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131 25. ALCANCES METODOLÓGICOS Y CLASIFICACIÓN DE LAS DOCTRINAS POLÍTICAS El estudio de las doctrinas políticas, para que revista un carácter de seriedad, debe cumplir con un mínimo de requisitos me- todológicos: 1º. Cabe tener presente que todas ellas constituyen un complejo más o menos cohe- rente de concepciones acerca del hombre, la sociedad, del Estado y de las relaciones existentes entre estos factores de la vida política. Consecuencialmente, a fin de no des- truir esa unidad orgánica, debe evitarse el análisis fragmentario e inconexo de las formulaciones doctrinarias. La visión de contexto debe primar siem- pre en su estudio. De otra suerte es muy fácil desdibujar, incluso caricaturizar una doctrina; 2º. Las doctrinas políticas procuran dar solución a la problemática de una época. No son, por lo mismo, especulaciones abstractas, desvinculadas de la realidad: su nacimiento y desarrollo sólo pueden aprenderse en relación a un determinado contexto histórico. Por consiguiente, constituye otro gra- ve y frecuente error el juzgamiento de las doctrinas sin una previa referencia a las condiciones de tiempo y lugar de su des- envolvimiento; 3º. Siempre es necesario distinguir entre la formulación de una doctrina como un deber ser y la posible concreción histórica de la misma, expresión hipotética de su ser. El desfase que con ordinaria frecuencia se advierte entre estos dos niveles debe ser debidamente ponderado. No siempre el fracaso práctico puede ser imputado a la indigencia de la formulación doctrinaria. En el programa del curso que este Manual desarrolla, el estudio de las doc- trinas políticas sólo tiene asignado un capítulo con carácter complementario. Ello explica que, no obstante las preven- ciones anotadas, en la presente sección el desarrollo de esta materia realiza una exposición excesivamente esquemática, carente por lo tanto de la pulcritud me- todológica deseada. Clasificación de las doctrinas políticas contemporáneas Los textos especializados discurren en torno a diversas clasificaciones de las doctri- nas políticas: conservadoras y progresistas; revolucionarias y reformistas; de izquier- da y derecha; democráticas y totalitarias; universales y nacionalistas; individualistas y socialistas, etcétera. Reconociendo que en todas ellas existe una base real y que cumplen, por lo mis- mo, un rol orientador, no es menos cierto que la presencia de elementos de carácter subjetivo y contingente las priva de valor científico. Sin pretender adjudicarle un valor ab- soluto, nuestra preferencia se inclina por aquella tipología de las doctrinas políticas que atiende para su formulación a una escala de valores. Es decir, el rol que se asigna en la relación política al hombre, a la sociedad y al Estado. Conforme a este esquema, se distingue entre doctrinas personalistas y transpersonalistas. Sección Sexta PANORAMA DE LAS DOCTRINAS POLÍTICAS CONTEMPORÁNEAS 25. Alcances metodológicos y clasificación de las doctrinas políticas; 26. Liberalismo; 27. Corrientes socialistas; 28. Fascismo y nazismo; 29. Acerca del fin de las ideologías y del auge de la tecnocracia.

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25. ALCANCES METODOLÓGICOS Y CLASIFICACIÓN DE LAS DOCTRINAS

POLÍTICAS

El estudio de las doctrinas políticas, para que revista un carácter de seriedad, debe cumplir con un mínimo de requisitos me-todológicos:

1º. Cabe tener presente que todas ellas constituyen un complejo más o menos cohe-rente de concepciones acerca del hombre, la sociedad, del Estado y de las relaciones existentes entre estos factores de la vida política.

Consecuencialmente, a fin de no des-truir esa unidad orgánica, debe evitarse el análisis fragmentario e inconexo de las formulaciones doctrinarias.

La visión de contexto debe primar siem-pre en su estudio. De otra suerte es muy fácil desdibujar, incluso caricaturizar una doctrina;

2º. Las doctrinas políticas procuran dar solución a la problemática de una época. No son, por lo mismo, especulaciones abstractas, desvinculadas de la realidad: su nacimiento y desarrollo sólo pueden aprenderse en relación a un determinado contexto histórico.

Por consiguiente, constituye otro gra-ve y frecuente error el juzgamiento de las doctrinas sin una previa referencia a las condiciones de tiempo y lugar de su des-envolvimiento;

3º. Siempre es necesario distinguir entre la formulación de una doctrina como un deber ser y la posible concreción histórica de la misma, expresión hipotética de su ser.

El desfase que con ordinaria frecuencia se advierte entre estos dos niveles debe ser

debidamente ponderado. No siempre el fracaso práctico puede ser imputado a la indigencia de la formulación doctrinaria.

En el programa del curso que este Manual desarrolla, el estudio de las doc-trinas políticas sólo tiene asignado un capítulo con carácter complementario. Ello explica que, no obstante las preven-ciones anotadas, en la presente sección el desarrollo de esta materia realiza una exposición excesivamente esquemática, carente por lo tanto de la pulcritud me-todológica deseada.

Clasificación de las doctrinas políticas contemporáneas

Los textos especializados discurren en torno a diversas clasificaciones de las doctri-nas políticas: conservadoras y progresistas; revolucionarias y reformistas; de izquier-da y derecha; democráticas y totalitarias; universales y nacionalistas; individualistas y socialistas, etcétera.

Reconociendo que en todas ellas existe una base real y que cumplen, por lo mis-mo, un rol orientador, no es menos cierto que la presencia de elementos de carácter subjetivo y contingente las priva de valor científico.

Sin pretender adjudicarle un valor ab-soluto, nuestra preferencia se inclina por aquella tipología de las doctrinas políticas que atiende para su formulación a una escala de valores. Es decir, el rol que se asigna en la relación política al hombre, a la sociedad y al Estado.

Conforme a este esquema, se distingue entre doctrinas personalistas y transpersonalistas.

Sección Sexta

PANORAMA DE LAS DOCTRINAS POLÍTICAS CONTEMPORÁNEAS

25. Alcances metodológicos y clasificación de las doctrinas políticas;26. Liberalismo;

27. Corrientes socialistas;28. Fascismo y nazismo;

29. Acerca del fin de las ideologías y del auge de la tecnocracia.

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A su vez las personalistas se subdividen en inmanentes y trascendentes.1

1. Doctrinas personalistas

a) Personalismo inmanente

Estas doctrinas parten del suspuesto de que el hombre puede lograr la plenitud de su ser, no en función de una realidad exterior y superior a él, sino en el simple desenvolvimiento de la propia naturaleza humana. El hombre se logra desde su pura inmanencia, desenvolviendo los propios impulsos y tendencias.

Consecuente con esta premisa, toda in-terferencia a la libre actividad del hombre resulta negativa para él y para la sociedad. Por consiguiente, todo el andamiaje jurí-dico y político debe proyectarse a la simple salvaguarda de la libertad individual.

La sociedad es concebida no como una realidad superior o diferente, sino que como una simple suma o agregado de individuos (concepción atomista) y el Estado como una entidad que agota su fin en la mera conservación del orden y seguridad social (Estado gendarme). En síntesis, la sociedad y el Estado subordinan su actividad en fun-ción de su servicio al individuo, principal y único protagonista de la historia.

b) Personalismo trascendente

También estas doctrinas consideran al hombre como un valor supremo, pero a diferencia de las anteriores, estiman que el hombre no se logra en sí mismo sino en función de una realidad de algún modo superior, aunque no ajena a él: la sociedad.

1 Esta tipología, con diversas variantes, ha sido elaborada por GUSTAVO RADBRUCH, Introducción a la Filosofía del derecho, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, l965; LUIS RECASENS SICHES, Discusiones Contemporáneas del Pensamiento Jurídico, Editorial Labor, Barcelona, 1936; TORCUATO FER-NÁNDEZ MIRANDA, La justificación del Estado, Madrid, 1946, Instituto de Estudios Políticos.

En efecto, estas concepciones parten del supuesto que el hombre es un ser natu-ralmente social y, por tanto, su realización plena sólo puede lograrse en relación al contexto social.

El hombre puede o no llegar a convertirse en lo que potencialmente es; hay acciones que contribuyen a realizarlo y acciones que lo frustran. En tal sentido hay un personalis-mo trascendente en cuanto la existencia del hombre está constreñida por la necesidad de complementarse para alcanzar así su plenitud de ser. El hombre, más que vivir, convive; más que existir, coexiste.

Dentro de este esquema, el Estado aban-dona su pasividad para convertirse en un instrumento que con su actividad procura la concreción de valores sociales (Estado intervencionista).

2. Doctrinas transpersonalistas

Para estas concepciones, el hombre, sea como individuo, sea como ser social, es desplazado de su rol protagónico por otro ente temporal, real o imaginario (Estado, raza, pueblo).

Frente a esta realidad superior, los indivi-duos sólo interesan en la medida en que su actividad la sirve. “Propiamente no existe el derecho de la persona porque sólo se darán derechos, en su apariencia, en la medida que sea necesario contar con el individuo en función del todo” (Fernández Miranda).

Estas doctrinas postulan un tipo de Es-tado ya analizado en párrafo precedente: el Estado totalitario. “En el totalitarismo –dice Walter Theimer– el hombre ya no es un fin en sí mismo, como quería Kant, sino sólo medio para otros fines, y además sólo para fines estatales, puesto que la vida privada está suprimida”.2

Las diversas doctrinas políticas que a continuación pasamos a estudiar en for-ma panorámica y elemental, con mayor o menor rigor, pueden quedar comprendi-das en alguno de los tipos descritos en la clasificación precedente.

2 Historia de las Ideas Políticas, Editorial Ariel, Bar-celona, 1960, pág. 489.

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26. LIBERALISMO

26.1. Antecedentes históricos

El término liberalismo es reciente, no encontrándose antes del siglo XIX. En Espa-ña se llamaron liberales los que hacia 1810 quisieron introducir el Parlamentarismo. En Inglaterra, en 1816, servía para calificar al ala extremista del partido Whig, el cual, con los años, cambiaría su nombre precisamente por el de Liberal. En Italia se comienza a hablar de liberales hacia el año 1830.

Todos los autores están de acuerdo en que el origen de la doctrina es de más antigua data que el del vocablo. En efecto, según Hobhouse, el liberalismo nació durante la Edad Moderna en el seno del Estado absolutista, como una protesta religiosa, política, económica, social y ética contra la situación imperante y, al mismo tiempo, como una afirmación de libertad en los as-pectos civil, fiscal, social, económico, racial, nacional y político.

El liberalismo respondía, al comienzo de la edad moderna, a las necesidades senti-das de la época. Era una filosofía viviente. Europa había sido, durante los siglos del feudalismo y de la jerarquía eclesiástica, una habitación cerrada y de atmósfera sofocan-te. No había libertad de movimiento. Una economía que durante siglos había estado en proceso de contracción exigía se consi-guiera el orden por medio de la compulsión; y en último término las sanciones fueron impuestas por una aristocracia militar en una sociedad estratificada. El desarrollo del liberalismo fue revolucionario. Llegó para abrir las ventanas de esta habitación cerrada y para dar movilidad a una sociedad basada en la posición personal. (Ver Texto Complementario Nº 1, Sección Sexta.)

Aun cuando liberalismo y capitalismo son dos sistemas diferentes, en esta época ambos se amalgamaron para dar como resultado el sistema llamado “liberal capitalista”. En tal sentido se ha llegado a sostener que el liberalismo fue la vestidura intelectual del capitalismo. “Este liberalismo –dice Max Lerner– no es un simple lema más o menos satisfactorio, sino un complicado tejido de

creencias, que se ramificaba en todos los aspectos de la vida.

El nuevo sistema capitalista de produc-ción fabril y de comercio mundial de los siglos XVI y XVII ofrecía reemplazar al antiguo sistema de una economía localista feudal y agraria. La nueva clase mercantil y capitalista quería reemplazar en el poder a la aristocracia agraria. Cuando una clase cualquiera quiere apoderarse del gobierno necesita armas intelectuales y económicas. Y los capitalistas tenían a mano el liberalismo para utilizarlo. Los que aceptan hoy el libe-ralismo como una cosa natural deben tener presente que hubo una época en que fue un arma. La clase media capitalista necesitaba las ideas de libertad de comercio, el sistema de libre competencia, la limitación del poder del Estado, el imperio de la ley, las carreras abiertas al talento. El capitalismo, como sis-tema de relación de clases, y el liberalismo, como sistema de pensamiento, crecieron uno al lado del otro. En resumen, las mismas fuerzas que forjaron el reino de la actividad mercantil fueron las que forjaron y utilizaron al liberalismo”.3 (Ver Texto Complementario Nº 2, Sección Sexta.)

Como ya se ha expresado, el liberalismo nació como un gran movimiento de pro-testa contra el antiguo régimen, contra las instituciones feudales y contra la monarquía absolutista. En el siglo XVIII el liberalismo defendía un programa revolucionario y con-siguió que tras de él se alinearan grandes sectores de la sociedad, sobre todo del en-tonces llamado “Tercer Estado”.

Una vez derribado el antiguo régimen, se instaura el sistema liberal que en Euro-pa se practicó con bastante uniformidad durante el siglo XIX.4

3 Ahora o nunca, Editorial Fondo de Cultura Eco-nómica, México, 1943, págs. 58-59.

4 Cabe tener presente que elementos doctrinarios del liberalismo se encuentran trabados en la lucha política que se presenta en el ámbito del mundo sudamericano desde las vísperas mismas de la Inde-pendencia. Sobre el particular constituyen un tes-timonio pintoresco los informes del virrey Abascal, en los cuales advierte la llegada del liberalismo, al que achaca el hundimiento de la Monarquía, que era precisamente el vínculo de la metrópoli con las posesiones de ultramar.

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La lucha y el triunfo del liberalismo, con ser un rasgo histórico, unitario y sustanti-vo del Occidente, ofrecen, sin embargo, peculiaridades en sus maneras, en sus exi-gencias y en los tonos, según los distintos países. “Unos daban preferencia –dice Be-nedetto Croce– a la liberación del dominio extranjero o a la unidad nacional; otros a la sustitución de los gobiernos absolutos por el constitucionalismo; ya se tratara de corregir posibles reformas del sufragio y de extender la capacidad política ya en cambio; de fundar por vez primera o sobre nuevas bases el sistema representativo; en unos países, teniendo ya por obra de las gene-raciones anteriores, y especialmente por la de la revolución y el imperio, la igualdad civil y la tolerancia religiosa, se entablan contiendas por la participación de nuevos estados sociales en el gobierno, y en otros pueblos convenía primero dedicarse a com-batir privilegios políticos y civiles de clases feudales y persistentes formas de servilismo o a quitarse de encima la opresión ecle-siástica. Pero, por muy varias que fuesen por su orden y su importancia todas estas exigencias, se enlazan entre sí, y las unas arrastraban antes o después consigo a las otras”.5

26.2. El concepto del hombre en la filosofía liberal

Uno de los elementos esenciales del pen-samiento liberal clásico es el individualis-mo. Esta filosofía cree en la capacidad del individuo para constituirse en motor del progreso y creador de las normas e insti-tuciones necesarias para el bienestar del hombre.

La siguiente síntesis, tomada de la obra de Gregorio de Yurre, describe el concepto del hombre de la filosofía liberal.

En todos los sistemas filosóficos y sociales es fundamental el concepto de “naturaleza”. Pero esto es válido sobre todo en el siste-

5 Citado por ARTURO SAMPAY, La crisis del Estado de período liberal-burgués, Editorial Losada, Bs. Aires, 1942, págs.178 y ss.

ma clásico liberal, por ser la naturaleza la piedra básica de todo el sistema y la norma determinante de su filosofía social.

a) La “naturaleza” es la palabra de guerra para combatir el ancien régime y por tanto significa lo contrario de “artificial”, que es lo creado por la tradición o por positivas determinaciones del gobernante.

Por eso, la “naturaleza” tiene un sentido esencialmente individual, es la naturaleza encarnada en el individuo y con las propie-dades que se manifiestan en el ser individual. El liberalismo no puede tener simpatías por interpretaciones panteístas de la naturale-za, que conducen a poner el principio del movimiento fuera del individuo.

En la naturaleza individual las dos facul-tades que destacan y distinguen al hombre del animal son la voluntad libre y la razón. Vivir conforme a las exigencias de la natu-raleza es vivir libremente y conforme a los dictados de la propia razón; es contrario a la naturaleza el que nuestra vida esté determi-nada desde fuera por predeterminaciones de una voluntad gubernativa.

Libertad significa que la ley considera y trata a cada individuo como una persona racional, capaz de desarrollar libremente sus propias posibilidades. Por eso, la ley ha de reconocer a cada individuo el poder de pensar y expresar su pensamiento, de escoger sus creencias y obrar conforme a ellos. Stuart Mill definió la libertad así: “Es el poder de moverse libremente, orientar la propia vida por cauces que plazcan a la propia voluntad, siempre que no perjudique a un tercero”.

La otra cualidad de la naturaleza es la igualdad. La igualdad no quiere decir que los individuos sean iguales en sus cualidades y facultades personales; por el contrario, la individualidad encierra una gran diversidad en todos los aspectos y el liberalismo desea dejar en libertad esa diversidad para que emerjan y se distingan en la vida los indi-viduos mejor dotados. El liberalismo no es enemigo de las minorías selectas. Pero desea que la diferenciación sea la obra de la actividad y méritos personales y no pro-ducto artificial de la ley.

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La ley debe ser igual para todos, lo mismo cuando castiga que cuando premia. La ley no tiene por qué hacer distinciones, sino que ha de reconocer a todos los mismos derechos. La personalidad legal de cada unidad ha de ser igual. Y de esta suerte las distinciones quedan a merced de la actividad individual. He aquí una reacción contra la situación creada por el antiguo régimen, en el cual la ley era la creadora de privilegios y distinciones, al margen de los méritos perso-nales. En la época antigua la ley negaba a los esclavos lo que concedía a los ciudadanos. En la Edad Media la ley negaba a los siervos lo que concedía a los señores. La causa de tales desigualdades radicaba en las leyes. El pensamiento liberal concibe la vida social fundada en la competencia. La autoridad y la ley han de ocupar el puesto de árbitro que aplica a todos unas mismas reglas y da a todos las mismas oportunidades. La victoria no depende del árbitro sino del esfuerzo y destreza de los individuos.

b) Pero una vez admitido ese principio general del activismo (que tiene la misión de vencer el régimen de pasividad y de pura obediencia impuesto por el antiguo régi-men) la filosofía liberal rinde tributo a un principio de pasividad natural. En efecto, la naturaleza individual está sometida a la ley general y universal de toda naturaleza, que es la ley hedonista del placer y del dolor.

Bentham enunció esta ley en los siguientes términos: “La naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos maestros soberanos: el dolor y el placer”.

Esta ley es tan ineluctable y universal como la establecida por Newton sobre la gravitación universal. La naturaleza es materia en movimiento y el movimiento depende de la existencia de estímulos y alicientes capaces de provocar la actividad y el esfuerzo de los seres. En última instancia todos los estímulos que acucian a la naturaleza para poner u omitir una acción se resuelven en estos dos: placer, dolor. Cuando el hombre trabaja y ahorra, cuando obedece a la ley y colabora con el prójimo, cuando compite en el mercado y toma parte en las luchas políticas, el motivo es siempre el mismo: ambición de placer y temor del dolor.

Las virtudes y los vicios son, en último término, la encarnación de esta profun-da tendencia de la naturaleza humana. El altruismo, la compasión, la misericordia son desarrollos de la tendencia egoísta del hombre. El individuo es altruista porque ha llegado a comprender que el bienestar de los demás es necesario para lograr su propio bienestar. La colaboración con los semejantes es necesaria para aumentar el rendimiento del propio trabajo y, por eso, el hombre aprende la lección de que trabajar por la colmena es trabajar por sí mismo. No es necesario abandonar la naturaleza egoísta del hombre para explicar todas sus tendencias altruistas.

De esta suerte, la ley natural que deter-mina la conducta del ser humano civilizado es la enunciada por Stuart Mill: la mayor felicidad para el mayor número posible. Así, en la ley innata y universal de la natu-raleza se contienen como en su germen las tendencias altruistas, la armonía del interés individual y colectivo.

c) Fuera o por encima de esas normas impuestas por la naturaleza no son válidas las normas morales de deberes que no coin-ciden con el ser, es decir, con las tendencias innatas del ser humano. Tales deberes son ideas abstractas, ficticias; aptas para recrear el interior de la conciencia, pero inefica-ces e inútiles para gobernar los fenómenos económicos y sociales.

La Ética del hombre, al menos en lo que se refiere a su conducta social, ha de quedar identificada con esas tendencias innatas, que son los resortes universales de todos los seres. Esto no quiere decir que el hombre haya de ser cruel y bestialmen-te egoísta. El hombre es un ser racional y debe educar esos instintos innatos; de suerte que de su cultivo se obtengan los debidos desarrollos y transformaciones, necesarios para provocar las tendencias altruistas y humanitarias y establecerse así la base firme de una sociedad fraternal y trabajadora.

