EL CONCEPTO JURIDICO LA REPRESENTACION EN DERECHO …

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EL CONCEPTO JURIDICO LA REPRESENTACION EN DERECHO PRIVADO CONFERENCIA PRONUNCIADA EN LA ACADEMIA M atritense del N otariado EL DÍA 15 DE JUNIO DE 1964 POR D. LUIS DIEZ-PICAZO Y PONCE DE LEON Catedrático de Derecho Civil

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EL CONCEPTO JURIDICO LA REPRESENTACION EN

DERECHO PRIVADO

CONFERENCIA

PRONUNCIADA EN LA ACADEMIAM a t r i t e n s e d e l N o t a r ia d o EL DÍA 15 DE JUNIO DE 1964

POR

D. LUIS DIEZ-PICAZO Y PONCE DE LEONCatedrático de Derecho Civil

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1. Introducción.— Planteamiento del problema. — Sus bases dogmáticas.

El fenómeno jurídico, que se conoce dentro de la sistemá­tica del Derecho privado moderno con el nombre de representa­ción y cuyo estudio ocupa una gran extensión en la parte gene­ral de los tratados de Derecho civil, es, sin embargo, una figura muy difícil de sujetar a un esquema conceptual que cumpla al mismo tiempo los requisitos de ser satisfactorio y de estar exento de críticas. Nos ocurre en este punto como en la mayor parte de los territorios de lo que nosotros los juristas denominamos, acaso demasiado pomposamente, la ciencia del Derecho. Poseemos, sin duda, una serie de ideas que a primera vista nos parecen extraordinariamente claras, pero cuyos perfiles o contornos, a medida que vamos profundizando en ellas, se van borrando len­tamente hasta quedar por casi completo desdibujados. Nos do­mina entonces una especie de zozobra o de angustia, de insegu­ridad, de incertidumbre.

Todo este hermoso edificio conceptual, que hemos ido poco a poco haciendo objeto de nuestro aprendizaje y de nuestro es­tudio, parece asentado más que sobre unos sólidos cimientos, sobre un terreno que es eminentemente movedizo, hasta el punto de que se encuentra en trance de desmoronarse si lo socavamos un poco. El temperamento de los juristas, estereotipadamente conservador, propenderá a dejar las cosas tal como están. Nos­otros, sin embargo, impulsados por una urgente necesidad, debe­mos revisar estos dogmas que hemos recibido para comprobar y calibrar qué grado de verdad existe en ellos o bajo ellos.

Todo fenómeno jurídico, en sí mismo considerado, no es en rigor otra cosa que una serie de problemas sociales típicos— tí­picos por su constancia y por su repetición y típicos también por la configuración o por la conformación que adoptan— junto con

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una serie de soluciones que a estos problemas da en un deter­minado momento histórico una determinada comunidad o grupo humano. Como ha puesto de relieve F r i t z v o n H i p p e l , todo ordenamiento jurídico no hace en rigor otra cosa que dar una respuesta o una solución a una serie de conflictos. Es lo que el autor citado denomina la «Antwortfunktion» del ordenamiento jurídico. Esta idea me parece que es muy significativa para com­prender el origen de la teoría de la representación. En el punto de partida de la teoría de la representación no hay probable­mente nada más que esto: un problema práctico, que consiste, sucintamente, en hacer posible una cooperación o una colabo­ración entre los miembros de una misma comunidad jurídica impulsada por razones de necesidad o de pura conveniencia. Una persona gestiona o tutela asuntos o intereses de otra y con este fin realiza para ella toda una serie de actos y de negocios jurídicos: Ticio encomienda a Cayo que cuide de sus intereses porque él tiene que ausentarse; Ticio abre un establecimiento mercantil y coloca a Cayo al frente del mismo; la limitación de la capacidad de obrar de Ticio hace necesario que otra per­sona, Cayo, asuma el cuidado de sus bienes.

El ordenamiento jurídico, como decíamos, no hace al prin­cipio otra cosa que dar respuesta a una serie de problemas so­ciales típicos. La representación aparece así como una respues­ta del orden jurídico al problema social típico de la coopera­ción en la gestión y cuidado de los bienes e intereses ajenos. La ((Antwortfunktion» no es, sin embargo, nada más que el punto de partida. Cuando un conjunto de problemas que son, como hemos dicho, sustancialmente típicos, aparece establemente re­gulado por normas jurídicas, la realidad socio-económica se institucionaliza. La institución, en cuanto realidad social típica establemente regulada por normas jurídicas, se convierte enton­ces en lo que podríamos llam ar un instrumento de dinamización de la vida jurídica y de apertura de nuevas posibilidades. Este empleo de la institución de la representación como un medio de dinamización de la vida jurídica, o como un medio de «exten­der la personalidad humana», según dictó la sentencia del Tri­bunal Supremo de 8 de octubre de 1927, es también muy claro y ha sido recientemente puesto de relieve por un autor portu­

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gués, D ía z M a r q u e s . N o es necesario subrayar este hecho de una gran frecuencia estadística: la persona que comparece a otorgar una escritura pública o un documento privado, no es la llamada a ser parte en el negocio jurídico contenido en el docu­mento. El autor del negocio jurídico no es la parte del negocio, sino su representante.

No es necesario, como decía, destacar la importancia eco­nómica que el fenómeno representativo posee en nuestros días, como instrumento de dinamización de la vida social. Un autor mejicano Jorge B a r r e r a Gr a f , que ha publicado recientemente dos trabajos muy similares, uno de ellos en Italia, en el Archivo Giuridico de Filippo Seraffini, y otro entre nosotros, en la Re­vista de Derecho Mercantil, recordaba, muy agudamente por cierto, una idea que es de uno de nuestros más señeros filósofos. En la sociedad actual, dice O r t e g a , el gerente, el manager, se ha convertido en un elemento que está en primer término, en una pieza principalísima de nuestra vida económica y jurídica, en algo así como lo que los relojeros llamaban la «rueda cata­lina». Convengamos, pues, en que en esta sociedad nuestra de gerentes y de managers la representación, omnipresente, es algo más que una pieza; es un complicado mecanismo de relojería de una importancia capital, que nosotros debemos procurar que funcione con toda precisión y exactitud.

Toda realidad social institucionalizada, decía, dinamiza la vida jurídica e impulsa una apertura de nuevas posibilidades de actuación. Con ello experimenta un ensanchamiento el círculo de los problemas a que el ordenamiento debe dar respuesta y, en última instancia, la institución misma. Que esto ha acaecido también en torno a la idea de representación es algo que no precisa tampoco una demostración prolija. La figura de la re­presentación nace, según hemos visto, para permitir que la ges­tión y el cuidado de los intereses y de los asuntos de una per­sona pueda confiarse a otra, pero en seguida permitirá situa­ciones indirectas u oblicuas: representación en interés conjunto del representante y del representado; representación en exclu­sivo interés del representado o en interés de un tercero.

Toda institución jurídica es, además obviamente, el resul­tado de un lento proceso de evolución histórica. En la figura a

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la que ahora dedicamos nuestra atención esto es tal vez más claro que en ninguna otra. La figura que nuestra doctrina civilista conoce hoy con el nombre de «representación» es el resultado de un acarreo sucesivo de soluciones históricas, soluciones ro­manas, de soluciones adoptadas por los canonistas y por los cul­tivadores del Derecho común y, sobre todo, de soluciones pro­puestas en la reelaboración que realizan los juristas alemanes durante el siglo xix. Examinemos, aunque sea muy brevemente, cada uno de estos puntos.

Forma parte del cúmulo de los tópicos de nuestra ciencia del derecho la afirmación según la cual el Derecho romano no conoció la figura de la representación. Esta afirmación hay, sin embargo, que ponerla en tela de juicio. Es cierto que en el De­recho romano no se conoció la figura de la representación tal y como nosotros la concebimos hoy, pero no es menos cierto que el Derecho romano encontró solución a cada uno de los problemas prácticos que se encuentran en la médula del fenó­meno representativo. Este tema fue estudiado con una gran pro­fundidad por Ludwig M i t t e i s en un libro clásico, publicado en Viena en 1885 {Die Lehre von der Stellvertreting nach ró- mischen Recht), que ha sido objeto de una reciente reedición fotostàtica que conserva todo el sabor de la obra original. En el Derecho romano cualquiera que actúa por o para otro— llámese tutor, curador, síndico, procurador, etc.— realiza un acto cuyos efectos se producen únicamente en su propio patrimonio, sin perjuicio de la obligación de una posterior atribución o trans­misión de estos efectos al dominus negotii. Esto significa que en

i el Derecho romano todo el centro de gravedad de la gestión re­presentativa se encuentra en la relación jurídica que existe en­tre el dominus negotii y el gestor. La forma típica de una rela­ción de gestión es, por ello, naturalmente, el mandato. De aquí se deduce que los resultados empíricos de lo que hoy llamamos representación se consiguen en el Derecho romano a través de la figura del mandato y esto explica que durante siglos el man­dato haya sido la sedes materiae de todos los problemas de la gestión representativa.

La regla es, por lo tanto, que los efectos de un acto o de un negocio jurídico sólo se producen entre las personas que cele­

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bran dicho negocio o que realizan dicho acto; esto es, no hay nunca un efecto directo entre el dominus negotii y el tercero con quien el gestor ha contratado, sino únicamente un efecto entre el gestor y el tercero. El dominus negotii, a su vez, tiene una acción contra el gestor para que éste le atribuya o le trans­mita los resultados obtenidos con el negocio, pero esta acción es una acción puramente personal. En aplicación de esta idea matriz se sentará la máxima con arreglo a la cual «per extra­neam personam nemo adquirí potest».

La regla tiene, sin embargo, al parecer, en el mismo Dere­cho clásico, algunas excepciones muy notables. La primera de ellas se da en punto a las adquisiciones de los siervos y de los filii. El siervo y el filiusfamiiae, dice F e r r in i , adquieren di­rectamente para el patrimonio del paterfamilias. La idea fun­damental es que en la familia no hay más que un único patri­monio y que el titular de este único patrimonio es el paterfami- lias. Todos los demás componentes en sentido lato de la familia son órganos económicos del pater. Todavía podríamos decir más. Los filii y los siervos son los órganos representativos nor­males del pater familias y su gestión representativa produce unos efectos directos. Por esta razón, la regla limitativa que antes exponíamos, se refería únicamente a personas extrañas.

La segunda excepción se presenta en los supuestos de las llamadas actio institoria y actio exercitoria. La segunda zona donde funciona una especial forma de representación se pro­duce pues, dentro de lo que hoy llamaríamos Derecho mer­cantil Cuando el paterfamiliae se dedica al comercio o al exer­citium navis, los actos realizados por el institor, esto es, lo que hoy llamaríamos el gerente o el factor, y los actos del magister navis, dentro de la esfera de sus atribuciones, obligan directa­mente al principal o dominus negotii.

