Artigas Su significacion en la Revolucion Reyes Abadie signif/Pags. 1 a... · Creada por...

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MINISTERIO DE INSTRUCCION PUBLICA Y PREVISION SOCIA WASHINGTON REYES ABADIE OSCAR H. BRUSCHERA TABARE MELOGNO ARTIGAS SU SIGNIFICACION EN LA REVOLUCION Y EN EL PROCESO INSTITUCIONAL IBEROAMERICANO MONTEVIDEO 1966

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MINISTERIO DE INSTRUCCION PUBLICA Y PREVISION SOCIAL

WASHINGTON REYES ABADIE

OSCAR H. BRUSCHERA TABARE MELOGNO

ARTIGAS

SU SIGNIFICACION EN LAREVOLUCION Y EN EL

PROCESO INSTITUCIONALIBEROAMERICANO

MONTEVI DEO

1966

ARTIGASSU SIGNIFICACION EN LA REVOLUCION

Y EN EL PROCESO INSTITUCIONAL

IBEROAMERICANO

BIBLIOTECA DE CULTURA URUGUAYA

Washington Reyes Abadie

Oscar H. Bruschera Tabaré Melogno

ARTIGAS

SU SIGNIFICACION EN LA

REVOLUCION Y EN ELPROCESO INSTITUCIONAL

IBEROAMERICANO

Mont evi deo

1966

Biblioteca de Cultura UruguayaCr eada por Resol uci ón del Poder Ej ecut i vo del 23 de f ebr er o de 1963

Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social

JUAN E. PIVEL DEVOTO

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Mi ni st r o Secr et ar i o de Est ado

VOLUMEN

En 1964, al conmemorarse el bicentenario del nacimiento del fundador de la Nacionalidad, Gral. José Artigas, la Comisión Nacional de la UNESCO promovió un concurso sobre "Artigas Su significa-ción en la revolución y en el proceso institucional iberoamericanos". El tribunal instituido para enten-der en dicho concurso, integrado por D. José G. Antuña, Profesora Srta. María Julia Ardao, Profe-sor Alfredo R. Castellanos, Dr. Eugenio Petit Muñoz y Sr. Simón Lucuix, otorgó el Primer Premio al estudio presentado por el Profesor Washington Re-yes Abadie, Dr. Oscar Bruschera y Profesor Tabaré Melogno. Por resolución de 26 de octubre de 1966, el Poder Ejecutivo dispuso que esta obra fuera editada en la BIBLIOTECA DE CULTURA URU-GUAYA.

I NTRODUCCI ON

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En el tránsito de dos épocas, de dos cosmo-visiones del hombre de Occidente, Américairrumpió como una tercera dimensión inesperada.

E1 conflicto del "ethos" caballeresco con el na-ciente espíritu pragmático y sensual de la Moderni-dad, refluyó en América interpretado por la compleja personalidad del Descubridor -síntesis de cruzado y hombre de empresa- que habría de ser, desde entonces, imán de atracciones multitudinarias en el esperanzado afán de mérito ante Dios, y fama y ri-queza entre los hombres. "Y por ello en el otro mundo ganábamos la gloria y en éste conseguíamos el mayor prez y honra que hasta nuestros tiempos ninguna generación ganó", diría Hernán Cortés, ex-presando lúcidamente la profunda significación de la gesta conquistadora.

Pero, a su vez, la llegada del blanco europeo fue impacto de sorpresa y desconcierto para la men-te del indio. Estos seres barbados, venidos de allende los mares, únicamente podían ubicarse en el hori-zonte espiritual del aborigen a través de las vigen-cias míticas que, en Moctezuma y sus súbditos, revelaban la presencia viviente del retorno de Qut-zacoatl. Desvanecida prontamente la ilusión mesiá-nica, no por ello el indígena perdió el ancestral sentimiento de su mundo mágico; pero ahora, por la prodigalidad sexual del conquistador, y la impre-sionante pasión misionera del fraile, enraizada en los ritos y dogmas del cristianismo. Y todo ello ex-presándose como en los días de un nuevo Génesis, en la plástica del verbo castellano, enriquecido con las vivencias y las metáforas del aborigen, absor-

bedor de nuevas esencias y forjador de palabras, médula del "nuevo mundo" criollo, mulato y mes-tizo.

Fundadas las ciudades, señaladas las anchas jurisdicciones -aunque apenas bordeada la gigante geografía del Continente- se aquietó el impulso y la avidez del oro y de las míticas riquezas, gestoras de las "entradas"; y al conquistador y al misionero, sucedieron los codiciosos colonos del disfrute y los ceremoniales funcionarios del poder civil y del clero. Los rudos guerreros engendran petimetres y seño-ritos; ya en la historia de Bernal Díaz los primeros Oidores no sólo se dedican a "herrar indios", sino "andan más en banquetes que en estrados", "tra-tando y echando suertes". La quieta existencia co-lonial del siglo XVII, signada por las coordenadas del Estado paternalista y de la Iglesia fiscalizadora, disfrutando de la fácil economía natural y la barata mano de obra indígena o la servil del negro, apenas si se agita cuando el pirata protestante agrede las extendidas costas. Los indios han perdido su his-toria; los mestizos todavía no la hacen; y el acon-tecer histórico transcurre en un pequeño círculo blanco, en el que aún no despierta -semiextranje-ra- la conciencia de América.

El siglo XVIII impulsa con los Borbones, un nuevo sentido de la vida política y económicaen América hispana. En las grandes ciudades el co-mercio disputa a la aristocracia terrateniente la hege-monía social, y en el marco de los Cabildos los nom-bres de nuevos y ricos vecinos sustituyen, en las actas de los acuerdos, a los viejos linajes. E1 boato y el dispendio de las antiguas casas solariegas, la imponencia de las catedrales y de los palacios vi-rreinales, con el fasto de los ceremoniales y saraos, que sirviera de marco y escenario para el retorci-miento lujoso y esplendente del barroco, dan paso al salón de la naciente burguesía y en las aulas de

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las Universidades, el naturalismo racional de la Ilustración, conforma una mentalidad en la que aflo-ra ya, a la par, la conciencia nacional del criollismo y los ideales del universalismo liberal.

Maduraba así la nueva dimensión de la historia que el Continente colombino abriera al hombre de Occidente, en la fusión de vivencias del hispano, del indio y del negro incorporado, en una superposición de castas y mentalidades, que prefiguraba, en la di-versidad de las regiones, la segregación emancipa-dora. Las grandes Antillas, Costa Firme y el Istmo, Méjico y Perú, habían sido el ámbito originario de las grandes entradas fundacionales de las primeras huestes, movidas por el relumbrón de soñadas gran-dezas y el afán evangelizador. Mientras Santo Do-mingo erguía ya, apenas transcurrida la primera mitad del siglo XVI, el orgullo de la Torre de los Homenajes de Diego Colón -hijo del Almirante no menos que del alarde caballeresco castellano- y la Universidad de Santo Tomás retoñaba, en afirma-ción trascendente, el vigor de la antigua escolástica; y Lima y Méjico alcanzaban, un siglo después, el brillo y la pompa de sus Cortes virreinales, con clima de intriga conventual y palaciega; y una aris-tocracia nueva blasonaba los portales de las anchas casonas, en el cómodo disfrute asentado en la enco-mienda y la mita; y el susurrante mundo mestizo henchía en los poblados y caseríos, en los suburbios y en los campos, el coloreado etnos del nuevo mun-do, todavía la selva y la sierra, los llanos y las alti-planicies, vivían la prehistoria ajena del aborigen.

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Pero región hubo entre todas, que, abierta a los ojos del conquistador como camino fácil y segu-ro de pingües riquezas, la del Río de la Plata, pronto cegaría la ilusión de sus mitos, inscribiendo en las crónicas la triste fama de "empresa del hambre y, de la muerte" y en los mapas la despectiva denomi-nación de "tierras de ningún provecho". En la hora

primera del Descubrimiento, cuando el perfil del Continente apenas emergía de entre las lindes va-gorosas del sueño colombino, el rigor científico de Américo Vespucio trazó ya las márgenes del Plata denominándolo, con justa definición de bautismo geográfico, "río Jordán"; y tras él, el sistemático afán de Solís y Magallanes, perseguiría en vano el anhelo del Estrecho capaz de superar el inesperado obstáculo hacia las Islas "de la Especiería". Por sus huellas andaría la excitada codicia de Gaboto -que anticipa y afirma con apresurada nomenclatura, el "río de la Plata"- y la tremenda frustración del Adelantado, don Pedro de Mendoza, en la desolación y la tragedia de la primera e imposible ciudad y puerto de Santa María de los Buenos Aires.

En la margen propicia del Paraguay, Asunción ofrece entonces el primer reposo y la amable certi-dumbre de sus tierras y la convivencia-del guaraní, para el núcleo fundacional conducido por la voluntad de Irala. Mientras Potosí brindaba a las huestes de otra "entrada", la inagotable riqueza de su cerro, en paradojal contraste con la fenecida esperanza de los aventureros del Plata, y ciento sesenta mil po-bladores brotaban sus extensas barriadas en alarde de fácil riqueza en el siglo XVII, Asunción engen-draba, en el amor del español y la india, a los pre-destinados "donceles de la tierra" y la milicia de los misioneros jesuitas ordenaba, en categorías pla-tónicas, la nueva convivencia guaraní. Definitiva-mente naufragadas ya las ilusiones de la "Sierra de Plata" y de la "Ciudad de los Césares" en el Chaco inconquistable, Asunción, matriz primera de generaciones criollas, señala en la visión de Garay nuevos horizontes a la empresa fundacional. Santa Fe y la segunda Buenos Aires jalonan ahora el ca-mino hacia las "puertas de la tierra" y desde allí, por el Atlántico, los primeros retornos a la Penín-sula Ibérica.

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Entre tanto, el pertinaz y sigiloso afán de Por-tugal, asegurado después de Tordesillas en la ruta propia de la India, merced a la hazaña de Vasco de Gama, encomendaba a Pedro Alvarez Cabral una formidable expedición para consolidar sus dominios en Oriente, recomendándole, por consejo del propio Vasco de Gama, que realizara un largo rodeo por el Atlántico meridional, que culminaría, el 22 de abril de 1500, con la perspectiva de la tierra que Cabral denominara de "Vera Cruz". La perspicacia de los ricos mercaderes judíos de Lisboa, encabezados por Fernando de Noronha, y de los franceses, pronto di-vulgaría en Europa los beneficios del "palo brasil", de alta cotización en el mercado, trasmutando la señorial denominación cristiana de Cabral, por la concreta y material realidad de la nueva riqueza. El Brasil promovió entonces el interés de la Corona lusitana que, en 1530, organiza la gran flota de Mar-tín Alfonso de Souza para fundar poblaciones y es-tablecer colonias. Poco después la experiencia feudal de las doce "donatarias", a pesar de las enormes perspectivas que ofrecían a sus beneficiarios, única-mente fructifica, al norte, en Pernanbuco, y al sur, en San Vicente. Al promediar el siglo, la Corona erige un Gobierno central en la Bahía de todos los Santos y, con el primer Gobernador General, Tomé de Souza, llegan los misioneros jesuitas que, en la altiplanicie de Piratininga, establecen el Colegio de San Pablo, crisol étnico del que habría de emerger, en el correr del siglo XVII, el singular tipo del "bandeirante". La caña de azúcar sustituiría pronto al palo brasil, atrayendo la codicia de holandeses y franceses, ávidos de participar en la explotación de esta ingente riqueza. Los lazos dinásticos incorpo-rarán Portugal y sus colonias al dominio español y esta circunstancia trascendería en el área americana en el doble efecto del esponjamiento de las fronte-ras y la consolidación de nuevas adquisiciones que quedarían integradas en el futuro en el territorio

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del Brasil, y en el intercambio activo de sus centros económicos, en especial San Vicente, con la segunda Buenos Aires, en la que, a poco, los portugueses constituirían un contingente considerable de su ve-cindario y comercio. Desde entonces se anudaría el destino histórico de la cuenca sudatlántica y pla-tense, en la conjugación y rivalidad de intereses de españoles y portugueses, cuyo epicentro conflictual se radicaría largamente en la hasta entonces igno-rada Banda Oriental.

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El criollo Hernandarias, al iniciar el siglo XVII, con su labor ordenadora, alentada por su amor

al terruño, percibió, entonces, más allá del río, "ancho como mar", la promesa de la bravía costa oriental y recogió la evidencia de su pradera, en atenta visita que ratificó su propósito colonizador. Profetizará, en informe a la Corona, el privilegiado destino de esta Banda, y, simultáneamente, introducirá en ella los primeros vacunos que, en el correr del siglo, gestarán las nuevas "minas de carne y cuero", de fama y atracción para inesperadas empresas.

El rebelde charrúa enriqueció con el cuero su utilaje primitivo. Pero, hacia el norte, en las tierras marginadas por el Alto Paraná, el Uruguay y el Iguazú, las comunidades guaraníticas pronto cedie-ron el paso a la experiencia civilizadora de los mi-sioneros jesuitas, y en las aldeas, chacras y estancias, se ordenó un mundo nuevo, ¡le sagaces artesanías y economía comunitaria. Por el este, atraídos por la doble tentación de la prosperidad misionera y la pingüe riqueza pecuaria, los mestizos paulistanos asolaban, en "bandeiras" periódicas, la Banda. Des-de Santa Fe y Buenos Aires, mocetones emprende-dores obtenían licencias para beneficiar innumera-bles cueros en prolongadas "vaquerías", en los "rin-cones", formados por las confluencias de arroyos y ríos; y desde el Atlántico, los bucaneros embicaban sus navíos en la costa propicia para extensas faenas

clandestinas, que proporcionaban el tasajo para mer-car en las Antillas. El afán misional ponía nuevos jalones de convivencia en las islas y costas del Uru-guay, y Santo Domingo de Soriano se yergue, desde 1624, como núcleo fundacional atractivo, en la pri-mera radicación de primitivas estancias.La profecía de Hernandarias cobraba cuerpo y verdad en esta trashumancia poblacional, a la que el caballo otorgaba el medio fácil de movilidad y tránsito y el vacuno la cómoda subsistencia. La Ban-da-vaquería establece así su singular estilo y es des-de entonces tierra de jinetes. En el siglo siguiente, erguido en el lomo de los baguales, surgirá el gau-cho, como tipo representativo de esta sociabilidad. Colonia y Montevideo señalarán, a su vez, con su presencia de bastiones, el duelo de los imperios ibé-ricos por el dominio del río y de la rica provincia, como prefacio de una disputa que insertará la con-dición de frontera como nueva dimensión de la tie-rra oriental.El Real de San Felipe, puerto de Montevideo, progresivamente irá extendiendo en el perímetro de su jurisdicción, la presencia de sus primeros pobla-dores, humildes soldados de fortuna y modestos pe-cheros, ahora.hidalgos de solar conocido, tronco de un patriciado de anchas posesiones y ávido de lucro mercantil. A la par de esta creciente toma de po-sesión del territorio y sus crecidos ganados, disputa-rá con Buenos Aires, a poco capital de un nuevo Virreinato, el dominio de las rutas mercantiles del Plata; y hacia 1800, su burguesía ilustrada conjuga-rá el mismo orgulloso afán de predominio político y social que ostentaban sus coetáneas de las viejas ca-pitales americanas.Pero, a su vez, en el centro de un área extendida desde los lindes del mundo guaraní hasta el Atlánti-co y enmarcada por los grandes tributarios del Pla-ta -Paraná, Paraguay, Uruguay- transcurría otra historia, en la tierra del charrúa y del gaucho; del

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indio misionero -ahora bajo el gobierno indiferen-te y burocrático de los administradores borbóni-cos-; del changador fronterizo; de los incipientes villorios nacidos al amparo y por la atracción de la pulpería, en pasos concurridos, o de la capilla de oficio dominical, de curas "a la jineta", o del fortín solitario.

La crisis del régimen hispánico, surgida como emergencia en la contienda de los imperios napoleó-nico e inglés, fue ocasión propicia para la anhelada toma del poder de los patriciados criollos, prepara-dos por el fermento revolucionario e ideológico del siglo para esta tarea histórica. Montevideo y Buenos Aires interpretarán con dos conductas divergentes y propias el proclamado fidelísmo al Rey Fernando; y en el decurso del proceso, la creciente antinomia los hará núcleos forjadores de la segregación platense, erigiéndose en capitales de repúblicas incipientes, orgullosas del dominio de sus "hinterlands" y unidas por el cordón umbilical de los negocios ultramarinos al pujante desarrollo del imperio inglés.

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La estrecha perspectiva de los patriciados platen-ses, marginaba de la historia el fragoroso mun-do de la pradera, concibiéndolo como ámbito de la barbarie, irreductible a las categorías aprendidas en los esquemas racionales de la Ilustración. Empero. ese despreciado mundo gestaría su respuesta propia al desafío de los tiempos nuevos, trasvasando sus rebeldías en la conducta señera de los caudillos.

Intérprete singular, forjado desde sí mismo por la experiencia total de la tierra gaucha y de sus hombres, de sus problemas y de sus esperanzas, José Artigas será el adalid de una Revolución arquitec-turada, a la vez, en la más arraigada tradición in-tegradora del proceso ibero-americano, y en un programa de auténticas soluciones, acordes con la cambiante circunstancia de su tiempo. Por ello, en el panorama de la Revolución y del proceso insti-

tucional ibero-americanos, el campeón de la federa-ción platense asume un perfil propio e inconfundi-ble: su programa alcanza apenas a tener vigencia, pero su frustración le erige, por el profundo sentido telúrico de su contenido, en raíz vertebradora de un destino que, hoy, en la hora de la integración de la ecúmene americana, recupera todo su vigor.

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EL CUADRO HISTORICO IBEROAMERICANO

Herederas de la hazaña caballeresca de las Cru-zadas, las poderosas ciudades del Norte de Ita-

lia, y, a través de ellas, sus hermanas europeas en-trelazadas por la vasta red del tráfico, -cuyos cen-tros nerviosos radicaban en las grandes ferias de multitudinaria afluencia-, gravitaban con el seño-río de sus burguesías, en el siglo XV, como fuerza económica y social predominante. E1 desarrollo de una economía del lujo, a la que despertaba el alma europea, rompía la clausura del medioevo, en una progresiva seducción, que, partiendo de las Cortes principescas, invadía las salas de honor de los cas-tillos feudales, los otrora austeros refectorios de abadías y conventos, y lucía, con alarde de distin-ción altiva, en los palacios de la burguesía acaudala-da, e, incluso, se albergaba, con nuevos esplendores de resonancia litúrgica, en el propio solio pontificio. El cuadro de los feudos autárquicos, de economía y ritmo rurales, era suplantado rápidamente por otro en que el mercado recobraba, como en la antigüedad clásica, su función rectora. El comercio y las exigen-cias del cambio vitalizaron el valor del dinero y del crédito y la banca renaciente cubrió con sus letras las más distantes plazas.

El deseo de una vida cómoda, el afán por el con-fort y aún por el lujo, surgen entonces en la menta-lidad de amplios sectores de la población.

El problema de las subsistencias, agravado por la creciente concentración urbana, estaba centrado en el consumo de carne, como elemento vital, y éste

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se veía influido decisivamente por la necesidad de sacrificar, ante la insuficiencia de las pasturas, un número excesivo de animales. Ello determinaba una altísima demanda de elementos conservativos, en primer término la sal, que era el de uso más común, pero, además, toda la gama de las especias, desde la pimienta hasta el jengibre y el clavo, cuya utili-zación revolucionó el sistema alimenticio.

Satisfechas las necesidades inmediatas, reclaman su sitio el confort y el lujo, estimulados y satisfe-chos por la introducción de los más diversos produc-tos, tales como la seda y el algodón, los ungüentos y piedras preciosas, venidos de los más exóticos lu-gares, y que influyen poderosamente en la profun-da transformación producida en las vestimentas, usos y costumbres de la época. El dinero, reclamado con avidez, se constituye en signo de bienestar y supe-rioridad social.

En este ámbito, coloreado de un ávido sensualis-mo, la duda, la curiosidad, engendrados por el en-cuentro con el Oriente, florecen en espíritu crítico y creador. La incitación y el modelo del rescatado mundo antiguo gestan el esplendor del Renacimien-to. La erudición de los humanistas y el iluminado arranque de los artistas, las nuevas ideas sobre el mundo y las cosas, las narraciones y las leyendas de nautas y viajeros, encuentran en el mecenazgo de los señores el medio de realización y recepción. Des-de el corazón del Mediterráneo, la Modernidad aflu-ye y trasmuta la conciencia europea.

Tras los Pirineos, los reinos ibéricos de Aragón, Castilla y Portugal, protagonizan, con signo ori-

ginal, esta instancia vital de Occidente. Los súbditos de la corona catalano-aragonesa participan, de tiem-po atrás, con talento propio, en el activo comercio mediterráneo y cumplen papel fundamental en el desarrollo de los hábitos marítimos, mercantiles y

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bancarios. En el otro extremo de la Península, Por-tugal, siguiendo el impulso señalado por Enrique el Navegante, realiza su propia experiencia, mezcla de comercio y piratería, sobre las ricas regiones de Gui-nea, a partir del trampolín insular de Azores y Ma-deira. Castilla, entre tanto, ensimismada en la gran cruzada nacional contra los musulmanes, que culmi-nará recién en 1492 con la toma de Granada, destaca en la empresa marítima únicamente su perfil sud-occidental, en cuyas playas realizan sus primeras ex-periencias los campesinos ribereños, internándose en el mar, que pronto les brinda sus lejanas rutas, en busca de bancos de atún y otras pescas de altura, en demanda de las Canarias y de las costas africanas del noroeste. A poco, los marinos andaluces encon-traron actividades más lucrativas: el oro, la pimien-ta y los esclavos negros, canjeables al sur del cabo Boj ador por baratijas y mercancías europeas;. o el asalto de las naos portuguesas que retornaban de Guinea con sus cargamentos. Las Canarias, afirma-da ya la soberanía castellana, eran otro rico emporio y de ellas llegaban noticias y mapas de islas míticas, de fabulosas riquezas, situadas aún más al Occidente. Pronto los marinos de Palos tendrían fama de ser los más expertos en la navegación atlántica y en el co-nocimiento de las rutas de las Islas. Incluso los no-bles se interesaron en viajes oceánicos, cuya índole era, simultáneamente, comercial y bélica.

