Encuentro Incorporated es una and short stories (2002 ...

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Encuentro Incorporated es una organización creada en el 2000 con el fin de promover el arte y la cultura ibero-latinoamericana en Australia. Ha publicado tres antologías de autores hispanoamericanos residentes en Australia: " Encuentro, poems and short stories" (2002), "Bridges" (2005) y "Ciclos, La Revolución de la Crisálida" (2009).

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Encuentro Incorporated es una organización creada en el 2000 con el fi n de promover el arte y la cultura ibero-latinoamericana en Australia. Ha publicado tres antologías de autores hispanoamericanos residentes en Australia: " Encuentro, poems and short stories" (2002), "Bridges" (2005) y "Ciclos, La Revolución de la Crisálida" (2009).

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Creía que eran Cuentos

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© 2017, Ricardo Gallardo

© 2017, Compañía de Libros S.R.L.Ediciones del BoulevardRosario de Santa Fe 535X5000ACK - Córdoba - ArgentinaTel./fax: (54 351) 425 8687E-mail: [email protected]

ISBN 978-987-556-

Tapa:

Hecho el depósito que indica la ley 11.723Impreso en Argentina

Gallardo, RicardoCreía que eran cuentos. - 1ª ed.- Córdoba: Ediciones del Boulevard, 2017.96 p.; 21x14 cm.

ISBN 978-987-556-

1. Narrativa argentina. Cuentos. I. TítuloCDD A861

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Ediciones del Boulevard

Creía que eran Cuentos

riCardo Gallardo

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PróloGo

De ventanas, ecos y variaciones del agua, de la memo-ria, en Creía que eran cuentos, de Ricardo Gallardo.

La ventana como metáfora de la escritura. Estar sentado tejiendo, escribiendo, mirando a través de la escritura. Esa ventana es la abertura que el escribir ilumina hacia otro do-minio de realidad, que, de alguna manera, limpia los sentidos como señaló Blake al comienzo, uno de los tantos peldaños hacia la ceguera, de todo esto que llamamos realidad objeti-va. Escribir en el infinitivo, como múltiples posibilidades de decirse la experiencia. De allí el título Creía que eran cuentos. Creía, en el pretérito imperfecto, dando cuenta de un cambio o variación de la forma congelada en el cerco del género, osi-ficada en la palabra «cuento». Esta reducción a hueso de algo o alguien, que fue más que el puro hueso. De allí, en estos textos, la recurrencia de los cementerios, de los muertos que vuelven de maneras imposibles a un café, a dar un paseo do-minguero, fantasmas presentes —¡qué contradicción!, ¡qué manera de enredarme!— que resisten a la ausencia. Decir fantasma es decir ya presencia de algo. ¿Pueden ustedes ob-servar cómo la palabra «fantasma» no es la cosa que denota? Variación también del tiempo, variación del contar, del de-

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cirse de la experiencia. Y este cuestionarse es a posteriori al hecho de decir. Decir es hacer variar lo que ya ha sido vivido, una manera extraña de verse viviendo en la palabra. Como si siempre hubiésemos vivido del show. Cosa teatral. Y este cuestionarse, revisitarse, que es también un observar que hace la distinción genérica, trae a la mano la cuestión problemática de que todo decir es revelar acotando en palabras lo vivido. Nos acercamos a lo vivido interponiendo la mediación del lenguaje. Escribir es dar forma a lo mirado, que fue puro movimiento, en el ojo del que se ve escribiendo a través de la ventana de la escritura. Escritura que se da a sí misma como pura variación, agua. ¿Qué otra cosa podría ser? Vean uste-des las limitaciones de mi lenguaje, puesto que lo vivido no es cosa. Esto es lo que me da a pensar este contar de Ricar-do Gallardo. Esta es la precariedad de la escritura. Precarie-dad ya que, paradójicamente, queriendo traer a la presencia, sólo generamos otra variación que no agota, que no obliga, a una presencia directa —¡oh, quimérico deseo!— sino que nos permite pasear por otros planos de realidad, por otros territorios, inmateriales como el agua de los sueños, de los deseos, de las mismas palabras, donde «las figuras extrañas» espejean, las memorias se pasan de uno a otro, se heredan, se adosan, como auras, a las tazas heredadas por los hijos, ecos de castigos, violencias, guerras, amores, donde también se deviene cuervo, y el juego se revela como un refugio ante la locura del mundo obligatorio del modernismo en todas sus formas, donde cegueras no le permiten al hombre sentir la vida en la planta de sus pies, mientras camina por la costa.

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Ricardo Gallardo sigue, y al seguir las trae a estas correspon-dencias y sus quiebres, y nos las ofrece para que nosotros/as lectores/as las anudemos. No nos confundamos, son ecos de lo vivido que ahora, con suerte, podemos escuchar como por primera vez. Sin temor. Entremos.

Sergio Holas VélizDepartment of Hispanic Studies

The University of Adelaide, Australia

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Dedicado a mi hija Ana

Agradezco la valiosa colaboración de mi esposa Celia y la de mis amigos María Pintos López y Daniel Martín.

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el ValentínArgentina 1964

Por horas el niño la había estado mirando. Nina cosía inclinada con celoso esmero, remendaba absorta en una progresiva obstinación a medida que la luz del día se deslizaba inclinándose por la ventana.Años más tarde cuando el niño ya tenía en el corazón sus parches, absorto con su vista fija en la ventana, entendía la metáfora.

iEra el mediodía y el sol otoñal ya había abandonado

algo sus fuerzas, haciendo más apreciada su dorada majes-tad. Las casas del barrio aún mantenían sus fronteras abier-tas, invitando a los niños a través de las puertas y ventanas.

El barrio tenía el vigor y la incipiente prosperidad de gentes de oficios. En sólo dos cuadras había, además de la carpintería, dos lutieres españoles, un relojero, una ver-dulería, el quiosco y dos peluquerías, una para caballeros y otra para damas. Doblando la esquina, Nina la modista, el almacén, la florería, un bar con pensionistas, un subcomité político y una adivinadora de prestigio.

En el medio del barrio, el baldío, que se brindaba sin dueño ni autoridad a todos los niños como centro de jue-gos y fogatas nocturnas, donde se contaban las misteriosas historias que entraban en las cabecitas de los hijos de inmi-grantes y locales.

Los sonidos de un viento fuerte durante la noche se habían mezclado con los sueños agitados del niño. Entre

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ellos el del Valentín, jugando en la vereda al lado de la calle amarilla, por donde los vecinos pasaban sin mirarlo.

Era la mañana y el niño jugaba con los botones de co-lores bajo el mesón de costura de su mamá. Él podía escu-char el sonido de las tijeras vibrando en la madera, cuando Nina cortaba la tela siguiendo la línea del molde. Su mente se concentraba en los botones que empujaba como si fue-ran autos, siguiendo un camino entre carreteles al borde de precipicios imaginarios.

La vibración se detuvo de pronto, y el niño escuchó a su madre que lloraba.

iiCaminaban despacio acompañándose tras la caja negra.

Las voces apenas sobrepasaban el sonido del viento sobre los árboles y del continuo arrastrarse de las hojas otoñales. Los pasos soltaban un rumor solemne, casi agónico sobre el asfalto y el niño, erguido sobre sus zapatillas de lona gas-tada, seguía la columna intentando descifrar nuevamente el rito. Sabía que siempre la muerte era convocante, lo era para él al menos, algo que sucedía entre las gentes, en sus caras, en sus expresiones, en sus lágrimas.

Ya en el cementerio, al final del largo callejón, atrave-sando la zona de casitas con estatuas, después de las inmen-sas paredes llenas de agujeros hechos para albergar los ca-jones como a palomas, la columna llegó a donde las cruces se disputaban la tierra árida, donde parecía que a pesar de todo, el cielo estaba más invitado a quedarse.

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El niño ya había visto antes la ceremonia de bajar cajo-nes a la tierra y se mantenía más atento a los rostros de do-lor, donde intentaba entender algunas cosas que su madre le había explicado.

Dos días antes, los vecinos se habían reunido en la casa de Aristóteles, el carpintero, para ver cómo ayudar a los papás del Valentín.

Aristóteles con su figura pequeña y su calva casi roja bordeada por eléctricos cabellos rubios y canos, sólo levan-taba la mirada cada vez que llegaba otro vecino a la reunión. Se había sentado en un banquito en el rincón más lejano a la puerta, mostrando su penitencia. Con la espalda curva-da queriendo aplastarse contra el piso, Aristóteles no podía escapar a la pesadilla. Dos días antes el cuerpo del Valentín se desplomaba electrocutado desde la pared de adobe en la entrada de su carpintería. Los diez años y las descalzas aventuras en pantalones cortos del Valentín se habían dete-nido en un instante.

El niño había visto a algunos vecinos salir corriendo y a doña Estela, la esposa de Aristóteles gritando en la vereda. Luego a algunos sobre el Valentín moviéndole los brazos, intentando reanimarlo con masajes, mientras los demás mi-raban desesperados. Bajo el sol amarillento, levantaron el cuerpo oscuro sin vida del Valentín y lo llevaron sobre sus cabezas, corrieron hacia el fondo del callejón, lo bajaron y lo masajearon nuevamente insistiendo inútilmente. Ya en-tonces Aristóteles, se había quedado inmóvil en la vereda, llorando con sus manos en la cara.

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iiiLa conversación era de a dos o de a tres y la habita-

ción estaba completa. Doña Estela apoyaba su mano flaca y larga, como toda su figura, sobre la espalda de su esposo. Mario, el relojero que se destacaba de los demás, porque su silla estaba algo avanzada y su abundante estómago des-bordaba casi rompiéndole la camisa, giró su cabeza grande y con los ojos centellando sobre su piel oliva transpirada, comenzó a decir:

—¡Como todos sabemos!... —Y cuando la última voz se calló continuó—. Como todos sabemos, estamos aquí para ayudar a los padres del Valentín.

Pasaron unos instantes y luego don Argentino dijo con su voz blanda que se escuchaba nítida en la entonces silen-ciosa habitación:

—Yo creo que podemos hacer una rifa para vender por los otros barrios —y se quedó esperando respuestas con su cara morena tensa.

El niño miraba a Aristóteles cuando éste irrumpió abruptamente desde el rincón, mientras raspaba con sus pies el piso de madera, sin intentar evadir un haz de luz cegadora sobre su cara.

—Yo puedo donar un juego de mesa y sillas.Las caras de todos parecieron acordar la oferta y enton-

ces Mario, el relojero dijo:—No es su culpa lo que le pasó al Valentín, don Aristó-

teles —y esto fue seguido con voces de aprobación.

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Luego la conversación se prolongó girando sobre dis-tintas propuestas, a veces a varias voces.

Otras imágenes se mezclaban entonces en la mente del niño. La de las primeras veces que había visto a la familia del Valentín, el boliviano en el barrio. La de Cesario, el pa-dre, haciendo los adobes que iban quedando de a dos en las hileras y sus pies embarrados, sobre los que más temprano había alzado su robusto cuerpo negro, amasando paja y ba-rro como en una danza tribal.

Años más tarde, la imagen de Cesario con su cara trans-pirada y los ojos enrojecidos, le revelarían al niño otros sig-nificados y entendería su silenciosa protesta.

Recordó a Cesario bebiendo agua del jarro de aluminio, volcando parte sobre la raída camisa, que alguna vez fuera blanca y Carmela, su esposa, perdiéndose con su redonda y pequeña figura tras la pared.

Ellos habían llegado al barrio hacía unos meses y se instalaron en el rancho abandonado en el fondo del baldío. Aparecieron de ninguna parte con sus cinco hijos, entre los que estaba el Valentín, el del medio.

Doña Estela volvía de tanto en tanto a los sollozos y sacaba de su delantal un pañuelo arrugado, al que miraba luego de secarse las lágrimas, como si pudiera leer algo en él. El niño sentía también los sonidos del atardecer a tra-vés de la ventana, ecos y canto de pájaros que llegaban del parque, y se dejaban escuchar cuando los ruidos de la con-versación cedían.

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En aquel momento, un trueno distante trajo a la me-moria del niño un día que jugaba con el Valentín. La tor-menta corta pero feroz, había dejado barro y charcos sobre los pozos de la calle. Luego el sol ya había acentuado la humedad sobre los cuerpos poco acostumbrados a la lluvia, y los chicos asistían al llamado diario de jugar en la calle.

