El pescador

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Cuentos cortos El Pescador Página 1 El pescador, era un hombre joven, tendría aproximadamente treinta años, se había juntado joven, con una muchacha menor unos años, ya tenían seis hijos, vivían en una rancho de adobe, con techo de paja, era una casita pequeña, con una cocina a leña, que había encontrado tirada en el basural, la chimenea hecha de latas de dulce de durazno, apenas sobresalía sobre el techo, y dos cuartitos en uno dormía el matrimonio y en otro amontonados los hijos. Todos los días el salía por la tarde a sembrar el lugar en dónde ponía sus espineles para al otro día retirar los peces que caían en los anzuelos. Tenía un bote tosco construido con sus propias manos, en él se dirigía a realizar su faena. Luego pasaba por las casas de sus clientes habituales para venderles la mercadería, en algunos casos la paga era en dinero, y en otros casos cambiaba con el almacenero por alguna provista, harina, fideos, arroz, grasa, y lo necesario para poder alimentar a su mujer y su prole, apenas le sobraban unos pesos, la ropa alguna buena vecina que conocía a su familia, le entregaba algunas ropas viejas, que llevaba a su casa, y su mujer las reformaba, haciendo uso de sus habilidades de modista, con ayuda de una tijera vieja que el a veces le afilaba en la piedra para que siga cortando los trapos, y un para de agujas e hilos, y una tiza y un metro de enrollar, eso eran todos sus útiles de confección. Cuando le sobraba unos pesos compraba algo para sus vicios, tabaco y caña, unas pilas para su radio portátil, única compañera de las pesquerías. No era hombre de muchos amigos poco le gustaba hablar, no frecuentaba el barcito de la costa, sabía que allí solían pasar algunos colegas y otros que trabajaban en otras tareas a charlar por las nochecitas, por allí se jugaba algún truco, pero pocas las monedas apostadas. Sus padres vivían en un ranchito a pocos pasos de su casa, los dos ya viejos, mas avejentados por la dura vida que llevaron, sus otros hijos se fueron a otros pueblos en busca de sus propios destinos, poca instrucción recibida, no era para esperar nada de ellos, ni siquiera alguna carta, ni de hablar de visita. El único que quedó fue el Fabián, el más chico, al que después pasar por la conscripción, y de quedar algún tiempo en la gran ciudad, volvió a sus pagos adonde ese amor de juventud le estaba esperando, la Lucinda, era la chica que había conocido, de la misma condición, a ella la eligió de compañera y fue correspondido.

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El Pescador Página 1

El pescador, era un hombre joven, tendría aproximadamente treinta años, se había juntado joven,

con una muchacha menor unos años, ya tenían seis hijos, vivían en una rancho de adobe, con

techo de paja, era una casita pequeña, con una cocina a leña, que había encontrado tirada en el

basural, la chimenea hecha de latas de dulce de durazno, apenas sobresalía sobre el techo, y dos

cuartitos en uno dormía el matrimonio y en otro amontonados los hijos.

Todos los días el salía por la tarde a sembrar el lugar en dónde ponía sus espineles para al otro día

retirar los peces que caían en los anzuelos.

Tenía un bote tosco construido con sus propias manos, en él se dirigía a realizar su faena.

Luego pasaba por las casas de sus clientes habituales para venderles la mercadería, en algunos

casos la paga era en dinero, y en otros casos cambiaba con el almacenero por alguna provista,

harina, fideos, arroz, grasa, y lo necesario para poder alimentar a su mujer y su prole, apenas le

sobraban unos pesos, la ropa alguna buena vecina que conocía a su familia, le entregaba algunas

ropas viejas, que llevaba a su casa, y su mujer las reformaba, haciendo uso de sus habilidades de

modista, con ayuda de una tijera vieja que el a veces le afilaba en la piedra para que siga cortando

los trapos, y un para de agujas e hilos, y una tiza y un metro de enrollar, eso eran todos sus útiles

de confección.

Cuando le sobraba unos pesos compraba algo para sus vicios, tabaco y caña, unas pilas para su

radio portátil, única compañera de las pesquerías.

