Editores
David Anuar (Cancún, Q. Roo, 1989). Pasante de la
licenciatura en Literatura Latinoamericana (UADY).
Becario del PECDA (2012-2013), por el estado de
Quintana Roo, en la categoría Jóvenes Creadores.
Primer lugar en el Concurso de Cuento Corto Juan
de la Cabada (2011). Autor de la plaquette de poesía
Erogramas (2011, Catarsis Literaria-El Drenaje).
Mónica Quintal Cortés (Mérida, Yucatán, 1979).
Estudiante de la licenciatura en Literatura Latino-
americana (UADY).
Diseño de portada
Zandra Pruneda (Ciudad de México, 1984). Nació
un sábado de luna nueva y desde que comenzó a
jugar con lápices de colores no ha dejado de hacerlo,
por eso dicen que sabe dibujar. En las ocasiones más
afortunadas algunos de sus dibujos se van y viven
peripecias. Zandra siente pasión por los diccionarios,
tiene fe en la lluvia y en las piedras, también sabe
que la palabra azar cabe en su nombre y eso le gusta
mucho.
LA ACADEMIA EN EL ARTE
2 | P á g i n a
Facultad de Ciencias Antropológicas
Dra. Genny Mercedes Negroe Sierra
Directora de la Facultad
Mtra. Guadalupe del Carmen Cámara Gutiérrez
Secretaria Académica
Mtra. Hebe Arehmi Mendiburu Carrillo
Secretaria Administrativa
Dr. Francisco J. Fernández Repetto
Jefe de la Unidad de Posgrado e Investigación
Dr. Felipe Salvador Couoh Jiménez
Coordinador de Extensión, Cultura y Servicios
Br. José Herrera Pérez
Consejero Estudiantil
David Anuar
Mónica Quintal Cortés
Editores
Dibujo de portada, Zandra Pruneda Título, Sin título, técnica, tinta D.R. © Sandra Ramírez Pruneda Asesoría técnica: Adrián Verde La Academia en el Arte 1ª edición 2012, con el apoyo de Facultad de Ciencias Antropológicas Universidad Autónoma de Yucatán y Consejo Estudiantil de la FCA-UADY 2011-2013 Mérida, Yucatán, México. D.R. © de la presente edición Mónica Quintal Cortés David Anuar González Vázquez
P á g i n a | 3
PRESENTACIÓN
4 | P á g i n a
Iteraciones: el recuento de la historia
El Aniversario de la Facultad de Ciencias Antropo-
lógicas es una oportunidad perfecta para los alumnos
de proponer, gestionar, y realizar eventos acadé-
micos, culturales y deportivos. El año pasado, por
estas fechas, David Anuar estaba planeando para el
XLI Aniversario una mesa de lectura con poetas
estudiantes que quisieran leer algo de su obra.
Platicando me propuso que organizara yo una mesa
gemela pero de narrativa. Yo más tímida, pensé que
sería mejor idea hacer una en que fuesen los maes-
tros los que mostrasen algo de su lado artístico.
Semanas o días antes, nos habíamos enterado que
una de nuestras profesoras más queridas escribía
creación, pero hasta el momento mantenía oculto su
lado artístico. Y nosotros queríamos leerle, así pues,
hacer la mesa de maestros era la perfecta emboscada
para oírle. Al final, inteligentemente, logró escabu-
llirse…, no obstante, la mesa de maestros siguió su
curso, junto con las otras dos de alumnos, dando
como resultado la mesa “Poetas en la Academia”,
“Narradores en la Academia”, y “La Academia en el
Arte”.
La historia de estas tres mesas comenzó con inquietudes
compartidas, tanto de Mónica como mías, por saber cuál
era el estado de la creación literaria en nuestro medio
académico, es decir, la Facultad de Ciencias Antropo-
lógicas de la Universidad Autónoma de Yucatán
(UADY). Así pues, dejamos que nuestra imaginación
navegara, y en cierto punto fue a encallar a la semana
P á g i n a | 5
dedicada a festejar el Aniversario de nuestra Facultad, en
su edición XLI. Entonces, proyectamos que esa semana
sería un buen momento para organizar mesas de lectura
de creación literaria, en las cuales participaran tanto
alumnos como profesores. La primera mesa que vio la luz
fue “Poetas en la Academia”, la segunda, “Narradores en
la Academia”; estas dos fueron pensadas en torno a los
alumnos que ya habían tenido trayectoria dentro del
campo de la creación literaria en dos vertientes, poesía y
narrativa. La tercera, “La Academia en el Arte”, poco a
poco fue tomando cuerpo al gestionar la posibilidad de
escuchar a nuestros maestros leyendo sus poemas y sus
cuentos. Lo primero fue hablar con nuestros profesores,
sondear los ánimos, y ante la respuesta favorable y
positiva, nos lanzamos a buscar más colaboradores. Un
total de nueve profesores participaron en el evento de
aquel entonces; estando representadas cuatro de las seis
carreras de la Facultad: Literatura Latinoamericana con
Jorge Mantilla, Cristina Leirana, Adrián Curiel,
Lourdes Cabrera y Gonzalo Rosado; Comunicación
Social con Silvia Barbotto; Antropología Social con
Gabriela Vargas y Carlos Evia; y Arqueología con Lilia
Fernández. A cada uno de ellos les expresamos nuestra
gratitud y el reconocimiento por formar parte de nuestros
sueños, y ayudar a que éstos se cumplieran, tanto en lo
académico como en lo artístico, que al final son caras de
una misma moneda; asimismo recibimos en aquellos
ayeres el aliento y constante apoyo de Dolores Almazán,
quien además de haber presentado la primera edición de
la mesa “La Academia en el Arte”, fue nuestra brújula
para que estos tres primeros eventos llegaran a buen
puerto. De igual manera cabe especial mención a Lourdes
6 | P á g i n a
Cabrera y Rosely Quijano, quienes presentaron las mesas
“Poetas en la Academia” y “Narradores en la Academia”,
en su primera edición en el 2011, respectivamente.
Recuerdo que estábamos en la Sala de Maestros de
la Facultad, cuando las ideas se fueron agolpando
una sobre otra, ya eufóricos decidimos comenzar el
peregrinaje, tocamos una a una las puertas de todos
los cubículos, y conforme avanzábamos veíamos con
gozo que la semilla parecía haber encontrado tierras
fértiles, ese día nos fuimos a casa con una lista de
nueve maestros que ofrecían compartir su voz
artística en parajes académicos.
