Explorando el futuro -...

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EXPLORANDO EL FUTURO Donald A. Wollheim Terry Carr

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EXPLORANDO ELFUTURO

Donald A. WollheimTerry Carr

Título original: The World's Best Science Fiction: 1966Traducción: M. Blanco© 1966 Donald A. Wollheim y Terry Carr© 1976 Ediciones Dronte Argentina.Edición digital: UmbrielR5 11/02

ÍNDICE

Velero solar (Sunjammer; 1964) Arthur C. Clarke.El reposo del viajero (Traveller's Rest; 1965) David I. Masson.En nuestra manzana (In Our Block; 1965)R. A. Lafferty.El velo rojo (Masque of the Red Shift; 1965) Fred Saberhagen.El brujo cautivo (The Captive Djinn;1965) Christopher Anvil.Punto evanescente (Vanishing Point; 1965) Jonathan Brand.Planeta del olvido (Planet of Forgetting; 1965) James H. SchmitzLa visita del dr. Reloj (Calling Dr. Clockwork; 1965) Ron Goulart.Creadores de decisiones (The Decision Makers; 1965) Joseph Green.Segregación (Apartness; 1965) Vernor Vinge.Sobre el río y a través del bosque (Over the River and Through the Woods; 1965)

Clifford D. Simak.

VELERO SOLARArthur C. Clarke

ARTHUR C. CLARKE es bien conocido por los lectores de ciencia ficción: "2001", "Citacon Rama", "Las arenas de Marte", "Naufragio en el mar selenita", "Claro de Tierra", etc.,son obras ya clásicas en la literatura de Ciencia Ficción. En 1962 ganó el Premio"KALINGA" que concede la Unesco por la divulgación científica. Fue miembro de la RealSociedad Astronómica y Presidente de la Sociedad Interplanetaria Británica. En esterelato nos da a conocer un nuevo tipo de regatas: veleros espaciales que naveganimpulsados por la radiación solar.

El enorme disco de la vela se hallaba tenso en su aparejo, henchido ya por el vientoque soplaba entre los mundos. Tres minutos después iniciaría su carrera, aunque ahoraJohn Merton sentíase más relajado, más sosegado que en cualquier otro momento delpasado año. No importaba lo que ocurriese cuando el comodoro diera la señal de partida,tanto si "Diana" lo llevaba a la victoria, como a la denota, habría realizado su ambición.Tras una vida dedicada a diseñar naves para los demás, ahora se disponía a conducir lasuya propia.

—Tenemos dos minutos —dijo la radio de la cabina—. Por favor, confirmen cuandoestén listos.

Uno por uno respondieron los restantes patrones. Merton reconoció todas las voces —algunas tensas; otras, tranquilas, pues eran las de sus amigos y rivales. En los cuatromundos habitados apenas había veinte hombres que pudieran manejar un yate solar. Yallí estaban todos, en la línea de salida o a bordo de las naves de escolta, en órbita aveintidós mil millas sobre el Ecuador.

—Número uno, Gossamar... ¡listo para partir!—Número dos, Santa María... ¡todo dispuesto!—Número tres, Sunbeam... ¡preparado!—Número cuatro, Woomera... ¡todo en orden!Merton sonrió al oír aquel eco de los días heroicos de la astronáutica. Pero era algo

que se había convertido en una tradición del espacio y a veces el hombre necesitabaevocar el recuerdo de quienes le habían precedido en su marcha a las estrellas.

—Número cinco, Lebedev... ¡estamos preparados!—Número seis, Arachné... ¡en orden!Luego le tocaba a él, el último de la fila. Resultaba raro pensar que las palabras que

pronunciaba desde su cabina iban a ser oídas lo menos por cinco mil millones depersonas.

—Número siete, Diana... ¡listo para zarpar!—Comprobado, gracias —respondió la voz impersonal desde la lancha del juez—.

Tenemos un minuto.Merton apenas lo oyó, puesto que estaba efectuando la comprobación final de la

tensión del aparejo. Las agujas de los dinamómetros estaban firmes; la inmensa vela sehallaba tirante, con su superficie de espejo centelleando al sol.

Merton, que flotaba ingrávido junto al periscopio, tenía la sensación de que llenaba elfirmamento, y en realidad "casi" lo hacía... pues eran cincuenta millones de piescuadrados de vela los que estaban sujetos a su cápsula por casi cien millas de aparejos.Las lonas de todos los clipers que antaño surcaron los mares de China, cosidas a unasola vela gigantesca, no podrían compararse con la que el Diana había desplegado bajoel Sol. Sin embargo, era poco más consistente que una pompa de jabón porque aquellas

dos millas cuadradas de plástico aluminizado tenían un espesor de sólo una millonésimade pulgada.

—"T" menos diez segundos, en marcha todas las cámaras fumadoras.A la mente le resultaba difícil imaginar algo tan enorme y delicado a la vez y más aún el

que aquel frágil espejo habría de ser el motor que impulsaría la nave lejos de la Tierra alcaptar la luz solar.

—... ¡cinco, cuatro, tres, dos, uno, corten]Siete cuchillas hendieron los siete tenues cabos que sujetaban los yates a las naves

nodrizas que los habían reunido y atendido.Hasta aquel momento, los yates habían ido contorneando la Tierra en rígida formación

y ahora empezaron a dispersarse a semejanza de las semillas de polen a merced de labrisa. El vencedor sería el primero que pasara ante la Luna.

Al parecer, a bordo del Diana nada sucedía. Pero Merton sabía que sí; aunque sucuerpo no sintiera impulso alguno, el panel instrumental le decía que estaba acelerando acasi una milésima de gravedad. Aquella cifra habría sido ridícula para un cohete... peroera la primera vez que un yate solar la había alcanzado. El diseño del Diana era perfecto;la vasta vela cumplía de acuerdo con sus cálculos. A aquel paso, dos vueltas a la Tierra ledarían la velocidad de escape... y entonces podría poner rumbo a la Luna, con toda lapotencia del Sol respaldándole.

Toda la potencia del Sol... Sonrió veladamente al recordar sus intentos por explicar lanavegación solar a los oyentes de sus conferencias en la Tierra. Aquel fue el único mediode conseguir dinero al principio. Podría muy bien haber sido el diseñador-jefe de laSociedad Cosmodine, con toda una serie de logradas aeronaves en su haber, pero suempresa no se había mostrado precisamente entusiasmada con su idea.

—Tiendan las manos al Sol —decía él—. ¿Qué notan? Calor, desde luego. Perotambién hay presión... aun cuando por ser tan leve no se percaten de ello. En la superficiede sus manos llega a ser de una millonésima de onza.

"Pero, allá en el espacio, hasta una presión tan pequeña puede ser importante... ya queactuaría incesantemente, hora tras hora, día tras día. A diferencia del combustible de uncohete, es libre e ilimitada. La podemos emplear si la deseamos; podemos construirveleros que capten la radiación emanada del Sol.

Al llegar a aquel punto de su disertación sacaba unos cuantos metros cuadrados dematerial y lo arrojaba hacia el auditorio. La película plateada flotaba ondulante como elhumo, para elevarse luego lentamente hacia el techo, empujada por las corrientes de airecálido.

—Ya ven cuan ligero es este material —continuaba—. Una milla cuadrada pesa sólouna tonelada y puede acumular cinco libras de presión de radiación. De esta formaempezará a moverse... y podremos conseguir que nos remolque, si sujetamos un aparejoa él.

"Desde luego, su aceleración será pequeña... aproximadamente de una milésima de"g", lo cual, aunque no parece mucho, veamos lo que supone:

"Pues que en el primer segundo nos moveremos aproximadamente un quinto depulgada. Como vemos, un caracol robusto podría hacerlo mejor. Pero al cabo de unminuto habremos cubierto seis pies y marcharemos a algo más de una milla por hora, locual no está nada mal para algo impulsado únicamente por la luz solar. Al cabo de unahora nos encontraremos a cuarenta millas de nuestro punto de partida y moviéndonos auna media de ochenta. Como recordarán, en el espacio no existe fricción, de modo quecuando uno comienza a moverse ya no se detiene. Quedarán sorprendidos ustedescuando les diga la velocidad a la que se mueve nuestra nave velera al final de un día derecorrido. ¡Casi dos mil millas por hora!Y si parte de una órbita circunterrestre, como

desde luego ha de hacerlo— puede alcanzar la velocidad de escape en un par de días. ¡Ytodo ello sin quemar una sola gota de combustible!

Bueno, lo cierto es que al final convenció a todos, hasta a los de la Cosmodine. En eltranscurso de los veinte últimos años había nacido un nuevo deporte, llamado "el deportede los multimillonarios", lo cual era verdad... pero estaba empezando a rendir enpublicidad y televisión. En esta carrera se jugaban el prestigio cuatro continentes y dosmundos, y tenía la mayor audiencia conocida en la historia.

La salida del Diana había sido buena; llegó el momento de echar un vistazo a loscontrincantes. El movimiento era suave. No obstante haber unos parachoquesabsorbentes entre la cápsula de mando y el delicado aparejo, estaba resuelto a no correrriesgo alguno. Merton se colocó ante el periscopio.

Allá estaban sus competidores, semejantes a extrañas flores de plata, plantadas en lososcuros campos del espacio. El yate más próximo, el Santa María, se hallaba a sólocincuenta millas; parecía la cometa de un niño... pero una cometa de más de una milla delado. Más lejos, el Lebedev, de la Universidad de Astrogrado, daba la impresión de unacruz de Malta, al parecer las velas que formaban los cuatro brazos podían ser inclinadaspara fines de gobierno. En contraste, el Woomera, de la Federación de Australasia, era unsimple paracaídas de cuatro millas de circunferencia. El Arachné, de la Sociedad Generalde Astronáutica semejaba —como indicaba su nombre— una tela de araña... y había sidoconstruida de acuerdo con el mismo principio, mediante lanzaderas-robot, trazandoespirales desde un punto central. El Gossamer, de la Corporación Euroespacial, era dediseño idéntico, aunque a escala ligeramente más reducida. Y el Sunbeam, de laRepública de Marte, era un anillo liso, con un boquete de media milla de anchura en elcentro, que giraba lentamente de forma que la fuerza centrífuga le daba rigidez. Mertonestaba completamente seguro de que los coloniales se encontrarían en dificultadescuando empezaran a dar la vuelta.

Pero esto no ocurriría hasta dentro de otras seis horas, cuando los yates hubiesenrecorrido el primer cuarto de su lenta y majestuosa órbita de veinticuatro horas. Aquí, alcomienzo de la carrera, todos marchaban en línea recta alejándose del sol... corriendo,por decirlo así, impulsados por el viento solar. Había que cubrir la etapa mayor antes deque los yates se ladeasen al otro lado de la Tierra y enfilaran de nuevo rumbo al Sol.

Era el momento de hacer la primera comprobación —se dijo Merton— cuando noexistía ninguna dificultad. A través del periscopio efectuó un minucioso examen de la vela,concentrándose en los puntos donde se sujetaba el aparejo. Los cabos de los obenques—estrechas tiras de película plástica— habrían resultado completamente invisibles de noestar revestidos de pintura fluorescente. Ahora eran tensas líneas de luz coloreada, quese desvanecía en cientos de metros en dirección a la gigantesca vela. Cada cual tenía supropia cabría no mucho mayor que el carrete de una caña de pescar. Las pequeñascabrías giraban continuamente cobrando o amollando cabos, mientras el piloto automáticomantenía la vela en ángulo correcto respecto al Sol.

Era maravilloso contemplar el juego de la luz solar sobre el gran espejo flexible.Ondulaba en lentas y majestuosas oscilaciones, enviando a la periferia múltiplesimágenes del Sol mientras navegaba a través de los cielos, hasta que se desvanecían enlos bordes de la vela. En aquella vasta y tenue estructura eran de esperarse talespausadas vibraciones; por lo general inofensivas, aunque Merton las vigilabacuidadosamente, ya que podían provocar las catastróficas ondulaciones llamadasculebreos, que podían desgarrar y destrozar una vela.

Una vez que hubo comprobado que todo estaba en orden, movió el periscopio en tornoal firmamento, para comprobar de nuevo la posición de sus rivales. Era la que esperaba:había empezado el proceso de selección y las embarcaciones menos buenas quedaban

rezagadas. Pero la prueba real comenzaría cuando pasaran ante la sombra de la Tierra;entonces, la maniobrabilidad contaría tanto como la velocidad.

Aunque pudiera parecer raro pensar en eso ahora que sólo había comenzado lacarrera, podría ser una buena idea echar una cabezadita. Las tripulaciones de doshombres de las otras embarcaciones podían hacerlo por turno, pero Merton no tenía anadie para relevarle. Tenía que fiarse de sus propios recursos físicos... como aquel otronavegante solitario, Hoshua Slocum, en su pequeño Spray. El patrón americanocircunnavegando la Tierra, a buen seguro no soñaría siquiera con que dos siglos despuésotro hombre navegaría sin ayuda de la Tierra hacia la Luna... inspirado, por lo menos enparte, en su ejemplo.

Merton sujetó en torno a su cintura y piernas las correas elásticas del asiento de lacabina y se colocó en la frente los electrodos del inductor de sueño. Puso el despertadorpara dentro de tres horas y se relajó.

Suave e hipnóticamente, las pulsaciones electrónicas latieron en los lóbulos frontalesde su cerebro. Abigarradas espirales luminosas se expandieron bajo sus cerradospárpados, extendiéndose hacia el infinito. Luego, nada...

El estridente tintineo metálico del timbre de alarma lo arrancó de su dormir sin sueños;se despabiló al instante y su mirada escudriñó el panel instrumental. Sólo habían pasadodos horas... pero una luz roja fulguraba en el acelerómetro. El impulso descendía, elDiana iba perdiendo potencia.

Lo primero que pensó Merton fue que algo le había ocurrido a la vela; quizás habíanfallado los dispositivos estabilizadores y se había cortado el aparaje. Comprobórápidamente los contadores que medían la tensión en los cabos de los obenques. Erararo, en una parte de la vela su anchura era normal... mientras que en la otra el tiróndecrecía lentamente aunque a ojos vistas.

Adivinando la verdad de pronto, cogió el periscopio, lo enfocó con visión de gran campoy empezó a escudriñar el borde de la vela. Sí... allá estaba la avería, y sólo podía teneruna causa.

Una sombra inmensa y de recortados bordes había comenzado a deslizarse a travésde la reluciente plata de la vela. La oscuridad iba cayendo sobre el Diana, como si unanube se cruzara entre el yate y el sol. Y en la oscuridad, privado de los rayos que loimpulsaban, perdería toda fuerza y derivaría sin remedio por el espacio.

Pero, naturalmente, allí, a más de veinte mil millas sobre la Tierra, no había ningunanube. Si se proyectaba alguna sombra tendría que ser artificial.

Merton hizo una mueca al dirigir el periscopio hacia el Sol, después de acoplarle losfiltros que le permitieron mirar de lleno su fulgurante rostro sin quedar cegado.

—Maniobra 4-a —murmuró para sí—. Ya veremos quién puede jugar mejor este juego.Parecía como si un planeta gigante pasara en aquel momento ante la cara del Sol. Un

gran disco negro había mordido profundamente su borde. A veinte millas a popa, elGossamer intentaba crear un eclipse artificial... especialmente destinado al Diana.

La maniobra fue perfectamente legítima en los lejanos tiempos de las competicionesoceánicas, los patrones intentaban a menudo taparse mutuamente el viento. Con un pocode suerte se podía dejar en calma chicha a un rival, con sus velas colgando flácidas... yadelantándosele antes de que pudiera reparar el daño.

Merton no pensaba en modo alguno dejarse atrapar con tanta facilidad. Tenía aúnbastante tiempo para llevar a cabo una acción evasiva; las cosas discurrían muylentamente cuando se viajaba en un velero solar. Transcurrirían por lo menos veinteminutos antes de que el Gossamer pudiera deslizarse por completo ante el Sol y dejarleen la oscuridad.

El minúsculo computador del Diana —del tamaño de una caja de cerillas, peroequivalente por su eficacia a mil matemáticos humanos— consideró el problema durante

un segundo y seguidamente relampagueó la respuesta. Tenía que abrir los paneles demando tres y cuatro, hasta que la vela adquiriese una inclinación extra de veinte grados;luego, la presión de la radiación le alejaría de la peligrosa sombra del Gossamer y ledevolvería a plena luz del Sol. Era una lástima interferir en el piloto automático, que habíasido cuidadosamente programado para dar el curso más rápido posible... después detodo, para eso estaba allí. Aquello era lo que hacía de la regata solar un deporte más queuna batalla de computadores. Los cabos de mando exteriores del uno al seis ondulabanvoluptuosos como somnolientas serpientes al perder momentáneamente su tensión. Ados millas, los paneles triangulares empezaron a abrirse con pereza, derramando luzsolar por la vela. Sin embargo, durante largo rato nada pareció suceder. Resultaba difícilacostumbrarse a aquel mundo de lento movimiento en el que transcurrirían varios minutosantes de que pudieran hacerse visibles los efectos de cualquier acción. Merton comprobópoco después que efectivamente la vela iba inclinándose hacia el Sol... y que la sombradel Gossamer se apartaba, su cono de oscuridad perdido en la más profunda nocheespacial.

Mucho antes de que se desvaneciese la oscuridad y se hiciera visible de nuevo el discodel Sol, invirtió la inclinación y entonces el Diana recuperó su rumbo. El nuevo impulso lellevaría fuera del peligro; no convenía exagerarlo, y si se hacía excesivamente a un ladotrastrocaría sus cálculos. Era otra regla que resultaría difícil de aprender por experiencia.En el espacio tan pronto como se iniciaba un movimiento había que empezarinmediatamente a detenerlo.

Volvió a disponer la alarma para la siguiente emergencia natural o artificial; quizás elGossamer, o alguno de los otros competidores, intentase de nuevo el mismo truco. Habíallegado entretanto la hora de comer, aun cuando no tenía mucho hambre. Se gastabapoca energía física en el espacio, y era fácil olvidarse de la comida. Fácil... y peligroso,porque si se presentaba una emergencia era posible que se careciera de las reservasfísicas necesarias para afrontarla.

Abrió el primero de los paquetes de alimentos e inspeccionó su contenido sinentusiasmo. El nombre de la etiqueta bocadillos espaciales invitaba ya a dejarlo para otromomento. Y tenía serias dudas sobre la promesa que le leía abajo: Garantizado el nodesmigajamiento. Se decía que las migajas constituían para los vehículos espaciales unpeligro mayor que los meteoritos. Podían verse arrastradas a los sitios más inverosímilesy provocar cortocircuitos, bloquear chorros vitales y penetrar en instrumentos que sesuponía debían estar herméticamente cerrados.

Sin embargo, las salchichas de hígado se las zampó bastante bien, así como elchocolate y el puré de pina. El envase de plástico con el café estaba calentándose en elhornillo eléctrico cuando el mundo exterior irrumpió en su soledad. Le llamaba el operadorde radio de la lancha del Comodoro.

—¿Doctor Merton? Si dispone usted de tiempo, Jeremy Blair desearía intercambiarunas cuantas palabras con usted.

Blair era uno de los más acreditados comentaristas de noticias y Merton habíaintervenido varias veces en su programa. Podía negarse a ser entrevistado, desde luego,pero apreciaba a Blair y, como es natural, en aquel momento no podía esgrimir la excusade estar demasiado ocupado.

—De acuerdo —respondió.—Hola, doctor —dijo el comentarista—. Me alegro de que me conceda unos minutos. Y

enhorabuena... por ir usted a la cabeza de la competición.—Es demasiado pronto para asegurarlo. El juego no ha hecho más que empezar, como

quien dice —respondió cautamente Merton.—Dígame, doctor... ¿por qué decidió usted tripular solo el Diana? ¿Acaso porque no se

ha hecho nunca antes?

—Bueno, ¿no sería una excelente razón? Pero no ha sido la única. —Hizo una pausa,escogiendo cuidadosamente las palabras.— Ya sabe usted hasta qué punto elcomportamiento de un yate solar depende de su masa. Un segundo hombre a bordo, contodo su equipo, significaría otras quinientas libras. Eso podría suponer fácilmente ladiferencia entre ganar o perder.

—¿Está usted completamente seguro de que puede manejar solo al Diana?—Razonablemente seguro, gracias a los mandos automáticos que he diseñado. Mi

tarea principal consiste en la supervisión y en tomar decisiones.—Pero... ¡dos millas cuadradas de vela!¡No parece posible que un nombre pueda

arreglárselas con todo esto!Merton rió.—¿Por qué no? Esas dos millas cuadradas producen un máximo tirón de sólo diez

libras. Puedo hacer más fuerza con mi dedo meñique.—Bien, gracias doctor. Y buena suerte.Al terminar su transmisión el comentarista, Merton sintióse algo avergonzado de sí

mismo, pues su respuesta había sido sólo parte de la verdad y estaba seguro de que Blairera lo suficientemente listo como para saberlo.

Había una razón suprema por la que estaba allí solo en el espacio. Durante casicuarenta años había trabajado con un equipo de cientos e incluso miles de hombres,ayudando a diseñar los vehículos más complejos del mundo. En los últimos veinte añoshabía dirigido uno de esos equipos y visto volar sus creaciones hacia los astros. Sufriófracasos que nunca olvidaría, aun cuando él no hubiese tenido la culpa. Era famoso conuna carrera de éxitos tras de sí. Sin embargo, nunca había hecho nada por sí mismo;siempre había sido uno de los miembros de un ejército.

Esta era su auténtica y última oportunidad de conseguir un éxito individual y no loquería compartir con nadie. No habría más competiciones de yates solares por lo menosdurante cinco años, pues de momento tocaba a su fin el período de calma del Sol ycomenzaría el ciclo del mal tiempo, con tormentas de radiación estallando a través delsistema solar. Y para cuando, de nuevo, estuviera él en disposición de aventurarse, seríademasiado viejo. Si es que no lo era ya...

Tiró los envases vacíos de los alimentos al dispositivo de desperdicios y volvió denuevo al periscopio. Al principio sólo pudo divisar a cinco de los yates rivales; no habíaseñal alguna del Woomera. Tardó varios minutos en localizarlo... como un vago fantasmaocultando la luz de las estrellas, prendido en la sombra del Lebedev. Pudo imaginar losfrenéticos esfuerzos que estarían realizando los australianos para zafarse de la sombra, yse preguntó cómo habrían podido caer en la trampa. Aquello significaba que el Lebedevera extraordinariamente maniobrable; habría que vigilarlo, aun cuando estuviesedemasiado lejos como para amenazar el Diana por el momento.

Entretanto, la Tierra casi se había desvanecido, hasta convertirse en un diminuto ybrillante arco luminoso que se movía constantemente hacia el Sol. Opacamente perfiladocontra aquel arco se veía el hemisferio nocturno del planeta, con los puntosfosforescentes de las grandes ciudades acá y allá, a través de los resquicios que dejabanlas nubes. El arco de oscuridad había ya borrado una inmensa sección de la Vía Láctea;dentro de pocos minutos iniciaría su intrusión en el Sol.

La luz se iba amortiguando. Un halo crepuscular púrpura —el resplandor de muchaspuestas de sol a miles de millas por debajo— tendíase la vela, al deslizarse el Dianasilenciosamente hacia la sombra de la Tierra. El Sol se desplomaba por aquel invisiblehorizonte. Súbitamente cayó la noche.

Merton miró hacia atrás, a lo largo de la órbita que había trazado, ya a un cuarto detrayecto en torno a la Tierra. Una a una vio titilar las brillantes estrellas de los otros yatesque se habían unido a él en la breve noche. Transcurriría una hora antes de que el Solsurgiera de aquel enorme escudo negro, y durante todo ese tiempo los yates quedaríancompletamente desvalidos, deslizándose a la deriva, sin energía impulsora.

Encendió el reflector exterior y barrió con su luz la ya oscurecida vela. Los miles deacres de plástico empezaban a arrugarse y a quedar flácidos; los cabos de los obenquesse estaban aflojando y había que procurar que no se enredaran. Pero aquello no era nadainesperado, todo marchaba de acuerdo con lo previsto.

A cincuenta millas a popa, el Arachné y el Santa María no tenían tanta suerte. Mertonsupo de sus dificultades cuando sonó la radio en el círculo de emergencia.

—Número Dos, Número Seis... aquí Control. Marchan en derrota de colisión. Susórbitas se interseccionarán en sesenta y cinco minutos. ¿Necesitan ayuda?

Se abrió una larga pausa mientras los dos patrones digerían estas malas noticias.Merton se preguntó a quién habría que censurar; quizás un yate había tratado deensombrecer al otro y no había completado la maniobra antes de entrar ambos en laoscuridad. Y no había tampoco nada que pudieran hacer; iban convergiendo, lenta, peroinexorablemente, incapaces de variar el rumbo ni una fracción de grado.

Sin embargo... ¡sesenta y cinco minutos!Eso les sacaría de nuevo a la luz del Sol, alsalir de la sombra de la Tierra. Aún tenían una ligera probabilidad, si es que sus velaspodían captar la energía suficiente para evitar la colisión. A bordo del Arachné y del SantaMaría sus tripulantes debían estar entregados a frenéticos cálculos.

El primero en responder fue el Arachné y su contestación fue exactamente la queMerton había esperado.

—Número Seis llamando a Control. No necesitamos ayuda, gracias. Resolveremos alsituación nosotros mismos.

"Me extraña", pensó Merton. Pero al menos sería interesante presenciarlo. El primerdrama real de la carrera se estaba aproximando... exactamente sobre la línea demedianoche de la durmiente Tierra.

Durante la hora siguiente, su propia vela mantuvo a Merton demasiado ocupado comopara preocuparse del Arachné y del Santa María. Resultaba difícil gobernar bien aquelloscincuenta millones de pies cuadrados de plástico inmerso en ]a oscuridad e iluminadosólo por su pequeño reflector y los rayos de la aún distante Luna. De ahora en adelante ydurante casi media órbita en torno a la Tierra, debía mantener toda aquella inmensasuperficie enfocada hacia el Sol. Durante las próximas doce a catorce horas, la vela seríaun estorbo inútil, porque él se hallaría proa al Sol y sus rayos únicamente podíanimpulsarle hacia atrás, a lo largo de su órbita. Era una lástima que no pudiese plegarcompletamente la vela hasta estar en condiciones de emplearla de nuevo. Pero nadiehabía descubierto todavía una manera práctica de hacerlo.

Allá abajo despuntaba la primera pincelada del alba, a lo largo del borde de la Tierra.Dentro de diez segundos emergería el Sol de su eclipse y los yates que iban deslizándosepor el impulso adquirido cobrarían nueva vida en cuanto la ráfaga de radiación alcanzarasus velas. Este sería el momento de crisis para el Arachné y el Santa María... y, enrealidad, para todos.

Merton giró el periscopio hasta detenerse en las dos sombras que marchaban a laderiva con las estrellas por fondo. Ambas embarcaciones estaban muy juntas... quizás auna distancia entre sí de menos de tres millas. Podría, pensó, reequilibrarse la situación.

El alba fulguró como una explosión a lo largo de la Tierra, al levantarse el Sol sobre elPacífico. Las velas y cabos y obenques brillaron carmesíes brevemente, para teñirsedespués de oro y destellar luego con la llamarada de la pura y blanca luz del día. Lasagujas del dinamómetro empezaron a alejarse de su cero... pero sólo un poco. El Dianapermanecía aún casi ingrávido pues, con la vela apuntando al Sol, su aceleración eraahora sólo de unas millonésimas de gravedad.

Pero el Arachné y el Santa María trataban de que su vela ejerciera la máxima fuerza ensu desesperado intento de mantenerse separados. Ahora, a menos de dos millas entre sí,se desplegaban con angustiosa lentitud sus nubes de plástico al sentir el primer delicadoempuje de los rayos del Sol. Casi todas las pantallas de televisión de la Tierra estarían

presenciando aquel prolongado drama y era imposible predecir, ni siquiera en el últimominuto, cuál iba a ser el desenlace.

Los patrones eran hombres obstinados. Cada uno de ellos podría haber arriado susvelas y rezagado para dar al otro una oportunidad; pero ninguno de los dos queríahacerlo. Se hallaba en juego demasiado prestigio, demasiados millones y demasiadasreputaciones. Y así, silenciosa y suavemente, como copos de nieve cayendo en unanoche invernal, el Arachné y el Santa María chocaron.

La cometa cuadrada serpenteó casi imperceptiblemente dentro de la tela de arañacircular; las largas tiras de los cabos de los obenques se retorcieron y enzarzaron con lalentitud de un sueño. Y hasta a bordo del Diana, Merton, ocupado en su propio aparejo,apenas pudo apartar la vista de aquel silencioso desastre.

Durante más de diez minutos siguieron emergiendo, en inextricable masa, las nubesondulantes y brillantes. Luego se soltaron las cápsulas de la tripulación y cada una se fuepor su lado, separadas por centenares de metros. Con un destello de cohetes, las lanchasde salvamento se apresuraron a ir a recogerlas.

"Quedamos cinco", pensó Merton. Sintió pena de aquellos patrones que se habíaneliminado mutuamente. Sólo pocas horas después del comienzo de la carrera, pero eranjóvenes y ya tendrían otra oportunidad.

En unos minutos los cinco se redujeron a cuatro. Merton había dudado desde elcomienzo de la capacidad viradora del Sunbeam. Ahora se veían justificadas sus dudas.

El yate marciano había fallado en girar adecuadamente; su giróscopo le había dadodemasiada estabilidad. Su gran anillo de vela volvíase cara al Sol, en vez de hallarse decanto. Estaba siendo devuelto hacia atrás según su trayectoria casi a la máximaaceleración.

Era lo más desastroso que podía ocurrirle a un patrón... peor aún que una colisión;pero sólo podía reprochárselo a sí mismo. Mas nadie sintió mucha simpatía hacia losfracasados coloniales, cuando desaparecieron lentamente a popa. Sus declaracionesfueron en exceso jactanciosas antes de la carrera y lo que les pasaba tenía todo elcarácter de una justicia poética.

Sin embargo, eso no eliminaba del todo al Sunbeam. Con casi media milla de recorridoaún por cubrir, podía seguir adelante e incluso en el caso de que hubiese más bajas, serel único en acabar la carrera. No sería la primera vez que ocurriese.

Las siguientes doce horas transcurrieron sin novedad; la Tierra asomaba su crecienteen el firmamento. Había poco que hacer mientras la flota derivaba en torno a la mitad sinenergía de su órbita, pero Merton no encontró el tiempo ni pesado ni enojoso. Durmióunas cuantas horas, efectuó dos comidas, escribió su "Diario" de vuelo y fue elprotagonista de algunas entrevistas más por radio. En raras ocasiones hablaba a los otrospatrones con los que intercambiaba saludos y amistosas bromas. Pero la mayor parte deltiempo sentíase contento de flotar en ingrávido relajamiento, apartado de las cuitas de laTierra, más feliz de cuanto lo había sido en muchos años. Era —tanto como un hombrepodía serlo en el espacio— dueño de su propio destino, gobernaba la nave en la quehabía derrochado habilidad, pericia y amor, que había llegado a convertirse en una partede su propio ser.

El siguiente accidente se produjo cuando cruzaban la línea entre la Tierra y el Sol einiciaban la mitad energética de la órbita. A bordo del Diana, Merton vio cómo se poníarígida la gran vela al ladearse para captar los rayos impelentes. La aceleración empezó asubir desde las microgravedades, aúneme pasarían aún horas antes de que alcanzara sugrado máximo.

Nunca sería alcanzado por el Gossamer. Siempre es crítico el momento en que laenergía vuelve a manifestarse, y aquella nave no pudo sobrepasarlo.

El comentarista Blair puso en guardia a Merton con nuevas noticias.

—¡Hola, Gossamer, está culebreando!Se precipitó al periscopio, pero no pudo ver nada de particular en el gran disco circular

de la vela del Gossamer. Era difícil distinguirla, pues estaba casi de canto con respecto aél; y parecía como una tenue elipse: luego pudo ver míe aleteaba en irresistiblesoscilaciones. Sí la tripulación no lograba dominar aquellas ondas, la vela se destrozaría.

Pusieron en ello todo su empeño, al cabo de veinte minutos parecían haberlo logrado.De pronto, en alguna parte del centro de la vela, comenzó a rasgarse la película deplástico que fue impelida lentamente al exterior a causa de la presión de la radiación, lomismo que ocurre con la voluta de humo de una fogata. Y en el lapso de un cuarto dehora sólo quedaba el delicado trazado de los espolones radiales que habían soportado lagran trama. Vióse de nuevo un destello de cohetes, al trasladarse una lancha a recuperarla cápsula del Gossamer y a su abatida tripulación.

—Nos estamos quedando solos acá arriba, ¿no es así? —oyose una voz en la onda decomunicaciones de embarcación a embarcación.

—Usted no, Dimitri —replicó Merton—. Aún tiene compañía allá al final del campo. Yosoy el único solitario aquí delante.

No era jactancia. Por entonces, el Duina, se hallaba a tres millas por delante de suinmediato perseguidor y su ventaja aumentaría con mayor rapidez todavía en las horassiguientes.

A bordo del Lebedev, Dimitri Markoff lanzó una risita maliciosa. No parecía en absolutoser hombre que se resignara a la derrota.

—Recuerde la fábula de la tortuga y la liebre —respondió el ruso—. En el próximocuarto de millón de millas pueden suceder muchas cosas.

Y, en efecto, la primera ocurrió mucho antes que eso, cuando completaban la primeraórbita a la Tierra atravesando de nuevo la línea de salida... aunque a miles de millas másarriba, gracias a la energía extra que les habían procurado los rayos solares. Merton seentretuvo fijando la posición de los demás yates y puso las cifras en el computador. Larespuesta que éste dio para el Woomera era tan absurda que efectuó inmediatamenteuna nueva comprobación.

No cabía duda... los australianos estaban adquiriendo una velocidad fantástica. Tal vezningún yate solar podía alcanzar tal aceleración, a menos que...

Una rápida mirada por el periscopio dio la respuesta: el aparejo del Woomera, reducidoa su mínima expresión de masa, había cedido. Era sólo la vela, que conservaba aún suforma, la que corría desbocada tras él, lo mismo que un pañuelo arrastrado por el viento.Pero mucho antes de eso los australianos se habían unido ya a la incrementadatripulación que se encontraba a bordo de la lancha del comodoro.

Así pues, ahora quedaba campo libre entre el Diana y el Lebedev, puesto que aunquelos marcianos no habían abandonado, se encontraban a mil millas a popa, y nosupondrían ya una serie amenaza si llegara el caso. Era difícil ver lo que podría hacer elLebedev para sustituir al Diana en la cabeza de la carrera. Lo cierto es que durante todoel trayecto de la segunda vuelta —de nuevo subiendo el eclipse y el largo y lento derivarcontra el Sol— Merton sintió una creciente inquietud.

Conocía a los pilotos y diseñadores rusos. Durante veinte años habían estado tratandode ganar aquella carrera, y, después de todo, sería justo que lo lograsen; ¿acaso nohabía sido Pyotr Nikolyevich Lebedev el primero en detectar la presión de la luz del Sol,ya en el mismo comienzo del siglo XX? Sin embargo, no lo habían conseguido nunca.

Y tampoco dejarían jamás de seguir intentándolo. Dimitri estaba urdiendo algo... algoque sería espectacular.

A bordo de la lancha oficial, a mil millas detrás de los yates concursantes, el comodoroVan Stratten miró el radiograma con enojo y consternación. El mensaje había recorrido

más de cien millones de millas, desde la cadena de observatorios solares que colgabansobre la ígnea superficie del Sol, y traía las peores noticias que pudieran imaginarse.

El comodoro —título meramente honorario, ya que en la Tierra era profesor deAstrofísica en Harvard— casi las había estado esperando. Nunca hasta entonces sehabía organizado la carrera en época tan tardía; habían sido muchas las demoras, sehabían arriesgado y ahora podían perderlo todo.

Muy abajo de la superficie del Sol se estaban agrupando enormes fuerzas. Encualquier momento podía producirse una espantosa explosión que liberaría la energía deun millón de bombas de hidrógeno. Un invisible globo de fuego, de muchas veces eltamaño de la Tierra, remontándose a millones de millas por hora, brotaría del Sol ybombardearía el espacio.

John Merton no sabía aún nada de esto cuando dirigía al Diana por segunda vez entorno a la Tierra. Si todo iba bien, aquel sería el último circuito, tanto para él como para losrusos. Había trazado una espira de miles de millas en lo alto, tomando los rayos solares.En esta etapa habían de escapar por completo de la Tierra... y poner rumbo al exterior, enel largo trayecto a la Luna. A partir de aquí sería una carrera directa. La tripulación delSunbeam había acabado por retirarse agotada, tras haber luchado valientemente con suvela giroscópica durante más de cinco mil millas.

Merton no se sentía cansado; había comido y dormido bien y el Diana se estabacomportando admirablemente. El piloto automático, tensando el aparejo como unapequeña y laboriosa araña, mantenía la gran vela orientada al Sol con más precisión quecualquier patrón humano. Aunque por entonces las dos millas cuadradas de plásticohabían sido acribilladas ya por centenares de micrometeoritos, los pinchazos del tamañode la cabeza de un alfiler no habían conseguido aún que disminuyera su impulso.

Pero le preocupaban dos cosas: La primera de ellas, el cabo del obenque número seis,que no podía ser ya ajustado debidamente. Sin señal previa alguna, el carrete se habíaatascado, a pesar de todos los adelantos de ingeniería astronáutica, los soportes seagarrotaron en el vacío. No podía lanzar ni recoger el cabo, por lo cual habría de limitarsea navegar lo mejor posible con los demás. Afortunadamente, ya había realizado lasmaniobras más difíciles. En adelante, el Diana tendría al Sol detrás y navegaríadirectamente con el viento solar. Y, como los antiguos marinos dijeron a menudo, es fácilmanejar una embarcación cuando el viento sopla por encima del hombro.

Su otra preocupación era Lebedev que seguía pisándole los talones a trescientas millasa popa. El yate ruso había mostrado una extraordinaria rnaniobrabilidad, gracias a loscuatro grandes paneles que podían ser inclinados en torno a la vela central. Todos susmovimientos, al circunvalar la Tierra, habían sido efectuados con enorme precisión; maspara ganar en maniobrabilidad, había tenido que sacrificar velocidad. No podían conseguirambas cosas. En el largo y recto recorrido que quedaba, Merton debía mantener suvelocidad. Sin embargo, no podía estar seguro de la victoria hasta dentro de tres o cuatrodías. El Diana pasó como una exhalación ante el extremo opuesto de la Luna.

Y de pronto, a las cincuenta horas de carrera, a punto de cumplirse ya la segundaórbita en torno a la Tierra, Markoff soltó su pequeña sorpresa.

—Hola John —dijo despreocupadamente por el circuito de embarcación aembarcación—. Me gustaría que viese esto. Podría parecerle interesante.

Merton se volvió hacia el periscopio y le dio el máximo aumento. Allá, en el campovisual, formando un espectáculo de lo más inverosímil contra el fondo estrellado, veíase lareluciente cruz maltesa de Lebedev, muy pequeña, pero muy nítida.

Mientras la contemplaba, los cuatro brazos de la cruz se despegaron del cuadro centraly fueron derivando en el espacio con todos sus espolones y aparejos.

Markoff había soltado toda la masa innecesaria, ahora estaba alcanzando la velocidadde escape y no necesitaba ya navegar pacientemente en torno a la Tierra, ganando

ímpetu de movimiento a cada circuito. En adelante, el Lebedev sería casi ingobernable...pero eso no tenía importancia. Todo el velamen había quedado tras él. Era como si unpatrón de yate de los antiguos tiempos arrojara por la borda cuanto le parecieseinservible, sabedor de que iba viento en popa por un mar en calma.

—Enhorabuena, Dimitri —radió Merton—. Es un buen arte. Pero no lo suficiente... no lebastará para darme alcance.

—¡Oh, todavía no he acabado!—respondió el ruso—. Cuentan en mi país un antiguorelato sobre un trineo perseguido por los lobos. Para salvarse, el conductor se vadesprendiendo, uno tras otro, de todos los pasajeros. ¿Ve usted la analogía?

Merton lo comprendió muy bien. En su etapa final, Dimitri no necesitaba ya de uncopiloto. En realidad el Lebedev podía ser desmantelado por la acción.

—Alexis no estará muy conforme con ello —explicó Merton—. Además, va contra lasreglas.

—Desde luego, Alexis no está conforme, pero yo soy el capitán. Sólo tendrá queesperar diez minutos por ahí hasta que el comodoro le recoja. Y en cuanto a las reglas, nodicen nada sobre el número de tripulantes... usted debería saberlo. Merton no respondió.Estaba demasiado ocupado realizando algunos presurosos cálculos, basados en lo quesabía del diseño del Lebedev. Al terminar, comprendió que la pelota estaba aún en elalero. El Lebedev le alcanzaría en el momento en que él esperaba pasar ante la Luna.

Pero el resultado de la carrera empezaba a decidirse ya, a noventa y dos millones demillas de allí.

En el Observatorio Solar Tres, muy en el interior de la órbita de Mercurio, losinstrumentos automáticos registraron la historia de la llamarada: Cien millones de millascuadradas de la superficie del Sol explotaron de súbito furiosamente; la inmensallamarada blanquiazul hizo que el resto del disco palideciera hasta adquirir un opacofulgor. Fuera de aquel hirviente infierno, retorciéndose y girando como un ser viviente enlos campos magnéticos de su propia creación, se remontaba el plasma electrificado de lainmensa llamarada. Delante de ella, moviéndose a la velocidad de la luz, marchaba elfogonazo indicador de los rayos ultravioleta y X. Aquello alcanzaría la Tierra en ochominutos, y era relativamente inofensivo. No así los cargados átomos que seguían detrás,a su pausada velocidad de cuatro millones de millas por hora... y que, en el lapso de undía, anegarían al Diana y al Lebedev y a su pequeña flota acompañante con una nube deradiación letal.

El comodoro aplazaba su decisión para el último minuto. Aun cuando el chorro deplasma había sido rastreado ante la órbita de Venus, existía una probabilidad de que nodiera con la Tierra. Pero cuando estuvo a menos de cuatro horas y fue captado por la redde radar con base en la Luna, vio que no había esperanza alguna. Toda navegación solarquedaba ya descartada par los próximos cinco o seis años, hasta que el Sol se calmarade nuevo.

Un gran suspiro de desilusión se extendió a través del Sistema Solar. El Diana y elLebedev se hallaban a medio camino entre la Tierra y la Luna, en un codo a codo... yahora nadie podría saber cuál de las dos era la mejor. Los entusiastas discutirían elresultado durante años; la historia simplemente: "Carrera suspendida a causa de unatormenta solar".

John Merton, al recibir la orden, sintió una amargura que no había conocido desde laniñez. A través de los años veía instintivamente el recuerdo de su décimo cumpleaños. Lehabían prometido un modelo exacto, a escala, de la famosa astronave Morning Star, ydurante semanas había estado pensando en cómo la montaría y dónde la colgaría de sudormitorio. Pero cortaron sus ilusiones. "Lo siento, John... cuesta demasiado dinero. Talvez el año próximo".

Medio siglo después, volvía a ser un chico con el corazón destrozado.Por un momento pensó en desobedecer la orden. ¿Y si navegando hacía caso omiso

de lo dispuesto? Y si aún abandonado continuara la carrera, podría efectuar un crucehasta la Luna que quedaría inscrito en los anales durante generaciones.

Pero aquello sería peor que una estupidez. Sería un suicidio... una forma muydesagradable de suicidio. Había visto a hombres morir víctimas de la radiación, al fallar enel espacio el blindaje magnético de sus naves. No... no merecía la pena atreverse a tanto.

Lo sintió por Dimitri Markoff tanto como por sí mismo; ambos habían merecido ganar, yal final la Victoria no sonreiría a ninguno de los dos. Nadie podía discutir con el Sol en unode sus momentos de cólera, aun cuando pudiera cabalgar sobre sus haces al borde delespacio.

Sólo a cincuenta millas a popa aparecía la lancha del comodoro, dibujábase junto alLebedev, dispuesta a sacar a su patrón. Allá fue la vela de plata, cuando Dimitri —conunos sentimientos que él compartía— cortó el aparejo. La minúscula cápsula sería llevadade nuevo a la Tierra, para volver a ser empleada... pero una vela se desplegaba sólo paraun viaje.

Podría oprimir el botón de eyección y ahorrar a sus rescatadores unos cuantosminutos. Pero no lo hizo. Quería permanecer hasta el último momento a bordo de lapequeña embarcación que tan gran parte había tenido en sus sueños y en su vida.Desplegóse la gran vela en ángulos rectos respecto al Sol, lo cual le dio mayor impulso.Hacía tiempo le habían substraído a la Tierra... y el Diana seguía aún ganando velocidad.

De pronto, atropellando todas las dudas y vacilaciones, en un impulso intuitivo, supo loque debía hacer. Por última vez se inclinó ante el computador que había navegado con éldurante medio trayecto hacia la Luna.

En cuanto hubo terminado, empaquetó el "diario" de vuelo y sus pocos enserespersonales, y torpemente —pues estaba desentrenado y no resultaba fácil tarea elhacerlo uno mismo— se embutió en el traje espacial de emergencia. Estaba acabando decerrar el casco cuando se oyó por radio la voz del comodoro.

—Estaremos a su lado en cinco minutos. Corte, por favor, su vela para que nochoquemos con ella.

John Merton, primer y último patrón del yate solar Diana, vaciló por un momento. Porúltima vez paseó su mirada en torno a la cabina con sus relucientes instrumentos y suspulcramente dispuestas palancas de mando, cerradas ya en su posición final, y luego dijopor el micrófono:

—Estoy abandonando el yate. Dispónganse a recogerme. El Diana puede cuidar de símismo.

No hubo respuesta del comodoro, lo cual agradeció en su interior. El profesor VanStratten supuso, sin duda, lo que estaba ocurriendo y comprendió que deseaba estar soloen aquellos momentos finales.

No se preocupó de vaciar la cámara intermedia, y el chorro de gas, al escaparse, lopuso en el espacio exterior. El impulso que dio con ello al Diana era el último presenteque le hacía. El yate fue reduciéndose cada vez más en la distancia con su vela brillandoespléndidamente a la luz del Sol, aquella luz que sería suya durante los siglos. Dos díasdespués pasaría ante la Luna como una exhalación; pero la Luna, como la Tierra, nopodría nunca aprehenderlo. Sin masa propia que pudiera retardarlo, el yate recorrería dosmil millas por hora en cada día de vuelo. Y en un mes estaría navegando a una velocidadmayor que la de cualquier astronave que el hombre pudiera construir jamás.

Al debilitarse los rayos del Sol con la distancia, su aceleración disminuiría. Pero aún enla órbita de Marte, ganaría mil millas diarias. Y mucho antes de ello, se movería yademasiado rápidamente como para que ni siquiera el propio Sol pudiera apresarle. Másveloz que cualquier cometa que jamás cruzara los espacios estelares, marcharíadirectamente al infinito.

El centelleo de cohetes a sólo pocas millas atrajo la mirada de Merton. La lanchaestaba acercándose a una aceleración miles de veces mayor que la que el Diana pudieranunca alcanzar. Pero aquellos motores sólo podían funcionar unos minutos, hasta agotarel combustible... mientras que el Diana seguiría aumentando su velocidad, impulsado porlos eternos rayos del Sol, en épocas venideras.

—Adiós, pequeña nave —dijo John Merton—. ¿Qué ojos te volverán a ver, y a cuántosmiles de años desde ahora?

Por fin, cuando el romo torpedo de la lancha apareció junto a él, sintióse en paz. Noganaría nunca la carrera a la Luna, pero su yate sería la primera nave humana que sehiciera a la vela en el infinito viaje a las estrellas...

EL REPOSO DEL VIAJERODavid I. Masson

DAVID I. MASSON es un escritor británico desconocido todavía para muchos lectores.Expone en este cuento él punto de vista de que aún cuando el nombre hace constantesprogresos en su civilización y cultura, parece ser incapaz de elevarse sobre la antiguabarbarie de la guerra. Con un relato fascinadoramente detallado, expone susconclusiones, en un relato bélico, pleno de simbolismo y fuerza... rematado por unainquietante sugerencia final sobre la naturaleza del enemigo.

Era un sector apocalíptico. De la rojinegra cortina de la barrera visual delantera, que sehallaba tan sólo a una distancia de veinte metros al norte de la frontera, provenían todaclase de meteóricos horrores: explosiones de fisión y de fusión, detonaciones químicas,una granizada de proyectiles de todos los tamaños y velocidades, una rociada de gasesparalizadores y de narcotizantes. Estallaban los proyectiles en la roca pelada de lasladeras o en el cemento de las casamatas más adelantadas, algunas de las cualesquedaban desintegradas o despanzurradas por minutos. Las instalaciones supervivientessoportaban un fuego igualmente intenso y casi vertical de cohetes y bombas. Aquí y allápodía verse una figura protegida a la carrera hacia arriba, o hacia abajo, o a lo largo delas laderas, en su "andador" mecánico, semejante a una hormiga frenética que escaparade un hormiguero atacado por un lanzallamas. Diversas trayectorias se dibujaban comoserpientes que surcaban el espacio por encima de sus cabezas en la oscuridad añil de lacortina visual trasera, quizás a cincuenta metros hacia el sur, que se unía a la superficierocosa cortada a pico, a sus buenos cincuenta metros bajo la vista del observador. Al Estey al Oeste, tan lejos como la vista podía alcanzar, acaso a unas cuarenta millas en el claroaire montañero pese a la atmósfera viciada por las explosiones (pero separado del campode tiro por un risco, al Oeste) el campo de visibilidad era teatro de violentos ataques ycontraataques de toda clase de ingenios bélicos. Pero lo que se podía oír era mucho másrico y variado de lo que se veía; el estrépito de infinitas detonaciones era más queconsiderable aún percibido a través del oído izquierdo oculto bajo el casco.

—Debe enviarse por medio de un computador —dijo el transmisor de H en su oídoderecho. Ninguna indicación precedía a esta declaración, pero H conocía el tono de B, suinmediato superior, a quien de todos modos podía ver mientras hablaba a un metro dedistancia en la amplia casamata de hormigón desde la que estaban al acecho a través deuna ventana de cristal plastificado y un visor infrarrojo con un alcance de unos cientos demetros. Su inmediato superior había permanecido en la casamata durante tres minutos, alparecer inspeccionando, probablemente para transmitir luego sus apreciaciones alsuperior de ambos, que debía de hallarse en aquellos momentos en la base VV.

—¿Cree que pueden conseguir impactos cronometrados aquí? —preguntó H.—Bien, desde luego pudiera tratarse de una baja frecuencia de largo alcance... no

sabemos realmente cómo es allí el curso del tiempo.—Pero si la "conceleración" discurre asintóticamente hasta la frontera, como sucedería

si su tiempo funcionara con la técnica de la imagen de un espejo, ¿llegaría realmentealguna vez a ocurrir algo así?

—A mi modo de ver, no... Quizá subiría un trecho, para luego caer de nuevo en elmismo ángulo del otro lado —dijo la voz de B—. De todos modos, no vine a hablar deCiencia; tengo noticias para usted. Si nos mantenemos aquí unos cuantos segundos,quedará usted relevado.

H sintió que una barrera visual interior le inundaba, y un bramido en sus oídos se tragócomo por ensalmo el fragor del bombardeo. Se dobló cuando sus rodillas comenzaron aceder, y recuperó la plena conciencia de sí mismo. Ahora pudo ver quién venía areemplazarle, una figura de incierto aspecto con equipo protector (como todos allí), en elextremo de la casamata.

—¿Qué ordena XN3? —dijo con voz quebrada acelerándosele el pulso.—XN2: coja el equipo emisor, repita ahora, cohete 3333 a VV —le tendió una tarjeta

brillante de color naranja, impresa con unos toscos caracteres negros—, y proceda luegocomo se le ha ordenado.

H alzó su pulgar derecho a la altura del codo, en señal de saludo, pues no era aquellauna situación que invitara a gestos de ninguna clase o palabras innecesarias.

—XN3, si, equipo emisor, ficha de cohete 3333 (la había metido en su guanteizquierdo) y órdenes VV; ¡adelante!

No reparó en el ademán de asentimiento de B, al deslizarse hacia la salida; asió unpequeño nudo que colgaba (uno de los quince del cuarto gancho de la hilera) y siguiódeslizándose por el resbaladizo cable durante diez metros, hasta llegar a una cavernailuminada débilmente; apretó un botón de la pared, contempló una serie de señalesluminosas, saltó al vehículo cuando doblaba la esquina y se encogió en él como el feto enel vientre de la madre. El vehículo se deslizó ladera abajo con una especie de rugido.

Veinticinco segundos después de su "partida" se desenroscó en la celda receptoradelantera del puesto W, situado a una media milla ladera abajo. Salió gateando delvehículo, dio diez pasos adelante en esta versión más amplia de su puesto de guardia(reconocible por el color y la insignia del casco), diciendo al mismo tiempo:

—XN3 de servicio, relevado.—XN1 a XN3: Coja esto (sacó de su bolsillo una tarjeta similar de color naranja) y tome

el tren-cohete dentro de 70 segundos. Por cierto, ¿vio alguna vez a un prehistórico?—No, señor.—Mire por aquí, entonces; se parecen a los pterodáctilos, pero son más primitivos.El visor telescópico infrarrojo, situado al noroeste, pasó a través de la barrera visual

delantera, cuyo norte se hallaba a unos cuarenta metros; muy arriba en la radiacióninfrarroja, podía verse cómo chillaban y lanzaban alaridos, aunque no se les overa, dosescamosos animales del tamaño aproximado de grandes perros pero con dos patas yamplias alas, agitándose en torno a una especie de protuberancia o canto rodado. Debíanhaber sido alcanzados en pleno vagabundeo, pues apenas podían tener algo que haceren aquel pelado paraje, pensó H.

—Gracias —dijo.Habían pasado once segundos de los setenta. Sacó una taza de un hueco de la pared,

la llenó con una bebida tonificante, y se la tomó sin quitarse el casco. Habían transcurridodiecisiete segundos; faltaban cincuenta y tres para salir.

—XN1 a XN3: ¿Cómo van las cosas por ahí?

Naturalmente se requería un informe: XN2 podía no volver nunca, y la comunicación apriori y a posteriori en aquellas latitudes era casi imposible pasados unos cuarentasegundos.

—XN3. Las cosas han estado poniéndose buenas durante todo el día; temo que seintente provocar la ruptura, aunque sólo es una suposición mía, desde luego, pero no hevisto, hasta ahora, nada parecido en todo el tiempo que llevo aquí. ¿Supongo que lomismo pasará en VV?

—XN1. Gracias por el informe —fue toda la respuesta que recibió. Pero pudo oír que lazarabanda era mucho más intensa que todas las que había presenciado en aquel lugaranteriormente.

Sólo quedaban veintisiete segundos. Saludó y atravesó a grandes zancadas lacasamata, con su equipo emisor y la nueva ficha. Enseñó ésta al guardia, quien la selló,quien sin mediar palabra le señaló un pasillo. H lo recorrió y al cabo de muchos metroshacia abajo llegó a una pequeña galería, al final del mismo. A lo largo de la galería sedeslizó quedamente en un vehículo de puertas correderas, que daba acceso a distintosdepartamentos. Un guardián hizo un ademán con la mano en cuanto se abrieron laspuertas, y H se encontró cómodamente retrepado en un asiento inclinado hacia atrás, alacelerar el tren-cohete ladera abajo. Al cabo de diez segundos se detuvo en el siguientepuesto de control, y se iluminó en la garita un letrero que decía: "DESVIO A LAIZQUIERDA", lo cual era probablemente debido a que el trayecto directo estabainutilizado. El tren pareció acelerar ahora, giró a la izquierda (como pudo notar H), y sedetuvo en dos puestos más de control antes de volver a girar a la derecha; frenófinalmente y se detuvo a los 480 segundos de su partida, según el cronómetro personalde Had, en vez de los 200 que había esperado. En aquel lugar podía verse de nuevo laluz del día desde la casamata cimera donde le había relevado XN2. Had había recorridounas diez millas al Sur y unas tres millas hacia abajo, sin contar los rodeos que habíadado. La barrera visual delantera aparecía oculta aquí por un reborde montañoso cubiertode liquen gigante, pero la barrera sur aparecía como un telón de bruma negro-violeta a uncuarto de milla de distancia. Los líquenes y una abundante vegetación cubrían en granparte el paisaje vecino, formado por una serie de hondonadas y barrancos. Podía oírsetodavía el ruido de la guerra, mezclado al sordo fragor de una tormenta que se avecinaba,pero no eran frecuentes los estallidos cercanos ni se divisaban demasiados desperfectosatribuibles a la violencia que se había desencadenado. El cielo estaba tormentoso.Algunos animales muy extraños, cuyo aspecto era a la vez de lagarto y de comadreja,enjambraban arriba y abajo de unos setos próximos. Seis hombres total salieron del tren-cohete, al mismo tiempo que Had. Hacia el este. El otro hombre se quedó con Had. Ungrupo de dos, otro de tres se fueron.

—Voy a bajar al Gran Valle; no lo he visto desde hace veinte días; todo debe estar muycambiado. ¿Te han mandado lejos? —dijo la voz del hombre al oído derecho de Had, através del transmisor.

—Yo... yo... estoy relevado —respondió Had con voz insegura.—¡Bueno, pues yo estoy... desintegrado!—fue cuanto logró decir el otro. Y al cabo de

un minuto añadió—: ¿Y a dónde vas a ir?—Creo que a montar algún negocio en el Sur. El calor es lo que me conviene. Conozco

algunas técnicas y podría utilizarlas bien en algún otro asunto. Lo siento... no queríajactarme... pero como me lo preguntaste.

—Así es. Creo que tendrás suerte. No conocí jamás a nadie que estuviera licenciado.Haz buen uso de ello. Eso ayuda a que el juego allá arriba merezca la pena... quierodecir, toparse con uno que va a unirse con todos los demás a los que se supone queestamos protegiendo... sí, los hace en cierto modo más reales para nosotros.

—Es magnífico que lo entiendas de esa manera —dijo Had.—Lo digo de verdad. De otro modo no habría quien quisiera aguantar aquí, en el frente.

—Bueno, y si no estuvieran ellos, ¿cómo se habrían desarrollado las técnicas paraaguantar allí arriba? —observó Had.

—Algunos de los tecnólogos que recuerdo del Gran Valle podrían haberlasdesarrollado tanto como para que eso fuera posible.

—Sí, pero piensa en toda la ciencia pura que se necesita para crear esas técnicas;dudo que hubieran sido capaces de llegar a parecidos resultados con sólo el trabajoteórico de los tecnólogos del Gran Valle.