En una rueda de camión y por turno, se iban acomo-dando en el círculo interno, fuertemente agarrados con sus manos y empujando con sus pies para no perder la posi-ción, girando con la vista dando vueltas del cielo a la tierra y de la tierra al cielo. Y al cielo se iría el Valentín, decían todos y eso le había dicho Nina, su madre, «que el Valentín era un angelito negro».

iVEntre los niños del barrio la exploración de historias

acerca de los muertos era común, especialmente al atarde-cer donde espíritus aparecían siempre para ser combatidos con ristras de ajo, crucifijos, o un padrenuestro. Aquellos miedos penetraban sus sueños, también el deseo de develar esos misterios.

Un día en que la luna les producía cierto confort y es-taba tan clara que sus pequeños cuerpos proyectaban una sombra nítida sobre el pasto, el niño esperaba con Raulito, su amigo, el momento en que la última persona entrara en la casa de la adivina. Escondidos tras el árbol esperaban para poder ingresar por el garaje y esconderse en la oscura habitación entre el sillón y la cortina. Para ellos era familiar

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aquel lugar a plena luz del día, pero aquella noche la adivi-na la usaría para llamar a los espíritus, y a ellos se les había prohibido acercarse. Una suerte de tenso silencio parecía crecer en la espera, hasta que Raulito le habló asustado en la oreja. El Valentín que había aparecido por atrás, le había tocado la espalda. Entonces bastaron solo las miradas para acordar que él también se sumaría a la aventura.

Sus corazones retumbaban en sus cuerpos, en la habi-tación, en todas partes, pero el deseo de ver las cosas que habían imaginado era casi febril.

Por momentos, el temor a los espíritus superaba al de ser descubiertos, medio extendidos bajo el sillón, con sus cabecitas contra el piso, lograban ver los pies y los torsos alrededor de la mesa.

—Como siempre, para empezar, vamos a llamar a mi santo para que nos proteja y deje bajar solo a los buenos, —comenzó diciendo la voz de Marina.

—Nosotros te invocamos para nuestra protección san Zeferino, si estás aquí déjanos saber.

El niño apretaba su cara contra las baldosas frías y sentía el tibio líquido mojando sus pantalones saliendo sin poder detenerlo entre sus piernas. En ese momento el Va-lentín le apoyó su mano en el hombro dándole un respiro al miedo... gesto que el niño jamás olvidaría.

Una silla saltó hacia atrás y hubo un griterío confuso, alguien corrió a prender la luz, los chicos por instantes se creyeron descubiertos, pero toda la acción se centraba en alguien caído. La curiosidad fue muy fuerte y los niños se

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atrevieron a avanzar unos centímetros. Vieron la cara de don Faustino, estirada y con los ojos inmensamente abier-tos derramando torrentes de lágrimas sobre su cara, a la Marina tirándole la lengua con sus manos y a don Barroso, el peluquero, que le daba palmadas en la espalda, alternadas con cachetadas. Durante la agitación, la violenta y cargada mirada de la Marina los fulminó de espanto y en instantes los niños atravesaron el jardín hacia la calle.

VEn la estrecha calle del cementerio, el niño caminaba

de la mano de Nina en el centro del acompañamiento. Por momentos se detenían para darle un respiro a la mamá del Valentín y su incontenible pena. Parados a pocos metros de donde otro grupo lloraba a su difunto, el niño alzó la mirada hacia una nube pasajera.

Días después del funeral en su casa, el niño bajo el me-són de costura alcanzaba a ver los zapatos de un hombre y las botamangas marcadas con alfileres. Él solía disfrutar mirando fragmentos, solo pasos y voces sin caras. Los pies caminaron hacia el rincón de la habitación de costura, don-de un frágil separador de madera hacía de cambiador y re-tornaron luego con otras botamangas. El niño apoyaba de costado su cabeza, parte en su mano y parte en el piso, jun-to al calor del perro, que también observaba. Las palabras a veces se volvían murmullos, o se ahogaban con los ruidos y la brisa de la tarde que a oleadas entraba por la gran ventana levantando la cortina blanca.

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—¡No me importa! —le escuchó decir a su madre, y luego nuevamente— ¡No me importa y no me importa! —y los pies de zapatos negros giraron abruptamente y se fueron de la habitación, dejando un sordo llanto, que de pronto se perdió bajo el volumen creciente de la radio que transmitía entonces el rosario de la tarde.

Los juegos de la calle le vinieron a la mente y el niño salió atravesando el pasillo largo. El viento se había vuelto más fuerte y las ráfagas calientes levantaban tierra y peque-ñas piedrecitas que castigaban bajo la línea de sus panta-lones cortos. El movimiento lo animaba allí afuera y bus-có reparo contra una pared, mirando la calle que se había quedado vacía en aquel reino de viento y polvo. El auto del médico pasó frente a él y supo que era el señor de las botamangas.

Después, su atención se quedó sobre la entrada a la carpintería donde recordó al Valentín mirando absorto una hilera de hormigas, sentado en la vereda amarilla de mosai-cos calientes y apoyando contra la pared su espalda negra y desnuda.

Entonces un remolino fue a dar de ninguna parte al portón de la carpintería, y pensó y luego sintió que el Va-lentín realmente lo estaba mirando.

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la luz

Nadie sabe lo intenso que puede ser el día —piensa Carlos. Él mide las cosas según el grado de inconsciencia. Cuánta inconsciencia hay en un paquete de cigarrillos, en una propaganda de cosméticos probados en animales, o una bravuconada de políticos. Aparte de eso, su mente es simple y él mismo se considera un ser dormido en vías de despertar. A su trabajo principal en electrónica, agrega a veces algunas changas extras como electricista.

—¿Cómo que no puede conectar la luz?—Bueno yo le conecto la electricidad, ahora si el foco

le da luz ya es otra cosa —le respondió jocosamente Carlos, mientras ajustaba algo en el tablero con el destornillador.

La anciana lo miró con algo de compasión, sonrió y agregó:

—Cuando vos naciste yo asistí a tu mamá en el parto.—¿Cómo? —preguntó él, sintiéndose descolocado.—Sí, ¿vos sos el hijo mayor de Roberta López, ver-

dad?—Pero, ¿cómo supo reconocerme? —le dijo él sor-

prendido.—Mijo, yo sé muchas cosas, aunque no entienda de

electricidad... Vos sos Carlos, ¿verdad?

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—¡Sííí! —respondió todavía algo confundido y siguió— bueno, el mundo no es tan grande después de todo.

—No, no esta provincia —le dijo ella e inmediatamen-te agregó—: Yo soy tía segunda de tu papá.

—¿Cómo? —respondió él al tiempo que dejaba el des-tornillador sobre una silla. Luego se cruzó de brazos y se quedó mirando a la anciana, sonriendo y con los ojos clava-dos en ella como esperando más información.

—Sí, —continuó ella— la última vez que te vi, vos ten-drías nueve años, en el funeral de tu abuelo José —y agre-gó—: Antes de que tus papás se separaran.

Carlos asociaba a su abuelo con momentos mágicos de su vida. Con él había conocido el chocolate con churros en el mercado, las salidas al campo, había aprendido a andar a caballo y tenido muchas tardes de calesita. Pero sobre todo, había conocido esa amalgama de cariño y nobleza, que de algún modo, su abuelo había dejado en él. Vino a su me-moria entonces la mujer de vestido marrón que lo consoló en el funeral. Esa mujer que le regaló el rompecabezas de madera, la que vino muchas veces a su memoria y fue con el tiempo confundiéndose con los sueños.

—¿Usted me regaló el rompecabezas? —preguntó algo emocionado.

—¿Ah, te acordás? —le respondió ella—. Ese lo había hecho tu abuelo.

Mario se desplomó entonces en la silla sin dejar de ob-servarla, con una mezcla de sorpresa y de ternura. ¿Sería ella entonces Rosana, cuyo nombre escuchó muchas veces

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en la casa de su madre? ¿Rosana la enfermera, la partera, la amante de su abuelo?

—Sí, Carlos. Soy Rosana —le dijo ella como si escu-chara sus pensamientos, y siguió—: cierto que yo no sé de electricidad Carlos, pero puedo iluminarte.

Y él se quedó allí sin palabras, emocionado, golpeando el mango del destornillador contra su pierna como si fuera un tambor, un mantra... todo un sueño del que se iba des-pertando.

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la deCisión de Marito

Argentina, 1965

Marito y yo nos encontramos en el baldío. Él había traí-do la pelota y en una bolsita una tijera y un cinto de cuero viejo, que empezó a cortar y guardar de vuelta en la bolsita. Yo miraba su cara roja concentrada en aquel acto, mientras pateaba la pelota contra la vieja pared de adobe. Después, a medida que los demás chicos iban llegando, nos fuimos repartiendo en dos bandos para hacer el partido.

Al cabo de un par de horas, el juego nos había dejado agotados, echados sobre la tierra inocente del baldío y las asperezas de las piedritas que despreciábamos por la fatiga. Yo estaba tirado junto a Marito con la sombra del plátano que llegaba sólo a cubrirnos la cabeza. Ambos explorába-mos el movimiento espectacular de las nubes que se despla-zaban en el cielo. Fue entonces al girar, que vi en el costado de su torso las figuras extrañas que la tierra y la transpira-ción habían formado sobre las marcas del cinto.

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el loCo

El loco balbuceaba en el patio del psiquiátrico y él, que había llegado temprano, decidió esperar en uno de los ban-cos afuera. Quizá el loco lo notó, a pesar de que estaba de espaldas, porque levantó algo su voz y él se quedó atento escuchándolo.

—¿Y no hay respuesta, o hay respuesta? —dijo el loco y siguió:

—Soliloquio, coliloquio, abuso verbal, verborragia, lo-quio. Atavismo, travieso, rompe-mundo, mundo, desborda-do, manifiesto. Empobrecido, alucinado, en muchedumbre, sin rascacielos, silenciado, apenado, a puro hueso, sin sa-bueso. Almorzado, corregido y acogido. Con poros, des-proporcionado, abúlico. Desestimado, repetitivo, acalorado y adormecido. Ciempiés, abdominal, abominable, cascarra-bias. Desapercibido, solo, cielo, ave, sin historia. Como una roca, manifestado, boquiabierto, quebrado, en un verso, completamente.

Entonces el loco se acercó aún más a él y le dijo:—Al comienzo uno no sabe de lo que habla, pero el

cosmos es inmenso, y yo te puedo contar algo mágico. En-tonces, el loco giró la cara hacia él, el destello negro de sus ojos se multiplicó al mirarlo y agregó sonriendo:

—Los dos somos Dios.

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el Perro

¡Ay qué siesta hermano!, apenas si me animo a morder un poco más el hueso como para rascarme los dientes y mover la boca, que es todo lo que se puede mover hoy en el rancho. El viejo está tan callado, tan echado, que solo le faltan las pulgas para igualarme.

Suerte que viene esa mujer a hacerle las curaciones y se apiada de mí trayendo sobras. Era divertido hace pocos años atrás cuando habían carneos y no es que me gusten los sacrificios, pero todos estamos en las transformaciones. Claro que eso no lo sabía cuando era el hijo del viejo, sino que lo aprendí cuando caí infartado en el patio, y en vez de seguir por el túnel vine a parar al perro.

Está caliente el piso aún bajo el árbol y el pasto crecido y amarillo cruje con la brisa. ¿Y si se muere el viejo?... ¿Y si el viejo supiera? Quizá hasta se mejoraría y nos entendería-mos. Hay mucho de bueno a pesar de todo, se está mejor en cuatro patas, anticipando los terremotos, oliendo lejos y sin que me importen las moscas y otras cosas de las que ya no me acuerdo. ¿O me acuerdo? Tenía que irme, lo tenía que dejar al viejo porque me iba con la Rufina. Se me partía el alma después de tanto discutir, de tanto y tanto de aquello y de esto, de si me voy con ella lo tengo que dejar. Estaba

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muy cargado aquella tarde, como la tormenta que venía ne-gra entre los cerros. Los dos cerros: la Rufina y el viejo, y yo la tormenta que explotaba, viendo que si me iba de aquí no quedaba nadie con el viejo. Bueno, el rancho, la chacra, ni siquiera otro pariente, sólo el perro.