La tercera excepción la constituye la representación in ad- quirenda possessione. En el Derecho clásico se admitió ya que la posesión puede ser adquirida por medio de un tercero, y G a y o nos enseña que «per cosquos in potestate habemus adqui- ritur nobis... possessio».

Hasta aquí, muy resumidamente expuestos, los materiales romanos.

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La transformación que estos materiales van a ir sufriendo a lo largo de lo que S a v ig n y ha llamado el Derecho romano del Medioevo, el Derecho común o lo que nosotros más simplemente denominamos Derecho intermedio, me parece que es en éste, como en tantos otros puntos, la clave del problema. También aquí nos tendremos que conformar con hacer una excursión ra ­pidísima renunciando a una investigación más profunda.

Parece demostrado que fue el Derecho canónico quien hizo quebrar la regla romana «per extraneam personam» y quien sentó cabalmente la regla contraria. En el parágrafo del Código canónico «De diversis regulis juris» se dice expresamente: «potest quis per alium quod potest facere perseipsum».

El autor que ha estudiado con mayor amplitud el tema de la representación del Derecho intermedio es Hermann B u c h k a , en un libro ya antiguo, Die Lehre v o t i d e r Stellvertreteung bei Eingehung von Vertragen, que es de 1852.

A juicio de Buchka, es en las disposiciones de los Papas donde se produce el punto de vista moderno de la admisibilidad general de la representación en los actos jurídicos. Así, por ejemplo, en el capítulo «de prebendarum» del Código Canó­nico se admite que la investidura se puede hacer a un represen­tante de aquel que debe recibir el beneficio: «clericus absens per alium vel alios magis pro se ipso poterit de beneficio ecle­siástico investiri». Si no ha precedido ningún mandato, es nece­saria una posterior ratificación para la efectiva adquisición del beneficio, pero antes de realizarse esta ratificación, el Obispo que lo confiere no puede transm itir la investidura a otra per­sona.

Por otra parte, en el propio Código Canónico, en el capítulo «De procuratoribus», en el libro VI, se declara lícita la cele­bración de un matrimonio por medio de un mandatario espe­cial.

Una reelaboración completa de la figura de la representa­ción no se realiza, sin embargo, hasta que los juristas alemanes acometen su estudio en el siglo xix. Los pandectistas alemanes, aplicando todavía el Derecho romano, se encuentran con la pe­nuria de los textos a que antes hacíamos referencia v con que frente a ellos la realidad social había ido creando con carácter

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general una figura de representación con efectos directos e inmediatos para el dominus negotii o principal. Su introducción, en contra del Derecho romano, la justifican los pandectistas por vía consuetudinaria. Pero es el intento de dibujar netamente los contornos de esta nueva figura lo que les va a dar ocasión a los juristas alemanes del siglo xix para realizar una labor que no sólo es característica de su peculiar modo de operar, sino que es tal vez una de sus mejores aportaciones a la ciencia del De­recho.

El punto de partida de la reelaboración germánica es, natu­ralmente, S a v ig n y , que estudia el tema en el parágrafo 113 del

' Sistema del Derecho romano actual al abordar el examen de los actos jurídicos y de las declaraciones de voluntad.

El segundo punto clave de la reelaboración alemana es, se­guramente, el libro de B u c h k a que he citado antes. B uchica hace sobre todo una «Dogmengeschichte», esto es un acarreo minucioso de los materiales históricos necesarios para la faena.

El tercer punto, de seguro, es Rodolfo von I h e r in g , que elabora su doctrina de la representación en un trabajo muy amplio que se publica en los «Jahrbücher für die Dogmatik», que lleva su nombre, en los años 1857 y 1858. Son por lo tanto los volúmenes primero y segundo de la colección. El trabajo lleva por título «Mitwirkung für fremde Rechtsgescháfte», es decir, colaboración o participación en los negocios jurídicos ajenos. Un estudio de la doctrina de la representación, dice I h -e r in g , le ha conducido a investigar una serie de relaciones que guardan con la representación una cierta semejanza y que a menudo se confunden con ella. La delimitación es necesaria para dejar claramente sentado el concepto de representación.

A un negocio jurídico ajeno, continúa diciendo I h e r in g , se le puede prestar una colaboración puramente práctica o de he­cho y una colaboración jurídica. La primera es una ayuda casi exclusivamente física y no posee otro carácter que el de la mera prestación de un servicio. La colaboración o participación ju rí­dica en el negocio de otro, que para nuestro tema posee una im­portancia mayor, puede ser de tres maneras. Cabe, en primer lugar, una participación conjunta con la intervención del inte­resado o parte del negocio en sentido estricto, como es, verbi-

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gracia, un asentimiento, un complemento de capacidad, una aprobación, etc. Cabe, en segundo término, una actuación en lugar del principal, es decir, sustituyéndole, pero sin concluir el negocio en su nombre. I h e r in g llama a esta figura «ersatz- mann», traduciendo al alemán la expresión latina «persona in­terposita». La doctrina posterior lo llamará representación indi­recta, representación inmediata o representación oculta. El ter­cer supuesto de colaboración jurídica en el negocio ajeno es la verdadera y propia representación, que se da cuando se con­cluye un negocio jurídico en lugar del principal y en su nom­bre. Aquí se encuentra, claramente expuesta, la doctrina mo­derna de la representación: conclusión de un negocio jurídico en lugar del principal y en su nombre.

La postura de I h e r in g provoca inmediatamente un trabajo de S c h e u r l , que se publica en la misma revista, donde se van perfilando ya los puntos de lo que hoy podemos llamar la doc­trina clásica de la representación, la cual se consagra definiti­vamente en la obra de W i n d s c h e id y con él en el Código civil alemán. Para W in d s c h e id la representación es una declaración de voluntad que se realiza o emite por medio de otro. Sólo hay verdadera representación cuando el acto se realiza en nombre de otro y cuando una vez declarada la voluntad del represen­tante, junto con la manifestación expresada o tácita de que ac­túa en nombre de otro, esta declaración de voluntad del repre­sentante, supuesto que no se haya excedido de los límites del poder de representación, no produce para él ningún efecto y para aquel por quien actúa produce el mismo efecto que si éste hubiese actuado por sí mismo.

La doctrina hoy ya clásica de la representación se consa­gra, como he dicho, en el Código civil alemán, y su exposición,

• clásica también, se puede encontrar en el libro de Josef H u p k a (Die Vollmacht), que es del año 1900 y que entre nosotros tra­dujo, con el título de La representación voluntaria, el profesor S a n c h o S e r a l , publicándose en 1930.

Los pilares básicos de esta doctrina clásica de la represen­tación son los siguientes :

La representación es la conclusión de un negocio jurídico por medio de otra persona que actúa en nombre del representado y

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de manera tal que los efectos jurídicos se producen siempre de modo directo en la esfera jurídica del representado y nunca en la del representante. De ello se deducen algunas consecuen­cias que conviene retener: la primera, que la representación es un capítulo de la teoría general del negocio jurídico, lo que en­tre nosotros goza de general aceptación: por ejemplo, Ca s t Án , E s p í n , A l b a l a d e j o , etc. En segundo lugar, que el «alieno no­mine agere» o actuar en nombre ajeno y la eficacia directa e inmediata de la actuación representativa son esenciales para la idea misma de la representación. Se sigue de ello que la llama­da representación indirecta o mediata no debe ser considerada como verdadera representación. Se propugna incluso excluir su estudio de este lugar, llevándolo a otra sede más adecuada, así como asignarle un nombre diverso que exprese con toda clari­dad la radical diferencia que existe entre este supuesto y la representación verdadera y propia. I h e r in g hablaba, como he­mos visto, de «Ersatzmann». S c h e u r l , de «Zwisehenperson». B e t t i habla de «interposición gestoría». Entre nosotros, se ha­bla a veces de «mandato no representativo».

El segundo de los pilares básicos de la doctrina clásica con­siste en sostener que para que exista representación basta ese actuar del representante en nombre del representado. Sin em­bargo, para la producción de la eficacia directa de la gestión representativa es menester un nuevo requisito, a saber: que a la actuación representativa se sume, una de dos, o un previo poder de representación o una posterior ratificación del dominus negotii. El poder y la ratificación son los requisitos de la efi­cacia directa. Para la actuación representativa basta, sin em­bargo, el «alieno nomine agere». De ello se extraen dos conse­cuencias importantes, una, que se puede hablar con absoluta propiedad de una «representación sin poder», que es, sin em­bargo, una verdadera representación: otra, que se escinden y se aíslan, independizándolos totalmente en su funcionamiento y en su régimen jurídicos, el negocio de concesión del poder y el negocio de actuación del representante.

El tercero de los pilares de la doctrina clásica de la repre­sentación lo constituye el dogma de la irrelevancia del interés que guía al representante en la gestión o actuación representa-

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ti va. Cabe, por lo tanto, no sólo una representación en interés del representado, sino también una representación en interés del propio representante («procuratio in rem suam») o en interés de un tercero.

En cuanto a los pilares de la doctrina clásica de la repre­sentación, es la tan conocida distinción entre mandato y poder y el dogma de la abstracción del poder. Esta doctrina escueta­mente se formula así. El acto jurídico de concesión o de otor­gamiento de un poder de representación, al que se denomina «apoderamiento», se configura desde el punto de vista de su naturaleza jurídica como un negocio jurídico unilateral y recep­ticio, que es independiente de la relación jurídica básica o sub­yacente que le da origen y que le sirve de fundamento, por lo cual puede calificarse como un negocio abstracto.

La distinción entre mandato y poder fue apuntada por I h e r in g en el trabajo que cité antes y desarrollada am plia­mente por L a b a n d en una monografía famosísima que ha he­cho que su autor haya merecido el honor— tal vez es el único caso—-de ser citado nominalmente en una sentencia de nuestro Tribunal Supremo. Es, sin embargo, muy curioso observar que cuando entre nosotros se cita la obra de L a b a n d y la distinción entre mandato y poder, no se citan la mayor parte de las veces las ideas de L a b a n d , sino las de W i n d s c h e id , conocidas pro­bablemente a través de la traducción italiana del Derecho de Pandectas, de Carlo F a d d a y Paolo Emilio B e n s a . Las ideas de W i n d s c h e id son anteriores a las de L a b a n d , entre otras co­sas, porque el propio L a b a n d lo cita y se sirve de él. W in d ­s c h e id distingue en una somera nota de pie de página las figu­ras del mandato y del poder del siguiente modo : mandato sig­nifica que uno debe o está obligado a hacer algo, mientras que poder supone que uno tiene la potestad de hacer; el mandato es una relación obligatoria entre el mandante y el mandatario, mientras que la idea de poder designa la posesión jurídica indi­vidual de la persona del apoderado, contemplada sobre todo desde el lado externo, es decir, por los terceros que contratan con él; finalmente, cabe un mandato sin poder— como cuando el mandatario actúa en su propio nombre— y en un poder sin mandato. Hasta aquí W in d s c h e i d .

