Xavier Velasco - Cecilia

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Xavier Velasco

Cecilia

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ÍNDICE

I. Antes de ella fui un santo

II. Bañado por su luz

III. Salimos cobijados por la noche

IV. Paré en una estación

V. Quedamos en silencio

VI. Amanecí fumando

VII. Llegaron de la mar

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They’re writing songs of love,

but not for me.

—Ira Gershwin

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Hay en la playa una mujer, bikini verde fosforescente, cuyas palmas avanzan aceitando sus piernas. Es una mujer joven: largos cabellos negros y la turbia belleza del arrepentimiento. Sentado junto a ella veo a un hombre: pelo chino entrecano, gafas negras, robusto. El hombre fuma, observa en torno suyo. La mujer le susurra algo al oído. Nos hemos visto antes, nos conocemos bien, sé lo que buscan. Lo pavoroso es: me han encontrado.

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I

Antes de ella fui un santo. Nunca me sentí atraído por todos esos placeres que hacen de un hombre un hombre. Tal vez por eso puedo decir ahora que hice lo suficiente para que un día los hombres me considerasen más bueno que ellos, más beato que ellos y, en la última instancia, mejor dispuesto que ellos a acceder a los cielos del martirio y entonces, sólo entonces, alcanzar una aureola que me hiciese inmortal.

Llegó rodeada de flores, una mañana de junio. Cuentan que fue siempre la dueña, la reina inmaculada, la sola soberana de esas tierras tristes. Pero una noche llegaron los hombres a robarla, prendados de sus ojos de dolor. La clase de dolor que sobrevive a la muerte. Después pasaron años, alguien descubrió a los ladrones y una muchedumbre los crucificó en las puertas del camposanto. A diferencia de mí, que llegué sin que nadie lanzara un clavel, a ella la llevaron de regreso rodeada de alcatraces y alabanzas. Recuerdo a una mujer, la madre del muchacho que morirá en la cárcel por sostener los clavos de

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la crucifixión, gritando entre la turba: Nadie que te mancille podrá nunca salir del Infierno, Reina Nuestra.

Sus ojos, vi sus ojos, como quién ha pasado siete siglos perdido en el desierto y una noche sus plantas jubilosas son besadas por las pequeñas olas de una mar somnolienta. Ojos nocturnos, habitantes eternos del martirio, desierto azul marino donde las lunas se sumergen a llorar en secreto. Los hombres, otros hombres, siempre los hombres, la subieron a un nicho, la cubrieron de flores y cantaron sin tregua. Cuando sus rostros desaparecieron en la sombra, un ejército blanco de mujeres fervientes llevó las flamas vivas de tres mil veladoras. Ignorantes, idólatras, ciegos pobres de espíritu: no alcanzaba su devoción para mirar que la sola llama de esos ojos divinos alumbra lo visible y lo invisible, y al mismo Reino de las Tinieblas llenaría de luz.

Pero ellos qué podrían saber. Era sin duda yo quien viviría, por causa de esos ojos, un ardor que jamás imaginé. Supe entonces por qué habitaba un rincón, por qué jamás tuve una veladora, tampoco una alcancía ni un milagro de bronce. Pobre santo es aquél que no sabe sufrir.

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Mas nadie en mi lugar lo hubiese resistido. El mismo Cristo la miraba con dolor desde Su muerte. Y Ella, que no miraba sino al Cielo, y que no conocía más sabor que el de sus propias lágrimas ni más bálsamo que su sangre derramada, permanecía lejos, más allá de nuestras pobres adoraciones: las de los hombres, las de los santos, el amor mismo de Jesús Sacramentado.

Era de madrugada y los fieles partieron. Al cerrarse las puertas, los habitantes del templo fuimos descendiendo. Sólo dos santos cuerpos siguieron en sus nichos, sin moverse: Jesús el Cristo y Ella. Caminamos callados, con la vista en el piso. Todos allí la habían conocido menos yo. Pedro llegó primero, besó sus pies, secó una lágrima en su túnica. Luego fue Sebastián, después María, Juan, José, Martín, Gabriel, Judas Tadeo y María de Magdala. Caminé en dirección de esos pies tan besados, sin atreverme a levantar la vista hacia unos ojos que, seguro estaba, quemarían los míos. Cuando intenté acercar mis labios a sus plantas, mis corvas se tornaron cisnes muertos, degollados por ella en Santo Sacrificio. No sé quién me

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detuvo, quién impidió a mi cuerpo derrumbarse hasta el suelo, pero tengo un recuerdo: la imagen turbia de María de Magdala, ofreciéndome vino. No quería beber nada, no quería decir nada, no quería saber nada, cubierto como estaba del temor de morir sin pronunciar su nombre: Cecilia.

Los santos nunca mueren, yo lo sé, pero desde esa noche perdí toda certeza sobre una santidad que ya no merecía. Preso de la Parroquia de Santa Cecilia Virgen, casi oculto en un nicho que nadie visitaba, me pregunté qué pasaría cuando llegase un santo, cualquiera con más méritos que yo, a ocupar mí lugar. ¿Me encerrarían en la sacristía? ¿Me enviarían a otro templo? ¿Me vendería el cura?

En cierto oscuro libro está escrito que yo morí en la hoguera, sin decir una palabra ni derramar una lágrima. Mas el cronista ignora que los hombres prendieron fuego a un muerto, pues mi alma se elevaba hacia los cielos cuando apenas atábanme al madero. Sí, padecí torturas, pero millones de hombres las han sufrido en vida sin por ello ocupar el más modesto altar. “El Santo que no llora”, me llamaron los hombres. Ninguno supo imaginarme solo, sollozando en

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secreto, en espera del día en que los hombres me llevarían lejos de esa iglesia, de sus pies, de sus ojos, de sus manos. Aún no era capaz de tocar su pura túnica, más ya sabía, para mi perdición y mi condena, que Cecilia también era mujer.

¡Qué fácil morir casto cuando no se ha mirado a una mujer como ella! Pensamiento y palabra sólo existen para alabar al Padre y a Su Gloria, y no se es más un hombre. Acaso un ser sin cuerpo, un alma que desdeña su materia. Viene entonces el Cielo, el premio prometido y yo, un espíritu puro, soy devuelto hacia el mundo como cuerpo. Jamás lo había pensado, pero unos días después de su santa llegada descubrí, atormentado por la culpa y la vergüenza, que yo tenía un cuerpo. Y aún peor: que mi cuerpo, pese a la voluntad que un día me hizo santo, sabía manifestarse por sí mismo.

Creo que nadie sospechó. (Aunque, bien visto, no estoy ya en posición de creer nada.) Mi alejamiento de la santa, esa distancia que ni mi cuerpo ni mi espíritu se mostraron capaces de romper, era, visto por ellos, un signo de respeto. Sólo Jesús el Cristo, Nazareno, hijo del Padre

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Eterno, podía ver mis pensamientos y mis dudas. Bajo los ojos quietos de un Salvador callado, no supe ya ocuparme más que en mis dos afanes: implorar el perdón del Redentor y contemplar la imagen de Santa Cecilia.

