López. La entropía (Relatos)

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Colección de relatos cortos entre el intimismo, el surrealismo y la inquietud existencial. El mundo es extraño y poroso, vivir es frágil e incierto. Gracias por enviar opiniones. Collection of short stories between intimacy, surrealism and existential concern. The world is strange and porous, fragile and uncertain life is. Thank you for submitting opinions.

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A Josep Vicente, fiel adversario de entropías

Ilustración de portada: Carretera de la fruta. Fotografía de Cristian Felipe Muñoz Cabezas. Licencia Creative Commons Attribution 2.0 generic, según consta en https://commons.wikimedia.org/wiki/File:2010_Chile_earthquake_-_Carretera_de_la_fruta.jpg El texto contenido en este documento es propiedad de José Antonio López López, tal como figura en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona (España), diciembre de 2015. Para contactar con el autor: [email protected]

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LA ENTROPÍA El fin de la lluvia ................................................................................................................. 1 El lienzo vulnerado ............................................................................................................. 5 Balada de cuando fui reina .................................................................................................. 8 Apariciones ....................................................................................................................... 13 Desde las sombras ............................................................................................................. 18

El desertor ......................................................................................................................... 21 El otro lado ........................................................................................................................ 25

Hundimiento de un puente ................................................................................................ 29 El secreto del marqués ...................................................................................................... 34 El silencio y la ausencia .................................................................................................... 37 La partida .......................................................................................................................... 42

Filosofía inquebrantable .................................................................................................... 49 El último conjuro ............................................................................................................... 51 La agreste orilla ................................................................................................................. 57

Pobre doctor ...................................................................................................................... 60 El testigo ............................................................................................................................ 65

El último metro ................................................................................................................. 68

La niebla ............................................................................................................................ 72

Mutis de un perdedor ........................................................................................................ 75 El tren que no te lleva ........................................................................................................ 79

El veredicto ....................................................................................................................... 89 La víctima .......................................................................................................................... 93 Tres cuentos de nada ......................................................................................................... 96

La entropía ........................................................................................................................ 99 Contraluz ......................................................................................................................... 102

La hojarasca .................................................................................................................... 104

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El fin de la lluvia

En el campanario sonaron los tres cuartos y esa era la señal. Maquinalmente

recogió los papeles dispersos sobre el escritorio, los ordenó en pilas heterogéneas y

abandonó el despacho sin coger el paraguas.

Bajó en el ascensor y, a la salida, se cruzó con el mismo vecino de cada

día. Reparó en el reguero de gotas sobre la pulcritud de la moqueta y le parecía

reconocer la escena de un sueño antiguo.

—Hoy llueve también —afirmó, más que preguntarle.

—Siempre llueve —respondió el otro, sin alzar los ojos.

—Esta lluvia maldita no va a terminar nunca.

El vecino se volvió y no dejó de mirarle mientras él salía a la calle.

El asfalto brillaba bajo una pátina de verdín, hollada por los transeúntes.

Los pies resbalaban en los barrizales. El suelo se veía por todas partes moteado de

manchas grises, rociadas de reflejos amarillentos por la monótona llovizna. El

cielo bajo pesaba sobre los gestos.

Por el camino se tropezó con la señora del cesto. Notó sin resistencia el

impacto de las varillas del paraguas. Rodaron las acostumbradas dos manzanas

por la acera. Pero esta vez no se detuvo a recogerlas.

Se dejaba mojar indiferente. No esquivó los charcos al cruzar las calles. El

autobús de siempre le salpicó al pasar, calando sus pantalones. Lo maldijo

sacudiéndose, y entonces cayó en la cuenta de que ese detalle era diferente.

“Quizá esta vez algo esté cambiando”, pensó, dejando que le traspasara una

centella de esperanza.

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En el portal del viejo se guarecía la muchacha del vestido rojo. Como

siempre, se hizo a un lado para dejarle pasar. Pero él se detuvo y la miró a la cara,

y descubrió que sonreía. También aquello era nuevo.

—Si quiere puede entrar y secarse —se escuchó a sí mismo sugerirle por

primera vez.

La muchacha lo miró azorada, como si estuviera planteándole un dilema

irresoluble. El espacio era pequeño, y sus cuerpos casi se tocaban.

—Vivo aquí cerca. Esperaré que amaine un poco.

—Usted sabe que no va a amainar.

Ella meditó unos instantes. Pudo convencerle el frío de la ropa mojada.

Dejó que la tomara de la mano y la condujera por la penumbra sucia de la

escalera.

El viejo pareció asustarse cuando abrió la puerta. Por unos momentos

cruzó con ellos una mirada desconcertada, que al instante se convirtió en

expresión de ira.

—¿Es que no vas a dejarnos pasar?

El viejo titubeó.

—¿Quién es ella?

—Le he invitado yo. Nos hará compañía.

—Nunca nos ha hecho falta compañía.

Pero se apartó. Él condujo a la chica por el largo pasillo amarillento, la

llevó hasta el baño y le dio una toalla seca.

—Cuando termines ven al salón. Te sentará bien un café caliente.

—Me iré enseguida. Tengo prisa.

—Será un momento.

En el salón le esperaba el viejo ante el tablero. Le lanzó una mirada de

reproche.

—¿Cómo te has atrevido a traerla?

Él le devolvió una sonrisa cínica. Era un placer desconocido verlo sufrir.

—Hoy voy a ganarte la partida.

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En el campanario sonaron las ocho. Era la hora. Tomó asiento frente al

viejo y movió el primer peón. Se oía el golpeteo de la lluvia en un tejado próximo.

Supo que la muchacha había salido porque el viejo desvió la mirada del

tablero.

—Dile que se vaya —le rogó, y él notó con deleite el poder inesperado.

—No. Se quedará un rato. Ven, siéntate. Sírvete el café a tu gusto.

La chica obedeció en silencio. Su melena negra y húmeda estaba

desordenada. El vestido mojado se le pegaba al cuerpo como una segunda piel,

roja y procaz, que acentuaba la lividez de su rostro.

Los jugadores se concentraron en la partida. Al principio movían las piezas

con premura mecánica. Saltaron los primeros peones, luego algún alfil, alguna

torre. Él parecía en desventaja, pero nunca se había sentido tan seguro. De vez en

cuando dedicaba una mirada a la muchacha, que se mostraba más relajada y tan

absorbida por el juego como ellos. Le brillaban los ojos y ya no parecía tener prisa.

Iba a levantar la reina del tablero cuando notó que la mano de ella se lo

impedía.

—Usa el caballo —decretó.

Entonces se dio cuenta del error que iba a cometer. El viejo lo escrutaba

con ojos encendidos. Él comprendió la estrategia que le proponía la muchacha, y

se sucedieron varias jugadas rápidas. Finalmente, movió la reina y estalló,

triunfante:

—Jaque.

El viejo se estremeció. Vaciló unos momentos. Luego los miró a ambos,

alternativamente, y rompió en carcajadas.

—¡Imbécil! —chilló enseñando sus dientes de rata—. Ni siquiera traerla a

ella te ha servido.

Con un movimiento comió la reina y concluyó:

—¡Jaque mate!

Él se sintió tan clavado a la silla que temió no poder volver a levantarse.

Por unos instantes había vislumbrado la victoria anhelada, y desde el infinito le

abrumó el recuento de incontables duelos fallidos. La lluvia continuaría y al día

siguiente tendría que volver. Al rato se incorporó, resignado, y tomó a la

muchacha de la mano sin atreverse a mirarle a la cara.

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—Vámonos —murmuró—. Hemos perdido.

Oyeron el correr de cerrojos mientras bajaban las escaleras. En el portal se

detuvieron y él le dedicó una mirada sombría.

—Perdóname. Pensaba que hoy sería diferente.

La chica le abrazó mientras él continuaba:

—Mañana, sabiendo que hemos estado tan cerca, repetirlo todo será más

doloroso. ¿De qué te ríes?

Reía, y él pensó que estaba loca.

—¿No lo ves? —dijo ella—. Sí que ha cambiado algo. Ya no llueve.

En el campanario sonaron las diez.

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El lienzo vulnerado

La mano del pintor temblaba ante el milagro. Largas jornadas, interminables

noches a la luz del candil le separaban de la primera pincelada. Aunque era joven,

se sabía ante la obra de su vida: solo aquel cuadro podía darle sentido. Perseguía

ansiosamente concluirlo. Tendió la mano y acercó el pincel. La estancia olía a

sudor y trementina. Tembló sólo un instante, pero fue suficiente. Se deslizó una

gota sobre el lienzo, y el rostro se borró.

“¿Qué es lo que diferencia a un triunfador de un perdedor?”, le había

espetado Alfieri, con su habitual sonrisa cínica. Él se encogió de hombros, sin

apartar la mirada de la copa de ajenjo. “La voluntad, querido Romani. Una mera

inflexión de voluntad.” “Hay cosas que no dependen de la voluntad", se limitó a

replicarle, “a veces el que manda es el misterio.” Alfieri se rió estrepitosamente.

“Esa es una respuesta de perdedor, Romani. Nunca aprenderá.”

Le bastaron unos pocos intentos para comprobar que jamás podría rehacer

aquel rostro sin la presencia de la modelo. Conseguiría localizar a cualquiera de

las modelos que habían posado para él, pero no a esa. Solo la había visto una vez:

la única ocasión en que se le había aparecido en sueños aquella mujer de rasgos

perdidos para siempre.

“Lo que me cuenta de su sueño no tiene nada de misterioso”, afirmó

Alfieri. “Se tratará sin duda de alguien que usted ha visto sin darse cuenta. Se le

quedó grabada en el inconsciente, y ahora ha rebrotado.” “No, Alfieri”, insistió él.

“Le juro que no la había visto en mi vida. Esa mujer era una aparición. Procedía

de otro mundo. Y venía a traerme un mensaje, pero no lo comprendí, o se me ha

olvidado.” “Y usted se enamoró de ella... De una fantasía. Amigo mío, pasa usted

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demasiado tiempo solo.”

Se esforzó por evocar los rasgos, inútilmente. Las líneas se le resistían, y

cada trazo le alejaba de la presencia auténtica, de la palpitación de vida que su

torpe pincel había malogrado. Solo recordaba escenas inconexas de un largo

sueño. Él era viejo y estaba sentado en el sillón de orejas del comedor,

escudriñando una mancha en la pared. Entonces adivinaba de pronto una

presencia en la escalera. Lentamente se dirigía a la puerta, ponía la mano en el

pomo y la abría. Y allí estaba ella. Llevaba un ancho vestido blanco, de

miriñaque. Largos guantes cubrían sus manos y sus brazos. Tal vez le había dicho

algo, pero no estaba seguro. Su única certeza era el impacto vivísimo que le había

producido la expresión de aquella cara, la oleada de serenidad y ternura. En

cuanto despertó perfiló un rápido boceto del rostro. Los rasgos, sin embargo, no

eran perfectos. Tampoco lo fueron sobre el lienzo. Le llevó meses de intentos

acercarse a aquel rostro huidizo, rescatar algo de su perfume y su veracidad del

creciente olvido. No podría conseguirlo por segunda vez.

“Alfieri”, susurró, alzando la mirada del ajenjo, “¿ha oído hablar de los

sueños premonitorios?” Su interlocutor le clavó los ojos con la mezcla de

impaciencia y compasión con que se mira a un loco. “Me insulta usted, Romani.

Yo soy un científico de la escuela del maestro Freud. Los sueños premonitorios

pertenecen a las paparruchas del esoterismo. El futuro no existe.” Él no se dio por

vencido. “Tampoco existe el pasado, y sin embargo ustedes curan con él. ¿Y si no

fuera el pasado el que nos ha hecho lo que somos? ¿Y si fuésemos efectos de

sucesos que nos arrastran desde el porvenir?” El otro soltó un suspiro de

verdadera impaciencia. Ya no sonreía. “Muy bien”, dijo finalmente, “si está usted

tan convencido de que su sueño era premonitorio, no tiene más que esperar a

envejecer. Es una espera larga, pero razonablemente segura.”

Confió. Desde que tomó esa decisión dejó de pintar. El cuadro quedó

guardado en un baúl y se esforzó por olvidarlo.

Su vida no fue más singular que muchas otras. Se dedicó al diseño de

cenefas para libros de lujo. Pero ganó más dinero como intérprete de sueños, arte

que estudió por su cuenta y que le reportó una fama considerable. Algunos de sus

clientes habían acudido antes al doctor Alfieri: en su consulta habían aprendido la

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importancia de descifrar los sueños. Alfieri tomó aquello como una competencia

desleal, tildó a Romani de loco y charlatán y se rompió la amistad. No le

sorprendió, porque lo había soñado varios meses antes.

Ningún sueño, sin embargo, le avisó de que se casaría y tendría dos hijos.

Pero acabó por escapar clandestinamente a América, porque en el fondo su

corazón ya no sabía pertenecer a nadie, herido por aquella fugaz aparición que le

había visitado una vez y de la que se había prendado para siempre. Fue el único

sueño en el que nunca supo ver más allá, porque le parecía un recuerdo.

Cuando cumplió setenta años abrió el baúl y desempolvó el cuadro.

Contempló aquel lienzo vulnerado con los mismos ojos de su juventud, y recordó

la promesa de no morirse sin terminarlo. No había prisa: si había esperado toda la

vida, bien podría aguardar unos años más. Había aprendido a ser paciente.

Un día dieron tres golpes a la puerta. Sintió un escalofrío de emoción y

miedo: tal vez la espera había tocado a su fin. Lentamente se dirigió a la puerta,

puso la mano en el pomo y la abrió. De fuera entró un resplandor muy intenso

que inundó la sala.

—Por fin has llegado —susurró con voz temblorosa—. Te has hecho

esperar, pero ha valido la pena.

La dama sonrió, y contestó tan solo: “Ven”.

Comprendió que no le daría tiempo de terminar el cuadro. Pero ya no le

importó. Ahora sabía que, en realidad, lo que había estado aguardando era otra

cosa.

Entonces despertó. Se encontró en la casa de su juventud. Tomó a toda

prisa el papel de estraza que usaba para los bocetos y empezó a dibujar el rostro

más bello y enigmático que había visto en su vida. “Se lo contaré a Alfieri”,

pensó. “Ahora le demostraré que los sueños premonitorios sí existen.”

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Balada de cuando fui reina

Contaba las mentiras más hermosas. Mentía incluso en el silencio, mientras

fantaseaba y yo podía escuchar el eco de sus espejismos. Y ni una sola de sus

falsedades dejó de fascinarme. Yo estaba prisionera de esas invenciones, y acabé

por rendirme. Me enamoré de él al décimo sol, cuando habíamos alcanzado las

puertas de la ciudad perdida.

Entonces le pregunté, una vez más:

—¿Por qué me raptaste?

Él sonrió desde sus ojos tristes.

—Te rapté porque necesitaba convertirte en poema.

—Pero no tuviste en cuenta que yo alentaba mis propios sueños —

repliqué, simulando resentimiento. A él le encantaban estos juegos y siempre

respondía.

—Ahora —dijo—, los tuyos y los míos son los mismos.

Yo no cejé todavía.

—¿Y qué valor tiene ganar un poema por la fuerza?

—No existe otro modo.

Yo callé unos instantes, simulando repasar profundas inquietudes. Pero las

sentí de verdad, y acabé reclamándole angustiada:

—No vas a liberarme, ¿verdad?

Él me tomó la mano y me dio miedo la serenidad que emanaba de sus

ojos.

—Ya ha partido el que va en mi busca. Le esperaremos aquí. Cuando

llegue me matará, y quedarás libre.

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Yo me dormí odiándole con todo mi amor, presagiando la triste verdad de

sus palabras.

Durante las siguientes jornadas llegaron muchos otros. Venían por sus

propios medios, cada cual a través de su desierto. Fueron instalándose a las

puertas de la ciudad, entregándose sin prisas a una espera que podía ser larga.

Yo los veía aparecer a lo lejos y siempre me estremecía el temor de que

alguno fuese el que esperábamos.

Las puertas de la ciudad habían sido cerradas, y la guardia redoblada.

Podíamos distinguir a los lanceros haciendo su ronda sobre los muros, vigilando

preocupados la multitud creciente. Sabían que el tiempo estaba de nuestra parte.

—¿A qué hemos venido? —le dije a mi poeta.

—A querer entrar.

—Y toda esa gente, ¿ha venido a lo mismo?

—Siempre hay alguien esperando ante los muros.

Yo solté una risa nerviosa y le abracé. Él me abrazó también.

—El día del ataque, yo estaré a tu lado —prometí—. Me acercaré mucho

para que ninguna flecha pueda traspasar solo a uno de los dos.

Noté su complacencia y su tristeza. Señaló a lo lejos, a las interminables

dunas amarillas.

—El ataque que nos concierne vendrá de allá, y soy yo el proscrito.

Yo apreté la cabeza contra su pecho.

—¿Para qué me has metido en tus sueños si no me dejas implicarme? —

sollocé.

Él me acarició con ternura, pero no contestó.

De la ciudad llegó la canción de las cornetas que anunciaban el final del

día.

No sé quién dio la señal. La multitud, embravecida, se lanzó en turba

contra las puertas colosales. De las almenas llovían puñados de mortíferas flechas,

y muchos cayeron al primer embate.

En la colina, mi raptor contemplaba la masacre sin decir una palabra.

—¿No vamos a ayudarles? —rogué, desesperada.

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—Tienen sus propios sueños —replicó él, indiferente.

—¿Y los muertos?

—Han dejado de creer en sus mentiras.

—Entonces, ¿no haremos nada?

—Aún no, muchacha. Aún no.

Pero no faltaba mucho.

Estaba amaneciendo cuando me despertaron las sacudidas rudas de un

brazo fuerte.

—Vamos, joven —tronó una voz desconocida—. Has de volver conmigo.

He venido para rescatarte.

Me sentía aterrada. Miré hacia arriba y vi una figura inmensa cubierta con

un gris hábito de monje. La cara estaba oculta bajo la capucha. Atisbé alrededor

pero el poeta había desaparecido. Lo maldije entre dientes por haberme

abandonado. A lo lejos se oía el alboroto de un nuevo asedio a la ciudad.

De pronto, una daga se apretó bruscamente contra la garganta del

encapuchado, pero no llegó a clavarse. El desconocido permaneció como una

estatua, sin aparentar miedo. Parecía saber quién había a su espalda.

—Estúpido —bramó—. Sabes que de nada te servirá matarme. Vendrán

otros.

El poeta espetó entre dientes:

—Los mataré a todos.

Me estremecí ante la carcajada del espectro.

—Esa ha sido tu mentira más ridícula. —Pero luego adoptó un tono

conciliador—. Vamos, déjame llevármela. Ya encontrarás a otras.

—Ahora eres tú quien miente. Estás perdiendo facultades. Jamás me

dejaréis en paz. Siempre vendréis a quitármelas. Además, yo quiero a esta.

El encapuchado suspiró con una especie de resignación impaciente.

—Sea, entonces. Tú lo has elegido.

Y mientras en la distancia retumbaba el embate de los arietes contra las

puertas maltrechas, y se sembraba la arena de sangre y de cadáveres, y negreaba el

aire del humo de las hogueras, dos hombres, dos visiones, dos sombras se batían

por mí, espada contra espada, sin que yo comprendiera por qué, y sin que pudiera

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hacer nada.

—¿Ves lo que pasa si se te deja solo? —chilló el encapuchado, haciendo un

gesto hacia la ciudad, mientras lanzaba una estocada que el poeta paró

milagrosamente—. ¡Cunde el ejemplo como la mala hierba!

—¡No me reproches lo que no es mío! —contestó mi raptor, arremetiendo

por su parte—. ¡Yo no tengo la culpa de los sueños de los otros!

Chocaban los aceros con furiosas acometidas.

—Sabes que no puedes ganar. ¡Estás a tiempo de renunciar al delirio!

¡Ríndete de una vez a la verdad!

—¿La verdad? La verdad siempre acaba en algún muro infranqueable. En

cambio, la mentira... ¡no tiene límites!

El duelo abarcó largas horas. Yo podía distinguir el sudor cayendo de las

sienes, la cara encendida del poeta, mi amado enemigo. En cambio, su oponente

parecía incólume bajo el hábito gris, retrocediendo y avanzando sin esfuerzo,

como en una espantosa y paciente danza, como si el resultado de la contienda

resultase irrevocable y se limitara a aguardarlo.

—¿Cómo puedo ayudarte? —chillé desesperada a mi poeta.

—¡No puedes!

Yo lloraba como una niña.

—¡Maldito mentiroso! —sollocé—. ¡Te quiero!

En un instante el mundo pareció venirse abajo. Resonó el estruendo de las

puertas de la ciudad desmoronándose, y el clamor de la multitud que se

abalanzaba al interior. Al mismo tiempo, yo bramaba al ver cómo por un costado

del poeta sobresalía una roja punta de acero. Él se estremeció en varias

convulsiones, y luego cayó al suelo. Yo me precipité junto a él, y, arrodillada a su

lado, rodeé sus hombros con mi brazo y le besé entre lágrimas el sucio rostro

sudoroso.

—¡Tú lo sabías! ¡No tenías derecho a traerme hasta aquí para morirte!

Él temblaba de dolor y a la vez sonreía con los vidriosos ojos satisfechos.

—Descuida... Son ellos los que han perdido... —fueron sus últimas

palabras.

Entonces descubrí que nos estaba rodeando una nutrida muchedumbre.

Supuse que nos matarían, pero ya nada me importaba. Empezaron por echarse

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sobre el encapuchado, quien, por mucho que blandió su espada, acabó

sucumbiendo a tantas garras como lo apresaban. Cerraron en torno a él un círculo

mortífero. Solo después, culminada su tarea, vinieron hacia mí. Pensé en empuñar

la espada del poeta, que yacía sobre la arena, pero renuncié en seguida. Uno de

ellos proclamó, inclinando la cabeza:

—¡Viva nuestra reina!

Para mi estupor, todos corearon un "¡Viva!" unánime. Me alzaron en

andas y me condujeron hasta la ciudad. Al otro lado de las desmembradas

puertas, una multitud inabarcable me aclamaba.

Reiné en paz durante muchos años sobre aquella mentira tan hermosa.

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Apariciones

Le bastó ver las esquirlas del primer plato estrellado contra el suelo, imprimiendo

su marca irresoluble en el parqué, para comprender que el siguiente apuntaría

directo a su cabeza. Supo entonces que había llegado la hora de tomar decisiones.

Había ido posponiéndolas a lo largo de nueve meses de disputas irredentas,

confiando ilusamente en la gracia de la espera. Ahora no quedaba nada que

esperar: los nueve meses habían parido un plato amenazante que sobrevolaba su

cráneo, y un temor de ese calibre siempre nos hace valientes.

Pasó aquella noche en la primera pensión donde encontró sitio, platicando

con paredes y armarios bajo la tiranía del insomnio. Desafió al dolor de los

buenos recuerdos, aquella parte de su historia que la memoria reconstruía feliz, y

se desesperó ante la pregunta sin respuesta de qué era lo que había fallado. En el

fragor del duermevela tuvo tiempo incluso de arrepentirse y pensar en volver, pero

en ese momento se había visto deslumbrado por la irrupción de un angelote que

parecía escapado de un cuadro de Murillo, y que le dijo desde la altura de su

cuartucho de pensión: “Debes irte antes de que suceda algo irremediable.” A

pesar del temor y el desconcierto aún se atrevió a preguntarle si no se habría

vuelto loco, pero el angelote se desvaneció y le dejó la dura tarea de reiterarse,

temblando, que todo había sido una traición de las emociones y la fatiga. Al día

siguiente trabajó con movimientos de sonámbulo, agraviado por un dolor de

cabeza parecido a la resaca y procurando no pensar en el angelote ni en la tarea

que le esperaba por la tarde.

Cuando abrió la puerta se encontró con ella de cara, como si hubiera

estado esperándolo de guardia. “Vengo a buscar mis cosas —anunció a media

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voz—. Lo más grande lo dejaré para el fin de semana.” Ella se alejó sin contestar

por el pasillo, pero desde la cocina replicó secamente: “Usa la maleta vieja, la otra

me la quedo yo. Y llévate también la ropa sucia.”

Necesitó otros dos días para encontrar un apartamento de alquiler con

suficiente sitio para meter la maleta, la ropa sucia y toda la amargura. Entretanto

se habían repetido las noches de insomnio, y mientras veía amanecer a través de

los visillos y escuchaba toser al inquilino contiguo, le abrumó como nunca la

extrañeza de sentirse un vagabundo. En esas noches interminables de la pensión

tuvo oportunidad de repasar su larga ruta a través del equívoco, pero no despidió

a los fantasmas y estos le siguieron como perros insidiosos a su nuevo refugio.

Al principio solo notó el alivio de un aire que ella no respiraba, y se

sorprendió comprobando hasta qué punto su desencuentro persistente había

llegado a oprimirle. La primera noche en el apartamento, hundido en un colchón

sobre el suelo, cayó en un sueño diáfano que le pareció señal de libertad y

reconciliación con el mundo. Entonces vino la etapa febril de comprar muebles,

pintar paredes, hacer arreglos, y se entregó fascinado al entretenimiento de

organizar su nueva vida. Para recoger las últimas cosas contrató una furgoneta de

mudanzas, y consideró una suerte que ella se hubiera ausentado durante todo el

día. Agradeció que en aquella guerra los de la mudanza fuesen aliados

incondicionales, e insistió en celebrarlo invitándoles a una merienda de café con

pastas. En el momento de despedirse el mayor de los dos hombres se le acercó con

expresión sombría, le puso la mano en el hombro y le dijo: “Yo he pasado por

esto. Sea fuerte, llene su vida de cosas, lo peor viene ahora.”