A su vez, en la segunda mitad del siglo XV, los comerciantes genoveses, decaídos en su predominan-te posición mediterránea luego de la expansión tur-ca, se trasladan a Sevilla y de allí establecen facto-rías en Jerez, Cádiz, Lisboa y costa de Marruecos, y los convoyes italianos consignados a Flandes hacen escalas habituales en los puertos hispánicos. Pero, además, desde Cádiz y San Lúcar de Barrameda, los genoveses comercian con el Africa portuguesa, las Azores y Madera y coadyuvan a la rápida coloniza-ción de las Canarias.

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Los genoveses y con ellos, aunque en menor nú-mero, florentinos, venecianos, flamencos y hasta franceses, no se limitan a establecer simples facto-rías, sino que aportan sus buques, capitales, técnicas y métodos mercantiles y organizaciones bancarias. Nobles algunos de ellos, entroncarán con la aristo-cracia local y sus descendientes concluirán por his-panizarse. Su ejemplo será importante en la trans-formación de la mentalidad de la nobleza autóctona, que no desdeñará, en adelante, dedicarse al comer-cio y a los viajes, menesteres hasta entonces consi-derados incompatibles con su concepto de la vida. Se hace visible, en la Península, el contraste entre la nobleza del interior, que sigue explotando la agri-cultura tradicional, y la de las zonas costeras, dedi-cada a toda clase de empresas y negocios, y cuyo papel, aún no bien estudiado, debió sin duda ser pre-ponderante en el comercio con el Africa y las Ca-narias.

En este clima espiritual, técnico y económico, culminará el proyecto colombino. Empresa declaro corte mercantil, el viaje del descubrimiento abre así la expansión europea transatlántica. Des-pués, proseguida la ruta a la Especiería por Maga-llanes y Elcano, cedidas las Molucas por Carlos V a Portugal, en el tratado de Zaragoza (1529), y valo-rada América en sí misma, se abrirá el proceso de conquista y colonización que gestará, en el siglo XVI, el gran Imperio colonial español.

En la celosa disputa de rutas y tierras de ingen-tes riquezas, Portugal y Castilla acuden al pronun-ciamiento de la Santa Sede para señalar los respec-tivos ámbitos de expansión, luego ajustados en la famosa línea de Tordesillas. Recién un siglo después Inglaterra, Francia, y finalmente Holanda, construi-rán sus respectivos Imperios, que abarcan desde las lejanas tierras del sudeste asiático hasta Norteamé-rica y el Caribe.

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En el siglo XVIII, los tratados de París (1763) y de San Ildefonso (1777) señalan los límites

ínter-imperiales entre las posesiones americanas de Francia e Inglaterra y de España y Portugal, respec-tivamente.

En América del Norte, a las colonias atlánticas apoyadas sobre los Alleghanys, Gran Bretaña suma el Canadá, restándole a Francia únicamente Nueva Orleans. A sus espaldas, indefinidos e imprecisos, los territorios del interior, de dominio español, des-de la recién adquirida Luisiana hasta la lejana Cali-fornia.

Desde los inhóspitos desiertos de Arizona hasta Tierra del Fuego, en el Sur, extendíase, en la juris-dicción de San Ildefonso, el dominio español, exclu-yendo más allá de la selva amazónica y del Matto Grosso, las posesiones portuguesas del Brasil, de di-latada costa atlántica. En este vasto escenario, fuera de los centros de vida urbana y sus esferas de in-fluencia, se extienden amplias zonas con el carácter de típicos espacios vacíos, dominio, si acaso, de las selváticas comunidades indígenas; contraste de la paralela coexistencia de grandes centros de civiliza-ción e historia y extensos territorios de vida salvaje.

A lo largo del siglo, tanto en la Metrópoli como en América, habrán de producirse sensiblestransformaciones. En lo externo, la paz de Utrecht, paradójicamente, al amputarle sus posesiones euro-peas, permitió a España consolidarse como Estado na-cional moderno, bien delimitado y con vastos recur-sos, y, asimismo, al colocarla en una posición europea excéntrica, le dio la posibilidad de desempeñar un papel de moderador y árbitro entre las grandes riva-les, Inglaterra y Francia. España no desperdició, por cierto, ese papel, aunque con Carlos III y los "pactos de familia" se inclinará hacia la última, pero más como una especie de reaseguro contra la creciente

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agresividad británica que como abandono de una po-lítica, sin duda la más conveniente para sus intere, ses como se demostró más tarde, bajo Carlos IV, cuando la decidida alianza con Francia acabaría arrastrando al Estado español a una lucha -decidida por factores sentimentales y no nacionales- cuyo resultado final fue el ocaso irremediable de su po-sición imperial.

La hostilidad permanente de Inglaterra tuvo de-cisiva importancia en la política exterior de España. En Utrecht, aquella obtiene, además de las conocidas ventajas para su comercio en las Indias, dos estraté-gicas posiciones, Menorca y Gibraltar; recuperada la primera, éste continuó siendo un punto clave, no sólo para el comercio y la estrategia inglesa, sino para el prestigio español. Pero más graves aún fueron las amenazas a las posesiones ultramarinas, que primero se concretaron en acciones de piratería y golpes de mano ocasionales, y concluyeron decididamente en empresas militares de conquista, pese a las diversas facilidades que la Corona española había ido conce-diendo al comercio inglés. El resentimiento británico a raíz de la intervención española en la guerra de emancipación de las colonias norteamericanas fue excusa suficiente para el intento de conquista mili-tar y, a comienzos del siglo XIX, se produce la fra-casada tentativa de apoderarse del Río de la Plata, la mayor intentada contra las posesiones españolas. Muy pronto la guerra de la independencia contra el invasor francés y los coetáneos movimientos segre-gacionistas americanos, darán a los ingleses la anhe-lada ocasión, que no dejarán escapar por cierto, de activar la invasión pacífica de sus productos comer-ciales en el mercado americano, comenzada desde mucho antes ,por los métodos subrepticios del con-trabando.En lo interno había que abocarse a la tarea de darle al Estado una buena organización y una admi-nistración eficaz, que lo convirtieran en un centro

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de poder activo y próspero. Los Borbones asumieron esa responsabilidad y pudieron concretar exitosa-mente muchos de los propósitos que ya los Austria habían perseguido.

En primer término, la unificación del país, pa-ra lo cual era imprescindible domeñar los altivos lo-calismos, arruinar los "fueros" y privilegios de que gozaban distintos territorios y, además, combatir, en el ánimo de las gentes, la tendencia a lo que Unamu-no llamara con acierto "obedecer sin ejecutar". E1 segundo objetivo era la exaltación del poder real, para lo cual contaron -como otras naciones euro-peas- con el valioso concurso de célebres tratadis-tas, encargados de resaltar y justificar doctrinaria-mente la autoridad despótica del monarca y reafir-mar el concepto regalista, especialmente frente a la Iglesia.

Culminada eficazmente esa etapa previa, la preocupación de los Borbones --entre los que desta-ca la personalidad de Carlos III- fue fortalecer los mecanismos de la administración. Lograron crear una monarquía absoluta mucho más obedecida y res-petada que en Francia, sin temor a oposiciones de ningún sector y concitando en torno de sí la adhe-sión de los súbditos, particularmente de una élite, penetrada de los ideales burgueses.

Una afirmación muy generalizada atribuye al ascenso social de la burguesía las realizaciones del Despotismo Ilustrado; tal aserto no puede extender-se cabalmente a España, donde el papel de otros sec-tores es indudable. La burguesía como tal, la parte culta, enriquecida y ambiciosa del común, fue esca-sa y apenas tuvo conciencia de clase. Pero, si bien parecería demasiado ambicioso hablar de "burgue-sía", en cambio es correcto calificar de "ideología burguesa" a un estado de espíritu en el que partici-paron, en mayor medida, los elementos más cultos y relacionados con el exterior, de todas las clases so-

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ciales. En consecuencia, lo que caracterizó, aquel momento no fue la presencia y la acción de una clase burguesa, sino una infiltración de los ideales llama-dos "burgueses", que fueron operando desde el inte-rior de las propias clases dirigentes para determinar un cambio de mentalidad que destruyó o atacó seria-mente las viejas convicciones.

Para que este estado de cosas fuera posible, los Borbones planearon y ejecutaron diversas reformas en las estructuras administrativas, religiosas, econó-micas y sociales, y concibieron un ambicioso plan pedagógico y cultural En lo administrativo, si bien mantuvieron los viejos Consejos de Hacienda y de Indias, colocaron por encima de ellos Ministros to-dopoderosos y que gozaban de la confianza del Mo-narca; y asestaron un rudo golpe a los privilegios forales y localistas, con las Ordenanzas de Intenden-tes, todos ellos mecanismos tendientes a centralizar en la persona del Rey y de sus colaboradores inme-diatos, la entera vida administrativa del Estado. No siempre lograron éxito en ese terreno, pues a menudo el temor a innovaciones radicales y un excesivo res-peto al pasado, determinaron que muchas reformas fueran a veces tardías y en otros casos de dudosa efi-cacia. Pero, de cualquier modo, lograron una admi-nistración ágil y adecuada a la acción del poder central.

Con mayor éxito se movieron en lo religioso, donde el sordo conflicto entre Estado e Iglesia se definió a favor del primero y alcanzó estado público con la expulsión de los jesuitas.

Muy importantes son las medidas económico-so-ciales, tendientes a vigorizar las fuentes de riqueza y combatir los privilegios excesivos de ciertos sec-tores, particularmente de la nobleza y el clero, y de la Mesta, poderosa organización ganadera que obs-taculizaba cualquier plan agrario. Se desarrollaron las comunicaciones, se pusieron en práctica planes colonizadores en régimen de mediana propiedad y

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se crearon diversas escuelas de experimentación agrí-cola. La industria y el comercio fueron estimulados, bajo el sistema de libertad protegida, y se introdu-jeron manufacturas, especialmente algodoneras, que contribuyeron en alto grado al progreso económico. Mención especial merecen las Sociedades Económi-cas de Amigos del País, insustituíbles colaboradores en los planes de reforma y progreso de la nación.Los reformadores, en su afán de modelar una so-ciedad nueva, dedicaron relevante atención a los pro-blemas educativos, fijándose los fines y las metas con un criterio preferentemente utilitario; las cien-cias físico-naturales se encararon con vistas al pro-greso económico; también se intentó difundir un co-nocimiento exacto de la monarquía, su extensión, población y recursos, como datos previos indispensa-bles para la organización político-administrativa; fi-nalmente, la renovación de, los métodos y técnicas agrícolas y artesanales, impulsada sobre todo por las Sociedades Económicas, semi oficiales, y complemen-tada con la formación teórica que incluía desde via-jes al exterior, hasta la introducción de especialistas extranjeros.Los Ministros de Carlos III aspiraron, además, a crear una opinión, un espíritu público, para alcanzar una verdadera remodelación de las conciencias, se-gún los nuevos criterios filosóficos. Se crearon así centros extrauniversitarios, libres de las antiguas trabas y reglamentaciones, en cuyos debates y re-uniones se promovió decisivamente el espíritu de la Ilustración. Finalmente, en la segunda mitad del si-glo, nace el periodismo, que satisface el creciente interés por la información de toda índole, y sirve de poderoso instrumento al poder real para contribuir al trabajo de modelación de ideas y conciencias.Pero es en lo espiritual donde radica lo esencial del siglo XVIII español, en el que podemos distinguir dos etapas de aproximadamente igual duración. La primera, cuyo término puede fijarse en la década

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1750-60, y cuyos intérpretes fueron denominados "novadores", tiene un primer momento de prolonga-ción'de lo anterior, donde el interés por las ideas nuevas se centró en temas científicos y no políticos; predominaba un excesivo conservadorismo y la tradi-cional inercia en la acción estatal; y un segundo pe-ríodo, sacudido por las controversias promovidas en ambientes valencianos, sevillanos y catalanes, forma-dos al margen de las Universidades.

El benedictino Benito Jerónimo Feijó constituye la figura relevante de esta época y su obra provocó encendidas polémicas. Fuertemente atraído por las ideas científicas y filosóficas procedentes de Fran-cia, fustigó la actitud de su tiempo, de horror a las novedades, y realizó una tarea muy útil e inte-resante, por la claridad de su juicio y su profunda curiosidad por los temas de interés científico y hu-mano, pero, sobre todo, por el valor con que enfren-tó al mundo de supersticiones y falsas tradiciones que caracterizaba a muchos ambientes de la época.

La segunda etapa nos muestra, con más relieve, el contraste entre lo antiguo y lo nuevo. Predominan en ella las minorías ilustradas de Europa, que, apro-vechando al máximo los medios de contacto que les ofrece la época (viajes, literatura escrita, cartas) constituyen una especie de "internacional" en la en-cendida adhesión a los ideales de lo que Kant llama-rá, con acierto, "Iluminismo".

En España, y también en América, el Iluminis-mo hallará amplio y profundo eco en los espíritus. Tradicionalmente, y con un criterio algo simplista, se atribuye totalmente a la influencia francesa dicha penetración, olvidando la abundante literatura in-glesa y sobre todo italiana, que, por, entonces, se introdujo en España; particularmente esta última, ambientada por los múltiples contactos entre ambos reinos. Sin embargo, el papel de Francia es funda-mental, por el número y la naturaleza de las noveda-

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des, más atrevidas y revolucionarias que las de otras partes,`y que fueron creciendo en intensidad y radi-calismo, hasta extremos que las autoridades españo-las consideraron intolerables.

Este fenómeno no era nuevo en la Península, pero las corrientes de la Ilustración no pudieron al-canzar la eficacia y magnitud que esperaban sus partidarios, en virtud de que se produjeron en cir-cunstancias en parte desfavorables. En efecto, no se trataba del trasplante de una civilización externa ni de un impulso exterior destinado a reforzar tenden-cias pre-existentes, sino de un producto de caracte-rísticas híbridas, en que aparecían mezclados ele-mentos subyacentes de la vieja civilización cristiana occidental, con otros que la contradecían formal-mente.

La España de los primeros Borbones carecía de la capacidad necesaria para asimilar y transformar esos elementos en un nuevo proceso que aprovecha-ra lo que pudiera utilizarse del pasado, incorporán-dole las novedades. Ocurrió entonces que, por un lado se produjo una reacción negativa y violenta contra lo nuevo, mientras que, por otro, se le acep-tó plenamente, sin examen ni crítica; el resultado final fue una profunda y funesta división.

"Los ilustrados no pretendían ser tales por po-seer una gran suma de conocimientos -señala bien Vicens Vives-, de igual forma que los enciclopedis-tas no tenían nada de común con lo que hoy llama-mos un talento enciclopédico. Por el contrario, aque-llos hombres desdeñaban las compilaciones farrago-sas y las inútiles acumulaciones de datos. Una men-te clara, libre de prejuicios, exenta de las tinieblas del error, era lo que preconizaban para alcanzar el reinado de las luces". "Ciertas notas, forzosamente vagas en su generalidad y sujetas a muchas excep-ciones, sirven para caracterizar este movimiento o clima espiritual: un optimismo que no es de raíz

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teológica, sino producto de una alta estimación de la naturaleza humana; individualismo, que en parte nace de la misma fuente y en parte de la disolución de las concepciones estamentales y corporativas; universalismo, también asociado a la convicción de que cualquiera que sean sus diferencias externas, hay una unidad profunda en la naturaleza humana (o sea la mente racional, pues en este punto la he-rencia cartesiana es muy visible). El racionalismo surge a la vez en teoría, de este concepto de lo hu-mano como sustancia pensante, y como aplicación práctica, de la voluntad de organizar una Ciudad Hu-mana de la que queden excluidos para siempre el error, la miseria y la superstición. En el fondo de estos hombres en apariencia fríamente racionales, hay un "milenarismo", una creencia apasionada, casi mística, en la posibilidad de llegar a crear un pa-raíso terrestre, no por medio de una lenta evolución, sino en una especie de palingenesia, una renovación súbita seguida de un estado indefinido de beatitud. Si a esto se añade que estaban convencidos de lo-grar esta renovación automática por medio de la promulgación de leyes y reglamentos, tendremos otro de los rasgos más característicos del movimien-to ilustrado".

En resumen, a lo largo del siglo XVIII, España ha visto acrecer su población y el reformismo borbó-nico ha podido lograr, en grado .bastante apreciable, su ideal de integración política, económica y social de los españoles, en un Estado nacional. Las refor-mas han puesto la suma del poder en manos del Mo-narca y han habilitado a éste para promulgar las más audaces experiencias.Pero, por un lado, las tradiciones, los prejuicios y los privilegios, fuertes todavía, y la indecisión per-sonal, en otros casos, han frenado, en muchas opor-tunidades, la todopoderosa voluntad real. En idénti-co sentido retardatario actuó, sin quererlo, desde luego, la disociación cultural y espiritual debida a la

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expansión del enciclopedismo, que los conflictos en-tre "novadores" e "ilustrados" agudizaron.

Por último, la Revolución Francesa y su etapa de radicalismo provocaron un viraje sustancial en muchos de los más decididos reformadores y así se explica que, en el reinado de Carlos IV, su ministro Godoy dejara de lado todo el programa reformista, manteniendo solamente en vigencia la faz represiva del régimen.

De todas maneras, una sensación difusa, incohe-rente, pero no por ello menos cierta, gana muchos espíritus. La revolución latente hará eclosión en el año 1808.

El siglo XVIII en América española se caracteri-zará por una singular refracción de las orienta-ciones y modificaciones estructurales introducidas por los Borbones y del nuevo clima espiritual del si-glo, imperante en la Península. Durante el período de los Austria y a partir de la consolidación de los gran-des marcos urbanos y jurisdiccionales, los súbditos americanos de la Corona española, señores de las tie-rras de cultivo y explotación ganadera, de las minas y obrajes, del comercio y los medios de transporte, asentados en el pingüe disfrute de sus riquezas y beneficiarios de los productos elaborados por la ma-no de obra servil, habían constituido, de hecho, una sociedad de poderosos propietarios, altivos e inde-pendientes, frente al laxo aparato gubernamental y burocrático de Virreyes y Oidores, Capitanes Gene-rales y Gobernadores, y, sobre todo, escudados en los cargos concejiles, desde los cuales podían hasta detener la vigencia de cédulas y 'pragmáticas, orde-nanzas y bandos, contrarios a su interés, mediante el arbitrio legítimo de "obedecer pero no cumplir". Esta situación, -que el agudo Solórzano Pereira ya denunciara en su "Política Indiana", como de "escan-dalosa licencia"- configuraba un orden económico' y político-social, en que los señores indianos, prácti-

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camente, no sentían la presencia del Estado, más allá de su significación, teórica y lejana, de centro unitario de la monarquía o como supremo dispensa-dor de mercedes y beneficios.

Contribuía a ratificar esta medular actitud de los súbditos americanos frente al poder del Estado, la concepción misma del Derecho Público tradicio-nal castellano-leonés, que ponía por encima de la ley escrita, como expresión de la autoridad regia, la vi-gencia superior de los postulados jusnaturalistas del bien común, justificando así el general "menospre-cio de la ley", reiteradamente denunciado por funcio-narios y jerarcas del período. Pero esta realidad ha-bría de sufrir una profunda distorsión a partir del advenimiento de los Borbones.

La nueva dinastía trajo aparejada una actitud oficial totalmente contrapuesta a la del patriarcalis-mo de los Austria respecto de las Indias, encaminán-dose rápidamente a la configuración de una verdadera "situación colonial". Por lo demás, las nuevas co-rrientes espirituales influirían en la formación de una conciencia de emancipación cultural y el des-pertar del sentimiento criollo, que dejó de ser de-nominador étnico, para convertirse en factor telúrico, impulsor del afán de autodeterminación y gobierno.

La fuerte centralización institucional y admi-nistrativa de los Borbones, dirigida a obtener un mejor aprovechamiento de los recursos económicos americanos, chocaría abiertamente como fórmula "despótica" con las sedicentes inspiraciones "libera-les" de sus gestores; y en esta contradicción ahincó la crítica de las minorías ilustradas de los ricos pa-triciados criollos, haciéndoles cada vez más eviden-te la necesidad de la emancipación.

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La población de Hispanoamérica en este siglo presenta, como carácter esencial, el predominiode lo autóctono, con un equilibrio demográfico de or-den cuantitativo y una acentuada disminución de la inmigración blanca española. Esa situación se com-pensaba, en lo referente a los peninsulares, por la posesión de los resortes del aparato político y admi-nistrativo, pero ello planteaba ya la circunstancia histórica que serviría de punto de partida a la forma-ción de una conciencia social emancipadora, así co-mo la base del proceso demográfico hispanoameri-cano, aún en marcha, de una mestización tendiente a la uniformidad étnica. La población india marca un acusádo descenso, que se compensa con el masivo aumento de los mestizos que alcanzan más de la cuarta parte del total de habitantes. Los negros cons-tituyen una clase marginal y representan un ocho por ciento. La población blanca experimenta un fuerte crecimiento, de carácter vegetativo, como se dijo, a tal punto que la proporción de criollos en el sector es de noventa y cinco a cinco.

