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Teoría e Historia del Diseño II: Complejidad 3 créditos gsd-etseib.upc.edu/documents 2009 • Versión 01/2011 8 Los 60 y más allá: comodidad, desenfado, protesta (2) Oriol Moret Viñals Graduado Superior en Diseño

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Teoría e Historia del Diseño II: Complejidad 3 créditos

gsd-etseib.upc.edu/documents2009 • Versión 01/2011

8 Los 60 y más allá: comodidad, desenfado, protesta (2) Oriol Moret Viñals

 

Graduado Superior en Diseño

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Teoría e Historia del Diseño II: Complejidad

Colección de documentos por entrega semanal, realizados para los alumnos del Graduado Superior en Diseño —moda-lidad semipresencial— de la Universitat Politècnica de Cata-lunya, 2008-2011 (el vínculo de la portada ya desoperó).

Los documentos se entregaron y publicaron (vía campus virtual moodle) con el fin de cumplir el encargo docente es-pecífico: agitar ligeramente las versiones oficiales, despertar el (interés del) alumno y motivarlo a cuestionarse lugares comunes. Fueron la base para el debate presencial en el aula y el desarrollo de actividades vía foro virtual.

Se presentan aquí en versión apuntes, pendientes de correc-ción lingüística a fondo, y con resolución rebajada para mi-tigar el tráfico pirata de imágenes y comodidad de todos.

Deliberaciones y correspondencia: [email protected].

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versión apuntesCubanos postindianos…

Para los espabilados occidentales, Cuba era básicamente tierra de azúcar y haba-nos. Los habanos, claro, se vendían con toda la parafernalia gráfica del momento, siguiendo las pautas decimonónicas, aceptando gustosamente avances técnicos tales como la cromolitografía: que si estuches cuidados y elaborados sustituyeron las toscas cajas de cedro, que si etiquetas de identificación, que si, finalmente, la anilla, la (mal llamada según algunos entendidos) vitola, esta pieza de curioso coleccionismo que bautizan vitofilia. Así van haciendo distraídamente, con algunas influencias de aquí o de allá, como las del «amigo americano» en los cuarenta y cincuenta (Guys and Dolls (1955), de Manciewicz, con Sinatra, Brando, Jean Simmons y Vivian Blaine podría valer como episodio de semejante «amistad»), filtrado por el estilo clasicón de las escuelas de arte autóctonas en que se formaban los «dibujantes comerciales», con jóvenes se-midesnudas como reclamo de rigor, con poca aportación propiamente significativa. Hasta que alguien dice basta a Bautista y se las compone ordenadamente para hacer triunfar la Revolución en el 1 de enero de 1959 —sí, precisamente el primer día del año. Parece que esto mismo también pilló un tanto desprevenidos a los artistas y cartelistas —vaya, suponiendo que los hubiera. Algunos lo cuentan más o menos así: que se pasa de los estuches y cajetillas de tabaco al cartel revolucionario, sin nada más enmedio que un vacío creativo. La revolución, y las condiciones concretas del momento, dicen, van a animar algo el panorama, por necesidad. La producción, como en la Unión Soviética del Constructivismo, estará al servicio de los intereses y objetivos de la Revolución. Hay trabajo (mucho y, para algunos, demasiado) en ex-plicar, informar, enseñar… persuadir, adoctrinar: nada mejor que el cartel, para eso. Y así se encargan carteles por todas partes, con mayores tirajes en offset o menores en serigrafía, producidos por organismos más o menos oficiales, todos siglados: la COR (Comisión de Orientación Revolucionaria), el ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos), el CNC (Consejo Nacional de Cultura)… Ellos mismos deberían reconocer que, tanto como en el sector del tabaco, en el del cartelismo revolucionario también adolecen de poco dominio técnico y de bastante torpeza. Pero con buena voluntad van saliendo hacia adelante: con tanto colorido cubano como se pueda, con la curiosa mezcla que lo va a caracterizar en las historias del diseño occidental —el burgués art nouveau (con filtro pop) y el protestón de cuelgue psicodélico, con mayor interés por la ilustración que por el lado gráfico y tipográfico Algunos nombres que deberían sonar: Félix Beltrán, Alfredo Rostgaard, Elena Se-rrano, Julio Eloy, Raúl Martínez, Ramón González, Emilio Gómez, René Mederos… De entre ellos, Beltrán (aprendiz en la sucursal de La Habana de la agencia americana McCann Erickson y luego estudiante en la School of Visual Arts de Nueva York poco antes de la Revolución) es el personaje que más despunta en términos profesio-nales: su labor difusora, sin embargo, es algo aislada, con poca continuidad —lo que continuará será, previsiblemente, la repetición de fórmulas. Pero se puede ser benevolente: si los cartelistas cubanos no cuidaron el aspecto tipográfico más allá de las consabidas consignas de titulares, esto puede deberse a que los discursos de Fidel, como mucho, se pueden aguantar oídos pero no leídos; y si caen en la redundancia… bueno, ¿los puede acusar Fidel?

Los jamaicanos también son, como los cubanos, isleños aparentemente orgullosos de su isla, de su gente y de sus colorines. Así, aprovechan la mínima ocasión para mostrarlos al visitante. Lo curioso de los jamaicanos, en comparación, es la «doble nacionalidad»: los colores de la bandera oficial jamaicana (negro, amarillo, verde) se completan con el rojo de los rastafaris etiopizados con Haile Selassie. Y, de aquí, venga leones de Judea y puertas de Babilonia y canciones con referencias bíblicas a mansalva —como si de música religiosa se tratara. Que si reggae, raggamuffin, roots, dubs… y ska, rock steady, lover’s rock… un lío: como intentar entender algo de la religión. En fin, aquí se mencionaba por sus posibles paralelismos gráficos con propuestas de protesta algo guerrillera. No incorporamos muestras anteriores a la independencia del Reino Unido, en 1962 —nos valen un par de ejemplos festivos de años posteriores, en el clima de violencia entre bandas armadas Burnin’ (1973, con Get Up, Stand Up, I Shot the Sheriff o Burnin’ and Lootin’) y Uprising (1980, con la maravillosa Redemption Song). La primera es callejera isleña: la imagen no es tan contrastada ni simplificada como para ser estarcida, pero conserva «el espíritu» y lo replantea en jamaicano, no contra un muro sino contra tablones de casucha, en los que las letras se han pirografiado en apariencia. La segunda, con todos los tópicos reggaerasta: colores corporativos, composición simplo-na, dibujo tosco y de raíces o «torpe»… pero mesiánico y con fe, puños en alto. Y la curiosidad: trío de carteles de The Harder They Come (1972) con Jimmy Cliff cantando y pegando tiros, de regusto blaxploitation (ver página más adelante): elegir cualquiera, sacar conclusiones —van a coincidir.

También se podría citar algo del movimiento panafricano (banderita al lado), con sus centenarios problemas, o de Sudáfrica. Para esta última, la colección de carteles de abajo. Ya son de la década de los ochenta (ver sesión 10), con el anti-apartheid y Nelson Mandela de fondo, pero aquí se adjuntan para establecer relaciones en el conjunto de la gráfica de protesta —caso que exista realmente. Dibujos rústicos, puños en alto, estan-dartes o pancartas, fotos tramadas de «poca calidad», algún que otro pegote collagero, colores «vernáculos», formas siluetadas como para ser estarcidas en los muros… A notar los ingeniosos logotipos del penúltimo cartel, rompiendo las cadenas. Para casos semejantes de escasez de medios, se puede recordar lo que dijo Félix Beltrán de la Cuba de años posteriores, cuando el régimen de Fidel, por tiempos de la perestroika, pasaba de castaño oscuro: «Cuando se acababa algún color, se utilizaba otro en su lugar. Recuerdo un cartel que contenía las palabras “rojo” y “negro”, y ya que no había tinta roja, la palabra “rojo” se imprimió en color verde.»

