St. Germain, Poitiers - Testimonio Mundo Vikingos

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ABBON DE SAINT-GERMAIN Y GUILLERMO DE POITIERS TESTIMONIOS DEL MUNDO DE LOS VIKINGOS EDICIONES ORBIS, S.A. Títulos originales: Bella Parisiacae Urbis (888-889) Gesta Guillelmi, ducis Normannorum et regís Anglorum (1073-1074) Traducción: del primer libro, Anna Papiol y María Ohannesian del segundo, Gloria Torres Revisión de las traducciones: Jorge Binaghi Prólogo: Francisco J. Fortuny Dirección editorial: Virgilio Ortega © Ediciones Orbis, S.A., 1986 Apartado de Correos 35432, 08080 Barcelona ISBN: 84-7634-750-2 D. L.: B. 31084-1986 Compuesto, impreso y encuadernado por: Printer industria gráfica, s.a. c.n. II, cuatro caminos, s/n 08620 sant vicenç dels horts barcelona 1986 Printed in Spain

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ABBON DE SAINT-GERMAINY

GUILLERMO DE POITIERS

TESTIMONIOS DEL MUNDO DE LOS VIKINGOS

EDICIONES ORBIS, S.A.

Títulos originales:

Bella Parisiacae Urbis (888-889)

Gesta Guillelmi, ducis Normannorum et regís Anglorum (1073-1074)

Traducción: del primer libro, Anna Papiol y María Ohannesian del segundo, Gloria Torres

Revisión de las traducciones: Jorge Binaghi

Prólogo: Francisco J. Fortuny

Dirección editorial: Virgilio Ortega

© Ediciones Orbis, S.A., 1986

Apartado de Correos 35432, 08080 Barcelona

ISBN: 84-7634-750-2

D. L.: B. 31084-1986

Compuesto, impreso y encuadernado por:

Printer industria gráfica, s.a. c.n. II, cuatro caminos, s/n

08620 sant vicenç dels horts barcelona 1986

Printed in Spain

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ÍNDICE

PRÓLOGO....................................................................................................................................................3

Dos momentos representativos..................................................................................................................3

Los vikingos: primera etapa y su periodización........................................................................................3

El ducado vikingo de Normandía..............................................................................................................5

La Inglaterra de la era vikinga...................................................................................................................5

La conquista normanda de Inglaterra........................................................................................................6

Inglaterra y Normandía después del Conquistador....................................................................................7

El asedio de París en el 885-886................................................................................................................8

La «Gesta Guillelmi, ducis Normannorum et regís Anglorum»................................................................9

Historiador oficial, cantor épico y moralista...........................................................................................10

BIBLIOGRAFÍA.........................................................................................................................................12

EL SITIO DE PARÍS POR LOS NORMANDOS......................................................................................14

(LIBROS I Y II)...........................................................................................................................................14

Carta original del humilde al querido hermano Gozlin...........................................................................15

Versos dactílicos al maestro....................................................................................................................16

ASÍ COMIENZA EL LIBRO PRIMERO DE LAS GUERRAS DE LA CIUDAD DE PARÍS.......................................17

ASÍ COMIENZA EL SEGUNDO LIBRO DE LAS GUERRAS DE LA CIUDAD DE PARÍS......................................28

HISTORIA DE GUILLERMO, DUQUE DE NORMANDÍA Y REY DE INGLATERRA......................39

PRIMERA PARTE (Falta el principio)...................................................................................................40

SEGUNDA PARTE.................................................................................................................................64

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PRÓLOGO

Dos momentos representativos

Se recogen en este volumen dos obritas muy dispares que tienen en común el protagonismo de los vikingos, en el sentido vulgar del término. La primera es un pedante ejercicio escolar de un ingenuo, pero bien dotado, alumno; la segunda es el fruto maduro de uno de los mejores historiadores oficiales de una corte feudal. La narración del asedio de París por los vikingos en el 885-886 es el testimonio, muy sentido, del impacto que causó la fiera actitud de los hombres del norte sobre el tambaleante imperio carolingio. La biografía de Guillermo el Conquistador es el canto y la justificación del más sorprendente acontecimiento protagonizado por unos normandos perfectamente asentados en un país del sur, hasta el punto de enfrentarse por las armas a sus hermanos del norte y poner la primera piedra de lo que será la moderna Inglaterra. Los «diabólicos piratas» de Abbón encarnan, en Guillermo de Normandía, la espléndida figura del princeps ciceroniano por obra de un normando latinista. Espléndida evolución la de estos vikingos que, para el hombre de la calle, nunca dejaron de tener la legendaria figura de salvajes gigantes del mar, que nunca fue real.

Estos hombres de leyenda, para el historiador, son un enigma. ¿Por qué iniciaron en el siglo VIII un poderoso movimiento de expansión que finaliza, sin más, en el siglo XI? ¿Qué eran predominantemente, piratas o mercaderes? ¿Cómo consiguieron crear un auténtico duplicado del imperio carolingio en el norte con el rey Knut? ¿Qué fue lo que aportaron y qué lo recibido?

Por encima de los problemas históricos brilla la extraordinaria capacidad asimiladora de unos pueblos cuyo saldo final no es la destrucción, sino la muy positiva contribución a la Europa bajo-medieval. Si no fueron sus protagonistas, por lo menos estuvieron íntimamente implicados en el nacimiento del feudalismo post-carolingio galo, el de unas modernas Inglaterra e Irlanda, el de los principales principados rusos, el de la monarquía siciliana y en las mejores empresas de Bizancio. Ellos fueron el puente comercial entre Occidente y Asia mientras el Mediterráneo permanecía cerrado por la expansión meramente militar del Islam. Siguiendo las rutas e imitando el modelo frisio (Países Bajos actuales), los vikingos propiciaron el sorprendente despegue mercantil de las ciudades del norte de Alemania a partir del siglo XI. Sus grandes enclaves mercantiles internacionales de Birka (Suecia, 800?-970?), Skiringssal (Noruega, siglos IX-X) y Hedelby (Dinamarca, 700-1066) constituyen el precedente de las ciudades hanseáticas.

Los vikingos: primera etapa y su periodización

El término vikingr es un sustantivo masculino con el que se designa a quien toma parte en una expedición viking. Adam de Brema (1er tercio del siglo XI) escribió: «Ipsi vero pyratae, quos illi wikingos apellant, nostri ascomanos». Adam da, a la vez, testimonio del nombre con que se autodesignaban aquellas gentes que, a finales del siglo VIII, aparecían ante las costas de unos pueblos capaces de escribir su historia, y el juicio peyorativo con que les veían sus víctimas. Se sabe que tales «piratas» son normannii, que, si bien significa propiamente «normandos», «noruegos», se generalizaba en «hombres del norte» por parte de unos cronistas que no distinguían con demasiada claridad las tres nacionalidades de sus asaltantes. Verdad es que la comunidad de lengua, apenas diferenciada por rasgos dialectales aún, y su propensión a la mezcla tampoco facilitaron la labor de los cronistas. Hoy resulta mucho más clara la diferenciación de zonas de influencia, tipos de acción y nacionalidad de origen y modo de vida de los jefes vikingos y sus hombres.