A lo largo de nuestra formación universitaria, los
estudiantes tenemos la fortuna de convivir en las
aulas con maestros que nos inspiran, maestros que
nos enseñan tanto a aprender como a transmitir
conocimientos. Estos maestros, de quienes estamos
acostumbrados a oír las más recientes investiga-
ciones de sus áreas, que saben explicarnos los
postulados teóricos más enredados, que por medio
de sus métodos de enseñanza hacen que constru-
yamos o fortalezcamos un punto de vista propio en
el que quepa el respeto por el punto de vista ajeno,
aun si éste difiere del nuestro. Esos maestros, de los
que muchas veces creemos le leerán a Bajtín a sus
hijos a la hora de dormir, o pensamos que viven
analizando, desde diferentes teorías, todos los pro-
ductos del supermercado antes de comprarlos; en fin,
que sus vidas son un cúmulo de teorías andantes, de
las cuales no se pueden deshacer ni para bañarse.
Esos seres casi míticos, transformados, muchas
P á g i n a | 7
veces en leyendas urbanas vivientes que rentan casas
para que sus libros tengan un lugar donde habitar,
también son artistas y de vez en cuando usan su
ingenio para crear nuevos mundos, para ofrecer
nuevas miradas a través de sus textos, imágenes y
esculturas. Nos ofrecen ventanas para ver con sus
ojos, nos regalan el ángulo desde donde miran la
vida. En fin, nos prestan sus ojos para ver lo que han
visto.
Mónica no se conformaba con una mesa común y
corriente, ella quería algo más; recuerdo que ella estaba
cursando la materia “Historia social de la cultura
escrita”, donde había tenido su primer contacto con la
literatura de cordel, revelación que cayó en su alma como
al pasto el rocío, ¡eso era lo que le faltaba a la mesa:
literatura de cordel!
Primera edición de la mesa
“Poetas en la Academia”, 27 de octubre 2011
8 | P á g i n a
Aunque claro, no podíamos traer un concepto medieval así
como así a Yucatán, así que la transducción cultural se
puso en marcha, nacía por primera vez la literatura de
soskil. Después de gestionar el espacio y el material
necesario, incursionamos en el malabarismo de montaje
escenográfico, yo de puntillas sobre una silla, la silla sobre
una mesa, y yo temblando para alcanzar el cielo raso del
cual penderían los textos de maestros y estudiantes, ahí,
esperando las manos y los ojos de los lectores-espectadores.
Ante el éxito de las mesas del año pasado, David y
yo, decidimos hacer la segunda edición, nuestra
inquietud ahora era hacer algo diferente. ¿Pero qué?
David ya había publicado no sé cuántos textos, entre
estos una plaquette de poesía, y yo, como siempre,
más tímida o más lenta, no había publicado nada,
entonces le dije a David: “hagamos una plaquette
con los textos de las mesas”, y David más aventado
como siempre, exclamó: “¡que sean tres!” Al final por
cuestiones de logística y de índole económica,
terminamos haciendo dos, una de alumnos, Poetas y
Narradores en la Academia, y otra de profesores, La
Academia en el Arte, de la cual tienes un ejemplar
entre las manos, o bien, enfrente de tu pantalla (sí,
David, migrante por excelencia, se atrevió a cruzar
fronteras, esta vez de lo impreso a lo digital).
Debo confesar que la idea de Mónica era idílica, pero debí
saber que el ideal, por definición, no existe; y sí, yo no
tenía ni idea de cómo íbamos a hacer una plaquette,
ninguno de los dos tenía la experiencia ni el saber
necesario, pero ya me había embarcado, era demasiado
tarde para dar marcha atrás, pues la Dirección de la
P á g i n a | 9
Facultad, el Departamento de Cultura, Extensión y
Servicios, y el Consejo Estudiantil de la Facultad (2011-
2013), nos habían dado luz verde, el proyecto estaba
tomando cuerpo y forma. Fue entonces que recurrimos a
Adrián Verde, quien nos dio algunos tips para echar a
andar la maquinaria; en ese momento todo parecía muy
fácil, y yo, ingenuo, me ofrecí a hacer el trabajo de
diagramación, que en ese momento no sabía que me
llevaría noches enteras sin dormir. Finalmente, quisiera
agregar que este trabajo hubiera sido imposible sin el
apoyo de alumnos, maestros, y autoridades involucradas, a
todos ellos, gracias.
Termino con la anécdota con la que empecé, y que
ha sido el motivo de todo este viaje: la emboscada a
la maestra. Tenemos que decir que esta vez no hubo
necesidad de artimañas, tretas, o artilugios; sólo era
cuestión de tiempo, como bien dicen, todo llega a su
debido tiempo. Estamos felices que en nuestros pri-
meros pininos editoriales alberguemos a tantos y tan
queridos maestros, entre ellos, nuestra muy querida
y escurridiza maestra de la que hablábamos al prin-
cipio. A todos y cada uno de ellos, ¡gracias!
Los editores
David Anuar y Mónica Quintal
Mérida, Yucatán, octubre de 2012
10 | P á g i n a
POESÍA
P á g i n a | 11
Carlos Evia Cervantes
Nueva oda para Salvador Rodríguez Losa
Vive la calma y el valor
juntos en un solo hombre
éste responde al nombre
de Chato o Salvador
De Rodríguez Losabía
su naturaleza madura
y aplomo a carta cabal
el saber que perdura
en una fuente de alegría
Muchos siguen sus pasos
otros quieren su amistad
el Maestro tiende sus lazos
a sus amigos de verdad
Cual dura roca de acantilado
recibe al mar con fuerza
su tiempo actual versa
en el nuevo libro presentado
Un libro en una noche
dice leer el gran Maestro
modestia sin derroche
así es el oficio nuestro
No convertiste el agua en vino
pero sí un bar en restaurant
12 | P á g i n a
no multiplicaste los peces
pero sí dividiste la “jach”
Hay quienes esperan la muerte
para hacer una oración
o construir un monumento
yo expresóte mi admiración
y en este gran momento
te deseo mucha suerte
Claro, fuerte y brillante
tu humor nos alienta
cierto que cumples sesenta
entonces, sigamos adelante.
Julio 1995
P á g i n a | 13
Gonzalo Rosado García
OSNI (Obsesiones sonámbulas no imaginadas)
Hoja seca en siete partes
Sed de oír crujir una hoja seca
rota en siete partes.
La luna espera a que lluevan miradas,
curiosos fantasmas llenos de alabanzas.
La tormenta ingrata que en la arena dibuja
es epopeya de idiotas disfrazados de noche
que componen poemas rabiosos que pronuncian
crujidos de hoja seca rota en siete partes.
