesta para garantizar la expresión compartida de nuestras pulsio-nes de muerte.

La galería era igual a casi todas, lo que cambiaba eran los rubros, las cosas que podías comprar. Acá los cambios siempre vinieron desde lo más superfluo hacia lo estructural,

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hace menos de diez años que empezaron a construirse por ley edificios inteligentes y ya casi no se construye nada, no hacen falta edificios nuevos, la curva demográfica sigue en su meseta. Ahora, cuando pasabas días del lado de adentro de la galería, salir era un shock, los dispensers de comida ata-dos a las historias clínicas, el transporte público obligatorio, las sendas para correr y los colores de la ropa técnica, las plazas repletas de espacios de entrenamiento y de viejas cáp-sulas de gravedad cero, que ya no servían para nada excepto para intoxicarse, flotar y recordar con nostalgia el tiempo en que todavía nos hacían creer que teníamos que estar lis-tos para ir a Marte. Cuando nos conocimos, estábamos bien embobados de fiesta en fiesta, del antiguo palacio municipal al fumadero y de ahí al galpón que sintetizaba, en función de la música y el baile, los colores y las luces de sus paredes y que, si hacía mucho calor, terminaba por suscitar una leve llovizna.

Mi resistencia me hizo querible, casi todos salían en cua-tro patas y yo salía intacta, bebiera lo que bebiera. Resis-tencia y reinvención, me decían cuando salía el sol y yo, en invierno o verano, sacaba de la cartera una bikini y me metía al mar. Siempre lista, la girl scout, me decían, primero resis-te, luego se reinventa. Amador, una noche, le dijo a Mario que la música que ponía le hacía acordar a su padre y, desde ese día, casi sin mezcla alguna, escuchamos, cada viernes, las mismas canciones. Por algún motivo, Mario pensaba que Amador agradecía escuchar y recordar a su padre. No sé si era así pero a los demás nos ponía felices, era un viaje, otro, al mundo de los mayores, un modo de ser más analógicos, ir a ese bar, comer pizza, tomar cerveza y escuchar canciones de los Redondos. El resto de los días, nuestras vidas eran rutinarias: trabajábamos con horario cortado, abríamos de 9 a 13, cerrábamos de 13 a 17 y volvíamos a abrir de 17

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a 21. Había una agenda en la que se pautaban de forma aleatoria las tareas diarias. Amador había desarrollado un programa en el que se combinaban varios parámetros: las actividades de la semana, los días y nuestros nombres. Hasta el lunes a las nueve no había ninguna indicación, la semana empezaba sin previo aviso. La idea había sido de León y las bases del programa también, pero por alguna razón le había delegado la responsabilidad del desarrollo. León creía con motivos que ese programa debía ser nuestro führer y que entre nosotros teníamos que repartir, en partes iguales, ignorancia sobre la acción completa y responsabilidad sobre pequeñas partes que en sí mismas no constituían crímenes. León todavía vendía entre sus libros historias perdidas de la anteúltima Gran Guerra. Además, se jactaba de tener to-dos los ejemplares de Poe que quedaban impresos, por lo menos en la costa, y decía que si no fuese por él ya nadie se acordaría de la literatura argentina. El programa funcionaba en una pequeña computadora portátil que le habían dado a Amador en el colegio, hacía cincuenta años, y que todavía conservaba como trofeo, más bien como una reliquia ini-ciática. A los catorce años, Amador le había extirpado los dispositivos con los que la máquina podía conectarse a la red y con eso había vivido todos estos años, ahora no servía para casi nada, salvo para destinar nuestras semanas, de forma aleatoria y en el refugio offline.

Lo hacíamos con gusto porque sabíamos que lo mejor para mantener el secreto y no generar conflictos entre no-sotros era siempre cambiar las funciones, siempre tener una actividad inesperada. De alguna forma esto nos convertía en un verdadero grupo en el que cada uno era prescindible, en el que todos podíamos hacer todo y en el que las sospechas desde afuera eran mínimas. Al principio, los sábados y los domingos eran para nosotros, para cada uno por separado,

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días libres. Después, los siguieron siendo pero en otros tér-minos, hubiésemos seguido juntos pero nos obligábamos a distanciarnos para sostener las fachadas, para hacer de cuen-ta que teníamos una vida a la que devolvernos. En esos tér-minos teníamos varias capas y subcapas en nuestras rutinas, los fines de semana no nos conocíamos, los viernes compar-tíamos el cierre de la semana, el resto de los días teníamos nuestros locales en la galería y en el medio, en el tiempo muerto de cada horario cortado, éramos los Partysanos.