El liberalismo tiene fe en las leyes indi-cativas o naturales que expresan el modo de ser de la naturaleza; en cambio, no tiene

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fe en las leyes normativas, en cuanto éstas expresan mandatos de un superior al in-dividuo (gobernantes) o de una voluntad externa y superior a la naturaleza (Dios). El liberalismo cree en la eficacia de la naturaleza y en los estímulos y resortes naturales; pero, en cambio, ha perdido la fe en los factores trascendentes y sobrenaturales.

De ahí que la moral y la Ética liberal se reducen a dejar en libertad las tendencias e instintos del hombre, los c2uales quedarán automáticamente regulados por la razón calculadora, que los dirigirá siempre hacia la meta del mayor beneficio. Ese cálculo basta para evitar las extralimitaciones, porque el hombre aprenderá a dominarse para evitar los males que de tales abusos se siguen, tanto en el plano social como en el puramente in-dividual. El mismo concepto natural expresa una idea similar: la libertad de esas tendencias innatas para actuar en la vida social.

d) El placer y el dolor se pueden medir. Las ciencias físicas tienden a reducir todas las propiedades de los cuerpos a cantidad, incluyendo bajo unos términos generales los objetos más diversos, a fin de comprender en leyes universales el mayor número de fenómenos de la naturaleza.

Así también el individualismo clásico reduce todos los estímulos a los dos funda-mentales (placer y dolor) y a éstos los valora desde un punto de vista primordialmente cuantitativo, resolviendo las diferencias cualitativas a términos cuantitativos. Y de esta forma puede concretar las normas de la vida humana: el hombre evita el placer que trae consigo un dolor mayor y acepta el dolor que provoca un placer mayor.

El cálculo es el cauce normal por el cual discurren esas tendencias innatas de nuestra naturaleza.

e) Por eso, la filosofía liberal concibe al hombre como un ser esencialmente racional o calculador. En el reino animal el soberano absoluto es el instinto puro. No existiendo facultades superiores, toda la conducta del bruto está dirigida inmediatamente por las sensaciones de placer y dolor, sin discrimi-naciones ni cálculos.

Pero el hombre no es así. El ser humano es un animal instintivo y racional. El placer es el estímulo necesario para poner en acción a la naturaleza humana. Pero a la razón humana pertenece el determinar la cantidad de placer o satisfacción necesaria para poner una determinada acción. Y este cálculo racional siempre se basa en una comparación entre la satisfacción que vamos a alcanzar y la cantidad de trabajo o dolor que la citada acción nos va a costar. Para que al hombre le mantengamos activo se requiere que la recompensa sea tal que compense la fatiga y desgaste implicados en el trabajo. La razón no sólo valora el presente, sino también las consecuencias futuras. La razón es especialmente espe-culativa.

Los clásicos concibieron al animal como un ser totalmente instintivo; al hombre como un ser instintivo, dirigido por el cálculo racional. Tenían fe en la razón; pero admi-tieron también sus deficiencias. Y, por eso, eran partidarios de un sistema educativo que pudiera mejorar la razón y corregir sus deficiencias. Y de la razón depende funda-mentalmente el que esos instintos nativos vayan transformándose hasta adquirir esa altura de miras que los haga útiles para realizar el bien común y evitar la crueldad con el prójimo.

f) De ahí que todo el pensamiento libe-ral se orienta a encontrar un sistema social (económico y político) ordenado a pro-porcionar a los hombres el máximum de estímulos para la acción. Para eso se requiere reducir la intervención de la autoridad y la obediencia de los individuos al mínimum compatible con el orden social, abriendo las compuertas de la naturaleza humana a fin de que se pongan en acción todos los recursos encerrados en la naturaleza individual, espoleada por el estímulo del interés personal.6

6 YURRE, El Liberalismo, Seminario Vitoria, 1952, págs. 181 y ss.

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26.3. El concepto y rol del Estado

El pensamiento del liberalismo clásico navega entre dos ideas fundamentales. Por una parte reconoce la necesidad del Estado; por la otra, ve en el Estado un grave peligro que hay que conjurar.

El Estado es necesario para evitar que la vida humana quede a merced del más fuerte. Ningún hombre podría disfrutar de sus derechos y libertades si no estuviera protegido contra la fuerza y la violencia, provenientes de sus semejantes o de fuerzas del exterior. Por eso, es necesario superponer a los individuos una organización superior (un Estado) que administre imparcialmente la justicia y elimine la violencia y el ataque a los derechos de sus ciudadanos.

Pero el Estado es ya en sí mismo un gra-ve peligro y una amenaza a esos mismos derechos individuales. Precisamente el liberalismo fue una revolución contra un Estado opresor y violador de los derechos humanos. El gobernante dispone un poder capaz de liquidar la libertad de sus súbditos, de imponer una seudojusticia partidista y arbitraria y de gravar sus bienes mediante impuestos. El Estado tiene el monopolio de la fuerza y esta fuerza está manejada por personas que no sólo son corruptibles como todas las demás sino en grado superior, debido a la naturaleza misma del poder y a las especiales tentaciones de que vive rodeado el gobernante.

Constituye, por consiguiente, preocupa-ción fundamental del liberalismo político, el crear los mecanismos que impidan el ejercicio descontrolado y arbitrario del po-der. De aquí la necesidad de deslindar con claridad la esfera pública y la privada. Amplias zonas de vida social deben quedar libres de la interferencia estatal y bajo la sabia dirección de las leyes naturales.

El Estado ha de garantizar la libertad de pensamiento y expresión a todos los ciudadanos para exponer y defender las doctrinas e ideas que su razón individual juzgue convenientes. Supone también la libertad de cultos para que los individuos practiquen la religión de su preferencia sin temor a castigos.

Las funciones del Estado liberal se han de reducir al mínimo a fin de conceder a la libertad individual todo el espacio ne-cesario para su pleno desarrollo y desen-volvimiento.

En este aspecto la misión del Estado es ser árbitro imparcial, de suerte que su con-ducta y su ley sean realmente neutrales. El liberalismo exige al Estado lo que el público pide al árbitro en un encuentro deportivo: neutralidad para aplicar el reglamento a todos por igual, dejando que se lleve la victoria el que por sus cualidades y destreza se la haya merecido.

¿Cómo limitar los poderes de los gober-nantes para evitar abusos contra el derecho y libertades de sus gobernados? El procedi-miento técnico propuesto por el liberalismo para lograr esta limitación del poder radica esencialmente en el principio del Constitu-cionalismo. En efecto, el Constitucionalismo significa una situación de derecho. En esa situación las atribuciones del gobernante están limitadas por una ley anterior a su voluntad y los derechos del individuo quedan garanti-zados contra las intromisiones gubernativas. Como dice Gentile, “un ordenamiento liberal es ante todo un ordenamiento en el cual el poder recibe reglas y límites, porque para el liberalismo es el Estado quien existe para el individuo y no son los individuos los que existen para el Estado”… “En lo pasado este principio ha sido hecho valer en contra del absolutismo regio. Lo que no significa que una vez develado ese absolutismo el princi-pio haya sido asegurado definitivamente. Si hoy nadie piensa en evocar la teocracia, la potestad que proviene de Dios, su exención de crítica o de censura y falta de límites, sí se han asomado nuevos adversarios de distinto origen y de diversa inspiración que convergen en reproponer la vieja instancia de una incondicionada subordinación del individuo al Estado”.

La doctrina liberal, que busca para el Es-tado el cuadro de la Constitución, fija en ella su régimen como síntesis de la forma política considerada perfecta. “Semejante régimen –anota Beneyto– aparece lógica e histórica-mente con el desarrollo y la conclusión de un proceso que arranca de la evolución del

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sistema constitucional en materia de decla-raciones de derechos. Una primera etapa propende a la elaboración de un derecho constitucional formalista, como el derivado de las declaraciones americanas y de la fran-cesa de 1789. Su contenido está referido a los derechos que afectan principalmente a las formas de vida del hombre, y su mecánica consiste en la separación de poderes”. …“El régimen político liberal se convierte en un sistema de precauciones jurídicas, ligadas a la Constitución, al principio de la separación de los poderes, al gobierno representativo, a la igualdad legal, a la opinión pública, y en fin, al procedimiento de los recursos”.

26.4. “El neoliberalismo”

La expresión neoliberalismo ha sido empleada en el presente siglo para desig-nar nuevas corrientes de raíz liberal, que representan en cierta medida una nueva perspectiva de la actividad estatal con miras a corregir los defectos que en la práctica evidencia el liberalismo económico.

Entre los principales expositores se men-cionan: Federico von Hayek, Ludwig von Mises y Wilhelm Röpke.

Conservando su fundamentación in-dividualista y la adhesión al principio del libre juego de las fuerzas económicas, las tendencias neoliberales admiten una in-tervención estatal, pero proyectada a los siguientes propósitos:

Con relación a la libre competencia: El Estado debe remover todos los obstáculos para que exista verdadero equilibrio en la ley de la oferta y la demanda. Debe instituir un orden jurídico en el cual se enmarque la iniciati-va privada (leyes sobre la propiedad, leyes contra los monopolios, sobre los contratos, sobre la imposición tributaria, etc.).

Con relación al mercado: El Estado puede intervenir siempre que sea con medidas reducidas; puede intervenir para regular la oferta y la demanda, pero no mediante el proteccionismo de empresa, la fijación de precios y el control de divisas.

Con relación a la libertad sindical: Una de las fuerzas sociales que contribuyen a la

libertad, y que era negada por el libera-lismo, es la existencia de sindicatos libres. El neoliberalismo defiende los sindicatos como fuerza necesaria para el equilibrio entre capital y trabajo.

Con relación a la iniciativa privada: Es el punto en que más insiste el neoliberalismo y en el que menos se despega del liberalismo. Sigue siendo fundamentalmente individua-lista; cree en la ventaja del espíritu de lucro como factor decisivo de la economía y, por tanto, la iniciativa privada debe encontrar las mayores facilidades sin llegar al exceso del capitalismo libre.

Con relación a la propiedad privada: La defiende como base del sistema sin plan-tearse el problema de la reforma a fondo del régimen jurídico actual; desconoce la función social inherente a la propiedad y fundamenta su derecho en el individuo, ol-vidando su principal razón de ser: el destino universal de los bienes de la tierra.

Con relación a la empresa: Esta debe seguir con el régimen de salariado; rechaza cuan-to sea reforma a fondo de su estructura y toda imposición obligada de contrato de sociedad y de cogestión obrera.

Con relación al derecho económico: Para el neoliberalismo el desarrollo económico es independiente del desarrollo social; cree que la economía, manteniéndose dentro de las consideraciones expuestas, producirá unos bienes que más tarde redundarán en beneficio de todos.

Con relación a las desigualdades humanas: Las acepta y admite sus consecuencias; “para los vencidos en la lucha económica, el Estado aliviará su situación con amplias medidas de política social”.7

27. LAS CORRIENTES SOCIALISTAS

27.1. Antecedentes históricos

A principios del siglo XIX la sociedad europea se encuentra convulsionada aún

7 Síntesis tomada de BUNTING, ALDO, Hechos, Doctrinas Sociales y Liberación, Editorial Guadalupe,Guadalupe, Bs. Aires, 1975, pág. 157.

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Sección Sexta: Panorama de las doctrinas políticas contemporáneas

por los efectos de la Revolución France-sa y comienza a sentir el advenimiento de una nueva revolución que, sin violencia directa, tendrá, sin embargo, tantas o más consecuencias sociales que la anterior: la Revolución Industrial.

La situación social de la época se ca-racteriza por el desajuste provocado por la destrucción de la mayor parte de las instituciones económicas del feudalismo, que no ha llevado consigo la modificación indispensable de toda la estructura de la sociedad.

La Revolución Industrial comienza en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVIII; sigue en seguida a Francia, Estados Unidos, Alemania y se va extendiendo a otros puntos. “La revolución industrial es un fenómeno sociológico sumamen-te complejo, que podría ser definido, en conjunto, como la transformación de una economía predominantemente agrícola y comercial en una economía industrial. Coincide con un enorme crecimiento de la población, con el aprovechamiento de los inventos técnicos que se suceden con gran rapidez, con la modificación de las condiciones sociales de la producción y organización del trabajo. La producción que antes, en el aspecto industrial –para no referirnos al agrícola–, estaba cumplida en pequeños talleres, según los métodos viejos de la artesanía, se transforma, dando lugar a grandes fábricas, y el artesano se convierte en obrero.

Desde el punto de vista social, los nuevos modos de organización de la producción suponían nuevos modos de empleo de las fuerzas de trabajo. Las fuerzas de trabajo se reagrupan de distinta manera y surge a consecuencia de ello una clase social: el proletariado, la clase de los trabajadores industriales, con características propias”.8

“Las clases obreras, inicialmente escasas en las ciudades, con su gran miseria ofre-cen un evidente contraste con el cuadro luminoso, tanto humano como social, que presentaba la filosofía de la Ilustración. Y

8 AYALA, FRANCISCO, Introducción a las Ciencias So-ciales, Editorial Aguilar, Madrid, 1957, págs. 178-179.

este contraste venía agravado porque, al menos en teoría, se salía de una economía tradicional de escasez y se pasaba a otra que por principio tenía que ser de abundancia. Y esta supuesta abundancia no solucionaba la miseria secular de las clases desposeídas, ni la de los campesinos, ni la de los hombres que iban a poblar los centros industriales en crecimiento, integrándose a la industria. Aquella abundancia sólo era tal para las clases poseedoras.

Por el contrario, la nueva economía, la de la abundancia, se fundamentaba en una explotación sistemática de las condiciones de trabajo. Abusaba de la mano de obra en beneficio del capital, de la propiedad.

La necesidad de hacer rendir al máximo las máquinas hacía prolongar el horario de trabajo hasta límites extenuantes para el hombre, al mismo tiempo que los costos generales de la producción obligaban a reducir, también hasta los máximos extre-mos, los salarios”.9

Dice el historiador Toynbee que, aún en 1840, el salario medio del obrero llegaba a 8 chelines semanales y sus gastos semanales a 14. La diferencia debía ser compensada mediante la mendicidad, el robo y la prosti-tución. Se trabajaba 11 horas al día, seis días a la semana. En el siglo anterior la jornada era de 16 horas. Es más, había empresarios que creían que los adultos ofrecían demasia-dos problemas y preferían contratar niños desde los siete años de edad.

“En Babilonia, el Código de Hamurabi distinguía entre los propietarios, hombres completos, es decir, hombres, en una palabra y los trabajadores, los subhombres. Disraeli dijo de Inglaterra, y hubiera podido decirlo de todo Occidente, que estaba compuesta de dos naciones: la de los ricos y la de los pobres. El individualismo desenfrenado de los ricos hizo comprender a los pobres que era necesario agruparse en una nación y, efectivamente, entre lágrimas y sangre nació la conciencia de clase”.10

9 CRUELLS, MANUEL, Los movimientos sociales en la era industrial, Editorial Labor, pág. 21.

10 DUCHE, JEAN, Historia de la Humanidad, Editorial Guadarrama, Madrid, tomo IV, pág. 40.

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En efecto, los obreros industriales se sienten solidarios en la miseria y de esta solidaridad nacerá la cohesión en la lucha. Al comienzo las reacciones son espontáneas, sin ningún fin político definido y exterio-rizan, más bien, una expresión de cólera ante todas las injusticias soportadas.

El proletariado naciente hace respon-sable a la máquina de todas las desgracias que habrían caído sobre él.

El movimiento de los destructores de máquinas tuvo su origen en los mismos países en que el capitalismo y el industria-lismo habían nacido. Fue en Inglaterra, en 1811, donde los obreros, cuya miseria había llegado al máximo soportable debido a las crisis de “superproducción” y escasez, comenzaron la destrucción de las máquinas. En los distritos industriales se formaron verdaderas organizaciones de destructores dirigidos por agitadores que veían en su obra destructiva el cumplimiento de una misión sagrada.

Invadían de improviso todas las fábricas de una ciudad preferentemente de noche destruyendo máquinas de gran precio e incendiando los edificios. Los perjuicios causados en Inglaterra en los años 1811 y 1812 por esas bandas se elevaron a muchos millones de libras esterlinas. Los historia-dores ingleses afirman que los agitadores fueron en su mayoría obreros irlandeses, cosa que nosotros también creemos muy probable. Habiendo permanecido fieles a su fe católica, los proletarios irlandeses debían sentir más violentamente que sus camaradas ingleses las condiciones inhumanas a que los reducía el capitalismo.

La gravedad de este movimiento surge del simple hecho de que hicieron falta tres mil soldados, sólo para la región de Notting-ham, a fin de reprimir el levantamiento que amenazaba a todo el país. Se dictaron penas de muerte y de trabajos forzados contra los destructores y muchísimos agitadores fueron ajusticiados.

Los obreros que habían tomado parte en el movimiento no tenían ningún fin político, y se puede decir que ni siquiera consideraban la posibilidad de reformas de orden económico. Este movimiento

se parecía mucho más a las sublevaciones de campesinos de que hablamos, que a las revoluciones proletarias que se iban a producir más adelante. Muy simplemente, era la explosión de una cólera largo tiem-po reprimida, la venganza contra todas las injusticias soportadas. Casi no se pensaba en el porvenir.

Aunque este movimiento fue aplastado en poco tiempo, con él el proletariado había tomado conciencia de su unidad y de su fuerza. Y es a partir de este acontecimiento que comienzan a organizarse los obreros industriales de diversos países. Al principio estas organizaciones se preocuparon sobre todo de la ayuda mutua en cada profesión. Aseguraban a sus miembros contra las en-fermedades y los accidentes del trabajo, y más tarde también contra la desocupación. Puesto que eran las únicas organizaciones obreras que los gobiernos de principios del siglo XIX toleraban, la mutualidad –o más precisamente los obreros que la compo-nían– se ocupó también frecuentemente de representar los intereses de los trabajadores frente a los patrones.

Al lado de las mutualidades profesionales se organizaron, en diversos países, las “so-ciedades de resistencia a la baja de salarios”. En Inglaterra se extendieron rápidamente, sobre todo a partir de las leyes de 1824 y 1825, que acordaban a los obreros una cierta libertad de coalición. En Francia y Bélgica las sociedades de resistencia desplegaron una gran actividad entre 1830 y 1848, a pesar de las persecuciones que sufrían por parte de los gobiernos. Algunos antiguos “gremios” se mantenían aún y se habían aliado a las sociedades de resistencia en la lucha contra las malas condiciones de trabajo, obteniendo ciertos resultados parciales.

Nos parece que entre los movimientos espontáneos de resistencia o de ofensiva obrera se pueden ubicar también las Trade Unions inglesas, que se formaron a partir de 1843. Son las primeras organizaciones poderosas y verdaderamente obreras de los tiempos modernos. Porque aunque más tarde se hayan unido en una acción común con los movimientos socialistas de otros países, su nacimiento se debió a la iniciativa

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Sección Sexta: Panorama de las doctrinas políticas contemporáneas

obrera exclusivamente, sin participación de doctrina socialista alguna.

27.2. Las primeras formulaciones doctrinarias

Como una respuesta a los problemas sociales y económicos descritos preceden-temente, va a emerger, en los inicios del siglo XIX una serie de planteamientos doc-trinarios que en un sentido amplio pueden ser calificados de socialistas.11

Entre estas primeras formulaciones des-tacan las elaboradas por el grupo de pen-sadores conocidos tradicionalmente como “socialistas utópicos’’ Henri de Saint Simon (1760-1825); Charles Fourier (1772-1837), Roben Owen (1771-1858).12 (Ver Texto Com-plementario Nº 3, Sección Sexta.)

Además de iniciar la difusión de las ideas socialistas estos pensadores esbozaron, en sus escritos y realizaciones, casi todas las soluciones que a lo largo del siglo irán formulando las distintas corrientes de esa doctrina.

Se admiten como características comunes y relevantes del pensamiento socialista utó-pico, las siguientes: en primer término estos pensadores socialistas se caracterizaban por basar su ideario en la filosofía social del siglo XVIII. Lo mismo que Rousseau, Locke, los filósofos utilitarios ingleses y los fisiócratas franceses, los pensadores socialistas citados partían de una base metafísica: la creencia en la bondad de Dios o la Naturaleza, que regían, con un orden natural hasta entonces ignorado, la naturaleza propiamente dicha y las sociedades humanas. Hasta entonces los hombres habían ignorado ese orden y vivían en un estado artificial –que también denominan positivo o civilizado– y que se expresa en su miseria material el desorden

11 El vocablo “socialismo”, con alcance doctrinario, habría sido utilizado por primera vez en 1832 por un periodista francés, Pierre Leroux, director de una publicación de la escuela saintsimoniana.

12 La locución “socialistas utópicos” fue empleada por primera vez por Federico Engels como opuesta al “socialismo científico”, el marxismo.

en la producción las luchas y las discordias entre las clases sociales, etc. En la crítica de la sociedad de su tiempo (de 1789 a 1830 aproximadamente) nos han dejado una imagen animada que la Ciencia Histórica demuestra verídica.