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L a b a n d publicó su trabajo en 1 8 6 6 en el «Zeitschrift fiir Handelsrecht». El trabajo tenía un objeto muy concreto y per­fectamente delimitado, que era estudiar la representación en la celebración de negocios jurídicos en el Código de Comercio vi­gente a la sazón. El tema le brindó, sin embargo, la ocasión.

Nada ha sido— dice L a b a n d — tan perjudicial para el ver­dadero concepto de la representación y para la construcción jurídica de esta institución como la confusión de la representa­ción con el mandato a que dio ocasión el Derecho romano. Do­quiera que alguien actúa en el lugar de otro en virtud de un poder de representación, se supone que existe un mandato. Al representado se le llama mandante y al representante mandata­rio. Las expresiones «Auftrag», «Mandat» y «Vollmachtsverte- rag» se utilizan como sinónimos por los juristas. Incluso aque­llos autores, como W in d s c h e i d , que tratan de distinguir con más precisión, se limitan a referir la palabra mandato a la re­lación entre el mandante y el mandatario y la palabra poder a la relación del mandante con el tercero, y de esta manera se dice que mandato indica el lado interno de la relación y poder el lado externo.

Esto no es exacto y conviene perfilar la distinción, piensa L a b a n d . Es cierto, dice, que mandato y poder pueden coincidir : en el mandato que yo confiero a otra persona para que celebre un negocio jurídico por mi cuenta, existe con frecuencia el po­der para que lo celebre en mi nombre. Acaso sea posible, in­cluso, afirmar que se presume que todo mandatario, si lo con­trario no está prescrito expresamente por la Ley o exigido por la naturaleza de la relación, está autorizado para actuar como representante del mandante. Sin embargo, es menester conservar clara la idea de que mandato y poder sólo coinciden de manera ocasional, pero no necesariamente, y que de ninguna manera puede decirse que constituyan el lado externo y el interno de una misma relación, porque en realidad son dos relaciones dis­tintas.

Por lo pronto, es claro, añade L a b a n d , tomando como base una observación que había hecho ya S c h l ie m a n n , que puede existir un mandato sin poder, es decir, un encargo que el man­datario deba ejecutar de manera que contrate él con el tercero

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en su propio nombre. Este es, además, el mandato genuino tanto en el Derecho romano como incluso en el tráfico mercantil mo­derno. Cabe, además, un mandato conferido con una orden ex­presa al mandatario de ocultar el nombre del mandante. Po­dría deducirse de ello que el poder es simplemente una cuali- ficación del mandato, de tal modo que entre los mandatos haya que subdistinguir como un subtítulo especial, el mandato con facultades representativas. Esta idea no sería exacta. Hay tam­bién poderes sin mandato. El factor, el socio colectivo, el socio gestor de una sociedad comanditaria, el Presidente de una anó­nima, el naviero y otras personas tienen un poder de represen­tación lo mismo si existe que si no existe el mandato. En la literatura anterior se suponía que en todos estos casos existe un mandato general y tácito, pero esta explicación no es sufi­ciente, pues cuando el principal prohibe al factor la realización de determinados negocios o incluso le ordena expresamente el negocio opuesto, lo hecho por el factor contraviniendo la orden obliga al principal. El factor puede ser responsable frente a su principal, el socio frente a sus consocios, el Presidente frente a los accionistas, pero los terceros que contratan con ellos adquie­ren derechos frente al principal incluso en el caso de que supie­ran que el representante contravenía el mandato que se le había dado. El poder otorga la posibilidad de obligar por medio de los contratos concluidos en nombre ajeno, lo mismo si el dominus ha ordenado la conclusión de dicho negocio que si no lo ha he­cho así. El mandato es. para la facultad de representación, irre­levante. Lo decisivo es el poder, que se confiere en forma dis­tinta y se revoca en forma distinta también.

De todo ello resulta que hay mandatos sin poder, poderes sin mandato y por último que el poder y el mandato pueden ocasionalmente coincidir. Por ende, una aguda separación de estos dos conceptos es una necesidad jurídica. Hay dos nego­cios jurídicos— mandato y poder— que tienen diferentes presu­puestos, diferente contenido y diferentes efectos.

El contrato de apoderamiento («Bevollmáchtigungsvertrag») es un contrato consensual, diferente del mandato, por medio del cual los contratantes se obligan recíprocamente de tal modo que el efecto de los negocios jurídicos que uno de los contra­

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tantes (el apoderado) concluya en nombre del otro (el poder­dante), deba considerarse como si el negocio hubiese sido con­cluido por este último por sí sólo.

Hasta aquí L a b a n d y la doctrina clásica de la representa­ción, que no ha sufrido más modificación que la de considerar el apoderamiento no como un contrato consensual, sino como un negocio jurídico unilateral.

Cada uno de los pilares básicos de la doctrina clásica de la representación ha sido, ya de antiguo, objeto de críticas muy vivas. Entre los críticos de la doctrina clásica debe figurar en prim er lugar Siegmund S c h l o s s m a n n , quien dedicó precisa­mente a esta tarea el primero de los volúmenes de su conocida obra sobre la representación. Más recientemente, en 1955, Wol­frami M u l l e r -F r e i e n f e l l s ha dedicado una monografía exce­lente a revisar los postulados de la doctrina clásica. También en Italia parecen soplar aires de renovación. En la bibliografía más reciente se pueden anotar dos obras de 1962 : una de Luigi M osco, que, como es natural, ha sido ya traducida al caste­llano; otra, de Sigfrido F e r r a r i , donde se trata de examinar la figura de la representación a la luz de la idea de la gestión.

Con estas bases, revisaremos nosotros también cada uno de los postulados de la doctrina clásica.

En prim er lugar hay que señalar que la representación no se limita a ser un capítulo en la teoría general del negocio jurídico y, por lo tanto, no puede definirse como conclusión de un negocio jurídico o emisión de una declaración de volun­tad por medio de otro. La representación es una figura que comprende toda clase de actos jurídicos, incluso los no nego­cíales, y que trasciende al Derecho privado y se sitúa como un supraconcepto en la teoría general del Derecho, con aplicacio­nes en todas las disciplinas jurídicas ; v. gr., en el Derecho pro­cesal, en el administrativo, en el internacional, etc.

Aunque nos limitáramos al Derecho privado y dentro de él a la órbita del negocio jurídico, la representación no puede ser

1 definida, según se hace usualmente, como un actuar en nombre ajeno. Para dilucidar la exactitud de una concepción semejante es menester plantearse el problema de averiguar qué se quiere decir en rigor cuando se exige como elemento característico de

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la representación el actuar «en nombre de otro» y cuál es el verdadero sentido que puede tener la contraposición entre un alieno nomine y un proprio nomine agere.

Es este un problema que muy pocas veces se ha planteado en nuestra doctrina de una manera frontal, dándose por supuesta su solución, que se sobreentiende que es evidente y muy clara. Sin embargo, no es así como acontece con frecuencia en Dere­cho con todas las cosas que son aparentemente claras. En un primer intento por concretar la cuestión, se ha dicho que el acto en nombre ajeno exige que se dé a conocer al tercero con el que se contrata o frente a quién se emite la declaración de vo­luntad el carácter representativo de la actuación que se realiza. En seguida, sin embargo, nos apercibiremos de que el puro he­cho de dar a conocer al tercero el carácter de representante con que se actúa no es por sí sólo suficiente para calificar el acto como acto realizado «en nombre ajeno». Es necesario algo más, señala la doctrina usual. Es necesario que se dé lo que se de­nomina una contemplatio domini, esto es, que el representante dé a conocer al tercero no sólo su propio carácter de represen­tante, sino también la identidad de la persona a quien repre­senta. Con ello parece, por lo menos a primera vista, que hemos llegado al punto de concreción que deseábamos: una persona actúa «en nombre» de otra cuando da a conocer al tercero su condición de representante y la identidad de la persona a quien representa. Pero todavía esta fórmula suscita alguna perpleji­dad, pues ocurre que, aunque el representante dé a conocer al tercero aquellos dos extremos y el tercero tome cabal conoci­miento de ellos, el acto en rigor no se puede decir que haya sido celebrado en nombre ajeno si esta circunstancia no se hace figurar como elemento constitutivo del acto mismo. Podría ocu­rrir que a pesar de que se hubiera dado a conocer al tercero el carácter representativo de la actuación, este extremo no se hu­biera hecho constar en el negocio. Más aún: constando en el negocio el carácter representativo de la actuación de una de las partes, si por cualquier causa el representante conviniera en quedar directamente obligado con el tercero, habría contemplatio domini, pero no, para la doctrina usual, verdadera representa­ción. ¿Cuál es entonces la verdadera esencia del llamado acto

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en nombre ajeno? Algunos autores han pensado que la nota esencial radica en el hecho de que el representante manifieste su voluntad de que los efectos jurídicos del acto que realiza se han de destinar a la persona a quien representa. Este modo de pensar es, según mi opinión, insuficiente todavía. Por dos razo­nes: la primera de ellas, porque no basta la pura voluntad del representante de no quedar directa y personalmente obligado por el negocio, sino que es menester una concorde voluntad de am­bos contratantes. La segunda, porque no basta que esta volun­tad se enderece a que los efectos se «destinen» al representado, sino que es menester que esa voluntad se centre en que los efec­tos del acto se produzcan inmediatamente en la esfera jurídica del representado y no en la del representante. Recogiendo esta idea podríamos caracterizar lo que usualmente se llama «actuar en nombre ajeno» como una concorde voluntad de los autores del negocio acerca de la inmediata heteroeficacia del acto que realizan. Pero si esto es así, ocurre que la esencia de la repre­sentación no está ya en la forma de actuar de las partes, sino en la forma de producción del efecto jurídico. La representación sería, en puridad, no un acto en nombre de otro, sino un acto con eficacia inmediata para otro. Si ahora recogemos la vieja observación de S c h l o s s m a n n — que la eficacia directa, indi­recta o mixta no depende de los particulares, sino de la ley— comprenderemos cómo de la columna básica que nos sirvió de punto de partida no queda ya casi nada.

La doctrina clásica es criticable en cuanto sostiene que sólo la representación directa es verdadera representación.

