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VISUAL I TRAVEL I CULTURE I DOCUMENT

Bucarest

Rumanìa

21p A G e s pHOTORepORT

Hasta que el famoso príncipe Vlad Tepes –el personaje histórico que inspiró al escritor Bram Stoker para

crear el personaje literario de Drácula– decidió fortificar la ciudad a mediados del siglo XV, se conoce muy

poco del origen de Bucarest, perdido en ese lugar incierto donde la historia se diluye entre mitos y leyendas.

B u c a r e s t

Ruinas de la Curtea Veche (la vieja Corte del príncipe Vlad)

Según la tradición, un pastor llamado Bucur

construyó una empalizada junto al cauce

del río Dambovita para defender su poblado

de los continuos ataques de los tártaros.

Aquel asentamiento, que se llamó Cetatea

Dambovitei (Ciudadela del Dambovita) habría

sido el origen de la ciudad y, en recuerdo de

aquel pastor, recibió el nuevo nombre de

Bucureşti. Otras versiones –más bucólicas y

alentadas por los viajeros centroeuropeos–

afirmaron, sin embargo, que esta era la

Ciudad de la Alegría, porque Bucarest debía

proceder –etimológicamente– del sustantivo

bucurie que, en rumano, significa alegría.

Mientras los historiadores terminan de ponerse

de acuerdo sobre el momento en que se

fundó la ciudad, lo cierto es que, hoy en día,

la capital rumana –con el sambenito de que

todavía se la confunda con Budapest, capital de

Hungría– trata de recuperar el esplendor de su

patrimonio histórico-artístico de los destrozos

que provocaron dos guerras mundiales,

numerosos conflictos, algunos seísmos y

varias décadas del megalómano Gobierno

de Ceauçescu para volver a convertirse

en una referencia cultural en Europa.

La inmensa silueta del Parlamento (esquina superior derecha) se eleva sobre el centro urbano de Bucarest

Aunque la capital del Principado de Valaquia –una

región histórica que guarda un curioso parecido

con la llanura cerealista castellana– no era Bucarest

sino la cercana ciudad de Targóviste, Vlad Tepes

decidió fortificar aquel pequeño asentamiento

junto al Dambovita; de modo que los bucarestinos

consideran que el famoso príncipe fue su fundador.

De aquel tiempo son los restos más antiguos que

se conservan en la ciudad: las ruinas de la vieja

Corte de Vlad III o Curtea Veche. Los príncipes que

le sucedieron en el trono –que recibían el título de

Domnitor (del latín domine, señor)– ampliaron la sede

cortesana con nuevos palacios, iglesias y cancillerías

hasta alcanzar su máximo esplendor durante el

gobierno de Constantin Brancoveanu, en pleno siglo

XVII. Este gobernante fue muy importante porque

legó a su ciudad una impronta personal –al igual

que sucedió en otros países con los estilos isabelino

(España), manuelino (Portugal) o tudor (Inglaterra)–

creando el denominado arte brancovenés; una

De la Corte de Vlad al esplendor

de un nuevo Estado

Plaza de la Revolutiei

Lugar de encuentro, rodeada de edificios emblematicos como el antiguo edificio de la securitate el museo nacional de arte y la biblioteca central

curiosa mezcla de estética neorrománica con

detalles barrocos y elementos bizantinos al que

nos tendremos que referir en distintas ocasiones.

Lamentablemente, las guerras, los saqueos y

diversos terremotos acabaron con aquella Curtea

Veche. Un nuevo Domnitor, Alexandru Voda, decidió

abandonar la vieja corte para edificar la Curtea Noua,

pero también fue destruida, esta vez, por un pavoroso

incendio –ganándose el sarcástico apelativo de Curtea

Arsa (corte quemada)– y lo poco que sobrevivió a

las llamas, acabó desapareciendo bajo los cimientos

sobre los que Nicolae Ceauçescu ordenó levantar –

como luego veremos– su faraónica Casa del Pueblo.