En segundo lugar entienden los socia-listas –y por eso se les llamará también ra-cionalistas– que el descubrimiento de la ley que domina el régimen natural se hará por los esfuerzos de la razón y de la reflexión, aplicando los beneficios del conocimiento al estudio de las sociedades de los hombres. Esa ley difiere de acuerdo con cada uno de los autores, que rechazan por falsas las restantes. Su base y su método son predomi-nantemente filosóficos y no utiliza en forma suficiente los beneficios de la Historia, la Economía y la Sociología.

En tercer término los primeros socialistas reaccionan contra el semifatalismo irracio-nal del romanticismo, el individualismo y el liberalismo económico, y resucitan las nociones surgidas en la Revolución Francesa, según las cuales la inteligencia y el ingenio humanos son adecuados y aptos para la tarea de forjar un nuevo orden social. El remedio de los males sociales –entendían en forma complementaria de la aseveración anterior– debe buscarse en un sistema mejor de instituciones sociales.

No se contentaron con defender los prin-cipios de la Revolución Francesa, sino que buscaron perfeccionar su herencia ideológi-ca, creando métodos constructivos, mediante los cuales la igualdad, libertad y fraternidad llegaran a concretarse. La primera –por ejemplo– sería asegurada por la desaparición de la desigualdad económica basada en el abuso de la propiedad privada.

La quinta característica es la creencia, común a todos ellos, de que el paso de la actual y pervertida sociedad de la época al reino de la felicidad y de la armonía se ha-ría sin mayor esfuerzo. Una vez conocida la verdad por la propaganda, los hombres se apresurarán a ponerla en práctica para abandonar la lamentable condición en que viven. A lo sumo –y ello sería también una expresión de la propaganda– bastará con poner en marcha algunas demostraciones

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o experiencias, como ser colonias mode-lo, organizadas de acuerdo con los nuevos principios. Por esa opinión favorable a la asociación libre han sido denominados también socialistas asociacionistas.

Una sexta característica es que sus ideas se dirigen a todos los hombres indistintamente y a veces en especial a los ricos filántropos (Cabet y Fourier, por ejemplo), sin creer en las posibilidades especiales de las clases trabajadoras. No se interesan en unir la idea socialista a una práctica socialista y por eso no intervienen, salvo excepciones, en el surgimiento del gremialismo obrero. Además, rechazan la coacción en cualquiera de sus formas y no intervienen en política, todo lo cual explica su repugnancia por las revoluciones y su adhesión a la evolución lenta y pacífica.

Una característica que también los indi-vidualiza es el marcado carácter moral de sus ideas. Es en nombre de la moral que procuran la unión de todas las clases sociales para salvar a la humanidad, sin tener en cuenta intereses o realidades económicas. Buscan hacer triunfar una moral superior y profesan entre sus principios éticos la creencia en la perfectibilidad del hombre. En forma de un teísmo original, varios de sus creadores incluso tienen ideas religio-sas, por lo que su moral es, a menudo, de carácter trascendente.

La séptima y última de las principales características que venimos anotando es que todos estos creadores se complacen en describir el porvenir, el reino de la Armo-nía, acorde con la ley natural descubier-ta por sus pensadores. Sus descripciones abundan en detalles, previendo hasta las cosas más nimias. Como el panorama del futuro que pintaban contrastaba totalmente con la realidad de su época, sus autores fueron calificados de ilusos, y hasta sus opiniones tomadas poco en serio por sus contemporáneos, salvo por el grupo de sus discípulos.

(CARLOS RAMA, Las Ideas Socialistas en el siglo XIX, Editorial Iguazú, 1966, págs. 23 y ss.)

Entre los historiadores del socialismo se acostumbra denominar “socialismo de tran-

sición” al período que se extiende entre los utopistas y el surgimiento del marxismo.

Entre las figuras de mayor relevancia se mencionan los ingleses William Thompson (1775-1833), Thomas Hodgskan (1777-1869); los franceses Louis Blanc (1813-1882), Pie-rre Proudhon (1809-1865), Auguste Blan-qui (1805-1885); los alemanes Wilhelm Weitling (1808-1870) y Fernand La Salle (1825-1864).

A diferencias de los socialistas utópicos, que confiaban en el poder de la persuasión, los socialistas de transición desarrollan la idea de que las masas deben luchar en to-dos los frentes por sus conquistas sociales. El pensamiento socialista deja de ser una expresión intelectual aislada, para conver-tirse en la bandera de vastos movimientos de masas. Con estos autores el conflicto de clases queda netamente planteado: “Entiendo por burguesía el conjunto de ciudadanos que poseen los instrumentos de producción o capital, que trabajan con sus propios medios y no dependen de otro. El pueblo es el conjunto de ciudadanos que no poseen ningún capital y cuya existencia depende por entero de otro”, escribe Louis Blanc (Historia de diez años, publicada en 1841, citado por MAX BAER, Historia gene-ral del Socialismo, Editorial Ercilla, 1935, pág. 373).

27.3. El marxismo

Doctrina que alcanzó su expresión política acabada a contar de 1848, siendo sus formu-ladores Carlos Marx y Federico Engels.

Marx nació en Tréveris (Alemania) en 1818. Estudió Derecho y Filosofía en las universidades de Bonn y Berlín.

Engels nació en 1820 en la ciudad de Barmen (Alemania). Por motivos familiares se vio obligado antes de terminar el liceo a colocarse como dependiente en una casa de comercio.

En la primavera de 1847 Marx y Engels se afiliaron a una sociedad secreta de pro-paganda, la “Liga de los Comunistas”, y tomaron parte activa y muy destacada en el II Congreso de esta organización en Londres

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(noviembre de 1847), donde se les confió la redacción del famoso “Manifiesto Comu-nista”, que vio la luz en febrero de 1848.

Hasta 1870 Engels vivió en Manchester y Marx en Londres, lo que no fue óbice para que siguieran en el más estrecho contacto, manteniendo correspondencia casi diaria. Esta correspondencia constituye un riquísi-mo material para el estudio del socialismo científico.

En 1870 Engels se trasladó a Londres y hasta 1883, año en que murió Marx, conti-nuaron su vida intelectual conjunta. Engels falleció en 1895.

Es imposible entender las concepciones políticas de Marx sin señalar, aun cuando esquemáticamente al menos, las bases de su metodología.

27.3.1. El materialismo dialéctico

Concepción basada en el pensamiento de Hegel, para quien los objetos reales no eran más que reflejos de tal o cual grado de la idea absoluta.

Hegel llevaba su proceso dialéctico incluso a la idea desarrollándose en sí misma.

El método dialéctico se opone al método tradicional del conocimiento o método me-tafísico, ya que éste estudia los objetos fijos, hechos de una vez y para siempre. En cam-bio, el método dialéctico es esencialmente dinámico. Incluye la doble y conjunta idea de movimiento y contradicción superados. Después de la tesis o afirmación, viene la antítesis o negación, seguida de la síntesis o negación de la negación. Todo elemento viene a ser producto de su contrario. Así, el mundo consciente es producto del in-consciente, el mundo orgánico es producto del inorgánico, etc. Un ejemplo nos per-mitirá aclarar en forma gráfica el método dialéctico o tríada hegeliana, como se lo ha denominado:

La burguesía, tesis, genera al proletaria-do, antítesis; del choque de estos elementos se producirá una síntesis, que en este caso será la Sociedad sin Clases.

Para Hegel este proceso de contradic-ciones que envolvía su método se producía

en la conciencia, en el yo interno de cada individuo, vale decir, se trataba de un pro-ceso eminentemente subjetivo.

Marx comprendió la potencia revolucio-naria que el método encerraba, al permitir comprobar la inexistencia de una verdad absoluta, definitiva y sagrada. Jamás se po-dría llegar al grado en que no se podría avanzar más.

Aprovechó pues la dialéctica hegeliana, pero la invirtió: para él, la idea no es más que un reflejo de un objeto real en la conciencia y no ve en la dialéctica más que la ciencia de las leyes generales del movimiento del mundo exterior.

En suma, Marx aprovecha la dialéctica, pero en lugar de utilizarla como lo hiciera su formulador para justificar el idealismo absoluto (insistimos en que para Hegel el mundo real no era más que una realidad progresiva de la idea pura, absoluta, existente desde toda la eternidad), la libera de dicho idealismo y le da un contenido revolucio-nario y esencialmente materialista.

El materialismo dialéctico no tiene nin-gún parentesco con el materialismo vulgar o materialismo de los sentidos. El materia-lismo filosófico tiende en buenas cuentas a considerar las realidades que escapan de la conciencia individual y son éstas funda-mentalmente: las realidades naturales (la naturaleza, el mundo exterior); las realida-des prácticas (el trabajo, la acción), y las realidades sociales e históricas (la estruc-tura económica de la sociedad, las clases sociales).

27.3.2. El materialismo histórico

Es la segunda concepción metodológi-ca del marxismo. Mientras Marx desarro-llaba la tesis del materialismo dialéctico estudió con singular atención la tesis de Feuerbach que efectuaba una crítica a la filosofía especulativa, que no comprendía que el progreso estaba determinado no por hechos de la conciencia, sino por el desarrollo de las condiciones generales de toda la especie humana. Pero Marx no se contenta con este planteamiento

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y en su Tesis sobre Feuerbach, formula los principios del materialismo histórico. Señala Marx: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero, de lo que se trata, es de transformarlo”.

Marx señala que todas las luchas his-tóricas, sea que se lleven sobre el terreno político, religioso, filosófico, etc., no son en el hecho más que la expresión neta de la lucha de clases sociales. La existencia de estas clases está condicionada por los modos de producción.

En consecuencia, el modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, político, intelectual, etc. En buenas cuentas, no es la conciencia de los hombres lo que determina la realidad, sino que es ésta la que determina su conciencia.

Todo el conjunto de relaciones de pro-ducción forma la estructura económica de la sociedad. Esta estructura económica es la base real de la infraestructura, sobre la cual está edificada toda una superestructura jurídica, política, intelectual e ideológica.

No puede haber cambios radicales en la superestructura jurídica y política sin modificar previamente la infraestructura económica.

Dicho de otro modo, el desarrollo de las fuerzas productivas constituye el fun-damento de la historia.

Para que la historia sea real hay que re-montarse al primer acto del hombre que lo diferencia de los animales: la producción de objetos para la satisfacción de sus nece-sidades. En la medida en que la satisfacción de las primeras necesidades trajo consigo la creación de otras, la producción de nuevos elementos, las relaciones de intercambio, fue desarrollándose la historia.

Para el marxismo la historia de la huma-nidad es la historia del desarrollo económi-co, de los antagonismos sociales, políticos e ideológicos y de la lucha de clases. El socialismo es la fase en que comienza la liberación del hombre por medio de la transformación de los medios fundamen-tales de su servidumbre, de su alienación.

La historia ha conocido dos formas de-cisivas de alienación y de limitación de la personalidad humana.

En primer lugar la alienación económi-ca sobre la base de la propiedad privada, que coloca al hombre en su trabajo, bajo la dominación de otro. El derecho de pro-piedad conduce a la explotación comple-ta del trabajo. La segunda forma esencial de alienación es el Estado, que no es otra cosa que el medio de que se vale la clase dominante para ejercer su dominio sobre la mayoría oprimida.

27.3.3. El “Manifiesto Comunista”

El plan del Manifiesto es muy simple y consta de cuatro partes. La primera cons-tituye el núcleo del pensamiento marxista: se intitula Burgueses y Proletarios.

Por burgueses Marx entiende “a la clase de los capitalistas modernos, propietarios de los medios de producción social, que emplean el trabajo asalariado”.

Por proletarios “se comprende a la clase de los trabajadores modernos que, privados de los medios de producción propios, se ven obligados a vender su fuerza de trabajo para poder existir”.

El Manifiesto comienza señalando que la historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días se ha carac-terizado por la lucha de clases: “Hombre libre y esclavo, patricio y plebeyo, barón y siervo, maestro y oficiales, en una pala-bra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha cons-tante, velada unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases beligerantes”.

Para Marx nuestra época se caracteriza no por haber suprimido la existencia de clases, sino por haberla simplificado. Existen hoy fundamentalmente dos clases sociales, el proletariado y la burguesía.

La burguesía ha sustituido los modos artesanales de producción, creando todo el vasto complejo industrial y dando origen al proletariado.

Este cambio en la infraestructura econó-mica se refleja en la superestructura jurídica,

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Sección Sexta: Panorama de las doctrinas políticas contemporáneas

política y social con la creación del Estado burgués y las instituciones burguesas.

El proletariado, para poder liberarse, tendrá que luchar violentamente con la clase dominante, y guiado por el sector más resuelto, los comunistas.

En la medida que la lucha se haga más agu-da, las pequeñas capas intermedias tenderán a polarizarse desapareciendo como tales.

27.3.4. La teoría marxista del Estado

En las obras de Marx y Engels se encuen-tran referencias al problema del Estado, pero ellas, en caso alguno, solucionan las interrogantes que la cuestión plantea.

Engels afirmó que el Estado no siempre ha existido. Este surge con la división del trabajo y el nacimiento de la propiedad privada. Estos fenómenos producen la lucha de clases. Aparece el Estado, entonces, con el fin de determinar las reglas del juego que permiten a una clase oprimir a otra. Este Estado, cuyo fin habría sido el de servir de árbitro en el plano de la lucha de clases, se ha transformado en el instrumento de dominio de la clase explotadora sobre la clase explotada.

En consecuencia, llegará un momento en que el Estado deba desaparecer, pues su papel, después de la revolución proletaria y el fin consiguiente de la lucha de clases, será innecesario.

Marx y Engels no advierten la forma de reemplazar el Estado burgués aun cuando el primero avanza algunas nociones en sus trabajos “Las luchas de clases en Francia” y “El Dieciocho de Brumario de Luis Bo-naparte”.

Será Lenin quien, recogiendo las ideas de los fundadores de la doctrina, enuncie una teoría marxista del Estado en su famosa obra El Estado y la Revolución.

Sostiene Lenin que el Estado es una orga-nización especial de fuerza para reprimir a la clase explotada, sustentado en el ejército profesional permanente y los accesorios coercitivos como cárceles, policía, etc., por una parte, y por la burocracia formada por los empleados públicos, por la otra. Esta

organización de opresión se da tanto en una república democrática burguesa como en una monarquía.

La tarea del proletariado es apoderarse violentamente de la máquina del Estado guiado por el partido de vanguardia, el comunista. Una vez en el poder, el pro-letariado debe imponerse como clase do-minante en el período de la dictadura del proletariado, pero destruyendo la máquina estatal burguesa, ya que, en caso contrario, la revolución fracasará, como lo demuestra la experiencia histórica.

Tomado el poder y realizados estos cam-bios, comenzará la fase de debilitamiento del Estado. Es necesario, eso sí, no confun-dir la destrucción de Estado burgués con el debilitamiento del Estado proletario, que sólo ocurre en la medida en que desaparecen las contradicciones de clase. Desaparecido el Estado, según Engels, “el gobierno sobre las personas es sustituido por la administra-ción de las cosas y la dirección del proceso de producción”.

El debilitamiento del Estado depende del desarrollo económico. En él se distin-guen dos fases:

a) De recuento y control. Subsisten las desigualdades. Se aplica la fórmula “de cada uno según su capacidad, a cada uno según su trabajo”. Esto se explica porque los vestigios de la sociedad capitalista no permiten ir más allá en el orden económi-co. Los obreros vigilarán que se impulse el proceso productivo.

b) En la segunda etapa estas obligaciones se convertirán en hábitos y se podrá caminar hacia la fase superior, en la cual cada uno aportará según su capacidad y a cada uno se dará según sus necesidades.

Nadie ha predicho cuánto tiempo toma-rá este proceso y tampoco cuáles serán las formas de vida y los valores en la sociedad comunista; solamente se puede predecir la tendencia histórica.

Por último, debemos señalar que se debe a Stalin una variación de la teoría del Estado marxista. Respondiendo a las críticas en el sentido de que en la Unión Soviética el Estado en lugar de tender a debilitarse se

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ha fortalecido, señaló que el debilitamiento del Estado socialista sólo será posible en la medida en que se afloje “el cerco imperia-lista” tendido en su alrededor. (Ver Texto Complementario Nº 4, Sección Sexta.)

27.4. Socialdemocracia

En la segunda mitad del siglo XIX se desarrollaron en Europa occidental partidos obreros de masas y sindicatos poderosos. Estos partidos organizaron, con poca cohe-sión, la Segunda Internacional, que de 1899 a 1914 representó al “marxismo ortodoxo” ante el mundo. El partido central estaba en Alemania. En muchos sentidos era el prototipo de la versión socialdemócrata del marxismo: revolucionario en la ideología, reformista en la práctica.

En la década que comenzó en 1890 este partido vino a ser la sede de lo que podría-mos llamar los revisionistas socialistas, la primera especificación coherente del mar-xismo como práctica política significativa. Este revisionismo fue desarrollado de la manera más notable, como una variedad del marxismo, por Eduardo Bernstein.

A medida que los sindicatos y los partidos socialistas crecieron en tamaño y en fuerza, se convirtieron en agencias de reformas más bien que en motores de la revolución. La revolución podía aguardar, y la noción de la inevitabilidad de una derivación gradual hacia una sociedad socialista sirvió para mantener vivas las esperanzas mientras se aguardaba. Mientras tanto, los partidos socialdemócratas, junto con los sindicatos y las cooperativas de consumidores, y a veces en alianza con par-tidos no socialistas, realizaban las conquistas económicas y políticas que podían.

En el presente párrafo nos limitaremos a caracterizar la concepción según Eduardo Bernstein, Jean Jaurés y G.D.H. Cole. (Ver Texto Complementario Nº 5, Sección Sexta.)

27.4.1. Eduardo Bernstein

El espíritu y la orientación de la revisión del marxismo ortodoxo de Bernstein están

expresados en un famoso pensamiento de su obra principal, publicada a principios del siglo XX. “Lo que generalmente se llama la meta del socialismo para mí no es nada; el movimiento socialista lo es todo”. Bernstein no se oponía a los ideales del socialismo, sino sólo a la concepción apoca-líptica de ellos, a una visión que anticipaba su repentina introducción en la historia después de una revolución violenta que muy probablemente no sabría mantenerse a la altura de los fines proclamados. Detenerse en la definición verbal del triunfo total y final del socialismo daba como resultado la insinceridad política (si aquella definición no se traducía en consecuencias prácticas) o el aventurerismo (si alentaba demandas radicales e imposibles).

Según Bernstein carecía de importan-cia saber si el movimiento socialista al-canzaría alguna vez su meta declarada: la sociedad sin clases en que el principio de fraternidad serviría también de principio de justicia y en que la ciencia se habría desarrollado tan altamente que el prin-cipio de la división del trabajo carecería ya de validez. Lo único importante era el hecho de que el movimiento socialista estaba enriqueciendo continuamente la vida de los trabajadores: aumentando el ámbito de su participación en la política y la industria, consiguiendo más y mejo-res viviendas, organizando cooperativas, elevando su nivel de vida, garantizándoles una mayor seguridad, transformando la educación, de bien propio de las clases ociosas en bien común accesible a todos, y con todo eso desarrollando en ellos el respeto por sí mismos. El socialismo era un modo de vida para experimentar y gozar aquí y ahora, y no para glorificarlo como finalidad de la historia.

Bernstein llamaba la atención sobre el hecho de que las reformas logradas como resultado de la presión de los sindicatos y el Partido Socialista habían alterado de algún modo las horrendas perspectivas económicas del capitalismo, que prede-cían los marxistas ortodoxos. De esto y de otros fenómenos sociales infería que los trabajadores podrían ganar a la vez más

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Sección Sexta: Panorama de las doctrinas políticas contemporáneas

aliados y victorias mediante la extensión de los métodos democráticos que predi-cando y practicando la guerra de clases. Las luchas de clases eran endémicas en el sistema económico; pero no era necesario que tomaran forma violenta. Bernstein hizo efectivamente del programa socialista algo subordinado al proceso democrático, y del interés de clase un medio para fomentar el bien de la comunidad.

Lo más importante fue que Bernstein negó que la justificación ética del socialis-mo pudiera derivarse de las necesidades del desarrollo económico y de la lucha de clases. Había modos justos y modos injustos de luchar por el socialismo, y ellos no podían deducirse simplemente de las consecuencias económicas de la acción hu-mana o de la estrategia del poder político. Una transacción que diera por resultado menos sufrimientos humanos y preparara el camino para su ulterior mitigación era preferible a una victoria acompañada por mayores sufrimientos.

Sin negar en absoluto la importancia del estudio científico de la naturaleza de la economía y la sociedad capitalista para el programa socialista, Bernstein sostenía que el movimiento socialista, su impulso, su entusiasmo, su creencia en la posibi-lidad del progreso y su confianza en un modo diferente de producción y de dis-tribución de bienes y servicios reposaban sobre principios éticos. El desarrollo del capitalismo ha hecho al socialismo posible, pero no deseable. Lo que hizo deseable al socialismo es la aspiración a la justicia, el deseo de la libertad, la aceptación de la fraternidad subyacente de todos los pueblos y la voluntad de que todos los individuos desarrollen sus personalidades al máximo.

Bernstein debía reconocer que en reali-dad su política era reformista y no revolu-cionaria; así también debía reconocer que entre las principales fuentes de su actividad había imperativos éticos que continuaban los ideales observables en la larga e incierta historia de la emancipación humana de la ignorancia y la opresión.

