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ANALES DE LITERATURA CHILENA Año 14, junio 2013, Número 19, 13-24 ISSN 0717-6058 MEMORIA Y GÉNEROS AUTOBIOGRÁFICOS Leonidas Morales T. Universidad de Chile [email protected] 1 En su libro La memoria, la historia, el olvido, Paul Ricoeur (33) repetía la frase de Aristóteles: “Memoria es memoria del pasado”. Es decir, recuerdo. Memoria de un “yo” o de un “nosotros”, “personal” o “colectiva”. Me atendré aquí a la memoria personal, la de un yo. Este yo, en cuanto sujeto de memoria, recuerda en su calidad de testigo de lo que recuerda: experiencias en las que ha participado como protagonista o espectador. Pero la memoria del testigo no es una soberana con poder para decidir, libre y autónomamente, qué recordar y qué no. En otras palabras, la memoria del testigo no es una simple cámara registradora, neutral y objetiva. El trabajo de la memoria está condicionado, en la elección y el sentido de lo que recuerda, por múltiples factores: la cultura del testigo, su adscripción social, el momento biográfico o histórico en que se inserta el recuerdo, su visión ideológica del mundo y de las cosas, la conciencia que tiene de sí mismo, de su tiempo, y, desde luego, aquello de lo que no tiene conciencia, es decir, el inconsciente y sus nudos no resueltos. El testigo puede comunicar el trabajo de su memoria, y si lo hace en forma escrita, su discurso (su testimonio) tendrá que optar, para configurarse, por alguna de las clases de discurso disponibles para tal propósito en la sociedad y en la cultura a las que pertenece. Cada una de estas clases de discurso, siempre históricas en la medida en que aparecen y desaparecen o se transforman en el tiempo, es un género “discursivo” (Bajtín) o “del discurso” (Todorov). Si se trata de la sociedad y la cultura modernas, el testigo puede comunicar el trabajo de su memoria apelando, por ejemplo, a la au- tobiografía, o a “las memorias”, ambos géneros (como también los diarios íntimos) cuya aparición y posibilidad es inseparable de la nueva concepción del sujeto que introduce en Europa, a partir del siglo XVII fundamentalmente, el protestantismo como ética del capitalismo, en los términos planteados por Max Weber (Cf. Ricoeur 129-172). Un sujeto con una identidad propia, dueño de sí y responsable de sí. En otras palabras: el sujeto burgués.

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ANALES DE LITERATURA CHILENAAño 14, junio 2013, Número 19, 13-24 ISSN 0717-6058

MEMORIA Y GÉNEROS AUTOBIOGRÁFICOS

Leonidas Morales T.Universidad de Chile

[email protected]

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en su libro La memoria, la historia, el olvido, Paul Ricoeur (33) repetía la frase de Aristóteles: “Memoria es memoria del pasado”. Es decir, recuerdo. Memoria de un “yo” o de un “nosotros”, “personal” o “colectiva”. Me atendré aquí a la memoria personal, la de un yo. Este yo, en cuanto sujeto de memoria, recuerda en su calidad de testigo de lo que recuerda: experiencias en las que ha participado como protagonista o espectador. Pero la memoria del testigo no es una soberana con poder para decidir, libre y autónomamente, qué recordar y qué no. En otras palabras, la memoria del testigo no es una simple cámara registradora, neutral y objetiva. El trabajo de la memoria está condicionado, en la elección y el sentido de lo que recuerda, por múltiples factores: la cultura del testigo, su adscripción social, el momento biográfico o histórico en que se inserta el recuerdo, su visión ideológica del mundo y de las cosas, la conciencia que tiene de sí mismo, de su tiempo, y, desde luego, aquello de lo que no tiene conciencia, es decir, el inconsciente y sus nudos no resueltos.

