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EL SECRETO DEL TÍOÓSCAR

Fernando Trujillo

SMASHWORDS EDITION

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El secreto del tío ÓscarCopyright © 2010 Fernando Trujillo

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EL SECRETO DEL TÍOÓSCAR

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CAPÍTULO 1

Lucas dio un pequeño salto al oír sunombre en el testamento. Fue un acto

involuntario, no se lo esperaba.Tampoco el resto de la familia. Uno auno, sus parientes fueron volviendo losrostros hacia él, salvo su abuela, que sehabía quedado medio sorda, la pobre, yno había oído una sola de las palabras,serias y aburridas, con las que elabogado había procedido a leer elreparto de bienes.

Lucas notó que la tensión se ibaconcentrando en su persona, sobre sushombros. Era una sensación agobiante ypesada, y su nerviosismo aumentó.Parecía que él era el único que no habíaprestado atención al discurso delabogado, cuya voz no había sido másque un murmullo de fondo hasta que

pronunció su nombre. En ese instante,Lucas dejó de observar a los perros através del amplio ventanal que daba aljardín y se giró hacia el interior delsalón.

Había acudido allí para apoyar a supadre y al resto de la familia, pero enningún momento se le había pasado porla cabeza que su tío Óscar le hubiesedejado nada en herencia. A juzgar porlas miradas que le arrojaban susparientes, no era el único que pensabade ese modo. Lucas intentó disimular suvergüenza por haber sido sorprendidode espaldas al resto de la familia. Buscóayuda en su padre, pero se sorprendió alencontrar sus ojos apuntándole de un

modo extraño debajo de un ceñofruncido. Se apartó de la ventanarezando para que algo sucediese.Cualquier cosa, con tal de que acaparaseel interés general.

―¿Puede repetir ese último punto?―preguntó Sergio al abogado con unanota de irritación en la voz.

Sergio era el mayor de los hijos deldifunto Óscar. Tenía veintidós años, tresmás que Lucas, y era un niño mimadoque acostumbraba a abrir la boca ysoltar lo primero que se le ocurriese sinconsiderar las consecuencias. A Lucasno se le había pasado por alto la fugazmueca de desprecio que su primo lehabía dedicado al dirigirse al abogado.

Era evidente que estaba enfadado. Malasunto. Con todo, agradeció la preguntaque había hecho. Así podría enterarsedel motivo de que todos estuviesenpendientes de él.

―Por supuesto ―dijo el abogado,indiferente. Su calma estaba forjada porla experiencia de innumerablessituaciones legales en las que se habíanproducido confrontaciones familiares.Su misión era dejar perfectamente claroel reparto de los bienes que habíadispuesto el difunto. Las disputas que seoriginasen no le incumbían―. Veamos…Por último, cedo mi VolkswagenEscarabajo del ochenta y uno a misobrino Lucas ―leyó esforzándose en

vocalizar adecuadamente.De nuevo la familia atravesó con

los ojos al favorecido sobrino. Lucas seencogió de hombros. Estaba tanasombrado como el resto, tal vez inclusomás. Su relación con su tío Óscarsiempre había sido bastante superficial.En los últimos años, solo habíancoincidido en reuniones familiares yapenas habían intercambiado un fríosaludo. No tenían casi nada en común, nisiquiera la pasión por los coches, lo queacrecentaba el misterio en torno alinesperado legado.

Todos los miembros de la familiahabían oído alguna historia de aquelcoche. Lucas no era una excepción,

aunque nunca había mostrado muchointerés por el tema. Era un clásico oalgo así. Un modelo de hace casi treintaaños sobre el que su tío había volcadouna respetable cantidad de su limitadotiempo libre. El valor sentimental que seadivinaba en el Escarabajo eraincalculable, lo que llevó a Lucas areflexionar sobre otro detalle, muchomás importante.

Óscar era un hombre inmensamenterico, que contaba con varias empresas ypropiedades de enorme valor. Ahídebería de haber recaído toda laatención, en el dinero, no en un coche.Eso es lo natural.

―¡Es imposible! ―estalló

Sergio―. Tiene que ser un error.Lucas estaba de acuerdo con su

primo. Entendía que a Sergio leindignase que algo que su padreapreciaba tanto no fuese para un hijo.Tuvo el impulso de acercarse alabogado y preguntarle si podía renunciaral Escarabajo, pero su primo se levantóbruscamente y dio un paso hacia él congesto amenazador. No cabía duda de queestaba furioso. Habría pelea.

El hermano de Sergio, Rubén, seapresuró a intervenir. Se interpuso en sucamino y le sujetó por los hombros.Varios familiares se levantaron y searremolinaron alrededor de Sergio.

Lucas perdió de vista a su primo

entre el revuelo de cuerpos y las vocesapaciguadoras. Sacudió la cabeza sincomprender nada. ¿Tanto suponía elEscarabajo para Sergio? Debía de haberalgo más. Puede que el reparto del restodel patrimonio de Óscar tambiénhubiese estado salpicado de imprevistosy su primo se hubiese ido cargando derabia poco a poco. El Escarabajo nopodía medirse con el imperioeconómico de su tío. En cualquier caso,Lucas registró mentalmente la lectura deun testamento como una actividadpotencialmente peligrosa y se juró quenunca volvería a distraerse.

La calma se fue restableciendo pocoa poco. Sergio abandonó el salón y los

demás fueron volviendo perezosamentea sus asientos. Los cuchicheos brotaronde grupos aislados de dos o trespersonas que comentaban ansiosos susimpresiones respecto de la herencia.

A Lucas no le apetecía hablar. Sequedó junto a su padre, quien le resumiólos detalles del reparto de bienes.Prácticamente todo había recaído en loshijos de Óscar, Sergio y Rubén, y enClaudia, su mujer y hermana del padrede Lucas. El hermano de Óscar tambiénhabía recibido una parte considerable dela empresa. A Lucas todo aquello lepareció muy razonable y muyesclarecedor al mismo tiempo.

―¿Nadie más ha recibido nada?

―preguntó algo alarmado.―Sólo tú ―contestó su padre,

confirmando sus temores.Lucas era el único que había

obtenido algo sin ser un familiar directo.Ni siquiera los hijos de Jaime, elhermano de Óscar, que sí contaban conun lazo de sangre con el difunto, sehabían llevado algo. Era todo muyconfuso.

Sintió el repentino impulso delargarse de allí cuanto antes. Prontodejarían de limitarse a observarle yempezarían a hostigarle con todo tipo depreguntas indiscretas. En la familiahabía verdaderos especialistas eninsinuaciones y dobles sentidos.

Además, en el fondo, Lucas no sentíadolor por la muerte de su tío. Sí leapenaba ver a la familia abatida, sobretodo a su padre, quien sufría por suhermana Claudia, ahora convertida enviuda. Hasta cierto punto, era normalque no acusara una tristeza tan profundacomo la de sus primos, por ejemplo,dado que apenas mantuvo relaciónalguna con Óscar en vida… ¿O es que élera un ser frío y distante que noalbergaba emociones para un familiarque acababa de fallecer? Examinó suinterior en busca de una aflicción másintensa, algo más acorde con los rostrossombríos de sus parientes que lepermitiese sentirse más próximo a ellos.

No encontró nada.Óscar había muerto en un accidente

de tráfico a la edad de cincuenta y dosaños. Se salió de su carril y colisionócon un autobús que circulaba en sentidoopuesto. La tragedia de la muerte y sujuventud habían desatado la desolaciónde la familia.

El abogado consideró que ya erahora de volver al trabajo y requirió conmucha educación una firma por parte delos herederos. Lucas esperó cuanto pudoy finalmente se acercó a la mesaintentando actuar con normalidad. Firmóa toda prisa donde el abogado le indicó.Sólo quería volver junto a su padre ydejar de ser el centro de atención.

―Un momento, por favor. No tanrápido ―pidió el abogado. Lucas sedetuvo y se giró hacia él―. Esto essuyo, señor. ―Lucas tomó un juego dellaves que le tendía amablemente elabogado―. Puede recoger el vehículoen el garaje.

―Gracias ―murmuró Lucas conalgo de esfuerzo.

Regresó a su silla y fingió no darsecuenta de que hubiese alguien más allí.Cuando las voces formaron de nuevo unmurmullo general, Lucas se levantó y fuea calentar sus manos en la chimenea.

El salón del lujoso chalé de Óscar yClaudia estaba muy concurrido. Losnumerosos parientes revoloteaban de un

lado a otro admirando la decoración ydejando caer comentarios cargados deenvidia, que se estrellaban contra elsuelo como si fuesen bombas. La ondaexpansiva de varios de ellos llegó hastalos oídos de Lucas mientras el jovenluchaba por ignorarlos. No estabainteresado en la valoración de laherencia que sus parientes iban adescuartizar sin piedad con sus afiladasopiniones.

Lucas cogió el atizador y empezó aremover las brasas, distraído. Notó ungolpe en la pierna, por detrás de larodilla.

―Mil perdones, caballero ―dijouna voz.

Lucas vio un bastón negro rebotandotorpemente entre sus rodillas. Dio unpaso atrás y reconoció a su dueño. Eraun anciano bajito que se hacía llamarTedd. Lucas no sabía su apellido, juraríaque nunca lo había escuchado. Su padrese lo había presentado hacía unos añoscomo un amigo de la familia. Tenía elpelo blanco y muy largo, y siempre lollevaba sujeto en una coleta. Un veloblanquecino cubría sus dos ojos,privándole de la vista, de ahí suinseparable bastón. Si no recordaba mal,Tedd acostumbraba a negar su ceguera, yno le gustaba que se mencionara en vozalta. Era todo un personaje. Había sidoun gran maestro del ajedrez en sus

tiempos, o eso le habían dicho a Lucas,pero esos tiempos debían de ser muylejanos a juzgar por las profundasarrugas que surcaban su rostro.

―No ha sido nada ―contestó Lucashaciéndose a un lado.

Tedd se acercó a la chimenea. Lucasdudó si brindarle su ayuda.

―Un coche magnífico, muchacho―dijo el anciano.

―Eso creo ―dijo Lucas―. No lohe visto, pero he oído hablar de él.Tengo entendido que Óscar lo apreciabamucho.

―Más de lo que puedas imaginar―confirmó Tedd―. Apuesto a que erasu posesión más preciada ―añadió en

un susurro, en tono conspirador―.Todavía recuerdo cómo se iluminó sucara cuando lo vio por primera vez.

―¿Estaba usted con él?Tedd afirmó con la cabeza.―Naturalmente. Fui yo quien se lo

regaló.Luego dio un paso y tropezó con un

tronco que estaba tirado en el suelo.Lucas le agarró por el brazo para evitarque se cayese. Entonces reparó en unfabuloso reloj de pulsera que llevaba enla muñeca. ¿Para qué querría un ciego unreloj?

Lo olvidó y se centró en lo últimoque había dicho Tedd.

―Siendo sincero, estoy muy

sorprendido ―dijo Lucas sintiendo queno le correspondía quedarse elEscarabajo. Era evidente que algúnabogado había metido la pata con elpapeleo y el coche había ido a parar asus manos erróneamente―. Puede quedeba quedarse usted con el coche si erasuyo. No entiendo por qué Óscar querríaentregármelo a mí.

―Yo tampoco, pero sus razonestendría. Nunca he dudado de Óscar. Si élquería que tú tuvieses el Escarabajo, asídebe ser. Que nadie te haga pensar deotro modo, muchacho ―afirmó elanciano con mucha seguridad.

Lucas asintió poco convencido.Tedd inclinó levemente la cabeza

apuntando con los ojos hacia unaposición indeterminada y se fue tras uncamarero que cargaba con una bandejallena de bebidas. Lucas le vio sorteardos sillas por el camino sin que subastón llegara a detectarlas y luegochocar de lleno con su prima Elena, queera tan ancha como una mesa de billar.

El servicio estaba distribuyendotodo tipo de aperitivos. En pocosminutos las conversaciones subieron detono y el ambiente se impregnó de losmatices propios de una fiesta. El padrede Lucas mantenía una conversaciónagitada con un primo de Óscar y unamujer que Lucas no conocía, pero queimaginaba era su esposa por el modo en

que estaba enroscada al brazo de suacompañante.

Media hora más tarde, y después deun incómodo interrogatorio acerca delcoche por parte de uno de sus primoslejanos, Lucas tropezó mentalmente conla escapatoria que estaba buscando. Eraincreíblemente sencillo: el Escarabajo.Ahora tenía coche propio. No necesitabaesperar a su padre para marcharse deallí y, de todos modos, tenía quellevarse el Escarabajo. Se despidiórápidamente de su padre, que seguíacharlando con el primo de Óscar. Luegose deslizó intentando pasar inadvertidoentre la gente hasta dar con su tíaClaudia.

No podía irse sin despedirse de laviuda. Claudia estaba sentada en un sofácon su hijo Rubén. Había perdido algode peso, o eso le pareció a Lucas. Susojos miraban desenfocados a sualrededor y sus movimientos erandemasiado lentos. Aún así, a Lucas lepareció que aguantaba razonablementebien, dadas las circunstancias. Verlaallí, sin terminar de derrumbarse, hizoque se sintiese mal por sus deseos delargarse cuanto antes. Seguramente ellaera la primera que prefería marcharse ytumbarse en la cama, pero permanecíadonde debía, sin rechistar. Por lo menosa Sergio no se le veía por ninguna parte.

Lucas dio un abrazo sincero a su tía,

que terminó con un fuerte beso en lamejilla. Después, estrechó la mano deRubén. Su primo le dijo que no sepreocupara por Sergio, que todo habíasido una bobada provocada por losnervios y la tensión. Lucas asintiósatisfecho y les transmitió sus mejoresdeseos.

El mayordomo de la familia condujoa Lucas al garaje. Era un tipo alto,vestido con un traje impecable y con laespalda más recta que Lucas había vistohasta el momento. Se había dirigido a élcon un refinado «Si el señor tiene labondad de seguirme». Lucas no estabaacostumbrado a unos modales tanexquisitos.

Al abrir la puerta del garaje, Lucasse quedó impactado con su herencia. Eradifícil creer que aquel coche contasecon casi tres décadas. ¡Estaba mejorcuidado que el de su padre! Se habíaimaginado algún cacharro antiguo, delínea cuadrada, y medio oxidado, en elque su tío invertía su tiempo paraconseguir que arrancase de nuevo, comoun reto personal. La fabulosa estampaque tenía ante sus ojos no podía distarmás de esa idea. El Escarabajo era unapreciosidad de color negro que cautivóa Lucas inmediatamente con su líneasuave y redondeada. Estaba lleno depersonalidad. Lucas vio un rostromagníficamente esculpido en el diseño

del frontal. Sus ojos, perfectamenteredondos, le contemplaban con unafuerza sobrecogedora, magnética.

Se acercó lentamente al Escarabajo,como si tuviese miedo de espantarlo yque huyese. Saboreó con la vista cadauna de las curvas que adornaban susilueta mientras lo rodeaba para verlopor detrás.

No llegó a completar el círculoalrededor del coche.

Había algo tirado al otro lado...¡Eran dos piernas! Lucas rebasó elEscarabajo y encontró a su primo Sergioen el suelo, inconsciente.

―¡Busca ayuda! ―le gritó almayordomo.

Lucas no sabía qué hacer. Se pusomuy nervioso. Le vino a la cabeza laidea de que no era bueno mover a unherido. Claro que no sabía qué le habíapasado a Sergio, tal vez no estabaherido. Se agachó junto a él e intentóaveriguar en qué estado se encontraba suprimo. No había sangre en el suelo. Elpecho se movía, respiraba.

Antes de que tuviese que decidirqué más hacer, el mayordomo regresócon ayuda. Claudia, Rubén y su padreentraron en el garaje apresuradamente.Lucas explicó que habían encontrado asía Sergio, pero el mayordomo ya se habíaocupado de informarles. Su padre palpóel cuerpo de Sergio en varios puntos, en

una especie de examen físicorudimentario.

―No encuentro nada anormal, salvoque está inconsciente ―concluyó―. Notiene nada roto. Respira y tiene pulso.

―¿Lo ves? Está bien, mamá―observó Rubén abrazando a su madrepara intentar que se calmase―.Deberíamos llevarle dentro.

Claudia se deshacía en sollozos enlos brazos de Rubén. Sus manostemblaban y miraba a Sergio con losojos muy abiertos.

―Es lo mejor ―dijo el padre deLucas―. Habrá sido la tensiónacumulada. Llevémosle a la cama y quedescanse. Llamaré a un médico para que

venga a verle por si acaso, aunqueseguro que no hace falta ―añadiómirando a su hermana.

Levantaron a Sergio y se lollevaron. Lucas acompañó a Claudia,que cada vez parecía más frágil. Alcruzar la cocina les envolvió una nubede familiares preocupados, que les costóun poco atravesar. Dejaron a Sergio ensu cuarto y Lucas vio a su padreintentando consolar a Claudia.

Ya no había nada que pudiese hacerde utilidad, así que Lucas decidió irse.Regresó al garaje y se metió en elEscarabajo a toda velocidad, como sitemiese que algo más pudiese retrasar supartida.

El interior del vehículo estabaimpecable. La tapicería era de cuero.Óscar tenía que haber trabajado muyduro para conservarlo en ese estado.¡Hasta olía a nuevo! Lucas admiró unossegundos el Escarabajo desde dentro. Lapalanca de cambios era un tubo negrocoronado por una bola del mismo color.El salpicadero era sencillo comparadocon los de los vehículos modernos, peroaun así, le resultó agradable y cálido.Definitivamente, era mucho más de loque había esperado. Introdujo la llave ygiró el contacto.

El motor arrancó a la primera.Lucas posó el pie delicadamente sobreel pedal del acelerador y el Escarabajo

contestó con un suave ronroneo. Saliódel garaje y disfrutó de su nuevaadquisición conduciendo por las callesde la Moraleja. Escudado en aquellavirguería, Lucas ya no desentonaba conaquel lujoso barrio del norte de Madrid.

# # #

Sergio despertó en una cama quetardó en reconocer como la suya. Seremovió bajo el edredón y se dio cuentade que había alguien en la habitacióncon él. Le dolía la cabeza y sus oídoszumbaban de un modo muy molesto.

―¿Qué tal estás? ―preguntóClaudia dándole un abrazo.

Sergio asintió pesadamente. Intentólibrarse del abrazo de su madre pero eramás fuerte de lo que había supuesto, o élestaba muy débil.

―No le agobies, mamá ―dijoRubén―. Acaba de despertarse.

―¿Qué ha pasado? ―preguntóSergio sentándose al borde de la camacon muchas dificultades. Se mareó unpoco―. Me va a estallar la cabeza.Necesito una aspirina.

Su madre se la dio con un vaso deagua.

―Toma, cariño ―Sergio se metióla aspirina en la boca y se bebió el vaso

de golpe―. Verás que enseguida teencuentras mejor.

―¿No recuerdas qué te ocurrió?―preguntó Rubén―. Te encontramostirado en el garaje, sin sentido.

Sergio se frotó la frente. Pensarsuponía más esfuerzo que de costumbre.

―¿Cuánto tiempo llevoinconsciente?

―Algo más de una hora, unasiestecita de nada ―contestó suhermano intentando sonardespreocupado. Claudia tomó la manode su hijo y se quedó observándole congesto protector―. El médico te examinóy encontró un buen chichón en ese melónque tienes sobre los hombros. Poca

cosa. ¿Cómo te lo hiciste?Ahora Sergio tenía el ceño fruncido

y se estaba palpando la cabeza. Losrecuerdos comenzaron a emerger deltorbellino de confusión que era sumente.

―Me dieron en la cabeza…―¿Cómo que te dieron? ―preguntó

Rubén, alarmado―. ¿Te refieres a otrapersona? ¿Seguro que no resbalaste oalgo parecido?

―Eh…, dos veces ―prosiguióSergio con los ojos desenfocados,esforzándose en recordar―. Me caí alsuelo con el primer golpe… y mevolvieron a dar.

―¿Quién fue? ¿Quién te atacó?

―Yo… fui al Escarabajo. No pudeabrir la puerta, entonces acerqué lacabeza para mirar a través del cristal.Estaba vacío. De repente, sentí el primergolpe en la frente y caí al suelo derodillas. Apoyé las manos y empecé alevantarme cuando otro porrazo muchomás fuerte me tumbó de nuevo.

―¡¿Pero quién fue?!―La puerta se abrió sola y se

estrelló contra mi cabeza… dos veces.Fue el coche ―razonó Sergio―. ElEscarabajo me atacó.

# # #

CAPÍTULO 2

Llevaba casi cinco meses yendo a lafacultad en metro y autobús.

Era lunes, muy temprano, y Lucas,por primera vez, se había despertadocon una tímida sonrisa en los labios. Elodiado madrugón de cada día habíaquedado retrasado media hora larga.Ahora era el feliz propietario de unflamante Escarabajo y ya no tenía quevalerse de una combinación óptima delos diferentes medios de transportepúblico para acudir a la universidad.

Aquello suponía treinta deliciososminutos extra para retozar en la cama,arropado por su suave edredón deplumas y resguardado del frío defebrero, que esperaba implacable paraabalanzarse sobre él.

Se vistió deprisa y desayunó másdeprisa aún. Nada más terminar, se pusoel abrigo y salió a la calle. Lucasenterró las manos en los bolsillos yempezó a caminar arrojando nubes porla boca. Se reconfortó pensando en lacalefacción del coche.

Llegó a la esquina y se extrañó deno ver el Escarabajo. Juraría que habíaaparcado allí la noche anterior. Miró aambos lados de la calle. Nada. Ni rastro

del coche. Una sensación de alarma sedisparó en su interior. Lucas se obligó amantener la calma. Lo único que ocurríaera que no recordaba dónde habíaaparcado, nada más. Sólo era cuestiónde ejercitar un poco la memoria.Entonces vio la señal de direcciónprohibida y recordó que se habíatropezado con ella al salir del coche. ElEscarabajo debería estar a pocos metrosde la señal, justo enfrente de donde seencontraba él en ese instante, pero noera así. Su coche había desaparecido.

Un pequeño brote de pánico seadueñó de él. ¡Le habían robado elcoche! Debería haber alquilado unaplaza de garaje. Era un modelo muy

llamativo y, con toda seguridad, algúnladrón se habría fijado en él. Despuésde todo, ¿con qué frecuencia se veía unEscarabajo del ochenta y uno enperfecto estado? Sólo lo tenía desdehacía dos días y ya se había quedado sinél. Y encima llegaría tarde a clase, claroque esto no le trastornabaespecialmente.

Estaba a punto de abandonar cuandocaptó un brillo metálico sobre unasuperficie negra algo más alejado, enuna calle perpendicular. Se acercó agrandes zancadas.

Enseguida tropezó con lainconfundible mirada del Escarabajo. Sefijó en su rostro de acero mientras se

aproximaba y entonces creyó percibir,por primera vez, que el coche le sonreía.Sí, el parachoques delantero dibujaba lalínea de unos labios que cruzaban elsemblante del Escarabajo de oreja aoreja. Lucas le devolvió la sonrisa yentró en el coche. Una sensación dealivio le inundó, desterrando los nerviosy el miedo que había experimentado antela idea de perder su Escarabajo. Novolvería a olvidar dónde lo dejaba.Lección aprendida.

Poco después, Lucas se estabaenfrentando a un temible enemigo: eltráfico de Madrid. No sería una peleafácil. Estaba inmerso en un río devehículos que fluía con inevitable

lentitud a esa hora de la mañana. Apesar de todo, se sintió muy animado aldarse cuenta de que no eran pocos losconductores que torcían sus cuellosdescaradamente para admirar la línea desu singular Escarabajo. Era un cocheúnico.

En la parsimonia del atasco Lucaspensó en la suerte que había tenido.Aprobó el carné de conducir a laprimera, lo que le supuso una alegríaenorme para su orgullo. Se habíaapuntado a la autoescuela antes decumplir los dieciocho años para poderexaminarse en cuanto cumpliese lamayoría de edad. Obtenido el permiso,solo faltaba un detalle: el coche. Y eso

ya no era un problema. La única pega alafortunado hilo de acontecimientos erahaber conseguido el Escarabajomediante una herencia, pero ya no sepodía hacer nada a ese respecto.

Tuvo que dar un frenazo algobrusco. La calzada estaba colapsada ytodos los vehículos detenidos a lo largode los tres carriles. Los pitidos lerodearon desde todos los ángulos. Miróal conductor que estaba en el carriladyacente.

―¡Que está en verde, subnormales!―le oyó gritar a pesar de estar lasventanillas subidas. Golpeaba el claxontan fuerte que Lucas pensó queterminaría rompiéndolo―. ¡Algunos

tenemos que trabajar, inútiles!Instintivamente, Lucas le imitó y

empezó a aporrear la bocina de su cocheintercalando improperios que no ibandirigidos a nadie en concreto.Experimentó una sensación curiosa... eraun adulto. Se sintió mayor.

Recordó la primera vez que habíafumado un cigarrillo. Tenía catorce añosrecién cumplidos y cuando por fin logródar un par de caladas seguidas sin toser,le invadió esa misma sensación, la deser como «los mayores». No entendióentonces por qué fumar resultabaplacentero y tampoco entendió ahora porqué desgarrarse la garganta berreandoreportaba algún beneficio. Desde luego,

los coches seguían parados. Encualquier caso, era indudable que él sesentía más maduro. Se imaginó a símismo conduciendo hacia su despacho,donde tomaría decisiones importantesderivadas de las responsabilidades quedebía afrontar para mantener a flote suempresa. Al llegar, colgaría laamericana en el respaldo de su butacade cuero y comunicaría a su secretariapor el interfono que no le pasarallamadas, mientras miraba la foto de sumujer y sus hijos que tenía sobre lamesa. Después encendería su portátily…

―¡Mueve ese trasto de una vez!―gritó alguien.

Esta vez se dirigían expresamente aél. Lucas salió de su ensimismamiento yreparó en que los coches se movían denuevo. Levantó la mano en gesto dedisculpa y aceleró hasta alcanzar losprudentes veinte kilómetros por hora alos que circulaba todo el mundo.

El aparcamiento de la facultadestaba repleto. No había caído en quenecesitaba encontrar un lugar dondedejar el coche.

Pasaron veintitrés tensos minutoshasta que tropezó con una plaza que sehabía quedado milagrosamente libre. Elajustado hueco se encontraba en unacalle estrecha de un solo carril con loscoches aparcados sobre las aceras.

Lucas rebasó el espacio libre, paró elEscarabajo junto al siguiente vehículopara estacionar marcha atrás y empezó arecular. Por segunda vez tuvo que frenaren seco. Un coche llegó por detrás y nose detuvo, saltándose la distancianecesaria para que él pudiesemaniobrar, e introdujo ligeramente elmorro en su plaza. Estaba impidiéndolemeter el coche deliberadamente.

Lucas aporreó el claxon en signo deprotesta con la misma rabia que exhibíanlos conductores en el atasco anterior. Nose había pasado más de veinte minutosdando vueltas en busca de un hueco paraque ese listillo se le colase tandescaradamente.

―¿Quieres apartar el coche?―gritó por la ventanilla―. ¡Yo estabaprimero!

El otro coche no se movió.Sonaron pitidos de protesta de los

vehículos que aguardaban en fila desdeatrás. El entrometido retrocediófinalmente, sacando el morro. Lucas seapresuró a meter el Escarabajo. No eraprecisamente un conductorexperimentado y le costó un esfuerzoconsiderable aparcar marcha atrás,sobre la acera. Tuvo que salir y volver aintentarlo mientras los pitidos tronaban,impacientes. Cuando lo logró, cogió sumochila y se bajó.

El campus no había cambiado de un

día para otro. Daba igual acudir encoche o en metro, pero Lucas se sentíaespecial aquel día. No tenía claro lo quesu agitado estado emocional le habíahecho esperar, pero que todopermaneciese inalterado le resultóextrañamente decepcionante.

―De modo que eras tú el que me haquitado el sitio ―dijo una vozdesagradablemente familiar.

Era Gabriel. Un estudiante detercero con el que ya había rozadoanteriormente. Un auténtico imbécil. Elincidente con el aparcamientoconcordaba perfectamente con supersonalidad. Gabriel era un chico alto,más de metro noventa, y apuesto, según

se rumoreaba, cosa que a Lucas lesentaba fatal. Tenía un carácterconflictivo y Lucas sospechaba que erael tipo de persona que disfrutaba con elsufrimiento de los demás.

―No te he quitado nada ―dijoLucas―. Yo llegué antes.

―Y encima con ese cacharro―apuntó Gabriel rodeando elEscarabajo. Lo estudiaba con el ceñofruncido, fingiendo interés―. ¿Cuántosaños tiene? ¿Cincuenta? No meextrañaría que hubieses traído caballospara tirar de él.

―Te da envidia porque es unmodelo con clase, original, no como eltuyo.

Lucas intentó que no se notase losensible que estaba respecto alEscarabajo. Sería infantil perder lapaciencia porque alguien insultase sucoche.

―Debes estar de guasa ―se burlóGabriel―. Apuesto a que esa antiguallano pasa de ochenta.

―Estoy seguro de que el tuyo corremucho más ―repuso Lucas condesgana―. ¿Por qué no te vas a echaruna carrera por ahí? Seguro que hay unmontón de gente a la que le encantaríahablar contigo de coches. No es mi caso.

―No te vayas tan deprisa ―dijoGabriel. Lucas reconoció el tonodesafiante de su voz―. Aún no me has

contado de dónde has sacado tu nuevocarruaje.

Al volverse, Lucas vio a Gabrielsentado sobre el capó del Escarabajo.Acariciaba uno de los espejosretrovisores mientras hacía ostentaciónde una sonrisa provocadora. A su ladoestaban dos de sus amigos, comosiempre. Esa era la razón de su actitudfanfarrona.

―¿Qué tal si te apartas de micoche? ―preguntó Lucas en tono firme,pero controlado.

Demostrar el menor atisbo de miedosería como prometerle un festín a unhambriento. Gabriel se cebaría alsentirse superior y no le dejaría

tranquilo hasta conseguir humillarle oquizá algo peor. Los recién llegadosamigos de Gabriel sonrieron. Uno deellos se sentó sobre el Escarabajo. Larueda se hundió un poco bajo el peso.

―No te pongas nervioso, Lucas―dijo Gabriel―. Solo queremoscharlar un poco contigo.

Lucas detectó la tensión en lamirada de su oponente. Gabriel serelamía con una situación tan ventajosa.Tres contra uno. No se irían sin antesdivertirse un poco. Lucas ardía endeseos de gritarles que se alejasen de sucoche, pero sabía que era absurdomanifestar su nerviosismo. Era lo queellos querían, sólo serviría para

provocarles unas fuertes carcajadas.Lo único que se le ocurrió fue

permanecer en silencio, lo másinexpresivo posible, a la espera de lasiguiente burla, a ver cómo conseguíaesquivarla sin salir demasiado malparado. La impotencia le estabacorroyendo por dentro.

Una mano se posó sobre su hombroy alguien se puso delante de él.

―Muy mal, Lucas. Te he dichomuchas veces que no hables conanormales. Les cuesta mucho entenderlas cosas, y cuanto más altos, másacentuado es su retraso mental.

Una ola de alegría recorrió a Lucasal escuchar aquella voz. Era afilada y

suave, con una gran tendencia a saltarselos límites de la educación y a dotar a sudueño de una personalidad…contundente. Era la voz de Carlos, elmejor amigo de Lucas. Tenía la mismaedad que Gabriel, aunque Carlos seguíaen primero de carrera. Era más bajo queGabriel, pero más corpulento. Su pelomoreno había empezado a retirarse de lafrente, dejando a la vista unasprominentes entradas que le hacíanparecer mayor de los veintiún años quetenía.

―Me alegro de verte, Carlos―dijo Lucas dejando escapar un suspirode alivio.

―¿A quién llamas anormal?

―preguntó uno de los amigos deGabriel en tono amenazador.

―¿Ves a lo que me refería? ―dijoCarlos―. Ni siquiera saben cuándo lesinsultas. ¡Pobrecillos! ―ignoró al quehabía hablado y se encaró con Gabriel.Lucas se apresuró a ponerse a sulado―. Veamos si lo entiendes. Ese noes tu coche ―le dijo a Gabriel hablandomuy despacio, como si se tratase de unextranjero con problemas de idioma―.Te conviene levantarte ahora mismo otus dientes corren el riesgo de empezar acaerse de uno en uno.

Nadie se movió durante unossegundos. Gabriel sostuvo la mirada deCarlos sin amedrentarse, mientras sus

amigos le miraban en busca de algunaindicación que les permitiese saber quéhacer. Carlos ni siquiera pestañeó.Apretó los nudillos hasta que setornaron blancos y mantuvo los ojosclavados en los de Gabriel, a quien teníaenfrente, a solo un palmo de distancia.Lucas no tuvo la menor duda de que, siestallaba una pelea, el primer puñetazolo iba a recibir Gabriel, y no sería flojo.

Gabriel pareció llegar a unaconclusión similar.

―Como ya he dicho, sóloqueríamos charlar un poco con Lucas.No veo por qué tienes que ponerte así,Carlos.