La miraba desde mi obscuridad —no había una veladora que alumbrase mis gestos—, con ese raro aplomo de quien nunca es mirado. Jamás había vuelto a bajar de mi nicho. Cuando los otros acudían a besar sus pies, arrodillábame en señal del más alto respeto. Fue una de esas noches que, aterrado, volví a desvanecerme. Jamás fui digno de mi vida, tampoco de mi muerte ni de mi santidad, pero incluso si hubiese sido apóstol, el más santo y más casto de los doce, me habría desmayado igual. Era cierto, lo vi, fui yo el testigo: mientras los otros hacían fila para ofrendar un ósculo a sus pies, la santa me miró.

Me levantaron entre sangre. Fue necesaria la oración de todos para que mis heridas sanasen antes del amanecer. En qué momento sus hermosos ojos descendieron del cielo para posarse en mí, es cosa que no sé. Pero esa noche, mientras María de Magdala limpiaba la

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sangre de mi cuerpo tendido sobre el altar del Hijo de Dios, esos sus ojos quedaron para siempre clavados en los míos y yo no pude ya vivir sino para esperar, pavorecido y vehemente, una mirada más de Santa Cecilia.

Adolorido, en un desasosiego que ató mi vista al suelo, pasé el siguiente día orando a Dios. No imploraba el perdón sino, supremo atrevimiento, el favor de la santa. Los pecadores siempre rezamos por obtener aquello de lo que somos indignos.

Mis plegarias duraron varios días y noches. En ellas busqué la fortaleza y la fe que jamás tuve. Fuerza para poder mirar su rostro; fe en que sus ojos volverían al mío.

La mañana en que llegaron los hombres con sus escaleras yo todavía rezaba. No era la primera vez que, guiados por su devoción hacia la santa, los hombres ofrecían su trabajo al sacerdote. El templo se cerró y los hombres bajaron, uno por uno y con querúbico cuidado, los cuerpos de los santos. Los llevaron a todos, cargaron con el mismo Jesucristo, pero a Santa Cecilia la dejaron intacta. Ninguno de ellos

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merecía tocarla, menos lavar su cuerpo inmaculado. Los llevaron al patio, detrás de sacristía, mas acaso guiados por las veladoras, por lo vistoso de los otros nichos o por la Providencia, se olvidaron de mí. Quise arrodillarme frente a Jesús de Nazareth, pedir que no me abandonase así, solo con la mujer a quien más amaba y temía en este mundo, pero encontré la Santa Cruz vacía de Él. No podía mirarla, no me atrevía a pronunciar su nombre. De rodillas, con las manos unidas cual si ambas fuesen una, sentí cómo mis párpados cerrados no podían frenar el correr de mis lágrimas, desesperados ríos sin destino.

No recuerdo martirio más terrible. Sólo el dolor de mi Señora, dije, mortificado, es superior al mío. En ese instante, cuando asustado por los alcances de mi soberbia pensaba en santiguarme, escuché temeroso el batir de unas alas, y tras ellas un bálsamo que tenue, tiernamente, curaba las heridas de mi alma vulnerada. Pensé en los ángeles, en el amor eterno del Espíritu Santo, en la deseada muerte. Oí entonces mi nombre, sentí cómo dos manos tomaban a las mías. Al abrirse mis parpados

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mojados tuve yo una visión, la más hermosa: vi a la santa, a Cecilia, parada frente a mí, mesando mis cabellos, contemplando mis labios. Vi al dolor infinito habitando sus ojos. Sé que sólo el poder de su misericordia hizo cierto el milagro de que yo no muriese en su presencia, llevándome al Infierno mi inmortalidad; mas no me explico ni podré explicarme cómo osé hablarle a ella, la más santa de todas las mujeres.

—No son mis manos, Señora —sollocé— las que precisan de vuestras caricias, sino las del Señor, que han sido penetradas por los clavos. Nada merezco yo.

—Tú todo lo mereces, porque me amas —respondióme la más generosa de las mujeres y posó en mi frente un beso.

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II

Bañado por su luz llegué a la aurora. Los santos, acompañados de Jesús el Cristo, tardaron varias horas en volver. Mas para entonces ya todo era orden y silencio. Así cayó la noche, sin que yo lo advirtiese, pues hasta entrada el alba no miré luz ninguna. Una vez más, el llanto atravesaba mis pestañas. Pero eran lágrimas de gozo las que por mis mejillas descendieron y yo, para que no escapase regalo semejante, me apresuré a beber. Ese llanto, pensaba, bien podría aplacar para siempre mi sed. Amorosísimo llanto, me decía, preguntándome cómo era que los hombres habían hecho un santo de quien no conoció el amor en vida.

Esa alborada, como todas aquellas que la seguirían, la dediqué a llorar. Era mi llanto enamorado la ofrenda que al despuntar el día daba yo a mi Señora. Sería en adelante ese momento el escogido por ella para, dolorosa, enferma de piedad, mirarme a mí. Su mirada: un arcángel con manos de mujer que me colma de dádivas benditas y me pide que aguarde, como

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se espera el día de la Resurrección de la Carne y la Vida Perdurable, la vuelta de esos labios a mi frente.

Mas la noche era siempre helado Infierno. Dios nos brinda el amor como nos da la muerte: Amor es un suplicio sin verdugo. Amarla fue dulce y férrea esclavitud. Amarla fue una eterna noche en la que todos, menos yo, besaban sus plantas, tocaban sus ropas y la observaban en la mustia impunidad del fervor casto. Amarla fue mirar esos dos ojos perdidos en un Cielo donde nunca estuve yo. Y más que todo: amarla fue penetrar la desesperanza y la desesperación, y aun así esperar. Amar es vivir la prisa de ver que el tiempo nos mata.

Un día los hombres volvieron: dedicaron seis días a pulir las paredes del templo, mas a los santos nos dejaron donde estábamos. Pero aun si se hubiesen dedicado a lavar santos, no podía esperar que otra vez me olvidasen. Vencido por los hombres, lamenté mi condena: resignarme a vivir en el exilio, alimentando a mi alma de sus solos ojos. Alguien dentro de mí se consolaba pensando que era esa la voluntad de Dios, y quién podría decir si no tratábase también de los

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estrictos deseos de mi Señora, cuyos ojos me regalaban con la inmerecida gracia de mañana con mañana ser visitado por su resplandor purísimo.

Pasaron lentos meses. Contemplar a la santa, rezarla y sollozarla, fueron por ese entonces mis únicos quehaceres. Un día vi entrar al cura, llevando mantos de un intenso púrpura, y recordé la fecha del luto por Jesús, que cubre al templo entero. No hay durante esos días nicho que escape al católico celo del ministro de Dios: todos somos cubiertos por los mantos. Durante siete días no vemos ni nos ven.

Extrañamente, fui el primero. El peso de cien cruces cayó sobre mis huesos cuando aquel sacerdote cubrióme con el manto. Un terrible calor se apoderó de mí; luego una sucesión de escalofríos, que terminaron dándome en el día el agónico hielo de las noches: vivir hundido en una misma sombra, no saber si la más hermosa de las mujeres sigue allí, cerca, salvándome de la orfandad eterna, o si otros hombres ya se la han llevado.

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No pude más rezar. Lejos de Jesucristo y Su tormento, hundiéndome las uñas en los muslos y clavando en mis brazos los colmillos, pensaba en el dolor de mi Señora, la angustia de la muerte lacerando su piel. Me preguntaba si una noche lograría, entre tanto silencio, escuchar de sus lágrimas el golpe, chocando contra sobre el suelo.