Los carteles de la primera fila son de 1961, 1965 y 1966 respectivamente: de cartelistas anónimos, tienen aún el enfoque figurativo de revista americana ilustrada segundona. Pese a lo torpe, hay que intuir tímidas aportaciones en la composición tipográfica del segundo cartel y en la mezcla collagera de barbu-dos con bandera ondeando enmedio del tercero… …que no parecen hacer fortuna. El cartel de cine de Muñoz Bachs (1967) es una buena muestra, poco explotada y con algo de regusto polaco, del ángulo artístico, intermedio, con trazas de corta y pega abstracto —tal vez la película fuera un documental de arte y ensayo soporífero: el triangulillo rojo sería más parte de la bandera cubana, que no del botón de play, que aún no se había inventado. Los carteles de Raúl Martínez de 1968 sirven de ejemplo curioso de apropiación de la gráfica psicodélica a la latinoamericana —para la película Lu-cía; o para Fidel, gran estrella del cine pop en un bolo del Monterrey Festival… …el cartel de Rostgaard para el décimo aniversario del ICAIC (1969) es de guerrillero modernillo algo geométrico, aunque del cañón no salga el pop de Paolozzi; el de Beltrán para el enésimo del 26 de Julio (1970) se esparce simétricamente en las estrellas. El de Asela Pérez es de otra Semana de Solida-ridad con Sudamérica, de 1970: en dos años, Pérez ha asimilado y superado la lección de Elena Serrano: ahora, con el espíritu irradiado e interiorizado del Che, el continente se puede alzar, rifle en mano, puño en alto, visto en con-trapicado psicodélico tardío —habrá algún malintencionado que dirá que los sudamericanos solos van sin norte (desorientados, no, porque Oriente toca en la próxima sesión), pero da igual: también valdría para África.

…jamaicanos……panafricanos……y sudafricanos…

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versión apuntesPolonia recibe un lugar de honor en las historias del diseño (grá-fico) por su producción cartelística posterior a la segunda guerra mundial. En estas mismas historias, es posible encontrar dispersos personajes polacos de antes de la guerra, como Henryk Berlewi con su Mechano, las revistas Blok y CGA, en el espíritu moderno de la Nueva Tipografía. Pero «el» cartelismo polaco continuará teniendo mayor peso, casi como «fenómeno nacional», un poco a la mane-ra del «cartelismo cubano» —también aquí hay muchos carteles de cine; también aquí el planteamiento acostumbra a primar el compo-nente figurativo por encima del tipográfico; también aquí se baraja lo festivo con algo de revolucionario. Polonia era un territorio estratégicamente desgraciado entre Ale-mania y la Unión Soviética: invadido por unos y otros durante la segunda guerra mundial, sin previo aviso y menos aún consideración, termina devastada por la contienda y con el nuevo uniforme comu-nista. (Y, como en todo régimen socialista-comunista-totalitario, la producción artística estará regulada por organismos oficiales: uno debe inscribirse en el Sindicato Polaco de Artistas, pero sólo puede después de haber cursado la educación formal en las rigurosas aca-demias de arte de Varsovia o Cracovia…) Acostumbra a referirse a Tadeusz Trepkowski (1914-1954) como primera figura del cartelismo polaco: la imaginería y la palabra se reducen a lo mínimo indispensable para transmitir mensajes que combinan la expresión directa y algo de toques simbólicos, como en el conocido cartel antibélico de 1952. Las muestras siguientes, dos de 1953, la última de 1954.

…polacos de todo el mundo… ¡uníos!

Durante la década de los cincuenta, parece que el cartel polaco empieza a recibir atención mundial. En contraste con las condiciones reales del momento, los carteles acostumbran a presentar un mundo decorativo amable, claro, luminoso, festivo, vivo. Y no tan sólo porque la mayor parte de ellos sea de películas, obras de teatro o circenses. A esta viveza contribuye la casualidad del corta y pega del collage: papeles de colorines rasgados que luego se imprimen en serigrafía. Y el planteamiento gráfico infantil, que, como en la revolucionaria «animación del Este», combina dibujo y pegotes fotográficos con ele-mentos propios de la tradición folklórica; esto es, incorporando los valores culturales populares. Así, en los dos ejemplos, de 1952 y de 1966, de Hendryk Tomaszewski (1914-2005), quien tomó el relevo como guía espiritual del cartelismo polaco después de la temprana muerte de Trepkowski —asegurado en su posición docente en la aca-demia de Varsovia.

En los sesenta, más. Dicen que, aún entonces, el cartel era el medio de comunicación fundamental en la sociedad polaca, «poco electrificada»; que llegó a ser de suficiente interés y orgullo nacional como para, en 1964, organizar la Bienal Internacional del Cartel de Varsovia, y fundar el Muzeum Plakatu (el primero en el mundo de-dicado exclusivamente al cartel) en Wilanow, cerca de Varsovia. Con ello, resulta lógico que esta institucionalización del cartel acarree el riesgo de fosilizarlo. Ante tal riesgo, y en los tiempos contestatarios de los sesenta, parece que se irá rebajando la amabilidad festiva para potenciar los aspectos expresivos, hasta amenazantes —como en el cartel de Jerzy Flisak para Rodzinny Gang (ya de 1974, pero también representativo de años anteriores), donde su anterior dibujo folklorista se endurece y se contrasta con la agresiva paleta cromática y el collage. Otro ejemplo puede ser Jan Lenica (1928-2001), también cineas-ta de animación experimental: formas extrañamente ondeantes, de colores a veces chillones, delimitadas por contornos duros, inquietan la simetría de la composición, como si apuntaran a una metamorfo-sis imprevisible. De aquí se puede rastrear el viraje complementario de los años setenta hacia un planteamiento pseudometafísico, con pizcas surrealistas, más sombrío y oscuro: si esto es, como alguien quiere, una sutil reacción hacia el comunismo dictatorial de enton-ces, o un grito angustiado de nacionalismo…

Queda Roman Cieslewicz (1930-1996), en París desde los se-senta (profesor de la École Nationale d’Arts Décoratifs). Asociado con el teatro de vanguardia polaco, la muestra de carteles de Cies-lewicz es un bello ejemplo de evolución gráfica (y, en él, también tipo-gráfica), incorporando el collage, el fotomontaje, la trama ampliada y la superposición querida de efecto moaré… Va de perlas para un cartel de teatro del absurdo como el de la obra de Beckett.

Terminamos con el cartel de cine de Andrzej Klimowski para el film de Robert Altman Nashville (1976): sólo por compararlo con L’Intrans de Cassandre.

La guinda la pone Solidarnosc (Solidaridad) de 1980, el sindicato clandestino anticomunista pacífico, liderado por Lech Walesa. Se adjunta como ejemplo de continuidad en la gráfica de protesta: logotipo garabateado con brocha gorda, fácilmente estarcible en muros de fábricas. El cartel a favor del sindicato (1989), de Hendryk Tomaszewski.