La economía indiana se vio afectada en sus po-sibilidades por el serio problema que significó la es-casez de mano de obra. En efecto, el indígena, en su gran mayoría, permaneció ajeno al encuadre hispá-nico, manteniendo formas de economía primitiva; el negro proporcionó la mano de obra fundamental, principalmente en las plantaciones; los mestizos y el escaso proletariado blanco determinaron la fuerza de trabajo en la economía industrial, comercial y ganadera. Pero, pese a ello, alcanzó un grado de ex-pansión considerable que, desde la agricultura al co-mercio, transformó sustancialmente el cuadro econó-mico-social.La agricultura, de carácter latifundista, creció en forma desmedida, determinando el afianzamiento de los terratenientes, los poderosos "vecinos feuda-tarios", tronco de los futuros patriciados del siglo XIX. Su desarrollo estuvo alentado principalmente

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por los precios favorables alcanzados por los produc-tos agrícolas "coloniales" -azúcar y cacao sobre to-do- en los mercados europeos. La ganadería au-mentó considerablemente, llegando a cifras fabulosas en la zona del Plata, donde originó una fuerte indus-tria del cuero y de la salazón de carnes. En el litoral chileno se desenvolvió la industria de salazón de pescado, que se exportaba a los centros mineros al-toperuanos; finalmente, el litoral patagónico vio sur-gir diversos establecimientos dedicados a la explota-ción de los productos derivados de la ballena.

La minería continuó siendo el centro de las pre-ocupaciones y el eje del sistema económico indiano, fomentando la apertura de comunicaciones y ejer-ciendo una influencia decisiva sobre el desarrollo de la agricultura, la ganadería y la industria.

En las zonas interiores, alejadas de las costas y los puertos exportadores, emergieron industrias de carácter artesanal, limitadas generalmente al consu-mo interno, y que debieron utilizar la mano de obra indígena y a menudo sus propios procedimientos. No es extraño a este desarrollo de la industria americana el aporte de catalanes, vizcaínos, asturianos y valen-cianos portadores de valiosas tradiciones en la ma-teria. Sin duda fue la industria textil, que unió la tradición indígena con la técnica europea del telar, la que alcanzó el mayor desarrollo. E1 altiplano andi-no fue centro de una importante proliferación de tejidos, especialmente de algodón, cuyo arte propaga-ron los misioneros, aunque por razones de calidad su consumo fue exclusivamente interior; distinta fue la suerte de los tejidos de seda, que llegaron a en-trar en competencia ventajosa con su similar de Ex-tremo Oriente.

Empero, la constitución del círculo cerrado agri-cultura-comercio o minería-comercio, y el sistema del "pacto colonial", dejaron arrinconada a la industria criolla; pese a todo, el aumento de la población y de

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la riqueza determinaron nuevos incentivos para el trabajo artesanal, lo cual explica el auge de la orfe-brería argentífera y el de los obrajes, con el impulso de las hilaturas. Queda dicho que la baja calidad de los tejidos no les permitía competir con los textiles europeos, lo que produjo una intensificación del co-mercio interior, encuadrado por el deseo peninsular de mantener los monopolios adquiridos por Méjico y Perú dentro del Imperio, la incapacidad de la indus-tria metropolitana para atender la creciente demanda de los mercados americanos, y, por último, la fuerte presión ejercida por potencias europeas en los puer-tos americanos, en virtud del "navío de permisión" y, sobre todo, del contrabando.

El comercio y la navegación entre España y las Indias -y subsecuentemente el tráfico interco-

lonial- experimentaron una importante modificación con la abolición del sistema de flotas y galeones. E1 nuevo régimen de navíos de registro determinó una mayor flexibilidad y rapidez, y la supresión de mu-chos y enojosos trámites en el comercio y navegación entre la Metrópoli y las provincias americanas. Pero los comerciantes de las ciudades puertos o de aquellas donde tenían lugar anteriormente grandes ferias, se - sintieron descolocados en su anterior posición de do-minio del mercado;'se sucedieron entonces las alega-ciones y protestas contra el nuevo sistema, manifes-tando que la circunstancia de que los barcos no lle-gasen en fecha fija impedía establecer una relación adecuada entre la oferta y la demanda. En realidad las objeciones tenían su verdadero fundamento en la disminución de los márgenes de utilidad resultan-tes de un mercado mejor abastecido y cuyo nivel de precios escapaba a la periodicidad preestablecida de quienes dominaban monopolísticamente la distribu-ción y circulación de las mercaderías. La supresión de las ferias de recepción de las antiguas flotas, al ampliar las zonas de distribución de los efectos co-

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merciales, les quitaba de las manos sus poderes de control, y, entonces, para resarcirse de los perjuicios que este sistema les acarreaba, los comerciantes in-tensificaron las relaciones marítimas entre las regio-nes de mayor riqueza, representadas por el triángu-lo Méjico-Venezuela-Perú.Hacia el último cuarto del siglo, la Corona se vio obligada a adoptar medidas político-administra-tivas y económicas tendientes a robustecer el con-tralor de sus relaciones comerciales con las Indias. Surgieron así las primeras disposiciones de libre co-mercio, iniciadas con los Virreinatos de Nueva Gra-nada y Perú (1768), seguidas por la autorización para el comercio de sus frutos entre Perú, Nueva España, Nueva Granada y Guatemala (1774), exten-didas a Buenos Aires en 1776, y culminadas con el "Reglamento y aranceles reales para el comercio li-bre de España e Indias", de 1778, por el que se habi-litaban trece puertos en la Península, Mallorca, y Ca-narias, y veinticuatro en América, y se establecía el arancel aduanero, con tasas diferenciales según los puertos fueran mayores o menores y los frutos o mer-cancías nacionales o extranjeros.Diversas circunstancias, derivadas de la incapa-cidad española para afrontar la creciente demanda americana de productos, de la naturaleza de ciertos tráficos y de la coyuntura internacional, obligaron a la Corona a realizar crecientes aperturas de su coto americano al comercio extranjero. En primer lu-gar, el tráfico negrero: cabe recordar los asientos que favorecieron a Inglaterra, a principios de siglo, y la Real Cédula de 1791, que autoriza a españoles y extranjeros la introducción de negros y herramien-tas de labranza, reiterada en 1798 y 1804. Sigue lue-go el comercio, por vía de ensayo, con las colonias portuguesas del Brasil, y el tráfico general con colo-nias extranjeras para introducir negros, dinero y fru-tos. Lo fundamental será, sin embargo, la ruptura de Inglaterra con España, a partir de 1796, que im-

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puso la necesidad de relaciones con las potencias, porque el control marítimo inglés impedía el abas-tecimiento con barcos de bandera española: Real Orden de comercio con neutrales, de 1797, en bu-ques nacionales o extranjeros, con la reserva, incum-plida, del preciso retorno por España; invalidada en 1799, siguieron concediéndose autorizaciones indivi-duales, y por fin debió reiterarse, en 1805, para los puertos de Hamburgo, Lisboa y Oporto y de los Es-tados Unidos. Estas franquicias legales favorecieron, a su vez, el contrabando, que pasó por encima de restricciones y cortapisas, en cuanto a las mercan-cías autorizadas, en cuanto a los artículos de extrac-ción y en cuanto a las exigencias de contralor.

Todas las disposiciones significarían un tremen-do quebranto para el régimen de las Compañías, ex-presiones de la mentalidad forjadora del pacto colo-nial que, con singular éxito habían venido operando en la primera mitad del siglo XVIII: la Guipuzcoa-na de Caracas, fundada en 1728; la Real Compañía de Comercio de La Habana, que durante 25 años mo-nopolizó el comercio cubano; la Real Compañía de Comercio de Barcelona, que ejerció igual monopolio en las Antillas y América Central; la Compañía Ma-rítima, que actuó en el Río de la Plata.

La quiebra del pacto colonial significó un pro-fundo cambio para la economía y el comercio hispa-noamericano y promovió una amplia movilización de capitales y un predominio económico de los grupos de mercaderes usufructuarios del nuevo régimen. En cuatro zonas puede apreciarse ese predominio: al Norte, en el Virreinato de Nueva España y América Central, con puertos sobre ambos océanos; en el Ca-ribe, con centro en Cartagena de Indias y Caracas; en Chile, y en el Río de la Plata. En esta última, el fenómeno contribuyó a acentuar y definir la ten-sión existente entre Buenos Aires y Lima. Estas cua-tro zonas poseen, dentro de sus características parti-

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culares, un rasgo común: una poderosa conciencia de grupo, que dará, el siglo siguiente, una actitud mental típicamente burguesa.

Las comunicaciones terrestres alcanzaron un gran desarrollo con la introducción del concepto mo-derno de la carretera; en los diversos territorios se ensancharon y mejoraron los antiguos caminos y se construyeron otros que enlazaron los centros pobla-dos entre sí y con las zonas productoras. La más trascendente empresa de comunicación fue el cami-no, construido en las postrimedías del siglo XVIII, que unía Buenos Aires -capital del recién instau-rado Virreinato del Plata- con Santa Pe, en Nuevo Méjico, a través de un recorrido de siete mil kiló-metros, sin contar los ramales secundarios, y enlaza-ba, en su vasto trayecto, a las principales ciudades de ambas Américas.

El problema de la tierra, en las Indias, a comien-zos del siglo XVIII, era de real entidad. El la-tifundio se había desarrollado en proporciones colo-sales; los intereses estatales entraban en colisión con los privados y casi siempre la pugna derivaba en el abandono de tierras cultivables; existía un fuerte desequilibrio social, pues mucha gente deseaba tie-rras, sin obtenerlas, pese a que las había en abun-dancia; finalmente, tampoco el interés fiscal de la Corona se veía satisfecho.

La cuestión se había planteado ya en España, donde los "ilustrados" políticos y escritores hacían hincapie en las "reformas agrarias" y se habían cons-tituido las "Sociedades Económicas de Amigos del País", que realizaron una inmensa tarea de difusión y propaganda ideológica. Pero, si en España los pro-yectos reformistas se teñían de liberalismo, en Amé-rica, en cambio, estuvieron orientados hacia formas intervencionistas, proteccionistas y centralizadas, La gran preocupación de la Corona fue de orden fiscal,

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y las decisiones adoptadas se ciñeron a ese estrecho punto de vista, tratando de lograr la venta y compo-sición de tierras baldías y la regularización de los títulos de propiedad.Hacia mediados del siglo, la Real Cédula de 1754 significó un intento de armonizar el interés fis-cal con los problemas socio-económicos, establecién-dose la defensa de la propiedad privada del indíge-na, facilitando la concesión de títulos de propiedad a los que tuvieran posesión y fijando plazos peren-torios para poner en producción la tierra. Pero tales disposiciones no dieron los resultados esperados. A fines del siglo el problema permanecía incambiado -y lo sigue aún, en el siglo XX, en muchos luga-res-: extensos latifundios sin cultivar, por la infi-nidad de tratas que, tanto propietarios como funcio-narios, pusieron para el arrendamiento; repercusio-nes sico-sociales de este fenómeno, fomentando, in-cluso, la ociosidad; disminución de la producción agrícola. El latifundio, encarnado en el régimen de la "hacienda" -"rancho" en el Norte de Mé-jico- y afirmado decisivamente por el mayorazgo y por la unión entre los hijos de las familias aristo-cráticas y los de los miembros de la burguesía co-mercial, constituyó un fenómeno capital para la vida económica y social de Hispanoamérica.En suma, España, como en otros aspectos, tam-bién aquí tuvo una doctrina correcta, pero no la apli-có en la forma debida.

La distribución del ingreso en las Indias era tre-mendamente injusta. El capital se concentraba

en pocas manos y aparecía invertido, fundamental-mente, en la propiedad, la minería y el comercio. El valor de las propiedades era más bien nominal, pues dependía de la productividad; las fincas dedicadas al cultivo de la caña de azúcar rendían varias veces más que las haciendas ganaderas. En general, la pro-piedad no significaba un capitalismo poderoso, pero

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el dinero se ganaba fácilmente y se derrochaba, con mayor facilidad todavía, en una vida de lujo y os-tentación, lo cual importaba mucho a la mentalidad dominante en aquella época. La Iglesia era la gran propietaria. A fines del siglo XVIII, Humboldt ava-luaba sus posesiones en cuarenta y cinco millones de pesos fuertes, suma enorme, que se aplicaba a la evangelización y la expansión financiera y se dis-tribuía muy desigualmente entre los miembros del clero.

La mayor concentración de capital estaba, co-mo es lógico, en las empresas mineras de Méjico y Perú; en aquél, la mayoría de los capitalistas se agrupaban en el Tribunal de la Minería, que dispo-nía de recursos varias veces millonarios; en Perú, para contrarrestar un organismo similar, formado por los mercaderes de Potosí, se creó una Compañía por acciones, integrada por los propios mineros, que más tarde se convirtió en Banco, luego incorporado a la Corona.

Los comerciantes fueron también un importan-te foco capitalista, llegando en algunos casos a com-pararse con los propietarios de mayor renta. De me-nor importancia, aunque no desdeñables, fueron los capitales invertidos en las diversas industrias, entre las que destacaba la textil.

Los sueldos de la burocracia eran muy variados, según los distintos cargos y regiones, y sobre ellos repercutían vivamente las alteraciones de los pre-cios, muy frecuentes en función de las continuas guerras y de la dependencia de la economía hispa-noamericana con relación a los mercados exteriores. La enorme mayoría de los pobladores no estaba en condiciones de afrontar el gasto anual de manteni-miento de una casa, y ello explica las preferencias por cierto tipo de consumo, tales como la carne, el pan y las legumbres. Las clases altas, en cambio,

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consumían -a veces en exceso- productos impor-tados, de alto precio, particularmente bebidas y gé-neros finos.

En lo espiritual, empero, es donde radica la más profunda transformación. La progresiva toma de conciencia del rico patriciado criollo, de su impor-tancia social y de su capacidad para la ación, se enfrentará, cada vez más, con la humillante discri-minación que le imponía la mentalidad de los agen-tes gubernamentales y burocráticos del régimen bor-bónico, promoviendo un creciente resentimiento y anhelo de autodeterminación.

Hernández Sánchez Barba enfoca acertadamen-te este nuevo estado de conciencia: "La consecuen-cia de este hecho sicológico -dice- fueron dos cues-tiones de la mayor importancia: al menospreciar a España y los españoles, casi automáticamente los criollos sé hipervaloraban a sí mismos, con lo cual fue creándose una nueva fuerza, de base telúrica, que, poco a poco, va desplazando la cohesión y el sentimiento étnico; aquel anhelo de "blancura" que caracterizaba a los miembros de la sociedad hispa-noamericana durante los siglos XVI y XVII, puesto que tal consideración les proporcionaba mayores po-sibilidades en el mundo social y económico, va sien-do sustituido por el orgullo de su nacionalidad, de su Patria, y con ello aparece un fondo telúrico, que se debe poner en la base explicativa del nombre que ellos mismos se dan de "americanos". Quiere esto decir que ha quedado rota la unidad étnica blanca que había mantenido vinculados en un mismo grupo a peninsulares y criollos, y con el ansia del auto-gobierno y del asentamiento en "su" tierra, los criollos comenzaron a sentirse como algo aparte. La segunda cuestión, que es reflejo de la primera y pa-radigma del resentimiento de los criollos, es la pre-ferencia que demostraban hacia cualquier extranje-ro, antes que a los peninsulares".

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Este naciente sentimiento "nacionalista" se nu-trirá, a su vez, en una profusa literatura -introdu-cida de contrabando, junto con las mercaderías- de inspiración americanista y que, a la par de temas tendientes a satisfacer la creciente curiosidad cien-tífica de la época, era portadora de una abierta pro-paganda antiespañola, elaborada en Frncia y sobre todo en Inglaterra, que veía en ella un eficaz ve-hículo para abrir caminos de penetración en los mer-cados y rutas del ya vacilante Imperio hispánico.

Las obras de filósofos, científicos, economistas y pensadores de los siglos XVII y XVIII -en diversos idiomas- se difunden de mano en mano y se co-mentan en las tertulias, complementando el cli-ma subversivo preparado por los libros, folletos y opúsculos, portadores de la "leyenda negra antiespa-ñola".

Salvador de Madariaga describe cabalmente la situación en su "Cuadro Histórico de las Indias": "Raynal, Voltaire, Rousseau, Montesquieu, cada uno a su modo era para el criollo una estrella intelec-tual en el cielo de abstracciones. Lo que el criollo hallaba en ellos de más preciado era precisamente la índole abstracta de esta perfección luminosa y dis-tante. Su extranjerismo, su no hispanismo, eran una ventaja más. Añadían distancia biológica a la dis-tancia intelectual. El vuelo al cielo intelectual de la filosofía europea era para el criollo una profunda necesidad del espíritu, por ser compensación al peso de la tierra, que le iba uniendo cada vez más a las castas, quebrando cada vez más su conexión con el otro cielo, el de la blancura hispana, que había sido hasta entonces, su hogar espiritual. Pierde el tiempo el crítico que reprocha a estos criollos del siglo XVIII su inconsecuencia en predicar libertad rodea-dos de esclavos, igualdad, encastillados en privile-gios. Cuánto más irreales, abstractas, generales, dis-tantes, la filosofía y la "filantropía" del siglo, más valiosas eran para ellos, como cielo espiritual por

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encima de la tierra multicolor, que reclamaba sus derechos sobre ellos y los iba haciendo cada día más suyos".

La actividad impresora es considerable y se ejer-ce, en muchos casos, en la clandestinidad, publicán-dose libelos de carácter político junto con periódicos en que se reimprimían publicaciones europeas y ar-tículos sobre temas literarios y de costumbres. Pero la erudición de los lectores no se conforma con eso, y, a la par de gacetilleros de ocasión, aparecen hom-bres de ciencia, como Caldas y Unanue, que trasmi-ten sus conocimientos e ideas y una moderna visión científica, a muchos hombres, dominados por inquie-tudes similares. Asimismo se estudian y analizan los fenómenos concretos y se exhibe la preocupación por dominar aquellos aspectos pragmáticos del conoci-miento que permitan mejorar industrias, modificar sistemas y métodos de enseñanza, adquirir una ima-gen más amplia y completa del país y de sus po-bladores. "La palabra "progreso" -acota Mariano Picón Salas- con toda su esperanza y su ilusión porvenirista, flamea como una bandera en las pági-nas editoriales de los "Mercurios" y "Gacetas". Los hombres que redactan las sabias "Memorias" que allí se publican, no son pensadores solitarios, sino decididos hombres de acción. Lucharán como Bel-grano, como Manuel de Salas, como Espejo, como Caldas, como Nariño, para que se creen escuelas téc-nicas, se fomenten sociedades económicas, se levan-ten hospitales, teatros o montepíos".

En la médula de este nuevo clima espiritual, que alumbraba en las minorías ilustradas de la Amé-rica española, se encuentra la influencia del Padre Feijó, a quien cabe, sin duda, el mérito de haber contribuido a poner en evidencia ante ellas el hecho cierto de la decadencia española, y aportado el mé-todo crítico y la temática que tanto contribuyeron a la emancipación cultural de Hispanoamérica y que tan alto grado de desarrollo y originalidad alcanza-

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ron en algunos de sus más destacados pensadores, como Andrés de Guevara y José Baquíjano y Carri-llo, entre otros.

No puede extrañar que en ese ambiente se pro-dujera -aunque limitada siempre a las élites- una rápida maduración de la opinión pública, orientada hacia caminos de renovación y libre examen, y cons-tituída en fértil cantera en la que se nutriría la sub-secuente ideología liberal burguesa. Por primera vez pudo apreciarse en el vasto escenario americano una rara unidad de pensamiento y de acción, que in-formó la conciencia criolla y la afirmó, altiva y po-derosa, frente a la mentalidad peninsular.

Importancia principal tuvo en la formulación de esta nueva conciencia, la enseñanza del Derecho, no sólo para intentar definir y justificar por los cau-ces jurídicos la idea independientista, sino para for-mar, en la no siempre estricta correlación entre la temática doctrinal y la realidad circundante, una eficaz y lúcida visión de la realidad que, inspirada en los moldes de los Códigos indianos, buscará, no siempre con acierto, crear las nuevas fórmulas del Derecho nacional americano, en una tarea de vi-tal trascendencia para la doctrina de la Revolu-ción y la reestructuración institucional de la nueva América.

Hacia 1800, en suma, se había configurado en Iberoamérica una sociedad en la que fuertes mi-

norías ilustradas del patriciado criollo habían adqui-rido una conciencia social emancipada de la penin-sular, creadora de un ambiente de enorme intensidad y de clara tendencia hacia la emancipación política; la coyuntura se presentará pronto, con motivo de los acontecimientos peninsulares que, entre 1795 y 1808, produjeron el colosal desprestigio de la Monarquía y, con ello, y por una parte, la pérdida del respeto, y por la otra, el deseo de separarse lo más rápi-damente posible de un sistema político cuya extrema

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debilidad e incapacidad para alcanzar soluciones sa-tisfactorias, quedaban, en aquellos años, claramente de manifiesto. Se iniciaría el dramático proceso de la emancipación de Iberoamérica y de su desarrollo como ser histórico pleno, inconcluso aún en nuestros días: sobre el arruinado andamiaje del "antiguo ré-gimen" andará su camino la peripecia de los nuevos Estados, débiles y vacilantes en sus estructuras re-cién aprendidas de modelos europeos, en general ex-traños a su realidad, recobrando, ya muy adentrado el siglo XX, el sentido de su historia y la esencial unidad de su destino.