Junto a los restos de la Corte Vieja, puedes descansar

–disfrutando de una jarra de cerveza Ursus o

Silva, dos buenas marcas nacionales– en alguno

de los rincones que mejor conservan el legado de

la ciudad: por un lado, la Venta de Manuc (Hanul

lui Manuc), un gran edificio cuadrangular de dos

plantas construido en madera a comienzos del XIX

por el turco Manuc Bei y que, en estos doscientos

años sirviendo comidas, también ha sido testigo de

algunas reuniones políticas de alto nivel; y, por otro,

el llamado Vagón de la Cerveza (Caru´ cu Bere) que

abrió sus puertas en 1879, retomando esa tradición

tan centroeuropea de reunirse en amplios salones

a comer ensaladas y salchichas. La especialidad

de la casa –si te gustan– son los rábanos picantes.

Pero si buscas un lugar, digamos, mas sofisticado, tu

terraza serà la del Corro Militar, un antiguo Círculo de

Recreo para oficiales que ahora está abierto al público.

TB I Bucarest 5

A finales del XVII, Bucarest se convirtió oficialmente

en la nueva capital valaca –y, desde 1880, en la del

nuevo Estado rumano que surgió de la unión de

Valaquia y Moldavia (territorios que, desde 1829, eran

prácticamente independientes del Imperio Otómano

que dominaba los Balcanes y el sureste de Europa)–

pero apenas se conservan restos del patrimonio

de aquel tiempo, debido a la mala calidad de los

materiales que se emplearon en su construcción.

Fue en el siglo XIX, cuando los burgueses locales

quisieron convertir su ciudad en una suerte

de Petit Paris –o París de los Cárpatos, como

suelen mencionar las campañas publicitarias–

imponiendo un estilo arquitectónico marcado

por la influencia de la capital del Sena, al que se

acabaron uniendo el espíritu modernista que

imperaba en toda Europa y su propio modelo

local, el ya de por sí ecléctico brancovenés.

Como resultado de ese extraño crisol, la capital

rumana trató de emular la estética parisina y, en

parte, lo logró; de hecho, es cierto que existieron

–y aun existen– ciertas similitudes entre Bucarest

y París: amplias avenidas, coquetos palacetes

(que, a decir verdad, debieron conocer tiempos

mejores en el siglo XIX), muchos parques e

incluso un Arco del Triunfo que conmemora

el fin de la I Guerra Mundial y la unión de la

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Pequeña Rumanía (Valaquia y Moldavia) con Transilvania

(hasta entonces, parte del Imperio Austrohúngaro) en 1918.

Algunos de los edificios más representativos del centro

bucarestino se construyeron, precisamente, en aquel periodo,

entre el auge decimonónico y la primera mitad del XX; por

citar los más representativos: el precioso Ateneo, de estilo

neoclásico, muy vinculado con algunos de los grandes

nombres de la cultura rumana (una estatua del poeta Mihai

Exterior e interior del Ateneo

Eminescu preside el acceso a la sede de la orquesta

filarmónica George Enescu, en homenaje a este

compositor) puede ser una buena referencia para

situarse, gracias a su llamativa cúpula; a su lado, la

Biblioteca Central de la Universidad de Bucarest

Carol I, de estilo neobarroco, así como otros edificios

civiles: el Teatro Nacional (inconfundible con su

fachada de dos filas de arcos), la Ópera (el principal

centro lírico del país), la Caja de Ahorros (con unas

espectaculares bóvedas de cristal en su interior),

el Palacio Cantacuzino (en honor de un primer

ministro rumano, es la sede del Museo dedicado

al músico George Enescu que mencionábamos

antes), la Casa Capsa (en recuerdo de la familia

Cupula interior y nave central de la Caja de Ahorros Museo George Enescu

que adquirió este edificio –hoy hotel– en 1874) o la

galería comercial Macca-Vilacrosse (antigua sede

de la Bolsa de Valores, actualmente es un pasaje

repleto de bares y restaurantes, en plena Avenida

de la Victoria, una de las principales calles, calea

en rumano, de la ciudad). Por cierto, se dice que

la galería recibió el segundo apellido en recuerdo

de su arquitecto, el catalán Xavier Vilacrosse.