Durante un tiempo aún se sintió pletórico con tanta novedad. Era como si

de pronto el mundo se le hubiera ensanchado, como si el futuro volviera a

perfilarse. Frecuentó bares nocturnos en los que se extraviaba en un entusiasmo

etílico que le llevó a recalar en arrebatadas amistades de un día y camas

desaforadas. Se encaprichó con locura de una muchacha que le hacía sentirse

repatriado a la primera juventud, pero la chica desapareció y esa zozobra le

restituyó la conciencia de su verdadera condición de náufrago.

Fue por entonces cuando inauguró sus largos paseos a la deriva, meras

coartadas para hacer tiempo antes de regresar al páramo sombrío del

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apartamento. Se confundía con la multitud y ni siquiera así lograba zafarse de su

memoria aciaga, pues le parecía reconocerla en mujeres fugaces que entraban en

un portal o se perdían por las escaleras del metro. Se sorprendió a sí mismo

persiguiendo sombras y eso le hacía llegar a casa extenuado, percibiendo con más

rotundidad el frío y la cruda dimensión de las paredes.

Las noches volvieron a dilatarse y se poblaron de pesadillas, en las que se

entregaba a nuevas persecuciones o regresaba al viejo hogar de la discordia en

pijama para reanudar las discusiones angustiosas, siempre concluidas en un

violento volar de platos. Se despertaba de esas contiendas sudoroso y asustado,

con el nombre de ella a flor de labios y pareciéndole notar su presencia agazapada

tras las puertas. Necesitaba encender la lámpara y dar un par de vueltas para

calmarse, como le había sucedido con los monstruos infantiles, y aun así volvía a

la cama temblando y se demoraba en apagar la luz.

No regresó a los bares nocturnos desde que una vez creyó verla de

espaldas, con un escote ofensivo y besuqueándose con un maromo de dos metros

y tatuajes en los brazos. Sustituyó las juergas nocturnas por un encierro de

mustios rituales y copas solitarias que coronaba invariablemente embriagado de

ella. Luego, ya en la cama, entre los vapores del licor, la percibía a su lado: el

calor, el olor, la voz de ella sentenciando su nombre.

Una noche se despertó bruscamente y la vio descendiendo del techo con

aspecto de angelote de Murillo. Cuando llegó a la altura de su cama adelantó la

mano derecha con un gesto de bendición, y le dijo con voz reverberante: “Te

perdono”. La aparición se repitió varias veces, en los mismos términos salvo el

mensaje, que en lugar de redención alternaba los lamentos con los reproches.

Cuando distinguía sus luces y sus humos dorados insinuándose en el techo, él se

aferraba a la almohada y murmuraba: “Ya está aquí.” Pero nunca le pidió que se

marchara. En lugar de eso, temeroso de que acabara por lanzarle platos, acudió a

un psiquiatra, que le dictaminó síndrome de shock sentimental y le atiborró de

pastillas. Los medicamentos le sumían en un sueño que era como caer entre

penumbras vaporosas en un pozo infinito, y la caída sólo se interrumpía con el

campaneo pedregoso del despertador. Luego se arrastraba por los entresijos del

día y llegó un punto en que la fatiga era tan grande que no la notaba. Para cuando

empezó a sentirse observado y seguido por la calle, se insinuaba ya en su mente la

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sospecha firme de la locura.

El día que ella se presentó en su puerta temió encontrarse ante una nueva

aparición, a pesar de que esta vez no mostraba cuerpo de angelote sino toda su

figura magnífica. “Ahora vienes también de día”, dijo resignado. Ella replicó sin

hacerle caso: “¿Me dejas entrar?” Sin esperar la respuesta se deslizó hasta el sofá,

y una vez allí trazó una mirada circular alrededor mientras él cerraba la puerta y

no podía creer que sonriera. “Siempre has tenido mejor gusto que yo en la

decoración”, dijo con sarcasmo, refiriéndose al apartamento sucio y desordenado.

Él continuaba a la defensiva, y aun así le acometió como una marejada toda la

ternura de los primeros tiempos. “Pero faltas tú”, dijo. Ella extendió la mano y le

invitó con un gesto a que se sentara a su lado, y él la encontró más bella que

nunca al escuchar su voz quebrada: “Te echo de menos...”

Hicieron el amor allí mismo, desnudándose a empellones y traspasándose

a arañazos. Se adentraron el uno en el otro con ansiedad de bárbaros,

transpirando un calor que dominaba sus voluntades y los convertía en puro

arrebato. Confundidos en un marasmo esplendoroso, se ausentaron del tiempo y

del espacio hasta el punto de que dejaron de existir los agravios, las casas

devastadas y las noches de insomnio. Tras el furor definitivo se derrumbaron en

una rendición sin preguntas, y él cedió a un sueño sosegado al comprobar que esta

vez la presencia a su lado era real.

Sin embargo, a la mañana siguiente ya no estaba, y le sobresaltó la

sospecha de que su delirio estuviese avanzando. Se encontró más enfermo y

confundido que nunca, abrasado por una fiebre que le impidió acudir al trabajo.

Pasó el día mirando al infinito, esforzándose por sopesar el calibre de tanta

sinrazón, sintiéndose sucio y condenado. “No tiene derecho a presentarse así —se

dijo—, para dejarme luego otra vez al principio de la soledad.”

Pero ella irrumpió de nuevo a media tarde, y cuando se echó sobre él

parecía presa de una fiebre más fuerte que la suya. Cumplida la escaramuza

furiosa, mientras uno al lado del otro recuperaban el resuello, él llegó a la

conclusión de que no soportaría seguir viviendo en medio de tanta demencia, y le

exigió que no volviera. Ella imploró sin una lágrima: “No me digas eso. ¿Es que

no lo ves? ¡Todo es ya diferente!” Y al otro día volvió y las cosas parecían

Page 20: López. La entropía (Relatos)

17

imparables.

Pero esa tercera vez a él le venció la desesperación de tantas noches en

blanco, tantas apariciones de angelotes y temor de platos, y al rato de haberse

poseído tuvo que saltar de la cama, arrastrado por un impulso ciego en el que se

mezclaban confusamente el miedo, el rencor y el arrepentimiento. Se vio a sí

mismo precipitarse a la cocina, abrir un cajón, empuñar un objeto que brilló bajo

la claridad de las farolas de la calle. Sin detenerse regresó a la cama, al lugar que

había dejado vacío, tan cerca de ella, y se encontró con su grito y sus ojos

desencajados atravesándole desde la penumbra. “¿Qué haces?”, fue lo único que

articuló sin mover un músculo. Él le tomó la mano y puso en ella el cuchillo.

“Acabemos con esto”, sentenció.

Apareció muerto sobre las sábanas acartonadas de sangre. En el juicio se

demostró que su mujer llevaba pasando varias noches en otra compañía, y en el

cuchillo y en toda la casa solo se identificaron huellas de él.

Page 21: López. La entropía (Relatos)

18

Desde las sombras

Juró que toda su vida lo había perseguido un caballo salvaje para vengarse de él.

Nunca dio cuenta precisa de qué culpa podría justificar una saña tan implacable.

Yo se lo pregunté alguna vez, por decir algo, en las largas noches de insomnio que

compartimos en la mugrienta celda, y solo contestaba con evasivas. “Fue que

quise cazarlo”, decía. Yo me removía en la litera, incómodo por ese delirio

obsesivo, por el sueño que no venía, por las estrellas al otro lado de las rejas. “No

te creo, Azael. Los caballos han sido hechos para que los cacen los hombres.” Y él

replicaba con voz temblorosa: “Ese no.” Y se sumía en un silencio del que ya no

lograba sacarlo, hasta que, agotado, lo abandonaba quedándome dormido,

convencido de que mi compañero estaba loco. Hoy me estremezco al pensar lo

solo que debía quedarse con sus pensamientos, y sobre todo con el miedo a que lo

venciera el sueño.

Cuando salí del penal visité a su mujer. Lo hice sin ganas, únicamente

porque él me había obligado a prometérselo. “Vas y le cuentas mi muerte. Así me

creerá por fin.” A mí me había fastidiado esa petición, otra de sus locuras

insufribles. “Preferiría no esperar a que te mueras para salir de aquí.” Pero él

debía presentir algo, porque desde entonces pareció más receloso.

Tras la puerta entornada, me encontré con una mujer marchita que en su

juventud debía haber sido hermosa. “Azael está muerto —gruñó secamente a

través de la verja—, no puede venir de parte suya.” Yo atisbaba con envidia el

jardín y la casa. La viuda parecía haber prosperado. “Lo siento, señora, no he

podido venir antes —dije sin inmutarme—. Tenía ciertas obligaciones que

cumplir.” No me rió la ironía.

Page 22: López. La entropía (Relatos)

19

A pesar de que había jurado no volver a pensar en eso, invoqué la amistad,

o más bien la compasión, y me obligué a contarle lo que había visto. Salté por

encima de las turbias confidencias en la penumbra, los monólogos delirantes, las

amenazas para que me dejara en paz, y me centré en la última noche.

Azael sufría a menudo de pesadillas, y por eso aquella vez sus gritos no me

llamaron la atención. Eran solo una nueva noche de fastidio en la que me costaría

volver a dormirme. Iba a bajar de la litera para despertarle a sacudidas, pero lo

descubrí agazapado en el suelo, como una fiera a punto de saltar. El resplandor de

la luna, rasgado por los barrotes, destacaba el aspecto fantasmal de su figura

encogida. Azael se encaraba con alguna cosa oculta entre las sombras. “Sabía que

acabarías por encontrarme”, bramó con una ronquera de ultratumba que me dejó

clavado y sin sangre. “Hoy te enviaré al infierno para siempre, o me iré yo

contigo.”

Quise decirle: “Hermano, déjalo ya, total ya estamos en el infierno”, pero

permanecí helado sobre la cama, sin atreverme a abrir la boca. Azael aulló, dio un

salto y resonó el estrépito de su golpe contra la mesa y las sillas. Irónicamente, me

alivió pensar que el vigilante acudiría en cualquier momento. Vi que Azael

agarraba una silla y la levantaba en vilo, y luego la lanzó contra algún punto del

aire. Debió trastabillar del propio impulso, aunque realmente —que caiga muerto

si miento— pareció que algo grande y fuerte le hubiera embestido desde lo

invisible.

Esta vez había llegado demasiado lejos, y quise decirle: “Maldita sea tu

estirpe de locos que parieron al más chiflado de todos, y maldito el día que te

trajeron preso y me hiciste preso a mí de tu locura, para de una vez o seré yo el

que te muela a palos”, o algo así, porque estaba desesperado y harto, pero también

preocupado, porque no sabía lo que podía pasar. Me decidí a ayudarle, pero él ya

se había incorporado, abalanzándose furiosamente contra la nada. Sus manos

crispadas arañaban las sombras como zarpas. De su garganta brotaban roncos

alaridos. De pronto, salió disparado hacia atrás, no puede haber mortal que se

mueva a sí mismo de ese modo, como si lo arrollara un camión. Dio contra la

pared violentamente y cayó como fulminado, retorcido de espasmos. En la celda

se hizo un silencio tan cerrado que parecía que algo se había marchado.

“A pesar del alboroto no vino nadie”, le aseguré a la viuda. “Le costará

Page 23: López. La entropía (Relatos)

20

creerlo, pero seguí un rato sin moverme, llorando como un niño. Solo más tarde,

cuando cobré fuerzas, me tambaleé hasta la reja y llamé al vigilante. Le parecerá

prodigio, pero el médico se puso blanco en cuanto examinó su cuerpo. Aseguró

que tenía quebrados los huesos y reventadas las entrañas.” Aún estoy viéndole

concluyendo: “El golpe fatal le ha partido el cráneo.” Los vigilantes se volvieron

hacia mí, que seguía como me habían puesto, esposado a la litera. Pero el médico

negó incorporándose: “Solo un gigante podría haberlo destrozado de ese modo.”

No sé por qué me dio por preguntarle: “¿Y si le hubiera coceado una bestia, lo

habría dejado así?” El médico me ignoró, y los guardias me dijeron que me

callara. Hicieron bien. Por suerte, nadie insistió en los días sucesivos. Se olvida

deprisa lo que no se entiende.

La viuda no parecía muy impresionada. “Azael estaba mal de la cabeza —

murmuró como para sí misma—. Hizo que le metieran en la cárcel para sentirse a

salvo del caballo.” Por un momento, creí que me daba pie a dialogar, y no pude

evitar preguntarle: “¿Entonces usted cree que le persiguió hasta allí?” Pero ella me

miró y pareció verme por primera vez. En sus ojos desencajados creí distinguir el

terror. “Váyase. Váyase y no vuelva nunca.”

Me marché sin mirar atrás. Uno no debería entrometerse en la locura de

los otros, cada cual tiene bastante con la suya. Pero aquella escena de espanto

sigue atormentándome todas las noches, justo antes de quedarme dormido, y a

veces hablo solo o con Azael para preguntarle si en el más allá nos salva el olvido.

Pero aún me tortura más la expresión de la mujer mientras me echaba con cajas

destempladas, y sobre todo el relincho que tronó a sus espaldas antes de que

cerrara la puerta.

Page 24: López. La entropía (Relatos)

21

El desertor

No te extrañe que aprovechara la noche para mi salida. Lo más hermoso de la

noche es que parece más fácil perderse en ella. Uno se siente arropado por las

sombras que todo lo borran, y ni siquiera nos vemos al pasar delante de un espejo.

No había luna ni hogueras a lo lejos. No había más que la sustancia de un sueño

infinito.

Yo tenía frío y miedo, pero no de la noche. Temía que me faltaran fuerzas

y acabara por desertar de mi destino. Estuve a punto de derrumbarme por dos

veces. La primera fue al salir de casa, cuando me giré para cerrar la puerta y dudé

unos instantes; había dejado a propósito la llave en la mesa, para asegurarme de

que no volvería atrás, y eso precisamente era lo que ahora me paralizaba como un

vértigo: sentir que aquel primer paso ya no tendría retorno. La segunda vez fue

peor, pero te la contaré más adelante.

Necesité no del valor, sino de toda la ceguera del mundo para no

quedarme clavado a los recuerdos. En esto, también, la noche me ayudó. Fueron

unos instantes en los que desfiló por mi cabeza la retahíla violenta de mi vida

entera, y, sobre todo, de mi vida contigo. Era como una cabalgata desenfrenada, y

desde cada carroza me saludaban todos los seres que me han amado y me

escupían los que me han odiado. Me miraban fijamente, como con estupor, pero

sonreían, con la sonrisa gélida y sin esperanza que debe tocar el rostro de los

espectros. Y entretanto, de fondo, se escuchaba un clamor de voces incontables

que al principio no discriminé y luego se fundieron en una sola: la tuya, tu voz

articulando el amor y el reproche, la indiferencia y el resentimiento. Debe ser

cierto lo que cuentan de que la vida entera se proyecta en la hora de la muerte,

Page 25: López. La entropía (Relatos)

22

porque yo era realmente un condenado y así me sucedió.

Dudo que fuese mi voluntad la que movió la mano y empujó la puerta. Eso

me hace pensar algo que te he dicho otras veces: nuestros actos obedecen, en

realidad, a designios superiores que desconocemos, y, cuando creemos elegir, no

hacemos más que ejecutar. Somos las piezas prescindibles de un plan mucho más

grande que nuestra irrisoria individualidad. Esto, que no nos exime de nada, es sin

embargo un alivio, casi tan grande como el que sentí al comprobar que la puerta

estaba cerrada y el torbellino de los fantasmas había cesado. Quedaba la noche

inmensa, quieta como un lago, para perderse en ella.

El campo estaba tan oscuro que me pareció que era libre. Todo permanecía

callado, y en el silencio hay siempre algo de perdón. Caminé lentamente. Sin

mirar atrás entendí que no me perseguirías. Ya hacía tiempo que preparabas mi

ausencia. Sabes que no habría soportado tu mirada culpabilizadora, y habría

bastado una lágrima tuya para que me viese obligado a quedarme.

Llevaba una maleta, una sola maleta en la que, un poco al azar y sin

criterio, había metido algo de ropa. Pensaba que ninguna deserción está completa

sin algo de equipaje. Pero aquella maleta aún conservaba olor a ti, y por eso me

pesaba como la vida a tu lado. No iba a necesitarla, así que la tiré a la acequia. El

agua lamió con suavidad los entresijos de mi pasado, y sentí cómo se dispersaban

mansamente por la eternidad. Entonces caí en la cuenta de que por fin me había

quedado solo. Naturalmente, no por eso me sentí perdonado. Sólo entendí que la

condena ya carecía de importancia, porque todo iba a cumplirse.

Sentí la satisfacción de librarme de aquellos últimos pedazos de lo que

había sido nuestra vida. Nuestra mísera vida. No te hablo, ya sabes, de dinero: a ti

nunca te faltó, y todo lo que yo aportaba significaba una minucia frente a tus

propiedades y tus herencias. Sin embargo, encontraba algo de magnificencia

fantástica en el gesto absurdo de dejártelo todo: de pronto, parecía que lo mío

ganaba en valor. Era un valor, me hago cargo, más bien endeble, y desde luego

ruin, porque no obedecía a la generosidad, sino al despecho. Pero a mí me servía

para afirmarme, para sentirme algo mejor ante los remordimientos.

Dejé que los pasos me encaminaran por sí mismos, los pasos que eran

libres por primera vez en muchos años. Al fin y al cabo, no había prisa. Era un

gozo andar en cualquier dirección, ahora que ninguna regresaría a ti. Paseaba con

Page 26: López. La entropía (Relatos)

23

una ligereza que me recordaba la de la juventud, cuando no nos importan los

caminos porque nos parece que todos conducen a la felicidad. Los campos, vastos

e inescrutables, se parecían a ella.

No hubiera debido permitirme pensar en todo eso. Cedí a la debilidad de

ponerme nostálgico, de remitirme al tiempo en que ambos creíamos aún y éramos

buenos y bellos. Así aconteció mi segundo naufragio.

La noche se abrió de parte a parte, y por la inmensa grieta se precipitaron

todas las otras noches contigo. Los labios de la oscuridad, encarados, eran como

dos espejos reflejándose el uno en el otro hasta el infinito, y en ese infinito cabían

las múltiples imágenes de nuestro amor quebrado. La memoria era de pronto un

cristal donde tu recuerdo, partido en mil pedazos, se convertía en un monstruo

multiforme y se cernía sobre la candidez de mi infamia. Comprendí que mi gesto

era vano y que perdería todo el poder ante la certidumbre de que te había amado.

Puesto que te había amado, la noche nunca más podría ser inocente. En

ella siempre quedarían ecos de nuestros suspiros, y el vacío que habían dejado

nuestros cuerpos al desgarrarse. En ella, mientras viviera uno de los dos,

reverberaría la tentación del recuerdo: de la turbación sincera ante la primera

desnudez del otro, de las copas entrechocadas desafiando al tiempo, del calor

reciente en las arrugas de nuestro lecho. Las estrellas eran las mismas, y ellas

habían envuelto nuestros abrazos en forma de promesa; que la promesa no se

hubiese cumplido no era su culpa, pero jamás podrían dejar de parecer cómplices.

Al comparar las noches que se aparecían ante mis ojos, cedí a la tentación

de la piedad: sentí compasión de ti, de mí mismo, de la infinitud del tiempo en el

que ya no estaríamos. Y me derrumbé, porque entendí que no podría librarme

nunca del peso de los sueños.

Por unos instantes me quedé sin valor para cumplir mi propósito. Había

creído que la suerte estaba echada, y era cierto, solo que se trataba de una suerte

distinta a la que había concebido.

Tal vez me habría quedado allí, echado sobre la tierra, hasta que la

escarcha del alba me robara el aliento. O tal vez me habría incorporado

lentamente, como un sonámbulo, para emprender derrotado el camino de vuelta.

Entonces tú habrías tenido que levantarte, sobresaltada por mis golpes en la

puerta, y tu mayor suplicio habría sido, no sospechar, sino verte obligada a

Page 27: López. La entropía (Relatos)

24

preguntarme. Pero no fue necesario, porque la sombra se cerró de pronto, y

desperté.

Creo que fue una estrella fugaz. Un resplandor, un disparo. Pudo también

ser un relámpago, porque no tardó mucho en empezar a llover. Por un instante se

interrumpió el torbellino, y eso bastó para reavivar mi corazón entumecido.

Cuando cobré conciencia de mis ojos, la oscuridad permanecía allí, pero era ya

sustancia quieta, solo una noche fría y lluviosa de enero. Estaba empapado y

aterido, y a cada escalofrío me quitaba de encima un fragmento más de mis

alucinaciones. No recuperé las ganas de vivir, pero dejé de preferir la muerte.

Entonces me levanté y recorrí con rapidez, tiritando, el camino de grava

que conducía a la carretera. Por primera vez distinguí en la lejanía, veladas por la

neblina, las luces del pueblo, y aquella señal de presencia humana me bastó para

comprender que ya no regresaría a tu vida, y que aún no iba a morir.

Llegué a la carretera como quien alcanza costas extrañas después de un

naufragio: con el miedo del extraño y la reverencia del superviviente. Entonces

quedé deslumbrado por segunda vez, pero ahora eran los faros de un coche, y

supe que estaba en la tierra de los hombres.

El automóvil se detuvo a mi lado suavemente, y parecía que una barca se

hubiera deslizado sobre la arena de una isla desierta. La puerta se abrió y alguien

lanzó una pasarela. Pero yo permanecí reticente todavía.

—Mala noche para pasear —escuché que me decían.

No me giré a mirar, ni siquiera cuando ya estaba a bordo y la barca soltó

amarras y se adentró en el mar, alejándose de tu reino atroz, siempre hacia

adelante.

Page 28: López. La entropía (Relatos)

25

El otro lado

Languidecieron las luces con tránsito suave. Lo último que se perdió de vista fue

el pálido mural de la pantalla. La sala quedó a oscuras.

Los espectadores se sumieron en un vértigo de silencio. Eran cien

respiraciones absortas. Una vez más, sucedería el milagro, la brusca luminosidad

rectangular, sombras y colores componiendo la vida. Repetirían el rito de

asomarse a ese espejo, de encontrarse a sí mismos observando.

—¿A quién veremos hoy?

—Da lo mismo.

—Cada vez son distintos.

—Mejor. Así no dejarán de parecernos extraños.

La sala estaba a oscuras. Era la hora. En la cabina de proyectores, una

mano desconocida accionaría el interruptor. Se encendería la lámpara. Una rueda

dentada tiraría del celuloide. Pasaría ante la lente el primer fotograma. Todo a sus

espaldas. Y gracias a esos pormenores que desconocían, ante ellos quedarían

abiertas las ventanas del mundo.

La oscuridad, sin embargo, se demoraba. Hubo susurros de impaciencia.

De la cabina, siempre anónima, llegó un chirrido. Restallaron engranajes. Silbó

un motor forzado. Luego un silencio negro como una sima.

—¿Qué ha sido eso? ¿Por qué no se ilumina la pantalla?

—No te preocupes. Habrán tenido algún problema. Estarán arreglándolo.

Pasaron los instantes de incertidumbre. Cundió el temor y alguien

exclamó:

—¡Se ha roto!

Page 29: López. La entropía (Relatos)

26

Los que aún no lo habían pensado notaron el ascenso eléctrico del miedo.

Se desató un rumor nervioso. Nadie había visto nunca el proyector, pero intuían

la máquina secreta detrás de todas las cosas. Nunca se les había ocurrido que

pudiera fallar.

—¿Qué ha dicho?

—Que debe haberse estropeado la máquina.

—No puede ser. Esto no tiene precedentes.

No tenía precedentes. La proyección daba comienzo cada día,

puntualmente, con rigor cósmico. Esa era la promesa. Esa era la costumbre. Y ni

una sola vez habían faltado.

—Tendrán que hacer algo. No pueden dejarnos así.

—Además, ¿y los otros? También estarán esperando.

—Habrá que pedir explicaciones.

—¿A quién?

—No sé. Al de arriba.

—¿Alguien le conoce?

Nadie le conocía. Ni siquiera los que, movidos por una curiosidad

ocasional, habían mirado atrás alguna vez, a la ventana por donde surgían los

rayos rectilíneos, el haz condensado de imágenes. Tras el sucio cristal, apenas

habían vislumbrado una silueta en penumbra, inmóvil, como agazapada. Tenían

que haber sido más curiosos, más osados, cuando aún estaban a tiempo. No haber

dado nada por sentado. Solo se precisa descifrar la normalidad cuando se pierde.

Ahora sucedía lo inverosímil, y todo seguía oscuro.

—¿Quién anda ahí?

—Soy yo. Dame la mano.

—Prefiero seguir sola.

—No digas eso. ¿Y si la luz ya no volviera nunca?

—Imposible. ¿Qué sería de ellos?

—¿Qué sería de nosotros?

Muchos empezaban a preguntárselo. La única certeza que habían

aprendido —el suave consumirse de las luces, la pantalla creciendo fluorescente—

había fallado. Todo era ya posible. Se insinuaron los primeros sollozos.

—Tranquila, mujer. Espera un poco. Lo estarán arreglando.

Page 30: López. La entropía (Relatos)

27

—¿Y si no tiene arreglo? No volveremos a verlos nunca.

—Nos haremos a la oscuridad. ¿Quién te dice que no va a ser mejor?

Estarse muy quieto, ponerse cómodo y dejar que acabe el tiempo. Tampoco es tan

distinto de lo que hacíamos.

—Pero, ¿no lo entiendes? ¡Será como no existir!

—¿Y cómo sabes que existimos?

—Lo sabía por la luz, por esa gente mirando. Mientras está oscuro no sé

nada.