―Discúlpame, entonces ―repuso

Carlos fingiendo estar arrepentido―.Pero seguro que Lucas prefiere charlarexclusivamente contigo, no con tussecuaces.

―¿Ese es el problema? ―preguntóGabriel, sorprendido―. Malinterpretáisnuestras intenciones. No hay por quétener miedo de que seamos tres, nobuscamos camorra. Eso es cosa tuya,Carlos. Eres un broncas y crees quetodos somos igual que tú.

Carlos mostró una sonrisadeslumbrante, pero no aflojó la presiónde sus puños.

―Genial. Entonces, ¿a qué esperáispara apartaros de su coche?

Gabriel se levantó casi

inmediatamente e hizo una torpereverencia.

―Ya está. ¿Lo ves? ―dijo con untono cargado de ironía. Hizo un gestocon la mano y sus amigos se retirarondel Escarabajo―. Sólo tenías quepedirlo con educación. ¿De veras buscaspelea por tan poca cosa? Eres unperturbado.

Lucas agarró a Carlos por el brazoantes de que pudiese replicar. Gabriel ysus amigos ya se marchaban.

―Déjalo estar. No ha pasado naday ya se van.

―No soporto a ese imbécil ―dijoCarlos―. Siempre tenemos algúntropiezo con él.

Lucas decidió no hacer comentarios.Carlos tenía razón, pero no queríacontribuir a que la rabia de su amigosiguiese creciendo. Después de todo, nohabía llegado a pasar nada. Por una vez,quería tener la fiesta en paz.

Según Carlos, que era un expertogracias a los tres años que llevaba en launiversidad, y en los que apenas habíapisado el suelo de una de sus aulas,Gabriel tenía esa manía a Lucas por seramigo suyo. Carlos le había contado queen su primer año de facultad se acostócon la novia de Gabriel y desdeentonces nunca se habían llevado bien,lo que a Lucas le pareció razonable, apesar de tratarse de su amigo.

―Olvídate de él ―dijo Lucas―.Vamos a clase que aún puedo aprobarcasi todas las asignaturas.

―¿Todavía sigues con eso?¿Cuántas veces tendré que repetirlo?Limítate a aprobar una o dos asignaturaspara que no te echen, tres como mucho.

―No empieces de nuevo, ya lohemos discutido muchas veces. Nosomos iguales. ¿De verdad que no te vaa dar vergüenza cuando lleve másasignaturas aprobadas que tú, siendo dosaños menor?

―¿Vergüenza? Pena, tal vez. Y esosuponiendo que apruebes. ¿Sabes lo quenos espera después de la universidad?

Lucas lo sabía, al igual que la

respuesta que Carlos esperaba de él.―Trabajar.―¡Exacto! ―dijo Carlos,

triunfal―. ¿Para qué darse prisa endejar todo esto? ¡Hay que estar mal dela cabeza! ―Lucas se encogió dehombros. Intentar convencer a Carlos delo contrario era una de las formas másabsurdas de perder el tiempo―. ¿Unapartidita?

―Quiero ir a clase ―insistióLucas―. Ya jugaremos a mediodía eltorneo.

―Pero si la clase empezó hacemedia hora ―dijo Carlos con unasonrisa. Lucas miró su reloj y comprobóque tenía razón―. No es culpa mía.

Vamos a la cafetería a tomar un café.Hace un frío de mil demonios.

―Maldición. He tardado másviniendo en coche que en transportepúblico. Entre el atasco y la escasez deaparcamiento, es imposible llegar atiempo.

―Por cierto, no me has contado dedónde has sacado esa pasada de coche.No creo que sea muy bueno para ligar,pero es un modelo muy chulo.

Mientras cruzaban el campus, Lucasle contó los detalles de su inesperadaherencia. Carlos le hizo cantidad depreguntas acerca del Escarabajo, que lesirvieron a Lucas para darse cuenta delo poco que sabía de coches. Decidió

cambiar de tema. Por suerte, pocascosas eran más fáciles tratándose deCarlos.

―Creo que no deberíamos usar lasseñas falsas en la partida de hoy ―dijoLucas simulando estar preocupado―.Me han dicho que nuestros adversariosson muy buenos. No podemosarriesgarnos a perder en cuartos definal.

―¡De eso ni hablar! ―se atragantóCarlos. Insinuar que su técnica al mus noera la mejor era un golpe descomunal asu orgullo―. Escúchame bien, misseñas falsas son las mejores. Vas ahacerlas exactamente como hemospracticado y nadie se dará cuenta. ¡Y no

seas ingenuo! Todo el mundo lo hace.No son trampas, es el estilouniversitario del mus.

―Si eres tan bueno, ¿por qué no hasganado ningún año?

―Mis compañeros eran malísimos―explicó Carlos muy seguro de símismo―. Se ponían nerviosos yterminaban metiendo la pata. Tú hazmecaso a mí. Mantente tranquilo y yo meencargaré de molestar a nuestroscontrincantes hasta que pierdan ellos lacalma.

―Está bien. Pero voy a ir a lassiguientes clases antes de la partida―aseguró Lucas en tono firme.

Carlos sólo tuvo que insistir unos

cinco minutos. Le metió en la cafeteríacon la excusa de tomar un café y antesde que se lo terminasen ya estabanrepartiendo cartas.

―Es sólo para calentar ―le habíaprometido Carlos.

Lucas no fue a una sola clase entodo el día. En realidad ni siquiera salióde la cafetería. Se pasaron toda lamañana jugando al mus. La conciencia ledio un par de molestas punzadas a mediamañana, pero al final, la labia de Carlosfue más convincente.

―Tengo que ver a Silvia ―dijoLucas después de terminar unapartida―. Voy a ofrecerme a llevarla acasa. Es lo menos que puedo hacer ya

que le voy a tener que pedir una vez máslos apuntes.

―¡Eh, que soy yo! ―repusoCarlos―. Conmigo no tienes quedisimular. Esa chica te gusta. Nobusques excusas y lánzate de una vez.

―¡Que no es eso! Necesito losapuntes para estudiar. Y es precisamentepor tu culpa. Si no me liases… Silvia esuna chica maja, nada más.

―Ya, como tú quieras. De todosmodos, estará en clase. Si no, no tendríasentido que le pidieses los apuntes, ¿nocrees? ―A veces Lucas odiaba a Carloscon bastante intensidad―. Seguro queviene luego a ver el torneo de mus. Note apures, Romeo. Oye, y que no te

distraiga de las cartas o la echo de lacafetería.

―No seas pesado. ¡Que sólo es unjuego!

―¡Pero qué dices! ¡Tú es que noriges! A veces es que… no sé para quéme molesto contigo. Es mucho más queun juego. Ni te imaginas lo que es llegara la final del campeonato de mus. Sisupieses…

―Que sí, que ya lo entendido ―lecortó Lucas. Prefería blasfemar en elVaticano y enfrentarse a la ira del cleroantes que cuestionar la importancia delmus delante de Carlos―. No medistraeré. ―Y antes de que pudiesereplicar, recitó de memoria las

instrucciones que Carlos le habíadado―: Pasaré las señas falsas tal ycomo me has enseñado y mantendré lacalma en todo momento. Tú les pondrásnerviosos y harás que se desconcentren.

―Perfecto ―dijo Carlos,satisfecho―. Si lo haces así, ganaremos.

Y ganaron.La partida se desarrolló

exactamente como Carlos habíapronosticado. Nadie se dio cuenta de lasseñas que emplearon. Lucas estuvopendiente en todo momento del juego,informando a Carlos de las cartas quellevaba y fijándose hasta en el últimodetalle de sus adversarios, para detectarposibles faroles. Carlos no les dejó casi

ni respirar. Estuvo hablando toda lapartida, soltando pullas y comentariosafilados que socavaron la paciencia delos contrarios tal y como había predichoque sucedería. Por más veces que loviese en acción, Lucas no dejaba deasombrarse de su amigo. Siempreencontraba algo que decir para incordiara los contrarios. Era como un extrañodon, lo único que Lucas le había vistodominar con maestría. Además, eraimposible conseguir que se callase. ACarlos nada le ofendía, nada era capazde perturbarle. Era como si el mazo decartas le confiriese un sosiego interiorque nadie podía arañar siquiera.

Los oponentes les estrecharon la

mano con mucha corrección y Carlosempezó a cantar en medio de lacafetería.

―Buena partida.―Silvia, no sabía que estabas por

aquí ―dijo Lucas levantándose de lasilla.

Silvia tenía diecinueve años, comoél. La conoció el primer día, mientrashacía cola para matricularse, al verlapensó que había acertado al escoger laIngeniería de Caminos, Canales yPuertos. Pasaron tanto tiempo de piejuntos que terminaron hablando deinfinidad de cosas. Luego se encontraronen clase y surgió una especie deamistad. Silvia era algo callada, opaca

casi; no era fácil descifrar lo que lepasaba por la cabeza. A Lucas le gustódesde el primer momento, pero laausencia de señales por parte de ella lesumía en la incertidumbre. Por algunarazón, le costaba mucho más esfuerzo delo normal invitarla a salir alguna nocheo aproximarse a ella por cualquier otrométodo. Lo cierto era que le dabavergüenza que le rechazase. Tardó másde un mes en forzar una conversación enla que ella se viese obligada a decir sitenía novio o no. Resultó que no.

―No quería perdérmelo ―dijoSilvia―. Ya estáis en semifinales.

―Carlos, que es un figura en estodel mus.

―No seas modesto ―dijo ella―.Seguro que tú también colaboras.

―Menos de lo que imaginas. Teaseguro que no es falsa modestia. Carlosno sabe hacer otra cosa en el mundo.

―Te he oído ―dijo Carlosacercándose a ellos―. Sí que sé hacerotra cosa, pero sólo una. ¿Cómo estas,Silvia?

―Muy bien. No me divierto tantocomo vosotros, pero no me quejo.

―Eso hay que arreglarlo ―dijoCarlos―. Una chica tan guapa… Lucas,invítala a tomar algo, no seas avaro.

―En realidad ya me voy ―dijoSilvia―. Enhorabuena por la partida.

―Espera, te llevo a casa

―intervino Lucas―. Ya tengo coche,así te lo enseño.

Dejaron a Carlos en la cafeteríadisfrutando de su victoria. Lucas sabíaque su amigo iba a fanfarronear un buenrato acompañado de numerosascervezas. Era su momento. Y así eracomo Carlos celebraba una victoria almus, el juego sagrado.

La temperatura había subido algunosgrados, pero aún hacía frío. Lucas ySilvia cruzaron el campus camino delEscarabajo.

―¿Crees que ganaréis elcampeonato? ―preguntó ella.

―Es posible. Aunque los siguientesrivales son muy duros por lo que me han

dicho. Hay un inglés que juega muy bien,según dice todo el mundo.

―¿Ramsey?Lucas asintió.―¿Le conoces?―Un poco. Se sienta conmigo en un

par de clases ―dijo ella. Lucas sintióun ataque de celos. Automáticamentequiso saber más del inglés y su relacióncon Silvia―. No te preocupes por él, nojugará contra vosotros.

―¿Y eso?―Vuelve a Londres. Si no recuerdo

mal, se iba esta misma tarde. Tiene queasistir al funeral de un policía amigosuyo.

Una excelente noticia, sin duda.

Lucas disimuló una sonrisa. Lo ciertoera que el tal Ramsey no le caía muybien. ¿Quien se paseaba por ahí con unsombrero de ala y un bastón? No estabaal corriente de la moda en Londres, peroen Madrid, eso implicaba ir haciendo elridículo, y luego estaba la música de sumóvil, siempre sonaba una canciónruidosa en los momentos másinoportunos.

La alegría no le duró mucho.Concretamente, hasta que llegaron alcoche. Alguien lo había rayado. Unalínea ondulada atravesaba la pinturanegra de la chapa por el lado delconductor. La raya serpenteaba por ellateral desde la puerta delantera hasta la

parte de atrás.―¡Será hijo de…!―¿Qué ha pasado? ―preguntó

Silvia, extrañada.―Ese es mi coche ―dijo Lucas

señalando al Escarabajo―. Esemalnacido de Gabriel me lo ha rayado.

―¿Estás seguro de que ha sido él?―Tuvimos unas palabras esta

mañana. Carlos casi le parte la cara.Debería haber dejado que lo hiciese¡Ese bastardo vengativo me ha rayado elcoche!

# # #

CAPÍTULO 3

El Escarabajo no estaba donde lohabía dejado aparcado.

Por segunda vez, Lucas miró aambos lados de la calle, buscando suvehículo, bajo la amenaza de llegar denuevo tarde a clase. El día anteriorhabía estacionado bajo el sauce queahora contemplaba enfadado. Elrecuerdo se mantenía fresco en sumemoria. Después de dejar a Silvia ensu casa, había estado dando vueltas yvueltas hasta dar con aquel hueco.

¡Como para no acordarse del lugar enque había dejado el coche!

Y sin embargo no estaba.Lo encontró cincuenta metros más

adelante, aparcado en la misma acera yen el mismo sentido. Daba la impresiónde que al retirarse los demás coches elEscarabajo hubiera decididodesplazarse para estar en un lugar máscómodo o más acogedor. No teníasentido.

El enfado de Lucas se diluyóvelozmente ante una nueva sorpresa quesu coche le tenía reservada. Cuando ibaa abrir la puerta, reparó en que la rayaque surcaba el lateral del lado delconductor, la que le había hecho Gabriel

el día anterior, había encogido. Eramucho más pequeña, la mitadaproximadamente de lo que debía ser,como si se hubiera borrado una parte.

Lucas se frotó los ojos coninsistencia. Nada cambió.

El resto del día transcurrió demanera normal. Algo aburrido. Carlosno dio señales de vida y Lucasconsiguió asistir a algunas clases.Disfrutó de la compañía de Silvia ypoco más.

A la mañana siguiente, elEscarabajo tuvo la gentileza depermanecer en el lugar exacto en el queLucas lo había aparcado la nocheanterior. Todo un detalle por su parte.

Lucas había salido a la calle con tiempo,convencido de que tendría que rastrearde nuevo su posición, pero no fuenecesario. Para una vez que no iba a lafacultad y que no tenía prisa… Casilamentó no perder algo de tiempo enbusca de su coche.

No había comentado el asunto connadie. Su padre le tomaría por loco y nole concedería el menor interés, lo cualera más que comprensible. Carlos sí lededicaría toda su atención…, pero paraburlarse con todo su repertorio dechistes. Probablemente, le presionaríapara efectuar multitud de experimentoscon el coche, destinados a convencerlede que estaba mal de la cabeza. Lucas

no quería pasar por algo semejante.Definitivamente, era mejor guardar elsecreto.

El misterio no se refería sólo a laaparente facultad del coche paracambiar de ubicación. Lucas descubrióotro detalle inexplicable. La raya conque Gabriel había decorado elEscarabajo había desaparecido porcompleto, de modo que la pinturametalizada del coche estabaabsolutamente impecable. Lucas repasóel Escarabajo con una mezcla deasombro y alegría. Aquello era unaprueba que podía enseñarles a Carlos ya Silvia, que lo habían visto rayado,pero enseguida descartó la idea. Ni aun

así lo creerían. Pensarían que Lucas lohabría llevado a un taller y se lo habíanpintado de nuevo.

Al subir al Escarabajo le invadióuna oleada de fascinación. Lucas ya nolo veía como un coche normal ycorriente. Su Escarabajo era especial,no cabía duda.

Conducir por Madrid era muchomás agradable cuando no era hora punta.Lucas llegó a casa de su tía Claudia enpoco más de veinte minutos. Las doce dela mañana y la diferencia en la densidaddel tráfico era brutal. Deberían retrasarlas clases de la universidad para que nocoincidiesen con el horario laboral.

La reja metálica de la entrada al

chalé se abrió perezosamente y Lucasentró en la parcela. Aparcó al lado delcoche de su padre.

Nada más salir del Escarabajo, elcorazón se le disparó por el sobresalto.No tuvo tiempo ni de cerrar la puerta.Los dos pastores alemanes de la casa selanzaron a por él fieros y veloces,soltando potentes ladridos. Lucas sequedó helado en el sitio.

El primero de los perros tomóimpulso, cuando estaba a un par demetros de distancia, y saltó sobre él.Lucas le vio aproximarse surcando elaire con la boca abierta. Cerró los ojosy se encogió para protegerse delimpacto. El perro pasó rozándole, y fue

a caer dentro del coche. Al abrir losojos, Lucas comprobó que el otro perrodaba vueltas alrededor del Escarabajoolisqueando con intensidad. Su hocicorepasó toda la carrocería.

Lucas necesitó unos segundos pararecuperarse del susto.

―¡Sal de ahí, Zeus! ―gritó Lucasal perro que se había colado en elEscarabajo―. ¡Lo vas a llenar todo depelos!

Zeus ni se inmutó. Se sentó comopudo entre los dos asientos y empezó alamer el volante. El otro perro hizoamago de entrar, pero Lucas se loimpidió bloqueándole el paso con lapierna. Recurrió a todas las tretas que se

le ocurrieron para sacar a Zeus delcoche. Primero se lo pidió amablemente,animándole a salir como si entendiesesus palabras. Lucas había visto a losdueños de animales dirigirse a elloscomo si se tratara de bebés, recurriendoa frases del tipo «vamos bonito, venaquí», y empleando el tono que se usaríapara dirigirse a la cosa más adorabledel mundo. Algo debía de estar haciendomal porque aquello no funcionó conZeus. El perro ni siquiera volvió lacabeza hacia él.

Lucas tuvo otra idea. Usando unavoz más alegre, fingió sacar algo de subolsillo para luego lanzarlo por el aire.Era un truco que había visto muchas

veces. Los perros siempre salíandisparados en la dirección apuntadaaunque no se les arrojase nada. Estabavisto que Zeus era mucho más listo quela media canina porque esta vez sí miróa Lucas, pero no se dejó engañar.Permaneció dentro del coche, llenándolotodo de babas y pelos.

Lucas ya no sabía qué hacer parasacar a Zeus. Lo único que se le ocurriófue buscar al jardinero con la esperanzade que a él sí le hiciera caso el perro.Iba a marcharse cuando de repente elEscarabajo se movió. Se inclinórápidamente hacia un lado y Zeus saliódespedido. El movimiento fue rápido ycorto. Lucas se apresuró a cerrar el

coche. Luego, como si se diese cuenta enese instante, se apartó de un salto y sequedó mirando el coche fijamente. ¿Quéhabía sido eso? Puede que se estuviesevolviendo loco de verdad. ElEscarabajo se había inclinado por sísolo. Lo acababa de ver con sus propiosojos y, aun así, no terminaba decreérselo. Había una explicación,seguro. Tal vez un golpe de viento delque no se había percatado, o puedeque…

―Hola, Lucas ―dijo la voz de sutía a su espalda. Lucas se dio la vuelta yvio a Claudia en la puerta del chaléagitando la mano―. ¿Por qué no entras?

Claudia no había logrado

desprenderse aún del halo de tristezaque la acompañaba desde la muerte deÓscar. Lucas dio dos besos a su tía yentraron en casa. Su padre estaba frentea la chimenea, avivando el fuego.Últimamente pasaba mucho tiempo consu hermana, todo el que podía. Rubéndejó el periódico sobre la mesa y fue asaludarle.

―¿Cómo estás, Lucas? ―dijoestrechándole la mano.

Lucas se alegró de no ver a Sergiopor ninguna parte. Rubén parecía menosdecaído que Claudia y Lucas imaginóque, al igual que su padre, tambiénestaba más pendiente de ella desde lamuerte de Óscar.

―Voy tirando. Te veo bien, Rubén―dijo bajando la voz―. ¿Cómo está tumadre? La veo un poco abatida todavía.

Rubén asintió con un brillo decomprensión en los ojos.

―Va mejorando, pero muydespacio. ¿Qué tal el Escarabajo?

―Muy bien, la verdad. Es un cocheimpresionante.

―¿Puedo dar una vuelta?Lucas buscó desesperadamente una

excusa para negarse. No tenía nadacontra su primo, de hecho Rubén eratodo lo contrario que su hermano Sergio,una gran persona. Pero no era por eso,era por el Escarabajo. Por primera vez,Lucas fue consciente de un sentimiento

de propiedad muy acusado respecto desu nuevo coche. No quería que nadiemás que él lo condujese. Era suyo. Sinembargo, no podía oponerse a queRubén lo utilizase, después de todo,había pertenecido a su padre hasta hacíaunos días. No sería apropiado impedirleusar algo que probablemente deberíahaber sido suyo por derecho propio.

―Claro que sí ―dijo Lucasesforzándose en sonar natural―. Toma.

Rubén tomó el manojo de llaves yse fue.

―Aquí tienes, Lucas ―dijoClaudia tendiéndole una carpeta―.Revisa que esté todo dentro, no sea quevolvamos a equivocarnos.

Era un consejo que Lucas iba aseguir con mucho gusto. Se trataba de ladocumentación del Escarabajo, supreciado coche. Contuvo lo mejor quepudo el ansia que le dominaba porverificar que todo estuviese en ordenmientras sus ojos pasaban rápidamentepor la documentación incluida en lacarpeta. Comprobó con una inmensasatisfacción que su nombre figuraba enlos papeles y asintió satisfecho.

―Muchas gracias, Claudia.―A ti, cariño ―contestó ella―.

Cuídalo bien. Supongo que ya sabrásque era el favorito de Óscar.

―No te preocupes, mamá ―dijoRubén entrando de nuevo en el salón. Le

lanzó a Lucas las llaves con más fuerzade la necesaria. Lucas las agarró a duraspenas, evitando que le diesen en lacara―. Te puedo asegurar que miquerido primo sabe cuidar muy bien desu nuevo coche.

El tono y el gesto de Rubén eraninconfundibles. Estaba tremendamenteenfadado.

―¡Rubén! ―le reprendióClaudia―. ¿A qué ha venido eso?

―Que te lo explique Lucas―contestó Rubén. Luego se volvióhacia su primo―. Si no querías dejarmeel coche, habérmelo dicho.

Lucas no entendía nada.―Pero si te he dado las llaves

―fue lo único que se le ocurrió decir.―¿Quieres cachondearte de mí?

―Rubén estaba claramenteindignado―. No sé qué has hecho con elcoche o qué llaves me has dado perocon esas no arranca.

Lucas las contempló detenidamentepor si se había equivocado, pero no erael caso. Esas eran las únicas llaves queél tenía del Escarabajo, lo que lerecordó que debía hacer una copia porsi las perdía. Un fogonazo de ansiedadse instaló en su garganta; si las llaves noarrancaban, era que algo le habíasucedido al coche. Pero antes debíatranquilizar a su primo, no quería quepensara mal de él, y menos sin motivo.

Sin embargo, Rubén no le dio laoportunidad. Se marchó con gesto airadosin mirarle siquiera. Desde luego, Lucasno estaba estrechando los lazos con susprimos. Se disculpó lo mejor que pudocon Claudia, quien se mostrócomprensiva, restándole importancia alasunto.

―Un malentendido tonto. No tepreocupes por Rubén, ya se le pasará,mi hijo es así ―añadió con pesar.

Su padre estuvo de acuerdo, con loque Lucas determinó que era un buenmomento para irse, no fuera a tropezarsecon Sergio. Durante una temporada seríamejor evitar a sus primos.

El jardinero debía de haber

guardado a los perros porque ya no seles veía por el jardín. Lucas llegó hastael Escarabajo sin problemas. Titubeó uninstante antes de introducir las llaves.¿Qué haría si se había averiado? Noquería ni imaginarlo. Lo último que leapetecía en ese momento era volver aentrar y anunciar que se había cargado elcoche de su padre. Solo había un modode averiguar si sus temores tenían algúnfundamento.

Nada más girar la llave, elEscarabajo le saludó con el peculiarsonido del motor. Arrancó a la primera,suave, como siempre.

Entonces, ¿a qué había venido elenfado de Rubén? ¿Se habría inventado

que no arrancaba? De ser así, Lucas noveía el propósito. No le dio más vueltas,lo importante era que el Escarabajo sehallaba en perfectas condiciones.

Ahora sí que necesitaba una partidade mus para relajarse y apartar la mentede las preocupaciones con sus primos.Afortunadamente, Carlos nuncadefraudaba en eso. Le encontró en lacafetería de la facultad rápidamente.

―Así me gusta, pichón ―dijoCarlos con una sonrisa―. Tenemos queprepararnos para la semifinal del torneo.

―Por eso he venido ―contestóLucas―. Necesitas practicar. Tuve quesalvar la partida la última vez. De no serpor mí…

―Seguro, seguro. Suerte que tetengo a mi lado. Tú sigue jugando comoyo te diga y todo irá bien. Preocúpatepor tu orgullo después del campeonato.

Era imposible desinflar el ego deCarlos en lo que al mus se refería.Especialmente si ganaba, cosa quevolvió a suceder. Últimamente lasvictorias se repetían con demasiadafrecuencia, incluso tratándose de Carlos.A Lucas le costaba recordar la últimavez que había perdido jugando juntos. Ysi…

―¿Haces trampas?―Por supuesto, las señas falsas, ya

lo sabes. ¿A qué viene esa pregunta?―Me refería a trampas con las

cartas ―insistió Lucas―. Ganodemasiadas veces contigo.

―Me halaga que pienses así ―serió Carlos―. Vamos a ver, lo primerode todo es que no se puede ganardemasiado, ni siquiera aunque ganessiempre. Aprende eso, perdedor. Losegundo, y más importante, es que setrata de una cuestión de habilidad, no desuerte. Nunca entenderás…

―Que sí, que sí, cansino. Que eresmuy bueno, pero no sé… Adivinas condemasiada precisión las cartas delcontrario ―añadió Lucas pensativo.

―Eso es talento, ya aprenderás, note inquietes ―dijo Carlos muycontento―. De todos modos, esos dos

eran patéticos. Nunca se tiraban un farol,y eso que no nos jugábamos nada. Erafacilísimo adivinar lo que llevaban,hasta tú podrías haberlo hecho si teconcentrases un poco.

Lucas asintió poco convencido. Yentonces tuvo una idea. No estabarelacionada con el mus, sino con elEscarabajo. Se dio cuenta de quepensaba demasiado en el coche, queaquello rozaba la obsesión, pero nopodía evitarlo. Y la idea seguía armandoescándalo en su mente, reclamando suatención, obstinada.

―Vamos a mi coche un momento,quiero comprobar algo.

―Vale, pero que no lleve mucho

tiempo. He quedado con mi hermana.―¿Sigue sin novio?―Ni se te ocurra ―le advirtió

Carlos―. Tú céntrate en Silvia.Esa era, sin duda, una idea de lo

más tentadora. Lucas sólo habíainsinuado estar interesado en la hermanade Carlos para incordiar un poco a sucreído amigo, no porque albergase unverdadero interés por ella. Carlosseguramente lo sabía, pero se irritabaigualmente. Sin embargo la mención deSilvia le hizo pensar en ella.

―¿Está en clase?Carlos sonrió.―Supongo. Pasó por la cafetería a

media mañana. No la he vuelto a ver.

Era cuanto Lucas necesitaba saber.Si Silvia estaba en la universidad, laencontraría en la biblioteca después declase, o se habría marchado a casa.Luego lo averiguaría, ahora sentía laimperiosa urgencia de sacarse esa ideapunzante de la cabeza. Era una teoríaacerca de lo que había pasado con suprimo Rubén.

―Ya te he dicho que este coche estámuy bien ―comentó Carlos sentándoseen el asiento del copiloto―. No es miestilo, pero tiene carácter. ¿Qué queríascomprobar?

―Sólo un segundo ―dijo Lucashaciendo un gesto con la mano para queesperase.

Introdujo la llave de contacto en laranura y la giró. El coche arrancó tanmanso como de costumbre.

―¿Y bien? ―se impacientó Carlos.Lucas giró de nuevo la llave en

sentido contrario y apagó el motor.―Prueba tú ―le dijo a Carlos.Las cejas de Carlos se alzaron por

la sorpresa. Miró a Lucas unossegundos. Luego se encogió de hombros,alargó la mano y giró la llave.

No pasó absolutamente nada. Elmotor del Escarabajo permaneció mudo.

―Buen truco ―dijo Carlos conadmiración―. ¿Cómo lo haces?

―No tengo ni idea ―confesóLucas.

―Ya veo, crees que te oculto quehago trampas al mus y se te ha ocurridoenseñarme este truquito parademostrarme lo listo que eres. Solo hayun problema. Yo no hago trampas.

―Yo tampoco ―aseguró Lucasmirando fijamente el salpicadero―.Déjame probar otra vez.

Carlos retiró la mano. Lucas giró lallave y el coche arrancó.

―No vas a quedarte conmigo―dijo Carlos despreocupado―. Noentiendo un pijo de mecánica, así que notiene mérito que me engañes.

Lucas no se molestó en intentarconvencerle de que no era un truco.Dejó que Carlos se marchara pensando

que había tratado de burlarse de él. Alfin y al cabo tampoco podía hacer otracosa. Él mismo no entendía qué sucedíay no se veía capaz de llegar aconclusiones lógicas. Se le pasó por lacabeza llevar el coche a un taller a quele hiciesen una revisión, pero lodescartó en cuanto pensó en laexplicación que le daría al mecánico; letomarían por un tarado. De todos modos,tampoco era nada grave, bien mirado, elEscarabajo contaba con el mejor sistemaantirrobo que se pudiese imaginar. Si suhipótesis era acertada, nadie podríaarrancar el coche excepto él mismo.Otro misterio más que guardar ensecreto.

No obstante se moría de ganas decomentarlo con alguien. De caminohacia la biblioteca, no dejaba de darlevueltas a esa posibilidad. Tal vez conSilvia, quizás a ella le atrajese el mundodel automóvil. Lucas no lo creíaprobable, pero como era tan difícilsaber lo que a Silvia le gustaba…

La encontró enterrada bajo una pilade libros en una mesa de la biblioteca.En cuanto la vio, Lucas supo que sudeseo de hablar del Escarabajorespondía a una necesidad de compartiralgo con Silvia, algo íntimo y secreto aser posible, que la uniese más a ella. Unvínculo de complicidad en torno a unmisterio era perfecto, pero… Lucas no

terminaba de verlo claro. Tenía laimpresión de que a las chicas lesgustaba otro tipo de cosas. No se veíanmuchas mujeres leyendo revistas decoches o suspirando por tener undeportivo. No, era mejor buscar algodiferente.

―Estudias demasiado ―dijo Lucasa modo de saludo.

Se sentó frente a ella y apartóalgunos libros. Silvia levantó la cabeza.Parecía cansada.

―Alguien tiene que tomar apuntespara poder dejártelos.

―Buena observación ―apuntóLucas―. Deberías relajarte un poco. Teinvito a un café, tienes aspecto de

necesitarlo.―¿Tan mal se me ve?―Eh… no, no es eso. Quería decir

que… eh… debes llevar mucho tiempoestudiando. Tus ojos… Voy a la máquinade cafés. Te espero fuera.

Patético. Se había puesto nerviosohasta tartamudear. ¡Qué absurdo! Lucasse reprendió duramente por su pérdidade control.

De regreso con un par de cafés,Lucas vio a Silvia salir de la biblioteca.Mientras avanzaba hacia su encuentro,se exigió dominarse y no volver a hacerel ridículo. Ella tomó su café con unasonrisa indescifrable.

―¿Dónde está tu media naranja?

―preguntó ella.―¿Cómo dices? No, no tengo…

―Lucas tardó en entender a qué serefería Silvia―. ¡Ah, Carlos! Se ha idocon su hermana, habían quedado.

―¿Y te ha dejado solo? Pobrecito.Su modo de hablar sobre Carlos

revelaba claramente que a Silvia no lecaía bien. No era la primera vez quedetectaba ese sentimiento. Su antiguanovia, Raquel, con la que había rotohacía un año, también adoptaba elmismo tono de voz para referirse a sumejor amigo. Lucas se sentía incómodoal percibirlo. Por una parte, una sólidalealtad hacia Carlos le animaba adefenderle, a pesar de que no hubiera un

ataque directo contra él. Por otro lado,no quería desagradar a Silvia ni llevarlela contraria.

―No paso tanto tiempo con él―dijo soslayando el dilema―. Es unbuen amigo, eso es todo.

―Me contó que te gustaba suhermana…

―¡Será embustero! Eso esmentira… ―Lucas se apresuró a cerrarla boca. Había vuelto a perder elcontrol. Estaba dando una imagenpenosa, no se atrevía a mirardirectamente a Silvia. Dio un trago muylargo a su café―. Te estaría tomando elpelo, es una broma entre nosotros. Yo noestaría cómodo saliendo con la hermana

de mi mejor amigo. Si la cosa terminasemal, sería embarazoso.

―Ya veo, la amistad es lo primero.―No, no lo es. Si de verdad me

gustara su hermana, si realmenteestuviese enamorado, eso sería loprimero.

―De modo que la amistad essecundaria. Tu mejor amigo quedaríarelegado a un segundo plano por unachica de la que crees estar enamorado ycon la que tal vez sólo durarías una parde meses.