El testigo puede comunicar el trabajo de su memoria, y si lo hace en forma escrita, su discurso (su testimonio) tendrá que optar, para configurarse, por alguna de las clases de discurso disponibles para tal propósito en la sociedad y en la cultura a las que pertenece. Cada una de estas clases de discurso, siempre históricas en la medida en que aparecen y desaparecen o se transforman en el tiempo, es un género “discursivo” (Bajtín) o “del discurso” (Todorov). Si se trata de la sociedad y la cultura modernas, el testigo puede comunicar el trabajo de su memoria apelando, por ejemplo, a la au-tobiografía, o a “las memorias”, ambos géneros (como también los diarios íntimos) cuya aparición y posibilidad es inseparable de la nueva concepción del sujeto que introduce en Europa, a partir del siglo XVII fundamentalmente, el protestantismo como ética del capitalismo, en los términos planteados por Max Weber (Cf. Ricoeur 129-172). Un sujeto con una identidad propia, dueño de sí y responsable de sí. En otras palabras: el sujeto burgués.

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En las páginas que siguen quiero detenerme en la opción del género “memo-rias” (recuerdos de un sujeto biográfico como testigo), recordar sus propiedades más importantes, algunas vicisitudes de su historia en Europa, donde aparece y se define gradualmente, para abordar luego el tema central de este ensayo: el problema de la tradición memorialística en Chile y de las etapas distinguibles en su desarrollo desde el siglo XIX.

Que las memorias sean un género (una clase de discurso) significa por lo pronto que podemos reconocerlas y distinguirlas de otros géneros. Algo no siempre fácil. Las dificultades, y, peor aún, los errores de identificación en los que notoriamente se incu-rre, derivan del manejo de un concepto difuso, basado puramente en una impresión o intuición libre. Es lo que le sucede a Hernán Díaz Arrieta (Alone) cuando en su libro Memorialistas chilenos incluye en el corpus textos de ficción (en el caso de la novela Niño de lluvia de Benjamín Subercaseaux) o textos que pertenecen con propiedad al ámbito de la poesía, de la evocación poética (como en el libro de Luis Oyarzún Los días ocultos). Las memorias como género están escritas en prosa y no pertenecen al ámbito de la ficción o a las figuraciones mediatizadas por la intención poética, de escribir prosa poética, aun cuando muchos de los elementos incorporados a la ficción o a la evocación poética tengan un sustento en la realidad.

Pero hay otro problema que interfiere en la identificación del género memorias. Primero, una observación general: los géneros no constituyen universos de propieda-des cerrados sobre sí mismos. Consideradas aisladamente, las propiedades asociadas a la identidad de un género suelen ser compartidas con otros géneros. Por ejemplo, la indicación de la fecha y del lugar de la enunciación es común a la carta y al diario íntimo. Es decir, las propiedades que diferencian a un género de otro, lo hacen como conjunto y no por separado. Además, todos los géneros del “yo” biográfico (diarios, memorias, cartas, autobiografías) tienen también en común determinadas condicio-nes de enunciación: narrador biográfico y autor coinciden, son el mismo (no así en la biografía o en la ficción). Por último, el sujeto biográfico (“yo”, narrador, autor) está, en todos estos géneros, habilitado, estructuralmente, para constituirse en testigo de lo que recuerda, y, por lo tanto y paralelamente, el discurso de la memoria, en un testimonio.

Por el hecho señalado de que tales o cuales propiedades de un género, vistas aisladamente, pueden ser compartidas con otros, se da la situación de géneros que comparten muchas de sus propiedades y terminan no sólo inscribiéndose en una re-lación de proximidad más estrecha, de identidad fronteriza, sino incluso generando más de alguna confusión entre uno y otro, y hasta reduciéndolos a una sola categoría o clase de discurso. Es el caso justamente de la autobiografía y las memorias. A pesar de su vecindad, hay sin embargo criterios que permiten diferenciarlos con claridad suficiente. Philippe Lejeune, uno de los teóricos contemporáneos más importantes de la autobiografía, al comparar este género con el de las memorias, subrayaba una

diferencia fundamental. Las memorias, siendo también, como la autobiografía, un “relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia”, se aleja de este género en la medida en que no hace suya una propiedad, según Lejeune, inseparable de la definición de la autobiografía: la de ser un relato que pone “énfasis” en la “vida individual” del sujeto biográfico y, agregaba, “en particular, en la historia de su personalidad” (48).