Como una ola se extendían los peores presentimientos. Cundía la sospecha

de que todo podía estar desmoronándose. Podía no quedar nada más allá de la

sesión interrumpida. Algunos se levantaron, deambularon a ciegas por la sala.

Pero la oscuridad parecía haberse llevado los espacios.

—Ayúdeme. Parece que aquí hay una puerta.

—No. Aquí estaba la pantalla, lo recuerdo muy bien.

—Entonces, grite al menos conmigo. Que nos oiga el de arriba. Que nos

oigan los otros.

Alguien gritó, y fue la señal que desató el pánico. Hubo cuerpos corriendo,

tropezando, cayendo en los pasillos unos sobre otros. Imprecaciones, quejidos de

los que eran pisoteados. Una voz se elevó pidiendo calma, y quedó confundida

entre otras voces. Hubo también abrazos desesperados en medio del tumulto.

Eran los que empezaban a comprender.

—Nos han dejado solos.

—Abrázame. Quiero saber si aún estoy aquí.

—¿Qué harán ahora toda esa gente de la pantalla?

—Es igual.

—¿Tú crees que nos olvidarán?

—Ya nos han olvidado.

Los que alcanzaron las paredes palpaban, golpeaban inútilmente.

Arrastraban las manos por el muro y no notaban más que la frialdad rugosa del

granito. Algunos se acurrucaron resignados en las esquinas.

Los puntapiés más fuertes abollaron la pantalla. Poco a poco se extinguió

el tumulto y no hubo más golpes. Y la oscuridad se colmó de sí misma.

Page 31: López. La entropía (Relatos)

28

—¿Qué pasa? —chilló alguien, con tono de fastidio.

—¿Por qué no empieza la película?

—¡Menuda tomadura de pelo!

—¡Acomodador!

—¡Que enciendan las luces!

Se encendieron las luces lentamente, apareció el patio de butacas, la gente

removiéndose en los asientos, mirándose entre sí y murmurando. Alguien reía,

otro bostezaba, todos se giraron hacia la cabina. Una voz resonó desde el

micrófono:

—Rogamos nos disculpen. Por graves problemas técnicos, la sesión de hoy

ha de quedar suspendida. En taquilla se les devolverá el importe de la entrada. Por

favor, salgan en orden.

—¿No podemos canjear la entrada de mañana? —preguntó una mujer al

acomodador.

El acomodador se encogió de hombros.

—¿Mañana? —replicó—. Nadie sabe si habrá sesión mañana.

Fueron saliendo en procesión por los pasillos. Una niña, sin dejar de mirar

atrás, lloriqueaba.

—¡No podemos abandonarlos, mamá! —se resistía—. ¡Se quedan tan

solos!

—Tranquila, vida. Ahí no vive nadie. Lo que vemos en las películas son

solo sombras de colores.

Las puertas se cerraron. Se apagaron las luces. Tras la fosforescencia pálida

de la pantalla, en medio del silencio, no quedó nadie para percibir aquel rumor

lejano, aquel amortiguado estrépito que parecía llegar del otro lado.

Page 32: López. La entropía (Relatos)

29

Hundimiento de un puente

...en realidad, el milagro ha ocurrido ahora.

Julio Cortázar

1

Nemesio Domínguez Conrado, peatón natural de Soria pero criado en nuestra

ciudad, pasaba ayer por la carretera que une los barrios de Fuentecilla y

Canalejas, cuando el cielo se le vino encima en forma de toneladas de cascotes.

Cerca de las dos de la madrugada, los vecinos de inmuebles colindantes al

puente del León vieron interrumpido su descanso por lo que califican de

“estruendo espantoso”. “Creía que se venía abajo el edificio, y mire que hace poco

que reparamos la fachada, nos costó un dineral y hay quien aún no ha pagado”,

afirma muy excitada Nieves, de 54 años. "Parecía una película de esas de

catástrofes", bromea riendo otro vecino.

En ese momento, Nemesio cruzaba por debajo del puente. Según explica,

le sobresaltó una serie de rápidos crujidos. Se quedó inmóvil intentando descifrar

el origen de aquellos extraños restallamientos, pero no tuvo tiempo de pensar.

Hubo un estampido ensordecedor. El impacto de un cascote le hizo caer al suelo,

en medio de una avalancha de polvo y hormigón armado.

Confiesa haber sentido el terror más grande de su vida. “Me pareció ver

una sombra a mi lado, justo antes de que todo se viniera abajo”, declara

visiblemente horrorizado al recordar aquellos instantes. “A lo mejor era mi ángel

de la guarda. O un demonio que escapaba.” “Pero, hombre de Dios —le pregunta

un periodista—, ¿qué hacía usted vagando a esas horas por la ciudad?” Y

Nemesio, pálido aún, sonríe como un niño pillado en una travesura: “Aliviaba mi

soledad, señor, que es muy dura.”

Page 33: López. La entropía (Relatos)

30

Sea por suerte o por azar, Nemesio permaneció bajo la única viga del

puente que quedó intacta. Unos centímetros más en cualquier dirección habrían

significado su muerte instantánea.

Domínguez fue trasladado inmediatamente al hospital de la Buena Nueva,

donde permaneció unas horas en observación y acabó saliendo por su propio pie,

tan atónito como había entrado. Vino a buscarle su vecino, a quien se había

avisado por falta de familiares próximos. El vecino se negó de muy malas maneras

a hacer ninguna declaración, y sus únicas palabras, dirigidas a Nemesio, fueron:

“Con todo lo que me debes, ¿y te atreves a sacarme de la cama a estas horas? ¡No

seas tan tacaño y págate un taxi, c…!”

Las causas del siniestro aún no han sido aclaradas por las autoridades. Se

habían realizado las inspecciones reglamentarias sin encontrar señales previas que

hicieran sospechar una debilidad en la estructura. La policía asegura que no existe

denuncia alguna acerca de mal estado, grietas o filtraciones.

Los observatorios sismológicos más próximos confirman la absoluta

ausencia de temblores en la zona.

El puente de San Esteban es conocido popularmente como “puente del

León” desde que unos desconocidos pintaran en sus paredes un ejemplar del

mencionado felino, en actitud desafiante, junto al confuso grafiti: “Muerde (o

“muerte”) a los cabrones (sic, o “ladrones”)”.

2

Hoy se cumple un año del misterioso derrumbamiento del puente del León.

Los ingenieros encargados de esclarecer el siniestro no han podido aún

emitir un veredicto definitivo. Se califica unánimemente el evento de

desconcertante y contrario a la capacidad de estructura y materiales. La obra era

de construcción reciente y factura impecable. “Ni siquiera cayéndole una bomba

encima se habría quebrado de cuajo como lo hizo”, declaró a esta revista el

presidente de la comisión investigadora.

Pero no acaban ahí los enigmas que plantea el hundimiento del puente del

León. Lo más extraño es la milagrosa supervivencia de la única víctima, un

Page 34: López. La entropía (Relatos)

31

paseante que caminaba bajo el puente y que resultó escandalosamente ileso. Esta

revista ha investigado por todos los medios la historia de ese señor, y lo que

hemos descubierto será sin duda del interés de nuestros lectores.

Según hemos podido saber, el sujeto en cuestión, Nemesio Domínguez

Conrado, trabajaba de camarero en un restaurante de menús baratos. El dueño del

restaurante afirma que jamás rompió un plato. “Daba gusto verle cargado de

bandejas sin que ninguna se le moviera un milímetro”. Cumplía con diligencia sus

deberes y nunca se quejaba de nada. No se le recuerda una gripe.

Sin embargo, el siniestro cambió la vida de Nemesio. Quedó tan

fuertemente impactado por lo sucedido que tuvo que abandonar el trabajo y

someterse a tratamiento psiquiátrico. No conseguía perdonarse una suerte tan

insultante. Continuaba viendo sombras de reojo, y no podía dar un paso sin temer

que se estremeciese la tierra y se derrumbaran puentes, diques, túneles o edificios.

“Miraba a su alrededor —nos cuenta su psiquiatra, que prefiere permanecer en el

anonimato—, como si todo estuviera hecho de cristal. Cayó en una considerable

paranoia. Respondió discretamente a los psicofármacos, pero abandonó la terapia

al poco tiempo. En mi opinión, estaba como una cabra.”

Abrumado por una vida que le parecía prestada, sin esperanza de

redención, perdida incluso la única amistad de su vecino, Nemesio se encerró en

casa. Su soltería le impidió disfrutar el calor reparador de una compañía

comprensiva. “Sí que había venido con alguna chica”, nos cuenta una vecina,

“muy guapas por cierto, pero a mí me parece que tenía muchas manías y las

novias se cansaban en seguida de él. Era muy raro. Figúrese...” Ahorramos a los

lectores la larga digresión de esta señora, demasiado subjetiva para aportar

detalles significativos al tema que nos ocupa.

En los meses siguientes, Domínguez Conrado sólo mantuvo el hábito de

jugar a la petanca en el campeonato del barrio. “Lo hacía muy bien”, afirman sus

compañeros de liguilla, “pero desde lo del puente no volvió a ser el mismo. Había

perdido mucho. Tiraba con miedo, y cuando chocaban las bolas daba un respingo

y miraba a todas partes con los ojos salidos.” “A una señora”, nos cuenta otro

compañero, “le cayó un día una maceta en la cabeza. Nemesio, a gritos, se

empeñó en acompañarla al hospital, donde dicen que acabó peleándose con el

marido.” “¿Y la señora?”, le preguntamos. “Ah, bueno, sí, creo que la pobre

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mujer no la ha contado.”

Desesperado, Nemesio Domínguez buscó alivio espiritual en la parroquia

del barrio. Se volvió muy religioso. El cura le invitó a que asistiera a misa, pero él

se negaba porque temía provocar el derrumbe de la iglesia. “Basta con que Dios se

despiste un momento”, aseguraba, con tanta convicción que el mismo sacerdote

empezó a tener miedo, y le prohibió que se acercase siquiera.

En tal situación de desamparo, y con la popularidad que iba ganando en el

barrio, Nemesio fue pasto fácil de personajes sin escrúpulos. Una secta lo captó

entre sus adeptos, y con él los ahorrillos que el pobre hombre debía poseer —

según afirma la vecina antedicha—. Nemesio abandonó el piso de alquiler y se

desprendió de sus escasas pertenencias. Nadie preguntó por él, y no se le conocen

familiares. El último que lo vio fue el vecino de rellano, al que regaló su loro en

compensación por lo que le debía. El vecino asegura que no sabe cómo quitárselo

de encima, que el animal chilla continuamente: “Que te caes, que te caes”.

Después de eso, solo sabemos que todos los integrantes de la secta en que

ingresó Nemesio se suicidaron en el solsticio de invierno. Algunos cadáveres

quedaron sin identificar, por lo que desconocemos si nuestro hombre se hallaba

entre los fallecidos.

Sorprende la coincidencia de que la secta tuviera por logotipo un león. Se

ha llegado a sospechar que Nemesio trabajara ya para ellos por aquel entonces, y

que todo formara parte de una conspiración en cadena que acabó resultando

fallida. Pero la policía insiste en que no hay señales que justifiquen pensar en un

atentado.

Cierto vidente afirma, convencido, que Nemesio era un gafe muy

poderoso. “Eso no significa que no pudiera ser útil a la sociedad”, añade.

“Imagine usted un ejército de Nemesios infiltrados en las filas enemigas. No

podría haber arma más barata y a la vez más efectiva.” Saque cada cual sus

propias conclusiones. Uno de los técnicos de la comisión investigadora aseguró:

“Es un cúmulo de incongruencias. Al puente no le correspondía hundirse, y a ese

hombre no le correspondía sobrevivir. Es como si una cosa compensara la otra.”

El técnico concluye, medio en broma medio en serio, con una hipótesis fantástica:

“Tal vez los milagros obedezcan a las mismas leyes que el mundo físico. Si así

fuera, podríamos enunciar con Einstein: el milagro ni se crea ni se destruye, solo

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cambia de formas”.

Page 37: López. La entropía (Relatos)

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El secreto del marqués

La cena era exquisita. Se estremecían en la pared las sombras proyectadas por los

candelabros. Los criados se afanaban en servir viandas y retirar las bandejas

vacías. El rumor de los comensales era interrumpido por la carcajada ocasional de

alguna mujer. Todo transcurría con plácido protocolo. De repente se hizo un

silencio tenso y riguroso, cuando el marqués se levantó y estampó unos golpes

apremiantes en su copa con una cucharilla.

Había llegado el momento de todos esperado y contuvimos la respiración.

El marqués había prometido revelar su mayor secreto en el curso de una cena. Y

aquella era la cena. Flanqueado por sus incontables amantes, el marqués se había

revelado extrañamente sombrío, con el gesto encogido de quienes arrastran un

peso insoportable. Apenas había comido, y sus ojos de zorro parecían velados por

una niebla sombría.

El marqués, como buen conspirador, guardaba incontables secretos que

utilizaba para confundirnos. Era un artista de las verdades a medias y de las

mentiras hermosas, con las que nos extraviaba en marañas sin salida en las que

perecíamos de desconcierto. Se complacía en hacer correr bulos que luego él

mismo rebatía. Pero, en nuestro círculo cerrado, todos mentíamos, y la mentira

era considerada, en cierto modo, signo de distinción. Nadie podría reprocharle, en

aquella corte corrompida, que él fuera más hábil.

Ahora había prometido descubrir su secreto más grande. Lo había

declarado con tanta gravedad que había conseguido infundirnos un

presentimiento de amenaza. En su boca, una revelación importante podía ser un

arma peligrosa. El secreto del marqués nos había hecho pasar revista a nuestros

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propios secretos, los que ni siquiera nos atrevíamos a confesarnos a nosotros

mismos. Aquella noche, alguien saldría malparado después de cenar.

Y por fin sonaba su copa. Así sonarán, tal vez, las trompetas del Juicio

Final. Se desvaneció el último tintineo y nos quedamos clavados al asiento,

congelados en su circunspecta expresión, en la lividez de su rostro. Empezó a

decir el marqués:

—Amigos míos: sabéis que esta no es una ocasión cualquiera. Os he

convocado para que seáis testigos de mi confesión dolorosa. Ya habéis esperado

suficiente, así que la haré sin rodeos: llevo años sospechando que entre nosotros se

oculta un traidor. No me refiero a esas triviales zancadillas que todos nos hemos

puesto alguna vez. Hablo de un verdadero enemigo.

Por unos instantes, un silencio compacto flotó suspendido en la sala. Nos

miramos unos a otros, rastreando señales de sospecha.

—No conozco a nadie aquí que no sea mi enemigo —repuso un cínico.

Nadie le rió la gracia.

—¿Enemigo de quién? —preguntó una dama de dudoso prestigio.

—De todos. De la alegría, del futuro, de la misma vida… —sentenció el

marqués, como si le pesara ya demasiado el secreto.

Cundieron expresiones de contrariedad. A más de uno se nos debió pasar

por la cabeza el presentimiento de que el marqués hubiera perdido el juicio. Sin

embargo, algo en sus palabras provocaba escalofríos.

—Señor… —intervino un viejo barón, de aire circunspecto, que todos

teníamos por el mejor amigo del marqués—, os ruego que no vayáis mas allá.

Callad mientras podamos olvidar vuestras palabras…

La más reciente amante de nuestro anfitrión, una dama más atractiva que

bella, y a la que yo no conocía personalmente, le salió al paso, sonriendo burlona:

—De ninguna manera. Ahora queremos saber. Dejadlo terminar.

El marqués y la dama intercambiaron una mirada que me pareció gélida.

Luego asintió como resignado, se detuvo a tomar aire, y nunca nos pareció tan

envejecido.

—Un hecho fortuito e insignificante me hizo descubrir quién es —

prosiguió—. Sólo el terror me ha impedido hablar todo este tiempo; el miedo y

una extraña curiosidad morbosa. Pero lo que sé ya es demasiado. Ya no me

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importa morir.

A pesar del respeto y de la expectación, los comensales murmuraron entre

exclamaciones, organizando tal algarabía que el propio marqués hubo de llamar a

la calma. Mientras tanto, la amante que acababa de intervenir recorrió la sala con

la mirada hasta posar sus ojos sobre mí, atravesándome con ellos con una

expresión felina que me dejó muy perturbado. Aunque apenas tuve tiempo de

cobrar conciencia de ello, porque de pronto me miró con semblante desencajado e

interrumpió a la concurrencia con un aullido histérico:

—¡Es él! ¡Él es el impostor!

En medio del tumulto, no tuve tiempo de reflexionar sobre el rostro

trastornado del marqués, su temblor, sus gestos de desesperada asfixia al

derrumbarse sobre la silla de terciopelo. No reaccioné al dedo acusador con que la

mujer me señalaba. Los criados habían saltado sobre mí y ya me habían

inmovilizado por la espalda, cerrando sus manos como argollas en mis brazos.

Tampoco pude detenerme en los candelabros caídos rompiendo estrepitosamente

la lujosa vajilla, incendiando las ricas mantelerías. No tuve margen siquiera para

preguntarme cuál de mis culpas era la que me condenaba.

Sin embargo, mientras me arrastraban a empellones hacia la puerta, se me

quedó grabado el asombro de los desorbitados ojos con que el marqués,

agonizante, traspasaba a la amante desconocida. También yo la miré, y caí en la

cuenta de que me resultaba vagamente familiar. Ella se volvió hacia mí y zozobré

en la sobrecogedora perversidad de su frío rictus. Pero lo que acabó para siempre

con mi razón fue descubrir, asomando bajo su inmenso miriñaque de seda, una

negra, peluda, larga cola.

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El silencio y la ausencia

Humeaba la hierba entre las ruinas de la ciudad quemada. Escombros infames

cubrían hasta donde alcanzaba la vista el torso quebrado de la tierra, trazando un

relieve de esquirlas de roca gris y maltrecha. Una luminosidad fría, fosforescente,

escamoteaba todas las sombras. Los edificios deshabitados alzaban su osamenta

bajo la suciedad de un cielo de metal. Sus mellados restos, como despojos de

gigantes boca arriba con los vientres abiertos, soportaban la humillación del fatal

abandono. Fantasmales ventanas descubrían otros muros tullidos, copiados hasta

el infinito. Y, en medio de las paredes sin sentido, sobre las repugnantes escamas

de aquel reptil a medias descompuesto, se amontonaban incontables cadáveres

cuyo nombre ya nadie recordaba.

Yo yacía rendido con la cabeza reposada en un cascote. Miraba el mundo

con los ojos velados de dolor, y agradecía que sus punzadas me entumecieran la

conciencia y la libraran casi de toda lucidez. Habría sido insoportable recordar

mejor, tener pleno conocimiento de mi ciudad asolada, de todo lo mío que se

había perdido, de la precaria vida que me quedaba por perder. Ni siquiera

lamentaba la lentitud de la muerte que se abría paso a borbotones por la herida en

mi costado. Cerré los ojos y, por un instante, pude mecerme en la calma de una

resignación casi absoluta.

Y aún me resistí a abrirlos cuando un brazo vigoroso me agitó por los

hombros y estremeció mi cuerpo con enérgicas sacudidas. ¿Era posible que

quedara algún superviviente? ¿O estaba el delirio del dolor jugándome una mala

pasada? Alcé la mirada con los párpados entrecerrados, y hubiera querido

disponer de fuerzas para pedir que me dejaran morir en paz.

Page 41: López. La entropía (Relatos)

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—¡Eh, vamos! —tronó un vozarrón grave y pedregoso—. ¡Levántate!

¡Tienes que ayudarme!

Me pareció distinguir entre brumas la figura fornida de un hombre. Su

cara, próxima a la mía, mostraba una hosca expresión tras el enorme bigote

oscuro.

—¡Maldita sea! —gruñó, contra mi silencio—. ¡Mueve de una vez ese saco

de huesos! ¡No vas a tenerme esperándote todo el día!

Ignoro de dónde saqué aliento suficiente para murmurar:

—Pero, ¿es que no lo ves? ¡Estamos todos muertos!

El sujeto se retorció el bigote y lanzó un par de roncas carcajadas. Me

sorprendió distinguirle con creciente claridad, como si poco a poco fuera

levantándose la niebla que lo desdibujaba.

—¡Eh, eh, gañán, no tan aprisa! Por cierto que he oído excusas mejores.

Deja de desvariar. Aún no ha llegado tu hora, ni vas a librarte con facilidad de los

trabajos que te esperan. ¡Venga, dame la mano!

Agarró con lo que me pareció una férrea tenaza mi mano ensangrentada y

dio un tirón. Y en un momento, para mi estupor, me vi de pie y sosteniéndome

por mí mismo, notando la firmeza del suelo bajo los pies. Aún no tenía apenas

fuerzas para moverme, pero el mero no caer me parecía un milagro tan

improbable que no le daba crédito. Instintivamente me palpé los costados y noté

una piel lisa donde poco antes se abrían tajos mortales. El hombretón se

complacía con una sonrisa ante mi expresión desconcertada.

—Pero, ¿qué magia diabólica es ésta? —exclamé trastornado—. Lo

recuerdo bien: la explosión que me ensordeció, el aluvión de metralla, el súbito

mordisco reventándome, la caída brusca sobre las piedras... ¡No es posible que

esto sea verdad!

El desconocido suspiró con impaciencia.

—Mal momento escoges para entrar en dilemas filosóficos... ¿A quién le

importa ahora la verdad? En plena guerra no hay verdad que valga. Si de algo te

sirve, aquí tienes la verdad del filo de mi espada.

Hizo ademán de llevarse la mano al cinto, con evidente aire amenazador, y

fue entonces cuando le miré con detalle por primera vez. Vestía de modo

estrafalario, al estilo de los soldados de varios siglos atrás, con una camisa ajada

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bajo el coleto de cuero, jubón y calzones, altas botas y una espada de cazoleta que

me pareció muy verdadera. Cruzaban su rostro ceñudo ostentosas cicatrices.

—¿Quién sois? —me sorprendí preguntándole con un trato de "vos" que

jamás había usado.

El desconocido oteó la infinita llanura descuartizada y pareció

ensimismarse unos instantes en abismos interiores.

—Eso, muchacho —suspiró—, te aseguro que no importa ahora. Hay un

alto capitán a quien nos debemos con urgencia. Ven conmigo, rápido.

Comprendí que sus órdenes no admitían réplica, así que le acompañé por

colinas de escombros hasta que fuimos a dar a una vereda, y la vereda nos

condujo a la playa.

Estaba la arena sucia y salpicada de cuerpos caídos. Algunos de ellos eran

revolcados por las encrespadas olas, sobre las cuales un extraño barco se

bamboleaba con violentos bandazos. El bajel me recordaba las embarcaciones

vikingas, por su forma, su tamaño y sus velas, pero sobre todo por la cabeza de

dragón que remataba la punta de su proa. Nada tenía sentido en aquel escenario

dantesco, pero yo ya había renunciado a pretenderlo.

Nos detuvimos frente a un yacente cubierto con raídas telas manchadas de

sangre. Mantenía cerrados los ojos y me impresionó el pliegue digno y altivo de

sus labios. Contaba también con un poblado bigote, y la abundante cabellera

mojada se desparramaba en numerosas hebras rubias que podían confundirse con

la arena. El soldado señaló el cuerpo y afirmó:

—Es él. Ayúdame a subirlo al barco.

—¿Tampoco vais a decirme quién es? —tuve la osadía de preguntar.

—Alguien cuya muerte merece ser honrada.

—¿Muerto? —insistí—. No parece un muerto.

Pero el otro empezaba ya a mover el cadáver, sin hacerme caso. Yo me

encogí de hombros, renunciando definitivamente a entender nada, aunque algo

molesto por su indiferencia.

Me ordenó que lo cogiera por los pies, mientras él se aplicaba a levantarlo

por el torso. Con mucho esfuerzo logramos arrastrarlo hasta el agua.

—Habrá que nadar —decretó el espadachín, deshaciéndose de su cinto y

de sus botas.

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—¿Cómo voy a nadar con las manos sosteniendo este peso? —clamé.

—Te las arreglarás.

Afortunadamente, el barco se hallaba muy próximo, y no hube de tragar

demasiada agua antes que lo alcanzáramos. Mientras yo sostenía sobre mí el

cadáver, el soldado trepó sobre cubierta, y una vez allí, inclinado en la borda,

aferró por los sobacos al vikingo y lo elevó él solo hasta que le hizo caer en el

interior de la galera.

Resollaba el desconocido, y noté en su semblante una serenidad

inesperada.

—Puedes subir si quieres —gritó sin mirarme—. O márchate ya, si lo

prefieres. A partir de aquí puedo arreglármelas solo.

Tiritando me abalancé en el interior de la embarcación, que continuaba

cabeceando a merced del bravío oleaje. Comprobé que su madera parecía

infinitamente antigua pero sólida, y tuve la extraña impresión de que había

llegado hasta allí no de otros mares, sino desde otro tiempo.

Ya sin pedirme ayuda, el caballero arrastró el muerto hasta una grada

hecha de troncos atravesados unos con otros, donde lo dejó echado boca arriba.

Colgaban las guedejas húmedas a ambos lados de la tarima, como pequeñas

cascadas amarillas, y la grave serenidad en el rostro del difunto permanecía

intacta. Se arrodilló el soldado, y yo, a pesar del frío y la fatiga, no pude resistirme

a imitarle.

—¡Oh, tú que con tus actos —entonó el caballero, y parecía hablar en una

lengua distinta, más ruda y más antigua— escribiste el mayor himno heroico

jamás concebido! ¡Oh tú cuyos brazos fueron de hierro blandiendo la espada y de

espliego acariciando un cuerpo de mujer! ¡Oh tú que no mereces mi alabanza

porque yo sólo soy un mortal y tú perteneces ya a las esferas divinas! ¡Halla la paz

y la libertad supremas que merece tu gloria, y asciende a las alturas para

admiración eterna de los otros dioses!