Lucas abrió la boca pero no llegó adecir nada. Era uno de esos momentosen los que uno sabe que si dice una solapalabra, la que sea, será para

empeorarlo todo. Tenía que serenarse,controlar la conversación y llevarla a suterreno. De repente, sintió que estabamanteniendo una especie de combateverbal con Silvia.

―Me estás tomando el pelo.Intentas desorientarme cuestionandocada postura que adopto.

―Es divertido ―confirmó Silviacon una sonrisa.

―Muy bien, listilla. Ahora elige tú:amistad o amor. ¿Qué es más importantepara ti?

Lucas la observó con expectación.Silvia se hizo de rogar varios segundos,le miró de reojo y dijo:

―Esa información es confidencial.

Aún no te conozco lo suficiente.Una evasiva descarada, escudada

torpemente por una excusa fácil de faltade tiempo, pero con todo, eficaz. ALucas no se le ocurrió el modo desortear la respuesta de Silvia paraobligarla a pronunciarse.

―Mujeres… Siempre con secretos,pero bien que os gusta preguntar.

―No te enfades, algún día tecontestaré ―dijo en tono enigmático.

―¿Qué tal el sábado? Te invito alcine… o a cenar.

¿Pero qué estaba pasando? Laspalabras salían de su boca, pero Lucasno terminaba de creérselo. ¿Seríaposible? Después de tantos meses, el

valor que no había sido capaz de reunirpara invitar a Silvia a salir aparecía así,de improviso, sin avisar. Simplemente,tomaba el control de su boca y se liaba apreguntar por el fin de semana, sinimportar las consecuencias. Era algoinaudito.

Pasó un segundo. Silvia norespondió. Otro. Otro más. Ni unapalabra. Otro segundo. Lucas sevolvería loco, le iban a rechazar.Maldita sea su bocaza, si la hubiesemantenido cerrada…

―Prefiero el cine ―dijo Silviafinalmente.

Lucas dejó escapar el aire de golpe.No había sido consciente de estar

conteniendo la respiración. Ahora lomás importante era conservar la calma,ya que no había razón para ponersenervioso, ni que fuera la primera chicacon la que iba al cine.

―Te dejo elegir la película a ti―dijo Lucas.

Sonó natural, condescendiente peroa la vez claramente de broma. Bastantebien, Lucas estaba satisfecho de símismo.

―Te arrepentirás de esa decisión―prometió ella.

A Lucas le daba igual. Silvia podíaescoger el peor tostón que el cine fuesecapaz de ofrecer, él no se arrepentiría.

―Es probable, pero si lo lamento

ya se me ocurrirá algo para vengarme―dijo Lucas por añadir algo―. Siquieres te acerco a casa. Tengo el cochecerca.

―No, gracias. Tengo que seguirestudiando.

Fue un alivio separase de ella. Yahabía conseguido la cita, y tal y comohabía transcurrido la conversación alprincipio, aumentaban susprobabilidades de meter la pata sicontinuaba la charla. Por hoy ya era másque suficiente.

Se despidieron y Lucas se fue a porsu coche tan contento que se sentíainvencible, insuperable.

Cuando llegó al coche lo observó

extrañado unos segundos, juraría quehabía aparcado unas dos plazas másatrás. ¡Qué raro! De nuevo un cambio deubicación. ¡Y esta vez a plena luz deldía! No podía ser, seguramente en estaocasión se equivocaba. El éxito conSilvia y su obsesión por el Escarabajonublaban su juicio.

―Al fin te encuentro, malnacido―dijo una voz detrás de él.

La reconoció en el acto. Antes devolverse, Lucas ya sabía que Gabriel noestaría solo.

―¿Ahora qué quieres?Le acompañaban dos amigos, para

variar.―¿Te estás haciendo el loco

conmigo? ―rugió Gabriel fuera de sí.Los dos amigos se abalanzaron

sobre él y le sujetaron cada uno por unbrazo. Gabriel estaba muy alterado.Lucas no tenía ni idea de la razón, perono podía ser culpa suya. Era él quiendebería estar enfadado con Gabriel porhaberle rayado el coche. Su primerimpulso había sido vengarse, pero se leolvidó al comprobar que el Escarabajohabía solventado el problema por sísolo.

―¿Qué hacéis, imbéciles? Primerome rayas el coche y ahora me das unapaliza con tus amiguitos.

Los ojos de Gabriel brillaban depura rabia.

―Es cierto, te rayé el coche―admitió Gabriel. Se acercó a Lucas yle dio un puñetazo en el estómago. Nocayó al suelo porque le estabansujetando―. Pero ya veo que te hasapresurado a vengarte, y te has pasadode listo.

―Cabrones ―susurró Lucasentrecortadamente por la falta dealiento―. ¿De qué estás hablando?... Yono he hecho nada… No soy como tú.

Otro golpe en el estómago, esta vezcon la rodilla, que lo dobló por la mitad.Lucas se quedó colgando de los brazosde sus captores.

―¿Y eso qué es? ―le gritóGabriel.

Lucas sintió un fuerte tirón en elpelo. Le levantaron la cabeza para mirarhacia el coche de Gabriel. A pesar de lalejanía, se percibía con nitidez que ellateral estaba hundido hacia dentro. Noera preciso ser un perito paracomprender que aquella abolladura nose podía realizar con un solo golpe. Sinduda, otro vehículo había chocadocontra el de Gabriel varias veces.

―Yo no he sido… ―murmuróLucas con la voz débil―. Cabrones.

―Y yo voy y me lo creo ―dijoGabriel. Sus amigos arrastraron a Lucashasta el Escarabajo, apoyaron suespalda contra el coche y le aplastaronlos brazos contra la carrocería para

evitar que se moviera―. No sé cómo esposible que este cacharro no estéabollado, pero por si tuviese algunaduda de quién ha sido, cosa que no esasí, la pintura del parachoques te delata.―Lucas apenas le escuchaba. Analizabadesesperadamente la situación en buscade una salida. Eran tres y él estabasolo―. Bien, te aseguro que vas alamentar esa idea tan genial que hastenido.

Lucas vio el puño de Gabrielacercarse a toda velocidad. Intentózafarse pero era inútil, sus amigos lesostenían muy fuerte. Esta vez norecibiría el golpe en el estómago, sinoen la cara.

Entonces, el Escarabajo se movió,solo un poco, pero fue suficiente. Lucasnotó cómo su espalda se desplazaba a laizquierda arrastrada por el coche. Elmovimiento sorprendió a todos. Setambalearon un poco y el puño deGabriel se estrelló contra el amigo quesostenía a Lucas por la derecha.

Tenía que aprovechar aquellaocasión. Lucas se soltó y le dio unapatada al único que aún le sujetaba, endirección hacia sus genitales. Laexpresión de su cara le reveló loafortunado de su puntería; ese seguroque ya no sería un problema. Sin darletiempo a apartarse, Gabriel se lanzósobre él, decidido a aplastarle, sin

imaginar siquiera el modo en que Lucasse le iba a escapar. La puerta delconductor se abrió de repente y Gabrielno pudo evitar darse de bruces contraella. Cayó pesadamente al suelo.

Lucas saltó al interior delEscarabajo y se alejó a toda velocidad.Las reflexiones para más tarde.

# # #

CAPÍTULO 4

La tostada había desaparecido de suplato cuando Rubén volvió a sentarse ala mesa, tras sacar un tarro demermelada de la nevera. Encontró lamitad de ella sobresaliendo de ladesagradable boca de su hermanomayor.

―Oh, ¿era tuya? ―preguntó Sergiofingiendo sorpresa.

―Te has levantado gracioso―observó Rubén, asqueado―. No estoyde humor para tus paridas.

―Pensé que la había preparadomamá para mí ―repuso Sergio sindisimular el hecho de que estabamintiendo.

Rubén conocía esa expresión de

aburrimiento en el semblante de suhermano. Sergio no le molestaba porninguna razón concreta, sólo buscabaalgo que hacer. Pero Rubén sabía que loúnico que funcionaba era ignorarle,negarle algo con lo que entretener sudeteriorada mente, lo que tampoco erafácil. Afortunadamente, su madre leayudó.

―Venid al salón un momento, porfavor ―les llamó Claudia.

Los dos hermanos acudieron con sumadre, que estaba acompañada de unhombre alto y de edad indeterminada. Suaspecto era algo inquietante, tal vez porsu postura corporal o su cabezaligeramente ladeada. Sus ojos marrones

no se movían de igual modo, carecían desincronización. Rubén comprendió quetenía un ojo de cristal.

El desconocido les dedicó unasonrisa imprecisa.

―Este es el comisario Torres―explicó Claudia―. Quiere hacerosunas preguntas.

Lo primero que pensó Rubén eraque guardaba relación con la magníficabolsa, repleta de marihuana, queocultaba en su habitación, peroenseguida lo descartó. Jamás había oídohablar de un comisario que fuese a casade alguien a detenerle por consumirmarihuana. En ese caso, al menosvendría acompañado. Además, si le

detuviesen por tenencia de drogas sumadre seguramente estaría…

En ese preciso momento, Rubénreparó en la sombra que oscurecía elrostro de su madre. Estaba más tristeque cuando la había visto a primera horade la mañana. Entonces, se fijó en la vozque había empleado para llamarles yreconoció en ella signos de debilidad.No cabía duda de que el comisario lehabía contado algo que había mermadosu estado de ánimo. Rubén sintió un leveataque de rabia instintivamente. Elpolicía le cayó mal desde el primerinstante.

―¿De qué va todo esto? ―preguntóSergio con su habitual falta de tacto.

Rubén abrazó a su madre. Claudiase acurrucó en los brazos de su hijo ydejó la mirada perdida en las llamas dela chimenea.

―Lamento molestaros, chicos―dijo Torres en tono indiferente―. Sonpreguntas de rutina sobre vuestro padre,si no os molesta hablar de ello, porsupuesto.

―¿Qué? ―repuso Sergio,escandalizado―. Esto es absurdo. ¿Quéquiere saber?

―En realidad, tengo que hablar conRubén ―dijo el comisario―. Aunqueme gustaría que tú, Sergio, me cuentescualquier detalle que te parezcarelevante del día del accidente.

―¿Por qué conmigo? ―preguntóRubén.

Era del todo inesperado. Ahora,Rubén deseaba con todas sus fuerzas queTorres contestara a la primera preguntaque había formulado su hermano contanto ímpetu. Definitivamente, aquellono tenía nada que ver con su bolsa demarihuana.

El comisario fijó su mirada desigualen Rubén y sus labios esbozaron unacurvatura extraña. Lo que debía de seruna sonrisa a Rubén le pareció unamueca grotesca. El ojo de cristal deTorres le hacía sentir incómodo.

―Porque tú fuiste el último en ver atu padre antes de salir de casa aquella

mañana ―aclaró el comisario.Rubén abrazó con más fuerza a su

madre sin darse cuenta. Asintió.―Desayuné con él ―dijo bajando

el tono de voz―. Hablamos de misnotas sin llegar a discutir y luegocomentamos una película que a él lehabía gustado mucho y a mí no… Era…―los ojos de Rubén estabandesenfocados. Torres le escuchaba conmucha atención―. ¡Maldita sea! Norecuerdo el nombre de la peli… era deacción de eso estoy seguro. Tal vez…

Rubén no fue consciente de losminutos que pasó intentando acordarsede la última película que habíaanalizado con su padre. Era doloroso

pensar en la cara de Óscar con tantaintensidad, y se dio cuenta de que no lohabía hecho desde que falleció. Sólohabía acariciado recuerdos queestuviesen relacionados con su padre derefilón, para esquivar el dolor que ahoraflorecía inevitablemente en su interior.Tragó saliva con fuerza y parpadeóvolviendo a la realidad. Su hermano lemiraba con gesto comprensivo, el brillodesafiante que exhibía en la cocina sehabía esfumado.

Torres aguardaba en silencio.―¿Recuerdas si habló con alguien

por teléfono?―Sí, creo que sí ―dijo Rubén con

dificultad―. Le llamaron al móvil, era

alguien de su empresa.―¿Escuchaste la conversación?―No presté atención, nunca lo

hago… O lo hacía ―rectificó Rubén. Lecostaba acostumbrarse a emplear eltiempo pasado para referirse a supadre―. Me aburren los temas detrabajo. No sé de qué habló, peroparecía ligeramente enojado. Interpretéque serían asuntos de empresa.

―¿Qué está buscando? ―intervinoSergio de mala manera―. ¿Por qué haceesas preguntas a mi hermano? Puedenpedir un registro de llamadas, averiguarquién le llamó e interrogar a esapersona. ¿Qué quiere de Rubén?

Rubén se quedó impresionado por

el arrebato protector de su hermanomayor. El comisario Torres permanecióimpasible.

―No pretendía dar mala impresión―dijo Torres―. Sólo trato de hablarcon las últimas personas que vieron aÓscar con vida.

―No te preocupes, Sergio ―dijoRubén―. Deja que el comisario haga sutrabajo.

―Gracias, jovencito ―dijo Torresmoviendo los ojos de modo chocante. ARubén no le gustó el apelativo, teníadiecinueve años, pero no dijo nada―.¿Algo más antes de que tu padre saliesede casa?

Rubén negó con la cabeza. Tras la

llamada telefónica, la conversación consu padre se centró en la bolsa demarihuana de Rubén, de la que Óscartenía conocimiento desde hacía tiempo,y sobre la que ya habían discutido envarias ocasiones. Por suerte, él nunca selo dijo a Claudia.

―Es mejor que tu madre no sepanada de esto ―le había dicho su padreen tono severo.

A Rubén le causó un gransufrimiento recordar que la últimaexpresión que vio en el rostro de supadre, aquella triste mañana, fue ladecepción. No consideró que esainformación le incumbiese al comisarioTorres.

―Eso fue todo ―dijo secamente.―Entonces, he terminado ―anunció

el comisario―. Gracias por sucolaboración y disculpen las molestias.

―Un momento ―pidió Rubén―.No nos ha explicado qué estáinvestigando.

―Creía que era evidente ―dijoTorres―. La muerte de vuestro padre,por supuesto.

―¿Desde cuándo la policíainvestiga una accidente de tráfico? Creíaque lo haría un perito del seguro o algoasí. A menos que… ―Entonces lo vioclaro. Esa era la razón de que su madreestuviese tan abatida.

―En efecto ―dijo Torres

confirmando los temores de Rubén―.Estamos considerando la posibilidad deque no fuese un accidente.

# # #

La cafetería estaba abarrotada degente.

―¿A qué esperas? ―gruñóCristian―. Enseña las cartas.

Carlos le miró muy tranquilomientras se pasaba la mano por el pelo.Era su momento. Todo el mundo estabapendiente de él.

―Tranquilízate ―dijo, y puso un

gesto pensativo―. Te contaré unsecreto. Todo eso de jugar bien y mal…es una bobada. Lo único que importa esla suerte con las cartas.

―¿Vas a darme lecciones?―preguntó Cristian, molesto.

―Ni mucho menos ―repuso Carlosdibujando una sonrisa―. Es solo unaobservación. Tomemos esta mano comoejemplo. Tú has jugado correctamente,yo habría hecho lo mismo con esascartas, y eso es una muestra indiscutiblede que has jugado bien.

Algunos de los que rodeaban lamesa se rieron. Lucas era el que másnervioso estaba de todos los presentesen ese momento. Carlos no le había

pasado ninguna seña y no tenía ni ideade qué cartas llevaba. Lo que sí sabíaera que Cristian tenía cuatro reyesexpuestos sobre la mesa. Carlos sólopodía ganar si llevaba los otros cuatro,lo cual era prácticamente imposible.

―Pero con eso no basta ―continuóCarlos―. Hace falta suerte. Te lodemostraré ―alargó la mano y dio lavuelta a sus cartas ―. ¿Lo ves?

Un murmulló estalló en la cafeteríacuando Carlos descubrió sus cuartoreyes. Lucas dejó escapar el aire degolpe. Cristian maldijo en voz alta. Porincreíble que pareciese, Carlos habíavuelto a ganar, y contra cuatro reyesnada menos. Era muy poco frecuente que

saliesen los ocho reyes repartidos deese modo.

Ya iban dos juegos a cero en esapartida. Sólo quedaba ganar el tercero ypasarían a la final del torneo. Tal vez,demasiado fácil.

Lucas admiró de nuevo el estilo deCarlos. Su compañero ya sabía que teníala mano ganada desde hacía tiempo,pero demoró cuanto pudo el momento demostrar sus cartas para poner másnerviosos todavía a los contrarios. Lesalababa descaradamente cuando perdíany, poco a poco, les iba alterando. No erasuficiente con ganar, Carlos sacaba elmáximo provecho posible a cada jugada.

Empezaron el que había de ser el

juego definitivo. Dos manos y todo secomplicó de la manera más inesperada.Gabriel entró en la cafetería y se unió alcorro que observaba la semifinal. Lucasse puso tenso inmediatamente. Era laprimera vez que coincidían desde suenfrentamiento y no estaba seguro decómo reaccionaría Gabriel, ni él mismoen realidad.

Se sorprendió al ver que no leprofesaba tanto odio como creía porhaberle intentado dar una paliza con susdos gorilas, a quienes no se veía porninguna parte, cosa rara. En aquelpreciso momento, Lucas no podía pensaren otra persona que le cayese peor queGabriel, y sin embargo, en contra de su

propia voluntad, entendía los motivosque le habían llevado a sospechar que élhabía destrozado su coche. De hecho, sila teoría de Lucas era cierta, no existíaotra explicación que Gabriel pudiesecontemplar, salvo que aceptase que elEscarabajo había embestido a su cochesin que nadie lo condujera. Como eso noera muy probable, lo lógico era culpar aLucas. Claro que podía haber exigido elpago de la reparación, o haber tomadootra resolución que no implicasegolpearle.

Lucas cruzó una mirada muy tirantecon Gabriel. ¿A qué había venido?¿Pretendía continuar la pelea delante detodo el mundo? No, no era por eso.

Gabriel desvió la mirada de un modoque no era propio de alguien que buscabronca. Daba la sensación de que nohabía sabido que Lucas estaba allí antesde entrar.

―¡Despierta! Tú hablas, Lucas―dijo Cristian con una nota deirritación en la voz.

―Eh… Sí, perdón… Paso―contestó Lucas, distraído.

Notó un golpe en la espinillabastante fuerte. Levantó la vista y seencontró con la cara encolerizada deCarlos. Acababa de meter la pata. Nodebería haber pasado, pero como nohabía prestado atención, no tenía ni ideade qué iba la mano. Se encogió de

hombros a modo de disculpa. Laexpresión que le devolvió Carlos dejóbien claro que no estaba precisamentecontento con él.

Perdieron el juego. El marcador sepuso dos a uno. Y la espinilla de Lucasquedó severamente dolorida.

Las patadas de Carlos noconsiguieron que se centrara en lapartida. Por un lado, Lucas revivió denuevo todo lo relacionado con elEscarabajo, mientras que a la vez nodejaba de preguntarse cuáles eran lasintenciones de Gabriel. Por el momento,le vio sonreír cínicamente cuandoperdieron el juego, y escuchó condesagrado su carcajada cuando

perdieron de nuevo y empataron a dos.―Tenías razón con tu explicación

acerca de la suerte ―comentó Cristian aCarlos en tono casual. Su deleite por laremontada era evidente en el brillo desus ojos―. ¿Ya no me das másconsejos?

―Celebro que lo hayascomprendido. Eres mucho másinteligente de lo que pareces ―contestóCarlos sin dejar traslucir la frustraciónque le invadía ―. No te preocupes, quela lección aún no ha concluido.

Carlos se levantó de la mesa y sellevó a su compañero a un rincón aparte.Lucas bajó la mirada avergonzado.

―¿Quieres contarme algo?

―preguntó Carlos muy tranquilo.Lucas era consciente de que por su

culpa habían empatado una partida quetenían fácilmente ganada. Y no unapartida cualquiera, era la semifinal. Noquería imaginar lo que significaríaperder para su amigo. Carlos le mataría.

―Se me ha ido la cabeza al final,no volverá a pasar ―prometió.

―De eso nada, hay algo más, estásmuy distraído. Vamos, dime qué te pasa.

―No tengo un buen día ―dijoLucas a la defensiva―. ¿Tú nuncajuegas peor algunos días que otros? Nome he levantado con buen pie.

―¿Quieres dejar de mentirme? ―lereprendió Carlos. Un número

considerable de personas les miraban,esperando que volviesen a la mesa aterminar la partida. Mucha gente queríaver a Carlos perder, dado que siempreestaba alardeando de lo bueno que era, yporque en verdad era raro queperdiese―. Te conozco, ha sido por eseimbécil de Gabriel, ¿a que sí? Desdeque ha llegado estás distraído. ¿Hasvuelto a discutir con él?

Lucas no le había contado nada aCarlos de su altercado con Gabriel nisus matones. Por lo que sabía, Gabrieltampoco había hablado con nadie delasunto. Era normal, pues comentar esapelea invitaría a hacer preguntasincómodas. Por una parte, Gabriel

tendrá que aclarar cómo Lucas pudosalir airoso de una trifulca contra trestipos, y tampoco admitiría que estabanabusando de él de una manera tandeshonrosa. Lucas, por su parte, se veríaobligado a relatar la extraña ayuda quesu coche le había brindado, y eso eraalgo que no estaba dispuesto a hacer. Nolo creerían.

Después de aquello, Lucas pasó dosnoches seguidas sin apenas dormir. Loque Gabriel le dijo durante su pelea eracierto. Lucas no dudaba de que hubierasido el Escarabajo el que había chocadovarias veces contra el coche de Gabriel,pues las marcas de pintura coincidían,solo que él no lo conducía y nadie más

podía arrancarlo. Luego la conclusiónera obvia. El hecho de que Lucas secallase el incidente revelaba que eraconsciente de que estaba dando porsentado algo que no era posible.

Tampoco se fiaba de Carlos. Si seenteraba de su encuentro con Gabriel, suamigo perdería la cabeza. Ya estuvo apunto de pegarse con Gabriel hacía unosdías sin que hubiese pasado nada, conque ahora le daría una buena paliza sindudarlo, o al menos lo intentaría. Lucasno podía consentirlo.

Pero tenía que hacer algo. Carlosllevaba razón, como siempre cuando setrataba del mus. Desde que había visto aGabriel en la cafetería, su concentración

se había hecho añicos. Tenía queremediarlo sin que Carlos notase nada.

―No, no tiene nada que ver conGabriel ―mintió Lucas―. No hedormido demasiado, pero estoy bien. Novolveré a meter la pata.

―Me duele que no me cuentes elproblema ―dijo Carlos. No se habíatragado la torpe excusa de Lucas―.Sabes que yo te apoyaría. Si hace falta,mando a paseo la partida.

Semejante declaración provocó quelas cejas de Lucas se alzasenbruscamente. Era mentira, un farol,como los que se usaban jugando al mus,pero funcionó. Ver a Carlos anteponer unproblema suyo a una partida de mus le

conmovió.―Te he dicho que estoy bien. Deja

de mirar a la novia de Cristian todo elrato y ganaremos.

―¿Tanto se me nota? ―preguntóCarlos.

Era tan evidente que Lucas dudabaque hubiese alguien en la cafetería queno se hubiese dado cuenta. Carlos yahabía intentado ligarse a la novia deCristian en el pasado, sin mucho éxito.Ella le había rechazado dos veces, laúltima de las cuales ya estaba saliendocon Cristian, pero a Carlos le dabaigual.

Lucas meditó su respuesta antes dehablar.

―Sólo un poco, tal vez Cristian nose haya dado cuenta ―dijo sonandoescasamente convencido.

―Seguro que sí ―dijo Carlos―.Ya verás cuando ganemos. Esa chica megusta.

―No cambiará nada, la conozco. Nisiquiera le gusta el mus.

―A todos los universitarios lesgusta el mus ―corrigió Carlos―. Detodos modos eso es lo de menos. Estámirando, ¿no? Quiere ver quién gana.Eso es lo que les gusta a las mujeres, telo digo yo.

Lucas no se molestó en discutir esateoría.

―¡Eh, vosotros! ―les gritó Cristian

desde la mesa―. Ya está bien para undescanso. ¿Qué tal si acabamos con estocuanto antes? Así os dolerá menos.

―¡Ya vamos! ―contestó Carlosmientras se acercaban a la mesa―. Soloestábamos repasando las señas falsas―varias personas se rieron―. Esbroma, Cristian. Ya hemos vuelto, ¿loves? No hay por qué impacientarse.

Comenzó el último juego, eldefinitivo. La pareja que ganase pasaríaa la final. Lucas y Carlos empezaron demanera arrolladora, poniéndose pordelante rápidamente. La pequeña charlacon Carlos había logrado despejar laspreocupaciones de Lucas, quien ya nosabía siquiera si Gabriel aún estaba

alrededor. Todos sus sentidos estabanfijos en el juego, sus ojos soloenfocaban cartas y jugadores, no existíanada más en la cafetería. Hasta que…

―Está en el taller ―dijo Gabrielpor detrás de Lucas―. Algún imbécil lodestrozó y ni siquiera tuvo los huevos dedar la cara…

La rabia invadió a Lucas alescucharlo. Gabriel estaba relatando suversión a alguien, que seguramente sealejaba mucho de la verdad. No sabía síhabía revelado su nombre y le costó unesfuerzo titánico no levantarseinmediatamente e intervenir. Lucas sintióel impulso de darse la vuelta paraaveriguar a quién se lo estaba contando.

―Se tratará de un cobarde―respondió una voz que Lucas noconocía―. A mí me hacen eso y si pilloal culpable le rompo la cara. Odio a esetipo de gentuza…

Era injusto. Seguro que Gabriel nohabía contado que había empezado élpor rayarle el coche. Lucas se moría deganas de dejar las cosas claras, peroentonces comprendió que Gabriel loestaba haciendo a propósito. Se habíacolocado justo detrás de él paraasegurarse de que escuchara suconversación y de que no pudiese verle.Y funcionó. Lucas se enfureció más, nole veía pero le imaginaba perfectamente.Gabriel estaría sonriendo a su espalda

mientras le insultaba indirectamente conese nuevo amigo. ¡Maldito imbécil!Siempre había algún problema con él,no podía dejarle en paz…

―¿Quieres hablar de una vez? ―lepreguntó a Lucas el compañero deCristian en mal tono.

―Tu compañero está atontado,Carlos ―dijo Cristian con airedespectivo―. Dile que juegue.

Lucas regresó a la partida de malagana. Era su turno y debería haberhablado hacía tiempo.

―Estaba meditando la jugada.¿Algún problema? ―dijo bruscamente.Era la rabia la que hablaba por él―.¿Quieres que hable? Bien, pues te

aseguro que voy a hablar…―Cálmate, compi ―intervino

Carlos intentando apaciguarle―. No leshagas caso.

Era evidente que debía seguir eseconsejo. Lucas no sabía ni en qué partede la mano se encontraban.

―Ya saltó su amo ―dijoCristian―. No sé para qué hablamoscon él, si siempre es Carlos quiendecide todo en esta pareja.

―Ignórales, Lucas ―insistióCarlos―. Pasa y ya está.

Gabriel dijo algo más. Lucas no locaptó, pero había escuchado un insulto yel tono de su voz fue suficiente para queperdiese la cabeza del todo.

―¡Diez más! ―gritó dando ungolpe sobre la mesa.

Carlos cerró los ojos y apartólentamente la cabeza con una mueca defrustración. Entonces, Lucas lo supo,acababa de arruinar la partida con esearrebato, sus cartas eran lamentables. Silos otros aceptaban la apuesta o subían,todo acabaría.

―Otras diez ―dijo Cristian congran seguridad.

Estaba acorralado. Su única opciónde salir de aquella situación era tirarseun farol. Aparentar que sus cartas eraninsuperables y rezar para que Cristian seretirase. Y todo por culpa de Gabriel.

―Mejor que sean todas ―dijo

Lucas con el mejor tono de arroganciaque pudo emplear.

―¡No, Lucas! ―dijo Carlos.Demasiado tarde. La suerte estaba

echada.―Lo veo ―anunció Cristian,

triunfal.La cafetería quedó repentinamente

en silencio. Todo el mundo quería verlas cartas y saber quiénes eran losganadores. Lucas vio a Cristian enseñartres reyes con una sonrisa. Menudomomento que había escogido paratirarse un farol, él no llevaba ni uno.Enseñó sus cartas con gesto derrotado,sin atreverse a mirar a Carlos. Unmurmullo se propagó entre los

espectadores.―No ha sido tan difícil después de

todo ―dijo Cristian a su compañero.―Engañarte nunca lo es ―dijo

Carlos―. Verás, esto es lo que tiene elmus, que es un juego de pareja. Yaunque las cartas de mi compañero danbastante pena… estos cuatro reyes quetengo yo nos dan la victoria.

Cristian se atragantó. Losespectadores más cercanos se acercarona la mesa para verlo de cerca y enseguida empezaron a comentar la jugadaentre ellos. Lucas no podía creérselo,todo había sido una comedia montadapor Carlos.

―¿Cómo es posible? Nadie tiene

tanta suerte ―dijo Cristian, indignado.―Claro que sí ―contestó

Carlos―. Ya te lo dije, todo es cuestiónde suerte ―se inclinó sobre la mesapara acercarse más a Cristian―. Y sitienes algún problema no tengoinconveniente en salir a la calle adiscutirlo contigo personalmente.

Cristian no aceptó la invitación. Ensu lugar, murmuró una protesta y se fuecon su compañero. Lucas se levantó ybuscó a Gabriel, decidido a hacerle lamisma oferta que Carlos acababa derealizar a Cristian, pero no lo vio porninguna parte. Se había esfumado.

Tardó casi tres horas en sacar aCarlos de la cafetería, lo cual fue todo

un logro. Su amigo era un auténticoapasionado de las celebraciones, y unavictoria al mus era uno de los mejoresmotivos que Carlos podía encontrar paraembarcarse en una. Bebió bastante, y,aunque parecía razonablementeconsciente, Lucas casi tuvo quearrastrarle hasta el Escarabajo. Le metióen el coche tras pasar seriasdificultades.

―Somos los mejores ―dijo Carlossin vocalizar del todo debido alalcohol―. Te dije que íbamos a ganar,¿a que sí? Pues claro que te lo dije.

Lucas le puso el cinturón deseguridad y arrancó. Quería preguntarlesi había hecho trampas durante la

partida, en concreto, la vez que tanto élcomo Cristian habían sacado cuatroreyes. Era una coincidencia demasiadorara. Se podía jugar un año entero almus sin ver una mano como esa. Sinembargo, no llegó a preguntarle nada,Carlos lo negaría y tampoco estaba encondiciones de mantener unaconversación medianamente seria. Sequedaría con la duda por ahora, pero siCarlos hacía trampas, era un auténticomaestro. Nadie se daba cuenta.

―Sí que me lo dijiste, Carlos, eresun genio ―dijo Lucas siguiéndole lacorriente. Estaba atento a la carretera yno a los desvaríos del amante del mus,que miraba por la ventanilla con una

expresión de profundo atontamiento enel rostro―. Todo el mundo te aclamaba.Seguro que ganaremos la final.

―Por supuesto. ¿Viste la mirada dela novia de Cristian al final de lapartida?

Lucas no tenía ni idea de a qué serefería Carlos.

―Pues claro que la vi ―mintiófijando al vista en la carretera.

―También te advertí sobre eso. Alas mujeres les gustan los ganadores. Teapuesto lo que quieras a que viene a verla final.

La seguridad de Carlos le hizorecapacitar a Lucas. ¿Tendría razónrespecto a la atracción de las mujeres

hacia los vencedores? Era evidente quesu querido amigo era un buen jugador demus, con o sin trampas, además de unmachista. Generalmente Lucas noprestaba atención a sus afirmacionessobre las chicas, pero en aquellaocasión, le dio vueltas a la idea; de sercierto, era una verdadera lástima queSilvia no hubiese asistido a la partida...No, él no pensaba de ese modo. Lucasaceptaría prácticamente cualquierconsejo de Carlos sobre mus, pero en loreferente a mujeres, no era un modeloque imitar. Que Lucas recordase, Carlosnunca había permanecido con una chicamás de tres meses. Sentía la mismapasión hacia el compromiso que hacia

los estudios, es decir, se esforzaba lomínimo imprescindible para conseguirlo que quería.

En cambio, Lucas se inclinaba máspor tener una relación duradera. Ya tuvosu época de vaivenes en laadolescencia, y no se le dio muy bien.Consideraba a Carlos un poco infantilpor esa actitud hacia las mujeres, lo quea su vez le hacía sentirse presuntuoso.¿Por qué era su postura la correcta y nola de Carlos? No le gustaba pensar deesa manera, pero tampoco lo podíaevitar. Lo malo era que a Carlos parecíairle mejor, siempre se le veía alegre ycontento. Por el contrario, Lucas habíasufrido bastante a causa de las mujeres,

al menos mucho más que su amigo.Debería ser él, y no Carlos, quienalbergase algún recelo para lasrelaciones serias con el sexo opuesto.

―Mañana vamos a celebrarlo a logrande ―dijo Carlos como si se lehubiese ocurrido de repente―.Pillaremos una buena cogorza…

―Creía que ya lo habías celebradobastante ―repuso Lucas algo molesto.