Nosotros, en cambio, sostendremos que también la llamada representación indirecta es una auténtica representación. En

¡ realidad son cosas distintas las formas de agere— proprio y alieno nomine—-y las formas de producción de los efectos ju rí­dicos. La actuación alieno nomine puede obligar directamente al representante (por ejemplo, en caso de exceso de poder). Agere proprio nomine y agere alieno nomine son simplemente species facti tenidas en cuenta por el ordenamiento jurídico para determinar la forma de producción de los efectos. Más que hablar de representación directa e indirecta tendríamos que decir que una actuación representativa produce en unos casos10

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efectos directos; en otros casos, unos efectos indirectos, y en otros, finalmente, unos efectos mixtos.

El carácter oculto— proprio nomine— de la actuación re­presentativa no excluye los efectos directos. Los ejemplos son muy claros. El artículo 1.717 del Código civil dice que cuando el mandatario obra en su propio nombre, el mandante no tiene acción contra las personas con quienes el mandatario ha contra­tado, ni éstas tampoco contra el mandante. En este caso— añade el Código— el mandatario es el obligado directamente en favor de la persona con quien ha contratado, como si el asunto fuera personal suyo. Sin embargo, el párrafo concluye diciendo : ex­ceptuándose el caso en que se trate de cosas propias del man­dante.

En el mismo sentido el Código de Comercio permite que se excluyan de la quiebra del comisionista, como cosas que no pertenecen a su patrimonio, tanto las cosas y efectos que había recibido del comitente, como las que hubiese adquirido para él. Unas conclusiones parecidas, en torno a la representación indi­recta, han sido sostenidas por P u g l ia t t i , en una porción nu­merosa de trabajos y más recientemente por J a c q u e s D r o u in con referencia al Derecho suizo.

El dogma de la independencia y de la separación total en­tre negocio de concesión del poder y negocio representativo ha sido agudamente criticada por M u l l e r -F r e i n f e l l s en el libro citado ya. Este autor entiende que la conclusión de un negocio jurídico con la ayuda de un representante constituye un «Tatb- stand» complejo que está formado por la suma del apodera- miento y del negocio del representante.

Pero el punto más debatido es seguramente el de la abstrac­ción e independencia del poder. Entre nosotros, A l b a l a d e j o ha recogido la opinión más generalizada en la doctrina en una forma muy gráfica. El apoderamiento, dice, encuentra su razón de ser en las relaciones jurídicas existentes entre el apoderado y el poderdante. El apoderado es mandatario, sirviente, em­pleado, etc., del poderdante. El apoderamiento es de esta ma­nera un medio instrumental al servicio de los fines que persi­gue esta relación básica subyacente. Se discute, entonces, si la relación subyacente puede o no puede considerarse como causa

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del apoderamiento. Si por causa se entiende la función econó­mico-social o el fin práctico perseguido por un negocio, la res­puesta tiene que ser negativa. La función del negocio de apode­ramiento es la concesión de un poder de representación ; en de­finitiva, el que el apoderado pueda celebrar un negocio como representante. En cambio, si por causa se entiende una situa­ción o un negocio jurídico subyacente, que son la raíz y el fundamento de otro negocio posterior que se presenta como derivación y como consecuencia de aquél, es claro que el apo­deramiento tiene su causa en esa relación básica, es decir, en el contrato de mandato, de servicios, de trabajo, de sociedad, etc.

La cuestión se suscita sobre todo con objeto de decidir si el apoderamiento puede o no ser rigurosamente definido como un negocio abstracto, esto es, como un negocio totalmente desli­gado de la relación básica, como un negocio independiente de las vicisitudes de esta relación. Admitido el carácter abstracto del apoderamiento, habría que sostener que éste surte todos sus efectos cualquiera que sean las vicisitudes de la relación sub­yacente. El apoderamiento sería eficaz aunque careciera de cau­sa, esto es, aunque la relación básica no existiera, fuera in­eficaz, hubiera sido modificada o se hubiera extinguido. De la misma manera la independencia del apoderamiento respecto del negocio causal o básico significaría que este último no pue­de proyectar su eficacia sobre el primero, por ejemplo, para in­terpretarlo o señalar su contenido.

El problema de la independencia entre el apoderamiento y el negocio causal o subyacente reviste un cariz completamente distinto según que se contemple desde el punto de vista de las relaciones entre poderdante y apoderado, o desde el punto de vista de las relaciones de ambos con tercera persona. Desde el punto de vista de las relaciones entre poderdante y apoderado es evidente el carácter causal del apoderamiento y la absoluta vinculación entre el apoderamiento y el negocio básico o sub­yacente. El problema se plantea, pues, únicamente desde el punto de vista de las relaciones con los terceros. La seguridad del tráfico jurídico y un normal y fácil desenvolvimiento de las relaciones jurídicas exige que los terceros que contratan con el apoderado no tengan que conocer, examinar o preocuparse por

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esas internas relaciones existentes entre apoderado y poderdante y que puedan confiar exclusivamente en el contenido externo y formal del negocio jurídico de apoderamiento.

Un riguroso planteamiento del tema exige, sin embargo, que este tercero actúe de buena fe, esto es, confiando exclusiva­mente en el apoderamiento. En cambio, si el tercero conocía o debía honestamente conocer la relación básica o subyacente o sus vicisitudes, no puede lícitamente tratar de ampararse en el carácter abstracto del apoderamiento. No hay, pues, verdadera abstracción del poder sino únicamente un efecto reflejo de la pro­tección de, los terceros de buena fe.

Hoy en día está en crisis también la distinción d e L a b a n d entre mandato y poder. De este tema se ha ocupado hace muy poco tiempo y muy agudamente, en la Revista Internacional del Notariado, G o n z á l e z E n r Íq u e z . La distinción entre poder y mandato existe en nuestro mismo Código civil. Los términos po­der y apoderado se emplean con gran pureza técnica en nuestro Código civil en una porción de artículos. Cito los siguientes: 87, 100, 183, 1.280, 5.°; 1.548, 1.692, 1.695, 1.697 y la dis­posición transitoria segunda.

En el 1.697, sin embargo, se produce la confusión cuando se dice que para que un socio obligue a la sociedad es menester que «tenga poder para obligar a la Sociedad en virtud de un mandato expreso o tácito» y que «haya obrado dentro de los límites que le señala su poder o mandato».

La distinción labandiana poder-mandato teóricamente es legítima. En nuestro ordenamiento jurídico, sin embargo, hay que llegar a la conclusión de que, aunque el poder de represen­tación tenga su causa en una relación jurídica especial (verbi­gracia, servicios, sociedad, etc.), la concesión del poder hace aplicables a esta relación las normas del mandato, sin entrar a discutir ahora si, por ello, conserva su primitiva naturaleza o se convierte en una relación mixta.

El último punto criticable de la doctrina clásica es el de la irrelevancia de interés que mueve al representante. El poder de un «procurator in rem suam» (v. gr., de un acreedor facultado para enajenar y cobrar su crédito) constituye, se dice, una vía oblicua o indirecta que en realidad da lugar sólo a una forma

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de fiducia. No pertenece, pues, a la esencia de la represen­tación.

Todo cuando hasta aquí llevamos dicho nos permite no sólo calibrar las dificultades con que tropieza una teoría general de la representación que pretenda ser coherente y armónica, sino, además, y sobre todo las dificultades con que tropieza la construcción del concepto mismo de representación. Para esta­blecer un concepto riguroso de representación, es menester, por tanto, tomar partido previamente en torno a algunos de aquellos problemas básicos de que antes habláramos, pues de la solución que a dichos problemas demos dependerá que el concepto de representación sea uno u otro. En particular son básicas cuatro cuestiones: primero, dilucidar si la llamada representación indirecta, oculta o mediata forma o no parte de la institución que tratamos ahora de definir ; segundo, averiguar, igualmente, si la llamada representación voluntaria y la lla­mada representación legal son dos especies de una institución única o, por el contrario, dos instituciones diversas; tercero, determinar, asimismo, si dentro del marco de la representación caben únicamente aquellas situaciones en que el representante gestiona o tutela los intereses del representado o si, por el con­trario, la denominada «procuratio in rem suam» y la represen­tación en interés de un tercero son auténticos casos de represen­tación; por último, será necesario también, para perfilar el con­cepto de representación en sentido estricto, delimitar nuestra figura de algunas figuras semejantes y aludir sobre todo, aunque sea someramente, a la distinción entre nuncio y representante. Cada una de estas cuestiones que quedan enunciadas, será objeto de un tratamiento detenido en los apartados siguientes.

2. La representación indirecta y la teoría de la. representación.

El prim er punto que, según acabamos de decir, es menester resolver para dejar establecido un concepto preciso y riguroso de la representación consiste en averiguar si la representación indirecta o mediata forma o no forma parte de la institución que estamos estudiando, ya que el concepto que de dicha insti-

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tución demos habrá de ser en uno y otro caso profundamente diverso.

Conocemos ya, aproximadamente por lo menos, las caracte­rísticas generales de la figura que doctrinalmente se conoce con el nombre de representación indirecta. Existe una representa­ción indirecta— se dice— cuando el agente o gestor actúa en su propio nombre con el tercero con quien contrata, de manera que es él quien queda directamente vinculado por el contrato. Se sigue de ello que en este tipo de representación el principal no tiene acción contra el tercero, sino contra el representante; del mismo modo, el tercero tampoco tiene acción contra el prin­cipal y puede únicamente dirigir sus reclamaciones contra el representante. De aquí parece deducirse que es el representante quien adquiere los derechos y asume las obligaciones derivadas del contrato celebrado con el tercero, por lo cual tendrá úni­camente una posterior obligación de transmitir, atribuir o des­tinar al principal los derechos adquiridos y una facultad de exi­gir que éste le resarza de las obligaciones que sobre él pesen o de los desembolsos que haya realizado.

Todo ello aparece perfectamente claro en el artículo 1.717 del Código civil, con arreglo al cual «cuando el mandatario obra en su propio nombre, el mandante no tiene acción contra las personas con quienes el mandatario ha contratado, ni éstas tampoco contra el mandante». «En este caso— continúa dicien­do el precepto legal citado— el mandatario es el obligado direc­tamente en favor de la persona con quien ha contratado como si el asunto fuera personal suyo.»

De un modo muy semejante, el artículo 246 del Código de Comercio establece que cuando el comisionista contrate en nom­bre propio no tendrá necesidad de declarar quién sea el comi­tente y quedará obligado de un modo directo, como si el nego­cio fuese suyo, con las personas con quienes contratare, las cuales no tendrán acción contra el comitente, ni éste contra aquéllas, quedando siempre a salvo las que respectivamente co­rrespondan al comitente y al comisionista entre sí.