Claramente no es el caso de las memorias. No se escriben para construir, con la memoria, la trayectoria de una subjetividad, la historia de un sujeto privado, las peripecias de una identidad “personal”. Desde su aparición en Europa y su difusión a partir del siglo XVII, las memorias se han caracterizado por ser un relato de recuerdos de un sujeto público, es decir, de un sujeto cuya historia se inscribe en aquellos espa-cios culturales y momentos en el tiempo de una sociedad por los cuales ha transitado como testigo. Pero el suyo no es un testimonio más, uno cualquiera. El testigo tiene conciencia de la importancia de su testimonio para la sociedad en que vive, o, dentro de ella, de su interés para la historia de tales o cuales prácticas específicas (culturales, artísticas). Sin duda, este género contribuye a la formación de una memoria “colecti-va” o “pública”, más allá de que tenga o no un reconocimiento generalizado, sea una memoria que afiance o legitime el poder, o sea una que lo denuncie o contribuya a su resistencia.

Desde las últimas décadas del siglo XX, los géneros de la memoria, la de un “yo” biográfico, se han convertido en todas partes (sobre todo la autobiografía) en el objeto de un amplio estudio crítico y teórico, sintomáticamente coincidiendo con un momento en que la noción misma de sujeto y de su identidad, comienzan a volverse problemáticas. En 1991, se publicaban en España traducciones al español de artículos y capítulos de libros de autores ya clásicos dentro de la teoría de la autobiografía, y en 1996, y también en España, se hacía lo mismo con el diario íntimo. En América Latina son ya numerosos los trabajos en torno a estos géneros desde ambos puntos de vista1. Cuando son trabajos referidos a todo el campo de los géneros, o a algunos de ellos en particular, sus autores optan por escribir sobre ellos desde categorías inclusivas. Por ejemplo, Silvia Molloy habla en su libro Acto de presencia. La escritura autobiográ-fica en Hispanoamérica de “escritura autobiográfica”, y Leonor Arfuch, de “espacio biográfico” en El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea.

1 No me refiero aquí al “boom” del “testimonio”, de su escritura y de su estudio, en las décadas 1960, 70 y 80, ni a los problemas planteados, en el caso de las narraciones testi-moniales, por las relaciones entre “autor” y narrador, que introducen una problemática de los géneros nueva.

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En Chile los estudios sobre los géneros del “yo” autobiográfico son cada vez más frecuentes desde la década de 19902. Sólo citaré un par de ejemplos. Lorena Amaro, dedicada en los últimos años a esta temática, publica un libro, como editora y coautora, sobre la autobiografía en América Latina, con un título que pone el acen-to, mediante el paréntesis, en el bíos: “auto (bio) grafías”. Y hay otro libro, también reciente, que nos resulta aquí especialmente pertinente porque restringe la extensión del campo de autores y géneros y lo reduce (tal como yo mismo lo haré) a los límites de la historia cultural y literaria chilena, concretamente la de su período moderno, es decir, la de los siglos XIX y XX. Se trata del libro de César Díaz Cid, Elogio a la me-moria, centrado en los géneros de la autobiografía y de las memorias, pero sin insistir conceptualmente en las diferencias entre estos géneros, privilegiando en cambio la dimensión “autobiográfica” propia de toda escritura del “yo”. La referencia al libro de César Díaz me sirve de puente para entrar en el campo de las memorias en Chile y abordar algunos aspectos de su historia.

Desde el libro inaugural de José Zapiola, Recuerdos de treinta años (1810-1840), los libros de memorias, bajo títulos con diversas variaciones (“memorias”, “recuerdos”, “confesiones”), tendrán en Chile una producción excepcional, hasta la actualidad (más adelante intentaré una interpretación de esta verdadera vocación nacional por las memorias). Zapiola armó su libro con artículos publicados previamente en la prensa y lo publicó en 1872. Por el éxito que obtuvo, fueron apareciendo sucesivas ediciones, con cambios cada una. La definitiva es de 1881(Díaz-Cid 57 y s). El mismo método de armar Zapiola su libro, lo repite Vicente Pérez Rosales, con Recuerdos del pasado (1814-1860), la más conocida y difundida de la memorias del siglo XIX. El título de las memorias de Pérez Rosales pareciera una reescritura libre de la frase de Aristóteles citada por Ricoeur: “la memoria es memoria del pasado”, recuerdo.