No era hombre de muchos amigos poco le gustaba hablar, no frecuentaba el barcito de la costa,

sabía que allí solían pasar algunos colegas y otros que trabajaban en otras tareas a charlar por las

nochecitas, por allí se jugaba algún truco, pero pocas las monedas apostadas.

Sus padres vivían en un ranchito a pocos pasos de su casa, los dos ya viejos, mas avejentados por

la dura vida que llevaron, sus otros hijos se fueron a otros pueblos en busca de sus propios

destinos, poca instrucción recibida, no era para esperar nada de ellos, ni siquiera alguna carta, ni

de hablar de visita.

El único que quedó fue el Fabián, el más chico, al que después pasar por la conscripción, y de

quedar algún tiempo en la gran ciudad, volvió a sus pagos adonde ese amor de juventud le estaba

esperando, la Lucinda, era la chica que había conocido, de la misma condición, a ella la eligió de

compañera y fue correspondido.

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Ella luchaba junto a él teniendo la responsabilidad compartida de criar a sus seis pequeños hijos, el

mayor José tenía doce, casi pisando los trece, ya era todo un hombrecito, luego la Mariana con

once, ya perfilaba para ser una linda moza, una mezcla de padre y madre en donde se veía que

traía un aire distinto a los demás, luego el Esteban, diez años, el Luis de ocho años, el Gabriel, la

Luisa y Ermenegilda, de cuatro y dos añitos la última. Bien parejo la producción le había salido, tres

varones y tres mujeres, el reparto equitativo.

Y así es pasaban los días en esta vida de pobres, el Fabián se amañaba para traer lo que podía a

casa y su mujer Lucinda administraba las cosas.

Los dos soñaban con una vida mejor, pero lejos estaba de alcanzarla. Lo que les quedaba era vivir

de ilusiones, soñar. Pero se conformaban con poco. El de criar a sus hijos y verlos sanos, y esperar

el día que la vida los lleve. Es la ley de la naturaleza, y ellos quedarían solos, siguiendo el camino

sus padres viejos.

El Fabián salió una tarde para ir a la costa , siempre atravesaba el mismo sendero en el monte

tupido, esa tarde iba silbando apenas acompañando un chamamé que escuchaba en su pequeña

radio que con una de sus manos sujetaba pegada a su oído, lento era su paso, llevaba una maleta

en la otra mano, camisa abierta a medio pecho, pantalones arremangados, y calzaba en sus

enmugrecidos pies una chinela de dedos, mas bien llamadas ojotas, agrietado su calzado estirada

la chancleta hacia los costados amoldada a su pisar al igual en la parte del talón hundida, mucho

andar ya tenía, casi había cumplido su función de vestir a su dueño.

Las espinas de las ramas de los arbolitos del monte desgarraban su ropa, y a veces en un roce le

marcaban la piel, piel curtida por el contacto con el sol, y el andar mucho a la intemperie.

Pero esa era la vida del hombre de profesión para subsistir, del pescador Fabián Mañas.

A medida que avanzaba sentía una brisa que parecía acompañarle, y una sombra le pareció ver al

mirar hacia abajo, no era la suya, y eso le pareció raro.

Pero siguió caminando faltaba un poco para llegar a la costa en dónde tenía su bote, presintió que

era algo extraño, su intuición le hizo apagar la radio.

Que será se preguntó, no era normal era cómo un murmullo cercano.

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Miró hacia sus dos lados, y nada, miró hacia atrás tampoco nada vio, continúo caminando el

sendero, pero ya con todos sus sentidos esperando algo.

Un viento vino de repente por el sendero, que hizo flamear los arbustos, y un ruido de monedas

que cayeron escuchó adelante a pocos metros, buscó mirando hacia abajo, entre el pedregal y la

tierra colorada, raspó con sus ojotas adelante el camino, y entresacó unas piedras, parecía haber

encontrado algo y parecía ser unas monedas, se agacho, y con sus ajadas manos, escarbó,

agregando más tierra a sus largas uñas, y allí vio que eran en realidad monedas enmugrecidas, de

tanto estar enterradas, sacó alrededor de unas treinta, eran grandes, y pegó un escupitajo para

lavar con sus saliva una de ellas, y brilló en un lado con un color amarillo resplandeciente.