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el flaCo

Se notaba que era un tipo conectado, decía que no era místico para nada, que para él era mística la manzana, tal vez la pata de una mesa. Cuando él nació vino más bien a darle luz a su madre. Decía que la vida era solo una expe-rimentación y solamente le preocupaba tirar los cordeles para arriba, sacar a su vieja de la botella.

Cuando fue la protesta, todos nos habíamos junta-do en la esquina de la plaza, él, desgarbado, nos producía con su rostro delgado cierta fascinación. Otra vez salimos uniéndonos a los demás gritando cánticos. Cuando arran-caron con los gases y las balas, nos dispersamos por los costados.

Diez años después yo volvía por primera vez del ex-tranjero, todo lo que caminaba me parecía nuevo. Doblé la esquina y crucé la plaza y lo vi parado en el quiosco como lo imaginaba, flaco, desgarbado como siempre, jugando con el humo de su cigarrillo. Lo miré y se quedó mirándome, sonreía, al principio creo que no me reconoció, pero luego corrió hacia mí y me abrazó como a una madre y me dijo medio gritando —¡creímos que vos eras el muerto!

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Café en la estaCión

El perro flaco pasó delante de él, y lo miró medio de costado con ojos de decir «te entiendo». Él estaba esperan-do el tren en la estación Retiro ese sábado a las diez, quieto, con frío y cansado de todas formas. La mujer que venía pasando se cayó justo ahí, frente a él y tuvo que reaccionar, ofrecerle al menos una mano sin muchas ganas y más bien como un reflejo ante la mirada de unas pocas personas en el andén.

Ella aceptó su ayuda sonriendo todavía sobre un gesto de dolor. Y lo que fuera que había en esa cara a él le llegó muy cálido.

—Yo lo conozco —le dijo ella—, de la escuela Nacional.—Puede ser —le dijo él frunciendo el ceño.—¡Soy Rita! ¿No se acuerda de mí, Ramón? —e insistió

con otra pregunta—: ¿Cómo está Dora?—Falleció hace un año —contestó, clavando sus ojos

negros en el tren que se iba.Él ciertamente no esperaba estar de repente en seme-

jante situación, exponiendo sus heridas. Todo pasaba tan rápido que lo dejaba sin defensas, apenas reaccionando.

—Cuánto lo siento Ramón, cuánto lo siento —y en un segundo continuó diciendo—: Yo la conocía bien a Dora,

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nos veíamos en las reuniones del sindicato y charlábamos siempre, pero después yo me fui a Mendoza.

Ramón recordó entonces a Rita, siendo una muchacha delgada, siempre inquieta por los pasillos de la escuela. Él dedujo entonces que ella tendría unos sesenta contra sus setenta. Cierta energía le vino al cuerpo y se animó a una pregunta:

—¿Y usted qué hace ahora Rita?—¡Me caigo en las estaciones! —le contestó ella a pura

risa acomodándose la blusa, e inmediatamente le invitó un café.

—No, me lo ha prohibido el médico.—¿Qué? ¡Le invito un café, hombre!—Está bien, uno no me hará mal —dijo Ramón al

tiempo que sentía que una parte de él tiraba en otra di-rección, hacia su soledad. Pero el caballero seguiría a la dama.

—Sabe Ramón, yo admiraba mucho a Dora. Ella me dio muy buenos consejos cuando me hicieron falta.

—¿Sí? ¿Qué consejos? —preguntó con curiosidad Ra-món, cuando ya se encaminaban hacia el café.

—Nunca te quedes sola me decía, después que rompí con el novio de toda mi vida.

—¿Y, le sirvió? —preguntó él con una media sonrisa.—Bueno, le obedecí bien, creo, ya tuve dos maridos

—le dijo moviendo dos dedos de su mano y Ramón final-mente se rio.

Los recuerdos de Dora volvieron a él, la imagen de ella

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con el gesto comprensivo y calmo, desbordando la delga-dez de su enfermedad, los momentos cuando se acababan las palabras y sus miradas buscaban el silencioso refugio del cielo, tras la ventana del hospital.

Ramón debió quedarse ausente unos instantes porque la voz de Rita lo sorprendió casi como un eco.

—¿Me escucha, Ramón? —y él le sonrió asintiendo.

Entraron al café casi vacío por la hora y el tango que sonaba trajo el tema clave.

—¿Todavía baila tango Ramón? —Y dicho esto, Rita se cubrió la boca en señal de arrepentimiento y agregó: —¡No claro, no sin Dora, perdón!

—No, no ahora, sin Dora —repitió él, que de pronto no podía creer que estuviera allí sentándose a tomar un café con Rita.

El mozo se aproximó y Rita se adelantó sonriendo —Café por favor, ¡dos! —moviéndole dos dedos de su mano.

—¿Usted es habitué de este café, Rita? —preguntó Ra-món.

—Sí, yo vengo los sábados aquí a la vuelta, al club de tango. —Y agregó luego en tono amistoso—: ¿Y usted Ra-món, no me acompañaría?

Por un instante Ramón se quedó sintiendo un reflujo que le subía del estómago y sólo atinó a asentirle con la cabeza, mientras parpadeaba intentando ocultar la emoción que le aflojaba las lágrimas. Entonces en su mente le pare-

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ció escuchar la voz de Dora diciéndole: «Nunca te quedes solo Ramón, nunca te quedes solo».

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aGente Cero

Definitivamente, para escribir, es importante estar pre-sente y eso ya es una meditación, reflexionaba.

Estaba sentado en un banco del parque de la Recolec-ta con el verano a full sobre la tarde, trayendo sus perfu-mes y los buenos humores de tantos otros momentos allí. Fue entonces que el personaje vino a sentarse a mi lado. Me pareció neutro en su ropa, en su aspecto, en su edad. Su figura delgada simplemente se posó como un pájaro poco o nada afectado por la gravedad y se quedó mirán-dome fijo como para que yo no pudiera negarlo. Yo traté lo mejor de mí, saqué mi simpatía de galera que funciona-ba en mi programación tan bien como otros programas y le dije —¡Hola!

—Soy el Llanero —me dijo entonces, mientras yo buscaba en él algo conocido sin encontrar otra cosa que una cara extraña, casi perfecta, sonriente y de ojos pro-fundos.

—Mucho gusto —le dije preparándome para un loco.Y repitió entonces —¡Soy el Llanero y he rescatado a

muchos!—¿Sí? —le contesté.—Sí, como a Juan Rulfo cuando se perdió en El llano en

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llamas, a Cortázar de un atracón de Cronopios, o a Borges de un cabalista posesivo.

—Tiene un acento extraño, —le dije— ¿Es de Buenos Aires?

—Es ridículo que no me reconozcas, soy el Llanero y vivo en la Recoleta —me dijo apuntando con un gesto al cementerio.

—Primera vez que escucho de usted, y a qué se dedica, —le pregunté como para seguir el diálogo.

—Sí, bueno, Llanero es mucho más que yo, es el es-píritu que rescata, como El Llanero Solitario —y se quedó sonriéndome como si eso y sus ojos lo explicaran todo.

Creo que su respuesta me animó, porque sentí que es-taba en un juego de palabras, como esos juegos intermina-bles que tenía con mis amigos en el taller de literatura.

—¿Y usted cree que puede rescatarme a mí? —le dije en tono jocoso.

—No, no vine a rescatarte, sino a sumarte al club —me dijo y se quedó esperando mi siguiente pregunta.

—Ah, ¿cuántos son entonces?—Miles, pero un solo espíritu, —me dijo.—Ah, ¿y yo, cómo me voy a sumar?—¡Tú serás el Agente Cero y tendrás licencia para es-

cribir!—Suena bien, pero no sabía que fuera necesaria una

licencia para escribir —dije sonriendo.—¡Escribir para rescatar! —dijo y siguió— mira quéda-

te en silencio un rato y escucha el soplido de mi boca.

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Yo volví mi vista sobre el parque al otro lado de la ave-nida, mientras ponía mi atención en su soplido que se con-fundía por momentos con la brisa norte y cerré los ojos para concentrarme mejor.

Cuando desperté, el color de la tarde mostraba clara-mente que me había dormido. El llanero no estaba a mi lado y sentía sensaciones contradictorias, por un lado, la fascinación de haber estado en un mundo mágico y por otro, la pena de haberme quedado dormido. De pronto hu-biera querido preguntarle tantas cosas al Llanero y al mismo tiempo me parecía saber todas las respuestas. Algo había cambiado en mí y tenía la sensación de que por primera vez en mi vida, era parte de un plan majestuoso. Me paré para ir a la parada del colectivo con una energía renovada en todo mi cuerpo, sonriendo y repitiéndome mentalmente «Soy el agente cero, y tengo licencia de escribir para rescatar».

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siesta en san Juan

¡Qué sol!... Las musas están locas, vestidas de rojo, des-filando por el cementerio. Exaltadas, circulando por las ca-llecitas laterales llenas de cipreses, donde descansan las es-tatuas, allí, donde muchos vivos sienten la tensión de unas miradas y a veces una suerte de soliloquio en los zumbidos del viento sobre los mausoleos.

Tanta claridad castiga, abre remolinos por todas partes que lo tientan a uno a querer escaparse hacia los vivos. Y así nomás, me ocurrió que repasando un poema en mi me-moria me eché a andar con un traje gris hacia las puertas del cementerio.

Media ciudad llevaba ya caminado a la hora de la siesta con mis pies doloridos y sintiendo que no había muchas co-sas añoradas, no que justificaran este duro juego de revivir las polaridades, recrear los campos y entrar convocando a los arquetipos en el mundo de los vivos.

La vi detenida frente a un comercio, su figura ágil, jo-ven, reposando tan vital, creando un reflejo vibrante con su pelo negro sobre la vidriera. El rojo de sus labios en la sonrisa que acompañaba su cara me traían repentinamente sensaciones y me despertaban recuerdos que me aceleraban el corazón. ¿Era posible que esto pasara y mi cuerpo expe-

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rimentara una materialización tan real? ¡Claro que sí! y me estaba pasando. ¿Pero cómo me percibiría ella?

Yo estaba solo, a un par de metros de ella, cuando giró hacia mí apoyando dos dedos sobre su muñeca en un gesto de ¿Me decís la hora?, y con una sonrisa que agregaba ¿por favor? Y yo le contesté:

—¡Me encantaría... si tuviera reloj!—¿Vos trabajás en el banco? —me preguntó inmedia-

tamente.—No, pero me parece que yo también te conozco. Es

más, esto me parece un déjà vu.Ella se rio abiertamente aflojando mi corpórea situa-

ción con frescas sensaciones. Y como me sentí algo tímido y confundido y para no asustarla le dije:

—Hasta luego —y adelanté mis pasos hacia la plaza.Sentí que tenían tanto de impredecible estos juegos de

los vivos. Mitad de mí parecía que se quedaba atrás, pero seguí, hasta sentarme en el borde de la fuente de la plaza. Allí el agua que salpicaba mi cara me devolvía otra vez las fuerzas y cuando creí haberla perdido, ella estaba de pronto al lado zambullendo sus manos en el agua.

Yo conocía sus largos dedos, todo aquello: el sol, el agua... sus dedos y le pregunté su nombre.

—Violeta —me dijo— ¿y vos?—¿Violeta? —le contesté.—¿También? —me dijo ella riendo. —Claro que no, le dije —y me quedé sin voz, parali-

zado, con la sensación y el temor de que podía perder todo

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en ese juego, aún más allá de la vida, hasta la muerte, y le tomé la mano.

La tarde había sido perfecta, ya con los negocios otra vez abiertos, celebramos como enamorados entre la gente, los cafés y las casas de música. Todo había sido tan vibran-te, tan lleno, aún hasta cuando en el anochecer, ambos ca-minábamos por las callecitas del cementerio.

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sinCroniCidad

El trajinar de la mañana ya había tomado su mente, en-tiéndase bien, tomado, con decenas de microconflictos.

¿Cómo romper con todo ese ruido?Ya prácticamente había eliminado la televisión de su

vida y ejercitaba muy bien sus métodos para cerrar la ca-beza a las conversaciones fútiles, energías parásitas y otros flagelos que perturban la ciudad y las mentes. Pero a su soledad no la puede dejar de pensar.

Quizá debería huir, ponerse el traje de Batman y subir-se al bati-ómnibus, romper los esquemas, despilfarrar sus ahorros y a puro instinto vivir más allá de esa desesperanza amenazante que gobierna la ciudad.