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Los vikingos aparecieron como un fenómeno nuevo y esencialmente guerrero; en realidad, no eran ni lo uno ni lo otro. Tanto por las vías fluviales rusas en el siglo V, como por las marítimas occidentales en el siglo V, a los vikingos les habían precedido unos hérulos de idéntico origen y método. Tanto en Inglaterra como en Normandía, hacia el 500 los sajones habían precedido a los escandinavos. Hacia el 520, ya se produce el primer ataque pirático frustrado de un rey danés —Hugleikr— contra el reino franco; en el 574, una partida de daneses, sajones y jutos es rechazada en Frisia.

Con todo, es a finales del siglo VIII cuando la fuerza, frecuencia e impacto de las campañas justifica el nombre de «era vikinga» para los siglos IX-XI. Inglaterra es atacada por los noruegos entre el 786 y el 796. Los vikingos abordan Irlanda en el 796; la Galia en el 799. En el 800, los daneses se enfrentan militarmente a los francos que acaban de someter Sajonia, junto a sus fronteras; a partir del 810, los combates terrestres se tornan razias marítimas. En el 816, los suecos han acabado la exploración de las vías fluviales rusas, surgen ante las murallas de Bizancio y son conocidos en todo el este como «varegos», término quizás equivalente. (C. Boyer) al occidental vikingr, pese a no predominar el aspecto de función guerrera sino la mercantil en la rama oriental de la expansión escandinava.

A finales del siglo VIII en Occidente ha comenzado la primera fase de la primera «era vikinga», una fase caracterizada por el puro pillaje y devastación, las expediciones preferentemente «privadas» y el deseo de la ganancia inmediata, que en el país de origen sólo repercuten por la riqueza ostentatoria y la fama de algunos individuos en el seno de unas sociedades patriarcales agrarias o ganaderas. En los países nórdicos, la tierra se tiene por herencia; la fama, la riqueza y el influjo y ascenso social se alcanzan en tierras lejanas. Sólo un poco más tarde se establecerán colonias agrarias y ganaderas (como Islandia, fundada el 860, o Groenlandia, en el 981) o colonias estables mercantiles en Occidente (por ejemplo, en Irlanda, 795 ó 841, o el Danelaw inglés).

En Frisia da comienzo una segunda fase hacia el 810. Expediciones menos «privadas», más numerosas y organizadas, al chocar con formaciones estatales más eficaces, venden su retirada a cambio de un rescate, el Danegeld, «tributo de los daneses».

El valle del Sena sufrió la fase primera desde el 810; vive la segunda a partir del 845, después de ser asaltada por primera vez una ciudad el 841. Alcanza la tercera fase con el tratado de Saint-Clair-sur-Epte el 911. Por él se otorga al vikingo noruego Rollón (noruego Hrolfr, cristiano Robert) el dominio ducal de lo que sería la Normandia del norte, en calidad de feudatario del rey francés Carlos el Simple y con la obligación de defender la desembocadura del Sena e impedir ulteriores penetraciones vikingas en el río. Con Rollón, el bajo Sena, robado en primera fase, agostado y despoblado por la segunda, entra en la tercera: asentamiento de nueva población y explotación directa de las tierras y los hombres. Pese a ello, el último gran Danegeld franco es del 926.

Si la segunda fase vikinga ya representa la entrada en circulación de tesoros acumulados ociosos, la tercera aporta muy positivamente una reorganización que, si no es novedosa, sí es renovadora y vigorosa para amplios territorios. La segunda y la tercera fases vikingas pueden considerarse beneficiosas para el país visitado, para sus vecinos y para las tierras ancestrales de los temerarios navegantes, a los que no siempre sonríe la fortuna en estos estadios.

Con el tratado del 911 se acaba el período trágico que había vivido París. Fue incendiado por los vikingrs el 857, asediado otras veces hasta culminar en los años 885-886 con el sitio que canta Abbón. Pero con el ducado «normando» de Ruán no sólo se asegura la paz de París; además nace un Estado duradero, de mayor éxito que el esperado por los reyes francos. Siete fueron los Estados de fundación vikinga en la zona danesa de influencia: Rüstringen (826 a 852), el territorio de Walcheren-Dorestad (841 a 885), Ruán (911 a 1204) y Nantes (927 a 937), en el continente y por concesión pactada con la monarquía del país; York (876 a 954), «Cinco Burgos» (877 a 942) y Estanglia (877 a 917) en Inglaterra, regularizados

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por los monarcas autónomos después de la fundación. Normandia, con capital en Ruán, será el único que perdure, con auténtica soberanía y vigor, durante siglos.

El ducado vikingo de Normandía

Si Normandía perduró, no fue sin graves dificultades. Hacia el año 944, un intento de reconquista franca pudo ser rechazado sólo con el auxilio de nuevas tropas escandinavas; los francos intentaban aprovechar las dificultades de la minoría de edad del tercer duque, Ricardo I, después del asesinato de su padre, Guillermo Larga Espada (duque del 932 a 942), cristiano y partidario de la relación cordial con Francia.

Ricardo II (996 a 1026) fue el restaurador y reformador de la Iglesia normanda, instrumento cuya ayuda resultó inapreciable para los futuros duques en el orden técnico e ideológico, y acertó en convertir las instituciones feudales en germen de unidad, invirtiendo la tendencia disgregadora que tenían en el feudalismo carolingio. El resultado final fue la creación de una nueva clase dirigente fiel y de origen emigrante. Ricardo II casó a su hermana Emma con el monarca inglés Ethelredo II: esta unión fundamentó los derechos al trono inglés de su nieto, el duque Guillermo el Conquistador, en 1066. Ruán es ya el lugar de tránsito y negociación de la mayor parte del producto de las campañas vikingas hacia el comercio frisón; el duque obtiene de ello enormes ganancias.

El duque Roberto el Magnífico (1027-1035) no estuvo a la altura ni de su padre ni de su hijo. Murió en Asia Menor en el viajé de retorno de Tierra Santa y dejó una difícil situación sucesoria a su hijo bastardo Guillermo, habido con Arlette de Falaise en 1027 ó 1028. Hasta el 1040, un verdadero caos de regencias e insurrecciones turbaron los inicios del gran momento de esplendor del ducado —de 1035 a 1047—, fruto de la vigorosa personalidad de los antecesores de Roberto.

Con todo, desde el 1040 «la paz de Dios y del Duque» (L. Mousset) reinan por doquier. Las instituciones son uniformes para todo el territorio, sin autonomías castellanas. El ejército se reorganiza sobre la base de los «feudos de caballero», pero, también, combinando la caballería pesada franca con los arqueros típicamente escandinavos y un gran dominio de la técnica de fortificación, novedades que pesarían definitivamente para proporcionar la victoria de Hasting. Por otra parte, desde el sur de Italia, desde España o Bizancio envían fondos y, a la larga, aportan una valiosa experiencia militar y política, los exiliados de Normandia por no acatar la férrea disciplina de la paz ducal. En el 1060, el orden más absoluto reina en el país. Normandia es un Estado fuertemente organizado, centralizado, por el gobierno indiscutible, real y eficaz del duque y una curia familiar especializada, que alcanzan hasta al menor súbdito. El italiano Lanfranco, prior y luego abad de Bec, impulsa la reforma eclesiástica y proporciona al duque los cuadros ideológicos y el personal técnico necesario a través de la más brillante schola monacal del momento.