"Posiblemente no"..., dijo la voz, "no sabría decir, la verdad." Ambos quedaron ensilencio hasta que el siguiente funicular bajó de arriba hasta el pie de la estación. Dejóque aquel hombre se marchase primero —sintió que debía cederle la preferencia y unminuto después (cinco segundos solo allá en su casamata, pensó de pronto irónicamente)apareció el siguiente funicular. Se metió en él justamente cuando un pájaro púrpura deaspecto muy raro y de largo cuello pelado se posaba en el seto de los lagartos-comadrejas. El funicular descendió a través de barrancos y hondonadas, apartándosecada vez a mayor velocidad de la cortina violeta del Sur. Al hacerse menos acusado eldesnivel del tiempo, su cerebro comenzó a funcionar mejor y le invadió una sensación debienestar. La velocidad del vehículo se moderó.

Had se alegró de llevar aún su uniforme protector al producirse un par de explosionesquímicas cerca de la línea del cable, probablemente por casualidad, tan sólo cincuentametros más abajo. Y se alegró aún más cuando una tercera explosión rompió el cableladera abajo y el de emergencia le detuvo en el siguiente pilón. Bajó en el ascensor delpilón y habló con su transmisor junto al teléfono. Le comunicaron que fuese dos millas alOeste, a la siguiente línea del funicular. Su interlocutor, supuso, debía estar hablandodesde una centralita más o menos en la misma latitud que la de su pilón, pues lacomunicación de Norte a Sur seguía siendo aún allí casi imposible, excepto a pocosmetros de distancia. A pesar de ello, en la voz del otro latía un tono chirriante, y suspalabras salían tajantes y rápidas. Supuso que su propia voz sonaría áspera y tartajeantea su interlocutor.

Con la ayuda de su "andador" vadeó, por decirlo así, el camino que conducía por entrebarrancas y simas, guiándose con una brújula y atento a las barreras visuales y al conodel ecuador de Doppler como referencia. "Estuvo bien que ese tipo hablase detecnólogos, pensó, pero debe darse cuenta de que ninguna civilización puede habersedesarrollado en un lugar tan al Norte... Gran Valle: es una zona de aparición demasiadoreciente para haber creado vida civilizada... cundo menos hasta ese extremo; no estoyseguro de hasta qué distancia hacia el Sur llega la punta del Este."

El recorrido no estaba exento de azares: se oyeron varias explosiones cercanas, y loque tenía el aspecto de un sospechoso miasma artificial, fácilmente evitable, yacía en dosconcavidades que decidió contornear. Además, un oso perezoso gigantesco y colérico sele abalanzó desde una espesura, y tuvo que eliminarlo con su metralleta. Pero para quienacababa de bajar del infierno de la cima de la montaña, todo aquello parecía un agradablepaseo.

Llegó finalmente a la línea de pilones y apretó el botón del teléfono al pie del máspróximo, tras comprobar que su grado de latitud era casi correcto. La misma voz, un pocomenos cortante y rápida, le dijo que un vehículo llegaría dentro de tres cuartos de minutoy se dispondría una parada en su pilón: si no lo hacía, que apretase el botón deemergencia de al lado. A pesar de su "andador" había pasado casi una hora desde que sehabía puesto en marcha... Quizá noventa minutos habían transcurrido desde que dejara lacasamata de la cima... o sea más de un minuto y medio allá arriba.

Llegó el vehículo y se detuvo; se metió en el interior, y esta vez el recorrido se efectuósin incidentes, excepto el ocasional paso de bandadas de nerviosos grajos, hasta llegar asu terminal, una torre como agazapada sobre el brezal de las laderas. El vehículo deabajo iba subiendo y el hombre que lo ocupaba llamó a través de su transmisor, al

cruzarse ambos, "¡Primero de un grupo!" En el interior de la terminal había anos veintehombres, todos ellos equipados... casi los suficientes para haber sido enviados arriba porpolihelicóptero pensó Hadol, en vez de tener que esperar durante largos intervalos a quellegaran los vehículos individuales. Parecían excitados y no se mostraban particularmentedesanimados, pero Hadol se contuvo y no quiso hablar de sus perspectivas futuras.Siguió adelante y se encontró con unos cuantos, que mostraban mayor curiosidad por elpaisaje que por sus propios camaradas. Una profunda cortina rojiza de espesorindeterminado escondía los rebordes de las alturas, aproximadamente a un cuarto demilla lucia el norte, y la azulenca bruma remataba la vista sobre el valle a cosa de mediamilla al Sur; pero entre las dos latitudes u zona parecía bastante despejada y sin señalesevidentes de haber sufrido los efectos de una guerra. Bosques de pinos y más abajorobledales y fresnedas cubrían las laderas hasta desaparecer en el linde escarpado delGran Valle, cuyos prados podían vislumbrarse no obstante, allende el cantil...Remolineantes sombras de nubes jugaban sobre el terreno, flecos y borlas de lluvia ygranizo lo barrían, y cíe vez en cuando se oía el rugido de la tormenta. Aquí y allá podíandivisarse fugazmente los venados, y densos enjambres de mosquitos danzaban bajo losárboles.

Después de recorrer unos cincuenta metros llegaron abajo; pasaron ante dosestaciones vacías, a través de dos túneles curvados y entre una serie de cascadas yriscos donde las ardillas brincaban de raíz en raíz; el aire era cada vez más cálido;cruzaron los pastos y los campos de trigo y maíz del Gran Valle, donde se hallabaemplazada una aldea de cabañas de hormigón y madera, llamada Emmel arrimada a unotero sobre el serpenteante río, y con una gran carretera que discurría recta hacia el Este,paralela a la vía férrea. El río no era en verdad muy ancho por aquella parte... era unpequeño torrente pedregoso, aunque no exento de atractivo, y el Gran Valle (cuyaextensión total podía ahora verse), sólo tenía en la parte más occidental un tercio de millade anchura. Las laderas del Sur que remataban la meseta Noroeste, visibles tambiénahora, eran ricas en arbustos y matorrales.

El enorme contraste con lo de arriba, y lo que en tiempo de casamata podía calcularseque hacía cuatro minutos que había sucedido, hizo que Hadolar casi se embriagara decontento. Presentó su brillante ficha y la comprobaron por radiación, la firmaron y sellaron,operación que efectuó el comandante del puesto de guardia en la terminal militar. Ledevolvieron un trozo de la ficha, para que lo pusiera en su disco de identidad, que comosiempre llevaba en la carterita. Se despojó del uniforme protector y de su "andador";entregó su arma, munición y avíos, y le dieron una mochila y dos bonos de mil créditoscada uno y un traje civil provisional. Todos estos trámites, desde su llegada, 250segundos... o sea dos segundos arriba en la casamata de la cima. Y salió como unheredero, al mundo.

El aire estaba impregnado de aromas de heno, bayas, flores y abono. Lo aspiró abocanadas llenas... Pidió en una cantina cerveza suave, un emparedado y una manzana;comió Y Pagó. No tenía tiempo que perder contemplando el río, por lo que fue a laestación y pidió un billete para Veruam del Mar, situado a unas 400 millas al Este y talcomo el detallado mapa de la estación le mostró, a unas 30 al Sur; pagó de nuevo y eligióun departamento al llegar el tren.

Una muchacha campesina y un civil de aire soñoliento, probablemente un contratistadel ejército, entraron vino tras otro después de Hadolar, con lo que completaron el pasajeque viajaba en el departamento. Miró con interés a la muchacha campesina —era rubia yde aire plácido— como a la primera mujer que había visto en cientos de días. Las modasno habían cambiado demasiado en treinta años, por lo menos entre las campesinas deEmmel. Al cabo de un rato desvió la mirada y la posó en el paisaje. El valle estababordeado por cantiles de piedra amarillenta. Hasta su diferencia de matiz era perceptible...y se había ensanchado ligeramente, o acaso se lo imaginaba él, y la diferencia se limitaba

únicamente a la normal deformación ocasionada por la luz. El río formaba graciososmeandros de lado a lado y de risco a risco, con pequeñas islas aquí y allá, coronadas deavellanos. Podía verse de vez en cuando a un pescador en la ribera, o vadeando lacomente. A intervalos pasaban ante granjas de labor. Al Norte del valle se alzabangrandes laderas, al parecer sin rastros de vida humana en ellas, a no ser que contáramoscomo tal la presencia de estaciones de funicular y algún ocasional helipuerto, hasta quese desvanecían en la vasta cortina parda de la nada, que caía insensiblemente de unfirmamento verde semi-cubierto de nubes, próximo al cénit. Unos torbellinos de vientoentre las nubes anunciaban los efectos del desnivel del tiempo sobre la cima, y extrañasráfagas luminosas invisibles más al Norte, parecían danzar entre ellas. Al Sur, la mesetaestaba aún oculta por la altura de los cantiles, pero los comienzos de la oscura colina azulsurgían de la línea del firmamento sobre el valle. El tren se detuvo en una estación y lamuchacha bajó del tren, lo que motivó el disgusto de Hadolar. Dos soldados conuniformes livianos entraron y cambiaron algunos pequeños recuerdos; iban en un brevepermiso a la parada siguiente, una pequeña ciudad llamada Granev, y ojearon el trajeprovisional de Hadolar, pero no dijeron nada.

Granev estaba construida principalmente con acero y cristal, y se extendía unas cincomillas a ambos lados de la carretera (qué suerte, pensó Hadolar, que la palabra y lacirculación pudieran ir tan lejos en el Gran Valle, sin problemas de interlatitud, a lo anchode 450 millas). Aparecieron ahora la industria y algunos de los tecnólogos. El valle sehabía ensanchado entre tanto y sus riscos sureños comenzaban a sumirse en la colinaazul a una media milla. Pronto las laderas del Norte se empezaron a ocultar tras un humode color pardo hasta desaparecer completamente. El río, aumentado su caudal por losafluentes, tenía ahora una anchura de varios cientos de metros y era bastante profundo.Hasta entonces sólo habían recorrido cincuenta millas escasas. El aire era de nuevo máscálido y la vegetación más abundante. Casi todos los pasajeros eran civiles, y algunosobservaron irónicamente el traje provisional de Hadolar, quien decidió comprar en Veraumun buen guardarropa a la primera oportunidad. Pero, por el momento, lo que quería eraponer tantas millas de distancia como fuese posible entre él y aquella casamata, en elmenor tiempo posible.

Unas horas después, el tren llegó a Veraum-en-el-Mar-Nororiental. Con treinta millasde longitud, edificios de cuarenta pisos y quinientos metros de anchura de Norte a Sur,era una ciudad imponente. No se veía más que llano en las afueras, pues la bruma rojizaaún lo envolvía todo en unas cuantas millas hacia el Norte, y la azulenca atenuaba lavisibilidad hacia el Sur en otras siete millas. Hadolaris visitó a uno de los Consultores deRehabilitación; las técnicas civiles y los recursos materiales habían aumentadoenormemente desde su último contacto con ellos, y los idiomas con sus giros ypronunciaciones habían sufrido un tremendo cambio, a la vez que todo el código de laconducta social se notaba terriblemente distinto. Armado con algunos manuales, unregistrador de bolsillo y varios cuadernos de formas lexicológicas populares, compróinmediatamente ropa ligera, un impermeable, objetos de escritorio, más aparatosregistradores, maletas y un equipo de aseo personal. Tras pasar una noche en un buenhospedaje, Hadolaris sostuvo entrevistas en las oficinas de empleo de siete agencias dedesarrollo subtropical; se embarcó en el tren-cohete de la noche que se dirigía al Sur,Oluluetang, a unas 360 millas. Uno de los sastres que le había vestido, le había reveladoque en las noches muy tranquilas podían oírse sordos rumores procedentes al parecer delas montañas al Norte. Hadolaris deseaba alejarse de ese Norte tanto como le fueraposible.

Se despertó entre las pahuas y los cañaverales de la sabana. No había señal algunade barrera visual por los alrededores. La ciudad estaba dispersa en bloques compactosde edificios de muchos pisos, bosques que estaban separados por cinturones de fronda yaceras rodantes y monorraíles. A diferencia de las otras poblaciones del Gran Valle no

estaba dispuesto en forma de franja Este-Oeste, aun cuando su eje Norte-Sur fueserelativamente corto. Hedolarisóndamo halló un pequeño hospedaje, estudió un plano de laciudad y sus zonas fabriles, compró una guía del distrito y durante varios días se dedicó ahacer exploraciones y encuestas antes de visitas a sus siete agencias. Los atardecereslos pasaba en las clases para adultos, absorbiendo sus noches inconscientemente en elsueño, las formas lingüísticas registradas durante el día. Al fin, y tras diecinueve días(unas cuatro horas en la latitud de Veruam, cuatro minutos en la de Emmel, y menos dedos segundos en la casamata de la cima —reflexionó—, obtuvo un empleo comoencargado de ventas al detalle de productos vegetales en una de las organizaciones a lasque había visitado.

Halló que era posible la comunicación verbal tanto al Norte como al Sur por buennúmero de millas, siempre que se conociesen las reglas para ello. En consecuencia, la"zonificación" allí estaba lejos de ser severa, y el viaje y las facilidades sociales cubrían unárea muy amplia de movimientos. Raramente se veía a militares. Hadolarisóndamocompró un auto en cuanto ascendió en la jerarquía de la organización, y más tarde unsegundo coche para recreo. Vióse apreciado, y no tardó en tener un círculo de amigos ydistracciones diversas. Tras varios asuntos amorosos se casó con una muchacha que erahija de uno de los directivos de la organización, y unos cinco años después de su llegadaa la ciudad se convirtió en el padre de una criatura, un varón.

—¡Arison!—llamó su mujer desde la embarcación. Su hijo de cinco años de edad,estaba manoteando en el agua sobre la superficie del lago, en la borda de laembarcación. Hadolarisóndamo pintaba en la islita rápidas líneas y trazos sobre el lienzomontado sobre el caballete, y pinceladas de luz y sombra brotaban de entre los arbustosde la marina—. ¡Arison!No puedo poner en marcha esto, ¿puedes venir nadando yprobarlo?

—Espera cinco minutos más, Mihanyo. Tengo que acabar esto.Suspirando, Karamihanyolasve continuó pescando desde la proa, aunque sin mucha

esperanza, con su aparejo horizontal tipo yo-yo. Aquello estaba demasiado tranquilo paraque picase algún pez. Un periquillo de vivos colores atravesó la enramada a su derecha.Deresto, el chico, dejó de manotear el agua, y luego lanzó varias exclamaciones al verbajo la superficie a pececillos de varias formas y tonalidades que se movían con rápidosmovimientos. Arison plegó el caballete, se quitó los pantalones y liándose todo ello a lacabeza, nadó hacia la embarcación. No había ningún cocodrilo en aquel ligo, loshipopótamos estaban muy lejos, y las filarías y demás infectos nocivos habían sidoeliminados. Veinte minutos de trabajo bastante chapucero, esa es la verdad, hicieron quelas cosas empezaran a funcionar, y la hélice se puso en marcha y la embarcación arrancóllevando a sus tripulantes a través del lago hasta donde desembocaba una pequeñacorriente. Atracaron en el desembarcadero, amarraron la embarcación bajo el solagonizante, y recogiendo sus bártulos tomaron el auto para irse a casa.

Cuando Deresto cumplió los ocho años, y estuvo listo a ser llamado formalmenteLafonderestonami, ya tenía una hermanita de tres y otro hermanito de uno. Era unintrépido nadador y remero, y se estaba desarrollando como pequeño dirigente de masas,tanto en casa como en la escuela. Arison era ahora el tercero en la empresa, pero ello nole había hecho perder la cabeza. Los días de vacación los pasaban bien en los trópicos(donde se podía beneficiar uno del cambio de horario) o entre los promontorios de lasorillas sureñas del Mar Nororiental (donde uno se perdía), o, cada vez más, en las tierrasaltas de labor y de manantiales de la parte occidental, donde en muchas zonas podíagozarse de una plena visión del mundo y los paisajes de nubes lucían en todo suesplendor. Hasta allí las barreras visuales eran simple neblina cerca de los horizontesNorte y Sur, respaldadas por una oscuridad en el cielo.

De cuando en cuando, durante una mala noche, Arison recordaba su "pasado". Ygeneralmente llegaba a la conclusión de que aun cuando una ruptura del frente hubierasido inminente en digamos hora y media a partir de su salida de la casamata, ello nopodía lógicamente afectar a su vida y a la de su mujer, o incluso a la de sus hijos, allá enel Sur. Así pues, reflexionó puesto que en nada les afectaba, vista la contracción deltiempo, más al Sur de un determinado punto Norte de la latitud de Emmel, los ataquesbalísticos debían producirse junto a la frontera; o, de lo contrario, ello revelaría que elenemigo debía estar falto de todo conocimiento sobre los desniveles de tiempo, o degeografía sureña, de manera que el lanzamiento de proyectiles desde el Norte de lafrontera al Sur de la misma, no serviría absolutamente de nada. Y hasta el más rápido helique pudiera ser piloteado contra la "conceleración" del tiempo, suponía que jamás lograríaatravesarlo.

Siempre adaptable, Arison no había tenido ninguna dificultad al respecto tras su retornoal cabo de un tiempo en el frente. Las comunicaciones por tren-cohete y otras, habíantendido a unificar el lenguaje y las características, aunque naturalmente los lindessuperiores del Gran Valle y la zona militar en las montañas del Norte estaban lingüística ysociológicamente un tanto aislados. En las tierras altas occidentales quedaban aúntambién concentraciones o más bien reductos de viejas formas lingüísticas y actitudes ycostumbres a la antigua usanza, como pudo descubrir la familia en el curso de susvacaciones. Sin embargo, en general, todo el país hablaba la lengua de las"contemporáneas" tierras bajas subtropicales, inevitablemente modificada desde luegopor la onomatosintomía, o lenguaje abreviado de aquella latitud. Un código"contemporáneo", ético y social, se había extendido también lo suyo. Podía decirse que elpresente sureño había colonizado al pasado norteño, hasta en lo geológico, algo así comolas aves y otros animales viajeros lo habían hecho, pero con los mayores recursos delingenio, flexibilidad, tradiciones y técnicas propios del ser humano.

Por lo general, la gente se preocupaba poco por la guerra. La conceleración del tiempose hallaba de su parte. Las energías mentales sobrantes se consumían en una serie dejuegos y ocupaciones, haciendo, representando, creando, condimentando, saboreando,criticando, teorizando, disponiendo, organizando y cooperando, pero no muy a menudofuera de la propia zona. Arison se encontró formando parte de una docena de círculos deentrelazamiento, y Mihanyo más implicada aún, en toda aquella forma de vida. No es queno estuvieran nunca solos, pues el cómodo ritmo de trabajo y vida, con doble "semana"de cinco días laborables y dos libres, siete laborables y dos libres, escalonado todo elloentre la población y en las organizaciones, dejaba mucho tiempo del que podían disponerpara sí mismos. Arison se lanzó a la escultura de estructuras y al cabo de dos añosretornó a la pintura, pero con magneto-pincel en vez de con pulverizador; purificado por elperíodo pasado entregado a la escultura de estructuras ganó cierto renombre. Por suparte Mihanyo se convirtió en músico. En cuanto a Deresto, era evidente que iba a ser un"líder" de hombres y sociedades, a la par de haber entrado a los trece años en su edaddeportiva. Su hermana de ocho años era una gran oradora y muy dada a losrazonamientos y argumentaciones más diversos y del chico de seis esperaban que fueseescritor, cuando menos en su tiempo libre, pues tenía vista aguda para las cosas y nomenor interés en relatarlas. Arison estaba contento de haber alcanzado el segundopuesto en su organización; la jefatura suprema le parecía excesiva recompensa. Demanera ocasional prestaba su opinión a la administración de los asuntos locales, pero node una manera particularmente excluyente.

Mihanyo y Arison estaban contemplando un festival de fuegos artificiales en el MarNororiental, desde su embarcación, más allá de los promontorios del Sur. Allí arriba seextendía la funda de negro raso que dibujaba la barrera visual norteña, que formaba ungigantesco arco estelar. Afortunadamente, el tiempo era magnífico. Podían percibirse lassiluetas de las embarcaciones de los fuegos artificiales. En un mundo que carecía de

luna, los placeres de una "Noche blanca" se obtenían sólo por tales medios. La muchachay Deresto nadaban en torno a la embarcación. Hasta el pequeñín estaba presente y sehallaba con la mirada fija posada pitañosamente en dirección Norte. En un momento dadoascendió la triple estrella verde y cesó la exhibición, cayendo luego la noche sobre lasembarcaciones. Se llamó a bordo a Deresto y Venoyvé, localizados por un destello, yfinalmente subieron temblando ligeramente y se secaron en el ventilador de aire caliente,bailando como dos diablillos en su derredor. Arison puso proa a la orilla y se vio queSilarré estaba dormida. También lo estaba Venoyvé cuando atracaron, y los padrestuvieron que cargar con cada uno hasta su casa de la playa.

A la mañana siguiente recogieron sus trastos y partieron en el auto en dirección a suhogar. Sus veinte días de vacaciones habían consumido 160 días del tiempo deOluluetang. Cuando llegaron a la ciudad llovía intensamente. Una vez acomodados lospequeños, Mihanyo tuvo una larga conversación con su amiga a través del opsífono y dela extensión de Oluluetang; ella (la amiga) había estado con su marido contemplando lostejones en las tierras altas del Oeste. Finalmente, intervino Arison y tras una conversaciónde tipo general, cambió algunas impresiones con el marido de la amiga de su mujer, sobreel desarrollo de la política local.

—La lástima es que uno se haga tan pronto viejo aquí abajo —se lamentó Mihanyo enla velada, antes de acostarse—. ¡Si tan sólo fuera posible que la vida durara eternamente!

—"Siempre" es mucha palabra. Además, el estar aquí no supone diferencia alguna enpunto a sensaciones, con respecto a como transcurre nuestra vida en el mar... ¿o sí?

—Supongo que no. Pero si tan sólo...Para templar el talante de su mujer, Arison comenzó a hablar sobre Deresto y su futuro,

y no tardaron ambos en hallarse planeando las vidas de sus hijos de la forma en que a lospadres les resulta imposible resistirse a hacerlo. Con su sueldo y las inversiones que teníametidas en la empresa, harían del chico un gran administrador, y aún tendrían lo bastantepara ofrecer a los otros una buena oportunidad.

A la mañana siguiente Arison se despidió de su mujer y salió para volver a su trabajoen las oficinas. Tuvo un día sumamente atareado, y al salir para tomar su auto se topó enla ya opaca luz del atardecer, con tres militares ante el cobertizo donde guardaba elcoche. Los miró interrogadoramente mientras se le aproximaban.

—Usted es VSQ 389 MLD 194 RV 27 XN3, conocido por Hadolarisóndamo, residenteen (nombrando la dirección), y vicepresidente de esta empresa —el frío tono del jefe erala afirmación de un hecho y no una pregunta.

—Sí —murmuró Arison, tan pronto como recuperó el habla.—Tengo una orden para su inmediato reingreso en nuestras fuerzas en el mismo lugar

en el que usted recibió su licencia. Debe usted acompañarnos al punto —el jefe sacó unabrillante tarjeta naranja con letras negras.

—¡Pero y mi mujer y familia!—Se les tendrá informados. No tenemos tiempo que perder.;!—¿Y mi empresa? I —Se

informará a su jefe. Venga.—Yo... yo... debo poner mis asuntos en orden.—Imposible. No hay tiempo, le digo. Situación urgente. Su empresa y familia deben

arreglarlo todo entre ellos. Nuestras órdenes invalidan cualquier situación pre-existente.—¿Cu... cuál es su autoridad? ¿Puedo ver su credenciales, por favor?—Esta tarjeta debería bastarle. Corresponde al extremo de la misma que espero tenga

usted aún en su disco de identidad... lo comprobaremos en el camino. Venga ahora.—Pero yo debo comprobar su autoridad. ¿Cómo puedo saber que no están intentando

raptarme, o algo por el estilo?—Si conoce usted el código se dará cuenta de que estos símbolos sólo corresponden a

una situación. Pero voy a complacerle en algo; puede usted mirar esta orden, pero sintocarla.

Los otros dos se acercaron más, y Arison vio que tenían sus metralletas apuntándole.El jefe sacó un papelote, y Arison, en la medida en que las letras del mismo le permitíandescifrarlas mientras danzaban, ante sus ojos pasmados y a la luz de la linterna del jefe,vio que efectivamente, se trataba de una orden de alistamiento: Arison, en la actualidad,en tal y tal hora, hora local, ha de abandonar inmediatamente su lugar de trabajo(especificado); y añadiendo al pie que uno de sus dos acompañantes había de llamar aMihanyo por opsífono y el otro al presidente de la organización para ponerles enconocimiento de lo sucedido. El alistado y su escolta habían de tomar el tren-cohete paraVeruam (cuya salida era dentro de quince minutos). El reincorporado a filas debía serllevado tan expeditivamente como fuese posible a la casamata VV, y de allí a la superior(de la cual había salido hacía veinte años) pero sólo aproximadamente veinte minutos enel horario de la misma —esta idea pasó como un relámpago por el cerebro de Arison—,aparte de seis o siete minutos correspondientes a su viaje al Sur.

—¿Cómo saben si soy apto para esa tarea después de que hayan pasado todos estosaños?

—Han obtenido informes de usted, y lo han comprobado, sin lugar a dudas.Arison pensó en echarle la zancadilla a uno y asestar un puñetazo al otro, para luego

escapar corriendo, pero las metralletas de los dos seguían apuntándole firmemente.Además, ¿qué ganaría con ello? Unas horas de sobresalto, un dolor innecesario ydesgracia y ruina para Mihanyo, sus hijos y él mismo, pues estaba seguro de queacabaría siendo capturado.

—El auto —dijo ridículamente.—Una pequeñez. Su empresa cuidará de eso.—¿Cómo puedo cuidarme del futuro de mis hijos?—Vamos, no sirve de nada discutir. Usted va a venir ahora mismo, vivo o muerto, apto

o no apto.Privado del habla, Arison se dejó llevar a un vehículo militar ligero.En cinco minutos se hallaba ya en el tren-cohete blindado de gruesas ventanas, y al

cabo de diez, con el tren ya en movimiento le quitaron su ropa civil y cuanto llevabaencima (para ser entregado después a su mujer, según le dijeron), le extrajeron tambiénsu disco de identidad comprobando el extremo de su tarjeta de licenciamiento, yprocediendo a efectuarle un examen médico. El cual resultó, al parecer, satisfactorio a losojos de las autoridades militares. Y en consecuencia, le proporcionaron el uniforme militarcon sus correspondientes avíos.

Pasó una noche de insomnio en el tren, intentando descubrir lo que había hecho conesto, lo que podía hacerse con aquello, a quién podría acudir Mihanyo en caso denecesidad, quién estaría dispuesto a ayudarla, cómo se las arreglaría con los pequeños,qué pensión tendría por parte de la empresa, y hasta dónde podrían realizar suproyectado futuro.

Un amanecer gris contempló la llegada del tren a Veruam. Sin haber comido (no habíapodido engullir ninguna de las raciones que le habían suministrado) ni haber dormido,miró ausente hacia el lugar de concentración. El grueso de los hombres que viajaban enel tren (pocos de los cuales eran al parecer reenganchados), subían en camionescerrados, y el largo convoy se puso en movimiento hacia Emmel.

En aquel momento el cerebro de Hadolaris comenzó a reaccionar de nuevo ante laacción de la "conceleración". Debía haber pasado aproximadamente un minuto desde supartida de Oluluetang, en el tiempo de su casamata en la cima. El viaje a Emmel podíallevarle otros dos minutos. El trayecto de Emmel a la casamata no más de dos y medio (yviajes por el sur incluidos) se encontraría en aquella casamata no más de veintidósminutos después de haberla abandonado. La jarana bélica había sido de una intensidadsin precedentes cuando él se marchó, y recordaba (en realidad había tenido variaspesadillas al respecto desde entonces) su profecía a XN1 de que podría esperarse una

ruptura del frente en el plazo de una hora. Si sobrevivió al jaleo aquel, era imposible quesobreviviese a una ruptura... ¿y una ruptura de qué? ¿Quién era el que abriría brecha?Nadie había visto nunca al enemigo, aquel enemigo que desde época inmemorial habíaestado pugnando por atravesar la frontera. Si lo conseguía, era inminente el crepúsculode la raza. Ningún horror, parecía creerse en el frente, igualaría a aquel. Al cabo de unascien millas se durmió, de puro agotamiento, sentado en posición entumecida reclinándoseen el hombre de al lado. Paradas, salidas y bruscos desvíos le despertaron a intervalos.El convoy iba a la máxima velocidad.

En Emmel salió tambaleante para encontrarse con una tormenta. El río estaba crecido.La columna se dirigió al depósito. Hadolar se separó de los demás y marchó a la estaciónterminal, donde le inocularon, y le proporcionaron un "andador", metralleta, uniformeprotector y otros avíos, y en un cuarto de hora (siete u ocho segundos quizás allá arribaen la casamata de la cima) se encontró en un polihelicóptero con otros treinta hombres.Apenas había cubierto el aparato un corto trayecto cuando se hicieron visibles por todaspartes explosiones y fogonazos. El aparato siguió ascendiendo, mientras se iban cerrandogradualmente las cortinas de visibilidad a sus espaldas. El vértigo y el insomnio volvierona hacerse consustanciales a la personalidad de Had. Pensar ahora en Kar y la prole eradesatar la angustia de un fantasma que compartía su cerebro y su cuerpo. Al cabo deveinticinco minutos aterrizaron cerca de la vía de un tren-cohete. Had fue el primero enser llevado a uno de sus compartimientos, y a los 190 segundos emergió de él, camino dela casamata VV. XN1 correspondió a su saludo con la breve orden de trasladarse a lacasamata de la cima. Pocos momentos después se encontraba frente a XN2.

—Ah, ya está aquí. Su relevo murió pocos segundos después de que se marcharausted, por lo que enviamos a buscarle —un gran boquete en la casamata era testimoniodel incidente. El cadáver del relevo ya había sido retirado.

—XN2. Las cosas están más animadas que nunca. Esto está que arde. Cada nuevaofensiva que lanzamos recibe uní réplica de gran estilo en el lapso de minutos. Ese nuevocañón apenas acaba de disparar cuando ya están respondiendo a nuestro fuego con elmismo tipo de proyectiles, que ni siquiera sabíamos que los tuvieran. Ojo por ojo.

En el cerebro de H. al parecer despejado por el hambre, el agotamiento y la intensaemoción, fulguró una indecible sospecha que nunca podría aprobar o rechazar, porcarecer de conocimiento y experiencias suficientes, de auténtica visión de conjunto. Nadiehabía visto jamás al enemigo. ¿Podría ser que aquella "conceleración" se tornara allíinfinita y no hubiese nada allende la misma? ¿Podrían ser los supuestos proyectiles delenemigo los propios, que volvían, que rebotaban como en una invisible pared? ¿Habíacomenzado quizá la guerra por causa de un campesino explorador que al azar yalegremente había lanzado una piedra hacia el norte, haciendo que ésta volviera contraél? ¿Acaso teníamos ante nosotros a un auténtico enemigo?

—XN3. ¿No sería posible que nuestros propios proyectiles vinieran rechazados desdela frontera?

—XN2. Imposible. Ahora intentará usted alcanzar aquel punto avanzado por lasuperficie —nuestro túnel está destruido— a 15°40. Este, puede ver la protuberanciacerca del borde del límite del visor con su mensaje; y dígale verbalmente que triplique supotencia.

El boquete en la casamata era demasiado pequeño, y H se fue por el ventanaldelantero. Corrió en su "andador" a una franja de paisaje que se convirtió en unaespesura de fuego, en un erizo de fuego, en un manto de Neso, como en un sueño. Y enun indecible, en un increíble y delirante supercrescendo de ruidos, luminarias, calor,presión e impactos, siguió corriendo, subiendo por la ya casi invisible ladera...

EN NUESTRA MANZANAR. A. Lafferty

Hasta la fecha, no tenemos noticia de que R. A. LAFFERTY haya escrito jamás unasola línea de literatura del género, lo que se dice "en serio". Este autor que ahorapresentamos al lector de ciencia ficción, da pruebas de no haber perdido ni un ápice de suvena humorística en esta obra. Nos congratulamos de que sea así, y confiamos en queigual será el parecer de ustedes.

Vivía gente muy curiosa en aquella manzana de la ciudad.—¿No anduviste nunca por esta calle? —preguntó Art Slick a Jim Boomer, que

acababa de llegar.—No lo he hecho desde que era chico. Después de que la fábrica de prendas de

trabajo se incendiara, un curandero plantó allí su tienda durante un verano. La calle sólotiene la longitud de una manzana y muere en el terraplén del ferrocarril. No hay en ellamás que un grupo de barracas y parcelas cubiertas de hierbajos. Las barracas tienendiferente aspecto ahora, parece que haya más. Creí que las habían echado abajo hacíaunos meses.

—Jim, he estado contemplando esa primera casucha durante dos horas. Había estamañana delante de ella un tractor con un remolque de trece metros, que cargaron conmaterial de cajas de cartón que sacaron del interior. Luego, se fueron.

—¿Y qué hay de malo en ello, Art?—Jim, dije que llenaron el remolque. Por la lentitud que llevaba al alejarse, debería

acarrear unos treinta mil kilos de carga. Una caja de cartón de quince kilos (calculo estepeso por el esfuerzo que hacían los hombres) cada tres segundos y medio durante doshoras, es decir, dos mil cajas.

—Sí, claro, hoy día muchos remolques sobrepasan los límites de carga estipulados.NO cumplen las ordenanzas.

—Jim, esa barraca no es más que una especie de cajón de dos metros y medio delado. La mitad de ella está ocupada por una puerta y en su interior hay un hombresentado en una silla situada detrás de una mesita. La otra mitad se halla ocupada por unvertedero. Caben seis o siete de esas barracas en aquel remolque.

—Midámosla —propuso Jim Boomer—. Acaso sea mayor de lo que parece.La barraca ostentaba un rótulo en el que podía leerse "VENDO TODO A PRECIO DE

SALDO". Jim Boomer midió la barraca con una vieja cinta métrica. Tenía, en efecto, dosmetros y medio cúbicos, sin trampa ni cartón. Estaba instalada sobre una especie deparapeto de ladrillos desportillados y ello permitía fisgar en su interior.

—Le vendo una cinta metálica nueva de quince metros —dijo el hombre sentado antela mesa—. Tire esa vieja.

El hombre sacó una cinta nueva de un cajón de su mesa-escritorio, aunque Art Sticktenía la seguridad de no haber visto más que una mesa sencilla de cuatro patas, sin lugaralguno para un cajón.

—Es completamente plegable y con baño de rodio, deslizante, con manilla Ramsey, ysu propio estuche de contención hermética.

Jim Boomer pagó el dólar pedido por ella.—¿Cuántas tiene? —preguntó.—Puedo disponer de cien mil dispuestas para su entrega en diez minutos —respondió

el hombre—. En lotes de cien mil las vendo con un considerable descuento: a ochenta yocho centavos la pieza.

—¿Era esta mercancía la que expidió usted esta mañana en el remolque? —quisosaber Art.

—No; posiblemente fue otra mercancía. Esta es la primera cinta metálica que jamás hefabricado. Se me ocurrió la idea en el preciso momento en que le vi medir mi barraca consu cinta vieja.

Art Slick y Jim Boomer se dirigieron a la puerta siguiente de otra barraca muysemejante, si bien ésta era más pequeña, apenas de unos dos metros cúbicos. En elrótulo de la puerta se leía: "Taquimecanógrafa pública". Se oía el teclear de una máquinade escribir, pero el ruido cesó al abrir ellos la puerta.

Una linda morenita se hallaba sentada ante una mesita. No había nada ni nadie más enel cuarto, ni siquiera una máquina de escribir.

Creí haber oído el teclear de una máquina de escribir aquí —dijo Art.—¡Oh, soy yo!—repuso con una sonrisa la muchacha—. A veces me divierto

produciendo el ruido de una máquina de escribir, tal como se supone que ha de hacerlouna taquimecanógrafa.

—¿Qué haría usted si alguien viniera y le hiciera un encargo?—¿Qué se imagina? Pues se lo haría.—¿Puede usted pasarme a máquina una carta?—Pues claro, amigo. Son cincuenta centavos la página, trabajo esmerado, copia con

carbón y sello.—Vaya. Veamos cómo lo hace. Le dictaré mientras usted mecanografía.—Dicte primero. Luego escribiré. No tiene sentido hacer dos cosas a un tiempo.Art dictó una extensa y complicada carta que había pensado escribir días atrás. Se

sintió anonadado al hacerlo mientras la muchacha se pulía las uñas.—¿Cuál será la razón de que las taquimecas siempre se estén puliendo las uñas? —

adujo la muchacha, mientras Art dictaba con voz monótona—. Sin embargo, yo intentohacerlo bien. Las limo y cuando vuelven a crecer, vuelvo a limarlas. He estado haciéndolotoda la mañana... Parece una bobada ¿verdad?

—Bueno... eso es todo —dijo Art cuando hubo acabado de dictar.—¿No hay una postdata con "cariño y besos"? —indagó la joven.—No veo por qué. Es una carta de negocios a una persona que apenas conozco.—Yo siempre pongo una postdata con "cariño y besos" a personas que apenas

conozco —repuso la muchacha—. Bien: su carta llenará tres páginas, o sea un dólarcincuenta. Por favor, salgan los dos afuera durante diez segundos y la pasaré a máquina.No puedo hacerlo si me están mirando. Empujó a los dos hacia la salida y cerró la puerta.

Hubo un silencio.—¿Qué está usted haciendo, señorita? —exclamó desde fuera.—¿Quiere que le venda también un curso de memorización? ¿Acaso lo olvidó ya?

Estoy mecanografiando su carta —respondió ella.—¡Pero si no oigo el ruido de ninguna máquina de escribir!—¡Y qué!¿Es que se exige también verosimilitud? ¡Tendré que cargarle un extra!Se oyó una risita, y luego, el sonido de un rapidísimo tecleo durante unos cinco

segundos.La muchacha abrió la puerta y tendió a Art la carta de tres páginas, por supuesto,

perfectamente mecanografiada.—Hay algo raro en todo esto —opinó Art.—¡Oh, las faltas de sintaxis son cosa suya, señor!¿Debiera también haberlas

corregido?—No. Se trata de otra cosa. Dígame la verdad, joven, ¿cómo es que el hombre de la

otra puerta expide cargamentos de material desde un edificio diez veces más pequeñoque la mercancía que despacha?

—Vende a precios muy bajos.—¿Quiénes son ustedes? El hombre de la otra puerta se parece a usted.—Es mi tío. Decimos a todos que somos indios de la raza de los Innominados.

—No existe tal tribu —observó lisa y llanamente Jim Boomer.—¡Ah no!En tal caso tendremos que decir a la gente que somos otra cosa. ¿Cuál es la

mejor tribu?—La de los Shawnee —propuso Jim Boomer.—Muy bien. Entonces seremos indios shawnee. Ya ve lo fácil que es.—Eso tampoco sirve —objetó Boomer—. Yo soy shawnee y conozco a todos los

shawnee de la ciudad.—¡Hola, primo!—exclamó la muchacha, guiñando un ojo—. Eso es de una broma que

aprendí; sólo el comienzo era diferente. Ya puede advertir con qué astucia le doy la vueltaa todas sus objeciones.

—Hablando de la vuelta, me debe cincuenta centavos —dijo Art.—Lo sé —dijo la muchacha—. Olvidé por un momento el dibujo que lleva la moneda,

por lo que me retrasé mientras lo recordaba. ¡Ah, sí, ese raro pajarraco sobre un haz deleña!Un momento. Aquí lo tiene —tendió la moneda a Art Slick, y añadió—: Le agradecerécomunique a todos sus amigos que hay aquí una afable y experta taquimeca cuyo trabajoes excelente.

—Sin máquina de escribir —completó Art Slick—. ¡Ea, vámonos Jim!—Postdata "cariño y besos" —dijo la muchacha a sus espaldas.El Club del Hombre Frío se hallaba en la puerta contigua y era una cervecería de

reducidísimas dimensiones con un exiguo mostrador. La camarera podría haber sidohermana de la taquimecanógrafa pública.

—Quisiéramos beber un par de tragos, pero no parece tener usted ninguna clase debebidas —dijo Art.

—¿Y quién necesita tenerla? —replicó la muchacha—. Aquí tienen sus cervezas.Art hubiera pensado que la camarera se las había sacado de las mangas. Pero no

llevaba mangas. La cerveza estaba fría y era muy buena.—Oiga, muchacha; ¿puede usted decirnos cómo puede el tipo de la esquina cargar

todo un remolque con material del que carecía un momento antes de proceder alembarque?

—Tendría que haberlo sacado de algún sitio —agregó Jim Boomer.—No, no —respondió la muchacha—. Estudio su idioma. Conozco las palabras.

Sacarlo de algún sitio es juntar, reunir; no, hacer. El hace.—¡Es extraño! —dijo boquiabierto Slick—. La marca Budweiser se halla equivocada en

esta botella... la í está antes que la e.—¡Oh, mentecata de mí!—exclamó la camarera—. No recordaba cómo era, y por ello

puse una en una botella y otra en la otra. Ayer un hombre me pidió una botella de lamarca Progreso, y le serví una de Brogreso. A veces hago las cosas mal. ¡Ea, voy aenmendar la suya!

Pasó la mano por la etiqueta, y la marca apareció correctamente escrita.—¡Pero si esa etiqueta estaba ya impresa!—objetó atónito Slick.—¡Oh, claro!Y además, hecho con el mayor primor —dijo la muchacha—. Habré de

tener más cuidado. Una vez puse por error gusto de Jax en una botella de Schlitz, y alcliente no le gustó. Tuve que cambiar en un santiamén el sabor de aquella cerveza,fingiendo que le daba otra botella. Es la luz de aquí lo que la hace parda —le dije—.¡Diablos!

Si no tenemos ni siquiera luz aquí. Y yo, en otro santiamén, hice que la botella fuera decolor verde. Es difícil dejar de equivocarse cuando se es tan estúpida.

—No, usted no tiene ni luz ni ventana aquí, y, sin embargo, hay claridad —dijo Slick—.No tiene usted refrigeración, ni hay cables de electricidad que comuniquen con ningunade las barracas de esta manzana. ¿Cómo se las arregla pues, para tener fría la cerveza?

—En efecto. ¿Acaso no es buena y fría la cerveza? Observe con qué habilidad eludosu pregunta. ¿Desean tomar otras dos?

—Pues sí. Y me interesa ver de dónde las saca —respondió Slick.—¡Oh, miren, hay serpientes detrás de ustedes!—exclamó la muchacha.—¡Cómo se sobresaltaron!—rió después—. ¿Es que creían de verdad que iba a tener

serpientes en mi lindo bar?Pero había servido otras dos cervezas, y el lugar se hallaba tan despojado de todo

como antes.—¿Hace tiempo que andan ustedes viviendo por esta parte?—¿Quién se mantiene eternamente en un sendero? —respondió la muchacha—. La

gente va de aquí para allá.—Usted no es de por aquí —dijo Slick—. No es de ningún lugar que yo conozca. ¿De

dónde procede? ¿De Júpiter?—¿Quién habla de Júpiter?La muchacha pareció indignada.—¡Si allá no se comercia más que con insectos!¡Y además se le hiela a una la nariz!—

exclamó.—¿No será usted una bromista, eh, muchacha? —preguntó Slick.—Seguro que no me costaría serlo si quisiera. Aprendí toda una serie de chistes, pero

todos los cuento mal. Mejor me iría. De todos modos, procuro parecer ocurrente para quela gente vuelva a mi establecimiento.

—¿Quién está en la barraca siguiente?—Mi prima hermana —dijo la muchacha—. Hoy, precisamente, puso su

establecimiento para hacer crecer cabello de cualquier color a los calvos. Yo le digo queestá loca. Eso no es negocio. Si quisieran tener, ya no estarían calvos.

—¡Ah!¿Pero puede hacer salir el pelo a los calvos? —inquirió Slick.—Pues claro. ¿Es que usted no es capaz de hacerlo?Había otras tres o cuatro tienduchas más en la manzana. No parecía que fuesen tantas

cuando los dos amigos entraron en el Club del Hombre Frío.—No recuerdo haber visto esta barraca hace unos minutos —manifestó Boomer,

dirigiéndose al hombre que estaba delante de la última casucha de la hilera.—¡Oh!La acabo de construir —repuso el hombre. Tablas carcomidas, clavos

oxidados... y afirmaba que la acababa de levantar.—¿Por qué no... construyó algo decente, ya que se puso a ello?—Esto es más disimulado —dijo el hombre—. ¿Quién se sorprende cuando se

descubre de improviso un edificio viejo? Somos nuevos aquí y queremos tantear elterreno sin llamar la atención. Ahora estoy pensando en qué puedo comerciar. ¿No creenque aquí puede haber un buen mercado para vender automóviles de lujo por ciendólares? Supongo, no obstante, que tendré que respetar el sentimiento religioso localcuando los fabrique.

—¿Qué es eso?—La adoración ancestral. El viejo depósito de gasolina y el sistema de combustión

empleados como un mero atavismo, cuando ya es de uso corriente la energía natural. Sí,eso haré. En tres minutos fabricaré uno, si es que quieren esperar.

—No. Yo tengo ya un coche —dijo Slick—. Vámonos, Jim. Aquella era la últimabarraca, por cuya razón dieron la vuelta a la manzana.

—Me estaba preguntando qué habría en esta manzana donde nadie viene nunca —comentó Slick—. Una serie de rincones raros en nuestra ciudad.

Había algunos tipos estrafalarios en la hilera de barracas que estaban aquí antes deéstas —repuso Boomer—. Algunos solían venir a beber al Gallo Rojo. Uno de ellosparecía un pavo por el glú-glú que hacía al beber. Otro hacía girar un ojo en una direccióny el otro en la opuesta. Se dedicaban a descortezar vainas en la fábrica de aceite delinaza antes de que se incendiara.

Volvieron a pasar ante la barraca de la taquimecanógrafa.

—Sin bromas, cielito: ¿Cómo escribe a máquina sin máquina? —le preguntaron.—Mecanografiar es demasiado lento —respondió la muchacha.—Yo pregunté cómo y no por qué.—Lo sé. ¿No es estupenda la forma con que doy la vuelta a las palabras? Creo que

mañana tendré un gran roble creciendo frente a mi establecimiento, para que me désombra. ¿Tiene alguno de ustedes, apuestos caballeros, una bellota en el bolsillo?

—¡Ah... no!¿Cómo escribe a máquina, en realidad, muchacha?—¿Me prometen no decirlo a nadie?—Prometido.—Hago la escritura con la lengua —dijo la muchacha. Echaron a andar lentamente

manzana arriba, y, volviéndose de pronto, Jim Boomer preguntó:—¿Y las copias en papel carbón?—Con mi otra lengua.Había otro remolque de doce metros o más, cargado ante la primera barraca de la

manzana. Eran "atados" de tubería de doce milímetros de diámetro y siete metros delongitud; siete metros de tubería rígida saliendo de un cobertizo de tres metros...

—Me pregunto cómo se podrán sacar tales cargamentos de semejante material de unabarraca como esa —comentó perplejo y aún no convencido Slick.

—Tal como dijo la muchacha, con una rebaja en los precios —repuso Boomer—. ¡Ea,vámonos al Gallo Rojo a ver si pasa algo por allá!Siempre vivió una buena pandilla degente estrafalaria en esta manzana.

EL VELO ROJOFred Saberhagen

FRED SABERHAGEN nos cuenta una de las más ingeniosas narraciones de ficcióncientífica en donde nos presenta a los Asesinos (véase la revista NUEVA DIMENSIÓN N?66), robots poderosos y adaptables, construidos hace un milenio para su utilización enuna guerra entre razas alienígenas que al fin acabaron destruyéndose mutuamente. Sólosubsisten ellos y están programados para matar a todo ser viviente. En este escenarioson libradas muchas batallas... y ninguna tan macabra como la que aquí se relata.

I

Hallándose solo y ocioso, Felipe Nogara decidió pasar el rato echando un vistazo aaquello que le había llevado más allá del límite de la galaxia, y así subió de su lujosocamarote a su puesto privado de observación. Así, en una elevada cúpula de cristalinvisible, le parecía encontrarse en el exterior del casco de su nave capitana, la Nirvana.

Bajo ese casco, bajo la gravedad artificial de la Nirvana, bordeaba el disco brillante dela galaxia, abarcando en uno de sus brazos todos los sistemas estelares que los terrícolashabían, hasta entonces, explorado. Pero, en cualquier dirección que mirase, no veía másque una enorme cantidad de manchas, y puntos luminosos. Eran otras galaxias,desfilando a velocidades de decenas de miles de millas por segundo, apartándose delhorizonte óptico del universo.

Nogara no había ido, sin embargo, a aquel compartimento para contemplar lasgalaxias, sino a ver algo nuevo, un fenómeno jamás visto antes por el hombre a distanciatan próxima.

Lo había percibido gracias a la aparente aproximación entre las galaxias que dejabatras de sí, y por las nubes y corrientes de polvo que caían en cascadas sobre su nave. La

estrella que se hallaba en el centro del fenómeno se hallaba más allá del alcance de lavista por la fuerza de su propia gravedad. Su masa era quizás un billón de veces la delsol, por lo que el tiempo espacial se replegaba en torno a ella de manera que ni un fotónluminoso podía desprendérsele en una longitud de onda visible.

El polvillo interestelar procedente de las profundidades del espacio caía en remolinoshacia los dominios de la hipermasa. El polvo que caía producía cargas estáticas hastaque el relampagueo se convertía en luminosas nubes cargadas de electricidad,tornándose rojo antes de desvanecerse, cerca del seno del vértice gravitatorio.Probablemente, ni siquiera un neutrino podría escapar a aquel sol. Y ninguna nave osaríaaproximársele mucho más cerca de lo que ya lo había hecho la Nirvana.

Nogara había subido hasta allí para juzgar por sí mismo si en el fenómenorecientemente descubierto podría encerrarse algún peligro en un futuro próximo para losplanetas habitados; los soles normales caerían como virutas de madera en un remolino sila hipermasa encontraba a su paso. Pero, bien parecía que habrían de pasar otros milaños antes de que cualquier planeta hubiera de ser evacuado; y, mucho antes lahipermasa podría haberse atiborrado de polvo mientras lo absorbiese su núcleo, por loque podía esperarse que la mayor parte de su sustancia volviese a reingresar en eluniverso en forma más espectacular pero menos peligrosa.

De todos modos, en los mil años próximos surgiría algún otro problema. En el momentopresente existía el de Nogara... puesto que él gobernaba la galaxia, si es que aquellopodía decirse en realidad de alguien.

Al sonar uno de los comunicadores reclamándole de nuevo a su lujoso apartamentoprivado, bajó prestamente, contento de tener un motivo que le alejara de las galaxias.

Tocó una placa con mano fuerte y velluda.—¿Qué sucede?—Mi señor, ha llegado una nave correo. Del sistema Flaminia. Traen...—Hable lisa y llanamente. ¿Traen el cuerpo de mi hermano?—Sí, mi señor. La nave con el féretro se está aproximando a la Nirvana.—Veré al capitán, a solas, en la Gran Sala. No quiero ceremonia alguna. Disponga los

robots en la cámara intermedia de presión, y examine a la escolta y el exterior del féretropara impedir cualquier contagio.

—Sí, mi señor.Hablar de enfermedad en este caso tenía mucho de equívoco. No era la plaga de

Flaminia lo que había metido a su hermanastro en un féretro, aún cuando ésta fuese laversión oficial. Se sospechaba que los médicos habían sometido a hibernación al héroede la nebulosa Pétrea como último recurso para impedir su irremediable muerte. Habíasido necesaria aquella mentira oficial porque ni siquiera él mismo, el Gran Jefe Nogara,podía permitirse el lujo de eliminar al hombre que lo había sido todo en la NebulosaPétrea... En aquella batalla librada hacía siete años, habían sido derrotados los Asesinos:de no haber sido así, la vida inteligente podría haber quedado extinguida en la galaxia.Los Asesinos eran terribles ingenios bélicos automatizados, construidos para algúnconflicto entre razas, tiempo ha desaparecidas que ahora se habían convertido enenemigos de todos los seres vivientes. Aunque la lucha contra estos ingenios no habíacesado todavía, la vida inteligente en la Galaxia parecía tener perpetuada su subsistencia,tras la batalla librada en Pétrea.

La Gran Sala era el lugar en el que se reunía diariamente, para su regalo y diversión,con las cuarenta o cincuenta personas que le acompañaban en la Nirvana, en calidad deayudantes, tripulantes o cortesanos. Pero al entrar ahora en ella la encontró desierta aexcepción de la presencia de un solitario individuo que montaba guardia junto al féretro.

El cuerpo de Johann Karlsen y cuanto quedaba de vida en él, se hallaba sellado bajo latapa de cristal de la pesada urna, que contaba con su propio sistema de refrigeración y de

"vuelta-a-la-vida", controlados por una llave de fibra óptica de duplicación teóricamenteimposible, que Nogara pidió con un gesto al capitán de la nave-correo.

El capitán llevaba la llave alrededor del cuello y tardó un momento en desprenderse dela cadena de oro que la enlazaba, tendiéndosela a Nogara. Pasó otro momento antes deque recordase que había de saludar, inclinándose: era un astronauta y no un cortesano.Nogara pasó por alto la infracción del protocolo. Eran sus gobernadores y almirantes losque estaban dando nueva vida a todas aquellas ceremonias protocolarias pues a élpersonalmente no le importaban lo más mínimo los gestos y posturas de sussubordinados, mientras supieran obedecerle con inteligencia.

Sólo ahora, con la llave en mano, miró Nogara a su inanimado hermanastro. Losmédicos pertenecientes a la conjura le habían afeitado la barba y el cabello. Sus labiostenían una palidez marmórea, y sus ojos grandes y abiertos eran de apariencia vítrea.Pero, indudablemente, era el rostro de Johann el que sobresalía de los pliegues de lahelada mortaja. Algo había en su persona que parecía resistirse a la hibernación.

—Déjeme un rato solo —dijo Nogara—. Se volvió dando la cara al otro extremo de laGran Sala, y esperó, en tanto que miraba a través del amplio ventanal hacia donde lahipermasa transformaba el espacio en una mancha borrosa, como si uno lo contemplaracon una lente defectuosa.

Al oír como se cerraba la puerta tras el capitán del correo, se volvió de nuevo...hallándose frente a la breve figura de Oliver Mical, el hombre que había elegido parareemplazar a Johann como gobernador de Flaminia. Mical debía haber entrado al salir elastronauta, lo cual, pensó Nogara, podía no carecer por entero de significado. Posandofamiliarmente las manos sobre el féretro, Mical alzó una ceja grisácea con suacostumbrada expresión de hastiado divertimento. Su rostro más bien abotargado sedilató en una sonrisa de hombre extremadamente cortés.

—¿Cómo rezan las líneas de Browning? —meditó, lanzando una ojeada a Karlsen—."¿Haciendo la labor de rey durante todo el brumoso día"... y ahora este premio de virtud?

—Déjame en paz —dijo Nogara.Mical estaba al tanto de la conjura, que había permanecido oculta para casi todos los

demás dignatarios, a excepción de los doctores en ella complicados.—Pensé que sería mejor hacer acto de presencia para compartir vuestro pesar —dijo.

Luego miró a Nogara y cesó en su discurso. Se inclinó con una reverencia que erasuavemente burlona cuando ambos estaban a solas, y se dirigió con paso vivo hacia lapuerta, cerrándola tras de sí al salir de la estancia.

Bien, Johann, si hubieses conspirado contra mí, te habría matado de una vez portodas. Pero nunca fuiste un conspirador; ocurrió tan solo que me serviste con demasiadoéxito: tanto mis enemigos como mis amigos comenzaron a tenerte en demasiada estima.Así estás aquí, mi helada conciencia, la última conciencia que jamás tendré. Tarde otemprano te habrías tornado ambicioso, por lo que no me quedaba otra alternativa quehacerte esto o matarte.

Ahora te pondré en lugar seguro, acaso algún día tengas otra oportunidad de vivir. Esun raro pensamiento éste de que algún día puedas estar tu meditando así ante mi féretro,como lo estoy yo ahora ante el tuyo. Sin duda rezarás por lo que crees es mi alma... Yono puedo hacer eso por ti, pero te deseo dulces sueños. Sueños del cielo de tu fe, y no desu infierno...

Nogara imaginó un cerebro al cero absoluto, en el que las neuronas repitieran sin cesarel itinerario de un mismo sueño eterno. Pero aquello era un desatino.

—No puedo poner en peligro mi posición, Johann—. Esta vez habló en un murmullo—.No tenía otra alternativa. En otro caso me hubiera visto obligado a matarte.

II

—Supongo que el Treinta y Tres ha llevado ya el cadáver a Nogara —dijo el segundooficial del correo Treinta y Cuatro de Acero, mirando al cronómetro del puente. Debe sermaravilloso eso de proclamarse uno Emperador o lo que sea, y tener a todas las unidadesde la galaxia entera dispuestas a darlo todo por su señor.

—No puede ser muy agradable que le traigan a uno el cadáver de su hermano —respondió el capitán Thurman Holt, examinando su esfera astrológica. Su nave de impulsoC-superior se hallaba cubriendo rápidamente un considerable intervalo temporal entre símismo y el sistema Flaminia. Aun cuando Holt no sintiera entusiasmo por su misión, lealegraba hallarse fuera de Flaminia, donde la policía política de Mical estaba imponiendosu ley.

—¡Qué cosa más rara! —dijo el Segundo, riendo entre dientes.—¿Qué quieres decir?El Segundo miró por encima de ambos hombros, según una costumbre adquirida en

Flaminia.—¿Ha oído usted eso?—preguntó—. "Nogara es dios, pero la mitad de sus astronautas

son ateos".Holt sonrió, pero sólo levemente.—La verdad es que no es ningún tirano demente. Acero no es el gobierno peor dirigido

de la galaxia. Los delicados y escrupulosos no sirven para sofocar rebeliones.—Karlsen bien que lo hizo.—Es muy cierto.El Segundo dijo sonriendo sardónicamente:—Oh, desde luego que Nogara podría ser peor, hablando seriamente sobre la cuestión.

Es un político. Pero yo no puedo soportar a esa banda que ha congregado en su derredoren los últimos años. Ya tenemos a bordo una buena muestra de lo que hacen. Si quiereque le diga la verdad, estoy algo asustado ahora que ha muerto Karlsen.

—Bien, pronto lo veremos —suspiró Holt, desperezándose—. Voy a echar un vistazo alos prisioneros. Le cedo el puente, Segundo.

—Le relevo, señor. Hágale un favor a ese hombre, y mátelo.Un minuto después, mirando a través del pequeño visor, del calabozo de la nave, Holt

deseó con sincera compasión que su prisionero hubiese estado muerto.Era un caudillo de los rebeldes, llamado Janda, y su captura había sido el último éxito

de las fuerzas armadas de Karlsen en Flaminia, poniendo con ello virtualmente término ala rebelión. Janda había sido un hombre de elevada estatura, un bravo rebelde y unbandido brutal. Había invadido el imperio Acero de Nogara y combatido contra él hasta noquedarle ninguna esperanza, rindiéndose entonces a Karlsen.