—Vaya uno a saber, —se dice en el justo momento que pisa el asfalto todavía húmedo por la llovizna matinal al ba-jar del colectivo. Entonces el cordón suelto de uno de sus zapatos agrega otro microconflicto y resuelve ignorarlo.

Es viernes y se lo ha tomado libre, mejor dicho, se ha temporalmente liberado de su trabajo diciendo que está en-fermo. ¡Se ha liberado! ¿Será cierto?, se pregunta él cuando advierte que su nariz está algo congestionada.

Más temprano había pensado en visitar a la señora Amalia, pero acababa de postergar en su mente esa acción

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de boy scout para el fin de semana. A ella no debería causarle mucho daño un día extra de gotera en la bañera. ¡Cuánto dependemos de los demás!, piensa. «Quizá está todo arre-glado de antemano y uno no viene solito a ver qué pasa, sino que la señora Amalia es parte de un plan, de su plan. ¡A los treinta arreglarás la gotera de la señora Amalia!».

El sol aparece entonces de maravilla, lo motiva y piensa «Quizá es mejor ir ahora y socorrerla... y socorrerme».

El portero que ya lo conoce lo saluda y lo deja entrar al edificio. Él sube hasta el quinto y toca el timbre.

Pero quien abre la puerta es una joven sonriente con unos preciosos ojos negros.

—Hola, soy Julián, venía a arreglarle la gotera a doña Amalia —dice él con voz entrecortada y ella responde gi-rando hacia atrás.

—¡Tía es el plomero! —y Amalia le corrige:—¡No, este es Julián, mi salvador! —y luego dirigién-

dose a él agrega—: ¡Pasá, pasá Julián, ella es mi sobrina Lucía!

Julián se sonroja al sentir que la joven vuelve a mirarlo con sorpresa y le dice — ¡Ahhhh... vos sos Julián! —como si fuera alguien muy esperado.

Él entra entonces buscando palabras para una respues-ta, pero solo atina a pensar «¡Y a los treinta arreglarás la gotera de doña Amalia y conocerás a Lucía!».

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atardeCer

La noche pronto comenzaría a cerrar el mundo más allá de las ventanas. La intimidad de la casa se afirmaba en la amplia habitación. Allí el niño reposaba recostado con el cuerpo recogido sobre el sofá. Al lado, sobre una mesa ratona, decenas de soldaditos de plástico permanecían en actitud de guerra, pero el niño distraía entonces su atención en los colores de la cortina.

Muchos años después, cuando se dejaba caer cansado sobre el mismo sofá, aquella tarde de soldados volvía a su memoria. Las cosas tenían otro sentido ahora, lo confirma-ban sus continuas protestas contra la guerra.

Sus ojos estaban fijos observando las últimas luces del día que descomponían sus colores sobre las cortinas. Su co-razón se apuraba y comprendía que en su niñez no hubiera podido resolver la soledad de su madre ni la separación de sus padres, ni tampoco hubieran podido sus heroicos sol-dados. Las imágenes le traían una sensación de ausencia, vacíos y un dolor punzante que casi no resistía. Entonces en la luz difusa del atardecer le pareció ver a su madre, allí parada al lado de la ventana, sonriéndole como entonces.

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el VieJo

El viejo miraba absorto el movimiento arremolinado de las aguas crespas y marrones. Pronto todos volverían con las enfermeras, caminando lentamente las dos o tres cuadras hasta el geriátrico. La tarde apretaba con su humedad sacan-do olores y memorias sueltas, memorias en las que poco a poco y día a día él se iba dejando perder, como los remolinos de esas aguas. Él había tratado de mantener su mente ágil reflexionando y alimentando su memoria con viejas discusio-nes académicas, pero últimamente su ejercicio se había redu-cido a un par de preguntas esenciales, que terminaban como ecos en los rincones de su cabeza. Todo le parecía transito-rio. ¿Es sólo ilusoria su vida? ¿La vida, es un encuentro de fuerzas, una, discontinua, que rige la materia, y otra mayor permanente, que la mente no puede percibir?

El viejo soltó la tensión y dejó que sus sentidos explo-raran el aire caliente de la costa sobre su cara. Sintió que sus mejillas eran nuevamente tersas y rosadas y que estaba en el jardín de su casa investigando lombrices y caracoles.

—¿Cuando ellos se mueren se van al cielo, mamá?—No lo sé Angelito... Creo que todos somos como

granos de sal, la naturaleza los forma y si se disuelven, des-pués se vuelven a formar en otro lugar.

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Todos caminaban despacio manteniendo el orden en filas de a dos por la estrecha vereda. Arriba el cielo se cubría nuevamente de enormes nubes negras y la inminente lluvia amenazaba otra vez con el desborde del río.

El geriátrico recién pintado lucía rejuvenecido con nue-vas mesas y sillas. Sin los viejos mesones largos, ahora los residentes se sentaban a cenar en grupos de seis. Su amigo Fabián estaba animado porque había recibido la visita de su sobrino, pero en las demás caras las expresiones eran las mismas. Después de la cena venía la película y luego todos se irían a dormir.

Sobre la medianoche comenzaron los truenos y luego la lluvia trayendo agua y más agua que se juntaba por las alcantarillas, las canaletas y las vereditas. Las enfermeras sabían que las cosas empeorarían y se preparaban para la situación.

El viejo cerró entonces los ojos y volvió a la imagen del jardín y de su madre, y se quedó dormido.

Aún no amanecía y los gritos lo despertaron cuando el agua ya llegaba a las habitaciones.

Las enfermeras condujeron a los residentes al comedor y los ayudaron a subirse sobre las mesas con los abrigos que tenían al alcance.

—¡Ya va a pasar! ¡Ya va a pasar! ¡Enseguida van a venir a buscarnos los bomberos!

El viejo apretó sus manos y se preguntó:—¿Y si no vienen?Las enfermeras tenían ya el agua por los tobillos. La

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claridad le dejaba ver ahora la persistente lluvia sobre las ventanas y las nubes oscuras envolviéndolo todo como una gran boca. Se estremeció, tuvo algo de miedo, pero también algún gozo. Sintió que estaba engarzado en la vastedad del universo. Su mano fue casi instintivamente al bolsillo de su campera y apretó uno, dos, tres granos de sal que allí había guardado.

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el seCreto

Los ojos acaramelados de la joven evadían los de Auro-ra, cuya quietud hacía que todo pareciera aún más suspen-dido en el húmedo calor de la tarde. La joven miraba la taza de té y de tanto en tanto, escapaba con un suspiro oculto hacia los verdes del jardín tras la ventana. Aurora, en cam-bio, en su ancianidad con su lucidez esporádica, la miraba con un gesto dulce que más bien parecía un reclamo en su piel arrugada.

El té caliente, los scones, la crema, el dulce, todos los elementos que tanto celebraba Aurora estaban allí, aunque para la joven era más una rutina en su tarea diaria de cuidar-la, y aún a veces mimarla.

—Mira Carolina, cuando tu madre se volvió a casar yo hubiera querido que te fueras con ella. La boca de Aurora no podía contener el temblor que se había hecho más pronuncia-do con los años. —Tú hiciste un escándalo diciendo que en Australia no tenías amigas. Yo sé que resentías el casamiento de tu madre... y que también sentías culpa y hasta temor de dejar la casa, la ciudad y en el cementerio, a tu padre. Una brisa se coló por la ventana entonces y Aurora alzó la mano para tomar la taza de té, mientras la joven la miraba sonriendo.

—¿Un poco más de té, abuela?

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—Sí y más vale que te comas los scones.La joven solo le contestó con un gesto cariñoso.—¿Quieres irte con tu mamá? —le preguntó Aurora

con el temblor de su boca más acelerado.—¡A veces lo pienso! —dijo la joven fijando sus ojos

sobre el rostro de la anciana que se estremeció—. ¡Pero no abuela, yo siempre me quedaré con usted!

La joven le sirvió otro poco de té y ella pareció cal-marse.

Más tarde, cuando la fatiga vencía nuevamente a Auro-ra, la joven la ayudó a acostarse.

Recogió la mesa y siguió con la limpieza de la casa que había empezado a sentir como suya, después de dos años trabajando con Aurora. Mientras lavaba en la cocina, re-cordó que en su bolsillo tenía aun la última carta que le ha-bía enviado Carolina desde Australia y pensó entonces, sin poder evitar cierta tristeza, que ya era tiempo de mandarle unas líneas.

Afuera los arbustos del jardín se sacudían por la tor-menta que se avecinaba. La joven suspiró, cerró la ventana y luego puso la carta con las otras en la caja de cartón, que secretamente guardaba en la despensa.

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esPíritu doMinGuero

Perdone usted señor, que me suba a este ómnibus, tome este asiento y ocupe este espacio tan público, tan de todos. No es con ánimo de arrebatarle nada, pero es tan gracioso siendo uno un espíritu, tomar estas cualidades humanas, mejor dicho, dejarme tomar por estas sensaciones y sentir-me calmo como un niño de la mano de su madre.

Es tan extraño, sentirme vivo en sus ojos negros, en el ala de su sombrero, en su barba y en todas sus partes.

No sé si usted me siente, si me percibe, señor; pero en realidad no importa, mientras ambos tengamos la mano abandonada sobre el tibio metal del pasamano y sin darnos cuenta, nos vayamos dando cuenta de este sol traqueteado de ómnibus viejo que nos entra por todos lados.

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el últiMo ViaJe

Estaba claro, era así la dinámica del despertar. Un amanecer, un poniente y los cambios de colores te dan vuelta, te cambian. Los médicos habían tratado de decír-melo hacía unos días, pero no les podía explicar que eran ellos los que no entendían.

Junto a mi madre y mis hermanos viajábamos du-rante las vacaciones en tren, kilómetros de sueños, risas y milanesas. Nos vestíamos de polvo en un orden mági-co que se levantaba desde los rieles hasta el cielo. Ahora yo quería montarme allí, en una última corrida de tren y abandonarme en su traqueteo de hierro.

La enfermera había dejado su eco.—¡Pero ya no hay trenes, López! Bah, de pasajeros

digo... acá en la provincia.El eco y mis ojos golpeaban como la luz sobre el vi-

drio del cuarto.—Para mí hay tren, —dije animadamente.Un sentimiento de aventura y las visitas afectuosas que

ya no se retiraban con los sueños y que iban poblando mis días, me daban la certeza de que todo estaba bien. Un pulso aceleraba mi mente, mi cuerpo y hasta las moscas dispara-

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ban un vértigo fantástico en su vuelo.Era el mediodía del lunes, tomé por el pasillo con la

ropa en la bolsa y las pastillas. Afuera en el tránsito todos parecían escaparse de algo sin notar la quietud del sol, que abría sus manos tratando de calmarnos.

Me bajé del ómnibus cerca de la bodega, donde el tren esperaba rodeado de sus mágicos olores. El motor del gi-gante murmuraba bajo las voces de los maquinistas. Y de pronto acostado en uno de los vagones de carga, comencé lentamente la marcha tirado por aquel dios de hierro en-vuelto por las voces de mis hermanos y mi mamá.

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los Cordones

Serían cinco vueltas al óvalo entonces y luego la ducha rápida, para continuar en la oficina las cuatro horas que le quedaban. Le parecía sentir los ojos de ella sobre los suyos y su presencia bajo el sol que ardía a pesar de unas pocas nubes y la brisa fresca que oxigenaba su carrera. Hubiera querido ver algo de desesperación en la cara de Laura cuan-do le dijo que le rechazaban la renovación de la visa, que tendría que volverse. «¿Y él, acaso, podría volver? Desen-rollar el hilo, culpar a este país de su aislamiento y retornar a pesar de su mejor trabajo, de su coche, sus créditos». Sí, hubiera querido leer algo más en los ojos de Laura y no esa calmada resignación que insinuaba felicidad.

«Quizás debería buscar refugio escribiendo su novela de nunca acabar, entonces allí podría de algún modo ma-nipular sus personajes», aunque ya había experimentado la rebelión de uno. Un hombre en una zona de desplazados cerca de la frontera con Israel, solo, sentado en el piso de una casa en ruinas. Se escuchaban explosiones distantes que acentuaban la tensión de su cara fatigada en la tarde ya avanzada. Sus ojos se habían quedado fijos sobre un des-campado, más acá de las dunas, donde la arena parecía se-

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ñalar los destinos de todos los del asentamiento.Él había tratado inútilmente de arrancar más historias

de ese personaje, pero paralizado, éste ya no quería soltar más.