La Inglaterra de la era vikinga

Por su parte, Inglaterra vio evolucionar de una manera muy diferente sus colonias vikingas. Alcanzó a tener un reino danés, importante, el de York, en lo que se denominaría el Danelaw ([territorio] de ley danesa), amplia zona en la costa media oriental de la isla. Fundado en el 876, cuatro años más tarde ciñó la corona una figura paralela a Rollón de Normandía, Gutherd (880-895). Pero a partir de su muerte se desencadena una vorágine de reyes daneses, suecos y noruegos —doce en sesenta años— punteada por efímeras reconquistas inglesas (925-939 y 944-948). Los daneses de York prefirieron, a la postre, asegurar su actividad mercantil con la aceptación de la soberanía de los reyes de Wessex en el

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954, cuando los pueblos del norte parecen agotados y cesan por dos generaciones en el empeño expansivo (930-980).

Como Carlomagno y Carlos el Calvo en el continente, y con mayor acierto y continuidad que ellos, Alfredo el Grande de Wessex (871-899) fue el único estadista inglés capaz de una resistencia organizada, eficaz y duradera frente a las campañas viking. Se opuso a ellas en la vertiente militar mediante una cadena de burhs (fortificaciones) y una flota importante, apoyada en una logística tan perfecta que acabó convirtiéndose en modélica para los propios daneses en la etapa imperial que siguió a los años de reposo (930-980). En la vertiente cultural, Alfredo inició un renacimiento de las letras latinas y autóctonas que perduró durante el siglo X y tuvo figuras como San Dunstan. Los daneses del Danelaw prefirieron comerciar y sumarse, como una potente élite directora, al reino inglés: su poder vaciló con Eduardo el Confesor (1052) y sólo cayó ante el Conquistador (1070).

Con todo, a los comienzos de la «segunda era vikinga» (980-1030), Inglaterra sufrió algunas nuevas razias: la de 980, en Southampton y el Támesis; la de 991, que acabó con un Danegeld de diez mil libras; y la de 994, con la toma de Londres. Pero, sobre todo, la torpe maniobra de la «matanza de San Brice», ordenada por Etheredo II de Wessex contra los daneses (1002), atrajo la punitiva invasión de Inglaterra por el rey danés Svenon. En el 1014, los ejércitos del rey danés habían alcanzado el dominio total de la isla. La clave de su éxito radicaba en la novedad de un intenso entrenamiento en campos militares especiales, como el de Trellenborg, que habían recibido unos ejércitos perfectamente disciplinados: de las razias piratas de la «primera era vikinga», poco quedaba ya. Ahora se trataba de una campaña estatal. Y el rey Svenon, ante el éxito, mudó su plan punitivo en dominio definitivo. Nacía un imperio danés, que Knut el Grande llevó a buen término. Hijo del rey Svenon, Knut (conocido en el mundo latino como Canutus, y castellanizado, no muy afortunadamente, como Canuto) tuvo el acierto político de conquistar la simpatía y la colaboración de los ingleses y, con base en su isla, dominó Dinamarca, el sur de Suecia y Noruega. Mientras, Etheredo II y su hijo Eduardo se acogieron al asilo de una Normandía que, desde su origen viking, ahora veía con malos ojos la expansión imperial danesa.

La conquista normanda de Inglaterra

Los herederos de Knut no están a su altura. En el 1042, Eduardo recupera el reino de Wessex y toda Inglaterra, y la nueva aristocracia anglo-danesa, creada por Knut, una vez más se pliega a las circunstancias y queda junto al nuevo rey. Pero a su muerte sin hijos y, posiblemente haciendo caso omiso de su explícita voluntad, la facción anglo-danesa de la aristocracia instaura en el trono a Harold, hijo de Godwin. Otros pretendientes al trono son el propio Tostig, hermano de Harold, y el rey noruego Harold Hardraada (el Severo), por una parte. También lo es Edgar el Atheling, sobrino nieto de Eduardo el Confesor y descendiente de los reyes sajones.

Harold, hijo de Godwin, alcanzó la victoria de Stamfordbrige. En ella murió el antiguo jefe de la «guardia varega» del emperador bizantino, yerno del príncipe Yaroslav de Kiev y rey de Noruega, Harold Hardraada. Pero el propio ejército anglo-danés quedó malparado. Así, cuando el cuarto pretendiente, Guillermo el Bastardo de Normandía, lanzó a sus hombres sobre la isla para hacer valer la voluntad de su primo Eduardo, «il eut la chance de ne pas partir le premien (L. Musset): Derrotó plenamente a Harold y al partido anglo-danés en Hastings el 14 de octubre del 1066. Un quinto competidor, Svenon Stridsen, nieto de Knut el Grande y rey de Dinamarca, ya no tuvo tanta suerte al enviar a su flota contra Guillermo el Conquistador en 1069.

En efecto, en tres años, no sólo Guillermo se había recuperado de las pérdidas y asentado, sino que, al retirarse sin combatir la flota danesa, arrasó en 1070 cruelmente el Danelaw y acabó con la aristocracia anglo-danesa, sospechosa de complicidad con ella. El

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duque-rey usó en este caso mercenarios normandos y escandinavos; en 1072 puede ya licenciarlos.

Y, pese a ello y en contraste con la política de primera hora —la que se teoriza en Guillermo de Poitiers—, Guillermo el Conquistador reprime duramente posteriores revueltas normandas y bretonas, como las de Raúl de Gaël y Roger de Hereford. Del 1070 al 1076, la suave política inicial es pesada mano de hierro.

En 1086, Guillermo el Conquistador puede exigir, sin ninguna resistencia, que todos sus notables le presten personal juramento de fidelidad (Juramento de Salisbury).

Por aquellos años, los grandes barones han recibido extensos «honores», compuestos por multitud de feudos, siempre separados entre sí. Los sheriffs normandos administran los condados en nombre del rey. Muy pocos sajones conservan sus propiedades y los súbditos directos del rey son normandos, responsables del servicio de armas de los caballeros agraciados con un «feudo de caballero» dentro de su dominio. En ambas orillas del Canal de la Mancha, la organización estatal es la misma: un feudalismo trazado a cordel en el que el real y eficaz centralismo de Guillermo el Conquistador alcanza a cada uno de los habitantes del reino o ducado. El gran esfuerzo de la conquista no tiene una base feudal, sino comercial: quienes han costeado la campaña son el tesoro del duque y los empréstitos de los mercaderes flamencos (no en vano Balduino V de Flandes es suegro del Conquistador), y no los señores feudales. El rey-duque debe poco a sus notables, que sólo le vendieron unos servicios de armas fuera del ducado; su poder es omnipresente y no pulverizado por dudosas vasallidades; es un monarca feudal y no el primero de los señores feudales. La monarquía anglonormanda no es ya ni carolingia, ni siquiera según los patrones francos del feudalismo. Por si fuera poco, Landfranco de Bec deviene primado de Inglaterra, con sede en Canterbury y el beneplácito del papa Alejandro II. Y en Canterbury repetirá su hazaña normanda: reformará la Iglesia de Inglaterra, formará los cuadros dirigentes del reino, garantizará, en definitiva, el dominio ideológico del duque de Normandía, coronado rey de Inglaterra el año 1066.

Inglaterra y Normandía después del Conquistador

A su muerte, Guillermo considera Normandía un bien patrimonial que debe pasar al heredero primogénito, Roberto Courteheuse (duque del 1087 al 1106, muerto en prisión el 1134). En cambio, Inglaterra, como bien conquistado, es heredada por el hijo segundo, Guillermo el Rojo, que, al morir a su vez en el 1100, pasa su herencia al tercer hermano viviente, en un principio desheredado: Enrique I de Beauclerc. Pero Enrique, ya rey de Inglaterra, en el 1106 destrona al duque normando que retorna de la Cruzada, y recompone la unidad política. Ambos países, unidos del 1106 al 1135, progresarán en la dirección que les imprimió el Conquistador: paz, centralismo, justicia equitativa y rápida, finanzas saneadas y cultura.