27.4.2. Jean Jaurés (1859-1914)

Una figura todavía más destacada del revisionismo socialista fue Jean Jaurés, el gran líder socialista asesinado en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Aunque a menudo se proclamaba marxista, declara-ba que “el mismo marxismo contiene los medios por los que puede ser completado y revisado” –modo de sentir que general-mente preludia las críticas a la ortodoxia–. Jaurés nunca ocultó su oposición al mar-xismo ortodoxo, y pese al reconocimiento de su deuda en más de una ocasión hizo críticas a Marx y Engels más tajantes que las de Bernstein, especialmente en cuestiones de táctica. Bernstein, en lo principal, afir-maba que ciertos puntos de vista de Marx habían sido invalidados por el desarrollo de los acontecimientos. Jaurés afirmaba que algunos eran equivocados ya en el momento en que se los formuló.

La inspiración socialista de Jaurés derivaba originalmente de fuentes no marxistas: el idealismo filosófico alemán y el utopismo francés.

Aunque aceptaba el materialismo his-tórico como instrumento de investigación histórica, rechazaba el materialismo filo-sófico en todas sus variantes. El universo es más que una organización de materia y energía que se mueve ciegamente, sin dirección, de un estado a otro. El hecho de que haya originado los ideales humanos, las pasiones de amor y justicia indica que está inspirado por un principio espiritual, pues nada puede existir realmente o en acto que no haya estado antes potencialmente pre-sente. Este principio anima todas las cosas y, pese a los conflictos aparentes, explica el orden y la armonía en desarrollo en la naturaleza y la sociedad. Sin este elemento espiritual unitario y unificador el universo se habría disuelto en el caos desde hace mucho tiempo.

De los derechos del hombre como persona y a ser considerado como tal, Jaurés infería la conveniencia del socialismo. Al afirmar su propia individualidad, el hombre de trabajo “reclama todo aquello que corresponde propiamente al hombre: el derecho de tra-

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bajar, el derecho al complejo desarrollo de sus facultades, al continuado ejercicio de su voluntad libre y de su razón”. Marx había mostrado que la evolución histórica de la propiedad hacía imposible que la sociedad garantizara todos esos derechos, a menos que la forma dominante de propiedad se convirtiera en social. La propiedad socia-lizada ha de tener por titulares no sólo al Estado o la nación, sino también a muchas asociaciones de las cuales el trabajador es miembro activo –cooperativas, sindicatos, comunidades locales– que les han de ga-rantizar sus derechos como persona y que, por sus formas plurales y complejas de pro-piedad social los han de proteger contra la tiranía de cualquier grupo social o de la nación misma.

Jaurés era un socialista humanista, más ansioso por encontrar una base para una fe y una acción comunes con un opositor polí-tico que por descubrir un enemigo de clase disfrazado en un camarada de partido que lo criticaba. Su meta, que él a veces confundía con la meta de la historia, era la liberación de la humanidad del despotismo político de las supersticiones religiosas y de la explotación económica. Desde que el proletariado era la clase que más sufría, el mejoramiento de su suerte era la tarea más urgente. Pero los principios en virtud de los cuales su situa-ción había de elevarse tenían validez para todas las clases. En consecuencia, aunque las luchas de clases son un hecho innegable, la cooperación y colaboración de clases, basadas en principios objetivos de justicia, podían y debían ser empleadas para lograr las refor-mas sociales. Voz a menudo en minoría en su partido, y frecuentemente denunciado por los socialistas ortodoxos como Guesde y Bebel en la Internacional Socialista, Jaurés defendió el apoyo a gobiernos burgueses y la participación en ellos si por medio de tal participación se conquistaban reformas y se conjuraban grandes males inmediatos. En este aspecto fue mucho más lejos que Bernstein.

Tanto como Bernstein, Jaurés criticaba la deificación del “gran día” que sería tes-tigo del repentino final del capitalismo y de la aurora del socialismo. Pero mientras

Bernstein insistía en que nada garantizaba que aquella aurora habría de llegar, Jaurés confiaba en ella. Simplemente substituía la doctrina ortodoxa de la inevitabilidad de una revolución gradual. Ambos revi-sionistas, empero, ponían el acento en el presente, no en el futuro. Era mucho más importante “vivir siempre en un estado de gracia socialista, trabajando hora por hora, minuto por minuto” para rehacer el mundo aproximándolo a nuestros ideales socialistas, que consolarse pensando que la historia está de nuestro lado. Como Bernstein, Jaurés creía que los sindicatos, las cooperativas, las asociaciones de beneficencia, todas las múltiples actividades de la clase trabajadora serían escuelas para el vivir socialista. En lugar de contraponer las reformas sociales a la revolución social, consideraba que las primeras constituían medios a través de los cuales la segunda podría llegar a ocurrir.

La más importante de las obras de Jau-rés es su Historia del socialismo de 1789 a 1900, en cuyos primeros volúmenes hace la historia de la Revolución Francesa. En ella describe con brillo y originalidad la influencia de los factores económicos sobre los acontecimientos políticos, sin asignarles los excesivos alcances que malogran los trabajos de los marxistas ortodoxos. Quizá su vida haya sido más importante que toda su obra publicada. Fue el más elocuente tribuno de la democracia francesa y de los amantes de la paz desde 1890 hasta 1914. Sus últimas palabras –discurso pronunciado el 25 de julio de 1914– fueron un llamado a los trabajadores de Europa para que evi-taran el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial. Cuando se publicaron, el 1º de agosto, ya había muerto. También una época llegaba a su fin.

27.4.3. G.D.H. Cole (1899-1959)

En el período de la posguerra, el cen-tro del pensamiento y el repensamiento socialdemócrata ha sido la Gran Bretaña, y quizá la figura principal ha sido G.D.H. Cole. Economista inglés, desde muy joven se inició en los estudios socialistas y tuvo

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una destacada actuación en el terreno de la educación sindical y laboral en Inglaterra y otros países. Fue primer secretario de estu-dios e investigaciones del Partido Laborista, y uno de los principales dirigentes de la Asociación Educativa de los Trabajadores. Se especializó en estudios sobre marxismo y se le conoce como el mejor historiador del movimiento obrero inglés.

La siguiente síntesis de su obra El Mundo del Socialismo permite captar el pensamiento central de este “nuevo revisionista”.

Karl Marx, que hizo muchas observa-ciones devastadoras y correctas sobre el sistema capitalista, creyó también que, a medida que el capitalismo se desarrollase, los trabajadores se verían condenados a una “miseria creciente” y las clases medias arrojadas a la filas del proletariado, y que la lucha de clases se simplificaría cada vez más por la eliminación de quienes no son ni proletarios ni explotadores capitalistas burgueses. En esto estaba equivocado. En los países capitalistas avanzados han teni-do lugar grandes mejorías del nivel medio de vida y de la posición y seguridad de los principales cuerpos de trabajadores; en el mismo período la clase media ha crecido, la estructura de clases se ha tornado mucho más compleja, y en consecuencia la lucha de clases se ha hecho menos aguda y los movimientos socialistas y sindicalistas, en su mayoría, menos revolucionarios y más interesados en obtener reformas gradua-les. Los marxistas argumentan a veces que tales cosas han ocurrido porque los países avanzados, mediante políticas de imperia-lismo político económico, han prosperado explotando a los pueblos de los países me-nos desarrollados de suerte que los obreros de los países avanzados se han vuelto en efecto explotadores del trabajo colonial y semicolonial, por lo que han adquirido características burguesas. Hoy en día, se afirma, el proletariado realmente explotado lo constituyen los obreros y campesinos de los países menos desarrollados, a costa de cuyo trabajo viven relativamente bien los obreros, tanto como los capitalistas, de los países adelantados, apropiándose la plusvalía producida por aquéllos.

La explotación imperialista es una ca-racterística marcada del capitalismo mun-dial, y justifica el resentimiento que provoca en los países menos avanzados; pero no constituye la explicación fundamental del fracaso de las profecías de Marx acerca de la “miseria creciente” de los obreros y del recrudecimiento y simplificación de los antagonismos de clase en los países más desarrollados. Es muy importante que los socialistas comprendan esto y se pregun-ten cómo pudo Marx equivocarse tanto al pronosticar el futuro.

Marx erró, principalmente, no porque tergiversara los hechos del sistema capi-talista en desarrollo según los observó en los “hambrientos años cuarenta” del siglo XIX, sino porque supuso que las tendencias manifestadas por el capitalismo en aquel período continuarían en una forma inten-sificada. El capitalismo de principios de la era de la máquina explotó brutalmente a sus obreros, mientras estuvo empeñado en la lucha febril por acumular capital a sus expensas, e hizo uso preferente del trabajo no calificado, destruyendo y minando las tradicionales habilidades artesanales de los obreros de calidad superior; pero en cuanto el capital se hizo más abundante, se hizo menos necesario para los capitalistas mante-ner los sueldos al nivel de las subsistencias, y más importante, en cambio, asegurarse mercados de masas para sus mercancías. Y a medida que avanzaron las técnicas produc-tivas creció la demanda de nuevos tipos de obreros calificados, a quienes se tenía que pagar un salario mayor que el establecido para retribuir al trabajador ordinario. El sindicalismo moderno se desarrolló prin-cipalmente entre estos obreros calificados, que se hicieron lo bastante fuertes como para exigir derecho de voto y participación en la influencia política. La estructura de clase vino a ser más compleja a medida que aumentó rápidamente el número de obreros manuales calificados, y también el de técnicos, dependientes, escribientes y trabajadores profesionales. Al cabo de un intervalo, los obreros menos calificados em-pezaron también a plantear sus exigencias y obtuvieron mejores salarios y derechos

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de voto, que utilizaron para asegurar los primeros adelantos conducentes al “Estado Benefactor” (Welfare State). Los partidos socialistas (incluso los que se proclamaban marxistas) se dedicaron a promover estas mejoras y con ello se hicieron menos revo-lucionarios. Finalmente, en nuestra época, el capitalismo, obligado a hacer grandes concesiones a la opinión obrera, ha idea-do métodos para protegerse de las crisis recurrentes que lo acosan, y ha adoptado en diversos grados las técnicas keynesianas y del New Deal, que le permitieron recuperarse de la terrible depresión de principios de los años treinta. El capitalismo norteamericano, en particular, después de haber estado muy próximo al colapso durante esos años, se resignó a establecer un régimen de salarios elevados y de reconocimiento de los sindi-catos que le procuró una nueva prórroga de prosperidad.

Es verdad, a pesar de estos hechos, que el capitalismo sigue en una situación preca-ria. El capitalismo norteamericano puede mantener un alto grado de producción y de empleo únicamente destinando una parte considerable de sus productos a países que no pueden pagar por ellos porque los nor-teamericanos no quieren los productos de tales países. En muchos países ricos como los Estados Unidos, el capitalismo se man-tiene gracias al auxilio norteamericano, pero esto no altera el hecho de que este capitalismo se ha mantenido y de que, lejos de mostrar síntomas de colapso inminente, se ha recuperado en forma notable de las dislocaciones ocasionadas por la guerra. En consecuencia, resulta por completo ajeno a la realidad basar la política socialista en la cómoda premisa de que los socialistas sólo necesitan esperar el derrumbe del capitalismo para heredar lo que éste deje tras sí.

El socialismo democrático sufre actualmente demasiadas inhibiciones: no se atreve a in-quietar a sus posibles defensores marginales y no se atreve tampoco a mofarse de esa llamada “opinión pública” que no es en realidad más que la opinión periodística difundida por la prensa reaccionaria. No se atreve a ofender a los norteamericanos, por temor de verse abandonado frente a

la Unión Soviética sin su apoyo; no se atre-ve a nada que pueda hacer ineficiente al capitalismo de su propio país porque no está preparado para reemplazar la econo-mía capitalista por la economía socialista; no se atreve a mejorar las relaciones con los comunistas, porque teme caer bajo el dominio de su voluntad más fuerte y de su celo mucho mayor.

Semejantes actitudes no servirán jamás para la construcción de una nueva sociedad; ardua tarea que requiere sobre todo valor y disposición a asumir los riesgos. Un socialis-mo que no se atreve a nada está destinado al fracaso, pues el espíritu combativo que creó el movimiento socialista es también necesario para conducirlo hasta su meta. El empleo de métodos parlamentarios y constitucionales no necesita destruir este espíritu, aunque es muy capaz de hacerlo cuando el socialismo constitucional se ha vuelto respetable y aceptado como parte de la política nacional establecida, y cuan-do los sindicatos no tienen ya que luchar por el derecho de existir y han entrado a formar parte de la maquinaria reconocida del orden capitalista. Muchos buenos mili-tantes sindicales y socialistas se han pasado al comunismo en otros países, porque el socialismo democrático ha arrojado por la borda su militancia en respuesta a la acep-tación de su derecho a existir dentro de los límites de la acción constitucional. Si en la Gran Bretaña y en Escandinavia esas defec-ciones han sido pequeñas, se debe a que en estos lugares el socialismo democrático cuenta con adelantos sólidos, aunque limi-tados, en su crédito; y vive todavía gracias a ese prestigio, a pesar de las vacilaciones con que encara su desarrollo futuro. Sin embargo, no puede vivir indefinidamente del pasado, ni encontrar el camino hacia nuevos éxitos en un plano exclusivamente nacional. Lo que necesita ser re-creado y vigorizado es un socialismo mundial que encabece el movimiento internacional por la emancipación, tanto en los países avanzados como en los atrasados, y que se despoje, como movimiento mundial, de los temores e inhibiciones que lo mantienen prisionero.

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27.5. La doctrina social de la Iglesia

El Papa León XIII publicó el 15 de mayo de 1891 la Encíclica Rerum Novarum que trata sobre la situación de la “clase obrera” y que causó una profunda impresión en el mundo católico y no católico.

Refiriéndose a la promulgación de la Encíclica, puntualiza VAN GESTEL que la fecha marca un hito no sólo en la historia de los trabajadores, a quienes estaba con-sagrada, sino, además, en la de la Iglesia y de la humanidad.

“Puede decirse sin exageración que, después del Concilio de Trento, pocos su-cesos han tenido tanta importancia para la Iglesia. La Encíclica Rerum Novarum ha sido y es reconocida como la carta magna de la reconstrucción económico-social de la época moderna”… “El gran mérito de León XIII es el de restablecer el contacto de la Iglesia con el mundo, de demostrar que toda separación entre la naturaleza y la gracia, entre lo temporal y lo eterno, termina por destruir los valores humanos”.

“La época de León XIII fue la época del liberalismo, del que nació el socialismo. El principio fundamental del liberalismo es la afirmación de la autonomía completa del hombre y la separación de la Iglesia y del Estado, de la fe y de la razón, de la religión y la moral. León XIII ataca este principio en todas sus encíclicas. Son 38 las encíclicas que nos ha dejado”… “Con todo, ninguno de sus documentos ha tenido una resonan-cia parecida a la de la gran Encíclica Social Rerum Novarum, dedicada a la suerte de los obreros, que le ha valido a León XIII el nombre de Papa de los obreros”.

“Rechazando las teorías del liberalismo político y oponiéndose a la actitud de la mayor parte de los Estados y a las tendencias de los católicos liberales, proclama el Papa el derecho de intervención del Estado. Guar-dián y defensor del bien común, conviene que tenga especial cuidado de los débiles. Y el Papa traza aquí un audaz programa de política social, preparando de este modo el camino a una fecunda evolución de la legislación social, hasta entonces apenas vislumbrada, en materia de protección y

adquisición de la propiedad, de huelgas, descanso dominical, limitación en la dura-ción del trabajo, de salarios y ahorro po-pular. Afirma el Papa, por último, que los mismos interesados deben contribuir a la solución del problema, agrupándose, pues, según el Papa, en una acción coordinada de la Iglesia, del Estado y de las asociacio-nes” (C. VAN GESTEL, La doctrina social de la Iglesia, págs. 91, 92 y 93, Editorial Herder, Barcelona, 1964).

Desde León XIII hasta nuestros días la Iglesia va tomando perspectivas más exten-sas y más profundas sobre los problemas que envuelven a los hombres. Es así como cuarenta años después Pío XI promulgó la Quadragesimo Anno (15 de mayo de 1931), documento en el cual no sólo se aborda el problema obrero, sino el problema econó-mico en general.

En Mater et Magistra, de Juan XXIII (1961), la temática se extiende a los problemas que experimentan los países subdesarrollados y en Pacem in Terris (1963) se consideran en profundidad tópicos socioeconómicos.

Populorum Progressio (1967), de Paulo VI, presenta por primera vez una doctrina completa acerca del “desarrollo integral del hombre y de todos los hombres”. Finalmente, el mismo Paulo VI emite un documento cuyo título explícita por sí mismo el contenido: “Igualdad y Participación” (1971).

La última Encíclica de 1991, Centesimus Annus, de Juan Pablo II, pronunciada en el Centenario de la Rerum Novarum, desarro-lla interesantes concepciones vinculadas al régimen democrático, Estado de Derecho, deberes del Estado, principio de subsidia-riedad y totalitarismo.

Tomando como frase el texto de las en-cíclicas precitadas, PIERRE BIGO ha hecho una sistematización, de la cual pasamos a extractar algunos acápites medulares para nuestro estudio.

27.5.1. Sociedad e individuo

La sociedad descansa fundamentalmen-te en la libertad de las personas: son esas libertades que forman la sociedad, a la vez

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necesariamente, porque la sociedad no es facultativa, tal como lo quiere la doctrina anárquica, y libremente, porque las for-mas de la sociedad dependen en parte de las libertades. La sociedad no tiene una libertad independiente de la libertad de las personas, no tiene ninguna autonomía, no tiene de por sí su propia ley. Es así como la anterioridad de la persona con respecto a la sociedad, fundamenta el principio de-mocrático: impide la hipóstasis de la socie-dad en una persona distinta. Pero impide igualmente que la persona se libere del bien común y que se considere como una totalidad que se basta a sí misma, porque el bien común no es el bien de una persona independiente y superior, es el bien de las personas reunidas.

Sólo refiriéndose al destino total del hombre en una metafísica de la existencia puede tomarse plenamente conciencia de esas verdades. En una perspectiva donde el tiempo se refiere a lo eterno, las socie-dades no pueden hipostasiarse porque no tienen un destino propiamente dicho en el más allá: no son las sociedades, son las personas las que serán salvadas, y en la so-ciedad cada persona sigue un destino total propio, independiente del destino de las otras personas en la misma sociedad. Esto protege particularmente el pensamiento católico contra los vértigos del totalitarismo. Pero al mismo tiempo lo protege contra los repliegues del individualismo, porque, para él. Dios es el Dios uno, que unifica en él toda multiplicidad sin destruirla. El individuo alcanza su destino total sólo ar-monizando su bien particular con el bien general según la justicia y según el precepto del amor.

27.5.2. Función propia del Estado

Pese a que no constituye una persona distinta de las personas, la sociedad global no puede considerarse como una presencia difusa. Es necesario institucionalizarla por medio de poderes confiados a personas designadas para ese papel específico. Es-tas deben existir en la sociedad y su papel

propio, único entre los demás, es el bien común: son personas públicas. Su existencia no modifica en absoluto la relación entre las personas y la sociedad. Su presencia no da un carácter hipostático a la sociedad. Encargadas de una función especial, única entre las otras funciones, están enteramente al servicio de las personas constituidas en sociedad: no tienen libertad o fin propio en cuanto personas públicas.

De ahí que su papel debe conservar un carácter genérico: no debe competir, ni absorber los otros papeles específicos, sino que –al contrario– debe permitir que puedan ejercerse en el sentido del bien general. Debe confiarse a la función pública la sola función del bien común, en cuanto es necesario que el bien común se incorpore en una función distinta. Al adquirir en el Estado el carácter de institución, la sociedad global no debe ejercer, de por sí, ningún papel particular, sino únicamente un papel genérico que consiste en asegurar el bien común. El Estado no es ni productor, ni comerciante, tampoco es educador ni jefe religioso. La economía, al igual que cual-quiera otra rama de la actividad humana, no es, por su naturaleza, una actividad estatal. Sin embargo, todo pertenece al dominio del Estado bajo el aspecto del bien común. Ahora bien, cuanto más se desprenda de las tareas particulares, mejor cumplirá su tarea genérica. Pretender que el Estado deba absorber los papeles particulares es modificar el principio democrático impli-cado en la idea cristiana y modificarlo con respecto a un punto substancial. Es volver a la idea de un Estado constituyéndose en persona distinta con fin y libertades propias, independientes de las personas.

Ese papel genérico desempeñado por el Estado no implica que los particulares estén dispensados de llevar la carga del bien común. Existe una dualidad de papel, pero no de objeto. El bien común, del cual está encargado el Estado, se insinúa en todos los actos humanos sin excepción. Por esa razón, la justicia –cuyo objeto es el bien común– es una virtud general: todo acto humano debe referirse a ella, porque todo acto humano tiene un aspecto social. El

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querer atribuir al Estado toda la carga del bien común es simplemente querer que absorba la totalidad de los papeles priva-dos. La distinción entre el bien público y el bien privado no corresponde a la que existe entre el bien común y el bien propio. Lo público es papel exclusivo del Estado, lo común pertenece a la sociedad global. El Estado no coincide y no puede coincidir con la sociedad global. Por consiguiente, los particulares no pueden atribuir total-mente al Estado la carga del bien común; dista mucho de ser así. Para sus actuaciones privadas deben inspirarse por sí mismos en el bien común. Una sociedad donde los particulares se liberarían de la preocupa-ción del bien común, entregándolo en su totalidad al Estado, se acercaría mucho a la desagregación o al totalitarismo.