"Mi orgullo me ordena combatir a mis enemigos —había escrito en una ocasiónKarlsen, en lo que pensó que seria una misiva privada. —Mi honor no me permite humillaru odiar a mi enemigo".

Pero la policía de Mical trabajaba con diferente filosofía. El proscrito podía tener aúnuna osamenta poderosa, pero ya no caminaba erguido. Las esposas que todavíasujetaban sus muñecas y tobillos eran de plástico con lo que supuestamente se pretendíano dañarle la piel, pero ya no tenían en realidad propósito alguno, y Holt se las habríaquitado, de haberle sido posible.

Cualquier extraño, al ver a la muchacha que se hallaba junto a Janda para darle decomer, habría supuesto que era su hija. Era su hermana, cinco años más joven que él.Era también una muchacha de singular belleza, y quizás la policía de Mical tuviera otrosmotivos que no fueran los de su pura y simple conmiseración al enviarla a la corte Nogarasin señal alguna de violencia y sin que tampoco le hubieran lavado el cerebro. Serumoreaba que era grande entre los cortesanos la demanda de cierta clase dediversiones, y elevado el trasiego de quienes servían para tales fines.

Holt no había dado crédito hasta entonces en tales historias. Abrió el calabozo, y locerró por dentro para evitar que Janda se desmandara y fuera víctima de algún accidente.

Al embarcar en su nave a la muchacha, los ojos de ésta habían mostrado bien a lasclaras un odio invencible hacia todos los de Acero. Holt había sido con ella tan amable yservicial como le fuera posible durante los días transcurridos desde aquel día, y ahora noquedaba ni siquiera un resto de esperanza que ella pareciera compartir con alguien.

—Creo que pronunció mi nombre hace unos minutos —dijo la muchacha.—¿Ah, sí? —Holt se inclinó para mirar más de cerca de Janda, y no pudo apreciar

ningún cambio en sus facciones.Los ojos del proscrito tenían aún aquella mirada vidriosa y fija, y de su ojo derecho

brotaba de cuando en cuando una lágrima que no parecía tener guardar relación conclase alguna de emoción. La mandíbula pendía más floja que nunca, y todo su cuerporeflejaba el más profundo abatimiento.

—Quizás... —Holt no acabó.—¿Qué? —preguntó ella ansiosamente.¡Dioses del Espacio!. ¡El no podía dejarse comprometer por aquella muchacha!Casi

deseaba volver a ver el odio en sus ojos.—Quizás será mejor para su hermano —dijo amablemente— que no se recobre de

momento. Ya sabe usted a dónde lo enviarían.La esperanza de Lucinda, por mucha que tuviera, fue ahuyentada por las palabras de

Holt. Quedóse silenciosa, con la mirada fija en su hermano, como si viese algo que nohubiese contemplado nunca con anterioridad.

Sonó el intercomunicador de muñeca de Holt.—Aquí el capitán dijo.—Señor, acabamos de detectar una nave que nos pide ayuda, a cinco horas de

distancia en nuestro mismo rumbo. Es una nave ordinaria de escasas dimensiones.Las dos últimas palabras eran la acostumbrada confirmación de que la nave detectada

no era posiblemente el casco gigante de las naves de los robots. Estas se asemejabanmucho entre sí, por lo que Holt no vio motivo alguno para adoptar medidas especiales deseguridad.

Volvió indiferentemente al puente y miró la pequeña pantalla del detector. La naveresultaba desconocida, pero este hecho no le sorprendió. ¿Mas por qué, pensó, habría deaproximarse una nave, y dirigirle un saludo en lo más profundo de los espacios siderales?

¿Plaga?—No, ninguna plaga —respondió una voz por radio, entre descargas de energía

estática mientras le hacía la pregunta al desconocido. La señal de vídeo de la otra naveparecía también un tanto inestable, por lo que resultaba difícil apreciar la cara dellocutor—. Me entró una partícula de polvo en mi último impulso, y mis campos no dejande moverse. ¿Querría usted tomar unos pasajeros a bordo?

—Desde luego. —Para una nave de la envergadura de una C-Superior era un tantosorprendente que entrara en colisión con un campo gravitatorio de partículas de polvo detamaño apreciable, aunque tampoco fuera insólito, lo cual explicaba lo defectuoso de lascomunicaciones. No había pues aún motivo de alarma para Holt.

La nave forastera envió una lancha que abordó la cámara intermedia de presión, yquedó amarrada a ésta. Holt abrió la puerta de la cámara con una sonrisa de bienvenidapara los pasajeros en dificultades. Y en aquel mismo instante, él y la media docena dehombres que constituían su tripulación se vieron sorprendidos por el imprevisto ataque demáquinas del tamaño de un hombre... una partida de abordaje de los "Asesinos", fríos eimpasibles, despiadados como una pesadilla.

Los robots se apoderaron tan rápida y eficazmente del correo, que nadie pudopresentar resistencia efectiva. Sin embargo, los asaltantes no procedieron a matar, almenos de momento, a ninguno de los humanos. Quitaron las unidades de impulso de una

de las lanchas salvavidas, y metieron en ella como un rebaño a Holt y su tripulación y alos anteriores prisioneros.

—No fue un "Asesino" el de la pantalla, no lo fue— decía insistentemente a Holt elsegundo oficial. Los humanos se apelotonaron como sardinas en lata en el pequeñoespacio. Los robots les proporcionaron aire, agua y comida, y comenzaron a sacarlos unoa uno para interrogarles.

—No se le parecía, no —respondió Holt—. Los "Asesinos" probablemente se estánmodelando a sí mismos de formas diferentes, y proveyéndose de nuevas armas. Lo cuales muy lógico, después de la batalla de Pétrea. Lo único extraño es que nadie lo previera.

Una escotilla se abrió, y un par de robots de tosca figura humana entraron dirigiéndoseen derechura por entre los nueve humanos, hasta donde se encontraba el que ellosbuscaban.

—¡No, no puede hablar!—clamó Lucinda—. ¡No se lo lleven!Pero los robots no podían, o no quisieron oírla. Pusieron en pie a Janda y se lo llevaron

fuera. La muchacha los siguió arrastrándose e intentando convencerles de ello. Holt sólopudo gatear inútilmente tras ella en el exiguo espacio en que se hallaban, por temor a queuno de los robots se volviera y la matara. Pero éstos se limitaron a impedir que lamuchacha saliera del salvavidas, haciéndola caer de la escotilla con manos tan metálicascomo suaves, aunque de una firmeza irresistible. Y se fueron con Janda, volviendo acerrar la escotilla. Lucinda se quedó mirándola con inexpresiva fijeza, y ni se moviócuando Holt la rodeó con su brazo.

III

Al cabo de una espera eterna, los humanos vieron abrirse de nuevo la escotilla. Perono traían a Janda, sino que venían en busca de Holt.

El casco del correo vibraba y resonaba con ecos que parecían indicar que los robotsestaban reconstruyéndolo. En un pequeño camarote separado del resto de la nave por unnuevo mamparo, el cerebro computador de los "Asesinos" había instalado ojos y oídoselectrónicos, y también un micrófono. Allá fue donde llevaron a Holt para ser interrogado.

Por medio de una memoria de palabras humanas registradas, el " Asesino" interrogó aHolt extensamente. Todas las preguntas eran concernientes a Johann Karlsen. Sabidoera que los "Asesinos" consideraban a Karlsen como su principal enemigo, pero éste,parecía muy particularmente obsesionado por su persona y un tanto reacio a creer queestuviese realmente muerto.

—Me he apoderado de sus cartas y de las coordenadas astronáuticas —recordó el"Asesino" a Holt— Sé que se dirigen a la Nirvana, a la que ha sido llevado el supuestocadáver de Karlsen. Describía esa nave empleada por el ser viviente Nogara.

En tanto que sus preguntas habían tratado únicamente de un hombre muerto, Holthabía dado al "Asesino" respuestas correctas, pues no deseaba que le cogieran en unamentira inútil. Pero hablar de la nave capitana era cuestión muy distinta, y aquello le hizovacilar. Sin embargo, era poco lo que podía decir sobre la Nirvana, aunque lo deseara, yni él ni sus compañeros de cautiverio tenían probabilidad alguna de poder urdir algún planpara burlar al "Asesino", quien a buen seguro debía escuchar cuanto se decía en elsalvavidas.

—Nunca he visto a la Nirvana —respondió con toda veracidad—. Pero la lógica medice que debe ser una nave poderosa, puesto que viajan en ella los más conspicuosgobernantes humanos. —No había perjuicio alguno en decir de la nave lo que cualquierahubiera podido deducir lógicamente.

Abrióse de súbito la puerta, y Holt se quedó con la mirada clavada en el extraño serque entró en la cámara de interrogatorios. Luego vio que no era un hombre, sino una

creación de los "Asesinos". Quizá su carne era de plástico o acaso de algún productoobtenido sintéticamente a partir de fibras naturales.

—Usted es el capitán Holt, ¿eh? —preguntó aquella mole. No había gran diferenciaentre su figura y la de un ser humano, pero hasta una nave, por muy bien camuflada queesté, no deja de seguir pareciendo una nave camuflada.

Viéndole silencioso, la figura preguntó:—¿Ocurre algo? —Ya, su manera de hablar habría hecho desconfiar de él a cualquier

hombre que le escuchara atentamente.—Usted no es un hombre —respondió Holt.La figura se sentó y claudicó, explicando:—Ya ve que no soy capaz de hacer una imitación de un ente humano que puede ser

aceptada por los auténticos con quienes me enfrento. Por lo tanto, le requiero a usted,como genuino que es, a que colabore para que podamos cerciorarnos de la muerte deKarlsen.

Holt no dijo nada.—Soy un ingenio especial construido con un primordial objetivo: el de lograr la

evidencia de la muerte de Karlsen. Si me ayuda usted a demostrar que está muerto, lepondré de buen grado en libertad, así como a los demás seres vivientes que tengo en mipoder. Si se niega a cooperar, a todos ustedes se les aplicarán los más desagradablesestímulos para que cambien de parecer.

Holt no creía que aquel ente fuera a dejarles en libertad de buen grado, pero nada teníaque perder si hacían un trato, y podía cuando menos, obtener para sí y para los demásuna muerte en la que se vieran libres de aquellos desagradables estímulos. Los"Asesinos" tenían más de eficientes exterminadores que de sádicos asesinos, aunquedurante la guerra se hubiesen convertido en verdaderos expertos en el sistema nerviosodel hombre.

—¿Qué clase de ayuda necesita usted de mí? —preguntó Holt.—Cuando haya terminado de formarme en este correo, vamos a ir a la Nirvana, donde

entregará usted a sus prisioneros. Ya he leído las órdenes. Tras haber sido interrogadospor los dirigentes humanos de la Nirvana, los prisioneros han de ser llevados a Acero parasu confinamiento. ¿No es eso?

—Así es.Volvió a abrirse la puerta y entró a rastras Janda, tan desecho físicamente como

confuso.—¿No puede usted ahorrar a ese hombre ningún interrogatorio? —preguntó Holt al

"Asesino"—. No puede serle de ninguna utilidad.El silencio, fue la única contestación a sus palabras. Holt esperó inquieto. Finalmente,

mirando a Janda, se dio cuenta de que algo había cambiado en el proscrito. Las lágrimashabían cesado de manar de su ojo derecho.

Al ver esto, Holt sintió un creciente horror que no podía explicar, como si susubconsciente supiera ya lo que el "Asesino" iría a decir a continuación.

—Lo que era hueso en este ente viviente, es ahora metal —dijo el "Asesino"—. Dondefluía la sangre, se bombean ahora los profilácticos. En el interior del cerebro he colocadoun computador, y en los ojos unas cámaras que registrarán la evidencia que persigosobre Karlsen. Emular el comportamiento de un hombre al que se le ha lavado el cerebro,es algo que entra dentro de mis posibilidades.

—No le odio a usted —dijo Lucinda al "Asesino", cuando la trajo a solas parainterrogarla—. Usted es un accidente igual al temblor de un planeta, como una partículade polvo chocando con una nave próxima a la velocidad de la luz. A Nogara y a los suyoses a los únicos que odio. Y si su hermano no estuviese muerto, yo lo mataría con mispropias manos y gustosamente le entregaría a usted su cadáver.

—¿Capitán del correo? Aquí el gobernador Mical hablando en nombre del Alto SeñorNogara. Traiga enseguida a sus dos prisioneros a la Nirvana —ordenó.

—Al instante, señor.Tras haberse puesto a la vista de la Nirvana, al robot-asesino había sacado a Holt y a

Lucinda del salvavidas; luego había hecho derivar la lancha, con la tripulación de Holt aúnen ella, entre las dos naves, como si estuviesen aún empleándola los hombres paracomprobar los campos del correo. Los hombres de la lancha habían de ser los rehenesdel "Asesino", y su escudo, en caso de que fuesen descubiertos.

Y dejándolos allí, deseaba sin duda hacer más verosímil la perspectiva de una eventualliberación.

Holt no habría dicho nada a Lucinda respecto a la operación realizada con suhermanastro pero al final acabó por hacerlo. Ella lloró durante unos momentos, y luego seserenó por completo.

Ahora el "Asesino" puso a Holt y a Lucinda en el globo de cristal que servía para loslanzamientos, en este caso para su traslado a la Nirvana. El actual robot, que había sidoantes el hermano de Lucinda, se hallaba ya allí esperando, hundido y sumiso, con elaspecto de un hombre que estuviera en los últimos días de su vida.

Al ver aquella figura, Lucinda se detuvo, y luego, con voz clara, dijo al "Asesino":—Robot, deseo agradecérselo. Ha tenido usted para con mi hermano una atención que

ningún humano le reservaría. Creo que yo habría hallado un medio de matarlo con mispropias manos antes de que sus enemigos pudieran seguirle torturando.

IV

La cámara intermedia de presión de la Nirvana estaba sólidamente acorazada yequipada con defensas automáticas que hubieran repelido un asalto de robots deabordaje, al igual que los haces y proyectiles de la nave podrían haber rechazado acualesquiera armas pesadas de ataque que un correo o una docena de correos pudieranemplear. El "Asesino" ya había previsto todo esto.

Un oficial dio la bienvenida a bordo a Holt.—Por aquí, capitán, todos le estamos esperando.—¿Todos?El oficial tenía la apariencia de una persona bien cuidada, con la tranquilidad que

proporciona una tarea segura y fácil. Sus ojos estaban ocupados en apreciar a Lucinda.—Se está celebrando una fiesta en la Gran Sala. La llegada de sus prisioneros se ha

anticipado mucho.La música vibraba en la Gran Sala, y algunas bailarinas evolucionaban y se

contorsionaban con atavíos más obscenos que cualquier desnudez. De una mesa queabarcaba casi toda la longitud de la sala, robots servidores retiraban los restos de lo quehabía sido un festín. En un sillón semejante a un trono detrás del centro de la mesatomaba asiento el Alto Señor Nogara, con rico manto echado sobre los hombros y clarovino ante él en una copa de cristal. Cuarenta o cincuenta cortesanos le acompañaban enla gran mesa, hombres y mujeres, y unos cuantos cuyo sexo, Holt no pudo precisar aprimera vista. Todos bebían y reían, y algunos llevaban máscaras y disfraces, lo queparecía indicar que la fiesta todavía no había terminado.

Las cabezas se volvieron a la entrada de Holt, y un momento de silencio fue seguidopor una aclamación. Todos los ojos y rostros se volvieron ahora a los prisioneros, y Holtno pudo apreciar en sus miradas nada que se asemejara a la compasión.

—Bienvenido, capitán —dijo Nogara con agradable voz, cuando Holt se acordó dehacer la acostumbrada reverencia—. ¿Hay nuevas de Flaminia?

—Nada, de gran importancia, señor.

Un hombre de cara abotargada que se sentaba a la derecha de Nogara se inclinó sobrela mesa diciendo:

—¿Sin duda hay gran duelo por el finado gobernador?—Desde luego, Señor —Holt reconoció en su interlocutor a Mical—. Y mucha

expectación también, por conocer a su sucesor.Mical se recostó en su sillón, sonriendo cínicamente.—Estoy seguro de que la población rebelde está ansiosa de mi llegada. Muchacha,

¿estabas tú ansiosa por conocerme? Ven, preciosidad, da la vuelta a la mesa, y acércatea mi lado. —Y mientras Lucinda obedecía lentamente, Mical hizo un gesto a los robotsservidores, diciendo al mismo tiempo—: Robots, poned una silla para el hombre... Ahí enel centro de la estancia. Usted, capitán, puede volver a su nave.

Felipe Nogara mientras tanto, no había apartado la vista de la esposada figura de suantiguo enemigo Janda, sin que fuera fácil adivinar en qué estaba pensando. Pero no lemolestaba el hecho de que Mical se entretuviera dando órdenes a unos y otros, conevidente satisfacción.

—Señor —dijo Holt a Mical—. Desearía ver... los restos de Johann Karlsen.Esto atrajo la atención de Nogara, quien hizo un ademán de asentimiento, y un robot-

servidor descorrió unos cortinajes dejando al descubierto un gabinete en uno de losextremos de la Sala, en el cual, ante una gran ventana, se encontraba el féretro.

Holt no se mostró especialmente sorprendido, pues en muchos planetas era costumbrecelebrar fiestas en presencia de un muerto. Tras hacer la reverencia prescrita a Nogara,fue hacia el gabinete. Oyó tras él un arrastrar de pies y el tintineo que hacían las esposasde Janda al moverse tras de él, y contuvo la respiración. Un murmullo recorrió la mesa, yluego se hizo un súbito silencio en el que incluso cesó la música. Probablemente Nogarahabía hecho un gesto de aquiescencia para que Janda fuese también, deseando queobservara lo que haría el hombre al que se había sometido a un lavado de cerebro.

Holt llegó hasta el féretro y se plantó ante él. Apenas vio el rostro inanimado de suinterior, ni la confusa imagen de la hipermasa allende el ventanal, como tampoco oyó loscuchicheos y contenidas risitas de los festejantes. Las únicas imágenes que ocupaban sumente ahora, eran las caras de los miembros de su tripulación én impotente espera en lasgarras del "Asesino".

El robot que usurpaba el cuerpo de Janda le siguió, arrastrando los pies, y la mirada desus vítreos ojos se posó en los de hielo del yacente. Una fotografía tomada por su retinasería llevada al "Asesino" para cotejarla con los antiguos registros capturados a loshumanos y poder comprobar de esta forma si aquella persona era Karlsen en realidad.

Un débil grito de angustia hizo que Holt mirase atrás hacia la larga mesa, donde vio aLucinda pugnando por desasirse del brazo de Mical que la apresaba, mientras él y susamigos reían.

—No, capitán, yo no soy ningún Karlsen —le voceó Mical, al ver la expresión de Holt—.¿Y cree usted que lamento la diferencia? Las perspectivas de Johann no son brillantes, élestá metido en una cáscara de nuez y no puede ya aspirar a ser rey del espacio infinito...

—¡Shakespeare!—voceó un adulador, mostrando aprecio por la erudición literaria deMical.

—Señor —Holt dio un paso adelante— ¿Puedo... puedo llevar de nuevo a losprisioneros a mi nave?

—¡Vaya, vaya!Ya veo que sabe usted apreciar algunas de las mejores cosas de la vida.capitán. Pero como no ignora, el rango tiene sus privilegios. La muchacha se queda aquí.

El había previsto que Lucinda seria retenida a bordo de la Nirvana en donde estaríamucho más a salvo que con el "Asesino".

—Señor, entonces, si... si sólo el hombre puede vivir conmigo... En un hospital deAcero podría recuperarse...

—Capitán —la voz de Nogara no era alta, pero impuso silencio en la mesa. No discutaaquí.

—No, señor.Mical meneó la cabeza.—Mis pensamientos no son de piedad para mis enemigos, capitán. Si luego toman esa

dirección... bueno, eso depende. —De nuevo tendió el brazo deliberadamente para rodearcon él a Lucinda—. ¿Sabe usted, capitán, que el odio es el auténtico condimento delamor?

Holt volvió a mirar desválidamente a Nogara, cuya fría expresión parecía decir: Unapalabra más, capitán, y se encontrará en el calabozo. Nunca aviso dos veces.

—Voy... voy a volver a mi nave —tartamudeó—. La mirada de Nogara se apartó de él,y nadie más le prestó gran atención.—Posiblemente volveré dentro de pocas horas.Desde luego, antes de que parta para Acero.

La voz de Holt se apagó al ver que un grupo de festejantes rodeaba a Janda y habíanquitado las esposas a los muertos miembros del proscrito, colocándole un casco astadoen la cabeza y dándole un escudo y una lanza, y cubriéndole con un manto de piel,atuendo propio de un antiguo guerrero nórdico de la tierra.

—Observe, capitán —dijo Mical con voz de mofa—. En nuestro baile de máscaras notenemos al fantasma del príncipe Próspero. De buen grado invitamos a la imagen delterror.

—¡Poe!—voceó con júbilo el adulador.Los nombres de Próspero y Poe no significaban nada para Holt, y Mical pareció

decepcionado.—Déjenos, capitán —dijo Nogara, con acento perentorio.—Déjenos, capitán Holt —dijo a su vez Lucinda con voz firme y clara—. Todos

sabemos que desea usted ayudar a cuantos se encuentran en peligro aquí. Alto SeñorNogara ¿se culpará al capitán Holt de lo que aquí suceda cuando el se haya ido?

Hubo un atisbo de perplejidad en los claros ojos de Nogara. Pero meneó la cabezalevemente en ademán negativo, otorgando así la absolución que se le pedía.

Holt ya no tenía otra cosa que hacer como no fuera volver a su nave y enfrentarse conel "Asesino" para argumentar con él y abogar por su tripulación. Si tenía paciencia, el"Asesino" podría conseguir la prueba que buscaba. Sólo hacía falta que los festejantestuvieran compasión de aquello que parecía ser Janda.

Holt salió. Ni por un instante siquiera había pasado por su agobiada mente la idea deque Karlsen se hallaba únicamente en estado de hibernación.

El brazo de Mical la rodeaba las caderas mientras estaba ella en pie al lado del sillóndel gobernador, y su voz le susurraba:

—¿Pero tiemblas, linda...? ¡Me conmueve tanto que una muchacha como tú tiemble ami contacto, sí, me conmueve profundamente!Ya no somos enemigos ¿verdad? Si asífuera, tendría que tratar con demasiado rigor a tu hermano.

Ella había estado ganando tiempo para que Holt saliera de la Nirvana. Una vezconseguido su propósito alzó el brazo y lo descargó con toda su fuerza sobre la cara deMical, que no pudo encajar el golpe sin tambalearse y experimentar una fuerte sacudida.

Se produjo un súbito silencio en la Gran Sala, y luego un estallido de carcajadas quehicieron enrojecer de tal modo a Mical que el enrojecimiento hacía juego con el color de lahuella dejada en su faz por el golpe de Lucinda. Un hombre que se hallaba detrás de éstala asió por los brazos sujetándoselos. Ella se relajó hasta sentir aflojarse ligeramente lapresa del hombre, y entonces se apoderó rápidamente de un cuchillo de mesa. Hubo otraexplosión de risas al apartarse Mical agachándose, y el hombre que estaba detrás deLucinda, volvió a sujetarla. Otro hombre vino en su ayuda, entre risas, quitándole elcuchillo y obligándola a que se sentara en un sillón al lado de Mical.

Cuando Mical recuperó la palabra, su voz temblaba ligeramente, pero era queda y casisosegada.

—Traed más cerca al hombre —ordenó—. Sentadlo ahí enfrente mismo de la mesa.Mientras se daba cumplimiento a la orden, Mical dijo a Lucinda en tono confidencial:—Desde luego, era mi intención que a tu hermano se le diese la oportunidad de

recuperarse. —Hizo una pausa para ver el efecto de su declaración.—¡Mientes, puerco asqueroso!—Murmuró ella, sonriendo.Mical se limitó a devolver la sonrisa.—Vamos a probar la habilidad de mis expertos en control mental —sugirió—. Apostaré

a que no se necesita atadura alguna para sujetar a tu hermano a la silla, una vez quehaya hecho esto.—Hizo un gesto curioso sobre la mesa hacia los vidriosos ojos de la carade Janda—. Pero aún se dará cuenta, con cada nervio, de todo lo que le sucede. Puedesestar segura de eso.

Ella había previsto algo semejante, pero ahora sentía como si aquel aire viciadohubiera acabado con sus fuerzas. Tenía miedo de desmayarse, y al mismo tiempodeseaba poder hacerlo.

—Nuestro invitado está molesto con su disfraz— Mical miró arriba y abajo de la mesa—. ¿Quién quiere ser el primero en la tarea de divertirle?

Hubo una salva de aplausos cuando un afeminado se levantó riendo entre dientes, deuna silla cercana.

—Jamy es conocido por su inventiva. Insisto en que prestes mucha atención ahora.¡Mandíbula arriba!

Al otro lado de Mical, Felipe Nogara estaba perdiendo su aire ausente, y como contrasu voluntad se dejaba inducir a contemplar el espectáculo. En su actividad había unacreciente expectación dominada por un inequívoco disgusto.

Jamy se acercó con su retozona risita silenciosa portando un puñalito cincelado.—Los ojos no —previno Mical—. Habrá cosas que quiero que pueda ver después.—¡Oh, desde luego!—gorjeó Jamy. Puso escrupulosamente a un lado el casco de

cuernos y se frotó los dedos para limpiarlos de su contacto—. Bien, empezaremos así, enuna mejilla, con un trocito de piel...

El tajo dado por Jamy con la hoja del puñalito fue suave, pero quizá aún demasiadofuerte para la carne muerta. A la primera incisión, toda la inanimada máscara se tiñó derojo humedeciéndose por completo, a la vez que el cráneo del "Asesino" se contraía.

Lucinda tuvo el tiempo justo de ver el cuerpo de Jamy salir despedido a través de laSala impulsado por un brazo de huesos de acero, y antes de que los hombres que lasujetaban la soltaran y huyeran para salvar sus vidas, pudiendo así ella esconderse bajola mesa, la Sala se convirtió en un manicomio en el que todo el mundo chillaba. La mesaentera se vino al suelo ante la embestida del "Asesino" y éste viéndose descubierto seolvidó momentáneamente de su primer objetivo: obtener la prueba de la muerte deKarlsen para volver a su función más tradicional, la de provocar muerte y destrucción.Movióse a través de la Gran Sala, agachándose y brincando grotescamente, despejandosu camino con brazos semejantes a guadañas segadoras de sangrientas espigas.

En la puerta principal se agruparon pugnando por escapar los ululantes fugitivos, y elasesino actuó sobre ellos como sobre un haz humano agitado por el viento del pánico,destrozando y matando metódicamente. Volvióse luego y cruzó de nuevo la Sala,llegando hasta donde Lucinda se ocultaba tras la mesa, pero el robot vacilóreconociéndola como semi-asociada en su función primordial, y seguidamente se precipitóen busca de otro blanco.

Su nuevo objetivo era Nogara, tambaleante, con su brazo derecho destrozado. Habíacogido una pesada pistola de alguna parte, y empezó a disparar con la mano izquierdamientras el robot se dirigía hacia él desde el otro lado de la mesa, ahora volcada. Los

disparos del arma hacían estragos tanto entre el mobiliario como entre los cortesanos,pero sólo consiguieron rozar ligeramente al robot.

Por fin consiguió alcanzarle con otro disparo, pero el ímpetu del robot hizo que llegarahasta Nogara derribándole nuevamente.

Se aposentó una estremecida quietud en la Gran Sala, que presentaba ahora elaspecto de que hubiese estallado una bomba en ella. Lucinda se puso en pie con pasoinseguro. Oíanse sollozos y gemidos por todas partes, pero no había ni una sola personaaparte de ella que se sostuviera en pie.

En su aturdimiento, Lucinda se dirigió a donde se hallaba yacente el robot asesino.Sólo experimentó cierta confusión al contemplar los jirones de ropa y carne que pendíandel armazón metálico del caído. En su mente veía ahora el rostro de su hermano tal comohabía sido antes, poderoso y sonriente.

Pero había algo que importaba más que el cadáver, con tal que pudiese ella recordarqué era... desde luego, los rehenes del "Asesino". Podría canjear el cadáver de Karlsenpor ellos.

Los robots servidores, construidos sólo para emergencias tales como el derramamientode vino, iban precipitadamente de uno a otro lado, apresados por la cosa más parecida alpánico que pudiera sentir un mecanismo así. Sus movimientos impidieron que Lucinda lohiciera con rapidez, pero había recorrido de todos modos media Sala cuando una vozdébil la detuvo. Nogara se había arrastrado hasta quedar sentado apoyado contra la mesavolcada.

Con voz ronca semejante a un graznido, dijo:—...vivo.—¿Qué?—Johann está vivo... Sano... ¿Ve? Es un congelador.—Pero todos dijimos al "Asesino" que estaba muerto. —Se sintió estúpida con el

impacto de una conmoción tras otra. Por vez primera miró al rostro de Karlsen, y pasaronunos instantes antes de que pudiera apartar su vista—. Tiene prisioneros. Quiere sucadáver.

—No —Nogara meneó la cabeza—. Ya comprendo. Pero no. No lo daré vivo a los"Asesinos". —De su cuerpo maltrecho emanaba aún el brutal reflejo de su personalidad.No tenía ya su pistola, pero aquel poder impidió moverse a Lucinda. No sentía ya odioalguno. —Pero hay siete hombres allí... —protestó.

—Los "Asesinos" me quieren a mi —dijo Nogara entre dientes apretados por el dolor—.No soltarán a los prisioneros. Aquí... la llave... —La sacó del interior de su desgarradatúnica.

La mirada de Lucinda fue atraída de nuevo por la fría serenidad del resto del cuerpoque se hallaba en el féretro. Y luego, obedeciendo a un impulso, corrió a tomar la llave. Alhacerlo, Nogara se desplomó del todo, aliviado o inconsciente.

La cerradura del féretro estaba marcada en varias posiciones y la puso en el dial deRESURRECCION DE EMERGENCIA. Brotaron luces en torno a la figura del interior yhubo un zumbido de energía eléctrica.

Los sistemas automatizados de la nave estaban ya reaccionando ante la emergencia.Los robots servidores habían empezado a actuar como camilleros y siendo Nogara una delas primeras víctimas, le trasladaron afuera. Probablemente algún robot-médico estabaactuando en alguna parte. De detrás del sillón-tronco de Nogara, salía una gran voz:

—¡Aquí el control de defensa de la nave recabando órdenes humanas!¿Cuál es lanaturaleza de la emergencia?

—¡No se pongan en contacto con el correo! —voceó a su vez Lucinda—. ¡Alerta paraun ataque!¡Pero no disparen contra el salvavidas!

La tapa de cristal del féretro se había tornado opaca.

Lucinda corrió a la portañola, dando un traspiés al tropezar con el cuerpo exánime deMical, pero ello no le hizo detenerse. Pegando su cara al ventanal y mirando hacia unángulo pudo ver la nave correo que presentaba un color rosáceo en la ondeanteluminosidad de la hipermasa, y al salvavidas que contenía a los rehenes, como una motaigualmente rosa junto a la espacionave.

¿Cuánto tiempo esperarían antes de matar a los prisioneros y huir?Al apartarse del ventanal, vio que la tapadera del féretro estaba abierta, e incorporado

el hombre de su interior. Durante un brevísimo instante, instante que quedaría grabadopara siempre indeleblemente en la mente de Lucinda, vio que sus ojos eran infantiles, yse fijaban desválidamente en los suyos. A continuación, una luz de energía empezó aasomar en aquella mirada, una energía en cierto modo totalmente distinta a la que habíaconocido en su hermano, y que posiblemente aún era mayor que la de éste.

Karlsen apartó la vista de la muchacha, dirigiéndola al resto de lo que le rodeaba, a laGran Sala devastada, y al féretro.

—Felipe —murmuró dolorosamente, aunque su hermanastro no estaba a la vista.Lucinda se adelantó hacia él y comenzó a hacer el relató desde el día de su prisión en

Flaminia, cuando oyó que Karlsen había sido víctima de la plaga.El la interrumpió un momento para decirle:—Ayúdeme a salir de aquí: tráigame mi armadura espacial.—Su brazo era fuerte y duro

cuando se sintió asida por el mismo, pero cuando lo vio de pie a su lado, comprobó que elhombre era sorprendentemente bajo.

—Continúe... ¿qué sucedió entonces?Ella prosiguió su relato mientras acudían robots servidores para ponerle la armadura.—¿Pero por qué lo pusieron en hibernación? —preguntó ella, al acabar su relato,

apreciando la evidente fortaleza que emanaba de aquel hombre.El pasó por alto la pregunta.—Vamos al Control de Defensa —dijo—. Debemos salvar a esos hombres.Como si conociera perfectamente el lugar, se dirigió al centro nervioso de la nave

acomodándose en la butaca de combate del oficial de defensa, quien probablementeestaba muerto. Encendióse el panel ante Karlsen y al instante ordenó:

—Ponedme en contacto con ese correo.Al cabo de pocos momentos una voz monótona procedente del correo respondió en

forma rutinaria. La cara que apareció en la pantalla de comunicación estaba maliluminada: alguien que la viera sin estar prevenido, no sospecharía que aquella cara noera humana.

—Aquí el Comandante Supremo Karlsen al habla desde la Nirvana.—No se llamó a símismo gobernador, sino que se dio el título que recibiera en la jornada Triunfal dePétrea—. Voy a trasladarme a esa nave. Quiero hablarles.

La cara en sombras, se movió lentamente en la pantalla.—Sí, señor.Karlsen cortó al instante el contacto.—Esto les dará alguna esperanza. Ahora necesito una lancha rápida. Vosotros, robots,

poned a bordo de una de ellas el féretro. Yo estoy todavía sometido a drogasresurrectoras de emergencia, y pudiera darse el caso de que hubiese de ser puestonuevamente en hibernación durante algún tiempo.

—¿No va usted a ir realmente a la nave?Se levantó de la butaca, e hizo una pausa.—Conozco a los "Asesinos". Si su función primordial es la de cazarme, no malgastarán

un disparo o un segundo de su tiempo, con un puñado de prisioneros mientras me halleyo a la vista.

—No debe ir —dijo Lucinda—. Su persona supone demasiado para todos loshombres...

—No estoy cometiendo un suicidio, les tenderé una trampa. —La voz de Karlsencambió de súbito—. ¡Dijo usted que Felipe no ha muerto?

—No lo creo.Los ojos de Karlsen se cerraron mientras sus labios se movían breve y

silenciosamente. Luego miró a Lucinda y tomó una hoja de papel y una pluma de laconsola del oficial de defensa.

—Entregue esto a Felipe —dijo escribiendo—. El les pondrá en libertad a usted y alcapitán Holt si yo se lo pido. Ustedes no son peligrosos para él. Mientras que yo...

V

Desde el puesto del oficial de defensa, Lucinda vio como la Nirvana soltaba la lanchacristalina y cómo ésta describía una amplia curva que la aproximaba al correo en un puntoque se hallaba a cierta distancia del salvavidas.

—¡Eh, los del correo!—oyó decir a Karlsen—. ¿Pueden ver que soy realmente yo quiense encuentra en la lancha? ¿Pueden captar mi transmisión? ¿Pueden fotografiarme consus retinas a través de la pantalla?

Una vez dicho esto, la lancha se desvió rápidamente en ángulo recto, dando un quiebroy acelerando al máximo cuando las armas del correo barrieron el espacio donde seencontraba momentos antes. Karlsen había tenido razón. El "Asesino" no perdió siquieraun segundo en hacer un simple disparo al salvavidas, sino que se lanzó al instante tras lalancha.

—¡Disparen contra el correo!—gritó Lucinda—. ¡Destrúyanlo!—Una salva de proyectilespartió de la Nirvana; mas era un disparo dirigido a un blanco en retroceso, y no consiguióhacer impacto. Quizá falló el disparo debido a que el correo se encontraba ya en losbordes de la distorsión que rodeaba la hipermasa.

La lancha de Karlsen no había sido alcanzada, pero no podía zafarse de superseguidor. Era una mota cristalina desvaneciéndose tras el telón de ráfagas de disparosque brotaban de las armas de los "Asesinos", una mota forzada a meterse en el remolinode la hipermasa.

—¡Cazadlos!—volvió a gritar Lucinda, y vio las estrellas teñidas de azul, ante sí; perocasi al instante el piloto automático revocó su orden, ya que el control de seguridadmatemática indicaba que el acelerar el vehículo en aquella dirección sería fatal para todoslos de a bordo.

La lancha iba a meterse ahora en la hipermasa, apretada por una gravedad queinutilizaría cualquier mecanismo. Y la nave de los "Asesinos" se dirigía temerariamente enpos de la lancha, no importándoles otra cosa que no fuera la captura de Karlsen.

Las dos manchitas fueron tiñéndose progresivamente de rojo, en una fantásticacarrera, ante una enorme nube de polvo, como si volasen ante la puesta de sol de unplaneta. Y luego, el rojo velo de la hipermasa las volvió invisibles, y el universo no volvió asaber de ellas.

Poco después de que los robots trasladaran sanos y salvos a bordo de la Nirvana a loshombres del salvavidas, Holt halló a Lucinda sola en la Gran Sala, mirando a través delventanal.

—Él se sacrificó para salvarle a usted —dijo—. Y ni siquiera le había visto en su vida.—No sé —respondió Holt tras una pausa—. Acabo de estar hablando con el señor

Nogara. No sé por qué, pero usted va a ser puesta en libertad y yo no voy a serprocesado por haber traído al maldito "Asesino" a bordo. Sin embargo, Nogara pareceodiarnos a ambos...

Ella no estaba escuchando; seguía mirando a través del portón de observación.

—Deseo que algún día me cuente todo lo que sabe de él —dijo Holt rodeándola con subrazo. Ella se apartó ligeramente, pero con tan escaso disgusto que apenas le resultóperceptible. Fue el brazo de Holt el que aflojó su presión.

—Comprendo —dijo al cabo de unos momentos, yéndose a comprobar el estado desus hombres.

EL BRUJO CAUTIVOChristopher Anvil

CHRISTOPHER ANVIL se ha dado a conocer a los lectores de ciencia ficción por suscuentos publicados en la revista NUEVA DIMENSIÓN, casi todos ellos sobre invasionesalienígenas. El relato que presentamos da una versión completamente diferente de lasinvasiones, el invasor es el hombre, que se enfrenta con uno de los más originalesenemigos que se han leído nunca.

El capitán de la guardia Skeerig Klith alzó la vista cuando el primer teniente LadiganGrul entró con aspecto alicaído.

—Señor —dijo Grul, tendiendo un manojo de papeles.— la compañía de combateacaba de traer un extraterrestre.

Grul sonrió mostrando unos considerables caninos. Klith tendió la mano para tomar elinforme, y en su excitación clavó sus uñas en los papeles.

—Parece demasiado bueno para ser verdad —dijo alisando el informe sobre suescritorio—. Esos cobardes gusanos emplean siempre sus mágicos poderes paraescapar.

—Este tropezó y cayó de todos modos. Y con el debido respeto, señor, no es mágico.La opinión actual es que han logrado una ciencia más avanzada que la nuestra. —¿y cuáles la diferencia de ese avance logrado?

—Señor —protestó Grul— por muy avanzada que esté, la ciencia no es brujería.Klith dio un bufido.—Esos extranjeros bajaron del firmamento. Van a través de la atmósfera en un

periquete. Si desean algo, apuntan una vara y lo obtienen. Si desean zafarse de algo,apuntan con su vara...y ya está. Los hemos visto controlar sus máquinas por voz. ¿No eseso brujería?

—Mediante un proceso perfectamente natural de desarrollo científico dando un pasocada vez...

—Quizá los brujos obtengan sus poderes mediante un proceso natural de desarrollo,paso a paso. De todos modos, ¿qué diferencia supone? Si uno no comprende algo, setrata de magia, ¿no es así?

—Señor, de este modo todo es magia fundamentalmente.—Exacto —dijo Klith—, y en este caso, como dije, lo que emplean es magia. Bien,

¿dónde está el prisionero?Grul abrió su boca y luego la cerró. Con voz ahogada respondió.—El prisionero se encuentra en el Bloque Central Celular, Nueva Andana, señor.—H-m-m-m —Klith hojeó el informe—. Ese tipo fue capturado al pie del Monte de la

Daga. Al parecer, su vehículo funcionó mal y fue llevado al LaboratorioTecnológico del Distrito para su examen. ¿Supongo sabrá usted, Grul, que nuestra

ofensiva para destruir el nido principal de esas cobardes sabandijas extraterrestres hasufrido una pequeña impedimenta?

Las orejas de Grul se aguzaron.

—No, señor. Todo lo que sé es que nuestro bombardeo es.tan intenso que puede seroído a enorme distancia.

—Por desgracia mete tanto ruido cuando yerra, como cuando da en el blanco.—Pues su base está bien a la vista.—Pero hay una especie de coraza cristalina, espesa, elástica e invisible, entre nuestra

artillería y su base.Grul meneó la cabeza disgustado.—Siempre hay algo.—El prisionero puede sernos muy útil.—¿Quiere usted decir que podemos interrogarle sobre esa barrera?—Exactamente. De hecho podemos interrogarle sobre todos sus dispositivos.Posiblemente podamos descubrir a qué han venido aquí. Eso sobre el goroniuk es

evidentemente un simple pretexto. Grul asintió.—¿Quién querría tal material inútil? Simplemente, el caminar cerca del goroniuk pone a

un hombre enfermo, y se le cae la piel a pedazos. ¿Debo subir al extraterrestre?—Juegue al "zango" con él durante un rato. Eso le pondrá en estado mental de

cooperación, y si el Supremo Cuartel General manda a por él, estará indemne.Grul sonrió con una mueca, volviendo. a mostrar sus caninos. El "zango" se jugaba con

doce piezas por cada lado. Los hombres se movían a saltos y los saltos eran largos.

Hedding estaba sentado muy irritado en la celda, ojeando el mobiliario. El catre erademasiado corto, y su anchura sólo le permitía estar en él hecho un ovillo. Además sehallaba tan desvencijado que sólo parecía servir para limarse las uñas. En el rincón habíauna caja de arena, y en la pared trasera de la celda un agujero redondo, de un diámetrode unos veinte centímetros, cubierto por una tapa de hierro y cuyo objeto era un misteriopara Hedding. Como alimento le habían traído un trocito de una mezcla de pescado yqueso, llamado sznivtig, de penetrante olor. También le dieron un cuenco de agua.Hedding bebió el agua, examinó atentamente el alimento, lo enterró en la arena y setendió de espaldas en el catre, colgándole los pies por el borde. Se fijó entonces en laopaca bombilla del techo, cuyo interior metálico sugería la fase de la ciencia en el planeta.Se le ocurrió a Hedding que debería haber allí alguna clase de oportunidad. ¿Pero cuál?

Y en aquel mismo instante, hubo un traqueteo en la puerta.Una criatura de grandes pupilas redondas crispaba sus bigotes y le apuntaba con un

arma, la cual tenia una bayoneta que se curvaba hacia abajo como una garra.Hedding, a pesar de su acondicionamiento, apenas pudo comprender la rasposa voz:—¿Ha comido ya?—Todavía no. No tenía hambre.—¿Tuvo pues buena suerte?Hedding miro de soslayo en torno a la celda.—¿Buena suerte? No, que yo sepa.El carcelero se encogió de hombros, con rostro inexpresivo, diciendo:—Coja su sznivtig y sígame.—¿A dónde?—Celda bloque C. ¡Ea!, deje la colchoneta y vámonos.Hedding siguió al carcelero a través de media milla de oscuros pasillos y acabó en el

interior de una celda idéntica, con los mismos accesorios exactamente que la anterior.Quince minutos después hubo otro repiqueteo en la puerta, y una nueva voz dijo:

—¡Eh, usted!¡Sígame!Refunfuñando para sus adentros, Hedding siguió al guardián durante diez minutos,

bajando una escalera de caracol para volver a encontrarse en una celda semejante a lasotras, y para que también, al cabo de unos veinte minutos rechinara la puerta y se oyerauna nueva voz:

—¡Prisionero! ¡Atención!¡Sígame!—¿Qué diablos pasaba con esta celda?—¡Silencio! ¡No ha de hacer preguntas! ¡Sólo tiene que obedecer!Lanzando maldiciones para su capote, Hedding siguió al guardián, recorrió durante

veinte minutos a lo largo de pasillos iluminados con mortecinas bombillas, luego fueronsubiendo ambos una escalera circular, luego, otra escalera circular, y de nuevo por otrocorredor hasta una nueva celda, cuya puerta se cerró tras él con seco sonido metálico,para que al cabo de otros cinco minutos una nueva voz dijera, jovialmente ahora:

—¡Prisionero!¡Oído atento!¡Vamos a llevarle a una nueva celda! ¡Coja su sznivtig ysígame!

El capitán de la guardia, Skeerig Klith, empujó el mensaje a través del escritorio alteniente primero Grul, quien leyó en voz alta: " Es imperativo que el prisionero seainterrogado por métodos científicos. Son contraindicados los sistemas dedesmembramiento, hierros candentes, suspensión y similares, que deterioran la claridadde la mente. Únicamente se permite un interrogatorio preliminar en espera de mi llegadainminente. Queel Snnorriz, Psicólogo del Estado Mayor."

—¡Ese zopenco! —comentó Klith—. Con toda seguridad va a mimar al extraterrestre.¿Recuerda usted cuando pusieron al cretino al cargo de aquella pandilla de prisioneros"duros"? ¡Iba a " desatar los recuerdos subconscientes que causaban su conducta amoraly antisocial!

—¿Quién podría olvidarlo? —asintió Grul—. Los prisioneros convirtieron la Central enuna fortaleza, colgaron por el rabo a ese asno de Snnorriz y amenazaron con cortar enrodajas a los guardianes si no conseguían lo que querían.

Klith asintió a su vez, sombríamente. —y entonces, cuando fue la División de Hierropara enderezar el jaleo, ese estúpido se quejó de que su terapia había sido interrumpida.

—Lo debieran haber liquidado accidentalmente en la trifulca.Klith se encogió de hombros.—No hay que darle vueltas al hecho de que es primo del Emperador y también alto

personaje en el Jerarcado Escolástico.Con respecto a lo cual —dijo Grul. me parecería lo más conveniente reunirlos a todos

en un lugar, y darles un buen...—Chitón —dijo presuroso Klith, mirando nerviosamente en derredor—.Nada de eso. —

Carraspeó, abandonó su banqueta y probó sus uñas en el más próximo lugar de afilado—.Nuestro problema inmediato es el prisionero. ¿Cómo se ha portado?

Los labios de Grul se extendieron en una mueca.—Estuvo paciente en los cuatro o cinco... ah... movimientos del juego. Pero luego

desarmó a un guardián, fue reducido por el oficial y ahora está en un estado mentalbastante deplorable.

Klith asintió.—Excepto por esa lucha —que la provocó él mismo— nada debe dejarle señales.

Llévelo al piso más bajo de la Antigua Andana. Que dé un vistazo a donde podemosponerle si se nos antoja. Yo voy a dar un sueñecito. Cuando despierte, quiero que me lotraigan aquí.

Hedding, tocándose un chichón en su cabeza, siguió a la borrosa figura por el pasillode mortecinos ecos, pasando ante las hileras de silenciosas celdas. Carraspeó e intentórecordar si su guardián era benévolo. Había habido tantos guardianes y tantas celdas,que unos y otras, comenzaban a darle vueltas en el cerebro.

—Dígame —preguntó—, ¿están ocupadas esas celdas?Un eco rebotó de alguna parte, y luego otro más débil.—¿Eh? —dijo el guardián.

Hedding esperó a que los ecos se extinguieran y repitió la pregunta.El guardián gruñó:—La mayoría de las de este bloque están vacías. Cuidado con su cabeza. Vamos a

bajar más.Fueron bajando por una escalera en espiral, espiral tras espiral llegaron a sumirse tanto

en la lobreguez, que Hedding comenzó a sufrir la ilusión de que aquella escalera circulabahacia arriba bajo sus pies y que cuanto hacia él, era mover las, piernas para permaneceren el mismo sitio. El guardián lanzó una tosecilla de excusa.

—No necesitaba haber bajado su sznivtig. Ellos le seguirán en seguida.Hedding, aturdido por tantas vueltas, dijo estúpidamente:—¿Ah, sí?—Tan seguro como la muerte y los deméritos —dijo el guardián—. Vea de no dormirse.

Atrape unos cuantos de ellos, retuérzales el cuello, y tírelos a los demás. Manténgalosocupados. Si hay demasiados, trepe a donde sea y tome un respiro. Asegúrese bien,pues esos bichos pueden brincar.

Algo de esto se filtró en la conciencia de Hedding, y se despabiló al notar el moho bajosus pies, y el cambio en el ocasional sistema de iluminación. Allá abajo tenían lámparasde gas, con ondulantes llamas luminosas. De súbito hubo un ruido de correrías, elguardián se inclinó y se sintió un chirrido, un chasquido y un sordo baqueteo deprecipitado correr y como de un multitudinario escurrirse.

—Sólo unos pocos niveles más —dijo el guardián.De las escaleras de arriba estaban cayendo gotas, el aire era húmedo y las luces

mostraban oscuras paredes rezumantes.—Cuidado con el siguiente peldaño —le previno el guardián.Hedding lo franqueó cautelosamente. De arriba provino el sonido de un portazo. Tras

ellos seguía el compañero del guardián, por si Hedding intentaba algo. El guardián dedelante dijo.

—En el interior de esta hilera de celdas —lo que llamamos la Antigua Andana— lasluces son de gas. Cuidado al andar.

Dejaron la escalera con un chapoteo. Directamente delante en su camino, un bichonegro del tamaño de la mano de un hombre recorrió una especie de tela de araña. Elguardián se apartó a un lado y lo indujo a entrar en una celda con agua en el suelo, unbicho muerto. cubierto con moho color naranja en el agua, y un catre desnudo y casicuadrado con hongos en su maderamen y su cabezal apoyado contra la pared trasera.Brillaban ojos aquí y allá en la oscuridad. Una húmeda corriente de aire que olía a ajosopló de la dirección por donde habían venido e hizo ondular las llamas de gas, y largassombras revolotearon sobre las paredes y el suelo. Hedding miró incrédulamente enderredor.

El guardián restregó una placa metálica sujeta a los barrotes y ojeó una tira de papel.Esta es en efecto la celda en cuestión. Pero también es la porquería mayor que he

visto desde que Snnorriz tomó la dirección de la Prisión Central.El segundo guardián se hallaba ahora en el pasillo.—¡Ea, enciérralo y vámonos de aquí!—Mira esos stobclers con sus ojos brillando a la luz.—¿Qué crees que estoy mirando?—¿Qué quedará de él cuando volvamos, si lo dejamos aquí?—Ese es asunto suyo, y no nuestro. Nosotros no hacemos sino cumplir órdenes.Ponedlo en la Celda 6t 42e. Esta es la Celda 6t 42e, Antigua Andana. Las órdenes son

órdenes.El primer guardián frunció el entrecejo y, de mala gana metió una llave grandota en la

cerradura, haciéndola girar con rechinamiento de metal enmohecido.

Hedding estaba ahora completamente despabilado. Una rápida ojeada a los guardianesle mostró que únicamente podía esperar vencer a uno y que habría de luchar condesventaja con el otro, pues iban armados con largos cuchillos con los que no estabafamiliarizado. La victoria le hubiese dejado en una prisión laberíntica, donde podía serreconocido a simple vista. La fuga no parecía probable, pero acaso ayudase el hablar.

—Seguro como la muerte y los deméritos —dijo razonablemente— que van a quererinterrogarme más tarde.

El segundo guardián tenía desenvainado su cuchillo y miraba nervioso en derredor.—Eso no es cosa nuestra.—¿No? —replicó Hedding—. Si quieren interrogarme y no pueden, ¿a quién habrán de

achacárselo?Hubo un silencio caviloso, durante el cual pudo oírse el rasgar de muchas garras

pequeñas.El guardián primero miró al segundo.—¿Qué hacemos?—Nos dieron órdenes.—Para encerrarlo y no para ejecutarle.—Si no lo hacemos, desobedeceremos las órdenes de encerrarlo.Hedding dijo:—Uno de ustedes puede quedarse aquí, e ir el otro a consultarlo con ellos.—Las ordenanzas dicen que debemos estar juntos. De otro modo usted podría acaso

dominar a uno de nosotros, apoderarse de nuestro cuchillo y uniforme y salir afuera.—Yo soy un extraterrestre. No podría nunca conseguir franquear la guardia.—No importaría si fuese usted un cangrejo de dieciséis patas con ojos acechantes. Es

lo que dicen las ordenanzas, y no se discuten las ordenanzas.—Las ordenanzas deben decir algo sobre poner a prisioneros en celdas que no están

en condiciones de ser ocupadas y sobre matar a prisioneros a los que se deseainterrogar.

El primer guardián lanzó un juramento, empujó a Hedding al interior de la celda,comprobó la cerradura y se volvió al segundo guardián.

—Ve y sube las escaleras.Tan pronto como se fue el segundo guardián, el primero gruñó;—¡Ah, estos stobclers están aquí por todas partes! Será mejor que mate a algunos

para tener ocupados a los demás.—Desenvainó su largo cuchillo y blandiéndolo lo asestóaquí y allá, y luego gritó—: ¡Así hay que hacer!¡A por ellos! ¡Aquí vienen millones!.

De hecho, los relucientes ojos estaban a casi la misma distancia que antes, aúncuando en número cada vez más creciente. Sin embargo, el cuchillo estaba ahora dentrode la celda de Hedding.

El guardián atrancó la puerta. El repiqueteo en la escalera indicaba a Hedding que elotro guardián no se daba mucha prisa. Agradecido, tomó el cuchillo y miró en derredor.Con lentos movimientos, los bichos aquellos comenzaron a dirigirse hacia él.

El capitán de la guardia Skeerig Klith mantuvo las manos planas sobre la mesa paraque sus uñas no rasgasen la madera.

—Sí— rezongó—. El prisionero es aproximadamente de nuestro tamaño y tiene lamisma configuración general.

El teniente primero Grul añadió.—Sus dedos son más largos y delgados, docto señor, y sin uñas retráctiles.Pero, de todos modos, parece manejar las cosas lo mismo.—Comprendo. —Su visitante se hallaba a horcajadas sobre la banqueta, sosteniendo

un generador de gas encajado en una ancha cabilla de plata. Este generador era un

cilindro negro recubierto de cera, aproximadamente tan largo y grueso como el dedoprimero de un hombre. Rodeando su exterior había tiras espirales de decorativo labradode plata y oro, las cuales ardían lentamente a medida que sE consumía el generador yañadían su propia fragancia peculiar a la general fumigación.

El capitán Klith apartó su banqueta echándola hacia atrás de la mesa y lanzó unaojeada a las ventanas, las cuales estaban abiertas, pero sin que hubiese el más leveasomo de brisa. Klith carraspeó.

—Si prefiere usted solazarse con su generador allá afuera, junto al parapeto, psicólogoSnnorriz, proseguiremos la conversación más tarde.

Snnorriz no respondió en seguida, sino que aplicó sus labios plegados al extremo delgenerador. Una expresión de exquisito refinamiento apareció en su rostro cuando elextremo opuesto resplandeció vivamente y se consumieron las tiras de plata y oro ennubes de humo gris. Klith miró en derredor, con desespero. La habitación tenía unachimenea ventiladora, que había sido dejada desde los días en que, al igual que lasceldas, había tenido luz de acetileno y expulsaba los humos. Pero el ventilador tomaba lamayor parte de su corriente de un chorro de llama ardiendo en la chimenea. Y esta llamahabía de ser encendida. Klith tanteó con el pie bajo su mesa hasta dar con el polvorientopedal impulsor, el cual, suponiendo que funcionase aún, habría de encender la llama delventilador.

En el ínterin, el psicólogo, con expresión de inefable sapiencia, exhaló una hirvientenube "verde gris" en dirección el capitán de la guardia.

Klith apretó con fuerza el pedal. Se produjo un ruido seco, como el de un taponazo,seguido por un débil bramido. Mas nada sucedió. La válvula debía estar obturada, o loque era peor, podía haberse abierto, pero fallado el gastado pedernal. Probó de nuevocon más fuerza.

Se produjo un fogonazo.¡BANG!La estancia pareció dar un brinco. Una nube de partículas de polvo mezcladas con

trozos de piedra y migajas de mortero cayeron como una ducha, seguidas por unllameante nido del tamaño de los puños de un hombre, y lleno de singulares trocitos deantiguos anillos y relucientes monedas, y del cual huyó chillando al posarse en la ventanapróxima un pequeño pájaro púrpura. Por un golpe de suprema buena fortuna, el nidoardiendo y su cargamento de cachivaches aterrizó sobre la cabeza del psicólogo. En elcaos de los siguientes minutos, con Snnorriz dando saltos por la habitación como un loco,fue sencilla tarea para Klith el zafarse del generador, con cabilla y todo.

Mientras se estaba felicitando a sí mismo, apareció un cabo en el dintel de la puerta,miró al chillón Snnorriz con asombro, y enfrentándose luego a Klith saludó.

—Señor, tenemos a un par de guardianes en la antesala. Según dicen, ese brujoextraterrestre está abajo en la Antigua Andana a punto de ser devorado por hordas destobclers. ¿Quiere que les dé su merecido por molestarle a usted sobre eso?

Snnorriz dio una patada en el suelo y gritó:—¡Bárbaros!¡Reptiles prehistóricos!¡Traigan al prisionero indemne aquí arriba, o mi

primo el Emperador sabrá de ello!

Hedding se hallaba ahora a través de los barrotes, apoyándose en el travesaño delpesado marco, con su brazo izquierdo y ambas piernas enganchadas en las barrasverticales, y el brazo derecho pendiente y armado del largo cuchillo, asestándolo contralos bichos y matando los suficientes para tener satisfechos a los demás.

En alguna parte del exterior, lo sabía, la expedición dispondría de aparatos automáticospara su búsqueda. Un minúsculo transmisor en el interior de su cuerpo estaba emitiendouna débil señal que, más pronto o más tarde sería detectada.

Lo malo era que aún después de que lo encontrasen, habrían de llegar a donde sehallaba él. Si pudiera salir al exterior serían mucho mejores sus probabilidades de ser yrecogido.

Justamente entonces, voces de prevención y sonido de metal en el hueco de laescalera, le indicaron el cauteloso descenso de un considerable cuerpo de guardia.

—¡Media vuelta!— ordenó una voz conocida— Vosotros, los cuatro de la retaguardia,mantened la entrada. ¡En aquella dirección! Avanzad a la celda sexta de la décima hilera,y.matad tantos de esos bichos como podáis y echadlos al pasillo. ¡En marcha!.

El sonido metálico, el chapoteo y la especie de barullo se fueron acercando. Luego,escudriñando pasillo abajo, Hedding vio a los felinos guardianes al resplandor ondulantede las luces de gas. Le acometió el apremio de la fuga al ver a uno de los guardianeshacer una pausa para comer un gran stobcler. Los boquetes de las paredes de la celda lesirvieron de ayuda.