Enrique I muere el 1135, planteando una nueva crisis sucesoria y una nueva separación hasta el 1153, con la coronación de Enrique II Plantagenet (duque del 1150 al 1189 y rey desde el 1154). Mal regida por sus hijos, Ricardo Corazón de León (rey-duque del 1189 al 1199) y Juan Sin Tierra (rey del 1199 al 1217, pero duque hasta el 1204), Normandía desaparece como Estado autónomo, absorbida bajo la corona francesa del hábil Felipe II Augusto de Francia.

Normandía era ya el último estado vikingo en tierras del sur, el de mayor duración y de máxima influencia en Occidente, tanto en las tierras francesas, inglesas y sicilianas, como en su solar de origen, Dinamarca y los países escandinavos, por atracción cultural, religiosa y jurídico-mercantil. Si alguna fundación acredita la capacidad de acomodación, comercio y espíritu renovador vikingr es, sin duda, la normanda.

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A la luz de todo esto, y como un balance, quedan abiertos los interrogantes que se sugerían al principio y que los historiadores contestan muy diversamente.

Los autores escandinavos y R. Boyer glorifican el período vikingr como una edad de oro desencadenada por unos hombres que, a partir de unas sociedades agrícolas y ganaderas patriarcales, se definen como de gran energía, inmenso espíritu de empresa y organización, positiva voluntad de creación de pueblos nuevos, ingente capacidad de asimilación cultural y artística, evidente ingenio técnico, en cuestiones marineras especialmente. Los historiadores rusos reconocen a los «varegos» una serie de aportaciones benéficas, pero en modo alguno aceptan su paternidad sobre Rusia. En general, en Occidente no se admite para ellos un carácter eminentemente comercial y fundador de estados. Se acepta que aportaron un cierto espíritu pragmático y amor a la eficacia realista, y que abrieron o reactivaron fuertemente viejas rutas comerciales que, por otra parte, no eran utilizadas comercialmente por ellos tanto como por sajones y frisios bajo su protección y a expensas de los tesoros medievales que ellos, los vikingrs, habían alumbrado nuevamente para el comercio. Pero a fin de cuentas, se dice, poco aportaron en el orden político y social; más bien recibieron y, a su manera, adaptaron para su uso en el norte mucho de lo hallado en el sur en estos campos. Ciertamente fueron un gran revulsivo que permitió pasar de una sociedad carolingia a los Estados organizados de la Baja Edad Media. El misterio de los vikingr sigue a la espera de mayores precisiones y aparece, hoy por hoy, múltiple y difícilmente comprensible en su totalidad.

El asedio de París en el 885-886

Después del breve panorama sobre los vikingos, destinado a enmarcar y valorar el testimonio de dos contemporáneos, ya es hora que regresemos a ellos.

Del monje Abbón de Saint-Germain, la vieja abadía parisina, poco sabemos. Debió de ser originario, no de París, sino de la Neustria (país entre el Sena y el Loira). Realizó sus estudios en Saint-Germain de París bajo la dirección del abad Aimón, que no admiraba en exceso sus talentos literarios. Parece que fue más tarde guardián de la hospedería del monasterio y que murió el nueve de marzo de un año desconocido. Los obispos Fulrad de París (pontificado del 921 al 927) y Frotier de Poitiers (pontificado del 905 al 936) le admiraron y protegieron como orador sagrado y propiciaron la publicación de sus sermones (Flores Evangeliorum, 34 sermones).

Su Bella Parisiacae Urbis ofrece todas las marcas de un poema de principiante, incluso de un mero ejercicio escolar de un alumno no mal dotado literariamente, pero con escaso dominio técnico. Palabras rebuscadísimas, sintaxis embrollada, monotonía de descripciones generales reiteradas, envuelven momentos de auténtica inspiración, tanto más sorprendentes cuanto menos abundantes. El mismo autor, por lo que parece, añadió una glosa a su texto dando las equivalencias de los términos, descubriendo los enigmas con que, explícitamente, había desafiado la inteligencia de sus lectores. Se comprende que el abad Aimón de Saint-Germain no fuera un entusiasta admirador de su discípulo.

Abbón debió de escribir su ejercicio entre el 888 y el 889, tres o cuatro años después de vivir la extraordinaria experiencia del asedio con toda la sensibilidad de un joven monje. Quizá por su valor de testimonio de unas vivencias compartidas lo admiró tanto el hermano en religión y conlevita (co-diácono) Gozlin, que urgió su publicación y a quien se dedica la obrita, unos diez años más tarde.

Del poema importan los dos primeros cánticos, que cubren, en su redacción última, un período de once años: del 24 de noviembre del 885, fecha de la llegada de los vikingrs ante París, hasta el otoño del 896. El tercer cántico (115 versos) parece un añadido motivado por cierta mística trinitaria, ya que su tema no es el asedio, sino una elemental Summa aforística de consejos morales para clérigos, en un lenguaje rebuscado de proclamada finalidad

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didáctica. Pero incluso los dos cánticos primeros no son homogéneos. La narración principal acaba en el verso 491 del libro segundo. Del verso 491 al 618, Abbón narra ciertas victorias de su héroe, Eudes, y un nuevo asalto viking, en estilo más de annales que de poema épico. Se diría que Abbón sólo desea equilibrar las extensiones de los libros primero y segundo (660 y 618 versos).

En la parte realmente importante del poema, Abbón representa un paso necesario entre la poesía carolingia de un Teodulfo de Orleans (h. 750-821) o Ermold el Negro (790-838) y la poesía épica o los cantares de gesta posteriores. El autor conoce, con una gran familiaridad, la poesía virgiliana; las Bucólicas, las Geórgicas, la Eneida le prestan expresiones y aun frases, que fluyen suavemente de su pluma. Con un bagaje cultural clásico —que en muchas ocasiones denota su poca sedimentación en extrañas mezcolanzas de mitología, cristianismo, figuras rebuscadas— canta tres protagonistas fundamentales bienamados: la ciudad de París, San Germain y el conde Eudes.

París, en aquel momento, bien poco brillante, de la historia de Francia, es la capital de las tierras entre el Sena y el Loira y poco más. Pero su conde es el señor más importante de un reino franco occidental que, desde la muerte de Carlos el Calvo (877), es un rompecabezas de territorios autónomos, nominalmente gobernado por un rey elegido por los notables. Reina, en el 885, Carlos el Gordo, hijo de Luis el Germánico (muerto el 876), emperador desde el 881, rey alemán desde el 882 y rey de Francia desde el 884. En apariencia, Carlos el Gordo ha reconstruido el Imperio carolingio; en realidad, nada puede. Frente a los normandos, habrá de comprar su retirada de París; frente a sus súbditos, muere destronado (en el 887).