Ya al llegar al edificio la agitación de la carrera cedía a una mezcla de tensión y angustia. «Si el sensor además de la presencia detectara el estado de ánimo, no lo dejaría entrar al edificio». Pero no, la puerta se abrió y antes de subir la escalera puso su pie izquierdo en el tercer esca-lón para atarse el cordón. La pregunta le vino entonces «¿Cuántos cordones he tratado de desatar en mi vida?». Respiró profundamente y su cuerpo comenzó a relajarse. Entonces con los ojos clavados en la zapatilla le pare-ció que abría otro espacio. Era en realidad un niño con sus manos tan grandes como las de su padre tratando de atarse los cordones. Como un reflejo parafraseó sus notas nocturnas:

—El amo saca a su perro a pasear al parque, el parque saca al perro y a su amo a pasear, el perro saca al amo y los tres se encuentran.

—¿Y si no me ato el cordón?, —se dijo, y dejó su cor-dón suelto subiendo las escaleras como si llevara a su padre en el pie. Su vida apareció completa en esos escalones. Unas montañas llenaron su corazón de infancia.

«Hay lugares, cosas, gentes que siempre están».—Siempre están —dijo su boca. «Quizás debería ha-

blar con Laura. ¿Qué si la acompaño?, quizás es mucho lo

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que la quiero, mucho más que a mi desierta oficina».

Amaneció otro día distinto, a veces el sueño limpia el día que pasó; y la tele trae la guerra, las noticias, la gente, más números y menos humanidad. «¿Y él, dónde estaba él? Corriendo con todos como si nada. Laura se va ¿y a quién le importa?». Aparece un nuevo producto, un seguro de salud y más números.

Deja el cordón de su zapato sin atar, suspira, toma el cereal, el café, el colectivo, los mensajes de su teléfono, los e-mails, el weather y se apea en la plaza que está llena de trajes que cruzan y un viejo sentado en un banco que lo mira.

Todo corre, pero ve que el viejo tiene un cordón del zapato suelto. «¿Será una señal?», piensa murmurando. Se arrima, le pide permiso, el viejo sonríe y él se agacha y se lo ata, mientras el viejo lo mira calmo como entendiéndolo.

—¡Ya está! —le dice y se queda mirándolo a los ojos, que son ojos eternos, como los de su padre y luego agre-ga emocionado: —Me voy, me vuelvo a la Argentina con Laura.

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la neGrita

La vi y mi mente fue para atrás, bastante atrás y qui-zás mi memoria cambiaba algunas cosas, pero creo que no miento. De nada serviría que mintiera, la mentira tiene esa bruma que acompaña como la bruma de la abuela cuando hablaba del abuelo y es mejor, como decía mi madre, lavar, que aunque sea difícil, con la intención, hasta las aguas ma-rrones del río lavan.

El cielo se veía ancho en el caserío y más ancho sobre la casa de la negrita donde velaban a su padre. Hubiera que-rido entonces decirle algo, por ella, pero también por su padre. Él me regaló los conejos y entre ellos uno que tanto le gustaba y yo hubiera querido devolvérselo, pero ahora qué le importaría un conejo. Tampoco tuve oportunidad de verla después. Por más de un mes no fue a la escuela, estuvo en lo de su tía en el centro de la ciudad, donde todo era más fino, más educado y para cuando volvió ella ya era distinta, ya no se reía por todo, ya casi no se reía y no era por la muerte de su padre, sino por algún secreto que nadie le arrancaría y eso lo sabía yo muy bien, porque de pronto ella tenía la bruma.

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Sólo unos meses después con mi familia nos muda-mos al nuevo barrio donde la gente era más clara, pero solo de apariencia. Yo tuve que dejar mis conejos, el canal donde nos bañábamos con el Negro, el Tito y el Alberto, los caramelos del almacenero y todo eso, todo eso que no sé, porque las cosas y las formas eran distintas en el asfalto sin la tierra. Como la escuela y la maestra nueva que nunca se acercaba a nadie, siempre en su escritorio, bonita y perfecta.

Soñaba a veces con las veinte cuadras hasta el caserío y la acequia larga bordeada de pastos por donde corrían los conejos y la negrita gritando:

—¡Papá, papá se van los conejos!Varias veces caminé algún sábado o domingo hasta el

canal impulsado por el deseo de ver a los amigos, pero en un par de años la energía del caserío fue cambiando y hasta su cielo se fue achicando.

En fin, yo aprendí que todo cambia.

Aquí, ahora, ya grande con el pelo cortito y bien peina-do, he dejado finalmente todo atrás, la escuela primaria, la secundaria y abstraído en mi banco repaso mis memorias. Es un nuevo año, mi primer día de universidad y tres bancos más adelante, tan linda, tan distante con sus ojos brillantes, ya sin ninguna bruma, y sonriendo, está la negrita.

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en el Café de flores

Mira las cuatro patas de la mesa y reflexiona. Es una ilusión que yo me crea que tengo cuatro costados. Mis cos-tados son infinitos desde que estoy muerto, casi muerto, o medio vivo mirando desde este preciso lugar donde colga-ron el cuadro de Gardel. El mejor lugar para espiar a los enamorados que siempre eligen esas últimas mesas del sa-lón, por si lloran o se ríen, o discuten. Y a mí me alimentan las ganas de seguir en esto. Porque, aunque es cierto que aquí todo está bien, a veces no me encuentro, y esas vibra-ciones que aquí recojo me parecen que me darán la clave de adónde debo ir ahora. Y es que, si estoy en el mundo de los muertos, nadie ha venido a recibirme todavía y yo creo que ya llevo bastante tiempo aquí.

Ya no hay más chan-chan, ni más tangos para mí, no de aquella manera. Y ahora esto... que desde hace un tiempo veo a esa chica que se parece a Lucía y casi creo que es Lu-cía. Sus mismos ojos, llorando inconsolablemente, acom-pañada con ese tipo que la consuela. Y yo no doy crédito, porque se parece a Raúl el tipo, un poco envejecido. ¿Serán almas que se repiten?

¿Por qué no me acordaba más de Lucía? Estaba total-mente borrada de mí, hasta que hace poco vi esa chica en

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la mesa y ahora la recuerdo todo el tiempo, su nombre, su cara, las tardes en el parque... su voz, su perfume, sus be-sos... ¿Será todo como lo recuerdo?

Y ahora otra vez, no lo puedo creer, otra vez esa pareja. Esta otra Lucía y la versión de Raúl más viejo. Pucha si tu-viera un hálito de vida, digo, de esa vida, voy y me les siento al lado. ¡Capaz que en una de esas puedo!

La gran siete, ahora me están gritando como si me vieran.

—¡Vos no tenés derecho! —grita Lucía.—¡Ella tiene una nueva vida y vos ya no estás aquí!

—me grita Raúl.Yo me retiro cerca del cuadro de Gardel y los miro.—¡La pucha son ellos! Lucía, Raúl y esa vieja que pare-

ce una médium. ¿Y ahora qué hago?

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la Cartera de María

Se trataba de un personaje que había perdido el contex-to. ¿Cuál era el verdadero rol de María?, ¿el de madre?, ¿el de oficinista?, ¿el de amante abandonada?, ¿el de mujer tris-te en la plaza alimentando los gorriones? Ella era todo eso, o de pronto nada cuando su memoria se desvanecía. Tenía imágenes sólidas, las de la infancia, claro, pero el presente la confundía.

Últimamente su cartera había crecido, su contenido se había multiplicado con cosas inútiles y un libro que ya no leía.

A menudo, cada vez más, hundía su mano en ella y re-volvía como si eso pudiera detener la agitación de la ciudad, la de la gente que la miraba menos, o el desconcierto que aparecía de repente en su cabeza.

En la plaza, en el subte o en cualquier parte, inicia-ba el rito y comenzaba a revolver buscando en la cartera, como empujando con ansiedad su mano hacia adentro y más adentro, hasta entrar en un espacio tibio.

Yo que te lo estoy narrando y vi lo que ocurrió, me pre-gunto si de algún modo esto es algo que también les pasa a otros, si esto nos puede llegar a pasar a nosotros.

Era un otoño en que las hojas no cesaban de caer, la

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tarde se iba oscureciendo rápidamente y los faroles recién encendidos de la plaza, apenas alcanzaban a alumbrar. Ma-ría puso la cartera abierta en el piso, metió un pie y luego el otro y se quedó quieta, sonriendo con lágrimas en los ojos. Me pregunto si eran lágrimas de pena o de felicidad, quizá la última dualidad que venía a acompañarla. Y se fue hun-diendo despacito, como en un remanso.

Yo estaba allí observándola desde un banco, sin que a ella le importara, hasta que finalmente suspiró y desapare-ció.

La plaza se quedó detenida entonces, los gorriones se aquietaron y las sombras pálidas de algunos árboles comen-zaron a alargarse bajo la luz de la luna.

No es extraño para mí cuando cruzo la plaza, ver a alguien sentado en aquel banco con los ojos clavados en el piso como buscando allí un remanso.

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el Marinero

«Son las cinco», saco la mano del bolsillo y nada de va-lor, solo escamas ciudadanas. Camino atreviéndome a mirar a la otra orilla de la avenida, la de los pobres. Trago las pri-meras sensaciones hasta mutilar el desagrado mascando el chicle con fuerza, tutifruti, ayuda a anular el sabor a barro de las callecitas moribundas.

«Cinco y diez», tengo casi dos horas para volver al bar-co. Acaricio en mi bolsillo el trapito bordado de terciopelo que me dejó Cristina, lo aprieto, pero mis pasos decididos no se volverán. Paso una y otra esquina tratando de borrar de mi cabeza a los soldados que la detuvieron y trato de disociarme del hecho. «Cinco y veinte». A Cristina la cono-cí hace tres días, la encontré fresca, hermosa, convidando a la aventura como esta ciudad que invita a atreverse más allá del puerto. Y nosotros pasamos por ella, la ciudad, por ella... sin ardor, sin compromiso sin querer dejar rastros. En menos de dos horas me subiré al barco y me dejaré tragar por el mar y todo esto habrá desaparecido, «¿o continua-rá?».

—¡Documentos, sus documentos! —Las armas de los agentes vestidos de civil y sus caras de pescado disparando miedo. Ella se queda paralizada y yo extiendo mis docu-

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mentos.—¡Siga marinero, aléjese!, —ella se queda con nosotros

por averiguaciones.«Casi cinco y treinta», mi cabeza parece acostumbrarse

al vaho, le pongo más y más cigarrillos, pero nada apaga sus ojos negros que ahora parecen mirarme desde las ventanas, desde las esquinas y todos los rincones. Mis pasos trajinan en el calor de las calles, quiero abandonarme. Me dejo llevar por la música de un tango y entro a un café donde hay otros ruidos que no alcanzan a borrar mi angustia y los soldados vuelven a mi cabeza.

—¡Nunca me hubieran llevado a mí! ¡Son unos cobar-des, matones legalizados!

«Cinco y cuarenta y cinco». Minutos nomás para vol-ver al barco. Yo también soy ahora uno de ellos y comien-zo a darme cuenta que no podré abandonarla. Mi corazón salta.

Allí las calles parecen más cerradas, el auto y los agen-tes están aún en la esquina, ellos parados en la vereda.

Adentro del auto están Cristina y otro muchacho de tez oscura. Veo la cara de ella que no me mira, sus ojos fijos, asustados. Mis piernas insisten en línea recta y los agentes a pocos metros me sonríen como si mi uniforme me hiciera de su especie. Mi mano busca la cortapluma en la chaque-ta, levanto mi brazo izquierdo como un saludo y mi boca sonríe. «Ya son casi las seis». Saco la navaja rápidamente, en mí todo es un torbellino haciendo estragos en sus estóma-gos. Los agentes me disparan y caemos juntos vociferando

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insultos, ellos no pueden creerlo y yo sonrío imaginando a Cristina, bella con su pollera azul. Ella sale del auto e intenta agarrarme, pero el muchacho de tez oscura tira de su mano y ambos corren calle arriba, mientras yo me voy hundiendo en una luz cegadora.

«Las seis», el barco parte hacia el mar azul, azul inmen-so, azul como su pollera.