—¡Está bien!—gritó la conocida voz—. ¡Bajad por ese pasillo!Hubo un áspero rechinar de llaves y un crujir de la puerta de la celda..—¡Pero dónde diablos...!Hedding saltó al suelo. Sus entumecidos músculos casi le fallaron cuando devolvió su

arma al guardián, diciendo.—Gracias por su cuchillo..El guardián lanzó una rápida ojeada en derredor.—¡Vaya lugar!—murmuró, yendo adelante para cerrar una portezuela mohosa sobre un

boquete, en el que relucían varios pares de ojos como abalorios—. ¡Aj! Basta para quitarel apetito a un hombre. Tantos a la vez hace estremecerse la piel—. ¡Eh. los del pasillo!¡Alas escaleras de nuevo!¡En marcha!—. Tomó de un brazo a Hedding y le sacó de la celda,cerrando luego la puerta—. Está bien, compañeros, ya tenemos al prisionero y podemossalir de ésta sin un demérito ¡Pero que a nadie le entre el pánico en esos peldaños, o levoy a arreglar yo mismo las cuentas! ¡Andando!

—Hedding miró con curiosidad hacia arriba.—¿Para qué sirven esas lámparas de gas?—Gas incandescente —respondía el guardián—. Lo traen en bidones de gas pobre, y

los ingenieros los sumen en grandes tanques de agua, donde se produce la ebullición. Loemplean para iluminar toda la prisi6n. ¡Eh, tú, el de delante! ¿Es que te has pegado a lospeldaños? ¡Muévete!

El desfile siguió serpenteando hacia el piso superior.

En el despacho del capitán de la guardia, Queel Snnorriz se inflamó de ira.La propia Emperatriz me dio esa cabilla de platino. Va a sentirse afligida si aparezco sin

ella. Desde luego, puedo decirle las circunst...El teniente Grul le atajó secamente.—Cuando dio usted un brinco, docto señor, me parece el generador y su cabilla se

fueron juntos por la ventana.El capitán Klith estaba volviendo a respirar a pleno pulmón aire fresco, pero las

sugerencias y amenazas de Snnorriz sobre la Corte Imperial le estaban comenzando aponer los nervios de punta.

El psicólogo carraspeó.—Estuve en la Sala del Trono el otro día, en ocasión en que Su Majestad examinaba

las listas de Eficacia Semi-Anual de los jefes de servicio. El emperador puso su dedo enuno de los nombres y me dijo. "¿Qué opinas de este individuo?" yo me volví hacia él y...

Entró un cabo, lanzó una dudosa mirada al psicólogo y saludó a Klith.—Señor, han traído aquí a ese extraterrestre.—El Príncipe heredero —estaba diciendo Snnorriz— admiraba esa cabilla...

Klith, que normalmente era un patriota, jamás se había sentido tan anarquista. Se pusode pie malhumorado, miró a través de la ventana y señaló a un lugar diciendo:

—En aquel parapeto de abajo está su preciosa cabilla. Voy a enviar a un guardia para..—Klith parpadeó. La cabilla, con su labrada y destellante cabeza argentada, estabaoscurecida por un ligero empañado purpúreo. Sonó un triunfal graznido, y el parapeto sequedó vacío.

—¿Dónde está? —restalló Snnorriz, acodado junto a Klith—. Usted dijo...—Un ave de presa acaba de salir volando con ella. ¿Puedo yo hacer algo contra eso?—¿No esperará que crea...?Al fondo, podía oírse al primer teniente Grul ordenando perentorio al cabo:—¡Tráigalo aquí en seguida!Klith y Snnorriz seguían aún dándose grandes voces.—Señores —anunció el cabo con voz comedida dirigida a un anfiteatro exterior—. Ahí

está, bajo custodia el BRUJO EXTRANJERO.Snnorriz y Klith giraron sobre sus talones como sobre pivotes.

Hedding estaba intentando deducir lo que sucedía, cuando los guardias le empujaronde pronto hacia adelante.

—¡EL BRUJO EXTRANJERO —bramó una voz—.¡bajo custodia!Hedding fijó la mirada en un felino de aspecto malvado, con túnica de cuero,

acompañado por un dandi de casta superior, con atuendo de terciopelo negro y blancagorguera, que portaba una grácil daga de cincelado pomo al costado, y cuyos bigotestenían los extremos puntiagudamente retorcidos y enhiestos.

Hedding lanzó una ojeada a la estancia de varias ventanas, alzó la vista ante un débilbramido que emanaba del techo y estuvo a punto de hablar, cuando un sonido atronadorpasó sobre sus cabezas. Hedding hubiese dado no sé qué por asomarse a la ventana,pero un guardia le sujetaba por cada brazo.

El felino de malvado aspecto miró hacia la ventana.—¿Qué es ese ruido?Un guardia se presentó en la puerta.—El vigía del firmamento acaba de lanzar la alerta, señor. Hay arriba uno de los

aparatos voladores de los extraterrestres describiendo círculos.El felino con la túnica de cuero dijo:—Di al vigía que nos comunique si desciende más. Ya ven, caballeros, los

extraterrestres están buscando al aquí presente. El hecho de que estén describiendocírculos sobre nuestras cabezas, demuestra que saben exactamente donde está. Hemosde considerarlo así.

—Es difícil señor —dijo un segundo felino vestido también de cuero, pero con distintainsignia—. El individuo no tiene herramientas, equipo o arma alguna. Ni siquiera tienegarras, señor.

—Recuerde... es un brujo.Esta vez fue el felino de terciopelo quien habló, tras haber soltado una risita

condescendiente.—Ustedes, los de la milicia, pueden luego emplear tal incorrecta terminología, si

conviene a sus naturalezas. Nosotros los del Jerarcado Sacerdotal de la SabiduríaCientífica, hablamos con más propiedad. —El enrarecimiento del ambiente que siguió aeste pequeño discurso, pareció no ser notado por el orador, quien prosiguió —Todo lo queellos tienen es, simplemente, nuestro conocimiento llevado un poco más allá. Sólo lo hanrefinado algo más. "Brujo". No hay en absoluto tal cosa. ¡"Brujo"! ¡Cómo, les apuesto aque este individuo tan vulgar como parece, podría encajar muy bien en uno de nuestrosestamentos menores! Dígame, amigo, ¿a qué Gran Rama del Árbol Madre se une usted...Materia, Energía, Cuerpo o Mente? Hable ahora.

Hedding decidió que un ingeniero de minas estaba más próximo a la materia que a lasOtras tres cosas, y dijo sumisamente.

—A la materia, señor.—¿y cuál podría ser su especialidad?—La minería de goroniuk.El felino de terciopelo pareció indulgente.—Así dice usted. Pero, ¿para qué necesitaría alguien el goroniuk?Hubo un rumor muy en lo alto. Si Hedding pudiese atraer la atención, el controlador de

a bordo podría hacer descender a un aparato observador, el cual disponía de unespacioso compartimento de pasaje, y llevaba alimentos, agua y armas. Mas primerotenía que llamar su atención. El felino de malvado aspecto y túnica de cuero, sacó unacorrea con tachones de acero en un extremo.

—Va a ser usted interrogado, prisionero —dijo—. La pregunta fue: ¿Para quenecesitaría alguien el goroniuk?

—¡Ahórreme esa crudeza!—intervino el felino de terciopelo—. He venido dispuesto atratar este asunto a mi manera.

—No va a llegar a ninguna parte mimando a los prisioneros. Con unos cuantoslatigazos escuchan más atentamente la siguiente vez que se les habla.

—Tonterías. Con ese sistema se consolida su oposición o se les lleva bajo tierra. Mimétodo hace aflorar las resistencias sumergidas, a una superficie en la que podemoscontender con ellos sicológicamente—. Lanzó una ojeada a Hedding—. ¿Qué método leparece más científico a usted?

—El que usted menciona, incuestionablemente.El felino de cuero lanzó un desdeñoso bufido.El felino de terciopelo se volvió a Hedding, mostrando su dentadura con sonrisa

fraternal.—Venga conmigo. Considéreme como amigo.

El capitán de la guardia, Skeerig Klith, paso la hora siguiente sumido en un profundoaburrimiento. Mientras trabajaba en su escritorio, podía oír a Snnorriz llevando a cabo suinterrogatorio en una habitación contigua. Aquel no se parecía en nada a losinterrogatorios que efectuara Klith. En lugar de las tajantes preguntas Y respuestas, conlos ocasionales chillidos del prisionero al aplicarle los medios oportunos para desliarle lalengua, ahora se oían risas de camaradería e interminable conversación. En una palabra,Snnorriz se mostraba mucho más amistoso con el prisionero que lo era con Klith.

En un momento en que el teniente Grul estuvo con él, Klith comentó una estrepitosarisa en la otra habitación, diciendo:

—Escuche eso. El pisaverde ese parece más contento con el extraterrestre que connosotros.

Grul gruñó asintiendo y miró a través de la puerta.—Ahora fuman en un chomizar.Klith echó un vistazo. En efecto, allá estaba el burbujeante recipiente de cristal con sus

quince metros de tubería flexible, en rollos por toda la habitación. El psicólogo fumaba através de una boquilla, y el extraterrestre admiraba el primor de otra.

Klith rezongó:—Eso basta para revolver las tripas. Sin embargo, quiero admitir que está obteniendo

alguna información.La voz del extraterrestre estaba diciendo:—.Sí, la atmósfera de este planeta es muy parecida a la del nuestro. Allí la composición

es de aproximadamente veinte por ciento de oxígeno, setenta de nitrógeno, dos deamoníaco y el resto de anhídrido carbónico, vapor de agua y gases inertes.

—Muy interesante —dijo una voz extraña— Nosotros no tenemos amoniaco libre.

Me pregunto por qué...Grul miró de soslayo.—¿Quién es ése?Klith fisgó en el interior de la habitación y vio a un individuo delgado de tez descolorida

y una oreja chamuscada, que llevaba un ropón negro con estampado de blancosplanetas, estrellas y cometas, y una cadena de plata en torno al cuello de la cual pendíaun frasco de áureo chispear.

Klith gruñó.—Es algún químico. Parece de elevada posición en el Jerarcado.El extraterrestre estaba diciendo:—Se desprende de las fisuras volcánicas. No sé la causa, yo soy tan sólo un ingeniero

práctico en minería.—Sin embargo —replicó la voz del químico—, su testimonio puede ser interesante para

nosotros. Por ejemplo, hemos sufrido deterioros de tejidos por un rastro de amoníaco.—Es extraño —manifestó el extraterrestre—. En nuestro planeta siempre llevamos

botellas de él con nosotros para aspirarlo de cuando en cuando. Su ausencia hace que sesequen nuestras membranas mucosas. Por desgracia me quedé sin la mía cuando mecapturaron.

Oyóse arriba un ruido atronador.—¡Ese maldito aparato! —dijo Klith.—Señor —dijo una voz desde la puerta exterior—, el vigía informa que la máquina

volante vuelve a describir círculos allá arriba.—Ya la oigo —respondió brevemente Klith.Se oyó la voz del químico, diciendo:—Me alegra que tuviese usted una botella consigo. Voy a enviar a buscarla.Klith asestó un manotazo a su banqueta, maldiciendo.—Escuche —restalló—. Ninguna botella de amoníaco va a ser llevada a ese

extraterrestre. Puede cegarnos a una partida de nosotros con ella, saltar al exterior, yantes de que sepamos lo qué sucede emplear alguna brujería que haría bajar a eseartefacto volante.

Snnorriz se puso en pie, enojado.—Estoy seguro de que jamás se le ocurriría tal cosa a un científico. Ya que lo ha

mencionado usted, desde luego...—Pero... —clamó patéticamente el extraterrestre—. ¡Me secaré! ¡No podemos estar sin

amoníaco!—Muy mala cosa —se mofó Klith.—Eso —se desató Snnorriz—, es inhumano, un ejemplo de la sicología militar que...—Oh —dijo Klith, sacando las uñas—. ¿Esas tenemos?Siguió un colosal alboroto, en el curso del cual se llegó, como fuese, a convenir que el

extraterrestre podía tener una botella de amoníaco junto a su cama por la noche, pero quedebía entregarla cada mañana al guardián.

Tras la pelotera, Klith volvió a su asiento, desgarrando algo con las uñas. Grul seesfumó discretamente. De la otra estancia llegó la voz del desconocido diciendo:

—...no puedo comprender cómo se excita usted tratando con una mente militar. ¡sontan suspicaces! Pero debo decir que han mostrado ustedes una gran perspicacia encombinar el sacerdocio y la mancomunidad científica en un sólido jerarcado...

Klith se inclinó hacia adelante, asiendo la mesa con sus uñas, como si quisiera triturarlatambién.

Sin embargo, la conversación derivó ahora a un oscuro apartado técnico, y Klith,aburrido, volvió a su trabajo Entró de pronto Grul, con aspecto serio.

—Señor, acaban de llegar noticias del Laboratorio Tecnológico del Distrito. comenzarona investigar el aparato volador del extraterrestre...

—¿Comenzaron? ¿Qué sucedió?—Que todo el aparato se desintegró en un montón de polvo negro.Klith sintió un escalofrío.—¡Oh —rezongó sarcásticamente— no son brujos! Todo cuanto han conseguido es

ciencia, sólo que un poco más avanzada... ¡vaya! Doble la guardia al exterior de laspuertas. Traiga una sección del pelotón de motines, y vea que estén siempre a manocuando se encuentre aquí ese extranjero. Y cuando lo lleven abajo, téngalos en el pisosobre él. Entre él y nosotros.

—Sí, señor. Pero está completamente desarmado, señor.—¿Cómo se puede desarmar a un brujo? Todavía tiene su conocimiento, ¿no es así?

¡Haga como le digo!—Sí, señor.De la otra habitación llegó la orgullosa voz de Snnorriz.—Eso fue ideado en los primeros días del Jerarcado. Los conductos están trazados de

manera que los stobclers tengan fácil acceso a cada celda. Esos conductos seintercomunican de manera que la presa coge pronto el olor del sznivtig. Pero desde luegoes sumamente problemático que un stobcler surja de un agujero particular. Esto les tienea los prisioneros en tensión nerviosa, constantemente agazapados en los boquetes,esperando. Así no tienen tiempo de causar trastornos.

—Un sistema muy ingenioso —dijo admirativo el extraterrestre—. A los... eh... stobclersde nuestras prisiones se les introduce de manera muy poco sistemática.

—¡Ya ve usted pues que en algunas cosas les sobrepasamos a ustedes!¿Le gustannuestros stobclers? ¿Congenian con su paladar?

El extraterrestre vaciló, posiblemente remiso a ofender.—Al principio el sabor nos parece... ah... un tanto "pasado", pero añadiendo una buena

dosis de "cáustico lunar" como sazonado...—¿"Cáustico lunar"? —dijo Snnorriz con voz perpleja—.Acaso lo conozcamos bajo otro

nombre.—¿Cómo está compuesto? —preguntó el químico.—Tres átomos de oxígeno por uno de nitrógeno, y combinado con un átomo de plata.

Espero que les he dado bien los nombres de los elementos.—Oh, sí. Veamos... ¡vaya!, lo que usted ha dicho es lo que nosotros llamamos

"celidonato ardiente". ¿Está usted seguro que...?—Estoy casi seguro.—Entonces le procuraremos un poco de ello.

Y como Klith se lanzara al dintel, Snnorriz exclamó.—¡Está bien!¡Solo en su celda!¿No querrá usted que se muera de inanición, no es así?Tras un violento cambio de palabras con Snnorriz, Klith obtuvo del prisionero su

palabra de honor de que no arrojaría aquel "celidonato ardiente” a la cara de nadie, y deque pondría sus recipientes fuera de la celda por la mañana.

Luego, el prisionero dijo con aire de embarazo que tenía algo que pedir.—¿Qué es ello? —rezong6 Klith.—Mis... eh... mis uñas, no son muy eficaces para atrapar a esos stobclers.—Podía usted cogerlos en su país, ¿no es así? Quiero decir a ellos o a bichos

semejantes.—¡Pero lo que sucede es que los de aquí son tan rápidos! Generalmente nosotros

empleamos algunos medios artificiales.—Lo que usted quiere es un cuchillo, ¿no es eso? ¡Nada que hacer!. Le pondremos en

la Antigua Andana, donde son más gordos y lentos —Klith hizo un ademán con la manopara imponer silencio a Snnorriz—. No en el piso del fondo. Más arriba.

Lo cual satisfizo a todos, y, maldiciéndose a sí mismo, Klith salió, para toparse con Grulque entraba en el despacho.

—La guardia extra se halla fuera, señor, Y una sección del pelotón de motines está encamino.

—Bien —Klith barbotó un colérico epíteto—. ¡Escúcheles a esos! Están prácticamentecomo si dijéramos dándose la lengua.

Las amigables voces salían de la habitación contigua:—Puesto que tanto le gusta el chomizar —decía Snnorriz—, puede llevárselo a su

celda. Resulta sedante fumar mientras se encuentra uno agazapado ante la guardia delos stobcler. Nosotros los jerarcas, desde luego, no estamos limitados a ningún métodosemejante de alimentación consumidora de tiempo.

Pero de cuando en cuando es saludable un poco de primitivismo.La voz del extraterrestre se elevó agradecida.—¡Es usted tan considerado!¿Hay algo que yo pueda hacer por usted?Snnorriz ronroneó:—Nos interesaría, puramente por... ah... razones industriales... que se nos respondiera

a unas cuantas preguntas sobre esa... ah... pantalla de energía flexible que tienenustedes al exterior de su base principal. Si usted pudiera...

—Me alegrará decirle a usted lo que yo... —El extranjero hizo un raro ruido—.Dispénseme. Mis tejidos sufren por falta de amoniaco. Quizá si pudiese usted

preparar una lista de preguntas... Después de que yo —se atragantó de nuevo —,después de un buen descanso y un sabroso stobcler sazonado con una buena cantidadde " celidonato ardiente..."

—Desde luego —volvió a ronronear Snnorriz—. Lo comprendemos perfectamente.Le tendremos la lista preparada por la mañana.EI prisionero fue sacado al pasillo proclamando su gratitud. Snnorriz apareció a la

puerta de Klith, retorciéndose los bigotes y con aire superior.—La sicología, amigo —dijo—. Sólo hay que hacernos los agradecidos.—Escuche —dijo Klith, ignorando a Snnorriz y asiendo por su ropón al químico—¿Hay algo que pueda hacer un extraterrestre con un chomizar, una botella de

amoníaco y un "celidonato ardiente", o lo que sea?—Nada en absoluto —replicó el científico, posando una fulgurante mirada en la mano

de Klith sobre su brazo Klith apretó el pedal bajo su mesa para cerrar el ventilador.—Si esta vez no resulta así —dijo— Snnorriz se hará cargo de la Prisión Central.

Hedding estaba encantado de ver al propio Snnorriz acompañarle con los guardianes ala Antigua Andana.

—¿Qué le parece esta celda, Hedding?—¿Podría tener una, más próxima a una lámpara? Mi visión nocturna...—Desde luego. ¿Qué le parece ésta? La lámpara de gas envía unos hacecillos

gemelos, directamente al exterior de la puerta de la celda.—Magnifica. Se lo agradezco mucho.Snnorriz irradió satisfacción y luego esperó solícitamente a que llegasen, un cuenco de

agua, el chomizar, una buena provisión de "celidonato ardiente”, y una gran botella deamoníaco herméticamente cerrada. Abrió la tapa de hierro sobre el conducto de losstobcler, e inspeccionó la colocación del sznivtig para proporcionar a Hedding una buenacolocación e impulso contra aquéllos.

Luego Snnorriz y Hedding se estrecharon emocionadamente las manos.Hedding tosió varias veces al cerrarse con metálico sonido la puerta, respiró

profundamente y quitó el tapón de la botella de amoníaco.—Ah-h —murmuró.

Snnorriz y los guardias se fueron corriendo por el pasillo, ante el penetrante olor que seexpandió.

Hedding volvió a taponar presurosamente la botella, miró en derredor, y se fijó unmomento en el chomizar con sus flexibles mangueritas. Tomó la botella ambarina decelidonato ardiente y desenroscó pensativamente su tapa.

Klith se despertó tras una espasmódica noche de sueño, hizo unos cuantos ejerciciosgimnásticos, se duchó y afeitó, desayunó, y seguidamente bajó a su despacho. Apenas sehabía instalado en él cuando apareció Grul.

Klith.—¿Qué?—El mimado de Snnorrz —respondió Grul— fue hallado poniendo un aplique a la

lámpara de la derecha de su celda. Había hecho una clavija con la tapa del chomizar yestaba disponiéndola como toma en el reductor del chorro.

—¿Clavija? ¿Quiere usted decir que la sacó de la tapa del chomizar? ¿Con qué lacortó?

—Rompiendo el extremo de una de las manillas de cristal y la empleó para cortar.Klith sintió que. le hormigueaba la pie.—¿y por qué hizo éso?—Pretende que la luz le molesta.—Tráigalo aquí. De prisa.—Ya está en camino.Klith sacó su correa.Entró Hedding con un par de curvas bayonetas apoyadas en sus costados para que se

diera prisa.Arriba se oía constantemente un ronco zumbido circular.—¡Vaya!—gruñó Klith— ¿Usted hizo, qué?—Un sortilegio —respondió radiante el extraterrestre—. Y si las patas de esos bichos

buscadores de sznivtig dieran en cruzar el secado polvo blanco formado en la oscuridadde la noche por la luz de una lámpara de carburo con la manguera de gas en ebullición deun chomizar, avivado con plata amoniacal lunar, entonces...

Una súbita sacudida hizo temblar el edificio.Hubo un sonido como el de una boquilla de chomizar aplastada por el pie, y

bruscamente la habitación se llenó de vapores amoniacales.

Hedding se hallaba ya al otro lado de la ventana mientras los de dentro estaban aúnahogándose. Se situó junto al parapeto y agitó frenéticamente los brazos.

El aparato de observación descendió quedando suspendido muy cerca.Hedding brincó a su interior.—¿Cómo logró hacer ésto? —dijo una voz a través de un pequeño micrófono.— Este lugar está construido como una fortaleza. No hable. Suba.—Me hice con material para componer una hornada de acetilo de plata... el acetileno

hierve a través del nitrato de plata amoniacal. Ya sabe cuán sensible es la materia seca.Insuflé cierta cantidad en conductos cerrados, puse acetileno en su interior y metí unaespecie de cebo para que los bichos acudieran rápidamente. Por fortuna, yo estaba lejosde allá antes de que un bicho diera en el acetilo...

—Ha causado usted una gran grieta en su muro. No le estimarán por esto.—Siga subiendo. No creo que usted lo haya apreciado..El acetileno es grande para

muchos propósitos. Pero ahí lo tienen embutido en tuberías en una gran sección deledificio.

—¿Ah, sí?—Esa explosión resquebrajará algunas de esas tuberías.—No lo capto todavía...

—Unas cuantas de esas luces deberían permanecer encendidas. Y el acetileno tieneuna insólita propiedad. Mezclas del tres a ocho por ciento con el aire son explosivas.

El observador aceleró bruscamente la subida.

El capitán de la guardia, Skeerig Klith, gateó penosamente por entre la maraña demaderos, piedras y cascotes de yeso, y lanzó una penetrante mirada al primer tenienteGrul, que parecía estar pasmado. Los del auxilio de emergencia estaban poniendo encabestrillo el roto antebrazo izquierdo de Grul. Acá y allá había otros accidentados yheridos con caras despellejadas y vendajes.

La mirada de Klith se tornó ahora funesta, y Grul, que se percató de ello, dijo con vozronca:

—¿Señor?Klith gruñó.—Eche un vistazo a este revoltijo y dígalo de nuevo.—¿Decir qué, Señor?—Que por muy avanzada que esté, la ciencia no es brujería.Grul abrió la boca.Pero no pudo lograr que salieran de ella las palabras.

PUNTO EVANESCENTEJonathan Brand

JONATHAN BRAND es otro de los nuevos valores de la Ciencia Ficción, y en estecuento que le sirve de presentación, nos narra una aventura interestelar, que lejos deparecerse a los clásicos y serios cuentos que a menudo terminan en melodrama, ésteproduce un especial placer al hallar que el relato es tan sencillo y encantador que podríaservir para ser contado a un niño en el momento de acostarse. Y de hecho así acontece.

I

En el momento en que Bill Wheeler entró en el cuarto de baño, las dos niñas chillaron ysaltaron de la bañera. Bill fue a atrapar a Hannah y su mujer a Tammy. Se le escapó aella Tammy, y él sujetó a Hannah, pero ésta se zafó retorciéndose, dejándole con unpuñado de espuma de jabón y lanzando otro al cuarto de recreo.

Un momento después volvían ambas blandiendo rollos de láminas de dibujo. —¡Mira,papi!¡Mira lo que dibujé en la escuela! —dijo con estridente vocecilla, Tammy.

—¡Yo también dibujé algo! —dijo a su vez, con igual tono de voz Hannah.—¡Mira, mira, mira, mira!Su madre hizo un gesto desesperado a través del vapor de agua, pero Bill rió.—Mira, papi. Deja de reír, papi. Mira nuestros dibujos.—Está bien, luego —dijo él—. Cada cosa a su tiempo, por amor de Dios. Colocaos en

fila, ¿queréis?—Lo primero que tendrán que hacer es volver al baño —dijo Mrs. Wheeler, levantando

firmemente a Hannah, que era la más próxima y pequeña, sobre el borde de la bañera,moviendo en el aire sus rosadas piernecitas enjabonadas.

—Bueno, tú pareces tener los pies en el suelo —dijo Bill a su otra hijita.—¡Oh, vamos, papi —respondió ella, tendiéndole el dibujo.Tomó la lámina y, prolongando la incertidumbre, sacó lentamente de su bolsillo interior

un estuche de cuero y de él sus gafas, calándoselas deliberadamente. Hannah estaba

resistiendo enérgicamente los esfuerzos de su madre para enjabonarle los brazos, ygolpeaba la espalda de su padre con su enrollada lámina de dibujo. Mrs. Wheeler actuócomo madre juiciosa y arrancó la lámina de la mano de su hijita, y envolvió a la otra enuna toalla del tamaño de una mortaja.

—Un poco de silencio —dijo Billy—. Me estoy concentrando con el dibujo de Tammy.Hubo un relativo silencio, cortado tan sólo por el apenas contenido lloriqueo de ambas

niñas.—Veamos ahora. Delante de todo, hay aquí, de un tamaño mayor que todo lo demás,

un hombre con una especie de bufanda al cuello.—No es una bufanda, papi —dijo Tammy desde el interior de su toalla—. Es una barba.—Y parece llevar una también especie de chaqueta de balandrista, cubierta de chapas

como tapones de botella.—¡Qué tonto, papi! Es el uniforme de policía del espacio con sus hileras e hileras de

medallas.—Ah, sí. Bien, un trecho detrás de él hay un crucero del espacio sobre sus patas

traseras, y un par más de personajes con chaquetas de balandrista...—¡Oh, papi!—... alrededor de una pequeña fogata, y luego hay árboles y flores y así sucesivamente

y una alcachofa monstruo...—Es un Murray, papi. Un Murray.Ahora lo veo, por las verrugas. Y luego hay tres árboles más, muy pequeños, en el

fondo y, luego un hombrecillo muy pequeñín andando a lo lejos.—¡Mira ahora el mío!¡Mira el mío!—provino un grito de la corriente formada en el baño,

y Hannah aporreó el brazo de su madre.—Toma, guárdame esto —dijo Bill a su hijita mayor, devolviéndole su dibujo—. Ahora

he de mirar el de Hannah.—Tomó de la repisa de la ventana la otra lámina y la desenrolló—. Aquí hay un

hombrón con una barba delante y luego los dos hombres de mediana estatura junto a lahoguera, y la alcachofa verrugosa...

—¡Un Murray!—chilló Hannah enfadada, desde la bañera.—... y luego la hilera de árboles y el hombrecillo a lo lejos.—¡Ea, papi! ¡Adivina lo que representa, papi!—Realmente no puedo acertar —dijo el padre, con zumbona perplejidad—. ¿Algo

sobre lo que leísteis en la escuela?—¡Qué estúpido te estás volviendo, papi! —dijo Hannah. Tammy se zafó de la toalla y

la enrolló en las piernas de su padre.—Papi lo sabe, lo sabe —dijo despectiva—. Está sólo representando.—Pues no lo sé —dijo Bill.—Eres tú en el satélite de la Federación, papi. ¿Es que no lo ves? —dijo Hannah

ansiosamente—. Aquí estás tú delante con las medallas, y detrás Levine y Matsuki, y alládetrás el viejo haciéndose cada vez más pequeño. ¿Lo ves ahora?

—Bueno, ya que lo dices, veo a Levine y Matsuki, y también al viejo, aunque en estedibujo se ha hecho bastante más pequeño. Pero no me veo a mí mismo. A menos quequieras decir que ese mono barbudo de delante... pero no creo que se me parezca.

—Pareces tan tonto a veces, papi... —dijo Tammy—. Pues claro que eres tú mismito.—Creo que ya terminaron de bañarse —dijo la mujer de Bill.—¡La hora de nuestra historia!¡La hora de nuestra historia!—Está bien, vayamos pues —dijo Bill. Esperó la resolución de una tripartita pugna

desigual entre Hannah y su madre y el floreado camisón de Hannah, y cuando estuvieronlistas las pequeñas, las tomó en brazos, desde donde ellas comenzaron al instante atirarle de la barba.

—¡Orden en el puente! —dijo él llevándolas al cuarto de recreo en donde metió a unaen la camita con edredón estampado de elefantes y a la otra en la de edredón conestampado de leones.

II

Muchísimo antes de que vosotras nacierais, una nave partió de Glenn Field, en NuevoMéxico, llevando a tres hombres, un Murray y un montón de papeles, fotografías ydibujos. El primer hombre era Levine, embajador de la Tierra en la Federación Galáctica;el segundo era Matsuki, capitán de la Policía Espacial; y el tercero era el ingenieromecánico, un hombre tan estúpido, perezoso y barbudo como pudierais conocer.

("¡Papi!", gritaron Tammy y Hannah a la vez).No interrumpáis. La misión que tenían, era llevar a Levine y su montón de papeles y

demás, a un lugar de reunión donde hablaría a componentes de la Federación. Levineestaba encargado de llevar a cabo las conversaciones; el Murray, como sabéis, sólomantiene en funcionamiento la gravedad artificial; el ingeniero gobernaba la nave, yMatsuki estaba allí para dirigir a Murray y al ingeniero. Pero, cuando llegaron al lugar dereunión se encontraron con que no habían llegado los de la Federación. Habían dejadosin embargo, flotando allá una gran isla-disco... afortunadamente un buen lugar allá arriba,pues de lo contrario nos habríamos despistado. También dejaron un faro de señales queguió a la nave en su aterrizaje. El faro de señales anunciaba asimismo que debíamosesperar, pues los de la Federación llegarían dentro de unos cuatro días. El ingeniero miróa través de una portañola, y todo le pareció estar en orden; abrió el ventilador, y erabueno el aire que se respiraba. Por lo tanto, todos salieron a dar un paseo.

Bien, vosotros los niños de ahora sabéis tanto de la Federación como yo, pero sólo diréque en aquella época nosotros conocíamos muy poco de sus habitantes. Nos suponíamosque eran buenos sujetos, pero a Levine tocaba el descubrir exactamente hasta qué puntolo eran.

Así pues, todos los de la nave salieron. La nave se había posado en lo que parecía unclaro en un bosque. En torno a ellos había árboles y arbustos de todas las variedadesterrestres... más parecido realmente al Jardín Botánico que a un bosque natural. Y entrelos árboles había esparcidas unas parcelas irregulares de vegetales y flores. Algunasparecían haber sido sembradas recientemente. Para ser exactos, entre los vegetales,había hileras de tomates, zanahorias, cebollas, apios y lechugas, así como también habíamanzanos, melocotoneros, limoneros, naranjos, moreras y vides. Los tres hombres sehicieron una deliciosa ensalada fresca, como la que habéis comido esta noche. Debodecir que estuvieron más que contentos en comerla, después de tres semanas de viajepor el espacio.

(Miró seriamente a las chiquillas. Tammy reía con culpable picardía, y Hannah seretorcía con una picara risita también).

Como el sol estaba muy alto, decidieron ver cómo era el resto de aquella región.Dejaron a la nave con el automático y se pusieron en marcha a través de lo que debía serun sendero entre los árboles. El terreno se elevaba en cuesta ligera al principio, y luegomás empinada, hasta que finalmente llegaron a un terraplén o loma, casi vertical, de unoscuatro metros de altura, que se curvaba al interior y en torno a ellos por ambos lados. Ensu cima había una hilera de abetos. Escalaron la loma y se encontraron contemplando unllano a sus pies, que se perdía en la lejanía.

—Creo que es el cráter de un antiguo volcán —dijo Matsuki, que (como buen capitán),gustaba de hacer conclusiones tan seguras como era posible.

—¿O tal vez el cráter de algún antiguo meteoro? —dijo Levine, quien (como buendiplomático), prefería las soluciones ambiguas.

—Así lo supongo también —dijo el ingeniero, que (como buen ingeniero), era estúpido.

Más allá del anillo de árboles, pudieron ver un terreno muy semejante a un cuenco, conuna especie de hojaldre con franjas de flores y vegetales, y sazonado con árbolesfrutales. El ingeniero creyó distinguir en algunos lugares sendas a través de los árboles,pero estaban tan desperdigadas y eran tan irregulares, que bien podrían haber sidomarañas de hojas caídas, apiladas por el viento entre la arboleda. El sol brillaba arriba; laligera brisa era fresca y seca; el metal de la nave destellaba tras ellos a través delboscaje. Pero el aire en el llano era caliginoso, y el horizonte se perdía en tenue brumaazul que lo ocultaba todo a más de cinco millas. El ingeniero, con su vistamaravillosamente aguda, fue el primero en ver la figura que es el extraño héroe de estahistoria.

("¡El viejo!¡El viejo!", gritaron las chiquillas alborozadamente).El viejo. Su rugosa figura estaba escalando lentamente por entre los árboles al borde

del claro en el que se hallaban los terrestres. Vestía unos holgados pantalones azules dealgodón y una camisa de tartán. En una mano llevaba un nudoso cayado de madera dehaya y en la otra un bulto. El ingeniero dio un suave codazo a los otros dos terrestres yjuntos se apostaron bajo los pinos y agitaron los brazos y dieron grandes voces parallamar la atención del viejo, quien se torció un poco, con tan mala gana como un manzanode cien años.

("¿Como el de nuestro huerto?", preguntó Tammy. "Muy parecido al de nuestro huerto",dijo Bill.)

El viejo levantó su cayado en ademán cíe salutación, y lanzó un grito a los astronautas:—¡Ahora voy!¡Espérenme donde están!Momentos después, el viejo alcanzó la cima de la cuesta, resoplando y jadeando.("Y escupiendo, papi" —dijo Hannah—. "Olvidaste escupiendo." E hizo una cabal

imitación).—Pues sí. Es verdad. Escupía un poco. Pero esa no es razón para que lo hagas tú

también—. Bill quedó silencioso durante un momento y luego carraspeó. Hannah culminósu exhibición en un paroxismo de sorber por las narices y sisear y luego volvió arecostarse en su almohada, sonriendo burlonamente. —Bien, cuando llegó a la cima,tendió su mano a Levine y dijo...

—Bienvenido a la Federación, señor. Me llamo Gardner. Considérense en su casa,señor, usted y su compañía. Haré cuanto pueda para que estén cómodos, pero no haganpregunta alguna, pues sólo trabajo aquí —dijo Tammy de un tirón, sin respirar.

Así fue. Luego colocó su hatillo en el suelo y desenvolvió un trapo de franela a cuadros,sacando una liebre muerta y bien cebada.

—La atrapé —dijo— entre las bayas del valle. Estaba ocupado con mis trampas y noles vi llegar hasta que casi estuvieron aquí. Haré mejor en darme prisa y hacer fuego, o noestará preparada para la cena.

—Bien, no me cabe duda de que es muy amable de su parte, Mr. Gardner —dijoLevine—. Pero no creo que necesitemos una fogata. Tenemos una pequeña cocina en lamáquina calorífica de nuestra nave.

—Estará mucho mejor asada sobre leña, señor. Y ustedes necesitan algo de fuego porla noche.

—Gracias, es usted de lo más hospitalario.—Espero que tengan cuanto deseen. Hay un manantial al sur de su nave, a no más de

unos veinte metros. Pueden saber cuál es el sur, por el sol. Pensé encender la fogataentre el manantial y la nave. Verán que hay un par de árboles caídos, que creo lesproporcionarán un cómodo asiento.

—¡Parece como una vacación! —dijo Matsuki, arremangándose y aspirandointensamente el aire aromático de los pinos.

—Espero que lo sea, señor —dijo Gardner—. Voy allá a encenderles el fuego. ¿Porqué no echan un vistazo en derredor? Siento tener que pedirles que no vayan más allá dela loma, en torno a este declive. No podría encontrarles, y necesitarían un guía.

—Sí, claro —dijo Levine—. De momento sólo daremos una pequeña vuelta por ahí.Cuando volvieron a la nave, encontraron que el viejo había elegido el lugar de

acampada para ellos. Sentado sobre un tronco caído, revolvía el contenido de una ollaque colgaba de un trípode de varas sobre un crepitante fuego. Todos se agruparon entorno a la olla.

—Huele bien —dijo Matsuki, introduciendo groseramente un dedo en la olla—. Y tienebuen sabor también —añadió chupándoselo.

—Es la liebre, señor —dijo el viejo—. En realidad le añadí un poco de jugo que hice elaño pasado. Se cogen uvas, se las estruja, y dejándolas fermentar...

—Es un notable procedimiento —dijo el ingeniero—. Quizás podría usted patentarlo.—¿Patentar? No conozco la palabra, señor.—No importa —dijo Matsuki, que era un glotón—. ¿Qué les parece si comemos, eh? —

añadió mirando en derredor a los del grupo, con ojos de invitación y súplica.Así, el ingeniero fue enviado a buscar platos y cubiertos a la nave, y sentados todos en

torno a la fogata se sirvieron de la olla.Para cuando acabaron su condumio, el sol se había ocultado. El viejo recogió platos y

cubiertos y le oyeron limpiarlos en el manantial, en la oscuridad, más allá de la fogata. Alvolver traía consigo un jarro de arcilla, taponado.

—Tengo aquí algo más de ese jugo de que les hablé —dijo—. ¿Les gustaría beber unpoco después de haber cenado?

—Puede apostar que sí —dijo Matsuki, quien yendo a grandes zancadas hacia la navetrajo unos cubiletes.

El viejo destapó el jarro y durante largo rato, los cuatro hombres quedaron sentados entorno a la fogata, en silencio interrumpido tan sólo por los roncos gorgoteos de la pipa delingeniero, el saboreante chasquido de los labios de Matsuki, y el rasgueo del infatigablelápiz de Levine.

—¿Qué está usted haciendo? —preguntó el viejo.—Estoy dibujando —dijo Levine—. Lo hago cuando no tengo otra cosa que hacer.—¿Me permite verlo?—Desde luego. Venga y siéntese ahí.El viejo se movió y el ingeniero le hizo sitio.—Ya veo —dijo—. ¡Pero esto es maravilloso! Está usted haciendo una imagen de

nosotros. Ahí está delante la olla muy grande y más allá, con el resplandor de la fogata ensu cara, el capitán Matsuki escarbándose los dientes. ¡Es maravilloso!—repitió—. ¿Podríausted dibujarme a mí también?

—Claro que sí. Siéntese enfrente de mí, donde pueda verle sin que me deslumbre laclaridad del fuego.

El viejo fue a donde le señalaba Levine, quien dejó a un lado la lámina en la que habíaestado trabajando y tomó un largo carboncillo. El viejo contemplaba sus manos fascinadomientras Levine comenzaba a dibujar en otra lámina.

—¿Quién es usted, Mr. Gardner? ¿Cómo llegó aquí? ¿Es usted humano?—¡Oh! Sí, señor —respondió orgullosamente el viejo—. Soy humano por entero. Sé por

qué lo pregunta. He visto a algunos robots listos. Pero mis padres eran humanos también,sirvientes de colonos de El Pedregal.

—Tiene usted un aspecto extraordinariamente bueno para su edad, si así puedodecirlo, Mr. Gardner —dijo Levine—. Diría que no han habido colonos en El Pedregaldesde hace 70 u 80 años... desde que las emanaciones deletéreas alcanzaron al planeta.

El viejo no respondió durante un rato. Contemplaba los cuidadosos movimientos deLevine.

—Oh, sí, ellas se llevaron a mis padres y a los amos de mis padres. Yo estaba en unacabina que los amos habían tenido para sus hijos, y que la cedieron a mis padres. Así,cuando se produjo aquello, escapé a sus efectos.

—Resulta difícil de creer.—¿Por qué, señor?—Pues porque la Policía envió un censo tras la catástrofe. Siguieron la pista de cada

colono que había estado inscrito antes, y los localizaron, y los enterraron también.Recuerdo haber leído un extracto del informe. Aún cuando sean colonias canceladashemos de descubrir lo sucedido. Lamento que sea penoso, pero para la Tierra esimportante lo que ocurre a los terrestres.

—No me duele ni ofende. ¡Ha pasado ya tanto tiempo! Me enorgullezco queinvestigara, señor. La verdad es que yo nací después del último censo del planeta, luegoocurrió la catástrofe. Jamás supieron de mi existencia.

—Comprendo. ¿Y qué sucedió después?—Es muy sencillo realmente. Cuando la Federación localizó las emanaciones

deletéreas en El Pedregal, enviaron inmediatamente a un equipo de fumigación. Ahoraque lo saben ustedes, espero hagan lo mismo.

—Sí, así lo haremos.—Mire, El Pedregal es una de las más lejanas colonias de la Tierra. Pero también se

halla en los lindes del territorio de la Federación.—Así lo supongo, desde luego.—Yo era el primer ser humano que jamás conoció la Federación, según me dijeron

ellos. Tenía ocho años entonces. Bien, empezaron a examinar en seguida lo que merodeaba... vieron una casa de labor con todos sus enseres y aperos, e instalaron en ella aun viejo granjero y su mujer, de El Toro, otra colonia próxima a El Pedregal. Ellos fueronmis padrastros. Murieron hace años. Yo he tenido la suerte de quedar con vida.

—Es una extraña historia. ¿Cómo llegó usted aquí?—Me pusieron de celador en esta región que se llama Edén, el regalo de la Federación

a la Tierra. Ellos pensaban que en este sector deberían tener ustedes algún paraje quepudiesen considerar como hogar patrio.

—Es ciertamente como la Tierra. Es una obra magnífica.—Así lo creo. Pero únicamente es un remedo. Muy bello, desde luego, pero no es la

Tierra.—Me lo supongo, Gardner. El propio hogar tiene siempre algo especial.—Desearía ir algún día a su patria, al hogar del Hombre. Me gustaría verlo una vez.

¿Espero que no les importará que se lo diga? ¡Sí, me gustaría tanto ir en una nave a laTierra!...

El hombre fijó la mirada en la fogata, Levine lanzó una ojeada a Matsuki, y éste miróinterrogativamente al ingeniero, quien al sentir tocios los ojos posados en él, se encogióde hombros.

—Hay sitio —dijo—. ¿Por qué no uno más?

III

Matsuki había estado tendido en la alta hierba justo en el límite de la loma delcampamento. Deambuló de vuelta hacia la nave y halló a los demás tomando té en suscubiletes.

—¿Cómo diablos...? —preguntó.—No es quizás lo que usted acostumbra, señor —dijo Gardner, que estaba atareado

llenando los cubiletes—. Hice lo que pude con el producto local. Encontré unas matasabajo en el valle y me tomé la libertad de arrancar algunas el año pasado y secarlas alsol.

—Vaya, esto se encuentra ya climatizado. El viejo Gardner nos consigue té, y mientrasme hallaba yo tendido allá, vi volar un par de ánades, palomas y hasta un cisne... No hecomido cisne desde un lugarejo de Normandía... Duele recordar aquellos días. Desearíaque tuviésemos una pequeña carabina, sí señor.

—Eso es más de lo que a mi tarea se concede, Matsuki —dijo Levine—. Ni siquiera unpequeño cañón atómico...

Silenciosamente, el ingeniero tendió a Matsuki un palo ahorquillado que había estadotallando.

—Creo que esto podría servir. Si se lo pide afablemente a Levine, podría abrir sucartera y darle algunas ligas de goma del gobierno. Y hasta algunos sujetapapeles comoproyectiles.

—Vaya, pues no es mala idea. Pero las piedras suelen hacer mejores proyectiles.¿Qué le parece, embajador? ¿No perderá usted su empleo por algunas cuantas ligas degoma?

—Me parece que no. Después del té se las daré. —Levine volvió a su dibujo. Sólosabía dibujar de dos maneras. Unas veces, las cosas que le rodeaban en aquel momento,otras a su mujer, que era una jovial jamona; tenían varios pequeños, risueños y de ojososcuros.

Gardner asó erizos en arcilla para la cena.El día siguiente, Matsuki espantó a varías palomas y magullo a una becada. Levine

dibujó a su mujer como una rubia alta y esbelta, pues su imaginación se iba a otra partecuando estaba fuera del hogar. El ingeniero hizo a Matsuki una ballesta con miratelescópica, construida con algunas piezas de un explorador óptico, un perchero y trescinturones de la policía del espacio.

En el carbón de leña, Gardner asó una ristra de faisanes, luego lavó las camisasblancas de Levine.

El otro día fue algo distinto. Sucede que aquel ingeniero era madrugador en eldespertar. Como su hijita menor... pero no como su esposa y la gandula de su hija mayor(Tammy se retorció, en protesta). Eran las cinco o cinco y media, cuando despertó en lamañana siguiente. La niebla pendía entre los árboles del claro y las sombras de lostroncos la sesgaban componiendo una red de listas azules. La barandilla de la escalerade la nave estaba mojada por el rocío matinal y al pasar un dedo por ella, barrió unchorrito de agua. El viejo se hallaba abajo, errando vagamente en derredor de la fogata.Un tenue penacho de humo se alzó ondulante hacia las copas de los árboles.

—Hola, Gardner. ¿Cómo se encuentra esta mañana? —preguntó el ingeniero,ciñéndose su chaquetón de lana.

—Buenos días, Mr. Wheeler —dijo el viejo—. Estoy encendiendo su fogata. Luegosaldré y acaso encuentre algunos huevos para el desayuno. ¿Espero que les apeteceráeso?

—Excelente. Iré con usted.—Bueno, a serle franco, señor, prefiero que no lo haga, si no importa que se lo diga,

señor. Por lo general las gallinas están entre las matas de frambuesas que tengo y esoqueda más allá del perímetro.

—Bueno, en ese caso iré con usted hasta el linde de la arboleda.—Perfectamente, señor.Ambos se pusieron en marcha, arrancando el viejo con gran viveza las ortigas y

zuzones que crecían entre la hierba y que herían su orgullo profesional.—¿Y por qué no puedo salir del claro?—No es que no "pueda", señor, si me comprende. Es sólo que esta parte ha sido

dispuesta para ustedes y en cierto modo el resto no lo ha sido. Le mostraré lo que quierodecir, cuando lleguemos allá.

En pocos minutos llegaron a la cima, al espacio entre los pinos, y se detuvieron.

—Yo voy a ir allí —dijo Gardner, apuntando a una franja verde a cosa de media milla—.Es donde están las frambuesas. Pero dudo que usted pudiera llegar. Se perdería. Andeunos pocos metros y verá lo que quiero decir.

El ingeniero sonrió ante la desconfianza del viejo por su falta de orientación ydescendió afablemente el declive con él. Inmediatamente sintió que el aire de la laderaera diferente por completo del de arriba. Debe ser tan vaporoso como él de la jungla, fuesu primer pensamiento. Apenas podía ver al viejo que iba adelante, en aquellaremolineante bruma. Siguió andando con inseguridad, entorpecido por el desigual terreno.Cuando alzó la vista, no se veía nada por parte alguna. Si aquello era niebla, era la másdensa y compacta con que topara jamás.

—¡Eh, Gardner!—voceó—. ¡Sáqueme de aquí!Nada sucedió. Hizo una prueba, poniendo su mano pegada a la cara. Al apartarla tan

sólo un par de centímetros de los ojos, era tan visible como una oscura sombra. Nosolamente no podía ver nada, sino que, sobresaltado, descubrió que no podía tampoco oírotra cosa que el latido de su corazón y un silbido o siseo que lo mismo podía estar en susoídos que en los árboles.

—Está bien, Gardner, ya comprendo lo que quiso decir.Había querido hablar en voz alta, pero sus palabras fueron absorbidas y amortiguadas

por aquel opresivo vacío, de manera que no supo si realmente había hablado. Pero,inmediatamente, sintió una mano sobre su hombro. Se irguió y la mano le guió a lo largode un serpenteante sendero que conducía hacia arriba.

Al cabo de pocos pasos comenzó a aclararse su visión, vio tomar forma a los árbolescomo saliendo de un baño turco, y pocos minutos después, ambos estaban sobre la loma,mirando hacia abajo, a la zona engañosamente invitadora.

—Hay sólo un poco de niebla hoy, señor.El ingeniero asintió con un ademán de excusa.—Voy por los huevos. Usted quédese aquí arriba y estará muy bien.El ingeniero contempló marchar al viejo decididamente hacia su terreno de frambuesas,

esquivando árboles y arbustos sin siquiera mirarlos. Cuando estuvo a unos cien metrosabajo, el ingeniero se volvió y echó a correr hacia la nave. Subió los peldaños de laescalera de dos en dos y se deslizó por el interior de la nave hasta la cabina del capitán.Una vez en su interior, zarandeó a Matsuki para despertarle.

—¿Qué ocurre? ¿Es que no puede usted dejar dormir a nadie?—Arriba, capitán —dijo el ingeniero, saludando torpemente—. Se necesita ayuda.Matsuki brincó al instante de su litera y fue a la puerta que conducía a la cámara de

mando. El ingeniero puso su brazo a través de la puerta.—No hay apuro... aún. Tranquilícese. Traiga sólo una cuerda, ¿quiere? Y vístase.

Vamos a salir afuera. El capitán suspiró.—Ya no voy a poder dormir más —dijo malhumoradamente—. Le acompaño.No tardaron ambos en estar sobre la hierba, el ingeniero con su chaquetón de lana y

zapatillas, y el capitán con su zamarra de seda acolchada y sus sandalias de suela demadera.

—Iremos por aquí —dijo el ingeniero, conduciendo a su jefe por el mismo camino por elque antes había ido él.

Al llegar a la loma esperó a que el capitán acabase de bostezar y respirarprofundamente, luego señaló el terreno de las frambuesas y el oscuro punto que en élindicaba a Gardner entregado a su faena.

—Bueno, si eso es lo que le contenta por hoy, ¿hasta dónde cree que debo ir?—Usted mismo, por favor, patrón. No deseará usted ir muy lejos.Encogiéndose de hombros, el capitán dio al ingeniero el cabo de la cuerda y fue

bajando el cerro zafándola. El ingeniero le vio andar con bastante firmeza, aminorar luegosu paso e ir más cautamente, y después tropezar en un zarzal y caer. Al cabo de unos

instantes más, le oyó lanzar gruesas interjecciones y rudos comentarios sobre el ingenieroy las zarzas y matorrales. Luego volvió a ponerse en pie. Movía sus manos conprecaución ante sí, y arrastraba vacilantemente los pies, tanteando el terreno para notropezar y caer de nuevo.

—¡Está bien, si es usted tan listo!—voceó el capitán—. ¿Qué debo haber ahora?—Salga de ahí —respondió el ingeniero. La cuerda se hallaba aún sujeta a la muñeca

del capitán, por lo que el ingeniero dio un suave tirón—. Por aquí —añadió.Lenta y circunspectamente (es decir, con precaución y cuidado) el capitán trepó la

loma.—¿Qué, había niebla abajo, eh? —preguntó el ingeniero cuando llegó arriba Matsuki.—¿Niebla? ¿Está usted bromeando? ¡Es absolutamente impenetrable!—Parecía

exasperado. —¿Qué es lo que sucede?—Volvamos a la nave y se lo diré. —Ambos echaron a andar sobre las esponjosas

agujas de los pinos, que alfombraban el suelo—. Primero, no hay niebla ahí abajo. Nadaque se parezca a niebla o bruma.

—Ya sé lo que quiere usted decir. No hay en absoluto humedad.—En segundo lugar, es ciertamente difícil ver. Como si todo estuviera desenfocado y

toda la luminosidad absorbida.—Hummm.—Bien, ahora, cuando ambos estamos en Gleen Field y le visito a usted al atardecer,

¿qué es lo primero que siempre hago?—Besar a mi mujer, descarado baboso.—Bueno, lo segundo.—Veamos... Se toma un trago. No, no es eso. Va usted a la cabina climática y juguetea

con el botón.—Exactamente. ¿Y cuál es el resultado?—Pues que se despeja algo la niebla. No sé cómo sucede.—Yo sí, pues soy ingeniero. Básicamente diría que ello impide que la luz corra en

derredor en forma de partículas tan desorganizadas como una piara y las coloca enesmeradas hileras, como ondas.

—Así me dijo usted una vez. Pero yo no veo ningún panel de control.—No, es cierto. Pero si entro en la nave creo que puedo dar con un artefacto que haría

lo mismo con el paisaje. Espere usted aquí y voy a buscarlo.El ingeniero trepó por la escalera, revolvió por el interior y con seguridad, echó mano al

objeto que deseaba, que era un artefacto con un asa o manubrio en un extremo y unaespecie de ojo oscuro en el otro.

—Aquí está lo que buscaba. Ahora, uno de nosotros irá a echar un vistazo en derredor.El otro se quedará, observará y guardará la intensidad de energía del haz de este artilugioy cuidará de su Excelencia.

—Su Excelencia sabe cuidar de sí misma —dijo Levine desde lo alto de la escalera.Estaba pulcramente vestido con impoluta camisa para el té y pantalones cortoscuidadosamente planchados. Por lo demás, cuidadosamente peinado eirreprochablemente afeitado y su dentadura relucía como un panel de control en caso deemergencia.

—Buenos días, viejo embustero —voceó el capitán—. Esta mañana el entretenimientolo procura la sala de máquinas.

—Ya que estamos todos, voy a tener el gusto de asignar su puesto a cada cual —dijoel ingeniero, sin desconcertarse—. Levine se situará aquí para hacernos un poco de café.Si viene Gardner, le dirá que estamos recolectando algo de trigo en las plantaciones y quevolvemos de un momento a otro. Yo he de quedarme en la sala de máquinas equilibrandola producción de energía del ondímetro que lleva el capitán, quien intrépidamente bajaráal llano y observará lo que pueda. ¿Sabe cada cual su misión?

—¡Que me aspen si comprendo lo que pasa en este campamento, pero no me importa!—dijo Levine.

El capitán accionó el aparato experimentalmente.—Sólo he de apretar este botón, ¿eh?—Exacto —respondió el ingeniero—. Y apunte el ondímetro a lo que desee ver. Deme

un momento para efectuar la conexión con usted y luego comience a andar. Si no vuelvepara dentro de mil horas, enviaremos a los sabuesos—. Se volvió y desapareció en elinterior de la nave. Pocos momentos después oyeron el gemido de la energía auxiliar. Elcapitán se encogió de hombros y se encaminó hacia los pinos.

Durante la hora siguiente, el ingeniero hizo lo que los ingenieros hacen en las salas demáquinas cuando están controlando manguitos de empalme...

("Antes dijiste aparato, papi") —observó Tammy—. Artilugio —dijo Hannah—. Chitón,dije ondímetro... y Levine hizo lo que hace cualquiera con el café. Diría que seguramenteechó una cabezadita junto a la fogata. Finalmente el capitán vino corriendo por el bordede la loma, bajando al campamento.

—¡Es la cosa más sobrenatural!—jadeó—. ¡La más fantástica!¡Eh, bola de grasa, salgade la nave!¡Tengo noticias para usted!

Unos momentos después, el ingeniero bajó la escalera sonriendo plácidamente.—El ondímetro funcionó realmente. Estaba extrayendo alguna energía.—Claro que funcionó. Despejaba un área de unos siete metros delante y un poco de

ambos lados y más allá... sólo una pared de bruma, como un telón. Bien, bajé del cerrodurante... pongamos cien o doscientos metros, el terreno era como se esperaba...semejante a un declive terrestre, con algunas piedras, rocas y todos esos viejos árboles.Bueno, éstos seguían, pero gradualmente tuve la impresión de que la hierba se hacía másfina y los árboles se desmedrasen y se convirtiesen en arbustos. No tardé en llegar adonde no había nada que creciera por encima de la altura de la rodilla. Como árboles dejuguete. O como un jardín japonés... los recuerdo de cuando fui niño. Y ahora viene lomisterioso, lo fantástico y sobrenatural. Seguí adelante, aquellos árboles se hicieron másy más enanos a medida que avanzaba, a cosa de cien metros no eran ya sino una pelusaen el suelo y más allá nada en absoluto. Absolutamente nada. Yo estaba caminando entreun manto de nieve y como sobre losas duras como el cemento. Es todo lo que hay allí.

IV

El ingeniero fue el primero en reaccionar. Se puso en pie y se dirigió hacia la loma. Losdemás le siguieron. Cuando llegaron a la línea de pinos se detuvieron. El viejo estaba amedio camino de regreso del terreno de las frambuesas, su encorvada figura ibaaumentando de tamaño a cada paso que daba.

Al llegar junto a ellos, en la loma, abrió el bulto que traía y les mostró un montoncillo dehuevos de cáscaras moteadas.

—Ya veo que Mr. Matsuki y Mr. Levine se han levantado. Espero que hayan dormidobien.

—Muy bien, gracias por su atención.Fueron en silencio al lugar del campamento. Levine vertió café en cuatro cubiletes.

Gardner fue a buscar agua al manantial y puso a cocer los huevos.—Calculo que partirán ustedes dentro de pocos días —dijo.—Siento que así sea —asintió Levine—. Mañana de nuevo a la tarea.—¿No se olvidará de preguntar sí puedo volver con ustedes...?—Desde luego que no. Deberá usted ver la Tierra. La Tierra es algo que realmente

merece la pena.El ingeniero había estado con la mirada fija en el fuego sin decir nada desde que

empezó el desayuno. Ahora alzó la vista y profirió bruscamente:

—Mire, no estoy seguro de que pudiera usted venir con nosotros. No es tan sencillocomo eso. —Empujó los rescoldos del fuego—. Creo que podría zanjar la cuestión sipudiéramos hacer algunas pruebas.