Eudes (h. 866-898) es hijo de Roberto el Fuerte, que había recibido de Carlos el Calvo el condado de Anjou y el marquesado de la Neustria, y muerto en el 866 en la batalla de Brissarthe, en la que quedaron derrotados unos vikingos. Eudes, como conde de París, es el defensor de la ciudad durante el asedio vikingr del 885, sin que Carlos el Gordo pueda hacer gran cosa por él, salvo reconocerle como dux Francorum. Después del asedio parisino, en Compiègne el 888, Eudes es elegido rey de Francia, pero desde el 897 ha de compartir la corona y reconocer como sucesor a Carlos el Simple, que se había hecho coronar rey en Reims el 893, alegando ser nieto de Carlos el Calvo (rey 840-877) e hijo de Luis II (rey 877-882). Sus virtudes, su heroísmo y su futura realeza están constantemente presentes en el poema de su devoto Abbón, dato importante para la datación de la obra. El hermano de Eudes, como él conde de París, obligó a Rollón (Hrolfr) a levantar el sitio de Chartres y a pactar con Carlos el Simple el tratado de Saint-Clair-sur-Epte (911), acta de nacimiento de Normandía y origen de la obra siguiente. Sería el rey Roberto I (hacia 865-923), que ocupó el trono el 29 de junio del 922, elegido en Reims por los grandes en rebeldía frente a Carlos el Simple, pero que murió el año 923 en un enfrentamiento militar con el rey depuesto.

La «Gesta Guillelmi, ducis Normannorum et regís Anglorum»

Tanto en el aspecto testimonial como en el cultural e ideológico, la obra siguiente que se recoge en este libro tiene mayor interés que la del piadoso Abbón.

Guillermo de Poitiers es un normando, nacido en Préaux hacia el 1020. Seguramente pertenecía a una familia noble, ya que es hermano de una abadesa de Saint-Leger de Préaux —posiblemente Emma, la primera abadesa, que, como mínimo, debía de ser pariente del fundador, Roger de Beaumont y, por lo tanto, emparentada también con Guillermo el Conquistador— y fue militar experto antes que fraile.

De las armas debió de retirarse nuestro autor hacia el 1040, y de 1045 a 1050 vivió en «exilio» en Poitiers, un exilio seguramente voluntario, exilio de las armas, dedicado al estudio de la «filosofía» en una exitosa schola fundada por Hildegardus o Augier de Saint-Hilaire en 1024. De los años de exilio literario le vendría a Guillermo de Poitiers su conocimiento de

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Tito Livio, César, Salustio, Tácito, Suetonio y Plutarco, además de Virgilio, Estacio, Juvenal y, muy especialmente, Cicerón. La escuela de Poitiers imparte una enseñanza más laica, gramatical y hermenéutica que teológica, pese a que Guillermo no ignora a San Agustín de Hipona (De Civitate Dei).

Quizás a San Agustín y a la cultura carolingia hay que remontar la constante alusión de Guillermo a la «paz» instaurada por el duque normando en sus Estados. Pero, a juicio de L. Halphen y de R. Foreville, la visión política del autor de las Gesta tiene un trasfondo jurídico y una visión del derecho natural que hay que remontar a Cicerón y a los filósofos paganos, mucho más que a los Padres de la Iglesia, cuya presencia es más bien escasa. El dominio de una inusual formación jurídica en un cronista medieval quizá se explique en este caso por el ciceronianismo de una escuela de Poitiers, heredera de la de Chartres, la más humanista de las medievales, y a la enseñanza jurídica de Lanfranco de Bec en la corte ducal de Normandía, generadora de un renacimiento jurídico.

En efecto, transcurridos los años de estudio, Guillermo de Poitiers deja su exilio para retornar al entorno de los duques normandos, ahora como capellán ducal. En carácter de tal, Guillermo es testigo presencial de las campañas del Conquistador en el Anjou, el Maine, en Bretaña. En contraste, es muy probable que no asistiera en persona a la batalla de Hastings del 1066, aunque después pasara a la isla recién conquistada.

En efecto, Guillermo de Poitiers está con el obispo de Lisieux (1050-1077), Hugo, primo del Conquistador, con el título de archidiácono. El sucesor de Hugo, Gilberto Maminot, le mantuvo en el cargo, y en él murió Guillermo entre el 1087 y el 1101.

Sus contemporáneos le tenían por mejor literato que orador y parecen señalar que se ocupó en la docencia de las artes liberales, sin que conste que fuera alguna vez magistral titular. Se le atribuían poemas elegantes y debió de publicar obras en prosa. De todo ello, sólo las Gesta han llegado a nosotros y, además, incompletas.

A las Gesta les faltan los capítulos iniciales, que debieron de tratar sobre la agitada minoría del Bastardo. Faltan, también, los finales. El autor, por causas desconocidas, dejó la historia incompleta, pese a sobrevivir a su protagonista. Pero los contemporáneos le atribuyen episodios hasta el 1071 que no poseemos. El escrito actual no sobrepasa el año 1067.

Historiador oficial, cantor épico y moralista

Las Gesta Guillelmi constituyen un perfecto contraste con el Bella. Son la obra madura de un maestro, buen latinista, avisado historiador, épico consumado, jurista y diplomático con escuela, el prototipo del cronista por encargo oficial y del humanista cristiano reformador.

Sin duda, Guillermo de Poitiers es un historiador oficial y tiene méritos para ello. No pierde ocasión de trazar un vigoroso cuadro literario vivo, anecdótico, detallista, propio de quien conoce familiarmente los personajes, las instituciones, los acontecimientos y tiene una información de primera mano, aún de actualidad, tanto por conocimiento ocular como por una tradición oral dinámicamente variopinta y vivencial. Su cultura le permite la comparación oportuna con los héroes o la leyenda, el tono de elevación épica de ciertos fragmentos. Y todo ello en un latín más emparentado con el de César y Salustio que con el de los escritores contemporáneos, cuyas obras ciertamente conoce y usa para la suya.

Con toda evidencia, Guillermo de Poitiers es un historiador que conoce su oficio. Él dispone de fuentes escritas. Alude a ellas más o menos crípticamente, por ejemplo, a la Crónica anglosajona, anónima. Es un problema abierto a discusión la posible influencia del Carmen de Hastingae proelio (1066) de Gui de Amiens o el Encomium Emmae Reginae (escrita antes del 1052), y muy dudosa la dirección de la influencia entre nuestro autor y Guillermo de Jumièges {Gesta normannorum ducum: ¿hacia el 1070? ¿con retoques

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posteriores?) o Dudon de Saint-Quantin (De moribus et actis primorum Normanniae ducum). Una cosa es cierta: siempre que se puede sospechar la influencia de un antecesor en Guillermo de Poitiers, éste ha mejorado el clasicismo latino de la fuente y ha envuelto las citas literales con una ampliación personal, bien sea a partir de sus propias informaciones vivenciales, bien de reminiscencias clásicas. Pero, siempre, el autor de la Gesta Guillelmi se esfuerza en separar el dato histórico de la mera leyenda y de la poesía; lo afirma explícitamente en I, 20 y no puede dudarse de la incidencia de su escrúpulo.

Y, con todo, Guillermo de Poitiers es un cronista oficial. De su vida laica, de militar y cortesano, conserva el gusto por los grandes hechos de armas y por la literatura épica. Como clérigo e historiador, sabe apreciar los primeros y verter sobre ellos toda su técnica de letrado para obtener una figura del Conquistador que, sin falsear la realidad, fragua en moldes magnificadores de épica legendaria.

Sobre todo, como historiador oficial, Guillermo sabe presentar al Conquistador según las más amables directrices del ideal de gobernante forjado por la curia ducal y la Iglesia remozada de Normandía. El duque conquistador es un auténtico «príncipe»; príncipe de la paz, cuyos actos están inspirados únicamente por la equidad y la justicia; príncipe piadoso protector de la Iglesia y de sus súbditos más indefensos; «príncipe» en todo instante opuesto a los «tiranos»; príncipe puesto por Dios al servicio de su Pueblo, cuyas obras se ven sancionadas por el beneplácito divino en forma de «juicio de Dios».