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- II -

EL VIRREINATO DEL PLATA

El Río de la Plata -apenas emergido de su bau-tismo esperanzado- apareció en la perspecti-

vas de las Coronas española y portuguesa como un deslumbrante manantial de metales preciosos, capaz de empalidecer los hallazgos de Méjico y Perú. En pos del mito, la monarquía española envió, ganando de mano a su rival, al Adelantado don Pedro de Mendoza, y tras él recorrieron la región sus capita-nes en tenaz esfuerzo exploratorio. Cuando se verifi-có la falsedad de la leyenda -o el error de su encla-ve geográfico- la ciudad mediterránea de Asunción; que Juan de Salazar y Domingo Martínez de Irala fundaran en 1537 y 1541, pudo ser el núcleo coloniza-dor, por estar asentada en regiones donde vivían co-munidades indígenas agricultoras -guaraníes- que aseguraban mano de obra "repartida" para la faena vil de la tierra. La Corona, frustrado el propósito inicial, olvidó el estuario y su región, esa zona "de ningún provecho", según gráfica nominación de la cartografía oficial.

De la entraña misma del continente, desde la lejana Asunción, partió, años después, siguiendo el curso arterial del Paraná, la primera hueste de san-gre americana, para "abrir puertas a la tierra" y "no estar más encerrados" al decir profético de don Juan de Garay, el fundador de Santa Fe -1573- y el repoblador de la segunda y definitiva Buenos Ai-res -1580-. No fue, pues, por designio oficial, ni movido por la audacia y codicia de un capitán de conquista que el Río de la Plata se integró en el

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cuadro histórico del Imperio español. Buenos Aires, marginal a todo propósito de la Metrópoli, reincor-poró el estuario al horizonte del mundo conocido, y al hacerlo, no obstante pobrezas y penurias inicia-les lo transformó -mandato de la geografía- en eje de las comunicaciones y de la economía de vas-tas regiones que en ella convergen.

Modestísima fue la ciudad -simple villorrio, en realidad-, y hasta bien avanzado el siglo siguiente, el Nprte sería el centro de gravedad de la economía colonial. Proyectándose desde Chile y desde el Perú habían continuado las "entradas" gestoras de las re-giones de Cuyo y de Tucumán, que desparramaron, en la segunda mitad del siglo XVI, ciudades o pobla-dos: Mendoza, San Juan, Santiago del Estero, "tie-rra de promisión", San Miguel de Tucumán, Córdo-ba, Salta, La Rioja, Jujuy y San Luis.

Las explotaciones agrícolas en el Norte conti-nuaron los cultivos tradicionales desarrollados por las comunidades indígenas -especialmente los día-guitas bajo bajo la influencia incaica: algodón en el Tucumán, usado para la fabricación de lienzos en telares domésticos, que llegó a ser moneda de cam-bio por la escasez de numerario, y se colocó en los centros mineros altoperuanos; vinos y aguardientes y también cereales, en Cuyo; productos de granja y ganado mular en Córdoba. Hubo manufacturas de lienzos y géneros de lana, ponchos y frazadas; y fa-mosas fueron las carretas mendocinas y tucumanas.

El intercambio sólo era regional; para vincular-se a Europa se necesitaba una salida: "Esta Gober-nación tiene grandísima necesidad de un puerto de mar" escribe el gobernador de Tucumán a la Coro-na. Para que Buenos Aires pudiera cumplir ese pa-pel, necesitaba franquicias que no tenía, embretado todo el sistema por el rígido monopolio de flotas y galeones, con arribo preciso a Portobelo. La ciudad se debatía en la miseria, al margen de las rutas prac-

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ticadas, desabastecida y tentada por los corsarios, ar-mados e instigados por las potencias enemigas de España, que comenzaron a frecuentar sus costas, mezclando sones de guerras con arterías de contra-bandistas.

Plata, yerba mate y cueros forman, al decir de Puiggros, la trilogía del comercio platense. El oidor de la Audiencia de Charcas, Juan deMátienzo, ya en 1566, había señalado al Rey que debía poblarse Buenos Aires por ser salida natural del Tucumán, Chile y Alto Perú; establecida la ciu-dad, sus vecinos solicitaban autorizaciones para tra-ficar con Guinea y Brasil y suplir con esclavos la escasez de mano de obra, reclamando la eliminación de trabas comerciales y gravámenes fiscales. El libro de Tesorería de Buenos Aires registra en 1587 una primera exportación de telas tucumanas y plata po-tosina con destino al Brasil.Ocasionalmente la Corona otorgaba permiso pa-ra que un navío con mercancías llegara a Buenos Aires; pero éstas no quedaban en la ciudad, sino que se vendían en el Alto Perú, a precios menores que los del monopolio limeño, a cambio de buenas pie-zas de plata. "Todo lo que en dicho puerto entra -se quejan los vecinos- sale a la gobernación del Tucumán y del Perú, sin quedar en estas tierras ni una botija de aceitunas ni una vara de lienzo, y, aún lo peor es que no alcancemos una libra de hierro para cortar un palo para edificar y labranzas, pues cuesta un quintal de hierro cincuenta pesos que es la hacienda de un hombre".-El comercio por el puerto porteño efectuado al socaire de estas facilidades, y también el tráfico ilí-cito con naves portuguesas v holandesas que se acer-caban a la costa y mercaban efectos europeos, pro-vocó el antagonismo con Lima. Los comerciantes de esta ciudad protestaron, reclamando la clausura del puerto atlántico. Querían salvaguardar para sí el

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mercado del norte, donde, aprovechándose de sus privilegios, lucraban con exacciones en los precios de los artículos, que también se encarecían por la abundancia de intermediarios, inevitable en el sis-tema de flotas y galeones, y por la multiplicación fiscalista de almojarifazgos y alcabalas. Pero que-rían fundamentalmente, reservarse la comercializa-ción de la plata potosina.

Así nació, en 1622, la Aduana "seca" de Córdoba, que aislaba el litoral del interior e impedía la ex-tracción por el puerto de Buenos Aires de oro y pla-ta en monedas mayores o menores, en vajillas, ba-rras o piñas. Y también se clausuraron las licencias o permisos para comerciar por ese puerto, en fecha contemporánea con la creación de la Gobernación, separada de la del Paraguay: 1617.

En el sur del Paraguay, entre los ríos Paraná y Uruguay y al oriente de éste, levantaron los jesuí-tas su "imperio misionero". La catequesis del indíge-na estuvo acompañada de un sistema comunitario de rígida disciplina que incluía el trabajo de la tie-rra común -tupambaé-; el establecimiento de ta-llere para que herreros, torneros, plateros, decora-dores, relojeros y carpinteros, ejercitaran sus arte-sanías en vista del autoabastecimiento; y una per-fecta organización militar -como se demostró en la Guerra Guaranítica de 1750- que, nacida para de-fenderse de los ataques de los mamelucos, sirvió también para el suministro de soldados al Rey. Bajo la dirección de los sacerdotes y la autoridad de corregidores y alcaldes indios, en el aislamiento más estricto, los padres de la Compañía lograron esta-blecer condiciones de vida como no las tuvo mejo-res la población indígena a todo lo largo de la Amé-rica hispana. Merced a un sistema educativo que incluía la instrucción obligatoria y aprovechando la capacidad imitativa de los indios, obtuvieron acep-

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tables muestras de su aptitud estética en artes grá-ficas, escultura, pintura, música e incluso arquitec-tura.

El sistema económico de las Misiones, sin men-gua de plantaciones y estancias -nacidas por la ne-cesidad de alimentos y fuerza- se basaba en el cul-tivo de la yerba mate. Uno de. sus más calificados cronistas, el Padre Guevara, señala la importancia que alcanzó, prácticamente en todo el continente austral, el consumo de la infusión de yerba mate. "Es tan usual la bebida del coa en estas provincias, que ni el chocolate, té ni café han merecido en par-te alguna tanta extensión. Desde el bozal más negro hasta el caballero más noble, lo usan. Si llega un huésped, aunque sea a una vil choza o rancho cam-pesino, mate para descansar; si sudado, mate para desudar; si sediento, mate para apagar la sed; si som-noliento, mate para despabilar el sueño; si con ca-beza cargada, mate para descargarla; si con el estó-mago descompuesto, mate que lo componga..." Partían de las plantaciones, en enormes jangadas, los zurrones de yerba mate hacia los conventos que la Compañía tenía en toda América, no sólo en la hispánica, también en la portuguesa; desde Santa Fe, en carretas o a lomo de mula, alcanzaban las serranías de la cordillera. Una red completa de dis-tribución aseguraba el aprovisionamiento de tiendas y almacenes urbanos y de las pulperías campesinas. Tráfico interior, porque no era mercancía de expor-tación ultramarina, consolidó, sin embargo, la soli-dez de los establecimientos y la riqueza de la Com-pañía en estas regiones.

El siglo XVIII señaló el hallazgo y la oportuni-dad del cuero como mercancía fundamental del Río de la Plata para el comercio exterior. El lo inde-pendiza de sus anteriores dependencias y opera la trasmutación de la importancia relativa de las re-giones, del interior serrano a las llanuras del li-toral.

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El ganado vacuno fue introducido en Asunción por los hermanos Goes, transportándolo desde San Vicente por e1 Paraná; por el Pacífico llegaron otros lotes a Santa Cruz de la Sierra y desde allí a Santa Fe y Buenos Aires. El recuerdo de la "tierra del hambre" -alucinante experiencia de la primera fundación- hizo que los repobladores de 1580 tra-jeran "por delante" pequeñas tropas de ganado bo-vino que les significaron, como dice Campal, "ali-mento seguro, cueros para mil usos domésticos, sebo para alumbrarse, y trabajo. Sobre todo esto último: el trabajo, difícil de expropiárselo al indio de la encomienda nominal, pero que el buey entrega mansamente". Porque el buey fue en los inicios más importante que el caballo, como elemento de trac-ción uncido a la carreta, o para el transporte en las expediciones de guerra, o en el auxilio de la vaquería o en el laboreo del suelo y también como reserva ambulante de carne y cuero.

E1 ganado era escaso; el consumo de carne se limitaba a la "cecina", pulpa cortada en delgadas tiras, secada al sol y al sereno. Y el cuero se valo-rizaba por sus usos infinitos, materia única de toda industria, que autoriza, aún en esta época de escasez, la denominación de "edad del cuero" propuesta por Zum Felde para un período ulterior: "Superpuestos, constituyen abrigadas techumbres, como el toldo del indio. Siendo escasos los clavos, inaudito el alambre, no sospechada la soga de cáñamo o la cuerda de lino, el cuero humedecido proporciona toda clase de cor-daje; y crudo, amarraduras que ni el tiempo aflo-jará, para suplir escopladuras, ensambles y rema-ches. Las puertas y las camas de cuero crudo exten-dido en un bastidor se dejan ver todavía en la campaña. Las puertas de las casas, los cofres, los canastos, los sacos, las cestas, son hechas de cuero crudo con pelo; y aún los cercos de los jardines y los techos están cubiertos de cueros; los odres para el transporte de los líquidos, los yoles, las árganas

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para el de las subsistencias, la tipa, el noque para guardarlas y moverlas, las petacas para asientos y cofres, los arreos del caballo, los arneses para el tiro, el lazo, las riendas tejidas. A estos usos hay que sumar: el sombrero panzaburro, la cubierta de las carretas, los tientos para enastar las puntas de tijera en las chuzas, la bota de potro, el cojinillo y los das más originales, tal vez: la pelota para cruzar los ríos y el enchalecamiento de los reos".

uando se despobló Buenos Aires quedaron sueltos algunos equinos, que se multiplicaron libre-mente por el desierto. Declaró el Cabildo, en 1589, que pertenecían en propiedad a la comunidad de vecinos fundadores, "los herederos". También, y a pesar de los cuidados, algunas reses huyeron de los rodeos, vaquillonas o toros en celo, "animales al-zados". Sus descendientes orejanos serán los gana-dos cimarrones de la Banda Occidental, no tan abun-dantes como en la Oriental, cuyas recogidas se au-torizaban para reponer, en proporción al ganado manso, los planteles diezmados por huídas o agre-siones de indios y fieras.

Para realizar estas primitivas vaquerías era necesario todo un equipo y un capital: capataces, peones, carretas; por lo que paulatinamente se transformó en un derecho transferible y reservado a vecinos poderosos, los "accioneros", que tuvieron su marca registrada en el Cabildo y se inscribieron en él para ser autorizados a recoger animales pri-mero, a efectuar matanzas después.

El escaso movimiento inicial en el comercio de cueros favoreció el progresivo aumento de los ga-nados y la multiplicación de las haciendas cimarro-nas. Y éstas, a su vez, la aparición de los "mozos perdidos" que, dotados por el medio natural de ah-mento y medios de locomoción, abandonaron la so-ciabilidad de los poblados para compartir una vida libre, de rasgos gauchescos, con los indígenas.

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Cambia la situación cuando el cuero comienza a interesar al negociante europeo, en la segunda mitad del siglo XVII, como materia prima para usos industriales, a la que no se le conocían sustitutos. Adquiere entonces un gran valor comercial y el tráfico se realiza con los accioneros que, a la lle-gada de un barco, salen a hacer recogidas de ani-males, o también con los hombres sueltos de los campos, donde las pulperías volantes significaron la aparición de un lugar de acopio para el trueque de los productos ganaderos con artículos por los que tenía avidez la población rural: cuchillos, lien-zos, aguardiente, tabaco.

Imperantes todas las restricciones que vedaban el camino platense al comercio regular, el con-trabando fue la salida inevitable.

Ya hemos visto cómo se extraía en la primera época la plata de Potosí, en importaciones destina-das a la costa brasileña, donde estaban establecidos contingentes de judíos conversos -o "marranos"-emigrados o expulsados de Portugal por sospecha de heterodoxia. Su tradicional talento comercial y las relaciones que mantenían con sus cofrades de los puertos europeos, los transformaron en un ariete que penetraba por la ruta del Plata, hiriendo el sis-tema del monopolio. Las medidas que ulteriormente se tomaron también fracasaron: por la complicidad o la tolerancia de las autoridades; por el interés de la región; por la habilidad para eludir la Aduana seca cordobesa, utilizando el camino de los Porongos, que obligó a trasladarla a Jujuy -ampliando así el radio legal del comercio rioplatense- aunque tam-bién allí se practicaba la clandestina introducción por pasos y quebradas.

En 1680 los portugueses fundan la Colonia del Sacramento. Roberto C. Simonsen, en su "Historia Económica del Brasil" dice que "la época del cuero

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en el extremo sur comienza con la fundación de la Colonia".Coincide este momento en que un artículo del litoral interesa directamente al europeo, con la pro-gresiva decadencia de Potosí por la escasa ley de sus metales. Y, por tanto, marca el instante en que, en lugar de transitar hacia el norte las mercancías europeas para canjearse por plata, abastecen a la población de la zona portuaria y su contorno pro-ductor, canjeándose por cueros.Más fáciles de burlar fueron en la región de los ríos las trabas para el comercio ilícito, e idén-tica la complicidad de las autoridades, las menores y las altas. Directamente en la ciudad, desde la vecina Colonia o por la intermediación de los "chan-gadores" de los campos, fue activísimo y generó las nuevas condiciones económicas que, al desarrollarse en el siglo XVIII, provocan la prosperidad mer-cantil de la región platense.Simultáneamente aparece Inglaterra. E1 tratado de Utrecht estableció el navío de permiso y el Real Asiento para el comercio de negros, que ejerció por intermedio de la South Sea Company, con variadas intermitencias, entre 1716 y 1739. La Real Cédula de 1716 autorizó al Cabildo a realizar los ajustes con los ingleses para el comercio de los artículos de retorno; retirando un tercio del valor de los cueros en beneficio de propios. E1 intenso movimiento mercantil que entonces se produjo, tuvo, como siem-pre, una faz legal y otra ilícita, tanto en la mer-cancía que introducían los ingleses -no siempre exclusivamente negros- como en la que llevaban-, no siempre cueros, a veces metales, disimulados en las vejigas de sebo.

La política europea desde la Guerra de Sucesión de España tiene su clave en la estrategia adop-tada por Gran Bretaña: quería ésta prevenir la rup-tura del equilibrio europeo por la alianza de las dos

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monarquías borbónicas y lograr la supremacía marí-timo-comercial, introduciéndose en las colonias, to-mando para ello como instrumento a Portugal. Es-te, amenazado por los Borbones de España, nece-sitaba la garantía británica. El tratado de Methuen -1703- señala su dependencia económica de In-glaterra, que se asegura el mercado continental y abre cauces para introducirse en las colonias por-tuguesas de América, y toma a la una y a las otras, como vehículos para interferir, en España por Por-tugal, y en la América Hispana por el Brasil. La ac-titud británica llevó a lo que se ha dado en llamar el "redescubrimiento de América", o sea el creciente interés por ésta desde las metrópolis europeas.

España debió enfrentar esta contingencia y de-fender sus colonias amenazadas, singularmente el Río de la Plata, la tradicional vía de penetración británica. Este es el génesis de la política comer-cial liberal inaugurada con los navíos de registro -1721- que abren las clausuradas vías del Sur al tráfico legítimo. El sistema permitía ir en derechura a los puertos de elección, con el solo requisito de la autorización que emanaba de la reyecía. Estudia-remos más adelante, y relacionadas con el puerto de Montevideo, las sucesivas medidas que se adoptan en el siglo XVIII en materia comercial, pero lo que importa destacar aquí es la profunda relación exis-tente entre la política británica, la réplica borbónica del Pacto de Familia, firmado en 1761 y la libera-lización del comercio con Indias como sistema de conservación de éstas ante la acechanza del enemigo inglés, mediante el consiguiente establecimiento de un indisoluble vínculo entre Metrópoli y colonia. Era una manera más "moderna" de renovar la si-tuación colonial.En el Río de la Plata la primera consecuencia fue la de liquidar el pleito secular entablado entre Buenos Aires y Lima por los mercados interiores; la primera, convirtiéndose en centro receptor y dis-

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tribuidor, de gran empuje, absorbió amplios .mer-cados, que antes dependían de la capital virreinal: todo el interior mediterráneo e incluso el Alto Perú.

El segundo efecto fue el crecimiento de la im-portancia económica de la región platense, que se efectuó a impulsos, fundamentalmente, de la pro-ducción pecuaria; del advenimiento del cuero como artículo exportable y de la mudanza de las vaquerías descontroladas y la pobreza inicial, al sistema orde-nado y próspero de la estancia. Es justamente a fi-nes del siglo XVII y principios del XVIII que co-mienza el éxodo de los antiguos "accioneros" de la ciudad a la campaña. A1 radicarse el hacendado en el medio productivo transforma las condiciones de trabajo y las concierta con las nuevas necesidades del mercado -rodeo de carnes- y los requerimen-tos de la creciente demanda internacional de sus productos.

El tercer y fundamental efecto, consecuencia a su vez de los anteriores, fue la impostergable nece-sidad de erradicar los focos de penetración del co-mercio clandestino, o sea los lugares donde la acción portuguesa interfería en el intercambio, pensado en términos monopolísticos, de España con América.

Esto explica la persistencia del problema de la Colonia del Sacramento: soportó a lo largo de su historia cinco asedios siempre victoriosos para Es-paña; pero su estatuto jurídico internacional sería siempre reconocido como portugués en sucesivos tratados, tales como el de 1681, el de Alianza de 1701, el de Utrecht, de 1713, el de Madrid, de 1750 -por el cual España cedía las Misiones Orientales a cambio de la Colonia- y el de 1763, que la de-volvía una vez más, luego de haberla conquistado en la Guerra de Siete Años. También explica la de-cisión firmemente sostenida de retener la Banda Oriental, y de transformarla en decisivo antemural hispánico contra la penetración lusitana. No sólo la

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defensa de territorios de "indisputable pertenencia del Católico Soberano" actúa como motivación de esta política, sino, además la que deriva del esfuerzo sugerido por los "economistas de Indias" para sos-tener el pacto colonial.

La creación del Virreinato del Río de la Plata D corresponde pues, a la política emprendida

enérgicamente por Carlos III para cerrar la brecha abierta al pacto colonial por la creciente penetración anglo - portuguesa.

"El Rey constituyó el nuevo Virreinato -dice Quesada- para servir de antemural a las pretensio-nes lusitanas, para contener su ambición territorial y al mismo tiempo para impedir que otras naciones extranjeras, como Inglaterra, tomasen posesión de algunos parajes en las desiertas costas patagónicas. Servía pues a miras internacionales, y por eso la capital se situó en el litoral del vastísimo territorio en la embocadura del Río de la Plata". "No necesita demostrarse -agrega- que las autoridades del Mar Pacífico no podían atender y gobernar las comarcas del Atlántico, en las costas solitarias del Sur y en las fronteras de los dominios de Portugal. La dis-tancia se complicaba con los obstáculos geográficos y topográficos. La cordillera estaba cerrada en al-gunos meses del año; del Perú no podían llegar con tiempo tropas para repeler la agresión. Preciso era sub dividir el virreinato de Lima y organizar el nue-vo, tomando como base la geografía, con relación a la misión que debía desempeñar el Virrey".