—¿Qué desea usted que yo haga?—Bien, primero, cuando va usted más allá de la loma, ¿encuentra alguna dificultad

para ver?—Sí, un poco. Pero no tanto como ustedes. Estoy más acostumbrado a ello.—Por ejemplo, cuando está usted fuera, donde estuvo esta mañana, ¿pudo mirar atrás

y ver los pinos de nuestro campamento?—No. Estaban ocultos por la bruma. Los perdí de vista al cabo de andar sólo pocos

minutos.—Bien, lo que me propongo hacer es colocar una especie de reflector que iluminará los

árboles de la loma, de manera que puedan ser vistos desde el llano. Pero tiene usted quepensar en esto. Hay una probabilidad de que lo que vea pueda producirle una conmoción.Mas, por otra parte, no podemos llevarle a la Tierra sin hacer algún experimento comoéste. Tiene que pensarlo.

—Ya lo he pensado —respondió Gardner—. Quiero ir y haré cuanto sea necesario. Nocreo que haya nada por acá que pueda sorprenderme después de todos estos años.

—De acuerdo, pues. He aquí lo que vamos a hacer. Voy a dar el ondímetro a Levine,usted y él saldrán del perímetro. Yo montaré un enlace de comunicación triple. Podremosoír lo que usted diga, si es que no va más allá de treinta millones de millas y usted oirá loque nosotros digamos. Espere aquí mientras enlazo con usted.

El ingeniero volvió a llenar el cubilete y se lo llevó consigo a la nave. Se produjo laenergía secundaria y en un momento los tres hombres oyeron su voz, que zumbaba enlos oídos con un leve gemido penetrante. Matsuki se dio cuenta de que el ingeniero debióhaber sintonizado el circuito de salida para resonar los dientes de sus oyentes.

—Ahora, si Levine y Gardner quieren ir hacia el perímetro... en cualquier dirección quesea...

Matsuki los contempló ir hacia los pinos. En torno a él zumbaban algunos mosquitosatraídos por la fogata. Algunas hojas de postrimerías de estío flotaban cayendo de loslimoneros. El vacío pote sobre el fuego repiqueteó entre la brisa.

De pronto zumbó en su cabeza la voz de Levine.—Llegamos ya al perímetro.—Ahora quiero que ambos bajen unos veinte metros.—Bien. Ya lo hemos hecho.—Quiero que Levine coloque el aparato en el suelo, cara a los árboles de arriba.

Apriételo contra el terreno; no lo averiará. Vaya y sitúese bajo los árboles, en el lugar adonde está apuntando. De ahora en adelante, Gardner debe ir solo.

—Ya estoy bien acostumbrado a ello, no se preocupen —dijo Gardner.—Vaya cautamente, por favor. Sólo unos siete metros. Hubo una pausa.—Ya lo he hecho —dijo Gardner.—Ahora mire atrás. ¿Qué es lo que ve?—Pues la línea de pinos y bajo ellos a Mr. Levine.—Ahora, levante su mano y alce su dedo meñique y vea si él cubre a Levine.—Uhuh. Sí que lo hace... todo excepto la cabeza.—Está bien, ahora vaya abajo. Despacio. Sólo otros siete metros, ¿entendido? Mire

ahora en derredor. ¿Qué ve?—Todo está muy brumoso aquí abajo, desde luego. Hay las tres palmas con las parras,

como de costumbre. Me parece que podrían recogerse los racimos. Nada más.?—¿Parece todo de tamaño normal?—Seguro. Los racimos son muy grandes, creo.—Ahora mire atrás a Levine. ¿Ve algo?

—No. Hay demasiada bruma en este nivel.—Ahora viene la parte importante. Manténgase mirando hacia Levine. Voy a establecer

la corriente del ondímetro. Recuerde... todo puede estar algo distorsionado.Hubo un silencio y de pronto una honda respiración del viejo.—¡Vaya sacudida que me dio! ¡Creí que Levine estaba justo sobre mí en un momento,

y al siguiente a mi lado! Pero ya veo que sigue estando bajo los pinos. Sin embargo,parece de gran tamaño.

—Ya supuse que éste sería el efecto. Levante su dedo como antes, e intente cubrirlootra vez.

—¡Vaya cosa tan chusca! Yo... veamos... sí, lo puedo, excepto su cabeza.—Hummm. Bueno, vaya un poco más lejos y probemos de nuevo.Hubo una larga espera.—¡No vaya tan lejos!—¡Pare el carro, joven!—replicó Gardner—. Hay algo que quiero hacer.—Lo siento —dijo el ingeniero—. Dígame cuando esté listo.Hubo un silencio mucho más prolongado, y Matsuki, al mirar a lo alto, se dio cuenta con

un sobresalto que el sol del satélite estaba parado sobre los árboles. Su desayuno sehabía prolongado hasta el mediodía. De pronto, Gardner habló de nuevo.

—Estoy listo para mirar otra vez si quiere usted establecer la corriente.—Vamos a ello, pues.Y al instante oyeron al viejo chillar histéricamente.—¡Oh... Dios... es como un...!La frase acabó en un gemido. Hubo un ruido rechinante, luego un porrazo, y después

silencio.Matsuki se puso en pie de un salto, volcando el pote en el fuego donde silbó y barbotó.

El ingeniero bajó volando de un salto a donde estaba él, gritando:—¡Que cada cual se quede donde está!¡Levine bajo los pinos!¡Matsuki, junto al fuego,

haga más café y saque licor de la nave!¡Y, sobre todo, Levine, no baje de ahí!Y se precipitó hacia el perímetro a través de unas matas de delicadas azaleas rosas.

V

Bueno, no había nada que pudiera hacer. Levine dijo que después de que el viejogritara al ingeniero que, "parase el carro", había ido mucho más lejos por el llano, hastaque él lo perdió de vista. De haber caído y resultado herido, probablemente nuncahubiésemos encontrado su cuerpo. Y si bajábamos hacia él y nos venía venir, ello sólohabría empeorado las cosas.

Se quedaron juntos en el perímetro, cerca del lugar donde el viejo había dejado aLevine, y el ingeniero explicó qué era lo que el viejo había visto y por qué. Dejaron aMatsuki mirando si descubría al viejo, y los otros dos volvieron a la fogata. Cada dosminutos, Levine decía por el enlace telefónico:

—¡Helio, Mr. Gardner!¿Puede oírme? Aquí Levine. Suba por favor al campamento y leexplicaré. Finalmente, el viejo respondió:

—Ya voy. Espérenme. Creo que debo haberme desmayado.Cuando llegó al terraplén, Matsuki le tomó del brazo y le ayudó a ir hasta la fogata, en

donde los terrestres le dieron café y whisky del botiquín de urgencia.Al cabo de un rato, pareció menos pálido y finalmente dijo:—¡Fue el choque de ver a Mr. Levine... como un gigante en el horizonte, más alto que

la nave de ustedes!—Le creo —dijo el ingeniero.

—Me parece que descubrió usted algo que necesitaría saber yo. —El ingeniero asintiódisplicentemente—. ¿Algo malo? —El ingeniero volvió a asentir—. ¿Puedo ir a la Tierracon ustedes? —Nadie habló—. Díganmelo, por favor.

Matsuki miró a Levine. El ingeniero miró al fuego. Levine respiró hondamente.—Se lo diré —dijo. Se levantó y se situó frente a Gardner—. ¿Qué altura tengo? —

preguntó.—Digamos alrededor de un metro ochenta.—Mantenga derecha su mano e intente cubrirme con el dedo meñique. ¿Lo puede?—No.—Bien, soy más grande que su dedo. —Se apartó varios pasos—. ¿Puede hacerlo

ahora?—Casi.—A esta distancia soy casi más pequeño que su dedo. Salió del perímetro y anduvo de

nuevo—. Pruebe ahora.—Ahora puedo cubrirlo fácilmente.Levine volvió a la fogata y tomó una lámina de dibujo, esbozando en ella una avenida

de árboles, retrotrayéndose en la distancia y desapareciendo en el horizonte. Puso en laavenida a tres figuras, una en primer plano, otra en el del medio, y la tercera mucho másallá.

—Este soy yo —dijo apuntando a la primera figura—, parezco grande. Y éste también,más lejos; y asimismo éste, mucho más lejos. Usted puede cubrirme con sólo la puntadedo. Bien, cuando realmente me mira, soy siempre del mismo tamaño... sólo parezcomás pequeño o más grande. o esta imagen mía, la de delante, es realmente mayor que ledetrás. ¿Lo ve?

El viejo no miraba ya el dibujo de Levine, sino que tenía la vista infelizmente fija haciala hilera de pinos de la loma. Asintió lentamente.

Levine hizo una seña a los otros, y los tres terrestres volvieron con aire tambiéndesdichado a su nave. Al cabo de un rato, el ingeniero dijo mordazmente:

—Hemos de agradecer a la Federación su hospitalidad. Fueron muy atentos al hacerque nos posáramos en una imagen de la Tierra. Y no tuvimos que andar por losalrededores para percatarnos que incluían también la imagen de un terrestre.

—Eso no es todo —dijo Tammy tras un momento—. No has contado lo que hizo elviejo.

—Esa es realmente la parte triste. No quería contaros una historia triste a la hora dedormir.

—Lo sé, "papi", pero es parte de la historia, ¿no es así?—Así me lo parece. Bien, al cabo de un rato, el viejo fue a Le vine, que tenía su boceto

en la mano, y dijo:—¿Y cuando ha terminado usted su dibujo lo coloca en esa carpeta? —Levine asintió.

El viejo puso su moreno dedo en medio del horizonte del dibujo—. ¿Y qué sucede ahídetrás?

—Lo llamamos punto evanescente. Se supone que todas las líneas del dibujo seencuentran ahí y se desvanecen.

—Voy a ir por ese camino."No puedo recordar sí hallamos algo que decir a esto. Se fue a hacer su trabajo como

de costumbre, y volvió a la mañana siguiente con un pollo y un par de pinas.—Un presente de despedida —dijo—. Tengo allá un poco de cada cosa. No me faltará

nada por el camino."Así, un rato después del desayuno nos levantamos todos y fuimos a los pinos. Allí

estrechamos todos la mano al viejo, él metió en su cinto su trapo a cuadros que le servíapara sus envoltorios y se fue sendero abajo. Era un día fantásticamente claro y

despejado. Durante largo, largo tiempo, los tres, Matsuki, Levine y el ingeniero lecontemplaron yéndose y haciéndose cada vez más y más pequeño. "Y esto es todo."

Durante unos momentos no habló ninguna de las chiquillas. Luego, Tammy abrió losojos.

—La maestra dijo que mi dibujo estaba muy adelantado por la manera cómo hacía yomás pequeñas a las personas del fondo. Dijo que la mayoría de los niños no lo hacen así,porque no les parece real. Pues no. Yo sólo lo dibujé como tú me dijiste que sucedió. ¿Noes así? —Se recogió más bajo las sábanas.

—Pues claro que lo hiciste, tontuela. —Al cabo de un rato dijo—: Eh, eh, por qué no osdormís ya?

Y como ninguna de las pequeñas respondiera, soltó la mano del húmedo puñito deHannah, besó a ambas en sus cabecitas, salió de puntillas al pasillo, dejando la puertaentreabierta y bajando la escalera fue a reunirse con su mujer.

PLANETA DEL OLVIDOJames H. Shmitz

JAMES H. SHMITZ se hizo famoso en Norteamérica por su serie de historias sobre lajoven telépata Telzey Amberden en "The Universe Against Her", pero su imaginaciónrehúsa circunscribirse a los límites de un serial popular, como lo demuestra en estecuento en el que expone un conflicto entre civilizaciones estelares y que nosotros noscomplacemos en presentar.

I

A lo sumo, decidió el comandante, lanzando a la puntera de sus enfangadas botas unainquisitiva mirada con el entrecejo fruncido, la amnesia sería una molesta experiencia.Pero hallarse uno, tal como estaba él ahora, sentado en la rocosa ladera del cerro de unmundo poco familiar, que no mostraba señal alguna de morada humana, con el cerebro yel pensamiento en perfecto estado de funcionamiento, pero sin idea alguna de cómohabía llegado allí, eso era ya más que molesto. Hasta podía ser fatal.

La situación inmediata no parecía demasiado peligrosa. Quizá había contraído algunaespantosa dolencia local, que ahora se manifestaba; pero no era probable. Ya que unagente del servicio exterior de información militar secreta terrestre, estaba inmunizadocontra cualquier posible forma de infección maligna.

Por lo demás, tenía a la vista una variedad de extrañas formas de vida cada unadirigiéndose a su mesa. Algunas parecían lo bastante grandes como para comerse a unser humano, y lo hubieran hecho de haberlo visto. Pero el arma que Colgrave llevaba enla cadena sería adecuada para desbaratar tales ideas de los voraces que se acercasendemasiado.

Automáticamente, había descubierto pocos minutos antes que era portador de un armamilitar, de tipo corriente, fabricada por más de una decena de colonias y ex-coloniasterrestres. No llevaba inscripción o marca alguna que revelara su origen, pero por elmomento era más importante el hecho de que su indicador registraba que contenía unacarga completa.

¿Qué podía haber ocurrido para verse en la situación en que se encontraba ahora?No obstante, la amnesia que había contraído, presentaba una forma singular. No

planteaba cuestión alguna sobre su identidad. Sabía quién era. Además, hasta cierto

punto —de hecho, prácticamente hasta un definitivo segundo de su vida—, su memoriaparecía normal. Estuvo en la Tierra, se le comunicó que se presentase inmediatamente aldespacho de Jerry Redman, su superior. Y estaba atravesando una antesala del pisodieciocho del edificio del cuartel general, cuando a no más de diez metros de la puerta deldespacho de Redman se paralizaba su memoria pura y simplemente. No podía recordarnada entre aquel momento y éste en que se encontraba sentado.

Era de suponer que Redman le había asignado una nueva tarea y, por ende, que se leenvió para su cumplimiento. Si pudiese extender su memoria siquiera a treinta minutosdespués del instante en que se acercó a la puerta, podría tender una serie de pistas sobrelo que había hecho durante el intervalo. No sería cuestión de muchos años en que sumemoria se aniquilaría; si la tenía gastada por vieja, tampoco podría afirmarlo. Sinembargo, podría haberse desvanecido fácilmente algunos meses, o hasta, quizá dos otres años...

¿Le había dado alguien una memoria parcialmente efectiva y anulada, dejándoleabandonado allí? No era muy probable. Buen número de personas se alegraríanindudablemente de ver a Información privado de sus talentos, pero no recurrirían a talesmétodos indirectos. Un balazo en la cabeza era más expeditivo.

Parecía más lógico el pensamiento de que hubiese estado en una astronave que sehubiera estrellado en su intento de aterrizaje en aquel planeta, dejándole trastornado en elaccidente. Podía haber sido el único superviviente y haber logrado apartarse a trancas ybarrancas del pecio, con sus sentidos completamente perturbados. De ser así el desastredebió haber ocurrido muy recientemente.

Estaba sediento, hambriento, sucio y necesitaba afeitarse. Pero ni él ni su atuendosugerían que fuese un mero náufrago que vivía en un planeta salvaje desde largo tiempo.Tenía la ropa manchada de lodo y material vegetal, pero en general en buen estado.Podía haber caído en un hoyo fangoso del pantano que comenzaba al pie de los cerrosdebajo de él, y que se extendían a la derecha, y luego haber trepado allí, permaneciendotendido hasta secarse. De hecho tenía la borrosa impresión de haber permanecido enaquel lugar cosa de una hora, mirando con ojos entornados y velados el paisaje, antes depercatarse de su propia existencia y de las circunstancias que le rodeaban.

La mirada de Colgrave recorrió lentamente el panorama, intentando descubrir una navecaída, o señales de actividad humana. No tenía objeto alguno moverse hasta que pudieradecidir en qué dirección convenía ir. Era una versión extraordinaria de un mundo más bienpoco notable. El amarillo disco solar tenía un diámetro algo mayor que el del Sol.Lanzándole una ojeada, había tenido la sensación de que había estado más alto sobre elhorizonte cuando se fijó en él por primera vez, lo cual supondría que ahora, en aquellazona, era la tarde. Aquel Sol daba calor, pero no resultaba desagradable, y al pensarahora en ello, se dijo que su cuerpo no tendría tampoco motivos de queja respecto a lascondiciones atmosféricas y de gravedad que allí reinaban.

Nada vio que tuviese para él gran interés. Enfrente, y a la izquierda, se extendía unaárida llanura desde la base de los cerros al horizonte. En la tierra baja y pantanosa de laderecha, se veían ocasionalmente charcas de agua oscura, a través de la espesavegetación. Más arriba, pardos líquenes formaban un bosque que se extendía a lo largode las crestas de los cerros, hasta un cuarto de milla de donde él se hallaba. La ladera deroca en su derredor, mostraba sólo franjas de matorrales surgiendo del acantilado.

La abundante vida animal que se extendía ante los ojos de Colgrave era de tamaño yforma diversa y más bien vulgar. Abajo, y al borde del pantano, se mezclabanpacíficamente rebaños de diversas especies, mientras pacían en la verde vegetación. Unaextraña y voluminosa criatura, de un color verde, semejante a un vegetal errante y de laaltura de un hombre, movíase lentamente sobre sus patas traseras, empleando losmiembros delanteros para atiborrar sus fauces con hojas y plantas enteras. La mayoría delos demás anímales eran cuadrúpedos. Sólo uno, del tipo de los carnívoros, se mostraba

activo... una bestia del tamaño de un perro, con un estrecho palo por cuerpo y un largo yflexible cuello rematado por una redonda cabeza gatuna. Una manada de animales deeste género se hallaba apostada en el herbazal entre el pantano y la llanura, en actitudexpectante, evidentemente al acecho de la captura de caza menor.

Los otros rapaces que Colgrave podía ver, estaban sin duda esperando la caída de lanoche en que pudieran obtener algo para su sustento. Media docena de salvajes bestiasleoninas se hallaba tendida en amor y compañía en la llanura abierta, tomandoevidentemente un baño de sol. Algo mucho más grande y oscuro se agazapaba a lasombra de un árbol en el extremo opuesto del pantano, contemplando las manadas derumiantes que pacían, pero no haciendo ningún movimiento para aproximárseles.

Las únicas formas de vida de tamaño superior a un lagarto, eran unos pequeñossaltamontes pardos, que se movían con nerviosos espasmos entre los matorrales.Parecían ser tiernos especímenes de la colina, y de tamaños diversos, desde treintacentímetros a un metro de altura. Eran más activos que los mayores; de cuando encuando dos o tres de ellos cabrioleaban en torno a una mata, como cachorrillos retozonesvolviendo luego a la tarea de desgajar voraces las hojas verdes para introducirlas en lashonduras de su estómago insaciable. Uno de ellos, comiendo constantemente, llegó aunos seis metros cerca de él, pero no mostró el menor interés por el visitante de la Tierra.

Por mucho que considerase la cuestión, Colgrave no acertaba a comprender quehubiese andado errante por aquel mundo durante más de quince horas. Y no podíaimaginarse circunstancia alguna por la cual pudiera haber sido deliberadamenteabandonado allí. Por lo tanto, a quince horas de camino debería haber algo de una nave,un puesto de Información, un campamento del cual debiera haber partido.

Si era una nave, podría ser un pecio. Pero aún un pecio podía procurar cobijo,alimento, y acaso un medio de enviar un SOS al espacio. Y tal vez pudiera haber en élalguien Don vida. De ser así, el examen de los restos de la nave le proporcionaría muchasindicaciones de lo que había sucedido, y del por que se encontraba allí ahora.

Fuese lo que fuese lo que hubiera de encontrar, había que volver a su punto departida...

Colgrave se irguió luego, lanzó un juramento, se relajó ligeramente, y quedóse inmóvil,con una expresión de intensa concentración en su rostro.

Sigilosa e inadvertidamente, mientras fijaba su atención en el problema inmediato,volvían a su imaginación sus perdidos recuerdos, centrándose en el instante en queestaba yendo a través de la antesala hacia el despacho de Redman, discurriendo durantevarios meses, y cesando de nuevo de la misma manera completa e intransigente deantes.

No sabía aún por qué estaba en aquel mundo. Pero intuía que se hallaba próximo a larespuesta; a su parecer... quizá muy cerca.

II

Los mundos Lorn, Rala Imperial —el Archivo Sigma.Rala Imperial, la creadora de trastornos, hace dos siglos, la más remota de las

desperdigadas colonias primitivas terrestres, y ahora una compacta civilización depoderosa industria, había hecho en otro tiempo sus pinitos de suplantación en la Tierracomo potencia rectora interastral. Había absorbido buen número de otras colonias demenor categoría, y vuelto su atención a; los próximos Mundos Lorn, como su primerobjetivo de conquista. Colgrave había sido destinado algunos años antes a los MundosLorn. Por esa época, los lorneses habían estado intentando aplacar a Rala, y negándosea toda asistencia de las agencias de Información de la Tierra.

Redman le había llamado aquel día al despacho para informarle que se habíaproducido un cambio fundamental en la política lornesa y en consecuencia él iba a ser

enviado allí de nuevo. Se estaba gestando una invasión en gran escala por parte de RalaImperial, y los Mundos Lorn habían solicitado ayuda. Las fuerzas militares terrestres nopodían ser desplegadas de manera potencial suficiente en aquella lejana zona, a tiempopara contener o atajar la esperada invasión... Cuando ésta se produjese, los Mundos Lornlibrarían una acción dilatoria, cediendo terreno tan lentamente como fuese posible, hastaque llegase la ayuda. Y hasta que ésta llegara, permanecerían desconectados casi porcompleto con la Tierra, debido a la superior fuerza de Rala.

Colgrave trabajó durante casi tres meses con los componentes del servicio de laInformación Lornesa, estableciendo el Archivo Sigma, el cual contenía en clave todos losdatos anteriormente obtenidos que pudieran ser utilizados contra Rala. Durante décadas,los lorneses habían estado preocupados casi exclusivamente con las actividades de suamenazante vecino, y con sus propios planes de defensa. El archivo sería de inmensaimportancia en la determinación de la inmediata estrategia de la Tierra. Y para Rala, suposesión sería de igual importancia.

Colgrave partió finalmente con él, de vuelta a la Tierra en un correo lornés. Era estecorreo una aeronave muy rápida y pequeña, que podía fiar sólo en su velocidad paraescapar a cualquier intento de ataque o ser interceptada... Y, como precaución adicional,seguiría una ruta trazada para mantenerla más allá del alcance de las patrullas de Rala.

Una semana después, algo le sucedió. Pero Colgrave no sabía precisamente qué era.Con él iban tres hombres a bordo: los dos pilotos navegantes y un oficial mecánico.

Eran hombres escogidos, y Colgrave no tenía la menor duda sobre su competencia. Nosabía si ellos estaban al corriente de la naturaleza de su misión, pues no se suscitó eltema. Debería haber sido un viaje rápido y tranquilo.

Cuando uno de los pilotos lorneses llamó a Colgrave a la cabina de mando para decirleque el correo era seguido por otra nave, no mostró una seria preocupación. Podía seridentificada su procedencia en la pantalla; era un corsario lornés, de la clase Talada, deun tonelaje diez veces mayor que el del correo, pero no podía lograr nada semejante a lavelocidad del crucero.

Sin embargo, a Colgrave no le gustó en modo alguno la situación. Se le habíaasegurado que las contingencias de toparse con naves de Rala en aquella zona delespacio eran, según cálculo matemático, tan mínimas que podía afianzarse laimprobabilidad. Por naturaleza y adiestramiento, desconfiaba de las coincidencias. Noobstante, el asunto no estaba en su mano. Los pilotos se estaban ya preparando paraimpulsar la nave a la velocidad de emergencia pues lisa y llanamente nada más había quehacer por el momento.

Allí se instaló Colgrave para contemplar la maniobra. Uno de los pilotos estabahablando al oficial mecánico sobre la intercomunicación; el otro manipulaba los mandos.

De pronto, éste lanzó, sobresaltado, un grito estentóreo.Y, casi en el mismo instante, la nave pareció ladearse violentamente hacia la izquierda.

Colgrave salió despedido de su asiento, dándose cuenta de que nada podía hacer parano proyectarse contra un mamparo de la cabina.

Y, en este momento, sus recuerdos se apagaron de nuevo."¡Fleegle!" —se oía gritar a alguien estridentemente—. "¡Fleegle! ¡Fleegle!"Colgrave, sobresaltado, miró en derredor. Un pequeño bípedo verde próximo a él era

quien profería aquellos gritos. Se había vuelto hacia él y le miraba de frente.Probablemente, acababa de darse cuenta de su presencia y expresaba su alarma conaquel griterío, mientras que con sus grotescas patas andaba excitado de un lado a otro.Varios de sus congéneres se le unieron en la parte inferior de la ladera, en un corearsilbante de "¡Fleegle!". Otros, sin embargo, permanecieron callados y alertas.Probablemente tenían los ojos en alguna parte de sus rugosas cabezas: de cualquiermodo, todos ellos parecían estar con la mirada fija clavada en él.

"¡Fleegle!" "¡Fleegle!" ¡Fleegle!".

Toda la parte baja de la ladera pareció de pronto viva con aquellas chillonas voces yondeantes miembros de aquellos extraños seres. Colgrave se volvió en redondo,lanzando una ojeada a la parte superior de la ladera, aprestándose a la defensa.

Estaba sacando un arma de la funda en tanto que, ojo avizor, contemplaba elespectáculo que se le ofrecía. El ser que se dirigía hacia él, se había detenido a mediotrayecto, uno frente a otro: pocos metros de distancia les separaban.

Era también un bípedo, de una especie distinta, con manchas de color pardo-negruzco,y de aspecto singularmente desagradable. De unos dos metros y medio de altura, teníalas extremidades largas, delgadas y con garras en las puntas, y por contraste un cuerpopequeño y abotargado. La cabeza redonda y negra sobre el cuerpo estaba casidescarnada, con agudos dientes marfileños completamente visibles, como los de unacalavera. Dos ojos amarillos y redondos situados a pocos milímetros encima de ladentadura, miraban fijamente a Colgrave, quien sintió un escalofrío, a la vez querepugnancia y asco.

Aquella criatura era evidentemente carnívora, y podía haber resultado peligrosa para élde no haber sido advertido por el clamor de la manada de "fleegles". A pesar del aspectodescarnado y larguirucho de la bestia, debía pesar alrededor de ciento veinticinco kilos,por lo que con los apéndices de sus extremidades, provistos de garras, le hacían unatacante formidable y peligroso. Quizás había venido acechante y sigiloso del bosque,para atrapar a alguno de los vocingleros fleegles, no habiéndose dado cuenta de lapresencia de Colgrave hasta que éste se levantó. Pero ahora tenía puesta toda suatención en él.

Colgrave esperó, inmóvil, con su arma en la mano, no demasiado preocupado —un parde ráfagas bastarían para reducir a pingajos a aquel pulposo cuerpo, pero aguardandoque al fin se decidiera a dejarle tranquilo. Aquella criatura era una pesadilla andante; unlío con desconocidas formas de vida implica siempre cierto grado de riesgo. PreferíaColgrave no tener que ver nada con aquella bestia.

El barullo de los "fleegles" se había atenuado un tanto. Pero ahora, el dentado bípedodio un paso largo y deslizante hacia él, e inmediatamente volvió a producirse aquelensordecedor estrépito. Quizás a la bestia no le gustara aquel vociferar, o bien se hallabaprimordialmente interesado en Colgrave; entonces, abriendo la boca, como exhalando unaburrido bostezo, giró gruñendo hacia la derecha, moviéndose horizontalmente a lo largode la ladera, con largas y remisas zancadas de araña, con los ojos fijos aún en Colgrave.Los chillidos de los "fleegles" se fueron de nuevo atenuando a medida que se retiraba elenemigo. Y en las laderas reinaba el silencio cuando se hubo alejado de allí como uncentenar de metros.

Seguidamente, el bípedo comenzó a descender la colina por entre los cantos rodados,como una torpe ave zancuda. Pero Colgrave sabía ya que iba tras él, y que aquellaslargas patas podían distenderse con pasmosa facilidad cuando decidiera atacar.

Apretó con el pulgar el seguro de su arma.Con los "fleegles" silenciosos, pudo oír los roncos alaridos que emitía la bestia cuando

abría la boca, cuya extraña voz parecía ser la versión de un gruñido. Infundiéndose valor,pensó Colgrave que debería habérselas con aquella criatura con la que había topado.

Al llegar a su nivel, en la ladera, seguía gruñendo el animal constantemente. De pronto,se volvió, enfrentándose a Colgrave, alzando las patas delanteras, provistas de garras, enuna posición extrañamente semejante a la de un boxeador. Vaciló un momento hasta que,decidido, se lanzó con rapidez hacía adelante.

Un nuevo clamor de chillidos de los "fleegle" estalló, más que brotó, recorriendo laladera de espaldas a Colgrave, cuando éste alzó el arma. Había dejado cubrir a la bestiauna media distancia entre ellos para acertarle mejor su disparo...

Casi al par de su pensamiento, vio al gran bípedo moverse a trompicones a través deunas rocas, aullando de sobrecogimiento y ondeando sus miembros anteriores en unintento de mantener el equilibrio hasta caer finalmente de bruces con pesado golpe.

Por un instante hubo un silencio en la ladera. Al parecer, los "fleegles" estabancontemplando tan atentamente la escena como Colgrave. El bípedo se incorporólentamente. Parecía aturdido. Meneó su fea cabeza y gimió plañideramente, mirando desoslayo en torno a la ladera. Sus ojos se posaron de pronto en Colgrave.

Al instante, el bípedo se puso en pie de un brinco, y Colgrave apretó rápidamente suarma. Pero la bestia no pretendía repetir el ataque, sino que, girando marchóprecipitadamente ladera arriba, lanzando de cuando en cuando el mismo lastimero aullidoque al tropezar profiriera. Parecía hallarse por completo presa del pánico.

Con la mirada fija en la pistola, Colgrave se rascó pensativo la mandíbula con su manolibre, y, al cabo de un momento volvió a enfundar el arma echándosela a la espalda. Sesintió aliviado, presa de un total desconcierto.

A buen seguro, aquel bípedo no era una especie de bestia tímida. Debía poseer ciertogrado de innata ferocidad hasta tal punto, que le impulsara a atacar a una criatura cuyahabilidad combativa desconocía en absoluto. ¿Por qué entonces, aquella súbita y asíridícula huida? Podía abrigar la duda de que su adversario le derribaría de alguna maneracuando se abalanzó hacia él; pero aún así, ¿por qué atacarle?

Colgrave se encogió de hombros. Después de todo, ello no tenía importancia. Elbípedo había ya alcanzado para entonces el declive del monte y estaba dirigiéndose a laizquierda para internarse en el pardo bosque de líquenes, a unos cien metros en direcciónal Norte. Su andar se había aminorado notablemente. Colgrave, por fin, se había zafadode aquella bestia.

De pronto, al resbalar a lo largo del pedregal de la cima del cerro, pareció como si sumente se esclareciera, como si despertara la vivencia de un hecho semirecordado. Con elentrecejo fruncido, quedóse con la mirada fija, abstraídamente. ¿Había algo conocido enaquella línea del horizonte? Algo que él debiera...

Lanzó una ahogada exclamación, y un instante después se hallaba trepando por elpedregoso montículo, presa a su vez de algo semejante al pánico.

Más allá de aquella cresta, ahora lo recordaba, el terreno descendía hasta un sonrientevalle. Y en este valle —¿hace cuántas horas?— había aterrizado con un salvavidas de lanave que conducía a bordo el Archivo Sigma. Cada minuto que había vagado por aquellazona, aturdido e inconsciente, le había llevado más cerca de una segura recuperación...

III

Había sido proyectado contra el mamparo del correo lomes con suficiente violenciacomo para dejarle atontado. Cuando recobró los sentidos, estaba prisionero bajo custodiaen el Talada, tendido en una litera a la cual se hallaba sujeto de manera que estuviese lomás cómodo posible. Los accesorios de la cabina indicaban que pertenecía a uno de losoficiales de la nave.

Ello mostraba a Colgrave, entre otras cosas, que sabían quién era él. Los corsarios dela clase Talada tenían un gran compartimiento en sus bodegas, en el cual podían seralojados cientos de seres humanos a la vez, como sardinas en lata, y mantenidos convida y semiinconscientes hasta que la nave volviese a puerto. Un prisionero corrientehubiese sido simplemente echado en aquella especie de tanque.

Sus sospechas no tardaron en confirmarse. Un atezado caballero, entró en la cabina,dirigiéndose a Colgrave por su nombre y presentándose como coronel Ajoran, agente deinformación de Rala Imperial. Despidió con un ademán de la mano al guardián, ofreció aColgrave un pitillo, y le expuso brevemente su situación.

Rala había obtenido informes sobre su misión en los Mundos Lorn, y se habíadispuesto que el correo que lo trasladase a la Tierra con el Archivo Sigma fueseinterceptado a lo largo de cualquiera de las diversas rutas que pudiese tomar. El oficialmecánico del correo era un agente de Rala que había bloqueado el mecanismo impulsorde emergencia para impedir la escapatoria, y luego, como medida adicional, habíadesprendido un gas paralizante para mantener imposibilitados a Colgrave y los pilotoslorneses, hasta que el correo pudiera ser abordado. Colgrave había sido ya puesto fuerade combate por la sacudida experimentada por la nave en el bloqueo de su propulsión,pero los pilotos habían aún dispuesto de unos segundos.

Uno de ellos prefirió suicidarse, pegarse un tiro antes de caer prisionero de Rala. Elotro había disparado contra el oficial mecánico, matándolo, y, capturado con Colgrave,estaba siendo ahora sometido a tortura mortal, en desquite a su desconsideradoasesinato de un agente ralanés.

El coronel Ajoran ofreció a Colgrave otro pitillo, hizo unas cuantas consideracionesfilosóficas sobre los azares de la guerra, y expuso su proposición.

Quería que Colgrave ayudara a descifrar y transcribir el Archivo Sigmainmediatamente. En compensación, proveería a que cuando llegasen a Rala Imperial,Colgrave fuese tratado como hombre razonable que comprendía que el único camino a élabierto era el de servir los intereses de Rala tan eficazmente como antes había servidolos de Tierra. En este caso podría ver, le aseguró Ajoran, cómo Rala era generosa conquienes le servían.

Dando a entender que su conversación proseguiría después de cenar, el coronel seexcusó, llamando al guardián, y abandonó la cabina.

Durante la hora siguiente a la entrevista, Colgrave se sumió en hondas cavilaciones.Hizo una observación que en el presente podía serle de gran utilidad. Por el momentopensaba, no le cabía más que esperar. El plan del coronel era audaz, pero tenía sentido.Evidentemente ocupaba una elevada posición en los cuadros de la información de Rala.Un conocedor profundo del Archivo Sigma, se convertiría inmediatamente en hombreimportante para rivalizar con los grupos gubernamentales, para los cuales no sería enningún modo utilizable la información. Y así podría de un solo golpe mejorar en muchosaspectos su posición.

Al cabo de una hora fue servida a Colgrave la cena en la cabina, por una mujer que eraquizá más bella, y de manera extraordinaria, que cualquiera de las que había visto. Eramuy grácil, con tez de singular albura, tenía el cabello corto, y sus ojos eran de un azultan delicado, que en cualquier otro tipo de fémina hubiesen parecido completamenteincoloros. Daba su porte una inmediata impresión de vitalidad y energía contenida. Dijo aColgrave que su nombre era Hace, que era la compañera de Ajoran, y que había sidoencargada de que le proporcionasen todas las comodidades convenientes mientrasconsideraba la proposición del coronel.

Siguió hablando agradablemente hasta que Colgrave acabó su cena en la litera, tras locual se unió a ellos Ajoran, para tomar el café. La discusión prosiguió de manera indirecta,pero Colgrave tuvo ahora la impresión de que le era ofrecida por Ajoran una alianza. Elera uno de los principales agentes militares de la Tierra, y poseía una información únicaque el corone] podía hacer que fuese de extrema utilidad para Rala. Colgravepermanecería en la plana mayor de Ajoran y recibiría toda la consideración debida a unvalioso asociado. Colgrave dedujo que una de las inmediatas compensaciones que leeran ofrecidas a bordo por su cooperación, era la compañera del coronel.

Cuando se retiró la pareja, alegando Ajoran que había comenzado el período de reposoen el Talada, la cosa estaba ya bastante clara. No reapareció ninguno de los dosguardianes asignados a Colgrave en la cabina —que formaba parte de la "suite" de Ajorana bordo—, y la puerta permaneció cerrada. Probablemente le dejarían entregado a susreflexiones, sin molestarle durante las próximas siete horas.

Colgrave no permaneció despierto mucho tiempo. Tenía una apreciación personalsobre el valor del descanso cuando estaba sometido a una tensión; y estimaba susituación tan cabalmente como era necesario, habida cuenta de las circunstancias.

Tenía un objetivo primordial —la destrucción del Archivo Sigma— y había observadoalgo indicador de que el tal objetivo podría ser cumplido si esperaba circunstanciaspropicias. Además, tenía una serie de datos secretos para él, que podían facilitar su tarea.También estos datos, hasta ahora habían sido por él suficientemente considerados y porel momento no había nada más que tuviera que pensar ni en qué ocuparse. Por lo tanto,intentando olvidar todo, se tendió en su litera y se quedó dormido casi al instante.

Al despertarse algún tiempo después, con una neuralgia punzándole en la base delcráneo, creyó por un momento estar soñando en lo que no se había ocupado en pensarnunca. Había luz a su derecha y unos hilos de voz... exhalaciones espectrales susurradaspor una garganta suspirante que había perdido la fuerza para gritar. Colgrave ladeó lacabeza a la derecha, atento a lo que vería.

Parte de la pared, a un lado de la puerta, mostraba ahora como una pantalla; la luz, lossusurros y suspiros provenían de allí. Colgrave se dijo que estaba viendo una grabación,en que el piloto lomes capturado con él habría muerto hacía horas. El coronel Ajoran eraun hombre práctico que habría llevado la cuestión a término sin excesiva demora, parapoder consagrarse plenamente a Colgrave, en sus tratados de mayor importancia; y losdetalles mostrados en las pantallas indicaban que el piloto no podía hallarse lejos de lamuerte.

Volvió a oscurecerse lentamente la luz del proyector y cesaron los susurros. Colgravese enjugó el sudor del rostro y se volvió de lado. Nada en absoluto podía haber hecho porel piloto. Sencillamente, se le había mostrado la otra cara de la proposición de Ajoran.

Pocos minutos después, estaba dormido de nuevo. Al despertar la siguiente vez, lacabina estaba iluminada, y en ella se encontraban sus dos guardianes, disponiendo unode ellos el desayuno del prisionero, en una mesa de pared, a través de la litera, y el otrosencillamente de espaldas a la puerta, con un arma en la mano y sin quitar ojo aColgrave. Ropa limpia, que éste reconoció como suya propia, había sido colocada en unasilla. Aparecía apartada del mamparo que cerraba el pequeño cuarto de baño, adjunto a lacabina.

El primer guardián completó su quehacer y se dirigió a Colgrave con aire deimpertinente deferencia. El coronel Ajoran, manifestó, esperaba en la otra sección de la"suite", y deseaba ver al comandante Colgrave una vez se hubiese vestido y desayunado.Tras de comunicarle el mensaje, el guardián procedió a desatar a Colgrave de la litera,situándose su compañero en posición desde la cual podía seguir vigilando atentamente alprisionero. Seguidamente, ambos se retiraron de la cabina, siguiéndoles la miradacavilosa de Colgrave.

Se duchó, afeitándose, después se vistió, y desayunó sin prisa. Podía suponer queAjoran estimara que había pasado ya el tiempo de las promesas y amenazas indirectas, yque ahora iría inmediatamente al grano.

Al salir Colgrave de la cabina, treinta minutos después, halló su suposición plenamenteconfirmada. Aquella sección de la "suite" era considerablemente más amplía que lacabina; el coronel y Hace se hallaban apostados ante una puerta cerrada, situada un pocoa la izquierda de la parte central. Probablemente, aquella puerta se abría a uno de lospasillos del Talada. El guardián volvía a tener el arma en la mano, y otra de la mismaclase, estaba sobre una mesita junto a Ajoran. Hace se encontraba al lado de un aparatoregistrador, poco más allá del coronel. Evidentemente, cuando la ocasión se presentaba,hacía de secretaria.

En el centro de la estancia, en una mesa tan grande como para servir de escritorio,había material al efecto, un magnetofón, y, a la izquierda, el Archivo Sigma por abrir.

Colgrave advirtió las dificultades de la situación al entrar en aquella sala. Los tresestaban tensos, y las armas allí presentes eran una inquietante incógnita. No le herirían,pero le podían dejar dolorosamente inválido durante varios minutos u horas... Se le habíaindicado que sus acciones habían de demostrar que merecía la confianza de Ajoran.

Casi simultáneamente le asaltó la idea de tener a mano las circunstancias favorablesque había esperado.

Fue a la mesa y miró curiosamente el Archivo Sigma. Era del tamaño y formaaproximadamente de una cartera. Colgrave, lanzando una ojeada a Ajoran dijo:

—Doy por seguro que habrá usted quitado la carga de destrucción.—Naturalmente. Puesto que ya no tiene objeto, la he mandado quitar.Colgrave le hizo una inclinación irónica, y seguidamente, rápida su mano izquierda,

asestó contra el Archivo un enérgico golpe, y lo lanzó volcándolo hacia la esquina de lamesa.

Lo mismo podría haber asestado un navajazo a los tres circunstantes. Una caída alsuelo no causaría ningún daño al archivo, pero ellos estaban demasiado excitados paradominar sus reacciones. Ajoran se puso en pie como impulsado por un resorte y lanzandouna gruesa interjección, y Hace casi salió también despedida de su butaca. En cuanto alguardia, se movió más cauto y, apartándose de la pared, se inclinó sin dejar de empuñarel arma, cogió con la otra el archivo cuando precisamente iba a caer al suelo, y lo volvió acolocar sobre la mesa.

Colgrave se situó rápidamente tras él. En la parte trasera de las guerreras de losguardianes había visto un bulto prominente cerca de la cadera, lo que indicaba quellevaban una segunda arma, que podía suponerse sería del tipo de energía corriente. Sumano izquierda asió al guardia por el hombro, y metiendo la derecha en la pistoleratrasera, sacó el arma haciendo al instante dos silbantes disparos que dejaron tendido alguardia. Ajoran se detuvo en seco, abrió luego la puerta de la cabina-dormitorio y entró enella cerrándola violentamente. A través de la estancia, Hace que estaba cerca de la otrapuerta, se detuvo también cuando Colgrave se volvió hacia ella. Se miraron durante unmomento y, seguidamente, Colgrave, dando la vuelta al cuerpo caído del guardia, se leacercó apuntándola con aquella arma. Al hallarse a tres pasos, Hace cerró los ojos yquedóse en espera, con los brazos caídos y trémula. El puño izquierdo de Colgrave seasestó contra la mandíbula de Hace, que cayó como una muñeca de trapo.

Colgrave miró hacia atrás. El guardia se estaba retorciendo en el suelo. Su caraparecía la de un cadáver, pero pasaría uno o dos minutos antes de que la carga del armase agotara en su cuerpo. La compañera del coronel no podría moverse durante un buenrato de donde yacía. En cuanto a Ajoran... Colgrave pensativo lanzó una mirada a lapuerta de la cabina. Colgrave pensó que el coronel podría estar acechando la nave desdeallí, aun cuando no observase él ningún aparato de comunicación. O podría haber tomadoun arma más poderosa que la de fibra y se dispondría a salir de nuevo. De todos modos,eran muchas las probabilidades de que permanecería encerrado allí hasta que alguienfuese a anunciar al coronel que el frenético prisionero había sido abatido ya que no eraconsiderado buen proceder en los rangos superiores de Rala el tomar riesgos personalesque podían ser delegados en subordinados.

Sucediera lo que sucediese, se dijo Colgrave, podía cumplir su objetivo mínimo encualquier momento que quisiera. Un simple disparo de chorro de energía explosiva através del Archivo Sigma, lo incendiaría. Y su destrucción, suponía arrancarlo de lasmanos de Rala y era lo que dada la situación podía esperar razonablemente.

Volvió a lanzar una ojeada a la cabina y a la puerta que debería dar acceso a uno delos pasillos del Talada, y creyó ahora que no era lo más conveniente hacer lo que habíapensado.

Tomó el Archivo Sigma de la mesa, lo llevó a la puerta del pasillo y lo depositó en elsuelo adosado a la pared. Había esperado ver al segundo guardián —el que se hallaba

apostado frente a la puerta— en cuanto comenzó el jaleo. El hecho de que no lo hicieraasí, indicaba que había sido enviado a otra parte, o que las habitaciones de Ajoran eraninsonoras. Probablemente era esto último.

Colgrave alzó el arma, asió el picaporte con su mano izquierda, lo hizo girarsúbitamente y abrió la puerta de par en par.

El segundo guardia se hallaba apostado allí, pero no le quedó mucho tiempo para miraransioso y con ojos dilatados a Colgrave, quien seguidamente marchó rápido a lo largo delpasillo, con el Archivo Sigma en una mano y el arma presta de nuevo a disparar en laotra. Ahora, pasado el incidente con tanto valor afrontado, se sentía un tanto estremecido.Según las reglas, y dadas las circunstancias, debería contentarse con realizar su objetivoprincipal destruyendo el archivo antes de correr el riesgo de otro encuentro con unhombre armado. Si ahora le mataban, el archivo quedaría intacto para su posibledescifrado por los agentes de Rala.

Pero también los otros objetivos parecían ahora cuando menos, posibles, y no podíadecidirse a lanzar un chorro destructor contra el archivo antes de que se hiciera evidenteque había hecho cuanto cabía para salvarlo.

Se movió más cautelosamente al aproximarse a la esquina del pasillo. Aquella era lazona de la oficialidad, y sus planes se basaron en una impresión general que recordaba lamanera en que estaba construida por los corsarios Talada. El pasillo, más allá de laesquina, tenía una anchura triple que ésta... pudiera ser el principal que buscaba.

Lanzó una ojeada a su alrededor y se echó prestamente hacia atrás. A unos diezmetros, al otro lado del pasillo, había un amplio espacio con una puerta por la quepenetraban dos hombres con uniforme oficial, en el momento en que él miraba. Colgraverespiró profundamente. Intuyó, que no parecía hallarse muy lejos de alcanzar la meta queperseguía.

Esperó unos segundos atento al menor ruido. Ahora estaba libre el pasillo. Conprecaución, dio por él la vuelta, y corrió hacia la puerta que buscaba. Vio entonces que susuposición había sido correcta, pues daba acceso a una escalinata que conducía a lacámara de mando del Talada.

Mirando y disparando... El arma en sus manos silbaba como un gato furioso aunquepasaron varios segundos antes de que la media docena de hombres que allí estaban sediesen cuenta de lo que sucedía. Para entonces, dos ya estaban sin vida, acribillados porhaberse encontrado en la trayectoria precisa del disparo del arma. Los paneles de controlde propulsión que eran el blanco, se hicieron trizas de uno a otro extremo. Colgraveapuntó el arma a un transmisor que había en un ángulo, y en aquel momento alguien ledescubrió:

El hombre hizo lo que procedía; extendió su mano, impeliendo ante él uno de losconmutadores.

Una plancha blindada de acero se deslizó a través del espacio de la puerta, separandoe incomunicando la cámara de mando con el pasillo, por el cual echó a correr Colgrave,mientras sonaba la sirena de alarma.

El Talada lanzó un monstruoso alarido, como una bestia herida, dando enormesbandazos. Colgrave se encontró de pronto en otro corredor, oyó gritos delante suyo,volvió atrás, dio un traspié en una esquina y fue a parar tambaleándose y sin aliento a unaescalera estrecha y empinada.

En su extremo superior vio cómo en una escena de sueño a dos hombres de ladotación, con la cara blanca, que, bamboleándose como borrachos en la cubierta, seesforzaban por alzar una pesada caja.

Colgrave, rugiendo fue hacia ellos, con ojos fieros y blandiendo el arma. Los hombresmiraron en derredor, se volvieron y emprendieron la huida.

El hombre en los mandos del salvavidas del Talada murió antes de darse cuenta deque alguien subía tras él. Colgrave arrojó el Archivo Sigma al interior de aquel aparatoauxiliar, retiró el cadáver de su asiento, se deslizó dentro, y...

Transcurrieron varios minutos de vuelo en el inhabilitado corsario, antes de que sediera cuenta de que estaba riendo como un loco.

Se había zafado. Y ahora, los hados estaban decididamente a su favor. La cuestión erael tiempo que tardarían los de la astronave en reparar las averías y emprender supersecución. A buen seguro les acometería un violento respingo al no poder saber elrumbo que él había tomado por lo que se hacía insignificante la probabilidad de que loatraparan antes de que llegase al alcance de la zona que protegían las patrullas de Tierra.Mas ante todo, había el problema del combustible para el largo trayecto. El aparatoempleaba hierro, el medio corriente, y, según el cálculo de Colgrave, disponía de él paraunas quince horas de vuelo. Si el viento era favorable podría olvidar el peligro y llegarsano y salvo.

Con todo, hubiese sido mejor que hubiera dado tiempo a los dos hombres de latripulación a que embarcasen otras cuantas cajas de lingotes antes del despegue. Peroun examen de la velocidad estelar mostraba a dos planetas a siete y ocho horasrespectivamente, indicaciones que permitirían al astronauta una breve estancia allí singran incomodidad ni daño. La astronave llevaba a bordo el adecuado equipo decolocación y refinamiento del hierro. Unas cuantas horas en cualquiera de aquellosmundos le bastarían para transmitir aquél y en condiciones para ser empleado comocombustible.

Tras arrojar al espacio el cadáver del piloto ralanés estimó que le procuraba una ligeraventaja en el recorrido previsto de siete horas.

En cuanto el Talada se pusiera en movimiento, tenía suficiente radio de acción paradetenerse en ambos mundos sin extraordinaria pérdida de tiempo. Podían agotar sucombustible, lo mismo que él, y detenerse por ello igualmente. Y si llegaban antes de queél acabase con su repostaje para partir de nuevo, era casi seguro que los dispositivos dedetección y vigilancia le localizarían dondequiera que intentara ocultarse. Lasprobabilidades parecían muy buenas, si simplemente no llegasen ellos allí con antelación.Pero el objetivo a alcanzar subsistía como factor. Colgrave decidió esconder el ArchivoSigma en algún lugar fácilmente identíficable en cuanto tocase tierra, llevar su nave a otrosector del planeta para proceder a la operación de su reportamiento, y volver en busca delarchivo cuando estuviese preparado para, de nuevo reemprender el vuelo. Ello reduciríatotalmente el riesgo de que fuese sorprendido con él.

IV

¿Cuántas horas habían transcurrido desde entonces? Abriéndose paso hacia arriba, através de cantos rodados y matorrales, o resbalando en terreno blando, Colgrave lanzóuna ojeada atrás, hacia el sol, el cual era perceptible más bajo en el firmamento,pareciendo descender casi visiblemente por el horizonte. Esto le hizo recordar ahora elaterrizaje...: había sido a la luz del día y había descendido para esconder el ArchivoSigma... lo había escondido, le corrigió de súbito la memoria. Y luego, durante laspróximas seis o diez, o catorce horas parecía que había simplemente esperado por allá,sumido en alguna bruma mental, a que llegase el Talada accionando sus ardientesretropropulsores de frenaje.

El corsario podría llegar en cualquier momento. A menos que...Colgrave desechó el resto de este pensamiento. La ladera comenzaba a nivelarse

cuando se aproximaba a la cima; cubrió el último tramo de la carrera, jadeando, con lospulmones ávidos de aire... Gateó presurosamente a través de una mellada hendidura, ydesde allí pudo contemplar a sus pies el pequeño valle.

Fue una conmoción, pero se daba cuenta de que, en parte, ya cabía haber esperadoaquello. Tras unos segundos de duda, trepó cautelosamente al abrigo de una roca, desdedonde podía contemplar sin exponerse lo que en el valle ocurría. El Talada se habíaposado a unos cien metros del salvavidas, acaso no hacía más de media hora. La cámaraintermedia de la nave estaba abierta, y un hombre salía de ella seguido de otros dos. Elúltimo cerró la puerta y se dirigieron todos de nuevo hacia el corsario, del cual ibansurgiendo otros hombres. Ajoran había ordenado, primero, el registro del salvavidas paraasegurarse de que no se encontraba en su interior el Archivo Sigma. Sin aquella demora,le habrían sorprendido mientras estaba aún escalando la ladera... El grupo que salíaahora del Talada era una partida de caza, la mayoría de ellos llevaban en bandolera riflesde tiro rápido. Se alinearon junto a la nave, mientras era sacado de la cámara intermediaun artefacto en forma de cuña, el cual quedó flotando a poca distancia sobre el suelo,cerca de la cabeza de la fila; tenía unos siete metros de longitud por otros cuatroaproximadamente en su punto más ancho.

Colgrave ya había visto antes tales artilugios. Se trataba de un rastreador de hombres,de un modelo regularmente usado en las expediciones de Rala contra las colonias deotros planetas. Su grupo de energía e instrumentos se hallaban colocados en el estrechoángulo de la cuña, la mayor parte de su espacio era simplemente un envase lleno delmismo fluido entumecedor preservativo que llevaban los tanques de prisioneros en lasnaves de Talada. Podía estar dispuesto para capturar, tanto a seres específicos comoanimales, o seres humanos a su alcance; o bien matarlos cuando aquéllos eranpeligrosos, o ser atrapados con sus garfios extensibles depositándoles después indemnesen el envase o tanque. Pensó Colgrave que podrían usar aquel artefacto para perseguirlea él ahora; la ropa que había dejado en la nave les daría todas las indicacionesnecesarias para reconocer y seguir su pista.

Otros hombres habían salido ahora, situándose tras de aquel aparato, incluyendo a unovestido con un traje espacial.

Al parecer, casi toda la dotación del Talada al mando del coronel Ajoran, estabadestinada a la búsqueda de Colgrave y del Archivo Sigma.

Colgrave creyó haber visto ya bastante. Si hubiese sido observado en la ladera cuandodescendía el Talada, habrían ido inmediatamente tras él. Ahora, llevarían a su rastreadorsobre el cerro y al pantano donde pastaban las manadas de animales nativos, lo cual leprocuraría un poco de tiempo. Cuando de nuevo, se internó unos cuantos metros en laangosta hendidura, saliendo a través de ella al otro lado del cerro, a lo lejos de la llanura,el sol estaba casi tocando el horizonte, y a pocos cientos de metros a su derechacomenzaba la parda floresta a la cual se había retirado el bípedo. Allí tendría un refugiomejor que entre los cantos rodados del cerro.

Fue a paso largo hacia allá, manteniéndose en la línea de la cresta. Su mirada sedesvió en una ocasión hacia el pantano, donde se alzaba un gran árbol, atalayando lavegetación en torno desde la considerable altura en que se encontraba ahora. El archivoSigma estaba profundamente enterrado entre las raíces del coloso, a pocos centímetrosbajo el agua. Había visto el árbol desde el aire; posado el salvavidas en el pequeño vallefue aprisa al pantano. Veinte minutos después estaba enterrado el archivo, y volvió luegorodeando el pequeño lago. Pero aún no sabía lo que sucedió entre aquel momento y elinstante en que se encontró sentado en la ladera del cerro. Llegó al bosque y por entre losárboles volvió otra vez a la cima del cerro, hasta ver de nuevo el valle. Durante losminutos transcurridos, las sombras del atardecer se habían extendido hasta la mitad delterreno bajo. Sería posible que cuando sus perseguidores se diesen cuenta de lo próximaque estaba la caída de la noche, aplazaran su captura hasta la mañana siguiente. PeroAjoran no parecía querer retraso alguno. El hombre con el traje espacial se hallaba aúnjunto a la cámara intermedia abierta de la nave, pero la partida de hombres que iniciabansu búsqueda iban ya a través del valle, detrás de la máquina rastreadora, en dirección a

un punto del cerro que estaba aproximadamente a un cuarto de milla de distancia deColgrave. Llevaban linternas por si fuese necesario proseguir toda la noche la tarea.

El plan de caza era sencillo, pero eficaz; un divertimiento estratégico. Si el rastreadorno lo había localizado antes de la mañana, el Talada embarcaría el salvavidas,emprenderían el vuelo tras la búsqueda y se posaría de nuevo. Podrían operar así enrelevos durante todo el día siguiente, quedando la mitad en descanso y de guardia en lanave, hasta dar con él. El Archivo Sigma estaba totalmente seguro en el lugar donde lohabía dejado. El rastreador podía husmear su pista a través del estancado pantanoextrayendo señales de la vegetación que había hollado o agarrado al paso, y hasta lashuellas dejadas en el mismo fango del agua. Y aun bien pudiera detectar el archivo bajo lasuperficie. Pero —de manera irónica, considerando el propósito de Ajoran—, eldescubrimiento no tendría para la máquina más significado que el de que el hombre quebuscaba había simplemente estado allí. Lo peor que podría intentar en un momento dado,pensó Colgrave, sería bajar al pantano anticipándose a los buscadores, y destruir elarchivo. Casi con toda seguridad sería visto en los calveros de la ladera, bajo el bosque,por lo que el rastreador, o el hombre del traje espacial, podrían estar sobre él, en pocosinstantes.

La mirada de Colgrave volvió a posarse en la figura vestida con el traje espacial.Tendría que estar alerta a aquel individuo. Su cometido inmediato era probablemente elactuar de enlace entre la nave y los cazadores, complementando los informes que Ajoranobtendría por el transmisor-receptor sobre los progresos de la búsqueda. Pero estabaarmado con un rifle; y si Colgrave era visto, podía aquél sembrar el área en torno alfugitivo de balas de gas aturdidor, quedando por su parte fuera del limitado alcance de unarma de mano. Por un momento, había flotado de nuevo alrededor, a la cámaraintermedia del Talada y ahora lo hacía en dirección al cerro, a unos quince metros sobreel suelo.

No era una operación fácil. El maniobrar con un traje destinado al servicio de ingravidezen el espacio, cerca de la superficie de un planeta, nunca lo era. Pero aquel individuo erade una habilidad extrema, pensó Colgrave. Llegó arriba del cerro cuando la tropacomenzó a desfilar a través del pantano, revoloteó sobre ella durante unos segundos yluego péndulo a la izquierda, apartándose en una serie de lentos y desmañados botessobre la ladera. Parecía estar sosteniendo algo ante su casco, y Colgrave supuso queestaba escudriñando la zona con unos potentes gemelos. Al cabo de unos minutos volvióa su lugar de procedencia.

Colgrave había atravesado el cerro para seguir oteando la marcha de la columna, lacual había girado a la derecha en dirección al pantano, a lo largo del camino que él habíatomado llevando el Archivo. Estuvo atento, mordiéndose los labios. Si ocurría que elrastreador humano cruzara su camino de vuelta, podría encontrarse inmediatamente enun grave aprieto.

El hombre del traje espacial seguía ahora tras la partida exploradora, sobre la cualpasó a unos sesenta metros de altura, permaneciendo luego suspendido y casi inmóvil. Elsol había desaparecido en el horizonte; su tenue halo dorado se desvaneció. La noche seextendía con rapidez, pero hasta el momento no veía Colgrave qué ventaja podíareportarle la oscuridad.