Estos principios tienen una incidencia inmediata en la estructura de la economía. Acarrean a la vez el rechazo de la concep-ción individualista que no reconoce un papel distinto al Estado en materia social o económica –o por lo menos lo reduce indebidamente y lo considera como facul-tativo–, y el de la concepción colectivista que sustituye sistemáticamente el Estado a los particulares en los papeles económi-cos. En realidad, el Estado desempeña en la economía un papel propio y necesario, el cual es genérico, no particular. Por lo tanto no debe absorber los papeles parti-culares, sino –al contrario– someterlos al bien común.

Puede ocurrir que se reserve definiti-vamente un papel particular cuando este último tiene una importancia excepcional para el bien común, o cuando acarrea un poder exorbitante al ser ejercido por per-sonas privadas. En una economía moderna este caso puede no ser excepcional. Es así como junto al sector privado se crea un sector público de la economía. Sin embargo, deben examinarse con cuidado los grandes inconvenientes de esta solución, asegurán-dose de que no sobrepasan los de la solución inversa. Cada vez que los mismos particulares –aislados o asociados– puedan desempeñar tareas, será conforme con el bien común que el Estado no las absorba.

27.5.3. Principio de subsidiariedad

En sus aplicaciones económicas este principio, llamado de subsidiariedad, no está basado –como se dice a menudo– en la sola racionalidad económica, aunque en el plano de la eficacia económica la experiencia demuestre siempre más su valor. Lo funda-mentan razones más altas de filosofía social que tienen, por lo demás, una incidencia a largo plazo en el plano de la eficacia. En definitiva, sólo es la transcripción en el plano económico del principio democrático de la anterioridad de la persona con respecto a la sociedad global: los papeles del Estado están proporcionados con exactitud por el servicio que éste debe prestar a las personas reunidas. El Estado no es una persona que tenga el mismo rango y la misma naturaleza que las demás personas; no debe competir con ellas, no debe absorber sus papeles, ni entrometerse en sus intereses y debates. Al constituir un Estado, las personas libres no han creado un competidor omnipotente que las aplasta, sino un poder que las sirve, ayudándolas a realizar su existencia social, a fin de que puedan alcanzar la libertad mediante el ejercicio de papeles y de res-ponsabilidades. No debe frustrarse esa in-tención. Aun en el plano económico, esto tendría consecuencias incalculables. Por lo tanto, fuera de la función aseguradora del bien común, ningún papel incumbe sistemáticamente al Estado. Descargándose de los papeles particulares asegurará tanto mejor esa función.

Pero esa función es absolutamente ne-cesaria. Uno de los errores esenciales del liberalismo económico fue desconocer esa necesidad. Es falso afirmar que una eco-nomía bien ordenada pueda resultar de la competición ciega de las presiones que se ejercen en el mercado. Las tensiones sociales o económicas no llevan en sí mis-mas un principio regulador. Por lo tanto la conciencia social debe poder ordenar sus manifestaciones espontáneas. La sociedad económica no es una sociedad perfecta. No lleva en sí los objetivos últimos que deben regularla, tampoco dispone de los medios para realizarlos plenamente. Por

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consiguiente, las instancias superiores de la sociedad global deben poder ejercer su papel: es una condición esencial para el establecimiento de una justicia social y de un orden económico.

Desde sus formas más primitivas, la econo-mía social reconoció siempre ese principio. El mercado implica una reglamentación. El príncipe se reservó el derecho de acuñar moneda. Los abusos no deben ocultar el derecho. En una economía moderna los pa-peles del Estado no pueden compararse con los que conocía la economía primitiva. Pero su necesidad no nació del solo desarrollo de las economías modernas. Está inscrito en la naturaleza misma de las cosas. Otras instan-cias deben asegurar una función reguladora en la economía, y la conciencia social debe difundirse en los particulares mismos. Sin embargo, los poderes públicos detienen el papel soberano que condiciona esa función reguladora de las instancias inferiores y el desarrollo de esa conciencia social. Como último resorte, les incumbe a ellos hacer efectiva la realización de justas convenciones y de justos intercambios, y más ampliamente del bien común en la economía nacional.

El principio de subsidiariedad expresa a la vez esa necesidad y ese carácter específico del papel del Estado.13

En la encíclica Centesimus Annus, de 1991, S.S. el Papa Juan Pablo II recoge el “principio de subsidiariedad”, ya expuesto en Quadrage-simo Anno, expresando que “una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común”.

27.5.4. La lucha de clases

La actitud de la Iglesia ante la lucha de clases aparece sintetizada por ÁNGEL BERNA en los siguientes términos:

13 Doctrina Social de la Iglesia, Instituto Católico de Estudios Sociales, Barcelona, 1967, págs. 297-301.

La actitud de la Iglesia puede quedar sumida en los siguientes puntos:

1) La Iglesia no cierra los ojos a la realidad. Reconoce y denuncia el hecho de la lucha de clases. No es una fatalidad inevitable, sino que es el resultado de una serie de injusticias dependientes de la responsabi-lidad humana individual o colectiva, y, por tanto, absolutamente modificable y que debe ser modificada. Ni se puede dejar estar e inhibirse ante la lucha de clases; ni se puede poner uno en situación de atizar e intensificar la lucha. La actitud primera impuesta por la Iglesia es la de esforzarse por suprimir las injusticias y realizar una justicia progresiva que vaya llevando hacia la igualación social.

2) La Iglesia ha condenado siempre las in-justicias que pesan sobre el mundo obrero, es decir, ha señalado que la mayoría de las injusticias son sufridas del lado obrero. Ha reclamado para él mejores condiciones de vida; progresivo nivelamiento de las diferen-cias, elevación al lugar que le corresponde no sólo en la organización económica, sino también en la marcha total de la sociedad y de la historia. Ha proclamado como un deber suyo el ponerse al lado de los obreros y a la vez que no está ligada al régimen del capitalismo actual. Para la Iglesia, los hombres tienen libertad para introducir por medios lícitos otro régimen en la organización eco-nómico-social de la sociedad, siempre que no sea contrario al derecho natural.

3) La Iglesia ha condenado también la lucha de clases. Pero esta condenación no es negar el hecho sociológico, ni mucho menos opo-sición de la Iglesia a las acciones emprendi-das para la promoción del proletariado, a la acción sindical, a la acción política, a la acción obrera. La condenación de la Iglesia se refiere únicamente a dos cosas:

a) A la teoría marxista de la lucha de clases.

b) A ciertos métodos marxistas de la lucha de clases.

La teoría marxista de la lucha de cla-ses erigida en sistema del movimiento

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social, de tal manera que la marcha de la sociedad está fatalmente determinada por el enfrentamiento de las clases hasta llegar a la instauración de un sistema pe-sadamente autoritario y tendencialmente totalitario.

En cuanto a los métodos marxistas, la Iglesia condena:

– de manera formal y absoluta, todos los que son contrarios a principios absolutos de la moral, pero que valdrían para los mar-xistas en función de la eficacia. Así el odio, la deslealtad, la mentira, la brutalidad, la violencia directa contra las personas;

– de manera relativa, todas las formas no pacíficas de la lucha social, es decir, la violencia en todas sus formas;

– la revolución, o subversión violenta de todo el orden social;

– la sedición, o perturbación parcial del orden social;

– la huelga violenta o sediciosa, que tras-pasa los límites de la presión económica o social para invadir el campo del orden público.

Pero debe tenerse muy presente que la Iglesia condena estas formas violentas sólo de manera relativa y en cuanto violentas. Es decir, no será conforme a la doctrina social de la Iglesia el orientar en principio y de manera absoluta la acción obrera ha-cia la revolución, la sedición o la huelga como sistema. Pero sí puede serlo si no se ofrecen a los trabajadores otros caminos de negociación y diálogo verdaderamente eficaces para defender sus derechos y sus aspiraciones.

4) La Iglesia reconoce el derecho de huelga. La huelga no puede ser identificada con la violencia. El Concilio Vaticano II reconoce el recurso a la huelga como medio nece-sario, aunque último, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores.

Es importante resaltar que es un medio último, pero el último de los medios pací-ficos. Todavía habría que tener en cuenta una distinción de gran alcance: una cosa es el hecho de recurrir a la huelga, otra cosa es el derecho de recurrir a la huelga.

De hecho, sólo será lícito recurrir a ella después de un sincero diálogo entre las partes y de haber hecho esfuerzos por encontrar soluciones pacíficas. Pero el derecho de recurrir existe ya en los tra-bajadores desde el comienzo de la nego-ciación, y este derecho les da una notable posición de fuerza para llevarla adelante. La fuerza es elemento esencial decisivo en el desarrollo social. La fuerza está al servicio de la vida social misma, dirigida por la razón. Los sujetos sociales no suelen poner en duda sus “evidencias” mientras nada perturba su tranquilidad. Tienden a concebir el orden de manera conforme a sus intereses. Ante la fuerza reaccionan violentamente, pero acaban revisando sus ideas. Al hablar de lo que deben hacer los obreros, la Iglesia quiere el empleo de la fuerza, aunque sin violencia. En la estructura actual de la sociedad, la huelga, en mayor o menor escala, es y continuará siendo por mucho tiempo una realidad necesaria.

5) Proclama como objetivo final la integración social. El objetivo que la Iglesia propone es que las clases se fusionen en una unidad superior. Tal unidad supone la transforma-ción de las clases mismas y la realización, por tanto, de la promoción del proletariado en una sociedad auténticamente democrá-tica, es decir, de una sociedad en que todas las personas sean de verdad libres, iguales en dignidad y con derechos fundamental-mente iguales. El objetivo está muy leja-no. Es indispensable recorrer dos etapas probablemente muy largas; la primera, de superación de la lucha de clases; la segunda, de colaboración.

La superación de la lucha consiste en la sustitución del recurso a la fuerza por la negociación y el diálogo, delimitando perfectamente las mutuas concesiones y estando ambas partes en disposición de revisar todo, incluso lo que normalmente se consideran dogmas intangibles. De esta manera desaparecen los frentes radicales de los conflictos y van ganando terreno las reformas graduales de la estructura de la sociedad. Este camino conducirá por

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sí mismo a la colaboración de las clases. Obreros y empresarios irán descubriendo en el diálogo las solidaridades naturales que existen de hecho entre ellos, y que serán la base primera de una armonización de derechos. La oposición capital-trabajo, dirigentes-dirigidos, se transformará en lo que naturalmente deber ser: colaboración. Esta colaboración no tiene nada que ver con una consolidación de intereses, con el mantenimiento de la injusticia o la con-servación de la actual estructura. Toda la evolución del movimiento sindical durante los últimos diez años está caracterizada por un paso progresivo de la reivindicación primaria –referente a salarios, duración del trabajo, condiciones físicas, con relación a todas las cuales se han logrado grandes mejoras en los últimos cuarenta años– a la reivindicación de responsabilidad, referente a la situación social del trabajo, es decir, responsabilidad, participación, control y gestión. Mientras la reivindicación prima-ria es esencialmente reformista y se sitúa, por tanto, en la etapa o de lucha de clases o de superación de la lucha, según tome formas violentas o pacíficas, la segunda tiende a modificar la estructura misma de la empresa, y, a partir de ella, la de la sociedad global, y se sitúa, por tanto, en el camino de colaboración aun procediendo del camino de lucha y reivindicación. Por eso la Pacem in Terris señala esta segunda etapa como camino y avance hacia la co-munión social.

6) La actitud de la Iglesia y el movimiento obrero. Es faltar a la verdad afirmar simple-mente que la Iglesia condena la lucha de clases. La Iglesia no condena la lucha de clases. La Iglesia condena la lucha de clases erigida en sistema. Para el obrero consciente y responsable la lucha de clases es, en la actual estructura de la sociedad industrial, una necesidad y un deber. Por eso, para que los obreros entiendan la doctrina de la Iglesia con relación a este tema, es preciso colocarse un tanto en su perspectiva y ver las verdades desde el lado obrero (Curso de Doctrina Social Católica, Biblioteca Bac, Madrid, 1967, págs. 946-949).

27.5.5. De la Carta Apostólica del Papa Paulo VI: Igualdad, Participación (1971)

a) Significación cristianade la acción política

¿No es aquí donde aparece un límite radical de la economía? Siendo necesaria, la actividad económica puede, si está al servicio del hombre, “ser fuente de fraternidad y signo de la Providencia”; ella da ocasión a intercambios concretos entre los hombres, a reconocimiento de derechos, a la prestación de servicios y a la afirmación de la dignidad en el trabajo. Frecuentemente terreno de enfrentamiento y de dominio, ella puede dar origen al diálogo y suscitar la coopera-ción. Por tanto corre el riesgo de absorber excesivamente las fuerzas y la libertad. Por eso, el paso de la economía a la política se demuestra necesario. Ciertamente, sobre el término “política” son posibles muchas confusiones y deben ser esclarecidas, pero cada uno siente que en los campos social y económico –tanto nacionales como inter-nacionales– la decisión última recae sobre el poder político.

b) El Estado y el bien

Este, que constituye el vínculo natural y necesario para asegurar la cohesión del cuerpo social, debe tener como finalidad la realización del bien común. Obra en el respeto de las legítimas libertades de los individuos, de las familias y de los grupos subsidiarios con el fin de crear, eficazmente y en provecho de todos, las condiciones requeridas para conseguir el bien auténti-co y completo del hombre, incluido su fin espiritual. Se despliega dentro de los límites propios de su competencia, que pueden ser diversos según los países y los pueblos. Interviene siempre con un deseo de justicia y dedicación al bien común, del que tiene la responsabilidad última. No roba pues a los individuos y a cuerpos intermedios su campo de actividades y sus responsabilida-des propias, lo cual les induce a concurrir en la realización de este bien. En efecto, “el objeto de toda intervención en materia

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social es ayudar a los miembros del cuerpo social y no destruirlos ni absorberlos”.

Según su propia vocación, el poder po-lítico debe saber desligarse de los intereses particulares para enfocar su responsabilidad hacia el bien de todos los hombres, aun re-basando las fronteras nacionales. Tomar en serio la política en sus diversos niveles –local, regional, nacional y mundial– es afirmar el deber del hombre, de todo hombre, de re-conocer la realidad concreta y el valor de la libertad de elección que se ofrece para tratar de realizar juntos el bien de la ciudad, de la nación, de la humanidad. La política es un aspecto, aunque no el único, que exige vivir el compromiso cristiano al servicio de los demás. Sin resolver ciertamente los proble-mas ella se esfuerza por aportar soluciones a las relaciones de los hombres entre sí. Su campo, amplio y complejo, no es exclusivo. Una actitud invasora que tendiera a hacer de él algo absoluto se convertiría en un grave peligro. Aun reconociendo la auto-nomía de la realidad política los cristianos, solicitados a entrar en la acción política, se esforzarán por buscar una coherencia entre sus opciones y el Evangelio y, dentro de un legítimo pluralismo, de dar un testimonio, personal y colectivo, de la seriedad de su fe mediante un servicio eficaz y desinteresado hacia los hombres.

c) Participación en las responsabilidades

El paso a la dimensión política expresa también una exigencia actual del hombre: una mayor participación en las responsa-bilidades y en las decisiones. Esta legíti-ma aspiración se manifiesta sobre todo a medida que crece el nivel cultural, que se desarrolla el sentido de la libertad, y que el hombre se da mejor cuenta de cómo, en un mundo abierto a un porvenir incierto, las decisiones de hoy condicionan ya la vida de mañana. En la Mater et Magistra (A. A. S. 53 (1961), págs. 420-422), Juan XXIII subrayaba cómo el acceso a las responsa-bilidades es una exigencia fundamental de la naturaleza del hombre, un ejercicio concreto de su libertad, un camino para su desarrollo, e indicaba cómo en la vida

económica, particularmente en la empresa, debía ser asegurada esta participación en las responsabilidades (Gaudium et Spes 68,75: A. A. S. 58 (1966), págs. 1089-1090, 1097). Hoy el ámbito es más vasto, se extiende al campo social y político donde debe ser instituida e intensificada la participación razonable en las responsabilidades y opcio-nes. Ciertamente, las disyuntivas propuestas a la decisión son cada vez más complejas, las consideraciones a tener en cuenta, múl-tiples; la previsión de las consecuencias, aleatoria; aun cuando las ciencias nuevas se esfuerzan por iluminar la libertad en estos momentos importantes. Por eso, aunque a veces se imponen límites, estos obstáculos no deben frenar una difusión mayor de la participación en la elaboración de las decisiones, en su elección misma y en su puesta en práctica. Para hacer frente a una tecnocracia creciente hay que inventar for-mas de democracia moderna, no solamen-te dando a cada hombre la posibilidad de informarse y de expresar su opinión, sino de comprometerse en una responsabilidad común. Así los grupos humanos se trans-forman poco a poco en comunidades de participación y de vida. Así la libertad, que se afirma demasiado frecuentemente como reivindicación de autonomía en oposición a la libertad de los demás, se desarrolla en su realidad humana más profunda: com-prometerse y afanarse en la realización de solidaridades activas y vividas. Pero para el cristiano el hombre encuentra una verda-dera libertad, renovada en la muerte y en la resurrección del Señor abandonándose en Dios que lo libera.

27.5.6. De Centesimus Annus,Carta Encíclica del Papa

Juan Pablo II (1991)

Empresa y bien común

Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de

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reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?

La respuesta obviamente es compleja. Si por capitalismo se entiende un sistema eco-nómico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado”, o sim-plemente de “economía libre”. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la liber-tad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la res-puesta es absolutamente negativa.

La solución marxista ha fracasado, pero permanecen en el mundo fenómenos de marginación y explotación, especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación humana, especialmente en los países más avanzados; contra tales fe-nómenos se alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven aún en condiciones de gran miseria material y moral. El fracaso del sistema comunista en tantos países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza inclu-so el tomarlos en consideración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.

La Iglesia no tiene modelos para propo-ner. Los modelos reales y verdaderamente eficaces pueden nacer solamente de las diversas situaciones históricas, gracias al esfuerzo de todos los responsables que

afronten los problemas concretos en todos sus aspectos sociales, económicos, políti-cos y culturales que se relacionan entre sí. Para este objetivo la Iglesia ofrece, como orientación ideal e indispensable, la propia doctrina social, la cual –como queda di-cho– reconoce la positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos han de estar orientados hacia el bien común. Esta doctrina recono-ce también la legitimidad de los esfuerzos de los trabajadores por conseguir el ple-no respeto de su dignidad y espacios más amplios de participación en la vida de la empresa, de manera que, aun trabajando juntamente con otros y bajo la dirección de otros, puedan considerar en cierto sentido que “trabajan en algo propio” al ejercitar su inteligencia y libertad.

El desarrollo integral de la persona hu-mana en el trabajo no contradice, sino que favorece más bien la mayor productividad y eficacia del trabajo mismo, por más que esto puede debilitar centros de poder ya consolidados. La empresa no puede con-siderarse únicamente como una “sociedad de capitales”; es, al mismo tiempo, una “so-ciedad de personas”, en la que entran a formar parte de manera diversa y con res-ponsabilidades específicas, los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo. Para conseguir estos fines sigue siendo necesario todavía un gran movimiento asociativo de los tra-bajadores, cuyo objetivo es la liberación y la promoción integral de la persona.

28. FASCISMO Y NAZISMO

28.1. Antecedentes históricos

Como dice FREDERICK WATKINS, “si bien la Primera Guerra Mundial no condujo, como había predicho Lenin, al colapso del capitalismo, produjo de hecho una peligrosa crisis en la vida política y económica del mundo occidental”. Las deudas de guerra y los problemas de readaptación de una economía de guerra a una economía de paz crearon cuestiones intrincadas, cuestio-

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nes que no podían solucionarse fácilmente aplicando los métodos tradicionales.

Una inflación galopante y una acentuada depresión económica estuvieron a la orden del día. Bajo la presión de las penurias e incertidumbres económicas, las disensio-nes políticas aumentaron en profundidad y encono; mantener un consenso en tales circunstancias era difícil, por cierto. Aun en los países desde mucho tiempo atrás habituados a los procedimientos de un go-bierno constitucional, a los estadistas les resultó bastante difícil conservar el apoyo de mayorías parlamentarias efectivas; en países donde la democracia estaba menos firmemente arraigada, les resultó poco menos que imposible. Los gabinetes ascendían y caían en rápida sucesión, sin hallar soluciones generalmente aceptables a los problemas políticos más urgentes. Por consiguiente, en un momento en que la necesidad de acción era singularmente apremiante, las democracias constitucionales se vieron casti-gadas por una suerte de parálisis progresiva que en muchos casos parecía imposible de curar.