Concebida así la figura de la representación indirecta, se trata ahora, no de examinar el modo de su funcionamiento y efectos, que será objeto de estudio más adelante, sino de averi-

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guar si pertenece o no a la teoría de la representación. El pro­blema parece a primera vista puramente dogmàtico, pero pro­bablemente no lo es. En el fondo del mismo laten dos cuestio­nes que, a nuestro juicio, poseen una honda trascendencia prác­tica : la primera consiste en que si la figura de la representa­ción se amplía dando entrada en ella, como una simple moda­lidad de la actuación del representante, a la llamada represen­tación indirecta, esta ampliación del concepto puede a su vez repercutir en el tratamiento general de la figura ; la segunda consiste en que, admitida la representación indirecta en el m ar­co de la representación, cabe paliar, aunque sólo sea en casos excepcionales, el rigor de la falta de acción entre representado y tercero y sacar a la luz en determinados supuestos— v. gr., quie­bra del agente— el carácter representativo de la actuación de este último.

En la doctrina pueden encontrarse argumentos y opiniones en pro de ambas soluciones. La idea misma de «representación indirecta», cuyo origen está en S a v i g n y , que hablaba de una representación de segundo grado ( Stellvertretung zweiter Art), parece indicar que es una verdadera y propia representación. La mayor parte, sin embargo, de los autores posteriores se ha esforzado por sostener la opinión contraria y en consecuencia por excluir la representación indirecta del ámbito de la repre­sentación, buscando, incluso, como hemos visto ya, una termino­logía peculiar que sirva para expresar gráficamente dicha exclu­sión. Aunque no hayan faltado voces discrepantes, esta opinión es hoy la más generalizada en la doctrina y también la que mantienen los Códigos europeos más modernos, en los cuales representación se considera que es únicamente aquella situación en la cual el representante actúa en nombre del representado y de manera tal que su acto produce inmediatamente sus efectos para éste y no vincula en cambio al representante.

Esta es la línea que parece seguir últimamente la jurispru­dencia de nuestro Tribunal Supremo. En el caso que decidió la sentencia de 1 de febrero de 1941, dos señores habían celebrado un contrato en virtud del cual el primero de ellos se compro­metía a hacer cesión gratuita de una determinada cantidad de energía eléctrica, siempre que dicha energía fuese destinada a

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satisfacer las necesidades de un determinado pueblo. Pasados algunos años, el Ayuntamiento demandó a los herederos del promitente sobre la base de que el contrato antes referido era un contrato en favor de tercero y la demanda fue estimada en la instancia. El Tribunal Supremo, sin embargo, casó la senten­cia recurrida y absolvió a los demandados de la demanda. La decisión se hace girar en torno a si el contrato había sido un contrato en favor de tercero— lo que el T. S. no admite— o si se trataba, en cambio, de un supuesto de mandato encajable en el artículo 1.717 del C. C., pues «representación» del Ayunta­miento, el contratante no tenía, dice el T. S. Se distinguen así el mandato del artículo 1.717, al que la sentencia llama repe­tidamente «mandato no representativo», y la verdadera y pro­pia «representación».

En el caso decidido por la sentencia de 17 de diciembre de 1959, el demandante reclamaba determinadas sumas de di­nero como precio de las reparaciones que había realizado en un barco por encargo del demandado. Este oponía que el barco era propiedad de sus hermanos y que él había actuado únicamente como representante suyo, por lo cual el demandante no debía dirigirse contra él, sino contra sus representados. La demanda fue, sin embargo, estimada y el T. S. declaró no haber lugar al recurso de casación. La sentencia estudia las diferencias en­tre los conceptos de mandato, poder y representación, en for­ma, acaso, no excesivamente clara y decide el caso entendien­do que en él se había producido un mandato no represen­tativo por el puro hecho de haber silenciado el demandado que el barco que había de ser reparado pertenecía a sus hermanos. La solución es sin duda correcta y no prejuzga por sí sola si la actuación del demandado era o no representativa, fuera de la calificación formal («mandato no representativo») que parece «obiter dicta».

El problema, a mi juicio, consiste en saber si el carácter representativo de la actuación del agente puede salir a la luz y producir algún efecto, si no en el caso del pleito, sí al menos en algún otro. Pensemos que el demandante a quien se ha en­cargado la reparación del barco, la lleva a efecto con provecho y utilidad para los propietarios y que a la hora de reclamar el

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precio de la obra no puede obtenerlo del demandado, porque éste se ha ausentado o porque es insolvente. Si dirigiera su acción contra los propietarios del buque, ¿podría prosperar la excepción de éstos fundada en que, como tercero, carece de acción contra ellos como demandantes? Estimo que no. Creo, además, que la acción que el actor en el supuesto imaginado ejercita, no es una acción de enriquecimiento, que tendría sen­tido si el encargo de reparar el buque no lo hubieran dado los propietarios, pero que carece de él en caso contrario.

No cabe aislar la representación indirecta de la teoría de la representación. La estructura interna del supuesto, es decir, lo que nosotros llamamos la «relación representativa», es en ambos casos la misma y sale a la luz para derivar unos efectos que se producen directamente entre el tercero y el dominus negotii. Ello, por lo demás, se encuentra admitido en el propio artículo 1.717 del C. C., que exceptúa de la falta de acción en­tre representante y tercero «el supuesto de que se trate de co­sas propias del mandante». Por su parte, como sabemos tam­bién, el artículo 909 del C. C., en los casos de quiebra de un comisionista, permite al comitente separar de la masa de la quiebra las cosas que se encontraran en poder del quebrado en omisión, bien para venta o bien para compradas por el quebrado para su comitente.

Se sigue de ello que si bien existen dos modalidades del agere representativo— proprio y alieno nomine— y dos formas de producción de los efectos— directos e indirectos— , ambos planos no pueden unirse. Caben así un agere nomine proprio con efectos directos, como en los ejemplos anteriores; un agere nomine proprio con efectos indirectos, que es la regla general de los artículos 1.717 C. C. y 246 C. C., un agere nomine alie­no con efectos directos, que se producirá siempre que exista un poder de representación suficiente o una ratificación del domi­nus ; y un agere nomine alieno con efectos indirectos. Las for­mas de agere pertenecen al terreno de la voluntad v de la con­veniencia de las partes; las formas de producción de los efec­tos dependen del ordenamiento jurídico.

Todo ello nos autoriza, a nuestro juicio, para situar desde ahora la representación indirecta dentro de la teoría de la re­

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presentación y, por tanto, para tratar de encontrar un concepto de representación donde tengan cabida ambas hipótesis.

3. La representación legal y la teoría de la representación.

El segundo problema respecto del cual es menester pronun­ciarse con carácter previo a la formulación de un concepto de representación, porque lo condiciona, consiste en decidir si la teoría de la representación debe formarse englobando como dos especies distintas de una institución única la representación vo­luntaria y la representación legal o si, por el contrario, se trata de dos instituciones sustancialmente diversas que nada tienen que ver una con otra, de manera tal que a la teoría de la repre­sentación sólo pertenece en rigor la llamada representación vo­luntaria, mientras que, en cambio, la representación legal es una institución autónoma cuya sedes materiae hay que encon­trarla en otros lugares del sistema del Derecho civil.

Este problema ha sido planteado últimamente por M osco en la monografía que ha dedicado a la materia que es ahora objeto de nuestro estudio. El problema consiste, dice el autor citado, en decidir si representación voluntaria y representación legal son dos formas distintas y, por lo tanto, susceptibles cada una de ellas de una disciplina jurídica diferente o si son más bien dos formas o dos aspectos de una institución única con diferen­cias que son en todo caso secundarias respecto a la esencia del fenómeno jurídico.

Las diferencias entre ambas figuras son evidentes e innega­bles. Las más importantes parecen las siguientes. En la repre­sentación legal el representante es por hipótesis el único posible autor del negocio. De aquí que la única voluntad a tener en cuenta a efectos de vicios u otras circunstancias (v. gr., buena fe) sea la suya. En la representación voluntaria, en cambio, cabe hablar de una colaboración de representante y dominus negotii, que será tanto más clara cuanto mayor sea la especialidad del poder del representante, por lo cual ambas voluntades juegan un relevante papel en la formación del negocio jurídico y am­bas deben, en principio, al menos, ser tenidas en cuenta a la hora de decidir respecto a la validez o invalidez del negocio.

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En la representación voluntaria, el hecho de que el princi­pal confiera su representación a otra persona no limita ni coarta su poder para hacer el negocio por sí mismo, si esto le resulta más conveniente. En la representación legal, en cambio, esta posibilidad no existe : la actuación por representante es la única posibilidad de actuación. Se sigue de ello que mientras la re­presentación voluntaria encuentra su más profunda razón de ser en una ampliación del ámbito de actuación de una persona, la representación legal, en cambio, lo encuentra en la necesi­dad de suplir la imposibilidad jurídica de actuación de la persona. Ello posee una gran importancia, porque, como señala M u l l e r F r e i e n f e l l s , en la representación voluntaria continúa existiendo autonomía privada : el negocio jurídico se forma por la reunión de dos piezas de un supuesto complejo de formación sucesiva que son el negocio de concesión del poder y el negocio realizado utilizando el poder; el nexo sutil que liga a ambos negocios hace que ambos aparezcan derivando de la voluntad del titular de los intereses reglamentados por el negocio, que puede de esta manera ser considerado como un precepto de autonomía privada. En la llamada representación legal, en cam­bio, no hay, rigurosamente hablando, ni autonomía privada ni, por ello, auténtico negocio jurídico. El titular de los intereses reglamentados por el negocio no es para nada tenido en cuenta. El acto del representante legal es visto desde la perspectiva del representado, un precepto heterónomo. Por esto puede decirse que mientras en la representación voluntaria hay una conce­sión de legitimación al representante, en la llamada represen­tación legal hay en rigor un poder de configuración de la esfera jurídica ajena. ¿Dónde está entonces la nota común que per­mita englobar a ambas figuras en una institución unitaria?

Resulta, por otra parte, sumamente curioso que nuestro Có­digo civil, que no utiliza casi nunca la idea de «representa­ción» para referirse a lo que nosotros llamamos representación voluntaria, emplea constantemente el vocablo cuando se refiere a la representación legal: así, por ejemplo, dice que el marido es «el representante de su mujer» (art. 60 C. C.), que el padre, y en su caso la madre, tienen respecto de sus hijos no emanci­pados el deber de «representarlos» (art. 155 C. C.), que el tutor

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«representa al menor o incapacitado en todos los actos civiles, salvo aquellos que por disposición expresa de la ley puedan eje­cutar por sí solos» (art. 262 C. C.), que a la persona cuya ausen­cia legal ha sido declarada se le debe nombrar un representante (arts. 184 y sigs. C. C.), etc. El artículo 1.259 contrapone «auto­rización» y «representación legal» cuando dice que ninguno puede contratar a nombre de otro sin estar por éste autorizado o sin que tenga por la ley su representación legal. De «represen­tantes legítimos» de las personas impedidas habla el artícu­lo 1.932, y de «legítimos representantes» de las asociaciones, corporaciones y fundaciones, el artículo 993. Parece seguirse de ello que en el sistema del Código civil son dos cosas distin­tas la «representación» (representación legal) y el poder o autorización para obligar a otro o para contratar en su nombre en virtud de un mandato expreso o tácito (representación vo­luntaria).