El hombre del traje espacial volvía de nuevo al cerro. Evolucionó durante un momento yse dirigió hacia un roquedal de lisa superficie, posóse en ella con inseguridad y seenderezó, tras lo cual, volviéndose hacia la llanura y el pantano, alzó de nuevo frente alcasco lo que parecían unos anteojos. Evidentemente, parecía ya estar harto, de lasexcentricidades volanderas que se veía obligado a realizar.

De pronto, a Colgrave se le hizo un nudo en la garganta. Aquel individuo estaba amenos de doscientos metros de distancia. Su mirada se dirigió hacia unos matorralescerca del linde del bosque. Y, segundos después se encontraba allí, examinando la franja

de terreno frontal. Había allí rocas, lo suficientemente grandes como para poderagazaparse tras ellas... pero no le cubrirían en absoluto si, por la razón que fuese, elindividuo aquel decidiera remontarse al aire. La evanescente luminosidad no le serviría deayuda, pues los anteojos que empleaba el observador eran espaciales, diseñadosexpresamente para procurar una clara visión, aun cuando hubiesen de absorber tan sóloel fulgor de las remotas estrellas. Pero acaso, se dijo Colgrave, el hombre del trajeespacial no se decidiera volver al aire. De cualquier modo, no era posible ninguna otraaproximación. El extremo opuesto del cerro estaba controlado por los faros del Talada, loscuales deberían ya estar proyectando sus barredores haces luminosos. Se moviónervioso en la espera, se reconcentró haciendo conjeturas. El del traje espacial estabadirigiendo la mayor parte de su atención cerro abajo, pero de cuando en cuando se volvíapara echar un vistazo a lo largo en ambas direcciones. Quizá, a medida que oscurecía,estaban poniéndose tensos los nervios por la proximidad del bosque de donde proveníanescalofriantes rugidos guturales y prolongados aullidos. Las bestias carnívorasdespertaban ululando hambrientas en la oscuridad, a la vez que otras voces breves ysalvajes se oían llegar en dirección al pantano. Colgrave supuso que la partida queprocedía a su búsqueda había topado con algún gran carnívoro que nunca había sabidode rifles de energía. Cuando cesó el rugido, convertido en alarido monstruoso, estuvoseguro de ello.

El había reducido casi a la mitad la distancia que le separaba del hombre del trajeespacial, cuando éste remontó de un tirón el vuelo desde aquella cima. Pero no se elevómás que unos cuatro metros, y volvió a descender con un sesgo que lo situó tras un cantorodado. El hombre había cambiado simplemente de posición, y esta otra que habíaescogido le dejaba totalmente fuera de la vista del perseguido. Al instante se puso en pieColgrave, corriendo adelante, hacia donde la superficie estaba erosionada por el tiempo.Se deslizó en una de las hendiduras, y sacando su pistola prosiguió agazapado. Unmomento después, había alcanzado el lado próximo al lugar donde había estado el deltraje espacial.

¿Dónde estaba ahora? Colgrave quedóse a la escucha y oyó un ligero zumbido, másbien un crepitar, que cesó durante unos segundos; se reprodujo brevemente otra vez ycesó de nuevo. El transmisor..., el hombre debía haberse quitado el casco, pues de locontrario no habría sido audible aquel sonido... No podía, por lo tanto, hallarse lejos.

Colgrave andando a rastras llegó a la cima de un promontorio y bordeó el canto. Desdeallí podía ver la ladera del cerro. En la llanura se estaba tendiendo la noche, borrándoselos límites entre el terreno abierto y el pantano. Pero una moviente cadena de lucecillasmostraba que los de la partida debían estar atravesándolo.

Se reanudaron de nuevo los sonidos del transmisor, ahora en un punto que al parecerno estaba a más de cinco metros al otro lado de la otra vertiente. Estaban tan cerca comopodían. Era importante que el hombre del traje espacial muriese en seguida, lo cualsuponía un disparo a la cabeza. Colgrave se puso en pie y dio un rodeo, queda ysigilosamente, apuntando su arma.

El hombre se hallaba enfrente, con el casco echado sobre los hombros. En el últimoinstante, al precisar Colgrave la puntería, ya el dedo en el gatillo, la cabeza se volvió, ycon enorme sorpresa vio que era el coronel Ajoran.

Al punto lanzó también su detonante silbido el arma.La cabeza de Ajoran se sacudió ligeramente, ladeándose, y sus ojos se cerraron. El

traje espacial le mantuvo durante unos segundos erguido, antes de que se desplomara.Colgrave estaba ya allí, hurgando el cuello en busca de uno de los cables conductores deltransmisor. Lo halló y retorciéndolo, sintió cómo restallaba al ser arrancado.

V

En el Talada, el hombre de servicio de los focos exploradores de la noche, vio aparecerel traje espacial del coronel Ajoran sobre el cerro y volver a la nave. Informó a la cabinade mando y al encargado de la cámara intermedia.

La puerta exterior de ésta se abrió cuando el del traje espacial llegaba a ella, yColgrave efectuó un deslizante aterrizaje en el interior. Su actuación con el traje no lahabría mejorado el mismo Ajoran. Cerró la llave impelente del mismo y fue a la puertainterior, con la mano izquierda levantada a través de la delantera del casco, hurgando laespita de oxígeno, pues quería ocultar durante un momento su rostro a quien estuviese alotro lado de la puerta; previsor, tenía en la diestra su arma.

Abrióse la puerta. El encargado estaba en posición de firmes, rígido, ante el panel decontrol, a dos metros, con su rifle en el suelo y la vista enfrente. Bendiciendo mentalmentela disciplina de Rala, Colgrave fue a su lado, tomó el arma del suelo y asestó con la culataun fuerte golpe en la parte posterior del cráneo del hombre.

Cuando éste volvió a abrir sus ojos, pocos minutos después, le dolía la cabeza y teníauna mordaza en la boca, las manos atadas a la espalda, en tanto que Colgrave vestía suuniforme.

Colgrave le ayudó a ponerse en pie, y empujándole con la boca de la pistola, ordenóperentorio.

—A la cámara de mando.El hombre echó a andar y Colgrave le siguió, con el gorro del uniforme bajado para

ocultar su cara. Al cinto llevaba la pistola de Ajoran y un aturdidor que había quitado a suprisionero. El rifle de energía de éste y el que iba sujeto al traje espacial los habíaescondido en un gabinete anexo a la cámara intermedia. Había reunido casi un arsenal.

Cuando llegaron al ancho pasillo principal del nivel superior de la nave, detuvo alhombre y volvieron sus pasos a la última puerta ante la que habían pasado. Colgrave laabrió. Un despacho de una extraña especie... Empujó al hombre adentro y le siguió,cerrando la puerta.

Salió pocos segundos después, metióse nuevamente el aturdidor en el cinto y se quedóa la escucha. El Talada parecía sumido en un silencio casi espectral. No erasorprendente, pensó. El número de hombres que le seguían, indicaba que a bordo sólopermanecían aquellos de la tripulación, necesarios para coordinar la captura y mantenerlas medidas de seguridad planetaria de la nave. Podrían ser diez o doce, a lo más, y cadauno de ellos ocuparía su puesto en aquel momento.

Colgrave se dirigió al pasillo principal, andando por él quedamente. Ahora pudo oír unintermitente murmullo de voces procedentes de la cabina de mando. Una de las vocesparecía ser de mujer, pero no estaba seguro.

Llegado a aquel punto nada se ganaba con vacilar. La cámara de mando era el centronervioso de la nave, pero podían haber más de cuatro o cinco personas en ella. Colgravetenía en cada mano un arma cuando llegó al espacio abierto ante la puerta. La atravesó ybajó sin prisa la escalinata de alfombrados peldaños que conducían a la cámara demando, reteniendo en su vista y en su mente los detalles de la escena que en ella sedesarrollaba.

La compañera de Ajoran era la más próxima, y se hallaba sentada ante una mesita,con la atención puesta en el hombre del transmisor-receptor instalado en una esquina dela izquierda, quien estaba vuelto de espaldas y llevaba un arma al cinto. Más allá, habíaotro hombre frente al pasillo, pero inclinado sobre algún instrumento colocado en la mesa,el cual le escudaba casi por completo, lo que le hacía ser el más peligroso de los tres.Nadie más estaba a la vista, pero no quería esto decir que no hubiese allí alguien oculto.

Hace reparó en su presencia cuando llegó al pie de la escalerilla; movió la cabezabruscamente y pareció a punto de hablar, pero sus ojos se dilataron de par en par alreconocerle.

Colgrave tendría que alcanzar al hombre de la mesa en el instante en que ella chillara.Pero no gritó, sino que alzó la mano derecha, y con dos dedos separados señaló convehemente ademán de la cabeza al operador comunicante y luego al hombre de la mesa.

¿Sólo dos? Bien, probablemente era verdad. Pero mejor sería emplear el aturdidor conHace antes de intentar contender con los dos hombres armados.

En aquel momento, el operador miró en torno.Era joven, y su reacción fue tan rápida como la de Hace. Se echó a un lado de su silla

con un grito de prevención, y rodó por el suelo requiriendo al par su arma. El hombre trasla mesa, no tuvo oportunidad alguna, pues al incorporarse, sobresaltado, un disparo deenergía le alcanzó en la cabeza. Tampoco la tuvo realmente el operador, pues Colgravegiró rápido el arma a la izquierda, y al ver unos ojos rezumando odio clavados en él y unamano a punto de alzar el arma, disparó de nuevo.

Esperó luego varios segundos, alerta a cualquier movimiento ulterior. Pero la cámarade mando permanecía tranquila. Así pues, la compañera de Ajoran no había mentido.Permanecía aún donde antes estaba, inmóvil hasta que Colgrave se volvió hacia ella.Entonces dijo quedamente, con expresión incrédula:

—¡Parece cosa de magia! ¿Cómo pudo usted entrar en la nave?Colgrave miró el negro y feo verdugón que su puño había causado en la mandíbula de

Hace, y respondió.—Con el traje espacial de Ajoran, desde luego. Hace, vacilando, dijo:—¿Ha muerto?—Por completo —respondió irónicamente Colgrave.—Hubiese deseado matarlo yo misma. Lo habría hecho finalmente, creo... —Vaciló de

nuevo—. Ahora no importa ya. ¿Qué puedo hacer para ayudarle a usted? Andan enapuros allá en el pantano.

—¿Qué clase de apuros?—No resulta claro. Ignoramos lo que ocurre pues no hemos podido obtener ningún

informe inteligible de los dos comunicantes. Estaban excitados, gritaban... algo casiirracional.

Colgrave frunció el entrecejo y movió luego la cabeza.—Vamos a limpiar primero la nave. ¿Cuántos hay a bordo?—Nueve, además de estos dos... y yo.—El de la cámara intermedia está ya a buen recaudo —dijo Colgrave—. Ocho, pues.

¿Y en el salvavidas?—Nadie. Ajoran había preparado una trampa allí para usted en caso de que volviese

antes de que lo atraparan. Usted habría llegado a su interior, pero no hubiese podidoponer en marcha los motores y por lo tanto sin poder volver a salir luego.

Colgrave gruñó:—¿Puede usted hacer que los hombres de la tripulación vengan individualmente a la

cámara de mando?—Sí, creo que puedo conseguirlo.—Quiero ante todo que preste atención a las armas.—Desde luego —Hace sonrió levemente y se puso en pie—. ¿Por qué confía usted en

mí?—No sabría decirlo.Los tripulantes fueron entrando uno por uno, sin sospechar nada; de espaldas también,

con el aturdidor, uno por uno los fue dejando fuera de combate. Poco después, untransportador de carga iba al tanque de Talada. Hace permaneció apartada, mientrasColgrave abría la plancha de la profunda cavidad, echándola hacia atrás. De aquellaespecie de bodega brotó un denso hedor. Colgrave miró un momento al aceitoso líquidoflotando tres metros abajo; luego arrastró por turno a los ocho hombres que iban en eltransportador, fue metiéndolos en el tanque y, finalmente, volvió a cerrar la tapa.

Una voz de hombre balbuceaba palabras sollozando. Otra chillaba como presa desúbito espanto; luego se oía una rápida y jadeante respiración mezclada de pánico conlos sollozos.

Colgrave cerró el transmisor-receptor y miró a Hace.—¿Es así como fue antes?—¿No es eso ya locura? —Su voz era titubeante—. Ambos son totalmente incapaces

de responder. ¿Qué puede haber ocurrido en ese pantano para haberlos aterrorizado a talextremo? Cuando menos algunos deberían haber vuelto a la nave... —Hizo una pausa—.Colgrave, ¿por qué nos quedamos aquí? Usted sabe cómo son... ¿por qué preocuparsepor ellos? No necesita a ninguno para manejar la nave. Una persona puede llevarla a laTierra en caso necesario.

En el pálido y bello rostro de Hace fulguró rápida una mirada de enojo.—¡Yo no soy de Rala! Fui raptada en una incursión a Beristeen cuando tenía doce

años. Desde aquel día, nunca deseé otra cosa sino escapar de Rala.Colgrave rezongó y se frotó la mandíbula.—Comprendo... Bien, no podemos partir ahora. Sencillamente, porque dejé el Archivo

Sigma en ese pantano. Hace le miró con fijeza.—¿No lo ha destruido usted?—No. No llegó la cosa hasta ese extremo. —Ella rió brevemente.—¡Colgrave, es usted magnífico! Ajoran estaba convencido de que el archivo estaba

perdido, y que la única probabilidad de salvar su pellejo era capturarle a usted vivo paradescubrir lo que había sabido de los Mundos Lorn. No, no puede usted abandonar elarchivo, desde luego. Lo comprendo. ¿Pero por qué no elevamos la nave a la atmósferahasta mañana? —Y señalando con un ademán de la cabeza al transmisor-receptor dijo—:Ese trastorno, cualquiera que haya sido lo ocurrido allí, deberá haber cesado paraentonces. El pantano volverá a la calma. Y entonces podría usted buscar un medio pararecuperar el archivo sin demasiado peligro. Colgrave meneó la cabeza y se puso en pie.No, no sería necesario. El rastreador humano era dirigido desde la nave, ¿no es así?¿Dónde está el aparato de control? Hace indicó la mesa, a seis metros de ella, ante laque había estado sentado el hombre cuando Colgrave penetró en la cámara de mando.

—Ahí encima. Eso es lo que él estaba haciendo.—Echémosle un vistazo —dijo Colgrave—. Quiero que el rastreador vuelva a la nave.

—Fue en dirección a la mesa. Hace se puso en pie y le siguió.—Siento no poder decirle cómo funciona —observó.—Yo seré capaz de hacerlo —repuso Colgrave—. En una ocasión jugueteé unas

cuantas horas con un rastreador humano capturado que había sido embarcado en Tierra.Este parece ser de un modelo muy similar. Miró las oscuras manchas en la pantalla queformaban el centro del aparato de control, y apretó un botón a un lado del mismo—.Vamos a ver lo que está haciendo ahora, antes de que lo vuelva a la nave.

La pantalla se aclaró súbitamente. La escena era aún oscura, pero los detalles de lamáquina, distintos. Una ondulante capa de hierba se deslizó lentamente bajo elrastreador, aproximándose cada vez más a una frondosa maleza, la cual se cerró a sualrededor. Hace dijo:

—El operador estaba intentando descubrir a través del rastreador lo que estabasucediendo a los hombres, pero salió fuera del radio de sus linternas casi tan pronto comoempezó el disturbio. Al parecer, esos artefactos no se paran una vez puestos enmovimiento.

—No, a menos que uno conozca el mecanismo de detención —convino Colgrave—. Elteleguía los pone en marcha y observa lo que están haciendo. Y ellos prosiguen, yacabada su tarea vuelven al punto de partida. Todavía está siguiendo mi pista. Ahora...

—¿Qué es esa luz? —preguntó inquieta Hace—. Parece como el reflejo de unincendio.

El rastreador había surgido de la espesura, girando a la izquierda, y estabadeslizándose sobre una franja de agua, e internándose en ella. En la superficie deenfrente había pálidos resplandores anaranjados.

Colgrave los examinó, y dijo:—A mi parecer, eso significa que hay una luna en el firmamento. —Pulsó otro botón del

aparato, se desvaneció la escena y prosiguió—: Esto borra las últimas instrucciones quele dieron. Regresará a la nave dentro de pocos minutos.

Hace le miró.—¿Qué es lo que usted pretende?—Voy a montar en él para volver al pantano.—¡Ahora no! Por la mañana usted...—No creo que pueda correr ningún peligro. Y ahora, busquemos un lugar seguro

donde pueda permanecer usted encerrada hasta mi regreso. Como usted misma dijo,basta una persona para remontar esta nave y marcharse con la música a otra parte...

VI

A ciento cincuenta metros sobre el suelo, sentarse en el sillín del rastreador no eracosa tranquilizadora. Pero la máquina resultaba considerablemente más fácil demaniobrar que lo hubiese sido el traje espacial, y la ruta directa por aire al árbolgigantesco en el cual había escondido el Archivo Sigma, era la más corta y rápida.Colgrave estaba casi seguro de que nada había sucedido al archivo, pero no lo sabría contoda certeza hasta que lo volviera a tener en sus manos.

La luna anaranjada que había remontado el horizonte era grande, de un diámetroaparentemente doble del sol. Colgrave estaba manteniendo una marcha descendente endirección al rastreador. Pero no pasaron sino pocos minutos antes de que descubriese elgran árbol a la tenue luz, enfrente y un tanto a la derecha. Guió la máquina sobre él, diodos lentas vueltas en torno a su copa, mirando hacia el enmarañado sistema de raíces delgigante. Apretó Colgrave el botón de cierre, y permaneció en el sillín durante unosmomentos, mirando en derredor y a la escucha.

En el pantano reinaba un pandemónium de chirridos, gorjeos, suaves ululares y débilesgritos. Un silbido penetrante se oyó tres veces sobre la copa del árbol. Tras él, no muylejos, se percibía un lento y pesado chapoteo que se atenuaba gradualmente. Al propiotiempo, le pareció a Colgrave oír algo así como extrañas palabras. Podrían ser voceshumanas, débiles por la distancia, o simplemente producto de su imaginación.

Nada se movía en la proximidad, y Colgrave sacó el aparato de control, se deslizó delsillín al suelo, y se posó sobre la masa de las raíces del árbol. Fue más allá, encontró unlugar seco y colocó en él el aparato de control fuera de la vista, tras lo cual fue rodeandocautelosamente el enorme tronco, resbalando diversas veces el fango de la viscosamaraña de raíces...

Allí era donde había escondido el Archivo Sigma, una especie de cala pequeña seextendía casi hasta el tronco, con una profundidad de metro y medio. Colgrave se metióen ella. Se movió al extremo de la calita, hizo una profunda inspiración, se agachó, y unagua caliente le cubrió la cabeza. Tanteó entre las enrejadas raíces, tocó el archivo, loempuñó por el asa, lo sacó afuera, y saliendo del agua, empezó a dar un rodeo alrededordel árbol.

Colgrave se detuvo. Se trataba casi de una repetición exacta de lo que había sucedidodespués de que llevara a ocultar allí el Archivo Sigma. Entonces era de día, y lo queahora veía, como una voluminosa forma antropoide a la sombra del árbol, ya había sidoclaramente visible en aquella ocasión. Era un monstruo verdoso, grande como un gorila,con una inmensa cabeza redonda de bruscos movimientos, que no mostraba en absolutorasgo alguno a través de sus frondosos apéndices. Era más voluminoso de lo que le

había parecido a distancia desde la ladera del cerro, y de una altura aproximadamente dedos metros y medio.

La primera vez, la bestia había estado sólo a poca distancia, cuando la vio moviéndoseen su dirección en torno al árbol. Su reacción instantánea había sido entonces sacar elarma de su funda...

Ahora permaneció quieto, mirándola. Sentía los acelerados latidos de su corazón. Pero,se dijo a sí mismo, aquél era un monstruo esencialmente vegetariano, y era pacífico,porque disponía de medios completamente eficaces de defensa. Podía sentir el impulsode atacar a un carnívoro que se le acercase y hacer que abandonara sus propósitos deagredirle. Colgrave siguió adelante. No tenía intención ni debía causar daño alguno aaquel desmesurado "fleegle" se dijo a sí mismo. Ya que tampoco éste tenía la intenciónde causárselo a él. La bestia no se apartó de su sitio al ir él hacia ella, sino que se volviólentamente para estar frente a él cuando dio otros pasos para acercársele.

Colgrave miró hacia atrás pero nada observó, ni oyó ningún movimiento a su espalda.Vio al rastreador humano flotando inmóvil sobre el fuego, puso en el suelo el archivo ysacó el aparato de control del rastreador de donde lo había dejado. Minutos después, sehallaba de nuevo en el sillín de la máquina, a la luz de la luna, apartado del árbol gigante,y con el Archivo Sigma sujeto al cinto.

Marcó una serie de instrucciones en el aparato de control, las comprobócuidadosamente y luego de colocarlas en el marco lo conectó de nuevo.

El rastreador humano giró decididamente y fue deslizándose a través del pantano. Aunos cien metros había tres "fleegles", de tamaño un tanto menor que el que estuvieradebajo del árbol, vadeando lentamente por el fango que les cubría las piernas. Sedetuvieron al aparecer la máquina, y Colgrave experimentó un sentimiento de amistosidady de admiración por aquellos seres, hasta que quedaron ya muy atrás. Poco después elrastreador humano se detuvo en el aire sobre el primer componente de la tripulaciónextraviada del Talada.

El hombre se había arrastrado a una espesura y estaba llorando lastimeramente; ycuando dos garfios de la máquina penetraron en la espesura y lo prendieron, aulló deterror. Colgrave miró curioso, deseando contemplar la escena. Recogido el hombre trasabrirse el tanque preservativo por un momento se le llenaron las ventanas de la nariz conel hedor del líquido. Hubo luego un chapoteo y cesó bruscamente aquel aullar. Y se oyóde nuevo el ruido de la puerta del tanque al cerrarse.

El rastreador humano funcionó otra vez girando a un nuevo punto. Sus instruccioneseran ahora recoger a todo ser humano que se encontrara por allí en su radio de acción.

Habían estado con los nervios de punta desde el principio, se dijo Colgrave. Sus rifleshabían abatido ya a una bestia que, rugiendo monstruosamente y en la oscuridad sedirigía hacia ellos. Probablemente, los rifles podían dar buena cuenta de cualquier otraque pudieran tocar. Pero no les había gustado el aspecto del pantano por el que lesestaba conduciendo el rastreador humano. Vadeando baches, resbalando en el fango yproyectando sus linternas en derredor a cada sombra amenazante, seguían a la máquina,maldiciendo entre sí la orden que les había enviado en persecución del agente deinformación de la Tierra, en aquella hora en que estaba cayendo la noche.

De pronto, un gran ogro verde había aparecido en uno de los haces de luz...Y al ir a tomar una decisión, comenzaron a olvidar...Progresivamente iba invadiéndoles una extraña amnesia. Los hombres llevando rifles,

olvidaban que los llevaban. Hasta que volvieron a ver "fleegles"...Las pocas horas pasadas se habían borrado de su memoria, de su cerebro. Se

hallaban de noche en un pantano sin saber cómo o por qué estaban allí. Pero tenían riflesen sus manos y una especie de ogro los contemplaba.

Meses olvidados, ahora... El "fleegle" podía mantenerse firme.

Y hacia ese momento comenzó la desbandada de los hombres, desperdigándose através del pantano. Pero los "fleegles" estaban por doquier, y tan pronto como se alzabaun arma a impulsos del pánico, se iba otro pedazo de su memoria. Hasta que fue abatidala última arma.

El rastreador humano no seguía ya a los hombres, sino a niños de cuerposdesarrollados, ocultándose en tropel en la noche húmeda y oscura de un mundo depesadilla, aturdidos y sin comprender lo qué ocurría, incapaces de hacer otra cosa sinogemir y lamentarse, chillando cuando los garfios de la máquina los asía y eran metidos enel tanque.

VII

Colgrave salió del compartimiento en el que se encontraba el rastreador humano, cerróla puerta y desconectó el aparato de control.

—No ha cerrado aún el tanque —observó Hace.—Lo sé. Volvamos.—Todavía no veo claro lo que ha ocurrido —prosiguió ella mientras caminaba a su lado

por el pasillo—. ¿Dijo usted que perdieron al memoria?—Sí. Es una cosa temporal. Yo sufrí la misma experiencia al llegar aquí, aunque no

creo que fuera tan dura como lo ha sido para la mayoría de ellos. Si no estuviesenflotando ahora en ese líquido, dentro de unas horas comenzarían a recordar...

Abrió la compuerta que daba al tanque y empujó hacia ella a Hace, quien arrugó lanariz en automática repugnancia ante el olor del líquido preservativo, diciendo:

—Es una cosa muy rara. ¿Cómo podría cualquier ser viviente afectar de tal manera auna mente humana?

—No lo sé —respondió Colgrave—. Pero no es eso lo importante ahora. —Siguió aHace, cerró la puerta tras sí, y añadió—: Ahora la cosa será más bien desagradable, peroaun así vamos a zanjarla.

Ella le dirigió una mirada ansiosa.—¿Zanjar qué, Colgrave?—Usted irá a la Tierra, como dijo que deseaba, pero lo hará con la tripulación que está

ahí abajo.Hace se volvió en redondo para mirarle de frente, con ojos llenos de terror.—¡Ah... no! ¡Colgrave... yo... usted no podría...!—No la quiero a usted en la nave —replicó él—. Sin embargo, podría haber pensado

en otro medio para que no fuese usted un problema... de no haber muerto, como lo hizo,mi piloto.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo? —Su voz era estridente—. ¿No le ayudé a usteden la cabina de control?

—Usted fue muy lista allí —dijo Colgrave—. Pero usted habría ido al tanque con elprimer grupo, de no haber pensado que yo le sería útil en cierto modo.

—¿Pero por qué? ¿Es que tengo yo la culpa de lo que Ajoran hizo?Colgrave se encogió de hombros.—No lamento lo que le ocurrió a Ajoran. Pero no soy lo bastante estúpido como para

pensar que un agente de información de Rala saliera con un traje espacial para ayudar ami búsqueda, dejando la nave a cargo de un par de oficiales agregados. Ajoran salióafuera porque se le ordenó que lo hiciera. Y había además, otras cosas. Lo que lleva a laconclusión, mi estimada dama, que usted es el agente principal de esta operación. Y quele vendría de perlas el volver a Rala con el Archivo Sigma, no dejando a nadie con vidapara decir cómo se le escapó de las manos.

Hace se humedeció los labios, sus ojos lanzaban salvajes miradas al rostro deColgrave.

—Colgrave, yo... —comenzó, suplicando.—No —atajó Colgrave.Puso la palma de la mano sobre el pecho de la mujer, dándole un fuerte empujón que

hizo tambalear a Hace ante la compuerta ahora abierta del tanque. Se oyó un chillidoagudo y un chapoteo. Colgrave miró abajo. La aceitosa superficie estaba lisa de nuevo.Con rostro severo bajó la compuerta, la atrancó, y abandonó aquel lugar.

Transcurrieron unas dos horas. El Talada, suspendido en el espacio, cerca del bordedel sistema solar que contenía al mundo de los "fleegles". Colgrave había completado susestudios del sistema de navegación de la nave. Había un dispositivo corriente para lasnaves de largo radio de acción, de auto-localización y dirección automática. Una vez setrazaba el rumbo a la aeronave, no tenía otra cosa que hacer el nauta sino esperartranquilamente la llegada al lugar de destino en el punto y hora previsto.

Pero había algo más en qué ocuparse antes de la partida, y de lo cual no se habíaatrevido a pensar en el planeta.

Los computadores del Talada sabían dónde estaba de nuevo, pero no habíanregistrado el hecho. Para la mayor parte de las rutas de navegación, ello no teníaimportancia. Únicamente había de saberse a dónde se deseaba ir. El establecer unacomprobación localizadora era una operación aparte, que le llevaría cuando menos otrahora.

Poco antes de su retorno a la nave, mientras el rastreador estaba recogiendo a unhombre que había ido más lejos que los demás, allá, en otro extremo del pantano, se fijóde pronto en el resplandor de verde luminiscencia a su izquierda. Volvió entonces a susillín para mirarlo con los prismáticos.

Había un amplio calvero en la boscosa ladera del cerro, sobre el nivel del pantano.Colgrave había estado con la mirada fija en él, con una sensación de temor casisupersticioso. Un grupo de "fleegles" estaba metiéndose lentamente allí, y otros variossurgieron del mismo. Daba aquello una impresión de algo ordenado y dispuesto,extendiéndose muy allá de la verde y opaca luz bajo el cerro. "El equivalente de sereshumanos", se dijo. Más allá pudo percibir unas vagas y verdes figuras descomunales másaltas que aquéllas, moviéndose en derredor.

Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo cuando el rastreador depositó su último cautivoen el tanque. Girando la máquina se deslizó hacia el centro del pantano. Colgrave tenía lafirme convicción de que no debería hacer nada que llamase la atención sobre su persona.Pero cuando la máquina Ileso sobre una densa espesura eme debería haberle ocultado lavisión, miró hacia allí. El calvero había desaparecido.

Una civilización subterránea de alguna clase, una inteligencia... En todo el tiempo queel hombre había estado en el espacio no había ningún recuerdo ni registro precedente dehaberse establecido contacto con otra raza inteligente.

Quizá nunca dedicamos tiempo a saber realmente de su existencia, pensó Colgrave.Nuestra ocupación principal parece haber sido el habernos estado combatiendomutuamente. La próxima e inminente guerra con Rala impediría cualquier accióninmediata, a tenor de lo que el informe establecía. Pero algún día, una expedicióncientífica partiendo de la Tierra iría a instalarse en el Mundo Fleegle, y establecer contactocon aquel mundo hasta ahora desconocido.

Colgrave se inclinó hacia adelante en su asiento, tiró hacia él el localizador del Talada,manipuló la palanca del sistema conmutador, y apoyó su mano sobre el dispositivo deactivación, acelerando la velocidad de la aeronave. Siguió luego callado, con la cabezalevantada, un tanto inclinada a un lado, en actitud de escucha.

De alguna parte, desde muy lejos, una profunda y serena voz le estaba dirigiendo unmensaje. "¡OLVÍDELO!", decía.

Colgrave lanzó una perpleja mirada al localizador, lo desconectó, se puso en pie yseguidamente examinó, brevemente el mapa para orientarse y accionó la palanca deimpulso. El Talada comenzó a moverse.

Colgrave desde su asiento, contemplaba en la pantalla un sol amarillo cuyo disco veíadeslizarse lentamente, apartándose de él. Experimentó una momentánea sensación, deque algo estaba ocurriéndole... era como si se nublara su cerebro, algo muy importante,pues podía ahora quedar perdido para siempre. Pero seguidamente lo olvidó. Paralizadasu memoria, se hallaba desconectado de sí mismo... Seguía olvidándolo todo.

LA VISITA DEL DR. RELOJRon Goulart

RON GOULART, autor de esta narración, es un hombre relativamente joven cuyaprofesión es la de redactor publicitario en una compañía de San Francisco, California. Ensus horas libres se dedica a escribir novelas de Ciencia-Ficción, destacando en todasellas, aparte de sus indudables dotes como escritor, un fino humor satírico que hace quesus narraciones provoquen en muchos casos verdaderas carcajadas al lector. En estagraciosa novela nos presenta un hospital del futuro, en el que el automatismo juega elpapel principal de la obra.

Arnold Vesper oprimió con la palma de la mano el resorte necesario para que lamáquina expendedora de flores arrojara una fina lluvia de confeti y pétalos amarillos. Acontinuación dio un golpecito a la máquina y su tarjeta de crédito salió por la ranura dedevoluciones. Recogiéndola, Vesper se volvió con un pequeño gesto de desagrado, y sedirigió hacia las escaleras mecánicas que le conducirían hasta la entrada de visitantes delhospital.

En realidad, él no conocía personalmente al Sr. Keasby. Por lo tanto, no habrían sidonecesarias las flores a no ser por el hecho de que su padre hubiera insistido sobre esteparticular. Bueno, la verdad es que él siempre había hecho demasiado caso de loscaprichos del anciano. Este vivía en una Residencia para Ancianos del tipo Sun Tower enel Sector Laguna, del Gran Los Ángeles. Su padre se había enterado de que su viejocamarada Keasby estaba enfermo en un Hospital Urbano de Caridad y pidió a su hijo quele hiciera una visita en su nombre.

Aquí teníamos, por tanto, al pobre Vesper, haciendo encargos para su padre, a lostreinta años de edad. Bueno, en realidad habría podido prescindir de las flores.

El Hospital Urbano de Caridad número 14 era un edificio de color amarillo pálido y dabala impresión de que toda su fachada fuera de consistencia un tanto pegajosa. La verdades que el amigo de su padre podría haber ahorrado un poco más de dinero de su salariotodos los meses y de esta forma habría tenido derecho a un buen seguro de enfermedady no habría tenido que ir a parar a un Hospital de Caridad como éste. Vesper deseaba decorazón que el pobre viejo no fuera de aquellos que gustaban de interminables historiasacerca de la organización de los centros de alimentación allá por el año de 1990. Bastantetenía con escuchárselas a su padre de vez en cuando.

El portero automático era de los del tipo gordo y rosado. Tan pronto como le vio entrar,comenzó a decir:

—Las visitas terminan siempre a las ocho en punto. Asegúrese de que está fuera delhospital a esa hora y no me obligue a echarle de una forma menos cordial, ¿entendido?

—De acuerdo —dijo Vesper—. ¿Dónde está la Sala 77?

—Vaya hacia la derecha y a continuación hacia la izquierda hasta el corredor cuatro,ascensor G. Suba al tercer piso, al salir tuerza a la izquierda y después a la derecha.Váyase ahora.

Vesper se fue hacia la derecha tal y como le había indicado el robot-portero y al finaldel pasillo torció a la izquierda. Observó entonces que todos los corredores que partían deéste ostentaban letras y no números. Continuó andando, disminuyendo el paso.

De pronto, en frente de él se empezó a abrir una porción del piso, al tiempo quecomenzaba a sonar un timbre en algún lugar del techo. Una camilla con ruedas y mandosautomáticos apareció entonces delante de él, transportando a un individuo robusto, demediana edad, que no dejaba de prorrumpir en gemidos. La camilla emitió un pequeñoruido y comenzó a moverse hacia delante. El timbre dejó de sonar entonces. Vesper sehizo a un lado y se quedó quieto para dejar pasar la camilla, pero entonces se dio cuentade que ésta comenzaba a hacer eses, como si hubiera perdido algún tipo de control. Elpobre hombre que iba en la camilla dio por fin con sus huesos en el suelo, al tiempo quecomenzaba a sonar nuevamente el timbre. Vesper corrió en su ayuda, pero al llegar a sulado se lió los pies con la sábana, una sábana grisácea y llena de manchas, teniendo quearrodillarse para no caer de bruces al suelo. Al dirigir su mirada hacia el paciente se diocuenta de que el pecho de éste estaba lleno de sangre. Su estómago comenzó aencogérsele poco a poco, al tiempo que hacía unos enormes esfuerzos por tragar saliva.Comenzaron a dolerle los oídos y al tratar de levantarse para no mirar aquel cuerpoensangrentado, se le doblaron las rodillas y cayó desvanecido al lado de aquel hombre.

El doctor que estaba a su lado cuando recobró el conocimiento era un humano. Teníala cabeza ligeramente puntiaguda y el cabello le caía sobre la frente en un solo mechónque más bien parecía un cepillo de plástico. Lo más peculiar de su persona era que notenía barbilla.

—Me imagino que no se encuentra usted muy bien —dijo a Vesper.Aquello parecía ser una sala del hospital, con cinco camas orientadas todas ellas en la

misma dirección. Vesper, desnudo a excepción de una chaqueta de pijama que alguienhabía usado anteriormente, se hallaba en una de las cinco. Las restantes estaban vacías.Mirando a través de un ventanuco que había en la parte superior de la pared contraria,pudo darse cuenta de que ya era de noche.

—¿Cómo está aquel pobre hombre?El doctor le hizo un gesto de silencio con los labios.—Será mejor que no hablemos de él. Me pone la carne de gallina su sola mención. He

de confesarle con toda sinceridad que la sangre también a mí me revuelve el estómago.—Bien, ¿y cómo estoy yo? Me consta que me encuentro perfectamente.El médico estaba sentado en una silla, al lado de la cama de Vesper.—A propósito, soy el doctor William F. Norgran y desearía que me diera toda la

información relativa a su caso.—Me he desmayado, simplemente, ¿no ha sido así? —Vesper se movió un poco hacia

atrás para sentarse ligeramente en la cama y prosiguió:—Mire usted, yo he venido a visitar al Sr. Keasby. Es un viejo amigo de mi padre que

está hospitalizado aquí, en la sala 77. Mi padre ya no está para hacer visitas. Además,vive lejos de aquí, en una residencia para Ancianos del tipo Sun Tower, en el SectorLaguna, del Gran Los Ángeles.

—Los viejos me crispan los nervios —dijo el doctor Norgran haciendo un gesto deasco.

—Lo que yo deseo ahora es que me devuelvan mi ropa para poder marcharme —dijoVesper.

—Déjeme que le aclare algunas cosas, señor...—Vesper, Arnold Vesper.

—Señor Vesper, sepa usted que cuando alguien queda internado en el Hospital Urbanode Caridad número 14, ha de pasar por un reconocimiento completo. No podemos hacerlas cosas a medias. Es nuestra obligación principal para con el público usuario.

—Pero yo tengo derecho a los servicios Multimédicos. Si estuviera enfermo no tendríaque acudir a un Hospital Urbano de Caridad. Trabajo para una de las más importantescompañías de Investigaciones Motivacionales, en la sección de Margarinas, y ello me daderecho, como ya le he dicho, a las prestaciones del Seguro Multimédico.

—Entiendo —dijo el doctor Norgran al tiempo que carraspeaba—. Es posible que lehayan ¡retenido algunas cantidades de su sueldo para poder disfrutar de esos privilegios,pero nosotros no podemos hacer demasiado caso de esta circunstancia, teniendo encuenta su estado. Ahora dígame por favor: ¿Ese trabajo de InvestigacionesMotivacionales a que usted se dedica, es en realidad tan divertido como dicen? Lepregunto esto porque mis padres no me dejaron que me graduara en esta técnica y encambio me obligaron a que me graduara en Medicina. Y aquí me tiene usted, sin vocaciónalguna, metido en un hospital de caridad. Cuando estuve como interno del HospitalCinematográfico de Hollywood me pasaba todo el tiempo desmayándome y con unostremendos dolores de cabeza. Quizás es por eso por lo que me metieron en este hospital.

—Es muy difícil abordar un tema sobre Investigaciones Motivacionales sin estargraduado en la materia —dijo Vesper mirando a su alrededor. No parecía haber armariosni cuarto de baño en toda la habitación—. ¿Dónde está metida mi ropa?

—Uno de los ordenanzas automáticos la ha guardado en lugar seguro. Francamente,señor Vesper, es infernal esto de ser un médico humano en un lugar como éste. No existeni una sola probabilidad de sobresalir, máxime teniendo en cuenta las náuseas que meprovoca la sola visión de la sangre. No sé si usted sabe que los Directores de la mayoríade este tipo de hospitales son casi siempre robots. Aquí, el director es un tal Doctor"Reloj" y créame si le digo que no es muy agradable ni nada fácil trabajar bajo susórdenes.

—¿Ha dicho usted Doctor "Reloj"? —preguntó Vesper asombrado.—Rueño, al menos así es como nosotros le llamamos. Los pocos humanos que

conservamos el suficiente sentido del humor, le hemos puesto este sobrenombre a causade los ruidos que produce. Unos sonidos graciosísimos que brotan a veces de su cuerpometálico. Su nombre oficial es el de Doctor Autómata A—12 número 675 RHLW. Un viejoendiablado, créame usted.

Vesper asintió sin hacer comentarios, y dijo:—Deseo irme tan pronto como me haya reconocido. Comprenderá perfectamente,

sintiendo como siente usted esa repulsión hacia la sangre, que lo que a mí me hasucedido ha sido un simple desmayo, sin más consecuencias. A propósito, ¿murió aquelpobre hombre?

El doctor Norgran hizo un gesto negativo con su mano, diciendo:—Dejemos ese tema a un lado. Ahora, señor Vesper, desearía pedirle que me hiciera

usted un gran favor. He de confesarle algo, aunque estoy seguro de que es algo pasajero,y, ello es que he cobrado un espantoso terror a tocar a la gente. Claro que esto no tienenada que ver con usted. Es simplemente una manía que me ha cogido.

—Me parece que no acabo de comprenderle.—Bueno, lo que quiero decir es que preferiría que fuera el mismo Doctor "Reloj" el que

le examinara. Es que yo últimamente me pongo tremendamente nervioso si tengo queexaminar a alguien. Es una tontería de mi parte, ¿verdad?

—Entonces, ¿por qué no deja usted que me vaya de una vez?El doctor meneó la cabeza, como si Vesper le hubiera propuesto cualquier desatino.—Imposible. ¡No, no! Usted ya está siendo sometido a tratamiento y si es cierto que

tiene derecho a las prestaciones del servicio Multimédico, seguramente a estas horas ya

estará su tarjeta de identidad siendo comprobada por los robots-oficinistas, que no dudola habrán hallado entre sus efectos.

—¿Ha dicho usted efectos? Yo creía que solamente se empleaba esta palabra paradesignar las pertenencias de personas ya fallecidas...

—Perdóneme usted —dijo el doctor sonrojándose—. No tiene usted por quépreocuparse, señor Vesper. El personal de Multímedical y nuestros propios jefes están altanto de todo lo que sucede. Usted procure dormirse profundamente ahora, ya que elDoctor "Reloj" no podrá verle hasta mañana por la mañana. Se pasa las noches enterasarriba, en la Sala de Insolación número 3.

—Pero, ¿y mi trabajo?—El hospital notificará lo sucedido a sus jefes. De todas formas, es probable que salga

usted de aquí antes del primer café de la mañana. ¿Tiene usted familia?—Estoy divorciado y vivo en un rancho elevado, en Gower, en el sector de Hollywood.

Tengo un apartamento con dos habitaciones.—Es usted afortunado —dijo el Doctor Norgran al tiempo que introducía su mano

debajo de la cama haciendo funcionar un dispositivo para que éste le hiciera acostarsecorrectamente de nuevo, poniéndole una inyección en la nalga izquierda.

—Es sólo para ayudarle a dormir. Hasta mañana. Confío en que a nadie se le ocurraponerse mal esta noche, pues estaré de guardia hasta el amanecer.

—Espere... —comenzó a decir Vesper, mientras caía profundamente dormido.

Un chirrido le despertó, junto con la visión enfrente de sí de un robot de anchoshombros tocado con una impecable bata blanca, que le observaba detenidamente. Elrobot tenía una mandíbula cuadrada y una muy convincente cabeza con cabello grispeinado hacia atrás. Cerca de los ojos y de la boca le habían trazado unas arrugas paraque pareciera estar siempre de buen humor.

—¿Cómo estamos? —preguntó el robot con una voz agradablemente familiar—. Soy elMédico Autómata A-12 número 675 RHLW, aunque mis jóvenes colegas me llamanDoctor "Reloj". —Guiñando un ojo a Vesper, continuó—: La verdad es que creen que noestoy al tanto de ello. —El guiño del ojo continuaba extrañamente y entonces el Doctor"Reloj" produjo un extraño sonido, al tiempo que ese globo ocular de su ojo derecho salíadisparado de su cuenca.

—Hay que ver las cosas que tenemos que soportar los viejos modelos —dijosuspirando, al tiempo que se agachaba metiéndose debajo de la cama.

—Ya lo tengo —se le oyó decir al cabo de un rato.—Doctor "Reloj" —dijo Vesper sentándose en la cama, al tiempo que el robot, de nuevo

con sus dos ojos en su sitio, se levantaba del suelo a su lado—. Me encuentro en perfectoestado. Lo único que me ha sucedido es que anoche me desmayé cuando iba a visitar aun viejo amigo de mi padre. Un tal Sr, Keasby que está en la sala 77. Sólo deseo que medevuelvan mi ropa para poder irme.

—Abra su boca un momentito. Está bien. —El robot dio un pequeño pellizco cariñosoen la mandíbula a Vesper—. Todo es sumamente complejo en la profesión médica. Estoes algo que he aprendido a costa de muchos años de trabajo y de que se me considereun médico anticuado.

—Seguramente llegaré tarde a mi trabajo. —La ventana indicaba que ya era mediamañana por lo menos.

—Trabajo, trabajo... —dijo el Dr. "Reloj"—. Todos nos pasamos el día corriendo de unlado para otro. Bien, ahora —comenzó dando unos golpecitos en el pecho de Vesper—,inspire profundamente a través. Ya veo, ya veo.

—Mi padre trabajó en el Servicio de Investigación Culinaria durante treinta y nueveaños, hasta su retiro —dijo Vesper mientras llevaba a cabo sus inhalaciones de aire—.Según tengo entendido, él y el señor Keasby trabajaron juntos durante algunas décadas.

—Póngase boca abajo ahora.—Parece como si nadie supiera dónde está mi ropa —dijo Vesper al obedecer las

instrucciones del robot.—Nada pasa desapercibido para mí dentro del Hospital Urbano de Caridad número 14

—contestó el Doctor "Reloj"—. Tan pronto como sus ropas hayan de serle entregadas, elviejo Doctor "Reloj" se encargará de que así se haga. ¿Ha habido muchos casos dedesvanecimientos en su familia? —preguntóle, al tiempo que le pasaba un dedo por laespina dorsal.

—No lo sé a ciencia cierta. Yo me desmayé al ver toda aquella sangre. ¿Consiguiósalvarse aquel hombre? —preguntó, mirando al doctor por encima del hombro.

—Bien, bien —dijo por toda respuesta el Doctor "Reloj", dando un pellizco en la nalgaderecha a Vesper—. ¿Se desmaya a menudo?

—No con mucha frecuencia.—¿Cuál es su idea de lo que es frecuente, jovencito?—Tres veces en toda mi vida.—Entiendo —dijo el robot, al tiempo que emitía un sonido diferente a los anteriores—.

Dígale a su enfermera que le dé como almuerzo "puche" y leche desnatada. Más tardetendré que hacerle unos análisis en la Sala de Investigación número 4.

—Pero si yo deseo irme.—No en el estado en que se encuentra usted.—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Vesper sobresaltado.—No se olvide usted del "puche". Ahora procure descansar.Una vez dicho esto, el Doctor "Reloj" se dirigió hacia la puerta de la sala. Cuando

apenas había dado unos pasos, comenzó a cojear ostensiblemente y tan pronto comohubo traspasado el umbral se vio cómo se balanceaba, cayendo fuera del alcance de lavista de Vesper, acompañado de un ruido estrepitoso.

La cama no le permitió a Vesper que se levantara a ayudarle. Empezó entonces abuscar a su alrededor, hasta que vio un interruptor sobre el que podía leerse la palabraenfermera. Alargó un poco el brazo y consiguió oprimirlo. Al cabo de unos minutos se oyóuna voz femenina que decía:

—La sala 23 debería estar vacía. ¿Quién es el que ha llamado?—Eso es lo de menos ahora —contestó Vesper—, el doctor "Reloj" acaba de caerse en

el pasillo.—No tiene importancia. Suele caerse muy a menudo. Ahora tenga la bondad de

decirme quién es usted.—Mi nombre es Arnold Vesper y lo único que deseo es salir de aquí inmediatamente.Un absoluto silencio fue todo lo que Vesper obtuvo como respuesta a sus palabras.

El doctor Rex Willow movió su labio inferior hasta conseguir que el cigarrillo de colornaranja que estaba fumando se desplazara hasta un ángulo más próximo a su nariz.Parecía ser humano y estaba sentado en el borde de la cama de Vesper cuando éstedespertó de su forzada siesta. El doctor Willow le explicó que él era el médico enviado porla compañía de seguros Multimédicos a la que pertenecía Vesper, y una vez que hubopreguntado a éste acerca de su estado, le dijo:

—Sus compañeros de oficina le estiman a usted de verdad. Aquí tiene esto —de unode los bolsillos interiores de su chaqueta sacó una pequeña caja de cartón y se la tendió aVesper.

La cajita en cuestión sólo contenía tarjetas enviadas por sus compañeros de trabajo, enlas que le deseaban un pronto restablecimiento. "Al menos —pensó Vesper—, podríanhaber mandado tarjetas diferentes", al darse cuenta de que todas ellas eran exactamenteiguales.

Vesper cogió la caja al tiempo que le decía al doctor:

—Hoy me han dejado sin comer. Parece como si se hubiera estropeado el sistema decomunicaciones y la enfermera no me contesta. Me hubiera dado usted un alegrón si mehubiera traído algún alimento en esta cajita. Bueno, en realidad lo único que deseo es queme saque usted de aquí cuanto antes.

—Ya nos ocuparemos de eso a su debido tiempo, Arnold.—Son todas iguales —dijo Vesper, dejando la cajita en la mesita de noche.—Cuando los sentimientos son similares, las formas de demostrarlos pueden parecer

iguales —dijo el doctor Willow levantándose de la cama—. Me alegro de haberle visto,Arnold. Haga el favor de firmarme estas fichas perforadas. Todavía tengo que girar unainspección a los grandes hospitales de pago de otras zonas más pudientes. —A la vezque decía esto, entregaba a Vesper un manojo de fichas perforadas similares a las que seusan en los computadores electrónicos.

—¿Cómo se explica que esté usted aquí? Yo creía que éste era un Hospital deCaridad...

—El Seguro Multimédico va a todas partes. Bueno, en realidad éste no es un malhospital si sólo es para un par de días, o para un caso de urgencia como el suyo, Arnold.Firme ahora sobre esa línea roja. Después firme sobre la línea azul en los impresosazules.

—Mi pluma se la han llevado con la ropa —dijo Vesper.—Use usted la mía.La pluma de Willow tenía grabado el nombre de Seguro Multimédico y, además, una

frase que decía: Le deseamos un pronto restablecimiento.Vesper volvió a insistir:—¿No podría arreglárselas para sacarme de este sitio?—No, sin la completa aquiescencia del director del centro —aseguró el doctor Willow.—Si al menos pudiera disponer de un teléfono... ¿No podría conseguir que me

pusieran uno? Es lo menos que se puede pedir...—Este es un centro benéfico, Arnold, no un hospital de pago. Tan pronto como pueda

levantarse y le permitan dar unas vueltas por ahí, puede usted dedicarse a buscar uno.Me parece haber visto un teléfono en la sala de espera de las visitas. Ahora hágame elfavor de firmar de una vez estas fichas.

—Al menos habrá hablado usted con los médicos que me atienden, ¿verdad? —preguntó Vesper al tiempo que firmaba.

—Naturalmente. El doctor Norgran es una buena persona. El médico Autómata A—12número 675 RHLW es el mejor robot de todos los que trabajan en hospitales de caridad.

—Esta mañana, cuando vino a examinarme, uno de sus ojos se le cayó al suelo...—Bueno, los defectos físicos de un hombre no siempre son reflejo de sus virtudes o

conocimientos.—Pero él no es un hombre, sino una máquina...—Si no termina de firmar de una vez me obligará a aumentar la cantidad que he

anotado en mi tarjeta de crédito, en concepto de aparcamiento. Ya sabe usted lo estrictoque debemos ser en ese respecto.

—De acuerdo —dijo Arnold, terminando de rellenar todos los espacios de los impresos,a excepción de uno en el que se le preguntaba cuáles eran los entretenimientos de sumadre. Willow dijo que no era una pregunta a la que hubiera de contestar necesariamentey cuando ya se iba hacia la puerta, Vesper le preguntó:

—¿No va a decirles que me den algo de comer?—Todo a su debido tiempo —contestó Willow sin volver la cabeza.Ya comenzaba a anochecer cuando dos robots entraron en la sala con una camilla en

la que llevaban a un hombre llamado Skeeman, al que pusieron en una cama, dejandouna vacía entre él y Vesper. Este supo del nombre de su vecino porque el tal Skeeman,un individuo bajito, viejo y amarillento, no dejaba de decirles a los robots:

—Llamen al doctor Wollter y díganle que Milto Skeeman ha vuelto a tener lo mismo.Los robots asintieron con una sonrisa, al tiempo que manipulaban el resorte necesario

para que la cama hiciera dormir al paciente.—¿A qué hora es la cena? —preguntó Vesper.—No exija usted nada, que al fin y al cabo no paga ni un céntimo —contestó uno de

ellos.—Los pacientes inteligentes son los peores —dijo el otro—. Sólo piensan en comer,

comer constantemente...—También deseo levantarme para ir al cuarto de baño.—No se preocupe por eso. Su grande y lujosa cama ya sabe lo que tiene que hacer en

estos casos.Y efectivamente, tan pronto como se hubieron ido los robots, la cama demostró que

sabía lo que tenía que hacer...

Vesper calculó que serían las siete u ocho de la tarde cuando vio entrar un poco de luza través del ventanuco. Se oyó un ruido en la puerta, ésta se abrió, y apareció el Doctor"Reloj".

—¿Cómo nos encontramos? —le preguntó a Vesper.—¿Por qué va usted sentado en esa silla —preguntó Vesper asombrado.El Doctor "Reloj" manipuló la silla de ruedas para acercarse al borde de la cama de

Vesper y le contestó:—Mis problemas carecen de importancia como para que hablemos de ellos. Hablemos

de usted ahora. Hummm... Parece como si el "puche" que le he prescrito no hubiera dadoel resultado apetecido.

—Hoy todavía no me han dado de comer. Me muero de hambre. Además, cuando nocomo, me suelen dar unos dolores de cabeza terribles y se me revuelve el estómago.

El Doctor "Reloj" levantó el brazo y se acarició su grueso cabello gris, como si estuvierameditando.

—Terribles dolores de cabeza, náuseas... Ya me lo imaginaba... Hijo mío, déjeme quele diga algo: Desde que hemos entrado en el siglo XXI, la Guerra Fría se ha intensificado.Es razonable que sea así, toda vez que no podemos confiar en la mentalidad oriental.Aunque aparentemente no haya armas sobre la superficie del globo, tenga usted por bienseguro que el guante de acero esconde un puño de terciopelo.

—Según creo recordar, no ha empleado muy correctamente el símil —corrigió Vesper.—Bueno, lo único que quiero hacer resaltar es que durante todo este tiempo los

orientales han estado usando armas sutiles contra nuestro país —dijo el Doctor "Reloj"riéndose—. Usted no se imaginaría jamás que una de las más temibles armas jamásconocidas por la humanidad, ha sido descubierta por un humilde médico, en el interior deun humilde hospital de caridad. Claro que la inmensa mayoría de los mártires han tenidocasi siempre unos antecedentes humildes. Y quiero que sepa que también han existidoalgunos mártires felices entre nosotros, los robots. Puede que yo no sea humano, peroamo profundamente a nuestro viejo país y hago todo lo posible por combatir a nuestrosenemigos, dentro y fuera de nuestras fronteras. En aras de ese sentimiento, he trabajadointensamente hasta descubrir el Germen de Contagio DDW.

—¿Qué germen es ese? —preguntó Vesper profundamente intrigado.—El Germen de Contagio DDW —dijo el robot con voz temblorosa por la emoción—, es

la más temible de sus armas. Los orientales nos lo envían para debilitar a nuestrosciudadanos. Arriba, en la Sala de Insolación número 3, tengo en tratamiento a docenas depobres víctimas. Nadie, absolutamente nadie fuera de este hospital, ha podido determinarla existencia del Germen de Contagio DDW. Nadie sabe tampoco que yo he estadodedicado exclusivamente al descubrimiento del mismo. Algún día lo sabrán y entonces

quizá se les ocurra erigir una estatua en mi honor. La primera de las estatuas erigidas enmemoria de un robot.

—Mi enhorabuena, doctor, pero dígame: ¿cuándo me será permitido salir de estehospital?

—Nadie puede decirlo —contestó el Doctor "Reloj"—. Lamento profundamente tenerque comunicarle que usted es una de las víctimas del Germen de Contagio DDW.

Vesper volvió a ponerse la mano sobre la frente. La enfermera automática nunca lehabía dicho cuál era su temperatura, pero él sospechaba que había tenido fiebre desdehacía varios días. Debía haber algún mecanismo estropeado en la unidad calorífica de lasala de insolación en la que se encontraba ahora. El termostato estaba empañadohaciendo difícil el asegurarse de que la habitación estuviera o no demasiado caliente enocasiones.

A veces, cuando paseaba de un lado a otro de la habitación, tenía que echar mano delpañuelo que le habían puesto en el bolsillo del pijama, para secarse el sudor que leinundaba todo el rostro. También su pecho se hallaba siempre bañado en sudor. Pensóque el servicio de esta sala era francamente mejor que el de la sala que había ocupadoanteriormente. Aquí en la Sala de Insolación número 3, le daban de comer bastante bien yademás le permitían hacer una hora de ejercicio por la habitación todos los días.

De pronto, le pareció sentir que alguien llamaba con los nudillos en la ventana de vidriode su habitación. Al volverse hacia ella, pudo ver que se trataba del doctor William F.Norgran. El doctor humano, desde fuera, le habló por medio de un megáfono:

—Le ruego que me excuse por no haber venido a verle antes. Estas terriblesenfermedades me descomponen.

Vesper estuvo a punto de decirle que en realidad no tenía enfermedad alguna, pero secontuvo. En realidad no se encontraba nada bien, con aquella fiebre que le hacía sudarintensamente... El Doctor "Reloj" parecía estar al tanto, de todo lo relativo al Germen deContagio DDW, aunque no hubiera dado a Vesper una explicación muy completa relativaa la naturaleza del mismo.

—Le comprendo perfectamente —contestó al doctor Norgran.—Considerando todo lo que le ha sucedido —dijo el médico— parece como si se

encontrara usted un poco mejor.—El Doctor "Reloj" me ha dicho que estoy recuperándome lentamente.La cara del doctor Norgran comenzó a ponerse pálida en forma súbita. —Demasiado —

dijo— ya he visto demasiado de usted. Lo lamento, pero he de irme. Ya volveré a visitarleen otro momento.

Vesper observó cómo se alejaba, al tiempo que la cama le ordenaba que volviera aacostarse.

Al cabo de unos días, Vesper renunció a sus paseos por el interior de la habitación y lacama no volvió a insistirle sobre el particular. Sabía que estaba luchando contra elGermen de Contagio DDW, pero esta lucha le fatigaba más y más cada día. Además, lahabitación se olvidaba a veces de darle de comer y la unidad de calor parecía estardescompuesta totalmente, ya que con frecuencia se despertaba presa de un calor infernaly en cambio, la temperatura bajaba a temperaturas polares en otras ocasiones. Todo estohacía que el pobre Vesper se encontrara francamente deshecho. A veces se tomaba elpulso a sí mismo, de la misma forma que se lo había visto hacer al Doctor "Reloj".