Cuando los conocí había pasado bastante tiempo desde que mi padre se había ido y eso me había hecho perder las referencias. Durante años, desde que dejó la carta y se fue, hice la misma rutina: estudié y trabajé sin descanso. Indagué por todas partes, sobre todo en la carta. Alguna clave tenía que haber, algo que me guiara, que me permitiera reconstruir algo de su vida, algo del mapa en el que se habían conver-tido las cicatrices de su cuerpo y la historia siempre nueva, siempre diferente de mi madre, a la que no conocí. Después dejé la empresa para la que trabajaba, algo desilusionada de ver cómo los derechos de mis diseños los patentaba otro. El karma de vivir al sur, me dijo mi jefa cuando expuse mis motivos. Justo antes se había ido Carlos, un brasileño del que me había hecho muy amiga y al irse se había llevado todo lo que me ligaba a esa empresa. En el medio tuve un bache grande, extendido, poco más de año y medio, has-ta que los conocí, primero a Selena y después al resto. Las principales actividades de los Partysanos fueron vandálicas, por un mes quisimos la visibilidad, tardamos esos primeros treinta días en darnos cuenta de lo inoperante que era, y de lo poco que queríamos ser inoperantes. En cuatro semanas, nos cargamos el sistema operativo de las financieras locales, estropeamos el archivo de historias clínicas de toda la pro-vincia y regalamos cuatro millones alterando los depósitos

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del sistema jubilatorio. En países como el nuestro, los au-todidactas siempre tuvimos ventajas, siempre estuvimos un paso adelante, recién al nivel del estado general había pro-tección frente a ataques como los nuestros, pero nada más, de ahí para abajo, el páramo, desarrolladores de mediopelo, mal pagos y sin la imaginación para ponernos a nosotros en el panorama de sus enemigos. Demasiado fácil. Nos arre-pentimos. No podíamos seguir ese plan sin tener un ejérci-to, satélites o búnkers, lo que fuera. Frente a la desprotec-ción virtual, represión concreta: la muerte de Felipe, nuestro primer líder, nos enseñó la necesidad del anonimato y de no tener cabeza, de rotar los roles, de lo rápido que llegan las consecuencias. Tuvimos que volver a empezar, un poco más cautelosos, nos tomamos dos meses de preparación y la construcción de una red interna. Así nos conectamos con cinco nodos y empezamos a trabajar en secreto, por fuera de la web, con un chat autodestructivo, que una vez leído, bo-rraba el mensaje y su huella. Necesitábamos un lugar físico, Felipe se negaba y lo hicieron caer.

—Buenas noches.—Buenas noches.—Tengo sueño hoy, mañana hablamos. Te preparé cinco

kilos de carne para las empanadas.—¿Compraste en Italia y Avellaneda?—Sí, donde siempre.—Ok.¿Lo nuestro era inocencia pura? Teníamos un código con

el que pasábamos coordenadas, las paralelas al mar se leían con un desfasaje de cuatro calles al oeste, las perpendicula-res, con uno de nueve hacia el norte. De 13 a 17, entonces, hacíamos de todo. Lo principal era meternos en casas o ba-res, gimnasios o en la antigua biblioteca, en cualquier lugar que supiésemos que podíamos tener acceso a la web sin des-

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pués poder ser vinculados. Todos los cyber habían dejado de existir hacía mucho y las cámaras estaban por todos lados, no era fácil, lo mejor era el anuncio de reparación tecnológi-ca armado por Felipe, con eso teníamos acceso a domicilios, él hacía su trabajo, cobraba y siempre tenía tiempo para ha-cer algo más. Teníamos disfraces, pelucas, pilotos, anteojos. Cada día algo diferente, eso era lo que más me gustaba. Por un tiempo hicimos vandalismo sin dirección, después de-cidimos, en una de las reuniones clave, que teníamos que conseguir algo, pero no sabíamos qué, «abrirles los ojos», que fuesen capaces de tomar decisiones sabiendo qué estaba en juego. Tardamos en darnos cuenta de que ya lo sabían. Tar-damos en entender que nuestro mesianismo solo se llevaba bien con el control.

Para el cumpleaños de Selena dejamos sin radio a la policía de casi todas las dependencias de Buenos Aires: barriales, municipales, provinciales. Para el de Amador desactivamos las cerraduras eléctricas del penal de Batán, hubo un motín y hubo electrocutados, pero lograron es-capar unos cuantos, entre ellos Florencio, el hermano de Almeida. No sé por qué nos gustaban las fechas especiales, festejar los cumpleaños así, con ruido. A medida que los daños colaterales fueron mayores, cumplir años empezó a ser una pesadilla. El 5 de noviembre, remember, remember, the fifth of november, Día de Anonymous, nos acoplamos y desarmamos el sistema de lotería nacional, logramos un desfasaje entre el momento del sorteo y el cierre de las apuestas y metimos miles de jugadas anónimas a los núme-ros ganadores, repartimos los tickets más o menos al azar. Parecía que casi todo estaba a nuestro alcance y sin em-bargo casi nada cambiaba, las cosas seguían más o menos igual. Ante la amenaza, el repliegue: nos llegó una oferta para trabajar para ellos. La débil frontera entre la policía y

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los criminales. Lo nuestro no era lo analógico, éramos pura y simplemente naifes.