Las puso en su maleta y siguió por el sendero, escuchó luego un suspiro, que le enfrió hasta los

huesos, y ahí nomás pegó la vuelta, girando sobre sus talones, y regresó por el sendero casi

corriendo.

Llegó a su casa casi sin aliento, temblando, no hacía frío, su mujer lo miró con extrañeza, pero

como era muy discreta no se animó a preguntarle nada, se limitó a esperar como siempre que el

tome la palabra, pero el nada dijo, sacó una botellita de caña, y un buen trago se tomó.

Salió al patio manoteó un puñadito de su tabaco picado y una chala y un cigarro se armó, se sentó

en un viejo tronco, y allí largó unas bocanadas de humo que el viento desparramó dejando el

clásico olor en el aire.

Lucinda sacó su cabeza hacia afuera de la pequeña puerta que daba al patio, y observó a su pareja,

encogió los hombros y volvió a su tarea habitual, eran muchos los hijos y no tenía tiempo para

perder.

Pero se preguntó para si misma que era lo que pasó.

Llegó la noche y comieron con sus hijos frente al fogón, el quieto y con su rostro con aspecto

extraño, con una mirada que al reflejar el brillo del fuego parecían dos negras perlas. Nada dijo en

la mesa, y terminó su plato de sopa de pescado, se limpió la boca con la manga de su camisa, y se

fue derecho al dormitorio, esa noche durmió como un troncó, y fuerte roncó.

Su mujer lo observó un rato y luego el cansancio del pesó, y luego se durmió.

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El Pescador Página 4

Así pasaron la noche. Al día siguiente se levantaron temprano, Lucinda preparó un mate, se

sentaron en la cocina, entre mate y mate ninguna palabra intercambiaron, ella espero que el como

lo hacia todos los días le preguntara algo de los hijos, sobre sus padres, pero nada dijo al respecto.

Ella le comentó que para el fin de semana ya terminaría el surtido, que tendría que darle algo de

dinero para reponer algún comestible, en especial la grasa que poco quedaba, y el nada respondió.

Fabián se levantó del banquito y tomó su maleta y salió, tomó una pala vieja, esa que usaba para

busca r lombrices par encarnar sus anzuelos, y sin decir una palabra agarró el camino al monte por

dónde siempre pasaba para llegar a la costa.

Se dirigió hacia una vertiente que pocos conocían a un costado a nos metros del sendero, allí se

agachó, metió sus manos en la parte derecha de la maleta, tanteo las monedas que dejó adentro,

las sacó, y una a una las fue limpiando, con ayuda de un trapo que previamente enjabonó, limpió

bien la primera y allí recién miró bien los lados, tenían letras extrañas, pero se dio cuenta que el

metal era oro al comparar con su medalla que siempre colgaba en un tiento que tenía pendiendo

de su cuello.

Las volvió a contar, treinta eran y gruesas y grandes eran. Comenzó a pensar que hacer con ese

pequeño tesoro que ese ánima le entregó, pero como era poco instruido, la cabeza le daba vuelta,

y entonces se decidió a buscar un lugar en dónde esconderlas, las ató en pedazo de trapo de

arpillera, y en lugar cerca al pozo de la vertiente al lado de un sauce viejo contó dos pasos al norte

mirando hacia el río, y cavó un hoyo con su pala, y allí las enterró, para poder ubicarla puso dos

piedras arriba, y con otra las golpeó hasta que quedaran al nivel del suelo, esa sería la seña para

poder ubicarlas cuando decida que hacer. Una de ellas puso en el bolsillo derecho de su rotoso

pantalón, tanteo su bolsillo para asegurarse que no tenía agujeros, ya que el bolsillo izquierdo era

puro agujero y volvió, y al centro de la ciudad se encaminó, tomó la calle principal, la gente que

caminaba por las aceras lo miraban, sabían que era pescador, y que raro sin sus pescados que

siempre llevaba a unos pocos clientes del centro, caminó y se paró en la relojería y joyería del

pueblo, allí decidió y entró, el dueño del negocio presuroso se dirigió hacia él, en un ambiente

refinado, y con perfume de flores, su presencia inundaba del olor a pescado y humo, y el dueño

quería que cuanto antes salía de allí no quedaría su olor impregnando el local.