El resultado fue que muchos europeos vieran con creciente favor el experimento de la dictadura rusa. Aunque la socialde-mocracia seguía contando con la lealtad de la mayoría de las clases trabajadoras, una minoría sustancial fue ganada por el comunismo. Mucho más significativo, sin embargo, fue el surgimiento de sentimientos dictatoriales en otros sectores de la comu-nidad. Dando por sentado que el objetivo de Lenin había sido servir a la causa del proletariado, no había razón intrínseca para que sus métodos totalitarios no pudieran aplicarse igualmente a otros fines. Para mu-chos que anatematizaban el marxismo en sí, los aspectos elitistas y voluntaristas del co-munismo resultaban claramente atrayentes. Si una reducida minoría de revolucionarios profesionales había podido adueñarse del imperio ruso y someterlo a la voluntad de sus líderes, ¿por qué no podrían otros par-tidos revolucionarios, adoptando principios similares de disciplina y conducción, lograr resultados igualmente decisivos en otros países? El gobierno constitucional, en un

momento que exigía la aplicación de me-didas vigorosas, era evidentemente incapaz de actuar. En tales circunstancias resultaba fácil inferir que la dictadura era la “ola del futuro”, la única forma verdaderamente viable de la política del siglo XX.

Los países que adoptaron esta postura son conocidos en general como fascistas. A diferencia de las grandes ideologías de los siglos XVIII y XIX, el fascismo no fue en esencia un movimiento internacional. Surgió de una manera más o menos inde-pendiente en muchos países de caracterís-ticas distintas, en respuesta a condiciones muy diferentes. Lo que los diversos mo-vimientos fascistas poseen en común, sin embargo, es la determinación de realzar el poder y la importancia de sus respecti-vos países por medios dictatoriales. Para todos ellos el enemigo era la democracia constitucional, un sistema invertebrado e indeciso, que sólo podía conducir a la muerte y a la corrupción. El marxismo, sobre todo, era el virus fatal que, al fabricar un antagonismo de clases, iba socavando la estructura vital de todas las sociedades democráticas. Los fascistas ofrecían la sal-vación otorgando la suma del poder a una elite partidaria bien disciplinada que, bajo la conducción de un líder inspirado e in-discutido, restablecería la unidad del país y lo proyectaría hacia realizaciones de sin par grandeza. De esa manera las dudas y los conflictos fluctuantes del presente serían reemplazados por las gloriosas certezas de un valiente mundo nuevo (La Era de la Ideología, Editorial Troquel, Buenos Aires, 1970, págs. 137-138).

En consecuencia, si se trataba de lograr el derrocamiento del régimen democráti-co debía predicarse una nueva filosofía y forjar un nuevo ejército político. Hitler y Mussolini, cada uno según sus medios y su criterio, realizaron esta tarea.

El caos y la frustración imperantes en sus respectivas naciones resultaron por demás propicios para la toma del poder.

En efecto, el Reino italiano, no obstante haber salido triunfador en la contienda, vio profundamente afectada su estructura mili-tar, económica e industrial. Desde el punto

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de vista internacional el Estado italiano se encontró en una situación de desconcier-to frente a las potencias triunfadoras, sus antiguas aliadas. Para el italiano medio la impresión predominante se traducía en un pensamiento: en vez de haber salido victoriosa de la guerra mundial, Italia había salido perdedora.

Esta situación crítica aparecía acentuada en Alemania, que sí había sido efectiva-mente derrotada en la contienda armada. La pérdida de colonias y de territorios na-cionales, la ocupación militar, las deudas de guerra y la ocupación militar francesa del distrito del Ruhr, constituyen parte del cuadro desolador que en el período de la posguerra presentaba esta nación.

Buscando los factores esenciales del auge del fascismo y del nazismo, escribe FRANCIS CARSTEN: “De no haber sido por la enorme inflación del marco, que minó los fundamentos mismos de la sociedad, seguida por la depresión de los primeros años de la década de 1930, Hitler no hu-biera tenido éxito en Alemania. Tampoco lo hubiera tenido Mussolini en Italia de no haber sido por la crisis económica de posguerra. Y por los temores que levantó en las clases medias. Muchos otros movi-mientos fascistas debieron su crecimiento a la depresión de los primeros años de la década de 1930, una depresión que en-contró a todos los gobiernos indefensos y pasivos. También fue esencial la ayuda prestada por sectores de los grupos dirigen-tes y los gobiernos, o el apoyo del ejército y de los oficiales de alto rango. Sin esto no hubiera habido ni marcha sobre Roma ni gobierno de Mussolini. Sin el apoyo que el gobierno y el ejército bávaro prestaron a los nacionalsocialistas, éstos nunca se hubieran convertido en partido de masas en Munich en los primeros años de la década de 1920. Más tarde, el ambiguo papel de los líderes del Reichswehr y su profundo desprecio a la República resultó de inestimable valor para Hitler, como ocurrió con las contribuciones financieras que recibió de determinados industriales. La Guardia de Hierro nunca se hubiera convertido en movimiento de masas si no hubiera contado con el apoyo

del rey Carol y los círculos industriales. En España, el alzamiento de los generales dio un papel relevante a la Falange. En Finlandia y en Hungría el ejército prestó a los fascistas una ayuda inestimable. Este factor no debe ser exagerado en su importancia, pero tampoco olvidado” (La Ascensión del Fascismo, Editorial Enlace, Barcelona, 1971, pág. 316).

28.2. El concepto de Estado para el fascismo

El fascismo tiene una visión antiindividua-lista del Estado y, en contra del liberalismo clásico que lo infravaloró, afirma que en el Estado se da la verdadera realidad del individuo. Todo está dentro del Estado, y nada humano o espiritual existe fuera de él, y, por esta razón, es totalitario, sintetizando la unidad de todos los valores del pueblo.

El individuo no es para el fascismo el individuo aislado y atómico del liberalismo, sino el individuo corporativo que se califica en la relación social, en el Estado, que es el fin de la acción del individuo.

Los extractos de Mussolini que a conti-nuación se transcriben ilustran estos con-ceptos:

“El Estado fascista forma la más elevada y la más poderosa personalidad, es una fuerza, pero una fuerza espiritual. Una fuerza que resume todas las formas de la vida moral e intelectual del hombre. No se puede, pues, limitar a puras funciones de orden y de pro-tección, como quiere el liberalismo. No es un simple mecanismo el que limita la esfera de las pretendidas libertades individuales. Es una forma, una regla interior y una dis-ciplina de toda la persona; penetra en la voluntad como la inteligencia. Su principio –inspiración central de la personalidad hu-mana viviendo en comunidad civil– penetra en lo más íntimo del individuo y tanto en el corazón del hombre de acción como en el del pensador, en el del artista como en el del sabio; es el alma del alma”.

“En total, el fascismo no es sólo legislador y fundador de instituciones; es también educador y promotor de vida espiritual. Quiere rehacer no las formas de la vida humana, sino su contenido: el hombre, el

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carácter, la fe. Y, para este fin, quiere una disciplina y una autoridad que penetren en los espíritus y gobiernen sin división. Por esto su insignia es el haz de los lictores, símbolo de la unidad, la fuerza y la justicia”.

“No es la nación la que crea el Estado, como en la antigua concepción naturalista que servía de base a los estudios de los pu-blicistas de los Estados nacionales del siglo XIX. Por el contrario, la nación es creada por el Estado, que da al pueblo, consciente de su propia unidad moral, una voluntad y, como consecuencia, una existencia efectiva. El derecho de una nación a la independencia no se funda sobre la conciencia literaria e ideal de su propia existencia, y menos aún sobre una situación de hecho más o menos inconsciente e inerte, sino sobre una con-ciencia activa, sobre una voluntad política diligente y presta a demostrar su derecho; es decir, sobre una especie de Estado ya in fieri. El Estado, en calidad de voluntad étnica universal, crea el derecho”.

“El individuo en el Estado fascista –dice Mussolini– no es anulado, sino más bien multiplicado, al igual que en un regimiento un soldado no es disminuido, sino multipli-cado por el número de sus compañeros de armas. El Estado fascista organiza la nación, pero deja, sin embargo, a los individuos un margen suficiente; ha limitado las libertades inútiles o perjudiciales, pero ha conservado las libertades esenciales”.

Pero agrega sin hipocresía: “En este aspecto, sólo el Estado es juez y no el in-dividuo”.

¿Es esto, pues, la tiranía? No, responde Mussolini:

“Un Estado que se apoya sobre millones de individuos que le reconocen, lo sienten y están dispuestos a servirle, no es el Estado tiránico del señor de la Edad Media. No tiene nada de común con los Estados abso-lutistas anteriores o posteriores a 1789… Un partido que gobierna una nación totalita-riamente es un hecho nuevo en la historia. Las aproximaciones y las comparaciones son imposibles”.

“El Estado, en efecto, es en su origen un sistema de jerarquías. El día en que un hombre, en un grupo de otros hombres,

tomó el mando porque él era más fuerte, más astuto, más sabio o más inteligente, y los demás hombres le obedecieron por amistad o por fuerza, este día el Estado nació y fue un sistema de jerarquías, tan simple y tan rudimentario como la vida de los hombres en los primeros albores de la historia. El jefe debía crear, necesariamente, un sistema de jerarquías para hacer la guerra, para dictar la justicia, para administrar los bienes de la comunidad, para recaudar los impuestos, para regular las relaciones entre el hombre y lo sobrenatural”.

“Los organismos mediante los cuales esta visión teórica se realiza en el Estado son el partido y la corporación. El partido es, hoy día, el instrumento formidable y, al mismo tiempo, extremadamente sutil que introduce el pueblo en la vida del Estado; la corporación es la institución gracias a la cual el mundo económico, hasta entonces aislado y desarreglado, recobra su lugar en el Estado”.

28.3. El Estado corporativo

Es con la Carta del Trabajo de 1927 como el fascismo comenzó a institucionalizar sus concepciones de un corporativismo de Es-tado.

“El trabajo, bajo todas sus formas, inte-lectuales, técnicas, manuales –declaraba la Carta–, es un deber social y es por este título sólo por lo que está salvaguardado por el Estado. La complejidad de la producción es unitaria desde el punto de vista nacional. Sus objetivos son unitarios y se resumen en el bienestar de los productores y en el desarrollo y en el poderío nacional.

…Las corporaciones constituyen una organización unitaria de las fuerzas de pro-ducción y representan integralmente los intereses. En virtud de esta representación integral, las corporaciones son, en nombre de la ley, reconocidas como órganos del Es-tado, siendo los intereses de la producción los intereses de la nación.

El Estado corporativo considera la iniciativa privada en el dominio de la producción como el instrumento más eficaz y más útil del interés

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de la nación. Siendo la organización privada de producción nacional, la dirección de la empresa es responsable de la organización de la producción respecto del Estado. De la colaboración de las fuerzas productoras deriva una reciprocidad de derechos y de deberes. El técnico, empleado u obrero, es un colaborador activo de la empresa económica en la que la dirección pertenece al patrono, que tiene la responsabilidad.

…La intervención del Estado en la pro-ducción económica tiene lugar sólo cuando la iniciativa privada es defectuosa o insufi-ciente o cuando los intereses políticos del Estado están en juego. Esta intervención puede revestir la forma de un estímulo o de una gestión directa”.

Mussolini no considera que esta interven-ción del Estado conduzca a una burocrati-zación que llegaría “a congelar lo que es la realidad de la vida económica de la nación, realidad complicada, mudable, ligada a todo lo que ocurre en el mundo”.

El sistema corporativo fascista “respeta el principio de la propiedad. La propiedad privada completa la personalidad humana; es un derecho y, si es un derecho, es tam-bién un deber. Esto es tan verdadero que nosotros pensamos que la propiedad debe ser considerada como una función social; no la propiedad pasiva, sino la propiedad activa, que no se limita a gozar de los frutos de la riqueza, sino que la desarrolla, que la aumenta y que la multiplica.

El sistema corporativo respeta también la iniciativa individual.

La Carta del Trabajo dice expresamente que sólo cuando el sistema económico indivi-dual es deficiente, inexistente o insuficiente debe intervenir el Estado. Hemos visto un ejemplo evidente con el saneamiento de las Lagunas Pontinas, que sólo el Estado con sus poderosos medios de acción ha podido realizar.

El sistema corporativo crea el orden, incluso en el terreno económico.

Si hay un fenómeno que debe ser orde-nado, que debe ser dirigido hacia determi-nados fines es, precisamente, el fenómeno económico, que interesa a la totalidad de los ciudadanos.

No solamente la economía industrial debe ser disciplinada, sino también la economía agrícola; la economía comercial, la banca y hasta la menestralía.

¿De qué modo se debe ejercer esta dis-ciplina? Gracias a la autodisciplina de las categorías interesadas.

Sólo en un segundo período, si las catego-rías productoras no han hallado el acuerdo y el equilibrio, el Estado podrá intervenir, y tendrá derecho soberano también en este terreno, puesto que el Estado representa el otro término de un binomio, es decir, al consumidor. La masa anónima, no estando encuadrada en calidad de consumidora en una organización capaz de defenderse, debe ser sostenida por el Estado, es decir, por el órgano que representa la colectividad de los ciudadanos.

Las corporaciones no son sólo en sí mis-mas su propio fin, sino que servirán para alcanzar un fin determinado. En adelante es un ‘dato’ municipal. ¿Cuál es el fin? En el interior, una organización que disminuye gradualmente y, por así decirlo, automática-mente, la distancia que separa las diferentes posibilidades de vivir grandes, pequeñas o también nulas que tienen los individuos. Y yo llamo a eso una más alta ‘justicia moral’.

En este siglo no es admisible que la mi-seria y la indigencia no puedan ser evitadas; es ya demasiado que se haya de sufrir la triste fatalidad de la miseria fisiológica. El hecho absurdo de las hambres artificial-mente provocadas no puede durar. Ellas denuncian la indignante insuficiencia del antiguo régimen económico.

El siglo pasado proclamó la igualdad de los ciudadanos ante la ley y ésta fue una conquista de un alcance formidable; el siglo fascista mantiene y consolida este principio, pero añade otro no menos fundamental: la igualdad de los hombres ante el traba-jo, entendido como un deber y como un derecho, como un goce creador que debe alegrar y ennoblecer la existencia y no mor-tificarla y deprimirla. Tal igualdad de base no excluye, sino que exige, una jerarquía muy clara entre las clases desde el punto de vista de las funciones, del mérito y de las responsabilidades.

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Respecto al extranjero, la Corporación tiene por objeto aumentar sin cesar el poder global de la nación, interesándose por su expansión a través del mundo”. (Los textos de Mussolini han sido tomados de Doctrinas del Nacionalismo, Jacques Ploncard, Editorial Acervo, Barcelona, 1971, págs. 125 y ss.)

28.4. El racismo en el nacionalsocialismo

“Todas las grandes civilizaciones del pasado fueron decayendo porque la raza primitivamente creadora murió por un en-venenamiento de la sangre.

La causa de semejantes decadencias fue siempre el olvido del principio de que toda civilización depende de los hombres y no éstos de aquélla, por lo que, en consecuencia, para conservar una civilización determi-nada es preciso conservar al hombre que la ha creado. Pero esta conservación está ligada a la ley de bronce de la necesidad y del derecho a la victoria del mejor y del más fuerte.

Un pueblo no es idéntico a otro y, dentro de una comunidad, una cabeza no puede ser idéntica a otra cabeza; los elementos constitutivos pertenecen a la misma sangre, mas ofrecen en el detalle mil diferencias sutiles”. Es necesario, pues, “favorecer en la comunidad los elementos reconocidos como superiores” y “ocuparse de acrecentar particularmente su número”.

“Una doctrina que, descartando la idea democrática de la masa, tiende a dar esta tierra al mejor pueblo, es decir, a los indivi-duos superiores, debe lógicamente atener-se al mismo principio aristocrático dentro de este pueblo y conceder a las mejores inteligencias el mando y la influencia. En lugar de edificar sobre la idea de mayoría, esta doctrina se funda, pues, sobre la per-sonalidad”.

“Todo lo que tenemos hoy día ante no-sotros de civilización humana, de productos del arte, de la ciencia y de la técnica es casi exclusivamente el fruto de la actividad creadora de los arios. Este hecho permite sacar en conclusión por reciprocidad, y no sin razón, que ellos han sido los únicos

fundadores de una humanidad superior y, por consecuencia, representan el tipo primitivo de lo que nosotros entendemos con el nombre de ‘hombre’. El ario es el Prometeo de la humanidad… Si se le hi-ciese desaparecer, una profunda oscuridad descendería sobre la tierra; en pocos siglos la civilización se desvanecería y el mundo se convertiría en un desierto”.

“Reuniéndolos en el Gran Reich con una veneración llena de reconocimiento, el magnífico tesoro de la Historia alema-na nos es revelado. Agradezcamos al Dios Todopoderoso haber dado a nuestra gene-ración y a nosotros la gracia de poder vivir en esta época y en esta hora”. (Ver Texto Complementario Nº 6, Sección Sexta.)

28.5. Concepto de Estado en el nacionalsocialismo

“El Estado no es un fin, sino un me-dio”. Es “la condición previa a la forma-ción de una civilización humana de valor superior, pero no es la causa directa. Esta reside exclusivamente en la existencia de una raza apta para la civilización. Incluso si se hallaran sobre la tierra centenares de Estados modelos, en el caso de que el ario, que es el pilar de la civilización, llegase a desaparecer, no habría ya civilización co-rrespondiente, en el orden espiritual, al grado que han alcanzado los pueblos de raza superior. Se puede aún ir más lejos y decir que la existencia de Estados humanos no excluye la eventualidad del aniquilamiento definitivo de la raza humana, puesto que la desaparición del representante de la raza civilizadora conduciría a la pérdida de las facultades intelectuales superiores de re-sistencia y de adaptación…

No es el Estado quien hace nacer un de-terminado nivel de cultura; él no puede más que conservar la raza, causa primera de la elevación de este nivel. En caso contrario, el Estado puede continuar existiendo durante siglos sin cambio aparente, aun cuando, como consecuencia de la mezcla de razas que no ha impedido, la capacidad civilizadora y la historia misma de este pueblo, de quien

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es el reflejo, hayan comenzado desde hace largo tiempo a sufrir profundas alteracio-nes… La condición puesta a la existencia duradera de una humanidad superior no es, pues, el Estado, sino la raza que posee las facultades requeridas”.

“No nos corresponde a nosotros, hu-manos, reconocer o investigar el sentido y el fin de la existencia de las razas creadas por la Providencia. Pero podemos juzgar sobre el sentido y el fin de las organizacio-nes humanas según su grado de utilidad para el pueblo y su conservación. El pueblo tiene, pues, la primacía. Los partidos, el Estado, el Ejército, la Economía, la Justicia, etc…, son fenómenos secundarios, medios de alcanzar el fin, que es la conservación del pueblo”.

28.6. La economía en el nacionalsocialismo

A partir de Mein Kampf, es decir 1924, Hitler habla de organización corporativa de la economía. Veía en las corporaciones “un órgano de representación profesional” que suprimiría la lucha de clases y no reconocería ninguna. No quería admitir otra distinción dentro de la comunidad que la –racial– de los ciudadanos y la de la jurisdicción. Los pri-meros con todos los derechos políticos; la segunda no teniendo ninguno. Pero en el plan profesional no admite clases.

“Lo que hoy día empuja al combate a millones de hombres –dice– debe un día encontrar su solución en las cámaras pro-fesionales y en el Parlamento económico central. Con ellos, empresarios y obreros no deben luchar más los unos contra los otros en la batalla de los salarios y las tarifas –lo que es muy perjudicial en la existencia eco-nómica de ambos–, sino que deben resolver este problema en común para el bien de la comunidad popular y del Estado, del cual la idea debe brillar en letras relumbrantes por encima de todo.

… El deber de la corporación nacional-socialista es la educación y la preparación con vistas a este fin, que se define así: tra-bajo en común con el objeto de mante-ner la seguridad de nuestro pueblo y del

Estado, con arreglo para cada individuo a las capacidades y a las fuerzas adquiridas en el nacimiento y perfeccionadas por la comunidad popular”.

La economía sería incapaz de ser, en sí misma, un fin.

“El Estado no tiene nada que hacer con una concepción económica o un desarrollo económico determinado. Él no es la reunión de partes contratantes económicas en un territorio preciso y delimitado, que tiene por fin la ejecución de tareas económicas; es el organizador de una comunidad de seres vivos, semejantes los unos a los otros desde el punto de vista físico y moral, constitui-do para mejor asegurar su descendencia y alcanzar el fin asignado a su raza por la Providencia. Es ahí y sólo ahí donde reside el objeto y el sentido del Estado. La eco-nomía tan sólo es uno de los numerosos medios necesarios para el cumplimiento de esta tarea. No es jamás ni la causa ni el fin de un Estado, salvo en el caso de que el último descanse a priori sobre una base falsa, que va contra la naturaleza”.