Propongo dividir la historia chilena del género de las memorias en tres períodos, articulados, cada uno, a determinados momentos de la historia de la sociedad chilena, momentos perfectamente diferenciados. Al primer período pertenecen las memorias ya citadas. Correspondería agregar también las de José Victorino Lastarria, Recuerdos literarios, libro publicado en 1878. ¿Qué hay de común entre estos tres escritores? ¿Por qué sus memorias parecen tener los mismos supuestos históricos, y cuáles serían estos supuestos? Probablemente sin saberlo, Zapiola, Pérez Rosales y Lastarria repiten en las suyas las mismas características y funciones con que el género surge en Europa dos siglos antes (desde el siglo XVII al siglo XVIII). A pesar de su desfase, en ambos

2 Yo mismo he contribuido a estos estudios con mi libro La escritura de al lado. Géneros referenciales. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2001.

casos el género aparece solidario con su momento histórico: el de la formación del Estado y la sociedad modernos.

Desde la perspectiva de la historia de Francia, Jean-Marie Goulemot, refiriéndose a la aparición de las memorias en los siglos XVII y XVIII, observa que “la mayoría de las veces, como es normal en una sociedad aristocrática, están escritas por los representantes más eminentes de la elite social” (Goulemot 362). Algo similar ocurre en Chile. Zapiola y Pérez Rosales se insertan en la oligarquía chilena, y representaron posiciones públicas destacadas, incluso en el aparato estatal de la administración (Pérez Rosales fue “agente” del gobierno para coordinar en Europa la inmigración alemana en el sur de Chile). Dentro de la elite chilena Lastarria no introduce ninguna ruptura: provenía, es cierto, más bien de sectores medios emergentes (tal vez esto explique, pensando en que los sectores medios estaban todavía lejos de convertirse en una clase intelectual y socialmente gravitante, el tono orgulloso, cuando no vanidoso, de sus memorias), pero las posiciones que asume, en la política y en la cultura, sobre todo en la cultura literaria, se inscriben plenamente en las problemática de una sociedad y de un Estado de modernidad aún incipiente, por lo tanto con zonas de la institucionalidad y la cultura en sus diversos planos, abiertas al debate y a la innovación.

¿Bajo qué condiciones de enunciación las memorias y sus autores se inscriben en cada uno de los períodos históricos que les ha correspondido, y dentro de la socie-dad de la que han formado parte? Hablo de las condiciones que rigen la enunciación del “yo” biográfico y del testimonio que ofrece. La dominante es lo público. Me he referido a esto al comienzo de mi ensayo, pero es necesario volver aquí sobre el punto y especificar la definición, y así entender mejor la relación de las memorias de Zapiola, Pérez Rosales y Lastarria con esa etapa inicial de la formación de la sociedad y del Estado chilenos.

A veces, dice Madeleine Foisil, los títulos mismos de los libros de memorias “las convierten desde el primer momento en memorias de vida pública” (Foisil 311). No es común esta clase de títulos entre las memorias chilenas. En todo caso, no es ahí naturalmente, en el título, donde se decide el género como relato biográfico de vida pública. Las condiciones de enunciación del testigo y su testimonio de vida pública quedan muy bien descritas en las siguientes palabras de Jean-Marie Goulemot: los autores de memorias tuvieron participación en la historia pública y “asumen y justifican su papel de testigos o de actores […], pero lo que nos interesa aquí”, agrega, hablando del género de las memorias, es que “éste trata de reducir la persona a sus actos públicos. En cierto sentido, las memorias terminan en donde comienzan lo privado y lo íntimo; excluyen de su escritura todo lo que no se refiera a la vida pública” (Goulemont 363).