Santa Cecilia como Dios llegó, fluyendo de sus manos los milagros. Entre ellas me tomó, como a los ciegos. Condújome callada por el templo. Subimos escalones, trepamos hasta un alto ventanal. Sentí que el viento frío cubrió mis pies desnudos. Retiré entonces de mi cuerpo el manto y me vi en un dintel, de pie junto a la santa, solos en medio de una espesa noche (sus manos cálidas volvieron a las mías). Temblé, más por el tacto de sus dedos que por el viento cuyos cuchillos entraban a mi cuerpo.

De pronto sus dos manos, liebres temerosas, se alejaron de mí. Las miré replegarse en ese torso, las contemplé cruzadas, acariciándose, ascendiendo a las altas cumbres de sus hombros. Subí a sus ojos, buscando en ellos el perdón a tanta culpa. Perdido en esa luz

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que me cegaba, no supe del momento en que sus manos, liebres juguetonas, tocaron los costados de ese cuello sin fin, librando de la túnica a su cuerpo: blanca desnudez de santa.

Caí sobre mis rótulas rendidas. Besé los quietos pies de aquella nívea virgen, empapé sus tobillos de mis lágrimas, como un cadáver me quedé tendido.

—Descenderás mañana por la noche. Subirás al altar. Debes tomar la copa entre tus manos, debes beber el vino y pronunciar mi nombre.

¿Cómo iba yo a atreverme a contemplarla? Sólo miré sus pies, sus santos dedos, que palmo a palmo fueron pasto de mis ojos. Irremediable beato de su cuerpo intacto, postrado ante esa inmensa desnudez, escuché, con el quieto fervor de quien mira una cruz, pensando solamente en mi obediencia. Arrodillada obediencia.

—Volverás al silencio. Caminarás hacia la sacristía, más silencioso que tus pensamientos, y robarás la caja. Cuando hayas terminado subirás a buscarme. Toma esta daga: en ella encontrarás mi protección.

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Desperté solo, tirado sobre el púlpito, y palpé el manto púrpura mojado. (Allí mi llanto como a un niño me arrulló.) El ventanal cerrado, el sol entrometiéndose de prisa, ruido en la sacristía. Salté, rodeado por ocultos enemigos. Todo aguardaba en calma cuando me vi de pie sobre mi nicho. Vi la figura oculta de Santa Cecilia, mas no me permití el fugaz recuerdo de su cuerpo, resplandeciente y santo. Vi al sacristán entrar, cruzar el templo, abrir sus puertas. Advertí entonces que yo, un santo, veía demasiado. Vino a mi mente el púlpito: en medio de mi urgencia había olvidado un manto púrpura tendido sobre el suelo.

Entrada la mañana, se acercó al cura una beata. Me señaló. Furioso, el sacerdote, que calmo y cuidadoso acomodaba las veladoras de Santa Cecilia, miró fijo hacia mí. Dijo algo de ladrones, herejes y sacrílegos, pero ni él ni la beata pronunciaron mi nombre. Pensé: Lo han olvidado, si algún día lo supieron. Se acercó el sacristán, un viejo sonrosado y no muy alto, devoto fiel de mi Señora. No quedaba otra manta (nadie revisó el púlpito). Me pregunté si, al no tener con que cubrirme, decidirían encerrarme en

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un armario. Un dolor íntimo se hizo dueño de mis huesos, y yo, invadido del más horrendo de los miedos: quedar preso, desobedecer a mi Señora, me entregué a la secreta estridencia de una plegaria ciega.

El hombre sólo trajo una escalera y yo me pregunté cómo haría él para, sin más ayuda, hacerme descender. Rozaba con los dedos el mango de la daga que mi hermosa Señora me había dado, mas no podría usarla: debía obedecerla, esperar a la noche. Cuando tuve de frente al sacristán, apreté las mandíbulas y miré hacia aquel púrpura bajo el cuál se ocultaba la más blanca de las mujeres.

No intentó el sacristán cargar conmigo, tampoco me cubrió con paño alguno. A la beata y a mí nos sorprendió: hizo girar mi cuerpo y me puso de cara a la pared; bajó por los peldaños de su corta escalera.

Pude así meditar en clara calma, sin mantos y sin velos; sin esa expresión pétrea que, en los santos, es mandato de Dios. La noche se acercaba. Frente a las cortes de Pilatos y de

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Herodes yo, el elegido de Santa Cecilia, le daría una prueba de mi sublime amor.

Medianoche. Los fieles no cesaban de salir y yo me preguntaba: ¿Seré digno? ¿Capaz? ¿Sabrán mis manos torpes cumplir con sus mandatos? Eran las doce en el reloj cuando tres hombres, los últimos, cruzaron por las puertas de la iglesia. Escuché los cerrojos, oí los pasos lentos de un cristiano cansado. Oí sus oraciones. El silencio cayó cual yunque en mis espaldas, me volví hacia la santa, miré el templo vacío, di el salto hacia el abismo.

Jueves Santo: no hay sueño más profundo que el de los sacristanes. Miré mi sombra inquieta, rondando las paredes y los suelos. Mi sombra y yo subimos tres peldaños, trepamos al altar, temblamos de mirar la copa quieta: virgen que espera, virgen que ignora, virgen que levantamos hacia el Cielo. Mi sombra me dejó, como las almas abandonan sus moradas. Un cuerpo supo entonces de un elíxir, santo como las manos de la santa que un día entró por esas santas puertas, y mi boca parió: Santa Cecilia.

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Nada allí se movió. El sacristán dormido, los santos bien cubiertos, mi silencio. Me deslicé hacia abajo, camino de la puerta, siguiendo el lento avance de la daga, como si frente a mí se interpusiera un velo que debiese traspasar. Abrí la sacristía, con el sigilo de los asesinos.

Podían ser cien cajas. Pero cuando se es siervo de una santa, los ángeles descienden en cohortes, presurosos soldados, a derrotar del mundo las miserias, a someter al Mal, a repetir en los oídos de aquel siervo palabras de consuelo: no estás solo. Envuelto por un ritmo de resuellos, tomé una caja oculta tras una santa imagen: mi Señora, mi ama, retrato del dolor, guardiana que me muestra el camino de la Gloria. Con la caja en las manos, gato que cruza un prado sembrado de enemigos, atravesé la noche, trepé por las paredes, tropecé con los ojos más hermosos del Cielo. Me sonrió, misericordiosa y satisfecha. ¡Cómo perfora el alma la sonrisa que acaba de alegrar al corazón!

La seguí por el templo hasta sus puertas. Entonces me miró, dolor cautivo, como el preso que aguarda la muerte en el cadalso.

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—Toma la daga de tu cinto —me ordenaron sus labios en un tierno susurro— y encájala en el corazón de aquel cerrojo. Llévame de estas tierras. Enséñame el océano. Hazme tu mujer.

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III

Salimos cobijados por la noche. No sé si hacía frío. Anduvimos por calles: sinuosas, polvorientas y calladas. Pueblo de perros tímidos. Bajo una luz naranja mi amada se detuvo. Esperé de rodillas, mirando hacia sus pies. Me ordenó levantarme. De la caja saltaron, cuales peces, anillos, dineros, cadenas: sus tesoros. Los extendió sobre la manta púrpura; con ella hizo un atado.

—Serás tú quien custodie cuanto es nuestro— dijo muy quedo, tendió sus blancas manos hacia mí.