Es difícil que la magnificación cortesana del duque vaya más lejos en aquellas circunstancias. No en vano, Guillermo el Conquistador supo hacer de la Iglesia su ejército ideológico, de sus próximos familiares una curia y valladar contra el disgregacionismo feudal. Lo que resulta notable es el cariz de la glorificación y justificación. Alguien ha podido afirmar, sin paliativos, que Guillermo de Poitiers calca su figura del gobernante ideal de la que se trasluce de los escritos de Cicerón. R. Foreville no duda en afirmar que Guillermo de Poitiers proyecta sobre el duque normando los caracteres del «príncipe justo» ciceroniano. Quizá no se trate propiamente de los rasgos del «príncipe» de la De re publica, aunque ello es posible, pues hasta el siglo XI esta obra del romano permaneció asequible y sólo más tarde vino a perderse totalmente. Serían, más bien, los esbozos del «príncipe» plasmados en el De ofíiciis, más práctico, individual, y no implicados en una formación ciudadana tan explícita como el De re publica.

Otro problema es la aquilatación exacta de cuánto pudo absorber Guillermo de Poitiers y su entorno de la tradición ciceroniana sin influencia directa de los escritos del cónsul republicano. La asimilación ciceroniana de San Agustín en De Civitate Dei es patente y copiosísima. No en vano Cicerón fue el gran clásico de las escuelas retóricas cristianas durante los siglos imperiales de Roma, y Agustín un buen rethor latino. Y el ideal de «príncipe pacífico» es una idea muy carolingia que se aplica a Carlomagno en la biografía de Eginardo (publicada en esta colección) a través del modelo de la vida de Augusto escrita por Suetonio. Ya Augusto había absorbido la figura del princeps ciceroniano a su favor, a pesar de la evidente discrepancia entre un ideal de príncipes republicanos múltiples y el «príncipe», único y exclusivo, de Octavio. Sea como fuere, no deja de resultar sugerente una aproximación ideológica del panegirista oficial de la corte normanda al clasicismo ciceroniano, que pudo muy bien tener, y usar de él. Señalaría muy agudamente este hecho hasta que pronto pudo llegar la plasticidad y poder asimilador de los vikingrs.

F. J. FORTUNY

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BIBLIOGRAFÍA

Ediciones críticas

Abbonis de Santo Germano Bella Parisiacae Urbis. Edición de Dom TOUSSAINT DUPLESSIS en Nouvelles Annales de París jusqu'au sègne de Hugues Capet (París, 1753). Es la primera con voluntad crítica.

Ídem: Edición de G. H. PERTZ en Monumenta Germaniae Histórica. — Scriptores: tomo II, págs. 776-805 (1829). Más fiable que la anterior y reproducida en Patrología Latina Migne, 132, cols. 723-762.

Ídem: Edición P. de WINTERFELD en Monumenta Germaniae Histórica. — Poetae latini aevi carolini. tomo IV, págs. 72-122, (1899). La mejor y aquí traducida.

Gesta Guillelmi II, ducis Normannorum, regis Anglorum a Guillelmo Pictavensi Lexoviorum archidiacono, contemporáneo scripta. Edición de F. MASERES (Londres, 1783).

Ídem: Edición de DOM BOUQUET-L. DELISLE (París, 1876).

Ídem: Edición de A. DU CHESNE en Historiae Normannorum scriptores antiqui (París, 1619). Reproducida en Patrología Latina Migne, 149, cols. 1. 217-1. 270.

Obras contemporáneas de interés:

ADAM DE BREMA: Gesta Hammaburgesis Ecclesiae Pontificum.

Edición de B. SCHMEIDLER en Monumenta Germaniae Historia —In usum scholarum (1917-19262).

DUDON DE SAINT QUENTIN: De moribus et actis primorum Normanniae ducum. Edición de J. LAIR (Caen, 1865).

Recueil des Actes des Ducs de Normandie. 911-1066 por M. FAUROUX (Caen, 1961).

GUILLERMO DE JUMIÈGES: Gesta Normannorum Ducum. Edición de J. MARX (Ruán, 1914).

Crónica Anglosajona. Edición de EARLE y PLUMMER (Oxford, 1892).

Annales danici medii aevi. Edición de E. JORGENSEN (Copenhague, 1920).

SAXO GRAMMATICUS: Gesta Danorum. Edición de J. OLRIK y H. READER (Copenhague, 1931).

Gui DE AMIENS: Carmen de Hastingae proelio. Edición de F. Michel (Ruán, 1836).

Coutumiers de Normandie, Tomo I: Le tres ancien coutumier. Edición de E. J. TARDIF (Ruán, 1881).

Estudios históricos generales de la «era vikinga»

M. BLOCH: La société féodale(París, 1939): vol. I, págs. 9-94 especialmente.

R. LATOUCHE: Les origines de l'economie occidentale (IVe-XIe siécle). (París, 1956).

L. MOUSSET: Les invasions. Le second assaut contre l'Europe chrétienne (VIIe - XIIe siécle). (París, 1965, 19712). [Traducción: Barcelona, 1967, 19822].

I Normanni e la loro espansione in Europa nell'alto medioevo (Spoleto, 1968).

B. ALMGREN y otros: Vikingen (Goteburgo, 1967). [Traducción francesa: París, 1968].

G. JONES: A history of the Vikings (Oxford, 1968).

P. H. SAWYER: The age of Vikings (Londres, 1962).

D. M. WILSON: The Vikings and their origins (Londres, 1970).

A. MELVINGER: Les premieres incursions des Vikings en Occident d'aprés les sources árabes (Upsala, 1955).

A. D'HAENENS: Les invasions normandes, une catastrophe? (París, 1970).

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N. SKYUM-NIELSEN: Vikimgerne i Paris (Copenhague, 1967).

B. LEBLOND: L'accession des Normands de Neustrie à la culture occidentale (Xe-XIe siécle) (París, 1966).

R. BOYER (director): Les vikings et leur civilisation. Problémes actuels (París, 1976).

Estudios especiales

E. FAVRE: Eudes, comte de París et roí de France (París, 1893).

H. PRENTOUT: Guilleume le Conquérant. Legende et histoire (Caen, 1827). CH.

PETIT-DUTAILLIS: La monarchie féodale en France et en Angleterre du Xe au XIIIe siècle (París, 1943).

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ABBÓN DE SAINT-GERMAINEL SITIO DE PARÍS POR LOS NORMANDOS

(LIBROS I Y II)

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Carta original del humilde al querido hermano Gozlin

(1) Abbón, el último de todos los seres creados por Dios e indigno diácono, abraza a su hermano Gozlin con una sincera pasión de amor que supera a todas las de la tierra y conserva en Cristo toda la felicidad de una y otra vida.