Un semáforo se puso en rojo y tuvoque frenar de golpe. Carlos casi se dacon la cabeza contra el cristal.

―Lo de hoy no ha sido nada,hombre ―dijo Carlos sin inmutarse porel frenazo―. Mañana es sábado, el díade la juerga por excelencia.

―Mañana no puedo ―dijo Lucas.Continuó con la vista en la carretera,pero sintió los ojos de Carlosatravesándole. No tenía sentidoocultárselo por más tiempo, al fin y alcabo se enteraría igualmente, siempre lohacía―. He quedado, mañana salgocon…

―¿Silvia? ―terminó Carlossonriendo―. ¿En serio? Qué calladito telo tenías, pillín. Enhorabuena, la verdades que dudaba que te atrevieses apedírselo, pero ya veo que meequivocaba. ―Lucas no dijo nada―. Unconsejo. ―Carlos siempre dabaconsejos a Lucas. Era una costumbre,casi un ritual―. Háblale de esta partida,

te hará quedar bien.―Pensaba hacerlo ―asintió Lucas.Y en seguida anotó en su cabeza no

mencionar las cartas en la cita demañana con Silvia, ni nada que tuvieseque ver con el mus. Carlos pensaría quesu consejo había sido tomado enconsideración, y todos contentos.

Estaban llegando a casa de Carlos.Lucas se desvió por una zona industrialque conocía bien. Implicaba dar unpequeño rodeo, pero compensabaporque era un camino menos transitado.El Escarabajo vibró de un modo extrañoy el volante tembló bajo las manos deLucas. Aunque fueron pocos segundos,Lucas se asustó un poco. No era un

conductor experimentado, ni muchomenos, y la fugaz impresión de perder elcontrol del coche le sobresaltó. Miró aCarlos para ver si había notado algo. Nolo parecía. Su amigo seguía hablandosolo, relatando un sinfín de tretas quesupuestamente harían caer a Silviarendida a los pies de Lucas. Hablabacon la misma pasión que cuando lealeccionaba sobre el mus. Su voz sonabatan convincente que podría ser la de unexperto, sobre todo si no dijese tantasestupideces.

Tal vez la pequeña palpitación delEscarabajo había sido producto de suimaginación. Sí, esa era la explicación.Mucho mejor que considerar que el

coche presentase algún problemamecánico. Lucas no podía negar que erabastante antiguo, y por tanto eraprobable que alguna pieza estuvieradeteriorada. Aún así, no llevaba bienenfrentarse a la idea de que elEscarabajo se averiase. No sabía porqué, pero no quería ni considerarlo.Además, el coche iba de maravilla,siempre arrancaba a la primera, sucomportamiento en carretera era suave yel motor respondía dócilmente a susórdenes. Si estuviera estropeado lonotaría. O tal vez no…

De repente, el Escarabajo dejó deobedecer a Lucas. Estaban finalizandouna curva muy cerrada a la izquierda

cuando el volante se quedó fijo, a pesarde que Lucas intentaba girarlo con lasdos manos. Circulaban a pocavelocidad, dado que la curva era muyestrecha. El Escarabajo empezó aacercarse peligrosamente al borde de lacalzada. Lucas no entendía qué pasaba,el pánico hizo que su corazón sedisparara.

―¿Qué diablos… ―exclamóCarlos mirando fijamente la cara demiedo de su amigo.

Lucas no podía hablar. La sensaciónde no controlar el coche le asustabahasta el punto de no permitirle razonarcon claridad.

El tiempo se acababa. La curva

continuaba con otra en sentido opuesto,formando una ‘S’. Si Lucas no conseguíadetener el coche, se saldrían de lacarretera y se empotrarían contra unaobra que había a la derecha.

Entonces, el Escarabajo derrapó.Lucas vio asombrado como el volantegiraba a la izquierda sin que lo tocase.Las ruedas de atrás chirriaron sobre elasfalto y el coche se detuvo en seco.

―Eres un mal conductor ―dijoCarlos.

Lucas iba a replicar que no habíasido culpa suya, pero se calló. El tonode Carlos era de protesta, no deasombro. Carecía de la dosis denerviosismo que le hubiese imprimido

alguien que se hubiera dado cuenta deque el Escarabajo se había conducido así mismo. Carlos pensaba que Lucashabía perdido momentáneamente elcontrol del coche, y casi era mejor así.

―Yo… Lo siento ―dijo Lucas.―No pasa nada, no hemos chocado

con nadie. Por mi parte esto no haocurrido. Vámonos antes de que vengaalgún coche. Además, el susto me haquitado la borrachera.

A Lucas todavía le temblaban lasmanos, pero no podían quedarse allí. ElEscarabajo se había quedadoatravesado, bloqueando los dos carriles.Y ese no era el único problema.

―No arranca ―dijo Lucas.

―¿Qué?―¡Que no arranca! ―gritó.Era la primera vez que el

Escarabajo no respondíainmediatamente ante Lucas. Se habíanegado a ponerse en marcha cuando lasllaves las giraban otras personas, almenos con Carlos y su primo Rubén,pero a él nunca le había sucedido. Lucaslo intentó una y otra vez, pero nada, eracomo si el coche se hubiese muerto.

―¿No estarás haciendo otrotruquito de esos de «sólo arranca cuandoyo quiero»? ―preguntó Carlos―. Teadvierto que no voy a picar, ya metomaste el pelo una vez.

―No es ningún truco ―dijo Lucas

claramente angustiado.Lo último que necesitaba era

discutir con Carlos. Para su amigosiempre se trataba de un truco, un juegoo algo por el estilo.

Llegó un coche por la carretera y sedetuvo a poca distancia. Lucas se pusoaún más nervioso. En el carril opuestose paró una furgoneta blanca a escasosmetros del Escarabajo. El conductorempezó a tocar el claxon con insistencia.Lucas volvió a intentar arrancar el cochepero no sirvió de nada.

―¿Tenéis algún problema? ―gritóel conductor del coche.

Lucas iba a responderle que sí, peroel claxon de la furgoneta ahogó sus

palabras.―¡¿Quieres callarte, imbécil?!

―gruñó Carlos a la furgoneta.El claxon enmudeció.―¡Despejad el camino! ―rugió el

conductor de la furgoneta.―¡Eso intentamos, retrasado!

―contestó Carlos―. Espera a que loresolvamos y deja de pitar o te tragas elvolante. ¡Anormal! Como me baje te…

―¡Carlos, no! ―Lucas le sujetó porel brazo―. No empeoremos las cosas.

―Si es que no para de darle alclaxon el muy payaso ―rugió Carlosfuera de sí―. Así no se puede pensar,mira cómo el otro tipo nos ha ofrecidosu ayuda ―casi le salía espuma por la

boca―. Ese sí es una persona decente,pero el gañán ese de la furgoneta…

―Yo hablaré con él ―dijoLucas―. Tú quédate aquí que la lías.

Carlos protestó. Lucas sedesabrochó el cinturón y abrió la puertajusto cuando el Escarabajo resucitó. Unaola de alivio recorrió a Lucas alescuchar de nuevo el sonido del motor.Ni siquiera reparó, hasta mucho mástarde, en que no había tocado las llaves.Maniobró con rapidez para despejar lacarretera y se fueron. Carlos sacó lacabeza por la ventanilla y aseguró alconductor de la furgoneta la suerte quehabía tenido de que no se hubiera bajadodel coche.

Lucas dejó a su exaltado amigo encasa y se fue a la suya sin dejar depensar en lo que había sucedido con elEscarabajo.

No durmió mucho.

# # #

CAPÍTULO 5

Lucas desperdició la mañana delsábado frente al televisor. No se aburrióen exceso con la programación matinal.

En realidad, era una sucesión deprogramas desprovistos de interés,perfectos para dejar la mente en blanco.Cuando su madre le llamó para comer,apenas recordaba nada de lo que habíavisto.

Su padre se sentó enfrente de él. Notenía buen aspecto. Una sombra depreocupación oscurecía su rostro yapenas hablaba. Lucas dudó sipreguntarle o respetar su carácter, pocodado a exteriorizar sentimientos. Sumadre también estaba muy callada.

Lucas iba por el segundo plato y supadre apenas había probado el primero.Ese simple hecho fulminó la indecisiónde Lucas.

―¿Qué tal está Claudia?―preguntó.

No se le ocurría una maneraindirecta de indagar y lo más probableera que su padre estuviese preocupadopor su hermana.

―Está bien, supongo ―contestó elpadre de Lucas, ausente―. No es fácilsaberlo.

―Pareces inquieto, papá. Si puedohacer algo…

Su padre le miró y sacudiólevemente la cabeza en un débil gesto decomprensión. Luego le contó lo queocupaba sus pensamientos. Lucascomprendió a su padre inmediatamente,pero por desgracia no vio el modo de

ayudarle.La policía creía que alguien había

tratado de matar al tío Óscar. Ya no setrataba de un accidente, la suerte o eldestino no tenían nada que ver. Lamuerte de Óscar había sucedido porquealguien así lo había planeado.

Le costó bastante aceptarlo. Unasesinato era algo corriente en latelevisión, pero a Lucas le resultabaalgo inimaginable en la vida real. Noconocía a nadie que hubiese pasado poralgo semejante. Era el tipo deacontecimiento terrible que uno jamáspiensa que le va a tocar vivir a él o a sufamilia. Las conclusiones de la policíaestaban basadas en una posible

manipulación de los frenos del cocheque Óscar conducía cuando sufrió elaccidente. Lucas no entendía nada demecánica, con lo que no retuvo losdetalles, aunque tampoco le importaban.Lo prioritario en su inexperta opiniónera averiguar el móvil del crimen, sirealmente lo era, y, sobre todo, saber sialguien más de la familia estaba bajoamenaza.

Naturalmente, su padre le aseguróque nadie más corría peligro, peroLucas no le creyó, era obvio que noquería que se preocupara. Lucas notemió en ningún momento por sí mismo;al fin y al cabo, ¿quién iba a querermatarle? Su tío Óscar era rico y sin duda

el motivo del asesinato guardabarelación con su fortuna. Lucas, encambio, no tenía nada, pero sí temió porsu familia. ¿Y si el asesino iba a por suspadres o a por Claudia?

Terminaron de comer en silencio. ALucas le costó dejar de pensar en su tíoÓscar y en la posible causa de sumuerte. Confiar en la policía pararesolver el asunto no le inspirabademasiada confianza, pero, ¿qué otracosa podía hacer?

La siesta que tenía programada parajusto después de comer tuvo que sercancelada. Lucas se recostó en el sofá,frente al televisor, y se arropó con sumanta de cuadros. Todo era perfecto,

incluso recordó apagar el móvil paraevitar interrupciones, pero el sueño senegó a acudir. Sus pensamientos serevolvían inquietos, armando unescándalo en su cabeza que le impedíarelajarse. Comprobó la hora. Apenashabía estado echado veinte minutos.

El resto de la tarde la pasó sacudidopor los nervios de su inminente cita conSilvia. En una ocasión, comieron juntosen un chino después de clase, peroaparte de eso, nunca la había visto fuerade la universidad. Repasó todo lo quesabía de ella, que no era demasiado,para estar preparado. Quería causarbuena impresión, como es lógico, o porlo menos, no meter la pata, para lo que

era imprescindible interpretarcorrectamente las señales, la primera delas cuales era que hubiera aceptado salircon él un sábado. Un gran comienzo,aunque no suficiente. La sombra dealgunos rechazos sufridos en el pasadoaún oscurecía parte de sus recuerdos, ytras repasarlos brevemente, Lucas vioque habrían sido fácilmente evitados sihubiese prestado la debida atención alos pequeños detalles, y no tanpequeños, en lugar de precipitarse ensus conclusiones. Esta vez no cometeríael mismo error, claro que esperar másde lo debido le haría parecer inseguro.¿Y cuánto tiempo era el debido?

Menuda tortura. Lucas no sabía por

qué le daba tantas vueltas. Ya habíaestado con muchas chicas desde loscatorce años, cuando dio su primerbeso. No con tantas como le habríagustado, ni como algunos de sus amigosmás favorecidos físicamente, pero sí conun número nada despreciable. Deberíaestar más calmado. Lo único que teníaque hacer era evitar cualquier tema conposibilidades de desembocar en unadiscusión y procurar que Silvia se riera.Esa era la única regla que siempre lehabía funcionado. Si la chica no se ríe,mal asunto.

Se vistió un total de cuatro vecesantes de salir por la puerta de su casa.La tercera vez ya estaba absolutamente

convencido de que su imagen era laadecuada cuando de repente reparó enque llevaba los mismos pantalones quela última ocasión en que habían estadojuntos, cambiarlos implicaba modificarel resto del atuendo para ir a juego, asíque vuelta a empezar. Con el siguienteintento se sintió satisfecho, lo que fueuna suerte, dado que ya iba con eltiempo justo.

Llegó a las taquillas del cine a lahora acordada. Sólo tuvo que esperar aSilvia quince minutos; podría haber sidopeor. De hecho, consideró que así eraperfecto. Tal vez resultaba algoanticuado, pero Lucas creía que a laschicas les gustaba llegar tarde a

propósito y prefería ser él quienesperase, en vez de retrasarse y empezarcon una disculpa.

Silvia estaba preciosa. Se apreciabamás maquillaje del que solía usar y supelo lucía un peinado que Lucas nuncahabía visto. Significaba que se habíaarreglado, lo que era una señalexcelente. No se habría molestado tantopor alguien que no le interesara.

―Hola, Lucas. ¿Preparado para unapelícula de amor?

―Claro que sí ―contestó Lucasapresuradamente―. Quedamos en que túelegías. Espero que sea buena.

―No te preocupes, no soy tan cruel.He sacado entradas para una película

que creo que te gustará.Lucas intentó disimular su alegría

ante la noticia.―Las de amor también me gustan.

No son mi género favorito, eso esverdad, pero hay algunas que son muybuenas.

―Seguro que sí. Pero esta tegustará más ―prometió Silvia con unasonrisa.

Y de un modo inesperado, Lucasdisfrutó mucho más de lo que habíaimaginado con la película. A él jamás sele hubiera ocurrido optar por el génerode terror para una primera cita, sin dudahabría escogido una película románticaal considerar que esta opción cuenta con

más posibilidades de que a la chica leguste, que es el verdadero objetivo. Ungran error a la vista de los resultados.Cada vez que moría alguien o que unode los protagonistas se quedaba solo,Silvia agarraba su mano con fuerza,llegando en algún caso a acurrucarsefuertemente contra él. Bastante mejorque ver una lágrima resbalando por sumejilla, como consecuencia de un dramasentimental destinado a favorecer unreencuentro romántico. Lucas tomó notamental, muy contento, de incluir laspelículas de miedo como una excelenteopción para futuras primeras citas.

Silvia no le había permitido pagarsu entrada, insistiendo en que ella había

escogido la película y que podía habersido un bodrio insufrible. Al pensar enello, Lucas volvió a sentirse anticuadopor considerar que el hombre era quiendebía pagar, como mínimo, su parte. Erauna norma convencional que noreflejaba los tiempos actuales, pero aLucas le habían inculcado lo contrario.Encontró el modo de arreglarlo,aprovechando para dar el siguiente pasoque tenía previsto.

―Entonces te invito a una copapara corresponderte. No puedes negarte.

Resultó que a Silvia tampoco legustaban las discotecas. Lucas la llevó aun bar donde ponían música a unvolumen que permitía mantener una

conversación. Pidió una copa para ella yuna cerveza para él.

―Si pretendes emborracharme,tendrás que acompañarme ―dijo Silviaseñalando la cerveza de Lucas.

―Yo no puedo beber más que unacerveza, tengo que conducir.

―¿Siempre eres tan formal?―preguntó ella.

Lucas no logró descifrar laintención de la pregunta. ¿Le estabaretando a beber o se sorprendía de queno quisiera beber si conducía? Noestaba seguro. Siempre hay un puntotentador en transgredir las normasestablecidas, una especie de airerebelde que solía atraer a las chicas, y,

por alguna razón, no le parecía quecausara buena impresión negarse abeber con ella.

―Solo cuando conduzco ―contestóLucas―. Pero si quieres que bebamosjuntos no me voy a oponer. Puedo dejarel Escarabajo y volver a por él mañana.

La idea se le antojó muy tentadora aLucas, como si se le hubiese ocurrido aotra persona en vez de a él mismo y laacabase de escuchar. Sonrió sin darsecuenta.

Silvia pareció meditar lasugerencia.

―Interesante… En realidad, esmejor que no bebamos ninguno. Noquiero despertarme mañana con dolor de

cabeza. No sería un gran recuerdo deesta noche, ¿no crees?

Lucas asintió algo aturdido. Denuevo, no supo discernir el significadooculto tras las palabras de Silvia. En suopinión, las mujeres no eran muy dadasa hablar directamente, siempre recurríana insinuaciones y frases con variossentidos. Estaba confundido. Lo quehabía quedado claro es que no contaríacon la ayuda del alcohol para hacer reíra Silvia. Si recurría a un chiste malo,ella no se reiría tontamente de ese modocaracterístico de quien ha bebido más dela cuenta, más bien le clavaría una duramirada, tal vez de lástima. Tendría queponer cuidado en lo que decía, no podía

estropearlo todo.Y ese era el problema. No se le

ocurría nada que decir. El silencioduraba ya varios segundos y empezaba avolverse incómodo el ambiente. Elcuello de la camisa le apretaba y teníamás calor. Debía decir algo, contar unaanécdota. Entonces le vino a la cabezasu partida mus con Carlos. Se habíaprometido no mencionarlo, pero, ¿y siCarlos tenía razón? Según su amigo, alas mujeres les gustaban los ganadoresde lo que sea, al menos no perjudicaríasu imagen comentar que habían pasado ala final.

―¿Cómo os va en el torneo de mus?―preguntó Silvia de repente.

―Muy bien. ―Lucas casi no se locreía. Ella había sacado el tema con loque no quedaba como un fanfarrónhablando de ello. ¡Qué suerte!―.Ganamos la semifinal. Ya solo nosqueda una partida más ―añadió en tonoindiferente.

―Carlos debe de estar muycontento.

Su voz no sonó del todo normal.Había algún resto de… irritación enella. Esa impresión le dio a Lucas.

―Ya sabes que para él el mus esuna religión. Está en la gloria.

―¿Y tú?La pregunta sonó muy seca. A Lucas

le pitó una alarma en la cabeza. Silvia

no apreciaba a Carlos y parecía lógicoque el mus tampoco fuese de su agrado.Lucas tuvo la desagradable sensación deque estaba evaluando cuánto le gustaba aél el mus. No, no era eso exactamente.Silvia quería ver cuánto de Carlos habíaen él. Se le pasó por la cabeza mentir,pero no lo hizo. Una cosa era tratar deagradar a una persona, suavizando algúnaspecto de su personalidad y otra fingirser alguien distinto. Lucas no sentíavergüenza de quién era o de susamistades. No mentiría.

―Yo también estoy muy contento―dijo bajando los ojos levemente―.No pensé que llegaríamos tan lejos.Sobre todo porque no soy muy bueno.

Pero Carlos es un genio y yo me alegrode no fallarle.

―¿Tan importante es ese torneo?―Para Carlos sí. Puede que no sea

algo muy transcendental, pero para él essu vida y no hace daño a nadie. Yo medivierto y le ayudo a realizar su sueño.Suena un poco estúpido pero él siempreme ha ayudado, como es mayor que yo…Esta es una ocasión que tengo de darlealgo a él. Aunque solo sea uncampeonato de un juego de cartas.

No estaba muy seguro de cómo setomaría Silvia sus palabras, pero Lucashabía sido sincero. Eso era loimportante.

―Eres una gran persona ―dijo ella

acercándose y mirándole a los ojos―.Carlos tiene suerte de que seas suamigo. ¿Me enseñarás a jugar algún día?

―Pues claro que sí. ―Lucas sesintió desbordado de felicidad por lareacción de Silvia―. Cuando quieras.Ya verás, es un juego muy entretenido…

A partir de ese instante laconversación fue mucho más fluida. Setantearon el uno al otro de maneranatural y distendida. Comprobaron queen cuanto a música no tenían gustosafines, así que saltaron rápidamente altema del cine. Ahí ya fueron capaces deencontrar varías películas que lesgustaron a ambos, aunque por razonesdiferentes, como comprobaron al

contrastar sus impresiones. Ropa,estudios…, un poco de todo. Una horamás tarde, entraron en el tema de los exnovios y novias, y todo se puso muchomás interesante.

Silvia sorprendió a Lucas hablandocon soltura de cómo le gustaban loshombres. No podía evitar compararcada detalle que ella mencionabaconsigo mismo para ver si cuadraba consus gustos. El resultado fuerazonablemente bueno y llevó a Lucas aconvencerse de que Silvia sentía algopor él. El momento de besarla seacercaba, lo notaba. Estaban muy juntos,ajenos a la muchedumbre del bar que lesrodeaba, en los últimos minutos sus

cabezas se habían acercado varioscentímetros y ya solo estaban separadaspor un palmo escaso. Lucas lo habíahecho deliberadamente, tanteando elterreno. Ella no había retrocedido.

Posponerlo más era innecesario,puede que incluso un error. Silviapodría pensar que no se atrevía.

Era el momento adecuado. Lucas selanzó.

―¡Me importa un huevo! ―gritóuna voz muy cerca.

Alguien les empujó. Lucas maldijointernamente al entrometido.

―Lo siento ―dijo un individuo congesto de enfado.

A él también le habían empujado. La

gente estaba apartándose ante laposibilidad de una pelea entre dos tiposque estaban enfrentados a unos pocosmetros. Lucas suspiró. Conocía a uno deellos.

―Si vuelves a acercarte a mihermana te rompo la cara, imbécil―amenazó Carlos a un chico de aspectonervioso.

―Ha sido ella quien me hainvitado. Pregúntale si no me crees―repuso el adversario de Carlos.

―¿Tiene pinta de importarme eso?―dijo Carlos―. Ya me has oído.

Lucas vio a Nuria, la hermanamenor de Carlos, algo apartada de ellosatravesando a Carlos con una mirada de

odio. Lucas casi podía imaginar lo quehabía sucedido. Pero no tenía tiempoque perder. Se acercó a toda prisa a suamigo, resuelto a impedir una pelea. Unamigo del otro chico hizo lo mismo ycruzó una mirada de complicidad conLucas.

―Carlos, ya basta ―dijo Lucas.Carlos apenas le reconoció. Sus

ojos no se despegaban del otro chico.Lucas se metió en medio y le obligó amirarle.

Intercambiaron un par de insultos,pero al final se separaron sin quellegase a suceder nada. Carlos regresócon su hermana, Lucas fue a buscar aSilvia y se reunieron los cuatro.

―¿Es eso lo que quieres? ¿Salircon chicos mayores? ―preguntó Carlosa Nuria―. ¡Ese payaso es de mi edad!

―Es decisión mía, no tuya―respondió Nuria con mucho nervio.

Nuria tenía dieciséis años. Tresaños menos que él y seis menos queCarlos. Lucas no se atrevía a interferir,pero estaba de acuerdo con Carlos, apesar de que ella tenía razón. Si éltuviese una hermana de dieciséis añosno le gustaría verla con un tipo deveintidós. Probablemente su reacciónsería más comedida que la de Carlos,pero interiormente estaría igual.

―Eres una ingenua ―dijoCarlos―. Solo te quiere para presumir.

No eres más que una anécdota quecontará en la universidad a sus amigos.Pensaba que eras más inteligente.

―Habló el rey de las cartas―repuso Nuria―. ¿Le conocistejugando al mus? A ver si lo adivino.Echabais una partidita y mientras tantointercambiabais historias de vuestrasconquistas. Por eso sabes para qué mequiere ¿Me equivoco?

―Parece mentira que no loentiendas ―dijo Carlos―. Hago estoporque me preocupo por ti. Si no fueseasí, me daría igual los errores quecometieses.

―Eso no te da derecho a meterte enmi vida. Hay formas mejores de

preocuparse por mí que montando unapelea de borrachos. Haber intentadohablar conmigo. Ahora todo el mundosabrá que tengo un hermano neurótico yningún chico se me acercará. Espero queestés contento, señor protector.

Carlos no respondió. En vez de esose mordió el labio.

Tanto Silvia como Lucas sequedaron impresionados. Ver a Carlosen una faceta tan paternal era todo unespectáculo. No se correspondía con loque solía mostrar de sí mismo, siempreen busca de una buena juerga. Se notabaque era sincero, pero algo no terminabade encajar, como si le faltase práctica.

Lucas aprovechó el parón para

intervenir. Saludó a Nuria, quien le dioun fuerte abrazo, y se la presentó aSilvia. La tensión se rebajó un poco. Detodos modos, Lucas tomó nota de matara Carlos en otra ocasión por impedir suprimer beso con Silvia.

―Me gusta tu novia ―dijo Nuriacon un gesto de aprobación―. Es muyguapa.

―N-No es… ―Lucas se atragantóy se puso rojo de vergüenza―. Nosomos novios.

―Ya. Por eso casi no puedes nihablar ―dijo Nuria―. ¿No podrías sercomo él? ―le preguntó a Carlos―.Seguro que Lucas sí entiende a lasmujeres.

Lucas captó el brillo de impotenciaen los ojos de Carlos y se apresuró amediar entre los hermanos.

―Tengamos la fiesta en paz que yapasó todo. ¿No podemos tomarnos unacopa los cuatro juntos?

―La niña esta que es tan lista tieneque irse a casa ―dijo Carlos condesdén―. Tengo que acompañarla.

―Puedo ir sola. No soy tonta.¿Crees que no puedo hacer nada sin tusupervisión? ―replicó Nuria.

―Te juro que a veces la mataba…―murmuró Carlos.

Lucas le agarró por la muñeca.―Tengo una idea. Yo os acercaré,

mi coche está aparcado ahí fuera.

―¡Genial! ―dijo Nuria―. Elcomisario Carlos me ha dicho que esmuy chulo. Un Escarabajo, ¿no?

Carlos se contuvo y no replicó a laofensa de su hermana. Silvia lesobservaba extrañamente divertida.Lucas se infló de orgullo al escuchar unaalabanza hacia su querido Escarabajo.

Mientras caminaban hacia el coche,Lucas rezó para que no hubiesecambiado de sitio. Llevaba varios díassin hacerlo, pero nunca se sabía.Afortunadamente, no hubo problemas. Elcoche estaba donde debía, aguardandopacientemente sin moverse. Lucas se loagradeció mentalmente, como simantuviese un vínculo telepático con el

Escarabajo. Le gustaba imaginar que elcoche le entendía.

A Nuria le encantó y Lucas casi sedeshizo de gusto. La inquieta hermana deCarlos repasó todos los detalles delcoche y realizó un montón de preguntas.A Lucas le extrañó tanto interés por uncoche en una chica de dieciséis años.

―¿Puedo sentarme delante?―preguntó Nuria endulzandoexageradamente la voz.

―Si a tu hermano no le importa.―Por mí no hay problema ―dijo

Carlos―. No vaya a ser que la niña seagarre otra rabieta. ¿No te molesta quevaya detrás con tu novia, verdad?

―¡No estamos juntos! ―contestó

Silvia, molesta.A Lucas le pareció que no hacía

falta negarlo con tanta energía. Al fin yal cabo, habían estado a punto debesarse, ¿o eran imaginaciones suyas?

―Tranquila ―dijo Carlos―. Saquéuna conclusión equivocada. Comoestabais juntos en el bar pensé que…

―Se te dan mejor las cartas que lasmujeres ―atajó Silvia.

―Definitivamente, esta chica megusta ―dijo Nuria.

―Tú no te metas ―le advirtióCarlos a su hermana―. Y tú ―le dijo aSilvia―. A mí no me engañas. Se te notaque te gusta Lucas. Ya veremos si estoyo no equivocado.

Lucas deseó que no lo estuviese. Searmó de paciencia y logró que todosentrasen en el Escarabajo. Muchatensión concentrada dentro de su coche.Tres personalidades muy fuertes y endiscordia. Mantener la paz entre ellosiba a ser tarea suya, por lo visto.

Su primera idea fue encender laradio para ver si la música reemplazabala conversación tan tirante quemantenían. Fue un error, empezaron adiscutir sobre la emisora. Cada unotenía una preferencia distinta, ni siquieralas chicas, que al menos coincidían en laopinión de que Carlos no entendía demujeres, compartían el gusto musical.Recorrieron tres manzanas y Lucas

apagó la radio. Le estaban volviendoloco. Sólo necesitaba mantener la paz unrato, hasta llegar a casa de Carlos.Luego podría retomar su cita con Silvia,y, si tenía suerte, seguir por el momentoexacto en que les habían interrumpido.

Pero no contaba con un nuevoimprevisto.

―No es por ahí ―dijo Nuria―.Deberías haber girado a la derecha.

Y esa había sido su intención, perono la del Escarabajo.

Lucas enmudeció de repente al notarque el volante giraba en la direcciónopuesta, al margen de su voluntad. Lospedales también subían y bajaban sinque él pudiese hacer nada por evitarlo.

El coche empezó a circular por sí solo.―¿Qué estás haciendo? ¿Es una

broma? ―gritó Nuria, asustada.Carlos y Silvia se inclinaron hacia

delante y vieron a Lucas luchando con elvolante. Nuria, sentada en el asiento delcopiloto, tenía el rostro desencajado.

―¿Qué ocurre, Lucas? ―preguntóSilvia.

―N-No puedo controlarlo ―dijoLucas.

―Muy bueno, amigo ―dijoCarlos―. Es otro truco, ¿no? Eres unpoco pesado con el cochecito. Estásasustando a las chicas.

―¡No es un truco! ―gritó Lucascon una nota de desesperación en la voz.

Se apartó del volante y levantó lasmanos en el aire, para que viesen que noestaba conduciendo él―. El coche semueve solo ―añadió al borde de lahisteria.

A todos les quedó claro su increíbley desesperada situación. La expresiónde Lucas por sí sola hubiese convencidoal más escéptico de que estaban metidosen un aprieto. Nuria dejó escapar unaexclamación aguda cuando elEscarabajo cambió de carril paraesquivar a un motorista. Silvia le pedíaa Lucas que hiciese algo. Carlos alargóla mano y tiró del freno de mano. Nofuncionó, la palanca no se movió ni unmilímetro, pero había sido una buena

idea, debería habérsele ocurrido a él.Lucas se reprendió por no

reaccionar y tener alguna iniciativacomo la de Carlos. Era suresponsabilidad. Si algo le sucedía aalguien… No quería ni pensarlo. Él erael único que estaba al corriente de quealgo insólito sucedía con el Escarabajo.No debería haber permitido que nadiesubiese al coche sin saber qué era, peroeso ya no tenía remedio. Se obligó amantener la calma. Tenía que encontrarel modo de sacarles del coche antes deque le pasara algo a alguien.

Se dio cuenta de un detalle muysignificativo

―Callaos un momento ―ordenó―.

El coche no lo controlamos, pero esevidente que sabe por dónde va o ya noshabríamos estrellado.

Funcionó. Se callaron y miraron porlas ventanillas. Efectivamente, elEscarabajo se desplazaba por las callesde Madrid como si las conociese dememoria. Tomaba curvas y mantenía unavelocidad prudente.

―Me parece muy bien ―dijoCarlos―. Pero preferiría saber quiéncontrola este maldito trasto.

―Si nos ponemos a chillarhistéricos no daremos con la respuesta―señaló Lucas.

―Tiene que haber un modo dedetenerlo ―dijo Silvia.

De repente el coche frenó. Estabanen un semáforo en rojo.

―Corred ―apremió Lucas―.Salgamos del coche.

Lucas y Nuria trataron en vano deabrir sus respectivas puertas.

―Deprisa ―gruñó Carlos―.Déjame a mí. ―Se tumbó sobre suhermana y alargó la mano hasta llegar ala puerta. Tampoco fue capaz deabrirla―. ¡Esto es una cárcel conruedas! Es imposible salir.

Golpeó el cristal de la ventanilla,primero con la mano y luego con el pie.Tuvo que tumbarse boca arriba sobreSilvia para poder patear la ventanilla.No surtió efecto. No se podía bajar y

tampoco romper.―Déjalo, Carlos ―dijo Lucas―.

No se puede.El semáforo se puso en verde y el

Escarabajo reanudó la marcha.―¿Y qué quieres que haga? ―dijo

Carlos, furioso―. ¿Que me resigne aestar prisionero aquí? ¡Tengo que sacara mi hermana!

―Ya lo has intentado ―argumentóLucas―. Las ventanillas resisten lo quesea. Tenemos que pensar en otra cosa.

―Lucas tiene razón ―dijoSilvia―. Si no dejas de dar coces nosharás daño a alguno.

Carlos reaccionó y volvió asentarse como una persona normal.

―¿Alguien tiene alguna idea dedónde nos lleva? ―preguntó Nuria.