El 17 de octubre tuvimos una ocurrencia que nos llevó a preguntar qué carajo estábamos haciendo, de qué servía todo esto, si tenía sentido, si había forma de medir las con-secuencias, si había algo que nos distanciara, lo que fuese, de un mercachifle que, desde la feria medieval al e-commerce, desde los doblones de plata a la moneda encriptada, lo único que había hecho era remarcar precios, calcular ganancias, saquear todo lo posible, hasta la quiebra y volver a empezar. Como una buena pieza de arte, al fin, era una mierda que nos devolvía a una instancia crítica, nos hacía preguntar si no habríamos estado jugando un juego armado por otros, aportando bazas que cobraba cualquiera menos los que no-sotros hubiésemos querido. El diecisiete de octubre volvió Perón una vez más, ciento veinte años después. Hicimos cir-cular cerca de dos millones de emails en los que se anunciaba el regreso del general, hicimos un mapa en el que las calles paralelas al mar eran Evitas y las perpendiculares, Juan Do-mingo. Lo superpusimos con todos los mapas de la ciudad, todas las aplicaciones con geolocalización quedaron destar-taladas por unas horas. Fuimos noticia por primera vez, tapa de diario y estuvimos en boca de todos. Al final, después de la excitación, quedamos desahuciados, no había mucho que festejar, tratamos de empezar de nuevo, nos pareció que lo importante era meternos de una vez por todas a trabajar en algo serio, de largo alcance, y decidimos replantear todo des-de cero, abandonar la ecología, abandonar cualquier intento de reproducir wikiloquesea. La información siempre había sido libre, desde antes de la web. Contra el deseo de ceguera nada había por hacer. Después de tantos ataques de cum-pleaños, lo único que prendía era el «happening peronista», la doble ironía, la absorción que nos neutraliza; para qué

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hacíamos todo eso, no lo sé. Tratamos al fin de construir un mapa, una anatomía, tratamos de encontrar un punto débil, la yugular, por dónde entrarle y ahí decidimos que iba a ser de otro modo, que necesitábamos tiempo y que teníamos que empezar a cuidarnos. Que no había un edificio que vo-lar, ni una cabeza que cortar: la suma de las voluntades tiene un gran reservorio, repuestos, cambios, renovación, nuevas generaciones. La muerte de Felipe nos decía que teníamos que cuidarnos y que no era fiebre lo que nos amenazaba.

Nos metimos lo suficiente como para que nos pusieran los ojos encima, daban de baja los accesos desde los que in-gresábamos y hasta secuestraron al hijo de una de las muje-res que nos contrató para arreglar su pc. El daño empezó a exceder nuestra capacidad de previsión y no supimos cómo evaluar las consecuencias de lo que hacíamos. Estábamos en una encrucijada: queríamos poner en crisis el control pero cada movimiento disruptivo generaba menos potencia y más medidas de seguridad, queríamos meter ruido en la perfecta circulación de la web y solo lográbamos una especie de performance que era recibida por críticos de arte y noti-cieros trasnochados, trending topics en alguna red social ca-duca, queríamos dañar el sistema financiero y conseguíamos que metieran preso un chivo expiatorio que apenas podía con los captchas. Empezábamos a sentirnos deshechos, tristes, nos dábamos cuenta de que nos hacíamos grandes y de que no había forma de hacer daño, en un momento creo que dudamos, empezamos a ver que las vidas que teníamos podían ser una opción, estoy segura de que a Jimena y a Karina la peluquería les sentaba bien, ni hablar de que todos envidiábamos un poco a León y su vida de librero. Tenía un cartel que decía: If you go home with somebody, and they don’t have books, don’t fuck ‘em! Y él sí que cogía. Por un lado te-níamos toda esa nostalgia por el pasado propia de cualquiera

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que haya vivido en la Tierra pero no nos alucinaba para nada el siglo xx, éramos más sofisticados, trabajar en la galería era ser snobs dentro de lo retro, snobs y molestos. Cuando le preguntaban a León por esa frase les decía que también era de Poe, porque para él todo era de Poe, que había salido en una película, medio borracho, diciendo eso, y a menos que se tratase de un pesado de los que chequean todo, todo el tiempo, León colaboraba con su granito de arena en la confusión de tres siglos que vistos desde acá parecían más o menos lo mismo. Si ya lo veía medio desprevenido, además, León agregaba que Poe había sido el fundador de la litera-tura argentina, que no había dudas entre filólogos y eruditos de fines del xx acerca de que el mono con navaja estaba en el pasado inconsciente —otra de las palabras que usaba cada tanto para hacerse el anticuado— de esta cultura, qué otra cosa era un gaucho perdido en La Pampa, qué otra cosa era el habitante de las últimas tolderías, de qué otro lugar podían venir los impulsos de tantos escritores y tantas es-critoras que a punta de cuchillo avanzan en la maleza de las palabras. Los volvía locos y se volvía loco y todos disfrutá-bamos de escucharlo hablar, a través de las flacas paredes de la galería, con los clientes que se acercaban y sin hacer una sola compra se quedaban horas charlando con él.

No me acuerdo exacto cuándo fue que Amador, con las pautas de León, construyó la máquina que nos daría ór-denes, nos daría cronogramas, misiones, tareas. Cuando la moral está bien baja, parece ser, lo mejor es ponerse metas, otorgarle el poder de decisión a otro y responder, mecanizar, confiar, ayudar, dejar que el sentido de todo sea tarea de los demás. Desde el primer momento supimos que estábamos poniendo a Amador en un lugar de líder que no le corres-pondía pero resultó que se lo tomaba con calma y que había logrado mediar nuestras actividades a través de aquella no-

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tebook, de manera que todo resultaba mejor, más grato, más fácil. Fue extraño. Mi primera tarea fue armar una ong. Ya había pasado la moda de las ongs, la ecología había dejado de ser la fachada del comercio, el miedo al fin del mundo había quedado lejos, nadie se tragaba el verso del petróleo ni del calentamiento global, nadie se lo comía como amenaza, la cosa ya estaba en marcha. Así fue que mi primera tarea fue acercarme al organismo correspondiente, una oficina gubernamental, con un formulario impreso y un du que de-cía que mi nombre era Graciela Courtade. Amador siempre había sido el más calculador, el menos lanzado y ahora nos tenía a los seis dispuestos a hacer lo que hiciera falta.