El carácter de empresa militar que revistió la expedición de don Pedro de Cevallos -1776- ex-plica el hecho, en cierto modo desusado, de que el establecimiento de la jerarquía virreinal precediera a una formal organización administrativa -recién proyectada con el régimen de Intendencias- y al establecimiento de las instituciones económicas fun-

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damentales, la Aduana, e1-Consulado, así como al de las político -jurisdiccionales, sobre todo la Real Audiencia, fundada reción en 1783.

Los hechos, además, habían obligado a Carlos III. La Colonia seguía en manos portuguesas después del tratado de París; los franceses habían intentado apoderarse de las Malvinas; los ingleses lo lograron y, desalojados por Bucarelli en 1770, amagaban nue-vamente, en 1776, establecerse allí, como paso pre-vio para controlar la llave del mar del Sur, apode-rándose de la zona austral. La expedición de Cevallos fue la más grande que España envió a América en el período colonial: 116 embarcaciones y cerca de 10.000 hombres. Las Instrucciones le ordenaban re-cuperar las zonas del Río Grande invadidas por los portugueses y especialmente Santa Catalina y Colo-nia, y arrasar ésta para prevenir las resistencias británicas, por estar la ciudad tan ligada a sus in-tereses. Las dos finalidades se cumplieron con rapi-dez: en marzo de 1777 logró Cevallos la capitulación de Santa Catalina y en junio se rindió la Colonia. La paz se restablece luego, firmándose el tratado de San Ildefonso, en el mismo año, por el cual la Colonia quedó definitivamente en manos españolas.

La otra faz -la económica y la administrativa, que está imbricada en la política española respecto del Plata- se trasunta en informes coetáneos, coad-yuvantes al establecimiento del Virreinato. Son con-cluyentes los del Fiscal Acevedo, de la Audiencia de Charcas -1771- y el del Virrey Amat, del Perú -1775-. Este último sugería la necesidad de divi-dir la provincia de Tucumán, de efectuar la secesión de Cuyo y erigir una autoridad en regiones "cuyo comercio, población y progreso son mayores que los del recientemente creado virreinato de Nueva Granada".

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En octubre de 1777-se dio carácter definitivo a la creación del Virreinato del Río de la Plata.

Cevallos -que había sido designado secretamente Virrey interino, al tomar el mando de la expedición al Plata- había destacado, en comunicación a la Corte, la necesidad de esta creación definitiva, pues, de acuerdo con su opinión "el Plata es el verdadero y único antemural de esta América, a cuyo fomento se ha de propender con todo el empeño... porque es el único punto en que ha de subsistir o por donde ha de perderse la América meridional". El nuevo Virreinato comprendía, dentro de su jurisdicción, las Gobernaciones de Buenos Aires, Tucumán, Pa-raguay y Cuyo, así como el territorio gobernado por la Audiencia de Charcas. En esta vasta extensión quedaba incluída la Banda Oriental, en la que coe-xistirían hasta el fin del régimen hispánico la estre-cha jurisdicción de la Gobernación de Montevideo; al sur; la de Buenos Aires, hasta la oscilante fron-:era trazada en San Ildefonso, comprensiva de te-rritorios del Río Grande y Santa Catalina; y, final-mente de las Misiones, situadas sobre el Paraná y el Uruguay. En términos actuales abarcaba, por consiguiente, los territorios de Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia y algunas partes menores de Bra-sil, Chile y Perú.

Poco tiempo después -1782- España imponía como estructura político - administrativa del nuevo Virreinato el régimen de Intendencias. Correspon-dían al Alto Perú, cuatro: La Paz, Cochabamba, Charcas y Potosí; al Paraguay, una; al Tucumán, dos: Salta y Córdoba; y a Buenos Aires, denominada "Provincia metrópoli" se le adjudicaba la máxima extensión, comprendiendo los territorios de Cuyo, el litoral entre los ríos Paraná y Uruguay, Santa Fe y la Banda Oriental, excepto la jurisdicción de Montevideo, que integraba, así como el territorio de las Misiones y los fronterizos altoperuanos de Mojos y Chiquitos, cuatro gobiernos subordinados. Con ra-

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zón ha podido afirmar Ravignani que la Ordenanza de Intendentes "es la primera constitución político -administrativa impuesta en el Río de la Plata y en el momento revolucionario tiene más importancia que las Leyes de Indias -se refiere a la recopilación de 1680- por cuanto muchas de sus disposiciones pasan al régimen nacional o provincial en formación y las cuatro atribuciones -justicia, gobierno, gue-rra y hacienda- poco a poco se transforman en secretarías o ministerios".

El encuadre administrativo de las Intendencias, hijo del propósito centralizador de los Borbones, y concebido en beneficio de Buenos Aires, como cen-tro político y económico único, provocó una distor-sión importante en el equilibrio y relación de las diversas regiones que integraban el Virreinato. Em-pero esta estructura reconoce su fundamento en la preocupación sustancial de la Corona de asegurar en el Plata un eficaz rendimiento del "pacto colo-nial". En efecto, mientras que en Perú y Méjico el fruto principal lo constituía el aprovechamiento in-tensivo de•las minas de minerales preciosos, en el Río de la Plata la utilidad más significativa radicaba en las rentas de la Aduana de Buenos Aires. Tal concentración en la búsqueda de una balanza co-mercial favorable exigía, por tanto, el predominio económico de Buenos Aires sobre el interior y de ahí derivaba la razón de ser de la centralización en beneficio de ésta, del gobierno y de las rentas de todo el territorio.

Para las Provincias interiores en sentido estricto -Cuyo, Córdoba, Tucumán- esta articulación im-plicó una dependencia de Buenos Aires y con ello un fuerte golpe en su desarrollo económico y una limitación importante para sus patriciados urbanos locales en su afán de enriquecimiento y predominio político y social., gestor de una creciente hostilidad hacia la Capital. Contribuía, por lo demás, a irritar estos resentimientos la privación de poderes efecti-

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vos que los Intendentes representaron frente a la autoridad de los Cabildos, cuyos cargos ocupaban, incluso por compra, los más poderosos representan-tes de dichos patriciados.

Distinta fue la coyuntura para el Alto Perú y Paraguay. Los esfuerzos de Buenos Aires por estre-char los vínculos, tanto económicos como políticos de las zonas mineras del Alto Perú con el resto de la región platense fracasarían, como antes habían escollado los esfuerzos análogos provenientes de Lima. Ni la geografía ni la estructura social basada en la explotación del trabajo del indio por las oli-garquías blancas de las ciudades mineras o de las ricas zonas agrarias, engreídas por el prestigio in-telectual de sus aulas universitarias -Potosí, Co-chabamba, Charcas- permitieron solidar una ver-dadera cohesión nacional con el litoral, zona de lla-nuras, de hombres a caballo, de ganadería a campo abierto y de estratificación social, por tanto, de base más igualitaria.

El Paraguay, a su vez, después de 1617, cuando se le privó del contacto directo con el Atlántico, se vio precisado, por efecto del aislamiento, a enquis-tarse en una autarquía económica, en parte fundada en el carácter de mercancía puramente regional de su más importante artículo de producción, la yerba mate. E1 patriciado terrateniente de Asunción -apo-yado en los sistemas de la mita y la encomienda, ajenos al tono mercantil de la ciudad - puerto- no extrajo ventajas de las reformas borbónicas, y, al contrario, vio acrecentar su dependencia de Buenos Aires, raíz de una hostilidad compartida por las ma-sas indígenas y mestizas ordenadas en el padrón económico y cultural misionero.

Tampoco podría sujetarse al ordenamiento cen-tralizador la importante región del Litoral. Santa Fe, el Entre Ríos, Corrientes y la Banda Oriental, en particular esta última dotada de la excepcional ventaja del puerto de Montevideo- ubicadas sobre

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el curso del Río de la Plata y sus grandes afluentes, Paraná y Uruguay, resistieron, con mayor o menor éxito, la pretensión de sometimiento al puerto y aduana únicos de Buenos Aires. Sus patriciados lo-cales lograron burlar, mediante el contrabando, fa-cilitado por el acceso a las costas, y mediante el comercio interregional con las provincias del interior -principalmente Córdoba- y la importante región de las Misiones, así como la dilatada frontera del Río Grande, el cerco mercantil y fiscal bonaerense. En particular Montevideo se haría centro del más enconado antagonismo con la Capital, prosperando rápidamente merced al usufructo de su puerto, so-bre el que la Corona iría agregando ventajas y pri-vilegios cada vez más excluyentes de la subordina-ción virreinal.

Fracasó, en cambio, España, en su propósito de consolidar el pacto colonia. El auto de interna-

ción, en el que se declara libre la introdución de ar-tículos y géneros por Buenos Aires a las provincias del Perú y Chile, dictado por Cevallos el 6 de no-viembre de 1777 -secuela de su victoriosa campaña militar- precede en apenas unos meses a la Prag-mática de Libre Comercio de 1778. Hasta entonces, las sucesivas franquicias otorgadas por España a lo largo del siglo XVIII, habían provocado una mudan-za lenta en el volumen del intercambio; en vez, la Pragmática tuvo efectos inmediatos. La exportación de cueros se multiplicó por diez; los ingresos de la Aduana porteña superaron los de Lima y la dife-rencia entre lo percibido y lo gastado, que era de 286.000 en 1776, salta a 1.200.000 en los años in-mediatos; el precio de los artículos importados baja tres o cuatro veces.

Las medidas se adoptaron pensando primordial-mente en la conveniencia económica y política de la Metrópoli; pero, en verdad, tuvieron repercusio-nes más profundas en América. El desarrollo de la

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economía de las regiones periféricas creó nuevas necesidades; la incapacidad de la,industria española para atenderlas no pudo suplirse con los arbitrios tradicionales del comercio triangular; las compleji-dades derivadas de la situación internacional y del estado de guerra que vivió Europa a fines del siglo XVIII y primera década del siguiente, situaron a España frente a Inglaterra y crearon la incomuni-cación con la Metrópoli -de 1796 a 1802; en 1805, fecha del desastre naval de Trafalgar; y después de 1808, cuando España enfrenta la dramática coyun-tura de la invasión napoleónica- y no hubo ma-nera de resolver el abastecimiento de América, sino recurriendo a un verdadero régimen de libertades totales, disfrazadas en las formas ambiguas del trá-fico con colonias extranjeras o con neutrales. En el Capítulo I, ya hemos visto, cómo la Corona se vio precisada a efectuar crecientes aperturas del mer-cado americano al comercio extranjero, en flagrante contradicción con los objetivos del pacto colonial. Pero, además, las franquicias se interpretaban y se aplicaban más allá de lo que autorizaban los textos; las derogaciones menudearon y el contrabando, fe-nómeno constante de la historia rioplatense, alcanzó sus niveles más altos. De donde se concluye que un régimen nacido para fortalecer la dependencia de América respecto de España, acabó operando el fe-nómeno inverso.

La cuestión del libre comercio, entonces, enten-dido en los términos de la escuela liberal que enar-bolaba la pujante manufactura británica, lanzada a la conquista de mercados, provocó una profunda es-cisión en la clase mercantil rioplatense. Un sector, el de los registreros, consignatarios de los comer-ciantes peninsulares, sobre todo gaditanos, importaba mercancías españolas, aunque de tales sólo tuvieran la etiqueta, y. exportaba carnes saladas hacia el gran mercado antillano y cueros a España, aunque sólo transitaran de paso por la Península, en ruta hacia

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otros centros industriales. Son los usufructuarios del régimen de monopolio, lo que no les impide, como lo demostró Moreno en la "Representación de los Hacendados" atiborrar sus tiendas con efectos prohi-bidos y lucrar con el sobreprecio que genera su arti-ficial escasez. En el otro extremo, los defensores del libre comercio. Introductores de mercancías de los países neutrales o de colonias extranjeras, benefi-ciarios de las múltiples formas de disimulación con que se revistió el contrabando, son receptores de mercaderías inglesas, y exportadores, de retorno, de frutos, cueros, sebos, crines, astas, y también plata y oro. Es una clase en constante ascenso, que va absorbiendo progresivamente la mayor parte del tráfico y que se integra con lo más selecto de los patriciados criollos, asistida por un equipo de letra-dos, que redacta escritos forenses para defenderla de decomisos y registraciones y le pergeña reclama-ciones y petitorios para ensanchar el radio de sus negocios. Algo similar ocurre con los hacendados: los "saladeristas, como el tasajo se colocaba en el área del Imperio hispánico, no estaban precisados a vincularse con el tráfico extranjero; en cambio, los estancieros productores de cueros, sebos, crines, o sea de materias primas para las manufacturas, con-cordaban con los comerciantes del segundo grupo en la aspiración al libre comercio.

La estratificación social y la delimitación de los tópicos cónflictuales en las relaciones recíprocas se produce, pues, en el entorno de Inglaterra.

En el Río de la Plata contribuyó a acentuar este rasgo peculiar del momento histórico, la directa tentativa 'de conquista que los ingleses efectuaron, entre 1806 y 1807. No pudieron aposentarse dura-deramente 'en el Plata; pero el intento fallido fue grávido en consecuencias: demostró la capacidad de los colonos para proveer a.su defensa; obligó a or-ganizar en Buenos Aires una milicia de oficialidad criolla y patricia, numéricamente predominante so-

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bre los cuerpos españoles; conmovió 'la estructura política al subvertir el principio de la autoridad y provocar la insurgencia contra funcionarios de alta jerarquía; que culminaron con la destitución del Virrey Sobremonte; acrecentó la rivalidad entre las dos ciudades del Plata, en la disputa por los méritos respectivos en las dos fases bélicas del episodio, y luego, en la comercialización de los artículos britá-nicos liquidados antes de desocupar Montevideo; mostró, en la práctica y en la teoría -"Estrella del Sur" mediante- las ventajas del comercio libre para la óptica interesada de las ciudades portuarias.

No se habían concluido los ecos del conflicto originado por la venta de las mercancías británicas acumuladas en el Montevideo recuperado para Es-paña, cuando el nuevo diferendo que condujo a la instalación de la Junta montevideana de 1808 y la consiguiente ruptura con Buenos Aires -fuente de las rentas fiscales- obligó a las autoridades a admi-tir barcos ingleses en Montevideo, con el fin de-re-caudar los medios indispensables para mantener el funcionamiento de los servicios públicos. En agosto de 1809, la gestión promovida por los comerciantes ingleses J. Dillon y J. Thwaites ante el Virrey Cis-neros para que autorizara la venta de los efectos cargados en sus barcos, originaría interesantísimas consultas: se expide el Consulado, aconsejando se acceda, con restricciones y ante el apuro de las cir-cunstancias -España está en guerra y las arcas exhaustas-; así se dispone por el Virrey, no sin que antes, el representante del Consulado de Cádiz presagiara, en la crítica, los funestos efectos de la medida sobre los pequeños talleres de las industrias domésticas del interior, y que Mariano Moreno, es-cribiendo por encargo la "Representación de los Hacendados y Labradores del Río de la Plata", arti-culara en elocuente defensa de la libertad de comer-cio, el futuro programa económico del patriciado mercantil porteño.

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El sistema de monopolio, vulnerado por la prác-tica constante del contrabando y también por las brechas que el propio legislador español, acuciado por la necesidad, se había visto obligado a abrirle, y por la casi ininterrumpida presencia británica en el comercio autorizado desde 1805 en adelante,. se había ido amortiguando al unísono con el fortaleci-miento de la pujanza económica de las clases sociales conectadas con el comercio inglés, las que procuran desembarazarse de una estructura política desaco-modada respecto de sus necesidades. E1 objetivo fue la toma del poder político para asegurar la continui-dad de una línea económica precariamente consen-tida por España y también para aniquilar las últimas resistencias que el monopolio agónico y las indus-trias domésticas del interior oponían aún a su des-arrollo.

Era un desierto la Banda Oriental del Plata, a principios del siglo XVII, cuando HernandoArias de Saavedra -gobernador criollo de Buenos Aires- tuvo el primero la visión del destino de esa tierra, "buena para todo género de ganado y de muchos arroyos y quebradas". Aunque se archivó su programa fundacional, enviado al Rey en 1608, en aquella zona, capaz de "tener muchos pobladores con grandes aprovechamientos de labranza y crian-za", efectuó dos introducciones de vaquillonas y to-ros, en 1611 y 1617. La tercera, alrededor de 1634, la hicieron los jesuitas en las reducciones del Tape, en los aledaños de las futuras Misiones Orientales -margen izquierda del Alto Uruguay-. En esta úl-tima zona se presentaron algunos problemas con los bandeirantes, que los jesuitas resolvieron estabili-zando una gran reserva de hacienda. A1 sur del Río Negro, siete décadas de sosiego facilitaron la intensa procreación del ganado dejado suelto en la pradera de buenos pastos y abundantes aguadas, sin otro pro-blema que el ataque de los jaguaretés o de los pumas.

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Por el filo de las cuchillas, al abrigo de las quebra-das de las sierras o en las rinconadas de ríos y arro-yos, se dispersaron, recios, chúcaros, peligrosos, hasta alcanzar la zona del este -donde se ubica la lla-mada Vaquería del Mar- aportando a la comarca entera una formidable riqueza potencial.

El hecho es excepcional en la historia: aquí el ganado precede al hombre; se reproduce libremente sin mediar trabajo de éste y acaba por incorporarse a la geografía, como un elemento natural que se ofrece, a semejanza de un fruto. La formación de estas "minas de carne y cuero" condiciona todo el proceso histórico oriental y especialmente en sus inicios, porque aportó a la tierra baldía, un incentivo económico determinante de la fijación del blanco en ella.

Algunos vecinos accioneros de Buenos Aires y Santa Fe -los faeneros-, o changadores o piratas, recorrieron su territorio y efectuaron accidentales corambres o arreadas, pero fue a partir de la fun-dación de la Colonia, en 1680, que la zona se agita y se puebla. Las sucesivas guerras que disputaron España y Portugal por el bastión lusitano en el Plata, concentraron fuerzas, sea para el ataque, sea para la vigilancia, de indios misioneros o de contin-gentes que venían de Buenos Aires, Santa Fe o Cór-doba y el comercio ilícito con los portugueses se hizo inevitable, valorizando los cueros. A1 mismo efecto contribuyó el Real Asiento con Inglaterra para el comercio de negros.

Fue a partir de entonces que se efectuaron in-tensas vaquerías en la costa oriental, en una ex-plotación desordenada de la riqueza pecuaria, con importantes consecuencias en el orden social.

Tropeadas de animales en pie conducidos para repoblar las estancias del litoral y Buenos Aires, por accioneros santafecinos y porteños; arreadas de los portugueses que llevaron las tropas hasta Minas

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Geraes, en viajes que parecen inverosímiles; matan-zas indiscriminadas y brutales, por el célebre pro-cedimiento de cortar con la media luna puesta en la punta de la lanza, el tendón de las patas del animal en huída, que hicieron accioneros o faeneros autorizados, y hasta con zonas adjudicadas -cuya toponimia registra los vestigios de sus nombres- o "changadores" clandestinos en alianza con indios minuanes o tapes misioneros; todos complicados en el tráfico clandestino con portugueses o ingleses.

A la protección de los lusitanos se acogen, como dice don Sebastián Delgado en un informe de 1721, "muchas personas cristianas" que quieren "vivir sin Dios, sin rey y sin ley". En este escenario y en este ambiente nace el gaucho oriental, cuyos carac-teres experimentarán una evolución, pero que ya perfila sus rasgos inconfundibles.

. Este singular prototipo étnico, más hijo de la pradera que del mestizaje, este jinete andariego, situado permanentemente en el centro del mundo circundante, llevando consigo mismo su horizonte, sin hallar a su paso vallas insalvables de la natu-raleza, sintió la libertad como un dato inmediato del vivir cotidiano y no conoció para ella otro límite que el de la propia voluntad. Autárquico por el fácil disfrute del medio propicio, de él tomó todo cuanto le fue preciso para el vestido y la subsistencia; y el cuchillo fue como un sexto dedo en su mano que, en guascas y sobeos, le otorgó el dominio de la ma-teria prima universal del cuero, en una sobria y mañosa artesanía. Carente de una sociabilidad ha-bitual, de toldería en toldería, o en las largas tro-peadas del changador, enfrentado al peligro del pu-ma o del jaguareté, del indio o del bandeirante -su homónimo aparcero o rival- hizo del coraje valor supremo, afirmando su personalidad en una fiera convicción igualitaria. No pudo adquirir el sentido de la propiedad más allá de la tenencia inmediata de los bienes indispensables para el diario sustento

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o integrantes de su rústico equipo; y la tierra fue para él tan de "naides" como el aire o el agua de los ríos y arroyos. Observador y contemplativo, aprendió los innumerables secretos del campo, la picada oportuna y el rumor sigiloso, en una expe-riencia inalienable e intransferible, que formó la secreta ciencia de la baquía. Juglar espontáneo con la guitarra ibérica, acompasó con música primaria los relatos de los sucedidos y las milagrerías de los pagos recorridos, y en el hábito guaraní del mate nutrió, en comunión telúrica, su viva imaginación, y templó el nervio y el músculo, dispuesto para lar-gos estoicismos.