Eran tales la belleza y el sentimiento de la oración que una inmensa

congoja me invadió y no logré contener las lágrimas. Miré a mi compañero de

reojo y lo vi también postrado y abatido, pero sin perder la compostura. Tras

instantes de un silencio sólo quebrado por el rumor de las olas, el caballero se

levantó y apoyó la mano en mi hombro.

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—Acompáñame. Nuestra presencia en este barco ya no es apropiada.

Ahora es morada de dioses.

Salté el primero al agua y regresamos nadando a la playa. El caballero, sin

embargo, iba rezagado y tardó algo más que yo en alcanzarla. Cuando me levanté

sobre la arena, una leve columna de humo se alzaba de la embarcación, que

encaraba hacia nosotros sus estremecedoras facciones de dragón.

Prendieron las velas tan aprisa como si fueran de seda. El soldado se sentó

a mi lado, desplomándose con súbita fatiga. No osé decirle nada por no perturbar

su silencio fervoroso. Pero advertí en sus ojos resplandores de fuego mientras unas

llamas cada vez más embravecidas se elevaban del barco vikingo.

Permanecimos así, mudos y extasiados, contemplando el incendio de

aquella inmensa pira funeraria. Las ropas estaban empapadas, las fuerzas

consumidas, el ánimo sombrío. Miré a mi compañero y comprobé que observaba

impávido, absorbido en el punto donde la mar engullía el extremo de un mástil

abrasado. Anochecía. Un pesado tapiz oscuro se fue descolgando sobre mis ojos al

tiempo que se consumían las últimas llamas y se hundía el bajel en el océano.

Luego fueron el silencio y la ausencia.

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42

La partida

Os contaré esta historia como si fuera posible olvidarla. Sé que hay cosas que

conviene que conozcan pocos, y otras de las que nadie debería tener noticia. Pero

ya no me quedan fuerzas para seguir callando. En cambio, abrigo la esperanza de

que no me creáis y me toméis por loco.

Tenían muchas cosas en común. Ambos eran mis amigos. Ambos

guardaban, también, un secreto, y parecían luchar por olvidarlo. Los dos jugaban

endiabladamente bien al ajedrez.

La primera vez que vi a Gabriel estaba reclinado en la oficina del puerto.

Su figura espigada se recortaba en el contraluz de los cristales empañados.

Fumaba nerviosamente. Distinguí a través del humo unas facciones enjutas: las

mejillas hundidas, los pómulos salientes, la mirada traspasada de brumas remotas.

Me conmovió su grave semblante, y eso me predispuso a ponerme de su parte.

Ignoraba que necesitaba más protección de la que yo o cualquiera hubiese podido

darle.

Aquel mismo día conseguimos trabajo en el mismo barco, un pequeño

atunero que partiría a los pocos días. Me preguntó si conocía alguna pensión en la

ciudad, y yo le invité a acompañarme a la mía. Caminábamos por las calles

brillantes de humedad, y él parecía inquieto. Miraba continuamente a su espalda,

como si temiera que alguien estuviese siguiéndole. Intenté tranquilizarle:

“Conozco el barco donde vamos a trabajar. El patrón tiene fama de ogro, pero es

buena persona. Se trabaja duro, pero paga bien.” Él pareció ignorarme. No tengo

por costumbre entrometerme en la vida de nadie, pero insistí: “¿De dónde

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vienes?” Se limitó a replicar: “De lejos.” Comprendí que no quería preguntas.

Nos encontramos con Abel al subir al barco. Estaba acodado en el

pasamanos y nos recibió con una sonrisa inusual en los marinos. Esa sonrisa se

diría lastrada por un disimulado sesgo de cinismo. Sin embargo, pronto comprobé

que era una persona amable y educada. Hablaba con un marcado acento francés y

parecía muy culto. Eso me hizo pensar que tal vez podría hablar con alguien de

mi secreta pasión por los libros. Más tarde, a medida que fuimos conociéndonos,

abandoné la prevención que me había inspirado en aquel primer encuentro. Nos

tendió la mano y yo se la estreché, pero Gabriel lo ignoró y se adentró en el barco.

Me he acostumbrado a no juzgar las excentricidades de la gente, pero no me sentó

bien aquella transgresión de la camaradería marinera. Abel, en cambio, seguía

sonriendo como si ni siquiera hubiese reparado en aquella ofensa.

Partimos con buena mar al día siguiente. Había que recorrer una larga ruta

por el océano hasta llegar a los caladeros del Índico. Esos son los mejores

momentos en la vida de un atunero: el viaje de ida, cuando uno dispone de largos

ratos para contemplar melancólicamente el horizonte. Todavía no han empezado

las jornadas interminables sin un momento de respiro, los esfuerzos que no

permiten intercambiar más que gruñidos con los compañeros y cuando todo el

mundo está de mal humor. Creo que solo por esas primeras horas serenas, en las

que uno se siente libre y tiene la impresión de estar yendo a alguna parte, he

entregado mi vida a este ingrato oficio del atún. Por eso y por otras cosas que me

callo porque esta no es mi historia.

Hicimos amistad. La amistad ruda, como indiferente, y sin embargo firme

de los hombres del mar. El mar une porque no se sabe cuándo vas a necesitar que

te salven, y porque el mundo se hace diminuto en la cubierta de un barco. Gabriel

insistía al principio en su actitud distante, y rara vez se sumaba a las juergas que

organizaba el propio patrón, repartiendo generosamente licores y tabaco. Todas

las parrandas eran iguales: bebíamos y reíamos escandalosamente; luego llegaban

las primeras melancolías y cada cual contaba su historia. Algunos acababan por

llorar. Abel, de costumbre risueño, se sumía en espesos silencios cuando los otros

añoraban la novia o la familia, o relataban oscuras historias de estirpes malditas.

Escuchaba atentamente, pero sin demostrar ninguna emoción. Su silencio

suscitaba tanta inquietud como la pertinaz ausencia de Gabriel. Una vez, alguien

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se atrevió a interrogar al francés. Mi amigo le atravesó con una mirada tal que

nadie osó volver a decirle nada. Desde aquel día solo dialogó conmigo y,

esporádicamente, con Gabriel, cuando emergía de sus habituales ausencias. Yo

pensaba que debía unirnos el hecho de ser nuevos en la tripulación. Pronto supe

que había otras razones, espantosas razones que no habría podido sospechar.

El personaje más llamativo del barco era el cocinero, un viejo loco y

gruñón al que apodaban reverendo. El reverendo aparecía y desaparecía como un

fantasma, y se diría que lo era realmente, pues solo eso —y una antigua amistad

con el capitán— habría explicado su presencia en un atunero. Estaba obsesionado

con el libro del Apocalipsis, que conocía de memoria, y vaticinaba a cada

momento el fin del mundo y la inminencia del juicio final. Hacíamos broma a su

costa, entre carcajadas: “¡Eh, reverendo, mientras no llega el fin del mundo, fríe

bien las patatas!” Furioso, replicaba siempre con la misma maldición: “¡Reíd,

reíd, que está cerca el día en que lloraréis todas vuestras faltas, y la primera de

ellas mofarse de un viejo indefenso!” Había momentos en que el reverendo

parecía entrar en trance, y nos sobresaltaba gritando con los ojos abrasados:

“¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos, que el final está próximo!” Y nadie lograba hacerle

razonar, hasta que se calmaba por sí solo y regresaba a su cocina. Cierta vez que

Gabriel andaba cerca, me sorprendió verle reaccionar acaloradamente contra el

anciano: “¡Cállate, viejo! ¡No sabes de lo que hablas!” Intenté calmarle: “Déjalo,

hombre, ¡es un pobre loco!” El reverendo se acercó puño en alto, pero se detuvo

en el último momento. La expresión de terror en sus ojos se me quedó grabada

para siempre: “¡Dios santo!”, bramó, “¡tú estás maldito!” Y salió corriendo sin

dejar de repetir: “¡Está maldito! ¡Todos estamos malditos!” Aquella vez no hubo

risas.

Quedaban cuatro días para llegar a la zona de caladeros. Aún ignorábamos

que jamás alcanzaríamos los bancos de atunes.

No recuerdo cómo coincidimos los tres aquella tarde, ni de dónde salió el

tablero. Gabriel se quedó mirándolo como solo se mira a una mujer o a un vaso

de vino: con una mezcla de estupor y ansiedad. Ese detalle no debió pasarle

inadvertido a Abel, que mostró su blanca sonrisa y dijo: “¿Hace una partida?” Por

primera vez, Gabriel le miró a los ojos. Por primera vez, sonrió. Pero era una

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sonrisa amarga y reticente.

Dedicaron al ajedrez casi todos los ratos libres. Yo, que tengo poca traza

con ese juego, les acompañaba como mero espectador, en medio de un silencio

espeso vulnerado solo por el ronquido monótono de los motores. Lo que

realmente me fascinaba era la pasión con que ambos estudiaban cada situación de

las piezas, la solemnidad tensa con que las cambiaban de casilla (casilla blanca,

casilla negra), avanzando, retrocediendo, aplacando. A pesar de mi ignorancia, yo

sabía distinguir las estrategias, las escaramuzas, los repliegues, la satisfacción de

confundir, la mal disimulada cólera ante el error. Jamás he visto jugar a nadie con

tanto ardor: podía notar cada segundo aquel paseo tirante por la sutil frontera que

separa la victoria de la derrota. Dicen que una partida de ajedrez imita el

movimiento de las tropas en un campo de batalla. Yo me preguntaba, inclinado

sobre el océano, cuál sería la guerra entre aquellas dos almas extrañas. La mar

estaba quieta, como agazapada, y nunca respondió ni con un murmullo. Habría

preferido no averiguarlo.

Los compañeros miraban ya a aquellos dos seres con prevención. Apenas

intercambiaban palabras con ellos. Ellos, por su parte, estaban hechos a sostener

el silencio. A veces, alguien me acompañaba como espectador. Pero la mayoría se

cansaba al poco rato, más por el tenso ambiente, supongo, que por aburrimiento.

Corría la voz de que en el barco había otros locos además del reverendo. En una

ocasión escuché murmurar al patrón, después de mirar a los dos silenciosos

rivales: “¡Menuda suerte la mía! Los del puerto me la han jugado bien. A la vuelta

se enterarán.” Jamás habría tal vuelta, ni el patrón tendría oportunidad de

protestar.

No he dicho que nunca terminaban las partidas. Ambos jugaban

demasiado bien, y daba la hora de trabajar, de comer o de dormir antes que

ninguno se acercara al jaque. Parecía que repitieran una y otra vez la misma

partida interminable, y al final, en efecto, así fue. Las piezas se quedaron quietas,

bamboleadas sólo por el cabeceo del barco, esperando al día siguiente. Desde

aquel momento no volvieron a recogerlas.

Entretanto, el barco jugaba su propia partida con el mar. Habíamos

alcanzado ya la zona de caladeros. Pero el mar tenía preparada una escaramuza

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inesperada, y a los diez días de viaje el tiempo se ensañó con nosotros.

Estábamos acostumbrados a las tormentas: forman parte del oficio. Nadie

se extrañó, nadie se lamentó cuando nos acometió la tromba y las olas se

levantaron como garras de gigantes, zarandeando nuestro triste balandro. Sin

embargo, bien sabíamos que en toda tempestad la muerte asoma su sayo bajo la

puerta. El reverendo parecía empeñado en recordárnoslo con sus alaridos

exasperados, repitiendo sin cesar “¡Arrepentíos! ¡La hora está cerca!” Se hicieron

las faenas necesarias y todo el mundo se refugió bajo cubierta, soportando como

podía aquel vaivén brutal que arrancaba chasquidos de las planchas y la armazón.

El patrón se retiró a su camarote. Nos dispusimos a pasar varias horas de

ansiedad contenida, hacinados en la escueta cámara. Mis amigos, indiferentes al

mundo, se apostaron en sus sillas y continuaron la partida. Hubo quien gruñó al

verles, pero nadie dijo nada. “Tú mueves”, murmuró Abel con su sonrisa de

felino. Gabriel fijaba los ojos hundidos en el tablero. Luego movió.

Afuera resollaban el mar y el viento. El reverendo se había encogido en un

rincón, pasando una tras otra las cuentas de su rosario. “Se acerca el fin del

mundo”, sentenció sobresaltándonos. “Nos vamos a hundir. Yo lo sé, no hace

falta que nadie me lo diga. Lo sé como si ya hubiera sucedido.” “Calla —replicó

alguien—, ave de mal agüero. El barco es sólido, y la tormenta tampoco es para

tanto.” El viejo miró más allá del techo. “No es la tormenta... Yo sé de lo que

hablo. El diablo anda suelto entre nosotros.”

Los ojos de Gabriel brillaron. Alzó la mirada del tablero, en dirección al

reverendo. “Habla, viejo — gruñó con voz rasgada—. ¿Qué sabes tú del diablo?”

Todos nos volvimos hacia el pobre reverendo, que miraba al techo y seguía

pasando las cuentas del rosario. De pronto, con expresión desencajada, puso los

ojos en Gabriel y declaró: “Sí, os hablaré. Diré lo que tengo que decir, ahora que

ya no importa.” Todos contuvimos la respiración.

“He conocido a muchos hombres perseguidos por la tiniebla. Los he visto

reírse mientras descendían uno a uno los escalones del mal. Asistí al tormento que

les llevó a perder la razón o a colgar de una cuerda. Y he visto la sombra del

diablo mezclarse con mi sombra, eligiéndome para engrosar sus legiones. Sentí la

llamada, y sucumbí. Me entregué a los vicios, abandoné a mi familia. Apuré mi

condena asesinando. Entonces vi al demonio cara a cara: sus ojos de fuego, su

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sonrisa burlona. Estaba esperando impaciente a que le entregara el alma.

“No sé cómo llegué a una iglesia. No esperaba redención, sabía que era

cuestión de poco tiempo y ni siquiera pretendía resistirme. Aún recuerdo los

cirios, el olor del incienso. Empecé a despedirme de todo. Oía latir mi corazón, y

también oía los golpes del espíritu del mal en la puerta. Pero entonces me

desmayé, y tuve una visión...”

Un compañero dio un golpe en la mesa y saltó hacia el reverendo,

amenazante. “¡Maldito viejo!”, gritó, “¡ya me estás hartando con tus

alucinaciones!” Gabriel se interpuso, blandiendo una navaja. El otro se detuvo

pálido, no menos de lo que debimos quedarnos los demás. “¡Quietos todos!”,

sentenció, señalándonos. “Al que se mueva lo mato.” Luego se dirigió al

reverendo: “Acaba, viejo.”

El pobre hombre suspiró. “Sí, acabaré. Todos acabaremos muy pronto. En

mi visión se me mostró la verdad. Contemplé la otra vida como si ya hubiera

muerto. Visité los infiernos y los cielos. Mi alma relampagueaba en medio del

universo. Y, al final, una mano se tendió hacia mí. Sentí en un instante la

vergüenza de la humanidad entera, y, tocado por aquella corriente de bondad, me

arrepentí de todos mis pecados. Quedé dispuesto para el fin, pero el fin no llegó.

El diablo ya no estaba en la puerta. Me ha dejado en paz... hasta hoy. Hoy lo he

visto otra vez. Lo he reconocido en medio de la tormenta, a la luz de un

relámpago. Los mismos ojos, la misma sonrisa. Y, ahora, sentado entre nosotros.

¡Arrepentíos, porque el fin está cerca!”

Gabriel continuaba de pie, entre el viejo y nosotros, con la navaja

temblándole en la mano. Su cara sudorosa miraba en torno, aterrorizada. De

pronto, una carcajada resonó en medio del tropel de la tormenta. Una carcajada

que nos pareció inhumana, y que bramó: "¡Jaque Mate!" Entonces Gabriel soltó

un alarido y, con una furia espantosa, hincó la navaja en el costado de Abel. Este

no tuvo tiempo de reaccionar, y recibió una estocada tras otra con apagados

gemidos. Nadie se movió: asistimos a la escena con la impotencia y el terror

clavándonos a las sillas. Luego, Abel quedó tendido en el suelo, balanceándose en

medio de un charco de sangre, con los ojos desencajados. Resonó un chasquido, y

un nuevo grito nos sacó del pasmo.

“¡Vía de agua!”, aulló alguien. Alguna plancha había saltado, y el mar

Page 51: López. La entropía (Relatos)

48

irrumpía ferozmente por el casco herido de muerte. No había tiempo para hacer

nada. Había que abandonar el barco rápidamente. Todo el mundo se precipitó por

la escalerilla, a empellones y manotazos, con el alma saturada de horror. No fue

fácil salvarse en medio del temporal, y muy pocos lo conseguimos. Gabriel

desapareció entre la espuma y debe andar purgando su crimen en los mismos

abismos marinos en que acabó Abel, con el barco por féretro. No he vuelto a ver a

los otros, pero estoy convencido de que aún se preguntan, como yo, si aquella

noche la verdadera suerte no habría sido morir.

Porque, a pesar de la precipitación por salir del camarote, todos pudimos

escuchar de nuevo la inhumana carcajada, que parecía proceder de varias voces

simultáneas. Jamás olvidaré lo que para mi mal entreví mientras corría hacia la

escalerilla: el reverendo permanecía en su rincón, pero su expresión había virado a

una sonrisa maligna, y le escuché decir con una voz profunda y pedregosa y un

marcado acento francés:

“Imbécil, ¡te gané la partida!”

Page 52: López. La entropía (Relatos)

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Filosofía inquebrantable

Dictaminó que el azar no existe. Utilizó parábolas y símiles para ilustrar que el

destino es solo el difuso resultado de decisiones encadenadas. Un público

variopinto lo escuchaba sin respirar. Insistió en que la suerte la labran nuestra

tenacidad o nuestra desidia. “Construid vuestro destino”, dijo. Afirmó,

argumentó, discutió, y cuando declamaba más acaloradamente le hizo callar un

pelotazo en el cogote.

Era un balón de cuero, de los duros. El niño lo miró desde lejos, titubeó

unos instantes y luego echó a correr. Lo llamó en vano. Maldiciendo con

expresiones muy poco filosóficas, se disculpó ante la concurrencia y salió tras él.

En el atolondramiento dio un codazo a una señora y las excusas no le

libraron de una estocada de paraguas. Pero eso no le detuvo. El semáforo por

donde había cruzado el niño ya parpadeaba, y, a pesar de la molestia del paraguas

incrustado en el brazo, saltó a la calzada.

Comprendió que era un paso a destiempo porque distinguió el destello rojo

conminándolo a detenerse, justo antes de que un vehículo lo arrollara. Notó el

crujido de algún hueso mientras daba un aparatoso vuelco sobre el capó. Alguien

acudió, lo tomó del paraguas y le preguntó si estaba consciente, pero él no

contestó. Aprovechó el tráfico detenido para cojear hasta la acera. Tenía los ojos

puestos en el niño, que había desaparecido por un callejón. Sonrió con la mitad

intacta de la cara, pensando: “Ya te tengo.”

Renqueaba muy resuelto, blandiendo el paraguas incrustado con un

acelerado vaivén de alambres sueltos y telas arrugadas. El ensimismamiento le

hizo ajeno a la piedra con la que repentinamente tropezó. Dio de bruces sobre el

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cemento, levantando una discreta polvareda. Un zapato precipitado pisó las gotas

de sangre que había despedido su nariz, y quedó un rastro de manchitas impresas

pie sí pie no.

Ni siquiera entonces se distrajo de su objetivo. No tenía tiempo para pensar

en la nariz rota. Se levantó entre un grupo de curiosos que empezaban a rodearlo,

y que se apartaron respetuosamente cuando él pidió paso. Lo último que vieron

cuando dobló la esquina fueron las agitadas varillas del paraguas.

Distinguió al niño al fondo del callejón, encaramado en un contenedor de

basuras e intentando inútilmente saltar el muro que cegaba la salida. Frunció sus

labios macilentos ante la proximidad del éxito, pero entonces una sombra se

interpuso.

Otras la siguieron. Tres mastodontes le cerraban el paso blandiendo

amenazadores instrumentos contundentes. No les habría negado lo que pedían si

no hubiera tenido tanta prisa. Entonces, a través de los dolores que le roían por

todo el cuerpo, notó el vacío de su estómago violentamente hundido. Un nuevo

golpe le dislocó el hombro, y el siguiente le desencajó la mandíbula. La vista se le

nubló por unos instantes y cuando abrió los ojos estaba solo y tendido boca abajo

entre basuras.

Su primera mirada borrosa se dirigió al muro. Sorprendentemente, el niño

continuaba allí, petrificado como una estatua a unos pasos de la pared de ladrillos

mal remozados. Se arrastró hacia él ayudándose con los codos, ya que las piernas

no le respondían.

Lo alcanzó con una mueca triunfal, y no dio un grito porque no le

quedaban fuerzas. Levantó la cabeza y vislumbró en los ojos del chiquillo una

mezcla de temor y asombro. Había vencido, y solo entonces dio el pelotazo por

saldado. “No lo olvides —musitó con dificultad—. Uno construye piedra a piedra

su victoria.” El niño asintió y se apartó un poco.

El muro se desplomó estrepitosamente sobre el filósofo, rubricando la

última lección que impartió su silencio perfecto.

Page 54: López. La entropía (Relatos)

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El último conjuro

Empezaba a prepararse para una muerte inapelable y sin gloria, frugal alimento

que ni siquiera saciaría la voracidad de los inquisidores. No significaría para ellos

la agonía de un hombre, una conciencia sufriente cercenada por su hachazo

brutal: apenas otra marca que añadir a la irredenta lista de condenados a la

hoguera. Toda su pugna de libertad y sabiduría quedaría reducida a una brisa con

olor a chamusquina que ni ensancharía un imperio ni coronaría una venganza.

Pero incluso el tiempo de esas consideraciones se había agotado. No por

los zarpazos con que ensangrentaran sus piernas los espinos, ni por el aire que le

apuñalaba el pecho a cada bocanada, ni por las uñas partidas de agarrarse al filo

de los peñascos. La fatiga que lo había detenido era la del espíritu tentado de

rendirse al certero destino. Sin embargo, la cercanía de ladridos y jadeos de los

perros, los relinchos de los caballos, el vocerío de los guardias, espolearon su

desesperación y le impulsaron de nuevo a la carrera furiosa. No le movía la estima

de su propia vida, que daba por perdida ya, sino el recuerdo de sus maestros, el

orgullo de su intento, la dignidad poética, inabarcable, de la Obra.

Remontó dando traspiés un nuevo trecho. Notó rasgarle la carne nuevas

marañas de zarzales, que apartó con gesto decidido y menosprecio de un dolor

que ya no podría ser más grande. Resbaló en los matojos, perdió el equilibrio en

las pedrizas, pero la voluntad, milagrosamente, tiraba de él aún. Los ladridos

sonaban más cerca y no dudaba de que pronto le alcanzarían.

Fue a dar de bruces contra una roca, y vio las gotas de sangre que

salpicaron en ella sus dientes rotos. Quiso levantarse y comprobó que no podía: ya

no llegaba respuesta de sus músculos. “Esto es el fin”, creyó decirse. Y antes de

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darse cuenta se descubrió invocando a los dioses más cercanos. Echó mano de

palabras prohibidas que jamás había osado pronunciar. Alzó la mirada a un

mundo enturbiado por la sangre que le nublaba los ojos, y tal vez vio acercarse

una sombra antes de sumirse en la oscuridad, bendiciendo a la muerte si era ella.

Despertó entre sobresaltos sobre un catre mugriento y desvencijado, en lo

que al principio creyó serían las mazmorras del Oficio. Pero sobraba luz para

tratarse de un sótano tenebroso. Echó un vistazo a la estancia: una mesa, una

silla, unos anaqueles escasamente ocupados; en las paredes de madera tosca se

abrían dos ventanucos y se perfilaba una puerta. Por ella irrumpió,

deslumbrándole, un viejo ataviado con hábito raído cuyo aspecto de monje no le

tranquilizó.

—Así que has despertado —murmuró el viejo sin mirarle, ocupado en el

acarreo de un balde—. Poco ha durado tu sueño.

Le costaba mantener abiertos los pesados párpados, y le atormentaban el

cuerpo todo género de dolores. Se le escapó un gemido involuntario, y entonces el

viejo le dirigió la mirada. Pudo distinguir sus ojos negros, incendiados por una

mezcla de compasión y fastidio, y se serenó arguyendo que aquel hombre no

podía ser su verdugo.

—No des por sentado que vas a vivir —gruñó el viejo—. Demasiadas

heridas, y demasiado profundas. Ni siquiera yo puedo curarlo todo.

Él se revolvió en el camastro, hizo acopio de fuerzas y preguntó dónde

estaba.

—Donde no deberías —rezongó el otro sin dejar de atravesarlo con su

mirada—. Muchacho, nadie entra aquí por su propio pie. Debe haber sido elevado

tu conjuro.

Ni su voto ni su seguridad le permitían arriesgarse a responder. Pero aquel

anciano empezaba a inspirarle una inexplicable confianza, y, lo que era peor, un

irresistible deseo de confesar. El viejo cerró los ojos y suspiró.

—Noto tu resistencia y tu miedo. Eres muy fuerte, muchacho: tú y el poder

que te sostiene. Pero la determinación no te libra del tormento, ni de tu condición

de fugitivo.

El muchacho se estremeció, pero mantuvo silencio. El viejo se inclinó de

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nuevo sobre el balde.

—No me interesa tu lucha. Sólo espero que te marches cuanto antes.

—No tengo adónde ir —se decidió a gemir el joven.