Muerte oportuna
Sabré morir en hora oportuna
cual al fuego se le acaba la leña
para que ni llantos ni sorpresas
acompañen la efigie que fue mi cuerpo.
Al viento susurra la hoja
un secreto que en alto vuela
para cerrar del libro sus letras,
para cesar de la voz las palabras.
En silencio, una carcajada agresiva
burlará el ritual y los adioses.
14 | P á g i n a
Tristes las horas se harán comedia
del que supo morir en hora oportuna.
Voces silenciosas
Voces que en el silencio
se ahogan envueltas de olvido
han dejado de atraer sobre sus pies
cansados vestidos de polvo
el recuerdo de los decires lejanos
que una vez dicha me fueron
y otras más me fueron llantos.
Tanto me duele que insista
el callar tenaz de las palabras.
Ya mi boca está reseca
cual mi lengua por decir nada.
Si no se acaba este silencio
negro polvo será mi alma.
Confrontación
¿Quién, si no yo lo diría?
No puedo creerlo: te extraño.
Mundo sin ti en estas distancias
y mis ojos sin esbozar tu imagen;
tu voz sin recorrer mi calma,
mi nombre en el silencio sin tus labios.
Mirar que sesenta minutos tardos
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en una insondable hora caben
cual una fría lluvia contenida
en una cálida y triste lágrima.
¿Quién si no yo lo diría?
Ahora lo creo: te extraño.
16 | P á g i n a
Jorge Mantilla Gutiérrez
Presentación del libro:
“Hombre nuevo, mundo antiguo. Felipe Carrillo Puerto” (2012), 26 de abril
Imagen sagrada
(a propósito de la presentación del libro)
Nunca lejos de ti para que esta pluma valga
por lo menos una parte de tu sencillez extrema
nunca lejos de tu agobiado día tan anónimo
y difícil
nunca lejos de ti aunque se caiga el mundo
y tú sigas pepenando los pedazos
nunca lejos de ti para que te tomes el tiempo
de escucharme y me brindes este aplauso
P á g i n a | 17
como un pedazo de oro, como una estrella
que me tiras para ver si la recojo y le canto
para ver si puedo que no pases desapercibida.
Pequeño milagro que ilumina.
18 | P á g i n a
Lourdes Cabrera Ruiz
gravitálamo
(fragmento)
señor las cosas que me esperan me pasan bajo tierra
es el final que no se detiene. así puede ser el mal de los vivos albert balasch
la ley de gravedad del espíritu es el cielo
v.s.a. juan víctor mejías
1
me nacen fiebres
de los pasos
al sur
de toda alquimia
éste
el otro
y el mismo que me pierde
sangre de lagartija manan
el principio
qué sabes de tu pie sobre la urdimbre
de tejer por destejer el sinsentido
tiemblo como las tristes gotas del sereno
que al nublar mi vista no dejan voz para el destino
el cortejo de la médula espinal
es refugio de sabios
mas no se diga perú
si nunca el tíbet
P á g i n a | 19
8
para qué resanar las grietas de la alcoba
otro que cante de las hebreas rosas
los lirios del amado
no dispute la corona de carburo
su balbuceo de estroncio radioactivo
cítaras al reino
al ser de los despojos
cítaras al ser de certeza ondulatoria
abran mi alcoba de náusea
que no destruya dos veces
el mismo trono
fui prisión
y servidumbre
acaso nunca sabré conducirme
20 | P á g i n a
13
a la puerta del cortejo me reduzco
y qué tálamo de sueño desperdicio
bilis tan solo encierro
cuando dices
“dichoso aquel que no asiste a reuniones de
[malvados”
lame las costras
de mis oídos
que te escuche cerrar el tiempo
traza con tu labio constelaciones
el desierto repose en mi cráneo
como una fronda estática
oh belleza de agonía
mar que rodea el sitio del encuentro
mar de urdimbre que ensancha la miseria
mar de gris insoportable
mar como estertor de aliento entrecortado
mar de voces que apagadamente crujen
y se anclan
en el tedio
mar que sin embargo
P á g i n a | 21
mar para los hombros reflexivos
mar de discursos que abandona la palabra
arrepentimiento
a punto de abrirse
desde cualquier garganta
cesa de verter en la llaga esta sal
por dónde esperas que te pudra
22 | P á g i n a
María Teresa Munguía
Adentro mío
Soy más allá de mi conciencia…
la interpreto cuando desfallezco
en el intento de la rutinaria huida.
Contigo me encuentro a mí misma
me debilito cara obscura
blanco y negro de mi eco.
Admiro, disfruto tu sensualidad acento
solo espejo de este rasgado día
que viene siendo adentro mío.
Soy en ti antes de verme ahí misma
eres esa parte de mí, que no acierto a develar
en la callada introspectiva.
1 de Octubre, 2000
Algo más
Soy más que cuerpo,
soy más que vientre
soy más que sombra
…de tu sombra.
P á g i n a | 23
Besos
Los besos que te envío
llevan su aliento,
algunos llevan la x otros la z,
a veces no los mando, y sin embargo llegan,
otras veces no llegan, se abandonan al viento.
Los besos con x
son besos exentos,
besos de la Xtabay nocturna
que atraviesa su sabia por la ceiba
electrizándote tierra, suelo y cielo
X besos dados
que en la distancia
trastocan tu recuerdo
y me permiten decirte
¡me excita sentir tu cuerpo!
Besos que te doy
en el extremo rincón
de esta extraña existencia
donde habita tu amor,
reflexionando quién soy en la exploración del beso.
Los besos con z
quizá son como el viento
alrededor tuyo van
te tocan, te acarician, se entrometen,
se filtran por tus poros sin que sientas.
24 | P á g i n a
Son besos de dulzura
que llevan siempre en ellos
un toque de ternura,
se instalan, te acarician, te descubren
la suavidad punzante de tu sexo.
Son besos con zozobra
que viajan con la luz
en el azar posible del encuentro
y llevan en su intención
el zigzagueo azul
… la esperanza.