Con estilos distintos, los tres memorialistas chilenos mencionados recuerdan lo que vieron e hicieron. Las circunstancias biográficas asociadas a la vida privada de cada uno, especialmente en Zapiola y Pérez Rosales (un sedentario el primero, gran viajero y ejecutor de múltiples oficios y tareas el segundo), sólo son evocadas como

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marco dentro del cual tiene lugar lo que al final le importa tanto al autor como al lector: los hechos políticos, institucionales, culturales de la historia pública chilena durante el período de su modernización, un proceso éste iniciado después de la Independencia en 1810. Zapiola comienza recordando incluso personajes y sucesos del último gobierno colonial, el de Antonio García Carrasco. Las memorias de Pérez Rosales se abren, a su vez, con la descripción de la ciudad de Santiago en 1814, que “no alcanza a ser ni la sombra del Santiago de 1860”. Como su título lo sugiere (Recuerdos literarios), las memorias de Lastarria se limitan al recuerdo, desde 1836 en adelante, de los avatares de la política institucional, fundamentalmente en el campo de los estudios literarios, y de su activa participación en su promoción.

A la luz de la dimensión pública del proceso modernizador, dentro del cual se insertan las memorias de los tres autores de que hablo, no deja de ser revelador que los dos primeros fueran de manera explícita solidarios del proyecto político de Diego Portales, el hombre que construye, bajo el signo de una dictadura implacable, el Estado chileno moderno. Zapiola defiende a Portales y su obra en páginas dedicadas a refutar los juicios en contra emitidos por Lastarria, un reconocido liberal, en un folleto de 1866 (Zapiola 130-140). Por su parte, Pérez Rosales lo llama “genio”, “padre de la moderna patria”. Lo curioso es que escribe esas palabras en la misma página en que inicia el relato de cómo al llegar al pueblo de Curicó, de regreso de San Luis, Argentina, en un viaje a caballo por pasos cordilleranos, se encuentra inesperadamente con una multitud reunida en la plaza del pueblo para asistir al fusilamiento de tres “distinguidos caballeros” por protagonizar, según la sentencia, actos “revolucionarios”, entiénda-se, subversivos, sentencia dictada en el contexto de la dictadura de Portales. Pérez Rosales no condena la dictadura. Se limita a comprender esas muertes remitiéndolas a la condición humana, a la fortuna o al infortunio que ampara (Pérez Rosales 171).

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El segundo período en la historia del género de las memorias cubre las dos últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. El Estado portaliano se ha con-solidado a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y los “aparatos ideológicos de Estado” (Althusser) han terminado configurando una identidad de nación. Al trabajo de estos aparatos contribuyó sin duda el triunfo en la guerra del Pacífico de 1879 contra Perú y Bolivia, y la “pacificación” forzada y violenta de la Araucanía con el envío, en 1883, de un contingente militar formado por los primeros destacamentos que regresaban victoriosos de la guerra concluida el mismo año 1883. Colonos alemanes, cuya venida había organizado justamente Vicente Pérez Rosales, y colonos chilenos sin escrúpulos, aprovecharon la nueva frontera para apropiarse de territorios indígenas, mediante argucias legales y a menudo con engaños.

En Europa (en Francia como modelo) por esos años el sistema de producción capitalista había alcanzado un nivel explosivo de desarrollo, junto con su expansión dentro y fuera de Europa (el “neo-colonialismo”). La burguesía, que había acumulado una riqueza absolutamente inédita, confiaba en la continuidad del sistema y de su propia hegemonía como clase social. En otras palabras, desde su dominio del presente, miraba confiadamente su dominio del futuro3. Esta confianza y esa riqueza condicionaron y presidieron los años conocidos como los de la “belle époque”, que se extienden bási-camente desde la década de 1880 hasta la de 1910, más exactamente, hasta la Primera Guerra Mundial. La burguesía se entrega entonces al “placer” de vivir el presente, el día tras día, y a la “estetización” de las prácticas de vida cotidiana. Se multiplican así los “escenarios” de representación de una vida colmada: bulevares, pasajes, la ópera, los salones donde se daban cita la elegancia y la cultura.