No muy lejos, en el número 49 de esta misma calle

–verdadera arteria de Bucarest– se encuentra la

que fuera residencia privada de los reyes rumanos

que, ahora, alberga el Museo Nacional de Arte

con dos interesantes colecciones: una de arte

rumano antiguo, con las siempre sorprendentes

imágenes de iconos; y otra de arte oriental e

islámico. En la acera contraria, el Museo Nacional

de Historia reúne una buena muestra de piezas

de arqueología y, sobre todo, de orfebrería.

Museo de Historia

Cuando paseas por Bucarest –sigue siendo

uno de los pocos lugares de Europa donde

aún podemos sentirnos viajeros y no simples

turistas– te das cuenta de que la capital rumana

es una tranquila y acogedora ciudad, con algo

menos de 2.500.000 de habitantes que tienen

muy poco que ver con esa imagen de Rumanía

que se ha grabado a fuego en el subconsciente

de los españoles por culpa de la inmigración.

En este país, con la mitad de extensión que España,

el 45% de sus 22.000.000 de habitantes (sobre)

vive en un medio rural muy empobrecido, donde

trabajan con maquinaria obsoleta (en el mejor de

los casos) o animales de tiro y carros que, a poco

que viajes por el extrarradio de Bucarest, verás

en todas las carreteras junto a unos destartalados

Dacia, que son la versión local de aquellos viejos

R-12 de la Renault que estuvieron de moda

en las carreteras españolas de los años 70.

Ciprian, un ingeniero que aprovecha sus vacaciones

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para ganarse un salario extra conduciendo autocares,

resumió perfectamente su situación: Con un salario

medio de 300 € al mes sólo te quedan dos salidas:

emigrar o intentar compaginar aquí dos o más empleos.

El problema es la carestía de la vida y eso se nota

en cualquier supermercado; viendo los estantes, un

extranjero no echa de menos prácticamente ningún

producto, desde carne o pescado hasta whisky o

colonias de marca, pero los precios son prohibitivos

para una economía modesta que tiene que pagar

5 euros por un pollo –un manjar de lujo – o casi

2 euros por un litro de leche que, por cierto, aquí

se considera una bebida de niños y ancianos. Otro

ejemplo: tomar una buena jarra de cerveza en una

terraza –que para eso también son muy latinos–

a un extranjero no le supone más que treinta

céntimos de euro pero, al cambio, son 10.000

lei; un lujo para los bolsillos de los bucarestinos.

Durante más de 40 años, aquí se vivió al otro lado

de ese telón de acero que dividió Europa en dos

La resignada vida de losbucarestinos

mitades irreconciliables. Cuando Gorbachov llegó

al Kremlin con su política de la perestroika y puso

fin a la guerra fría, el bloque soviético inició una

etapa de transformaciones que se extendieron

a toda la Europa del Este… menos a Rumanía.

El régimen del Conducator, Nicolae Ceauçescu,

se aisló del mundo, aferrándose a la oligarquía

que gobernaba el país como si fuera una corte

absolutista hasta que su represión estalló en la

ciudad de Timisoara en 1989 y, meses más tarde,

acabó con la ejecución del dictador y su esposa. En

cierto modo, las revueltas de los países musulmanes

de comienzos de 2011, han tenido un origen muy

similar: la falta de libertades y el hartazgo de todo

un pueblo por la opresión de su clase dirigente.

A pesar de todo, la joven democracia rumana no

ha superado esa resignación que caracteriza a

este pueblo, quizá porque los últimos años sólo

les ha traído una dolorosa realidad: la emigración

masiva de ciudadanos a Italia, Alemania y España.