En una misma tarde, después de dos meses de trabajo anónimo y desconocido, burocrático, terminamos de saber qué hacían los demás y pasó lo que tenía que pasar. Fue un viernes, en lo de Mario, todos tomaban cervezas, yo tomaba mi cerveza y Amador, más exaltado que de costumbre, le pidió a Mario que pusiera Luzbelito y nos dijo: acá empieza y acá termina una etapa, necesitamos nombre de guerra, ne-cesitamos guita, necesitamos abogados, en algún momento nos van a venir a buscar. En mute, todas las pantallas del bar de Mario cortaban la trasmisión y ponían un informe, en directo, con el que nos poníamos al día con lo que ha-bíamos estado haciendo. Catorce drones se habían quedado sin energía y habían caído sobre autos, piscinas, techos y parques en la zona sur, tierra adentro de los barrios privados. Amador quería tener aliados ahí dentro, mostrarles que es-taban vigilados, que había alguien que quería saber de ellos. En La Plata se incendiaron tres edificios estatales con los últimos archivos en papel. Todas las consolas de videojuegos conectadas a la web borraron sus rígidos y dejaron una sola opción: bajo el nombre de Call of Duty, una antigua versión del Braid, en la que se escribe y se sobrescribe una sola his-

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toria de amor. Por todo el país, en cada casa, todas las im-presoras 3d se pusieron en movimiento y en un segundo, en unos segundos, construyeron una llave, una llave analógica, de antigua cerradura, que no servía para nada y algún día se convertiría en símbolo de la religión de los analógicos. Así de naifes seguíamos siendo. Me pidió que chequeara la cuenta que me había hecho abrir para la ong, acababa de recibir una donación. A la ong le habíamos puesto Tercero en Cuestión y al revisar los números veía que teníamos di-nero para vivir varias vidas. León se enojó un poco cuando vio que lo que había estado haciendo durante las últimas semanas se transformó en la caída del sistema de todas las universidades online del país. Almeida se limitó a decir que estaba contento, que con mecanismos similares los nazis ha-bían logrado meter suficiente paranoia como para conven-cer a Alemania, a Weimar, de lo que la convenció y nosotros ahora armábamos el nido, solo teníamos que pensar muy bien qué íbamos a meter adentro. A León se le ponían los pelos de punta, se daba cuenta de que sus chistes sobre el nazismo se repetían sin gracia. Para Lorenzo, el hermano de Almeida, éramos unos pesados que atendían unos locales en la peor galería de la ciudad, no opinaba, pasaba sus días con Mario, trabajaba en su cocina; esas cosas habría aprendido en la cárcel, a no opinar y a preparar comida.

La pizza, la cerveza, la pantalla prendida pasando el es-cándalo, todas las cosas que se habían producido en el úl-timo mes, Mario sonriendo en la otra punta del bar, todo junto me puso los pelos de punta. Tiré el vaso para hacer ruido, desarmar la charla, cambiar el foco de atención pero Amador no dejó de hablar: nos dijo que no estaba contento con lo que había pasado ni estaba contento con seguir al frente y tomar todas las decisiones, que teníamos que revisar las operaciones. La mayoría opinaba que era mejor el siste-

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ma de Felipe y los cinco nodos y no el programa de León y Amador. No hubo conclusiones. Retrocedimos algunos pa-sos, fuimos y vinimos, no sabíamos cómo hacernos cargo de lo que había pasado ni sabíamos para qué movernos, Ama-dor entendió que no había sido aprobada la primera opera-ción y dejó todo en suspenso. León insistió en que había que rever algunas cosas pero que no podían detenerse, para qué habíamos hecho todo, nos preguntaba y empezaba su chá-chara: ya habíamos articulado muchas letras de un nombre que no sabíamos bajo qué capricho había sido inscripto ni qué extensión tenía. Yo no quise seguir, les pedí parar, revisar mi vida, poner algunas cosas en orden, ver, de nuevo, qué y cómo vivir. Amador me pidió que me quedara con él, me es-cribió un poema, me dijo que yo era su piba con la remera de Greenpeace, me hizo reír pero no quise dejarme convencer.