Sus compañeros de oficina habían dejado de enviarle tarjetas deseándole una prontarecuperación. Bueno, de todas formas, la Unión de trabajadores le garantizaba su empleomientras se hallara enfermo. Además, el seguro debía abonarle 52 dólares por cada díade enfermedad. El doctor Rex Willow no había vuelto a visitarle, ya que le estaba

prohibido entrar en la Sala de Insolación número 3... Sí, eran exactamente 52 dólares lacantidad que el seguro tendría que abonarle por cada día de enfermedad...

—¿Cómo se encuentra mi joven paciente? —entró preguntando el Doctor "Reloj",todavía acomodado en su silla de ruedas.

—Creo que me encuentro un poco mejor —respondió Vesper.—Hummm. Los síntomas se están haciendo más palpables cada día que pasa.

Realmente insidioso. Presiento que no está lejano el día en que abunden sanatorios entodo el país, dedicados a esta lucha contra el Germen de Contagio DDW. Quizásdediquen una isla entera a este propósito. Me pregunto si algún día también llegarán acanonizar a un robot. No importa. La idea debería estar en los corazones y mentes delpueblo. No se puede sancionar esa falta de una forma oficial, en cualquier caso.Permítame que le eche una ojeada a su lengua.

—¡Ahhh! —dijo Vesper, demasiado fatigado para incorporarse en el lecho.—Bien, bien —dijo el robot.—¿Algo anormal?—Vamos haciendo progresos, no tema.—Doctor "Reloj", quiero que sepa que al principio no supe apreciarle a usted en todo su

valor. Ahora, por el contrario, he de decirle que le estoy agradecidísimo, por haberdiagnosticado esta terrible enfermedad y por haberme ayudado a combatirla.

—Haga el favor de darse vuelta; tengo que ponerle una inyección.—Además, doctor, creo que he llegado a confiar plenamente en usted.—Sí, no hay duda; todos me llaman Doctor "Reloj" a mis espaldas pero saben que

pueden confiar en mí plenamente—. Al mismo tiempo que le ponía la inyección a Vesper,el robot comenzó a rechinar de una forma diferente a las anteriores. —Deben confiar enmí.

—Yo también lo creo ahora —dijo Vesper.—Deben confiar en mí, deben confiar en mí, deben confiar en mí, deben confiar en mí,

deben confiar en mí, deben confiar en mí, deben confiar en mí, deben confiar en mí...Vesper, al cabo de un largo rato cayó profundamente dormido, sin que el Doctor "Reloj"

hubiera terminado su parlamento...

CREADORES DE DECISIONESJoseph Green

JOSEPH GREEN es un autor americano que ha cosechado innumerables éxitos conuna serie de historias aparecidas, en las revistas de habla inglesa de ciencia ficcion, enlas que explora las más amplias posibilidades de las formas de vida y culturadesconocidas. En este relato —uno de los primeros—, destaca por una imaginaciónbrillante y plena de colorido.

I

El-que-toma-las-decisiones nadaba lentamente a poca distancia de la superficieescuchando el vasto latido que era la vida de su pueblo. Había pasado algún tiempodesde su última comida y sus ojos, atentos a este imperativo primordial, estaban alertapara atrapar la presa. Pero el azar de la caza no perturbaba las funciones puramentementales que moraban en la parte colectiva de su cerebro.

Se remontó a la superficie en busca de aire, y lanzó una ojeada al Lugar-de-Reuniónde los humanos, mientras tenía la cabeza fuera del agua. Los redondos edificios grises se

amontonaban a modo de enormes hongos a lo largo de la rocosa orilla a unos ciencuerpos de distancia, apenas entrevistos en medio de la tormenta de nieve que el vientohabía traído de las montañas.

Al sumergirse de nuevo, tuvo una momentánea visión de algo oscuro y pulido a suizquierda. El pez le vio e intentó huir, pero lo hizo demasiado tarde. De una soladentellada, el que-toma-las-decisiones le arrancó la cabeza cuando aún estaba enmovimiento, se la tragó y, luego, asió su cuerpo con sus membranosos dedos y acabócon él, de dos nuevas dentelladas.

El-pez-que-vuela viene, Aquel-que-toma-las-decisiones, dijo algo que venía proyectadocon fuerza desde el Sur. Era una voz proveniente de varios individuos, que venía,acompañada de la clara imagen de una pequeña nave alada.

Nadó otra vez a la superficie y dirigió la vista al cielo, hacia el Sur. La nave erademasiado pequeña para ser vista pero la localizó por el brillo de sus fulgurantes retro-cohetes.

Más tarde, la llamarada se fue tornando trémula e imprecisa a medida que se sumergíaen el horizonte.

Pidió refuerzo a todos los que estaban en su zona; lo recibió y se proyectó haciaadelante. En su acelerada progresión no tardó en dar con la nave que avanzaba ahorarápidamente en su dirección. Y efectivamente, El-que-toma-las-decisiones entre loshumanos se hallaba en su interior.

—He hecho que nos situemos en una órbita polar, Conciencia Odegaard —dijo el pilotodel transbordador a su único pasajero—. El control de tierra anuncia que la ventisca sedespejará cuando demos una vuelta. Voy a despolarizar la placa visora del suelo para quepueda usted echar una ojeada a Sister mientras esperamos.

Pulsó un mando y el piso, entre sus asientos, se tornó primero de un tono y luegotransparente. Penetró en el interior la intensa luz de Capella G. Bajo ellos, extendiéndosede forma interminable hacia el horizonte, se hallaban millas y millas de agua de un colorazul intenso.

Alian Odegaard contempló con un interés más bien hastiado, el acuoso paisaje.Estaban moviéndose hacia el polo norte del planeta y no tardaron en descubrir el relievede un continente. Distinguió una estrecha franja de hielo atalayando una orilla baja yrocosa.

—La base se encuentra allá abajo —dijo el piloto, señalando con el índice.Alian echó una ojeada hacia donde indicaba con el dedo, pero sólo vio las nubes, que a

causa de la ventisca, estaban teñidas de blanco. Al moverse hacia el interior, las nubesquedaron atrás y entonces avistó grandes montañas de cimas escarpadas, en unainmensa formación anular, característica ésta, la más destacada del Continente. Unaligera capa de hielo cubría la mayor parte de las tierras bajas entre los picos, que brillabay centelleaba a la luz del sol. "Igual que un diamante tallado en el escaparate de unajoyería", pensó Alian. Y luego volvieron a encontrarse encima del mar.

Allí se ven los primeros picos de Atlantis —dijo el piloto, señalando de nuevo con eldedo. Alian vio tres pequeñas islas flotando como esmeraldas en el agua azul,curvándose las dos últimas agudamente hacia la izquierda. Después, el paisaje se hizomonótono hasta que alcanzaron el continente austral, donde las montañas parecían máselevadas y la capa de hielo todavía más tenue.

Alian se recostó en su asiento, relajándose. Sabía que había visto toda la zonaterrestre del planeta. Sister, o Capella G. Ocho, como era más conocido, era deapariencia menos interesante que la mayoría de los planetas, y ahora, el más hermoso deellos le parecía enojoso después de permanecer tanto tiempo fuera de casa. Tras sumisión, insistiría en volver a la Tierra, aunque sólo fuese de vacaciones. Un "FilósofoPráctico" no podía permitirse el lujo de perder el contacto con el pueblo al querepresentaba.

El piloto era bueno y al posar el aparato apenas rozó la pista. Un hombretón sonriente,con ropa adecuada para combatir el frío, esperaba a Alian y le ayudó a quitarse el casco.El viento era tan helado y cortante que casi sofocó sus primeras aspiraciones.

—Soy el jefe de la base, Zip Murdock —se presentó el hombretón, con voz cordial—.Esta es Phyllis Roen, nuestra bióloga.

—Siento ser la responsable de haberle traído aquí, Conciencia Odegaard. Zip y losdemás no creen que exista la menor dificultad —dijo la mujercita menuda que se hallabajunto al hombrón.

Murdock echó una ojeada hacia arriba, a la escotilla de la nave, donde el piloto estabaya accionando la pequeña grúa.

—No nos necesitan para la descarga —dijo—. Vayamos adentro para que puedainstalarse. Luego Phyllis le pondrá al corriente de nuestro problema en el supuesto de quetengamos alguno.

El sol se había ocultado tras una hoya entre las escarpadas montañas del Oeste ydensas sombras inundaban el terreno. Alian se encaminó en compañía de ellos hacia losedificios de esponjoso caucho que se agolpaban en la base de un cerro rocoso, unosdoscientos metros hacia el interior. Desde el cerro al mar, el terreno había sido despejadode roca desprendida, formándose a los lados dos largas pilas de cantos rodados. La mitadde la zona despejada más próxima a la playa era utilizada como campo de aterrizaje.

Habían adelantado sólo unos pasos cuando tras ellos se oyó un potente grito deadvertencia. Alian se volvió, viendo que la escena había cambiado súbita yespectacularmente. Desde detrás de las paredes rocosas próximas al agua, y desde elmismo océano, volaban en dirección a los terrestres, guijarros del tamaño de un puño.

—¡Son los becerros marinos! —dijo Phyllis, con el espanto reflejado en la voz.Murdock había sacado ya una pistola láser, que brillaba a la luz evanescente. No se

veía atacante alguno; sólo aquellos pedruscos que no parecían surgir de ninguna parte yvolaban hacia ellos. Tras unos instantes, al no saber que hacer disparó en dirección a unmontón de rocas próximo. La peña alcanzada centelleó un segundo, absorbiendo el calor,mas no toda la luz. Otros haces comenzaron a relampaguear cuando el equipo dedescarga entró en acción y la pequeña zona de aterrizaje se convirtió en una fantásticamezcolanza de luminarias multicolores. Como resultado se produjo una temblorosa, perosuficiente, iluminación.

Alian descubrió un primer animal con alguna claridad, cuando abandonaba el abrigo delas rocas y corría hacia el agua, arrastrando a un compañero herido. Eran criaturas muymenudas, sólo de la mitad de su propia estatura que se movían con un extraño y ridículobalanceo de una a otra pierna, con un andar de apariencia muy torpe, pero, que enverdad, era pasmosamente rápido. Murdock los vio también y les apuntó con su arma,pero el rayo de su disparo fue a hacer impacto en el lugar en el que estuviera el animal alzambullirse en el mar. Y, de improviso, las criaturas habían desaparecido. Todo volvía aestar tranquilo y la oscuridad se extendía rápidamente sobre la pequeña playa.

—Esos pequeños diablos se están volviendo más audaces cada vez —dijo Murdock,enfundando su arma—. Este es el primer ataque a la luz del día en tierra firme.

Alian se detuvo y tornó uno de los pedruscos que les habían arrojado. Era una piedra,en apariencia de obsidiana, y había sido labrada a mano hasta formar varias agudasaristas, que tenían fuerza suficiente para penetrar en un traje espacial. Era un armaprimitiva... pero mortal.

—¿Cómo pudieron lanzarlos a tanta distancia? —le preguntó a Phyllis, y antes de queéste pudiera responder, una voz excitada gritó:

—¡Miss Roen! ¡Miss Roen! ¡He encontrado a un muerto entre las rocas!¿Quiere ustedver el cadáver?

Alian advirtió que vacilaba de modo evidente antes de responder.—Sí, por favor, llévelo al laboratorio.

—Será mejor que me quede aquí para comprobar el daño que pueden haber causado—dijo Murdock, yendo hacia un hombre que yacía en el suelo cogiéndose un brazoensangrentado—. Si quiere usted acompañar a Phyllis, Conciencia Odegard...

Al aproximarse a los edificios, Alian vio a dos centinelas, de pie sobre las alturasrocosas, desde donde podían dominar toda la zona. Grandes reflectores iluminaban consu resplandor el terreno próximo a los edificios. Era evidente, que aquel grupo de civileshabía aprendido a refugiarse en una disciplina poco menos que militar en Capella G.Ocho. No había cámara intermedia de presión, pero el personal de la base habíaconstruido una antesala en la que colgaban trajes espaciales y ropas idóneas parasoportar el crudo clima. Alian se quitó el traje espacial con un suspiro de alivio. Al volversepudo comprobar que Phyllis Roen se había despojado de su ropa de abrigo y le estabaesperando.

La mujercilla era, sin duda, eurasiática, de cabello muy negro veteado cíe gris yfacciones regulares, sin llegar a bellas. Estimó su edad en unos treinta y cinco años.Pensó que aún tenía muy buena apariencia, lo cual era otro síntoma alarmante de quehabía estado demasiado tiempo ausente de la Tierra.

—¿Le gusta lo que ve, Conciencia Odegaard? —preguntó Phyllis, no sin un asomo deironía en la voz, pese a su apariencia sonriente.

El comprendió que se había quedado mirándola como embobado y respondiórápidamente.

—Lo siento. Y, por favor, llámeme Alian.Hizo una pausa, no deseando explicar que Conciencia era más bien una denominación

populachera que un título auténtico y que ya estaba harto de oírla. Su título de doctor enfilosofía, era su calificación principal, pero para obtener la nominación de Filósofo Prácticose requerían licenciaturas en Ciencias Políticas, Psicología Extranjera, Sociología yBiología. El pueblo, al enterarse de las responsabilidades excepcionales que se exigían alos Filósofos Prácticos, los había bautizado en seguida con el apelativo de "Concienciasde la Humanidad". Y el nombre había hecho fortuna.

La humanidad necesitaba una conciencia en los tiempos que corrían. Su rápidaexpansión y la colonización de la galaxia, la estaba poniendo en contacto con docenas deformas de vida completamente nuevas y con, al parecer, ilimitadas variantes de las yaconocidas. De modo reiterado, se había planeado la cuestión de si las criaturas extrañasde los mundos habitados eran animales o seres racionales y habían sido tomadasalgunas decisiones erróneas anteriores a la creación del Cuerpo de los F. P. Laexhaustiva rutina académica desanimaba a todos excepto a los más intrépidos y había enla actualidad menos de una docena de "Conciencias", aunque ellos habían logrado, encierto modo, reducir a términos conocidos el problema. Por lo menos, los románticosCapitanes del Servicio Espacial no declaraban ya que un planeta no era idóneo para lacolonización, debido a que sus hormigas, de tamaño desmesurado, tenían instintosinsólitamente desarrollados.

Esta vez, la sonrisa de ella fue más sincera.—Está bien, Alian; estamos a la recíproca. Ahora, si quiere venir conmigo, le llevaré a

dar una vuelta. Después de la cena echaremos un vistazo al becerro marino muerto.

II

El cuerpo de Aquel-que-toma-las-decisiones se hallaba relajado en un estado deperezosa somnolencia, que era lo más parecido al sueño. No obstante, su mente colectivase hallaba aún en actividad. Al moverse de manera automática hacia la oscura superficiepara aspirar el aire, volvió a considerar el tema de la existencia de uno de su clase entrelos humanos, decidiendo, por último, que en la actualidad, había excesivas incógnitas porresolver. Era incapaz, de llevar a cabo la misión para la que había sido creado.

Podía (y así lo hizo) llegar a una conclusión y comunicarla a los individuos cuyaconciencia se sumaba en su mente, lo que hacía de él uno de Aquellos-que-toman-las-decisiones. Y aquella conclusión era la de que, por el momento, su pueblo no llevase acabo más ataques. El paso siguiente había de corresponder a los humanos.

En la cena, Alian trabó conocimiento con casi la mitad de los cuarenta científicos de labase, comprobando que predominaba un ambiente de placentero optimismo. En algunasbases menores de mundos encarnizadamente hostiles, había visto que el aislamiento y lasoledad socavaban y enturbiaban las relaciones personales hasta tal punto que todos loscomponentes de la base estaban dispuestos al asesinato. Al citarle Phyllis nombres yprofesiones, le sorprendió que en el grupo predominaran los meteorólogos, y expertos englaciares. Lo más corriente es que fuesen químicos, biólogos, y los recién creados"Ajustadores ambientales".

Zip Murdock no se presentó a cenar. Al parecer, se hallaba ocupado en el exterior conel equipo de descarga.

El estruendo que los cohetes de las naves hacían al partir se dejaba notar a través delas paredes refrigeradas mientras Phyllis conducía a Alian al laboratorio. El vítulo yacíasobre la mesa en la fría estancia ventilada por la atmósfera exterior. Phyllis sacó ropaligera pero de abrigo para ambos. Luego entraron.

Alian examinó la forma postrada sobre la mesa, con su lisa piel desgarrada por unprofundo y chamuscado boquete en el cuello. Era la cabeza lo que llamaba másintensamente la atención en el animal. En la cara lucía una nariz negra y chata, largosbigotes y una frente redondeada que se alzaba, bruscamente, sobre la faz. Pero sucuerpo desvanecía cualquier impresión primera. La parte inferior del abdomen estabarematado por dos cortas piernas que a su vez concluían en grandes pezuñas planas. Losmiembros superiores, aunque también cortos, disponían de una sección unida y susextremidades estaban formadas por dedos cartilaginosos, con una tenue membranaintermedia.

Alian recorrió con sus expertos dedos la musculatura de una de las piernas. Losanchos músculos anteriores y posteriores eran de igual tamaño. Y si bien resultaban muyapropiados para la natación, apenas servían para caminar. Sin embargo, había visto ados de aquellos seres correr a gran velocidad cuando se retiraron después del rápidoataque al campo de aterrizaje.

Preguntó a Phyllis cómo se las componían aquellos seres. Ella sonrió con un pícaromohín de su carita.

—Se burlan de nosotros, Alian. Son más adaptables al medio de lo que parecen.Alzó una de las pezuñas, separándola de la mesa, y sostuvo la pata con la otra mano

haciendo que se moviera lentamente. La pata se levantó hasta quedar perpendicular alcuerpo y pudo comprobar que se hallaba encajada en un alvéolo óseo muy flexible.Phyllis dejó la pezuña, puso de costado a la criatura y dio la vuelta a la otra pezuña endirección opuesta. También describía el mismo movimiento perpendicular.

—Una pata anterior y otra posterior. Un dispositivo muy estable —observó Phyllis—. Semueven con relativa facilidad en tierra firme, aunque parezcan torpes. Además ya viocómo arrojaban piedras con los brazos.

—No son los brazos. Mire lo que encontraron junto a este individuo. Alian fue hacia otramesa y cogió de ella un fragmento de piel lisa, que Phyllis no había visto, y la plegó porsus extremos. Una amplia sección del centro se ahuecaba formando una especie debolsa.

—¡Una honda!¡Además, están armados con eso! En la voz de Phyllis se advertía unacento de terror. —Bien, esto debería convencer a Zip, si es que necesita convencerse.

—¿De que los becerros marinos son inteligentes? Lo dudo. Los animales han usadoanteriormente instrumentos de este tipo.

—Sí, pero... éstos han podido evolucionar de esa manera. Llevan un existenciareducida casi al medio acuático y los únicos artefactos que hemos visto han sido lanzasde basalto aguzado. Esta es un arma de tierra firme. La acaban de inventar paraemplearla contra nosotros.

—Aunque todo ello es muy interesante, no constituye aún prueba suficiente. Segúntengo entendido, este continente que están ustedes intentando colonizar, ha sido tierrafirme varias veces anteriormente. Es muy posible que esas criaturas hayan usado en otrotiempo la honda, y retenido en su instinto la manera de fabricarla.

—Una explicación mucho más razonable que la de su posible inteligencia —intervinouna nueva voz.

Alian se volvió y vio a Murdock entrar en la fría estancia, proveniente del exterior. Elhombrón sacudió los pies contra el suelo para quitarse la nieve adherida a las botas, yavanzó hacia la mesa.

—Hum... Estaba bien cebadito. Tomémoslo en la cena de mañana, nena.—¡Zip, por favor!¡Ya he sufrido bastante pensando que nos hemos comido más de uno!—Y tenían un ligero sabor a pescado, y nada desagradable por cierto —adujo en tono

jovial Murdock—. Es mejor que las conservas y los concentrados, sin lugar a dudas. Voy amudarme, y luego a comer. Y usted, Conciencia Odegaard, no deje que esta aturdidamujercita le llene la cabeza de tonterías.

—No saco conclusiones prematuras —dijo Alian con prudencia.Murdock y la mayoría de los científicos de aquel lugar eran funcionarios universitarios,

enviados a aquel lugar como representantes de sus sociedades educativas respectivaspara elaborar juicios concluyentes sobre las posibilidades de colonización. Tenían casidesbancadas ya las sociedades particulares y el gobierno se había visto obligado a tomarcartas en el asunto para el establecimiento de los oportunos contratos. Los citados tenían,por tanto, un gran interés personal en que su decisión fuera contraria a los animales, puesal establecerse el servicio de información se admitió como norma política que seabandonaría el planeta a sus nativos propietarios, cuando éstos tuvieran vida inteligente.

—Magnífico; la nena tiene raros prejuicios sobre la cuestión. Así pues, hasta la noche.Después de que cerrara la puerta tras de sí, Alian se volvió hacia la mujercita y le

preguntó:—¿No le habla con demasiada familiaridad, incluso tratándose de un grupo civil, y no

militar como es el suyo? Ella le dirigió una fría mirada.—Quizá, pero se debe a que tiene derecho a ello. Hemos firmado un contrato

matrimonial de prueba, y pensamos contraer matrimonio en toda regla cuando volvamos ala Tierra.

—Ali, ya comprendo. Es extraño, no habría creído jamás que fuesen ustedes decaracteres compatibles el uno con el otro.

Ella se encogió de hombros.—¿Y quién dice que lo seamos? Acaso se trate sólo del impulso sexual y de la

promiscuidad en que vivimos. Pero, en cualquier caso, vivimos juntos y hemos sidoabsolutamente felices hasta que comenzamos a discutir sobre los becerros marinos. Tuveque insistirle para que le trajeran aquí, y pasará mucho tiempo antes de que me loperdone.

Alian empezó a desear de todo corazón no haberse aventurado por terreno tanpersonal. Era una presunción por su parte y su respuesta le había hecho sentirse mássolo que nunca, dándole a tascar de nuevo el freno de la amargura. Kay se habíadivorciado de él en cuanto supo que iba a trasladarse al espacio; no quería ser una"viuda" virtual eternamente a la espera. Se había vuelto a casar antes de que él terminarasus estudios y había abandonado la Tierra y, cuando fue a ver a sus pequeños, su hijaestaba ya llamando papá a otro hombre.

La vida de un hombre que vivía en el espacio era bastante dura, pero, por lo menos,retornaba a la Tierra, aproximadamente, una vez cada dos años. Alian no había vuelto enocho años. Un planeta tras otro, ese era el mundo en que se movía un Filósofo Práctico,solicitado en uno tras otro de los mismos para que resolviera sus problemas. Y era tanvasta la red de exploración que tenía montada la raza que los nuevos mundos aparecíancon mayor rapidez con que los Filósofos Prácticos podían tomar sus decisiones. A no serque se rebelase, podía muy bien pasarse el resto de su existencia saltando de mundo amundo, sin poseer jamás una auténtica vida privada.

Alian se batió en rápida retirada.—Me gustaría ver sus apuntes. Usted ya ha practicado una disección —dijo, mientras

se dirigía hacia la puerta—. Mañana llevaré a cabo yo mismo la de este ser.—Desde luego —respondió Phyllis, cambiando también de tema—. Hice varias, y

jamás vi un cuerpo mejor adaptado para la natación y para la locomoción terrestre, perosu cerebro es... muy extraño. Tiene usted que verlo por sí mismo.

La mujer le acompañó hasta su aposento y, acto seguido le abandonó diciendo que lovería más tarde en la sala. Alian encontró su equipaje sobre la litera y, una hora mástarde, duchado, afeitado y con una muda limpia, se dirigió al encuentro de los demás. Enla sala se encontraba casi todo el personal de la base libre de servicio, incluyendo aMurdock.

—¡Venga a sentarse a mi lado, Alian!—le gritó el hombretón—. Tomemos una copajuntos.

Murdock estaba bebiendo maquella, un brebaje de escasa concentración alcohólica deCentaurus Cuadro, que no producía resaca alguna. Alian aceptó un vaso y tomó asiento.

—¿Qué opina de cómo van las cosas hasta el momento? —preguntó en tono amableMurdock.

—Apenas conozco los pormenores suficientes para poder opinar. ¿Podría darme unaidea general de cuáles son sus planes? Me ha sorprendido observar que Phyllis es elúnico biólogo de la base. Y es sin embargo, la primera vez que he topado con un equipode evaluación con tan elevado porcentaje de expertos en glaciares.

—Podría hablarle del tema toda la noche —intervino Phyllis, que se hallaba sentada alotro lado de Murdock—. Pero la razón básica es la de que Sister es tan parecido a laTierra, que no se precisan en realidad, químicos ni biólogos. El único problema auténticoque se nos plantea es promover la colonización de Atlantis y la opinión general es la deque puede llevarse a cabo con un simple cambio en el clima.

—Sí, todo lo que se requiere es una nueva era glacial —dijo Murdock con una risita—.Pero para darle a usted alguna referencia, le diré que la temperatura media de Sister esalgo más elevada de lo que los humanos desearían, y es casi inexistente la superficie detierra firme.

A primera vista el aspecto es muy poco prometedor. Pero este planeta posee unapeculiaridad muy interesante. Las tres masas principales de terreno, los dos polos yAtlantis, tienen una característica en común: un gran círculo de montañas volcánicasrodeando una zona de tierras más bajas. Atlantis es la mayor y más baja de las tres zonasy se halla sumergida casi por completo. Nuestra intención no es elevar el continente, sinohacer que descienda el nivel del océano.

El medio para llevar a caso nuestro propósito es, hasta cierto punto, sencillo. Sister —apesar de su elevada concentración de vapor de agua en el aire— apenas tiene un nivel deprecipitaciones apreciable. La atmósfera es excepcionalmente pura, debido a la reducidasuperficie de terreno que no se halla bajo las aguas y a la exigua actividad volcánica. Hayademás, muy poco polvo que sirve de núcleo de sublimación para los gotas de lluvia. Lasprecipitaciones dependen casi por completo de los núcleos gigantes de condensamientoque son de un índice muy escaso también a causa de que los océanos poseen un gradode salinidad muy bajo y debido a que hay muy poco cloruro de sodio en el aire. En

resumen, nos proponemos activar el grado de precipitación haciendo estallar la máspequeña de las cuatro lunas, de modo que la mayor parte de su materia se convierta enpolvo. Reduciremos su velocidad orbital por medio de las explosiones y formaremos en laatmósfera superior una lluvia de polvo que persistirá durante años. Y entonces laprecipitación se elevará en varios millares por ciento por encima de lo normal. Esta caerásobre ambas regiones polares en forma de nieve y su rápida acumulación en los doscontinentes irá haciendo que aumenten los bancos de hielo mientras se halle en el interiorde los misinos un porcentaje considerable del agua del planeta. El nivel oceánicodescenderá en más de cien metros, según nuestro cálculo aproximado, y ello hará que seeleve sobre la superficie todo el anillo de montañas y, más o menos, la mitad de la zonainterior de Atlantis. Además, la temperatura descenderá a límites soportables y ya seráposible el establecimiento de colonos.

—Parece todo demasiado sencillo —dijo Alian, en tono de sorpresa.—Esta no es más que la explicación en términos muy generales. Hemos de determinar

todavía unos cuantos detalles importantes, como son, por ejemplo, los grandes espejossolarse que hemos de colocar en cada polo para estimular artificialmente las tierras firmesya existentes, y convertir la nieve en hielo mediante una continua fusión y nuevacongelación subsiguiente; el problema de los cuatro espejos que pensamos colocar sobrelos que serán los mayores lagos del continente con el objeto de secarlos y estimular elgrado de precipitación acuosa; el curso de los ríos que deberá ser trazado cuando el nivelinferior del océano comience a hacerlos fluir; y por último, otros mil detalles menores,algunos de los cuales ni siquiera podemos anticipar ahora. Será éste el primer intento de"terraformizar" un planeta entero por medio del control climatológico. Pero si el plan dabuen resultado, en un plazo de cien años habrá veintenas de Atlantis en donde crezca lahierba, y no olvide que se trata de una zona de terreno de casi ocho millones dekilómetros cuadrados. Las actividades agrícolas de los colonos mantendrían a un nivelelevado el volumen de polvo y harían que perdurase indefinidamente el nuevo régimen deprecipitaciones.

—Es una empresa ingente, pero todos confiamos en poder llevarla a término —manifestó seriamente Phyllis—. Si se compara esta gran superficie a las reducidas áreasde algunos de los nuevos planetas, en los que cada pie cuadrado de terreno ha de sertratado y vuelto a tratar antes de que se puedan cultivar en ellos plantas terrestres, puedejuzgarse la magnífica oportunidad que esta empresa nos depara.

—Sí, hemos extraído no menos de doscientos núcleos de las áreas más elevadas deAtlantis —prosiguió por su parte Murdock—, lo que nos ha permitido cerciorarnos de quese han elevado e inundado tres veces en los pasados cien mil años, sin duda comoresultado de una actividad volcánica que ha motivado un aumento temporal en el nivel depolvo. La flora era más extensa con el reflujo de las aguas y contamos con una espesacapa de suelo rico en humus, sobre el que es fácil asentar toda una economía. En el mares muy abundante tanto la flora como la fauna, incluyendo diversas especies, como la delos becerros marinos, que son animales anfibios. Creo que Sister, de aquí a doscientosaños, estará en condiciones de sustentar a un millón de personas.

—El control del clima no es todavía una ciencia exacta, ni tan siquiera en la Tierra.¿Pueden estar ustedes, en realidad, tan seguros de la manera en que su polvo y susespejos afectarán a la vida de este planeta?

—No. Pero sí, tenemos la suficiente confianza como para recomendar que sigamosadelante en la empresa, una vez que hayamos concluido la tarea de apreciación de lacapacidad portadora de hielo de este polo. A fin de cuentas, no hay seres racionales a losque hayamos de perjudicar si estamos en un error.

Phyllis miró con enojo a Murdock, pero no respondió a sus palabras con toda la burlaque en ellas iba implícita. La mayoría de los asistentes había ido marchándose mientras

ellos hablaban, después de ocultar más de un bostezo. La menuda eurasiática se levantó,dio las buenas noches a Alian y salió de la estancia.

—Estoy dispuesto a prestarle toda la asistencia que esté en mi mano —dijo Murdock,poniéndose a su vez en pie—. No tiene más que decirme lo que necesita.

—Gracias. Es muy probable que recurra a usted. Phyllis y yo vamos a hacer la autopsiade ese becerro marino por la mañana y veremos qué podemos averiguar.

Averiguaron muy poco más de lo que no supiera ya Phyllis. Alian se retiró de la mesadespués de cuatro horas de intensa labor y cerró el magnetofón en el que al mismotiempo había estado grabando algunos comentarios. El vítulo era, en su aspecto básico,una variante de sus lejanos primos de la Tierra.

No había nada de excepcional interés en su metabolismo, salvo aquel desconcertantecerebro. El cerebro era pequeño y el cráneo estrecho, de un tamaño inferior a la cuartaparte del humano. Pero no se asemejaba a nada de lo que él hubiera visto anteriormente.

Se asearon y fueron a comer. Phyllis se había mostrado como una auxiliar competente,aunque no en exceso brillante, y las notas que tomara de lo poco que había observadosobre las características del vítulo, no servían de nada. Su creencia de que aquellascriaturas eran inteligentes, se basaba más, por lo visto, en la intuición femenina que en losdatos acumulados.

—Creo que hemos averiguado tanto como era posible de un ejemplar muerto —dijoAlian después del almuerzo—. Lo que necesitamos es un becerro marino vivo. ¿Cómopodríamos conseguirlo?

—Eso es difícil. Siempre se llevan consigo a sus heridos después de un ataque yresulta casi imposible cazarlos en el agua. Algunos lo intentaron, cuando los comíamos —dijo la mujer, mientras hacía una mueca de asco.

—Trataré el asunto con Murdock esta noche —dijo Alian."¡Yo debería ser el elegido!—afirmó El-que-toma-las-decisiones, proyectando esta idea

hacia la noche, dominando por una vez su individualidad a la conciencia colectiva, yhablando con sinceridad—. ¡Como el riesgo es mío, mío ha de ser el cuerpo!"... Pero lasquedas e insistentes voces que abarcaban la memoria de la raza clamaron:

"¡No!¡No!¡No!¡No!¡No debe ser así!¡No ha de haber el menor peligro para El-que-toma-las-decisiones!¡El menor peligro! Y él se avino, dejando que se desvaneciera de su menteel deseo de ofrecerse para la trampa que los humanos estaban tendiendo. Con suaprobación, se impuso la necesidad de adoptar medidas al efecto.

Los humanos estaban montando un campamento de trabajo junto a la orilla del agua,en el que pensaban proseguir la tarea hasta después de anochecido en la creencia deque así provocarían un ataque de los becerros marinos. Hombres con armas apropiadaspara hacer perder el conocimiento se hallaban ocultos entre las rocas y también habíansido disimulados tres grandes proyectores en puntos elevados que dominaban toda lazona. Los movimientos de los vítulos debían estar planeados de forma que los humanoscapturasen sólo a un individuo del grupo escogido. Por otra parte, el ataque deberíaparecer real, simular que se lanzaban a la lucha en un contingente mayor, pero cuidandode no exponer más que a un pequeño número de los suyos.

La palabra "táctica" surgió en su mente y casi en seguida experimentó un latido comorespuesta. Uno de los nuevos portadores de memoria, que contenía todo el conocimientohumano, investigó y examinó minuciosamente la palabra y sus inherentes significados, ycorrió rápido a otros tres componentes del grupo, en busca de sugerencias y datos... Y asíurdió su plan. Uno de los humanos había sido gran aficionado a un juego que sepracticaba en la Tierra y que consistía en engañosos movimientos de los cuerpos yconcertados despliegues de un objeto llamado pelota a un determinado sector del campoen el que desarrollaba tal ejercicio. Determinó los pormenores que precisaba y loscomunicó con presteza a los componentes ya seleccionados del pueblo.

III

Alian se ocultaba, agazapado, entre las rocas, sin perder de vista el agua. Las doslunas mayores atravesaban lentamente el despejado firmamento y su claridad seproyectaba sobre la playa. Apartó la vista para restregarse los ojos y, cuando volvió amirar, la playa estaba llena de un enjambre de figuras de baja estatura. Parecía como si,al mirar él a otro lado, hubiesen recibido la señal de ataque.

Los vítulos salían del agua a la carrera, deslizándose tras las dos paredes de roca altiempo que movían sus piernas de manera rígida, pero atravesando velozmente el áreadespejada. Desde su ventajosa posición, Alian pudo ver a los jefes comenzando a voltearsus hondas. Empuñó su pistola láser y disparó un fulgurante haz de color rojo hacia elcielo.

Al instante, se encendieron los reflectores, iluminando brillantemente toda la zona quese hallaba tras las rocas, donde se estaban agrupando los vítulos. La partida detrabajadores abandonó sus herramientas y empuñó las armas paralizadoras. Los hombresocultos entre las rocas se pusieron en pie, buscando blancos contra los que disparar.

El intempestivo ataque quedó frenado en seco. Los vítulos corrieron de vuelta al mar,huyendo de lo que sin lugar a dudas, era una emboscada. Alian vio cómo la apresuradahilera de lisas formas se zambullía en el agua y algo le hizo restregarse incrédulo los ojos.Hubiese jurado que antes eran más de las que ahora aparecían ante su vista.

—¡Cogí a uno!—advirtió alguien con un potente grito.—¡Yo también!—repuso otra voz triunfal.Pero la atención de Alian se vio inopinadamente distraída. Un vítulo había surgido de

súbito a su vista a menos de siete metros, blandiendo una honda y mirándole fijamente.Apuntó rápidamente su arma e hizo un disparo. Pero erró el blanco y se maldijo por su

inexperiencia como tirador. Abrió fuego de nuevo y vio cómo se desplomaba el animal. Elproyectil de agudas aristas fue a estrellarse en la roca, a los pies de Alian.

De improviso, se apagaron los reflectores. Se produjo un griterío salvaje cuando loshumanos, intentando adaptar su vista a la pálida luz lunar, se vieron momentáneamentecegados. Alian fue tanteando el camino hasta donde había abatido al vítulo y se inclinósobre su cuerpo. Seguramente habían cogido varios prisioneros, pero recordando lacostumbre de aquellas criaturas de llevarse a sus heridos, no se atrevían a afirmarlo.

Al cabo de algún tiempo, dieron con el enchufe del cable que había quedadodesconectado y se encendieron de nuevo las luces. Habían cesado los ruidos delcombate, y Alian pudo comprobar que no había ningún atacante a la vista.

—¡Eh!¡Mi becerro marino se ha escapado!—gritó el primer hombre que había notificadosu captura, como si apenas pudiese creerlo.

—¡El mío también!—clamó otra voz.Y otros hombres comenzaron a trepar por las rocas en busca de vítulos que estaban

seguros de haber visto caer. Cuando cesó la confusión, Alian descubrió que sólo había uncautivo: el suyo.

La pequeña criatura, encerrada en la jaula, erizó sus largos bigotes, se movió y, al cabode un momento alzó la cabeza. Parpadeó y Alian se vio ante la fija mirada de un par deojos dorados y ligeramente protuberantes. El animal abrió sus gruesos labios negros enun bostezo casi humano, mostrando los largos incisivos de una dentición evidentementepropia de un carnívoro. Cerró sus fauces con un perceptible entrechocar de dientes, y laextraña criatura se movió hacia los barrotes que la separaban de los humanos.

—Visto de cerca, hasta parece inteligente —dijo Phyllis en voz baja. El ser cautivo lamiró con sus ojos dorados. Estaban solos en la fría estancia.

"No soy inteligente en la forma en que emplean ustedes los humanos el término —dijouna voz clara, perceptible en ambas mentes humanas y en perfecto inglés—. Comoentidad individual soy más que un animal, dirigido primordialmente por instintos

heredados. Pero soy miembro de una raza poseedora de una mente colectiva, y loscentros motores combinados que se fusionan en mi cerebro constituyen una verdaderainteligencia."

Los dos humanos se miraron el uno al otro, comprendiendo al punto ambos que habíancaptado el mensaje. Siguió un breve silencio mientras asimilaban aquella singularrevelación y, de pronto, la voz de Phyllis estalló estridente de su roja boca:

—¡Ya se lo dije! ¡Oh, qué necia cabezota! ¡Se lo dije! ¡Se lo dije!Su entusiasmo era contagioso, pero Alian procuró aparentar serenidad. También

notaba una sensación de excitación creciente y su respiración se volvió entrecortada(aquellos inesperados descubrimientos eran de lo más gratificante que encontraba en sutarea), pero no había tiempo para emociones personales.

Se advertía una singular cualidad en aquella voz mental. Daba la firme impresión dé ungrupo que se expresara a coro, pero en el que un acento individual, dominaba a lasdemás voces.

—¿Cuál sería la mejor manera de que yo pudiese comunicarme con usted? —preguntóen voz alta.

"Como lo está haciendo ahora. Sus pensamientos inmediatos son borrosos cuando novocaliza."

—Entonces desearía, antes que nada, saber —en su mente se enlazaron de formacoherente muchos acontecimientos de las pasadas horas— por qué simularon un ataquea la partida de trabajo y permitieron deliberadamente que lo capturásemos.

"Porque deseamos establecer una comunicación directa con ustedes. Según hemosentendido, usted es quien ha de decidir si estos humanos han de marcharse o quedarse yrecibir el refuerzo de otros muchos de su raza."

—Me incumbe, en efecto, esa responsabilidad. Pero ¿por qué se interesa por midecisión?

Siguió un breve silencio. Allan sintió que la mano de Phyllis apretaba con fuerza subrazo y clavó la mirada en sus ojos fijos que no se atrevían siquiera a parpadear, enespera de su respuesta. La criatura respondió por fin: "Sería mejor que me acompañaseal lugar de reunión. Yo sólo soy un enviado. El-que-toma-las-decisiones quiere verle austed en persona en presencia de toda nuestra memoria completa."

Allan se volvió para mirar a Phyllis, la cual, por su parte, tenía los ojos dilatados y fijosen él. Su expresión parecía preguntar: "¿Será una celada?".

Allan movió la cabeza y se volvió hacia el vítulo, que había cerrado la bocamordiéndose con los agudos dientes sus gruesos labios. Por primera vez vio Allan hastaque punto sus grandes ojos saltones, la curva en descenso de la boca, y los salientesbigotes, daban un aspecto tragicómico al vítulo, semejante al de los melancólicos payasosde un antiguo circo.

—Iré con usted —dijo en voz alta.—¡Yo soy responsable de su seguridad mientras esté usted aquí! —dijo Murdock con

acento iracundo—. ¡No me sería posible permitirlo!—No tiene usted medio alguno de impedírmelo —replicó Allan, haciendo un gran

esfuerzo para hablar con tono contenido.A pesar de la cordialidad aparente de Murdock, había desconfiado de él desde el

primer momento y su inesperada oposición de ahora resultaba demasiado extemporáneapara no tomarse por otra cosa que no fuera un propósito de obstrucción deliberada.

—Dispongo de suficiente autoridad para asumir el mando de ésta u otra base a cargode civiles y le destituiré a usted de su puesto, si es necesario.

Murdock se puso en pie de un salto, dominando con su corpulenta humanidad a suantagonista, de menor estatura. Mostraba la faz encendida y los puños cerrados. Allan sepreguntó si Murdock sería, en realidad, lo bastante necio como para pegarle.

—¡Destituirme de mi cargo, puede no resultar tan fácil como usted cree! —bramó elhombretón.

Estaban ambos a solas en su despacho particular y el sonido de su voz resultó casiensordecedor.

—No sea niño. El personal de la base está por completo al tanto de la autoridad de unFilósofo Práctico. No van a exponerse a una sentencia de prisión por apoyarle a usted.

—¡Habla demasiado alto para ser tan pequeño!—Por favor... ¿Quiere limitarse a proveerme del equipo necesario, sin más discusión?Murdock facilitó lo que le pedían y, una hora después del amanecer, Allan y el vítulo

nadaban en las azules aguas de aquel mar, a unos siete metros bajo la superficie, endirección noroeste a todo lo largo del banco de hielo. El equipo submarino del personal dela base era un traje espacial con un conductor propulsor montado en la espalda y unsencillo control, de velocidad variable, instalado entre los primeros dedos de la manoderecha.

Podía desplazarse a una velocidad máxima no superior a las diez millas por hora yhacía fatigoso su uso el tener que mantener la cabeza ladeada para ver en derredor, yextender con rigidez los brazos para conservar la dilección de avance.

A su alrededor, pero manteniéndose a respetable distancia, veíanse vítuloscombatientes, portadores todos ellos de lanzas de basalto. Phyllis le había aseguradohaber visto a un grupo de vítulos matar a un gigantesco pez, con sus armas de piedrapulimentada, en aquel océano de agua dulce.

Pasó otra larga y aburrida hora antes de que su escolta proyectara mentalmente:"Muévase hacia el hielo y desciendo ligeramente. Reduzca la velocidad".

Obedeció y, al poco rato, vio una sombra oscura en la blanca pared de hielo; sombraque se fue haciendo mayor rápidamente. Avanzó con lentitud hacia ella y resultó ser untúnel excavado en la roca. El vítulo iba adelante para servirle de guía.

Al cabo de unos metros comenzó a ceder el techo y pudo nadar hacia arriba hasta salira la superficie, hallándose en un lugar de exótica, pero impresionante, belleza.

Era una amplia gruta, excavada en el hielo, en la punta de un glaciar que habíaalcanzado la orilla y perdido su fuerza arrolladora deteniéndose allí de la forma mássingular o quizá mejor como alumbrando aquel gran hueco, cuyos lados habían vuelto aunirse de nuevo por su parte superior. El techo era de poco espesor y la luz se filtraba asu interior por varias grietas en aquellos puntos en los que la unión ño era perfecta.Amarillos haces herían una pared de hielo y rebotaban en un delirio de fantasmagóricos yabigarrados colores, que saltaban de superficie en superficie en un juego de resplandoresalucinantes, que ocultaban más que revelaban. Las macizas paredes eran ásperas ymelladas, con muchas salientes y aristas. Era un palacio de cristal y vidrio de cuento dehadas habitado por espléndidos reflejos y suaves penumbras. Alian Odegaard pensó queera el paraje más bello que jamás había visto en su vida.

En la pequeña playa, y contemplándole con fijeza le aguardaban una treintena de seresadultos. Al salir del agua, Alian vio que formaban un semicírculo, y que en su centro sehallaba aquel que sólo podía ser El-que-toma-las-decisiones.

IV

Se encararon el uno con el otro, clavándose la mirada de los dorados ojos del vítulo enlos pardos del pequeño terrestre. Alian bajó la vista para consultar su indicador ambientaly, luego, se quitó el casco. El aire olía ligeramente a pescado, pero era sutil y frío.

"Le damos la bienvenida al lugar de reunión —manifestó una proyección fuerte eimperativa, que volvía a estar compuesta de nuevo por muchas mentes, si bien lapersonalidad predominante era la de El-que-toma-las-decisiones. Le trajimos a usted aquípara demostrar que dentro de los límites de lo que ustedes entienden por «raza» e

«inteligente», somos una raza inteligente. Deseamos que declare que este planeta estáilegalmente ocupado por terrestres, y que ordene a los actuales terrícolas que se marcheny que permanezcan alejados todos los demás.

—No puedo dejar de admitir que, como raza, son seres inteligentes —respondió entono mesurado, Alian—. Pero esa facultad mental la ejerce una mente colectiva y comoindividuos no pueden resistir la comparación con su valor como grupo; por esta razón,constituyen una forma de vida única, que exige un ulterior estudio del problema. Pero, demomento, me gustaría saber por qué desean que abandonemos el planeta.

"Sabemos lo que los otros terrestres (esos que entienden de los estados del viento, delagua y del hielo) tratan de hacer aquí. Tres veces desde el año en que nuestra memoriaracial brotó a la existencia, ha crecido el hielo y ha descendido el nivel del agua,convirtiéndose el área que ustedes llaman Atlantis, mitad en tierra y mitad en agua. Elsuelo se ha tornado verde con cosas que crecen. Por tres veces según nuestra memoria,nuestro pueblo se ha trasladado en gran número a tierra firme, sólo para ser arrojado denuevo al mar cuando el hielo volvía a fundirse una vez más. Hemos comprobado, por elconocimiento hallado en las mentes de los terrestres, lo que ya notamos ser cierto: quenosotros como raza no podemos progresar hasta que nos hayamos emancipado delmedio ambiente marino. En otras ocho mil de nuestras estaciones comenzará a formarseel hielo, como lo ha hecho antes. Queremos establecernos en tierra firme, como antes lohicimos. Pero esta vez aplicaremos lo que hemos tomado de las mentes de suscompañeros y almacenado en nuestra memoria; dominaremos las ciencias físicas,desarrollaremos la tecnología necesaria y aprenderemos a controlar el tiempo comoustedes lo hacen. No habrá más inundaciones en nuestras tierras."

Escuchando la serena e implacable manera con que se iban formando las palabras yse introducían en los canales del sistema nervioso de su cerebro, Alian reconoció para síel hecho de que aquel pueblo podía hacer exactamente lo que decía.

—¿Han absorbido ustedes los conocimientos de todos los humanos que aquí seencuentran y los han almacenado en su memoria racial?

"De todos, excepto el suyo. Este lo tendremos en pocas noches más."—Puesto que pueden ustedes leer en mi mente, ya saben que tengo que tomar una

decisión difícil. Me servirá de gran ayuda el conocer lo qué es su "memoria racial" y cómose origina. También me gustaría conocer sus objetivos como grupo racial, una vez sehallen en tierra firme y, además, la forma en que proyectan llevarlos a término.

"Esas cuestiones tienen fácil respuesta. Nuestra memoria colectiva es una masaacumulada de conocimientos que se halla impresa en el área de la memoria de todos losindividuos al nacer, o por lo menos en tres por cada segmento de memoria. Somos unaraza de vida breve, pues fallecemos por causas naturales, al octavo de nuestros años.Cuando cada individuo que lleva en sí una porción de memoria siente aproximarse suúltima hora, transfiere su legado a una criatura recién nacida y, de este modo, elconocimiento es transmitido sin cesar, de generación en generación.

"Por lo que respecta a nuestros objetivos, son similares a los de ustedes. Hemoslogrado —hubo una breve pausa— un gran desarrollo económico. No tenemos ningunode los conflictos entre diferentes individuos que caracterizan a su sociedad. Pero esto nobasta. Intentamos mejorar la vida del individuo en el seno de la raza y ello exige unincremento del natural lapso existencial, eliminando enemigos, perfeccionando unaciencia médica (que es un concepto nuevo para nosotros) y disponiendo de la facultad delplacer, que sabemos falta en nuestras vidas. Todo esto lo podemos realizar mediante elconocimiento almacenado en nuestras memorias, una vez que la tierra firme sea nuestrade nuevo."

"El terrestre ha corrompido a otra raza inocente", pensó Alian con amargura."Podemos leer sus pensamientos cuando los proyecta con intensidad. Usted define la

«corrupción» como un conocimiento acrecentado de los caminos elegibles a un ser

inteligente y una inclinación a optar por aquellas elecciones que conducen hacia un mayorplacer vital. ¿Por qué considera esto como una cualidad negativa?"

—Me temo que sería demasiado complicado explicarlo y quizá no llegaría a entender niyo mismo —respondió con enojo Alian—. Por el momento, basta saber que he de tomaruna decisión que afectará vitalmente a su futuro y, con franqueza, admito que me va a sermuy difícil tomarla.

"Puesto que usted manifiesta que somos una raza inteligente, no debería de haberobstáculos en su camino. Si se halla dispuesto ya, uno de los nuestros le conducirá a subase. Si toman la decisión de permanecer aquí, les hostigaremos y combatiremos contodos los medios y de todas las formas de que seamos capaces."

Alian volvió a ponerse, lentamente, el casco y se dirigió hacia el agua. Se sentía comoun hombre que ha comido demasiado y sólo anhela tenderse en un rincón mientrasdigiere. Pero, este hartazgo había sido mental y podría hallarse largo tiempo en estado deembotamiento antes de que comprendiese con exactitud todo lo que había averiguado.

El viaje de retorno fue tranquilo y, a mediodía se encontraba en el despacho deMurdock, en presencia únicamente del jefe de la base y de Phyllis. Hizo un breve informey vio que el rostro de Murdock mostraba incredulidad. También Phyllis parecía algoperpleja.

—¿Debo entender que ha resuelto usted definitivamente que un vítulo individualmenteconsiderado no es inteligente? —preguntó Murdock, cuando recobró su habitualcompostura.

—No he tomado decisión alguna. Esa facultad de agrupar mentes es nueva paranosotros y requiere algún estudio.

—El que su inteligencia colectiva sea un fenómeno único no es un motivo paraconsiderar a cada individuo del grupo como si fueran débiles mentales —opinó convehemencia Phyllis.

—Probablemente desearé hablar con usted de nuevo más tarde. —La voz de Murdockera en extremo inexpresiva.

—¿Por qué no come algo mientras tanto? ¿Puedes quedarte un momento, Phyllis?Alian comprendió que le daban a entender que les dejara a solas y se puso en pie.

Tenía hambre, pero cuando tomó asiento para comer, le parecieron de una extrañainsipidez los alimentos concentrados. Pensaba en el estimulante frescor del aire de lagruta, en la belleza del sol sobre el brillante hielo, en la rara y antigua sabiduría que habíahallado en un grupo de vítulos. Resultaba singular que, como raza, hubiesen alcanzadolas metas que habían dominado durante años el pensamiento de los mejores filósofosterrestres, y llegado, luego, a la convicción de que las necesidades del individuo eran tanimportantes como las de la propia raza. Había aún planificadores sociales en la Tierra queeran incapaces de pensar en el pueblo en otros términos que no fuese de "grupos" o"masas".

Tras la comida se vistió con ropas especiales contra el frío y salió. Toda la tardeanduvo por las playas, odiando su responsabilidad y la necesidad que había de tomar unadecisión en uno u otro sentido. Cuando volvió a la base, al oscurecer, su reflexión habíadegenerado en incoherentes pensamientos; fragmentos sueltos, impresiones y recuerdosparciales remolineaban en su mente... Hemos logrado un gran desarrollo económico, peroesto no basta... La corrupción es un conocimiento acrecentado de los caminos por los quepuede optar un ser inteligente... Los hostigaremos con todos los medios y maneras deque dispongamos. Recordaba la sangre brotada del cuerpo mordido de un pez antes deque el vítulo se lo tragara sin masticar siquiera, las melancólicas caras de payasos y lapredominante inclinación que sentía al pensar en ellos como amables animalitosdomésticos. ¿Qué es lo que sería el compartir los pensamientos, emociones y deseos consus congéneres, formar un conjunto que fuese más grande que la suma de sus partes?Había una clara y razonadora potencia en El-que-toma-las-decisiones, un intelecto de rara

magnitud. Cuando franqueó la puerta, un ordenanza estaba anunciando su nombre. Sedirigió al despacho de Murdock, tal como se le había solicitado.

—Siéntese, Alian.Había prescindido de toda falsa cordialidad, de todo fingimiento en su desenvuelta

actitud amistosa, como si el hombre supiera que todo ello no servía ya a ningún propósito.Su voz era viva e impersonal.

—Voy a darle alguna información sobre Sister, que no hallará en las relacionesordinarias. Todo componente del personal que se ha enterado de este particular, hajurado guardarlo en el más estricto secreto. Desde luego, ello no es necesario en su caso.

—Gracias —dijo con énfasis, Alian.—Usted sabrá, estoy seguro, que las reservas de uranio de la Tierra están casi

agotadas. En la excitación, creada por ese nuevo método de difusión de la luz solar, degeneración y propagación de energía, el público ha tendido a olvidar las miles dediferentes aplicaciones industriales y médicas de la ciencia atómica. Piensan que unaenergía virtualmente ilimitada disponible en cualquier sitio y momento, soluciona todos losproblemas. En realidad, la necesidad de uranio aumenta cada día y no ha sido fácilhallarlo en cantidades comercialmente interesantes. Sister es un planeta sumamente rico.Los núcleos que hemos extraído de Atlantis señalan la existencia de vastos depósitos deuranio y davidita, así como de alguna pechblenda, carnotita y tobernita. Tal concentraciónprimaria de davidita se encuentra en una especie de altiplanicie en la que en cinco añospensamos instalar una planta de refinación que embarcará mineral para la Tierra. No senecesita recalcar la importancia del hecho.

—Es una información interesante, pero no veo la relación... Estoy seguro de que nodesconoce usted que las consideraciones económicas no desempeñan nunca papelalguno en la decisión de un Filósofo Práctico.

—¡Oh, prescinda de eso!¡Esa necesidad sobre la "conciencia de la Humanidad" no mela trago! Cuando lleguen a ciertos oídos de la Tierra noticias sobre la existencia de estosdepósitos, le retirarán sus credenciales en un minuto si nos ocasiona molestias.

—¿Lo cree usted realmente así? —preguntó Alian, con voz suave y casi amable.—Estoy seguro. El idealismo es necesario, pero no puede ser obstáculo a una

auténtica necesidad.—¿Relacionaría de algún modo esta falta de confianza en la autoridad de un Filósofo

Práctico, con los beneficios que su universidad perdería si dictamino en contra de susdeseos?

El rostro de Murdock enrojeció de ira y se puso en pie.—¿No puede usted comprender que estoy pensando en el bien de toda la humanidad?

Alian suspiró con cansancio.—Es posible. Y las necesidades de toda la humanidad influyen en mí de un modo que

usted pudiera no entender. Pero su informe ha llegado demasiado tarde. Ya he tomado midecisión. Y volveré a necesitar el traje submarino para mañana por la mañana.

Al hallarse en su aposento, a solas, después de cenar rompió a hablar en voz alta. —dijo usted que podía oírme. Demuestre que así es.Sintió como si una descarga eléctrica le advirtiera de que había sido oído, como si

alguien hubiese tomado un teléfono y le llamara sin querer hablar por el auricular.Aguardó y, al cabo de un momento, la sosegada voz colectiva preguntó:

"¿Cuál es su deseo?"—Quisiera volver a hablar con el que toma las decisiones, personalmente. ¿Harían el

favor de enviarme a alguien al amanecer, para conducirme al lugar de reunión?Siguió otro breve silencio y pudo casi oír agitarse el éter a causa de la apresurada

conferencia que vino a continuación.Luego, la voz dijo:"Así se hará."

La maravillosa gruta parecía no haber variado, a no ser por la presencia de variosguerreros más, portadores de lanzas. Desconfiaban de él, lo cual indicaba que susfacultades de adivinación del pensamiento eran limitadas. El humano no había tramadoninguna traición.

El-que-toma-las-decisiones le miró con sus dorados ojos, melancólicos, desde el centrodel grupo que constituía la memoria de la raza. "Esta vez ha sido usted quien nos haconvocado."

Alian inspiró profundamente el frío aire y se paseó de un lado a otro de la pequeñaplaya a la vez que hablaba, sin mirar a los vítulos.

—Dijeron ustedes que no tenían idea alguna de la ciencia de la medicina hasta nuestrallegada. ¿Comprenden ustedes el sentido de la expresión "especular"? Porque yo estoyespeculando con el futuro de ustedes y no puedo saber con certeza lo que será de él.Permítanme exponerles mis razones y, luego, mi decisión, que ya ha sido transmitida a laTierra.

Los guardianes que estaban próximos a él se le acercaron más, alzando ligeramentesus lanzas. Experimentó una sensación de amenaza en el recinto y se preguntó si nohabía cometido un error en acudir allí en persona. Sería absurdo morir en aquel palaciode hielo, cuando muchas veces se había sentido en mayor peligro y, sin embargo, lograbaescapar con vida.

—Si se quedan solos, pasarán ocho mil años antes de que un vítulo vuelva a poderandar por tierra firme, pero entonces será de manera segura y cierta(*). Sí, no se engañena este respecto; en tal caso serán ustedes exterminados. El hombre es un enemigo bienpreparado, despiadado e implacable y, si se obstina en destruirles, lo logrará. Suscuerpos abastecerán nuestra mesa, y no le importará lo más mínimo que los cerebros quedevore posean una memoria racial que alcance a un pasado más remoto que el suyo.

"Soy incapaz de soportar la idea de que otras mil generaciones de vuestra especiesigan la tortuosa senda del mar, obteniendo nada más que el sustento cotidiano.Tampoco deseo la guerra entre nosotros. Mi decisión ha sido informar que son ustedes,sin duda alguna, una raza inteligente... Pero que recomiendo completar la«terraformación» y comenzar el asentamiento de nuestros colonos."

Se produjo una agitación momentánea entre los vítulos y un silencioso cambio deposición cuando los guardias más próximos a su persona parecieron aprestarse atraspasarle con sus armas. Dirigió una ojeada a los guerreros que aguardabanexpectantes y, luego, El-que-toma-las-decisiones, comprendió que su vida dependía desus siguientes palabras.

No había sabido cómo reaccionarían y sus escasos conocimientos de mentes grupalesno bastaban para sacar conjeturas, pero nunca había creído que fueran a tomar unavenganza inmediata y personal.