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versión apuntesJames Brown is beautiful

Es posible que James Brown no se mereciera el sanbenito que le pega-mos, pero ya está hecho. Hay quien se preguntará que qué pinta James Brown en una historia del diseño… y la respuesta torpe puede ser «pues… tanto o algo como Bob Dylan». (Dylan volverá a aparecer en páginas pos-teriores, aviso hecho por si acaso; James Brown tal vez aparezca nueva-mente sólo de refilón.) En fin. En 1968, James Brown graba esa otra especie de himno negroi-de protestón, Say It Loud —I’m Black And I’m Proud, que llegará al número 10 del Billboard Hot 100. Relacionándola con las otras dos canciones que se han referido anteriormente (Strange Fruit y A Change Is Gonna Come), Say It Loud puede tomarse como un lógico tercer eslabón que sólo años después amplificarán algunos rappers hip-hoperos. En Say It Loud no hay la acritud dramática contenida de Strange Fruit; ni la brillante vocalización optimista, de cuerdas orquestadas, de la canción de Sam Cooke: Say It Loud es, de acuerdo con los tiempos protestones, asertiva, imperativa, que ya está bien, hemos tenido suficiente y ahora nos toca a nosotros, hermano o no —al título impreso de la canción se le echan en falta los signos de admiración que sí se oyen en la versión cantada. Interesan un par de cosas. Primero, la noción de orgullo (pride), que, sin que deba extrañar, se vocea en alto (loud) hasta el punto de entender por qué al volumen se lo llama volumen —que algo tan inmaterial como el sonido pueda ser plu-ridimensionalmente profundo, más allá de las tentativas de Phil Spector y su wall of sound, o pared superficial sobrecargada como decorado de acompañamiento para Ronnettes que cantaban Be My Baby. Esta primera nota debe complementarse con la frasecilla de turno del momento: Black is Beautiful —versión dulzona, con algo de margarita hippy pre-Guru y peinados afro, del griterío de Brown y compañía. Segundo, el ritmo de expresión. A James Brown lo llamaban, entre otros motes, «el rey del funk» —quien se quiera entretener en esclarecer los orígenes de la palabra, con toques aromáticos sexuales incluidos, ade-lante: aquí sólo se va a recordar que lo entrecortado y machacón del funky también puede funcionar para musicar protestas de vez en cuando. En fin, que todo el mundo puede estar orgulloso de ser lo que es. No merece la pena discutir nada de esto, porque es una memez: sólo cabe insistir en que el orgullo es ahora un valor positivo — aunque pueda des-embocar en el «dejarse ir» relajado de uno mismo, desconsiderado hacia los otros (nota posposmoderna). Ya puestos, contémplese alguna de las fotografías adjuntas del hermano James: bueno, a cualquiera con seme-jante atuendo se le tienen que hinchar hasta gritar lo que sea —antes o después de la protesta: tal vez se debería dejar el orgullo a un lado y reto-mar la vergüenza. (No hay que entender esto como demasiado irreverente. A fin de cuentas, tampoco Brown era tan respetuoso, que digamos: entre otras cosas, grabó Mother Popcorn (1969) —aunque Popcorn fuera un baile de esos con nombre absurdillo, el nombre de la canción hace que la palomita parezca tan madre como la Virgen María.)

Dicen que esto de la Blaxploitation empieza con Sweet Sweetback’s Baadasss-ss Song (1971) de Melvin van Peebles, y luego continuará subiendo con, para citar algunas, Shaft (1971), SuperFly (1972), Trouble Man (1972), The Mack (1973)… Todas ellas con bandas sonoras funkies de mérito. Simplificando: que se retrata, secuencialmente, el mundo del ghetto, con su slang, drogas, prostitutas, macarras, muchos tiros y golpes violentos y ex-plosiones y explotaciones… Pero uno tiene una cierta duda cuando se lo mira a distancia, porque a veces parece que la desgracia que se retrata en las películas tiene tanto glamour que hasta les sabe mal salir de ella, porque, bueno, también los macarras horteras del ghetto están algo acomodados… A Tarrantino le encantaban.

¿Cómo se puede sobrevivir musicalmente en Europa sin ghettos funky? Bueno, hay varias opciones y sólo se referirán unas pocas. Para empezar, el bubblegum (porque aquí ya se ha hablado de chicles que explotan en pop) de finales de los sesenta y principios de los setenta. Luego, puede haber el rock sinfónico (o «progresivo») de gente como Yes, Pink Floyd o Emerson, Lake & Palmer, que dicen que orquestan con sintetizadores y mellotrones, entre dibujos de Ro-ger Dean o cuentos de Hypgnosis en sus carátulas. También empieza a sonar el rock duro de Deep Purple o Led Zeppelin —antes de adop-tar la peculiar mezcla de letras góticas de acero, pero ya mostrando melenas y mostachos hiperpeludos. Y luego el glam (primeros 70) de Marc Bolan, David Bowie, Slade, o el más chorra de todos, Gary Glitter, con disfraces travestidos, plataformas y lentejuelas, rímel de guinda. Y entonces, por fin, el disco de mediados de los setenta. Dejando de lado a Donna Summer o Gloria Gaynor, por ejemplo, la versión europea cuenta con las inestimables fabricaciones de Boney M (que, sin ser krautrock, juntó el alemán Frank Farian en 1975, con el éxito del 76 Daddy Cool, o con su versión pobre del «himno rastafari» de los Melodians, Rivers of Babylon, en el 78, tal vez aprovechando que Bob Marley ya había causado cierta sensación —el logotipo, en Avantgarde Gothic de Lubalin); o los suecos Abba, ganadores de Eurovisión 74, algo después del Visiona del danés Panton, algo antes de su Dancing Queen del 76. (Nótese que, antes de que se decidieran por el sobrio logotipo en News (Franklin) Gothic, las pri-meras intentonas también tenían algo de las versiones alternativas de Avantgarde Gothic. En líneas parecidas cabría considerar su ves-timenta del momento: ellos, enfundados en esas cosas que parecen proceder de un peto campestre o de un mono de trabajo con actua-lización astronáutica arrapada para siluetear las formas corporales y demás bultos; ellas, usando creativamente una camiseta de manga corta suficientemente larga para ocultar, si fuera posible, la vergüen-za, con un pseudopañuelo ceñido a la altísima cintura, que deja buenos pedazos de pierna al aire, como para refrescar la calentura que deben provocar las larguísimas botas de cuero blanco.) Para terminar con Saturday Night Fever (1977), Travolta de Tony Manero, bailando chorrísimamente (aunque menos que su embele-sadatontada admiradora) en la pista de la discoteca al son de los ultradelicadísimos Bee Gees. Se podría decir que el cartel «no tiene desperdicio», pero yo no lo voy a hacer. Tiene todos los desperdicios acomodados de la psicodelia doméstica y de la lujosa blaxploitation funky —para que quede claro, los pases de baile se encartonan en poses, y el centelleo del dedo (más que en el Dios de Miguel Ángel, o en el ET de Spielberg), aunque intente señalar el destino, se estrella en simple complemento fugaz. [Aún más curioso es uno de esos relatos que flota por ahí: que Nik Cohn, el periodista a quien la revista neoyorquina le encargó el artículo de inspiración, «Tribal Rites of the New Saturday Night», no tenía ni idea de lo que se estaba cociendo en el NY italodisco; y que entonces, a falta de referentes, se inspiró en los… ¡mods!]

A ver: ante tal panorama, tampoco habría que escandalizarse tanto por el intencionado mal gusto de los Sex Pistols del 76.