Tomé el atado y una de esas manos. Comencé a caminar, dibujé una ciudad en medio de las nubes, pensé en islas y en reinos donde los hombres no llegasen nunca. Eran los hombres quienes la trajeron, era yo ahora quien se la quitaba. Éramos fugitivos camino de la aurora, sedientos santos que burlan la justicia de los hombres.

Llegamos a una carretera. Desde allí se miraba, mezquino como el alma de una beata, el

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pueblo miserable: devoto de una santa que era ya sólo mía. Temerosos del alba, de los hombres, de Dios, caminamos de prisa hasta una curva estrecha. Descubrimos un auto detenido y obscuro. La frente recargada en el manubrio, un hombre dormitaba. Me volví hacia la daga, llave del paraíso recobrado, y con ella acerquéme al auto quieto.

La muerte se parece a un cristal que se rompe. El hombre vio los brillos de la daga y con los ojos imploró piedad. Descendió presuroso, retrocedió jadeando. Coyote acorralado, corrió sin detenerse hacia la boca de la noche. Al otro lado del horizonte, por sobre procesiones de montañas, un rojo de ladrillo anunciaba el crepúsculo matinal del Viernes Santo.

Aceleré. Con el sol asomándose a nuestras espaldas, en la hora del día donde todo es ambiguo y cuando nada se sabe, me pregunté por esa mar paciente y tibia que por los siglos de los siglos esperó. No tenía respuestas. Tenía una daga y a Santa Cecilia, Virgen dormida en el asiento delantero de un Ford color magenta. Tomé su mano como a un pájaro herido, la miré soñar con el océano, envié un beso a sus

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párpados. Aceleré, como quien tiene urgencia por llegar a la nada.

Poco sabía del mundo, pero la inspiración me visitaba, puntual y generosa. Era obra de mi santa, lo sabía; si encontraba la mar sería por ella, pues yo no sé de mar, nunca lo supe: nací en la tierra, soy santo de tierra, en la tierra morí. Perdido en los caminos de los hombres, eligiendo la ruta por instinto, me dije que la mar era una santa loca, una mujer ansiosa, una febril muchacha cuya carne se agita bajo el paso sereno de los pies de Jesús.

La santa despertó. El viento se colaba por la ventana rota, su cabello danzaba, fugitivo asustado, gentil como las patas del Pegaso. Sus ojos fijos en un punto muerto donde las líneas se terminan y se mueren, donde no hay horizontes, tierra, cielos, sus ojos de dolor en la mañana me hablaron de un calvario y una cruz. Cargarás con mi cruz, me sentenciaron, y un camino sembrado de automóviles cruzó frente a nosotros.

Tomamos lentamente la nueva carretera. Nunca me fue difícil, merced a la infinita gracia de la santa, conducir aquel auto. Era como si

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siempre hubiese sido mío, cual si el mundo no fuese sino un paisaje quieto, contemplado por años, recorrido por siglos, transparente. Cual si ella y yo viviésemos como dos pecadores, felices de seguir siempre pecando sin temer a la muerte ni al Infierno.

Al cruzar dos colinas divisé una ciudad. Miré a la santa, miré la Santa Cruz oscilando en su pecho: como los estandartes de Isabel y Fernando, los ojos de Cecilia marcharían triunfantes de ciudad en ciudad. Imaginé un ejército siguiendo a su figura, vi a sus ojos tomando posesión de Granada: súbitamente el Cielo, dócil cual moribundo, se arrodillaba frente a la Hermosura. Cuando miré de nuevo, de regreso en el mundo de los hombres, me encontré conduciendo por las calles de una ciudad extraña.

Humildes peregrinos de la desobediencia, devotos del amor, escaseaba en nosotros el pensamiento práctico: no habíamos reparado en nuestras ropas. Ya no se anda con túnica en el mundo. Se lo dije a mi amada, mis ojos bajos implorando su perdón. Sus palmas blancas rozaron mis mejillas, sus labios me sonrieron

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como sólo ellos pueden: pintados de tristeza. Feliz es el devoto de una santa rica en misericordia.

Debíamos parar y, vestidos como santos, conseguir nuevas ropas. Recordé nuestro pueblo: la lenta procesión desde la iglesia, los hombres disfrazados. Recordé: Viernes Santo. Todo hombre atormentado es Jesucristo, toda mujer liviana es redimida. Y también: todo aquél que posea una túnica será bendito apóstol. Detuve el auto, abrí la puerta, mi pie tocó la calle. Había dentro de mí un cansancio de hombre, un sudor persistente, un cosquilleo.

Tenía miedo. Viajaba por el mundo de los hombres, llevaba el cuerpo blanco de una santa por calles empedradas de enemigos hacia un puerto lejano que jamás antes vi. No quise más apearme, no quise más vivir esa inmortalidad llena de muerte y queriendo morir bajo sus ojos me tendí a suplicarle: ¡Hazme digno, Señora!

Mi cabeza cayó sobre sus piernas, húmeda arena suave que recibe a mis labios, como la tierra se abre y guarda para siempre el cadáver exhausto de un cruzado. Sus manos: acarician mi

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nuca, alivian a mi espalda de dolores antiguos. Mis manos que recorren su hábito de santa, y debajo sus piernas, sus santísimas piernas: cálidas aguas quietas que anuncian a las almas el fin del Purgatorio. Sentí sus blancas piernas latir entre el asombro de mis manos y el dolor de mi rostro. Conocieron mis labios el perdón y la vida en esos blancos muslos que sabían sudar al compás de mis lágrimas.

La santa descendió, llena de Gracia. Conté sus pasos: quince, sin mirarme. Cruzó la puerta de un escaparate. Me había pedido que aguardase su regreso y yo, que no sabía nada sino obedecerla, miré sus muslos y asentí en silencio. Aguardé como un perro encerrado en la lluvia, en medio de una ausencia que nunca antes probé. Su ausencia: una delgada aguja que se clava en los huesos, un dolor en el cuerpo de un alma sin más Dios que dos ojos que sufren.

Pensé en el abandono de Jesús el Cristo, crucificado y solo.

No sé, ni sabré nunca, describir con palabras la visión de un milagro. Es un sol que se pone a medianoche, o una luna que hiere el

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mediodía con afiladas flechas de penumbra. Es una santa de ropas ceñidas: vestido que se pliega en la cintura, caderas dibujadas por precisos pinceles de color carmesí, pantorrillas de seda. Una santa avanzando entre los hombres vestida de mujer.

Contemplé tembloroso, repitiendo su nombre, la inmensa catedral de su hermosura, en cuyas cúpulas dos ojos se levantan como el cuerpo glorioso de Jesús. Miré su caminar, su paso lento: el danzar majestuoso de la santa cuya carne dio a luz a una mujer. La miré entrar al auto, sonreírme, sentí la inundación de sus aromas y el grito despiadado de mi entraña. Mis manos de sacrílego saltaron a tomar su figura por asalto, a sitiar sus caderas y sus hombros, a reinventar los siete sacramentos para ponerlos todos a sus pies. Avanzaron mis manos a su espalda, mis labios a sus labios. Larga, devotamente, la besé.