P á g i n a | 25
NARRATIVA
26 | P á g i n a
Cristina Leirana
Otra foto movida
Homenaje a Julio Cortázar
Una mujer intenta prender la luz, y al estirar la
mano para encender la lámpara lo que oprime es el
timbre del despertador. Ella se sorprende; empieza a
pensar que si en lugar de la lámpara encuentra el
reloj, sería muy vergonzoso que lo hubiera confun-
dido todo; a lo mejor, si activó el reloj en vez de la
lámpara, pudo suceder que ella se hubiese desvestido
en la biblioteca, y dictara clase en el cuarto de baño,
y besase al chofer al bajarse del taxi, y le pagara a su
propio marido; tal vez firmó el recibo del gas, y
metió al cesto de la basura el acta que debía firmar; y
arrulló a los miembros del consejo y a sus hijos les
leyó el informe, y se encuentra en camisón dur-
miendo en un auditorio. Así es que esta mujer se
angustia terriblemente y se incorpora, trata de
reconocer el lugar, pero está todo en desorden: lo
que ve es una pila de libros cubierta por una sábana,
y sus temores se confirman y estalla en llanto, cae de
rodillas y junta las manos no sabe para qué. Su
marido se levanta a tranquilizarla, y también sus
hijos, pero pasan horas antes de que ella salga de su
escepticismo, y acepte regresar a la cama que mira y
examina antes de acostarse, no vaya a ser que en vez
de una cama sea un aparador de tienda o la tarima de
un teatro.
P á g i n a | 27
A orillas de la vía
I
Nuestra casa a la orilla de la vía nos deja ver cuando
son lanzadas las mujeres, la práctica nos enseñó a
distinguir las vivas de las que ya han fallecido. Son
tantas, que de los cuerpos no nos ocupamos, pero al
menor indicio de aliento las tomamos, les damos el
calor de nuestra cama, y como no tenemos más
espacio, también el de nuestro cuerpo. Frijoles y
huevo, pero comemos tres veces al día. Cuando
recuperan la salud, siguen su trayecto para el Norte,
remontando el tren. Conocen el riesgo, no estaremos
con ellas para ayudarlas, pero quizá alguien más.
En una ocasión recogimos a mi prima, la menor.
Estábamos distanciadas, casi se deja ella morir.
Cómo no iba ayudarla, si fuimos como hermanas.
Recogí su cuerpo frío, besé sus párpados, le dimos
caldos calientes. Recuperó su sonrisa. Desistió de
irse a Gringolandia. Se queda para ayudarnos a
encontrar a las caídas.
II
Avanzamos junto al tren evitando los objetos que
desde él son arrojados. Continuamos nuestra marcha
sin interponernos con la suya, contentos de buscar
nuestro destino.
Algo más pesado cae, lo esquivamos, seguimos reco-
rriendo esta parte de la ciudad. No nos gusta, pero
somos útiles aquí.
28 | P á g i n a
Enrique nos alcanza, con sus ojos achinados por la
burla, con una media risa explica que por causa
nuestra ha caído Silvia en las vías y el tren la ha
atropellado. Tras cerciorarse que nos invade la culpa
se aleja de nosotros, de Silvia y, como siempre, sólo
se ocupa de sí mismo.
Regresamos para auxiliar a Silvia, está viva. Yo
cuido que ningún otro vehículo la vuelva a
atropellar; Nuño afloja los durmientes y el tramo del
riel que atrapan a la accidentada. Ya libre, la abrazo,
suplico entre los curiosos que alguien nos suba a su
coche y nos lleve a una clínica. De uno en uno se
niegan. Me cuelgo del crucifijo que pende del cuello
de una de las presentes y la interpelo: –mañana
confiese usted que por su culpa, por negar el auxilio,
murió mi amiga. La anciana cae, hincándose, me
arrebata la cruz, llora agarrándola, sin descolgársela.
Cargué el estropicio que era el cuerpo de mi amiga y
atravesé la calle junto a muchas personas que me
miraban; ninguna ofreció ayuda. Un coche frena
junto a mí, es Nuño, que me ataja: ha arrebatado un
coche a uno de los mirones y sabe dónde hay un
hospital.
P á g i n a | 29
La luz y sus milagros
Laura encuentra su desnudez en el espejo, descubre
que la luz de esa mañana es distinta, tal vez la
contagió ese hombre que mira todo con ojos nuevos;
ella siente cómo irradia la belleza de su propio
cuerpo. Presa del milagro, decide compartir la vida
entera con el hombre cuyo cuerpo resplandece y
vuelve luminosa a la mujer amada.
Él se ha metido al baño. Laura quiere sorprenderlo
con un desayuno para dos, algo que prolongue el
paraíso...
Le ha preguntado varias veces qué le gustaría
comer, no obtiene respuesta; se acerca un poco,
insiste: él dice que no escucha.
Ella camina hacia el baño. Nunca le había parecido
tan largo ese pasillo; por más que intenta, no logra
acelerar la cadencia de sus pies.
Llega; reprime un grito al hallar, donde debería
estar su amante, a un viejo que se afeita. Él sonríe, le
habla como si la conociera desde siempre.
El pulso de Laura se acelera aún más cuando al
mirar de frente encuentra a una anciana parecida a sí
misma, que a su vez la examina con ojos dilatados.
30 | P á g i n a
Dolores Almazán
Cristal
Cerró el libro casi bruscamente, dejando caer la
cabeza sobre el respaldo del asiento, y su mirada se
topó de nuevo con las nubes; aquel viaje en avión se
le había hecho verdaderamente interminable. Se
negaba a aceptar la realidad en la que se encontraba
envuelta, después de tanto tiempo, tantos esfuerzos
y sacrificios, no había logrado nada, y ahora,
regresaba al pueblo del que había salido hacía como
cinco años llena de esperanzas e ilusiones, con un
futuro casi perfecto, brillante como el cristal -sin
pensar en la fragilidad de que éste está formado-; por
eso, cuando el cristal se estrelló contra ella se hizo
añicos y le dejó profundas heridas. La sacó de su
desilusión la aeromoza al ofrecerle una bebida, pidió
una copa de coñac, y al acercársela a los labios, lo
recordó. Después de algunas semanas de tratarlo
superficialmente, habían salido a cenar, al terminar
la espléndida comida, él pidió dos copas de coñac,
ella se había rehusado, pues no estaba acostumbrada
a las bebidas fuertes, pero él insistió y ella acabó,
como siempre, por aceptar. Le parecía estar viendo
su mirada traviesa, su sonrisa permanentemente
dibujada en el rostro, sus manos fuertes que la
habían hecho estremecer tantas veces; al igual que
su violencia, su agresividad, la terquedad y lo
impositivo de su carácter. De nuevo volvió a la
realidad, el capitán anunciaba el descenso de la nave,
guardó el libro en su bolso de mano y se sujetó el
P á g i n a | 31
cinturón de seguridad, apuró el coñac de un solo
trago y le devolvió la copa a la señorita, sonriendo
en su interior. Tuvo la intención de sacar el espejo y
el peine para arreglarse un poco, pero después
desistió, ¡qué importaba ya!
En la sala de espera encontró a Pilar, su amiga de
tantos años, quien la abrazó tan tiernamente, que
tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por no llorar.