Bueno, aquí se ha esbozado esta historieta para sacar a colación algún aspec-to de diseño emparentado más o menos directamente con el funk. El esbozo va a continuar siendo generalizador y tópico, La indumentaria. Para ellas: modelitos «derivados» de los británicos swin-ging sixties, incorporando motivos orgullosamente negroides de colores llama-tivos y patrones tribales, con un balanceo de swing menos insinuado y más agresivo (con algo del tópico salvaje-sexual moreno); o las prendas desahoga-das explosivas, versión secular de las túnicas espirituales. Para ellos: ver Jimi Hendrix o Sly Stone para la versión extremada hortera —pantalones estrechos para marcar paquete, pata de elefante, a poder ser abotonada y, sobre todo, complementos: enormes gafas de sol, sombrero de ala ancha con pluma o go-rra de cuero, medallones colgantes y flecos en todas las partes que se pueda. El vehículo de transporte. Nada de motos rockeras, ni scooters birriosas de mods. Cochazos de lujo ampulosos, tipo portaaviones, brillantes (como se preguntaban en aquella canción, «¿Por qué tiene que ser blanco?» y se respon-dían «Bueno, sabes hombre, por lo de limpio»). Y la versión típicamente gráfica. Letras ilustradas, derivación también lujosa de las que se inyectaron en la psicodelia, filtradas por el toque más profesional de Lubalin y compañía; o bien, derivaciones varias del palo seco jazzístico, en-durecido en ilusiones tridimensionales, o con retoques juguetones. Ilustracio-nes figurativas, que retratan con regusto pop los tipos indumentariados según el catálogo anterior —incluso las fotografías, y sus modelos «reales», parecen ser una caricatura de los dibujos: los carteles de películas blaxploitation debe-rían dar idea de ello.

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versión apuntesPatafísicos, absurdistas, oulipianos…

Mira que hay gente rara, en este mundo. En algún momento alumno del vitalista Henri Bergson, Alfred Ja-rry (1873-1907) escribe la comedia satírica Ubu roi en 1896, que se estrena en París a finales del mismo año, envuelta en escándalo: piececita ejemplar contra la autoridad, el despotismo cobarde del protagonista desemboca con frecuencia en situaciones absurdas. A esta obrita le seguirá algo así como una saga con el mismo per-sonaje, «almanaques» incluidos. Dicen que el excéntrico Jarry ter-minará por confundirse con su grotesco père Ubu… antes de morir joven, enfermo de drogas y alcohol. Y luego, cuatro años después de su muerte, se publica la póstuma Gestes et opinions du docteur Faustroll, pataphysicien. Sólo alguien como Faustroll, nacido post-maturamente a los 63 años, podía liderar una disciplina semejante: la patafísica, que se ocupaba de «las leyes que gobiernan las ex-cepciones», entendiendo que todo suceso es una excepción, y que las leyes de la física no son más que excepciones que se producen más frecuentemente. En fin, entre otros, una buena fuente para el Surrealismo… Tal vez a Jarry le importaría un bledo, pero acostumbra a mencio-nárselo como una de las inspiraciones del «teatro del absurdo» —esa modalidad teatral de mediados de siglo, especialmente fructífera en los sesenta con dramaturgos como Samuel Beckett, Eugène Ionesco o Jean Genet, que arranca en parte del existencialismo y del absur-dismo de Camus, cuestiona los viejos temas en la clave nueva del mundo contemporáneo y termina por reconocer que el sentido de la vida y del mundo residen precisamente en su sinsentido. Algo así. Algo así, con algo de la angustia que Calderón de la Barca expulsaba en La vida es sueño, o con algo de El gran teatro del mundo del mismo Calderón, o con algo del monólogo de Jaques en As You Like It de Shakespeare, «All the world’s a stage…». (Pero de aquí cabe cons-truirse a sí mismos, uno debe regocijarse ante la falta de significado supremo-absoluto, porque permite florecer lo particular, la libertad.) Y tal vez a Jarry le volviera a importar un bledo, pero su pata-físico Faustroll propició la fundación, en 1948, del Collège de ‘Pa-taphysique de París. Presentado con todo el secreto posible como «Sociedad de Investigaciones Eruditas e Inútiles», la colección de maravillosos iluminados se estructura con rigor jerárquico y organiza tinglados privados y publicaciones —con intermitencias, acólitos y copias no reconocidas, alrededor del planeta y hasta nuestros días. Allí ingresó, en 1950, Raymond Queneau (1903-1976), en algún momento al cargo de la Subcomisión de Epifanías e Itifanías. Queneau será, en 1960, impulsor del grupito de amantes de las letras Sélitex (Seminario de la Literatura Experimental), que luego se convertiría en Oulipo (Obrador, o taller, de Literatura Potencial), punto de encuentro de matemáticos y literatos fascinados por las posibi-lidades combinatorias del lenguaje y por los límites autoimpuestos, «anti-azar» para estimular la creatividad —o bien, «ratas que deben construir ellas mismas el laberinto del cual se proponen salir». Lo dicho: que hay gente muy rara, en este mundo.

… y Massin

(Robert) Massin (1925), autodidacta, empieza a trabajar con el gra-fista-arquitecto-expositor y algo surrealista Pierre Faucheux (1924-1999). Faucheux fue director artístico del Club français du livre entre 1946 y 1951, también del rival Club des Libraires de France a partir de 1954, proyectos con Éditions K, con Denoël, dirección gráfica del Livre de poche… A Faucheux lo tienen algunos como renovador del grafismo editorial francés «moderno». Junto a Massin —y es que Massin también trabajará, luego, para el Club français du livre y para Éditions Denoël, por ejemplo. (Y para otras, como Hachette, Albin Michel o Robert Laffont. Para liarlo algo más, anotar que Denoël fue la editorial que por suerte se atrevió a publicar Voyage au bout de la nuit de Céline, en 1932; y Le petit Nicolas de Goscinny y Sempé en 1960; y que años más tarde sería filial de Gallimard.) Gallimard es la casa editorial por la que más se conoce el tra-bajo de Massin: «Notamment, il produira des maquettes pour des collections de poésie et de théâtre avec une approche typographique non conventionnelle. Mots et images sont mis en scène de manière dynamique afin d’améliorer la compréhension du texte.» Esto es una exageración torpe que debió escribir algún wikipedista francés con una historieta gráfica de la tipografía en la mano. No hay que creer que todos los libros que diseñó Massin para Gallimard fueran tan poco convencionales y con imágenes y letras dinámicamente pues-tas en escena «para mejorar la comprensión del texto» —un objetivo que, curiosamente, vociferan por igual modernos prebélicos como Tschichold, y posmodernos como McCoy. El wikipedista francés debía tener en mente tres grandes ejemplos singulares de Massin para Ga-llimard: Cent-mille milliards de poèmes (1961) de Queneau; Exerci-ces de style (originalmente de 1947; la versión de Massin, de 1963), también de Queneau; y La cantatrice chauve (1964) de Ionesco. No hay que olvidar que, en cualquiera de estos tres casos, los textos originales juegan a favor de Massin. Esto no se dice para des-merecer el trabajo de Massin, sino para recordar lo ventajoso, casi envidiable, de los proyectos gráficos para juguetones ilustres como Queneau o Ionesco.

Cent-mille milliards de poèmes (1961) de Queneau es un precioso es-fuerzo de combinatoria potencial: diez sonetos con los versos cortados para permitir múltiples combinatorias (104) y nuevos sonetos. Las citas de rigor, en el prefacio:

«Ce petit ouvrage permet à tout un chacun de composer à volonté cent mille milliards de sonnets, tous réguliers bien entendu. C’est somme toute une sorte de machine à fabriquer des poèmes, mais en nombre limité ; il est vrai que ce nombre, quoique limité, fournit de la lectu-re pour près de deux cents millions d’années (en lisant vingt-quatre heures sur vingt-quatre)».«En comptant 45s pour lire un sonnet et 15s pour changer les volets à 8 heures par jour, 200 jours par an, on a pour plus d’un million de siècles de lecture, et en lisant toute la journée 365 jours par an, pour 190 258 751 années plus quelques plombes et broquilles (sans tenir compte des années bissextiles et autres détails)»

En realidad, la concepción literaria de la obra ya presupone una pri-mera puesta en página. Así, Massin «sólo» tendrá que decidir qué letra usar (romana moderna, seminegra), cuerpo, medida, interlinea.Y el tro-quel interlineal, ancho, y los hendidos al lomo, para que las tiras puedan manosearse con cierta comodidad. Y el papel, para que viva más años que los que el pobre lector resistirá.