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nuestros MaPas

Él, sentado en el café, se recuerda esa mañana saliendo de su casa. Las flores del jardín del vecino estaban vitalmen-te hermosas. Si su mente hubiera ignorado que el jardín era del vecino, reflexiona, se hubiera acercado a verlas y quizá a olerlas. Y si su mente hubiera ignorado las fronteras, se hu-biera acercado al hombre que parecía confundido, clavado en la esquina, o a la maestra cuando lloraba a escondidas en los recreos y se hubiera acercado a tantas otras cosas.

Ciertamente el mundo está roto en pertenencias, como su cabeza, que obedece a esos quiebres, a esos mapas; a este y aquel otro país y a las distancias entre su taza de café y la de ella.

Le parece observar entonces que su mente está llena de mapas y sonríe para alejarlos. Decide irse y se levanta pasando cerca de la taza de ella, en la mesa de ella. Territo-rio de alquimia, como sus ojos reflejados en el vidrio que apenas logra separar la ruidosa avenida de la atmósfera del café.

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la taza azul

Bajito, con su cuerpo desgarbado, se alzaba sobre sus pies apuntando las tijeras a la cabeza de mi padre y arreme-tía con excitación cortando su cabello, mientras le contaba historias de los fascistas en España.

Yo, desde la silla de madera, ya caliente por mi cuerpo y el tibio sol matinal que entraba por la ventana, miraba la animada escena y el nerviosismo en la cara de mi padre.

—¡Barroso!, ¡no es bueno acordarse de la guerra cuan-do corta el pelo!

—¿Que no es bueno? Allá usted si no quiere acor-darse, que por no tener memoria andamos todos como andamos.

—¿Sabe qué don Aldo? Cuando me vine, después de la guerra, lo único que me quedó de mi familia fue esa taza azul —dijo señalando la taza que estaba sobre la mesita marrón entre los peines, al lado del espejo donde yo podía ver los ojos emocionados de mi padre.

Una mañana de aquel mismo verano, la calle angosta del barrio se convulsionó con la muerte repentina de Ba-rroso. Para aquel hombre viejo y soltero, todos en el barrio éramos su familia.

El vecindario organizó el velorio en la pequeña pelu-

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quería, con sillas, unas cuantas velas y una corona de flores. Yo no entendía cómo la figura vivaz de Barroso podía es-tarse quieta, tan quieta, sin siquiera espantarse las moscas como el resto de los vecinos.

La tarde en que se vendieron sus cosas para ayudar con los gastos del sepelio, todos se sorprendieron cuando mi padre compró la taza azul por una cantidad que hubiera alcanzado al menos para cuatro docenas de tazas nuevas.

Aquí, en esta peluquería de Sidney donde los sonidos son tan distintos y el sol no llega a los espejos, Barroso es más que una memoria, quizá porque como él, yo me siento a veces perdido entre la realidad y los recuerdos. Ahora la peluquera me habla en un inglés que no llega a mis oídos y yo, distante pienso en la muerte de mi padre y en aquella mañana en que llegó la encomienda con la taza azul y la nota de Alicia diciendo «El papá quería que esta taza fuera para vos».

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el aPareCido

Volvía esta vez sin ninguna urgencia y sin ser el mis-mo, volvía quebrando la niebla del puerto, confundiendo su sombra entre las sombras. Su corazón palpitaba fresco y él se emocionaba sobre las húmedas maderas que pisa-ba furtivo. Allí había labios enredados en las muecas, caras femeninas como las que alguna vez amara, y él, solitario y dolido, vibraba nuevamente sostenido en una densidad misteriosa.

Iba a traspasar a este mundo de palabras, de egoísmos y de miedos, otra vez saltaría al abismo humano y se encen-dería con alguna pasión, buscando despertar de nuevo.

De pronto se encontraba parado en una esquina, con un dolor que lo abordaba desde el entorno, un dolor que lentamente iba pasando, pero que lo dejaba quieto, sin atre-verse a dar un paso. Fue allí cuando vino su instante, ese que lo desnudó de toda niebla y entonces...

Cantaba el gallo en la madrugada levantando sus plu-mas coloradas. Colorado era su nombre y la sangre que lo levantaba, y el destino que lo movía como sol al poniente, ese sol que siempre repartía las misteriosas sombras de su corral.

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Para esta época, Alfredo largaría su voz grave sobre los surcos. Se había quedado allí, como su gallo, cada vez más lejos del pueblo, sin comprender la electrónica atracción del futuro. Quizás porque él podía explicarse muchas cosas en las transpiradas hojas de las plantas y podía saciarse de experiencias sobre las múltiples grietas de los árboles. Qui-zás porque ya no tenía su brazo fuerte, su fusil y su hijo, o porque ya había pasado bastante tiempo viendo gastarse las promesas.

Años hacía ya que no llevaba ninguna cuenta, pero ha-bía soltado la mula vieja y secretamente competía con ella a ver quién viviría más.

Ciertos páramos, ciertos verdes, ciertas flores lo enter-necían y de repente, él se aflojaba quieto, total del montón, sólo eran dos surcos menos, tres surcos menos.

Otra vez ya pasaba la tarde que lo inclinaba como a las sombras. Recogió la bolsa de choclos que antes había dejado contra la higuera y se fue volviendo despacio para la casa. Aquel naranja fantástico caía sobre casi todo, inclu-so sobre la figura parada que parecía esperarlo junto a la huerta.

Cuando lo hubo mirado de cerca, su cuerpo estremeci-do quería calmarse con el gemido ronco que le brotaba del pecho. Ambos se miraron con gozo, sin voz y la plenitud del instante. Ambos caminaron hacia el corral del gallo y allí se miraron los tres atentos. Giraron toda la noche, y festeja-ron, y se rieron hasta el amanecer, cuando finalmente cantó el gallo y su hijo, el aparecido, de nuevo se fue contento.

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la deCisión de GoyoChea

El tiempo está detenido bajo la higuera, hasta las moscas están quietas en la pesada siesta. Goyochea pien-sa sin pensar echado sobre el tronco que lo contiene me-jor que sus viejas alpargatas. Le alegra ver finalmente el verde apareciendo en sus dos hectáreas. Su vista se fija en el techo de barro y caña que puede ver tras la línea de olivos.

—De aquí no te vas Goyochea —se dijo y siguió pen-sando. «De España a Portugal de Portugal aquí y de aquí a los cascotes que mueven tu arado. Tú, tus pocas palabras sin escuela y el cinto sin hebilla que te regaló tu padre, to-davía cruzándote la cintura. Aquí te quedas entre los surcos que tejiste y los que sostienes en tu cara».

Cinco o seis apretones sobre el pecho que ya no le asustan y la transpiración sobre su frente, son todo el movi-miento en aquella quietud que llama a quedarse más quieto. Con el sol tan blanco, con el cielo tan grande.

Luego de mirar la hora caminó hacia el rancho de Lucía y ya en la tarde, completada su tarea, se quedó observándo-la, parado al lado del barrizal tras la hilera de adobes recién hechos, mientras lavaba sus manos en el balde.

Ella estaba de espalda, pero él podía imaginar el gesto

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alegre y sus cautivantes ojos claros. Quizá fue el barro en sus manos, el agua, el sol que pegaba fuerte, el olor de las mentas, o todo combinado con aquella figura de mujer lo que lo indujo y se decidió a hablarle.

Ella debió intuirlo y lo anticipó cuando él ya estaba a unos metros sorprendiéndolo con una pregunta.

—¿Que dice Goyochea, me va a terminar el galpón en dos semanas?

—En dos semanas —afirmó él.—¿Y qué hay del viento? —preguntó ella.—¿Qué hay del viento? —repitió él.—Me dijo que con viento demoraría menos.—¡Sí, si era viento caliente!—¡Ja, ja, ja, no se haga el pavo! —dijo ella dándose

vuelta.Lucía notó entonces los ojos grises de él fijos en ella y

la seriedad de su silenciosa cara, al tiempo que una crispan-te emoción le subía del pecho a la garganta y probó otra pregunta.

—¿Qué le anda pasando Goyochea?Y finalmente él le largó la propuesta:—¡Si quiere le hago el galpón gratis, Lucía!A ella le pareció entonces que la emoción corría por

todo su cuerpo y sólo lo miró casi sin aliento.Sabía lo que venía... y le sonrió feliz.

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la salida

Sale de la cárcel. A solo pocos metros toma esa calle donde los álamos parecen caerse sobre él, sus sombras lo abrazan con pliegues otoñales y se siente como un niño volviendo a casa.

Piensa «Si pudiera regalarle esto al Martínez, al Corto y al Brizuela y si ellos lo entendieran también».

La calle le parece viva y le cuesta creer cuánto pasó allí adentro, los cinco años más largos de su vida. Volvería a Buenos Aires, quizá allí en la jungla, algún excompañero le perdonaría la mala historia y le tiraría algún trabajito, llevar los libros de algún negocio. Piensa como si ya saltara hacia el futuro y una pelota le va subiendo desde el estómago. Intenta y no puede detenerla, tiene su propio latido y un corazón de bronca que sube y sube, que lo enciende y en-tonces se imagina poniéndole cinco tiros, no tres ni cuatro, cinco tiros a su antiguo socio y luego las llamas, las llamas quemando el negocio.

No puede seguir y se detiene, abre y cierra las manos respirando con fuerza y se dice: —respiro profundo y di-suelvo el pasado.

En su bolsillo tiene el dinero que le dejó su tío y taconea con fuerza hacia adelante, hacia la terminal de ómnibus.

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Buenos Aires lo recibe convidándolo a su ritmo agita-do y vital sin siquiera preguntarle el nombre. «La pucha, si vieran esto el Martínez, el Corto y el Brizuela», piensa. «Y dónde estará ella... ¿por dónde andará?».

En Florida entra a un cine, es una película africana que muestra guetos con su pobreza y violencia y piensa en el Martínez, el Corto y el Brizuela. Entonces siente que la pelota le vuelve a crecer desde el estómago y deja el cine. Afuera camina por la peatonal respirando hondo. Le pare-ce que su madre lo mira. Se detiene frente a un grupo que toca tango y la música lo ablanda, lo afloja, le trae nuevas emociones.

Él nunca volverá al pasado, su mente, todo su cuerpo lo sabe ¡Nunca jamás!

El cielo parece abrirse grande sobre los edificios, don-de una nube se deshace en el azul y piensa «Si la vieran el Martínez, el Corto y el Brizuela».

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terreMoto en la isla

El sonido parece eterno escapando de los acantilados, hay rocas apretadas unas contra otras de lo que seguramen-te fue alguna vez una sola masa. «Disgregaciones de una unidad, como nosotros».

La noche empieza a mostrarse y todos esperamos en la playa fuera de las casas destruidas. El terremoto había sacudido con una fuerza desgarrarte volviéndonos deshere-dados. Un niño llora cerca llamando a su mamá. Más allá un médico y otros hombres se afanan en levantar una tienda de campaña, al lado de unos heridos.

Esta calamidad nos ha vuelto a lo esencial, seguramen-te luego insistiremos, ignorando que la vida es corta y segui-remos acumulando, intentando permanecer. Mañana con la claridad iremos a revisar en los escombros. Se sienten gritos y tres personas corren a la tienda con un familiar herido. El aire sopla cálido, húmedo y yo estoy recostado, sin energías. Mis manos rotas de remover escombros duelen menos que la cara de los heridos y los muertos. Estoy abatido en la arena y los sonidos se internan en mis oídos. Esperamos la asistencia que pueda llegar, mientras, todo aquí es vital, sumamente vital.

Yo aún a ella no la pienso, mi mente salta y va a la cara

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de los muertos tan reales y comienzo a jugar con el tiempo; hoy, mañana, dentro de cientos de años y por mis oídos se abre espacioso el mar con su azul, con su volumen que se mece y se va extendiendo. Debo descansar para ayudar lue-go en los rescates, mi cuerpo está exhausto, pero comienza a invadirme una paz desconocida. Ya la noche está definiti-vamente instalada, las nubes negras, la media luna y algunas caras, pero a ella no la pienso, no en este espacio de paz que me va ganando. «¿Qué hora es?», mi reloj está en la muñeca, pero no importa, el sonido de las olas me gana. Creo que hay otra réplica, la tierra se sacude, siento gritos y como un reflejo vuelven a mi memoria las cosas cayéndose, el techo que se desgaja, corro, corremos y ahora sí la pienso a ella, la cara de terror sobre su cara. Me toma la mano y la tierra se sacude aún más, las paredes se abren y vamos saliendo golpeados por pedazos de estructura, trastabillando. Ella grita, grita con espanto y yo la miro en la caída. Después la tierra se calma, su mano me acaricia, cálida. Yo estoy muy cansado, cierro los ojos, me evado.