A Lucas le pareció la preguntaacertada. ¿Por qué no había pensado eneso? Repasó brevemente los episodiosen los que el Escarabajo se habíamovido. Excepto la noche anterior,cuando se detuvo en medio de doscurvas mientras acompañaba a Carlos acasa, siempre había sido para ayudarle.El ejemplo más evidente fue durante supelea con Gabriel; de no ser por elcoche le habrían dado una buena paliza.Entonces, afloró una sensación quesiempre había albergado sin serplenamente consciente de ello. ElEscarabajo le protegía, le ayudaba de

algún modo. Era del todo improbableque el coche les llevase a un lugar queles perjudicase.

―Alguien controla este cacharro adistancia ―aseguró Carlos observandoal Escarabajo tomar una curva.

―¿De qué estás hablando?―preguntó Silvia―. ¿Cómo lo sabes?

―¿Tienes una explicación mejor? Alo mejor crees que el coche está vivo―se burló Carlos.

―¿A lo mejor crees que nos estánsecuestrando con un coche teledirigido?―repuso Silvia.

―Es más creíble ―insistió Carloselevando la voz.

―Dejadlo ya ―dijo Lucas―. No

sabemos lo que pasa y punto.―Estás muy tranquilo ―apuntó

Carlos―. Demasiado, dadas lascircunstancias.

―No desvaríes, Carlos ―dijoNuria, que conocía perfectamente lasexpresiones de su hermano mayor―.¿Qué insinúas?

Carlos miró a su hermana con gestoreflexivo.

―El coche es suyo, ¿no? Puede queLucas sepa algo que no nos ha contado.

Silvia le empujó de repente.―Estás mal de la cabeza. ¿Esa es la

confianza que tienes en tu amigo?El Escarabajo terminó con la

discusión. Se salió de la carretera y se

paró en medio de una glorieta, justo enel centro.

Estaban en un polígono industrial.Se veían enormes naves por todas partesy ningún vehículo. Era lo normal unsábado por la noche. Lucas examinó losalrededores en busca de una posiblerazón para que le se hubiesen detenidojusto allí. No vio nada que le resultarafamiliar.

―¿Y ahora qué? ―protestó Carlos.―¿Alguien ve algo que nos dé una

pista de por qué estamos aquí?Nadie contestó. Era evidente que no

tenían ni idea. Sin embargo, Lucaspresentía que había un motivo, unajustificación para su presencia allí.

―Quizá se ha quedado sin gasolina―aventuró Carlos.

―No es eso ―dijo Lucas trascomprobar el indicador―. Mirad bien.Tiene que haber algo por lo que nos hatraído aquí.

―¿Qué? ―exclamó Carlos―. ¿Porqué va a haber una razón? ―antes deque nadie respondiese, el Escarabajovolvió a moverse. Salió de la glorieta yse incorporó a la carretera―. Ahí lotienes. Si quería que viésemos algo,¿por qué nos aleja del lugar?

―No lo sé ―admitió Lucas―.Puede que ya lo hayamos visto.

―La verdad es que es alucinante―comentó Nuria―. Si lo pensáis bien,

esto es algo increíble que no le ocurre anadie.

Carlos resopló, enfadado.―Lo que faltaba. Mi hermanita con

sus delirios de adolescente. ¡Claro queno le ocurre a nadie! Lo que no entiendoes que te guste estar encerrada en estalata con ruedas, dando una gira por lascalles más feas de Madrid.

―No tienes sentido de la aventura―repuso Nuria, obstinada―. No vesque esto es un hecho único. Nunca nosvolverá a pasar algo parecido. Deberíasdisfrutarlo.

―Increíble. Realmente lo pasasbien, ¿verdad? ―preguntó Carlos―.Reza para que no te entren ganas de

mear antes de que nos suelte el trastoeste o tu diversión se tornará húmeda yamarga.

―Eres un imbécil ―dijo Silvia―.¿Por qué no la dejas tranquila? ¿Quémás da si se lo pasa bien? ¿Prefieresverla asustada o con una crisisnerviosa?

―No. Pero tiene que entender queno estamos paseando. ¡Estamosencerrados! No es para celebrarlo.

El coche siguió circulando con todanormalidad, muy respetuoso con elcódigo de circulación. Lucas estabaabsorto en el Escarabajo. No podíadejar de mirar al volante girar solo,incluso los intermitentes se accionaban

cuando debían. Todo funcionaba a laperfección.

―El coche nos conduce a algúnsitio concreto ―dijo, hablando porprimera vez en un buen rato.

―Bravo, amigo ―dijo Carlos―.Una deducción notable.

―Me refiero a que hay un propósitoclaro detrás de todo esto ―dijo Lucassin ofenderse por el sarcasmo deCarlos―. Mirad qué bien conduce.Intermitentes, límites de velocidad,circula por su carril… Esto no esproducto del azar. Está yendo a algúnlugar porque así lo ha decidido.

―¿Quién lo ha decidido?―preguntó Silvia.

Carlos asintió enérgicamente. Poruna vez estaba de acuerdo con ella.

―Ha sido el coche ―dijo Nuriadándose importancia.

―No seas ridícula ―atacó Carlos.―Aún no lo sabemos ―dijo

Lucas―. Pero no es algo aleatorio ofortuito. Sugiero que prestemos atenciónal sitio donde vayamos.

Si, efectivamente, había una razónpara que les condujesen allí, no era fácildeducirla. El Escarabajo se habíaparado de un modo algo brusco sacandomedio coche fuera de la calzada. Alprincipio, todos pensaron que se iban aestrellar. Circulaban por una calle rectaque más adelante se separaba en forma

de ‘Y’. El Escarabajo continuó recto,sin decidirse por ninguno de los doscaminos que se abrían enfrente, yterminó con las ruedas delanteras fuerade la calzada, justo donde se dividía endos la carretera.

―Puede que no sepa por dónde ir―dijo Carlos. Le gustaba ser el primeroen opinar.

―No lo creo ―le contradijo Lucasestudiando los alrededores―. Estamosdonde debemos estar. Lo sé.

―Yo no veo nada ―dijo Nuria.Porque no había nada que ver.

Estaban a las afueras del polígonoindustrial en una vía que se bifurcabapara incorporarse a una calle más

grande. Una farola parpadeabairregularmente, amenazando conprivarles del único foco de luz quetenían.

No se veía ningún edificio cerca.―Es complicado saber qué

hacemos en este lugar ―dijo Silvia―.Estamos en un sitio muy aislado. Aquíno hay nada.

Lucas no pudo rebatir el argumentode Silvia. ¿Se estaría equivocandorespecto al Escarabajo? Le atravesó unapunzada de impotencia al verse incapazde dar con la explicación. Por más quemiraba fuera no daba con nada que leayudase a entenderlo.

―El coche te lo dio tu tío, ¿no es

así? ―dijo Nuria de repente. Lucasasintió. No adivinaba qué pensaba lahermana de Carlos―. La razón tiene queestar relacionada contigo o con tu tío.Piensa en este lugar, ¿te suena de algo?―Lucas negó con la cabeza. Carlos ySilvia escucharon muy atentos. Carlos,en particular, no dejaba de asombrarsede su hermana pequeña―. ¿Tiene algúnsignificado para tu familia? ―Lucasvolvió a negar―. ¿Le pasó algo a tu tíoaquí?

Era impresionante el empuje deNuria. Se le ocurrieron muchas máspreguntas, pero no hallaron nada que lesayudara a aclarar su situación. Lucas sedevanó los sesos en recordar todo lo

que pudo de su tío Óscar, pero era bienpoco. Desde que escuchó el testamentopor primera vez, nunca había entendidopor qué le había dejado a él el coche yno a alguno de sus hijos.

El tiempo pasó y el Escarabajovolvió a ponerse en movimiento. Diomarcha atrás y volvió por el camino queles había llevado hasta allí.

―Esto empieza a ser insoportable―dijo Carlos―. Necesito estirar laspiernas.

―Admito que ya no sé de qué vatodo esto ―dijo Lucas, derrotado.

Silvia alargó el brazo y acarició elcuello de Lucas.

―No te rindas aún. Verás cómo

averiguamos lo que pasa.―Además, tienes razón en que no

es casual ―dijo Nuria sin despegar losojos de su reloj―. El coche nos hatenido en ese sitio el mismo tiempo queen la glorieta de antes, tres minutos. Laprimera vez me di cuenta porcasualidad. La segunda vez locronometré.

―¿Crees que el tiempo essignificativo? ―preguntó Lucas.

―No le animéis más ―dijo Carlos.Se volvió hacia Silvia―. No teníamosque haber dejado a esos dos sentarsejuntos ahí delante. Me dan miedo.

―No sé si los tres minutos sonimportantes ―dijo Nuria ignorando a su

hermano―. Pero sí me pareceinteresante que el Escarabajo se detengala misma cantidad de tiempo.

A Lucas también se lo pareció. Yacto seguido pasó a explorar las nuevasposibilidades de esa información. ¿Quése puede hacer en tres minutos queguarde relación con esos lugares y conun coche que anda solo? Tal vez…Nada, no se le ocurrió nada en absoluto.Le daba vergüenza confesarlo, hasta quevio la frente arrugada de Nuria y suexpresión de sufrimiento, y supo queella tampoco sacó ninguna conclusión.

―Juraría que volvemos por elmismo camino ―dijo Silvia.

Era obvio que eso estaba pasando.

El Escarabajo recorrió el mismotrayecto que había tomado pero ensentido contrario. Acabaron en la mismaglorieta que en la que se habían detenidoanteriormente.

―Este coche es idiota ―comentóCarlos. Como siempre, fue el primero enhablar. Se notaba que ya había asumidola situación y estaba más relajado―. Osdigo que se ha perdido.

―No digas sandeces ―le atacóSilvia―. Que no entendamos lo quesucede no significa que no haya unaexplicación.

―Tu novia no me cae bien ―dijoCarlos.

―¡Callaos! ―gritó Lucas. No se

dio cuenta de que su voz sonó con muchafuerza, autoritaria. Acababa dedescubrir algo importante. Los demás leobservaron con expectación―. Lapuerta. ¡Está abierta!

Nuria comprobó la suya y se abriósin problemas. Salieron del coche a todavelocidad, como si una bomba fuese aestallar dentro.

―Qué gusto, por Dios ―exclamóCarlos estirando las piernas.

―Creo que siempre estuvieronabiertas cuando nos parábamos ―dijoNuria con gesto reflexivo―. Asumimosque estaban cerradas y no locomprobamos.

Lucas estaba maravillado con

Nuria. Sus conclusiones concordabancon la idea que él tenía. Llegó elmomento de contarle lo que sabía.

―Creo que tienes razón, Nuria. Nosencerraba durante el viaje para que nonos pasara nada, pero al pararse nospermitía salir.

―Queréis dejar de hablar así―intervino Carlos, enfadado―. No esun ser vivo, es un maldito coche. Y sinos deja salir cuando se para, ¿por quéno pudimos abrir las puertas en elsemáforo? Estábamos totalmentequietos.

―Quería traernos aquí ―dijoLucas muy seguro.

―¡Bah! No tenéis remedio

―Carlos sacudió la mano condesprecio―. Lo importante es quehemos salido. No pienso volver a entraren ese trasto. Si al menos nos hubieradejado cerca de una parada deautobús… Pero no, tenía que traernos aeste asqueroso polígono industrialdonde no hay ni un alma.

―Un momento ―dijo Lucas―. ElEscarabajo tiene voluntad propia. Sécómo suena lo que digo pero es verdad.Me… ayuda. El coche cuida de mí y noestoy loco. Escuchad…

Lucas se esforzó por relatar losincreíbles episodios vividos con elEscarabajo ciñéndose a la verdad conmucho rigor. Les contó la pelea con

Gabriel, sus cambios de ubicación ycómo se había «curado» de la raya quele habían hecho en el lateral. Leescucharon sin interrumpirle. Alterminar, la cara de Carlos no dejabalugar a la interpretación. No se creía unapalabra.

―Lucas, amigo ―dijo Carlos consuavidad―. Deberías habérmelocontado antes. Debes padecer estrés oalgo así. Tú sabes que lo que hascontado no puede ser verdad.

―Yo te creo ―dijo Silvia dando unpaso al frente―. Es difícil de aceptarpero me fio de ti.

A Lucas le invadió una ola defelicidad. Ardió en deseos de abrazar a

Silvia allí mismo y hacerla saber lo quesus palabras de apoyo habíansignificado para él.

―¿Cómo no? ―gruñó Carlos―.Estás enamorada de él. Te tragaríascualquier cosa. ¿En serio crees que esbueno animarle a pensar que su cocheestá vivo?

―No digo que esté vivo ―lecorrigió Lucas―. Pero hay algo. Mi tíome lo envió por una razón y tenemos queaveriguarlo. Me falta algo por decir. Nomurió en un accidente. Le asesinaron yyo heredé el coche. Puede que elEscarabajo tenga algo que ver.

―¡Esto es demasiado! ―gritóCarlos tirándose de los pelos―. Tenéis

que despertar, en serio. Lucas, nopuedes creer lo que dices.

―Yo también te creo ―dijo Nuria.―Esto cada vez se pone mejor

―dijo Carlos encarando a suhermana―. ¿Tú también?

―No creo que el coche esté vivo ninada de eso ―aclaró Nuria sinamedrentarse ante su hermano mayor―.Pero sí pienso que Lucas está diciendola verdad. Él cree firmemente en lo quenos ha contado.

―Pues claro que sí ―dijoCarlos―. Por eso tenemos que ayudarle,porque de verdad cree en ello. ¡Que estome este pasando a mí! Estáis todoslocos. ¿Qué esperáis encontrar en un

coche que se para en glorietas y en unabifurcación en forma de i griega?

―¡Eso es! ―le interrumpió Silviacon un chillido. Bajó la cabeza yempezó a mirar al suelo. Los otros laimitaron buscando lo que le habíallamado la atención―. Ya lo entiendo.¡Es increíble!

―¿Se puede saber qué nueva locurase te ha ocurrido? ―preguntó Carloscon un suspiro largo.

―Lucas. Tú tío te lo envió por unmotivo y creo que sé una parte al menos―dijo Silvia. Hablaba muy rápido,dominada por la emoción―. No loentendí hasta que me dio una pista elaguafiestas este.

―¿Yo? ―dijo Carlos muysorprendido.

―¿Qué es? ―dijo Lucas―¡Dímelo!

―¿Tú tío sabe lo que estudias?Lucas asintió confundido. ¿Qué

tenía que ver la carrera que estabacursando? Carlos y Nuria prestabanatención en silencio. No queríanperderse la explicación de Silvia.

―Recapacita ―continuó Silvia―.Tu tío envió un coche a un sobrino queestudia para Ingeniero de Caminos.

Lucas lo pensó y no vio conexiónalguna.

―¿Y?―Estábamos equivocados al mirar

los edificios de los alrededores. ElEscarabajo no nos mostraba un lugar.Nos indicaba un camino concreto.

―Silvia, por favor ―dijo Lucas―Explícate mejor. ¿Un camino a dónde?

Silvia ladeo la cabeza y dejóescapar aire durante varios segundos.

―Eso da igual. Lo que importa esque quiere que te fijes en el camino.

―¿Por qué? No hay nada deespecial en esta glorieta.

―Sí que lo hay. No te fijes en ellugar, solo en la forma del camino.

―Es un círculo ―dijo Lucas muyrápido.

―Correcto, pero no del todo.¿Cómo ha descrito Carlos al sitio

anterior donde nos paró el Escarabajo?Lucas frunció el ceño. Esta vez fue

Nuria quien habló.―¡Una bifurcación en forma de i

griega! ―recitó imitando la voz de suhermano.

―Exacto ―confirmó Silvia―. Estono es un círculo. Es una ‘O’.

―¿Quieres decir…?―Quiero decir que son letras

―terminó Silvia―. ¡El Escarabajo estáescribiendo un mensaje para ti, Lucas!

# # #

CAPÍTULO 6

―No me lo puedo creer ―exclamóRubén―. ¿Qué haces tú aquí un sábadopor la noche?

Sergio entró en el salón con cara depocos amigos. Rubén y su madreacababan de cenar y saltaban de uncanal a otro buscando algo entretenidoen la televisión. Los platos aún estabansobre la mesa.

―Se terminó la juerga por hoy―dijo Sergio estudiando los restos enbusca de algo que llevarse a la boca.Solo le faltaba olfatear, como a losperros. No encontró nada que le

gustara―. ¿Algo bueno en la tele?Claudia dio un beso a su hijo y le

hizo un hueco en el sofá. Volvió acambiar de canal.

―Lo de siempre. Nada que os gustea vosotros dos. No hay ninguna películade tiros o peleas.

Dejó el mando a distancia. Sergio yRubén se abalanzaron a toda prisa sobreél. Sergio fue más rápido.

―¿Y tú no sales hoy, enano? ―lepreguntó a Rubén agitando el mando dela televisión en alto a modo de burla.

―Tengo que estudiar ―contestóRubén―. Eso que hacen algunos paraaprobar. No me creo que tú te quedes encasa tan pronto un sábado. Solo son las

once y media.La verdad era que a Rubén no le

apetecía tener a su hermano mayorrevoloteando aburrido por la casa. Leincordiaría y no le dejaría estudiar.Tenía un examen difícil y contaba conuna noche tranquila para centrarse en losestudios. Era muy raro que Sergioapareciese por casa antes de las seis dela madrugada.

―Mañana nos vamos por la mañanatemprano a La Pedriza ―explicóSergio―. Vamos a pasar todo el día enel campo.

―¿Cómo dices? ―preguntóClaudia, sorprendida―. Mañana tienesclase de tenis. ¿Vas a faltar otra vez?

Sergio arrugó la cara en una muecade cansancio. Era un tema que llevabandiscutiendo desde que tenía memoria. Encircunstancias normales, saltaría sinpiedad y defendería su derecho a hacerlo que le viniera en gana un domingo,pero teniendo en cuenta el delicadoestado de ánimo de su madre, secontuvo.

―Vamos todos los amigos, mamá―dijo suavizando la voz cuanto pudo―.Ya voy a las clases de tenis entresemana.

―Pero hace un mes que no asistes―protestó Claudia, enojada―. Nopuedes dejarlo tanto tiempo. Mañanairás a clase de tenis, que para eso

pagamos a un excelente entrenador.Luego puedes irte a donde quieras.

Sergio y Rubén intercambiaron unamirada de preocupación. El tema deltenis era fuente de constantesenfrentamientos entre Sergio y su madre,pero en esta ocasión, la reacción deClaudia era exagerada. Rubén puso sumano sobre la de su madre en un intentode calmarla, estaba temblando y nodejaba de mirar a Sergio fijamente.Temió que su hermano contestase algoinapropiado y empeorase la situación.Eso sería muy propio de Sergio, y másteniendo en cuenta que llevaba razón.Claudia no podía exigirle querenunciase a los fines de semana por el

tenis.Rubén nunca había entendido esa

obsesión de su madre por el imaginariofuturo de su hermano en el deporte deltenis. Sergio era un buen jugador, peronada del otro mundo, sobre todoconsiderando que llevaba recibiendoclases particulares desde los cuatroaños. Era evidente que nunca estaríaentre los mejores, como parecíapretender su madre. Lo mássorprendente era la resistencia deClaudia a aceptar que su hijo no quisieraser un jugador profesional, aunquehubiese tenido esa posibilidad. Sergiohabía explicado en multitud deocasiones que el tenis era para él poco

más que una diversión. Le gustaba, perono dedicaría su vida a ello. Rubénsiempre había agradecido en silencioque su madre nunca hubiera tenido conél una fijación semejante. Tal vez eraalgo que solo sucedía con losprimogénitos.

En cualquier caso, Rubén no queríaque su madre se disgustase ahora.

―Está bien ―dijo Sergio―.Mañana asistiré al entrenamiento y luegome reuniré con mis amigos.

Rubén supo que era mentira por eltono de su voz. Tampoco es que suhermano fuese un genio mintiendo.Sergio estaba muy mimado ynormalmente decía lo que quería sin

tapujos. En esta ocasión, Rubén celebróel buen juicio de su hermano, le conocíademasiado bien como para no saber quesaldría con su equipo de tenis y lodejaría en el maletero para irse con susamigos a la montaña. Ya se encargaría élde distraer a su madre para que no sediese cuenta.

―Gracias, hijo ―dijo Claudia.Sonó el timbre de la puerta. Los tres

se miraron, sorprendidos. Era muy tarde,más de las doce de la noche.

―Yo abriré ―dijo Sergio.Y se fue hacia la puerta. Un minuto

después estaba de vuelta con uninesperado visitante a su lado.

―Buenas noches ―dijo el

comisario Torres con su habitual tononeutro. Rubén evitó mirar fijamente alojo de cristal del comisario―. Lamentomolestar a estas horas, pero tengoinformación sobre la muerte de Óscarque considero que querrán conocer.Hemos detenido al responsable delasesinato.

# # #

La cara de Carlos esbozó una muecagrotesca. Les miró a los tres, uno a uno,como si fuesen unos desconocidos. Letemblaban las manos.

―Os habéis tragado la teoría de laempollona ―les dijo a Lucas y a suhermana―. Debería daros vergüenza.Se supone que yo soy el irresponsableque solo piensa en jugar al mus, pero seve que mi cerebro es el único quefunciona esta noche.

―Su explicación tiene sentido―dijo Nuria―. Cuadra. No es fácil deencajar, pero nada lo será, teniendo encuenta que estamos hablando de uncoche que se mueve solo.

―No te lo tomes así, Carlos ―letranquilizó Lucas―. Solo estamosconsiderando las posibilidades.Hablando sobre ello.

―¡Un coche que escribe! ¿Por qué

no le ponemos pinceles en las ruedas? Alo mejor nos pinta un cuadro. Y no mevengas con el cuento de hablar, Lucas.Tú ya estás convencido.

¿Tanto se le notaba? A Lucas lesorprendió un poco la facilidad con queCarlos había leído su rostro y habíadeducido que creía en la explicación deSilvia. El Escarabajo estaba escribiendoun mensaje y usaba las formas de lascarreteras a modo de letras. Eraimprescindible descubrir qué decía elmensaje. No entendía que a Carlos no lepicase la curiosidad.

―Tienes razón. Creo que debemosdejar que el Escarabajo termine lo quesea que trata de decir.

―No, no debemos. Tú debes―corrigió Carlos―. No voy a volver asubir a ese coche y os recomiendo quehagáis lo mismo.

A Lucas le dolió escuchar esaspalabras. Eran razonables y sensatas,pero salían de la boca de su amigo.Nunca antes Carlos se había negado aapoyarle. En circunstancias normales, nisiquiera tenía que pedirlo, la ayuda deCarlos era algo con lo que siemprecontaba, para lo que fuese. Menos estavez. Se sintió desnudo al ver que Carlosno le acompañaría en esta ocasión.

―Yo voy con Lucas ―anuncióNuria cruzando los brazos sobre elpecho.

―De eso nada, mocosa ―atajóCarlos―. Tú vienes a casa conmigo.

Silvia se interpuso entre Carlos y suhermana.

―Eres un cobarde. Te da miedo ypor eso te niegas a ayudar a tu amigo.

―¿Miedo? ―dijo Carlos―. Porsupuesto que lo tengo. Me puedoenfrentar a quien tú quieras, no te quepaduda, pero no a un coche que anda solo.―Lucas era testigo de que estabadiciendo la verdad. De hecho, Carlosnunca había dado la espalda a unapelea―. Y no insinúes que no apoyo aLucas. Si te preocupases por él, no leincitarías a subir al Escarabajo.

―Yo creo en él, en su versión

―dijo Silvia, desafiante―. No leabandonaré porque no comprenda lo quesucede. Al contrario, le ayudaré aentenderlo.

―Bonitas palabras. Se nota que norazonas como deberías ―apuntó Carlosacariciándose la barbilla―. Deja que tepregunte un par de cosas. Sugieres subira un coche que, como tú misma admites,no comprendéis cómo funciona, ¿perohas considerado los riesgos? Es uncoche después de todo. ¿Y si atropella aalguien? ¿Y si os estrelláis y algunomuere? ¿Quieres que te dé estadísticasde accidentes de tráfico? A la policía leencantaría escuchar que no conducíanadie. Me pregunto si acudirías a los

padres de la víctima y les diríasmirándoles a los ojos: «Yo animé a suhijo a subir a un coche descontroladosabiendo que no teníamos ni idea decómo conducirlo». Dime, señora súpervaliente. ¿Has considerado lasconsecuencias de subir a un coche quese conduce solo?

Silvia no contestó. Se quedó calladasin mirar a Carlos a los ojos.Evidentemente, no había tenido encuenta la posibilidad de un accidente.Lucas tampoco, y le impresionó queCarlos fuese tan razonable, no erapropio de él. Tal vez sí que le afectasela presencia de su hermana menor.

―Maldita sea, Carlos ―se quejó su

hermana―. Ya te lo dije. Esto es algoúnico. No se pueden aplicar las reglashabituales, es algo excepcional.

―Carlos, tu hermana tiene razón―dijo Lucas―. No puedo explicarlo,pero siento que el Escarabajo está aquípara ayudarnos, no para causarnos dañoalguno. Además, ya has visto lo bien queconduce. Lo hace mejor que yo. Mesentiría mejor si nos acompañases.

El silencio se instauró de repente.Intercambiaron varias miradas deinterrogación entre ellos, pero al finaltodos estaban pendientes de Carlos.

―No puedo creer lo que voy ahacer ―cedió Carlos apartando lavista―. Tú no dirás ni una sola palabra

de esto a mamá y a papá ―añadióseñalando a su hermana.

―Te lo prometo ―asintió Nuriarebosando gratitud.

―Gracias ―dijo Lucas.―Será mejor que subamos antes de

que me arrepienta ―dijo Carlos,finalmente―. Veamos qué más tiene quedecir el cochecito.

Sin darse cuenta ocuparon losmismos asientos que habían utilizadoantes. Lucas era el conductor,naturalmente. El Escarabajo noarrancaría de otro modo. Nuria estaba asu lado, y Carlos y Silvia en la parte deatrás.

El coche no les hizo esperar. En

cuanto Lucas arrancó, tomó el control yempezó a circular de nuevo por lacarretera.

―Va a ser una pasada ―dijo Nuria.Sus ojos brillaban de excitación y lecostaba estarse quieta, gesticulabamucho al hablar―. Mis amigas fliparáncuando lo cuente.

Carlos dio unos golpecitos muysignificativos en el hombro de suhermana.

―Controla tus emociones deadolescente. No vas contarle esto anadie, ¿recuerdas? ―Nuria asintió yadoptó una expresión triste,evidentemente fingida―. Y tú, Lucas,por lo menos coloca las manos sobre el

volante y haz que conduces. No nosconviene mosquear a nadie.

Lucas lo hizo. No se había dadocuenta de que estaban en una zona mástransitada y se cruzaban con más coches.

―¿Qué tal si intentamos descifrar elmensaje mientras nos lleva a la siguienteletra? ―propuso Silvia.

Repasaron las paradas delEscarabajo y anotaron las letras.Contaban con una ‘O’, una ‘Y’, y otra‘O’. No parecía un buen comienzo.

―Oyo ―dijo Carlos, pensativo―.Suponiendo que el Escarabajo no sea unanalfabeto y se haya olvidado una hacheal principio, no le veo el sentido. Podríaser el pasado del verbo oír, pero no me

parece una forma lógica de empezar unmensaje.

―Es porque está incompleto ―dijoLucas―. Cuando tengamos más letras loentenderemos.

O al menos eso esperaba. Seguíaatesorando esa especie de fe ciega en elEscarabajo que ni él mismo sabía dedónde provenía. Pero ahí estaba y leimpulsaba a continuar hasta que todoestuviese aclarado.

―Juraría que el coche nos lleva acasa ―dijo Nuria.

Tenía razón. El Escarabajocirculaba por el mismo camino por elque Lucas había llevado a Carlos a casala noche anterior, cuando se paró de

repente entre dos curvas consecutivas ensentido opuesto. Lo que le hizo pensar…

―Vamos a pasar por dónde nosdetuvimos anoche ―dijo Carlosconfirmando los pensamientos de Lucas.

Las dos curvas se aproximaron y laescena se repitió. El Escarabajo giró yse detuvo en medio de la carretera,bloqueando ambos carriles. Se bajarontodos del coche.

―¿Por qué se habrá colocado deesa manera? ―preguntó Silvia.

―Es una ‘S’ ―dijo Nuria―. Nohay duda.

Todos estuvieron de acuerdo. Lasdos curvas describían claramente una‘S’ y el coche se había parado en el

centro.―Me parece muy bien ―dijo

Carlos―. Pero deberíamos volver alEscarabajo, a ver si se pone en marcharápido, antes de que venga alguien.

En cuanto terminó de hablar, Carlosse dio cuenta de que estaba totalmenteimpregnado del misterio del Escarabajo.Ya no temía sufrir un accidente. Ledominaba la curiosidad y la necesidadde saber qué estaba escribiendo elcoche.

―Oyos sigue sin decirme nada―comentó una vez entraron todos alcoche.

Lucas arrancó pero el Escarabajopermaneció quieto. Su primera

impresión fue que algo iba mal, peroluego recordó que se tomaba su tiempo.

―Ahora volverá a moverse. Quiereasegurarse de que vemos la letra ―dijodándose importancia.

Continuaba atribuyéndoleinteligencia al coche, a pesar de no tenerninguna prueba. La verdad era que sesentía mejor pensando de ese modo.Tenía un coche único que velaba por él yque era capaz de hacer cosas increíbles.Muy reconfortante. Y le ayudaba acontrolar los pequeños ataques depánico que padecía en momentos comoese, en los que si el Escarabajo no semovía, él no sabría qué hacer o quépensar de todo lo sucedido.

Poco después, el Escarabajocumplió el pronóstico de Lucas y semovió. Lucas suspiró aliviado.

―Seguimos necesitando más letras―dijo Silvia poco convencida.

Nuria no colaboraba. Tenía la vistaperdida en el suelo y el ceño fruncido. ALucas le pareció que estaba muyconcentrada. A Silvia, por otra parte, sela veía inmersa en la duda. El tono desus palabras delataba que su confianzaen su propia teoría empezaba a flaquear.Lucas no la culpó. Quería decirle algoque la animara y le demostrase que élestaba con ella, pero no se le ocurriónada. Pensó en las letras y en la posiblepalabra que estuviese formando el

coche. No tenía sentido. Después detodo, tal vez el Escarabajo paraba enlugares aleatorios por una causa quedesconocían y eran sus ansias deaventura las que les habían llevado acreer en la otra versión de los hechos.

―Se os ve un poco abatidos ―dijoCarlos―. ¿Ya os rendís, nenas? ¿Dóndeestá toda la energía que empleasteisantes para discutir conmigo cuando menegaba a venir?

―¿Quieres decir que ahora crees enel Escarabajo «escritor»? ―preguntóSilvia tímidamente.

Lucas también quería saber larespuesta a esa pregunta.

―No lo sé, la verdad ―contestó

Carlos en tono sincero―. Pero sí creolo que ha dicho mi hermana. Esto es algoúnico. Y estoy convencido de que no haypeligro dentro del coche. ―Silviadibujó una sonrisa al escucharle―. Hayalgo más. Tu teoría de las letras esimpresionante. Estudiando la Ingenieríade Caminos o no, a mí nunca se mehabría ocurrido. Tenéis que seguirpensando en ello para dar con laexplicación.

Silvia se sonrojó por las palabrasde Carlos. No se las esperaba.

―Tú también puedes colaborar.―¿Yo? ―se rió Carlos―. Yo sólo

sirvo para jugar a las cartas. Sidependéis de mí para desvelar el

misterio, lo lleváis claro. El Escarabajopodría escribir El Quijote entero antesde que yo…

―¡Lo tengo! ―gritó Nuria dando unsalto en el asiento―. Dices que ayer sedetuvo en las curvas que formaban la ‘S’en la que acabamos de estar, ¿no es así?―le preguntó a su hermano. Carlos yLucas asintieron entusiasmados―. Esosignifica que la palabra empieza con una‘S’.

―Entonces tenemos soyos ―dijoLucas―. Tampoco es que sea muyesclarecedor.

―Lucas, concéntrate ―le pidióNuria―. Puede que no te guste lo que tevoy a decir. ―Lucas se preocupó un

poco por esa advertencia―. No es unapalabra. Son dos. La primera es soy. Lasegunda empieza por os. Te apuesto loque quieras a que la siguiente letra esuna ‘C’. ¿No lo entendéis?

―Óscar ―dijo Silvia de repente―.Soy Óscar. Tú tío, Lucas.

Lucas y Carlos se quedaronpetrificados. Parecía muy lógico. Teníaque ser eso. Lo cual implicaba…

―No es el coche el que estáescribiendo, Lucas ―dijo Nuria―. Estu tío Óscar. Sé que suena imposiblepero tú escúchame. Sustituye el mapa decarreteras de Madrid, o de esta parte,por un tablero gigante, y al coche por unvaso.

Le llevó un tiempo entender lo queNuria quería decir. Era sencillamenteimposible, casi ni se atrevía apronunciarlo en voz alta.

―¿O-Ouija? ―logró tartamudearLucas tras unos segundos.

―Efectivamente ―dijo Nuria―. Sino estoy loca, estamos participando enuna sesión de espiritismo acojonante.

# # #

CAPÍTULO 7

Iba a suspender el examen del lunes.Debería haber sido otro el pensamientoque atravesara la cabeza de Rubén, perono fue así.