La esperanza que pusieron en la Unión Europea

se vivió con tanta euforia en 2007 que incluso

los anuncios de los coches incluían el precio en

euros en lugar de utilizar su propia moneda, el

leu. Se lo comenté a Gheorghita, una profesora

de Instituto, y me respondió que los rumanos lo

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preferían así porque les daba más seguridad a la

hora de comprar; una sensación de estabilidad

muy necesaria en un país que está cansado de

vaivenes políticos y de gobiernos poco efectivos.

Ahora, cinco años después de la adhesión, la

llegada del maná europeo en forma de ayudas

y subvenciones no ha conseguido reanimar una

economía que también sufre los efectos de la crisis

internacional; es más, algunas encuestas acaban de

rebelar unos datos cuando menos sorprendentes:

el 52% de los rumanos se declara insatisfecho con

su vida y una gran mayoría –nada menos que un

rotundo 77%– considera que se vivía mejor antes de

1989 (es decir, antes de que llegara la democracia).

En aquella época, durante el gobierno de Nicolae

Ceauçescu (1974-1989), el régimen comunista

llevó a cabo una política de reconstrucción

que –en realidad– destruyó gran parte de los

edificios históricos de Bucarest para sustituirlos

por gigantescas moles adaptadas al gusto

megalómano del autoproclamado Conducator.

Los símbolos del poder

En la década de los años 70, el matrimonio Ceauçescu quedó

tan impresionado por el trazado urbano de Pyongyang –

la capital norcoreana– que cuando la naturaleza volvió

a sacudir Bucarest con un fuerte terremoto en 1977,

el líder rumano aprovechó el seísmo para levantar

una nueva capital con enormes edificios oficiales. Una

decisión autoritaria que conllevó el desplazamiento

forzoso de miles de bucarestinos que vieron cómo se

derribaron sin contemplación sus hogares. Se calcula

que la expropiación afectó a más de 10.000 viviendas.

Según el proyecto original, la imponente Casa del Pueblo

pretendía reunir todas las instituciones del país en un

único emplazamiento; es decir, desde el Gobierno y

todos sus ministerios hasta el Parlamento. Lógicamente,

para que esa multitud de órganos cupiera en un único

edificio, la sede debía tener unas proporciones inmensas.

Y así fue: solo la fachada principal mide lo mismo que

seis campos de fútbol y el resto de cifras le va a la zaga.

Entre 1984 y 1989, más de 200.000 trabajadores de todo

el país trabajaron día y noche para levantar un faraónico

mamotreto de 12 pisos –y, se dice, que otros tantos

sótanos– que mide 86 metros de alto, 270 de largo y 240

de ancho, ocupando una superficie de 330.000 m² y un

volumen de 2.550.000 m³. Para que te hagas una idea: si

el interior de un coche de tamaño medio tiene un volumen

cúbico de 30 metros, la sede del Parlamento rumano ocupa

lo mismo que 85.000 automóviles amontonados formando

un cubo. Y, por si fuera poco, para dar al edificio un mayor

realce, el conjunto se levantó sobre una colina artificial

situada frente al extenso Bulevar de la Unión. Hoy en día,

si no tienes un gran angular en tu cámara, necesitarás

caminar un buen trecho por ese bulevar para poder

enfocar una parte de la fachada principal del Parlamento.

Con la revolución de 1989 –cuando el dictador y su esposa

fueron ejecutados tras un juicio sumario– el nuevo gobierno

democrático se planteó la posibilidad de demolerlo, pero

la propuesta inicial se desechó por su elevadísimo coste.

Como tampoco prosperó la idea de vendérselo a un

empresario para montar un casino; en su lugar, se rehabilitó

como sala de congresos, Museo de Arte Contemporáneo

y sede del Palatul Parlamentului o Palacio del Parlamento.

En la actualidad, las Cortes rumanas son el segundo

edificio administrativo más grande del mundo, superado

tan sólo por el Pentágono de Wáshington (Estados Unidos).