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IV

Paré en una estación de gasolina: vestido como un hombre, santo invisible entre sus enemigos, abrí mi puerta, descendí tranquilo. Pregunté por el puerto, escuché un nombre extraño y asentí. El hombre señaló una carretera, solitaria y angosta. No era el mejor camino, tampoco el más sencillo, pero los peregrinos inundaban las demás carreteras hacia allí. Recordé la mañana, la salida del pueblo, mis preguntas de hombre y mi ignorancia de santo. Palpé la daga oculta entre mis ropas y miré a la mujer: compañera de fuga, cómplice de herejía, sacrílega impoluta y única deidad viva, Santa Cecilia se calzó unas gafas y sentóse al volante. El hombre en la estación miró su pelo, el brillo de sus labios, su cintura. Miró sus dedos blancos encendiendo el motor, el auto abandonando la estación, y quedó allí, por siempre solo de ella.

Una breve correa sujetaba su pie, como el hilo de muerte del que cuelga el suicida. Pensé en mi santidad, en Cristo moribundo a media tarde, en la condena de los hombres y los santos

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para un amor maldito. Un ángel que cruzó por el camino dibujó sobre el cielo una oración: Amarla es el suicidio de tu cuerpo inmortal.

Ya no pensaba en Cristo agonizante cuando miré Su muerte esplendorosa: amante impredecible de dolorosos labios, por entre cien palmeras apareció la mar. (Sobre la mar aullaba Jesucristo, Cordero traicionado por un padre que pactó con los hombres.) Mis ojos vieron a Jesús el Nazareno sumergirse en la mar interminable. Mis ojos contemplaron a Cecilia, mujer resucitada, heredera de Cristo, santísima hechicera. Mis ojos se clavaron en sus pies, preñados de hermosura, en la invisible sangre que llenaba su cuerpo de distantes gemidos, en su carne de santa que quiso ser mujer.

Penetramos el puerto, alcanzamos la costa, descendimos. Bajo el cielo nublando por la muerte de Dios, corrí tras la más dulce de todas las mujeres. Mis manos se pasearon por su talle, mi boca se enterró en su cuello extenso. Bajo el santo resguardo de sus brazos, me prometí en silencio: si Cristo había muerto por los hombres, no resucitaría por mí.

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Las luces se encendieron en las calles. Católicas de día, las mujeres salieron a la noche a descubrir sus ansias, sus cuerpos solitarios. Los hombres, las mujeres: siguiéndose, tocándose, húmedos animales en temblorosa brama. Entre ellos nos perdimos, caminamos por calles polvorientas y vimos una iglesia. Volvimos hacia atrás, regresamos al auto, tomamos el camino de un ancho bulevar, constelado de anuncios y colores, de hoteles y de taxis.

Decidimos ser ellos: hombres, mujeres, gente que camina. Del pasado en el pueblo sólo quedaba el auto, bastaba con dejarlo y comenzar, sin más historia, como quien ha salido de una cárcel donde siempre vivió. Tomamos el camino que va hacia el aeropuerto.

Lo estacionamos entre muchos autos y paramos un taxi. Dos turistas perdieron su equipaje, llegan hasta un hotel: preguntan por el precio, cuentan, pagan. Suben a un cuarto amplio, cansados como un hombre. Miran la mar, se miran, con un pudor de santos. Huyendo de sus cuerpos se tienden a dormir, acaso temerosos de un Dios al que burlaron, y en una noche corta sueñan con mundos blancos, sin

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dioses y sin santos y sin hombres, sin un demonio enfermo a quien rezar. Es el sueño, la nada, una dulce ilusión de inexistencia en cuyo terciopelo clandestino sólo se quiere estar, como se está en la muerte. Dos santos duermen, mas sus cuerpos solos se buscan por el túnel de la noche. De mañana se encuentran, se recorren, se revelan secretos sólo suyos y al despertar se miran, se acarician, como recién nacidos que recién se han visto: solitarios y hambrientos de ternura. Abrazada, la santa vuelve al sueño. Dos ojos de hombre velan ese sueño, como María el cuerpo de Jesús.

Me levanté muy quedo mientras ella, flotando en una tibia somnolencia, musitaba mi nombre. Caminé hasta el balcón y miré hacia la alberca, quince pisos abajo. Volví la vista hacia su extenso cuerpo, que emergía cual isla de las sábanas: sus piernas y sus brazos escapando de un calor indeseado para quedar de nuevo aprisionados por el estricto cautiverio de mis ojos. La sábana desciende, resbala lentamente hacia la alfombra y devela el Misterio de su cuerpo.

El mismo viento se detiene allí, temeroso de entrar en ese templo donde todo es sagrado. Mas

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mis ojos sacrílegos la miran, ojos de pobre santo excomulgado que ha marchado feliz hacia el destierro para exiliarse en ese cuerpo blanco, pleno de redención. Me tiemblan las rodillas de pensar que con ella he dormido: una santa desnuda cuya intacta pureza yo me atreví a besar.

Miro la simetría de sus piernas, amorosas serpientes que caricia a caricia transpiran la hermosura de una tersa inocencia. Miro sus manos ascender por sus muslos hasta cubrir la arena de su vientre. Miro sus hombros que se encogen, sus senos que se ocultan, su torso que se vuelve y muestra, altivo, el territorio de una larga espalda, las aguas turbulentas de su pelo, la santidad inmarcesible de sus pies.

—Puedes mirarme toda cuanto quieras, pero lo que yo quiero es que me toques —murmura quedo con los párpados cerrados la más temblorosamente deseada de las mujeres y un timbre estalla en nuestra habitación. Tres, cuatro, cinco veces, jubilosa navaja que descuartiza un sueño, como quien rasga los telones de un guiñol. Cecilia se levanta de la cama, toma la sábana, el auricular, se acerca a

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mí. Hay una voz de niño que repite, conteniendo la risa: Nadie escapa de Dios.

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V

Quedamos en silencio. Camino hacia el balcón, cuido mis movimientos, como el actor que sabe que mil ojos lo vigilan sin tregua. A orillas de la alberca hay un hombre que mira, y no puedo evitar el pensamiento de que mira hacia mí. La santa ha regresado tras las sábanas, se ha cubierto las piernas y los brazos, el torso y la cabeza. De pronto nuestro cuarto, nuestra cama, se han vuelto un escenario: desde la obscuridad de sus lugares el público está atento a cuanto hacemos, persigue todos nuestros movimientos. Distingo sus olores, percibo el estallido de sus escupitajos, oigo sus carcajadas cuando hablamos de amor. Dios es un público al que cuento mis sueños y se ríe de mí.

Me he encerrado en el baño. Soy un santo cobarde, un inútil mordiendo los filos de la toalla, un idiota que estrella la cabeza contra el mosaico frío. Y aun así, rodeado de enemigos poderosos que yo no puedo ver, me repito en silencio que no habré de rezar. Soy un cobarde, mas estoy en guerra.

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Voy a la regadera, penetro en el estruendo de una cascada eléctrica. Un ángel solitario se me acerca, me dice que no es fácil atraparnos. Tal vez yo sea un santo desgraciado, pero en el mundo de los hombres llevo la santa daga de Santa Cecilia, llevo su protección. Aquél que como santo jamás fue venerado, como hombre ha merecido el amor de aquella santa cuyos pies son besados por San Pedro. Cuando cierro las llaves y regreso al silencio, un llanto doloroso se mete en mis oídos: es Cecilia quien gime sobre sábanas blancas, acaso imaginando la muerte del deseo, el fin de la belleza, las navajas que cortan el purísimo idilio que daga en mano habré de proteger. Alcanzo a sonreír cuando murmuro: Soy el más adorado de los hombres.