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Fabián sacó la moneda, y el comerciante impávido la contempló, y le preguntó rápidamente

¿quieres venderla? Y Fabián le contestó si se puede saber cuanto paga, y el comerciante le

contestó, tendríamos que pesarla en la balanza cuantos gramos pesa.

Pesó en su balanza y le dijo pesa 10 gramos, y el gramo está a treinta pesos, es decir, la moneda

cuesta trescientos pesos.

Y el buen comerciante, un hombre sano, dispuesto a ganarse bien su dinero, le comentó, que no

era sólo el precio del oro, si había que tener en cuenta era por su antigüedad había que averiguar

con un anticuario de la ciudad, cuanto era el valor de colección, que había personas llamados

coleccionistas que pagaban mas por una moneda de esa, y que en su próximo viaje el mes

siguiente a la capital de la provincia si le tiene confianza que le dé la moneda que el haría mejor

negocio, pero si podía darle dinero por el valor del peso en oro, y que si sacaba un mejor precio

arreglarían a la vuelta del viaje a la capital.

Fabián, le miró bien a los ojos, y profundamente con su mirada los penetró, hurgaba algún indicio

para desconfiar, y no pareció verlo, entonces, dijo, si usted no tiene problemas y no es molestia

acepto su proposición, Don Hernán, la plata que usted me ofrece ya bien me vendrá para comprar

algunas cosas para la familia, es bastante y me sobra, el resto lo voy a guardar para estirar el

cambio para llegar a fin de mes, con la pesca de siempre también puedo vivir como siempre.

Don Hernán fue hasta su caja fuerte, sacó unos billetes, contó treinta billetes de diez pesos, un

total de trescientos pesos, los recontó en el mostrador vitrina y Fabián rápidamente los guardó en

su bolsillo derecho de su viejo pantalón, se despidió de Don Hernán y salió a transitar la calle.

Miró una y otra vidriera, indeciso, paseo de una punta a la otra la calle comercial de la ciudad, y

luego volvió, habían tantas cosas que el podía comprar con el dinero que tenía en su bolsillo, del

que no sacaba su mano apretándolo. Miró la vidriera de una tienda, y pensó, mejor sería que le de

unos pesos a Lucinda que ella haga la compra, pero tampoco puedo volver a casa con las manos

vacías, así que pasó por el almacén y allí compró lo que al le parecía un lujo, una lata de dulce de

durazno, un kilo de dulce de membrillo, uno de dulce de batata, y un trozo de un kilo de queso,

miel de caña, y eligió unas manzanas que también las pesó el almacenero, y por último unas

galletitas dulces surtidas, pagó de contado, y tomó el paquete, y volvió silbando para su humilde

vivienda.

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El Pescador Página 6

Los más chiquitos que estaban jugando en el frente, lo vieron llegar a la esquina, y salieron

corriendo a su encuentro, el los abrazó con fuerza, y llegó sonriendo a su casa, saludó en voz alta a

su mujer, Hola Mujer aquí traigo una sorpresa para ustedes, saca las cosas de las bolsas, ella

sorprendida lo miró y le respondió, que pasó Fabián, seguro que jugaste a la clandestina, y sacaste

algún dinero de premio, y tranquila mujer después te contaré, pero primero pone lo que traje en

la despensa para el postre después del almuerzo, hay un poco de todo, algo dispone para después

del almuerzo.

La comida ya estaba lista, una sopa de pescado con papas. Todos se sentaron en la mesa y

contentos comieron y luego se atracaron en el postre, el dulce de membrillo con queso.

Luego del almuerzo, los chicos locos de contentos se fueron a l fondo al patio a disfrutar del

hermoso paisaje del descampado en donde vivían, eran pocas las casas que había en el barrio,

todas con el rancho al frente y un gran fondo. A jugar a la pelota los varones y las nenas a jugar

con sus muñecas de trapos.