La imitación chilena (sobre las mismas bases que su modelo europeo: la riqueza y la confianza en el progreso) de los estilos, gustos, roles de la mujer y espacios de sociabilidad de la “belle époque” (vestimenta, diseño de edificios y casas particulares –a veces construidas por arquitectos europeos contratados y traídos con ese fin–, los salones como lugares de protagonismo de la mujer, etc.), fue rápida y entusiasta, fa-vorecida por la estabilidad institucional y por la riqueza que fluía en abundancia de la minas salitreras del norte del país, de las zonas conquistadas en la guerra del Pacífico4. El rediseño de Santiago había empezado ya con las innovaciones urbanísticas de Vicuña Mackenna y pronto la ciudad dejó de ser la “ciudad patricia” para pasar a convertirse, hacia 1880, en una “ciudad burguesa”, según la terminología y la conceptualización de José Luis Romero (Cf, Romero 247-318). Aparecían ya instalados espacios urba-nos de vida cotidiana propiamente modernos, que sostenían y propiciaban una nueva experiencia del tiempo y del espacio. Lo que no podía dejar de traducirse también en una nueva concepción y una nueva práctica del arte y la literatura, ya modernas plenamente, y con las influencias previsibles de las tendencias artísticas y literarias dominantes en Europa en las últimas décadas del siglo XIX en Europa, y contempo-ráneas de la “belle époque”: el impresionismo, el decadentismo, el simbolismo. El “modernismo” de Rubén Darío sería su expresión latinoamericana.

3 Por supuesto, detrás de esa riqueza y de esa confianza, yacía, haciéndolas posibles, sosteniendo el espectáculo de su escenificación social, la miseria del trabajador. Pero también es cierto que la agitación social no se había detenido después del estallido fracasado de 1848: paralelamente renacía y se extendía hasta que su presión produjo el estallido de la Revolución Rusa de 1917.

4 Las condiciones de vida y de trabajo de los productores de riqueza, sobre todo los mineros del norte, eran iguales o peores que la de los obreros europeos. Ver nota anterior.

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Las memorias cuyos recuerdos transcurren dentro del período de la “belle époque”, o lo atraviesan, son en Chile numerosas. Sus autores pertenecen, como debía esperarse por lo demás, a la burguesía. Son miembros destacados de esta clase social, por su riqueza o, al mismo tiempo, por su cultura u obra artística, o como altos funcionarios de gobierno, embajadores, profesionales, parlamentarios. Hombres y mujeres. Por la edad más o menos avanzada desde donde el memorialista escribe necesariamente sus recuerdos, las fechas de publicación de estas memorias del segundo período son del siglo XX. Una de las primeras es Memorias de 50 años (1908) de Ramón Suber-caseaux5. Cito otras6: Recuerdos de la Escuela (1922) de Augusto Orrego Luco, Mis memorias (1936) de Carmen Smith, Recuerdos de mi vida (1942) de Martina Barros, Memorias (1962) de Pedro Subercaseaux, Reminiscencias (1976, póstumo) de Julio Subercaseaux. Este último proporciona un buen ejemplo de la “belle époque” chilena y de las condiciones excepcionales, de privilegio, de la vida de la alta burguesía en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX. En efecto, este libro de Julio Subercaseaux no lo oculta sino que lo exhibe, con una desaprensión que al no ser irónica resulta caricaturesca, en su índice mismo. Cada uno de los tres capítulos en que se divide, lleva un nombre: “Capítulo I Mi infancia feliz”, “Capítulo II Mi ado-lescencia envidiable”, “Capítulo III Juventud dorada” (Subercaseux 326). El centro del relato en estas memorias es el “viaje”. No el viaje de los diarios de viaje del siglo XIX, género común en América Latina y en Chile. Los diarios de viaje, como los de Vicuña Mackenna o Isidoro Errázuriz a Europa o a Estados Unidos, los escriben, o mejor, los llevan, hombres que viajan desde países en proceso de modernización, con la mirada atenta a lo que no tienen en su país y que les gustaría tener: formas de vida, instituciones, leyes, cultura, diseño de espacios urbanos como expresión de modernidad. Registran lo que les parece ejemplar en este sentido con la intención de comunicarlo a su regreso, publicando sus notas, y contribuir por esta vía a enriquecer los procesos modernizadores, es decir, aportar a la construcción de la idea de “nación” como la nueva comunidad “imaginada”(Véase Anderson). Eso hizo Vicuña Mackenna: trajo de Europa ideas urbanísticas como las aplicadas por el Barón Haussmann en París, y armó su proyecto de remodelación de la ciudad de Santiago.