No dejé de trabajar, Almeida me convencía de que estaba bien mi decisión pero me aclaraba que él no dejaría de par-ticipar. En esos meses, la tienda levantó, me concentré en la ropa, Almeida se entusiasmó, nos metimos de lleno en ese plano de las cosas en el que todos los días hacés un poco y todos los días ves avances y te empezás a dar cuenta de que lo demás te importa menos, estás camino a casa y pensás en eso, buceás en la web, comprás materiales y te quedás con un estampado, te quedás con un sueño de telas y colores y todo te parece textura, tacto y confort. Me alejé. En realidad solo se alejó mi perspectiva, porque seguimos trabajando en la misma galería y seguimos compartiendo la comida de los viernes. El cambio me daba la posibilidad de verlos des-de afuera. Me causaban gracia, el cinismo me ayudaba a no arrepentirme, me llamaba la atención que esos nenes bien, que ahora eran grandes y que no habían podido entrar en el circuito, que no conseguían que nadie los convenciera de tener hijos, que vivían como vivían y le daban un poco de

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sentido a la cosa siendo la contraconspiración, no podían darse cuenta de lo inútil, lo arbitrario, lo triste que resultaba todo lo que hacíamos.

Amador y León siguieron en el plano virtual. Almeida lo mismo. Amador era el más grande pero los demás ya empe-zaban a cumplir cincuenta. Ninguno de los tres pudo resistir la prominencia de sus panzas y el único que se mantuvo en actividad, a pesar del cinturón de grasa, fue León: cuando se cansaba de leer, para tomar un descanso, se tiraba al piso y hacía algunos ejercicios. Jimena y Karina se pusieron a en-trenar, se convirtieron en peluqueras fibrosas, insistían con que momentos peores se avecinaban, decían que se acababa el petróleo, el agua, el sol, todas versiones y reversiones de una operación perdida en el tiempo. Las cartas se juegan pero no se pueden contar.

Puse stop. Me olvidé por un tiempo de todo, frivolicé mi vida, que en este caso implicó conocer a Ariel, tratar de di-vertirme, darle un poco de lugar a esa vida que venía de-jando de lado, coger, reírme, como cualquiera pero mejor, mucho mejor, no necesitaba nada o no necesitaba mucho para disfrutar. Ariel tenía treinta y cuatro años y tenía un grupo joven, y si bien nosotros nos creíamos bastante pen-dejos, ellos lo eran un poco más y eso me ayudó a superar el primer semestre de la separación. Después de mucho tiem-po de vida de partysana, en la galería, con el horario cortado, mediodías de acción, fines de semana de asepsia, jugando a los anarkocyberpunks, no era difícil encontrarle una vuelta a las cosas y no preocuparme mucho por nada.

Ellos lo entendieron, sabían que no iba a hablar con nadie sobre lo que pasaba entre las 13 y las 17 de cada día hábil y sabían, creo que todos lo sabían, que me estaba tomando un recreo, que tarde o temprano iba a volver. Todas las mañanas, después de años de no prestarle atención a las noticias, abría

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las redes y trataba de ver algo, trataba de encontrar el rastro de los Partysanos en algún lado, en el trasfondo de alguna noticia. Con Almeida juntamos algo de guita, la galería cada vez metía más gente, hasta los viernes con Mario se habían convertido en pequeñas fiestas. En ese momento pasé de Ariel a Lorena, de Lorena a Mateo y de Mateo a Amador. Contrataba modelos y fotógrafos y los tenía horas en el local hasta que me aburría, les pagaba y se iban. Jimena y Karina, una vez por semana, trabajaban con nosotros, maquillando y peinando, armábamos fiestas diurnas, por unos meses la escena pasó por la galería. Los que superaban el impacto analógico, disfrutaban mucho, los demás, ni entraban.

Una noche Amador me vino a pedir que parara. Y paré. Pero antes nos dijimos de todo, me explicó que para él los Partysanos habían perdido sentido, que seguían adelante porque sí, pero que se estaban metiendo profundo y que todos los que entraban en la galería corrían riesgos, que te-níamos que mantener un perfil más bajo. Yo le dije que no lo aguantaba, que por qué no paraban ellos. Nos quedamos hasta tarde en el local. Antes de que se fuera Mario le pe-dimos dos cervezas y nos quedamos ahí, sentados contra la puerta, del lado de adentro, debajo del vidrio, para que no nos vieran desde afuera, de a poco dejamos de gritarnos. Esa noche charlamos largo y tendido.

A los meses me obsesioné con dejar de alquilar casa y me mudé al local de arriba de la peluquería de las chicas. La obsesión de la austeridad. Le dije a Almeida que iba a dejar de cumplir tantas horas y que solo iba a coser por las maña-nas, que él se encargara de vender. Entendí que algo estaba mal en todo lo que hacía, la fachada —tener un local en una galería— se había convertido en mi vida y olvidaba lo que me había llevado hasta ahí: refundar la sociedad como habían querido algunos de los creadores de la web libre y

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anárquica. Pero resultaba que —eso lo entendía al mismo tiempo que mis deseos volvían a despertarse—, si la suma de las voluntades no había sido fundada, no había refundación. Casi todas las utopías podían cumplirse con la revolución que habían aplacado cincuenta años atrás, pero no tenía que ver con el sueño del hacker del software libre, y en este punto del razonamiento siempre volvía a la misma pregunta: ¿y el hardware libre?