Por alguna razón inexplicable, lanoticia de que habían apresado alasesino de su padre no despertó en élrabia, deseo de venganza o curiosidad.Sólo reparó en que no iba a estudiar esefin de semana, así de simple. Unareacción que nunca llegaría acomprender en el futuro cuandorecordase el momento en que elcomisario Torres había confirmado quesu padre había sido asesinado.

Claudia palideció y se desplomó en

el sillón. La respuesta de Sergio fuemucho más visceral.

―¡Quiero ver a ese hijo de perra ydecirle cuatro cosas! ―rugió.

Gesticulaba muy deprisa y sedesplazaba a grandes zancadas de unlado a otro. Rubén contempló conaprobación el despliegue de ira de suhermano. Así era como debía haberreaccionado él mismo. Deseó que larabia estallara en su interior, sinembargo permanecíadecepcionantemente tranquilo, junto a sumadre, sosteniendo su mano, al tiempoque aguardaba expectante a que elcomisario les diera más información.

Torres esperó pacientemente a que

los ánimos se apagasen un poco. Su ojode cristal permanecía inmóvil mientrasel verdadero iba de uno a otro lado,verificando que nadie perdiese elcontrol.

―Entiendo lo que sienten, pero nocreo que sea buena idea que vean alsospechoso ―dijo Torres con una calmaexcesiva.

―¡Y una mierda! ―gritó Sergio―.Voy a ver quién es ahora mismo. Con labasura de sistema judicial que tenemos,estará en la calle en dos días, seguro. Ymi padre seguirá muerto. Además…

―Cálmate, Sergio ―dijo Rubénagarrando a su hermano por el brazo―.Dejemos que el comisario nos cuente lo

que sabe y luego ya veremos.Sergio se tranquilizó. Un poco, al

menos.―¿Quién es? ―preguntó Claudia.―Es un empleado de la empresa de

Óscar ―informó Torres―. Se llamaAlberto Muñoz y trabaja de informático.¿Le conocen?

Torres dejó una foto sobre la mesa.Claudia, Sergio y Rubén se inclinaron ala vez sobre ella para estudiarla. Lostres negaron con la cabeza.

―¿Qué tenía este hombre contra mimarido? ―preguntó Claudia.

―Aún no lo sabemos ―dijoTorres―. Se ha negado a hablar por elmomento. Manipuló el sistema de frenos

del coche de Óscar para provocar elaccidente. Lo hizo de un modo muycomplejo. Encontramos en su casa todotipo de revistas de mecánica en las quefiguraba el coche de Óscar.Investigamos a todos los que pudierontener acceso al coche ese día yencontramos que Alberto tenía deudasde juego. Apostaba y lo había perdidotodo. Recibió un ingreso muy cuantiosohace dos meses que, obviamente, nopuede justificar.

―¿Alguien le pagó? ―preguntóSergio.

Torres asintió levemente.―Eso creemos. Estamos rastreando

la procedencia del dinero, pero llevará

tiempo. Necesitaba comprobar si sabíanalgo que pudiese ayudarnos en lainvestigación. De todos modos, lo másimportante es que sepan que estamosavanzando.

―Quiero verle ―insistió Sergio entono amenazador.

―No es posible por el momento. Ellunes me pondré en contacto con ustedesy les informaré de lo que sepamos.

Torres se marchó poco después.Rubén y su hermano esperaron a que

su madre se acostara y luego cavilaronsobre lo que le harían a ese tal Albertosi llegara a caer en sus manos. Ningunode ellos pasó una buena noche.

# # #

Lucas se estremeció sólo conpensarlo. Espiritismo… ¿No se tratabade esa práctica que implica hablar conun muerto? Y ese muerto era su tío nadamenos. No era una idea agradable. Suprimera reacción fue inevitablemente derechazo, ni siquiera sabía si creía en esetipo de cosas. Vida después de lamuerte. Lucas se sorprendió de lo pocoque había reflexionado sobre ese asunto,claro que ¿por qué habría de hacerlo?Era muy joven y aún le quedaba muchopara descubrir si había otro mundo

después de este.―Me parece bien que uséis la

imaginación y todo eso para intentarexplicar cómo se mueve el Escarabajo―dijo Carlos hablando despacio. Senotaba que se esforzaba por mantener araya los nervios―. Pero esto essencillamente ridículo. Lo de la ouija esproducto del cerebro atrofiado de mihermana. Demasiadas películas deterror.

Lucas escuchó a su amigo conmucha atención. Estuvo de acuerdo conél… o eso le hubiera gustado. La verdadera que quería pensar como él, pero nopodía engañarse a sí mismo. Algo rarole sucedía. Examinar sus propias

emociones era como contemplar a unextraño, no entendía nada. ¿Significabaeso que creía la teoría del espiritismo?Estaba tan aturdido que no se atrevió adecir nada. Buscó en los ojos de Silviauna muestra de que ella pensaba comoCarlos, pero no la vio por ninguna parte.

―La verdad es que lo que ha dichoNuria encaja con lo que veníamospensando ―dijo Silvia tímidamente. Ledaba vergüenza admitir que apoyaba lasugerencia del espiritismo―. Por muyincreíble que parezca, no podemos negarque tiene sentido.

―Mi hermano es muy cerrado―aseguró Nuria agradeciendo el apoyode Silvia con una sonrisa mal

disimulada―. Menos mal que estamosnosotras para ayudar a Lucas.

Carlos sacudió la cabeza en gestodespectivo.

―Lucas, di tú algo que a mí me dala risa.

Lucas se sobresaltó un poco cuandosus tres amigos se giraron hacia él,expectantes. Era lo normal. Después detodo, el coche era suyo, por lo que era élquien debía decidir.

Carlos notó su vacilación.―¡No puede ser…! ¿Tú también?

Es culpa mía ―se lamentó―. Como nose me ocurre una explicación, te dejotirado con la de estas dosmanipuladoras. ―Carlos se llevó las

manos a la cabeza, escandalizado―.Vamos a ver… ¡Que estáis considerandoque hablamos con un muerto a través deuna ouija gigante! Vais a volver loco alpobre chaval.

―¿Y si tenemos razón? ―dijoNuria―. ¿Lo has pensado aunque sólosea un segundo?

La respuesta de Carlos erainnecesaria. Todos tenían claro que no.

―Hagamos una cosa ―propusoSilvia―. Estábamos de acuerdo en lo delas letras. No perdemos nada porcomprobar la teoría de Nuria, de hechoya estamos en camino, así que solotenemos que esperar. Veamos si, enefecto, paramos en una ‘C’, luego una

‘A’ y terminamos en una ‘R’, hastacompletar el nombre de Óscar.

Era una propuesta perfecta. Más quenada porque permitía a Lucas seguir ensilencio. Acababa de ganar un tiempoprecioso para decidir qué creía, qué eralo que su intuición le revelaba. Nuncahabía hecho espiritismo. En una ocasión,hacía tres años, tuvo una oportunidad enuna fiesta en casa de un amigo que sehabía quedado solo. Un grupo de treschicos y una chica le animaron aparticipar con ellos. Tenían un montónde velas y un tablero con el abecedario.Lucas declinó educadamente lapropuesta y continuó bebiendo con losdemás invitados. Recordó con claridad

que aquel juego le pareció una necedadpor aquel entonces. Sin embargo, ahora,no era capaz de rechazar totalmente laidea.

Las posturas de sus amigos eranmuy evidentes. Nuria estabaabsolutamente convencida de que Óscarles hablaba desde «el otro lado», comoella lo denominaba.

―Es una pasada ―dijoentusiasmada―. Nunca me había salidotan bien una sesión.

―¿Cómo dices? ―preguntó Carlos,asqueado―. ¿Es que haces espiritismonormalmente? No lo entiendo. ¿Ya nosalís de compras o al cine? ¡Que tienesdieciséis años! Seguro que estas ideas te

las ha metido esa amiguita tan rara quetienes, la gorda del pelo de punta. Nohay más que verle la cara…

La opinión de Carlos era igual deobvia que la de su hermana, y no podíaser más opuesta. Silvia parecíainclinarse por Nuria, pero guardabaalgún recelo. Lucas adivinaba en ella uncierto respeto a los temas relacionadoscon la muerte, algo muy respetable. Lomás frustrante era que continuaba sinsaber su propia opinión. Decidióesperar a ver si Nuria acertaba con lasiguiente letra.

Y acertó.―¿Y bien? ―dijo Nuria,

desafiante―. ¿Algún comentario?

Ni siquiera Carlos abrió la boca enun primer instante. El Escarabajo estabaindiscutiblemente situado en una mediacircunferencia, que formaba parte de unaantigua glorieta. Era una ‘C’ sin elmenor asomo de duda.

―Podría ser una ‘U’ ―dijo Carlos,finalmente. El tono de duda de su vozreflejaba que no estaba muy convencido―. Todo depende de cómo se mire.

No le faltaba razón en eseargumento. Lucas se mareó. Ya habíaaceptado que era una ‘C’ y ahora Carlossembraba de nuevo la duda. Necesitabadesesperadamente aferrarse a algo deuna vez por todas. Algo sólido a serposible.

―Es una ‘C’―insistió Nuria―.Dejando a un lado que una ‘U’ no pegacon las letras que ya tenemos, el cocheapunta hacia la parte de arriba de laletra. Por eso se coloca de ese modo. Sifuese una ‘U’, apuntaría al centro delsemicírculo. Recordad cómo estabaorientado con la ‘S’ y con la ‘Y’.

Carlos dio un puñetazo en elasiento.

―No soporto a esta niña, te lojuro…

―Tienes que admitir que llevarazón ―intervino Silvia.

Lucas dejó de escucharles a los tresmientras discutían. Hubiera dadocualquier cosa por saber quién se

hallaba en lo cierto y así terminar con laangustia que le atormentaba. Estabaconsiderando si su tío Óscar le hablabadesde el mas allá a través de un cocheque funcionaba como el vaso de untablero gigante de ouija. Era demasiado.Lo único que se le ocurrió fue esperar aver qué letras indicaba el Escarabajo.

Después de la ‘A’ y la ‘R’, Carlosno volvió a llevar la contraria a suhermana y Lucas aceptó definitivamenteque su tío estaba involucrado de algúnmodo… sobrenatural. No, aún erademasiado pronto para aceptar algo así.No importaba que todas las evidenciasapuntasen en esa dirección, tenía quehaber una explicación que no contase

con la participación de personasfallecidas, y antes o después darían conella.

Óscar podría haberlo preparadotodo antes de su muerte. Lucas sabía quesu tío había invertido una cantidadenorme de tiempo en el Escarabajo.Pudo modificar el coche de algún modopara que se condujese solo hacia ciertasubicaciones. Eso era mucho másrazonable que el espiritismo.

Y sin embargo, la misma idea seguíazumbando en su cabeza. Era más fácilapostar por la explicación mística quepor un sofisticado dispositivo de guíaque dotase de movimiento autónomo alcoche. Definitivamente, algo en su

interior le decía que se trataba de su tío.―El Escarabajo acaba de decir que

es mi tío el que nos está escribiendo―dijo Lucas. Aún estaban paradossobre la ‘R’, letra que completaba lafrase «Soy Óscar», tal y como Nuriahabía predicho―. Estoy tanimpresionado como vosotros. No sé conseguridad si esto es o no una sesión deespiritismo, pero creo que lascoincidencias son suficientes como paratener dudas. No sé lo que pasará, pero sihay una sola posibilidad de que mi tíoquiera enviarme un mensaje, yo voy acontinuar hasta completarlo. Meencantaría contar con vuestra ayuda,pero entenderé perfectamente a quien no

quiera seguir.―Yo no me lo perdería por nada

del mundo ―dijo Nuria de lo másentusiasmada―. Perdón, Lucas. Se meolvida que es tu tío. Lo siento… Megustaría ayudarte si te parece bien.

Lucas asintió, agradecido. Lapequeña Nuria era la que más parecíaentender de espiritismo. Se alegró deque se quedara.

―Yo también me quedo ―dijoSilvia muy decidida.

Sólo faltaba uno.―Yo no creo que sea buena idea

―dijo Carlos―. Un coche que nocontrolamos y luego todo eso de jugarcon el reino de los muertos… No es

algo que yo haría voluntariamente. Perono te dejaré solo, y menos con mihermana. Es capaz de liarte para queluego busquéis un altar y sacrifiquéis auna cabra.

―Perfecto ―dijo Lucas―.Entonces se acabaron las peleas. Vamosa centrarnos en recibir el mensaje. Si deverdad mi tío está hablando a través delEscarabajo, no será sólo para saludar.Lo que quiera que diga tiene que serimportante.

Lucas se sorprendió del efectotranquilizador que sus propias palabrasejercieron sobre los demás. Incluso élmismo se sintió algo más relajado. Erareconfortante comprobar que le

escuchaban y que le brindaban su apoyo.El Escarabajo continuó con su labor

de señalar letras camufladas en lascarreteras. En algunas ocasiones no fuefácil reconocer la letra a la que serefería el coche, o mejor dicho, el tíoÓscar. La tarea de desciframiento secomplicaba cuanto más sencilla era laforma de la letra. Concretamente, la ‘I’ ola ‘L’ eran particularmente fáciles deconfundir, pero el contexto les ayudaba aidentificar la letra.

―¿Por qué habrá esperado hastahoy precisamente para comunicarse?―preguntó Lucas en voz alta, sindirigirse a nadie en concreto.

―Empezó ayer ―le corrigió

Carlos―. Cuando me traías a casa sedetuvo en la primera ‘S’, ¿recuerdas?

―¿Y por qué no siguió con lasdemás letras?

―Yo lo sé. Y vosotros también sidejaseis de dudar de mí ―dijo Nuria.Carlos apartó la mirada de su hermanadeliberadamente. Se estaba conteniendode nuevo―. Cuando hacemosespiritismo, el vaso apenas se mueve silo tocan una o dos personas. Senecesitan varios para que se desplacecon fluidez sobre el tablero.

―¿Quieres decir que tenemos queestar los cuatro para que el coche semueva? ―preguntó Lucas.

―Sí. Ayer tú y mi hermano

pasasteis cerca de la primera letra y elEscarabajo aprovechó la poca fuerzaque tiene con solo dos dedos, es decircon vosotros dos en su interior, paraseñalarla. ―Nuria hablaba con tantaseguridad que daba miedo. Lucas laobservaba como si fuese una bruja o unamédium de las que aparecen en laspelículas―. Ahora somos cuatro y estámoviendo el vaso con toda la facilidaddel mundo.

―Entonces ―dijo Silvia con unaexpresión que reflejaba el esfuerzo quele suponía aceptar las palabras deNuria―, lo que estás diciendo es quesubir al coche es el equivalente de ponerel dedo sobre el vaso en una sesión de

espiritismo normal.―La imaginación de esta niña es

más impresionante que el Escarabajo―dijo Carlos―. ¿Cómo puedes sabertodo eso?

―Solo lo supongo ―se defendióNuria―. Que tú tengas menosimaginación que un ladrillo no es miproblema. A ver, listo, explícanos tú loque ocurre. ¿Vas a recurrir a mi edadpara intentar quitarme la razón o vas adar un argumento mejor que el mío?

Carlos murmuró algo y volvió amirar por la ventanilla.

―¿Qué suelen contaros los muertosen vuestras sesiones de espiritismo?―preguntó Silvia, interesada.

―No mucho, la verdad. Nadacoherente la mayoría de las veces―confesó Nuria con pesar―. Lo ciertoes que yo nunca he creído demasiado enla ouija. Lo hago porque es divertido. Elambiente y todo eso… y porque megusta un chico que… ―Hizo una pausaal ver la cara de su hermano―. Suelehaber algún gracioso que mueve el vasoa propósito. Pero aquí no tenemos eseproblema ―añadió divertida.

Era evidente que no lo tenían. Lucasestaba sentado en el asiento delconductor e iba completamente de lado,mirando a Nuria, con la espaldaapoyada contra el cristal de laventanilla. Ni siquiera miraba la

carretera. Por suerte era de madrugada yapenas circulaban coches.

No le molestaba el entusiasmo deNuria por un tema tan macabro, pero élno lograba desprenderse de un velo depreocupación que oscurecía su rostro.

―A ver si lo he entendido bien. Entu opinión, Nuria, mi tío lleva esperandodesde que murió a que haya suficientespersonas tocando el vaso para podertransmitir su mensaje, ¿correcto?

Nuria no se atrevió a responder. Eltono de Lucas era muy serio y traslucíadolor. Inevitablemente se imaginó a unfantasma vigilando día y noche elEscarabajo, en espera de podercomunicarse y se le puso la piel de

gallina.―Lucas, ella no quiso decir nada

malo de Óscar ―dijo Silvia―. Solointenta ayudar. Nadie puede saber concerteza lo que hay después de la muerte.

―Lo sé ―contestó Lucas―. Peroes la que más se ha acercado a la verdaden mi opinión. Me gustaría saber lo quepiensa.

Silvia alzó la mano para impedirque Nuria hablase.

―No, Lucas. No puedes preguntarlea Nuria por tu tío. Ella no lo sabe y laobligas a contestar algo en base asuposiciones. Si de verdad se trata deÓscar, él te dirá lo que pueda. Nocargues tus preocupaciones en Nuria.

―Una ‘O’ ―dijo Carlos. Habíanvuelto a la glorieta de siempre―. ¿Porqué usa siempre la misma glorieta? Sepodría parar en cualquiera ahora que losabemos y lo interpretaríamos como una‘O’.

Silvia y Lucas miraronautomáticamente a Nuria en busca deuna respuesta a la pregunta de Carlos.Esta vez, Nuria tardó en contestar. Ya nose la veía tan alegre.

―Me imagino que Óscar no puedehacer exactamente lo que quiere. Tendráalguna restricción en el más allá. En untablero de ouija el vaso va siempre almismo lugar para indicar la misma letra,así que supongo que cada vez que

necesite una ‘O’ el Escarabajo nostraerá a esta glorieta.

Las suposiciones de Nuria fueronconfirmándose una tras otra.Completaron dos palabras más muysignificativas.

―«Tiempo limitado» ―dijoLucas―. Está claro que con esassimples palabras nos acaba de decir quehay prisa.

―Maldita sea, ¿por qué le preocupael tiempo a alguien que está muerto?―preguntó Carlos.

―Tal vez porque lo que nos quieredecir está relacionado con alguien vivo―sugirió Silvia.

―O porque no tiene mucho tiempo

para seguir moviendo el coche ―dijoNuria―. Eso también explicaría que usepocas palabras. No ha dicho «Tengopoco tiempo», o «Mi tiempo eslimitado».

―O por ambas razones ―dijoLucas―. Espero que pueda terminar.

El mensaje tenía que ser importante.Semejante método de comunicación nopodía emplearse exclusivamente paradar las buenas noches.

Dos horas más tarde el Escarabajocompletó el mensaje. A pesar del fríoque hacía, todos salieron del coche acomentarlo. Además, necesitaban andarun poco para variar. Se habían pasadotoda la noche dando vueltas por Madrid,

anotando letras y discutiendo teoríassobrenaturales. Estaban cansados.

Caminaron en silencio unos minutosy regresaron al Escarabajo.

―¿Estamos seguros de que ya haacabado? ―preguntó Carlos.

―Ya no se mueve y el mensaje tienesentido ―contestó Silvia.

―¿Qué vas a hacer, Lucas?―preguntó Nuria.

―Voy a cumplir la última voluntadde mi tío ―repuso Lucas―. No tienesentido disimularlo, verdaderamentecreo que es Óscar quien me hatransmitido estas palabras.

―No será fácil, Lucas ―dijoCarlos―. Yo tendría cuidado…

―Tengo que hacerlo ―dijo Lucas.Carlos tomó aire antes de contestar,

no quería alterar a su amigo.―Lo sé, yo haría lo mismo, pero

debes pensar el modo de decírselo a tutía.

―Carlos tiene razón ―dijoSilvia―. Te tomará por loco y conrazón. Nadie puede aceptar como sinada que su marido ha muerto y que estáusando un coche para escribir.

Nuria pensaba lo mismo.―Si se lo sueltas sin más no servirá

de nada. Tu tía pensará que estás mal dela cabeza y no te hará caso. No creo quesea eso lo que Óscar quiere.

Era innegable que tenían razón. A

Lucas le empezó a doler la cabeza. Sóloquería llevar a cabo lo que su tío lehabía pedido, no tenía nada de malo. Elmensaje era bien simple: «Soy Óscar.Tiempo limitado. Necesito hablar conmi mujer a solas. Súbela al coche.»

A Lucas le pareció bonito,romántico. Un hombre que pretendedespedirse de su mujer a toda costa.Tenía que encontrar el modo de queClaudia le creyese u Óscar no podríacomunicarse con ella. El carácterurgente de la segunda frase dejaba claroque el tiempo apremiaba.Probablemente, no tendría otra ocasiónde hablar con Claudia y Lucas no iba aconsentir que la desperdiciara.

―Tengo que dar con una manera deque Claudia suba al coche o todo elesfuerzo de mi tío habrá sido en vano.

―¿No puedes decirle que la llevasa algún sitio y bajarte a toda prisa paraque se quede dentro del coche conÓscar? ―propuso Nuria.

―Tal vez como último recurso.Pero mi tía es rica, tiene chófer. Nonecesita que yo la lleve a ninguna parte,sospecharía.

―¿Y si llevas a su casa ropa o algoque se te ocurra? ―dijo Carlos―. Lodejas en la parte de atrás y le pides quete ayude. Tendrá que meterse dentro paracogerlo.

―No me convence mucho ―dijo

Lucas―. ¿Y si manda a alguno de misprimos a por ello? ¿O al mayordomo?

―Podrías preguntarle sobre elcoche ―dijo Silvia―. Algo delsalpicadero para que tenga que sentarsedentro a mirarlo.

―Por lo que yo sé, mi tía noentiende de coches ―dijo Lucaspensativo―. No le gustan nada.¡Maldita sea! ¿Por qué tiene que ser tancomplicado?

Lucas dio un puñetazo al lado delsalpicadero. La guantera se abrió y cayóalgo al suelo. Nuria se apresuró arecogerlo.

―¡La madre…! ―exclamóasombrada―. Mirad esto. Debe de ser

carísimo.―¿Qué es? ―preguntó Silvia.―Es la alianza de compromiso que

mi tío le regaló a Claudia ―dijo Lucastomando el anillo―. Creo que despuésde todo, Óscar ya había pensado encómo atraer a su mujer. Lógico, nadie laconoce mejor que su marido.

# # #

CAPÍTULO 8

Lucas fue el único que no durmió entoda la noche. El plan era sencillo y lotenía muy claro, pero su mente fueincapaz de relajarse lo suficiente paraceder al mundo de los sueños.

Carlos argumentó con muchainsistencia que él podía resistirindefinidamente y que, por tanto, haríaguardia con Lucas cuanto fuesenecesario.

―Las juergas nocturnas tenían queservirme de algo. Después de tantasfiestas uno aprende a mantenersedespierto. No es que seáis débiles ―les

dijo a las chicas en tono altivo―, es queos falta práctica.

Al menos se quedó dormidodespués de que ellas lo hicieran. Lucasno le culpó. Toda la noche dando vueltasen el Escarabajo, más la interminablecharla posterior para decidir qué era lomás conveniente, habían terminado poragotarles. Lucas insistió en que sefuesen a casa, pero todos estabanfirmemente decididos a acompañarle.Prácticamente, ese fue el único momentoen que el grupo estuvo de acuerdo enalgo.

A las ocho de la mañana fueron atomar unos churros con chocolate. Luegoenviaron mensajes a sus respectivos

padres explicando que se quedaban adormir en casa de un amigo. Carlos tuvoque apoyar a su hermana para que suspadres no se preocuparan.

Discutieron un poco más sobretemas paranormales hasta que a eso delas nueve Lucas dejó el Escarabajo en ellugar seleccionado. Las chicas ocuparonla parte de atrás y se quedaron dormidasapoyadas la una sobre la otra. Carlosaguantó media hora más en el asiento delcopiloto antes de romper el silencio aronquidos.

Lucas no escuchaba la serenata desu amigo. Se quedó a solas con suspensamientos como única compañía.Examinó sus propias emociones y,

aunque estaba inquieto, se tranquilizó alcomprobar que predominaba la certezade que hacía lo correcto. Se preguntó sisu tío le estaría observando en esepreciso instante desde algún sitio en elotro mundo y un escalofrío recorrió suespalda. ¿Cómo sería la muerte? Era unapregunta que jamás se había formulado,un pensamiento al que nunca habíadedicado tiempo ni esfuerzo. Eso iba acambiar de ahora en adelante. Cuandoescuchase algo de una sesión deespiritismo, o de un tablero de ouija,seguramente no podría evitar dar unpequeño salto. De repente, ardió endeseos de hacer preguntas a su tío y leerlas respuestas en las carreteras que

recorriera el Escarabajo, pero supo queeso nunca ocurriría. Lo que quiera quesignificase la muerte lo descubriría ensu momento. Las limitaciones de Óscarpara comunicarse, que tan acertadamentehabía señalado Nuria, eran sin duda unarealidad. Por la razón que fuese, Óscarno podía revelar nada del otro lado, o sino, ya lo habría hecho. Y la verdad eraque a Lucas le pareció mucho mejor así.Cada cosa a su tiempo.

A las once de la mañana, Lucasdecidió que ya no podían continuar en elcoche o pondrían en peligro el plan.Contempló a sus amigos unos instantesantes de despertarlos. Una ola degratitud le inundó. Se alegró de que

estuviesen con él y, a pesar de que eraSilvia la responsable de que sussentidos se disparasen al límite, no pudoevitar conmoverse por la presencia deCarlos. Su amigo había dejado bienclaro que no le gustaba relacionarse conlos muertos. No tenía reparos enenfrentarse a quien sea, pero siempre ycuando estuviese vivo. Con los muertosde por medio, Carlos se desencajaba. Ysin embargo, allí estaba.

Lucas le dio un golpe suave en elhombro. Carlos se despertósobresaltado.

―¿Me he dormido? ―preguntómirando a su alrededor.

―Se te cerraron los ojos hace un

momento ―mintió Lucas.―Sí, eso habrá sido…

Despertemos a las niñas ―dijoaparentando seguridad. Silvia y Nuria sedesperezaron intercambiando largosbostezos―. Mujeres... No aguantannada. ¿Os llevamos a casa, señoritas?

―Cállate ―replicó su hermana―.Solo hemos dormido un ratito. Siquisiéramos, resistiríamos más que tú.

A Lucas le pareció que así era, perono osó atacar el ego de su amigoapoyando a Nuria en su últimaafirmación.

―¿Es la hora, Lucas? ―preguntóSilvia.

Estaba despeinada y tenía un ojo

más abierto que el otro y se notaba queestaba cansada y… Lucas no pudo evitarrepasar todos los detalles de Silvia. Erapreciosa. Se contuvo para no decírseloallí mismo.

―Aún falta un poco, pero no quieroarriesgarme a que nos vean. Tenemosque irnos ya.

Salieron del Escarabajo y entraronen hotel de tres estrellas que estabaenfrente. Subieron a la segunda planta, ala habitación que habían reservadopreviamente. Lucas fue el único que nomiró la cama, a pesar de que se deshacíade ganas de saltar sobre ella paradormir. Agarró una silla y se sentó juntoa la ventana.

―Todo saldrá bien ―dijo Silviasentándose a su lado.

―Puedo hacer la primera guardia siquieres, Lucas ―se ofreció Nuria.

―Estoy bien ―contestó Lucas―. Yno debería tardar. Esperaré.

―¿Estás seguro de que noperderemos el tiempo? ―preguntóCarlos.

―Lo estoy ―respondió Lucas muyfirme―. ¡Maldición!

―¿Qué pasa? ―se sobresaltóCarlos.

―La puerta del Escarabajo ―dijoLucas señalando el coche―. La hemosdejado cerrada. Voy a abrirla.

―No ―le cortó Carlos―. Iré yo. A

mí no me conoce. Si me ve, fingiré serun chorizo o algo así.

―Te creerá ―se apresuró a decirSilvia.

Carlos no se molestó en replicar. Semarchó a toda prisa, bajando lasescaleras de dos en dos. Cuando llegóhasta el Escarabajo, abrió la puerta delcopiloto, del lado de la acera, y dejótres dedos de separación. Luego sealejó.

―¡Eh, chaval! ―gritó un hombre―.¡Te dejas la puerta del coche abierta!

Carlos se detuvo y se volvió haciael entrometido. Era un hombre de unoscuarenta años, con poco pelo y miradapenetrante.

―No pasa nada. Es para que seairee un poco ―dijo Carlos―. Total,como vengo ahora mismo.

―Pero no puedes dejar abierto uncoche como ese ―dijo el desconocidomirando el Escarabajo con interés―.Hay mucho ladrón suelto.

―Ya, pero es que yo soy así. ―Fuetodo lo que se le ocurrió para salvar lasituación. El plan podía desmoronarse sino se libraba de ese tipo con complejode ayudar a los demás―. No sepreocupe y gracias por el aviso.

―Te lo van a robar ―insistió eldesconocido―. Luego no digas que note lo advertí. No seas tonto, chaval, ycierra la puerta.

El tiempo se acababa.―¡La puerta se queda abierta!

―gritó Carlos―. El coche ha hechomuchos kilómetros y está acalorado. Leconviene un poco de aire fresco.

―¡La juventud! A saber que hasestado haciendo toda la noche. Estás malde la cabeza.

―Puede que sí, pero el coche esmío y se queda así. ¿Está claro?

El hombre le miró con durezaasombrado por la respuesta. Carlosapretó las mandíbulas. Al final eldesconocido se marchó, murmurandoalgo que Carlos no llegó a oír bien,aunque captó con claridad la palabra«idiota».

Carlos comprobó que la puertasiguiese abierta y regresó a lahabitación. Allí se desplomó sobre unasilla junto a la ventana por la que losdemás vigilaban.

―¿Alguien más ha tocado lapuerta?

―No ―dijo Lucas―. Alguno queotro se ha quedado mirandosorprendido, pero nada más.

―Creí que te ibas a pegar con esehombre ―le dijo su hermana en tono dereproche.

―No sabía cómo sacármelo deencima.

―¿Tienes que fumar ahora?―preguntó Lucas.

―Es que me ha puesto nervioso elpayaso del coche ―dijo Carlosencendiendo un cigarrillo―. ¿Qué máste da? Nunca fumo en tu coche, que es loque quieres.

Lucas se encogió de hombros.―Al menos abre la ventana. No se

puede fumar en esta planta.Carlos abrió la ventana y sacó un

brazo fuera para poder fumar.―Hace frío ―protestó Nuria.―Son solo cinco minutos ―repuso

Carlos―. Os apartáis un poco y listo.Hay que ver cómo os ponéis por un…

―¡Ahí está! ―gritó Lucasextendiendo el brazo.

Carlos se sobresaltó por el grito de

Lucas. Retrocedió involuntariamente ysu codo golpeó la ventana. Se leescurrió el pitillo, que fue caer justosobre la cabeza de un hombre gordo conuna barba blanca muy larga.

Lucas tiró de Carlos y lo metió en lahabitación.

―¡Maldito imbécil! ―oyeron rugiral hombre gordo―. Asómate y da lacara, estúpido. ¡Asco de gente…!¡Cobarde!

―Tengo que asomarme ―dijoLucas―. Estaba cerca del Escarabajo.

―Sólo un segundo ―dijo Carlos―.El gordo barbudo ya se va. También esmala suerte.

Y en efecto, se fue. Los cuatro se

acercaron a la ventana y observaronatentamente a su objetivo. Fueron variossegundos de pura tensión. ¿Funcionaríael plan? Ninguno pronunció una solasílaba. Permanecieron quietos,petrificados, concentrados en lo que susojos veían. Entonces algo sucedió yquedó claro que el plan iba a resultar,como poco la primera parte. Suspiraron.Silvia entrelazó sus dedos entre los deLucas y le agarró con fuerza.

Ahora venía lo más excitante detodo. Con suerte, lograrían averiguar deuna vez por todas el verdaderopropósito del Escarabajo. Esperaron ysiguieron observando.

Y, de repente, ocurrió lo más

inesperado e imprevisible. De todas lasposibilidades que habían sopesado,ninguna se acercó a lo que presenciaron.Escucharon un golpe demoledor.

Lucas fue el que más tardó envolver a moverse. Sus amigos llegaron apreocuparse mucho al ver que el horrorno se borraba de la expresión de surostro.

―No lo comprendo… ―dijo Lucasfinalmente―. No tiene sentido… ¿Porqué?

Nadie supo contestar.

# # #

Claudia tenía pocas amigas. Dos,concretamente. Todos los domingos sereunían en un centro de masajes ydisfrutaban de un relajante baño en unspa privado, de las dimensiones de unapequeña piscina.