Las diferencias que existen entre ambas figuras son, como decíamos, evidentes y numerosas, tanto en orden a sus presu­puestos como al modo de su funcionamiento y a los efectos que producen. Ello, sin embargo, no autoriza, a nuestro juicio, para romper con la doctrina tradicional que sitúa la representación legal en el seno de una teoría general de la representación. Dos son, a nuestro juicio, las razones decisivas. La primera, que por encima de esas evidentes diferencias de régimen jurídico parece existir un hilo conductor común consistente en que en ambos casos hay una persona— el representante— que gestiona o tutela los asuntos y los intereses de otra, y en ambos casos es posible que esa actuación de gestión del representante produzca sus efectos de una manera directa en el patrimonio o en la esfera jurídica del representado. La segunda razón consiste en que si se separa la denominada representación legal de la teoría ge­neral de la representación, es menester construir una figura jurídica autónoma— a la que no podríamos llamar va repre­sentación— para englobar en ella todos estos casos de poder de configuración de la esfera jurídica de un incapacitado o de una persona inhabilitada para regir su patrimonio. Con este fin se ha propuesto en la doctrina la idea de «oficio de derecho priva­do», pero prescindiendo ahora de que esta idea está, hoy por

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hoy, huérfana del necesario desarrollo, no parece posible, a través de la idea de «oficio de Derecho privado», que normal­mente quiere situarse en la órbita del Derecho de familia, lle­gar a la precisión que se persigue, porque ni todos los casos de representación legal pertenecen, estrictamente hablando, al De­recho de familia (v. gr., representación legal de un quebrado o de un ausente), ni hay tampoco inconveniente, si la idea de «ofi­cio de Derecho privado» se saca del Derecho de familia y se la conceptúa como una situación de atribución de un poder juríd i­co en interés y beneficio de otra persona, para configurar tam­bién como un «oficio» o como una «función» el poder de repre­sentación en la llamada representación voluntaria.

4. El interés gestionado por el representante y la teoría de larepresentación.

Según hemos visto ya en las líneas anteriores, uno de los pilares de la doctrina tradicional sobre la representación con­siste en lo que nosotros llamábamos el dogma de la irrelevancia del interés que guía al representante en la gestión o actuación representativa. De tal manera caben, según esta tradicional doc­trina, tanto una representación en interés del representado («mandatum mea gratia»), como una representación en interés del representante («procuratio in rem suam mandatum tua gra­tia»). Cabe igualmente una representación en interés de un ter-

, cero distinto del representante y del representado («mandatum aliene gratia») y una representación donde confluyan al mismo

; tiempo varios de estos posibles intereses : representación en inte­rés conjunto de representante y representado o de representado y un tercero.

Los supuestos más frecuentes de «procuratio in rem pro- piam» pueden reducirse si se les examina con atención a dos tipos. El ejemplo clásico del primero lo constituye la concesión por el deudor de un poder de representación al acreedor, en favor de quien ha realizado una cesión de bienes para pago de deudas, a fin de que enajene los bienes cedidos y se haga cobro con el producto obtenido. El segundo supuesto, muy frecuente en la práctica actual, se presenta cuando entre dos personas me-

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dia una relación jurídica de transmisión de derechos, que, por razones de índole muy diversa, las partes no quieren publicar, ejecutar o consumar— por ejemplo, fines de ocultación fiscal o para eludir dificultades de otro tipo— . En tales casos, la titula­ridad formal del desarrollo continúa ostentándola el transmitente, pero el adquirente actúa en virtud de un poder de representa­ción. Piénsese en la adquisición por documento privado del do­minio de una cosa, en la adquisición por traspaso de un derecho arrendaticio, etc.

La representación en interés conjunto de representante y re­presentado presenta en muchos casos analogías con los supues­tos anteriores. Es muy frecuente el caso de explotación de una empresa o de un negocio mercantil o industrial por una comu­nidad o por una sociedad oculta, apareciendo uno de los comu­neros o socios como titular y el otro como apoderado. En la doc­trina se habla también de interés conjunto en la representación cuando el representante es retribuido, porque entonces él tiene interés en la continuación de la situación representativa, por cuanto esto supone la continuación de su retribución. Pero este caso en rigor no tiene nada que ver con el problema del «interés» en la representación. Cuando nosotros hablamos del «interés» tutelado por la representación, nos referimos al asunto o negocio que por medio de la representación se gestiona. La representación aun retribuida continúa siendo en interés del representado.

Pues bien, entendida así la idea de «interés», parece claro que si en la representación existe un «interés del representante» o un «interés de un tercero», ello significa que el asunto («res») gestionado es en realidad suyo. Se deduce de ello que el recurso a la representación entraña en rigor la utilización de una vía indirecta u oblicua que a su vez podrá ser de dos maneras : o bien un mecanismo de simulación relativa (por ejemplo, el tras­paso del derecho arrendatario se encubre con la concesión del poder de representación) o bien un mecanismo fiduciario al cual el poder de representación sirve de cauce (por ejemplo, al acree­dor en la «cessio pro solvendo») o de contrapeso (por ejemplo, al adquirente cuya adquisición permanece oculta). Pero lo cierto es que en todos estos casos no pueden aplicarse las reglas es­

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trictas de la representación y la doctrina tradicional que sitúa los supuestos mencionados dentro de la teoría de la represen­tación, se ve obligada a acudir a una derogación de las reglas generales de la representación. El ejemplo más claro es el de la admisibilidad de la irrevocabilidad del poder de representa­ción, tema sobre el que más adelante tendremos que volver.

A mi juicio, en los casos a que venimos haciendo referencia no hay verdadera representación. La cosa no ofrece duda alguna cuando el poder de representación es sólo la vestidura o la apa­riencia formal que encubre otro negocio. La simulación rela­tiva tiene su tratamiento específico en la teoría del negocio ju rí­dico y se impone que deba salir a la luz y valer el negocio disimulado. Cuando el recurso a un poder de representación se haya ocasionado «fiduciae causa», es decir, para dar cauce o para contrapesar un negocio fiduciario, habrán de ser las reglas de este tipo de negocios y no las de la representación las que sean aplicables al caso.

Después de todo lo que llevamos dicho no cabe duda de que la llamada representación en interés del representante y la re­presentación en interés de un tercero deben quedar fuera de la

/teoría de la representación.

5. La distinción entre representante y nuncio y la teoría de la representación.

Uno de los puntos que conviene tener en cuenta para cons­tru ir un concepto riguroso de representación es la distinción entre representante y nuncio o mensajero, que es, obviamente, uno de los temas más debatidos por la doctrina científica al analizar la teoría de la representación. Posee una gran impor­tancia sobre todo porque contribuye a arrojar una luz decisiva que permita delinear con mayor lucidez los perfiles y los con­tornos de la figura del representante.

La colaboración que prestan al negocio jurídico ajeno— o más ampliamente, a la actividad jurídica ajena— el represen­tante o el nuncio parece que se encuentren, prima facie, en dos planos diversos. En la colaboración del mensajero, se dice, el carácter instrumental resalta más. Es una forma subordinada

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de colaboración al negocio jurídico ajeno. Pero, ¿por dónde corre la línea divisoria? El problema de la delimitación es más arduo y complejo de lo que a primera vista parece. La doctrina ha ido efectuando una serie de tanteos, a los cuales convendrá aludir.

Con arreglo a la fórmula que podríamos denominar clásica, la diferencia entre el representante y el nuncio radica en que mientras el primero forma o crea por sí mismo la voluntad ne- gocial, es decir, es el autor material del negocio, el segundo, en cambio, se limita a transm itir o transportar una voluntad nego- cial, ya creada o formada por el principal o dominus negotii. De esta idea deducía I h e r i n g que la actividad del nuncio es puramente material, mientras que la actividad del represen­tante es una actividad jurídica. Otros autores señalan, partien­do de las mismas ideas, que mientras el representante interviene en la fase de formación de la voluntad negocial, el nuncio juega su papel en la declaración de esta voluntad, ya formada por el dominus, al destinatario de la misma. El nuncio sería, de esta manera, un «representante en la declaración». Tratando de acla­rar esta idea de una manera todavía más decisiva, señala B e t t i que el nuncio presta su colaboración en el momento de la for­ma del negocio, esto es, interviene tan sólo a efectos de forma­lizar un negocio jurídico que previamente estaría celebrado ya.

La distinción así establecida entre las figuras del nuncio y el representante es clara sólo aparentemente. Una medita­ción más profunda conduce en seguida a hacer borrosa esta línea divisoria que creíamos haber encontrado. Situémonos frente a las dos hipótesis extremas. El caso en que el colabora­dor del dominus, por llamarlo provisionalmente así, posee las facultades necesarias para decidir la conveniencia de celebrar o no celebrar un determinado negocio jurídico y para determi­nar la entera facti species negocial, por ejemplo, elección de la persona del otro contratante, determinación de los elemen­tos objetivos del negocio, de sus circunstancias, cláusulas y condiciones, no cabe duda alguna de que en un caso semejante, nos encontramos ante un auténtico y genuino representante.

El extremo contrario estaría formado por la hipótesis en que una persona limita su actividad al puro transporte de una

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declaración de voluntad emitida enteramente por el dominus negotii, sin posibilidad de variación de dicha declaración, que se encuentra ya prefijada (v. gr., el portador de una carta o el portador de un documento ya redactado que busca únicamente su firma). En este caso, que es el verdadero supuesto de una pura transmisión de la voluntad de otro, a mi juicio no sólo no hay, evidentemente, representación, sino que tampoco existe ne­cesidad alguna para construir una figura jurídica específica donde encajarlo. El portador de la carta es un servidor del dominus que, en rigor, no tiene ninguna intervención en el ne­gocio jurídico. No existe una diferencia sustancial entre el he­cho de que yo remita a su destinatario una aceptación contrac­tual escrita por mí, por medio de una persona de mi confianza, en propia mano, como suele decirse, o que realice esta remisión a través del servicio público de correos. Y creo que a nadie se le ocurrirá decir que el servicio de correos asume el papel de nuncio de los miles de declaraciones de voluntad que diaria­mente transporta.

Entre los dos casos extremos que acabamos de exponer, cabe, sin embargo, una gama variadísima, quizá no susceptible de ser enteramente reducida a un esquema intelectual simétrico, por­que es sustancialmente vital, pero a la que convendrá sin duda aludir.