Renuncié también a la fachada, hice un voto de austeri-dad extremo, me ausenté los viernes. Me instalé en la tras-tienda de nuestro local, un sucucho de dos por uno, con una pileta que goteaba y una hendija debajo de la puerta que dejaba entrar luz y frío. Almeida, que me había aceptado ahí bajo presión y con la promesa de que no lo advertiría, no tardó una semana en cabrearse. A los demás, cuando me los cruzaba, trataba de desevangelizarlos, de convencerlos de que era una terrible estupidez lo que estaban haciendo. Me gané el odio de todos: Selena lloró de rabia y para adentro, León me dijo que no quería verme más, Amador no decía mucho y Almeida se limitó a pedirle que le dejara la notebook y que se fuera si pensaba como yo. Jimena y Karina se pelea-ron entre ellas, Jimena trataba de convencernos de que nos quedáramos, Karina de que hiciéramos lo que quisiéramos. Amador me dijo que lo hacía pensar pero que no lo cargara más, que necesitaba procesarlo. A los días me explicó que había decidido seguir, que en buena medida yo tenía razón pero que a la altura en que estábamos no había que pensar en otra cosa, no tenía nada más y ellos eran un equipo y no lo iba a abandonar. Por primera vez en mi vida no traté de convencerlo. Me fui a casa de mi tío, a preguntarle si podía quedarme con él. Me dijo que sí. Hacía tiempo, habíamos dejado de vernos desde poco después de que se fuera papá. Fueron años, lo dejé de ver antes de conocer a Almeida y a

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Selena, por supuesto mucho antes de los Partysanos. Como el padre de Amador, él también era fanático de Los Redon-dos y ni bien llegué me preguntó si había visto el suicidio del Indio. Claro que sí, le dije. Por eso somos «Partysanos». Ese fue el título de la última canción, la primera palabra que le robamos. Esa fue su forma de despedirse de la música, de decirle adiós a todas las fiestas de veganos tomadores de md con agua de manantial, fiestas que, él mismo decía, se había cansado de animar y a las que yo iba antes de la conversión. Ya nadie sabe si está vivo, pertenece a la primera generación longeva pero sería raro que todavía lo esté. Para cuando se pegó el escopetazo en cámara, ya alcanzaba los cien años, pocos días antes había subido esa canción después de un buen tiempo sin estrenos y parte de la puesta en escena del escopetazo era la banda sonora. Por algún motivo, después de años de reclusión y asepsia política, lo había motivado la posibilidad de un viraje ecológico de la acción, y tardó en reaccionar y quedó pegado a otra de las vueltas y mascaradas del «como si» de casi todo, pegado a la pendejada de que todo es igual, todo igual, todo lo mismo. Cuando era chica, papá y el tío se pasaban horas hablando de él y se ve que ahora me usaba a mí para volver a charlar con su hermano. Estaba viejo, muy viejo. Me dijo que yo estaba «espléndida» y eso me dio la pauta, nunca había usado esas palabras. Me miró con ternura, me dijo que ya no estaba enamorado de nadie, recreando un viejo juego de preguntas y respuestas entre sobrina-tío. Yo le dije que extrañaba. Él me dijo: bien-venida. Yo le dije que hacía tiempo que nos debíamos un reencuentro. Él me dijo que estaba bien, que sabía que íba-mos a volver a vernos. Estaba viejo y un poco solo, los hijos de su hermana, mis primos, no lo visitaban cuando venían a la ciudad y ella apenas podía hablar por teléfono, no se veían. Por suerte para mí, él no había dejado el taichí y eso

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me ayudó a volver a mi cuerpo, a olvidarme por un tiempo de las aventuras dirigidas por la computadora que estaba en el subsuelo de la tienda imposible, de las chicas de la pelu-quería, de la librería, de la casa de masajes con las manos, de la pizza de Mario. Cada mañana y cada tarde, después del sol y antes del sol, nos tomábamos media hora para llevar adelante las formas largas en el jardín. Nos mirábamos y no lo podíamos creer, no cambió nada, pensaba yo, y creo que juntos nos imaginábamos a mi papá sentado en la galería, riendo de nuestras poses, tomando mate y tentándonos con otras cosas, porque él se aburría. En aquel tiempo coincidía-mos en que para él, para mí y para el tío, lo mejor era que estuviéramos ahí, juntos.

Al principio, hablamos mucho, le conté casi todo lo que había pasado en los casi diez años que no nos vimos, me trató de decir que los años solo pasaban para él, que era obvio que yo seguía teniendo menos de treinta. Charlamos mucho y en un momento empezamos a hablar de lo po-blado que estaba el barrio, de lo raro que le parecía que los edificios hubiesen llegado hasta ahí. Todo eso era extraño para él, que en un principio había pensado que se mudaba al campo y ahora le ofrecían cada vez más guita para que se fuera. Cuando nos dimos cuenta de que empezaba a vulga-rizarse la charla nos fuimos callando y el silencio volvió a familiarizarnos. Después del primer mes, una noche, en la cena, con parsimonia absoluta, fue a su habitación mientras yo preparaba un té y volvió con una notebook, una tarjeta de memoria y unos parlantitos de madera. En un golpe de vista me lo imaginé todo pero dejé que me lo contara: por suerte, dijo él, que no creía en la suerte, se le había roto el airport antes del 5-n. Enseguida desplegó todo en el living y nos pusimos a tomar té escuchando música. Después de años de preguntármelo, mi tío, en su versión zen, me lo explicó:

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podemos escuchar estas canciones para siempre porque no quieren decir nada. Y así va a ser siempre, como nosotros, son longevas porque no significan nada, no están atadas al sentido. Eso decía. Y como todo lo que no tiene sentido, no pasa de moda, nunca está a la moda.