Tu ternura fraternal que me es tan preciosa, cuando conoció el opúsculo, nacido de nuestro trabajo, que recuerda no sólo la afición de un máximo talento sino también de un fraterno amor, me ha pedido hace algún tiempo y con frecuencia que le fuera destinado el pequeño escrito que trataba de las guerras de la ciudad de París y del más eminente Eudes 1

príncipe desde el origen del reino hasta ahora. Sabed, oh hermanos felices, que la misma causa condujo a ti esta simple página no sólo para que nunca una tal petición fuera frustrada por mi culpa, sino también para la satisfacción del mejor amigo del lector2 para que con la clara reciprocidad de los que la envían tu mano prudente la libre de errores. Pues a causa de los muchos trabajos escolares a los que me dediqué en todo lugar nunca tuve el tiempo para rehacerlos. Así como ha sido presentado por primera vez, así serán las siguientes páginas, y cambiando las páginas como lo haría Febo lo examinarás con tu sagaz arbitrio.

(2) Finalmente, expuesta la razón de este envío, es justo decir también las otras dos que me han hecho comenzar esta obra: la primera fue el deseo de ejercitarme (pues entonces era yo un aprendiz de la disciplina literaria que empezaba a leer las Églogas de Virgilio); la otra, el deseo de que quedara un ejemplo para los protectores de otras ciudades.

De las demás cosas, quiero que no sólo tu benevolente caridad sino también la de los demás lectores sepa que yo no escribí este volumen de versos para ser llamado poeta, puesto que aquí no se encontrarán las ficciones que se hallan entre los grandes poetas. Ciertamente, en ninguna parte yo he reunido a faunos o fieras bailando al son de mis cantos, según la usanza de Sileno, ni obligué a las rígidas encinas a mover sus copas.

Ni selvas, ni aves, ni murallas, cediendo a los atractivos de mi dulce canto, me han acompañado jamás. Ni arranqué a Orco o a otros dioses infernales, con mis modulaciones, las almas desde el sombrío Tártaro según el rito de Orfeo. Aun cuando lo hubiese querido, nunca, sin embargo, me hubiera sido posible lograrlo. Por lo cual yo ni me nombro poeta ni ciertamente son ficciones las que aquí se tratan. Sea cual fuere mi capacidad, ella me ayude a cumplir mi tarea.

(3) Ahora bien, yo confié a la trinidad estos libros solamente adornados con lo visto y oído. Dos de ellos tratan acerca de las batallas por la ciudad de París, y de su rey Eudes, y principalmente, resplandecen con los milagros, desconocidos por todos, de mi benevolente señor Germain, desde hace tiempo egregio abate de este sitio. El tercero, que completa la trinidad, es ajeno a esta historia. Pues aunque ocupa poco espacio, provee a los clérigos de mucho y agrada a los escolares que glosan en sus composiciones. La alegoría reluce en cierta medida para aquellos que disfrutan con estas indagaciones. Y puesto que ésta es inseparable de las palabras, yo agregué glosas por mi propia mano3.

(4) Elegí los pies de todos los versos de mi trabajo hasta tal punto que si dejé unos pocos imperfectos fue por ignorancia o más bien por olvido. Pido al lector que con su habilidad e industria les restituya la debida perfección. Naturalmente las censuras son

1 Nacido en el 860, era muy joven en el sitio. Fue conde de París a finales de 882 o principios de 883. Ed. Favre, Eudes, comte de Paris et roi de France, p. 6 a 15.

2 El mejor amigo del lector, o sea de Gozlin, es el autor que así expresa sus sentimientos al destinatario.3 En nuestra edición hemos suprimido las glosas como tales. No obstante las hemos tenido en cuenta en la

traducción. (N. del T. )

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pentemímeras o heptemímeras (después del tercer troqueo) y siguiendo el mismo criterio para todos los versos, aunque para algunos he aplicado la cesura bucólica4.

No usé frecuentemente la diéresis y episinalefa, sílabas habituales en la poesía. Y así administré mi facultad con la ayuda divina. ¿Qué más diré? Todos los versos son catalécticos5. El lector encontrará en la obra cosas útiles. Pero que no piense acerca de esto que abuso de tu providencia, oh dulcísimo hermano, o de la de algún otro experto en la métrica cuando este libro caiga en sus manos. Ciertamente los versos dactílicos colocados en trímetros revelan sus motivos, pero no han sido escuchados. Como no han sido escuchados por un maestro, que lo sean al menos por un hermano.

Que tengas tanta alegría y honor como rayos tiene Febo, y cuando llegues al fin de tu vida estés por siempre con Dios.

Versos dactílicos al maestro

Oh santo maestro, radiante de méritos y piedad, digno del honor celestial, tu humilde discípulo Abbón, besando con su boca tus pies y dedos te ruega que recibas los versos aún verdes recogidos de tu viña. Que maduren con tu lluvia y tus rayos. Continuamente siembras y recoges, oh venerable, y podas. Y ahora deseas que brille con otras lluvias y con otros soles. Te ruego que le des tu dulce miel. Pues tuyos son las viñas y los racimos. La noble ciudad de París, venerable entre todas, las ha hecho florecer para mí rogándome que te cuente sus batallas para que su victoria vuele conocida por todo el universo llevada por tu boca y su gloria reine brillando en todas partes.

4 Frecuente en las Bucólicas, rara en la Eneida, se halla entre el cuarto y el quinto pie; la segunda parte del verso es dos veces más corta que la primera.

5 Verso cataléctico es aquel que se termina bruscamente con un pie o semipié menos. No hay en el poema de Abbón en el sentido en que hoy lo entendemos. (N. del E. )

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ASÍ COMIENZA EL LIBRO PRIMERO DE LAS GUERRAS DE LA CIUDAD DE PARÍS

Habla con gozo, Lutecia, salvada por Dios todopoderoso. Así eras llamada hace algún tiempo, pero ahora llevas el nombre de Isia, que está situada en el medio de la gran tierra de los griegos, por cuyo puerto venerable destaca entre todas las ciudades y a la que la avidez de Argiva cercaba por el deseo de riquezas.

Un nombre bastardo, compuesto para ti, oh Lutecia, por una forma de metaplasmo6, compañera apreciada por el mundo con el nuevo nombre de París, esto es análogo a Isia y con justicia a ti.

Pues recostada en la mitad del Sena y del culto reino de los francos te elevas por encima de todas cantando: «Soy la ciudad que palpita como una reina entre todas las ciudades. » Y brillas por tu porte, el más venerable entre todos.

Todo aquel que desea las riquezas de los francos te venera. Una isla se regocija contigo, un río, con un giro envolvente alrededor de ti, extiende sus brazos que acarician tus muros.

A tu derecha los puentes habitan las riberas, vacilando sobre las deprimidas costas.

De este lado de la ciudad, las torres defienden los puentes de allí hasta aquí, desde el interior hasta el río.

Habla, pues, la más bella de las ciudades, di qué te ofrendaron los daneses7, amiga de Plutón, en el tiempo en que Gozlin, obispo del Señor, héroe dulcísimo y pastor amable, te gobernaba.

«Me admiro —dijo ella— de que nadie pueda contar esto. ¿Acaso no viste esto mismo con tus ojos? Cuéntalo, pues. »

Yo, en verdad, lo vi y me pondré libremente a tus pies.

A ti ciertamente los crueles te ofrendaron regalos: setecientos extraordinarios navíos, además de innumerables pequeñas de aquellas que el vulgo nombra barcas.

El profundo lecho del Sena estaba tan lleno y sobrepasaba en dos leguas a lo normal, que te sorprenderías de que por esa gruta pasase el río.

Nada se ve, ya que el abeto y la encina y el olmo húmedo y el aliso todo lo cubrían.

En el segundo día de estar en la ciudad8, Sigfredo se dirige al palacio del ilustre pastor. Rey sólo en la palabra, mandaba sin embargo sobre sus aliados9.