El viejo suspiró una vez más y dejó el cubo en el suelo. Murmuró sin

mirarle:

—Ya lo sé. Vi a tus perseguidores. Tu ofensa debe ser grande. Pero a mí no

me concierne.

El muchacho sintió que se le quebraba la entereza. Las palabras se le

escapaban de la boca, y acabó rindiéndose a un llanto estertóreo.

—Ya que me has salvado la vida, bien podrías aligerar el peso de mi alma

dejándome que defienda mi inocencia.

—Nadie es inocente —susurró el viejo, como hablando para sí—, y mucho

menos un alquimista. ¿Acaso no has aprendido ni siquiera eso?

El muchacho se vio atravesado por un pavor repentino. Dios o el diablo le

habían traicionado. Estaba al descubierto. ¿Cuál sería el próximo paso? ¿Cuáles

las intenciones de aquel viejo aparentemente inofensivo que, sin embargo, conocía

los secretos de su vida? ¿De qué nuevas perversiones sería víctima?

Como habiendo escuchado una vez más el hilo de sus más recónditos

pensamientos, el viejo declaró con tono a un tiempo tranquilizador y huraño:

—Aquieta tu corazón, muchacho. Ya te he dicho que yo no soy tu

enemigo. Por ahora estás a salvo, pero no por mucho tiempo. Ando desentrenado,

y tus perseguidores son hábiles y poderosos. No sé por cuánto podré seguir

confundiéndolos.

—¿Quién eres? ¿Y cómo sabes quién soy yo?

El viejo continuó hablando como si no le hubiera escuchado, como si

aquellas preguntas fueran frivolidades de niños en comparación con lo realmente

importante.

—Has escogido el más duro de los caminos, muchacho. Elegiste la verdad,

y la verdad es oscura y subterránea. Elegiste la transmutación, y la transmutación

es ardua y dolorosa. Elegiste el poder, y el poder es peligroso e indomable. Pocos

han atravesado esa selva del conocimiento esotérico sin caer en la locura, y

ninguno sin despertar la confabulación del mal en su contra. Casi todos han

sucumbido a la fuerza desatada de la Obra. ¿Por qué habías de ser tú distinto?

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—¿Y qué sabes tú de ese camino? —replicó irritado el chico.

Esa fue la única vez en que pudo ver un esbozo de sonrisa en la expresión

del viejo.

—Lo sé todo... Porque yo mismo lo recorrí.

Sucedió de repente, como si un brusco embate del viento hubiese

desquiciado la puerta y entraran en el mundo el fragor y el ímpetu de la ventisca.

Fue como si se hubiera resquebrajado de cuajo un muro de silencio, y el clamor

más recelado hubiese irrumpido súbitamente. El muchacho, abriendo los ojos, dio

un salto en el camastro, y encontró al viejo plantado delante, como el primer día.

Lo interrogó con la mirada pavorosa, y el viejo asintió.

—Sí, muchacho, son ellos. No puedo mantenernos invisibles por más

tiempo. Los viejos poderes se retiran. Llegarán aquí en cualquier momento. Si nos

encuentran, nos perderemos los dos. Tienes que marcharte.

El muchacho comprendió que hablaba en serio, pero eso no redujo su

estupor.

—¿De verdad, maestro, vais a abandonarme ahora? ¿También vos me

traicionaréis?

El viejo suspiró, sin mostrar el más mínimo cambio en el semblante.

—Ha llegado el momento de la entereza. La oportunidad suprema en que

tendrás que demostrar que tu aprendizaje no fue en vano. La muerte viene en

busca de quien le pertenece. Siempre ha sido así. Venga, date prisa. El tiempo se

acaba.

Aquellas palabras sacudieron el alma del reo. El joven recordó las

lecciones de los maestros, el coraje y el desprecio de la muerte que conllevaba su

voto sagrado. Dejó de rebelarse y aceptó su destino, y desde ese momento le

inundó una fuerza que hasta entonces desconocía. Y aprovechó ese vértigo para

saltar del lecho y precipitarse al umbral. Afuera soplaba un viento frío, mezclado

con helados goterones y polvo de los caminos, y enredado en él se distinguía con

claridad el estrépito de los perseguidores: los ladridos, los relinchos, los golpes y

los gritos. Todo ese estruendo, sin embargo, no impidió que escuchara las voces

con que lo despedía el viejo.

—En el momento de la muerte conocerás una última verdad que ahora

Page 58: López. La entropía (Relatos)

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ignoras. Ella te ayudará a dar en paz ese paso supremo.

Se giró para lanzar reproches al viejo, pero no pudo verlo. Había

desaparecido, y con él la tosca cabaña. En su lugar se oteaba una extensa pradera

en cuyo linde inferior pudo distinguir la aterradora mesnada de sus enemigos.

Se sentó a aguardarlos.

Y vinieron las jornadas de la oscuridad y el horror, de la espantosa tortura

y los gritos que a fuerza de resonar en los calabozos acabaron por parecerle de

otro. Vinieron los largos interrogatorios que no perseguían más confesión que la

establecida de antemano para los reos de brujería. Tuvo oportunidad de conocer

la profunda miseria de la carne descuartizada, la innata debilidad del cuerpo, el

límite para la tolerancia del dolor. Una y otra vez, los inquisidores le volvían a

martirizar con las mismas preguntas, respondiendo a su silencio con la misma

paciencia perversa, y la condena a una nueva eternidad de suplicios. Y alcanzó

como todos el punto en el que capitula definitivamente la esperanza, en que se

pierde toda dignidad y se renuncia al recuerdo, ese desmoronamiento donde no

queda más que el daño y el asco más inmensos, y uno no aspira a otra cosa que a

una muerte que alivie el padecimiento.

Su ejecución tuvo lugar de madrugada, en la Plaza Mayor. Apenas notó el

trasiego de su cuerpo sobre el carro, el vocerío de la multitud agolpada alrededor

del patíbulo, los empujones con que lo hincaron al madero, la opresión de las

cuerdas. Tampoco percibió con nitidez el olor a orines y vómitos de su hábito, la

espuma que caía de su boca babeante, el crucifijo que le acercaron y que

probablemente no besó. Sin embargo, en medio de aquel océano de dolor

indistinto, algunas sensaciones y algunas ideas cobraban forma. Le acometió entre

convulsiones un presagio. Se había dado en él una metamorfosis. Y recordó.

Volvieron a su mente el largo aprendizaje, las citas clandestinas, las

infatigables pruebas en subterráneos mohosos, los conciliábulos, los conjuros, las

noches sin luna. Regresaron la devoción a los maestros, los libros secretos

quemados después de memorizarlos, las primeras fruslerías que sólo la ignorancia

llamaría magia. Rememoró los poderes convocados, el terror y el vértigo, la

investidura, el orgullo. Luego, cuando perdió a sus maestros, la soledad y el

destierro.

Page 59: López. La entropía (Relatos)

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Pasaron por su mente violentas escenas, cargadas de temor y de ira, largos

años de un mundo sin paisaje, y al cabo el juramento sin vuelta por el que renegó

de su condición y se desentendió para siempre del destino de los hombres. Y

recordó más: el peregrinaje irredento, el retiro a un indómito paraje, la

invisibilidad forzada y, por fin, la compasión y el último conjuro. Entonces cobró

conciencia de quién era y lanzó una carcajada que hizo estremecer a todos los que

contemplaban la entrega de su alma entre las llamas.

—¡Soy yo, sí, ahora soy yo! ¡Conseguí el trueque de las almas! ¡Logré

salvarte, muchacho!

En la cabaña invisible, el viejo se estremeció también, como si hubiera

muerto o como si hubiera renacido.

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La agreste orilla

Llegaron las muchachas más hermosas. Bajaron una a una, con elegante paso de

princesas. Sabían que cada mirada las había anhelado largos meses. Tras ellas

descendieron los mercaderes, y luego la tripulación, un puñado de marinos

harapientos en los que nadie se fijó. El último fue el viejo capitán, renqueante

como siempre por la pasarela, pero con la sonrisa de triunfo que se le dibujaba al

cumplir cada viaje.

Había gran revuelo en el puerto. Los mercaderes trajinaban sus tesoros,

nuestros hombres se apiñaban en torno a las recién llegadas. Se intercambiaron las

primeras bromas, y las muchachas respondieron con risas nerviosas. Sus peplos

ondeaban al viento y se enredaban en los brazos extendidos de los hombres. El

capitán contempló la escena como una matrona satisfecha ante su prole. Pude ver

cómo nos guiñaba un ojo.

Pasamos la jornada descargando y cargando mercancías. Por la noche se

organizó el tradicional banquete de bienvenida. No se escatimó ni la mejor caza ni

el precioso vino recién llegado de Esmirna. Incluso la guardia se interrumpió,

despreciando el peligro de ser atacados por los indígenas. Poco a poco se fueron

relajando las tensiones del principio. Se insinuaron las primeras familiaridades. Se

susurraron algunas propuestas tempranas, demasiado audaces. El capitán refirió

malas noticias de la Hélade: las recientes guerras, la escasez, el hambre. Lo

lamentamos por ellos, y dimos gracias por estar tan lejos y por poder beneficiarnos

de la miseria de nuestra vieja tierra para robarle sus mujeres.

Los salvajes son muy celosos con sus hembras. Se avienen a intercambiar

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cualquier cosa, pero no a ellas. Cuando llegamos nos recibieron con esa

hospitalidad al acecho que ya he visto en los indígenas de otras colonias. Son

pueblos primitivos, brutales, sin civilización. Quieren aprender de nosotros, pero

nunca dejan de temer nuestra superioridad. No hacía mucho, algunos de los

nuestros se habían permitido ciertas osadías. Lo pagaron con su sangre, y el resto

de nosotros con el aislamiento. Costó mucho convencerles de que no volvería a

suceder, y se restableció una paz tensa cargada de presagios. Desde entonces,

escuchábamos a menudo sus tambores rasgando el silencio de los bosques, como

amenazas que no sabíamos descifrar. La mitad de nuestro esfuerzo consistía en

comerciar con los indígenas; la otra mitad, en vigilarlos. Se lo conté al capitán y se

rió. Al día siguiente, él estaría en alta mar, de regreso a Atenas. En cambio,

nosotros permaneceríamos en esta agreste orilla del mundo.

Pero esta vez sería diferente. Tendríamos mujeres, amor, familia.

Encararíamos con más ánimo la lucha por el futuro. Un futuro que empezaba a

tejerse al amparo de las flautas y los tambores y las danzas arrebatadas con que

todos celebrábamos la vida. Aprovechando el bullicio, el capitán hizo una señal y

todos los miembros de su tripulación se levantaron de un salto, como un solo

hombre. Se retiraron discretamente, en dirección a la playa, confundidos en las

tinieblas. Habían hecho buen negocio, y no regresarían en muchos meses. Vi al

capitán alejarse cojeando, y me estremeció la ocurrencia de que no volvería a

verlo nunca.

Entretanto, el festejo fue subiendo de tono. No cesaban las flautas, las liras,

los tambores, resonando en la noche con ritmo cada vez más vertiginoso. Los

danzantes, inspirados por Dionisos, se entregaban a un arrebato cada vez más

frenético. Llegó un instante en que nadie conocía a nadie, se entrelazaban los

cuerpos, se rasgaban las telas, se confundían los alientos. El mundo entero daba

vueltas alrededor de aquel puñado de hombres y mujeres rendidos sin voluntad

ante la pasión desenfrenada. El capitán y sus hombres debían estar contando

monedas en cubierta, a la luz de las antorchas, pero ya ninguno de nosotros

pensaba en ellos.

Para cuando se vació la última ánfora de vino de Esmirna, todos habíamos

perdido la noción de la realidad. Los músicos eran ya solo música, una percusión

sin pausa que resonaba en los más hondos rincones de nuestras médulas. Los

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danzantes eran pura danza, una vorágine de carne hechizada. Yacíamos

confundidos en medio de una masa voluptuosa. Y, por fin, se despertaron

nuestros instintos más recónditos, nuestras pasiones más rudas, pura fruición que

no atendía más que al goce de sí misma.

Lo descubrimos al día siguiente, en el mismo momento en que debía estar

zarpando el barco. Acaso fuera el eco de una carcajada del capitán lo que sacudió

a los primeros hombres, que se levantaron aturdidos y se enfrentaron con las

señales del espanto. Entre chillidos y llantos nos despertaron a los demás, y pronto

nos precipitábamos todos medio ciegos, tropezando unos con otros, tirándonos de

los cabellos, arañándonos las tristes carnes ante los restos del horror que nos

revelaba la madrugada.

No había sobrevivido una sola muchacha. Ni una sola mujer para consolar

nuestras noches de invierno. De nada serviría ahora recordar su delicado descenso

por la pasarela, sus risas candorosas, su inocente entrega. Todo ello se mezclaba

en nuestras mentes trastornadas con el vago recuerdo, que ahora empezábamos a

recuperar, de los gritos de pánico, las súplicas de clemencia, los ojos desencajados

al comprender que nada ni nadie podría salvarlas de la brutalidad que nos había

poseído. Lo sabíamos bien. Habíamos contemplado despavoridos el espectáculo

de los ritos indígenas, bajo la luna, cuando los prisioneros de otras tribus eran

ferozmente sacrificados, los desmanes de sangre que culminaban con la pesadilla

de la carne humana devorada. ¿Cómo podíamos habernos comportado igual que

aquellas bestias salvajes?

Demasiado tiempo en esta orilla agreste. Comprendimos que nosotros ya

no éramos nosotros. Éramos otra cosa monstruosa que se había gestado en el

vientre de una tierra desconocida. El eco de un tambor resonó por los bosques

desolados, y, resignados ya y deshechos, abrimos lentamente las puertas de la

muralla. Era hora de entregarse.

Page 63: López. La entropía (Relatos)

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Pobre doctor

La sala de espera consistía en un inmenso recinto sin una sola ventana al exterior.

En ella se distribuían incontables filas de asientos encarados. Los asientos eran de

plástico negro, y estaban todos ocupados. Los gruesos abrigos de la gente invadían

el espacio entre los asientos, y apretujaban a los pacientes unos contra otros. La

calefacción no debía funcionar del todo bien. Grupos de niños correteaban por los

pasillos, y su alboroto resonaba en la bóveda de hormigón. Se abrió una puerta y

la enfermera chilló con voz nasal un nombre de mujer.

—Parece un ganso —rió un joven, mirando a la muchacha sentada a su

lado, que no le contestó. Enfrente, una anciana se levantó penosamente, ayudada

por un hombre que podía ser su marido. Ambos avanzaron en silencio hasta la

puerta.

Dentro les recibió una figura blanca y corpulenta. El médico aparentaba

mediana edad, lo pregonaban las entradas en el cráneo y las bolsas bajo los ojos,

flanqueados por algunas suaves arrugas. El viejo, como otras veces, admiró sus

zapatos impecables, de los que alguna vez había dicho que parecían siempre

recién comprados. Su mujer, en cambio, se fijó en la sonrisa, ancha y de dientes

blanquísimos, y en las limpias manos que les tendía, aunque no se le escapó cierto

aire melancólico agazapado tras los ojos.

—¿Cómo está, señora Téllez? ¿Qué me cuentan de nuevo? —rebosaba

simpatía, y a la mujer le pareció que sus dolores se aliviaban.

Entró la enfermera y se dirigió directamente a un ángulo de la reducida

estancia, donde había una mesa de despacho cubierta de recetas y una silla

giratoria, la única silla de la habitación. Los señores Téllez permanecieron de pie.

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—Ay, doctor —se lamentó la anciana, sacándose el abrigo con ayuda de su

marido—. Esta asma no me deja vivir. Y por si fuera poco, ahora me ataca la

artritis. El que tiene salud no sabe lo que tiene.

El médico se ajustó el estetoscopio y señaló la camilla.

—Bueno, vamos a ver. Siéntese y levántese el jersey.

La mujer respiró pesadamente y el estetoscopio transmitió un hervor

pedregoso, desacompasado, de peces y caracolas.

La enfermera llamó al siguiente mientras salían los viejos. La mujer se

había girado a desear al médico felices fiestas, y el marido se detuvo sin dejar de

mirar al suelo.

—Tenemos suerte con ese médico —murmuró ella al salir a la calle—. Se

nota que se preocupa. Es un hombre bueno.

—¿Te has abrigado bien? —contestó el viejo.

—Lo que pasa es que tiene demasiada gente. Por eso ha de darse tanta

prisa.

Ambos vestían de negro. Se perdieron con paso lento y en silencio por las

calles mojadas.

La enfermera colgó la bata en la percha y recogió el abrigo. Mientras se lo

ponía, dijo:

—¿Queda algo por hacer, doctor?

El médico respondió sin girarse, mientras ordenaba el instrumental sobre

una enorme bandeja de aluminio.

—No, puede marcharse. Ya termino yo.

La enfermera dudó unos instantes, mirando las anchas espaldas del doctor.

Hizo ademán de decir algo, pero renunció a ello. Se dio la vuelta, cogió el bolso y

salió.

El bedel vio salir a la enfermera y se acercó a la sala de consulta.

—Doctor, ¿nos vamos ya? No queda nadie más.

El médico le dirigió una sonrisa conciliadora.

—Perdone. Siempre me paso de hora. Salgo en seguida.

El bedel se arrepintió un poco del tono áspero que había empleado. Hizo

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una mueca de compasión que el doctor no vio.

—No, si tampoco es que haya tanta prisa. Yo lo digo sobre todo por usted.

Tendrá ya ganas de irse a descansar.

El médico lanzó un suspiro.

—No, Pedro, no se trata de ganas, ya lo sabe usted. Se trata de

obligaciones.

Pedro se encogió de hombros.

—También hay que poner límite a las obligaciones. —Y sonrió al añadir:

Seguro que su mujer opina como yo.

El médico, por unos instantes, pareció asomarse a un abismo de

melancolía.

—Mi mujer... —dijo, pero no acabó.

Su última conversación conocida fue con el bedel del ambulatorio. Este

hombrecillo se ha mostrado muy dispuesto a colaborar. Parecía visiblemente

afectado y no paraba de repetir: “Pobre doctor, pobre doctor...” Explicó que el

médico trabajaba demasiado, que todos los días llegaba el primero y salía el

último. “Era el que tenía más pacientes —afirmó—. Le habían ofrecido repartir

algunos con otros médicos y él no había aceptado. La gente le quería mucho.

Pobre doctor...” Le pregunté de qué hablaron aquella tarde del siete de diciembre.

“El doctor era de pocas palabras. Le dije que había que cerrar, que no se

entretuviera. Él, como siempre, se disculpó muy educado, y dijo que acabaría en

seguida. Me pareció que se ponía triste cuando le menté a su mujer.” “¿Usted le

había notado antes esa tristeza?” El bedel puso expresión de reflexionar

profundamente. “Ahora que lo dice, puede ser. Desde hacía algún tiempo se le

veía más distraído. Tenía ojeras, y parecía más cansado que de costumbre. Pero

nunca dejó de sonreír...”

Todo el mundo, excepto su mujer, me ha hablado de esa sonrisa que le

caracterizaba. Personalmente, desconfío de la gente que sonríe demasiado. Se

suele sonreír para que le dejen a uno en paz. En el caso del doctor, formaba parte

de una empalagosa aura de bondad que todos le atribuyen y que roza lo

mesiánico. Cuando tanta gente se pone incondicionalmente en manos de alguien,

debe ser difícil sentirse tan insignificante como cualquiera. “Era un hombre

Page 66: López. La entropía (Relatos)

63

bueno”, aseguró una de sus pacientes, una anciana que me miraba con lágrimas

en los ojos. ¿Se puede morir de bueno?

Jugué a fondo la baza de la enfermera, intentando sonsacarle, bajo

promesa de estricta confidencialidad, algún desliz en la conducta modélica del

doctor. “Sólo pensaba en su trabajo”, declaró con una amargura que me pareció

sincera. “Yo intenté muchas veces darle conversación, y siempre me esquivaba.”

Tuve la impresión de que era ella la que estaba esquivándome a mí. “Pero algo le

contaría de su vida, algún comentario al vuelo, pequeñas confidencias, detalles

que se escapan entre palabras convencionales...” La enfermera hizo memoria.

“Sólo me habló una vez de su mujer. Dijo que era la única mujer que conocía que

se ponía más guapa con los años.” Concluyó secamente, como apartando sus

cavilaciones: “Estaría muy enamorado de ella.” El comentario me dio pie a

acorralarla. “¿Cuáles eran sus sentimientos hacia el doctor?” Ella, curiosamente,

no se ofendió, pareció quitarse un peso de encima al admitir: “¿Yo? Le quería

mucho.” Pero luego, más a la defensiva, añadió: “Era imposible no quererle,

pregunte a cualquiera de sus pacientes.” Entonces comprendí que no sacaría nada

más de la enfermera. Le di las gracias y fui a ver a la esposa por segunda vez.

Por el camino me dije que aquel doctor era un personaje particularmente

escurridizo. Se había parapetado durante años tras ese aire bondadoso, esa sonrisa

aséptica con la que lo higienizaba todo a su alrededor. Un solo instante de

falsedad, sin embargo, había bastado para revelar el doble fondo, los torbellinos

que debían remover la profundidad de aquel estanque aparentemente cristalino. El

doctor se parecía a las calles adornadas en Navidad: luminosas y festivas por

fuera, pero con alcantarillas por debajo. ¿Qué es lo que impulsa a un hombre a

ocultar escrupulosamente su verdadera vida, condenándose a la permanente

traición a sí mismo? ¿Qué detritos corrían por aquel sumidero secreto del doctor?

“No, no era un hombre fuerte”, afirmó su mujer. Impresionaban los ojos

hundidos, y cierto fuego que desprendían y que yo interpreté como despecho.

“Tampoco era especialmente bueno, si es eso lo que me pregunta. Pero se

esforzaba por aparentarlo. En realidad, tenía un concepto simple de la vida y de

su profesión. Creía que con hacer siempre lo que se esperaba de él, todos seríamos

felices. Yo misma, al principio, estaba encantada de su disposición. Se adelantaba

a todos mis deseos, nunca me llevaba la contraria. Pero con el tiempo me invadió

Page 67: López. La entropía (Relatos)

64

la sensación de que por debajo de tanta complacencia no había nada, o había una

pobreza infinita. No se puede creer en el amor de alguien que nunca se enfada.”

Yo aticé un poco más el fuego. Al fin y al cabo, es mi profesión: “¿Usted cree que

su marido le ocultaba algo, que podía llevar... digamos... una doble vida?”

Parecieron brillarle los ojos. Respondió: “Eso al menos habría sido interesante.”

Aquellas palabras me dieron en la cara como una bofetada, y me sentí incapaz de

continuar hurgando en el odio. “Muchas gracias —concluí—, ha sido de gran

ayuda”. Me acompañó hasta la puerta. En un último impulso, me giré hacia ella:

“¿Por qué no tuvieron hijos? Todo el mundo tiene hijos cuando se aburre.” Ella

sonrió con sarcasmo. “Inspector, nosotros no estábamos aburridos. Estábamos

muertos.”

Pero el único muerto innegable de esta historia era Zaldívar. Carlos

Zaldívar, doctor en medicina general y aparato digestivo, descubierto ya cadáver

en una pensión mugrienta del Barrio Chino por la misma prostituta que le había

prestado sus servicios horas antes. El resultado de la autopsia reveló una dosis

letal de amoníaco, que se comprobó sustraída del hospital donde el doctor

prestaba sus servicios a la Seguridad Social. Con unas cuentas saneadas, un

expediente tan impecable como su sonrisa y el fervor incondicional de cuantas

almas lo habían tratado —salvo su mujer—, cabe descartar definitivamente la

posibilidad de un asesinato. Todos los caminos acaban en una casa de putas.

En mi opinión, el doctor Zaldívar abandonó voluntariamente el mundo la

noche del siete de diciembre, hastiado de una vida hueca donde la escrupulosa

limpieza había reemplazado a todas las pasiones. Es imposible sostener por

mucho tiempo tanta pureza, al menos en este mundo. Tras la aparente figura

bondadosa del doctor se perfila, a mi parecer, un hombre acomplejado, temeroso,

impotente, que no era capaz de satisfacer a su mujer ni de hablar del tiempo con el

quiosquero de la esquina. Se ausentó de la vida parapetándose tras una máscara

con olor a etanol. Eligió para acabar el lugar donde, con algo de paciencia y de

mala leche, podía haber empezado de nuevo: un hostal de dudosa reputación en

los barrios bajos de la ciudad, cerca del mar, donde desaguan todas las cloacas.

Page 68: López. La entropía (Relatos)

65

El testigo

Cerraré con estas líneas ese círculo ingrato que tú, mi escurridizo amigo, no te

atreves a completar. Yo, que no puedo dejar de ser tú, jugaré a ser otro y me

ocuparé de la memoria, haré de testigo inoportuno de los pasos perdidos. Has

colmado en torno tuyo un estanque de olvido: me deslizaré en tus noches en

blanco, y organizaré una algarabía obstinada que no deje lugar donde ocultarte.

“No tienes derecho —me dirás— a entrometerte en esta herida inmóvil. Rehúyes

deliberadamente el sufrimiento y el esfuerzo. Déjame en paz —me dirás— con mi

derrota.” Pero exageras. No estás tan derrotado como pretendes, y, por otra parte,

sé demasiado para callar. He venido a contarte tu propia historia, a reescribirla

por ti, para que no te escapes.

“Pretendes fingir que eres mi conciencia”, me dirás con una sonrisa

amarga. Y también te equivocas en esto. Creo, más que tú, que juzgar no sirve

para nada, ni siquiera cuando hay que proclamar la inocencia. Seguro que eres

inocente, y a la vez tan culpable como todo el mundo. Podría condenarte por

haber matado a un niño, por haber arruinado la vida de una mujer, y tú entonces

protestarías con tino: “Fue ella quien lo mató”. También acertarías si, al

absolverte afirmando que todo fue una jugarreta del destino, tú replicaras: “Pero

ambos elegimos.” No hay justicia definitiva, ni manera de esquivar el dolor.