Recogieron la maleta, y salieron tomadas del brazo;
al cruzar la puerta un aire frío le dio en la cara, y la
frialdad le llegó hasta lo más profundo del alma.
Subieron al automóvil y emprendieron la marcha
hacia el pueblo; anochecía, el cielo estaba dibujado de
un raro color violeta, con algunas nubes pequeñas
que parecían lunares grises en aquel inmenso manto.
Al rodear la pequeña villa turística, se encontraron
en la carretera costera, el mar estaba tranquilo, la
espuma blanca destacaba en aquella incipiente
oscuridad. Después de quince minutos de viaje, vio
las luces encendidas del pueblo y sintió que un nudo
se le formaba en la garganta. Durante el trayecto
casi no habían hablado. Pilar lo sabía todo, estar con
ella era como estar consigo misma, no hacía falta
hablar, aclarar, ni explicar nada; además, ya estaba
todo hecho, y ni el tiempo ni las acciones pasadas
podían cambiarse; aunque el cambio lo habrían
preferido otros, no ella, no se arrepentía de nada, y
en su interior se sentía verdaderamente libre, sin
esperanzas, sin futuro, sin ilusiones, pero libre.
Pilar estacionó el coche frente al enorme edificio
blanco, con la escalera de mármol y las largas y
32 | P á g i n a
estrechas ventanas llenas de gruesos barrotes; cruza-
ron el vestíbulo y entregó la carta a la señorita que
se encontraba en él, ésta le sonrió y les pidió que
esperasen, al cabo de un rato regresó y les indicó el
pasillo que conducía a las escaleras. Todo allí era
blanco, el piso, las paredes, la ropa que usaban
hombres y mujeres; parecía que intentaran limpiar
con esa apariencia el interior de cada objeto y de
cada persona. Al llegar a su habitación le dio las
gracias a Pilar y se despidieron con un beso; había
prometido visitarla, ella sabía que cumpliría su
promesa. Cerró la puerta y observó su nueva recá-
mara, era pequeña, nuevamente todo era blanco,
depositó la maleta en el suelo y recogió la bata
blanca que le aguardaba sobre la cama.
La señorita que había recogido la carta, inscribía los
datos en el libro: Sandra González, 29 años, casada,
de profesión psicóloga, sin antecedentes familiares,
su estancia se calculaba en veinte años, debía tratár-
sele con paciencia y extremos cuidados, no podía
usar objetos de cristal. Al terminar de escribir, cerró
el libro y tomó de nuevo el periódico, continuó
leyendo la escalofriante historia de aquella joven
psicóloga que había matado a cada uno de sus
pacientes y a su difunto marido con pedazos de copas
de cristal.
P á g i n a | 33
Lilia Fernández Souza
La niña que tejía mantas de luz de luna
Había una vez una niña que tejía mantas de luz de
luna. Elena se llamaba, y vivía con unos parientes
lejanos de su madre porque ésta había cruzado la
frontera hacía ya varios años. Los parientes lejanos
de su madre no eran particularmente malas per-
sonas, a menos que se considere en esa categoría a
gente que ignora a propósito y por completo los
sentimientos, opiniones y preguntas de los peque-
ños; consecuentemente, Elena era una niña bastante
solitaria.
La gente es hábil para muy diversas cosas: algunas
personas son maravillosas cocineras; existen indivi-
duos que hacen de la plomería un arte o de la pintura
un milagro, pero Elena no contaba con ninguna de
esas aptitudes. Lo único que ella sabía hacer era
mantas de luz de luna.
Esta extraña habilidad la descubrió la niña una
noche en que intentando dormir, sintió que algo le
picaba en la punta de la nariz; se sacudió y acomodó
de nuevo, pero una vez más, algo como un hilillo le
rozó la mejilla. Creyendo que se trataría de algún
bicho, Elena se incorporó a toda prisa y con el
corazón latiendo rápidamente, no vio nada, al prin-
cipio. Entonces, prestando atención, observó que una
delgada hebra parecía colgar, en rara línea diagonal,
de la ventana. Se acercó con pasos leves y descubrió
34 | P á g i n a
que era un delicado hilo de luz de luna; lo tomó
entre el índice y el pulgar y tiró de él con suavidad.
El hilo opuso una resistencia tenue pero firme y, en
vez de forzarlo y jalar, Elena decidió seguirlo.
La niña salió por la ventana y caminó sin zapatos
sobre la yerba fresca y húmeda. Caminó y caminó,
muchas horas caminó; salió del pueblo y entró al
monte, siguió y siguió la hebra de luz de luna. Al
cabo del tiempo descubrió que tenía en las manos
una madeja de tamaño considerable, que se des-
prendió de la luna con suavidad, y decidió regresar a
casa. Entró de nuevo por la ventana, ya de madru-
gada, y escondió la madeja en una caja de zapatos
bien cerrada, que luego colocó bajo la cama para que
su brillantez no la delatara. Se acostó otra vez,
decidida a aprovechar las últimas horas de sueño,
preguntándose qué uso podía dársele a una madeja
de luz de luna de semejante tamaño.
Así fue como aprendió a tejer. Primero experimentó
lo que le habían enseñado en la escuela, manio-
brando torpemente con una sola aguja; pero poco a
poco, fue entrenándose y perfeccionando la técnica,
regularizando los puntos y afinando los bordes. Al
cabo de un tiempo, Elena tejía mantas de luz de luna
como un hada de las que aparecen en los cuentos
antiguos. Porque para trabajar la luz de luna se
necesitan varias cualidades, además de la habilidad
manual, la más importante de ellas es el poder
reconocer los distintos tipos de rayos de luz. Están,
primero, los rayos lunares de noches despejadas,
nítidos, brillantísimos y parejitos. Luego están los
P á g i n a | 35
rayos pasados por agua, que se obtienen cuando a la
luna la rodea un halo; éstos son un poco más pálidos,
pero de una suavidad que no se tiene en ningún otro
rayo, y hacen mantas frescas y confortables. Están
también los rayos que atraviesan las frondas de los
árboles, teñidos aquí y allá de motas oscuras de
sombra. Una vez, incluso, Elena pudo obtener un
rayo largo y sinuoso, tomado del reflejo de la luna
en el mar, que tejió casi con reverencia; la manta re-
sultante era de una flexibilidad fría y perfecta, de
color plateado con tonalidades tornasoladas de azul
oscuro y amarillo pálido.