Era la primera vez que Claudiaacudía desde la muerte de Óscar.Debería haber esperado más tiempo. Susdos amigas la bombardearon a preguntasy demostraron una preocupaciónexcesiva por su estado de ánimo. No eralo que Claudia necesitaba, aunque bienmirado, tendría que pasar por ello anteso después. Contestó dándoles a entenderque no volverían a tener ocasión de

camuflar sus ansias de cotilleo enpreguntas sobre su familia. Claudiasabía que la preocupación era sincera,pero al mismo tiempo conocía lacuriosidad de sus amigas. La mezcla fuebrutal. Claudia terminó su baño sinsentirse relajada. Mientras se vestía denuevo, fue consciente de que estaba másagitada interiormente que antes de entraren el spa.

El siguiente paso en la mañana delos domingos era un aperitivo. Lodisfrutaban en el restaurante de un lujosohotel de la Castellana que quedaba muycerca, en el que eran atendidas comoreinas, sin duda, gracias a la cantidad dedinero que acostumbraban a gastar las

tres amigas.Salieron del spa y empezaron a

caminar por la acera. Claudia estabainmersa en sus propios pensamientos yapenas escuchaba la voz de sus amigas.Su mirada perdida se topó de repentecon un hombre muy gordo que estabaunos metros más adelante. El individuomiraba hacia arriba de un modo extraño.

―¡Maldito imbécil! ―rugió elhombre gordo―. Asómate y da la cara,estúpido. ¡Asco de gente…! ¡Cobarde!

―¿Con quién habla? ―preguntóuna de las amigas de Claudia.

―No lo sé ―respondió la otra―.Pero parece muy enfadado.

El hombre barrió con la mirada el

edificio que se alzaba ante él unossegundos. Luego giró sobre sus talones yse marchó malhumorado. Claudia noentendió la escena, pero le resultóllamativa la barba que lucía el hombregordo, blanca y larga. Era el candidatoperfecto para disfrazarse de Papá Noelen Navidad. Le siguió con la mirada unpoco hasta que algo atrapó su atenciónde improviso.

Un destelló metálico reflejado sobreuna superficie negra y curva penetró ensu campo de visión. Claudia percibióalgo familiar en ese brillo. Lo conocía,lo había visto antes. Cerró un poco lospárpados y colocó su mano a modo devisera para disminuir la cantidad de luz

que la cegaba y poder enfocar mejor.Entonces lo vio. Era el Escarabajo deÓscar... O más bien de su sobrino. ¿Quéharía Lucas por allí?

Claudia no despegó los ojos delcoche mientras se aproximaban. Lapuerta estaba abierta. No le sorprendió,Lucas no era muy cuidadoso, lo que lallevó a pensar de nuevo en por quéÓscar habría dejado su coche preferidoa un familiar con el que apenas guardabarelación. Le recorrió un fugaz atisbo derabia hacia su sobrino. No le importabael Escarabajo, pero Lucas debería sermás considerado con un presente quehabía sido tan valioso para quien se loentregó. Deslizó la mirada al interior del

coche y casi se cayó al suelo al ver unobjeto que pendía de una cadena,colgada del espejo retrovisor.

Era la alianza de Óscar. El anilloera inconfundible puesto que su diseñohabía sido encargado por ella.

―¿Estás bien, Claudia? ―dijo unade sus amigas―. ¿Por qué te detienes?

―Adelantaos vosotras―contestó―. Yo voy en seguida.

―No tienes buena cara. Podemosesperar, no importa.

―¡No! ―exclamó Claudia―. Estoybien, de verdad. Id vosotras dos, yotengo que hacer una llamada primero.

Sacó el móvil para reforzar suspalabras. Las amigas la contemplaron

con el ceño fruncido, pero se fueron trasun corto lapso de indecisión. Por finsola.

El Escarabajo con la puerta abiertay el carísimo anillo de Óscar colgando ala vista de cualquier maleante. Noentendió cómo Lucas se había hecho conla alianza, pero era imperdonable que lodejase allí, al alcance del primero quelo viese.

Claudia entró en el coche y se sentóen el asiento del copiloto. Alargó lamano y cogió el anillo. En efecto, era elde Óscar. Hasta el último momento,había rezado para estar equivocada,pero no lo estaba.

La puerta se cerró de repente.

Claudia se extrañó un poco, juraría queella no la había tocado. Seguramente lahabría empujado sin darse cuenta algúnpeatón despistado. Agarró el tirador eintentó abrirla en vano, se habíaatascado. Empujó con el hombro variasveces pero fue inútil. Se tumbó sobre elasiento del conductor y probó con laotra puerta. El mismo resultado. Empezóa alarmarse. Inmediatamente sereprendió a sí misma por su pequeñoacceso de pánico. Estaba en medio deuna calle muy concurrida, así que podríapedir ayuda a cualquiera de las personasque pasaban por la acera y la sacaríande allí. O llamaría a su sobrino para quele abriese la puerta, y así podría

preguntarle de dónde había sacado elanillo de Óscar, de paso le haría un parde sugerencias sobre cómo tratar algotan valioso. Sí, esa era la mejor idea.

Empezó a pulsar las teclas delmóvil. La guantera se abrió deimproviso y la tapa golpeó su manoprovocando que se le cayese el teléfono.Claudia iba a recogerlo cuando sus ojosse posaron sobre unos documentos quesobresalían de la guantera.

Había una fotografía. Salía ella y…No, no podía ser. El mundo se detuvo enese preciso momento. El sonido seapagó de repente y los colores sedegradaron hasta desaparecer. Claudiaveía todo en blanco y negro. El interior

del coche se encogió y experimentóserias dificultades para respirar. Leyócon atención el documento queacompañaba la foto aunque ya conocíasu contenido.

El miedo provocó una reacciónexplosiva. Descargó puñetazos contodas sus fuerzas contra los cristales delas ventanillas. Tenía que salir delcoche. La lluvia de puñetazos no cesóhasta que Claudia captó un movimientopor el rabillo del ojo izquierdo, muycerca de ella.

Era el volante. ¡Giraba por sí solo ala derecha! Su mente se bloqueó.Maniobrando con soltura, el Escarabajosalió del aparcamiento. Pero no fue muy

lejos.Claudia notó cómo su cuerpo se

aplastaba contra el asiento por el brutalacelerón del Escarabajo. El coche saliódisparado en línea recta, recorriócincuenta metros y se estrelló contra lapared de un edificio. Claudia saliódespedida a través del cristal.

Murió en el acto.

# # #

CAPÍTULO 9

El comisario Torres dejó caer sobrela mesa una carpeta llena de papeles queasomaban por los laterales, arrugadosentre las gomas. Luego sacó algo delbolsillo, con mucha calma, y lo examinódetenidamente. Tenía forma rectangulary lo mantenía parcialmente oculto con sumano derecha. Torres deslizó el dedo yapretó un botón.

Lucas escuchó un clic.―¿Es una grabadora?El comisario alzó la cabeza y clavó

en Lucas sus ojos desiguales, como si nose hubiera dado cuenta de su presenciahasta ese momento.

―No. Es un móvil de última

generación. ―Torres se lo mostró.Lucas asintió, indiferente―. Relájate.Esto es solo una charla informal.

Una mentira para empezar. Lucashabía visto muchas películas de policíasy cuando una persona estaba sola en unasala de una comisaría, cuyo únicomobiliario consistía en una mesa y unalámpara, no era para nada bueno. Leiban a interrogar. La única diferenciacon las películas era que no había unespejo que permitiese a los demáspolicías observar desde el otro lado.Seguramente, Torres empezaría suave yluego llegaría un compañero con actitudamenazadora. Aunque eso implicaríaque Torres era el poli bueno y su

aspecto invitaba, más bien, a pensar locontrario. Era una persona demasiadoseria, con una mirada imposible dedesmenuzar gracias a su ojo de cristal.Lucas no creyó que pudiese llegar asentirse cómodo en su compañía.

―Quiero enseñarte algo antes dehacerlo público ―dijo Torres―. Puedeque te interese.

―¿De mi tía Claudia?―Y de tu tío Óscar. ―Torres retiró

las gomas de la carpeta y empezó arebuscar entre los documentos―. Verás,me resulta curioso que no me hayaspreguntado por el motivo de la muertede Claudia.

Era una insinuación clara de que el

comisario no se fiaba de él.―Se suicidó ―dijo Lucas―. No

soportaba la pérdida de su marido.Era importante que Torres obtuviese

una respuesta que le dejara satisfecho.La verdad no podría aceptarla, apenaspodía él mismo. Lo que era evidente esque no podía contarle a un policía quesu tío Óscar había asesinado a su propiamujer desde el más allá, valiéndose deuna sesión de espiritismo. Tenía queapoyar la única versión creíble quehabía aceptado todo el mundo. Sólo él,Carlos, Nuria y Silvia sabían la verdad.

―Es posible. Pero tal vez haya otraexplicación.

Lucas intentó no mostrar sorpresa

ante esa afirmación. ¿En qué podía estarpensando Torres? En la verdad no, esoseguro.

―Usted dirá.Torres seguía buscando entre los

papeles sin mirarle a la cara.―El caso es que hubo algo raro en

su muerte. ―Lucas notó que elcomisario no mencionaba el suicidio;tampoco el asesinato. Se manteníaincómodamente neutral―. Segúnalgunos testigos, Claudia estaba en elasiento del copiloto. La trayectoria através de la luna del Escarabajo y laposición en la que la encontraron,coinciden con esa suposición. Un pocoextraño.

―¿Cree que había alguien másconduciendo el coche?

―No. Demasiada gente acudió encuanto se estrelló. Alguien hubiese vistoal conductor alejarse si hubiera habidouno.

―Entonces, los testigos seequivocaron al indicar el asiento en elque estaba mi tía, y quien analizase elaccidente no estaría muy fino. ¿O creeque el coche se mueve solo?

―Es tu coche. Supongo que esohabría que preguntártelo a ti.

Torres hablaba pensativo,despreocupado, y continuaba sinmirarle. Lucas no sabía qué responder.Era una pregunta absurda. ¿Cómo

reaccionaría una persona normal?Necesitaba camuflar el hecho de que elEscarabajo sí se movía solo, o mejordicho, sin ser conducido por nadie delmundo de los vivos. Tal vez deberíamostrarse indignado por la pregunta, oenfadado. ¿Cómo reaccionaría si alguienle preguntase si puede volar?... No se lotomaría en serio.

―Más bien, era mi coche. Noquedó mucho de él. ¿A qué viene lo deque se mueve solo? Es absurdo.

―No lo sé. Tú has sido el que lo hasugerido.

Era cierto. Lucas repasó suspalabras y comprobó que él habíamencionado tal posibilidad. Torres se

limitaba a dejar fluir la conversación.Debía poner más cuidado y controlar susnervios.

―Creí que iba a enseñarme algo.―Aquí está. Encontramos una foto y

un documento en el interior del coche―dijo Torres. Dejó unos papeles sobrela mesa boca abajo. Lucas no imaginabaqué podían ser, él no había llevadoninguna foto al coche. Sería algo deCarlos o de su hermana―. Antes deenseñártelo, me gustaría preguntarte quéhacías tú allí el domingo.

No era la primera vez quecontestaba a esa pregunta. Tenía larespuesta acordada con Silvia y nohabía problema, pero le irritaba que se

la siguiesen haciendo. Era otroindicador de que sospechaban algo deél. Con toda seguridad, contrastaban lasrespuestas para ver si se equivocaba yvariaba algo de una a otra. Lo malo eraque no se podía negar a responder. Uninocente no tiene nada que ocultar.

―Reservé una habitación en unhotel para pasar la noche con mi novia.

―Es verdad. Silvia, ¿no es así? Yaveo, lo raro es que está lejos de vuestrascasas y del bar al que dijisteis quefuisteis después del cine.

―¿Y qué si está lejos? Noqueríamos que nos viese nadie.

―Entiendo. ¿Cuál es el problemade que os vean? Sois mayorcitos.

Lucas tardó un poco en responder.―Eso es cosa nuestra. ¿Por qué

tanta preocupación con dónde estaba?¿Acaso no fui el que avisó a la policía?¿No contesté a todas vuestras preguntas?

―Por supuesto. Cálmate. Es solorutina. Tú eres el dueño del coche en elque ocurrió el accidente y tengoobligación de comprobarlo. Eso es todo.

Eso no era todo, había algo más.Lucas empezó a ponerse nervioso. Pormuy increíble que pudiera ser, aquelcondenado policía pensaba que él habíatenido algo que ver con la muerte de sutía. ¡Lo que le faltaba! Que le acusarande cometer un asesinato perpetrado porun muerto. Era para echarse a llorar. Sin

embargo… era imposible. No habíamodo alguno de que tuviese pruebas.Pensara lo que pensara, Torres nopodría probarlo porque no habíasucedido de ese modo. De nuevo seobligó a tranquilizarse. Se estabaconfundiendo a sí mismo y no tenía nadaque temer... ¿O sí?

Aún no sabía qué eran esos papelesque habían encontrado dentro delEscarabajo.

―Bien, esta es la foto que queríaenseñarte ―continuó Torres―. La quehallamos en el interior de tu coche. ¿Lahabías visto antes?

Lucas la tomó, intrigado, y laestudió a toda prisa. No la había visto

jamás, ni siquiera era suya. Era una fotode Claudia. Estaba en un parque con unniño pequeño que… sí, parecía serSergio cuando tenía unos siete años.Estaba sentado en un columpio y unhombre le empujaba desde atrás. Eldesconocido sonreía a Claudia.

―No, no es mía. ¿Seguro queestaba en el Escarabajo?

―Completamente. ¿Les reconoces?―Creo que el niño es mi primo

Sergio. ―Torres asintió―. Ella es mitía Claudia y el otro no sé quién es.

Torres tardó en contestar. Parecióevaluar la respuesta en busca de signosde una posible mentira. Lucas maldijointernamente el ojo de cristal del

comisario, que hacía imposiblereconocer expresión alguna en sumirada.

―Se llama Hugo Díaz ―dijoTorres―. Es un monitor de tenis de unclub privado.

―¿Qué hacía mi tía con él?―Eso lo explica el otro documento

que hallamos. Es una prueba depaternidad.

Ahora Torres estaba estudiando elrostro de Lucas con todo el descaro delmundo. Sus dos ojos estabanperfectamente alineados y leatravesaban, implacables. El comisariopermaneció a la espera, totalmenteinmóvil y en silencio. Lucas notó la

presión inmediatamente. Se sintióintimidado. Intentó ignorar a Torres yconcentrarse en lo que había dicho.

Tardó más de lo normal en ver larelación.

―Sergio no es… ¿hijo de Óscar?―En efecto. Su padre es Hugo, el

de la foto.De pronto, tenía sentido, mucho

sentido. Lucas sabía que su primollevaba entrenando al tenis desde loscuatro años, y que nunca llegaría a serun profesional que justificase contar conun entrenador personal. Todo se basabaen un empeño de Claudia en que su hijopracticase ese deporte… para queestuviese con su padre.

―¿Y Rubén?―No hay razones para pensar que

no. Creemos que Rubén sí es hijo deÓscar. Una prueba lo confirmará.

Le costó absorber la información.Menuda sorpresa. Eso explicaba por quésiempre le habían parecido tandiferentes sus primos. Y, todo sea dicho,Sergio siempre le cayó mal. El asuntocobraba una nueva dirección. Si Sergiono era hijo de Óscar…

―¡El testamento! ―dijo Lucas―.Eso significa que a Sergio no lecorresponde su herencia.

―Eso lo discutirán los abogados,que para eso están. Pero tienes razón.Ese es el móvil del asesinato.

―Suena razonable. Es el típico…―Lucas se quedó sin respiración―.¿Asesinato? ¿De qué está hablando?¿Cree que Sergio mató a Claudia? ¡Quéestupidez! Ah, no, claro..., creen que fueel tal Hugo ese. Podría ser, pero…

―Frena un poco ―le cortóTorres―. Te has acelerado y hasempezado a sacar conclusiones antes detiempo. La prueba de paternidad es caray es fácil rastrear quién la solicitó. Fuetu tío Óscar.

―Pero eso significa… que Óscar seenteró de la infidelidad de Claudia… Ypor eso…

No se atrevió a terminar la frase.Eran familiares suyos, no extraños ni

actores de una película de intriga,aunque a la vista de esos datos leparecían unos completos desconocidos.

―Por eso le mataron ―acabóTorres―. Para evitar que cambiase eltestamento y dejase a Sergio fuera y,probablemente, para que no laabandonase a ella.

―¡Claudia! ¿Fue ella? ―preguntóLucas, asqueado.

―La misma ―confirmó Torres―.Hemos verificado una transferencia dedinero que hizo para pagar a la personaque manipuló los frenos del coche deÓscar. Detuvimos al cómplice y…

Lucas perdió el hilo de laconversación. La voz del comisario fue

desvaneciéndose pausadamente hastaconvertirse en un murmullo ininteligible.A Lucas ya no le interesaban los detallesdel caso. Torres tenía sus dudas, pero éllo comprendía todo a la perfección.Había sido una venganza de su tíoÓscar. Hubiera dado cualquier cosa porpoder borrarse la memoria y olvidar eseasunto. Aunque entendía los motivos deÓscar, sintió un repentino rechazo haciaél por haberle manipulado. Nadie lodescubriría nunca, dado el modosobrenatural en que se habíancomunicado, pero Lucas lo sabría. Seríaperfectamente consciente de que habíaintervenido, involuntariamente, en elasesinato de su tía.

Decidió apartar esas ideas de sucabeza. Sólo le preocupaba una cosa: supadre.

―No puede sacar esa información ala luz ―dijo Lucas de improviso―. Mipadre no necesita saber que su hermanaera una asesina y que engañó a sufamilia. Total, ya ha pagado con su…suicidio.

―Te entiendo, Lucas. Pero es unaprueba que estaba en el escenario de lamuerte de Claudia, y conlleva otrasimplicaciones personales, legales yeconómicas. Sergio podría estarheredando algo que no le corresponde.

―Tal vez sí le corresponda. Óscarle crió, puede considerarse como un hijo

de verdad para él.―Es posible que tengas razón, pero

yo no lo puedo decidir. Lo hará un juez.Entenderás que no es posible ocultarestos documentos, aparte de que ya estánregistrados y en conocimiento de muchagente.

Lucas asintió cabizbajo. Su ánimose desplomó. Le esperaba un periodomuy triste, la familia no volvería a ser lamisma. ¿Cómo reaccionarían Sergio yRubén? ¿Y su padre? Era todo muycomplicado y sólo él sabría que Claudiano se suicidó.

―¿Puedo irme ya?―No puedo ni quiero retenerte,

Lucas ―dijo Torres con recelo―. No

hay nada en tu contra, pero no negarásque algo no encaja. Yo no puedo probarnada, pero me gustaría saber cómo tehiciste con el anillo y con esosdocumentos, y si de verdad no son tuyos,cómo fueron a parar al Escarabajo.

A Lucas también le gustaríaentender un montón de cosasrelacionadas con este caso, y sabía quenunca lo conseguiría. Torres no semoriría por quedarse con alguna duda.

Lucas se despidió del comisario conaire ausente. Se dio cuenta de que lacarga de no poder comentar lo sucedidocon los demás era muy pesada y que laiba a arrastrar durante el resto de suvida. Ocultarle la verdad a su familia,

tras los drásticos cambios a los queinevitablemente se iba a ver sometida,no iba a ser agradable. Pero no existíaalternativa. Solo había tres personas conlas que podía compartir esa experiencia.

Y ya era hora de reunirse con ellos.―No tienes buena cara, Lucas

―dijo Carlos cuando Lucas entró en lacafetería donde le esperaban susamigos―. ¿Qué te ha dicho la policía?

―No le agobies, plasta ―dijoNuria―. Déjale respirar. Ven, Lucas. Tehemos pedido un zumo.

Silvia no dijo nada. Le agarró por lamano y le invitó a sentarse a su lado.Lucas lo hizo encantado, le dio un par desorbos al zumo y luego les relató la

conversación que acababa de mantenercon el comisario Torres.

Como era de esperar, todo undesfile de expresiones fue exhibiéndoseen las caras de sus amigos. No era paramenos; Lucas aún se resistía a creerlo.

―No te preocupes por ese policía―dijo Carlos en cuanto Lucas terminóde hablar―. Es imposible que sepa laverdad. Nadie puede, así que olvídalo.

―No es eso lo que te preocupa,¿verdad, Lucas? ―dijo Nuria―. Tesientes culpable. Mi hermano es uninsensible que no se da cuenta de nada.

Lucas miró a Nuria, impresionado.Ella había entendido mejor que élmismo cómo se sentía.

―Algo así… Se lo mereciese o no,Claudia está muerta porque yo ayudé aÓscar a…

―Eso no es verdad ―le cortóSilvia―. No sabíamos que planeabamatarla. Era imposible deducirlo.

―Hasta yo estoy de acuerdo con tunovia ―dijo Carlos―. Mira, es casiimposible aceptarlo para nosotros, quelo hemos vivido en directo, como parahaber previsto lo que iba a suceder. Noes culpa tuya.

―Lo sé ―dijo Lucas―. Es tal ycomo decís, pero no puedo evitarsentirme mal. Imagino que se me pasarácon el tiempo.

―Creo que por eso te envió el

coche a ti en vez de a uno de tus primos―añadió Silvia pensativa―. Óscar noquería que sus hijos tuviesen nada quever con la muerte de su propia madre.Lo planeó todo, estoy segura. Por eso note lo contó, Lucas. Te hizo creer que ibaa despedirse de su mujer porque si tecontaba la verdad, te convertiría en uncómplice de asesinato y tal vez tenegases a ayudarle.

Aquello sonaba bastante bien.Después de todo, su tío Óscar lo habíadispuesto de ese modo para protegerle.Tal vez no, pero la idea le ayudó asentirse reconfortado y decidió que asíhabía sido.

Logró relajarse poco a poco.

Después de un rato, consiguió sonreírcon los comentarios de Carlos. Suhermana tenía razón, Carlos no era untipo muy sensible, pero era un geniocambiando de tema y animando unaconversación, que era justamente lo queLucas necesitaba en aquel momento.Deseó quedarse allí, con ellos, y reír ydistraerse durante el máximo tiempoposible, pero debía regresar a casa. Supadre le necesitaría.

Al salir a la calle, Lucas se quedómirando fijamente un punto distante congesto preocupado.

―¿Te ocurre algo, Lucas?―preguntó Silvia.

―Pues claro que sí ―dijo

Carlos―. Y yo sé lo que es.¡Bienvenido de nuevo al mundo deltransporte público de Madrid!

Carlos había acertado.―Una verdadera lástima ―suspiró

Lucas―. Echaré de menos elEscarabajo… Creo que cogeré un taxi.

# # #

EPÍLOGO

―¡Eres un tramposo de mierda!

―gritó Ignacio dando un puñetazo sobrela mesa.

Las cartas, las fichas y un par devasos, que aún estaban medio llenos,salieron despedidos como consecuenciadel golpe. Dos chicas que observaban lapartida desde cerca con mucho interésdieron un paso atrás, pero no lo bastanterápido para evitar que sus pantalonesacabasen bañados de cerveza.

―Hay que saber perder ―dijoCarlos muy relajado. Se echó hacia atráshasta quedarse apoyado solo sobre laspatas traseras de la silla―. Muy mal.Ese no es un comportamiento deportivo.

―Qué sabrá un vulgar tramposocomo tú ―escupió Ignacio, indignado.

Carlos se encogió de hombros.―Probablemente, nada. Pero a

menos que puedas demostrar que hehecho trampas, será mejor que cierres laboca.

Ignacio lanzó un juramento y selevantó de mala manera. Su compañerole siguió en silencio.

―Creo que no nos van a dar lamano para felicitarnos por nuestravictoria ―dijo Lucas.

―No importa ―asintió Carlos―.Somos los campeones de mus… ¡Y esoes lo que cuenta!

Carlos se levantó como un resorte yempezó a comentar con los presentes sutriunfo. La final había resultado ser muy

fácil. Apenas necesitaron recurrir a lasseñas falsas. Ganaron tres a cero, sindificultades de ningún tipo. Carlos tuvocasi toda la partida unas cartasexcepcionales. No eran tan escandalosascomo en la semifinal, que había ganadosacando cuatro reyes, pero para elentendido, sus cartas eran muchomejores en esta ocasión, a pesar de serjugadas más flojas. El truco estaba enque Carlos siempre tenía un poco másque sus adversarios, no mucho, solo lojusto para ganar. Lucas entendió queIgnacio creyese que Carlos hacíatrampas, él mismo no estaba seguro alrespecto. Volvió a prometersepreguntarle a su amigo en cuanto tuviese

la ocasión.Lucas se sintió feliz por Carlos. Le

contempló unos instantes recibirfelicitaciones y derrochar falsa modestiamientras explicaba sus jugadas. Estabatan hinchado por el triunfo que iba areventar. La mayoría de los que estabanen la cafetería eran amantes del mus quehabían acudido a ver la final, no habíaun ambiente mejor para Carlos. Lucascelebró brevemente la victoria y encuanto pudo se deslizó a la barra y dejóque los devotos del mus se divirtiesencapitaneados por Carlos.

―Veo que habéis ganado ―dijoSilvia.

Venía acompañada de Nuria. Se

sentaron a su lado y pidieron unascervezas. Nuria miró a su hermano conuna mueca de desaprobación. Carlosestaba siendo transportado en brazos porvarios chicos.

―Y que ese elemento lleve losmismos genes que yo… ―suspiró contristeza―. Mira, Lucas. He venido aenseñártelo. ¿Te gusta?

Lucas no pudo evitar fruncir el ceñolevemente al ver el libro de espiritismoque descansaba en las manos de Nuria.

―Pues no sé qué decirte la verdad.No es un tema que me apasione… almenos de momento.

―¿Pero qué dices? ―preguntóNuria―. Después de lo que nos ha

pasado. Silvia, dile algo. Tenemos quevolver a probar. Es evidente, ¿no?

―Esta niña es que no aprenderánunca ―dijo Carlos agarrando a suhermana por la espalda y levantándolaen el aire―. Mucha intuición pero ni ungramo de sentido común.

―¡Suéltame, payaso! ―protestóNuria. Lucas y Silvia se rieron. Carlosla dejó en el suelo ―. Tú dedícate a lascartas que es lo único que se te dabien…

―Hay que ver el genio que tiene lamocosa… ―le cortó Carlos.

Los dos hermanos es enzarzaron enuna de sus discusiones. Tanto Lucascomo Silvia perdieron el interés en ellos

con mucha rapidez, se apartaron un pocoy se acaramelaron en un extremo de labarra, pegados a la pared.

Lucas la miró fijamente, acercó suboca a la de ella y cerró los ojos. Antesde llegar a besarla, notó un golpe fuerteen los riñones. Arqueó la columnavertebral en un acto reflejo y se encontrócon un codo clavado en la espalda.

―Le ruego me disculpe ―dijo unavoz muy familiar―. Estoy buscando a unjoven y tengo ciertos problemas paraver… Nada serio pero me temo que…

―¿Tedd? ¿Es usted? ―preguntóLucas, asombrado.

Era el último lugar en el queesperaba encontrarse con aquel anciano

ciego. Lucas le observó, intrigado. Luciael mismo aspecto que la última vez quele vio. Fue… ¡En la lectura deltestamento! Llevaba el pelo blanco ylargo recogido en una coleta, se apoyabaen su bastón negro y sus ojos seguíanocultos tras el velo blanquecino que losrecubría.

―Lucas, muchacho ―dijo Teddmuy contento. Las arrugas de su rostrodejaron sitio a una sonrisa muyamplia―. Cuánto me alegro de verte.

El anciano movió la cabeza en todasdirecciones como si le estuviesebuscando. Lucas se apresuró a tomarlede la mano.

―Estoy aquí, Tedd ―dijo

agachándose un poco frente a él.―Eso ya lo veo ―gruñó el

anciano―. ¿Acaso piensas que estoyciego?

Tedd dio un paso adelante y tropezócon una banqueta que estaba fijada alsuelo. Lucas le sostuvo pero no dijonada.

Silvia contemplaba la escenafascinada.

―¿Quién es esta preciosidad que teacompaña? ―preguntó Tedd de repente.

Lucas no entendía cómo podía saberque Silvia estaba allí y no ver labanqueta con la que acababa de chocar.Si estaba ciego…. Tal vez solo amedias… o lo fingía, claro que de ser

así, ¿con qué propósito? Era absurdo.Mejor dejarlo. Nunca lo sabría.―Silvia, te presento a Tedd. Un

viejo amigo de la familia.―¿Qué insinúas con lo de viejo,

muchacho? ―protestó Tedd.El anciano levantó la mano que no

usaba para apoyarse en el bastón yempezó moverla por el aire. Silviacalculó la trayectoria y puso su mano demodo que la de Tedd chocase contra ellaen su próximo balanceo. El anciano laagarró y depositó un beso sobre ella.

―¿Qué está haciendo aquí, Tedd?―preguntó Lucas.

Era absolutamente incapaz deimaginar el motivo.

Tedd soltó la mano de Silvia yvolvió la cabeza hacia él con unmovimiento brusco. Sus velados ojos noapuntaban a donde estaba Lucas, másbien erraban por un par de palmos, peroel anciano habló con tanta determinaciónque Lucas dio un paso a un lado y secolocó en la trayectoria de su visiónimaginaria, por si alguien les miraba.

―Menuda pregunta, muchacho―dijo Tedd con desdén―. He venido averte a ti, naturalmente. ¿Qué otra cosapodría yo hacer aquí? Mi época deestudios ya pasó.

El anciano dejó escapar una débilrisa entre sus labios agrietados, como sino pudiese evitar reírse de un chiste.

―Pues aquí me tiene ―dijoLucas―. ¿Qué puedo hacer por usted?

―Es algo muy sencillo ―dijo elanciano―. En realidad necesito que medevuelvas las llaves del Escarabajo,muchacho.

Silvia se atragantó y estuvo a puntode escupir la cerveza. Lucas dudódurante un segundo, como si noestuviese seguro de haber oído bien. Lomalo es que había oído perfectamente.Alto y claro.

―Pero si… El Escarabajo quedóconvertido en chatarra tras el accidente―dijo Lucas―. Me dijeron que eraimposible arreglarlo.

―¿Accidente? ―murmuró Tedd―.

No recuerdo ninguno. En fin, ¿vas adarme esas llaves o no, muchacho?

Lucas recordó el día en que leentregaron el coche, tras leer eltestamento. Tedd le había insinuado quehabía una razón para que él lo tuviese.También le contó que se lo habíaregalado a Óscar, luego era elpropietario original del Escarabajo. Laverdad fue tomando forma en su mentelentamente.

―Usted arregló el testamento paraque yo heredara el coche ―le acusóLucas.

―¿Cómo dices, muchacho? ―Teddsacudió al cabeza―. Bendita juventud ysu imaginación. Yo no puedo alterar

documentos oficiales registrados antenotario.

Sí que podía. Lucas no sabía cómo,pero así era. Nunca había estado tanconvencido de algo como ahora. Teddno lo admitiría pero le había entregadoel coche y ahora se lo iba a llevar. Lucasno dudó ni por un instante que podíarepararlo. Le atravesó la idea dequedarse con él. El Escarabajo era suyo,de nadie más. Metió la mano en elbolsillo de la cazadora y apretó lasllaves con fuerza. Ni siquiera recordabaque las llevaba encima.

Y entonces lo comprendió todo.―Sí. Te daré las llaves ―dijo con

suavidad.

―¿Por qué se lo devuelves, Lucas?―preguntó Silvia―. El coche es tuyo.

―Ya no ―explicó Lucas muyserio―. Solo era un préstamo paracumplir un propósito concreto.

Lucas sacó las llaves y las agitó enel aire. Tedd giró la cabeza y esta vezsus ojos sí apuntaron directamente a suobjetivo, alargó la mano y tomó lasllaves.

―Al fin lo has comprendido,muchacho ―dijo Tedd, satisfecho―. Talvez volvamos a vernos. Cuídate.

Lucas lo dudaba seriamente, peroera un pensamiento agradable. Agarró aSilvia y se la llevó a donde estabanCarlos y su hermana, que no habían

acabado aún de discutir. Puede que porfin lograse dar un beso a Silvia sin quenadie le interrumpiese.

El anciano le dedicó una miradalarga, luego salió de la cafeteríaayudado de su bastón. Una limusina paródelante de él y Tedd se subió.

―¿Cómo vamos de tiempo?―Algo justos pero llegaremos

―contestó el chófer.Media hora más tarde, la puerta de

la limusina se volvió a abrir y el bastónde Tedd se apoyó en la acera. El ancianobajó despacio y entró en el recinto deltanatorio.

La sala número cinco no estaba tanllena de gente como las demás. Los

presentes miraron con curiosidad alpobre ciego que caminaba solo hacia lapuerta. Un chico de unos diez años seacercó y dijo con mucha educación:

―¿Quiere que le ayude, señor?―Con mucho gusto, muchacho

―respondió Tedd.Se agarró al codo que le ofrecía el

niño y se dejó guiar al interior. Tedd sesintió extrañamente cómodo encompañía de aquel chico. Todo era másfácil, incluso tenía la sensación de podercaminar más deprisa.

Llegaron al interior de la sala y elchico le soltó.

―Has sido muy amable, muchacho―dijo Tedd―. ¿Cómo te llamas?