En Exercices de style (1947), Queneau cuenta una simple historia 99 veces, de 99 formas distintas, en 99 estilos distintos y todas son encan-tadoras. En la versión de 1963, Massin se ocupa de dar forma a ellas con su enfoque peculiar de collage muy a la francesa, algo crudo, algo de tra-dición vulgar, algo de encanto: aquí, cortes de la cubierta, contracubierta, y selección de entradillas.[Versión catalana en Quaderns Crema; castellana en Cátedra.]

Para encantos, el de La cantante calva de Ionesco —concebida hacia 1947, estrenada en 1950, publicada en 1952 por el Collège de ‘Pataphy-sique. Y republicada en 1964 en Gallimard, versión Massin con fotografías de Henry Cohen. Es habitual que, para esa obrita, se celebre la habilidad de Massin por combinar las fotografías con las letras: cada personaje habla en una familia tipográfica, que puede remarcarse o distorsionarse fotomecáni-camente a efectos de expresión; las figuras, en contraste de casi silueta, se encuadran diversamente en la superficie de la página… En más de un sentido, es un notable ejercicio de, como dicen los franceses, mise en page —como la mise en scène teatral, porque esto de los libros, como la vida, es un escenario absurdo. Por esto mismo cabría dudar que Massin jugara para «mejorar la comprensión del texto», tal como se dice por ahí: ¿qué hay que comprender en un texto absurdo? Esto no quita la pericia de Massin en mantener el interés gráfico en la secuencia de las páginas, con su medida desmesura de combinación, y esta aproximación de collage aunque en verdad no lo sea. Y cabría apuntar otra cuestión. Dicen que Ionesco se inspiró, en esta pieza, en el méthode As-simil para el autoaprendizaje de lenguas, «basado en la asimilación intuitiva, escuchando y repitiendo frases cortas que figuraban en la página izquierda del manual, con su traducción en la derecha…». Algo así. De ahí cabría preguntarse si aquí Massin ha aplicado tal método en términos gráficos.

[La curiosa reimpresión fragmentada para mantel y servilletas debería re-cordar algo de otro gran recompositor gráfico francés: Charles Loupot y su tra-bajo para la quinquina St Raphaël.]

[Los temas de esta página y la siguie� uencia en el punk.]

El simpático Massin sonríe al lado del teatralmente absurdo Ionesco: si la fo-tografía debe tener algo de promocional, vamos a abrir el libro por aquí, donde hay ese fan-tas-tique! enorme.De Massin es el libro recomendable La lettre et l’image (1970), publicado lógi-camente por Gallimard.

[El diploma de Satrape, certificado por el Collège de ‘Pataphysique para Boris Vian en 1953 es una curiosa muestra de recuperación de formas gráficas pasadas con fines a medio camino entre la crítica y lo jocoso.]

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versión apuntes«Los edificios-ciudad del artista y arquitecto Constant Nieuwenhuis [1920-2005] se basaban en estructuras ligeras, crecederas y expan-sivas, plataformas suspendidas y megaestructuras anárquicas que culminaron en arquitecturas nómadas para comunidades gitanas y en propuestas como New Babylon [1963], ejemplo de urbanismo unitario, diseñado para el placer y la creatividad, la deriva y los en-cuentros humanos, en unas nuevas condiciones de vida sin consumo y sin automóviles. Los experimentos de Constant estaban pensados para una hipotética sociedad marxista y antiutilitarista de la libertad y la justicia, con la propiedad comunal del suelo, para el Homo lu-dens, un sujeto libre, creativo y nómada.» [Montaner, p. 138]

The Naked City de Debord es una serie de mapas psicogeográficos realizados a finales de los cincuenta mediante détournement, ¿vale? En fin, no deja de ser un collage como Dios (ay perdón) manda: la replanificación del espacio urbano, de acuerdo con las relaciones desnudamente humanas, crea nuevos planos significativos. Se puede ver como una protesta contra la retícula parisina (no sui-za) de Haussmann, con algunos avances reales en mayo del 68: venga a sacar adoquines y quemar coches y crear nuevos paisajes —luego, las autoridades dieron la razón a Debord, porque apreciaron que los adoquines eran una experiencia dolorosa. Asfaltaron las calles. Menos laberíntica que la New Babylon de Constant, es algo difícil justificar la presencia dictatorial de las flechas, aunque sean emoti-vas, aunque indiquen (?) dérives, aunque tengan un aire pop como el del détournement: a comparar con las ratas de Oulipo.

«Allí donde el mundo real se transforma en simples imágenes, las simples imágenes se convierten en seres reales, en motivaciones eficientes de un comportamiento hipnótico. El espectáculo, como tendencia a hacer ver, a través de diferentes mediaciones especia-lizadas, el mundo que ya no es directamente captable, suele en-contrar el sentido humano privilegiado como en otras épocas lo fue el tacto; el sentido más abstracto, el más mistificable, corresponde a la abstracción generalizada de la sociedad actual. Sin embargo, el espectáculo no es identificable con el simple mirar, ni siquiera combinado con el escuchar. Es aquello que escapa a la actividad de los hombres, al reexamen y corrección de su obra. Es lo opuesto al diálogo. Allí donde hay representación independiente, el espectáculo se reconstruye. El espectáculo hereda toda la debilidad del proyecto filosófico occidental, que fue una comprensión de la actividad dominada por las categorías del ver; tanto es así, que se basa sobre el incesante despliegue de la racionalidad técnica precisa surgida de este pensa-miento. No realiza la filosofía; filosofa la realidad. Es la vida concreta de todos, degradada en universo especulativo.»[Debord, Guy-Ernest. La Société du Spectacle (1967)]

«Remitiendo a los conceptos marxistas de valor de uso y valor de cambio, Debord denunciaba que toda esta transformación se basa en una tendencia decreciente del valor de uso y en una disolución de los espacios públicos de las ciudades, concluyendo que sólo queda la alternativa de la abolición de las clases frente a su contrario “la sociedad del espectáculo, donde la mercancía se contempla a sí misma en un mundo que ella ha creado”. Debord buscaba la fórmu-la mágica para destruir el mundo capitalista, un “pensamiento del colapso del mundo” en una sociedad en la que del ser se pasó al tener y del tener al parecer. Contra la sociedad del espectáculo, la cultura situacionista intentó introducir la participación total; teorizan-do y creando para promover un sujeto rebelde, comprometido con el colapso del sistema y con la liberación total. Las propuestas situacionistas tuvieron una clara influencia en la teoría urbana, dentro de las coordenadas de lo que Guy Debord y los miembros londinenses denominaban psicogeografía, es decir, una nueva geografía en la cual tuvieran cabida los datos ecológicos de las unidades ambientales, las directrices de los ejes de circulación principal, las entradas, salidas y fronteras, las identidades de las pla-cas giratorias o puntos psicogeográficos significativos, y todo aquello que caracteriza un espacio urbano más allá de la fría y simple defini-ción del plano. Se sugirieron las imágenes portuarias en las pinturas de Claude Lorrain en el siglo XVII como modelo de placa giratoria, entrecruzamiento o acumulación de imágenes. Debord propuso la “deriva” como experiencia literaria y subver-siva: se trataba de un mecanismo básico para el reconocimiento experimental y psicogeográfico de la ciudad, recorriéndola sin un destino muy preciso, dejándose llevar por descubrimientos o con-versaciones, rastreando identidades del tejido urbano. Se planteaba una propuesta formal basada en la fragmentación y la secuencia. La “deriva” era un mecanismo provocador y creativo aliado con el azar, que seguía el laberinto como forma paradigmática, buscaba la confluencia de las placas giratorias: plataformas o núcleos urbanos destacados, como ciertas calles o plazas. El vagabundeo del flâneur tenía como objeto la subversión.»[Montaner, p. 140]