La Economía debe también plegarse a las necesidades de la reedificación nacional porque “cualesquiera que sean las concesiones de orden económico ahora y siempre concedidas a los obreros, no se pueden comparar con el beneficio que obtiene el conjunto de la nación si contribuyen a hacer entrar a las grandes capas populares en el cuerpo social del cual forman parte”. Ningún esfuerzo económico, en efecto, es posible y, en consecuencia, provechoso “en tanto que no haya sido restablecida una profunda solidaridad entre el pueblo y la nación” (texto tomado de Mi lucha, Editorial Alborada, Buenos Aires, s/f.).

29. ACERCA DEL FIN DE LAS IDEOLOGÍAS Y DEL AUGE DE LA TECNOCRACIA

Desde hace algunas décadas, numerosas obras vienen planteando el tema del fin o el declinar de las ideologías como fuerzas políticas.

Entre los principales autores que han desarrollado esta tesis cabe mencionar: DA-NIEL BELL (El fin de las ideologías, Editorial

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Sección Sexta: Panorama de las doctrinas políticas contemporáneas

Tecnos, Madrid, 1964); SEYMOUR MARTIN LIPSET (El hombre político, Editorial Eudeba, Bs. Aires, 1964); RAYMOND ARON (El oficio de los intelectuales, Editorial Leviatán, Bs. Aires, 1957) y GONZALO FERNÁNDEZ DE LA MORA (El crepúsculo de las ideologías, Editorial Zig- Zag, Santiago, 1968).

1) Según Daniel Bell, ideología es un sistema de creencias comprensivo de toda la realidad. En el fondo la concibe como una religión escolar. Surge, opina Bell, con el declinar de la religión y asume la función de ésta en el sentido de servir de escape y canalización de la energía emotiva. Crea-dores de las ideologías fueron, dice Bell, los intelectuales, quienes simplificando sus ideas, atribuyéndoles el carácter de verdad absoluta e infundiendo pasión en sus segui-dores, hicieron de las mismas instrumento de presión y cambio social. Causas de su declive son, de una parte, las aberraciones históricas a que han conducido los intentos de realizarlas y, de otra, cambios sociales como las transformaciones del capitalismo y el advenimiento del Welfare State. Sin em-bargo, para Bell el fin de las ideologías no debe significar el fin de la utopía porque el hombre siempre tendrá necesidad de un escape emotivo; mas la nueva utopía debe-rá fundamentarse sobre bases empíricas y no fideísticas: tendrá que indicar dónde se quiere llegar, de qué modo, a qué precio, quién debe pagarlo y por qué.

2) S. M. Lipset entiende la ideología en un sentido más limitado –como conjunto de soluciones a los problemas sociales y políticos de una época– y atribuye su declive al hecho de que en las democracias occi-dentales los problemas fundamentales que la revolución industrial planteó han sido resuellos, quedando así superada la vieja antítesis derecha-izquierda. Ello no significa que la lucha de clases haya concluido; pero esta lucha de clases ya no es ideológica, no pone en discusión los problemas políticos fundamentales, sino que permanece en el ámbito del sistema aceptado por todos y, por tanto, no sólo no compromete su esta-bilidad, sino que, al subsistir los conflictos, garantiza la democracia. Lipset, como Bell, cree que hoy en día la lucha ideológica

sólo se da en los países subdesarrollados donde las tensiones sociales son todavía muy grandes.

3) Otros autores –Galbraith y Raymond Aron, por ejemplo– sostienen que el fin de las ideologías es consecuencia de las mutaciones que se han comprobado con el advenimiento de la sociedad opulenta neoca-pitalista. El concepto de ideología implícito en estos teóricos del neocapitalismo es el de “producto de las estructuras de las fuerzas productivas y de los modos de producción que determinan la división de la sociedad en clases”. Por tanto, si eliminamos el dato de la división en clases, la ideología pierde su razón de ser. Para sostener la tesis del fin de la división de la sociedad en clases las argumentaciones empleadas son: a) la difusión del sentimiento de “seguridad eco-nómica” en las sociedades de capitalismo avanzado; b) la integración del proletariado en el sistema social, pasando así de una situación de explotación a una situación de integración, con el consiguiente abandono de las reivindicaciones de clase.

Para Fernández de la Mora el gobierno de los pueblos ha dejado de ser una simple función policial y arbitral, para convertirse, además, en una compleja máquina económi-ca; la ética, la administración se racionalizan. El proceso de racionalización destruye las ideologías porque tienen una engañosa y frustrada pretensión racional.

Entre los argumentos que se dan en abono de esta tesis los autores coinciden en seña-lar: disminución de la participación de los ciudadanos en la vida política en general (elecciones, afiliación partidaria, apatía de los jóvenes); predominio de las reivindica-ciones inmediatas; comportamiento de los partidos en contradicción con los principios doctrinarios; tendencia a conciliar grupos diversos y satisfacer intereses plurales.

Generalmente estos autores, junto con anunciar el declinar de las ideologías, ponde-ran la importancia del técnico en el mundo contemporáneo.

Técnico es, por lo común, sinónimo de práctico y opuesto a teórico o cientí-fico. Mientras la ciencia tiende a explicar racionalmente los fenómenos, la técnica

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Manual de Derecho Político

aprovecha los conocimientos para producir resultados útiles. Es la vertiente práctica de la ciencia aplicada.

El técnico, por definición, no es quien toma las decisiones últimas; el técnico es quien, dados ciertos fines a alcanzar y cier-tos parámetros en base a los que juzgan de la bondad o de la aceptabilidad de los procedimientos a emplear, indica la con-tinuación óptima (óptima en función de aquellos parámetros y conscientemente con aquellos fines) de los medios disponibles (Francesc de Carreras).

El técnico se convierte en tecnócrata cuando tiene poder de decisión en esferas más amplias que la suya y, concretamente, en la esfera política.

Tal vez uno de los libros que mayor difu-sión ha hecho de las teorías tecnocráticas sea La Revolución de los Directores de James Burnham (Editorial Sudamericana, Bs. Ai-res, 1967. En Estados Unidos la obra fue editada en 1940).

La teoría de Burnham se ha resumido en los siguientes puntos: a) el capitalismo está llamado a desaparecer; b) el socialismo es incapaz de sucederle; c) capitalismo y socialismo evolucionan de la misma forma; en todos los países, cualquiera que sea su régimen político, se produce la “revolución directorial”: el poder y la fortuna corres-ponden cada vez en mayor medida a los técnicos responsables de la economía.

Han impugnado, entre otros, la tesis del fin de las ideologías, Jean Meynaud, León Dion y Wright Mills.

En términos generales, estos autores coinciden en que la tesis del fin de las ideologías representa una expresión de incompetencia para interpretar los gran-des cambios estructurales operados en la sociedad contemporánea.

Es más, constituye al mismo tiempo un arma refinada para combatir al socialismo y defender el orden existente, esto es, el neo-capitalista. En otros términos, la tesis del fin de las ideologías no viene a ser sino otra ideo-logía. “Las sociedades humanas segregan la ideología como elemento y atmósfera indis-pensable a su respiración, a su vida histórica. Sólo una concepción ideológica del mundo ha podido imaginar sociedades sin ideolo-

gías, y admitir la idea utópica de un modo donde la ideología (y no una de sus formas históricas) desaparecería, sin dejar trazas, para ser reemplazada por la ciencia”.

En cuanto a la tecnocracia, el juicio de sus opositores puede resumirse en las siguientes apreciaciones: el tecnócrata, más sutil que el conservador clásico, aparenta ser prota-gonista al hablar de desarrollo económico, pero sabe perfectamente que esta política conduce a mantener el statu quo existente. La idea que preside el tecnocratismo es que cree posible dirigir el progreso desde arriba, distinguiendo dos aspectos: progre-so técnico-económico y progreso social. El primero se pretende y el segundo se intenta detener. Es decir, el desarrollo significa, para la tecnocracia, crecimiento económico sin cambio de estructuras sociales.

Meynaud coloca particular énfasis en puntualizar el grave deterioro que experi-menta la democracia como consecuencia de la emergencia del tecnócrata: son personas no elegidas democráticamente, no obstante ejercer política directa y sus decisiones no están sometidas a control, bien por falta de publicidad, bien por la objetiva complejidad de tales procedimientos (La Tecnocracia, Editorial Tecnos, Madrid, 1968).

Al margen de las posiciones extremas descritas, algunos autores estiman que la tesis del fin de las ideologías merece ser considerada con mayor seriedad, y para ello proponen que la investigación sea confron-tada en cada caso, es decir, con respecto a cada ideología política particular y a cada Estado concreto. En tal sentido –se agrega– la tesis “fin de las ideologías” no sería válida para los países en vías de desarrollo.

El aporte técnico a las funciones de go-bierno se considera, por otra parte, más que necesario, imprescindible en la sociedad contemporánea. Sin embargo, la relevancia del técnico tampoco puede ser hipertrofiada en los términos que pretenden algunos de sus apologistas y que de concretarse en la realidad podría llevar a la humanidad a una forma de convivencia (?) muy cercana a la descrita por Aldous Huxley en su patética obra Un mundo feliz. (Ver Texto Comple-mentario Nº 7, Sección Sexta.)

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Sección Sexta: Panorama de las doctrinas políticas contemporáneas

1. Texto atinente a párrafo 26:Liberalismo

ALAN WOLFE

Un liberalismo

Cuando hablo de mi último libro, The Future of Liberalism, y especialmente cuando lo hago ante un público más conservador, suelen pre-guntarme de qué liberalismo soy partidario: del “liberalismo clásico” con su preferencia por el mercado y su creencia en la libertad individual, o del “liberalismo moderno” y su confianza en el Estado y su compromiso con la igualdad. Sin duda, ver dos clases distintas de liberalismo es un error. Es cierto que Adam Smith arguyó a favor del mercado, así como John Maynard Keynes defendió la intervención del Estado. Pero el liberalismo, como yo lo defino, consiste en que el mayor número de gente tenga tanto que decir como sea posible sobre la dirección que tomarán sus vidas.

En el siglo XVIII los legados del feudalismo y las reglas del mercantilismo crearon una si-tuación en la que los mercados libres podían dar a la gente un mayor control sobre sus vidas y, al mismo tiempo, extender esa capacidad a otros. Smith, aunque sea hoy reivindicado por los libertarios, era un liberal, de hecho uno de los grandes pensadores liberales, no por su gran contribución a la teoría económica sino porque desarrolló una filosofía moral con respecto a la libertad y a la igualdad.

Bajo las condiciones del capitalismo con-temporáneo, por el contrario, la autonomía individual está amenazada por la pobreza, la inestabilidad económica y el poder empresarial concentrado.

Utilizar el control del gobierno sobre las fluctuaciones económicas, como sostuvo Key-nes, dio a la sociedad la capacidad de mejorar la habilidad de cualquier persona para ser más autónoma y la de extender esa misma noción a un mayor número de personas.

Keynes, miembro del Partido Liberal bri-tánico, nunca fue socialista. Él, como Smith, fue un liberal porque también él respetaba la libertad y la igualdad al mismo tiempo.

Pero la autonomía, así como la igualdad, se constituye siempre en un contexto social. El liberalismo es tanto una filosofía sobre cómo de-bería organizarse la sociedad como una defensa

de la autonomía individual. De hecho, una de las tareas en las que se han implicado muchos pensadores liberales ha sido la de defender y proteger la idea de sociedad contra sus rivales. Para Immanuel Kant, eso significaba defender a la sociedad contra la preferencia de Rousseau por la “naturaleza”. Para Thomas Jefferson sig-nificaba proteger la capacidad de autogobierno frente a los que sostenían que la ley era cosa de Dios, no de los seres humanos. El liberalismo emergió como una teoría de la finalidad humana. Podemos dar forma a nuestras vidas de acuerdo con las metas que construimos en conjunto. El concepto de sociedad nos protege de la anarquía del individualismo, por un lado, y de los designios de Estados omnipotentes por el otro.

La sociedad es posible porque los seres huma-nos tienen la cultura a su disposición. Mientras escribía The Future of Liberalism me sorprendió la coincidencia de las ideas que defiende el libera-lismo y cómo teóricos como Émile Durkheim, Clifford Geertz entienden y enfatizan la cultura. La cultura ofrece los medios por los que los seres humanos establecen y llevan a cabo sus objeti-vos colectivos. La cultura expande la libertad individual (porque multiplica enormemente el abanico de posibilidades ante nosotros) y al mismo tiempo promueve la igualdad (porque vincula los destinos de individuos por medio del lenguaje y los símbolos). Unas criaturas sin cultura vivirían sin ambas cosas.

Esta es la razón por la que es importante reconocer que en el clima intelectual actual la gran amenaza al liberalismo no procede de los que afirman la prioridad de Dios ante la creatividad humana, sino de los que afirman que la cultura es solamente una consecuencia de la evolución, algo que sucede sin importar lo que los individuos quieren y refleja procesos de transmisión motivados por nuestros genes. (Richard Dawkins llama a estos medios de transición “memes”.) La psicología evolucio-nista, la sociobióloga y otros retoños no son ni mucho menos ciencias de vanguardia. Son, de hecho, un regreso a las ideas de pensadores como Bernard de Mandeville y Thomas Malthus, que cuestionaban la comprensión liberal de la intencionalidad humana y optaban por una forma u otra de determinismo.

Los liberales no deberían tener miedo de llamarse liberales. Su tradición es larga, honro-sa y coherente. Incluye a muchos pensadores

TEXTOS COMPLEMENTARIOSSección Sexta

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Manual de Derecho Político

distintos con muchas ideas y aproximaciones distintas. Pero siempre que estén comprome-tidos con la idea de que la libertad no puede existir sin igualdad y viceversa, son liberales. Estoy orgulloso de ser uno de ellos.

2. Texto atinente a párrafo 26: Liberalismo

GREGORIO YURREEl liberalismo,

Editorial Seminario Vitoria, 1952, págs. 42-43.

Liberalismo y Capitalismo

Capitalismo y liberalismo son dos sistemas distintos que pueden existir unidos y armo-nizados entre sí o bien pueden divorciarse y oponerse. Así, en los siglos XVIII-XIX el capi-talismo fue liberal, partidario del laissez faire, de la libertad económica más absoluta Hoy, en cambio, el capitalismo es, en gran parte, anti-liberal, enemigo de la competencia, del laissez faire y de la libertad a la que está sustituyendo una planificación monopolista.

(a) Por capitalismo entendemos un régimen económico característico de la época moderna y distinto del que existió en la Edad Media. La definición de este régimen no es cosa fácil, ya que puede atenderse a diferentes características.

Marx definió al capitalismo teniendo en cuen-ta estos rasgos: a) la forma como son poseídos los instrumentos de producción, y b) por las relaciones sociales que de ahí se derivan. El capitalismo es el sistema económico en el que los instrumentos de producción son propiedad de una clase (la burguesía) mientras el trabajo es comprado y vendido como mercancía, dando lugar al proletariado.

Werner Sombart ha intentado definir el ca-pitalismo desde un punto de vista más bien psicológico, teniendo en cuenta el espíritu ca-pitalista. Los rasgos fundamentales del capita-lismo son: a) el espíritu de aventura y de empresa orientado a la gran producción, ideal de todos los capitalistas; b) el espíritu de racionalización; el capitalismo es racionalista por cuanto cree en la razón y la técnica como mejor procedimiento para lograr la gran producción; de ahí su ten-dencia a encontrar todos los procedimientos más refinados de racionalización de la empresa; c) el estímulo fundamental, que mueve toda la actividad capitalista, es el beneficio y la ambición de acumular capital. El beneficio y la ambición de dinero es el motor y la norma de todo el sistema capitalista; d) finalmente, el sistema se caracteriza por la división entre capitalistas o

poseedores de los instrumentos de producción y los trabajadores o asalariados.

M. Dobb define al capitalismo por: a) la aparición de una nueva técnica y los nuevos instrumentos de producción; b) una división del trabajo y el consiguiente desarrollo del mer-cado y de los cambios; c) la separación de los pequeños productores de sus instrumentos de producción y la formación del proletariado. Así entendido, el capitalismo comienza para Dobb a fines del siglo XVI o principio del XVII

El capitalismo es, por tanto, un sistema económico: a) que aporta a la vida económica un volumen especialmente elevado de capital; b) desarrolla la técnica y los nuevos instrumentos de producción, fomentando de modo extraor-dinario la división del trabajo, el mercado y los cambios; c) concede al capitalista un trato de favor al reservarle el poder exclusivo sobre la empresa, dejando al trabajador en un lugar de subordinación, en condición de puro asalariado; d) da por resultado la formación de una nueva clase: el proletariado.

(b) Entendido así, el capitalismo se distingue del liberalismo. Economía liberal es la economía regida por las leyes de la libertad y se contrapone a economía dirigida o planificada, ya provenga esta dirección del Estado o de los sindicatos, corporaciones u otras sociedades capitalistas. Son postulados de la economía liberal la libertad de producción, mercado libre regido por la com-petencia, ilimitación del riesgo y del beneficio, libertad de comercio internacional.

Ahora bien, el capitalismo de los siglos XVIII y XIX defendió tales principios; fue un capitalismo amante de la libertad y de la competencia. Hoy el capitalismo va adoptando formas nuevas (Trust, Cartel, Consorcios…) que tienden a imponer el monopolio, limitar la producción, dirigir el mercado y los precios, eliminar o limitar el riesgo, suprimir la competencia, etc. Por todo esto, el capitalismo actual practica principios antiliberales, y se orienta cada vez más hacia una economía dirigida por las grandes corporaciones capitalistas.

3. Texto atinente a párrafo 27.2: Las primeras formulaciones doctrinarias

ALFREDO CEPEDALos utopistas,

Editorial Futuro, Bs. Aires, 1944, págs. 39-40.

Los utopistas del siglo XIX

El inglés Robert Owen se distingue nítida-mente del resto de los utopistas por su capaci-

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Sección Sexta: Panorama de las doctrinas políticas contemporáneas

dad de organizador y su sentido práctico. Pocas veces se ha dado en un hombre la reunión de cualidades tan aparentemente opuestas entre sí, como la candidez casi infantil que lleva a Owen a esperar el inminente advenimiento del paraíso terrenal por la simple aplicación de su teoría favorita y la habilidad para convencer, organizar y conducir a los hombres. El gran reformista inglés es, desde ese punto de vista, un caso único en la historia del movimiento social. Su vida –como las de los otros utopistas del siglo XIX– es de una pureza ejemplar y se extiende a lo largo de 88 laboriosos años, animada de la obsesionante ambición de hacer feliz a la humanidad. No se deja arredrar ni por las burlas, ni por la conspiración del silencio, ni por el egoísmo del material humano que maneja, ni por los repetidos fracasos. Se cree en posesión de la receta infalible y si ella no produce los milagros que espera, lo atribuye no al utopismo de sus ideas, sino a la incompren-sión momentánea, siempre momentánea, del mundo. Piensa que llegará indefectiblemente el día en que todos los hombres descubrirán maravillados la perfección, al serles revelado el panorama social que él, Robert Owen, ha percibido intuitivamente antes que ninguno.

Charles Fourier es, ante todo, un crítico despiadado y mordaz del mundo burgués, que contrapone las promesas de los ideólogos del siglo XIX a la hiriente miseria, el vicio descarado y la explotación inicua que han sucedido a la revolución. Es de un verismo impresionante cuando hunde el escalpelo en la carne viva de la sociedad posrevolucionaria y pone al descu-bierto tumores repugnantes; pero hace sonreír piadosamente cuando aguarda todos los días al millonario que ha de financiar su falansterio. Engels afirma que Fourier domina la dialéctica con tanta maestría como Hegel. Como Hegel cree también este utopista que, a través del tumul-tuoso río de la historia, la Idea ha ido flotando hasta encarnarse en él. Sólo falta que los ricos la comprendan para, al realizarla, instaurar el reino de la justicia en la tierra. Y cuando su discípulo Víctor de Considerant, menos orto-doxo, le propone abandonar la intransigencia y entrar por ese “camino oblicuo” de que habla Moro en su Utopía, el creador del falansterio escribe su último libro, que es una reafirma-ción de la fe inquebrantable en la eficacia de la armonía universal que gira incesantemente en su cabeza.

El conde de Saint-Simon se presenta como el aventurero ampuloso y genial que rompe

con su clase y se coloca por encima de sus contemporáneos para poder escudriñar más y mejor en el vientre de su época. Ve las clases en lucha y define la política como ciencia de la producción. Anhela redimir a los hombres de genio de toda dependencia del gobierno y de la agotadora preocupación de buscar el sustento en ocupaciones que los degraden. Propone la organización de una sociedad gobernada por el “Parlamento del Perfeccionamiento”, integrado por sabios y presidido por un matemático. Ejerce una atracción singular e irresistible en cuantos se le acercan y es el utopista que conquista el mayor número de fanáticos discípulos. Un día irrumpe en la redacción del “Globe” y encara resueltamente a sus dos directores, Leroux y Dubois, exponiéndoles sin rodeos sus ideas de redención social. Les habla de colocar a los sabios a la cabeza del Estado, de su falta de dinero y de la necesidad de un periódico que señale a los hombres el sendero que conduce a la felicidad. El práctico Dubois menea la cabe-za dubitativamente y Saint-Simon le responde: “Usted no me ha comprendido, pero el otro sí”, y se despide con la misma brusquedad con que ha entrado, dejando a Pierre Leroux suspenso y definitivamente ganado para su causa.