La pareja quedó sola y entonces Lucinda, extrañada por las actitudes de Fabián, no vaciló en

hacerle algunas peguntas, y puso énfasis de entrada, cosa que su marido se vea obligado a

contarle.

Decime Fabián, que está pasando que desde anoche te noto extraño, será que no te has metido a

chivear, no me digas que no te creo que la plata sea de la venta de pescados, pues cuando saliste

para el centro no llevaste ningún pescado, no te habrás metido en compromisos con esa gente

artera, que vive del contrabando, lo único que faltaría que un día de estos te lleven detenido y ahí

que será de nosotros, no te olvides que vos sos el puntal del rancho, sin vos y el fruto de tu

trabajo buena ayuda dan para el puchero. No podés poner en riesgo a la familia que conmigo

formaste.

Fabián la miró de reojo, y le contestó, mujer no te pongas nerviosa, en nada de eso me metí, tengo

que contarte algo, pero que de esto nadie se entere.

Resulta que esa tardecita que rumbee para el río, algo raro me sucedió, y en el sendero del monte,

antes de llagar a la costa parecía ánima me apareció, no fue en forma humana, mas fue una briza

fuerte que me pasó zumbando por la espalda, y luego sentí el retumbar de pasos rápidos y una

corrida después que de pronto terminó con un desparramo de monedas que escuché, y en donde

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bajé la vista en el camino allí me pareció ver unas manchas que parecían monedas, y allí comencé

a escarbar primero como pollo y luego como tatú, y saque un puñado de monedas que de oro

resultaron ser.

Las escondí bien por las dudas, y una me la guardé, y en el centro el joyero don Hernán , me dijo

que eran de oro, y muy antiguas entonces me dio unos cuantos pesos por ella lo que vale en

gramos de oro, pero me digo que va averiguar bien cuando vaya a la capital, cual es el valor

autentico que eso depende de la antigüedad y que los coleccionistas de antigüedades pagan bien,

y a la vuelta arreglaremos bien por lo real.

Acompáñeme Lucinda, que le mostraré en dónde esta el resto, quedan veintinueve monedas, que

cuando llegue el momento puede que nos sirva para venderlas y otra vida comenzar, ya salir un

poco de la pobreza que es lo que me oprime el pecho en sólo pensar en ustedes que son la razón

de mi existencia.

Ella lo miró y sonrió, le tomó de las callosas manos, y un beso en su mejilla le dio. Y ahí nomás los

dos de la mano hacia el monte enfilaron.

El se agacho cavó en el hoyo, y el trapo sacó, le mostró las monedas y luego rápido las volvió a

colocar en el lugar en dónde antes estaban.

Lucinda cambió el aspecto de su rostro, y también su forma de andar y volvieron despacio al

rancho, sin palabra pronunciar.

Pasaron unos días, y Fabián volvió al negocio de don Hernán, quien cuando lo vio una sonrisa le

dirigió, esperaron que se vaya un cliente y luego el joyero le comentó que la moneda tenía un gran

valor, y en dólares se cotizaba en dos mil dólares, así que el la vendió, y que tenía otro dinero para

entregarle, y que ya le entregó trescientos pesos, el valor de cien dólares le quedaban cinco mil

cien pesos , descontando el diez por ciento o sea seiscientos pesos que era la comisión.

Fabián se puso inquieto tembló como una hoja, y el joyero comprendió, que era mucho lo que el

hombre iba a tener en sus manos, y le preguntó quiere que le dé todo junto y que le vaya dando

de a poco, y Fabián rápido le contestó:

Deme todo de una sola vez, ya sabré consultando con mi mujer que cosas compraré, de todos

modos es y no es mucho para mucha gente, por lo tanto me lo llevaré.

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El joyero fue a la caja y contó el dinero y un fajo le entregó, que Fabián ni los contó, y con mucha

premura pero si agradecido se despidió del buen comerciante, que la buena de dios le puso en su

camino, para ayudarlo en momento fortuito.