«Situacionismo»

Cuatro notas superficiales sobre la Internacional Situacionista (IS; o SI para los anglosajones). Nacida formalmente en 1957, formal-mente autodisuelta en 1972, es un antro vanguardista en que se dejan caer marxistas ultraizquierdistas y herederos del surrealismo, dadaismo y letrismo —y grupitos con nombres como Movimiento Internacional por una Bauhaus imaginista (Asger John, del grupo CoBrA, en respuesta a la bauhausiana Ulm de Max Bill) o Comité Psicogeográfico de Londres. Deseos: cambiar el mundo, terminar con el mal histórico de la sociedad de clases y la dictadura del mercantilismo, por ejemplo. Mecanismos y recursos para cumplir los deseos: crear situacio-nes, ir a la deriva, colaborar…

El «Situacionismo» (entre comillas: ver definición al lado) acostum-bra a relacionarse con el movimiento del mayo parisino del 68, y por tanto debería haberse tratado en una sesión anterior. Pero también se relaciona con la oleada punk británica más ortodoxa y pura, caso que estos calificativos puedan aplicarse a tal «movimiento».

Formalmente, la New Babylon de Constant tiene algo de la torre de Babel del Bosco. En el pasaje bíblico, la torre es una pretenciosa creación de los hombres para llegar al cielo, cosa que disgusta a Dios (Jah para los rastas, Yahwhe o algo similar para los hebreos). Como le disgusta, Dios siembra la confusión en el lenguaje de sus habitantes, para que no se entiendan entre ellos —así, los hace pare-cer bárbaros, bereberes que parlotean blablabla y que darán nombre a Babel, puerta de Dios. Por la falta de entendimiento, los dispersa desde aquella región por toda la tierra. Como nómadas. La torre se queda a medias.

Y los rastafaris confiaban y esperaban con parsimonia el derrumba-miento de Babilonia, que ellos asimilaban al capitalismo occidental. Babilonia, la de los ríos que luego versionaron Boney M.

Sitcom (Situation comedy): Comedia de situación que no tiene nada que ver con la Internacional Situacionista. Es otro espectáculo en la sociedad: tipo de comedia televisiva nacida en los Estados Unidos, tan graciosa, que suele incluir risas, ya sea grabadas o en vivo. Con nuevo impulso en los años 60, continúa haciendo gracia, muchas veces abobando, hasta el día de hoy.

Commodity: Para los anglosajones, es una especie de sinónimo de mercancía, que aguanta cómodamente los análisis y ataques de gente como Karl Marx. Para los otros, es el sillón donde uno se sienta para ver una sitcom y reírse, o abobarse.

[No publicado en ninguna Internationale Situationniste.]

Situación construida: Momento de la vida construido concreta y de-liberadamente para la organización colectiva de un ambiente unitario y de un juego de acontecimientos.

Situacionista: Todo lo relacionado con la teoría o la actividad prác-tica de la construcción de situaciones. El que se dedica a construir situaciones. Miembro de la Internacional Situacionista.

Situacionismo: Vocablo carente de sentido, forjado abusivamente por derivación de la raíz anterior. No hay situacionismo, lo que sig-nificaría una doctrina de interpretación de los hechos existentes. La noción de situacionismo ha sido concebida evidentemente por los antisituacionistas.

[Publicado en Internationale Situationniste, nº1, 1 de junio de 1958.]

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versión apuntesPretty Vacant

Ng-ng-gara-ng-ng, ngara-ng-ng, gnara-ng-ng, ngara-ng-ng… Brababbum, bum-bum, bumbum, bumbum, bumbum, bumbum, burubmgburraaaaaaangh, gua-aaaaangh… There’s no point in asking us you’ll get no reply / Oh just remember and don’t decide / I got no reason it’s all too much(ah) / You’ll always find us(ah) / Out to lunch(ah)! / Oh we’re so pretty(ee) oh so pretty(eeiah…) (we’repre’ry (va))cant / But no(aaoh)w and we don’t care(eaaaaaaaah)…

La canción Pretty Vacant tiene algo de declaración de desintenciones. Para em-pezar, pretty: bonito o bastante/muy/mucho; y vacant: vacío, desocupado o vago, ausente. A los Pistols, cualquier sentido que se les quiera dar, les importa un carajo, o eso dicen. Lo dicen de esa manera tan suya, con los desgarros de voz del «cantante» Johnny Rotten. En esto también cambian las cosas. Si Cohn-Bendit parecía hasta contento de ser indésirable (como tous nous) en los muros parisinos del 68, Rotten y pandilla superan, trampean esta alegría, pasando de ella —y, para el caso, también pasan del orgullo de James Brown, aunque lo digan tan alto como éste. Un tono semejante debe apreciarse en la elección para la cara B del sencillo: una versión de No Fun de Iggy Pop. Y otro tono semejante hay que apreciar en su presentación gráfica: «Típico de Malcolm, va y dice que tengo que entregar la cubierta para mañana. Yo tenía los autobuses de los días de la Suburban, pero no me parecían suficiente buenos. Así que me marcho hacia allí con media cubierta. Justo en la esquina de las oficinas de Virgin, en Portobello Road, había una pequeña galería de arte: en el escaparate, había un pequeño marco dorado. Lo rompo, me lo llevo y, mientras camino, entachono el logo y las letritas del cartel del 100 Club, que llevaba en la bolsa. Diez minutos después, lo entrego al departamento de arte.» Algo así contaba Reid. La gamberra casualidad hace que la cubierta tenga este aspecto entre violento y destructivo, enmarcado como nueva forma de arte, dadá actualizado. Pero también vacío, absurdo, con ese cristal protegiendo letri-tas terroristas sin pintura. En la contracubierta, los «autobuses situacionistas» se van a Aburrimiento y a Ningunaparte —en sentidos opuestos (en realidad, es el mismo autobús, inver-tido: los distintos recorridos no deberían engañar), coches de línea dirigidos,… una nueva propuesta utópica moderna, poco que ver con las de William Morris o Samuel Butler; y de modo distinto que la del Furthur de Ken Kesey. En el cartel promocional, nueva broma en blanco y negro: Dance To The Sex Pistols —¿cómo se puede bailar eso? Pues invirtiendo, vaciando el baile, sólo botando, golpeando y gritando: el pogo. Para cerrar, la conocida cubierta del LP, Never Mind The Bollocks, con sus hirien-tes colorines y letritas de raptores: número 2 en la lista de las 100 Greatest Album Covers de Rolling Stone (ver página siguiente), sólo por debajo de Sgt. Pepper’s.[Más que eso, la noticia bomba es otra: el bajista Glen Matlock confesó en algún momento que el riff de la canción se le apareció después de oír en la radio a S.O.S de Abba.]

La situación del punk

Continuarán sin ponerse de acuerdo. Unos continuarán diciendo que si el punk nació con los New York Dolls de Johnny Thunders; otros que si Iggy Pop (sí, claro, no es su apellido real, pero se lo conoce así: pop); otros que si los Ramones, con su «rompedor» concierto de 1976 en el londinense Roundhouse; algunos otros que si Richard Hell y sus Voidoids (compárese con la noción de vacancia de los Pistols, más abajo; y sólo por curiosidad, para los que sostengan esta última versión, añadir que, según Ian Dury, la inventora del punk fue su novia, que luego fue novia de Richard Hell)… Y luego estarán Malcolm McLaren y Vivienne Westwood, con su boutique tiendecilla Sex en el Chelsea del Londres post-swinging. En fin: lo curioso de todos estos desacuerdos, en perspectiva, reside en la preocupación por fijar el origen preciso de algo así como un movimiento que pretende no tener perspectiva real de futuro más allá de los 2 o 3 minutos de canción adrenalinada. Se puede objetar que ésta es una preocupación lícita y lógica en todo historiador que tenga un mínimo de curiosidad, seriedad y rigor en contar las cosas, profesores de historia del diseño incluidos. Sin embargo, la preocu-pación no parece tan propia del historiador como del periodista de música pop —por lo general, una especie que tanto se deja llevar por el palabreo chismoso y algo mal articulado de las estrellas pop, como se saca tendencias de la manga.