El mar ahora parece cobrar más vida en la dimensión de la noche, siento otros cuerpos cerca y más allá sombras que se mueven, hay varias personas que nos miran y rezan, entre ellas distingo la silueta de ella, la quiero pensar enton-ces, pero el espacio de paz me gana y yo ya no lucho, sólo me entrego.

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Marquitos

Caminaba por la calle con su escuálida figura y su cara casi oculta. Esa vez, Marcos se atrevería a ir más allá de las tres esquinas. Se animaría a pasar por detrás del cementerio, a pesar de que el viento caliente enrareciera las sombras de la noche y el ruido de las hojas arremolinándose por todas partes, le inventara seres inexistentes.

Desde algunas casas, desde algunas ventanas, se aso-maban luces tenues, casas con padres y madres, con calor y comida, casas con puertas cada vez más cerradas y cada vez con más paredes. Sus pasos golpeaban fuerte como tambo-res que ahuyentaban los sigilosos muertos, y los sigilosos vivos. Iba con cada paso más atento, más ardido, más pren-dido de su estómago, de sus pies, de sus latidos, y sin saber que en su marcha, iba sembrando revolución.

Sin cobijo para el miedo iba destruyendo el miedo, desgarrándolo de a poco como un lobo, salvajemente lo desgarraba y era cada vez menos niño y más lobo. Marqui-tos descubría los espacios y las oscuridades y descubría su humanidad, la humanidad, los señores y señoras, el contex-to sin contexto, la religión, su osamenta, las promesas y el concreto, el concreto que se venía extendiendo más y más desde allí, desde el cementerio.

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la soledad de eustaquio

El grillo había entrado al atardecer por la puerta, y aunque éste no tenía el concepto de puerta, a Eustaquio, a quien nadie visitaba últimamente, le pareció una señal.

Ya la noche anterior su mente divagaba como remo-lino, acompañando los silbidos del viento que sacudía las matas de jarillas y otros yuyos que se extendían leguas a la redonda de su rancho. Entonces, había resistido el sueño, debido a cierto recelo a no despertarse que había crecido en él. Ya desde hacía tiempo que su huerta y el mercado del pueblo, cada vez más encogido, eran las únicas actividades que lo sustraían de la creciente soledad.

Ciertamente algunos cambios le habían sucedido en los últimos días. Su cabeza rapada en el hospital, a consecuen-cia de un ataque de piojos, le daban a su figura redondita que pisaba los setenta, con la camisa, la bombacha y las al-pargatas nuevas, un aspecto de buda sin dientes. Llegada la noche, el grillo se escondió en un rincón tras el único libro que había en su rancho, una Biblia que le habían regalado en la iglesia cuando murió su mujer. Él pensó que aun en eso el grillo había obrado con cierta conciencia.

Eustaquio fue a sentarse a la galería a medio techar. La primavera ya se mostraba en las hojas de los árboles y la luz

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de la luna que golpeaba sobre las ramas, se desparramaba por todas partes. Dispuesto a no dormirse, su atención se fijaba en el canto del grillo, que en el aire más tibio que fres-co, parecía modular todos los espacios plateados. Su cuerpo se fue soltando y de cierto no pudo saber en qué momento cerró los ojos.

Desde el eucalipto, la redondez de su cara, parecía otra luna en la claridad de la noche.

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otro Viernes CoMo si nada

Era otro viernes como si nada, salía de su casa y sopló, solamente sopló, estaba seguro, ni siquiera había intentado silbar, pero el pájaro justo había metido su canto. Y fue una alerta que emocionó todo su cuerpo y lo intentó de nuevo. Sopló y el pájaro cantó otra vez en la exacta longitud de su soplido. Estaba allí sobre las acacias amarillas, movió la cola como en celebración y se perdió volando entre los árboles que vibraban en la brisa de la mañana.

Podría haber intentado darle algún sentido, alguna significación a aquello, pero desistió, para qué revolver la mente.

Hacía tiempo que su cuerpo le parecía distinto, más liviano. Ciertamente los demás lo venían notando en su mi-rada despejada, en su sonrisa serena, cuando surgían pro-blemas o discusiones en el trabajo, pero nadie se atrevía a comentarlo, no más allá de algún involuntario gesto.

Él había pensado en algún momento hablarles, expli-carles, pero todo estaba pasando exactamente en frente de ellos y para qué hablar, seguro deberían verlo.

Aquel viernes el e-mail les llegó a todos y hubo un lla-mado a reunión. Su Director sin más ni más había renun-ciado.

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neGaCiones

Dos o tres ideas se agolparon en su cabeza. La clase terminaba y las últimas fórmulas ya no llegaban a su con-ciencia, no obstante, su mirada seguía la figura curvada del profesor en su traje gris.

Uno, dos, tres, sus pasos ya estaban en la vereda y en su mente la cara de su novia y con ella los planes, los proyec-tos. Las sombras parecían cobrar densidad en el parque de la universidad, cuando ya el sol comenzaba a esconderse. Al llegar frente al ala vieja del edificio de Artes sintió uno, dos, tres estallidos y supo que eran de un arma. Luego el estrepitoso aullido de una joven resonó tan fuerte que pare-ció perforar las puertas de vidrio y las paredes. La angustia cerró primero su garganta, viejos canales parecieron abrirse en su cuerpo, apenas atinó a dar unos pasos hasta un in-menso árbol donde se quedó apoyado, mientras la inmovi-lidad alcanzaba todo su cuerpo. Sintió aguijones en los pies, en el estómago, en las sienes y ya no era un muchacho, sino el niño que escapaba de su habitación quince años atrás y corría por el pasillo pasando una, dos, tres habitaciones hasta la sala, donde la voz de su madre se tornaba en llanto y uno, dos, tres soldados de verde, armados, se llevaban a su hermano, mientras él, inmóvil, miraba oscurecerse las

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paredes de su casa.Cuando el viento caliente dio sobre su cara, ya no se

escuchaba el grito de la joven, sino las voces alegres de un grupo de estudiantes que salían del edificio. Un muchacho con cámara filmadora le dio la clave que le devolvió la res-piración y uno, dos, tres, comenzó a caminar lentamente, mientras balbuceaba —Los de drama están filmando una película. Respiró profundamente, contó hasta tres repasan-do su ejercicio de relajación y mentalmente comenzó a de-cirse «No hubo crimen, ¡jamás ha habido un crimen!».

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el Portal del CuerVo

La avenida apenas separaba el bosque del aullido de la ciudad. Era donde el clamor, el olor, eran ignorados por los oscuros ojos del cuervo, esa criatura viva, pero tan quieta como una roca.

La lluvia llegó y se fue de prisa, cerrando y abriendo los portales del sol.

El estrés acumulado por las disputas en la universidad con las reformas y las promesas que nunca llegaban a cum-plirse, su obsesión por la Física, esa Física que al final no le devolvía nada, lo habían llevado al bosque movido por la necesidad de espacio.

Podría decirse que saltó al bosque.Allí se dio cuenta de que se le había roto la zapatilla y ya

tenía su pie derecho mojado.En el bosque todo le parecía más vivaz, más real.De pronto sus ideas se derrumbaron nuevamente y ni

la mágica naturaleza lo inspiraba. Su cuerpo le pesaba, ex-cepto por la fresca sensación de su pie mojado.

La urgencia, la angustia lo tomaron otra vez y gritó en-tonces al bosque:

—¡Nada por aquí! —y señalándose la cabeza — ¡Nada por acá! y se dejó caer más que sentarse sobre una roca.

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Y allí se aquietó...Entonces comenzó a entender...Él se prolongaba... todo su ser se prolongaba...Y entonces pudo mirar al bosque como con los ojos

del cuervo.

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PriVatizaCiones

Y se agita la mañana, da un salto y luego otro hasta perderse tras las plantas del jardín, donde el sapo tiene su refugio.

A él y a otras criaturas observaba Ramona, la nueva Ramona, la jubilada que zafó porque estaba parada justo frente a la única salida posible, cuando todo el sistema se caía. «¿Culpas?» piensa. Claro, algunas. Pero ella les advirtió sobre la frenética estupidez de las privatizaciones. Cierto que algunas compañeras la escucharon, pero pensaron que nada podía hacerse y varias se creyeron la calamidad me-diática y el tarareo o «taradeo» de los jefes, como si eso las fuera a salvar.

—Pero para qué preocuparse ahora, —se dijo, con sus ojos redondos posados sobre la cola del gato medio oculto entre los malvones.

—Y después de todo —empezó a mascullar, pero se quedó callada cuando una imagen de su infancia en ese mismo jardín cruzó por su cabeza. «Para atrás, todo está volviendo para atrás».

El jardín estaba más seco entonces, más despobla-do, pero había un malvón y un gato como hace cincuenta años.

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—Ja, medio siglo y la lucha sigue Ramona —se dice. «Tantos amores», piensa y flashes de su adolescencia pasan por su mente. «Flashes, la vida son flashes».

Y volviendo al presente siguió «Quién lo hubiera dicho, ahora sola, viuda y con las hijas lejos. Jubilada con masitas, café y rímel que no se corre. Sintiendo que la vida vale tan-to, aunque no la entienda».

—¡Vale y no se privatiza! ¿Escuchaste? ¡No se pri-va-ti-za! —le dice al gato que la mira como si la entendiera.

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el JueGo de las Cosas Perdidas

Voy en el colectivo jugando a la lista de cosas perdi-das, tic tac, el corazón da la señal y en mi imaginación se abre la pantalla donde primero aparece Dios sonriendo, ajusto la imagen y es una estampita que me regaló mi abuela. Sigo el juego respirando profundamente, casi tirado en el asiento del colectivo. Zambullido a la hora pico con taxis y autos apurados, imaginándome tranquilo con los pies descalzos a la orilla de un río.

Vuelvo a mi lista de cosas perdidas, valen solo los objetos. No puedo usar por ejemplo, padre, novia o ami-gos, pero sí, camioncito de lata, libros, trompos o figu-ritas.

Sigo con el juego hasta que de pronto una tarde blan-ca, sin sombras salta del subconsciente. ¿Quién podría imaginarse esa claridad a esta hora en este lugar donde todo parece dispararse en la ciudad? Me concentro en-tonces. Ya no importan las cosas perdidas, o mejor dicho incorporo aquello que promete más. Observo la tarde blanca y una línea de casas viejas de un pueblo quieto, muy quieto. De repente a la distancia, una mujer encor-vada, va lentamente caminando por la vereda angosta y empinada. Parece que llora y todo se detiene ahí.

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Abro los ojos en el colectivo y miro hacia afuera, otro colectivo al lado, lleno de pasajeros. Cierro los ojos y veo a la mujer nuevamente. Yo quiero, no quiero, la regla mayor del juego es no negar.

La mujer da vuelta la cara y me estremece con sus ojos de abuela. Me concentro en ella, pero es inútil, su imagen desaparece con todo el pueblo y sólo queda un blanco persistente. Vuelvo al juego de los objetos per-didos. Un guardapolvo me trae un olor, un pañuelo, caramelos en el bolsillo. Me acuerdo que en casa, todos corríamos. Mamá tenía que viajar urgentemente y vendría a cuidarnos la prima Luisa.

Los tres hermanos dormíamos. Siento que alguien está sentado en mi cama y pienso que es Luisa. Abro los ojos y veo que es abuela. Hay una calma infinita en sus ojos, en su pelo y su cara blanca. No entiendo cómo es que está ahí, pero no importa. Estoy muy cansado y su voz me adorme-ce más.

Ya llegué a mi parada, me tengo que bajar. La peor hora de la ciudad ha pasado y ya estoy caminando a través de la plaza, donde una estatua me mira con cara de abuela.