Llegó a la casa y el dinero le puso en la falda del vestido de su mujer, ella le miró sorprendida, y allí

nomás de la emoción los dos se abrazaron y se pusieron a llorar, aparecieron sus hijos que nada

entendían del tema, ella presurosa, el dinero escondió, ellos no comprendían el porque de la

situación.

De pronto Fabián reaccionó, y antes de alguna pregunta les ordenó que vayan un poco afuera que

visiten a sus abuelos que el y la madre tenían cosas que conversar que no era cosa que ellos tenían

que escuchar.

¿Que hacemos esto Fabián? Le preguntó.

El antes de contestarle, pensó unos segundos, y le respondió:

Mujer, mañana por la tarde pasa el tren por la estación, junta lo mas necesario, para llevar en el

tren, las ropas mas nuevas y lo poco de valor que tengamos.

Y a eso de la seis y media de la tarde estaremos todos en la estación, nos vamos mujer en el tren a

la Buenos Aires.

Ella lo miró y un algo quiso decir, pero Fabián le tapó la boca. Ella como una buena mujer movió su

cabeza en señal de asentimiento, y nada dijo.

Lucinda llamó a sus hijos, y les pidió a los mas grandecitos que preparen sus cositas las de mayor

estimación y de valor, que no eran en realidad nada de valor, y que hicieron un atado para llevar y

que al día siguiente viajarían con rumbo a la capital, y les recomendó que no cuenten de esto a

nadie.

Llegó la noche, ya los niños dormían, y ellos quedaron sentados en la mesa de tablas de la

pequeña pieza que servía a la familia de cocina y comedor, los dos frente a frente se miraron,

iluminados por la luz de un candil, que largaba de su mecha de lana cruda, una luz roja y humo

negro, era toda una aventura la que decidió Fabián, tomar una decisión tan rápida, y con un

rumbo no planeado.

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Y ella con voz temerosa le preguntó a hombre:

¿Que planes tienes pensado para todos cuando estemos allá?

Fabián le contestó:

¿Y qué planes de futuros tenemos aquí?

Con la plata que tenemos buscaremos por allá mejor vida para nosotros, con plata podemos

lograrlo, siempre con tu ayuda mujer, puede que nuestros vivan mejor al igual nosotros, y nadie se

fijará en nosotros, pasaremos en ese gran hormiguero, como otras hormigas más.

Luego de esas palabras el tomó la delantera y seguido de ella llevando en sus manos el candil al

dormitorio se fueron, y durmieron hasta el clarear del día cuando el gallo cantó.

Salió Fabián de su rancho y se dirigió al rancho de sus padres viejos, les comentó del viaje y les

pidió sus bendiciones, su madre, con descarnadas y ajadas manos le acarició el rostro. Y de su

cuello sacó una cadenita y una medallita de plata que tenía grabada a la virgen de Itatí, y al cuello

de su hijo colgó, y estas palabras le dijo a su hijo que seguía el rumbo de los demás de sus

hermanos.

Hijo Dios te acompañe a ti, a tu mujer y a tus hijos, despídete de tu viejo padre, mucho te vamos a

extrañar, pero no podemos oponernos a que busques una mejor oportunidad.

EL viejo padre miró a su hijo se le entrecerraron los párpados, e hizo fuerza para no llorar, y

temblando por el sentimiento, un fuerte abrazo le dio.

Hijo, sigue siempre el camino del que te enseñamos, no te salgas de él, sigue la ruta de la

honestidad y el trabajo, siempre con la verdad, yo hace mucho pensaba que aquí no hay futuro

para vos, búscalo por allá, cuando vuelvas tal vez ya no nos verás, que El Señor guié tus pasos

acordáte que vos sos el hombre que tenés que cuidar por los tuyos, nosotros contentos a pesar de

tu ausencia, pensaremos en ti, y que la suerte te acompañe.

Esa fueron las últimas palabras del padre que les dijo a su hijo Fabián.

La tarde se hizo larga, y salieron una hora antes caminando la familia y echaron una última mirada

al rancho que hasta ese día era su hogar, como grabando en sus mentes aquel tan querido lugar.