Pero hay que mirarse a la cara. Desde que abandonaste a Leonor has

evitado todos los espejos. En realidad empezaste a eludirlos antes, cuando lo del

camionero. Los espejos son inquietantes porque hay en ellos algo recóndito que se

parece a la verdad, y a ti la verdad se te asomaba por todos los rincones como el

diablo que creía ver la abuela. Pero el diablo lo llevamos dentro, incluso cuando se

Page 69: López. La entropía (Relatos)

66

aparece en forma de camionero en una carretera desierta. “Eso es fácil de afirmar

ahora —me dirás—, cuando ya ha sucedido todo.” Amigo mío, las cosas se saben

siempre, siempre pueden verse muy nítidas en los espejos: el problema es que

pasamos de largo y no nos atrevemos a mirarlas.

Dejas de defenderte: podré encarar la historia más deprisa. No, esa mujer

que pasa no es Leonor. Últimamente ves a Leonor en todas las mujeres preñadas,

y eso demuestra que no has logrado conquistar un olvido completo. Las mujeres

preñadas son espejos deformes que se pasean por el mundo para que tú recuerdes:

Leonor, su vientre ya algo hinchado, su hijo perdido en un momento.

Tal vez ella te habría perdonado incluso esto. Se encontraba

suficientemente sola y atormentada por su propio dolor para aferrarse a ti de

nuevo. Nunca sabremos si fue entonces, y no antes, cuando más esperaba de ti.

Tu verdadera traición fue abandonarla en ese punto de espanto en el que todo

había pasado y quedaba la vida entera para recordarlo. “Yo ya no era para ella —

me dirás— más que un molesto testigo de lo que necesitaba olvidar.” Es posible,

nunca lo sabremos: no esperaste ni un poco a averiguarlo. En cuanto te

recuperaste del accidente hiciste la maleta y saliste corriendo del hospital, como si,

dejándola a ella allí sin despedirte, pudieras deshacerte, además, de todos los

fantasmas.

Y ya ves, los fantasmas también salimos de los hospitales. Conmigo —y

con tantos otros que callan porque no es su momento—, han venido a verte el

camionero y el niño. Y la parte de Leonor que el sufrimiento convirtió en

espectro, y que no tendrá paz hasta que la mires cara a cara en el espejo. Dejemos

ese último hachazo de tu huida, aunque quizá sea el único que te juzgaría

culpable: ya te he dicho que a los fantasmas no nos competen las

responsabilidades, sino los recuerdos.

No maldigas a aquel camionero. Él sólo cumplió su crimen, y en los

criminales, como en los locos, hay cierta simpleza que predispone a perdonarlos.

Faltaría saber por qué vosotros tuvisteis que subir a ese camión, por qué no

esperasteis a que llegara la grúa. Ya os lo habían dicho a través del móvil: no

tardarían más de media hora. “Hacía mucho calor —me dirás—, Leonor estaba

asustada en aquel desierto, y se estaba haciendo tarde.” Entonces se detuvo un

camión en el arcén. ¿Quién podría reprocharos que subierais?

Page 70: López. La entropía (Relatos)

67

Tampoco maldigas a la sombra que debió cruzarse en otra carretera, meses

más tarde, y que provocó el volantazo de Leonor. “Ella insistió —me dirás— en

conducir el coche.” Sí, y ella fue la que excedió la velocidad mientras discutíais, y

ella la que estaba embarazada. Pero, después de lo del camionero, tenías que

haber sospechado de los vehículos. Al destino le encanta repetir estribillos.

Vosotros corristeis hacia el destino a ciento cincuenta por hora, huyendo tal vez

de la amargura de aquel niño que no era tuyo pero sí de Leonor, sí del camionero

que la violó en una carretera parecida cuatro meses antes.

Callas: yo acabaré de hablar por ti. Tirado junto al camión, habías

escuchado los gritos de Leonor como muy lejos, a través del dolor y de la sangre

con que manchaste los pedregales. En esos casos, el dolor nunca es bastante para

redimirnos, y la sangre solo nos pregunta por qué no entregamos más. Luego, por

amor, propusiste renunciar al aborto, pero a Leonor el niño le arañaba en las

entrañas como a ti en el alma. Era más valiente o sufría más, ¿cuál es la

diferencia? Se las arregló para perderlo entre cristales rotos y vueltas de campana,

pero calculó mal —seguramente por amor— y ambos sobrevivisteis.

Y tuviste que irte, amigo mío, porque ningún amor habría podido

sobrellevar esa tortura de continuar siendo testigo. Te encerraste en una soledad

acorazada confiando en que el autismo te aseguraría el olvido. Has querido

olvidar y has fracasado. Traspasadas al fin las sombras de la memoria, yo

pregunto, en nombre de todos los fantasmas: ¿no ha sido suficiente?

Page 71: López. La entropía (Relatos)

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El último metro

Sangre en los pasillos del metro. Un rodal de sangre seca por los suelos, desvaída

como un vómito. Sangre prescindible en la que el polvo ha borrado todo eco de

herida, y que unos zapatos pisan sin reticencia, sin diálogo.

Veo pasar a la muchacha, su mirada de lago dormido, su gesto resuelto a

pesar de los hombros encogidos. Ojos traspasados por sombras al vuelo que

revuelven los míos, y ambos nos ponemos esquivos y circunstanciales. Nos

cruzamos y ya nos hemos perdido. Yo me detengo aún en sus piernas estrechas,

su dorso torneado, y la veo atravesar la mancha de sangre, sobrenadarla

ágilmente, llevarse una parte de restos prendida en los zapatos. La veo bajar las

escaleras y me pregunto cuánto de muerto arrastramos ya los vivos sin habernos

dado cuenta.

En el andén, sucio, maloliente, cunde el desamparo de los regresos. Hay

más gente de la habitual a esta hora, el metro se ha retrasado. Quisiera interrogar

sobre ello al ser humano que tengo más cerca, pero su mirada suspicaz me

desanima y el gesto se me queda congelado. Más allá, un hombre lee el diario,

una pareja cuchichea. Los olvido porque ya ruge el retraso del metro en el túnel,

horadándolo con barrenas amarillas.

Me acerco más al borde del andén y distingo la carrera de una rata por las

vías. Más allá se insinúa un cuerpo tendido en la penumbra, obscenamente

ofrecido al horror próximo, el charco de sangre que allá abajo parecerá negra.

Pero no muevo un dedo, ni salto, ni grito señalando, porque reconozco el rostro y

es el mío, y sus ojos pavorosos me miran como los de la muchacha, farfullando un

asco que no se entiende y que ya no pide nada.

Page 72: López. La entropía (Relatos)

69

Es probable que haya perecido, arrollado por el tren. Eso me permite

precisar la hora de mi muerte, porque al abrirse las puertas alguien dice que son

las once y cuarto. El dato es tan irrelevante como la sangre polvorienta en el

pasillo, la muchacha pisándola, mi hipotético cadáver destrozado en los raíles. El

metro parte y no me despido para siempre de mí mismo.

Como los muertos ya no tienen lugar adonde regresar, bajo en una estación

cualquiera, una estación oscura en la que apenas baja nadie, sombras esquivas que

se pierden con premura por los pasillos pálidos de neón. Es probable que ni

siquiera tenga salida, he oído hablar de estaciones ciegas que esperan a los que no

van a ninguna parte.

Para certificar mi nueva condición de muerto, recojo del suelo un cristal

roto y me abro un pequeño corte en el brazo. Compruebo decepcionado que brota

sangre, un hilillo que me corre por el antebrazo hasta gotear indeciso. Me quedo

unos instantes intentando descifrarlo. Para un vivo, sería la hora de volver a casa,

pero el metro del que he bajado era el último. Aún resuenan sus chasquidos por la

bóveda en penumbra. Miro al techo y me pregunto si las luces del metro se apagan

alguna vez.

Avanzo por pasillos de un blanco mugriento, y desearía estar sordo para no

escuchar el eco de mis pasos. La herida del brazo gotea una sangre lenta, regular,

que imprime en el suelo un rastro uniforme. Tal vez mañana alguien la verá seca,

mezclada con el polvo, y se hará preguntas inútiles como yo al ver hoy la de otro.

Tal vez mañana alguien la pisará y se la llevará pegada en los zapatos, una

muchacha deslumbrante con una parte de mí en las suelas, no parece tan malo.

Un alarido perfora de repente el hueco de los túneles sombríos,

arrancándome de mis disquisiciones. Noto cómo se me erizan los cabellos de la

nuca. La tranquilidad de los vivos tiene estas cosas, es tremendamente inestable.

Cuando menos se espera sucede algo imprevisto, interrumpiendo el equilibrio del

dolor para demostrarnos que lo peor siempre puede estar por venir.

El pánico me impulsa a huir, esa es la naturaleza de quien tiene sangre

corriendo por las venas, sangre que sigue goteando sobre las baldosas rancias. Sin

embargo, antes de pensarlo, me sorprendo corriendo en dirección al grito, que

ahora se repite pero atenuado, más próximo a la resignación. ¿Por qué me lanzo

hacia donde no debo? Porque estoy vivo, y estar vivo es correr casi siempre en la

Page 73: López. La entropía (Relatos)

70

dirección equivocada. Pero el pánico me ha conferido el don de olvidarlo todo, y

mientras corro no pienso, no oigo, apenas veo. Sólo respiro agitadamente, sigo

corriendo, elijo el pasillo probable en las bifurcaciones, sigo corriendo, y los

pasillos se alargan en un entramado laberíntico como jamás había visto en una

estación de metro, puede que sean eso las estaciones ciegas, laberintos de pasillos

que no conducen a ninguna parte, y en medio de los cuales acecha agazapado un

monstruo.

Silencio. Ha vuelto a cerrarse un silencio sucio y redondo. Pero distingo

perfectamente unos pasos que parecen precipitarse hacia mí. Entiendo, demasiado

tarde, que deben haber oído los míos, tan poco precavidos. Recurro

desesperadamente a las paredes, y las baldosas me responden con su indiferencia

de porcelana. Algo aparece y cae sobre mí, una sombra enarbolando un cuchillo

en la mano, y yo clavado en el suelo.

Mi brazo herido se levanta por su cuenta para protegerme, noto el impacto

de un filo que lo atraviesa. En mis ojos se hunde el espanto incandescente de unos

ojos desaforados. Por un instante mínimo siento pena, porque el miedo del otro es

sin duda más grande, y esa relación me da ventaja. Al fin y al cabo, yo ya he

estado muerto. Mi brazo ileso empuja en un arco ascendente, y compruebo que en

la mano sigue aún el cristal verde. Es tarde para elegir, como casi siempre: mi

cristal se ha hincado ya en el blanco, ha vuelto a hurgar los cursos de la sangre,

sólo que esta vez es la de otro, la única que tiene y que se le va a escapar.

Cae la navaja, estridente en el enlosado. Cae con ella un bolso, blando y

opaco, y luego un cuerpo y un quejido. La mirada del otro, punzante aún de

temor, ha perdido no sé qué brillo, no sé qué profundidad temblorosa, la mirada

no cuenta ya en esta batalla, sólo cuenta la sangre empapando una camiseta con

violencia mortal. Quisiera quedarme aquí a compadecer la mala suerte de este

hombre, su ilusión contrariada, sus espasmos, pero el brazo me duele y yo venía

buscando otra cosa, ahora me doy cuenta, no sé muy bien qué pero está más allá,

pasillo adentro. Ignoro el goteo apremiante de la herida, tengo demasiada prisa.

Corro otra vez, he pasado de un miedo a otro, de un golpe a una sospecha.

Me acomete de nuevo la ansiedad ridícula de que apaguen la luz antes de que

llegue hasta ese algo que ahora sé que me espera, ese algo que ahora comprendo

imprescindible, yo que creía estar muerto y aún me queda angustia. Avanzo,

Page 74: López. La entropía (Relatos)

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doblo una esquina, no es aquí, el dédalo de pasillos parece inacabable, retrocedo,

doblo otra esquina y casi tropiezo.

Yace en el suelo, una figura informe, perfectamente quieta. Camino hacia

ella con paso inseguro, ascético. Distingo otro charco de sangre, hoy la sangre

quiere inundar el mundo subterráneo, mezclándose con el polvo, tal vez

buscándolo como si hubiera sido hecha para mezclarse con él. Y aunque esté

fuera de lugar, me acuerdo de la muchacha, de sus suelas que perdieron para

siempre la inocencia, de su figura escaleras abajo, y descubro que los recuerdos

son a menudo premoniciones, porque son esas suelas, es esa figura, retorcida

sobre sí misma, es ella, reconozco su belleza ahora atroz sobre otro charco, su

sangre sobre la que mi sangre gotea, su sangre en la que me arrodillo, y, sin saber

por qué, la estrecho entre mis brazos y no me importa el dolor, y se me nubla la

vista y me sale a borbotones un llanto compulsivo, un estertor que resuena por los

túneles bajo la ciudad, y allí, con su cuerpo aún mojado y caliente apretado al

mío, el mundo se desploma y cae una tiniebla voraz que se lo lleva todo.

Page 75: López. La entropía (Relatos)

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La niebla

La niebla adherida sobre el mundo, presionando la tierra como una corteza tosca

y tupida. La niebla deformando los perfiles, atenuando las luces, confundiendo las

formas. La niebla como una espesa enredadera, que repta y se ramifica hasta

cubrirlo todo, y fuera de la cual no hay nada.

“Estoy cansado, llevamos muchas horas caminando.” “Sentémonos un

momento, en esta piedra, o ahí, en ese tronco.” “Todo está húmedo.” “Lo mismo

da, ya estamos empapados.”

La niebla: como una aventura fallida, como un perfume viejo impregnado

en la ropa, como una pared que se desconcha al tocarla. La niebla como un aire

enrarecido que hay que respirar dos veces.

“A veces, mientras caminamos, me pregunto qué debe haber detrás.” “Yo

también me lo pregunto, pero lo hago por pura distracción, sin esperanza. Y me

entrego a fantasías absurdas que no cuento por vergüenza.” “Sin embargo, algo

sabemos. Sabemos que hay un precipicio.” “Creo que sí, pero no puedo estar

seguro de que no sea otra fantasía.” “Dímelo otra vez, ¿adónde vamos?” “Adonde

no haya niebla, sea donde sea.” “Pero tú sabes que la niebla no se acaba nunca.

¿Acaso has visto otra cosa alguna vez?” “Sí. Creo que fue en la infancia o en

sueños, pero recuerdo un mundo ancho y transparente, repleto de luz, donde no

se podía abarcar la lejanía. Entonces yo salía corriendo, me aliviaba en la cara el

aire fresco, porque hacía calor...” “Solo un sueño. No es suficiente.” “Tiene que

serlo.” “Estoy cansado.”

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Silencio. La niebla es un silencio voraz que engulle incluso el pensamiento.

No se puede pensar con claridad en medio de la niebla. Al final de cualquier idea

está la niebla, arremolinándolo todo. A veces, sin embargo, se quiebra una rama,

rueda una piedra en la pendiente, o acaso...

“Yo hace tiempo que no recuerdo los sueños. Me despierto sobresaltado,

lleno de presagios, pero no me acuerdo...” “¡Calla! ¿Lo has oído? Es esa voz que

llama...” “¿Qué voz? Yo no he oído nada.” “Calla... Atiende. Escucha. ¿No oyes?

Otra vez, en algún sitio...” “No hay ningún sitio. No hay ninguna voz. Te estás

volviendo loco.” “Ojalá me volviera loco, si me sirviera para encontrar algo.”

“Yo, en cambio, me conformaría con quedarme quieto, muy quieto, en cualquier

zanja.” “¿Quieto? Nunca quieto. Eso sería estar muerto.” “Bastaría con no tener

que seguir adelante, por esta tierra turbia y sin formas, tanteando, arañándome en

las ramas, dándome de bruces contra los cantos. Yo me conformaría con no

alargar el próximo paso.” “Ya verás, mañana recordarás tus sueños.” “Mañana ya

me habré olvidado de quién soy, y los sueños me darán lo mismo.” “Vamos, te

ayudo a levantarte.”

Dar otro paso más, a través de la niebla, aunque uno no crea, aunque uno

no espere. Tripular el viaje inmenso de un solo paso más, alzar el mundo entero

en ese paso: confiar en que después habrá otro, y en que uno tras otro llevarán a

algún sitio, aunque uno no sepa adónde. Sentir la fatiga al final de la jornada, y

bendecirla como si fuera una señal.

“Detente, no sigas. Estamos acercándonos al precipicio.” “No, está hacia

el otro lado.” “Te digo que está ahí delante, muy cerca. Huelo la proximidad del

vacío, el espacio vastísimo, la sima sin fondo. Está tan cerca que podríamos caer

en él ahora mismo, con un solo gesto.” “¿Has oído? Otra vez esa llamada... Y

venía justamente de ahí.” “Te digo que ahí no hay nada, ni siquiera una voz. Yo

no sigo hacia allá.” “Puedo obligarte, sabes que soy más fuerte.” “Pero yo soy

más rápido. Me adentraré en la niebla y estarás perdido.” “De nuevo esa voz...”

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Salvarse del precipicio, escapar a sus fauces de bestia hambrienta, a su

perseverante espera: esquivar por esta vez la caída, la ingravidez que nos dejaría

sin las últimas medidas, que nos destrozaría en un momento. Y, no obstante, no

poder elegir ni siquiera un final, pues ignoramos por dónde se termina, dónde está

el borde de este mundo de niebla sinuosa.

“Tengo miedo.” “Siempre dices lo mismo cuando se acerca la noche.” “Sí:

entonces tengo miedo de que el mundo se detenga para siempre.” “Pero lo dices

también cuando viene el alba.” “Sí. Entonces lo que temo es que el mundo no se

haya detenido.” “Pero hay que elegir, también sería elegir no tomar ninguna

decisión.” “¿De verdad crees que hay alguien por ahí?” “No lo sé, pero hace

tiempo que oigo voces.” “¿No serán nuestros ecos, que devuelve el barranco?”

“En la niebla no hay ecos.”

Acurrucarse para pasar la noche entre dos troncos. Trasnochar en

duermevela, despertando continuamente con la seguridad de que en esta ocasión

la voz se oyó más cerca. Aguardar impaciente el alba que parece tardar más que

ayer, estremecerse ante la posibilidad de que no llegue, o de que llegue y nada

haya cambiado…

“¿Sabes? Te he mentido.” “Yo también. Miento muy a menudo.” “En

realidad, sí recuerdo un sueño, uno solo.” “Y yo te oculté el final del mío.” “En

mi sueño me veía durmiendo, y alguien intentaba despertarme, y no podía.” “En

el mío, salía corriendo por las llanuras sin fin, hasta que encontraba a alguien que

dormía sobre la hierba, y quería despertarle y no podía.” “Ahora sí la he

escuchado. Parece que grita un nombre.” “¿Qué?” “La voz. Tenías razón. Grita

angustiosamente un nombre, y tal vez sea el nuestro.”

... Aguardar con la esperanza de que el amanecer sea como abrir los ojos, y

cuando se disipe la oscuridad nos haya dejado al fin un mundo limpio y

transparente. Pero no: la niebla sigue estando siempre, como el vacío, como las

voces o ecos, como nosotros que volvemos a preguntarnos, una vez más, si valdrá

la pena dar el próximo paso...

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Mutis de un perdedor

Ya sé que tú, querida, has sido siempre partidaria de las historias cortas. Te ha

gustado vivir la vida vertiginosamente, sin detenerte demasiado en ninguna parte.

Tú lo llamabas vehemencia, y a mí, en cambio, me recordaba a una huida. Ni

siquiera en eso coincidíamos. Para mí, extenderme en detalles era como otra

ofrenda de amor: al acapararte el tiempo y la atención creía estar más cerca de ti.

Ahora comprendo lo absurdo de esa ilusión mía, como sucedía con tantas otras

que hoy me hacen sentir súbitamente ridículo. Ahora caigo en la cuenta de que

sencillamente te aburría.

Ten paciencia: esta es la última vez que te hablo. Puedes imaginar que lo

hago sin esperanza. Preferiría callar, quizá sería más digno, pero confieso que no

puedo. El destino se nos ha enredado como una maraña de disparates. Hablarte

no servirá para aclarar nada, pero al menos me permitirá reafirmarme. Me queda

ese consuelo.

Además, está lo del millón. Imagínate qué ironía: tú que nunca me

perdonaste mi pobreza, tú, la señorita peripuesta que jamás se resignó al amor

precario de un pobretón descastado, tenías por fin la oportunidad de conseguir de

mí mucho más de lo que habías soñado. Ni siquiera el otro hubiera podido darte

tanto. Lo pensé en seguida: te vi sonriendo satisfecha cargada de joyas, bajando

lentamente del deportivo más lujoso, enseñando tus piernas bajo la falda negra,

dando tiempo a que todos te admiraran. Esa fue mi última ingenuidad: creí que, al

no quedarte nada que reprocharme, no tendrías más remedio que quererme.

Como si alguna vez pudiera quererse por defecto. De todos modos, tú te habías

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vuelto a adelantar: tenías tus propios planes, no podías esperarte.

No sé qué me impulsó a meterme en aquel casino. Siempre he abominado

del juego, como me ha repugnado el dinero. Al menos vuestro dinero, el que tú y

los tuyos ensalzáis en forma de ídolo. Creo que entré en la sala, repleta de

enfermos y criminales, movido por el propio asco, por un absurdo impulso de

venganza. Recordaba aquella noche, cuando nos encontramos con el otro,

borracho pero embutido en un chaqué impecable, echando las fichas como se

tiran piedrecitas a un estanque, y a ti te brillaron los ojos al mirarle. Te quedaste

fascinada ante su miseria deslumbrante, y aplaudiste su carcajada al perderlo

todo. Hay quien gana al perder: basta con que lo que pierde no le haya costado

nada. Y a ti siempre te han encantado las cosas fáciles y sin demasiado valor.

En el casino yo buscaba la ruina, ahora me doy cuenta. Pero no se me

escapaba que mi ruina jamás sería comparable a la suya, la del otro. Yo me

arruinaría como un perdedor. Llevaba en el bolsillo lo poco que tenía: acariciaba

la idea de jugarlo todo de una vez a la ruleta y malograrlo. Agotaría así mis

últimos resquicios de ilusión, regresaría a tu lado con las manos vacías y podría

sentenciar por fin que te marcharas. No esperaba dejar de desearte: sólo darte pie

a que cumplieras tu destino de abandonarme, de volar a tu mundo de pececillos

brillantes y baratijas multicolores. Un mundo en el que me colé por la puerta

trasera y tú pronto te encargaste de recordármelo.

Puse sobre la mesa todas las fichas como un sonámbulo, ni siquiera me fijé

en el número, ni siquiera invoqué a la suerte: mi capitulación era perfecta. No

perdí de vista el repentino giro de la rueda, los saltos injuriosos de la bola. Mis

ojos debían ser los de un hechizado, y si permanecía atento era solo para agotar

hasta el último matiz de la violencia con que había de consagrarse mi miseria. Y

cuando el crupier entonó el número ganador temí derrumbarme: no de felicidad,

sino por el espanto que nos provoca la suerte desmesurada, que siempre presagia

la próxima desdicha.

Abandoné la sala tambaleándome por el peso insufrible de aquel cheque.

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La cantidad escrita en él superaba mi capacidad de imaginación, estaba por

encima del umbral de mis más desmesuradas quimeras. Un millón. Para ti. Te lo

acarreaba sin alegría, con una especie de resignación que de algún modo se

adelantaba a los acontecimientos. Algo en mí sabía que ni siquiera aquel precio

sería suficiente. Pero yo me complacía viéndote sonriendo entre las joyas, bajando

del deportivo con la parsimonia de quien está seguro de que solo despierta

envidia, enseñando tus piernas divinas bajo una falda demasiado levantada,

aparentemente por descuido...

Llegué a casa deseando echar sobre ti todo ese cofre de fantasmas. Pero tú,

una vez más, te me habías adelantado. En tu lugar me esperaba ya la respuesta

dentro de un sobre distinto, el verdadero y ominoso premio, el reverso tal vez del

que yo jamás llegaría a entregarte. Te habías marchado con el otro.

Yo me quedé largo rato sin poder apartar la vista de aquel escueto papel en

el que ni siquiera tenías la decencia de pedirme perdón. Con la otra mano

mantenía apretado en el bolsillo el otro papelito, el que pesaba un millón hecho

para caer sobre ti. Y me juré que esta vez no perdería, aunque fuera a costa de un

desastre aún más grande.

Cuando esta carta llegue a tus manos, querida, mi trampa ya se habrá

cerrado sobre ti para siempre, y no podrás hallar el medio de salir de ella. Siempre

he sido un perdedor, ya lo sabes: esta vez, sin embargo, mi derrota es mi victoria,

y me voy con la satisfacción de haberte marcado sin remedio. A ti y a ese otro, del

que me queda al menos la sospecha de que no tardes en cansarte, tú que tan

pronto te cansas de todo. Cuando esta carta alcance tus manos, queridísima,

también te habrá llegado el cheque de una tonelada que quedará colgado a tu

cuello mientras te hundes en la bahía de tu mezquindad. La sociedad a la que

perteneces podría perdonarte algún día la infidelidad o hasta el divorcio, sobre

todo teniendo en cuenta que habías hecho pasar a un advenedizo por uno de los

vuestros. Pero a partir de ahora cada céntimo que gastes despertará recelos, cada

lujo resultará sospechoso. Cuando esta carta llegue a tus manos, amada mía, yo

estaré muerto y todos los periódicos hablarán del multimillonario que se suicidó al

Page 81: López. La entropía (Relatos)

78

ser abandonado por su mujer la misma noche en que ganó para ella un millón en

la ruleta. Y aunque yo no esté ya para verlo, la carcajada me pertenece ahora,

mientras pienso en tu expresión de desconcierto y en el odio al que, por una vez,

me he adelantado.