Un día, una vecina descubrió a Elena tejiendo una de
sus mantas. La vecina se lo contó a sus hermanas,
éstas a sus maridos, y éstos a sus familias enteras; al
cabo de pocos días, un ejército de curiosos rodeaba a
la niña. Los parientes lejanos de su madre, como
jamás le prestaban atención, no habían reparado en
la maravillosa habilidad de Elena, se sorprendieron
mucho de que tantas personas se acercaran con
interés a su casa. A alguno de ellos se le ocurrió
comenzar a cobrar por ver a la niña tejiendo con sus
hilos celestes, y en unas cuantas semanas llenaron
varios frascos con monedas y algunos billetes. Elena
se sentía muy feliz porque, aunque el dinero nunca
era para ella, los parientes lejanos le hablaban con
más frecuencia y amabilidad, e incluso, a veces
escuchaban sus respuestas.
Pero un buen día, en vez de las cien personas de
siempre, llegaron sólo ochenta, y luego cincuenta, y
luego diez, hasta que ya a nadie le interesó ver a una
36 | P á g i n a
niña cuya única gracia era tejer mantas de luz de
luna. Sin duda este desinterés puede parecer un
fenómeno extrañísimo, pero es fácil comprenderlo
cuando se reflexiona sobre cuánta gente no se
interesa por el número de colores de las puestas de
sol o por la perfección del diseño de una tela de
araña.
El caso es que Elena se vio sola otra vez. Y peor que
antes, ya que los parientes lejanos de su madre
empezaron a mirarla con desdén porque ya no
contribuía con dinero para la casa. Elena, entonces,
se sentó a un lado de la puerta de la casa, escondió la
cabeza entre las rodillas y rompió a llorar. Lloró y
lloró y lloró; los parientes lejanos probablemente ni
siquiera se percataron, porque ninguno de ellos vino
a consolarla. Así que ella lloró sin parar, siete días
con sus noches, hasta que a su alrededor se formó un
pequeño charco que fue creciendo hasta que empezó
a escurrir y a correr en riachuelos por la pendiente
de la calle.
Elena, exhausta de tanto llorar, no notó que un niño
se acercaba a ella. Y menos se había dado cuenta de
que el niño venía, desde dos calles atrás, recogiendo
en un frasquito muchas de las lágrimas que resba-
laban por los arroyuelos.
–¿Estas lágrimas son tuyas?– preguntó el niño a
Elena. Ella lo miró con ojos enrojecidos, extrañada
de que alguien le hablara y, más aún, de que alguien
hubiera recogido su llanto en un frasco.
P á g i n a | 37
–Pues sí –respondió Elena– ¿Quién eres tú? ¿Y qué
haces con esas lágrimas?
–Me llamo Manuel. Hago collares con cuentas de
agua. Mira, te voy a mostrar.
Manuel abrió un cofrecito que llevaba en un bolsillo,
sacó de él sartales de cuentas de agua y algunos
collares terminados. Elena se maravilló porque eran
realmente bellísimos. Manuel le explicó: había
cuentas de agua de lluvia, de mar profundo, de ríos
helados, de arroyos lodosos, incluso de charcos de
calles grises, y por eso los collares eran tan variados,
o transparentes como el hielo, o turbios y miste-
riosos, o azules y delicados.
–¡Qué bonitos! Yo sólo sé hacer mantas de luz de
luna– dijo Elena con timidez y tristeza, ya conven-
cida de que su talento no le interesaba a nadie en
absoluto.
–¿En serio? –preguntó Manuel, impresionado– ¡A
ver una!
Elena entró a su casa y trajo para el niño la manta
que le parecía más bonita, una que había tejido con el
primer rayo que encontró, y que estaba teñida lige-
ramente de verde monte. Los ojos de Manuel bri-
llaron de admiración. Nunca en su vida, le dijo a
Elena, había visto algo tan bello, tan delicado, y tan
perfecto. Elena se sonrojó, toda confusa, inmensa-
mente feliz por primera vez en su vida.
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–Tengo una idea –dijo Manuel– Hagamos un
trabajo entre los dos: una manta de luz de luna
bordada con cuentas de agua. Elena aceptó encan-
tada; buscó entre sus madejas la que le pareció más
hermosa, y puso manos a la obra; mientras Manuel
seleccionaba, una por una, cuentas tomadas del hielo
de las cumbres y de la lluvia de la playa.
Como aquella manta, nadie, nunca, ha visto otra: si
uno piensa en una tela de hilos de plata bordada de
perlas y diamantes perfectos aún estará muy lejos de
imaginar el prodigio que salió de las manos de los
niños.
–Ahora sube –dijo Manuel a Elena, colocando la
manta delicadamente sobre el suelo. La niña se sentó
en un extremo y Manuel en el otro, y ambos
emprendieron el vuelo hacia las nubes.
Los parientes lejanos de la madre de Elena nunca más supieron de ella. Algunos vecinos dicen, sin embargo, que aún puede vérsele de vez en cuando surcando el cielo con otro niño, especialmente aquellas noches en que la luna llena juega al escondite entre las profundas nubes oscuras car-gadas de lluvia torrencial.
P á g i n a | 39
Rocío Cortés Campos
Macaria y la onomástica
Su nombre completo era Macaria Ramírez Gutié-
rrez, pero le gustaba agregarle el apellido de casada
no sólo para presumir su estado civil, sino porque
pensaba que “de Castro” le daba cierto glamour. Sin
embargo, como odiaba su único nombre de pila,
Macaria ejecutó tremendo alboroto ante el Registro
Civil para modificarlo por el de Brigitte Elizabeth,
de tal manera que después de casada y re-registrada,
ya no tenía nombre de mexicana, sino de pocha,
chicana o exiliada cubana: Brigitte Elizabeth
Ramírez Gutiérrez de Castro. No obstante, como era
de ojos muy redondos y de piel muy oscura, sus
amigos y parientes le decían La Negra.
Pues bien, la controvertida morena se casó cuando
tenía ya cerca de treinta años, y ya muy embarazada.
A los dos meses de la boda nació su primogénito, un
varoncito de pigmentación tan tostada como la de
sus padres (pues el esposo también era muy
moreno), a quien luego de pensarlo mucho y de
consultar aproximadamente veinticinco libros sobre
los nombres y sus significados, terminó por llamar
Amadís Alfredo (el primero porque así se llamaba el
abuelo de La Negra, y el segundo por José Alfredo
Jiménez). Así, ya de corrido, el niño se llamaba
Amadís Alfredo Castro Ramírez. Brigitte estuvo más
que feliz y orgullosa el día del bautizo, cuando el
sacerdote pronunció, ante todos los feligreses, tan
40 | P á g i n a
refinado, exquisito y original nombre.