Salimos juntos, unidos por el aura de un abrazo. Vamos por el pasillo, vemos al ascensor que nos espera. Entramos, las puertas se cierran, bajamos un piso, las puertas se abren. Nadie sube. Piso por piso descendemos hasta el fondo: una oleada de hombres y mujeres aguarda la llegada del próximo ascensor.

Hay una tienda. Compro sandalias, mochilas, trajes de baño azul turquesa, una toalla

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carmín. Salgo, busco a una santa, largo cuerpo extendido sobre un sillón de piel. La miro levantarse, vamos juntos camino de la alberca. Santa Cecilia entra en el baño de mujeres seguida por un hombre con una daga al cinto. Adentro está vacío. Nos cambiamos las ropas sin mirarnos siquiera, y salimos de allí: turistas abrazados. Con la ropa guardada dentro de dos mochilas y la daga cubierta por la toalla en mi mano, avanzamos sonrientes al borde de la alberca. El hombre no está ahí, pero ahí hay muchos hombres: sé que todos me miran y es así que la abrazo, quiero que el enemigo se entere que esta santa no es la piadosa imagen que veneran los hombres sino el cuerpo bendito de la que es mi mujer.

En medio de la alberca existe un bar. Pedimos whisky solo. No he soltado la toalla ni la daga. Le ruego que me espere y salgo de la alberca. Me encamino a la playa. Hay demasiada gente, mas distingo muy claro dos figuras. Doy unos pasos, los huesos se me quiebran, no hay un solo lugar dónde ocultarme. Tampoco es necesario, porque los dos me miran, hablan. (Puedo palpar mi nombre entre sus dientes,

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puedo olisquear el gozo en sus alientos, ya se frotan las manos los verdugos y juran que serán condecorados por la mano de Dios.)

No puedo huirles, sé que me encontrarán adonde vaya. Son esbirros de un Ser tan poderoso que puede ver mis propios pensamientos. María de Magdala se levanta, se sacude la arena, da unos pasos. Pedro se queda solo, sin dejar de mirarme. Se ha quitado las gafas. María de Magdala camina hacia las olas. No seré yo quien huya, murmuran mis mandíbulas cerradas. Voy directo hacia Pedro, que me mira nervioso. Hay demasiada gente, es demasiado tarde: Pedro, perseguidor, no podrá huir de mí. Me siento junto a él, sobre la arena, doy un trago a su vodka. Permanezco en silencio.

—Lo has hecho —dice Pedro, su dedo se levanta, como un Dios que amenaza—, has traicionado al hombre a quien debes amor. Si te has arrepentido regresa de una vez, llévala a ella. No sé si Él te perdone, no sé qué hará con ella. Sabes bien que nosotros nada haremos, pero yo te prometo que pase lo que pase intentaré ayudarte. Tú no eres quien le importa, no

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recuerda tu nombre, no dudo que te dé la libertad.

—Si eso es posible —respondo, sonriente— dime entonces por qué he de regresar.

—No regreses, si no deseas hacerlo. Entrégame a la santa y piérdete en el mundo. Los hombres necesitan de Cecilia. Mira a aquella mujer que nada entre las olas: tú sabes que algún día se entregó a los hombres, y sabes que Él fue quien la perdonó, que ahora es una santa.

—Si ella fue perdonada es porque le fue útil. No hay como una ramera para llenar de gloria un Evangelio.

—No seas idiota. Sabes bien lo que hiciste: hurtaste una de Sus mujeres, la miraste desnuda, has dormido con ella. Nadie le roba una hembra al Nazareno y se va sin castigo. Entrégamela ahora, cuando Él está en la Gloria. Mañana estará aquí, ya no podré hacer nada. Sé bien lo que te digo, lejos estás de imaginar lo que es Su ira; no desafíes más al Nazareno. Mira la playa, llena de mujeres: entrégame a una, tú ya sabes a

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cuál, y a cambio te daré yo todas estas. Aprovecha el negocio, mientras puedas.

Por su mejilla izquierda escurre mi saliva, mas él no se ha movido. Me pongo en pie, con la daga y la toalla en una mano. Pedro me llama estúpido, yo le vuelvo a escupir. Hacia nosotros viene la mujer de Magdala. Retrocedo tres pasos y le arrojo una piedra.

Escojo por trinchera el bar a media alberca, donde un traje de baño azul turquesa, constelado de brillos de metal, me espera con las ansias de una santa. Me sumerjo en el vaso. Me digo que en la guerra lo que cuenta es matar, que no puedo vencer a seres inmortales que corren tras la sangre de mi santa. Si no llego a matarlos —me propongo— haré a sus cuerpos revivir, entero, el sabor del martirio. Ejércitos de santos mutilados vagarán por el mundo, soñando con la luna reflejada en el agua, envidiando los cuerpos que se buscan y se aman sin pensar nunca en Dios. A través de una toalla del color de la sangre puedo ver los reflejos de la daga: su filo tiene el brillo de esos ojos que una noche en el templo me miraron como sólo una santa puede mirar a un hombre.

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Esclavos de los hombres, los santos no debemos caminar por su mundo. Menos aún cambiarlo. Cecilia y yo sabemos que, andando entre los hombres, ninguno de los santos se atreverá a tocarnos. Será en la soledad y en la penumbra cuando el verdugo enseñe los colmillos. Extenderá sus redes y blandirá su espada. Pero será difícil que nos encuentre a solas; no viviremos más en aquel cuarto, no verán a Cecilia en ascensores vacíos.

Tomo la llave de la habitación. Ha caído la noche sobre el puerto, los hombres van y vienen. Estamos en el lobby (nadie osará tocarla). Voy a los ascensores, subo solo, llego hasta el piso quince. Abro la puerta de la habitación, me abalanzo a la cama: hundo uno de mis puños en su vientre y tuerzo su muñeca. Los ojos de María de Magdala se clavan en los míos, su cuerpo se estremece de dolor. La voy soltando, sin soltar la daga. María de Magdala está desnuda, un velo transparente cae desde su cabeza. El Nazareno es listo: yo jamás subiría con Cecilia, y él lo sabe. Desde la Gloria lee mis pensamientos, informa a sus verdugos, los envía a por mí. María de Magdala da unos pasos, se acerca al ventanal.

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—Supe siempre que tú la venerabas. Miraba tu deseo, tus manos temblorosas, y soñaba que un día me verías a mí. Soñaba en escaparnos. Cuando limpié la sangre de tu rostro lloré sobre tus ropas: ¿Qué podía pedirte, yo que no era una virgen? Nunca viste mis lágrimas, nunca nadie advirtió mis deseos secretos. Pero hoy ya no me afrenta que lo sepas porque hoy eres el héroe que siempre, desde niña, soñé con encontrar. Hoy sé que por amor eres capaz de todo, que si nadie te reza no es porque seas menos que Pedro o que Agustín, sino porque eres hombre, un hombre verdadero que un día pierde el juicio por contemplar los ojos de una mujer como ella. Pero ella tiene un Dueño: es la santa de todos y la mujer de Dios. Si me preguntas qué hago aquí, desnuda, en busca de una entrega de la que no soy digna, habré de responderte que te amo, que la pasión no sabe de razones, que estoy dispuesta a hacer cuanto me pidas. Si requieres mi ayuda, la tendrás. Si deseas que vele por la santa mientras tú te defiendes, sea tu voluntad. No te pido que pienses que soy buena. Puedes creer que soy una basura, una pobre ramera arrepentida, un trozo inútil de mujer perversa que un día el

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Nazareno tiró a la alcantarilla. Pero deseo que sepas que si no me he marchado es porque aún espero que algún día te enamores de mí.