Dentro de estas hipótesis intermedias se encuentra en pri­mer lugar el caso en que la fomación de la voluntad negocial es obra conjunta del dominus y de su colaborador. El dominus ha decidido una parte de la species facti negocial y ha dejado a la iniciativa de su colaborador concluir las negociaciones y fijar los restantes elementos del negocio. Se trata, indudable­mente, también de un caso de representación (poder especial, espeeialísimo, etc.). Apurando el argumento todavía, creo que el caso sería el mismo cuando conformado todo el negocio ju rí­dico por el dominus negotii, éste deja a su colaborador la ini­ciativa para que decida únicamente su conclusión o no conclu­sión en vista de determinadas circunstancias.

El panorama presenta un cariz completamente distinto cuan­do el agente carece por completo de iniciativa v se limita a cum­plir mero trámite formal (v. gr., una firma), en el que el donu-íi

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ñus debería haber estado presente: el agente comparece en el momento de otorgamiento de una escritura cuyo contenido el dominus conoce de antemano y ha aceptado ya ; el agente rea­liza un determinado comportamiento (declaración per jacta concludentia), cumpliendo rigurosamente la orden del dominus (por ejemplo, ocupa o abandona una cosa, realiza el dare que perfecciona un contrato real, etc.).

La cosa se complica todavía más en los supuestos que po­drían denominarse de emisario o mensajero en sentido estricto. El emisario recibe la declaración de voluntad del dominus ne­gotii y la reproduce ante el destinatario. Al actuar como ele­mento de enlace o nexo de unión tiene que realizar una función de interpretación de la declaración recibida. De esta manera la manifestación del emisario no es nunca una auténtica repro­ducción, sino una nueva expresión. Los términos en que el ne­gocio quedará cristalizado no serán los que deriven de la decla­ración del dominus, sino los que resulten de la efectuada por su emisario. Como decíamos más arriba, la línea divisoria se bo­rra cada vez más.

Por otra parte, habría que hacerse esta pregunta: ¿quéutilidad práctica se obtiene con la delimitación estricta entre representante y nuncio? Al separar ambas figuras, parece que se quiere excluir al nuncio del régimen jurídico de la repre­sentación. ¿Qué consecuencias se obtienen con ello? Muy es­casas, como en seguida veremos. Por lo tanto, es menester seña­lar que todo nuncio estará ligado con el dominus negotii por una relación jurídica idéntica a la que surge en la representa­ción (v. gr., una relación de servicios de mandato, una relación fam iliar, etc.). No es posible establecer en este punto diferencia alguna.

Una diferencia de trato jurídico entre ambas figuras se ha querido encontrar en materia de capacidad. El nuncio, se dice, no necesita la capacidad exigida para ser representante. Le basta la capacidad natural para entender. Pero esta idea parece totalmente equivocada. Señalaremos en primer lugar, que para muchos autores y para algún ordenamiento positivo tampoco el genuino representante necesita más que la capacidad natural. Señalaremos, además, que la asunción de la función de nuncio

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implica una determinada responsabilidad, para la cual se pre­cisa (v. gr., responsabilidad por una fiel reproducción de la declaración) la capacidad de obrar necesaria para obligarse. Finalmente, que las consecuencias de la intervención de un nuncio incapaz no son distintas de las que se producen por la intervención de un representante incapaz.

6. Las notas diferenciales del concepto de representación.

Establecidas en los apartados anteriores las premisas o presupuestos necesarios para alcanzar un concepto homogéneo y armónico de representación, es necesario ahora ir indagando y hallando las notas diferenciales que deben entrar a formar parte de dicho concepto, ¿cuáles pueden ser estas notas diferen­ciales?

a) La idea de actuación en nombre de otro.— Para la ma­yor parte de la doctrina moderna el agere nomine alieno forma parte de la sustancia del fenómeno representativo. Así, por ejemplo, entre nosotros, Ca s t Án T o b e Ña s , que recoge la opi­nión de la doctrina común, entiende que sólo la representación directa es «verdadera» y «propia representación», y en conse­cuencia define a ésta como «el medio por el cual una persona realiza un acto jurídico a nombre de otro y para que los efectos se produzcan exclusiva e inmediatamente en la persona del re­presentado». En términos muy parecidos se expresa A l b a l a - d e j o : «En la celebración del negocio jurídico puede actuar el propio interesado (sobre el que recaerán los efectos) u otra per­sona en nombre y por cuenta de aquél. Cuando esto ocurre, se dice que hay representación.»

La misma idea predomina en la doctrina extranjera. Así, por ejemplo, en Italia, dice Co v ie l l o que «para que tenga re­presentación es necesario que se obre en nombre de otro: obrar­en interés ajeno no es bastante». Y B a r b e r o comienza el es­tudio de la representación explicando que el representante de­clara no sólo por cuenta de otro, sino también en nombre de otro. En el Derecho alemán, L e h m a n n expresa la misma idea cuando dice que representación es la emisión o la recepción de

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u na d ec la r a c ió n d e vo luntad por otro y en su nom b re , de tal m anera que lo s e fec to s d e l n eg o c io a fec ten a éste in m e d ia ta ­m ente . Y S c h u l t z e -V. L a s a u l x p u n tu a liza q ue de la s d i fe r e n ­tes fo r m a s en que se m anif iesta la ac tu ac ión por o para otro, e l C. c. só lo co n s id er a « re p resen tac ión » aq u e lla en la c u a l se em ite o se rec ib e una d ec la ra c ió n d e vo lu n tad de un m odo re ­co n o c ib le en nom bre de otro, y por e l lo con eficacia para e l re ­presentado.

Es claro, después de lo que hemos dicho en las páginas an­teriores, que nosotros no podemos acoger estas fórmulas a la doctrina usual. No negamos que el agere nomine alieno sea una de las formas de la representación. Pero admitida la represen­tación indirecta, es claro que el agere nomine alieno 110 perte­nece a la sustancia del fenómeno representativo.

Hemos señalado también, y es innecesario insistir sobre ello, cómo la expresión «actuar en nombre de otro» es una ex­presión sumamente vaga o inconcreta con la que suele indicarse una concorde voluntad de los autores del negocio expresamente manifestada, respecto de la inmediata heteroeficacia del nego­cio, por donde, aun admitiendo la idea, siempre resultaría que no estamos tanto en un requisito que se refiera a la forma de actuar como a la forma de producción de los efectos.

b) La idea, de la eficacia para tercero.— En las mismas definiciones a que antes nos hemos referido y cuva repetición ahora sería impertinente, se alude también, como nota caracte­rística de la representación, al hecho de que sus efectos deben producirse directa e inmediatamente a una persona— el repre­sentado— que no ha participado en la celebración del negocio y respecto del que es, por lo tanto, un tercero.

La simple idea de «eficacia para un tercero», aunque admi­tiéramos que esta eficacia hubiera de ser siempre directa e in­mediata, tampoco es plenamente satisfactoria. En primer lugar, no permite distinguir la representación de todas aquellas hipó­tesis en que 1111 contrato u otro negocio jurídico produce efectos para terceras personas (por ejemplo, contrato en favor de ter­cero). En segundo lugar, la ¡dea de la eficacia tampoco explica la totalidad de los problemas. Los mismos autores que sostie-

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neri la formula afirman que la representación sin poder es una verdadera representación que queda pendiente del requisito de la ratificación del dominus negotii. Pero esta idea no es co­herente con la anterior, porque en tal caso la eficacia para el dominus no es directa e inmediata, sino diferida y condicional, quedando entre tanto obligado personalmente el representante ; todo ello, naturalmente, sin perjuicio de que el otro contra­tante pueda desligarse del negocio.

Todas estas razones nos llevan a desechar la idea de la efi­cacia como característica diferencial de la representación : hay ■eficacia para otro sin representación e, inversamente, represen­tación sin que se dé una inmediata y directa heteroeficacia del acto del representante.

c) La idea de sustitución en la actividad jurídica.— En la doctrina italiana más reciente, la necesidad de ampliar las fór­mulas tradicionales ha obligado a la doctrina a buscar nuevos rumbos. Uno de ellos, con extraordinaria fuerza de convicción, encaja la figura de la representación dentro de una idea gené­rica de «sustitución». En forma sintética, pero muy gráfica, esta idea la expresa, por ejemplo, T o r r e n t e cuando dice que «la representación es la institución por la cual un sujeto (represen­tante), investido de un poder, sustituye al sujeto interesado (re­presentado) en la realización de la actividad jurídica».

En un sentido muy semejante, S a n t o r o P a s a r e l l i , al es­tudiar la teoría general de los hechos jurídicos, establece una rúbrica acerca de la «sustitución en la actividad jurídica», den­tro de la cual sitúa la representación, la actuación de un nuncio y la gestión en interés ajeno. A su inicio, existe «sustitución» siempre que se diversifica o se separa el titular del interés afec­tado por un acto jurídico y la persona que realiza dicho acto. La separación entre interesado y autor del negocio o, si se pre­fiere, más ampliamente, del acto jurídico, es lo que sirve de fundamento a la idea de «sustitución».

La idea de «sustitución», en cuanto expresa el hecho de co­locarse una persona en el lugar que otra debía ocupar, parece prima facie que conviene al fenómeno representativo. Se trata, sin embargo, de una idea que la doctrina científica actual no

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ha perfilado todavía. Porque lo cierto es que, además de las figuras a que antes hacíamos referencia, otros autores, sobre todo procesalistas, sitúan también bajo el ángulo de la «susti­tución» todos aquellos casos en los cuales una persona, en virtud de una excepcional autorización legal, ejercita en nom­bre propio derechos ajenos. Las hipótesis más llamativas son la de la acción subrogatoria, en la cual los acreedores ejercitan derechos de su deudor para realizar a través de ellos lo que se les debe; la reclamación por el usufructuario que tuviese dada fianza de los créditos que formen parte del usufructo (art. 507), y el ejercicio por el acreedor pignoraticio de las acciones que competen al dueño de la cosa pignorada.

Se comprende en seguida cómo de esta manera la construc­ción de una teoría general de la sustitución en la actividad ju rí­dica se hace extraordinariamente difícil, si no decididamente imposible. Y si, por el contrario, seguimos el primer camino, englobando los casos de representación, los de gestión de inte­reses ajenos, el denominador común no es la idea de «sustitu­ción» probablemente, sino otra distinta.

Muy próxima a la idea de sustitución, y hasta cierto punto lindando con ella, se encuentra la idea de legitimación a la cual acuden algunos autores modernos para tratar de perfilar el concepto de representación.