G' 1 derecho a la posesión del territorio -dice Azarola Gil en "Los Orígenes de Montevi-

deo"- estaba supeditado a la fuerza de que se dis-ponía para imponerlo y esa relación entre ambas entidades no ha variado mucho desde entonces. La población y la fortificación eran necesariamente inseparables. Se poblaba para dominar, imprimién-dose sello étnico a una región, pero el poblado no perduraría sin el apoyo de las armas. Los funda-dores de ciudades llevaban espada al cinto y antes de repartir solares, levantaban explanadas para la artillería. Las familias pobladoras llegaban prece-didas de una guarnición, cuando no eran los mismos soldados los que se convertían en pobladores, mane-jando el arado con una mano y sosteniendo con la otra el arcabuz. Desde luego, la conquista precedió a la colonización, pero ésta no se llevó a cabo sino manteniendo el uso de los instrumentos de aquélla, y esta ley o regla de la dominación en América tuvo que acentuarse en el caso de Montevideo, que fue ante todo factor geográfico y base estratégica para anular la expansión portuguesa en el Plata".

Razones militares, pues, condujeron a la fun-dación de la ciudad, erigida por Bruno Mauricio de Zavala, en 1724. Y la urgencia que esta vez fue

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preciso poner -sustituyendo la desidia de otrora en el cumplimiento de reiteradas órdenes reales- se explica por la necesidad de desalojar a la expedición de Freitas Fonseca, que venía con el designio de fundar un establecimiento en aquel lugar.

Montevideo decidió el pleito de las dos Coronas por la Banda-frontera: Portugal juzgaba que su frontera natural estaba en las tierras del Plata, y en pos de este objetivo político interpretaba los tra-tados; España, fundándose en una más cierta in-terpretación de los textos, argüía la precedencia de la ocupación, más teórica que real. La rivalidad de las dos colonizaciones que aspiraban al mismo asien-to, impulsó la civilización platense y seleccionó los lugares donde el hombre habría de fijar su residen-cia futura.

El español puso su planta definitiva en el te-rritorio oriental. A los escasos vecinos llegados de Buenos Aires se agregaron los grupos de familias canarias que trajeron, entre 1726 y 1729, Francisco de Alzaibar y Cristóbal de Urquijo. Domingo Pe-trarca delinea la planta de la ciudad; Pedro Millán empadrona los pobladores, fija la jurisdicción -has-ta el arroyo Cufré al oeste; las serranías de Maldo-nado, al este; los cabezales de los ríós San José y Santa Lucía, siguiendo el "camino de los faeneros", al norte- traza las manzanas, determina el ejido y las tierras de propios; reparte solares, dehesas o chacras y "suertes de estancia" -le acuerdo a las Ordenanzas de Población de Felipe II, de 1573, legua y media de frente por dos de fondo- entre los pobladores, que reciben el título de."hijosdalgos de solar conocido". E1 19 de enero de 1730 se ins. tala el primer Cabildo.

Montevideo fue una ciudad amurallada. España hizo de ella una de sus principales plazas fuertes en América. El vecindario del período fundacional sufriría la estrecha condición de la vida militar, los

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asedios de los indios minuanes y los conflictos entre Comandantes Militares y Cabildos. Reiteradamente se solicitaría a la Corona que elevara la ciudad a la categoría de "gobernación" "con castellano pro-pietario". Por Real Cédula del 22 de diciembre de 1749 Montevideo era erigida en gobernación polí-tica y militar, pero dentro de los lindes que le se-ñalara Millán. En 1750 se hacía cargo de sus fun-ciones el primer Gobernador, Brigadier José Joaquín de Viana.

Aliviada la tensión impuesta al vecindario mon-tevideano por un régimen civil que autonomizaba relativamente su destino político y administrativo de las autoridades bonaerenses, se inició un nuevo período en la historia de la ciudad. Y, al mismo tiempo, se consolidaba la posesión española del te-rritorio con nuevos poblados, nacidos oficialmente por necesidades militares o finalidades colonizado-ras; o surgidos espontáneamente al amparo del for-tín, o en los cruces de los caminos abiertos por las huellas de las carretas, bajo el signo tutelar de una capilla; en el paso concurrido por las tropas de ga-nado o en la atracción de pulperías de intercambio y acopio, o en torno a un antiguo pueblo de indios.

Así se agregaron a Santo Domingo de Soriano, antigua reducción indígena organizada por los Pa-dres Franciscanos, y a la Colonia del Sacramento, de cambiante destino, una atalaya militar con pujos mercantiles: Maldonado, fundada por Viana en 1755; y otros muchos pequeños pueblos o villorrios: Gua-dalupe -1778, Las Piedras -1780-, Santa Lucía -1781-, San José -1783-, Minas -1783-, Pan-do -1787-, y Florida -1809-, precedida de la Capilla del Pintado en 1779, dentro de la jurisdic-ción de Montevideo; San Carlos -1763-, Colla o Rosario -1777-, la Capilla Nueva de Mercedes -1789-, Rocha -1793-, Melo -1795-, Porongos o Trinidad -1802-, en tierras que correspondían a la jurisdicción de Buenos Aires; y Paysandú, Salto

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y Belén, al norte del Río Negro, en zona depen-diente de Misiones. En total, veinte y tantas, al-co-menzar el siglo XIX: periféricas y radiales a Mon-tevideo en el sur, sobre las rutas de aceso al puerto; circundando a San Carlos y Maldonado y formando un cuadro defensivo con Santa Teresa, Castillos y San Miguel, al este; en torno de Soriano y Colonia, hacia el oeste; y siguiendo el litoral o en avanzadas guardias fronterizas, en el camino de los changa-dores, como Melo, Batoví y Santa Tecla.

Los vecinos fundadores recibieron solares para sus casas y tierras para labrantíos y estanzuelas. Ellos, como los pobladores iniciales de Montevideo, conteniendo a los indios, comenzando el trabajo organizado de la ganadería y los balbuceos de la agricultura, fueron los olvidados'pionerós de la ci-vilización en la antigua "banda de los charrúas".

Con las fundaciones de ciudades y pueblos se pasa del sistema caótico de la vaquería al de la estancia.

La vaquería -cacería de animales- implica la existencia de ganado cimarrón o sin dueño -justa-mente ella es el acto de su apropiación- yes inde-pendiente de la propiedad de la tierra; la estancia presupone, en cambio, la propiedad, no sólo del sue-lo, sino de las bestias. Este esquema es general y se complementa con algunas precisiones sobre el proceso de apropiación de la tierra y del ganado.

Los pobladores de Montevideo recibieron en donación una "suerte de estancia" -media legua de frente por una y media de fondo- que, en las condi-ciones técnicas del siglo XVIII, como lo ha demostra-do Giberti, implica una receptividad de 900 reses por suerte, o sea, prácticamente, un mínimo. La tierra se recibe con cargo de trabajo y población: el ha-cendado vive en el campo y realiza faenas que im-plican al menos un comienzo de un sistema racional de explotación: en una ganadería de campo abierto,

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sin cercados, el rodeo para aquerenciar, tan carac-terístico en la Banda Occidental, menos importante en la Oriental -porque se aplica el sistema de las rinconadas que aprovecha el embotellamiento del ganado en la encrucijada de ríos y arroyos para amansarlo y evitar su dispersión- implica, aún en esta forma menos sutil, la continuidad de la tarea. La hierra, manera de objetivar el derecho de pro-piedad sobre el cuero, para lo cual las ventas se marcan y contramarcan sobre los cuartos del animal que, dice Robertson "he visto deformados por esta costumbre cruel". La castración, poco generalizada, pero que se aplicó en las estanzuelas próximas a los poblados, que eran abastecedoras de carne para el consumo. La matanza, por fin, para hacer el coram-bre o faena de los cueros y aprovechar grasas y sebo, reservando el terneraje y las hembras hasta la edad de 10 a 12 años. E1 desaprovechamiento de las carnes sirvió para que con ellas se alimentaran los perros cimarrones, que se multiplicaron hasta constituir una verdadera plaga; el mestizaje era, por supuesto, desconocido, ya que no era ésta una ga-nadería de carnes. En cuanto a los cueros, Diego de Alvear explica que "los tienden y estiran bien por medio de algunas estaquillas para que se sequen mejor y más pronto; y últimamente los apilan en paraje alto, libre de humedad, y ventilado, teniendo además la precaución de apalearlos de cuando en cuando para preservarlos de la polilla a que son muy expuestos".

El sistema de estancia que venimos describien-do es el de los establecimientos organizados, de área moderada, habidos por merced del fundador, simple denuncia o mera ocupación. "El hacendado civiliza-dor del medio rural -dice Pivel Devoto- se afincó en él con su familia, levantó su vivienda, en muchos casos verdadera atalaya, pobló la estancia con rodeo de ganado manso cuyo procreo vigilaba cuidándolo de las pestes y de la devastación de los perros ci-

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marrones que devoraban las crías. Este estanciero-colonizador propulsor de la riqueza, debió poseer la fortaleza necesaria para afrontar la soledad y la rudeza del medio expuesto a las acechanzas del ban-dolerismo". Para las faenas se valió de gentes que convivieron con él y al abandonar la vida errante se convirtieron en peones, los paisanos, como dice Azara, para distinguirlos de los gauchos o gauderios, diestros en las tareas pecuarias de levantar corrales, formar rodeos, marcar y realizar con método la faena.

La estancia es un centro económico - social de vida autárquica, donde se ofrece una posibilidad de trabajo; es un lugar de refugio en un medio inseguro donde se guardan armas y puede organizarse una hueste para la guerra; es un núcleo generador de relaciones humanas, de contactos civilizadores, a veces dotadas de capillas para los servicios religiosos. Ella forma, junto con esas mismas capillas y las pulperías desperdigadas por la campaña, los elemen-tos básicos de la sociabilidad campesina.

Pero no todas estuvieron organizadas de esta suerte, ni desempeñaron el mismo papel.

Los propietarios de las inmensas extensiones que formaron los "latifundios coloniales", obtuvie-ron tierras por concesiones de la Corona, o, con ma-yor frecuencia, de las propias autoridades locales. Eran hombres influyentes para los que no rigió la ley del trabajo y la obligación de residencia. Algo similar ocurrió con las denuncias de tierras, porque, según explica Azara, los trámites engorrosos y di-latadísimos, los honorarios de fiscales, escribanos, jueces reconocedores, agrimensores, prácticos en ta-sación, pregoneros y rematadores, y los gastos del proceso, que sólo en las actuaciones del escribano costaba cuatrocientos pesos cuando la legua cuadra-da valía sólo veinte, hacían "que ninguno sin gran-de caudal pueda entablar semejante pretensión"; y "como los costos son casi lo mismo por poco que

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por mucho, resulta que los ricos piden muchísimo para recompensarlo". El sistema de la denuncia por el costo del procedimiento administrativo, por la de-mora en el trámite, por las diligencias que requería, sólo estaba al alcance del opulento que, además, fue-ra habitante de la ciudad donde estas burocráticas gestiones se realizaban. Adquirido el bien, no lo po-blaba; y bastante corrientemente aplicaron la arti-maña de efectuar la denuncia y tomar la posesión, sin haber pagado las composiciones; aunque tam-bién, en otros casos, la deserción del proceso -pero la toma de posesión sin derecho- se hizo por can-sancio del trámite o escasez en la faltriquera para solventar tan dilatados gastos. Vinculados a los res-pectivos pagos por años, a veces herederos de la tierra de sus mayores, se consideraban dueños de ella, aunque carecieran de títulos. La misma con-vicción ganó a aquellas gentes, descritas por el Dr. Felipe Ferreiro en sus "Orígenes Uruguayos", que se fijaban en pagos surgidos en torno a una capilla o una pulpería, levantaban sus ranchos y tomaban posesión de la tierra circundante, enclavada en lati-fundios, inexplotados. El terrateniente, advertido, temeroso del abigeato o de la prescripción, o para evitar que le espantaran los ganados o le mermaran las aguadas, iniciaba el desalojo, dando comienzo a un pleito que tardaba años en resolverse. Los ocu-pantes de hecho en tierras privadas o realengas -vale decir, sin denuncia alguna ni promesa de venta- constituyeron otro complejo problema del mundo rural de la Colonia.

Aquel latifundista, agraciado por merced o de-nunciante avispado, no poblaba con rodeos, ni le-vantaba el rancho, ni abandonaba la ciudad, donde era con frecuencia comerciante o barraquero. "Era -como dice Pivel- un poseedor que detentaba la tierra no para colonizar, sino para utilizarla como lu-gar de faena del ganado cimarrón que allí pene-traba en busca de pastos o aguadas y que quedaba

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encerrado en las rinconadas". Para disimular y como sebo dejaba un rodeo con el que atraía al ganado silvestre, pero lo básico de su actividad era la con-trata dé una partida de changadores para que efec-tuaran en su establecimiento una verdadera vaque-ría, o sea una matanza de todo el ganado que en-contraran para extraerle los cueros y llevarlos a la ciudad a fin de comercializarlos por el puerto.

"La estancia grande es como el lazo, la red o el señuelo donde se atrampan los animales --dice una notable "Noticia Histórica" publicada por Roge-lio Brito Stífano-. Mientras mayor es la estancia más coge y mientras menos gente y ganado manso hay en ella más entra el cimarrón; y mientras el es-tanciero pobre vela de noche alrededor de su ga-nado, mientras marca y castra los novillos a fuerza de jornales, el hacendado rico pasa en blanda cama sosegado, guardando el tesoro que ha ido sacando de su estancia". "E1 hacendado rico encuentra todo hecho sin gastos" y he ahí los motivos que concu-rren para "no herrar el ganado, para no traerlo a rodeo, para no hacerlo capar, para no matar perros y para no pensar en salazones de carne".

Es importante resaltar que este propietario de tierras que no explota el ganado, ni se apropia de él sino para sacrificarlo; que no vive en el campo, y a veces no lo conoce, tiene una sicología, no rural, sino urbana, puesto que es, en sustancia, un nego-ciante en cueros.

Una tercera forma de explotación del ganado practicaron los changadores, gauchos o gauderios, por su cuenta e iniciativa en los campos realengos apartados. Se trata de una pura supervivencia de la vaquería, que, por tanto, coexiste con las formas más avanzadas de la estancia. Organizábanse en partidas, se daban un jefe distinguido por su baquía y valor, arreaban las tropas sin diferenciar alzados y mansos, y, encerrándolos en la rinconada, proce-dían a la matanza, verdadera orgía de fuerza y de

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sangre. "Todo el campo era un palenque -dice un contemporáneo- y todo el suelo una carnicería". Este sistema, que prorrogaba las formas desordena-das de la vaquería y, como ésta, propendía a un destrozo despiadado de las haciendas, fue el medio de vida, complementado con el contrabando, de aquel tipo gaucho que ya hemos descrito, al que, su calidad de vagabundo que vive al azar, lo define como un desclasado, marginado por el esquema so-cial imperante, contra el cual está en abierta re-beldía.

En las dos últimas décadas del siglo, cuando se sintieron los estimulantes efectos de la Prag-

mática de Libre Comercio, el tráfico de cueros se hizo intensísimo, y los peligros de agotamiento del ganado, que el intenso saqueo había planteado, se disiparon merced a las repoblaciones efectuadas por Andonaegui con tropas arreadas desde las Misiones asoladas, y por Cevallos, como botín de guerra de sus victorias sobre los portugueses.

Comienza a explotarse además de los cueros, sebos y crines, la industria de la salazón de carnes. Francisco de Medina la empezó en su establecimien-to del Colla, en 1781, para el abastecimiento de la armada española; pero luego, las Compañías comer-ciales la impulsaron, iniciándose un activo movi-miento con la zona negra de América -las Antillas, Cuba-, donde el tasajo se convirtió en alimento corriente del esclavo.

Eduardo Astesano, en su libro "Contenido so-cial de la Revolución de Mayo", ha señalado los obstáculos técnicos que retardarían el desarrollo de la industria saladeril: la falta de artesanos toneleros y sobre todo el alto precio de la sal, monopolizada hasta 1778. No sólo en este rubro incidió el atraso técnico; también se mencionan los estragos ocasio-nados por la polilla, en los cueros, que se comercia-

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lizaban al pelo, en razón de que faltaban artesanos especializados en curtiembre y porque recién en 1816 se obtuvo un procedimiento de conservación por medio del arsénico.

A1 mismo factor cabe atribuir el problema del desorden en la delimitación de las tieras. No había forma de cercarlas, como no fuera poniéndoles va-llas de piedra, costosas y difíciles de levantar. La mensura se hacía por gente imperita -pilotos de los barcos- o que conocía imperfectamente la re-gión y mencionaba de manera imprecisa o errónea los accidentes naturales. La indefinición de los lin-des provocaba conflictos y pleitos y facilitaba ma-ñosas arterías para dilatar las extensiones.

El régimen de producción que hemos reseñado; las condiciones del medio geográfico de fron-

tera abierta, el complemento de necesidades recí-procas entre el cuero, que interesaba a los portu-gueses, por un lado, y por otro, los lienzos, el al-cohol y con preferencia los rollos de tabaco, cuando no útiles como el cuchillo -artículos todos impres-cindibles para el poblador rural- generaron las condiciones para que el contrabando proliferara. Por la frontera salían los productos de las vaquerías clandestinas; en ella se abastecían hacendados y pai-sanos; pero también, cuando la apetencia de cueros se extendió a raíz del Reglamento de 1778, corrien-do los riesgos del comiso y los costos de alcabalas y derechos, las pieles vacunas se negociaron con los comerciantes de la plaza, compradores a hurtadillas de los productos portugueses.

"Los contrabandistas hacían sus entradas -se-ñala Pivel Devoto en su fundamental "Raíces colo-niales de la Revolución de 1811"- por Santa Tecla, por el Chuy, por la zona de Aceguá; cerca de Mon-tevideo tenían sus guaridas por Solís Chico, Toledo, Rincón de Viana, bañados de Carrasco, donde ocul-

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taban sus cargas entre cardales y pajonales. En los aledaños de la ciudad lo hacían en zanjas, en el foso de la muralla, en las inmediaciones de los por-tones; y dentro de ella, llegaron a descubrirse con-trabandos de tabaco en el muelle y hasta debajo de una cama del Hospital Real". El mismo autor resume así las consecuencias económicas y sociales: "Arrui-naba la economía real, estimulaba sin embargo el desarrollo de la riqueza en la Banda Oriental, ex-pandía, bien que sin orden, la población de su terri-torio, reducía el precio de algunos productos, daba origen en unos casos a las fortunas privadas y ocu-pación a aquellos hombres de campo, sin tierras, que llevados por su instinto de libertad satisfacían en este quehacer arriesgado, su vocación de aventuras".

El conjunto de los problemas que las condiciones económico-sociales habían creado en el medio

rural dio origen a la llamada cuestión del "arreglo de los campos", tema primordial en la preocupación de las autoridades de la época y génesis del descon-tento colectivo que estalló en 1811..

Memoriales y petitorios, gestiones y reclamacio-nes, proyectos o programas destinados a resolverlos, medidas adoptadas por las autoridades, organización del gremio de hacendados y conflicto de éstos con los gobernantes, fueron las inmediatas consecuencias de este estado de cosas.

El primer y más importante problema era el de la inseguridad. En el Memorial del Cabildo monte-videano del 23 de agosto de 1803 se dice: "La cam-paña es en el día la escuela práctica de toda clase de delitos y el refugio seguro de toda clase de delin-cuentes. La distancia de la capital; la multiplicación y gravedad de los asuntos del Gobierno Superior, el retardo consiguiente de las providencias; la división de jurisdicciones; la falta de custodia, el asilo y la protección de los portugueses, y los celos con que la capital observa el aumento de este pueblo y su

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comercio, todo concurre a destruir y aniquilar la fe-licidad de estos países". Y enumera a continuación las depredaciones de los "indios infieles" que "asal-tan las estancias", "acaban con la vida de todo aquel que tiene la desgracia de caer en sus manos", "talan los campos, incendian las posesiones y llevan a sus hogares los ganados, las haciendas y cuánto les pro-porciona el pillaje"; "los portugueses bayanos que sólo viven del robo de los. ganados de los vecinos", "han usurpado un inmenso número de leguas de la indisputable pertenencia de nuestro Católico Sobe-rano"; y por fin, de "los salteadores, incendiarios, homicidas y abigeos, los contrabandistas y toda es-pecie de delincuentes que tienen por otra parte en la consternación al vecindario hacendado", los que son acogidos por los portugueses "que tienen un in-terés real en la conservación de semejantes malva-dos" por los lazos comerciales que a ellos los atan.

En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, aparecía el problema de la estabilización de la fron-tera, de la contención de los portugueses que usur-paban tierras españolas y desalojaban vecinos esta-blecidos.

En tercer término, el régimen de propiedad de la tierra: la regularidad de los títulos, el reconoci-miento de los derechos de los poseedores y la entrega' de las tierras a quienes las trabajaran, imponiendo cargas y obligaciones de defensa.

Finalmente, la unificación administrativa de la Banda, reiteradamente solicitada.

Funcionarios y hombres de empresa concibieron planes para enfrentar estos problemas. Uno de los primeros conocidos fue presentado a la Corona, en Madrid, por don Antonio Pereira, -1796- hacen-dado principal de la Banda, que ocupara la Coman-dancia General de la Campaña. Otro está contenido en una "Memoria", de autor desconocido, redactada en 1794, y titulada "Noticia sobre los campos de la

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Banda Oriental". Poco después el comandante de la villa de Melo, Coronel Joaquín de Soria, expondría en extenso Memorial al Virrey Avilés, datado en 1800, sus ideas sobre el problema. Pero, sin duda, la visión más amplia del asunto y de sus mejores solu-ciones, está contenida en la "Memoria sobre el esta-do rural del Río de la Plata", redactada en 1801 por el miembro eminente de la Sociedad de Amigos del País, de Zaragoza, sabio geógrafo y naturalista, capi-tán de navío, don Félix de Azara.