Page 82: López. La entropía (Relatos)

79

El tren que no te lleva

Ida

En esta mañana de hoyos y metales, aledaños de mayo, me he puesto en el

camino. He tomado las rutas interiores, las que escapan del mar. No me arrastra

más que la melancolía: me persigue o la añoro. Dicen que allá lejos queda aire

para respirar y anchura para la tristeza. Yo planeaba tenderla como un cable de

seda en medio del camino de los trenes. He querido así unir no sé qué mundos.

Todo se queda atrás. "Dime qué ves", me hubieras dicho, a media voz,

tomándome la mano. Veo largas llanuras secas celosas de sus pozos,

interminables estepas que rezuman su desolación en el silencio. Veo un día que se

ciega lentamente, nube a nube, resignado al lento imperio de la nostalgia. Veo un

escenario quieto que se mueve como si me moviera yo. “Y qué hay más allá”, me

hubieras dicho, cerrando más los ojos, apretando mi mano entre las tuyas:

reclinada en el antepecho de mi voz. Más allá hay apenas una bruma muy leve

que ensucia los límites del mundo. De cuando en cuando se perfila algún árbol

asombroso. No puedo asegurarte que sea casa aquel muro color tierra. Y rayando

el tapiz de los eriales, largos dedos caídos, los caminos.

“Y no ves a nadie”, dirías sin duda, acongojada. No, aquí no hay nadie,

amiga mía, apenas tú en el recuerdo, tus susurros a la orilla del alma, más alejados

cada vez y desvaídos. ¡Qué soledad más grande!

No logro prescindir de la belleza. Si faltara su fresca bocanada, me podría

la ronda de las pesadumbres. Me anego en belleza y es como orar o elevarme. Su

algodón acaricia mi desolada textura. Sé que eso me convierte en vulnerable, pero

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80

hace tiempo que renuncié a la impunidad. La belleza levanta mi corazón

tembloroso por las mañanas y calma su angustia de niño abandonado cuando

regresa a casa por la noche. La belleza es el guiño de la vida cuando temo haberla

perdido para siempre. La belleza, en fin, me condujo a tu puerta y un poco más

allá, me convirtió en loco enamorado. “Vas a volver a eso”, me dirías. Perdona

que no quiera evitarlo.

Me conmovió tu cuerpo en flor bajando la escalera. Yo regresaba a salvo

del trabajo, el mundo en la derrota, por calles de ciudades. Me retiraba a mi

estancia polvorienta. No llevaba conmigo alegría alguna, no se anunciaba nada al

día siguiente, el futuro era una bruma sin promesas; pero me sobraba esperanza, y

por eso sufría. Escuché tus pasos bajando. Aún no te había visto, tampoco

presentí tu inminencia indescifrable.

Me ladeé en el rellano para dejarte pasar. Tú no me miraste. Yo te

vislumbré solo un poco, pero fue suficiente. Por segundos, hubo un cuerpo

espigado y terso, unos pantalones ceñidos, un pecho de lana moldeada. Recuerdo

el vaivén gracioso en la corta melena de color castaño: una nuca, una frente, unos

labios blandos. Te vi tan cristalina, tan hermana del aire, tan resignada a tu

materia de luz, que el alma no se me pudo quedar quieta. Ya habías pasado y yo

seguía plantado en el rellano. “Qué milagro esperabas”, me dirías. El que

aguardan todos los náufragos.

Tuviste que aparecer otra vez al día siguiente. Era la misma hora, y

comprendí que ya no habría casualidades. Entonces se desencadenó la poesía, y

ya no pude dominarla. Los solitarios y los sentimentales fundamos patrias en el

aire. Desde antiguo, sin poder evitarlo.

Engalanabas cada tarde la escalera, lujo del mundo derramándose en el

escaparate del indigente. Al principio te presentía, luego no pude prescindir de tu

aliciente. Cuando no coincidíamos, bajaba una vez más hasta la calle, y hacía

tiempo vagando entre la gente, sin perder de vista la puerta. Nunca tardabas

mucho, y yo te seguía con la mirada hasta que te perdías por una esquina.

Fuiste filtrándote en mi nostalgia hasta hacerte presente a todas horas.

Hace un año de esto y era también primavera. Los días más largos, la vida corta y

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expectante, condensaban su sal en los latidos. Dioses antiguos reclamando tributo:

yo te entregué a ti en ofrenda, a tu perfil portentoso, a tu rostro radiante, a tu

expresión levemente melancólica. Consentí en tu ilusión, que remontó

enredándose por el muro del alma.

Rescaté la lejana juventud, donde quedaron los únicos amores puros. Se

me vino de una pieza, como una mensajera del afán, como una fundadora de

ciudades perdidas que me guiaba a todo lo que en ti perdía de antemano. Fue

hermoso y patético revivir el sueño, el entusiasmo, la llama desaforada a todas

horas, el delirio de acariciar lo prohibido... Me instalé en un cosmos inaccesible y

bello, una tensión entre la vida y el deseo que agotó mi entereza. Pronto te

convertiste en obsesión, y no quedó momento de sosiego.

No vivía para nada que no fuesen las seis de la tarde, cuando tú salías al

mundo y yo lo abandonaba. Las horas se hacían largas como insomnios, sobre

todo las interminables tardes que pasaba en el balcón, lamentando el tiempo que

faltaba para volver a verte.

En la fantasía planeaba maneras patéticas de dirigirme a ti. Tanteaba

futuros a tu lado que me dolían en la conciencia sabedora de que jamás llegarían.

Me preguntaba por tu voz, tu afición, tu aburrimiento: todo lo tuyo, que hubiera

querido para mí.

Una tarde, después de muchas otras, me atreví a romper el silencio para

saludarte. Tú me respondiste mirándome a la cara, y parecía que me vieras por

primera vez. Darme de bruces con tu indiferencia me avergonzó. Estos saludos

bisílabos que cruzamos desde entonces fueron las únicas palabras que hemos

intercambiado. Con ellos y la mirada tan dulce, tan exenta, que te escamoteaba de

cuando en cuando, tuve alimento para varios meses más, y sobreviví otros tantos

después, cuando dejé de verte.

Me dejabas tan ahíto de visiones que tardé en preguntarme por tu

circunstancia verdadera. Comentarios casuales de vecinos, inesperadas

oportunidades, disiparon algunas partes de tu enigma. Me dijeron que venías a

cuidar a tu tío enfermo, un hombre silencioso y aislado en el que apenas me había

fijado hasta entonces, y al que no volví a ver porque se nos murió a los dos en

pleno agosto.

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Tu ausencia repentina me sobrevino en la ladera de tus piernas, a la orilla

de tus hombros morenos y desnudos. Me rebelé contra el viento que te apartó para

siempre al lado adonde yo no llegaría. Me odié por las oportunidades perdidas,

como si no hubiese renunciado a ellas de antemano. Y, sobre todo, me hundí,

amargo y rendido, en la desesperanza, tirado de los pies por el lastre de la

desolación.

Recurrí a todo con tal de sobrevivirte, con tal de aligerar el desgarro que

había partido en dos mis sueños. Olvidarte, que hubiera sido lo mejor, era

también lo imposible. Así que te traje más acá de la conciencia, te conferí aún más

forma en mi corazón y te traté como si existieras. Te preparé acomodo en mi casa,

para que te quedaras cuando cerraba la puerta. Me acostumbré a la plática con los

huecos de tus pasos, tus imposibles voces resonando en los acantilados de mi

naufragio. Dialogaba contigo en nombre de mí mismo.

Pero mi exaltación te fue gastando, dejándote traslúcida como una

recurrente melodía. Te quedaste pequeña frente a mi curtida angustia de gigante

extranjero. Maduró la fatiga en tu monotonía de tierra sin relieve.

Así hemos llegado, amiga mía, a este lugar lejano y a este viaje inesperado.

El tren que no te lleva va dejándote atrás, y la batalla de la lucidez ha puesto cerco

a tu absurdo paraíso. Hoy creo que te tengo más nostalgia que deseo. Flotas en un

aire lleno de bondades y ternuras. Por fin te miro y te sonrío. Voy rodeado de

gente que no te conoce. Me dirijo a un lugar al cual puede que tú no viajes nunca.

“Y qué ganas con eso”, me dirías. Me complace la extraña libertad que te

escatimo.

El tren se desparrama hacia otro mundo. Entre el paisaje y yo hay una

complicidad extraña, quizá por ser lo primero que veo desde que me cerraste los

ojos. Afortunadamente lo dejo un poco más atrás a cada instante, va ganando

terreno la anchura del olvido.

Page 86: López. La entropía (Relatos)

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Vuelta

Ya hace que regresé, y nada ha variado en mis lugares. ¿De qué me sirve haberte

despedido si tengo ahora que devanar otra añoranza? Yo pensaba que cuando tú

te fueras me quedaría la paz para perderme en ella. Pero no te has marchado: sólo

has cambiado de aspecto. Estás clavada en mí, formas parte de mí, y me faltan

ganas de vivir para desalojarte. Permanezco postrado en la quimera. “Lo haces

para llenar el vacío”, me dirías. “Tienes miedo de dejar el corazón en blanco.”

Iba yo al horizonte, queriendo recordarte y olvidarte, destilando la

amargura quieta de tu pérdida, contemplando en la ventana los campos que

cosían una distancia que ansiaba redentora. Me había acomodado en el abrazo de

una penumbra quieta. Alguien prendió el candil a mi espalda, y encendido lo

encontré al girarme.

Su cabello era corto como el tuyo, pero pelirrojo; su belleza sencilla. Una

mujer madura y recia, sin la gracia de tus gestos juveniles, pero con el donaire que

prodigan unos puñados de años. No me llamó la atención al ocupar el asiento

frente a mí. Cambié de postura para hacerle sitio. Puede que un niño, a mi lado,

dijera cualquier cosa.

Nos transformó la complicidad de los viajeros. Di con sus ojos en la

ventanilla, al trasluz de los valles. Me impresionó esa resonante cercanía y cierta

luz abierta en la mirada. Entonces, otra vez, regresé al vértigo de preguntarme, de

concebir sucesos y quererlos.

Entramos en la conversación muy quedamente, nos sorprendimos en ella

como si la hubieran empezado otros. Siempre se empieza hablando por hablar:

adónde vas, de dónde vienes, hace frío todavía. Hablamos de soslayo, tomando al

vuelo episodios de la intrascendencia. Hablábamos en voz baja, cuidando de

evitar los sobresaltos. Así pudimos mantenernos en un ámbito a media luz que se

fundía con el paisaje sin sol.

Pude tener miedo y no lo tuve. Me sorprendí recostándome en su verbo sin

urgencia. Descubrí que ya la conocía, o podía haberla conocido.

Ella era parca en el hablar, y mi convalecencia agradeció esa delicadeza.

Pero cuando eché unas palabras a su lado, no las esquivó, ni las dejó suspensas sin

respuesta. Hacía mucho bien al alma ese ritmo quedo de diálogos que no

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comprometían. Permanecí atento a los ecos de las lejanías, como si fuera posible

rastrear un pasado común que ambos habíamos olvidado. Refrescaba el rocío de

su terciopelo cauto, acogedor.

Transitamos, desatando minutos, verdes sonatas en el cristal. Distancias de

sierras onduladas bajo la llovizna. Me infundió la sensación certera de que yo

estaba y ella estaba. El tren trazó quilómetros de discreta, sosegada presencia.

La ciudad cayó sobre nosotros con toda su estación. Fue forzoso separarse.

Si la amistad era posible, nos confundimos de momento. Ninguno de los dos

desató la osadía, ninguno ganó méritos a la oportunidad. La vi marcharse bajo

una gabardina blanca, y su bolsa gris se confundió con el día.

Se vistió de pasión en la memoria. Vanamente transgredí una vez más la

cortina del tiempo. “No te bastó conmigo —me dirías— para dejar en paz lo

inalcanzable.” No debes reprochármelo: tampoco la cordura trae consuelo. Me

puede la llamada y es la misma, idéntico el clamor que me arrebata. Y en cada

ocasión suena, con todo, como si fuera nueva. ¿De qué nos vale la experiencia?

¿En qué nos ayuda la sabiduría? Todavía el desamparo ante el anhelo nos retiene

con herrumbrosas cadenas.

Cinco minutos, unos ojos, una sonrisa, unas palabras, y toda la aparente

quietud costosamente elaborada, ganada palmo a palmo a la demencia, se

desmorona como la arena al envite de la ola, y uno amanece de nuevo en medio

del mismo viejo crudo mar inmenso.

Quiero. De pronto anhelo, ansío. No me basta con vivir: paso cuentas,

reclamo. ¡Dolorosas urgencias que ocupan desbordantes el ánimo completo!

Prisionero soy, lo vuelvo a ser. Un cautivo errante del exilio.

Necesito contarte. “¿Para qué —me dirías—, si no me incumbe?” Sí que te

incumbe: así ahondaré en tu despedida. Así, pensando en ella, me convenceré aún

más de que iba en un tren que no te llevaba. “Pero acabarás más triste, porque

también la perderás un poco más a ella”. Tengo que hacerlo, amiga mía. Tengo

que deshacerme de una vez de este tráfico de trenes mustios y deshabitados.

Subió al tren en una ciudad mojada. Se sentó frente a mí. Yo miraba el

paisaje verde intenso, el correr de nubes grises, por la ventana.

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Aún no la ha desdibujado la lenta marea de la memoria. Llevaba el cabello

corto y rojo. Los tallados rasgos no entorpecían en su rostro blanco cierto perfume

de dulzura, noche al revés donde se constelaban pecosas estrellas. La sonrisa, ora

franca, ora blanda y tímida como un llover de plumas. ¡Su mirada! Un rasgado

enigma, pero acogedor, nítido; un secreto estremeciéndose cristalino, sin surco

alguno.

Yo miraba por la ventanilla. Ella al principio hojeaba una revista. Luego

suspira y mira también hacia fuera. En algún punto del cristal, nuestras miradas se

cruzan y se reconocen.

Ella dice: “¿Aquello es nieve?” ¿Qué familiaridad nos une que no me

sobresalta su pregunta ni se me despierta el pudor en la respuesta? Yo respondo:

“Sí”, aunque no esté seguro, como hablaría el tibio amor de la costumbre.

Habla en un susurro. Yo, conmovido como por un hombro o una mano,

ablando el tono, lo toco de dulzura, lo amaso con el amor del hornero. Quiero

rozarla con palabras. Le pregunto si pasaremos por cierta ciudad. Ella dice: “No

lo recuerdo. He mirado el recorrido en la estación, pero se me ha olvidado.” Y ríe.

Corren quilómetros. Yo digo: “Mira, parece que aclara. No lloverá cuando

lleguemos”. Ella dice: “Podría caer una nevada que nos dejara incomunicados.

Que no hubiera más remedio que quedarse. No tocará esa suerte”. Una nevada

con los dos en medio. Cuando lo repite, me sonríe a los ojos: “No tocará esa

suerte.”

El niño salpica con su espuma los largos silencios. Su madre lo calma de

vez en cuando pasándole la mano por el pelo. No comprendo aún qué lugar

ocupaba este niño entre nosotros. Mi compañera y yo, entretanto, intercambiamos

miradas, y extraños ecos de una complicidad primitiva, más allá del tiempo,

parecen remitirnos a una edad común inescrutable.

Se ocupa en resolver crucigramas. Yo tomo mi periódico. Le pido un

bolígrafo, como si no tuviera. El niño echa una ojeada a mi escritura ausente, y lee

en voz alta, despacito, las palabras que encajo en la cuadrícula. Yo no lo miro

para no darle pie a conversar, pero al final me atrapa. “Sa-sá-ni-das. ¿Qué es eso?”

La madre me escruta con ojos muy abiertos. “Una cosa muy rara y muy difícil.”

Al cabo de un rato, el niño, movido de una súbita inquietud, le pregunta a mi

mujer pelirroja: "¿Hoy es dieciséis o diecisiete?" Ella le dedica unos instantes de

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ternura. "Dieciséis." Todo alimenta el corazón, y me reclino en la dulzura del

momento, sin pensar otra cosa.

Los dos bajamos en la misma estación. “Eso era una señal”, me dirías.

“Tenías que haber estado más atento.” No, amiga mía. Tenía que haber sido más

valiente. Ella sale al pasillo detrás de mí. Me muero de ganas y de miedo, y al

final miro hacia atrás: “Buen viaje.” Con tantas cosas que decir, solo me sale eso.

Ella me mira y responde: “Igualmente.” “¿Nada más?”, me dirías. Ya lo sabes:

nada más. Pero espera.

Una tensión se instala en los brevísimos segundos en los que ponderamos

el próximo paso. Nos tambaleamos al borde de un abismo, amarrados tan sólo a

la mirada del otro. Pero la voz nos falta en la garganta, y nos quema el trasiego del

instante. La vida, como los trenes, tiene prisa por seguir. No sabemos echarnos al

camino, y por eso nos quedamos congelados. Un polvo de oro escapa entre los

dedos. No volverá. “Ve tras ella”, me habrías implorado. “No puedes

traicionarla.” Pero ya el suelo se ha bebido mi sombra pasmada.

La pierdo en la ciudad pequeña, la villa en medio de los páramos, y

comprendo que este viaje no me traerá la paz que yo buscaba. Fui a abrevar la

pesadumbre que me habías dejado por herencia, y la vida me trajo un nuevo

espejo para el desasosiego de las ilusiones imposibles.

No podremos contemplar juntos aquellas lejanías del norte, verde y

húmeda la hierba, aceradas las nubes huidizas. “El tren ha dado mucha vuelta,

pero ha valido la pena el paisaje, ¿verdad?”, había dicho yo. No habrá otro tren

que nos lleve juntos a aquella ciudad, al mundo entero, tan próximos el uno frente

al otro en los estrechos asientos de un vagón moderno. “¿Tú eres de por aquí?”

“Llevo muchos años viviendo.” Tu gabardina blanca, tu paraguas, tu bolsa de

viaje en el pasillo porque viene atestado el maletero. Tu figura en la estación,

donde nadie te esperaba, y luego adelantándote por la misma calle que yo, que me

rezagaba a propósito. “Podías haberla acompañado”, me dirías. “Tampoco a ti te

esperaba nadie.” Sí. Quizás habríamos paseado junto al río, el día no era muy

bueno pero había parado de llover. “Podías haberla invitado a comer, haberle

dado tu teléfono.” Sí. Quizás habría venido a verme en vacaciones, cuando el tren

desanduviera aquella ruta.

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Pero no habrá más trenes para llevarla dentro. Estiraba las piernas entre las

mías. A veces nuestras rodillas se rozaban, y yo las dejaba quietas por robar ese

tacto. Me prestó un bolígrafo azul, muy nuevo. Con él escribí “sasánidas”, “izad”

y “lato” en el periódico. “Yo tengo una hermana que vivía donde tú, y fui a

visitarla.” No pregunté el barrio, ni la calle, ni si había de volver. “Tal vez en el

fondo no quisieras”, podrías decirme, encogiéndote de hombros. “Era más fácil

no volver a verla. Los sueños no nos obligan a ser felices.”

Pasó por mi lado como una onda en el remanso antes de desparramarse

por el mundo. Gota a la inmensidad de gotas, precipitándose corriente abajo. Y

yo con mis torpes manos chapoteando sin decidirme a recogerla: no conseguí más

que remover el agua y enturbiarla. “Qué mensajes te trajo”, me dirías. Vino a

decirme que me engañaba contigo, y que por obstinación ahora iba a seguir

engañándome con ella, iba a olvidar que no hay país sin frontera y que lo humano

es un tren que siempre llega y siempre parte. “Y qué más”. Vino a decirme que

pongo el sueño de coartada entre la vida y el miedo. “Y qué más.” Vino a decirme

que lo único que nos queda siempre es el tiempo, toda la inmensa ausencia.

“Pero el tiempo es esperanza”, me dirías. Sí, y no sé si alegrarme. La

esperanza me deja hipnotizado y desvalido. La esperanza me mantiene a expensas

de la próxima estación. El tren se detiene, abre sus puertas y se agolpa una

multitud anónima que lo aborda. Por el pasillo avanza una muchacha pelirroja

con gabardina blanca. Lleva un billete en la mano. Comprueba su número de

asiento y se acomoda frente a uno. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Adónde va?

Queda un trayecto largo, y uno puede ir dejándose hablar muy lentamente. Queda

un trayecto largo, y quién sabe, quién sabe adónde puede llevarnos ese tren...

Y aun hoy, cuando el viaje encontró su medida y su retorno, cuando

vuelvo a ser la sombra monótona y recupero la vía muerta de mis ocupaciones

cotidianas, no logro creer en lo que vivo más de lo que creí en aquella dama

pasajera; no acabo de encontrarme por completo, porque algo en mí se empeña

todavía en andar evadido en otra vida. Y esta nostalgia loca ocupa casi todo mi

sentido.

Sé que no puedo hacer sino llevarla encima. Este tiempo, con sus truenos y

sus fragores, se consume en sí mismo. “Te carcome lo que quedó pendiente entre

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vosotros”, me dirías. Por eso ahora voy a intentar dormir. Olvidar, olvidar

urgentemente. Mañana todo recuperará su lugar, y llegarán tiempos y viajes.

Mañana es viernes, y eso ya es algo. Que acabe la semana, que se termine el mes,

que concluya el año, que la vida vaya poniéndose en su sitio.

¿Dónde estarás ahora? Me quedó por conocer el argumento de tus días, la

estrella de tu rumbo. Esos datos irrelevantes que apuntan los corazones

agazapados cuando quieren mostrarse. Ese es un vacío que te me deja más sola,

inacabada en el recuerdo. El tiempo ahora me servirá para el arrepentimiento, y

para que se aligere el peso de lo incompleto.

¿Dónde estarás ahora? Me casaría contigo esta primavera, como dice la

canción. Se desvanecerían todos los sueños equívocos, quizás tendríamos hijos y

una casita en el campo, en una ciudad interior, por ejemplo, o en ese pueblecito

que tú ibas a visitar. Plantaríamos un huerto y yo te llevaría una flor cada

mañana, antes de ir al trabajo. Pasearíamos largamente, plácidamente, en los

atardeceres. Yo te leería algún poema loco y tú me apretarías la mano

tiernamente. Te diría que te quiero con la verdad precipitada y candorosa de los

adolescentes. Y dormiríamos juntos, abrazados, un sueño dulce y sin pesadillas.

“Llegó la hora de marcharme”, me dices. “Ahora tienes otra nostalgia.”

Sí. Incluso en mí tiene el delirio sus límites, y también en mí se apagarán estas

hogueras, estas estrellas fugaces. Una sabiduría ancestral que no me pertenece,

que me llega de la mano de mis antepasados, desvanecerá el embeleso que me

aprisiona como se diluye, al despertar, la sustancia de los sueños. “Ojalá —me

dices— te hagas fuerte en los olvidos.”

Estoy aquí, solo y exento: esa es mi verdad. ¿Negará alguien que amé? “Y

adónde irás ahora”, me dirías. Voy a otras rutas y otros trenes. Alguno habrá que

no deje la felicidad en el andén.

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El veredicto

Para el juez Mauricio Gálvez, fue solo un proceso de rutina. Para el guardia

jurado Rosendo Fuentes, significó la consagración de una mala estrella que, sin él

saberlo, parecía haberle esperado toda la vida para apoderarse de ese momento.

Rosendo asistió mudo a aquel juicio sin dejar de considerarse un intruso,

ya que se sentaba donde debía haberlo hecho otro. Se dejó acusar sin inmutarse,

con la misma parsimonia con que se dejó defender por el abogado de oficio,

transido de una especie de estupor que unos tomaron por aceptación implícita de

culpabilidad, y otros por pura simpleza. La retahíla de pruebas que se esgrimieron

contra él componía un rosario irrebatible, tan absurdo como coherente, hasta el

punto de tentarle a dudar, a él mismo, de su rigurosa inocencia en la que ya nadie

creía. No pudo negar nada: las huellas, los actos sospechosos, las omisiones

significativas, las irregularidades precisas. Un aluvión de circunstancias había

conspirado para que él fuera el criminal más creíble, y resistirse a ese destino le

fatigaba con el peso de lo inútil.

Escuchó el martillo con que el juez Gálvez declaró su sentencia como un

leve zarandeo en medio de su aturdimiento de marioneta. Tropezó cuando fue

conducido al furgón por corredores en los que resonaban pasos y voces ajenos.

Contempló, a través de las ventanillas mugrientas, las calles de una ciudad a la

que ya no pertenecía. Y cuando se cerró la puerta de su celda, se le impuso una

desconcertante impresión de alivio que le sumió en un sueño profundo.

El mundo se le hizo reducido y extraño como las paredes entre las que,

desde entonces, discurrieron todas sus horas de hormigón. Extraños le parecieron

sus familiares cuando le miraban con ojos suspicaces desde el otro lado de la sucia

mampara de cristal. No le sorprendió que esas visitas se espaciaran con el paso de

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los meses, y para cuando dejó de recibirlas cayó en la cuenta de que ya hacía

tiempo que no las echaba en falta. Fue entonces cuando recibió la visita que

nunca habría esperado.