Entre todas las chucherías con las que me agasajaba, apa-reció un shuffle, algo que supuestamente venía de obsequio con la primera compu que me regalaron entre los tíos cuan-do me mudé a Mar del Plata. Esto también sobrevivió, me dijo, y te lo guardé como amuleto. Todavía tenía una cintita pegada de fábrica: «A shuffle to reborn. Tiny, unbreakable, rechargeable, no planned obsolescence».

De a poco fui perdiendo peso, cada día comí un poco menos, cada día sumamos segundos a la forma larga. Él se mantuvo alegre, tenía una manera hosca de estar alegre. En esos días, me miraba al espejo y no me sentía mejor, no me gustaba verme las costillas, todo empezaba a parecerse a lo que vendría. Otra noche le pregunté si me estaba preparan-do para algo, me dijo que no, yo no le creí y él se calló, un rato. Puso música una vez más, trató de convencerme de que él se había estado preparando por años para el día en que yo volviese, que nunca había dejado de seguir la forma lar-ga, que así había sido como consiguió dispersarse, olvidarse de mí, por fin desanudar todo eso que nos había apartado. Ahora esa preparación era su modo de estar en el mundo, preparación para la nada, me dijo, ahora que estás acá no tengo un más allá, este es mi paraíso. Esa noche me pre-gunté si él podía hablar así, si tenía verdaderos motivos, si podíamos volver a ser la pequeña comunidad que fuimos, pero faltaba alguien y me quedé pensando dónde estaría mi padre, a dónde lo habrían llevado sus mapas, si estaría vivo, si alguna vez volveríamos a vernos, si era verdad que mi madre lo había dejado a él como él me dejó a mí y así,

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divagando, me acordé de mis días en Córdoba, de las tías, de los campamentos, de vivir a la vera de los ríos en verano y en el centro de la ciudad en invierno. Me pregunté si aquella noche, de hacía tanto tiempo, después de la partida de papá, el tío me había echado porque ya no podía sostener mi pre-sencia cerca suyo.

Una tarde me llevó a un bosque de talas, un gran par-que perdido atrás de los barrios privados del norte. Hubo que caminar mucho y frente a una laguna me dijo que ahí empezaba una segunda parte, una segunda parte de nuestra vida juntos, en realidad una tercera pero que la primera no contaba. Aclaraba cosas que entorpecían cualquier posibili-dad de que entendiera algo. Me llevó a una casa y me pidió que lo ayudara a sobrevivir. Y a partir de ahí no volví más a la galería. El tiempo pasó como pasan los sueños, fue un año entero que duró unos segundos, lo digo ahora que lo veo en retrospectiva, el durante fue largo, sinuoso, vivimos entre árboles y espinas, aprendimos a pisar sin pisar, mis pasos fueron ligeros, nada se me clavaba. Todas las mañanas, con el desayuno, mi tío repetía con tono paródico: recuerda, estamos afuera de nada, estamos adentro, bien adentro, al este está el mar, al sur la ciudad, al oeste nada, excepto el suelo industrializado, la llanura trabajada, surcada, regada y sembrada y cosechada día y noche hasta que se convierta en desierto. Al norte, concluía, más de lo mismo. Cada vez que lo decía me acordaba de los cinco locales, del horario de 13 a 17, del laberinto espacial en el medio de la ciudad, de las personas que cambiaban de cara, que dejaban de ser peluqueros, modistas, psicólogos, libreros o masajistas y se convertían en las versiones que yo más extrañaba, aunque todas hubiesen perdido un poco de color. Al año exacto le pedí volver; a los diez meses, más o menos, ya necesitaba volver pero esperé a que se cumpliera la vuelta al sol porque

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esas cosas eran importantes para él, y sabía que si se lo pro-ponía ese día iba a comprender que se trataba de un ciclo cumplido. Y así fue.

El regreso a casa de mi tío fue algo extraordinario: al día de llegar, llegó Amador. Los sentimientos fueron contra-dictorios, lo recibimos bien pero no tardamos en odiarlo. No le cerramos la puerta, lo dejamos entrar, lo abrazamos y le ofrecimos té. Sin que se diera cuenta, sin que nos dié-ramos cuenta, mi tío trabó las puertas, se paró delante de él y estuvo ahí, listo para agarrarlo en el momento en que perdiera el equilibrio por efecto del veneno que había co-locado en su taza. Cuando se despertó, no pudo mentir, no quiso mentir, y no tardó en explicar que hacía meses que tenía controlado el lugar, que había instalado algunas cámaras, que no quería controlarme pero que me extrañaba y le extrañaba que no estuviese, que había venido en perso-na y no nos encontró, que me llamó, me escribió, pensó lo peor. Yo le dije que lo peor no me iba a pasar a mí, lo odié, le pregunté si ahora que tenía un poquito de poder ya se ponía a mirar todo el día por los ojos de sus cámaras, me confesó que con Karina y Jimena habían cerrado la pelu-quería para ver todo, para controlar la web, para meterse en las redes y los satélites del gobierno, me contó que habían linkeado con una red grande, que les habían habilitado un satélite propio, fantasma, un satélite construido de chatarra, camuflado, que estaban pensando en grande. Después de eso lo dejé de escuchar. Reproches de abandono, reproches de egoísmo, megalomanía pura. Como diría una antigua amiga de la empresa, «me sacó la puta» y me obligó a blin-darme, dejé de escucharlo. Mi tío lo miró hasta el final, me dijo que lo abrazara y no lo dudé, como una orden que co-nectaba directo con mi voluntad, lo abracé y nos quedamos un buen rato en silencio, por fin empezaba a callar. Mi tío

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preparó más té y hasta hizo chistes asegurando que ahora tenía té puro.