Azara concibe dos tipos de soluciones, según se trate de los territorios situados al Norte o al Sur del Río Negro. Para aquellos, escenario de las co-rrerías de los indios, cristianos e infieles, changado-res, gauchos, portugueses, en que el imperio de la autoridad era de difícil concreción, propone dar "li-bertad y tierras a los indios cristianos", librándolos de la opresión en que se hallaban; reducir a los in-fieles, minuanes y charrúas, y edificar en los terre-nos ocupados por ellós, capillas, distantes no más de veinte leguas, así como "repartir las tierras en mo-deradas estancias de balde y con los ganados alzados que hay allí, a los que quieran establecerse cinco años personalmente y no a los ausentes, sin precisar a ninguno a que haga casa y habite junto a la capi-lla, porque ésto no se conseguiría, siendo imposible a los pobres". Para la mejor defensa de estos territo-rios se obligaría a los cabezas de familia a tener ar-mas y municiones, responsabilizándolos del orden y la seguridad. Finalmente, en esa zona, se establece-ría un gobierno separado del de Montevideo.

Para los del sur del Río Negro, donde los pro-blemas y dificultades eran menos, las soluciones con-sistían en regularizar los títulos de propiedad de las tierras a los pobladores, "quitándoles las que no tengan bien pobladas para darles a otros, siempre con la condición de vivir cinco años en ellas y tener armas listas"; anular las compras fraudulentas, las de enormes extensiones y las que no se hubiesen

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poblado en tiempo. Se obligaría, asimismo, a los due-ños de estancias, a edificar una iglesia cada veinte leguas y poner un maestro de escuela "en recompen-sa de darles el título de propiedad que no tienen". Por último, se encarecía la necesidad de señalar lin-deros fijos a las propiedades, por un procedimiento que evitara litigios.

E1 plan se complementa con precisiones de ca-rácter económico-social: establecimiento de dos fe-rias anuales, hacia la frontera con el Brasil; realiza-ción de fiestas en las capillas, y prohibición de usar las "indecentes" botas de potro, en defensa de la riqueza pecuaria, así como, en el mismo sentido, el exterminio de los perros cimarrones.

En un orden de ideas similar, don Miguel de Lastarria, asesor y secretario del Virrey Avilés, pro-pone medidas tendientes a adjudicar tierras a los poseedores, condicionando la extensión de éstas al ganado que poseyeran; establece un orden de prefe-rencia, encabezado por los indios, para la distribu-ción de tierras realengas y formula un plan de de-fensa y seguridad de la frontera, basado en la obligación de los hacendados de armarse, ellos y sus peones, en un régimen semi militarizado.

En cuanto a las realizaciones efectivas, algunas medidas se adoptaron por las autoridades virrei-nales.

La primera, el Bando del Virrey Arredondo, de 1791, que prohibía la matanza de vacas y obligaba a herrar, con marcas y señales propias para cada hacendado. Los comerciantes sólo podían comprar cueros en estas condiciones, eliminándose las adqui-siciones de cueros de ganado "reyuno", faenados por changadores y por los mismos hacendados. Para evi-tar que los contrabandearan por la frontera, dispuso la necesidad de licencia especial para faenar cueros, aún los marcados. Partidas celadoras, con cometidos

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fiscales y también policiales, vigilarían el cumpli-miento de estas providencias, complementadas con el establecimiento de puestos fronterizos.

Otra fue la creación del "Cuerpo de Blanden-gues veterano de la frontera" de Montevideo, autori-zada en 1796 por el Virrey Melo de Portugal, y que fue seguida de un bando para la recluta, del Gober-nador Olaguer y Feliú, de 1797, donde se prometía el indulto de los contrabandistas, pues se necesita-ban baqueanos, los mejores de los cuales son los que "han andado en el trajín clandestino". Es un cuerpo montado, que se integra con obligación de equipo, porque el voluntario debe aportar seis cabalgaduras; su residencia se fijó en Maldonado y desempeñó ta-reas mixtas de policía rural y de defensa de la fron-tera.,El sólido prestigio de Artigas entre los propie-tarios rurales se cimentó justamente en la "eficacia, celo y conducta" con que actúa, "haciendo prisiones en los bandidos" y "aterrorizando a los que no caye-ron en sus manos", como lo expresarían los apodera-dos del Cuerpo de Hacendados, en constancia expe-dida el 18 de febrero de 1810.

A fines de 1801 se inició, con la fundación de San Gabriel de Batoví, en la frontera con el Brasil, el inteligente plan de Azara, para dar destino a las familias que en 1778 habían venido a colonizar la Patagonia y que, desde entonces, fracasado el inten-to de población austral, vivían en las jurisdicciones de Buenos Aires, Colonia y Montevideo. Se pobla-ron un centenar de estancias, efectuándose los co-rrespondientes repartimientos. Artigas fue designado por el Virrey Avilés para colaborar en estas tareas, que son cronológicamente coincidentes con la redac-ción de la Memoria de Azara, a que ya nos hemos referido. E1 Plan se frustró a consecuencia de la gue-rra luso-española de 1801, derivación de la política bonapartista contra Portugal. Aprovechando esa cir-cunstancia, el Gobernador de Río Grande decidió el avance sobre la frontera, en conjunción con la fuer-

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za bendeirante de Borges do Canto, quien tomó, en audaz golpe de mano, los siete pueblos de las Misio-nes, mientras otros contingentes riograndenses se apoderaban de las guardias de Santa Tecla, y Ba-toví, y de la Villa de Melo.

Digamos de paso que este avance del antiguo contrabandista indultado Borges do Canto significó una definitiva rectificación de la línea fronteriza de derecho, estatuída en San Ildefonso, último tratado firmado por las Coronas de España y Portugal, que reconocía a las Misiones como territorio de jurisdic-ción española. La firma de la paz de Badajoz aquietó la guerra en la frontera, pero los portugueses retu-vieron las Misiones, hasta las márgenes del Ibicuy, y por el Este se extendieron hacia el Yaguarón. En 1804 esta situación fue reconocida por un convenio de statu quo suscrito por el Virrey Sobremonte y el gobernador de Río Grande. Sin embargo, en víspe-ra de la Revolución, los portugueses habían llegado en sus avances hasta las inmediaciones de la margen derecha del Cuareim.

La continuidad del problema del "arreglo de los campos", el relativo fracaso de las medida

adoptadas para enfrentarlo y el acrecimiento de la importancia económica y social de la clase de pro-pietarios rurales, desembocaron en el perfecciona-miento de su organización como gremio, y en una potencial situación de conflicto con las autoridades, que tuvo alguna ruidosa ocasión de manifestarse.

Ya en 1785 los estancieros de Montevideo y su jurisdicción se constituyeron en Junta para defender sus derechos contra las faenas permitidas por las autoridades del departamento misionero de Yapeyú, en la zona litigiosa ubicada entre los ríos Yí y Ne-gro. En 1791, treinta hacendados dieron poder a Juan Francisco García de Zuñiga, José Cardozo y Manuel Pérez, para que tomaran intervención en "todos los asuntos que ocurran pertenecientes al

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bien común de la campaña". En 1802, en reuniones que durante tres días se celebraron, en el mes de marzo, se echaron las bases de la organización del gremio: en cada partido, los estancieros elegirían un diputado, por cuyo conducto se harían llegar suges-tiones e informes a los Apoderados; anualmente se celebraría una Junta general; se creaban recursos para financiar la gestión de los Apoderados, consis-tentes en un octavo por cada cuero marcado y en un real por cada orejano, que se introdujeran en Montevideo, y se reiteraban anteriores petitorios, para que los plantearan los Apoderados, sobre com-posiciones de tierras, establecimiento de tribunales privativos para entender sobre los desórdenes de la campaña, y erección de núcleos orgánicos en la fron-tera.

Estas gestiones, y las que entre 1802 y 1804 promovieron el Cabildo, -la última a instancias de los apoderados del gremio- y las informaciones y sugerencias presentadas por funcionarios y hombres de ciencia, como Azara, condujeron al Real Acuerdo del 4 de abril de 1805, que constituye todo un pro-grama para atender el problema del arreglo de los campos.

Las tierras situadas hasta doce leguas de la frontera se dividirían en suertes de estancia, adjudi-cables en pleno dominio a familias pobres, con gra-vamen de acudir a la propia defensa y prohibición de enajenar o hipotecar por el plazo de doce años. Se repartirían las tierras realengas y también las de los grandes propietarios de la zona, que estaban bal-días. Una vez establecidos y levantados ranchos y co-rrales, se podía realizar rejunta de ganado orejano, marcándolo. Se establecería una red de poblaciones en la zona para evitar el contrabando, y el avance portugués, con repartimientos de quíntas y chacras y reservaciones de solares para iglesia, plaza y ayun-tamiento. Estancieros y pobladores debían- levantar aquí sus casas en el plazo de un año. Se otorgaban

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franquicias de sisas y alcabalas para los cueros que sacaran de su propio dominio. Los recursos para cos-tear el plan, que en el aspecto militar se encomen-daba a Francisco Javier de Viana, -designado Co-mandante General de la Campaña- provendrían de los propios hacendados: se venderían los terrenos sin dueño y se llamaría a los poseedores sin título o con denuncia incompleta, para regularizar su si-tuación, pagando las competentes composiciones.

El financiamiento propuesto y las limitaciones establecidas en el derecho de propiedad provocaron la reacción de los hacendados, que protestaron aira-damente por el acuerdo adelantado por sus apode-rados, y reclamaron junta, que, luego de variadas dilatorias, se celebró el 16 de diciembre de 1805. La reunión revocó el mandato de los apoderados; esta-bleció una Junta Económico-Directiva, de 13. miem-bros, 8 vecinos feudatarios de la ciudad y 5 residen-tes en campaña, lo que daba prioridad a los propie-tarios que no habían poblado y eran dueños de ex-tensos latifundios. Este cuerpo directivo se reuniría mensualmente, sin perjuicio de estatuir un diputado de su seno para las gestiones ante autoridades gu-bernativas y judiciales y de la junta "compuesta de todos los hacendados vecinos de la ciudad y de los que en ella se hallaren a la sazón moradores de la campaña", que se celebraría anualmente, completán-dose con una junta trienal general a donde deberían concurrir todos "por sí o por apoderados en la forma ordinaria". En cuanto a la contribución "se denega-ron todos diciendo en voces altas y repetidas que no se conformaban con ella". La insurgencia contra la decisión virreinal provocó la réplica de la autori-dad, que mandó disolver el gremio, que adoptaba re-soluciones que sólo competen a un "cuerpo colegia-do constituido en pública representación con real autoridad". Este conflicto, al filo de la crisis de la monarquía española, señala la presencia de un fuer-te espíritu de cuerpo y una comunidad de intereses

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en una clase de decisiva gravitación en la estructura social de la Banda Oriental; la decidida actitud que, en defensa de sus intereses adoptaba corporativa-mente, al punto de rebelarse contra las decisiones de las máximas jerarquías del Virreinato, -Virrey y Audiencia-; el encono contra las autoridades por las continuas postergaciones a que se había someti-do el problema; por fin, la gravitación preponderan-te que en él tomaban los "vecinos feudatario? de la ciudad, los que precipitaban el conflicto defen-diendo, con energía no exenta de codicia, sus in-tereses.

Si bien la ganadería constituye la riqueza fun-damental de la Banda Oriental, no puede desco-

nocerse la existencia de chacras destinadas a la agri-cultura.

La producción de estas chacras -distribuidas a los pobladores de Montevideo y otros centros po-blados de la Banda, en cumplimiento de las leyes de Indias- fue principalmente el trigo, destinado a satisfacer las necesidades de los mercados locales, aunque la documentación de principios del siglo XIX registra exportaciones al Brasil, y, episódicamente, a Buenos Aires.

Algunos agricultores de fortuna, que unían a la posesión de sus chacras, la de dilatadas estancias, barracas, atahonas e incluso navíos, estaban en con-diciones de producir variadas especies de frutas y hortalizas, de valor más lucrativo que el trigo, y con el aliciente de su comercialización libre. E1 agricul-tor pobre, a menudo medianero del rico, otras veces cercado por el latifundio ganadero, las más, endeu-dado con el molinero, debía dedicarse con preferen-cia al cereal.

E1 crecimiento de las poblaciones determinó la imposibilidad de otorgar, en la práctica, tierras de agricultura -ya repartidas con anterioridad- a los nuevos pobladores, quienes, por su parte, preferían

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otras actividades antes que la riesgosa y aleatoria producción agrícola. Conspiró, además, contra un adecuado progreso de las chacras, la subdivisión de las mismas por motivos de herencia, que hizo surgir los minifundios, con el consiguiente empobrecimien-to de la tierra. Otro obstáculo fue la escasez de mano', de obra y su carestía. Pero, el más serio, fue el régi-men de comercialización del trigo, condicionado por la política del "precio justo", que aplicaban los Ca-bildos, y el régimen de concesiones de los abastos del ejército y la marina, a particulares molineros. Aquellos tendían a la baja, para defender al consu-mo, pero, en los hechos, encadenaban a los produc-tores al molinero, que se resarcía con creces median-te el control absoluto del mercado harinero. Esto perjudicaba especialmente a los productores pobres, ya que los ricos disponían de otros rubros para co-merciar. Finalmente, las grandes estancias estrecha-ban el cinturón de chacras de cada ciudad o villa, y, lo que es más grave, sus ganados a menudo asola-ban los plantíos.

En la agricultura, por consiguiente, era donde se manifestaba con mayor crudeza la distancia social entre el patriciado criollo, de mentalidad mercantil, y los modestos chacareros, medianos y pequeños propietarios. En la hora de la Revolución, estos úl-timos no vacilarán en buscar el amparo y la protec-ción de las fuerzas patriotas, esperanzados en una solución que, empero, se prolongaría largamente en la historia.

La ciudad de Montevideo comenzó, enseguida de erigida en cabeza de gobernación, el proceso

evolutivo que habría de transformarla, al cabo de pocos años, en puerto de primerísima importancia en el Río de la Plata.

Hacia el puerto, de buen abrigo y aguas pro-fundas, en la medida en que su importancia era reco-nocida y ampliada por sucesivas disposiciones reales,

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fue acudiendo la riqueza del territorio, principalmen-te los cueros, y en su exportación, y en la importa-ción de géneros y manufacturas diversas, se conso-lidó el poderío económico y el prestigio social de "la parte más sana y principal" de su vecindario. Los pobladores más activos y emprendedores, agra-ciados en la fundación de la ciudad -y aún poste-riormente- con "suertes de estancia", acrecidas en su extensión, como hemos visto, por denuncias de trámite incompleto y la audacia en la posesión, en-riquecieron con el intenso tráfico mercantil, consti-tuyendo un poderoso patriciado, que rápidamente asumirá el papel protagónico de los acontecimientos.

El desarrollo del puerto fue jalonado por sucé-sivas disposiciones de las autoridades, cuyo recuento explicita la clave de su gravitación sobre el territo-rio circundante, y su creciente antagonismo con Bue-nos Aires por el dominio y usufructo de las rutas mercantiles del Río de la Plata.

Desde 1741, en que se había autorizado preca-riamente a algunos navíos el tráfico de negros es-clavos para llevar cueros de retorno, el puerto fue alcanzando sucesivos beneficios de la Corona. En 1775 se dispuso que los buques correos -cuya ter-minal era Montevideo desde 1770- en su viaje de retorno a los puertos peninsulares, pudieran condu-cir frutos y cueros. Un año después se estableció que debían recalar allí las naves en viaje a El Ca-llao por la ruta del Pacífico, y someterse a registro. En agosto de 1778 se instituyó la Aduana, por las autoridades virreinales; y la Real Orden de 12 de octubre de ese año, llamada de "Libre Comercio", incluyó a Montevideo, en carácter de puerto mayor, entre los 24 habilitados en América para el comer-cio con los de la Metrópoli, confirmándose poco des-pués la habilitación de la Aduana. En 1779 la ciudad es designada sede de la "Comandancia del Resguar-do de todas las rentas en Montevideo y costas del Rio de la Plata", con el cometido de controlar buques y

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cargas, y reprimir el contrabando. Se agregarían, -a partir de 1782, las concesiones otorgadas a varios co-merciantes para introducir mercaderías procedentes de puertos extranjeros, llevando cueros al pelo de retorno. En 1787, la Compañía de Filipinas era au-torizada para introducir negros esclavos desde Afri-ca, por los puertos de Montevideo, Chile y Perú, pudiendo los navíos del tráfico llevar de retorno cueros y demás efectos a puertos peninsulares o in-gleses. En 1791 se permite, a españoles y extranje-ros, practicar por seis años el comercio de negros, libre de derechos de introducción y pagando el seis por ciento por los frutos que se extrajesen de retor-no. Se derogaban así las disposiciones que prohibían el acceso de extranjeros a los puertos de Indias. En 1798 se prorroga esta Real Orden en beneficio ex-clusivo de Montevideo, no obstante las protestas de Buenos Aires. Nueva prórroga, esta vez por doce años para españoles, y por seis para los extranjeros, consolida, en 1804, la decisiva importancia de este tráfico, que atendieron en Montevideo conspicuos in-tegrantes del patriciado mercantil, origen de muchas fortunas, sólido sostén de otras.

Otras disposiciones ampliaron los privilegios del puerto montevideano con respecto al comercio ex-tranjero, facilitando así la radicación en la ciudad de marinos, trabajadores de oficio, salidos también de las tripulaciones de los barcos, de la "gente de mar". La observación de que fue ciudad con número desusado de extranjeros -como ocurrió también con Buenos Aires- pertenece a Pablo Blanco Acevedo, formando el conglomerado típico característico de las ciudades marítimas, donde se radicaron y enla-zaron con familias nativas, portugueses, genoveses, sardos, ingleses y franceses.

En 1795 se autoriza por vía de ensayo el co-mercio con las colonias portuguesas del Brasil; las embarcaciones podrían extraer frutos, incluso tasa-jo, y regresar con negros, azúcar, café y algodón.

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En 1796 se produce la ruptura de España con In-glaterra: el hecho era de fundamental importancia porque esta potencia dominaba en los mares y podía excluir de ellos la bandera española. Para impedir la interrupción del intercambio de tasajo con el Pa-cífico y Cuba se permitió el comercio con neutrales en 1797. Podían introducirse efectos no prohibidos en buques neutrales y desde puerto nacional o ex-tranjero, pero con preciso retorno por España. De-bían pagarse los impuestos como si hubieran rea-lizado un movimiento normal, o sea derechos de introducción en España, luego de extracción y, por fin, de importación en América. E1 preciso retorno por España no podía cumplirse, pero además, las mercancías que necesitaba América eran mucho más numerosas que las autorizadas -negros, dinero y frutos- por lo que hubo de permitirse el desembar-co de mercaderías consideradas de ilícito comercio. El contrabando crecía, acuciado por la necesidad. En 1799 se invalida la autorización; pero de hecho si-guen despachándose permisos individuales y aún después de firmada la paz con Inglaterra no se in-terrumpe la llegada de buques a puertos. Este co-mercio, llamado de "simulación" vuelve a permitir-se en 1805, al renovarse el conflicto bélico con In-glaterra, beneficiando a armadores de Hamburgo, Oporto, Lisboa y de los Estados Unidos, que traían negros, caña y tabaco, y llevaban de retorno, tasa-jo, sebos, cueros y astas.

tro anhelo agitó al patriciado montevideano: el de ampliar la estrecha jurisdicción fijada a

la ciudad.En la Banda Oriental, como hemos visto, se

ejercían tres autoridades diferentes. Esta pluralidad de jurisdicciones contradecía la unidad geográfica de la Banda, enmarcada dentro de los cauces de sus grandes ríos. Cuando la ciudad -núcleo civilizador básico- se expandió y comenzaron a poblarse sus

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estancias y a surgir los poblados y a repartirse o denunciarse tierras; y, sobre todo, cuando la riqueza de-la tierra se acrecentó por el interés ultramarino en los cueros, provocando, a su vez, la expansión mercantil del puerto, hacendados y comerciantes conjugaron la razón de la geografía con el impera-tivo del interés, para reclamar la unificación admi-nistrativa de la Banda, que hiciera más efectivo el ejercicio de las potestades del Estado en la campaña desordenada, y organizara el disfrute de la riqueza de toda ella, canalizándolo por la puerta de la bahía montevideana.

A1 instaurarse, en 1782, el régimen de las In-tendencias, quedaron fuera de la nueva estructura la zona periférica de Mojos y Chiquitos, en el Alto Perú, las Misiones y el gobirno de Montevideo. Las funciones de orden militar, policía, justicia y hacien-da del nuevo órgano, comprendían justamente los problemas que la Banda tenía planteados, por lo que las iniciativas se orientaron a unificarla, transfor-mándola en un Gobierno-Intendencia.