Guardo un silencio casi doloroso. Flotando en sus palabras, por un instante olvido que a María, la mujer de Magdala, ha sido el Nazareno quien la envió. Percibo su perfume, cierro los ojos y la veo sola, cruzando el aeropuerto, preguntando por frascos en perfecto francés, corriendo hasta su Amo, perfumando sus pies. Es entonces que sé lo que tengo que hacer:

Salto sobre su cuerpo, la tomo del cabello, sujeto su cabeza con mis muslos. Algo en sus ojos dice que espera de mí un beso. Mas la daga no besa: penetra suavemente las pupilas, corta el iris de falsas esmeraldas, se moja con sus lágrimas de ciega. Horas después recordaré sus gritos, mis golpes en su espalda, sus manos sobre el rostro cuando su cuerpo cae y se estrella en el filo de la alberca. Sus ojos verdes, lirios recién cortados cuya belleza escurre sobre la alfombra azul.

He salido al pasillo. Bajo uno de mis brazos llevo nuestros tesoros. Escapo hacia una puerta

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de emergencia. Corro por la escalera. Entro al pasillo del noveno piso, espero el ascensor. Se abren las puertas de un carro vacío; penetro, sin pensarlo. Es un camino corto. Suficiente, no obstante, para que Dios escuche a su enemigo:

—Mátame, Nazareno. Envíame al Infierno. Envía a mí centurias de soldados. Acabarás conmigo, pero difícilmente volverás a engañarme. Como ha quedado escrito, vas a resucitar: te espero aquí en la tierra.

Las puertas se han abierto. Camino por el lobby hasta encontrarla a ella, solitaria. Muy cerca de nosotros hay parejas que danzan al ritmo de bocinas estridentes. Afuera está vacío. Quizás nadie ha escuchado el golpe de aquel cuerpo. Pienso en María, la mujer de Magdala que tuvo la desgracia de volverse inmortal: ciega que sangra de noche, incapaz de morir y oculta tras el borde de una alberca, muy cerca de la mar.

(Cecilia no pregunta. Pero yo sé que, como el Nazareno, lee cada uno de mis pensamientos.)

Salimos del hotel. Hemos visto las luces de la calle, taxis que se detienen, gente

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arremolinada. Entre ellos nos formamos y, minutos más tarde, somos una pareja que se abraza tras una mesa obscura.

Ella toca mi cuerpo, recibe mi sudor. Sabemos que San Pedro nos persigue, que un batallón de arcángeles en armas corre tras de nosotros. Han recibido un golpe. Van perdiendo la guerra. No tardarán en regresar a destrozarnos. Pero Dios y los santos, con todo su poder, no son capaces de evitar que ahora, cubiertos de sonido y de penumbra, mordamos nuestros cuerpos y juremos, como los beatos juran frente a Cristo, que no hay en este mundo, ni en los otros, Dios que posea más poder que un beso.

No queda mucha gente. Hielos desfigurados nadan en nuestros vasos. Dentro de un rato no habrá más parejas, seremos vulnerables. Antes de que eso pase, salimos tras dos cuerpos abrazados. Los seguimos de cerca, los miramos huir del alumbrado, camino de la playa. No miran hacia atrás: se tocan y resbalan en la arena, se tiran a estrecharse.

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Podemos regresar al bulevar, entrar a un restaurante siempre abierto. Pero la mar es droga fuerte para los amantes: vamos hacia las olas, lejos de la pareja que nos llevó hasta allá. Ignoro si esta noche morirá la Belleza, mas sé que entre mis brazos solloza una mujer hambrienta de mi cuerpo: despacio se desnuda, se arrodilla, se tiende. Una ciudad abierta me espera entre la lluvia y yo cruzo sus puertas como un hombre que danza, peregrino sediento, jubiloso sirviente de la dulce Señora en cuyas piernas blancas ha encontrado las verdaderas calles de Jerusalem. Un resplandor me ciega, gemelo de la muerte. Mas el milagro de mi cuerpo vivo, celoso celador de un exquisito Infierno, me devuelve a la misma esclavitud. Miro a una santa que tiembla y solloza; hay una huella de dolor reciente en sus ojos que aún vibran de gozo. Pruebo su llanto como su saliva, beben mis labios cada gota de su cuerpo tendido cual santísimo cadáver. Carabelas partiendo hacia el océano, miro zarpar nuestras virginidades en sus ojos de santa inmaculada.

Un niño muy pequeño —sus ojos son un farol azul turquesa que rasga las cortinas de la

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noche— se acerca hasta nosotros. Nos cubrimos de prisa, lo vemos sonreír, lo escuchamos hablar. Hay en su voz tipluda los infinitos ecos de un cristal que se rompe:

—Hoy es Domingo de Resurrección.

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VI

Amanecí fumando, frente a ella, compartiendo una mesa y un café sin azúcar. El silencio es un cáncer en el alma, una muerte que acecha: no sé sino mirarla, encerrarme en sus ojos que suplican perdón mas secretan placer. Ojos que suben a incendiar el Cielo mientras el campanario de su sexo llama a misa en las puertas del Infierno.

En silencio aguardamos el arribo de un ángel que quizás es Luzbel. Alguien dentro de mí musita una plegaria para el ángel rebelde que está de nuestro lado. La gente que transita entre las mesas no repara en nosotros. Pienso que alguno de ellos nos vigila con calma; que espera a los demás; que después cada mesa estará llena de ellos: verdugos disfrazados que vendrán, con hachas en las manos, a degollar el sueño de dos santos cuyos cuerpos soberbios se besaron como sólo se besan los demonios: bebiendo, cuál un cáliz, la mirada de Dios.

Hay un hombre de blanco. Pelo rubio sujeto por una liga blanca. Anteojos blancos, vidrios espejeados. Lleva un saco impoluto, sombrero de

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carrete, pantalones bombachos, tirantes que se asoman como dos rejas negras sobre la camiseta de color rojo intenso. Un criado le acompaña: lleva en la mano izquierda un portafolios negro cuyas chapas doradas tienen forma de cruz. Los dos se sientan cerca de nosotros, pero jamás nos miran. El criado va hacia el baño, cargando el portafolios con el terrible esfuerzo de quien lleva una culpa. Cuando vuelve me mira, camina hacia la mesa donde estamos sentados: marionetas sin dueño. Se inclina suavemente, me pide dos cigarros. Se los doy y lo miro aposentarse frente a Santa Cecilia que lo contempla hermosa, invadida de miedo. El otro se levanta de su mesa, con esa majestad que tienen los tiranos, y como un viejo amigo se sienta frente a mí.