4. Texto atinente a párrafo 27.3: El marxismo

HANS KELSENTeoría comunista del Estado y del Derecho,

Editorial Emecé, Bs. Aires, 1958, págs. 53-56.

Contradicciones del marxismo

La contradicción en la teoría marxista del Estado: una maquinaria coercitiva para el mantenimiento

y para la abolición de la explotación

La contradicción que resulta de definir al Estado como una maquinaria coercitiva para el mantenimiento de la explotación y, al mismo tiempo, declarar que una maquinaria coercitiva para la abolición de la explotación –es decir, la dictadura del proletariado– es un Estado, aparece manifiesta cuando Engels, en su Anti- Dühring, escribe: “La sociedad anterior, que se movía entre antagonismos de clase, tenía necesidad del Estado que es una organización de la clase explotadora de cada época, para el mantenimiento de sus condiciones externas de producción”. Aun al hablar de la dictadura del proletariado, cuyo propósito es abolir la explota-ción, Engels mantiene su definición del Estado

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como “organización de la clase explotadora”. Sin embargo, presupone que esa dictadura del proletariado es un Estado; ello está implícito en su manifestación de que “el proletariado toma en sus manos el poder del Estado”. Es probable que Engels tuviera conciencia de esta contradicción, pues muestra cierta tendencia a atenuar en cierto modo la afirmación de que la dictadura del proletariado es un Estado. En una carta que escribió en 1875 a August Bebel decía, con respecto al uso del término “Estado” por el partido socialdemócrata alemán:

Sería bueno arrojar por la borda todo este palabrerío acerca del Estado, especialmente después de la Comuna, que ya no fue un Estado en el sentido propio del vocablo. Los anarquis-tas nos han echado en cara demasiado tiempo el “Estado popular”, aunque ya en la obra de Marx contra Proudhon, y luego en el Manifiesto Comunista, se afirmaba inequívocamente que, con la introducción del orden social socialista, el Estado se disolverá (sich aufloesen) y desapa-recerá. Como el Estado es sólo un fenómeno transitorio, del cual hay que usar en la lucha, en la revolución, a fin de aplastar a nuestros adversarios, es absurdo hablar de un “Estado popular libre”. Mientras el proletariado necesite todavía del Estado, lo necesitará, no en interés de la libertad, sino con el objeto de aplastar a sus adversarios; y en cuanto se hace posible hablar de libertad, el Estado, como tal, deja de existir. Nos permitimos por lo tanto que se reemplace en todas partes la palabra “Estado” por “comunidad” (Gemeinwesen), bella palabra alemana antigua, que corresponde a la francesa “commune”.

De modo, pues, que la dictadura del pro-letariado es un Estado, pero al mismo tiempo no es un Estado.

La contradicción en la teoría marxista de la forma de gobierno del Estado proletario: democracia y

dictadura

Si la organización adoptada por la sociedad durante el período de transición de la dictadura proletaria es un Estado, surge la cuestión de saber qué forma de gobierno tendrá o habrá de tener ese Estado, según Marx y Engels. La respuesta de éstos a tal cuestión es sumamen-te ambigua. Declaran frecuentemente que el Estado que establezca la revolución proletaria será una democracia porque será la domina-ción de la abrumadora mayoría, esto es, el

proletariado, sobre una minoría, esto es, la burguesía o ex burguesía. En el Manifiesto Co-munista dicen que el movimiento proletario que conduce a la revolución proletaria es un movimiento de “la enorme mayoría en bene-ficio de la enorme mayoría” y que el primer paso de la revolución de los trabajadores es “la elevación del proletariado a clase domi-nante, la lucha hasta (Erkaempfung) establecer la democracia”. No puede haber duda de que el término “democracia” está utilizado en su significación de dominio de la mayoría sobre la minoría, con derechos políticos para todos los ciudadanos. En su Buergerkrieg in Frankreich, Marx declara expresamente que la Comuna de 1871, a la cual considera el modelo de la organización revolucionaria del proletariado, fue un “Estado democrático”, y que el “sufra-gio universal” –es decir, el derecho de voto para todos los ciudadanos, ya pertenecieran a la mayoría o a la minoría– era un elemento esencial de la constitución de ese Estado pro-letario. Pero, al mismo tiempo, Marx y Engeis llaman preferentemente “dictadura” al Estado proletario: la dictadura del proletariado. Este término ha sido interpretado por muchos de sus continuadores de forma que designa algo totalmente diferente de un mero gobierno de la mayoría, del concepto formalista de democracia mantenido por los autores burgueses.

La dictadura del proletariado es entendida como la realización de la verdadera demo-cracia, que es el gobierno en beneficio de la totalidad del pueblo, lo cual se identifica con el socialismo; y la realización del socialismo sólo se considera posible en forma dictatorial, es decir, mediante la opresión violenta de la clase burguesa. La diferencia decisiva entre el concepto anterior, burgués-capitalista, de democracia, y el nuevo concepto proletario-socialista, consiste en que según el primero la minoría tiene derecho a existir y a participar en la formación de la voluntad del Estado, mientras que según el último la minoría ca-rece de tal derecho y, por el contrario, hay que abolirla por la fuerza, usando todos los medios. La nueva “democracia” es en verdad una dictadura. Del mismo modo que se modi-fica el concepto de Estado, transformándolo de dominación de una clase explotadora sobre una clase explotada en dominación de un gru-po sobre otro, el concepto de democracia se transforma, de gobierno de la mayoría sobre la minoría, en gobierno en interés de todos, a cumplirse mediante la opresión de la minoría

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Sección Sexta: Panorama de las doctrinas políticas contemporáneas

por la mayoría. Si esta interpretación de la dictadura del proletariado es correcta, hay en la teoría política del marxismo dos conceptos contradictorios de democracia, así como hay dos conceptos contradictorios del Estado.

5. Texto atinente a párrafo 27.4: Socialdemocracia

Objetivos y tareas del socialismo democrático

La siguiente declaración fue adoptada por la Internacional Socialista en Francfort del Main, Alemania, en 1951. Ella señala la reno-vada importancia atribuida a la democracia como parte integrante de los fines y medios del socialismo.

—o—

El socialismo se ha convertido en una fuerza importante en los asuntos mundiales. Ha pasado de la propaganda a la práctica. En algunos países se han puesto ya los cimientos de una sociedad socialista. Allí los males del capitalismo están desapareciendo y la comunidad ha cobrado nuevo vigor. Los principios del socialismo están probando su valor en la acción.

… En muchos países el capitalismo incon-trolado está dejando el lugar a una economía en la cual la intervención del Estado y la propie-dad colectiva están limitando el ámbito de los capitalistas privados. Más gente está llegando a reconocer la necesidad de la planificación. La seguridad social, el sindicalismo libre y la demo-cracia industrial están ganando terreno.

… El comunismo invoca falsamente una participación en la tradición socialista. En los hechos, ha distorsionado esa tradición hasta volverla irreconocible. Ha construido una rígida teología que es incompatible con el espíritu crítico del marxismo.

… El comunismo internacional es el instrumen-to de un nuevo Estado imperialista. Donde quiera ha logrado el poder ha destruido la libertad o la posibilidad de alcanzar la libertad. Tiene como bases una burocracia militarista y una policía terrorista. Al producir brillantes contrastes de riqueza y privilegio, ha creado una nueva socie-dad de clases. El trabajo forzado juega un papel importante en su organización económica.

… Los socialislas se esfuerzan por construir una nueva sociedad dentro de la libertad y por medios democráticos.

Sin libertad no puede haber socialismo. El socialismo puede ser logrado sólo mediante la democracia. La democracia puede realizarse plenamente sólo mediante el socialismo.

… La democracia requiere que más de un partido tenga derecho a existir, y el derecho a la oposición. Pero la democracia tiene el derecho y el deber de protegerse contra los que explotan sus oportunidades sólo con el fin de destruirla. La defensa de la democracia política es de vital interés para el pueblo. Su preservación es con-dición para que pueda realizarse la democracia social y económica.

… Toda dictadura, dondequiera esté, es un peligro para la libertad de todas la naciones y por ello mismo para la paz del mundo. Donde quiera haya explotación sin restricciones del trabajo for-zado, sea en un régimen de provecho privado o de dictadura política, hay peligro para los niveles de vida y de moral de todo el pueblo.

El socialismo busca reemplazar el capitalis-mo por un sistema en el que el interés público prevalezca sobre el interés del provecho privado. Los fines económicos inmediatos de la política socialista son: plena ocupación, producción mayor, nivel de vida ascendente, seguridad so-cial y distribución equitativa de los ingresos y la propiedad.

… La planificación socialista puede lograrse por varios medios. La estructura del país de que se trate debe decidir la extensión de la propiedad pública y la forma de planificación a aplicar.

… La propiedad pública puede tomar la forma de la nacionalización de las empresas privadas existentes, o de la creación de nuevas empresas públicas, municipales o regionales, o cooperativas de consumidores o de productores.

Esas diversas formas de propiedad pública han de ser consideradas no como fines en sí mismas, sino como medios de controlar las industrias y servicios básicos de los que la vida y el bienestar económicos de la comunidad dependen, o de racionalizar industrias ineficientes, o de impedir que los monopolios y carteles privados exploten al público consumidor.

… La planificación socialista no presupone la propiedad pública de todos los medios de producción. Ella es compatible con la existencia de la propiedad privada en sectores importan-tes, por ejemplo en la agricultura, en el plano artesanal, en el comercio minorista y en las industrias en pequeña y mediana escala. El Es-tado debe impedir que los poseedores privados abusen de sus poderes. Puede y debe ayudarlos a que contribuyan a la producción y bienestar

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Manual de Derecho Político

mayores dentro de la estructura de una econo-mía planeada.

… Mientras el principio que guía al capitalis-mo es el provecho privado, el principio guía del socialismo es la satisfacción de las necesidades humanas.

… El socialismo significa mucho más que un sistema económico y social. El progreso eco-nómico y social tiene valor moral en la medida en que sirve para liberar y desarrollar la perso-nalidad humana.

El socialismo lucha por liberar a los hombres de los temores y ansiedades que son inseparables de todas las formas de la inseguridad política y económica. Esta liberación abrirá el camino al desarrollo espiritual de hombres conscientes de sus responsabilidades y a la evolución cultural de personalidades completas. El socialismo es un poderoso factor para promover este desa-rrollo cultural.

… El socialismo democrático es internacional porque se propone liberar a todos los hombres de cualquier forma de servidumbre económica, espiritual y política.

… El socialismo democrático es internacional porque reconoce que ninguna nación puede resolver todos sus problemas económicos y so-ciales aisladamente.

… La soberanía nacional absoluta debe ser superada.

… La nueva sociedad mundial por la que los socialistas luchan puede desarrollarse fructuosa-mente en paz si ella se funda en la cooperación voluntaria entre las naciones. La democracia debe, por consiguiente, establecerse en escala internacional bajo el gobierno internacional de la ley, que garantice la libertad nacional y los derechos del hombre.

6. Texto atinente a párrafo 28: Fascismo y nazismo

ARTURO SAMPAYLa crisis del Estado de Derecho liberal

Editorial Losada, Bs. Aires, 1942,págs. 347-348.

Del nacionalsocialismo alemán

El Partido Nacionalsocialista en la estructura del Estado

El Partido Nacionalsocialista, definido como la estructuración política de la raza primitiva

(Urvolk), es por imperativo expreso de la ley del 14 de julio de 1933 el Partido único que existe en Alemania, correspondiéndole esa unicidad en razón de representar la Weltanschauung Na-cionalsocialista.

El Partido es una corporación de derecho público (die ist eine Körpershaft des öffentlischen Rechts) que, como el Estado, sólo tiene existencia a través de la voluntad del Führer. Pero es una corporación política y no administrativa, que tampoco tiene el carácter de órgano del Estado, ya que no le está infraordenado y, en cambio, goza frente a él de absoluta autonomía.

Carl Schmitt considera al Reich alemán in-tegrado por tres estructuras de ordenamiento y organización: el Estado, como la parte polí-tica estática; el movimiento (Bewegung), como el elemento político-dinámico; y el Pueblo, a quien se debe considerar como protección y cimiento de las decisiones políticas crecien-tes en épocas impolíticas (unpolitische Seite). El Partido Nacionalsocialista es el movimiento y, como tal, el eje de este sistema y el nexo que une al Pueblo con el Estado. “Es el portador de la idea germana del Estado” (die Trägerin der deutschen Staatsgedanke), como lo define la ley del 1º de diciembre de 1933 sobre la reconstitución del Partido.

El Estado Nacionalsocialista –dice Huber– es un Estado de movimiento (Bewegungstaat) y el Partido Nacionalsocialista es la clase política, que conducida por el Führer, porta, mueve y dirige al Estado. El lazo más relevante entre el Partido y el Estado lo constituye la identidad personal e institucional del Jefe del Partido y Jefe del Estado. No es como Jefe Supremo del Estado que deviene Jefe del Partido, sino que como Jefe del Partido deriva a Jefe del Estado, pues la posición primaria y originaria es la conducción del Partido, de donde emana la conducción del Estado. Consecuentemente, el Führer es quien opera el enlace, a través del Partido, entre el Pueblo en movimiento y el Estado, en una unitaria y oclusa estructura política.

El Partido y el Estado Nacionalsocialista están animados por un mismo espíritu y condicionados a un mismo propósito: la Führung del Pueblo alemán según la Weltanschauung rácica.

Los derechos personales

En la concepción Nacionalsocialista no queda sitio para el reconocimiento y garantía de los

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Sección Sexta: Panorama de las doctrinas políticas contemporáneas

derechos personales. El hombre no tiene exis-tencia sino como célula de la comunidad del pueblo, no es más una persona con fines que puedan ser extraños a los de la comunidad; su existencia se nutre en la existencia del Pueblo, a la que está entrañablemente ligada (gemeins-chaftsgebunden). Para poder llegar al rango de persona el individuo necesita de un reducto que lo proteja en su libertad.

En el Estado Nacionalsocialista han desapa-recido las bases sobre las cuales reposa el dere-cho público subjetivo; así lo reconoce Reinhard Hoehn, actual profesor de la Universidad de Berlín: “La totalidad de los teóricos están, por así decirlo, unánimes en reconocer que no puede haber más derecho subjetivo frente al Estado o a la conducción del Führer”.

7. Texto atinente a párrafo 29: Acerca del fin de las ideologías y el auge de la

tecnocracia

JORGE XIFRA HERASIntroducción a la Ciencia Política

págs. 213 y sigtes.

Progreso técnico y política

En el campo político, la irrupción de la técnica ha tenido consecuencias trascenden-tales, vinculadas al desbordante crecimiento de las actividades de la sociedad política, que impone la necesidad de una planificación, de una gestión de recursos con miras al estable-cimiento de un equilibrio económico-social, cuyos instrumentos sustituyen en gran parte a las prácticas legislativas (Rovan). Ello se traduce en la creación y desarrollo de orga-nismos de naturaleza técnica: proliferan las comisiones y las instituciones especializadas, se multiplican y burocratizan los departamen-tos, se crean comisiones interministeriales y parlamentarias y, como característica funda-mental, se fortalece extraordinariamente el llamado poder ejecutivo, convertido hoy en protagonista del proceso político, en perjuicio

de las Asambleas parlamentarias, privadas de tiempo, de capacidad, de unidad y de eficacia para dirigir la orientación política. Ello con-duce a una estructura burocrática del aparato gubernamental y, en última instancia, a la personalización del poder.

El ejercicio real del poder está cada vez más lejos del hombre de la calle, del common man de-positario del sentido común, y ha sido absorbido, en gran parte, por una burocracia especializa-da, técnica, con falsas pretensiones políticas de neutralidad. Hoy, la cultura se considera como un lujo superfluo y se rinde culto a la “barbarie de la especialización”, con el riesgo de que este fetichismo convierta al hombre en esclavo de las máquinas –recordamos las utopías de Huxley y Orwell– en lugar de respetarle su condición de medida de todas las cosas. No hay que olvidar que la técnica –y también la burocracia– es un instrumento al servicio de fines superiores y que su papel, por venerable que sea, es –como decía Ortega– irremediablemente de segundo grado. El problema del mundo actual, más que en producir técnicos, está en formar ciudadanos y en procurar que los técnicos reaccionen ante los principios morales y adquieran el sentido de responsabilidad de lo que hacen; que no pierdan su condición de seres humanos aun viviendo entre máquinas y entre planes. Nuestro problema es un problema ético, un problema de formación de disciplina, que obliga a reconocer que por encima de las conquistas de la técnica está un orden moral. Es cierto que nuestra sociedad es y seguirá siendo una sociedad planificada, burocratizada y tecnificada, porque nuestra civilización así lo exige. Pero no por ello debemos admitir la consolidación de un gobierno tecnocrático que, por naturaleza, sería despótico. Si el único custodio eficaz de los go-bernantes es su propio sentido moral y si –como enseñaron los griegos– sólo la virtud puede ser soporte de los gobiernos, evitando que el poder se convierta en arbitrariedad, es preciso que por encima del poder técnico exista un poder político suficientemente fuerte para evitar que caiga en manos de la burocracia técnica especializada y mantener a ésta en el lugar y en el nivel que le corresponde para que el balance de sus fabulosos progresos sea siempre positivo.

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Manual de Derecho Político

8. Texto atinente a párrafo 29: Acerca del fin de las ideologías y del auge de la

tecnocracia

FRANCIS FUKUYAMA¿El fin de la historia?, publicado en revista The National Interest (1988), Chicago,

EE.UU. 14

Al observar el flujo de los acontecimientos de la última década, difícilmente podemos evi-tar la sensación de que algo muy fundamental ha sucedido en la historia del mundo. El año pasado hubo una avalancha de artículos que celebraban el fin de la guerra fría y el hecho de que la “paz” parecía brotar en muchas re-giones del mundo. Pero la mayoría de estos análisis carecen de un marco conceptual más amplio que permita distinguir entre lo esencial y lo contingente o accidental en la historia del mundo, y son predeciblemente superficiales. Si Gorbachov fuese expulsado del Kremlin o un nuevo Ayatollah proclamara el milenio desde una desolada capital del Medio Oriente, estos mismos comentaristas se precipitarían a anunciar el comienzo de una nueva era de conflictos.

Y, sin embargo, todas estas personas entrevén que otro proceso más vasto está en movimien-to, un proceso que da coherencia y orden a los titulares de los diarios. El siglo veinte pre-senció cómo el mundo desarrollado descendía hasta un paroxismo de violencia ideológica, cuando el liberalismo batallaba, primero, con

14 El ensayo de Fukuyama constituye un intento de explicación del acontecer de los últimos tiempos, a partir de un análisis de las tendencias en la esfera de la conciencia o de las ideas. El liberalismo económico y político, la “idea” de Occidente, sostiene el autor, finalmente se ha impuesto en el mundo. Esto se evidencia en el colapso y agotamiento de ideologías alternativas. Así, lo que hoy estaríamos presenciando es el término de la evolucion ideológica en sí, y, por tanto, el fin de la historia en términos hegelianos. Si bien la victoria del liberalismo por ahora sólo se ha alcanzado en el ámbito de la conciencia, su futura concreción en el mundo material, afirma Fukuyama, será ciertamente inevitable.

los remanentes del absolutismo, luego, con el bolchevismo y el fascismo, y, finalmente, con un marxismo actualizado que amenazaba conducir al apocalipsis definitivo de la guerra nuclear. Pero el siglo que comenzó lleno de confianza en el triunfo que al final obtendría la democracia liberal occidental parece, al concluir, volver en un círculo a su punto de origen: no a un “fin de la ideología” o a una convergencia entre capitalismo y socialismo, como se predijo antes, sino a la impertérrita victoria del liberalismo económico y político.

El triunfo de Occidente, de la “idea” oc-cidental, es evidente, en primer lugar, en el total agotamiento de sistemáticas alternativas viables al liberalismo occidental. En la década pasada ha habido cambios inequívocos en el clima intelectual de los dos países comunistas más grandes del mundo, y en ambos se han iniciado significativos movimientos reformistas. Pero este fenómeno se extiende más allá de la alta política, y puede observársele también en la propagación inevitable de la cultura de consumo occidental en contextos tan diversos como los mercados campesinos y los televisores en colores, ahora omnipresentes en toda China; en los restaurantes cooperativos y las tiendas de vestuario que se abrieron el año pasado en Moscú; en la música de Beethoven que se trans-mite de fondo en las tiendas japonesas, y en la música rock que se disfruta igual en Praga, Rangún y Teherán.

Lo que podríamos estar presenciando no sólo es el fin de la guerra fría, o la culminación de un período específico de la historia de la pos-guerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la demo-cracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano. Lo cual no significa que ya no habrá acontecimientos que puedan llenar las páginas de los resúmenes anuales de las relacio-nes internacionales en el Foreign Affairs, porque el liberalismo ha triunfado fundamentalmente en la esfera de las ideas y de la conciencia, y su victoria todavía es incompleta en el mundo real o material. Pero hay razones importantes para creer que este es el ideal que “a la larga” se impondrá en el mundo material.