―Todd ―contestó el niño.―Curiosa coincidencia, y bonito

nombre… Me gusta ―dijo Tedd para símismo―. Tengo un asunto urgente peroluego me gustará charlar contigo yagradecer el bello gesto que has tenido.

El niño asintió, divertido, y se fue.Tedd fue hasta la ventana que daba a laestancia donde estaba el ataúd con eldifunto y le observó detenidamente unossegundos, luego se acercó a uno de lossofás dónde una mujer mayor sollozabaen los brazos de un hombre.

Tedd tropezó con una mesa pequeñaque estaba en medio de la estancia yestuvo a punto de caer al suelo. Elhombre se levantó a toda prisa y le

ayudó a conservar el equilibrio.―Muy amable, buen hombre ―dijo

Tedd sentándose en el lugar que se habíaquedado libre―. De no ser por usted…―El hombre hizo amago de deciralgo―. ¿Cómo está mi querida Gema?

Gema alzó la cabeza con esfuerzo ydejó a la vista dos ojos marronessumergidos en lágrimas. Tenía el rostrodesencajado por el dolor.

―Oh, Tedd ―dijo abrazando alanciano y rompiendo a llorar de nuevo.

Tedd aguardó pacientemente a quese desahogara.

―Tranquila, querida. Según tengoentendido, Mario murió en el acto, sinsufrir.

―Sí ―confirmó Gema―. Fuetan… injusto. Íbamos a celebrar nuestrasbodas de plata.

Una vena reventó en el cerebro deMario y le fulminó. Ocurrió en sudespacho, su secretaria le encontrótirado en el suelo. Una auténticatragedia.

―Seguro que lo superarás ―dijoTedd―. Eres una mujer excepcional.Hace años que no nos veíamos pero nohas cambiado. Aún percibo tu fortalezainterior. Te mereces lo mejor.

Gema se quedó muda de asombro.Tedd había desaparecido. Estaba a sulado y de repente el sofá estaba vacío.¿Cómo era posible? A lo mejor…

―Esto es para ti, querida ―dijoTedd.

Gema se giró y encontró a Tedd a suderecha. ¿No estaba hacía un segundo asu izquierda? Se olvidó de eso y cogióla espléndida rosa de tallo largo queTedd le ofrecía. Era de color amarillo,muy llamativa.

―Muchas gracias, Tedd. Lo quemás me duele… ―Gema necesitó unapausa para recomponerse antes deproseguir. Hablaba con muchasdificultades, con la respiración agitadadebido al llanto. La rosa temblaba en sumano―. Mario me envió un regalo pornuestras bodas de plata. Recibí unpaquete con una carta pegada. Había una

nota que decía que no lo abriera hastaesta noche. ¡Y eso hice, maldita sea!―Tedd escuchó con atención sininterrumpirla―. Dejé la carta sobre lamesa y me fui a la peluquería. Queríaestar guapa… ya sabes… Al regresar miasistenta la había tirado a la basura porerror, con el resto de la propaganda. ¿Loentiendes ahora, Tedd? ¡Eran las últimaspalabras de Mario y ya nunca sabré loque decían!

―Yo no estaría tan seguro ―dijoTedd. Sacó las llaves del Escarabajo delbolsillo y las depositó en la mano deGema―. Esto no es más que un humildeobsequio para ver si logro animarte―Gema le miró sin comprender―. Oh,

no me lo agradezcas y confía en mí, esecoche te gustará. Nunca nadie se haquejado de tenerlo en su poder, másbien, al contrario. Todos quierenquedárselo, pero eso no sería justo. Encualquier caso, es tu turno, querida.

* * * * *

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Juego de alas (impreso):http://juegodealas.mundosepicos.es/

Para contactar con elautor:

Visita su blog en:http://eldesvandeteddytodd.blogspot.com/

O envíale un correo a:[email protected]

* * * * *

LA ÚLTIMA JUGADA

* * * * *

CAPÍTULO 1

La pequeña sierra dejó de girarcuando el esternón se quebró con unchasquido seco. Sus dientes, teñidos derojo, siguieron rodando unos segundos,perdiendo velocidad gradualmente hastadetenerse por completo.

Álvaro dejó la sierra a un lado yseparó las costillas. La masa roja quedóa la vista, palpitando con ritmoconstante.

―Es un corazón muy grande ―dijola enfermera.

―Sí que lo es, pero hay queextraerlo ―apuntó Álvaro en tonoaburrido.

Ya había realizado variostrasplantes de corazón y no sentía nadaremotamente parecido a un reto. Setrataba de un procedimiento rutinariopara él. El paciente obtendría uncorazón nuevo y pasaría el resto de suvida tratando de prolongarla el máximoposible. Acataría dócilmente un sinfínde normas, que implicarían renunciar agran cantidad de vicios y actividadesque la inmensa mayoría de las personasconsideraba placenteras, y lucharía poraferrarse a este asqueroso mundo cuantole fuese posible.

Álvaro le envidió.―Bien, vamos allá ―dijo

dirigiéndose a su equipo―. No quieroni un solo…

La puerta se abrió de repente,cortando su discurso. Álvaro clavó unadura mirada en el entrometido yconsideró retirarse la máscara antes dehablar. Quería asegurarse de que seescucharan con claridad todos losinsultos con que iba a inflar suexplicación de por qué no eraaconsejable irrumpir en un quirófano.

El recién llegado ni siquiera vestíauna bata, iba con ropa de calle y lucíauna sonrisa despreocupada, tancampante.

Álvaro dejó el instrumental sobreuna mesa y se acercó al intruso. Sucompañero y las dos enfermeras estabantan sorprendidos que no reaccionaron.El desconocido se aproximó a Álvaro yle tendió un sobre negro con los bordesblancos antes de que pronunciase unasola palabra. Álvaro agarró el sobre demala manera, intuyendo cuál era sucontenido. El mensajero no esperó ni unsegundo; se dio la vuelta y salió delquirófano.

Sin duda era una resolución legaldestinada a detener el trasplante decorazón. Era un mal asunto. Álvaro nohabía prestado la debida atención a lospormenores de la situación de su

paciente, no le importaban en absoluto.Recordaba vagamente que había dosmujeres luchando por decidir qué era lomás conveniente. Una estaba a favor deltrasplante, su mujer si no le fallaba lamemoria, y la otra se oponía, esa debíade ser su hermana. ¿O era al revés?

En cualquier caso, el dictamen delos médicos no parecía contar con elpeso suficiente para garantizarle a esepobre desgraciado, a quien no seconsideraba en plenas facultadesmentales para decidir su propia suerte,un nuevo y saludable corazón. En parteera por su culpa; no es que se hubieravolcado en comunicar su opinión médicaprofesional. Informó del estado del

paciente, recomendó el trasplante yluego dejó la mente en blanco mientrasaquellas arpías se despedazabanmutuamente en su lucha por demostrarquién quería más al paciente, y porconsiguiente, quién debía decidir.

Estaba claro que la perdedora habíarecurrido a métodos legales para insistiren salirse con la suya. Algún juez medioidiota, que no entendía nada demedicina, habría resuelto detener laintervención para que los médicosacudiesen a un tribunal a exponerle lasituación una y otra vez hasta que suseñoría entendiese que debía dar larazón a los profesionales del sector yapoyar el trasplante; de ahí que ahora le

notificasen por escrito que no operase alpaciente.

Álvaro conoció un caso similarunos años atrás. Se trataba de unaamputación de pierna, pero el sobrecitollegó tarde y se encontró con una piernaque no estaba unida ya a ningún cuerpo.En esta ocasión, el paciente sólo tenía elpecho abierto de par en par. Ibanmejorando.

―¿Qué es? ―preguntó sucompañero.

Álvaro suspiró con desgana.―Imagínatelo ―dijo mientras

rasgaba el sobre con sus guantesmanchados de sangre―. Lástima que nolo hubieran enviado unas horas antes.

Nos habríamos ahorrado rajar alpaciente. Le va a quedar una cicatrizpreciosa, y todo para nada. Eso sucedecuando…

Álvaro cerró la boca y se tragó elresto de la frase. No se trataba de unanotificación legal, ni siquiera era unacarta oficial. El papel estaba plegadosobre sí mismo dos veces. Álvaro lodesdobló a toda prisa, sin poner cuidadoalguno. Jamás había visto algo parecido.La carta estaba escrita a mano, con unacaligrafía muy elegante, de trazosestilizados y terminaciones alargadas,impregnada de un cierto aire antiguo eimperecedero. Algo recargada, tal vez.La tinta era roja y presentaba un tono a

veces muy vivo, otras, apagado. Álvarono pudo imaginar una pluma o bolígrafocapaz de extender una tinta que reflejasesemejantes oscilaciones. Tampoco leresultaba fácil creer en una mano quedibujase aquellas letras, y sin embargo,sabía que ningún ordenador ni máquinade escribir hubiese podido dar ese toquea aquella carta.

Leyó con gran atención. Se extrañóun poco al ver que sus guantes de látexno dejaban manchas de sangre sobre elpapel de la carta como lo habían hechoen el sobre que la contenía. Las palabrasse formaban en su mente con unanaturalidad sorprendente, fluían consuavidad y le impedían dejar de leer.

Por un instante, olvidó el lugar en el quese encontraba y qué estaba haciendo.

Cuando terminó la lectura, Álvarolo entendió todo a la perfección.

Arrojó la carta al suelo,despreocupado, y se fue hacia la puertamientras se quitaba la mascarilla y losguantes.

―¿Dónde vas? ―preguntó laenfermera.

―¡Eh! ¡Que tenemos a un tipoabierto sobre la camilla! ―gritó el otrocirujano, asombrado.

Álvaro no les hizo el menor caso.Comenzó a quitarse la bata sin dejar deandar. Al llegar a la puerta la tiró alsuelo y salió sin decir nada. Nadie supo

cómo reaccionar. Las dos enfermeras yel cirujano cruzaron una mirada deincertidumbre al no saber por quéÁlvaro les había abandonado de esemodo tan frío y precipitado.

―Deben de haberle dado una malanoticia ―aventuró la enfermeraagachándose para recoger la carta―.Tal vez un pariente haya sufrido unaccidente.

El otro médico no estuvo deacuerdo con esa conjetura. Álvaro sehubiese marchado corriendo y habríadado alguna explicación. No hubieradejado el quirófano con un paso tantranquilo. No, no era eso. Demasiado…indiferente.

―¡Más te vale tener una buenaexcusa o pienso dar parte de esto,imbécil! ―gritó el cirujano―. ¿Y bien?¿Qué pone en esa carta?

El rostro de la enfermera se habíadeformado en una mueca imprecisa. Elmédico estaba perdiendo la paciencia.Arrancó el papel de las manos de laenfermera y lo examinó en busca de unaaclaración.

No la encontró. El papel estaba enblanco.

# # #

Judith llegó a casa algo deprimida.Colgó el abrigo y no vio en el espejo dela entrada el rostro angelical que todo elmundo le atribuía. En su lugar contemplóa una jovencita de unos veinte años, apesar de que tenía treinta, de miradatriste y aspecto derrotado. Con gusto lehubiese soltado una bofetada a ver sireaccionaba.

Sobre la mesa de la cocina,encontró un montón de cartas que laasistenta había dejado allí tras recogerel correo. Judith las repasó rápidamente.Todo propaganda. Sus ojos sedetuvieron un instante en un sobre negrocon los bordes blancos que sobresalíaentre los demás. No había nada escrito

en él, así que dedujo que no seríaimportante. Y si lo era, ¿qué más daba?Que hubiesen indicado su contenido enel exterior.

Arrojó un par de troncos a lachimenea y encendió el fuego paraintentar relajarse. El olor a leñaquemada le encantaba. Cuando lasllamas comenzaron a bailar cobre lamadera, lanzó todo el correo al fuego yse quedó ensimismada viendo arder lacondenada propaganda. Perdió la nocióndel tiempo.

John Lennon la trajo de vuelta a larealidad de la mano de Imagine, sucanción favorita, mientras el móvilvibraba sobre la mesilla.

―¿Sí?―Por fin coges el teléfono ―dijo

la voz de Néstor. Judith maldijo habercontestado sin mirar antes quiénllamaba―. Sólo pretendo que hablemos.

―Ahora no, Néstor. No meencuentro muy bien.

―¿Entonces, cuándo? Me merezcouna explicación ―dijo Néstor sin poderdisimular su enfado―. Me pedistetiempo y creo que he sido más querazonable. Llevo esperando cuatromeses.

―Lo sé y te lo agradezco. Pero nopasa nada por esperar un poco más.

―¡Eso se acabó! ―gritó Néstor.Judith retiró un poco el móvil―. Puedo

hacer cualquier cosa por ti, pero almenos dame una razón. No me trago laexcusa que me diste para dejarme. Erasfeliz conmigo, Judith. Lo sé, se tenotaba.

Ella también lo sabía. Se permitióun momento de flaqueza y una avalanchade recuerdos felices invadió su mentecon una fuerza demoledora. Se vio a símisma con Néstor seis meses atrás.Estaban en la cama tumbados entre lassabanas, acababan de acostarse juntos…

Judith sacudió la cabeza conbrusquedad. Era un error revivir esasescenas, un descuido que no se podíapermitir.

―No puedo decirte nada nuevo,

Néstor ―dijo con un nudo en lagarganta―. Necesito un poco más detiempo.

Néstor tardó en responder.―Ya no puedo más, Judith, lo

siento. Llevo meses aguardando,dándole vueltas, sin una explicación portu parte. Me volveré loco. Tienes quedecidir de una vez. O compartesconmigo lo que sea que te estéocurriendo o esto se acabódefinitivamente.

―No me presiones, Néstor. Solonecesito un poco más de tiempo. Loestoy haciendo por ti, no me obligues aescoger ahora.

―Ya no lo soporto más ―dijo con

la voz destrozada―. O me dejas entrarde nuevo en tu vida o me perderás parasiempre ―sentenció.

―Entonces te perderé.Judith colgó y luego estrelló el

teléfono contra la pared. El móvil saltóen pedazos. Permaneció sentada con lamirada perdida en las llamas onduladasde la chimenea durante un tiempoindeterminado, hasta que su rabia se fuedesvaneciendo lentamente.

Empezó a adormecerse, a sentircómo su cuerpo se relajaba, y agradecióque su mente le permitiese distanciarsedel mundo. Se tumbó en el sofá y secubrió con una manta.

Se despertó con un sobresalto. Una

sensación desconocida la apremiaba,como una especie de alarma. Tal vezhabía tenido una pesadilla. Se incorporóa medias y se frotó los ojos. Aún era dedía, así que no podía haber dormidodemasiado. Sin embargo, el fuego estabaprácticamente extinguido. Una par debrasas anaranjadas sobresalían entre losrestos de cenizas. Los leños se habíanconsumido y no quedaba nada másque… Aquello no podía ser. Debía deseguir dormida porque era imposible loque sus ojos estaban viendo.

Judith se arrodilló junto a lachimenea y cogió el sobre negro debordes blancos, que estaba parcialmentesepultado bajo las cenizas. ¿Cómo era

posible que no hubiese ardido?Lo abrió a toda velocidad, presa de

una gran excitación, y extrajo un papelsencillo sobre el que reposaban unasletras rojas trazadas con una caligrafíaimposible de confundir. Judith leyó conmucha atención el contenido.

Cuando terminó, dejó la carta en elsuelo, fue a su cuarto a cambiarse deropa y luego se marchó de casa.

# # #

Lo primero que hizo Héctor fue ir albanco para averiguar cuánto podía

conseguir. Fue bastante decepcionante.No le cogió por sorpresa enterarse

de lo poco que valía su vida. Habíaexprimido todo cuanto tenía de valorpara solicitar un préstamo por el mayorimporte posible.

―Si usted contase con un avalpodríamos aumentar la cantidad ―dijola eficiente señorita que le atendió en elbanco―. Quizás algún familiar suyopueda aportar…

―¡No! ―gritó Héctor―. Quiero elmáximo que pueda obtener yo solo, sininvolucrar a nadie más.

Su casa era lo único que el bancoconsideraba valioso. Y tampocoresultaba demasiado. El triste

apartamento en el que vivía apenasalcanzaba los cuarenta metroscuadrados, y era suyo gracias a unaherencia. Cuarenta y tres años y esa eratoda su fortuna.

Hasta la semana siguiente no hizonada más. Llevó al banco ladocumentación que le exigieron y elresto del tiempo permaneció en casa. Endos ocasiones salió a la calle, una paracomprar algo de comida, la otra para iral médico. Su psiquiatra le hizo laspreguntas de siempre. Héctor lascontestó distraído, recogió las recetas ypasó por la farmacia para comprar losansiolíticos y los antidepresivos.

Por fin le concedieron el préstamo,

diez días después de entregar ladocumentación y formalizar la solicitud.Héctor puso una transferencia por eltotal del importe a otra cuenta de unbanco distinto y dejó solo un euro en lasuya.

―Es una cantidad importante―dijo la cajera alzando las cejas―. Lacomisión de la operación será muyelevada.

―Me da lo mismo ―repuso Héctor.Luego fue al otro banco y preguntó

cuándo podía retirar todo el dinero enefectivo. De nuevo se alzaron las cejasde quien le atendía. El empleado lepidió amablemente que esperara y se fuea hablar con un compañero. Héctor

imaginó que estaba consultando a unsuperior.

―En tres días estará disponible sudinero ―informó el cajero.

Héctor regresó a su casa y esperópacientemente a que transcurriese elperiodo indicado. A los tres díasregresó al banco, vestido con la mismaropa, y retiró el dinero. Fue todo muysencillo y muy rápido. Había imaginadoque tendría que firmar muchos papeles eincluso contestar varias preguntas. Nosucedió nada de eso. Le entregaron eldinero y le pidieron que lo contara.

―No es necesario, me fío deustedes ―dijo Héctor.

Firmó una única vez y salió del

banco con el dinero guardado en unamochila naranja, de esas que utilizan loschavales para ir al instituto. Tomó untaxi que le llevó hasta su destino en unosrazonables veinte minutos. Héctor pagóal taxista y luego se quedó sentado en lacalle, en las escaleras de un edificio deoficinas. Sujetaba la mochila contra supecho con los dos brazos. En dosocasiones, los transeúntes dejaron caermonedas a sus pies. Héctor no lasrecogió.

Allí permaneció dos horas máshasta que vio a su objetivo al otro ladode la calle. Una mujer rubia, muydelgada, llegó caminando con un niñoque cojeaba. El chico aparentaba unos

diez años y tenía una prótesis quesustituía su pierna derecha.

Héctor se levantó en cuanto les vioy cruzó la calle sin mirar. Un coche tuvoque dar un frenazo para no llevárselopor delante.

―¡La madre que te parió! ―gritó elconductor―. ¡Mira por dónde vas,anormal!

La mujer rubia se giró atraída por elescándalo y vio a Héctor acercándose aella.

―No se alarme ―dijo Héctorintentando sonar muy tranquilo―. Sólohe venido a entregarle esto ―añadióofreciéndole la mochila.

La mujer le miró extrañada. Una

mezcla indescifrable de emociones sedibujó en su rostro. Héctor temió quefuese a echar a correr. Quizá lo hubierahecho de no estar su hijo con ella.

―¿Quién es este hombre, mamá?―preguntó el chico―. Está muy sucio ysu ropa está rota.

La madre no reaccionó. Siguiócongelada con una mueca de terror yrabia en la cara. Apretaba la mandíbulacon mucha fuerza. Héctor comprendióque hacía lo imposible por dominarse.

―Sólo quiero hacer cuanto esté enmi mano ―dijo muy serio―. No hepodido reunir más. Dentro hay setenta ydos mil euros. ―Héctor le acercó lamochila.

La mujer continuó sin moverse.―No tienes por qué hacerlo

―logró decir con mucha dificultad.―Yo creo que sí. Aunque sólo sea

por su hijo, tiene que tomar estamochila. ―La dejó en el suelo yretrocedió dos pasos. El niño cojeójunto a su madre y se agachó para cogerla mochila. Héctor miró su pierna falsa yañadió―: Ojalá hubiera podido haceralgo más.

Se fue sin despedirse. Regresó a sucasa y esperó. Dos días más tarderecibió la carta. La encontró por lamañana, al despertarse, tirada en elsuelo, como si alguien la hubieradeslizado por debajo de la puerta. Era

un sobre negro con los bordes blancos.Héctor leyó el contenido y luego salióde su casa.

No se molestó en cerrar la puerta.

# # #

El cuello de Dante siempre estabaarropado por una camisa impecable yuna corbata con un nudo Windsorperfecto. Por eso resultó tan chocanteverle entrar en su despacho con el botónde la camisa desabrochado y la corbataaflojada, sin su acostumbrado alfiler,rebotando contra su pecho al son de sus

pasos.Dante tomó un informe financiero,

resumido en trece folios, lo metió en unacarpeta vacía y salió de su despacho.Recorrió el pasillo de vuelta a lareunión ajeno a las miradas furtivas quele dedicaban sus empleados.

Apenas le quedaba pelo en lacabeza, y los escasos mechones que aúnresistían eran totalmente blancos. Surostro estaba ajado por una piel muyerosionada, surcada por incontablesarrugas. Una barriga enorme, unaespalda ancha y dos ojos oscuros eranlos atributos que más resaltaban de él aprimera vista. Dante tenía sesenta y tresaños, y jubilarse dentro de dos era el

último de sus pensamientos.En la sala de reuniones le esperaba

su abogado y único amigo junto a suprincipal asesor financiero.

―¿Has comprobado los datos quete envié? ―preguntó el asesor.

―Los tengo aquí mismo ―dijoDante agitando en alto la carpeta. Tomóasiento y luego sacó el informe―. ¿Eseste el informe al que te refieres?

El asesor financiero confirmó conun vistazo que era el complejo análisisque su equipo había confeccionadodurante las últimas dos semanas.

―El mismo. Como verás las cifrasson correctas y revelan…

―Todo está en orden. Estoy de

acuerdo con las cifras.―Entonces, parece que estamos

todos conformes ―dijo el abogado.El asesor financiero apenas pudo

contener su alegría.―Es una operación inmobiliaria

segura. En unos cinco años, cuandorevaloricen el terreno, vamos amultiplicar la inversión por diez. No tearrepentirás…

―Desde luego que no ―repusoDante―, porque no vamos a realizar esaoperación.

Se produjo un silencio incómodo.―No lo entiendo ―dijo el

asesor―. Estás de acuerdo con elinforme. ¿Cuál es el problema? Tenemos

sobornadas a las personas clave, no hayriesgo.

―¿No lo ves claro, Dante?―preguntó el abogado, sorprendido―.Es tu tipo de operación, has participadoen miles como esa.

―Conozco muy bien los negociosque he hecho ―dijo Dante, impasible―.Y en este no voy a entrar. Quiero vender.

―¿Qué? Eso no tiene sentido―dijo el asesor―. Solo tenemos queesperar cinco años y nos forraremos. Nopodemos desaprovechar estaoportunidad.

―Sí podemos ―le contrarióDante―. No me interesa invertir, quieroliquidez.

―¡No me lo puedo creer! ¡Esabsurdo!

El asesor cerró enseguida la boca,consciente de que había estalladodelante de su jefe. Aún así era evidenteque no podía contenerse. El rechazo deuna ocasión tan clara de enriquecerseaún más era casi imposible de aceptarpara su insaciable ambición.

El abogado intervino antes de quetodo empeorase y logró que el asesorfinanciero abandonase la sala antes deque Dante dijese nada.

―Debes reconocer que tenía razón―le dijo a Dante cuando estuvieron asolas―. Era un gran negocio. Además,miles de familias se quedarán sin sus

viviendas si nos retiramos.―No es mi problema ―repuso

Dante―. Alguien se encargará deconstruir sus viviendas. Yo tengo otrasprioridades.

―Estás muy cambiado desde haceunos meses ―reflexionó el abogado―.Lo que ha sucedido hoy no es propio deti.

―Eso es asunto mío.Dante recogió el informe de la mesa

y abrió la carpeta para guardarlo dentro,pero no llegó a hacerlo. Su mano sedetuvo en el aire.

―¿Te ocurre algo? ―preguntó elabogado al verle paralizado con la manoalzada.

Dante no contestó. Se quedómirando una carta que descansaba en elinterior de la carpeta y que estabaseguro que él no había puesto allí. Dejóel informe y sacó el sobre. Era negro ytenía los bordes blancos, sin referenciasen el exterior. Lo abrió y extrajo unahoja de papel escrita en tinta roja. Dantese maravilló por la excepcionalcaligrafía que tenía ante él. Leyó conmucha atención.

―¿Qué estás mirando? ―preguntóel abogado―. Solo es una hoja enblanco.

Dante terminó de leer y lo dejó todosobre la mesa. Atravesó la sala dereuniones sin mirar siquiera al abogado

y se esfumó.Dos minutos más tarde, salía por la

puerta del edificio con su abrigo puesto.

* * * * *

BLANCO Y NEGRO

* * * * *

PRÓLOGO

Únicamente alguien que ya estámuerto por dentro puede encargarse deultimar los preparativos de su propiofuneral sin sentir siquiera un leveestremecimiento. Wilfred Gord arrojó elcatálogo de ataúdes tan lejos comopudo, apenas metro y medio, y serecostó en la cama con gesto reflexivo.Aún no había descartado definitivamentela incineración. La idea de que sucuerpo se pudriese dentro de una caja noterminaba de convencerle.

De acuerdo con algunos estudios,los setenta años estaban dentro de la

esperanza media de vida para loshombres. Sin embargo, esto no le servíade consuelo a Wilfred. En realidad, nadaen absoluto le servía de consuelo.

Su vida había transcurrido condemasiada velocidad. Había logrado loque tantos sueñan y apenas unos pocosconsiguen. Había creado un imperioeconómico con sus propias manos,partiendo de cero, y se había convertidoen el poderoso dueño de un grupo deempresas que abarcaban todas lasactividades imaginables. Prácticamente,no existía oficio que no desempeñasealguno de los empleados de Wilfred.Pero a pesar de los incontables éxitosalcanzados a lo largo de su vida, y de

los increíbles retos que había superado,ahora se veía irremediablementederrotado por un temible enemigo que secobraría su vida: el cáncer.

Su mansión era una de las másespectaculares de Londres. La cuidad enla que siempre había vivido, y en la quepronto iba a morir.

―No he podido venir antes ―dijoEthan asomándose por la puerta de lahabitación.

Los dos formidables guardaespaldasque siempre estaban apostados junto a laentrada le cerraron el paso un instante,para luego dejarle continuar, una vezhubieron verificado su identidad. Ethanles lanzó una fugaz mirada que hubiese

sido de enfado de ser otras lascircunstancias. Se acercó a la camadonde descansaba Wilfred y se sentójunto a él con la soltura de movimientospropia de un cuerpo que no ha superadolos veinte años. Su rostro de piel tersa,sin mácula, y su abundante mata de pelocastaño contrastaban con la cabezacalva de Wilfred y su cara surcada porprofundas arrugas. Ambos tenían losojos marrones; los de Ethan brillabancon la intensidad de la juventud, los deWilfred estaban apagados y hundidos ensus cuencas.

―Al parecer ya no importa ―dijoel anciano con una voz tan débil queapenas era un susurro. Giró lentamente

el cuello para poder mirar a Ethan a losojos. Su expresión de profundo dolorseguía allí, ensombreciendo su juvenilrostro―. Ni uno solo de mis médicospiensa que pueda vivir más de dos o tresmeses.

―Ellos no saben lo que yo sé―dijo Ethan tomando la delgada manode Wilfred―. Aún hay esperanza. Creohaber encontrado el modo.

Los párpados de Wilfred seelevaron casi imperceptiblemente.

―Dijiste que no me podías revelarel secreto ―murmuró con dificultad.

―Recuerda lo primero que teexpliqué. Hay reglas. No puedo hablardelante de nadie más. Ya me arriesgo

demasiado. Piensa en el mayor peligroque puedas imaginar; te aseguro que yome enfrento a algo mil veces peor.

Tras un considerable esfuerzo,Wilfred consiguió alzar lo suficiente sumano izquierda, hasta asomar pordebajo de la sábana. Los guardaespaldascaptaron el gesto y abandonaron laestancia, tal y como les habían instruido.

Wilfred aún no sabía qué pensar deEthan. Por más pruebas indiscutiblesque le presentase de su identidad,siempre le quedaría un resquicio deduda en lo más profundo de su ser. Nisus siete décadas, ni el maldito cáncerhabían mermado su capacidad pararazonar, de eso estaba completamente

seguro, y por muy atractivo que pudiesesonar, esquivar a la muerte erasencillamente imposible. Con todo, noperdía nada por escuchar la sugerenciade Ethan, pese a que tenía otros asuntosque atender. Además, no podía negarque en su interior deseaba oír cualquiercosa que ofreciese una nueva esperanza,por absurda que esta fuese.

Ethan esperó a que la puerta secerrase antes de volverse hacia elanciano.

―Bien, debes prestar atención a lopoco que puedo contarte ―dijo con untono de voz mucho más bajo que el quehabía empleado antes―. No estoyseguro, pero lo más probable es que no

pueda volver a verte, así que es muyimportante que recuerdes todo lo que tevoy a decir. ¿Podrás hacerlo?

Wilfred asintió y arrugó la cara, conla esperanza de que aquel insolenteentendiese que ese gesto era lo únicoque sus mermadas fuerzas le permitíanpara expresar que no era ningún idiota yque su memoria funcionaba mejor que lasuya.

―Excelente ―repuso Ethan, sin darmuestras de haberse molestado―. Loprimero es que nunca, jamás, bajoninguna circunstancia, menciones minombre. Ni siquiera sé si así loconseguirás, pero es mejor no añadirobstáculos innecesarios.

―¿Por qué no puedo nombrarte?―preguntó Wilfred en un susurro.

―No puedo decírtelo. Si todo salebien, lo sabrás en su momento―contestó el joven. Wilfred arrugó denuevo la cara―. Tienes que confiar enmí. Limítate a seguir mis instrucciones yvivirás muchos años, más de los queimaginas. ¿Qué puedes perder?

―El poco tiempo que me queda…Nadie puede vencer a mi enfermedad…Tal vez deberías asumirlo tú también.

―¡Maldición! ¿Es que no te bastacon saber quién soy? Tienes quecreerme. Estoy haciendo todo esto porti. Si mi identidad no es suficiente paraconvencerte de que es posible, no sé qué

otra cosa lo será.El joven rostro de Ethan se contrajo

por la desesperación. Apretó los ojoshasta que le dolieron y una lágrimaresbaló por su mejilla.

El recuerdo de la vez que Ethan lehabía revelado quién era atravesó aWilfred con la rapidez de un rayo.Nunca antes había tenido la sensación deestar hablando con un auténtico loco. Suhistoria era tan disparatada que sólo unamente desprovista de todo contacto conla realidad habría podido idear algosemejante. A pesar de todo, uno trasotro, los detalles fueron encajando condesconcertante facilidad. Wilfred exigióuna prueba de ADN y todo lo que se le

ocurrió para cerciorarse de que no setrataba de una broma pesada.Finalmente, sus propias creenciasflaquearon lo suficiente como parapermitirle aceptar la certeza quearrojaban las pruebas.

―Te creo… ―musitó Wilfred―.Habla… Lo recordaré y haré lo que meindiques.

―Hazlo por favor, es tu únicaposibilidad. ―Ethan había abierto losojos y volvía a mirarle―. Estoyarriesgando mucho más que mi vida porayudarte.

―¿Más que tu vida?... ¿A qué terefieres?

―Eso da igual. Acuérdate de este

nombre. Aidan Zack. Es un policía.Tienes que encontrarlo.

―¿Un policía puede curarme?―No, pero él es parte de la

solución, aunque no lo sabe. Ni siquierasospecha lo que se le viene encima.

―¿Qué le digo cuando dé con él?―Ya no puedo revelarte nada más

sin romper las normas. Por muy extrañoque pueda parecerte todo lo que va asuceder a partir de ahora, no olvides quehay unas reglas que antes o despuésaprenderás. Todo sigue una lógica y todotiene consecuencias. No lo olvides.

―Está bien ―dijo el anciano sinestar muy convencido siquiera de haberentendido lo que debía hacer―.

Encontraré a ese tal Aidan… Luegotendré que improvisar, me temo.

―Debo irme. ―Ethan se levantóbruscamente y se inclinó sobre elanciano, que se removió ligeramentesobre la cama―. Ojalá pudiese contartemás. Espero que llegues a comprenderde qué va realmente este asunto antes deque sea demasiado tarde. ―El jovenacercó sus labios a la calva de Wilfred ydepositó un beso cuidadosamente, altiempo que su mano acariciaba laenvejecida piel de su rostro―. Cuídate,hijo mío. Siempre velaré por ti.

Ethan se giró para ocultar el pesarque afloraba en su semblante. Se alejóresuelto a abandonar la habitación

cuanto antes para evitar derrumbarse allímismo.

―Adiós, padre ―dijo Wilfred tanalto como pudo―. Encontraré a esepolicía.

Un escalofrío recorrió a Wilfred deuna punta a otra de su cuerpomoribundo. Nunca se acostumbraría aque su padre tuviese cincuenta añosmenos que él.

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