La idea de legitimación fue construida por los procesalistas para, explicar algunos fenómenos muy concretos de lo que an­tes llamábamos «sustitución», pero fue luego ampliada al cam­po del Derecho privado, y, según algunos, debe extenderse a todas las disciplinas jurídicas, por lo cual su verdadero asiento debe encontrarse en una teoría general del Derecho. Legitima­ción, se dice, es el reconocimiento que hace el Derecho a una persona de la posibilidad de realizar con eficacia un acto ju rí­dico, derivando dicha posibilidad de una determinada relación existente entre el sujeto agente y el objeto del acto mismo. Den­tro del concepto genérico de legitimación se admiten como sub- especies una legitimación directa y una legitimación indirecta. Es claro que la legitimación directa corresponde siempre al titular del derecho que se ejercita o al titular del interés que debe quedar afectado por el acto jurídico. La legitimación se

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llama indirecta cuando esa posibilidad de actuar o de obrar se confiere a una persona distinta del titular del derecho o interés. La representación es así un caso de legitimación indirecta.

L a d a r i a , que es el autor que entre nosotros ha estudiado el tema más detenidamente, recuerda las palabras de Ca r n e l u t t i : «Una de las mayores ventajas que la ciencia de Derecho puede obtener del trasplante del concepto de legitimación al terreno de la teoría general es la de poder, al fin, colocar en su puesto, en el campo de los actos jurídicos, el fenómeno de la represen­tación, que hasta ahora ha permanecido, por decirlo así, en una situación extravagante. La característica de la representación está en que una persona distinta de aquella a que afecta una situación jurídica, realiza un acto con trascendencia para la misma ; más especialmente, una persona distinta del sujeto de un derecho lo ejercita porque tiene respecto del sujeto una de­terminada posición; no hace falta más para descubrir en ello el concepto de legitimación.»

Desde este punto de vista, la representación se ha podido definir como la «concesión de un poder de legitimación a una determinada persona para que obre en interés y por cuenta de otra».

En la misma línea anterior se encuentra M u l l e r F r e i e n - f e l l s cuando intenta definir la representación a través de la idea de «competencia», pues los conceptos de legitimación y de «competencia» se encuentran entre sí muy próximos. Para M u ­l l e r F r e i e n f e l l s la representación es una conducta que el representante realiza dentro del círculo de la competencia del representado. En el fondo, como decía, la idea es, a mi juicio, la misma, hasta el punto de que algunos autores italianos, por ejemplo, B e t t i y M e s s i n e o , definen la legitimación como com­petencia. La legitimación— quien y frente a quien puede correc­tamente concluir el negocio para que éste pueda desplegar los efectos jurídicos conformes con su función y congruentes con la intención práctica de las partes— es la competencia para al­canzar o soportar los efectos jurídicos de la reglamentación de intereses a que se ha aspirado. Esta competencia corresponde en primera línea al interesado. Caben, sin embargo, supuestos en

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los cuales esa norma se rompe : se legitima, se concede compe­tencia a otra persona.

La idea de «legitimación», plenamente aceptada hoy por la mayor parte de la doctrina, es enteramente exacta. Tampoco puede negarse que el fenómeno representativo entraña casi siempre una legitimación extraordinaria o indirecta, si se la quiere llamar así. El representante está legitimado para realizar un acto que pertenece a la esfera de la competencia del repre­sentado. Esto es cierto. Hay, sin embargo, que poner en duda la conveniencia de acudir a la idea de «legitimación» para definir la representación.

Es necesario acudir a la idea de legitimación, efectivamente, para explicarse la producción de efectos directos del acto del representante en la esfera jurídica del representado. Ello es muy claro en los supuestos que más arriba denominábamos de representación directa o de agere nomine alieno. También lo es en algunos casos de agere nomine proprio, si se admite, como nosotros admitimos, su eficacia directa: la hipótesis del man­dato para enajenar es el supuesto más claro. No hay transmi­sión de la cosa del mandante al mandatario y de este al tercero adquirente, sino una sola transmisión del mandante al adqui- rente operada por el acto del mandatario, que posee para ello una especial legitimación. En los demás casos de representa­ción sin efectos directos para el dominus negotii el recurso a la idea de legitimación no parece necesario, ni conveniente. Pién­sese que, realizado el negocio jurídico por el representante en su propio nombre, la relación de gestión que subyace a tal acto jurídico surtirá sus efectos normalmente entre el represen­tante y el principal, pero no respecto del tercero, por lo cual el representante no necesita ninguna legitimación especial para el negocio. Porque son dos cosas distintas, una, que el «interés» gestionado sea ajeno, y otra, que el «negocio» realizado para gestionar ese interés tenga que ser necesariamente ajeno. El recurso a la idea de legitimación es útil e incluso necesario cuando los efectos del acto del representante son efectos di­rectos en la esfera del representado, pero no en los demás casos que, según la idea de que nosotros hemos partido, son también de representación.

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d) La idea de cooperación al acto jurídico de otro y la idea de gestión.— Recientemente, Sigfrido F e r r a r i , en la obra que más arriba hemos citado, ha tratado de replantear las bases de un concepto de la representación partiendo de las ideas que nosotros hemos aceptado en las páginas anteriores, esto es, fundamentalmente la unidad entre la representación directa y la indirecta.

Un examen atento del Derecho positivo lleva al autor ci­tado a pensar que en el ámbito de la representación indirecta o mandato sin representación, el interés del dominus adquiere una relevancia tal que con frecuencia la actividad desarrollada por el mandatario en la ejecución del mandato da lugar a unos efectos jurídicos idénticos a los que, sin discusión, se suele afirmar que son los efectos típicos que derivan de una actividad representativa en sentido estricto.

De aquí se debe deducir, a su juicio, las siguientes propo­siciones :

1.a Que la representación no puede ser construida sobre bases autónomas, sino que, por el contrario, constituye el es­quema funcional típico de la species facti del mandato, el cual no se agota en la creación y en la reglamentación de la relación interna entre el mandante y el mandatario, sino que proyecta su eficacia hacia el exterior, de tal manera que la mencionada species facti se caracteriza como el instrumento típico de actua­ción de la cooperación al hecho jurídico ajeno.

2.a Que el núcleo conceptual de la representación no se puede apoyar sobre un elemento formal, como la contemplatio domini, sino que debe girar alrededor del interés del dominus, que constituye el centro de propulsión v de gravitación del fenó­meno representativo.

La clave de esta construcción, que el autor repite como un leit motiv, es la idea de cooperación al hecho jurídico ajeno, que es donde, a su juicio, se encuentra la sustancia de la repre­sentación. La idea es fructífera, pero conviene profundizar en ella. En primer lugar, parece que aun situando la representa­ción bajo ese perfil de la cooperación, sería necesario establecer la diferencia específica que separa esta de las demás formas de cooperación al hecho jurídico ajeno. Con las partes de un negocio

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jurídico coadyuvan también los mediadores que les auxilian para ponerlas de acuerdo o los técnicos que plasman sus declaracio­nes de voluntad o el arbitrador que integra una laguna del ne­gocio. Y, sin embargo, todos estaremos probablemente de acuer­do de que en ninguno de esos casos hay una cooperación re­presentativa.

Por otra parte, cuando se habla, como F e r r a r i , de coope­ración al acto jurídico ajeno, la alienidad se predica del acto o del negocio en sí mismo considerado, cuando lo cierto es que lo ajeno, como decíamos hace un momento, no es el acto o el negocio, sino el interés que a través de ese acto o de ese nego­cio busca su realización o su satisfacción.

En primer lugar, decía que no toda colaboración que se presta a otro se sitúa dentro de la línea de representación, sino una forma muy concreta de cooperación, aquella cooperación que consiste en la gestión y cuidado de bienes y de intereses ajenos. Es, si se me permite la expresión, una «cooperación ges­tora». Esto quiere decir que para nosotros la idea que ilumina decisivamente el fenómeno de la representación es la idea de gestión de asuntos ajenos. En la base de toda situación repre­sentativa hay siempre una relación de gestión. No pueden dis­cutirse las diferencias que separan los conceptos de mandato y de representación. Para nuestro tema basta con admitir — lo que ha sido admitido siempre— que el mandato, que es la relación de gestión típica, es también la fuente normal de la representación. Sin embargo, colocar en el mismo plano las ideas de representación y de gestión de asuntos ajenos, nos obli­ga a preguntarnos por las relaciones existentes entre la repre­sentación y la gestión de negocios ajenos sin mandato. Este tema, que entre nosotros no ha sido planteado casi nunca, ha ocupado, en cambio, muchas veces la atención de la doctrina extranjera. Prescindiendo de aquellas posiciones extremas que niegan toda posible conexión entre ambas figuras, que serían así inconci­liables, la mayor parte de los autores se inclina por admitir que existe por lo menos una zona común donde coinciden repre­sentación y gestión de negocios.

El problema de la relación entre gestión y representación lo plantea con bastante claridad D e Sem o. En cuanto a la reía-

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ción entre la gestión y el mecanismo de la representación, dice este autor, se ha sostenido que la primera constituye un caso de representación sin poder. Otros hablan de una ges­tión representativa o, al revés, de una representación gestoria, cuando el gestor obra en nombre del dominus. Otros admiten el concepto de gestión representativa entendiéndola como «repre­sentación indirecta», pero negando que pueda equipararse a la representación verdadera y propia que nace del poder de re­presentación.

Para D e S e m o caben dos hipótesis: una, que el gestor haya obrado en nombre del interesado, en cuyo caso éste está obli­gado a cumplir las correlativas obligaciones ; otra, que el ges­tor haya obrado en su propio nombre, caso en el cual el domi­nus debe mantenerlo indemne de las obligaciones contraídas y de los gastos realizados. En el primer caso, dice, la ley consa­gra los efectos de una representación directa y es una represen­tación sin poder ; en el segundo caso hay una relación de repre­sentación que podemos calificar de indirecta, a semejanza de aquella que se tendría en el mandato sin representación.

Por su parte, F e r r a r i , al estudiar lo que él llama la zona de interferencia de la representación con la gestión de asuntos ajenos, afirma que esta zona comprende no sólo las hipótesis de conexión de la gestión con el mecanismo de la representa­ción directa, sino también los de conexión con el mecanismo de la representación indirecta, de tal manera que «el ámbito de autonomía de la gestión de asuntos ajenos respecto de la repre­sentación resulta marcado exclusivamente por las hipótesis en las cuales la gestión se concreta en la realización de una activi­dad material que no implican relación alguna con los terceros».

Aceptando estas ideas, podríamos llegar a la conclusión de que la gestión de asuntos ajenos puede dar lugar a dos tipos distintos de actividades: uno, formado por aquellos actos en los cuales el cuidado de los intereses ajenos no exige relacio­narse con los terceros; otro, en cambio, probablemente el más

' frecuente, en el cual esta relación con terceros es necesaria. Pues bien: la representación se encuadra en esta última rúbrica. Es, por lo tanto, aquella situación jurídica en la cual una persona presta a otra su cooperación mediante una gestión de sus asun-

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