Nada puedo yo hacer, hay demasiada gente. Me consuelo pensando que estos hombres, seguramente mucho más que hombres, están atados por la misma turba: gente que come, fuma, nos rodea, como un día rodearon a un convicto clavado en un madero, y lo vieron morir. Encienden los cigarros. El criado se levanta, da la vuelta a la mesa. Siento dos manos firmes caer sobre mis brazos. El de blanco

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sonríe, consulta su reloj. (Emerge su muñeca de la manga del saco, y con ella la huella de una honda cicatriz.) No puedo ver Sus ojos mas siento Su mirada. En las respiraciones de Cecilia, quieta y muda, advierto que ella sabe lo que yo.

El de blanco sonríe, el criado me sujeta. A orillas del sombrero de carrete asoman cicatrices diminutas. Su sonrisa conoce bien mi miedo: es el rictus sardónico de Quien todo lo sabe.

—Te esperaba —mascullo, envuelto en un temblor de liebre moribunda.

El Nazareno fuma, suelta el humo hacia mí. Miro llegar Su mano a mi antebrazo izquierdo, mis párpados se cierran: la brasa del cigarro se hunde sobre mi piel.

—¡Vámonos, Cireneo! —ordena en voz muy alta, y el criado me libera en un instante, levanta el portafolios, espera el primer paso de su amo.

—Cecilia es mi mujer —digo muy quedo, casi temiendo que me escuche el Nazareno, mientras mi carne incinerada grita, me exige sin piedad tomar la daga y saltar hacia Él. Un

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resplandor de muerte refulge entre Sus dientes cuando Sus labios se abren y Su lengua es un látigo de hielo:

—Tú estarás conmigo —Sus ojos se me clavan, sonrientes y seguros de que el futuro es suyo. Se vuelve hacia la puerta de salida, dosifica sus pasos con la exacta premura de un criminal a sueldo.

No miro hacia la calle. La imagino tomada por los santos que han de venir a obedecer la orden del Dios Resucitado. Mis manos se levantan, suplicantes, en busca de la piel de una mujer piadosa. La tomo de los hombros y mis palmas saben que el dolor se ha adueñado de su carne. Quien una vez murió bajo martirio no podrá ya expulsarlo de su sangre, porque un cuerpo que ha sido torturado sólo tiene el recuerdo de sus llagas y basta una caricia o un silicio para traer de vuelta a aquel dolor. Es su piel masacrada por el miedo la que exige de mí toda la entrega y me dice que, si ellos nos atrapan, será después de haber prendido fuego al Reino de los Cielos. No titubeo más, me digo que aún no es hora de rendirnos, que ellos podrán tener cercado al mundo pero que yo no habré de

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detenerme hasta hacer de ese ejército perverso una corte de ciegos.

La tomo de la mano, juntos huimos hacia la cocina. Los empleados se apartan, me ven tomar una sartén caliente, rebosando de aceite. Cuando salimos a una calle estrecha, un hombre nos espera. Lleva en la mano izquierda una cruz afilada. Mi mujer le conoce: es Santiago, el apóstol. Camina hacia nosotros y sus labios se tuercen, dispuestos a emitir un silbido de alerta. Pero Santiago grita, se quiebra frente a mí, se revuelca en el piso por obra del aceite donde sus ojos hierven. Corremos juntos, en dirección a un auto con las puertas abiertas. Sobre el asiento duerme un hombre con sotana. Lo sujeto del cuello, lo miro despertar. Lo recuerdo contando el dinero de los fieles, fustigando al placer, celebrando la misa, implorando piedad a su Santo Señor. El mismo rostro inmundo de fraile corrompido, colaboracionista de la infamia, alcahuete servil que ruega mi perdón. Mas antes del perdón está la purga: mi daga se hunde lenta en sus entrañas, rompe el vientre de un cerdo bien cebado, corta sus intestinos, sus pulmones, sus venas de traidor.

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Es un bulevar amplio, bordeado por hoteles y por tiendas. De cuando en cuando se aparece, entera, la imagen de la mar. Frente al semáforo, cruzando la glorieta, hay dos patrullas con las luces encendidas. Me digo entonces que, en el mundo de los hombres, mi daga ha derramado sangre humana, que los hombres nos buscan. Mas ellos nada saben. El auto pasa y no se ocupan en mirarnos. Lo que ahora importa es derrotar a Cristo, hacerlo replegarse hacia el Infierno, cegarlo por los siglos de los siglos y vivir siempre libres de sus ojos.

La hiena ha sido herida, no tardará en volver. Con la daga en la mano aguardo su regreso.

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VII

Llegaron de la mar. Barcas llenas de hombres y mujeres, coros en alabanza a Cristo Rey. No eran como los hombres de la playa: eran demonios que llevaban en sus ojos todo el odio de Dios.

Las amorosas piernas de la santa, besadas catedrales, yacían sin temor entre las mías. Tendidos, abrazados en la arena, indiferentes a los hombres que jugaban persiguiendo pelotas de colores, nos fugamos del mundo hacia una isla perdida en el océano de sus ojos.

No advertimos su arribo. No escuchamos sus voces ni el rumor de sus pasos. Fue el grito de sus armas quien me obligó a volver de esos sus ojos. No pude levantarme. Fervientes metralletas rezaban al unísono el Santo Rosario, y yo, abrazado a la más dolorosa de las mujeres, encontraba en las caras de los asesinos aquellos rostros píos que un día la veneraron, lloraron frente a ella, pidieron de rodillas su perdón. El hombre no perdona, Dios tampoco: cien avispas furiosas entraron en mi cuerpo, que como los de

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todos los mortales de esa playa quedó sobre la arena. Cuando cesó el estruendo, quedó el coro.

Jesús mi Soberano, Jesús crucificado, Jesús resucitado, ¡Que viva Cristo Rey! Abrí los ojos. Vi la cara de Pedro, abrazando a una ciega. Cuatro hombres obedientes arrastraban mi cuerpo, lo apartaban del de ella, mi hermosa santa masacrada. Miré su sangre, sus ojos llenos de un amor cuyas profundidades no habrá Dios que se atreva a recorrer.

(Miré a un ángel vencido, huyendo de la playa, con las alas cortadas.)

Los cuatro la tomaron, levantaron su cuerpo, se marcharon con él lejos de mí. No supe más del mundo de los hombres, caí en un sueño idéntico a la noche de los muertos. Fue durante aquel sueño que los hombres, o San Pedro, o el mismo Nazareno, se llevaron mis ojos.

Desperté en una cama de cemento. En torno a mí rezaban varios hombres, encendían plegarias en mi nombre y me llamaban Dios. Mas sé que soy un hombre, no un Dios ciego. Un santo desterrado, condenado al exilio de aquel

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cuerpo; de la misericordia de esos ojos cuya tierna belleza es un insulto a Dios.

He perdido la daga. Soy preso de los hombres. ¿Qué puede hacer un santo en el mundo de los hombres? De noche se me acercan, me piden que les hable. Les digo entonces que Santa Cecilia, víctima de los hombres, mártir entre los santos, habrá de regresar a rescatarme y llevarme a los cielos de sus ojos.

Me confiesan sus culpas, se arrodillan. Unos besan mis manos, otros lavan mis pies. Me han vestido con túnicas bordadas y me piden perdón por sus pecados.

Es medianoche: un hombre se me acerca. Se abraza a mis tobillos, ruega misericordia, ofrece sacrificios y me da una oración. Desde mis pies mojados por su llanto asciende por mi cuerpo una violenta náusea.

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Mulegé, Baja California Sur.

Verano de 1991.