Otra de las “joyas” arquitectónicas de ese periodo histórico

es la Casa Scânteii, en referencia al nombre del diario

oficial del régimen: el Scîntei, o Casa de la Prensa Libre

(Casa Presei libere). Está situada al norte de la ciudad y

es un buen ejemplo de la estética comunista que imperó

a este lado del Telón de Acero, en línea con la Universidad

Lomonosov de Moscú o el palacio de la Cultura de Varsovia.

En 1990, los revolucionarios derribaron una gigantesca

estatua del líder soviético Lenin que presidía la entrada.

La Casa del Pueblo, actual sede del Parlamento rumano

Muy cerca de la macrosede del poder legislativo

se encuentra la Patriarquía, una pequeña y

acogedora catedral –construida a mediados del

siglo XVII– a la que debes entrar aunque sólo sea

por ver cómo practican su fe los bucarestinos.

Desde que el apóstol san Andrés evangelizó

las antiguas provincias de Escitia y Dacia, el

cristianismo de los rumanos se fue asentando en

estas tierras al mismo tiempo que el Imperio de

los Césares las iba romanizando; desde entonces,

su religión –como sucede con su idioma, también

latino– logró sobrevivir a la influencia de un difícil

entorno eslavo y turco y a las sucesivas invasiones

búlgara, húngara, serbia u otómana. El 25 de abril

de 1885, la Iglesia Ortodoxa Rumana se escindió del

Patriarcado de Constantinopla (Estambul) y, desde

1925, elige sus propios patriarcas. Actualmente,

su máxima autoridad es su beatitud Daniel

III, primado de unos 20.000.000 de fieles que

convierten a esta Iglesia ortodoxa en la segunda

por su número de creyentes, después de la rusa.

Por analogía, podríamos decir que la catedral de la

Patriarquía es el “Vaticano” de los ortodoxos rumanos.

Aquí se celebran sus ceremonias más importantes y

es el lugar donde reposan los restos de los patriarcas.

Precisamente, desde un punto de vista artístico, lo

más destacado del templo es el ataúd de plata con

los restos del patrón local: san Dumitru. Tras acceder

a la catedral por una columnata dedicada a los 12

apóstoles, nos encontraremos con dos lampararios

–uno para los vivos y otro para los difuntos– donde

se colocan unas curiosas velas, muy largas, finas y

frágiles, para rezar por unos o pedir la intercesión de

los otros. Como es habitual en las iglesias orientales,

el iconostasio –una pared con tres puertas decorada

con iconos– separa el altar mayor de la parte central

del templo. Las imágenes religiosas están presididas

por un mayestático Cristo Salvador, junto a la

puerta central (o puerta santa), al lado de la Virgen.

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Al pasear por Bucarest, enseguida te darás cuenta

de la importancia que aquí tiene la religión, por

la profusión de iglesias de distintos estilos y

credos que conviven en el centro de la ciudad,

como Stavropoleos (con una excelente biblioteca

especializada en música bizantina) y Kretzulescu,

dos pequeños templos, muy acogedores, que se

construyeron a comienzos del siglo XVIII –como

te habrás imaginado ya– en el estilo brancovenés.

Junto a las iglesias ortodoxas, no debemos olvidar

la presencia de otros credos, lógicamente, con

sus propios templos. La más significativa es la

Iglesia Rusa de san Nicolás, situada muy cerca

de la Plaza de la Universidad –de ahí que también

se la conozca como Iglesia de los Estudiantes– fue

costeada por el propio zar de Rusia, Nicolás II y,

en su honor, se levantó bajo la advocación de este

santo. Su imagen, con siete cúpulas bulbosas –

la típica forma de cebolla– resulta inconfundible.

A pocos metros de aquella plaza, encontrarás la

Iglesia del Santísimo Redentor o de los italianos,

el templo católico de estilo lombardo al que asistía

la comunidad de trabajadores procedentes de Italia.

Amén de sinagogas y mezquitas –al fin y al cabo,

la globalización también afecta a la religión– en el

Bulevar Carol I encontrarás un templo muy singular

dedicado al culto gregoriano apostólico armenio,

considerado el más antiguo del mundo cristiano.