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la interroGaCión

Desde hacía tiempo que al profesor todo lo interroga-ba. En sus caminatas, el sol, el cuervo, el árbol, las piedras. En el cielo, el juego negro y rojo de las nubes, en su reloj, el minuto y el milenio. También la escalera por la que subía al altillo, donde trabajaba horas en sus ecuaciones y en las que advertía sin llegar a comprender, algunas extrapolaciones seductoras que lo llevaban al límite de la razón.

Era reconocido, sí, por sus horas de cátedra, progra-mas, charlas, presentaciones, formalidades protocolares. Por los forzados danzones del sí ministro, del sí señor em-bajador y otros menesteres que justificaban su posición en la universidad.

¿Sabría alguien alguna vez de su trabajo en el altillo? ¿Del gozo que lo asaltaba cuando al azar saltaba de a dos los esca-lones, como si fueran éstos variables de una ecuación y una forma de desafiar espontáneamente su interpretación?

¿Sabría alguien alguna vez, que al resbalar y rodar hacia su muerte en la escalera, había visto claramente la dimen-sión faltante?

Sus papeles, quién sabe adónde fueron a parar. Cier-tamente sabemos que aún existen las cosas que lo venían interrogando.

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PiChi*1leMún

Las nubes rodaban su masa blanca y gris sobre el res-to vaporoso con tal aceleración que le despertaba vértigo. Luego de un giro se abrían más y más, sumando contorsio-nes en el espectacular cielo. Atrás, empujaba una gigante nube negra, como queriendo devorar al resto.

Él estaba acostado, acosado y dolorido como guerrero sin armas, en su propia tierra, en su propia casa.

Pichi con su razón repetida como las hormigas. Con su razón rechazada por la urbe y la civilización que des-tierra.

Pichi con su puño cerrando y obstinado en proteger los suyos.

Nacidos, clavados y plantados allí como los árboles.

Pichi te buscarán, le había dicho su abuelo, y aun muer-to te buscarán por ser testigo del crimen.

Se levantó y caminó bordeando el bosque tomando lo que podía, del pasto, del cielo, del Pichi niño, del Pichi hombre, del Pichi mapuche y todo lo que fuera vida.

* Pichi: joven, en mapuche.

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Quizás solo fue la alquimia en el aire caliente y húmedo, o ese escondido gozo en su alma, o el deseo de morder la tierra, lo que trajo la extraña premonición.

Por su mente pasaron imágenes fugaces, fugitivas como él.

De repente aparecieron los carabineros y corrió hacía los árboles, internándose en el bosque. Sus pies retumba-ban como tambores, trayendo las voces de sus ancestros.

Cuando sonaron los disparos Pichi Lemún miró una vez más al cielo y giró como imitando a las nubes cuando caía muerto.

Edmundo Alex Lemún fue asesinado por un carabine-ro en noviembre del 2002, cuando reclamaba el derecho de los mapuches sobre sus tierras en Ercilla, ix Región, Chile.

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yo Pedro

A veces siento que hay espacios resbalosos, sustancio-sas burbujas que se llevan los contenidos de este y otros momentos. Como si atrás de todo hubiera un dios ladrón que nos saquea la existencia y vive a nuestras costillas. O seré yo, Pedro, el responsable de esta modorra que me em-pareja con las moscas, en esta siesta amarilla del pueblo.

De cierto no lo sé, pero agradezco las memorias que me rescatan y me despiertan con su otra realidad diciéndo-me «Pedro, Pedro» en un sueño. «Pedro, Pedro» en la siesta, avivándome e invitándome a un juego, como cuando era chico en la calesita, en la que a veces enganchaba la sortija.

Aquí donde todo parece esencial y nada sobra, seguro que más tarde iré al río y como viene ocurriendo última-mente me deleitaré sintiendo los pies en la tierra caliente y colorada y la compañía de los algarrobos con sus vai-nas dulces. Y después y si no me aborda un denso silencio, me seguirán viniendo las memorias y palabras a la boca, para despertarme de nuevo al juego cada vez más real de sombras que se sacuden entre los marrones o grises de los algarrobos. Hasta que venga el dios ladrón, termine con todo, se alce con su saqueo y me deje nuevamente aturdido, emparejándome con las moscas.

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PaGo y Me Callo

Pago todos los días sin sacar abono para no declarar que me he suscripto a lo que puede ser el resto de mi vida. Pago con un dejo de ignorancia diciendo que no me im-porta andar por ahí imprimiendo mi tinta en los bancos del subte, en las expectativas de los otros.

Pago y me callo la boca, como si fuera esta una sola ac-ción, la formación de un verbo complejo, un organismo si se quiere. Separarlos podría significar la muerte y para qué negarlo, pago y me callo.

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Puedo, no Puedo

Puedo, no puedo, rayar, garabatear, desarmar el lápiz, el papel, la cara de la maestra, la tiza, la bandera, la camiseta de mi viejo, el año. La bicicleta que me robaron y la muerte del papá de Jorgito.

Quiero y no puedo, hacer bolitas de papel con las hojas de mi cuaderno, abusar del sol en el recreo y volver a las vacaciones con mi mamá sonriendo.

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anteCedentes aMorosos

A su manera le dijo que hacía tiempo que le parecía que de algún modo u otro, la venía amando.

Él estiró su mano apuntando hacia ella con dudas y ella avanzó alentadoramente, como sostenida por el vaho perfumado de la jungla.

Los suspiros que él exhalaba, emocionados y húmedos, crecían como burbujas inmensas, no bien los soltaba en aquel aire sonrojado, enamorador y sensual.

Eran momentos cruciales para la evolución y la prepa-ración de los tiempos bíblicos. Tiempos en que los simios sufrían alteraciones atractivas que los distraían de los bana-neros de la jungla.

Él capturaba su mirada con saltos, agarrándose la cabe-za y gritándole palabras de mono que la jungla atestiguaba y en el momento en que ella le correspondía con un suspiro emocionado, el canto alegre de un pájaro del Edén lo ani-mó a saltar hacia ella.

Justo en ese instante otro simio celoso y gigante le bajó su mano de martillo en la cabeza. Y así, caído y muerto, quedó aquel personaje de esta historia, la que en los tiem-pos futuros se repetiría con otros nombres por los siglos de los siglos.

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dualidad redonda

Aquí Dios, uno, dos, tres, probando...La tierra es una pelota y las tribunas un gran silencio.Messi acelera sobre el pasto hiriéndolo con sus botines.Nadie arriba, nadie abajo, la bola obedece su destino y

da contra el fondo de la red. Aquí Dios: uno, dos, tres probando...La mitad del estadio es alegría y la otra mitad es decep-

ción.Aquí Dios: uno, dos, tres llamando...

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Pirifilo

Pirifilo Feliz Encantado se acercó al hoyo que había de-jado el arcoíris y encontró una cara triste que se desvanecía cuando la quería tocar.

Pirifilo Feliz Encantado no esperaba otra cosa. Las tris-tezas en su mundo son pura fantasía.

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aquí y allá

Aquí el vuelo de los pájaros abre el horizonte con sus alas. Allá los espacios se cierran sin voces.

Aquí las piedras y los insectos desnudan sus colores. Allá el mundo se vuelve una pantalla.

Aquí el aire desborda abordándolo todo. Allá carras-peamos el hollín en un sinfín de calles sordas.

Aquí los azules rasgan cortezas anaranjadas. Allá el quieto moho teje nuestras caras alargadas.

Aquí los truenos roncos sacuden el desamparo, las vita-les metáforas de la existencia. Allá el sonido apenas amorti-gua la suma de nuestras cuentas interminables.

Aquí los acantilados besan el mar cerca del cielo. Allá los contornos de un sueño cansado penetran el polvo de los escritorios.

Aquí se detiene la hora, el siglo. Allá el martillo conti-núa la marcha de los relojes remendados.

Aquí la Madre Tierra se abraza con los árboles. Allá nuestra negación solloza agazapada en el concreto.

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noVela tan Corta

Capítulo iLos soldados te subieron al camión y yo corrí cortando

por la estación hacia el parque. Las luces amarillas se amor-tiguaban en la niebla y mis zapatos resbalaban en el pasto. No había gente por ninguna parte. De pronto me detuve y me di cuenta que ellos no me perseguían, nadie apareció, estábamos solos, el miedo y yo.

Capítulo iiHoy alguien me lo dijo, pero yo no lo creo.Mi cabeza sigue sumando nudos y palabras, un mar de

palabras que no alcanzan para traerte.Tres o cuatro de la mañana, nada vale la pena.Todo pasó, como un rayo, como un eco y las sonrisas,

tu sonrisa Carmela. Muriéndote, sólo te me has adelantado.

Capítulo iiiÚnicamente el viento grita afuera.En algún punto de la existencia nos tocamos, lo siento.¿Dónde estarás parada ahora?Yo entre las paredes de este hospital, imaginando que

te veo.

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hoMbre CaMinando Por la Costa

Hombre caminando por la costa, con el viento des-pejando sus sienes, abriendo sus pupilas. Con cenizas de desaparecidos, con la boca abierta, perdido en su siglo, en andamios, con una cara lejana y olvidada. Cosechando es-trellas fugaces, rescatando mundos invertidos, todavía des-cubriendo la niñez, aterrizando en las horas, a veces fatiga-do de ciudad, obstruido, hinchado, globalizado. Con miedo, con memorias, con ventanas amarillas y soles que tiemblan, que mira desde adentro, medio caído o medio levantado, a la espera de un retorno que nunca llega. Intentando resonar en el concreto, en el metal, en la madera, cada vez menos alcanzado.

Volviéndose tierno, volviéndose frágil en la arena. Lle-vando perfumes, musgos, palabras de madre, misterios in-fantiles, que lo descubre, que lo desnuda y cuyas prolonga-ciones existen sólo en él, caminado por la costa.

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noChe CósMiCa

Yo, en esta noche roja que parece eterna, me doy pal-madas en el pecho porque una emoción desconocida ha ve-nido a asistirme en la creación y así, dolorosa como es, me da también alegría, porque estaba dormido y ahora que lo sé, es como estar despierto. El tren navega suelto y yo miro por la ventanilla que refleja las caras de adentro.

Su traqueteo se vuelve zumbidos que barren la galaxia inflándose y desinflándose con silbidos espasmódicos. Y todos los que vamos allí, desmontamos las penas, trayendo desde lo incógnito manifestaciones que puedan ayudar.

Con el mismo fluir de nuestras respiraciones, podemos hacer cirios, botones, ramilletes de flores. Es un viaje sin destino y de pronto por los corredores se lanza un grupo de gordas a puras carcajadas y el ajetreo es tal que nos des-pertamos de nuevo apretando la boca contra un sanguche de miga, lo único que nos queda de comida en aquella Na-vidad del año tres mil.

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índiCe

PróloGo ....................................................................................7

el Valentín ...........................................................................13la luz ......................................................................................23la deCisión de Marito .........................................................27el loCo ....................................................................................29el Perro ..................................................................................31el flaCo ..................................................................................33Café en la estaCión .............................................................35aGente Cero ..........................................................................39siesta en san Juan.................................................................43sinCroniCidad .........................................................................47atardeCer ...............................................................................49el VieJo ....................................................................................51el seCreto ..............................................................................55esPíritu doMinGuero ............................................................57el últiMo ViaJe .......................................................................59los Cordones .........................................................................61la neGrita ..............................................................................65en el Café de flores ...........................................................67la Cartera de María ............................................................69el Marinero ............................................................................71nuestros MaPas ......................................................................75la taza azul ...........................................................................77el aPareCido ..........................................................................79la deCisión de GoyoChea ...................................................81

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la salida .................................................................................83terreMoto en la isla ...........................................................85Marquitos ...............................................................................87la soledad de eustaquio ....................................................89otro Viernes CoMo si nada .................................................91neGaCiones .............................................................................93el Portal del CuerVo ...........................................................95PriVatizaCiones ......................................................................97el JueGo de las Cosas Perdidas ..........................................99la interroGaCión ................................................................101PiChi*leMún ..........................................................................103yo Pedro ..............................................................................105PaGo y Me Callo ..................................................................107Puedo, no Puedo .................................................................109anteCedentes aMorosos ....................................................111dualidad redonda ..............................................................113Pirifilo ..................................................................................115aquí y allá ...........................................................................117noVela tan Corta ...............................................................119hoMbre CaMinando Por la Costa .....................................121noChe CósMiCa .....................................................................123

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Este libro se terminó de imprimir enCompañía de Libros S.R.L.

en el mes de diciembre de 2017

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