5 En 1936 publica una segunda versión con el título de Memorias de ochenta años.6 el libro Memorias de Iris 1899-1925, de Inés Echeverría, publicado por Aguilar

Chilena recientemente (en 2005), presenta un problema de edición. Ésta estuvo a cargo de Verónica Noguera Larraín, descendiente de Inés Echeverría. Ella recibió los manuscritos por vía familiar. Hay por supuesto en este libro muchas páginas que son efectivamente páginas de memorias, pero aparecen mezcladas con otras que son páginas de diario (en su mayoría de diario de viaje), sin que la edición las distinga y separe.

El viaje de los memorialistas chilenos del segundo período, está animado por un componente característico: el viaje a Europa, a París, ya no es un desplazamiento más o menos inaugural, o excepcional, hacia países con un desarrollo modélico, a mirar y registrar lo que puede importar para su reproducción dentro de los procesos moderniza-dores del país. Por el contrario, ahora el viaje de alguna manera se ha “autonomizado” como gesto restrictivo de clase. Para empezar, es una repetición de sí mismo: un viaje convertido en tópico de la alta burguesía, de sus rutinas y de su legitimación cultural ante sus propios ojos. En segundo lugar, el viaje aparece penetrado por el sentimiento de “placer” y convertido en una experiencia de connotaciones “estéticas”. Por último, en algunos casos, el viaje puede transformarse asimismo en un medio para acceder a estudios, a conocimientos de diversa índole, en países europeos, siempre asociados, en principio, con intereses más bien personales.

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El tercer período de la historia chilena del género es el de los memorialistas que podemos llamar contemporáneos. En el tiempo, son todos autores nacidos a fines del siglo XIX o comienzos del XX. Su memoria, en mayor o menor medida, es ya nuestra memoria, la de nuestro horizonte histórico inmediato. De alguna manera nos reconocemos en ella, con sus traumas y sueños.Trataré a continuación de diferenciarlos del grupo anterior, poniendo el acento en algunos de los rasgos de su identidad que me parecen fundamentales.

Los memorialistas de la “belle époque” representan un grupo en general homo-géneo. No sólo desde el punto de vista de la clase social de pertenencia, la burguesía. Desde ya su homogeneidad aparece reforzada en su articulación interior mediante los lazos de familia que frecuentemente existen entre ellos. La repetición de apellidos es ya una prueba. Pero obviamente la homogeneidad está determinada en lo esencial por la ideología compartida. En este sentido, los integrantes del grupo son portadores de una visión global del hombre y la sociedad similar o compatible, en su estructura básica, en sus centros ordenadores de la visión, más allá de los matices o diferencias individuales en los modos de inserción.

Los memorialistas contemporáneos rompen con esa homogeneidad, y en su lugar instalan una memoria de la diferencia, política, social y culturalmente. La uniformidad de clase concluye: aparecen sujetos de memoria pertenecientes a las clases medias, de rápido desarrollo en la primera mitad del siglo XX. 1938, con la elección de Pedro Aguirre Cerda, podría marcar el momento en que los sectores medios y populares introducen un cambio significativo en el ejercicio del poder político. Pero junto con la uniformidad de clase, los nuevos memorialistas terminan también con la centralidad de Santiago: vienen muchos de la provincia, de pequeños pueblos. Un buen ejemplo es José Santos González Vera, nacido en El Monte, poblado cercano a Santiago, en

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1897. Sus memorias, Cuando era muchacho (1951), recogen la experiencia formativa del anarquismo y su espíritu libertario, activos asimismo en sus relatos de ficción. A la misma tradición, la del anarquismo, pertenece otro memorialista, Manuel Rojas, nacido en Argentina en 1896, autor de Imágenes de infancia (1950). También afín al anarquismo, aunque en una línea diferente a la de González Vera y Rojas, es Fernando Santiván, nacido en Arauco en 1886. Además de novelas, escribió las Memorias de un tolstoyano (1955). Los episodios evocados son de juventud, de cuando, siguiendo a Tolstoi y su opción de retirarse al campo, a la naturaleza, como rechazo al mundo urbano moderno, decidió también, junto con amigos, irse a San Bernardo para fundar una colonia “tolstoyana”.