Como viajar a Armenia resultará, probablemente,

difícil, entra en esta iglesia aunque sólo sea

para asistir a uno de los oficios religiosos; su

eucaristía es tan particular que te sorprenderá.

Fotos izquierda Iglesia Stavropoleos, derecha iglesia Rusa

Apaciguado el alma, el cuerpo puede descansar

sentándose a ver pasar la vida cotidiana en

cualquiera de los parques de la capital. Bucarest

te ofrece numerosas zonas verdes, como el

parque Herastrau o el Jardín Botánico, diseñados

siguiendo el omnipresente modelo francés y, el

céntrico Parcul Cismigiu (Parque del maestro de

las fuentes) de estilo vienés, con unas dimensiones

nada desdeñables (17 hectáreas) y salpicado

de fuentes, esculturas y bustos de escritores.

Para conocer algunas tradiciones de Rumanía, cerca

del Parque Herastrau, se encuentra el Museo del

Pueblo (Muzeul Satului) que alberga reproducciones

de diversas construcciones típicas del país (sobre

todo las iglesias de madera de la región de los

Maramures, pero también hay fraguas, talleres y

–especialmente– las troiţe, cruces decoradas con

numerosas inscripciones) entre árboles y puestos

de artesanos –es de los pocos lugares de Bucarest

en los que el viajero se reconvierte en turista– donde

te venderán los famosos huevos de pascua, iconos

bizantinos, una colorida cerámica (algo tosca, a

decir verdad) y reproducciones en madera de La

columna del infinito, obra de Constatin Brancusi.

Son los recuerdos más habituales de la ciudad; así

que, ve olvidándote de comprar dedales, cucharitas

bañadas en plata, postales, imanes o cualquier otro

merchandising habitual en otros lugares turísticos.

Curiosamente, con las esculturas de Brancusi,

discípulo de Rodin, se cuenta una anécdota

que el artista sufrió al llegar a los Estados

Unidos y que provocó un pequeño incidente

diplomático. Al cruzar por el control de la

aduana con las piezas de su exposición, los

agentes norteamericanos exigieron que el

escultor pagase los correspondientes aranceles

por introducir aquella chatarra en América.

Son las cosas que ocurren con el arte abstracto.

Los alrededores de bucarest

Museo de los pueblos

A pocos kilómetros de Bucarest, la monarquía

rumana –que ocupó el trono de 1861 a 1947–

construyó su propia Versalles: Sinaia. Junto al

monasterio que da nombre a la ciudad, en recuerdo

del Monte Sinaí, un camino de tierra por el bosque

nos lleva al Castillo de Peles (Castelul Peleş) que

mandó construir el Rey Carlos I a finales del XIX

siguiendo las pautas del Renacimiento alemán.

Para variar, el monarca pertenecía a una corriente

germanófila enfrentada a los intelectuales y

miembros del partido liberal, francófilos, que

finalmente, terminaron imponiéndose de cara a la

I Guerra Mundial. El palacio se construyó con todo

tipo de adelantos para la época, incluyendo un

sistema de calefacción central y aspiradores. En su

interior destaca la extensa colección de armas de

la casa reinante, los Hohenzollern, y la curiosidad

de que todos los visitantes tienen que cubrirse los

zapatos con patucos para no rayar el suelo, lo que

provoca más de un resbalón. En el exterior, entre

setos de boj, fuentes y esculturas encontrarás un

segundo palacio, más pequeño, llamado Pelişor. En

el camino entre ambas residencias, los campesinos

de la comarca se acercarán a venderte vasitos de

plástico llenos de frutas del bosque –arándanos,

SinaiaEl Castllo de Peles

frambuesas o fresas– que ellos mismos han estado

recolectando. Un manjar muy asequible para

nuestro paladar y un ingreso extra para sus carteras.