Para intentar ser algo más serios, habría que mencionar causas ideo-lógicas: McLaren, «fabricador de los Pistols», y Jamie Reid, el grafista, estuvieron al tanto del recoletazo situacionista. De McLaren no se puede fiar nadie, o sea que vamos a por Reid. Reid está metido en el mundillo subversivo izquierdista desde años atrás: en los números de Suburban Press (1970-1975), empe-zará a practicar con la gráfica protestona de bajo coste, recortando titulares de periódicos porque no se podía permitir comprar hojas de letras transferibles Letraset, rasgando, garabateando y sobrees-cribiendo material ya impreso —devolviéndolo (vomitándolo) al sitio de donde procedía. Collage o détournement, da igual. A Reid le im-portan poco estas precisiones teóricas. Tendrá suficiente honestidad como para admitir que no iba de situacionista duro; que, cuando en 1974 se editó Leaving the 20th Century, antología inglesa de textos situacionistas franceses, en la que colaboró como grafista, no lo leyó de cabo a rabo; que tanta jerga no le hacía el peso, como si tuviera algo de atrapado en el juego; que, en definitiva, no entendió más de la mitad de lo que decían. Lo que sí entendió, en este caso más que del todo, fueron sus slogans: inmediatos, directos, «sin clase». Y a partir de aquí, explota en, por ejemplo, esa serie de pegatinas fluorescentes que pegarán, a la situacionista, en los escaparates de las tiendas de Oxford Street, un domingo por la noche. Lunes por la mañana, Reid y compañía se lo van mirando desde la acera; algún amigacho suyo entra, manga, sale, lo para un bobby, pero éste lo tie-ne que dejar ir, porque la pegatina lo dice bien claro: Oferta especial, sólo esta semana — esta tienda da la bienvenida a mangantes.

Del collage a Sniffin’ Glue (y a la música DIY)

Now I wanna sniff some glue / Now I wanna have somethin’ to do / All the kids wanna sniff some glue / All the kids want somethin’ to do… (1’34’’) Uno de los deportes preferidos por los punkies aburridos, allá y aquí, era esnifar cola. Ya se sabe que esnifar no es oler —que oler, para bien o mal, lo hace todo dios; esnifar requiere voluntad y dedicación. Esnifar es, por lo tanto, una actividad. Como wannaban, querían, los Ramones. Otra cosa es que el único «algo» por hacer sea esnifar. Qué aburrimiento. La canción fue tan inspiradora que propició el bautizo de la publica-ción más significativa del nuevo género: el fanzine —nuevo vocablo colla-gero que corta el mag de la magazine y pega el fan de, vaya, ya lo vimos, eso que se cuenta por millones en los discos de Elvis. La inspirada Sniffin’ Glue de Mark Perry vivió de julio de 1976 a agosto de 1977 —cuando Perry «se desencantó de la escena punk». Cosas del vocabulario musical popular, alguien se debió dar cuenta, años después, que fanzine no era adecuado para dicha publicación, y lo rebautizó punkzine —punkzine que-dó más duro, pero el mal ya estaba hecho: la bifurcación del punk hacia lo blandengue o hacia lo simplemente violento debió ser motivo para que gente como Perry se desencantara. Curioso, que alguien se desencante de algo que no se quería encantador. En esto puede haber una posible muestra de la diferencia del punk a ambos lados del Atlántico: el del viejo continente tenía algo más de tinte político, aunque al final se redujera a pose repetitiva de anarquía y destrucción tonta. Para lo demás, los Ramones eran, en más de un sen-tido, simplemente festivos —como revelan buena parte de sus cortísimas letras, también en más de un sentido. Si algunas de sus canciones se con-virtieron, según dicen, en «himnos juveniles», también se debe a esta cor-tedad, fácil, repetitiva, con algo de pregunta-respuesta: Hey-Ho-Let’s Go. O la enigmática catchphrase, como dicen los yanquis, en la canción Pin-head, «Gabba-Gabba-Hey»: los diccionarios traducen catchphrase como eslógan, y por eso Joey Ramone saca la gran pancarta en los conciertos, con las palabras rotuladas en Gill Sans o así —para que los jóvenes de la audiencia sepan cómo se escribe eso que tienen que corear, mejor aún si lo acompañan con el puño en alto. Vaya, que los elementos de protesta (pancarta y puño) también sirven para festejar. Lo que no se les puede negar, a los Ramones, es un determinado sentido de energía. Y que esto mismo enganchará a los jóvenes tanto como la cola de esnifar, tanto como la cola de pegar fotos y letras en collages de fanzines punk. A la música punk se la asocia con la «filosofía» o «ética» (según críticos musicales) del Do-It-Yourself —que cualquiera lo puede hacer, toma una guitarra, aporréala y ya está: música punk. (DIY también quiere decir bricolage, que es lo que hace el señor López del piso de arriba, los domingos por la mañana, con su cola de pegar maderos. Su hijo toca en una banda punk de esas: con tanta filosofía y ética, va a ser casi imposible de hacer entender al hijo de López que lo que él cree música es en realidad pura mierda.) Para terminar. En el mundo de la indumentaria, tal vez los Ramones serán recordados por ser precursores populares de los jeans (pantalones tejanos) estropeados y estripados (esto es una catalanada, pero va bien, porque tiene más sonido de stripped que de rasgado); en el mundo de la moda, no, porque es desmemoriado y los precursores se renuevan cada estación y temporada. En cualquier caso, los Ramones llevaban los jeans rajados: sus parientes del período moderno, los querían coser; sus parien-tes del período hippy, taparlos con patches de flores; los jóvenes, como mucho, les pondrían un imperdible.

Doble página de Not Another Punk Book, pu-blicado en 1978: Vivienne Westwood luciendo uno de sus destructores modelitos; y Juanito el podridillo posando ante la cámara, también con modelito de Westwood. El libro fue diseñado con gusto por Terry Jones, entonces director artístico de la Vogue inglesa: textos en máquina de escri-bir, citas en cinta Dymo, fotos pegadas con celo de impresor…

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versión apuntesQue en poco más de diez años haya revivals, debería dar que pensar… Ya, el punk no fuera propiamente un revival del situacionismo; pero el eti-quetado mod revival de principios de los 80, del que se culpa a los Jam… Sí, también se van a quejar algunos de la etiqueta que les pegan —de entre ellos, hay quien se merece que le peguen el adhesivo superficial; a otros cabría coserlos con el imperdible. [En una línea parecida, pero peor, cabría recordar a los New Romantics o a los Goth(ic)s siniestros.] Bueno, los Jam de Weller eran buenísimos: finitos pseudomods en chaqueta formal, hicieron su logo en espray punkyduro, porque los tiem-pos… hasta que en el 78 el bueno de Paul se empleó con All Mod Cons —que todos verán como juego de palabras, entre las «conveniencias mo-dernas» y los capullos de la industria musical: ver diccionario, Collins o semejante. En el tercer LP, por qué no, muestran lo vacío de la modernidad capullística. Y más tarde, cuando las cosas le vuelven a sonreír, encarga la cubierta de su Stanley Road (1995) a Peter Blake, «el de Sgt. Pepper’s» —collage con parafernalia moderna. En todo el batiburrillo, no hay que olvidar: se va a ampliar el catálogo de tribus urbanas —un nombre de etiqueta a considerar (porque no son familias, pongamos por caso, sino algo más salvaje, en un entorno urbano domesticado). O, en plan moderno de abuelita: a Loos se le caerían los bigotes al suelo, si viera semejante fauna, más con los tatuados de hoy día. Loos: el del ornamento delictivo y el tatuaje étnico. Con tantos años enmedio, la gente puede, debe andar cansada de este tipo de civilización. El tipo de civilización moderna es tan cansina y aburrida que cabe pasar de ella: así podría entenderse lo postmoderno. Que va en la próxima sesión.