La gran fractura social de 1973, la del golpe militar y la ominosa dictadura que inaugura, fue también, y paralelamente, una gran fractura de la memoria, individual y colectiva. Durante la dictadura, los ideólogos de la burguesía llevan a cabo una operación cuyos efectos forman parte de nuestro presente: desarmar, desmontar el Estado heredado y sus instituciones, para crear un nuevo Estado. El “nuevo” Estado se define por la renuncia a sí mismo, a sus funciones como sostenedor y garantizador de bienes públicos (educación, salud, etc.), en beneficio del mercado, entregado, casi sin regulación, a su propia lógica, que no reconoce restricciones éticas ni se inquieta por violaciones a los derechos humanos, si éstas son en su beneficio. Del ciudadano agente del cambio social, sujeto de historia y utopías, que conocieron González Vera, Rojas y Santiván, pasamos a un ciudadano devaluado y convertido en un “consumi-dor”, en una pieza del mercado.

Esa operación de la burguesía sólo pudo realizarse en el contexto dictatorial de un poder absoluto. La represión, la tortura, el exilio, pero también la resistencia y la lucha, son el objeto o el referente de un gran número de memorias publicadas con posterioridad a 1973. No haré aquí su listado. Sería innecesario. Me limito a citar un par de títulos, imprescindibles por distintas razones. Confieso que he vivido (1974), de Neruda, podría leerse como una suerte de introducción al golpe militar, o de epílogo a la historia de un poeta que creyó y militó en la libertad. Las Memorias (1985) del general Carlos Prats, figura importante en el gobierno de Salvador Allende, derrocado por los militares, están escritas desde su exilio en Buenos Aires, poco antes de que fuera asesinado por agentes de los servicio secretos de la dictadura de Pinochet.

Para cerrar este ensayo, quiero llamar la atención acerca de una constante de la historia cultural de Chile. Alguna vez se dijo que Chile era un país de historiadores, pensando en su abundancia desde el siglo XIX. Lo mismo puede decirse de las memo-rias: Chile es un país de memorialistas. Su bibliografía completa llena páginas. ¿Hay alguna explicación plausible para este fenómeno singular? Si las memorias son, desde sus comienzos en Europa, memoria de un sujeto inserto en lo público, y es de esta inserción, cualquiera sea, de la que da testimonio porque piensa que su testimonio es importante para la historia de la sociedad en la que vive, entonces es posible imaginar

una respuesta. Lo público no tiene que ver sólo con espacios públicos, con la plaza como metonimia de lo público. Tiene que ver fundamentalmente con instituciones públicas: aquellas que regulan o condicionan la vida cotidiana, es decir, con aquellas que son expresión de un poder y del Estado como figura del poder. Donde no hay instituciones públicas ni un poder claramente establecidos, tampoco hay condiciones propicias para el cultivo y el desarrollo del género. En este sentido, el caso de Chile es especial. Primero, tanto la instauración del Estado moderno con Portales como su transformación en Estado “subsidiario” en las décadas de 1970 y 1980, han ocurrido en el contexto de dictaduras: de ahí la radicalidad de las formas institucionales en cada caso. Luego, esas mismas formas así impuestas, traumáticamente, traían en su interior dispositivos suficientes (legales, constitucionales) para asegurar su reproducción hasta convertirse en supuestos de la vida cotidiana y de su “normalidad”. Es el origen de la llamada “estabilidad” institucional de Chile. Una historia semejante de lo “público” no podía sino ofrecer condiciones particularmente favorables para el desarrollo del género de las memorias (las mismas que podrían explicar la prosperidad paralela de la historiografía).

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