Comenzaron antes, en realidad, las gestiones, porque en 1769 el Cabildo había pedido ya se am-pliara en veinte leguas cuadradas la jurisdicción de la ciudad. En 1785 el gobernador del Pino formuló el proyecto de elevar a Intendencia la categoría de la plaza. En 1797, el Cabildo fue promotor de la iniciativa de ampliar el radio de Montevideo a toda la Banda, acuciado por el problema de las estancias pobladas en la zona comprendida entre los ríos Yí y Negro, los que debían, lógicamente, depender de Montevideo, "ciudad lucida, de numeroso gentío, lla-ve principal de esta América". En el expediente que se promovió consta la solidaridad del Gremio de Hacendados, que hace hincapie en el descaecimiento de la justicia, por la distancia y nulo contralor ejer-cidos sobre los jueces en la campaña, "cuyos habi-tantes no .tienen sociedad reunida en poblaciones, sino que dispersos y separados por medio de muchas

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leguas viven, con menos sujeción a las leyes". En 1803 el Cabildo habría de renovar el petitorio para elevar la categoría del Gobierno a Intendencia; y el mismo objetivo aparece mencionado entre los enco-mendados a Herrera y,Pérez Balbas, en 1806.

No obstante el fracaso de todas estas gestiones, la realidad y sus necesidades se impusieron. En 1784 el Virrey colocó bajo las órdenes militares del Go-bernador de Montevideo, a Maldonado, Santa Tecla y el fuerte de Santa Teresa. En 1788, comprendió en sus funciones como subdelegado de la Real Hacien-da, prácticamente todos los poblados del territorio. En dos órdenes fundamentales, pues hacienda y gue-rra, la Banda adquirió una precaria unidad y Mon-tevideo extendió el radio de su influencia política.

Montevideo nació con el signo de la desavenencia con Buenos Aires. Fueron al principio rivalida-des aldeanas, de campanario, sobre cuestiones de preeminencias o prerrogativas, o con motivo de los encontronazos entre Comandantes Militares y Ca-bildos.

Cuando el fuerte se transformó en puerto, la ri-validad mercantil pasó a primer plano. Montevideo tenía ventajas naturales claras: ubicación en las cos-tas cercanas al canal de acceso; abrigo de los vien-tos, aguas profundas que permitían el desembarco sin trastornos. Todos los autores, viajeros, navegan-tes y estadistas de la época coincidieron en este pun-to. En cambio, Buenos Aires era la ciudad capital del virreinato, sede de las autoridades, de mayor po-blación, y tradicional vinculación con el interior.

En 1794 se había establecido un impuesto, por iniciativa del comercio porteño, para sufragar un donativo a la Corona en ocasión de la guerra con Francia. Estc fue el pretexto para que el comercio montevideano, adoptando la forma en que tradicio-nalmente va a exteriorizar sus rebeldías y protestas,

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se reuniera en Junta, proclamando "que este comer-cio es enteramente independiente de Buenos Aires". El mismo año se dicta la Real Cédula de creación del Consulado de Comercio. La institución tenía sus conocidos fines de fomento económico en todos los ramos, y tribunal para pleitos en asuntos mercan-tiles. El órgano se integraba eligiéndose entre los comerciantes matriculados y debía establecer un Diputado en los puertos y lugares de mayor comer-cio. Recaudaría el impuesto llamado de avería -con-sistente en un medio por ciento sobre el valor de los efectos comerciales, géneros y frutos que se ex-trajesen- para el cumplimiento de sus fines, entre los que se indicaba el cuidado del puerto montevi-deano. El Consulado fue, sin embargo, un instru-mento, en la puja entre las dos ciudades, de los in-tereses bonaerenses. Los montevideanos replicaron con Juntas: en 1797 se celebró una con motivo del donativo para la Corona; en 1798, para protestar contra el nombramiento del Dr. Revuelta como Dipu-tado, pués siendo la justicia a "verdad sabida y bue-na fe dada", no correspondía designar letrado; en 1800, a raíz del impuesto proyectado para armar en corso navíos mercantes debido a la guerra con Inglaterra.

E1 incidente más sonado se produjo por la deci-sión virreinal, inspirada por la rival Buenos Aires, de abrir un puerto nuevo, en la Ensenada de Ba-rragán, para el tráfico internacional. La reacción montevideana no se hizo esperar y tan vivamente se expresó que se proyectó sustraer el puerto a la dependencia del Consulado. El conflicto trascendió a la opinión pública, a través de una polémica publi-cada en "El Telégrafo Mercantil" y si bien la Corona decidió suspender las obras del puerto bonaerense, casi de inmediato se agregó un nuevo motivo de fricción, por la orden virreinal -inspirada también por el Consulado- de prohibir las Juntas de Co-merciantes, en las que acostumbraban reunirse los

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montevideanos para resolver asuntos de interés ge-néral y a las que califica de "asonadas". Nuevamen-te la Corona dio la razón a Montevideo, autorizando las Juntas, previa anuencia del gobierno.

Las invasiones inglesas y la ocupación de Mon-tevideo desde febrero a setiembre de 1807 complica-ron aún más las ya difíciles relaciones entre ambos puertos. Aparte de los problemas derivados de la reconquista de Buenos Aires por fuerzas montevi-deanas durante la primera invasión, que promovie-ron una agria disputa entre los Cabildos, sobre los méritos respectivos, cuando Montevideo estuvo ocu-pado fue habilitado para el comercio libre y, por consiguiente, inundado de mercaderías extranjeras que, luego del fracaso en la segunda tentativa de tomar Buenos Aires, y en el breve lapso que medió hasta la desocupación de la plaza, fueron comercia-lizadas rápidamente con grandes ganancias, lo que provocó la reacción de las autoridades porteñas, que intentaron fijarles un impuesto compensatorio, lla-mado "de círculo" -52 `7o, que luego se redujo para los artículos vendidos dentro de la ciudad-. Las resistencias y gestiones menudearon, y en el interín fueron saliendo clandestinamente los efectos, no obs-tante las enérgicas órdenes impartidas desde la Ca-pital. Finalmente, las autoridades bonaerenses, ante una nueva amenaza inglesa, buscaron recursos crean-do fuertes gravámenes a las exportaciones e impor-taciones -1809-, que fueron resistidos por los "vecinos hacendados y del comercio", quienes se presentaron en Memorial al Virrey, impugnando so-bre todo el gravamen de veinte pesos por cada ne-gro, y los que alcanzaban al comercio con Brasil, arguyendo sobre su necesidad, para que no se "ani-quilara" ese próspero tráfico.

Esta intensa lucha de puertos por el dominio del río se agregaba a otros incidentes, de menor impor-tancia, en el orden político y juridisccional, y contri-buía, sin duda, a estimular la creación de un clima

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de resentimientos y desconfianzas, cuando no de franca hostilidad.

Las aspiraciones de la ciudad se concretaban en una más justa distribución de los ingresos que su-ministraba el puerto. E1 expediente promovido por el Síndico Procurador del Cabildo montevideano, don Pascual Parodi, en 1802, en donde se aglomeran prolijos informes, trataba de realizar el adelanto del puerto, sobre la base de aplicar en él las rentas que allí se recaudaban; fanal en la isla de Flores; lim-pieza de los fondos de la bahía, por medio de pon-tones; y construcción de un muelle para las ope-raciones de carga y descarga. Procuraba además modificar la forma de recaudación del impuesto de almojarifazgo, que gravaba doblemente las mercan-cías introducidas por Montevideo.

La independencia del comercio se centró, a su vez, en la aspiración al Consulado propio. A la ges-tión de 1799 de los Apoderados del comercio y de los hacendados, siguió la misión.enviada a España, en 1806, -después de los éxitos de la primera in-vasión inglesa- confiada a la sagacidad del Dr. Ni-colás Herrera y del poderoso terrateniente Manuel Pérez Balbas. Debía solicitar el establecimiento de un Consulado propio; la transformación del gobierno en Intendencia, hasta el límite del Ibicuy y del San-ta María, por el Norte; además, otras reclamaciones menores, como la derogación del impuesto de círculo, que fueron las únicas que, a la postre, se obtuvieron. No obstante la laboriosa gestión cumplida ante la Corte, las autoridades afrancesadas, y al fin ante la Junta Central, señala la más coherente gestión pa-cífica llevada a cabo para operar una mudanza en la organización económica y político-administrativa de la Banda Oriental.

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C s esta clase mercantil de la ciudad-puerto -y L acotemos, de paso, sin que medien en el punto diferencias sustanciales con Buenos Aires- la más representativa de la mentalidad, de los prejuicios y de la jerarquía social alcanzada por el patriciado criollo.

Beneficiaria de las adjudicaciones de tierras por merced y del régimen tramposo de las denuncias -en la forma llamada de los "vecinos feudatarios"-no fue propiamente una clase rural, no obstante los latifundios que acumuló. La forma depredatoria pa-ra la recolección de cueros que hizo practicar a partidas asalariadas sobre sus tierras desiertas y bal-días, nada tiene que ver con el callado trabajo del productor y más bien se emparenta, psicológicamen-te, con el linaje mercantil del pirata. El marco de su actividad principal fue el comercio de ultramar, y el terrestre de acopio en barracas de los frutos de exportación, primordialmente los cueros, cuya acre-cida importancia en el mercado mundial dio envión decisivo a su prosperidad. Cuando la industria del tasajo se desarrolló, se aglomeraron en los aledaños de la ciudad los establecimientos saladeriles, que ella también controló, y este trabajo transformador o elaborador de la materia prima sé complementó con la función de proveedores y asentistas para el abastecimiento de la no muy nutrida guarnición montevideana y la más prolífera de atender las ne-cesidades de la marina española de guerra, cuyo Apostadero estaba en Montevideo. Como navieros y armadores fletaban barcos destinados a los puertos de ultramar, a las colonias hispanas del norte -mer-cado del tasajo- y a las extranjeras de la costa brasileña. Asentistas de negros y también prestamis-tas y usureros, con lo que suplían la ausente activi-dad bancaria, conciliaron, sin grandes escrúpulos, católicas creencias y cristianas caridades, con estas lucrativas y heterodoxas canongías. Al socaire de las franquicias comerciales, del progresivo aflojamiento

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del monopolio y del comercio negrero, practicaron el contrabando o lo usufructuaron; para realizarlo, sa-bían utilizar las tradicionales artimañas del merca-der y el método más directo y sórdido del soborno a funcionarios y controladores.

No sólo como clase, sino en los casos individua-les más representativos, aglomeró actividades en una especie de "integración vertical", como la llama Car-los Real de Azúa, cuyo itinerario arranca de la es-tancia, sigue por saladero y grasería, barraca acopia-dora, muelle adosado a ésta o al saladero, y con-cluye en el barco.

Ella fue la beneficiaria de la primera acumu-lación de capitales en estas regiones platinas. E1 mis-mo Real de Azúa ha demostrado que el escaso valor de la tierra y su magra rentabilidad no permitían asentar la fortuna en el trabajo productivo de la ga-nadería. Más que el señorío feudal de la tierra, la preeminencia social y ,la solidez patrimonial se ci-mentaron en el negocio, mobiliario en sus polifacéti-cas formas.

Predominaron en los gremios, que arrogantes habían desafiado a las autoridades españolas, en los avatares de renovados conflictos de-intereses; se sir-vieron del Cabildo, donde monopolizaron alcaldías y regidurías,'a veces adquiridas en pública subasta, para expresar su voluntad, articular sus esperanzas y formular sus moderadas rebeldías.

El patriciado estuvo también integrado por fun-cionarios, togados, eclesiásticos y militares, que le suministraron doctrinas y le ampararon con la fuer-za; pero no abundaron en número, porque Montevi-deo no fue ciudad letrada ni monacal; y sus blasones fueron portuarios y mercantiles, y no los ostentosos que signaban de nobleza los portales de las mansio-nes solariegas de Lima o Méjico.

Empero, no faltaron algunos espíritus, hijos de familia o frailes, que en el sosiego de sus bibliote-cas, bien nutridas con la literatura filosófica y polí-

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tica del siglo, o de las celdas conventuales, adqui-rieron en el estudio del pensamiento y la ciencia eu-ropeas, una aguda conciencia de la realidad y que, en la hora revolucionaria, aportarán su saber ilus-trado a la definición de las rebeldías populares.

Con radicación rural o en los poblados circun-dantes se ubica el segundo estamento, formado por hacendados y labradores. En dura lucha con las ad-versas condiciones de un medio social turbulento, sin seguridad en sus bienes ni en sus vidas, aplica-dos los primeros a domesticar, marcar y faenar un ganado bravío, en trabajos que exigían destreza y valor, templaron en la frugalidad y en la pobreza, el espíritu de aventura del conquistador y las virtu-des del colono, que les venían de su ascendiente hispánico.

Las clases populares las formaban, a su vez, mo-zos de campo y paisanos, mestizos cuya cuota de sangre española fue muy corrientemente de origen santafecino o correntino, de costumbres agauchadas, peones en las estancias, en las vaquerías, o en los saladeros; soldados en los cuerpos de milicias; ma-rinos en las naves; ocasionalmente instalados como "pulperos" en el campo, o dueños de modestos ten-dejones en villas y poblados. A este mismo sector pertenecieron, en la ciudad, grupos poco numerosos de artesanos, con frecuencia extranjeros, adscriptos a los cuerpos de la guarnición o a la maestranza de las fortificaciones, o más corrientemente "gente de mar" obligada a largas estadías a la espera de vien-tos favorables, que, en competencia con la artesanía de mano de obra esclava, atendieron menesteres de albañilería, carpintería, pintura, herrería, no sólo co-mo operarios, sino, a veces, como maestros y sobres-tantes. l

El negro esclavo, por fin, beneficiado en el trato por las costumbres patriarcales y la modestia y la sencillez de las condiciones de vida, incorporados a

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las familias por el afecto que conquistan servidores domésticos de mansa fidelidad, tuvieron a su cargo las faenas más duras: acarreo de cueros y produc-tos del comercio; servicio de las calles y en las cons-trucciones; carga y descarga de los buques; faena en los saladeros y, a veces, tareas agrícolas en los campos de labrantío, y, más raramente aún, en las estancias.

Quedaba, marginado del orden social, el gaucho errante, que, dice Pivel Devoto "proveniente del li-toral santafecino y de las entrañas paulistas, encon-tró en nuestro territorio un escenario en el que enseñoreó sus instintos primitivos, tipo humano en estado de combustión, reacio a toda norma de orden social y político, integró, pero sin identificarse con él, ese proletariado rural, arreando ganado por cuenta de algún cabecilla de contrabandistas, o ha-ciendo corambre por su cuenta, mezclado con los in-dígenas". De estos últimos, ingredientes en la amal-gama del intenso mestizaje del área campesina, só-lo gravitaron en la vida social los grupos de tapes y guaraníes, mientras charrúas y minuanes fueron copartícipes del gaucho en sus libres correrías y en sus excesos y pillajes.

Este es el marco social en el que habrá de pro-ducirse el estallido revolucionario de 1811.

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- III -

LA REVOLUCION EMANCIPADORA

La Revolución que en Iberoamérica abrió el ca-mino de la emancipación, se inscribe en el ciclo

revolucionario de Occidente, iniciado en 1688 en Inglaterra. Esta "crisis de la conciencia europea" -en la acertada definición de Paul Hazard- culmi-naba, a su vez, el proceso de profundas transfor-maciones iniciadas en el Renacimiento, y a cuyo despertar no fuera extraño el descubrimiento de América, como revelación de un mundo nuevo, esti-mulante comprobación de horizontes y perspectivas que afloraban en la Ciencia Nueva. El racionalismo y el naturalismo, ambos imbricados recíprocamente como polos de la nueva cosmovisión •de la Moderni-dad, habrían de ahondar las dimensiones del pensa-miento europeo, en creciente despegue del orden escolástico medieval, para fundar, en la ley natural y en la voluntad individual, las coordenadas de un nuevo orden, arquitecturado a la medida del hombre. La crítica renacentista a los presupuestos de un universo regido por la suprema ley de Dios; la rup-tura de la unidad cristiana emergente de la Refor-ma; la audacia de la inducción incompleta de Bacon; la nueva teoría cosmológica de Copérnico, Kepler, Galileo y Newton, afianzando la confianza de Des-cartes en la infalibilidad del método, trascenderán, hacia fines del siglo XVII, a través del empirismo de Hume y Locke -después de la cínica tesis de Maquiavelo- al propio orden de la sociedad huma-na y del Estado. La precursora revolución inglesa de 1688, al consagrar un nuevo orden político, fundado

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en la razón de los hombres y en la soberanía de la representación popular, rompiendo el derecho divino de los monarcas y obligando a éstos a reconocer co-mo instrumento de gobierno la "Declaración de De-rechos", proporcionó el modelo de un Estado cons-truído sobre categorías racionales, erigiendo en norma fundamental el pacto voluntario de los súbdi-tos para el establecimiento del gobierno civil. La filosofía dieciochesca perfeccionará esta orgullosa y egocéntrica concepción individualista de la comuni-dad humana, sobre la doble base del autonomismo moral de Kant y del contractualismo social de Rous-seau. El enciclopedismo, al difundir las nuevas con-vicciones en el ámbito de las minorías ilustradas de Europa, fue sembrando, como vimos, los fermentos de un despertar de la conciencia burguesa, cada vez más dominante no sólo entre los ricos señores de la banca y del comercio, sino aún en la propia nobleza y hasta en los príncipes de la época.

El segundo paso significativo de este proceso revolucionario occidental no habría de darse, empe-ro, en el Viejo Continente. Serían los súbditos ame-ricanos del rey Jorge III, los que denunciarían el pacto constitucional que les ligaba a la Corona bri-tánica, por entender que ésta no cumplía las condi-ciones del contrato. Es la primera revolución que ocurre en la periferia de Occidente y en la que, los propietarios más importantes de los patriciados ur-banos y de las aristocracias agrarias de las colonias norteamericanas, obran por sí, constituyéndose en República, y en cuya Declaración de Independencia se conjugan la herencia puritana individualista y el racionalismo humanista del siglo. Esta fórmula, en la que ya era superada la institución de la mo-narquía, y en que un grupo social de dirigentes, blancos e ilustrados, instauraba un nuevo orden político, fundado en el derecho popular, pero er-guido sobre el principio de la propiedad como un sagrado inviolable, y sin mengua de su privilegiada

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posición en una economía de mano de obra esclava, era un ejemplo seductor y atractivo para quienes, como los patriciados criollos. iberoamericanos, pug-naban por obtener la autodeterminación. Era el or-den nuevo, natural y racional, que les liberaba de las restricciones sofocantes del "antiguo régimen", pero a la vez consagraba el ideal del ejercicio direc-to del poder por los señores propietarios, sin alterar su condición superior en la pirámide social, deján-doles las manos libres para continuar, en nombre de la libertad, la explotación de los bienes materiales, mediante el servilismo de las castas, del indio y del negro esclavo.

Francia, que con España habían apoyado a los insurgentes norteamericanos en su lucha emancipis-ta contra la rival Inglaterra, sería el escenario del estallido de mayor proyección universal. La Decla-ración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, y la monarquía constitucional, parecieron reiterar, en el comienzo, la fórmula inglesa de 1688; pero el pa-rasitismo y la inepcia del monarca y de su corte pre-cipitarían su caída, al radicalizarse el movimiento, que llevó rápidamente a la ejecución del Rey y al establecimiento de una República de perfiles demo-cráticos y amenazante vocación igualitaria. Contra ella se movilizarán las demás potencias, procurando, mediante sucesivas coaliciones armadas, ponerle cer-co e incluso apagar su fuego revolucionario; pero, a partir de Valmy, donde los ejércitos de la reacción europea fueron derrotados por las milicias populares de la nación francesa en armas, la política de las po-tencias debió limitarse a impedir la propagación del movimiento destructor del "antiguo régimen".

La Revolución logró abatir la vieja estructura política y el privilegio nobiliario, pero la endeble República construida sobre los nuevos principios no pudo perpetuar un régimen estable, devorándose a sí misma en una sangrienta lucha de facciones. A través de la reacción termidoriana y del régimen di-

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rectorial, asomaría la presencia de Napoleón, singu-lar heredero del proceso, que impondría a la vez un orden político de república cesárea, e imperial des-pués, y un orden civil que reconocía a la burguesía, en el Código, su nuevo estatuto social y económico. Sin embargo, el Emperador de los franceses fue pa-ra Europa, aun arquitecturada en el antiguo régimen, un enemigo más temible y de mayor eficacia expan-siva que la propia Revolución. El plan napoleónico, de un Imperio europeo asentado en la dinastía pos-tiza de los Bonaparte, rápida y vigorosamente im-puesto hacia 1805, con Austerlitz, comenzó a declinar a partir de la guerra de España y llegará a su fin luego de la campaña de Rusia en 1812, abriendo el paso a la Restauración, después de Waterloo. Empe-ro el orden liberal era irreversible, y las nuevas monarquías habrán de fundarse sobre el pacto cons-titucional y el reconocimiento de los derechos indi-viduales. Se cerraba así el largo proceso iniciado a fines del siglo XVII en Inglaterra; la subsecuente Revolución Industrial -anticipada en un siglo en Gran Bretaña- habría de plantear al Continente una nueva problemática política, económica y social, en el curso del siglo XIX.

En este convulsionado proceso se produciría, co-mo dijimos, la emancipación de las colonias ibero-americanas. Si bien dicho movimiento emancipador -aún no cumplido- tiene sus orígenes en el decurso del mismo ciclo descrito, y forma parte de él en cuanto constituye un nuevo capítulo transatlántico de la caída del "antiguo régimen", no es un mero reflejo del mismo. Sus raíces y su etiología se nu-tren en la propia historia de los períodos preceden-tes, que gestaron la conciencia emancipadora. Fue el fruto de dos factores netamente dieciochescos y ca-racterísticamente ibéricos: la constitución de un am-biente cultural crítico y renovador, y la emancipa-ción social que produjo la escisión de los criollos del grupo étnico blanco, hasta alcanzar una conciencia

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