El imperdible (y la cremallera)

En el punk, de lo que debía tratarse, era de pinchar: con palabras, con gestos, con peinados… Y, sobre todo, con imperdibles. La historia del alfiler imperdible se cuenta de forma amena, periodística, en Panati, Charles. Las cosas nuestras de cada día. Barcelona: Ediciones B, 1988, p. 287-288. Panati no cuenta nada de los usos del «imperdible punk» —no sólo porque termina su breve repaso allá por los años de la Revolución Industrial (re-cordemos que Adam Smith mencionaba la fabricación de agujas como ejemplo de división del trabajo), sino porque los «usos» del «imperdible punk» desvían en algo, como cabe suponer, los usos habituales del imperdible habitual. Los punks, como años atrás Peter Blake y compañía, también llevan cha-pas, badges en versión original, que se pinchan en la solapa de la americana o, a falta de ella, en la camiseta (T-shirt), o en cualquier otra parte de vestuario que soporte la pinchada del imperdible: hasta aquí, nada que decir, se man-tiene el uso de fijar un cuerpo a otro (tal vez distinto al original de fijar dos «partes» de un mismo cuerpo, por ejemplo una túnica). La subversión inútil del «imperdible punk» aparece cuando éste sólo pincha un cuerpo sin fijar nada más que la pinchada posicional y el «dolor» del im-perdible: así, imperdiblar la piel de la boca, de la oreja, de la mano… Cuando se supera ese dolor relativo, el imperdible se convierte en puro ornamento, por la curiosa mutación que él mismo sufre: de simple útil (terciario) para fijar dos cuerpos, se convierte en cuerpo co-protagonista que alegra el cuerpo agredido —como los pendientes en las orejas hasta entonces femeninas o de piratas, sólo que la forma de pender puede ser más torpe. Más torpe, porque es un imperdible, aunque los punks británicos no lo supieran porque no usa-ban, ni usan, este término: el imperdible habitual impedía que dos cuerpos se perdieran; al «imperdible punk» se la suda —lo que no quiere perderse es el espectáculo de, por una vez, sentirse protagonista. Aunque por ello, y con ello, deba perder su utilidad. [Años atrás, un uso agradecido del imperdible podía ser el de fijar crema-lleras gastadas de bragueta.] Y luego hay el imperdible para la reina, de Jamie Reid, durante la Jubilee Week. Ya no se trata de discurrir en cómo Reid, con su bagaje de terrorismo grá-fico, llegó a tal solución: seguro que otro más bestia, en algún momento, hizo algo así en verdad, sin la más mínima intención de ser ornamental, sólo con la simplemente cruda intención de pinchar. Lo chocante del resultado reside, en buena parte, y precisamente, en las mismas «limitaciones» del collage: Reid tiene que jugar con la imagen que tiene. Y juega muy bien. No la destroza salva-jemente: la perfora limpiamente, desde abajo, con ese inútil «imperdible punk» sellado que, aquí, parece dejar libres los dientes y la sonrisa —así, tiene algo de bigote de Dalí o, mejor aún, de bigote de Mona Lisa de Duchamp: siempre ahí, con ese aire medio incómodo e inquietante. La reina aún parece poder sonreír y hasta hablar. Seguramente, no podrá gritar, ni como Munch, ni como L’Intrans de Cassandre, ni como los rebeldillos, ni como ahora Rotten y pandilla. La versión del sencillo, siete pulgadas, final, lo dice de otro modo: amorda-zando a la reina y tapándole los ojos como a los reos a punto de fusilar, o a las estrellas porno. Los «colores» también «ayudan», porque son extrañísimamente fríos: azul violáceo y gris plateado. ¿Qué es más punk: el imperdible o la mor-daza? ¿Probó suerte Reid con la cremallera? Lástima, pero no tenemos tiempo para la cremallera.[Derecha e izquierda: sólo para insinuar el giro algo cómico que van a tomar los Pistols después de la marcha de Lydon —y se me puede acusar de tenden-cioso, pero es que así parecía que ahí aún hubiera menos futuro. The Great Rock’n’Roll Swindle fue el particular Yellow Submarine en versión punk de los Pistols —o de sus restos: como que debiera hacer gracia que Sid estuviera en-cadenado hasta el cuello y marcado tontamente por la swastika, o que la cosa fuera tan insoportablemente tonta de palomita como para grabar Silly Thing.]

The Clash fue otro gran grupo del momento, también tintado políticamente, que en un principio estilaban vestuario tipo mod crudo a lo Pete Townshend de los Who (monos de trabajo, parches de banderitas cosidas, números estarcidos en espray, camisetas-anuncio rasgadas…). También chaquetas de cuero rockeras con centenares de cremalleras abiertas e inútiles. Luego flirtearían aún más con la imaginería militar, pero esto es otro cuento. Aquí vamos por lo del diseño, y ahora toca diseño gráfico: la funda, carátula o cubierta del tercer LP, larga duración —tan larga, que es doble: aunque se vendía al precio de uno, razones e ideas obligan (el cuarto, Sandinista!, será triple y también se comprará por menos dinero: en cualquiera de los casos, el valor real superaba el coste —como advertir la diferencia entre valor de uso y valor de cambio, para decirlo en marxista de moda). London Calling (1979) presenta al bajista Paul Simonon azoteando el bajo, cabreado por su mal concierto en el Palladium de New York. La fotografía es de Pennie Smith; el diseño, de Ray Lowry. Hasta aquí, nada de remarcable. Empieza a remarcarse con la historieta. London Calling debía llamarse en origen The Last Testament: como que todo, punk incluido en primera línea vip, había terminado, debía terminarse. ¿Cómo marcar este final? Yendo al principio, marcando las

referencias: el primer LP (éste, uno solo, pero tal vez se hiciera más largo que uno doble) de Elvis Presley, de 1956, tomado como primer disco de rock, sólo veintialgo años atrás —pero los suficientes como para dejar de ser un teen. Uno cree que, en algunos casos, lo que se lleva dentro es mejor. Éste es uno de ellos: las fundas interores garabateadas y con fotos pegadas collagísticamente son más interesantes que la dramática carátula. Pero es que uno cree que, en casos como éste, lo que hay dentro es aún mejor, y que no harían falta ni carátulas. Puede que no todos estén de acuerdo. Para la revista musical Q, la mejor foto de rock’n’roll de todos los tiempos (en 2002) es la de Pennie Smith, con Simonon azoteando el bajo, porque «capta el momento último del rock’n’roll: la pérdida total de control». Para otra revista musical como Rollng Stone, London Calling está en el puesto 39 en las 100 Greatest Album Covers; la de Presley, en el 40; para la Q de 2001, en el 9… Para Rolling Stone, en la lista de los 500 Greatest Albums of All Time, Presley se queda en el 55, los Clash en el 8. Claro que esto era en 2003, y las cosas, con los tiempos, y con los periodistas musicales, pueden cambiar. O sea, que se quería sacar por lo de las referencias, pre-samplers, copias, apro-piaciones… Y demás.

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