Al principio no reconoció a aquel hombre canoso, contrahecho, de mirada

cansada, y pensó que tal vez se habría equivocado. Solo cuando escuchó su

presentación advirtió que se trataba nada menos que del propio juez Gálvez, el

hombre cuyo error le había confinado en un destino que no le pertenecía. Para su

sorpresa, no encontró en sí mismo sombra de reproche: aquel hombre que estaba

ante él era un insignificante esbirro, el brazo ejecutor de un torpe azar. Le

preguntó qué quería con la misma indiferencia con que lo habría hecho un

funcionario, y escuchó sin inmutarse: “He venido a verle porque no me podía

quitar de la cabeza su mirada resignada en el banquillo. Jamás he visto a nadie

más rendido a la impotencia. He venido a verle —concluyó— porque no me deja

en paz la sospecha de que me equivoqué, porque aquella mirada me reprocha

cada día haber condenado a un inocente.”

Por primera vez desde su prendimiento, Rosendo Fuentes escuchó unas

palabras que le sonaron reales, y eso le rescató del sopor. “No se preocupe —se

vio impelido a replicar sin desprecio—. No fue usted el que se equivocó, sino el

destino.” El juez lo miró con una tristeza profunda, pero más serena. “Le admiro

—repuso— por su evidente incapacidad para el rencor. No sé si eso me

tranquiliza o me perturba aún más. Sin embargo, aún tengo que pedirle que me

perdone.” Rosendo se encogió de hombros. "Entonces le perdono", aseguró.

Aquel día no se dijeron nada más. Pero la silueta de espectro del viejo juez

apareció repetidas veces en la sala de visitas, humilde y sigilosa al otro lado de la

sucia mampara taladrada. Y a través de ella fueron intercambiándose, poco a

poco, quedas palabras, cansadas o inquietas al principio, y, para sorpresa de

Rosendo, afables y confiadas más tarde. Juez y reo se entregaron a filosofar sobre

la vida y sus desdenes, sobre la felicidad improbable y el desconcierto persistente,

sobre el vacío que socava el margen de nuestra aparente libertad. Y una

solidaridad tan intensa como disparatada fue estableciéndose entre ambos con el

paso del tiempo, al hilo de una amistad que tampoco les correspondía y que, no

obstante, tal vez, ambos necesitaban, oficiada en el rito de la visita semanal que el

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juez Gálvez cumplía puntualmente. Departieron sobre sus pasados respectivos,

sobre los sueños extraviados, sobre las mujeres amadas en vano, sobre las

incontables decepciones. “Jamás entenderé que no se defendiera”, dijo más de

una vez Gálvez. “No valía la pena. Las pruebas eran más obcecadas que la

verdad.”

Al cabo de los meses, a Rosendo Fuentes se le permitió recibir visitas sin

mampara, y desde entonces el juez se presentó siempre con un tablero de ajedrez

bajo el brazo. Pasaban las horas jugando y debatiendo sobre los dilemas más

peregrinos. Ninguno de los dos sonrió nunca, tal vez por un acuerdo tácito de

gravedad, o tal vez porque ni siquiera la amistad les pareció razón suficiente para

expandirse entre aquellos muros ofensivos. Seguramente, prefirieron no olvidar

que ninguno hubiera debido estar allí, y que solo uno de los dos, en realidad, tenía

la culpa.

El día antes de que a Rosendo Fuentes se le concediera la provisional, cuyo

pago asumió sin pestañear el juez Gálvez, se le permitió a este que entrara un

botellín de coñac para celebrarlo. Gálvez dispuso el tablero, como de costumbre, y

entre copa y copa discurrió una partida animosa que acabó ganando el preso. “A

partir de mañana no volverá a verme”, afirmó Gálvez con su voz hecha a las

sentencias. Rosendo asintió, con su habitual expresión desprovista de emociones.

El juez añadió, algo aturdido por el licor: “Es todo tan extraño... En lugar de

saldar mi deuda, creo que durante estos años no he hecho más que aumentarla...”

“Déjelo, juez. Hoy tiene que ser el día del olvido.” Gálvez insistió, como

alarmado: “A veces me pregunto quién eres en realidad...” Luego susurró, con

voz temblorosa: “No completaré mi penitencia si no te confieso algo.” “Déjelo,

juez. Seguro que ya no importa. Vamos a por la última partida.” Rosendo Fuentes

empezó a disponer las fichas sobre el tablero. “No —terció Gálvez—. Antes debes

escucharme.” El juez sorbió un largo trago de coñac y declaró: “Yo fui quien robó

aquella noche la caja fuerte. Pero tú te cruzaste en el camino, y todo resultaba

demasiado fácil...” Gálvez contuvo la respiración a la espera de un efecto que no

llegó. “¿Ni siquiera ahora vas a odiarme?”

Rosendo Fuentes se detuvo unos momentos en la ficha que acababa de

alzar, suspiró y luego la movió resuelto sobre el tablero y miró a Gálvez a los ojos.

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“Juez, le toca mover ficha. Yo lo he hecho mientras usted hablaba.” Pero el juez,

derrumbado sobre su asiento, le pareció, de repente, un preso, y se alegró de que

solo le faltara una partida de ajedrez para dejarlo atrás.

Page 96: López. La entropía (Relatos)

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La víctima

Emergió entre los resecos matojos del descampado, calándose el sombrero de

copa impecable y sacudiéndose el polvo del chaqué. Irrumpió en la calle con paso

solemne, sorprendido de que no le doliera nada. Esperó paso ante el semáforo

aunque no había coches a la vista.

Se cruzó con dos ancianas y las saludó levantando el sombrero y haciendo

un leve movimiento de cabeza. Las señoras se detuvieron alarmadas, y

exclamaron:

—¿Has visto? ¡Es una víctima!

—¡Qué desvergonzado, saludarnos así! ¡Una víctima!

Una de ellas se agachó con esfuerzo para coger una piedra. Luego la lanzó

torpemente. Ninguna de las dos consiguió acertarle. Él, ajeno a esos empeños,

levantó otra vez el deslumbrante sombrero de copa y se secó el sudor con un

pañuelo de satén que encontró en el bolsillo.

Miraba dentro y atrás, desgranando el estupor del accidente. Se había

alejado sin mirar el tren despanzurrado, con los hierros retorcidos al sol, cuando

aún no había vuelto a caer todo el polvo sobre las vías deshechas. Los equipos de

salvamento no le vieron levantarse como un aparecido de entre los otros viajeros

moribundos. Había caminado por los rieles tambaleándose, más aturdido por el

milagro de su cuerpo ileso que por el sobresalto del descarrilamiento, sin dejar de

palpar el sombrero intacto, como si se tratara de una prueba de que seguía

incomprensiblemente vivo.

No recordaba que aquel atuendo estrafalario fuera suyo. Jamás había

Page 97: López. La entropía (Relatos)

94

usado chaqué, y en la vida se había calado más sombrero que uno de fieltro para

protegerse del sol de agosto en el campo. Esforzó la memoria y no consiguió

rescatar los instantes previos al siniestro, cuando su vagón debió brincar con una

sacudida antes de dispararse dando vueltas de campana y dejar el mundo oscuro,

estrepitoso y ajado de dolor. Era inconcebible que, aun sonámbulo por los

traumatismos, se hubiese apropiado de las prendas esparcidas de algún infeliz

viajero. Aún le extrañaba más comprobar que no hubiera una sola arruga en el

sombrero, ni un desgarrón en la tela, ni un rasguño en la piel. Pero lo realmente

desconcertante era que no le quedara rastro de sus perpetuos dolores de cabeza.

Ensimismado aún, no advirtió los frenéticos gritos de las viejas, que

clamaban ayuda y provocaban un tumulto cada vez más enardecido entre los

transeúntes:

—¡Dios mío! ¡Es una verdadera víctima!

Entonces notó el dolor agudo de la primera piedra impactando en el

hombro, y fue cuando reparó en la multitud. Ignoró las exclamaciones, las

expresiones desencajadas, y, sin saber por qué, se limitó a saludar con su

sombrero. Luciendo un sombrero como aquel, no saludar habría sido una

imperdonable falta de tacto. Pero llovieron más piedras y tuvo que salir a la

carrera sin pensar si era o no lo correcto.

Corrió por las calles, acosado por la jauría de transeúntes exaltados. Quiso

volverse un momento, apaciguar el mundo a fuerza de etiqueta y cortesía. Quiso

una oportunidad para defender la legitimidad de su supervivencia. Pero a él

mismo le resultaba sospechosa tanta suerte. Así que se impuso detenerse para

declarar que lamentaba la ofensa de estar vivo, falta del destino que él estaba

dispuesto a asumir como propia. Necesitaba una prórroga, al menos hasta que le

dejaran hablar.

Sin embargo, sus perseguidores no le daban tregua, no le permitían decir

palabra, y se vio obligado a avanzar, con la esperanza de encontrar un refugio

desde el cual explicarse. En cada esquina se unían nuevos verdugos vociferantes, y

faltaban objetos en las calles para tantas manos que ansiaban lanzarlos. Un señor

abrió su cesto para proveer de manzanas a sus acompañantes. Él procuraba

agacharse para que los proyectiles no abollaran el sombrero nuevo. De vez en

cuando, se cobijaba resollando en los portales. Pero el asedio de la turba lo

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obligada a seguir. Nadie se resistía al reclamo impetuoso:

—¡A la víctima! ¡Que no escape la víctima!

El peligro no procedía ya solo de las piedras. De los balcones se cernía

sobre él una andanada de tiestos, que sembraban las aceras de geranios

maltrechos. Los niños abrían las carteras para lanzarle un revoloteo de libros y de

lápices. Saltó sobre un carro de compra perversamente atravesado en su camino, y

del que se derramó un rodar de naranjas tristes. Una botella estalló junto a su pie,

manchando los zapatos de charol, y alguna esquirla se le hincó a través del

pantalón. Varios coches colisionaron al intentar abalanzarse sobre él desde

sentidos opuestos. Y en medio del estropicio se alzaba el unánime clamor:

—¡Atrapadlo!

—¡Es una víctima!

El cerco se estrechó y no tardó en comprender que no le quedaba

escapatoria. Cuando se detuvo, pegado a la pared y doblado por el fuego en los

pulmones, la horda titubeó unos instantes. A pesar de la asfixia y el corazón

desbocado, hizo ademán de levantar el sombrero. Varios peatones lo abordaron,

le molieron a golpes, lo zarandearon hasta reducir a harapos el chaqué. Entonces,

un hombre se abrió paso y avanzó hacia él. Cuando estuvo más cerca reconoció

en sus pupilas un odio inapelable.

Solo le dolió la primera cuchillada. Por el chaqué desgarrado sobresalía un

codo. El sombrero de copa, finalmente deforme, rodó por el bordillo.

Alguien se inclinó lo suficiente para ver en su cara una tenue sonrisa y

escuchar:

—Lo lamento… Sé que habría tenido que morir con los otros… Gracias

por hacer justicia… ¿Alguien podría acercarme el sombrero?

—¿Qué sombrero?

De haber quedado tiempo, tal vez habrían podido explicarle que hay

destinos rigurosamente establecidos.

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Tres cuentos de nada

El prisionero

Había olvidado toda su vida anterior, se preguntaba incluso si alguna vez había

existido. Estaba tan acostumbrado a las paredes de su celda, que el día que

encontró la puerta abierta no supo sentir más que miedo. Ni siquiera se atrevió a

asomar la cabeza. Permaneció sentado en el jergón, muy quieto, interrogando a la

penumbra exterior con su mirada muda.

Afuera parecían deslizarse sombras indefinidas. Sombras de pájaros o de

hombres, de manos agitadas, de perfiles difusos. Creía distinguir murmullos o

suspiros, lejano trajinar de puertas o de muebles. Tal vez fueran ecos rezagados de

una actividad que había cesado hacía mucho tiempo.

¿Quién habría abierto? Se incorporó de un salto, movido por un terrible

presentimiento. Apoyado en la puerta, notó el sudor frío empapando todo su

cuerpo. Tendió la mano hacia afuera pero se detuvo en el último momento. Pensó

en los guardias, en el alcaide, en los otros presos, y de pronto comprendió que

todos se habían marchado, que se había quedado solo y que ahora empezaba su

verdadera condena.

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Soledad pura

“Tu imagen me tiembla como si tuviera lágrimas en los ojos”, se quejó a su mujer,

“y sin embargo no lloro”. “Será el cansancio”, le contestó ella. “Vete a dormir.

Verás cómo mañana se te ha pasado.” Pero a la mañana siguiente ella había

desaparecido, y solo encontró las mantas apartadas y el hueco en el colchón.

Fue a trabajar con la esperanza de que así se restableciera la normalidad.

En lugar de la oficina habitual, vio un grumo de sombras temblorosas. Cerró los

ojos y cuando los abrió se halló en un solar, una especie de barrizal en medio de

los edificios. El inmueble se había esfumado.

Regresó a su casa haciendo acopio de entereza. Por el camino notó cómo

empezaban a temblar las aceras, los transeúntes, los vehículos. Le invadió una

náusea tan intensa que tuvo que apoyarse unos instantes. Al volver a mirar, solo

quedaba el muro que lo sostenía. El resto no era sino un barrizal sin límites,

extendido a todos los horizontes.

Pronto el barrizal mismo se puso tembloroso, y al siguiente parpadeo no

quedó mundo a su alrededor. Estaba flotando en medio del espacio, una rotunda

negrura salpicada por el resplandor blanquecino de las estrellas. Cuando vio

temblar el universo, preparó el alma para enfrentarse cara a cara con Dios. Pero

no fue así. Al abrir los ojos, la nada los hirió implacablemente, y si entonces

sucedió algo más ya no pudo comprenderlo.

El amor a destiempo

Me enamoré a destiempo de una mujer hermosa. La más hermosa, la que había

ansiado toda la vida. Ambos nos habíamos buscado por el mundo, siguiendo

incansablemente los indicios del otro, guiados por los sueños y los augurios. Pero

llegábamos siempre a destiempo, a veces por un instante, con el margen justo para

notar aún en el aire el calor del cuerpo que lo había habitado, los restos del

perfume inconfundible que empezaba ya a disiparse. Acercábamos la mano a ese

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vacío desconcertante, resistiéndonos a aceptar nuestro esquivo destino. Una vez

más, habíamos llegado tarde.

Así discurrió nuestra vida, entre viajes vertiginosos y carreras atropelladas.

Empeñándonos en no renunciar a la esperanza de encontrarnos. Pero nuestros

relojes andaban desacompasados, sólo por unos segundos, y sin embargo lo

suficiente para que existiéramos por separado en universos de imposible

confluencia.

Por fin, me venció el cansancio. Fue en una isla del Pacífico, adonde me

llevó el último rastro. Me eché desde un avión en paracaídas y al tocar el suelo

noté cómo chasqueaban mis huesos. No podía moverme. Abrumado de dolor,

maldije la pasión absurda que me había reducido a la miseria. Entonces, como por

un sortilegio, algo se rasgó en el aire y apareció ella. Apenas tuve tiempo de verla

antes de perder el sentido. Me miró con lágrimas en los ojos y solo dijo:

“Estuvimos tan cerca...”

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La entropía

Debían habernos prevenido las primeras señales: los crujidos repentinos rasgando

como estocadas en la noche, las disparatadas grietas, el leve pero constante

estremecimiento que se percibía al apoyar el oído sobre el hormigón. Por encima

de todo, debería haber sido suficiente aquel gorgoteo continuo, como de un motor

pedregoso en el centro de la tierra, que intoxicaba el silencio pero en el que nadie

reparó.

—Espera, Silvia, calla un momento. Escucha.

Silvia obedece, sobresaltada, a la espera de una extrañeza que no distingue.

Concede unos instantes y luego estalla en un suspiro de fastidio.

—Vuelves a tus manías. Es imposible hablar en serio contigo. Pero yo sé

que lo haces por interrumpirme. Simulas escuchar a lo lejos para no escucharme a

mí.

—De veras, ¿no lo oyes? Es como si estuvieran removiendo grava en los

cimientos.

Silvia examina aburrida la expresión de su marido: la alarma húmeda de

sus ojos tan abiertos, el brillo de la saliva en el ribete de los labios. Se siente

tremendamente fatigada. Sopesa la locura verosímil y resuelve abandonar. Sin

advertirlo, ha empezado a darse por vencida, y la perspectiva de prolongar la

discusión sólo le inspira cansancio y aburrimiento.

—Es inútil —acaba lamentando mientras se levanta—. No sé si juegas

conmigo o estás desquiciado de verdad.

El hombre no se inmuta, aguzando el oído en dirección al silencio, después

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de la violencia estridente del portazo.

—No —confirma—, eso ya no es silencio. Es otra cosa.

Para cuando se movilizaron los primeros técnicos ya era tarde. Bastaron

unas cuantas pruebas para confirmar el caos batiente, la disgregación íntima de

todos los materiales. La madera se astillaba en los umbrales, el cemento soltaba

regueros de un polvillo gris que ensuciaba las calles. En el acero se detectaron

vetas alargadas como tajos. Los plásticos más duros se retorcían amorfamente

como la goma al sol. No quedaba en la ciudad un solo vidrio transparente. Y

aquel hervor sin fin seguía llegando desde el corazón del universo.

—Entiendo, Silvia, entiendo lo que dices. Pero no sé qué puedo hacer.

En el auricular, Silvia calla con rítmicos sollozos.

—Es verdad, querida, es verdad. Antes siempre tenía una solución para

todo. Ahora me encuentro como pasmado. Creo que han sucedido demasiadas

cosas. Pero me dan más miedo las que no conozco. Como ese ruido... ¿De verdad

no lo oyes?

En el teléfono cuelga lánguido un pitido intermitente. Sin embargo, el

hombre sigue hablando como si no se hubiera quedado solo.

—Algo trabaja en secreto... Hay una demolición que no descansa.

Se desmoronaron primero los edificios más viejos, en el barrio antiguo de

la ciudad. Los bomberos no daban abasto rescatando gente entre los cascotes, y

mientras removían en una manzana contemplaban descorazonados el

hundimiento de la de enfrente. Pronto ya nadie pudo acudir en socorro de los

heridos, porque no quedaba un solo vehículo que funcionara. Pero el pánico

general no cundió hasta que empezaron a crujir los rascacielos. Pocas veces dio

tiempo a evacuar a nadie: la mayoría de las víctimas murió sin comprender. Se

extendió un terror a los techos que impulsó a mucha gente a abandonar su casa.

Los parques se llenaron de tiendas de campaña, donde los refugiados perecían

aplastados por un árbol o engullidos por un pozo durante el sueño. En pocos días,

la ciudad quedó reducida a escombros, y los supervivientes se diseminaron sin

rumbo por el páramo, donde las grietas se hacían más y más profundas, atrapando

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en su telaraña los últimos suburbios. Aquel latido sordo no cesaba.

—No, Silvia, no. Tienes razón, querida. Nadie nos obliga. Nada nos ata.

Será como tú quieras. Será como tú digas. Pero no me abandones, te necesito más

que nunca. ¿Silvia? ¡Silvia!

El auricular cae a pedazos de la mano del hombre, y siembra las baldosas

resquebrajadas de un grumo sin forma. El hombre ni siquiera se limpia las manos,

solo permanece contemplándolas con un asombro estúpido. Entonces una línea

quebrada asciende por el brazo, alcanza la palma de la mano, se abre en abanico.

Algo quiere ceder bajo la carne.

—Todo está ya perdido —dice o cree decir.

Un chasquido feroz parte en dos el mundo que se viene abajo.

Ninguno de nosotros ha sabido dar cuenta de lo que pasó. En el lugar de la

ciudad ha quedado un gigantesco cráter de insondable negrura. Emanan de él un

vaho inmundo y el eco redoblado del ruido que no cesa. Los que logramos huir

nos reunimos en grupos silenciosos a contemplar la lejanía. Cada uno está solo

con sus desoladoras nostalgias. Nadie propone una explicación, ni siquiera por

tranquilizar a los demás. No debe reprochársenos. Somos tan pocos... ¡y las

grietas avanzan tan deprisa!

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Contraluz

Tres mujeres: Mara, Tara y Lara. Deambulando por mis cuartos, mis salas, mis

pasillos: puedo oírlas. A veces incluso puedo verlas: vestidas de blanco, como

diosas griegas, yendo y viniendo, cuchicheando cosas que no consigo

comprender.

—Mara, eres tú...

—Sí.

—¿Podrías tocar..?

Mara se sienta a contraluz, toca el violonchelo para mí como lo hacía

entonces. Las notas manan y se esparcen, y nunca hubo una melodía más serena.

El violonchelo parece el centro del mundo vibrando entre sus piernas formidables,

que asoman por la tela blanca, oprimiendo la madera sonora. Igual que cuando

me apresaban a mí. Súbitamente, Mara deja el arco en suspenso.

—Dime, ¿llegaste a quedarte en un sitio alguna vez?

—Ahora estoy quieto, escuchándote.

Se ríe, como entonces. Me enamoré de ella porque se reía cuando estaba

triste.

—Sigues siendo un cínico.

Hace a un lado el contrabajo, lo apoya en la pared y se me acerca. Se

inclina sobre mí. Entreveo sus senos bajo la tela, pero no consigo acariciarlos. En

cambio, tengo su beso lánguido, su olor silvestre, su calor. Al retirarse ya es Tara.

—No esperaba que vinieras. Prometiste olvidarme.

—Te mentí.

—Quiero verte danzar.

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Tara baila unos compases de silencio. Es un cuerpo puro que se cimbrea,

se tensa, se abandona. No lo cubre la ropa: lo revela. Un viento interior hace

ondear su larga melena. Yo paso revista a cada uno de los enclaves en que se

posaron mis manos. Aquellas noches febriles bailaba desnuda, aún más poderosa.

Tara: su cuerpo, al contraluz.

—Nunca me dijiste cuántas amantes has tenido...

—Ninguna danzaba como tú.

Pero Tara no se ríe. Tara nunca se ríe. Me enamoré de ella porque en su

expresión la vida se refleja trágica y profunda, como en un lago oscuro.

Cuando Tara se aproxima, ya es Lara. La habitación se ha llenado de luz,

la vista se me nubla.

—Tú también has venido, pequeña.

Lara se sienta a mi lado, me acaricia la frente.

—Claro.

—¿Recuerdas mi canción..?

Cuando Lara canta, uno cree haber descifrado el secreto de las fuentes. Por

eso me enamoré de ella. Su voz me arrastra de viaje a todos aquellos caminos que

recorrimos juntos: el viejo bohemio de la coleta, la jovencita en flor. Yo disfrutaba

humillando a tantos envidiosos. Rendí a Lara mis últimas noches de gloria,

aquellas noches de cosecha temprana, abrumado de tanta frescura. Le susurro:

—Aún no me he curado de ti.

—Mentiroso. ¿Por qué te has ido, entonces?

Me vulnera esa lágrima corriendo su mejilla. Pero no puedo enjugarla. Me

dice:

—Sabes por qué estamos aquí, ¿verdad?

—Sí, pequeña. Pero tú no estés triste. Ya ves, incluso muerto sigo soñando

contigo.

Tres mujeres: el contraluz se apaga lentamente.

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La hojarasca

Una mañana abrió los ojos y creyó volver de un arduo sueño. Contempló el

cuarto como desde una atalaya de desconcierto: los pantalones caídos, las sábanas

revueltas, el perfil indescifrable de su mujer. Al trasluz borroso de la persiana,

adivinó un mundo inconsistente. Proclamó ante el espejo el fraude de una vida

que no le concernía. Dejó sobre la mesa todas las llaves y todas las cartillas, y una

nota que decía: “No volveré. Recuerda que este mes toca llevar al perro al

veterinario.”

Alquiló un apartamento ínfimo donde fundó una soledad sin esperanzas.

Se rodeó de plantas y de libros. Dialogó con todos los fantasmas. Al amparo de

las tardes quietas, del encuentro sin sobresaltos con sus amigos más antiguos, dejó

caer la lenta lluvia de los meses, pero la verdad seguía quedando en otra parte.

Una vez recordó su costumbre adolescente de escribir un diario, y resolvió

entregarse a una nueva cartografía de la memoria. Las primeras líneas fueron:

“No sé quién soy. Sólo aspiro a la lucidez y a una paz triste.”

Se impuso la redacción de una página al día. Registraba, mezclados, los

fútiles sucesos cotidianos, las evocaciones remotas, meditaciones sin profundidad.

Estampando recuerdos le parecía desplegar el olvido. Pronto no le bastó con una

página. Hizo acopio de más horas y de más silencio. Se sucedían los cuadernos

desaforados, que jamás releyó. “Me fascina —escribió— comprobar hasta qué

punto los acontecimientos carecen de importancia. Lo que cuenta es consumar la

pérdida.”

El apartamento acabó reducido a un otoño de plantas marchitas y

cuadernos apilados. Para hacer sitio a los diarios empezó a vaciar de libros los

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estantes. “Me complace deshacerme de la hojarasca de los otros —escribió—,

tanta palabra maravillosa que se parece tan poco a la vida. Pronto empezaré a

hacer lo mismo con las mías.”

Sin embargo, ensimismado en el recuento minucioso e implacable, olvidó

incluso ese plan. Ni siquiera indicaba la fecha en las cubiertas indistintas: sólo

importaba la página siguiente. Abandonó el trabajo, cortó el vínculo con las

últimas personas. Sólo escribía. “Ya he hecho bastante —apuntó—. Ahora quiero

limitarme a borrar.”

Sólo escribía. Evocó pormenores hasta confundir lo acaecido con lo ima-

ginado. Así fue destilando el elixir de la memoria, completando el vacío. Un día le

pareció que lo había registrado todo. Se sintió ligero y exento como una página en

blanco. Sus últimas palabras fueron: “He escrito que escribía. La libertad es

perfecta.”