De vuelta a Sinaia, merece la pena asistir a uno de los

ritos ortodoxos del Monasterio y ver al monje canonarca

rodeando el templo mientras golpea un madero para

llamar a la oración al resto de la comunidad y a los

fieles. Si no tienes prisa, cuando acabe la eucaristía

puedes hablar con los monjes; comprobarás que

las diferencias entre católicos y ortodoxos se

limitan más a cuestiones de forma que de fondo.

Otro lugar frecuentado por los bucarestinos es

el Lago Snagov, un parque unido estrechamente

a la leyenda del Empalador. Cuando el padre del

príncipe Vlad murió asesinado, la familia Dracul

huyó a Hungría donde permanecieron hasta que

el joven regresó dispuesto a recuperar su trono.

Desde su capital –Targóviste– inició su particular

estrategia, sembrando el terror y recogiendo el

odio de sus vecinos, sobre todo los turcos, que

finalmente le tendieron una emboscada en 1476

en este parque Snagov, donde necesitaron 200

soldados para capturarlo y decapitarlo. El cuerpo se

enterró en el monasterio que hay en la isla, en mitad

del lago, pero la cabeza fue llevada a Constantinopla

donde el sultán la exhibió como un trofeo.

Marcados por el omnipresente recuerdo del mito

TB I Bucarest 20

-¡Lo que tú digas, Vasile! Pero bájate y

quita las guadañas de la vaca del coche.

Para concluir, una reflexión final: desde 1990, el

Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo

elabora anualmente el llamado Índice de Desarrollo

Humano (IDH) utilizando una estadística diferente

a las habituales renta per cápita, tasa de paro,

kilovatios consumidos o número de hogares

conectados a internet. En este caso, el índice mide

el avance promedio de un país en función de tres

dimensiones básicas del desarrollo humano: una

vida larga y saludable (según la esperanza de vida

al nacer), el acceso a conocimientos (por las tasas

de alfabetización de adultos y la de matriculación

en enseñanzas primaria a terciaria) y un nivel de

vida digno (mediante el PIB). Con esos datos, entre

el primer número 1 (Noruega) y el 169 último

(Zimbabue), España aparece en el puesto 20 (en

la mitad del grupo de cabeza, con un desarrollo

humano muy alto) y Rumanía ostenta un dignísimo

número 50 (desarrollo humano alto) por encima de

las cinco grandes potencias emergentes, los famosos

BRICS (Brasil, 73; Rusia, 65; India, 119; China; 89; y

Sudáfrica, 110); así que, empecemos a valorar a este

país como realmente se merece y olvidémonos de

tantos tópicos.

de Drácula, lo mejor es terminar nuestro recorrido

por Bucarest, con una nota de humor negro. Cuando

trates con sus habitantes verás que –además de la

eterna resignación con la que este pueblo hace gala

de asumir todo lo que les ocurre– también poseen

una sana capacidad de reírse de sí mismos con una

peculiaridad: cierto aire macabro y absurdo (puede

que esto explique la inspiración del escritor rumano

más universal: Eugen Ionescu, padre del teatro del

absurdo, con obras como La cantante calva o El

peatón del aire). Gracias a esta particular percepción

de la vida, los bucarestinos dicen que Vlad Tepes

inventó la acupuntura o que, aquí, las únicas mujeres

que saben dónde están sus maridos, son las viudas.

Cuenta un chascarrillo local que un hombre

regresaba del campo a Bucarest conduciendo

su destartalado Dacia, cuando un amigo que

iba en la parte de atrás del coche le gritó:

-Ion! ¿Has visto? Un hombre sin cabeza.

El conductor continuó sin hacerle

caso hasta que se repitió la misma escena:

-¡Pero mira detrás, Ion; hay otro tipo

sin cabeza ahí, junto a la carretera!

Cansado de sus comentarios, el

conductor se detuvo en el arcén y le dijo:

CREDITOS Fotografias: JesúsLópezyJoséManuelOliván

Texto: CarlosPérezVaquero

Diseño: PedroLagunaRoqero

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