Volvimos a hablar tranquilos, superamos la parte de los reproches, por suerte se ahorró el intento de convencerme de que volviese, al contrario, me preguntó si una vez a la semana podía acercarse y compartir un rato con nosotros, le dije que sí, le dije que necesitaba guita, le dije que podía volver a coser, le pregunté por Almeida, me dijo que el local se había convertido en una mierda, que cada vez teníamos menos tiempo, que compraba barato y vendía poco y caro. Me contó que León también había cerrado, que habían em-pezado a morirse las viejas que iban a canjear libros y que no tenía a quién vender. Mi tío se fue a dormir. Sin pensarlo ni preguntar, nos acostamos juntos, nos dormimos así, con-tentos de perder la conciencia acurrucados en el sillón. A la mañana me contó que ahora eran cuarenta y dos personas, le dije que dejara de soñar con ser el pelotón que tuerce el rumbo de la historia, que eso era para los idiotas que se dejan convencer, le dije que dijera a todos los demás que po-dían venir, que podíamos hacer una fiesta, algo para reunir-nos sin conspirar. Brindamos por los Partysanos mientras le prometía que solo iba a haber limonada y galletas de avena. Al fin de la mañana Amador se fue y nos dejó con el ham-bre de volver a verlo. Mi tío se dio cuenta de que no había perdido el tiempo y entendió también por qué me estaba quedando con él, por qué después de esos años fuera todo había perdido sentido para mí. Eso es la paz, me dijo antes de que todo explotara, el estado en el que podemos entender y elegir la muerte antes de que nos alcance. Eso es la paz. Y así fue él el que se despidió. No supe a dónde iba. Me dijo que el año que pasamos juntos era lo que necesitaba para irse. Había cumplido y, mientras siguiera vedada la eutana-sia, el mejor camino era el suicidio para una persona de su

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edad. Me pidió que lo entendiera, que no se quería ir como mi padre, sin avisar, pero que tampoco quería perderse en los laberintos de la medicina que alarga por demás las cosas, que ya era tiempo.

Y su partida fue premonitoria: no había pasado un mes y ya todo cambiaba. Probablemente él no hubiese querido es-tar para verlo. No hubo fiesta de Partysanos ni nada. Hubo evacuados por toda la ciudad. Después emigración directa: los primeros fueron los habitantes de los barrios privados, se fueron todos o casi todos los que pudieron subirse a un auto, los asentamientos del oeste, sobre todo a partir de la ruta, se repoblaron, la galería fue saqueada, algunos se vinieron con-migo al último bosque de talas, atrás de los barrios privados del norte, a orillas de la laguna. Ahí pensamos que las cosas iban a andar bien, por lo menos hasta que todo se calmase un poco, pero resultó que no. Empezó a faltar comida, Al-meida murió enfermo de nunca supimos qué, murieron mu-chos, muchísimos. Las fotos satelitales a las que accedíamos mostraban manchas que se extendían desde el gran río hasta las Malvinas y que de a poco cruzaban hacia África. Como si los deseos siempre se cumplieran, en nuestra ciudad hubo que retirar la población diez kilómetros del mar pero no fue por el derretimiento de los glaciares, el agua no subió. Algo desde la costa nos enfermaba y liquidaba. Inmediatamente comenzó la construcción del muro, hubo aportes nacionales e internacionales, grandes bloques de plástico se instalaron a lo largo de la au88. Las policías locales dieron paso a los siios, que desde el principio llegaron para quedarse. Nos vimos obligados a abandonar también el bosque, lo que parecía paranoia se convirtió en prevención, no podíamos quedarnos ahí, con Almeida murieron ocho personas más y Jimena enfermó. Supuestamente nos habíamos estado pre-parando desde hacía años, por lo menos, para eso, pero re-

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sultó que no sabíamos una mierda, que no teníamos forma de colaborar, que todos nuestros pensamientos y estrategias y anticomplots se veían caducos, absurdos, juegos de niños bien que se preparan para la guerra y al final no pueden ti-rar un solo tiro, ni esconderse, ni desertar, solo entregarse y pedir auxilio porque las posibilidades de resistir son nulas, porque esta vez nos dejaron afuera, nadie avisó, no hubo có-digo a descifrar ni movimientos de la bolsa ni derrumbes en la burbuja inmobiliaria que nos permitieran saber de dón-de venía. Antes de que Amador entrara en la tristeza, nos mirábamos y nos veíamos, nos reíamos como dos personas que ya no tienen nada que perder y, antes de perderlo todo, recuperan su capacidad de sorpresa. Justo en el momento del desastre vieron, vimos, que lo imprevisible, por más hi-percomunicado que estés, reina.