Desgraciadamente para Brigitte Elizabeth, alias La
Negra, su esposo no estaba muy contento con el
nombre que ella se entercó en ponerle al niño, y cada
vez que llegaba algo pasado de copas, que era cada
semana, el marido jamás dejaba de reprocharle que
no lo hubiera llamado como a él, y que hubiera roto
con la costumbre familiar de los primogénitos
Edilberto Castro I, Edilberto Castro II y Edilberto
Castro III: su hijo sería Edilberto Castro IV. Pero a
La Negra no le gustaba para nada la idea de
estropear semejante conjugación de apellidos con un
nombre que a ella le parecía tan feo y vulgar. Sin
embargo, inteligente como era, y ante la insistencia
de su esposo, Brigitte Elizabeth le propuso un
negocio: iban a tener otro retoño y éste debía
comenzar una nueva y glamorosa dinastía de
nombres. El niño, porque ambos juraron que iban a
tener un hijo varón, se llamaría Octaviano Edilberto
Castro I, prolongando así no sólo el nombre, sino
también el apellido del orgulloso Edilberto Castro
III. Luego de tres o cuatro meses de aquella conver-
sación, y de muchas tardes, noches y madrugadas
intentándolo, Brigitte ya lucía un vientre redondo y
abultado.
Estaban muy felices los padres con su Amadís
Alfredo y su futuro Octaviano Edilberto I, todavía
en proceso de fabricación, hasta que llegó el día
decisivo después de nueve largos meses de antojos
de tacos de carnitas y de morcilla. En el hospital, la
noche del nacimiento del esperado Octaviano, Bri-
P á g i n a | 41
gitte gritó más fuerte que la mujer de la habitación
de a lado hacía tres años en su luna de miel; y
maldijo un millón de veces a Edilberto III, que asus-
tado sostenía de la mano a su esposa, quien con cada
pujido emitía un nuevo insulto.
Una hora más tarde no nació Octaviano Edilberto I,
sino una preciosa y no pronosticada morenita (los
padres estaban tan seguros de que sería varón, que
cada vez que iban al ginecólogo, y practicaba el
ultrasonido, le decían al doctor que no era necesario
que les dijera el género del bebé, ellos ya lo sabían).
Aunque al principio fue un tremendo shock, la bebita
los entusiasmó tanto que parecían maracas. Ya no
les importó más la fundación de una nueva dinastía;
la nueva Castro Ramírez ocupaba toda su atención.
No obstante, luego de unos días de descanso para la
recién parida, se presentó el gran dilema: una niña
no podía llamarse Octaviana Edilberta Castro I, ya
no sólo porque resultara poco elegante, sino porque
el papá consideró imposible que una mujercita
pudiera comenzar una nueva dinastía, ya que legaría
el apellido Castro a su hijo, cuando lo tuviera, en
segundo puesto, así que llamarla Edilberta hubiera
sido un crimen inútil.
La congoja los golpeó de nuevo porque aunque
adoraban a su linda morenita, ya habían pasado casi
dos meses y se seguían refiriendo a ella como “la
nena”, porque aún no decidían cómo ponerle, y cada
vez que se sentaban a hablar de ello, terminaban
peleando, y recordando la tragedia del nombre de
42 | P á g i n a
Amadís Alfredo.
Cansada de seguir presentando a su hija como la
nena, y en una de esas insoportables noches calu-
rosas que atraviesan las recién paridas, fue que La
Negra se levantó de la cama, y se dirigió a la cocina
por un vaso con agua. Vio una pluma sobre la mesa,
y a lado un servilletero lleno. Se sentó y comenzó a
escribir sobre las servilletas de papel todos los
nombres de mujer más bonitos que hubiera oído en
su vida; los de todas las princesas, actrices, can-
tantes, parientas y amigas, hasta que a las tres de la
mañana ya tenía cinco categorías con treinta o cua-
renta nombres en cada clasificación.
Con lo poco que recordaba de la preparatoria sobre
estadísticas, hizo más de cien combinaciones, porque
de ninguna manera pensaba poner un solo nombre a
su única hija ni mucho menos tenía la menor
intención de castigarla con un nombre tan feo y
corriente como el que le impusieron a ella, y que
tantos motes y burlas le valió desde muy pequeña:
“Macaria, la secretaria”; “Macaria urticaria”, “Naca-
ria”, “Vacaria”, “Cacaria”. No, su hija iba a tener el
nombre más hermoso de todos los nombres exis-
tentes sobre la tierra; la combinación debía ser
perfecta.
Por su lista desfilaban binomios como Diana Ca-
rolina –por las dos princesas-; Scarlett Guadalupe
–por “Lo que el viento se llevó” y, porque eso sí,
Brigitte Elizabeth era muy católica–; Lucrecia Sha-
kira –le gustaba mucho, de lo que recordaba de su
P á g i n a | 43
clase de historia, la vida de los Borgia, y Shakira,
pues por ser Shakira. También se le ocurrió que
podría llamarse Odette Karenina –el primero por la
versión japonesa de la caricatura que una vez vio en
la tele de “El lago de los cisnes”, y el segundo
porque a pesar de no saber siquiera quién era León
Tolstoi, había visto la película más de veinte veces, y
pensaba que Ana y Karenina eran dos nombres
propios, y no nombre y apellido, respectivamente.
Exhausta, y con los primeros rayos del sol entrando
por la ventana de la cocina, ya había decido una
conjugación de nombres que seguramente le encan-
taría a su marido. La niña se llamaría Felipa Ro-
driga, igual que la mamá y la abuela de Edilberto. A
La Negra le pareció que la combinación, en feme-
nino, de dos nombres generalmente articulados en
masculino, evocaba cierto aire medieval, especial-
mente al combinarse con los apellidos: Felipa Ro-
driga Castro Ramírez.
Se encontraba tan eufórica después de la elección,
que apenas escuchó los presurosos golpes en la
puerta, que desde hacía buen rato llamaban con
desesperación. Era su madre.
–Macaria –porque doña Leonor seguía diciendo así
a su hija que contra la voluntad y gusto de su madre
se había cambiado el nombre-, tu abuela acaba de
fallecer, la vamos a velar hoy.
Después del sepelio, y ya tres metros bajo tierra, el
mismo día leyeron el testamento de la no adinerada,
44 | P á g i n a
pero sí acomodada muertita, que tenía algunas cosas
valiosas que durante muchos años estuvieron bajo la
atenta vigilancia de los posibles herederos. Dejaba la
casa a su hija Leonor, la tienda de abarrotes a su hijo
Godofredo, y las cuentas de los bancos, que en total
sumaban quinientos mil pesos, debían dividirse en
partes iguales entre sus cinco nietos, por lo que a
Brigitte Elizabeth le tocaba la nada despreciable
cantidad de cien mil pesos.