—Soy un terrestre —dijo con tono claro y pausado. A veces me he sentido orgulloso demi pueblo y otras avergonzado. Pero la especulación mía está basada en un conocimientode mi pueblo y de otras razas, de ustedes mismos y también en la certeza de que ustedesno pueden contender con nosotros ni siquiera con sus grandes memorias colectivas. Silos coloniales quieren seguir mi recomendación (cooperar con ustedes, ayudarles en tierrafirme y ser, a cambio de ello, ayudados en el mar), en tal caso no hay motivo para quedos razas no puedan progresar unidas. A pesar de nuestra historia pasada, tengosuficiente fe en el hombre como para pensar que cumplirá su parte en el compromiso.¿Quieren ustedes compartir mi fe y contribuir a que su raza colabore con la mía?

El-que-toma-las-decisiones le miró cara a cara, en silencio y Alian experimentó unmovimiento de simpatía hacia un individuo que debía decidir el porvenir de toda su raza.El silencio se hizo general, pero los guardias que permanecían a su lado no bajaron laslanzas.

El terrestre aguardó la palabra que decidiría su destino personal. La resolución de quelas dos razas podían cooperar en una tarea común, había sido alcanzada por deducciónrazonable y la había expuesto a los vítulos, personalmente y de improviso.

Ahora sabría cuál era la verdad definitiva de las dos razas.

SEGREGACIÓNVernor Vinge

Antropología y arqueología... la búsqueda de antiguas civilizaciones... esto ha formadoel fondo de tantos relatos llenos de color en la ficción científica, desde las leyendas de laAtlántida a las de olvidadas razas extrañas en las galaxias. Aquí, un nuevo escritor ofreceuna diferente clase de investigación en una muy distinta civilización perdida.

—... ¡PERO VIO UNA LUZ! En la costa. ¿Puede comprender lo que esto significa?Diego Ribera y Rodríguez se inclinó sobre el pequeño escritorio de madera para

recalcar su insinuación. Su interlocutor se hallaba sentado en la sombra y evitaba el débilresplandor de la lámpara de aceite de ballena que colgaba del techo del camarote.Durante la momentánea pausa en la discusión, Diego oyó silbar agudamente el vientoentre los mástiles y jarcias. Se sintió súbita y penosamente consciente del balanceo delpuente y del lento columpiar de la lámpara. Pero continuó con la mirada fija en el hombreque frente a él estaba, en espera de una respuesta. Finalmente, el capitán ManuelDelgado inclinó su cabeza sacándola de las sombras, y sonrió desagradablemente. Suenjuto rostro y el negro bigote pronunciado le daban el aspecto de lo que era: un ejecutorde poder... político, militar y personal.

—Significa gente —respondió—. ¿Y qué?—Eso es. Gente. En la península Palmer. El continente Antártico está habitado. ¡Vaya,

el hallar seres humanos en Europa no podía ser ya más fantástico!—Mire(*), señor. Me doy vagamente cuenta de la importancia de lo que usted dice. —

Sonrió otra vez con aquella peculiar manera—. Pero el Vigilancia...Diego probó de nuevo.—Hemos de desembarcar sencillamente e investigar la luz. Considere sólo la

importancia científica de todo ello... —El antropólogo había dicho una inconveniencia.La cínica indiferencia de Delgado dio paso, en su cara joven y de acusados rasgos

marcados por la experiencia, a una expresión fiera.—¡Importancia científica! Si esos babosos australianos amigos suyos quisieran,

podrían darnos todo el conocimiento científico jamás conocido. Pero ellos tienen a sus"simpatizantes" —apuntó con un dedo a Ribera— recorriendo todo el Hemisferio Sur,haciendo una labor de "búsqueda" que debe haber sido efectuada diez veces hace másde doscientos años. Los puercos ni siquiera emplean el conocimiento en su propiobeneficio.

—Esta era la mayor condena que Delgado podía pronunciar.Ribera contuvo a duras penas una réplica mordaz, pues ya era más que bastante un

error aquella noche. Podía comprender, aunque no aprobar, el encono de Delgado contrauna nación que había tenido la suficiente cordura (o suerte), para no incendiar susbibliotecas durante los alborotos y desórdenes que siguieron a la Guerra Mundial delNorte.

Los australianos tienen el conocimiento, muy bien, pensó Ribera, pero también tienenel buen criterio de saber que deben efectuarse algunos cambios en la sociedad humanaantes de que ese conocimiento pueda ser reinstaurado, o de lo contrario nos veríamos

envueltos en una Guerra Mundial Sur y acabaríamos con la raza humana. Esto era lo queDelgado y muchos otros se negaban a aceptar. Pero, realmente, señor capitán, estamoshaciendo una investigación original. Las corrientes y poblaciones del Océano cambian enel curso de los años. Nuestros datos son a menudo muy diferentes de los que sabemosfueron recogidos antes. Esa luz que Juárez vio esta noche es la evidencia más firme deque las cosas son distintas. Y para Diego Ribera, ello era especialmente importante.Como antropólogo no había tenido nada que hacer durante el viaje, excepto marearse. Milveces se había preguntado por qué había sido él quien organizara la inclusión deecólogos y oceanógrafos en el buque; ahora lo sabía. Si tan sólo pudiese convencer aeste intolerante marino...

Delgado pareció relajado de nuevo.—Y además, señor profesor, debe usted recordar que sus "científicos" son realmente

superfluos en esta expedición. Tuvo usted suerte en meterse a bordo.Era verdad. El Presidente Imperial(*) era aún más hostil que Delgado para con la

Universidad de Melbourne. A Ribera no le gustaba pensar en toda la suma de pelotilleos ytriquiñuelas que había sido necesaria para incluir a aquella gente en la expedición. Laréplica del antropólogo al último comentario del capitán brotó respetuosa, casihumildemente.

—Sí, ya sé que está usted haciendo algo verdaderamente importante aquí. —Hizo unapausa. ¡Al diablo!, pensó, asqueado de pronto ante su propia actitud congraciadora. Esteestúpido no escuchará a la lógica o al halago—. Sí, verdaderamente importante —repitió—. Allá en Buenos Aires, el astrólogo mayor del presidente imperial consultó subola de cristal, o lo que fuese, y dijo a Alfredo IV, con tono sepulcral: "Señor Presidente,las estrellas han hablado. Todos los secretos del goce y la riqueza se hallan en la islaflotante Coney. Enviad a vuestros hombres en dirección al sur para hallarla." Y así usted,el comandante-piloto del Vigilancia, y la mitad de los deficientes mentales de Sudamérica,se hallan andorreando en torno a la costa antártica en busca de la Isla Coney. Riberaexpelió aliento y sátira al mismo tiempo. Sabía que su temperamento, durante tantotiempo enjaulado, no había sino arruinado todos sus planes y quizá puesto en peligro suvida.

La cara de Delgado pareció helarse. Su mirada revoloteó por encima del hombro deRibera, posándose en un espejo estratégicamente situado en el espacio comprendidoentre el marco de la puerta del camarote y su umbral. Luego volvió a mirar al antropólogo.

—Si yo no fuese un hombre razonable, sería usted pasto de las oreas antes demañana por la mañana. —Luego sonrió con mueca sinceramente amistosa—. Además,tiene usted razón. Esos imbéciles de Buenos Aires no son aptos para gobernar unapocilga y mucho menos el Imperio Sudamericano. Alfredo I era un nombre, unsuperhombre. Antes de que los trastornos de la guerra se hubiesen apagado, unió uncontinente entero en un solo puño, un continente que nadie había sido capaz de unificarcon aviones a chorro y armas automáticas. Pero sus sucesores, especialmente el deahora, son vagabundos supersticiosos. Francamente por eso no puedo desembarcar en lacosta. El astrólogo imperial, ese tal Jones y Urrutia, pretendería, a nuestro regreso, que yohabía provisto de lo necesario a sus simpatizantes australianos, y el presidente le creería,y probablemente yo sería expedido con un billete de ida sólo al hemisferio norte.

Ribera quedó silencioso durante un segundo, intentando aceptar la súbita amistosidadde Delgado. Finalmente se aventuró a decir:

—Yo habría pensado que, aunque usted aprecia a los astrólogos, parece tenernosbastante aversión a los científicos.

—Está usted empleando marbetes, Ribera. No tengo nada contra las calificaciones. Eléxito gana mi atención y el fracaso mi odio. Pudo existir algún tiempo pasado, en el queun grupo, cuyos componentes se denominaron a sí mismos astrólogos, obtuvieraresultados. No lo sé, ni me interesa la cuestión, porque vivo en el presente. En nuestro

tiempo, los hombres que actúan bajo el nombre de astrólogos son incapaces de obtenerresultados; son impostores conscientes. Pero no presuma usted, que los suyos tambiénhan conseguido condenadamente escasos resultados. Y si resultara alguna vez que losastrólogos tuviesen éxito, aceptaría sus artes sin vacilación, y les denunciaría a ustedes ya su método científico como supersticiones... pues eso es lo que sería frente a un métodode mayor rentabilidad.

El sumo pragmático, pensó Ribera. Al menos aquí hay una forma de persuasión queservirá.

—Comprendo lo que quiere usted decir, capitán. Y, en cuanto al éxito, hay un mediopara que pueda desembarcar impunemente. En el curso de los siglos suelen sucedermuchas cosas. —Medio a hurtadillas prosiguió—. Lo que fuera antaño una isla flotantepuede que se asentara en la orilla del continente. Si se les pudiese convencer de la idea alos astrólogos... —Dejó en suspenso la frase.

Delgado meditó, mas no por mucho tiempo.—¡Vaya, esa es una idea! Y personalmente me gustaría descubrir la especie de

criatura que prefiera esta nevera al resto del Mundo Sur... Muy bien, lo intentaré. Ahora,salga. Tengo que hacer aparecer esto como ocurrencia de los astrólogos y usted puedeestropear la ilusión si está presente cuando les hable.

Ribera se levantó de su silla, tambaleándose por el balanceo y la brusquedad de sudespedida. No cabía duda alguna de que Delgado era el más insólito oficial que jamásconociera.

—Muchísimas gracias, señor capitán. —Se volvió y atravesó con inseguros pasos lapuerta, pasó ante el fanal que estaba junto a la entrada, y se sumió en la oscuridadazotada por el viento de la breve noche antártica.

A los astrólogos les gustó la idea, y a las dos treinta de la madrugada (poco despuésdel orto) la Vigilancia, Nave del Presidente, cambió de rumbo y viró hacia la zona de lacosta donde había aparecido la luz. Antes de que el sol estuviera seis horas en elfirmamento, se arriaron los botes que pusieron proa a la costa.

En su avidez, Diego Rivera y Rodríguez logró meterse en el primero, sin percatarse deque los astrólogos se aprovecharon de su favorecida situación, para comandar laembarcación de cabeza. Era un día despejado, pero el viento agitaba el mar y fría aguasalada salpicaba a los tripulantes de la frágil embarcación que se agitaba alzándose ycayendo, con una monotonía que presagiaba el mareo a Ribera.

—¡Vaya, por fin se toma usted interés por nuestra búsqueda! —dijo una voz aguda,interrumpiendo sus pensamientos. Ribera se volvió para encararse con quien hablaba,reconociendo a Juan Jones y Urrutia, ayudante del astrólogo mayor del PresidenteImperial. Sin duda alguna, el insípido joven místico creía a pies juntillas en las leyendasde la Isla Coney, pues de lo contrario se las habría apañado para quedarse en BuenosAires con el resto de los hedonistas de la corte de Alfredo. Junto al astrólogo se sentabael capitán Delgado, quien debió haber efectuado un tremendo trabajo de persuasión, puesJones parecía considerar la idea de visitar la costa como salida de su propio caletre.

Ribera se esforzó por sonreír.—Bueno, sí,... ejem... Jones insistió:—Dígame, ¿hubiese sospechado siquiera que existía vida aquí, usted que no se

preocupó en consultar los Fundamentos de la Verdad?Ribera gimió. Se fijó en que Delgado sonreía ante su malestar. Si la embarcación sufría

otro altibajo, Ribera pensó que chillaría; la nave lo hizo, él no.—Creo que no podíamos haberlo supuesto, en efecto —respondió, pegado al costado

de la embarcación, maldiciéndose por haber mostrado tanto anhelo en montar en laprimera.

Su mirada erró por el horizonte... cualquier cosa con tal de apartarse de la vacua ypresuntuosa expresión de la cara de Jones. La costa era gris, pelada, cubierta porgrandes cantos rodados. Los rompientes que la azotaban parecían amarillentas o rojizasdonde no eran blanca espuma... coloreadas probablemente por algas y diatomáceas; losde ecología lo sabrían.

—¡Humo a proa!—La voz provenía, atenuada, de la segunda embarcación. Riberaentornó los ojos examinando minuciosamente la costa. ¡Allí! Apenas reconocible comohumo, la calina, agitada por el, viento, se alzaba de algún punto oculto por los bajoscerros costeros. ¿Y si resultara que fuese algún tardío volcán activo? Este pensamientodesalentador no se le había ocurrido antes. Los geólogos se divertirían, mas, en cuanto aél concernía, supondría un fracaso... En todo caso, dentro de pocos momentos sabría loque era.

El capitán Delgado evaluó la situación y dio luego breves órdenes a los remeros, cuyacadencia aumentó, girando la embarcación noventa grados para moverse paralelamente ala costa y a las rompientes, a unos quinientos metros. Las barcas que seguían imitaron lamaniobra.

No tardó en plegarse la costa hacia el interior, revelando una ensenada larga yangosta. La noche anterior, el Vigilancia debió haber estado directamente en línea con elcanal, para que Juárez hubiese podido ver la luz. Las tres embarcaciones remontaron elestrecho. Pronto cesó el viento. Todo cuanto podía oírse de él era un desapacible silbidoal barrer los cerros que bordeaban el canal. Las olas eran mucho más suaves ahora y elagua helada no salpicaba ya el interior de las barcas, aunque las zamarras con capuchade los hombres estaban ya encostradas de salitre. Antes, el agua había parecidoligeramente amarilla; ahora anaranjada y hasta roja, especialmente más arriba de laensenada. La brillante contaminación bacterial contrastaba agudamente con los romoscerros, que no mostraban vegetación alguna. En vez de elementos de la flora, grisescantos rodados de todos los tamaños cubrían uniformemente el paisaje. No había nievepor ninguna parte; llegaría con el invierno, que estaba aún a cinco meses de distancia.Mas para Ribera, aquel "paisaje" estival era muchísimo más áspero que el panorama delmás crudo invierno en Sudamérica. Agua roja, pardos cerros. Las únicas cosas que hastaparecían débilmente normales eran el brillante cielo azul y el sol que proyectaba largassombras en el sumido valle; un sol que parecía constantemente a punto de ponerse,aunque apenas se había alzado.

La atención de Ribera se dirigió canal arriba. Olvidó el marco, el agua sangrienta y latierra muerta. Pudo verlos; no un fulgor ambiguo en la noche, ¡sino gente! Vio suscabañas, al parecer hechas de piedra y pieles, y hundidas en parte en el suelo. Vio lo queparecían ser barcas o kayaks de cascos de cuero y, entre ellas, una embarcación mayor,blanca (¿qué podría ser?), alineadas todas en el terreno ante el poblado. ¡Veía personas!No distinguía las expresiones de sus caras, ni tampoco el tipo exacto de su ropaje, perolas veía y eso bastaba de momento. Allí había algo verdaderamente nuevo; algo que loshacía tiempo desaparecidos eruditos de Oxford, Cambridge y UCLA no habían sabidonunca, ni habían podido saberlo. ¡Allí había algo que la humanidad estaba contemplandopor vez primera!

¿Qué trajo aquí a esta gente?, se preguntó Ribera. De los varios libros sobre culturaspolares que había leído en la Universidad de Melbourne, sabía que por lo general haypueblos forzados a trasladarse a las regiones polares por presión de otros competidores.¿Cuáles eran las fuerzas que había tras esta migración? ¿Quiénes eran esos pueblos?

Las barcas surcaron rápidamente el agua en calma, y Ribera no tardó en notar cómo laquilla de la suya rozaba el fondo. El y Delgado saltaron al agua roja y ayudaron a losremeros a arrastrar la embarcación a la playa. Ribera esperó impacientemente a quellegaran las otras dos barcas que transportaban a los científicos y, en el ínterin, concentrósu atención en los nativos, intentando comprender en seguida cada detalle de sus vidas.

Ninguno de los aborígenes se movió; ninguno corrió; ninguno atacó. Permanecieron,donde estaban cuando los vio por primera vez. No fruncieron el ceño ni blandieron armas,pero Ribera se daba buena cuenta de que no se mostraban amistosos. No aparecían, enellos ni sonrisas, ni muecas y gestos de bienvenida. Parecían ser gente orgullosa. Losadultos eran de elevada estatura y sus caras tan mugrientas, curtidas y marchitas, quesólo un antropólogo podría adivinar su raza. Por lo hundido de sus labios dedujo que a lamayoría de ellos le faltaba la dentadura. La chiquillería nativa fisgaba tras las piernas desus madres, mujeres que parecían lo bastante viejas como para ser bisabuelas. De habersido sudamericanas hubiese estimado su edad en sesenta o setenta años, pero sabía queno podían tener más de veinte o veinticinco.

Por los tejidos adiposos de sus caras, Ribera pensó que se podía deducir la evidenciade la adaptación al frío; tal vez fuesen esquimales, aunque habría sido físicamenteimposible para aquella raza emigrar de un polo al otro mientras estaba en pleno apogeo laguerra del Hemisferio Norte. Tanto sus zamarras como sus "kayaks" parecían estarhechos con piel de foca. Pero sus zamarras eran de mal corte y mucho más abultadasque las de los esquimales que había visto en fotografías. Y los arpones que llevabanmucho menos ingeniosos que los que recordaba. Si aquella gente procedía de lasupuestamente extinta raza esquimal, se trataba, a buen seguro, de una rama en extremoprimitiva. Además, eran demasiado peludos para ser indios o esquimales de pura sangre.

Con mediana atención se fijó en el vistazo de los astrólogos al poblado y les dejóhacer. Ellos andaban tras la Isla Coney y no de algunos apestosos aborígenes. Riberasonrió mordazmente; ¿cuál sería la reacción de Jones, si el astrólogo se enteraba de queConey había sido antaño un parque de atracciones americano? Muchas leyendas habíanbrotado en la postguerra y la de la Isla Coney era una de las más fantásticas. Jonescondujo a sus hombres a uno de los cerros más próximos, evidentemente para conseguiruna vista mejor de la zona. El capitán Delgado despachó presurosamente a docetripulantes para que acompañasen a los místicos. El buen marino reconocíaevidentemente la situación en que se encontraría si alguno de los astrólogos llegaba aperderse.

La atención de Ribera volvió a centrarse en el enigma. ¿De dónde venía aquella gente?—¡Cómo había llegado allí? Quizás era éste el mejor enfoque del problema, pues laspersonas no brotan del suelo. Los miserables "kayaks" —no eran auténticos "kayaks",porque no encerraban la parte inferior del cuerpo de sus tripulantes— apenas podíantransportar a una persona en diez kilómetros de mar abierto. ¿Y aquella embarcaciónblanca, allá en la playa? Parecía mucho más compleja que los "kayaks" de piel curtida yhueso. La examinó detenidamente desde lejos... hasta podría estar hecha de fibra devidrio, un material de construcción de la anteguerra. Tal vez debería examinarla más decerca.

Una voz llamó la atención de Ribera y se volvió. La segunda embarcación quetransportaba a la mayoría de los científicos había varado en la rocosa playa. Corrió a ellay expuso la esencia de sus conclusiones a los que desembarcaban. Tras explicar lasituación, Ribera eligió a Enrique Cardona y Ari Juárez, ambos ecólogos, para que leacompañasen a parlamentar con los nativos, y los tres se acercaron al grupo mayor,cuyos componentes les contemplaban como si fuesen piedras. Los sudamericanos sedetuvieron varios pasos ante los silenciosos indígenas. Ribera alzó las manos en ademánde paz.

—Amigos, ¿podríamos echar un vistazo a vuestra magnífica embarcación de allá? Nole causaremos ningún daño.

No hubo respuesta alguna, aunque Ribera sintió una mayor tensión entre los nativos.Intentó de nuevo, solicitándolo en portugués y luego en inglés. Cardona probó en zulú yJuárez en chapurreado francés. Nada aún, pero los arpones parecieron estremecerse y

hubo un movimiento general, aunque casi imperceptible, de las manos hacia los cuchillosde hueso.

—Bueno, al diablo con ellos —estalló al fin Cardona—. Ven, Diego, vamos a echarle unvistazo. —El irritable ecólogo se volvió y comenzó a andar en dirección a la misteriosaembarcación blanca. Esta vez no hubo una hostilidad dudosa, pues se alzaron losarpones y se empuñaron los cuchillos.

—¡Espera, Enrique!—apremió Ribera. Cardona se detuvo. Ribera estaba seguro deque si el ecólogo hubiese dado un paso más, habría sido acribillado—. Espera... Tenemosmucho tiempo por delante. Además, sería una locura apresurar el desenlace. —Señaló alas armas de los nativos.

Cardona se fijó en ellas.—Está bien. Contemporizaremos por el momento. —Parecía considerar a los arpones

más como un estorbo que como una amenaza. Los tres se retiraron de la confrontación.Ribera reparó en que los hombres de Delgado tenían medio desenfundadas sus pistolas.La expedición había evitado por los pelos un derramamiento de sangre.

Los científicos hubieron de contentarse con una inspección periférica del poblado. Encierto modo, era más agradable que un examen directo, pues el suelo en torno a lascabañas estaba cubierto de inmundicias. En cosa de un siglo aquella zona tendría lossedimentos de una tierra vegetal.

—Sí —respondió Delgado. Comprendía lo que había visto, y por primera vez parecíaun tanto sojuzgado—. Bueno, volvamos. Esta tierra no es apta para... no es apta...

Los seis hombres comenzaron a desandar lo andado. Aunque los oficiales habíantenido también la oportunidad de emplear los prismáticos, no parecían comprenderexactamente lo que habían visto, y probablemente tampoco los astrólogos se percatabande la importancia del descubrimiento. Ello reducía a tres, Juárez, Ribera y Delgado, elnúmero de los que conocían el secreto del origen de los nativos. Ribera estaba seguro deque si las noticias se extendían mucho, podría producirse una catástrofe.

Tenían ahora el viento a la espalda, pero ello no hacía que aumentase su velocidad.Tardaron casi un cuarto de hora en alcanzar la cima del cerro que dominaba el poblado yel agua roja.

Abajo pudo ver Ribera a los varones adultos nativos arracimados en apretado grupo. Amenos de cuatro metros de ellos se encontraban todos los científicos y tripulantes. Entrelos dos grupos estaba uno de los sudamericanos. Ribera entornó los ojos y vio que eraEnrique Cardona. El ecólogo estaba haciendo gestos y ademanes vehementes yenojados.

—¡Oh, no!—clamó Ribera, lanzándose cerro abajo, seguido muy de cerca por Delgadoy los demás. El antropólogo se movía más rápidamente aún que los astrólogos una horaantes, y casi con doble velocidad de la que se hubiese creído humanamente posible. Laspequeñas avalanchas que sus pisadas producían eran lentas comparadas con suceleridad. Y hasta al volar, por decirlo así, ladera abajo, Ribera se sentía despegado,examinando analíticamente la escena ante sí.

Cardona estaba vociferando, como si quisiera hacer comprender a los nativos lo quedecía por puro volumen de voz. Tras él estaban los ecólogos y biólogos, impacientes porinspeccionar el poblado y la embarcación de los nativos. Ante él se encontraba unindígena magro y de elevada estatura, que podía tener unos cuarenta años. Hasta desdeesta distancia, su actitud revelaba una cólera intensa y contenida. El atuendo que portabaera el más poco práctico de cuantos viera Ribera; juraría que se trataba de una piel defoca en burda imitación de la zamarra de dos cuerpos.

Casi chillando, Cardona decía:—¡Maldita sea!¿Por qué no podemos echar un vistazo a vuestra embarcación?Ribera dio un último impulso a su carrera y voceó a Cardona que cesara en su

provocación. Pero era ya demasiado tarde. Justamente en el momento en que llegó al

escenario de disputa, el nativo de la rara zamarra se irguió en toda su estatura, yapuntando a todos los sudamericanos gruñó (tanto como pudo registrar la mentepensando en español de Ribera):... in di nam niutranfals mos vulisterf...

Fueron arrojados los arpones semialzados. Cardona cayó al instante, atravesado portres de ellos. Varios hombres más fueron alcanzados y derribados también. Los nativossacaron sus cuchillos y atacaron aprovechándose de la confusión creada por los arpones.Un penoso silbido pasó junto al oído derecho de Ribera, al disparar Delgado su pistola,abatiendo al jefe de los nativos. Los tripulantes se recobraron de su sorpresa ycomenzaron asimismo a disparar. Ribera hizo lo propio. Pero, vaciadas las cargas de suspistolas, científicos y tripulantes se vieron obligados a recurrir a los cuchillos. Lossiguientes segundos fueron de caos total. Los cuchillos se alzaban y se abatían, brillandomás rojos que el agua en la caleta. El antropólogo cayó casi, tropezando en cuerporetorciéndose. El aire estaba colmado de roncos gemidos y sonidos de esfuerzos de loscontendientes.

Los grupos eran segados por igual. En alguna parte aún serena de su mente, Riberacaptó el retorno de las barcas de los astrólogos, y lanzó una ojeada a sus tripulantes queapuntaban sus mosquetes en espera de un claro para disparar sobre seguro contra losprimitivos.

La turbulencia de la refriega le hizo remolinear sacándole de la parte más enconada dela misma. Tenían que despegarse; otros cuantos minutos, y no quedaría ni uno de losdiez de la playa. Ribera avisó a gritos a Delgado. Milagrosamente, éste le oyó y convinoen que la retirada era lo único cuerdo a hacer. Los sudamericanos corrieron a suembarcación, con los nativos pisándoles los talones. Del agua provinieron sonidoscrujientes. Los tripulantes de las otras barcas estaban aprovechándose de la dispersiónentre persecutores y perseguidos. Los sudamericanos llegaron a su embarcación ycomenzaron a empujarla en el agua. Ribera y otros varios se volvieron para enfrentarse alos nativos. El fuego de fusilería había obligado a la mayoría de los nativos a retroceder,pero vinos cuantos corrían aún hacia la playa, blandiendo sus cuchillos. Ribera seagachó, cogió un guijarro del suelo y, empleándolo con toda la habilidad de su "apacible"niñez, contrajo el brazo, lo extendió, y el guijarro salió disparado, para ir a dar, con agudochasquido, entre los ojos de un nativo, que cayó de bruces, quedando tendido inmóvil.

Ribera se volvió y corrió al agua somera tras la embarcación, siendo seguido por elresto de la retaguardia. Ansiosas manos se tendieron para meterle a bordo de laembarcación. Unos cuantos centímetros más, y estaría a salvo.

El golpe le envió girando hacia adelante. Al caer vio con mudo horror el arpón escarlataque había surgido de la zamarra poco más abajo del bolsillo del lado derecho.

¿Es que han de cometerse siempre y reiteradamente los mismos desatinos? Ribera notuvo tiempo de extrañarse por este fugaz pensamiento incongruente, pues un velo rojo seextendió ante su vista.

Una suave brisa portadora de los alegres sonidos de reuniones lejanas penetraba através de las amplias ventanas del "bungalow", acariciando su interior. Era una nochefresca de postrimerías del verano. Los primeros aires suaves del otoño hacían a laoscuridad agradable e invitadora. La casa campestre estaba situada en la pequeñaserranía que marcaba la antigua línea costera de La Plata; los céspedes y setos delexterior descendían poco a poco hacia el llano general de la ciudad. La débil aunquedelicada luz de las lámparas de petróleo definía la rectangular disposición de las calles ymostraba sus edificios, uniformemente de uno o dos pisos. Más allá, las luces de laciudad cesaban bruscamente en el terreno ribereño. Pero aún después se veían lasmóviles y amarillas de las barcas y buques navegando por La Plata. Al extremo izquierdoardían las brillantes luminarias que rodeaban el Recinto Naval, donde el Gobiernoelaboraba algún arma secreta, posiblemente un buque de guerra movido a vapor.

Era una escena pacífica y una velada feliz; los preparativos estaban casi completos. Suescritorio se hallaba atiborrado por las respuestas alentadoras a sus proposiciones. Habíasido una ardua tarea, pero también muy entretenida al mismo tiempo. Y Buenos Aireshabía sido la base ideal de operaciones. Alfredo IV estaba recorriendo las provinciasoccidentales. Para ser más precisos, el Presidente Imperial y su corte estaban visitandolos lugares de placer de Santiago (como si Alfredo no hubiese empleado bastante talentoen el propio Buenos Aires). La Guardia Imperial y la Policía Secreta se arracimaban entorno al monarca (Alfredo tenía más miedo a un complot cortesano que a cualquier otracosa), de manera que Buenos Aires estaba más relajada que lo había estado en muchosaños.

Sí, dos meses de ardua tarea. Hubo de informarse, confidencialmente además, amuchas personas importantes. Pero las respuestas habían sido uniformementeentusiastas, y parecía que el proyecto no era conocido por quienes querían destruir suobjetivo; no obstante, desde luego, el simple hecho de que tantas personas tuvieran queconocerlo, aumentaba las probabilidades de su revelación. Pero era un riesgo necesario.

Y, pensó Diego Ribera, han pasado dos meses desde la batalla de Cala Sangrienta (elnombre de la ensenada había nacido casi espontáneamente). Esperaba que la tribu nohubiese sido espantada de aquel paraje, o, infinitamente peor, llevada al extremo de lainanición por la matanza. Si aquel estúpido de Enrique Cardona hubiese tan sólomantenido cerrada la boca, ambas partes se habrían separado pacífica (si noamistosamente), y algunos hombres estarían aún con vida.

Ribera se rascó el costado pensativo. Unos milímetros más y no hubiese salido deaquélla. Si el arpón se le hubiese clavado un poco más arriba... El rápido pensamiento dealguien había favorecido su inicial buena suerte. Aquel alguien había cortado la cuerdaatada al arpón; de no haber sido efectuada la operación, hubiese sido retirada la cuerda, yempotrada la púa. Tan milagroso era también que hubiese sobrevivido al cercado y a laspobres condiciones médicas a bordo del Vigilancia. Físicamente, todo el daño quedaba yareducido a un par de apreciables cicatrices circulares. Todo ello bastaba para darle a unoreligión, o a la inversa, terror al infierno.

Al llegar el próximo enero volvería con la expedición secreta que había estadoorganizando tan activamente. Nueve meses eran largo plazo de espera, perodecididamente no podían hacer nada hasta la llegada de ese invierno, y realmente senecesitaba tiempo para reunir el material y equipo necesarios.

Diego fue arrancado de estos pensamientos por varios sordos golpes en la puerta.(Aquella casita en el sector más tranquilo de la ciudad era testimonio del aliento que yahabía recibido de algunas personas muy importantes.) Ribera no tenía la menor idea dequien pudiera ser el visitante, pero albergaba razones para esperar que las noticias quetrajese fueran buenas. Fue a la puerta y abrió.

—¡Mkambwe Lunama!El zulú aparecía encuadrado en el marco de la puerta, con su negro rostro como

fundido en el negro firmamento. El visitante tenía más de dos metros de estatura y pesabacien kilos; era el vivo retrato de un "superhombre". Por entonces, el gobierno deZululandia tenía el especial prurito de emplear el tipo de súper-raza en sus tratos conotras naciones. El procedimiento indudablemente le privaba de algunos magníficostalentos, pero en Sudamérica se mantenía firme el mito de que un zulú valía por tresguerreros de cualquier otra nacionalidad.

Tras su primer arranque, Ribera se quedó por un momento en horrorizada perplejidad.Conocía a Lunama vagamente como Superior de la Veracidad —propaganda— en laembajada de Zululandia en Buenos Aires. El Superior había hecho numerosos intentospara congraciarse con el claustro académico de la Universidad de Buenos Aires. Losesfuerzos estaban probablemente dirigidos a reclutar simpatizantes para la ocasión en

que el desacuerdo entre el Imperio Sudamericano y los Territorios de Zululandiaprovocase un conflicto abierto.

Esperando ansiosamente que la visita fuese sólo una desafortunada coincidencia,Ribera se recobró. Intentó una desarmante sonrisa y dijo:

—Pase Mkambwe. Hace mucho tiempo que no le veía.El zulú sonrió a su vez, formando sus blanquísimos dientes un deslumbrante contraste

con el resto de su cara, y entró con paso ligero en la habitación. Su atuendo era de tejidode fibras de brillantes colores rojo, azul y verde, en desafío a los más sombríos tonos alas vestimentas formalistas sudamericanas. De su cadera pendía en su funda un revólverMawimbelamake de 20 mm. Los zulúes tenían sus propias ideas peculiares sobre elprotocolo diplomático.

Mkambwe atravesó con elástico paso la habitación y se instaló en una butaca. Riberase apresuró a sentarse tras su escritorio, intentando ocultar discretamente las cartas queestaban a la vista del zulú. Si el visitante veía y comprendía una de ellas, la partida habríaacabado.

Ribera trató de aparecer relajado.—Lo siento, no puedo ofrecerle una bebida, Mkambwe, pero la casa está tan seca

como un desierto —se excusó, pues si se levantaba, casi seguramente echaría el zulú unvistazo a la correspondencia. Diego prosiguió jovialmente, intentando a la desesperadaevocar recuerdos ("Recuerde los tiempos en que sus muchachos se blanqueaban lascaras e iban a la Casa Rosada, armando la zapatiesta con...") Lunama sonrió.

—Francamente, viejo, ésta es una visita de negocios. —El zulú hablaba con un acentorebuscado, seudo-castellano, que sin duda consideraba aristocrático.

—¡Oh!—respondió Ribera.—Oí que participó usted en una pequeña expedición a la península Palmer este enero

pasado.—Sí —respondió Ribera, inexpresivamente. Quizá había aún una casualidad; quizá

Lunama no sabía toda la verdad—. Y se suponía ser secreta. Si el Presidente Imperialdescubriese que el Gobierno de usted está enterado...

—Vamos, vamos, Diego. No es en el secreto en lo que está usted pensando. Sé queusted descubrió lo que les sucedió al Hendrik Venvoerd y al Nación.

—¡Oh!—volvió a exclamar Ribera—. ¿Y sólo lo sabe usted? —preguntó insulsamente.—Usted habló con demasiada gente, Diego —respondió con vago ademán

Mkambwe—. Seguramente no pensaba que todos en absoluto conservaran su secreto. Ytampoco a buen seguro que pudiera ocultárnoslo a nosotros. —Miró más allá delantropólogo, y su tono cambió—. Durante trescientos años vivimos bajo las botas de esosdiablos blancos. Luego vino el Justo Castigo en el Norte y...

¡Vaya curioso término que empleaban los zulúes para la Guerra del Hemisferio Norte!Había sido una contienda en la que se emplearon todos los medios destructivos...nucleares, biológicos y químicos. Los simples residuos de la inmolación de China habíanarrasado a Indonesia y a la India. Méjico y la América Central habían desaparecido conlos Estados Unidos y el Canadá. Y el África del Norte había sido borrada con Europa, Losmás suaves coletazos de aquel monstruo apocalíptico habían no más que acariciado elHemisferio Sur, casi emponzoñándolo. Unos cuantos megatones más, con su secuela deplagas, y la guerra habría quedado innominada, pues no hubiese habido nadie para hacersu crónica. Tal fue el Justo Castigo del Norte al que se refería Lunama.

—...y los diablos no tuvieron ya la protección de sus amigos de aquí. Luego vino laLucha de los Sesenta Días por la Libertad.

Hubo tantos diablos negros corno diablos blancos en aquellos sesenta días.. y santosde todos los colores, hombres buenos y valerosos pugnando desesperadamente porimpedir el genocidio. Pero los años de esclavitud eran demasiados, y los santosperdieron, no por primera vez.

—Al comienzo del Alzamiento combatimos a ametralladoras y aviones a chorro conrifles y cuchillos —prosiguió Lunama, casi auto-hipnotizado—. Morimos a decenas demillares. Pero al paso de los días, el número de ellos se redujo también. Para el díacincuenta nosotros teníamos las ametralladoras y ellos los cuchillos y rifles. Expulsamosal último de ellos de Kapa y Durb (empleó los términos zulúes para designar la Ciudad delCabo y Durban), y los arrojamos al mar.

Literalmente, añadió Ribera para sí mismo. Los últimos que quedaban en África Blancafueron empujados físicamente de los muelles y soleadas playas del océano. Los zulúeshabían logrado exterminar a los blancos, y pensaron que conseguirían borrar delcontinente la cultura "afrikaner". Desde luego se equivocaron. Los "afrikaners" habíandejado una huella imperecedera, evidente para cualquier observador imparcial. El mismonombre de zulú, que los actuales africanos apreciaban fanáticamente, era en parte unacorrupción del inglés.

—Para el sexagésimo día pudimos decir que ni un blanco vivía en el continente. Hastadonde sabemos, sólo un pequeño grupo escapó a la venganza. Algunos de losfuncionarios "afrikaners" del más elevado grado, quizás hasta el primer ministro,embarcaron a bordo de dos paquebotes de lujo, el SR Hendrik Werwoerd y el Nación, quezarparon varias horas antes del ataque final de liberación de Kapa.

Cinco mil hombres desesperados, mujeres y niños, hacinados en dos buques de lujo.Estas naves habían atravesado el Atlántico Sur, buscando refugio en Argentina. Pero elGobierno de la Argentina tenía dificultades propias, y dos de sus patrulleros averiaron al"Nación antes de que los "afrikaners" se convencieran de que Sudamérica no ofrecíarefugio.

Los dos buques habían puesto proa al sur, posiblemente con la intención de contornearla Tierra de Fuego y alcanzar Australia. Eso fue lo último que alguien oyera de ellosdurante más de doscientos años... hasta la exploración del Vigilancia a la PenínsulaPalmer.

Ribera sabía que una llamada a la compasión no disuadiría a los zulúes para que no seordenase la destrucción de la lastimosa colonia. Intentó una política diferente.

—Lo que usted dice es verdad, Mkanbwe. Pero por favor, por favor, no destruyan aesos descendientes de sus enemigos. La tribu de la Península Palmer es la única culturapolar que queda en la Tierra.

Hasta al pronunciar sus palabras Ribera se daba cuenta de cuan débil era elargumento; éste únicamente podía producir efecto en un antropólogo como él mismo.

El zulú pareció sorprendido, y con visible esfuerzo dejó a un lado la terrible historia desu continente.

—¿Destruirlos? Querido amigo, ¿a santo de qué lo haríamos? Únicamente vine aquípara preguntarle si podíamos enviar en su expedición a algunos observadores delMinisterio de la Veracidad. Para que el informe sea más cabal, ya sabe. Creo que Alfredopuede ser probablemente convencido, si se le presenta el asunto lo bastantepersuasivamente... ¿Destruirlos? —repitió—. ¡No diga tonterías! Ellos son la prueba de ladestrucción. ¿Así que llaman a un pedazo de tierra y roca Nieutransvaal(*)—Rió—. Yhasta tienen un primer ministro, un viejo desdentado que blande su arpón contra lossudamericanos. —Al parecer, el informe de Lunama había estado realmente sobre elterreno—. Y son aún más primitivos que los esquimales. En una palabra, son salvajesviviendo de grasa de foca.

No hablaba ya con afectada jovialidad. Sus ojos fulguraban con viejo y ancestral odio,un odio que estaba llevando a Zululandia a la grandeza, y que pudiera eventualmentellevar al mundo a otra guerra hemisférica (a menos que los científicos socialesaustralianos atinaran con algunas respuestas desesperadamente necesarias). La brisa enla habitación no parecía ya tan fresca, ni suave. Era ya fría y el viento provenía del vacíode la muerte apilada a través de siglos de miseria humana.

—Sería un placer para nosotros ver cómo disfrutan de su superioridad —dijo Lunamainclinándose hacia adelante más intensamente aún—. Por fin tienen la segregación quelos de su especie desearon siempre. Que se pudran en ella...

SOBRE EL RÍO Y A TRAVÉS DEL BOSQUEClifford D. Simak

Clifford D. Simak, el decano de la ciencia ficción, es bien conocido por todos loslectores del género. Ganador de varios Premios Hugo, este autor de ciencia ficciónsiempre logra impresionarnos con cada uno de sus relatos.

I

Los dos niños bajaron dificultosamente por el sendero, en la época de la conserva,cuando las primeras espigas silvestres adquirían el tono dorado y las jarillas presentabansus prístinos capullos. Cuando los vio por primera vez, desde la ventana de la cocina,parecían dos niños que volviesen a casa del colegio, porque cada uno llevaba una bolsaen la que posiblemente irían los libros. Como Charles y James, pensó, como Alice yMaggie... pero la época en que aquellos cuatro recorrieron el camino en sus viajes diariosal colegio quedaba en el lejano pasado. Ahora ya tenían hijos, quienes a su vezmarchaban diariamente a la escuela.

Ella regresó al fogón, para remover las manzanas que se estaban cociendo, a las queesperaban los tarros de amplia boca dispuestos sobre la mesa; luego, miró una vez máspor la ventana de la cocina. Los dos niños estaban ahora más cerca y podía advertir queel muchacho era mayor... diez años, quizás, y que la niña no tendría más de ocho.

Es posible que pasasen de largo, pensó, aunque no parecía muy probable, porque elsendero conducía hacia esta granja a ninguna parte más.

Se apartaron del camino antes de llegar al establo y bajaron decididos por el senderitoque conducía a la casa. No se les veía la menor duda; sabían adonde iban.

Salió hasta la puerta de la cocina, apartando la persiana, mientras la parejita llegaba alporche y se detenía a la entrada y se plantaba allí, mirándola.

El muchacho dijo:—Tú eres nuestra abuela. Papá dijo que inmediatamente sabríamos que eras nuestra

abuela.—Pero eso no es... —comenzó ella y se interrumpió. Estuvo a punto de decir que era

imposible, que no era su abuela. Y, al mirar a aquellos rostros infantiles y serios, se alegróde haber cortado la frase por la mitad.

—Soy Ellen —dijo la niña con voz aguda.—Oh, es raro —comentó la mujer—. Yo también me llamo así.—Mi nombre es Paul —anunció el muchacho.La mujer abrió la puerta para que entrasen y los niños obedecieron, plantándose

silenciosos en la cocina, mirando a su alrededor como si jamás hubiesen visto una piezasemejante.

—Es igual que papá dijo —comentó Ellen—. Ahí está el fogón y la mantequera y... Elmuchacho la interrumpió.

—Nuestro apellido es Forbes —dijo. Esta vez la mujer no pudo contenerse.—Oh, esto es imposible —exclamó—. También es nuestro apellido.El chico asintió solemne.—Sí, lo sabíamos.

—Quizás —dijo la mujer—, quizás os gustaría un poco de leche y pasteles.—¡Pasteles!—gritó Ellen con delicia.—No queremos causar ninguna molestia —murmuró el muchacho—. Papá dijo que no

molestáramos. —dijo que deberíamos portarnos bien —corroboró con su vocecita Ellen.—Estoy segura de que lo haréis —contestó la mujer—, y no me causáis molestia.Dentro de poco rato, pensó, todo quedará aclarado.Se acercó al fogón y colocó una cafetera, apartando las manzanas a un lado en donde

pudiesen enfriarse despacio.—Sentaos a la mesa —dijo—. Os traeré leche y pasteles.Consultó el reloj, que tictaqueaba desde la estantería. Las cuatro, casi. Dentro de un

ratito los hombres regresarían a casa procedentes del campo. Jackson Forbes sabríacómo resolver esto; siempre tenía remedio para todo.

Los niños se encaramaron en dos sillas y permanecieron sentados, solemnes, mirandocon fijeza a cuanto les rodeaba, al reloj de la cocina, al fogón de leña, con el resplandordel fuego mostrándose a través del tiro, la madera apilada en la leñera, el batidor demanteca plantado en un rincón.

Dejaron sus bolsas en el suelo, junto a ellos y parecían unas carteras extrañas, segúnadvirtió la mujer. Estaban hechas de una tela gruesa o lona, pero carecían de correas ode asas para sujetarlas. Y estaban cerradas, según vio, a pesar de que no advertíacerradura, ni solapa, ni cierre alguno.

—¿Tienes sellos? —preguntó Ellen.—¿Sellos? —exclamó la señora de Forbes.—No le hagas caso —dijo Paul— no debería habértelo preguntado. Pregunta a todo el

mundo y mamá le ha dicho que no lo haga.—¿Pero sellos?—Los colecciona. Va siempre apoderándose de las cartas que reciben las personas.

Por los sellos que tienen, ya sabes.—Bueno, pues... —murmuró la señora Forbes—, quizás hay algunas cartas viejas. Más

tarde las buscaremos.Entró en la despensa y sacó un jarro con leche, llenó un plato con pastelillos y regresó.

Los niños seguían sentados tranquilos, aguardando a que les sirvieran.—Nos quedaremos aquí una temporada —dijo Paul—. Serán unas breves vacaciones.

Luego nuestra familia vendrá por nosotros y se nos volverá a llevar.Ellen asintió cuidadosamente, con la cabeza.—Eso nos dijeron cuando nos fuimos. Porque yo tenía miedo de marcharme.—¿Tenías miedo de irte?—Sí. Era todo tan extraño.—Había poquísimo tiempo —aclaró Paul—. Casi nada en absoluto. Era preciso que

nos fuésemos de prisa.—¿Y de dónde venís? —preguntó la señora de Forbes.—Oh —exclamó el niño—, de sólo poca distancia de aquí. Caminamos un poquito

pero, claro, teníamos el mapa. Papá nos lo dio y nos acompañó un ratito, dándonosinstrucciones detalladas...

—¿Seguro que os apellidáis Forbes?Ellen dijo que sí con la cabeza.—Pues claro —exclamó.—Qué raro —murmuró la señora de Forbes. Y lo que era más extraño, no había otros

Forbes en la vecindad, excepto sus hijos y sus nietos, y estos dos, no importa cuantodijesen, eran desconocidos.

Los niños estaban atareados con la leche y los pastelitos y ella volvió a la cocina ypuso la marmita con las manzanas en el fogón principal, removiendo las frutas con unacuchara de madera.

—¿Dónde está el abuelo? —preguntó Ellen.—El abuelo está en el campo. No tardará en venir. ¿Habéis acabado con los

pastelillos?—Los acabamos todos —contestó la niña.—Entonces tendremos que poner la mesa y empezar a hacer la cena. Quizás os

gustaría ayudarme. Ellen bajó de la silla de un salto.—Yo te ayudaré —dijo.—Y yo —corroboró Paul—, traeré un poco de leña. Papá dijo que fuese servicial. Dijo

que podría traer leña y dar de comer a los pollos y recoger los huevos y...—Paul —le interrumpió la señora de Forbes—, sería una gran ayuda si me dijeses a

qué se dedica tu padre.—Papá —contestó el niño—, es un ingeniero temporal.

II

Los dos jornaleros se sentaron ante la mesa de la cocina, teniendo entre sí el tablerode ajedrez. Las dos personas mayores se encontraban en la sala de estar.

—Jamás vi cosa por el estilo —dijo la señora de Forbes—. Había una pieza de metal ysi tirabas de ella corría a lo largo de otra tira metálica y la bolsa se abría. Pero si tirabasen dirección contraria, la bolsa se cerraba.

—Algo nuevo —comentó Jackson Forbes—. Hay muchas novedades de las que nohemos oído hablar, aquí en el campo. Los inventores no dejan de idear cosas nuevas.

—Y el chico —dijo ella—, tiene lo mismo en sus pantalones. Los recogí del suelo,donde los había dejado caer cuando se fue a la cama. Los plegué y los puse en la silla. Yvi esta tira de metal, los bordes dentados. Y las ropas que llevan. Los pantalones del niñole quedan por encima de la rodilla y el vestido de la nena es muy corto...

—Hablaban de aviones —murmuró Jackson Forbes—, pero no de los aviones queconocemos, de los vencejos. Algo que se usa, en apariencia, para que la gente viaje. Ycohetes... como si tuviesen cohetes cada día, y no el Cuatro de Julio.

—No podíamos interrogarlos, claro —dijo la señora de Forbes—. Había algo en ellosque me impresionó. Su marido asintió.

—También estaban asustados.—¿Tienes tú miedo, Jackson?—No lo sé —dijo—, pero no hay otros Forbes. Es decir, no tan cerca. Charlie es el más

próximo y se encuentra a unos ocho kilómetros de distancia. Sin embargo, los niñosdijeron que habían caminado un poquito.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó ella—. ¿Qué podemos hacer?—No lo sé —contestó el anciano—. Iré en el coche hasta la sede del condado y

hablaré con el sheriff, quizá. Estos niños han debido perderse. Alguien habrábuscándoles.

—Pues no actúan como si estuviesen perdidos —le contestó ella—. Sabían que veníanaquí. Sabían que estaríamos aquí. Me dijeron que yo era su abuela y preguntaron por ti yte llamaron abuelo. Se les ve muy seguros. No actúan como si fuésemos desconocidos.Se les ha hablado de nosotros. Dicen que se quedarían una temporadita y así secomportan. Como si vinieran de visita.

—Creo —dijo Jackson Forbes— que engancharé a "Nellie" en el carro después deldesayuno y daré una vuelta por la vecindad y haré unas cuantas preguntas. Quizásalguien pueda decirme algo.

—El muchacho dijo que su padre era ingeniero temporal. Esto no tiene sentido.Temporal significa poder mundial y autoridad y...

—Quizá fuese una broma —le contestó su marido—. Algo que les dijo su padre en plande chanza y que el niño aceptó como verdad.

—Creo —anunció la señora Forbes—, que subiré y veré si están dormidos. Dejé suslámparas rebajadas un poco. Son tan pequeños y la casa les es desconocida. Si estándormidos, apagaré las lámparas.

Jackson Forbes expresó su aprobación con un gruñido.—Es peligroso —dijo—, mantener las luces encendidas todas la noche. Se corre el

riesgo de incendio.

III

El muchacho estaba dormido, boca arriba... con el sueño profundo y saludable de losniños. Había dejado caer sus ropas en el suelo al desnudarse para irse a la cama, peroahora estaban aseadamente plegadas en la silla, en donde ella las colocó cuando entróen el cuarto para darle las buenas noches.

La bolsa permanecía junto a la silla y estaba abierta, las dos filas de metal dentado conun, brillo apagado bajo la suave luz de la lámpara. Dentro de su oscuro interior se veíanlas formas oscuras de un montón de objetos diversos y desordenados, de maneraimpropia a la que debe existir en una cartera colegial.

Ella se agachó y recogió la bolsa y la puso sobre la silla y extendió una mano paracoger la tirita de metal y cerrarla. Por lo menos, se dijo a sí misma, debería estar cerraday no abierta. Cogió la piececita y la hizo deslizarse suavemente a lo largo de las guíasmetálicas y entonces se detuvo, su curso obstruido por un objeto sobresaliente.

Vio que era un libro y trató de ordenarlo para cerrar la bolsa. Al hacerlo así, distinguió eltítulo en las descoloridas letras doradas del lomo... Sagrada Biblia.

Con los dedos tocó el libro, dudó un momento, luego lo sacó despacio. Estabaencuadernado en cuero negro lujoso, con la pátina de los años. Los bordes se veíanrajados y hendidos y el cuero gastado por el largo uso. El borde dorado de las hojasestaba también descolorido.

Dudosa, lo abrió y allí, en la primera página, con una tinta antigua e imprecisa, se veíala inscripción:

"A mi hermana Ellen, de Amelia30-Oct.-1896Muchas felicidades en este día"

Notó cómo se le debilitaban las rodillas y se dejó caer con cuidado hasta el suelo, y allí,acurrucada junto a la silla, volvió a leer la inscripción.

30-Oct.-1896... seguro, era su cumpleaños, pero todavía no había llegado, porque seencontraban únicamente a principios de septiembre de 1896.

Y la Biblia ¡cuan vieja era esta Biblia que tenía entre las manos! Un centenar de años,quizás más de un siglo.

Una Biblia, pensó... exactamente la clase de regalo que Amelia le haría. Pero un regaloque todavía no se había efectuado, uno que aún no poseía, porque, poco más o menos,la inscripción de la primera página estaba redactada dentro de un mes en el futuro.

Claro, no podía ser. Resultaba una especie de broma estúpida, o algún error. O quizásuna coincidencia. De cualquier forma, había otra persona llamada Ellen y también teníauna hermana con el nombre de Amelia y la fecha estaba equivocada... alguien seequivocó al poner el año. Era una cosa que podía suceder con facilidad.

Pero no estaba convencida. Los niños habían dicho que se apellidaban Forbes yhabían venido derecho aquí y Paul habló de un mapa para que encontrasen el camino.

Quizás había otras cosas dentro de la bolsa. La miró y sacudió la cabeza. No debíafisgonear. Ya había cometido un error al sacar la Biblia.

El 30 de octubre cumpliría cincuenta y nueve... era una vieja esposa de granjero, conhijos casados e hijas, con nietos que venían a visitarles los fines de semana y durante lasvacaciones. Y una hermana Amelia, que en este año de 1896, le entregaría, como regalode cumpleaños, una Biblia.

Le temblaban las manos cuando alzó el libro y lo volvió a meter dentro de la bolsa.Hablaría con Jackson cuando bajase. Quizá se le ocurriese algo referente al asunto y, detodas maneras, sabría qué hacer.

Volvió a meter por completo la Biblia en la bolsa y cerró la cremallera. La dejó de nuevoen el suelo y miró al muchacho que estaba en la cama. Seguía bien dormido, así queapagó la luz.

En la habitación contigua la pequeña Ellen dormía, como una criatura, boca abajo. Lallama reducida de la lámpara cabrilleaba en la brisa que entraba a través de la ventanaabierta.

La bolsa de Ellen estaba cerrada y colocada de manera perfecta contra la silla, con unsentido innato del orden. La mujer la miró y dudó durante un momento, luego rodeó lacama hacia donde estaba la lámpara sobre la mesita de noche.

La niña dormía y todo iba bien y así apagaría la luz y bajaría y hablaría con Jackson yquizá no hubiera necesidad de que enganchase a "Nellie" por la mañana y diese unavuelta haciendo preguntas a los vecinos.

Mientras se inclinaba para apagar la lámpara de un soplido, vio el sobre en la mesa,con los dos sellos grandes, de muchos colores, pegados en la esquina superior derecha.

Jamás vi, pensó, sellos tan lindos. Se inclinó más para mirarlos con detalle y vio elnombre de la nación: Israel. Pero no existía un país llamado Israel. Era un nombre bíblico,pero no existía tal país. Y si no existía este país, ¿cómo podría haber sellos?

Cogió el sobre y estudió los rectangulitos de colores, asegurándose de que no seequivocaba. ¡Qué sello más bonito!

Paul había dicho que su hermana los coleccionaba. Siempre iba recogiendo cartas quepertenecían a otras personas.

El sobre tenía un matasellos y presumiblemente una fecha, pero estaba borrosa ydeformada por una impresión apresurada, así que no pudo distinguirla.

El borde de una carta sobresalía un centímetro de donde se rompe el sobre y la sacó,jadeando en su prisa por verla, mientras como una mano helada le aferraba el corazón.

Era, según vio, sólo el fin de una carta, la última página, y estaba escrita con una letraparecida a la que se veía en los periódicos o en los libros.

Quizás uno de estos chismes que poseían en las grandes oficinas de la ciudad, pensó,de los que había oído hablar o leído en los periódicos. ¿No se les llamaba máquinas deescribir?

No creas, decía aquella única página, tu plan es factible. No hay tiempo. Los seresextraños se ciernen ya y no nos darán tiempo.

Y está, para mayor consideración, la ética del asunto, aun cuando pudiera hacerse. Nopodemos, con la mano puesta en el corazón, escabullimos en el pasado y agobiar connuestros problemas a la gente de hace un siglo. Piensa en las dificultades que lesoriginaríamos, en la confusión económica y en el efecto psicológico.

Si crees que debes, por lo menos, enviar a los niños, piensa un momento en la penaque causarás a estas dos buenas almas cuando comprendan la verdad. El suyo es unmundo cómodo y sólido... y sano, salvo y rotundo. Los conceptos de este siglo locodestruirán todo cuanto tienen, todo cuanto creen. "Pero supongo que no puedo

aconsejarte. He hecho lo que me pediste. Te he escrito cuanto sé de nuestrosantepasados en aquella granja de Wisconsin. Como historiador de la familia, estoy segurode que mis hechos son ciertos. Utilízalos como creas conveniente y que Dios tengacompasión de todos nosotros.

Tu querido hermano,Jackson.

P. S. Una sugerencia, si has de enviar a los niños, envía también una provisióngenerosa de la nueva droga que cura el cáncer. La tatarabuela Forbes murió en 1904 deuna enfermedad que me sospecho fue cáncer. Con esos comprimidos podría sobrevivirotros diez o veinte años. Y, te pregunto yo, hermano, ¿qué significaría en este confusofuturo? Yo no pretendo saberlo. Puede que nos salvara. Puede que nos matase máspronto. Puede no tener ningún efecto. Te dejo a ti el problema para que lo resuelvas.

Si puedo acabar el trabajo aquí y marcharme, estaré contigo en el fin.

Mecánicamente volvió a meter la carta en el sobre y lo puso sobre la mesa junto a lalámpara encendida.

Despacio, avanzó hacia la ventana y miró al vacío camino.Vendrán por nosotros, había dicho Paul. ¿Pero vendrán? ¿Podrán venir alguna vez?Se encontró deseando que lo hiciesen. Aquellas pobres personas, aquellos pobres

niños asustados, atrapados tan lejos en el tiempo.Sangre de mi sangre, pensó, carne de mi carne, a tantos años de distancia. Pero

seguían siendo carne y sangre, no importaba la lejanía. No sólo aquellos dos que estabanbajo este techo en la presente noche, sino todos los demás que todavía no habían nacido,que todavía no habían venido hasta ella.

La carta citaba el año 1904 y el cáncer y esto quedaba a dieciocho años de distancia...ella sería una vieja, una mujer muy vieja entonces. Y en la firma aparecía el nombre deJackson... un viejo nombre familiar, se maravilló ella, que pasaba de generación engeneración, formando una larga cadena de personas que llevaban el nombre de JacksonForbes.

Estaba ahora rígida y enervada, lo sabía. Más tarde tendría miedo. Más tarde desearíano haber leído la carta, desearía no saber.

Pero ahora tenía que volver a bajar la escalera y decirle a Jackson lo que ocurría, de lamejor manera posible.

Cruzó la habitación y apagó la luz de un soplido y salió al descansillo.Una voz llamó desde la puerta abierta que quedaba más allá.—¿Eres tú, abuela?—Sí, Paul —contestó—. ¿Quieres algo?En el umbral le vio agazapado junto a la silla, a la luz de la luna que se vertía a través

de la ventana, buscando en la bolsa.—Se me olvidó —dijo—, hay algo que papá me ordenó que te diese en seguida.

FIN