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Llegaron a la estación todos, Fabián se acercó a la ventanilla y cuatro pasajes compró, los

pequeños de cuatro y dos no pagaban, así le dijo en la ventilla el empleado que les vendió,

Ya se sentía cerca el retumbar del ruido del tren, hasta que por fin paró a levantar el pasaje, y a

indicación de un guarda en un vagón toda la familia subió.

Esperaron unos minutos y luego el fuerte pitido del tren despidiéndose del pueblo arrancó con

rumbo a la capital.

Así pasaron los años, nunca se supo de Fabián y su familia, sus padres ancianos murieron, y los

años pasaron, ya pocos y casi nadie delos de antes quedaban vivos.

Ya no era un pueblo, se había transformado en una gran ciudad.

Un buen día por la tarde entró un auto con patente de la capital, avanzó lento por la avenida

principal, paró en la esquina en la estación de servicio, un mozo joven iba al volante, a su lado un

viejito, que miraba sin perder detalles cada metro en que el auto avanzaba, a mitad de la avenida,

un cartel luminoso, con letra grande indicaba que era un hotel.

El auto paró y el joven bajó primero y se dirigió al hall de entrada y habló con el que estaba

atendiendo y una habitación para dos pidió.

Bajaron del auto y se instalaron los dos en una habitación, la noche enseguida llegó, cenaron en el

comedor del hotel, cansados por el viaje, a dormir después se fueron.

A la mañana siguiente joven que era el nieto, y su abuelo, no desayunaron y en el auto hacia la

zona del río rumbearon.

El viejo lo guiaba apuntando con su índice el camino, todo era extraño, todo nuevo el paisaje, las

casas, y de pronto el anciano al joven en el hombro le tocó, el joven frenó el auto, y lo acomodó a

un costado, y bajó primero, abrió la puerta para que baje su viejo abuelo, que ochenta años tenía,

apenas y con ayuda este se irguió sosteniéndose firme de un bastón.

¿Que es esto? se preguntó Fabián, ni un vestigio quedaba de aquello que hace cincuenta años dejó

atrás, caminó unos pasos miró barranca abajo, y recién el viejo sauce divisó, bajó lentamente el

sendero, y al llegar se largo de rodillas, fuerte retumbaron sus rodillas, y allí se persignó, ni una

cruz había cerca, ni rastros de sus padres quedaron, y entonces un llanto corto largó, luego del

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bolsillo de su saco una vela sacó, y con la ayuda de su nieto la prendió y en el suelo blando la

clavó.

Todo se había diluido en el tiempo, nada quedaba allí, Lucinda ya había muerto, quedaban sus

hijos en la ciudad todos triunfaron, y veinticinco nietos le dieron, y allí quedaron todos era ese el

propósito que se impuso cuando cincuenta años atrás dejó ese lugar.

Subió barranca arriba, aspiró el aire de la costa, y al auto se dirigió.

Su nieto había quedado atrás mirando hacia la otra orilla, Fabián se sentó, metió su mano en el

bolsillo del saco un cigarrillo sacó que encendió con un fósforo de cera, y contempló el paisaje,

pego una pitada y sonrió, y de pronto sintió un brisa que le golpeó el rostro y escuchó unas

monedas caer, sacó de su billetera una nota y la puso sobre el tablero del auto, y allí se durmió.

Cuando subió su nieto, notó el rostro de su abuelo que parecía dormida con una sonrisa en sus

arrugados labios, que sostenían el cigarrillo encendido, lo tocó, le habló, pero nada conmovió al

anciano, levantó su vista el muchacho y vio la nota que decía “ Llegó mi hora aquí he de

descansar”.

El muchacho tramitó su entierro, a sus padres comunicó, y luego en un foso al lado del árbol

colocaron su ataúd.

Había cumplido su sueño, allí quedó durmiendo feliz el sueño eterno en su lugar natal, el pescador

Fabián.

El municipio allí colocó una placa y dos bancos de cemento y mármol y erigió una estatua la de un

simple pescador, hoy los que bajan de paseo se sientan a mirar el río, el río que en otros tiempos

miró Fabián.

Autor: Jorge Acuña