No obstante, una vez repartidas casi todas las
pertenencias, quedaba la más preciada posesión de la
abuela. El abogado reveló que faltaba por entregar la
cajita de joyas que la propia abuela heredó a su vez
de su madre, misma que nunca dejó a su hija Leonor
por haberse escapado a los dieciséis años con el papá
de Macaria, un joven que nunca aprobó. El depo-
sitario de las joyas fechadas a finales del siglo XIX y
principios del XX, debía ser una mujer, la más joven
de toda su descendencia, su bisnieta, pero sólo las
recibiría si cumplía con una condición: debía ser
llamada como su bisabuela.
Después de la revelación, Brigitte Elizabeth, la
madre de la bisnieta de su abuela, miró interrogante
a su esposo, quien se encogió de hombros y con un
gesto afirmativo, respondió al silencio de su esposa.
A la mañana siguiente, ante la presencia del abo-
gado, fue registrada legalmente la heredera de las
alhajas cuasi centenarias. La niña fue llamada como
lo había dispuesto su bisabuela: simplemente
Macaria.
P á g i n a | 45
FOTOGRAFÍA
46 | P á g i n a
Manuel Martín Castillo
“Mujer maya”, Tinuncah, Yucatán
P á g i n a | 47
Roxana Quiroz
“Caminito en CU”
48 | P á g i n a
“La Vecindad 1”
P á g i n a | 49
COLABORADORES
Carlos Evia Cervantes, Maestro en Ciencias Antro-
pológicas por la Universidad Autónoma de Yucatán.
Profesor de carrera de la Facultad de Ciencias
Antropológicas. Ha dictado más de noventa confe-
rencias sobre las temáticas de mitología, simbolismo,
y turismo en cenotes y cavernas, asimismo, ha publi-
cado 5 libros, 13 capítulos y 42 artículos, sobre estas
mismas temáticas.
Cristina Leirana, Maestra en Ciencias Antropo-
lógicas por la Universidad Autónoma de Yucatán.
Actualmente cursa el doctorado interdisciplinario de
Literatura y Comunicación con enfoque de Estudios
Culturales por la Universidad de Sevilla/Univer-
sidad Modelo. Desde el 2001 se desempeña como
Profesora- Investigadora de la Facultad de Ciencias
Antropológicas de la UADY.
Dolores Almazán, Doctora en Humanidades por la
Universidad Carlos lll de Madrid. Profesora-
Investigadora Titular de la Facultad de Ciencias
Antropológicas de la Universidad Autónoma de
Yucatán. Directora Editorial de la Revista Temas
Antropológicos. Autora de Lecturas, columna sema-
nal en la sección de opinión El poder de la pluma del
periódico Milenio Novedades.
Gonzalo Rosado García, Maestro en Español por
la Escuela Normal Superior de Yucatán (ENSY).
Profesor de la Facultad de Ciencias Antropológicas
50 | P á g i n a
y de la Maestría en Español de la ENSY. Ha publi-
cado en periódicos, revistas culturales y literarias.
Jorge Mantilla Gutiérrez, Maestro en Etno-
historia por la Universidad Autónoma de Yucatán.
Profesor de carrera en la Facultad de Ciencias
Antropológicas. Nació en Colombia, naturalizado
mexicano. Recibió el Premio Estatal de Ensayo con
la obra Origen de la imprenta y el periodismo en
Yucatán: en el contexto de la lucha de la independencia, y
el Premio Nacional de Ensayo. Su más reciente
publicación es Hombre nuevo, mundo antiguó. Felipe
Carrillo Puerto" (2012, SEP). Asimismo, cuenta con
varias publicaciones de obra poética.
Lilia Fernández Souza, Doctora en Estudios
Mesoamericanos por la Universidad de Hamburgo.
Profesora-Investigadora de la Facultad de Ciencias
Antropológicas de la Universidad Autónoma de
Yucatán. Sus líneas de investigación son la arqueo-
logía de grupos domésticos y la ritualidad en el área
maya yucateca.
Lourdes Cabrera Ruiz, Maestra en Español por la
Escuela Normal Superior de Yucatán (ENSY).
Profesora de la Facultad de Ciencias Antropológicas
de la Universidad Autónoma de Yucatán. Poeta,
maestra tallerista y promotora cultural. Ha publi-
cado dos plaquettes de poesía y el libro Cantar de los
principios y otros poemas (2011).
Manuel Martín Castillo, Doctor en Antropología
Social por la Universidad de Granada/Universidad
P á g i n a | 51
Veracruzana. Profesor-Investigador y Coordinador
de la licenciatura en Historia de la Universidad
Autónoma de Yucatán.
María Teresa Munguía, Maestra en Estudios
Regionales en Medio Ambiente y Desarrollo por la
Universidad Iberoamericana Golfo – Centro. Profe-
sora de carrera en la Facultad de Ciencias Antropo-
lógicas. Premio Nacional de Protección Civil 2011.
Rocío Cortés Campos, Maestra en Ciencias Antro-
pológicas por la Universidad Autónoma de Yucatán.
Profesora-Investigadora de la Facultad de Ciencias
Antropológicas de la UADY. En 1998 trabajó como
reportera del periódico Por Esto!, y del 2000 al 2003
fue correctora del periódico El Mundo al Día.
Roxana Quiroz, Maestra en Ciencias Antropo-
lógicas por la Universidad Autónoma de Yucatán.
Estudiante del Doctorado en Ciencias y Huma-
nidades para el Desarrollo Interdisciplinario de la
Universidad Autónoma de Coahuila-Universidad
Autónoma de México. Profesora-Investigadora de la
Facultad de Ciencias Antropológicas de la UADY.
52 | P á g i n a
ÍNDICE
3|Presentación
4 |Iteraciones: el recuento de la historia
10 |Poesía
11 |Carlos Evia Cervantes
13 |Gonzalo Rosado García
16 |Jorge Mantilla Gutiérrez
18 |Lourdes Cabrera Ruiz
22 |María Teresa Munguía
25 |Narrativa
26 |Cristina Leirana
30 |Dolores Almazán
33 |Lilia Fernández Souza
39 |Rocío Cortés Campos
45 |Fotografía
46 |Manuel Martín Castillo
47 |Roxana Quiroz
49 |Colaboradores
Esta obra se terminó de imprimir
con un tiraje de 100 ejemplares
en octubre de 2012, en Impresos
PROAR S.A. de C.V., calle 31
número 213 por 20 y 22,
colonia México Oriente,
Mérida, Yucatán.
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