Después de haber inclinado la cabeza, así le habló al pontífice:

«Gozlin, ten piedad de ti y de tus tropas. Para no perderte, atiende a nuestras palabras, te rogamos, concédenos al menos que podamos atravesar esta ciudad. Jamás la heriremos, sino que nos esforzaremos por conservar todos tus honores y los de Eudes.»

Este último era venerado como conde y futuro rey. Era el protector de la ciudad y sería el defensor del reino.

En respuesta a estas palabras, el obispo del Señor dijo con autoridad: «la ciudad nos fue confiada por el rey Carlos10 bajo cuyo imperio fue gobernado casi todo el mundo, después del Señor, rey y jefe de los poderosos. Es necesario que el reino, en lugar de sufrir por ella la

6 Metaplasmo: alteración material de una palabra por agregado, supresión o transposición de letras o sílabas. (Par Isia). (N. del E )

7 Los normandos que se asentaron sobre la Frisia, Inglaterra y Francia venían en su mayoría de Dinamarca. Abbón los llama daneses, salvo en las glosas.

8 Llegaron el 24 de noviembre de 885. (N. del E.)9 Ejercía el mando supremo temporalmente. Las fuerzas se componían de jefes iguales en poder. (N. del

E. )10 Carlos III el Grande, rey de Alemania en 876, de Italia en 879, emperador coronado en Roma en 880,

rey de toda la Germania en 882. Después de la muerte de Carlomagno, los francos le estaban agradecidos, puesto que había permitido la reconstrucción del imperio franco.

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destrucción, sea salvado por ella y que se mantenga en paz. Si las murallas te hubiesen estado confiadas como a nosotros, y si realizaras lo que cuentas, ¿qué sancionarías?»

Y Sigfredo contesta: «En honor de la espada daría mi cabeza a los perros. No obstante, si no cedes a mis ruegos, al venir el día, nuestros ingenios de guerra suministrarán para ti venenosos dardos, y pasando el siguiente día la plaga del hambre y así sucederá año tras año.»

Estas cosas dijo y después se retiró estrechando a los suyos.

Disipada la Aurora, comenzó la batalla.

Todos, saltando de las barcas, se lanzaron contra la torre11 a la que hirieron fuertemente con piedras y cubrieron con dardos.

La ciudad gime, los ciudadanos tiemblan, los puentes oscilan.

Acuden todos a reforzar la defensa de la torre. Sobresalían la compañía de Eudes y su hermano Robert y también el conde Régnier, y el nieto del pontífice, Ebles, vigoroso abad.

Aquí, el obispo fue levemente tocado con un dardo agudo; allí, un joven soldado suyo, Federico, fue golpeado con una espada. El soldado murió, y el señor se restableció curado por la medicina divina de Dios. Para muchos cristianos se fueron de este modo los últimos momentos de sus vidas, pero infligieron duros castigos a muchos y finalmente se retiraron llevando consigo una multitud de daneses exánimes.

Y ya también Apolo, seguido por todo el Olimpo, se dirigía hacia el centro de occidente, al extremo de Tule y de la región austral.

El aspecto de la torre no era aún del todo resplandeciente. Con los fundamentos estructurados y sólo un poco hacia arriba construidos y las ventanas hechas, se mostraba gozosa; pero en la misma noche en que se acababa la batalla, sobre los tablones que la rodeaban, adjuntan una mitad de madera.

Luego el Sol y los daneses saludan nuevamente a la torre. La batalla arroja tremendos prodigios contra los fieles: los dardos vuelan de aquí para allá y la sangre cae por los aires, proyectiles que desgarran y balas se entremezclan. Nada más se movía entre la tierra y el cielo. Y la torre nocturna gime perforada por los dardos. Pero la noche fue su madre, como ya canté más arriba.

La ciudad está aterrada, los ciudadanos se agitan con ruido, y los clarines llaman a todos a socorrer sin demora a la torre que tiembla.

Los cristianos luchan preocupándose de resistir el ataque.

Entre todos los guerreros, dos hermanos gemelos se destacaban, más fuertes que todos; uno era el conde; el otro, el abad.

El primero era Eudes el victorioso, invicto de todas las guerras. Confortando a los fatigados, reanimaba a los hombres, matando enemigos, continuamente purificaba la atalaya.

Algunos desean en verdad escalar las murallas con los picos de hierro12, y sirviéndose de la pez, les agregan aceite y cera. Esta mezcla, licuada por el fuego, ardía con fuerza y no sólo quemaba las cabelleras de los daneses, sino que las arrancaba de las cabezas.

A unos, pues, mataron, a otros los impulsaron a que se arrojaran al fondo del río. Las voces de los nuestros resonaban: «Quemados, corred hacia el Sena, cuyas aguas os devolverán las cabelleras mucho más elegantes. » El valiente Eudes lo repitió innumerables veces.

Pero, ¿quién era el otro? El otro, Ebles, su camarada y su par, fue capaz de atravesar con una flecha a siete hombres, burlándose de los cuales, les ordenó presentarse en la cocina.

11 Torre construida en 870 sobre la rive droite del Sena.12 Musculus designa por lo común un ingenio de protección, pero junto a las palabras succidere del texto y

ferris de la glosa imponen la idea de picos de hierro.

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Estos dos fueron los primeros a lo largo y a lo ancho y no hubo ningún otro como ellos, a pesar de que había algunos que luchaban intrépidamente despreciando la muerte. Pero, ¿qué es una simple gota frente a mil llamas?

Doscientos fieles y no más constituían toda la fuerza de los cristianos, mientras que mil veces cuarenta era el número de las fuerzas enemigas.

Los daneses fueron nuevamente contra la torre por turnos, e infames redoblan la lucha. Un estrépito clamoroso se eleva, y voces desmesuradas llenan el aire precipitándose por aquí y por allí.

Gruñen las murallas, sacudiendo los escudos pintados. Gimen, los escudos, los agujeros de los cascos rechinan con las saetas.

Los jinetes que regresan con botín se suman al combate, y, satisfechos de la comida, acuden contra la torre.

Muchos moribundos intentan llegar a sus barcos antes que atacarla arrojándole piedras.

Y mientras ellos exhalan su último suspiro, las mujeres danesas, desgarrando sus cabellos y llorando, dicen a sus maridos: «¿De dónde vienes? ¿Huyes de un horno? Lo sé, hijos del diablo, al cual ninguna victoria vuestra podrá vencer. ¿Acaso no te he ofrendado pan, carne de jabalí o vino? Y si es así ¿por qué vuelves tan fácilmente vencido a casa? ¿Acaso no te alegras de que este camino sea dispuesto para ti? ¿Acaso vuelven, glotón, los otros? (¡Si merecen el mismo honor!»

Así en sus bocas salvajes, una curva da a la torre, pues ésta aún no tiene altura, su oscuro nombre.

Luego, desean destruir sus fundamentos. He aquí que un agujero, mayor que cualquier cosa dicha, se abre.

De lo más profundo aparecen los héroes cuyos nombres ya han sido citados, ven a todos con cascos y penachos y son vistos por ellos. Miran a todos uno a uno y no entran. El terror les impide lo que su audacia les impulsara a hacer.

Pronto una roca redonda fue lanzada desde la torre contra los daneses.

Ésta rechazó a seis y envió sus almas al Averno; arrastrados por los pies completan el número de los muertos.

Entonces en las puertas pusieron fuego —objeto de atención de Vulcano—, para con esto aniquilar a los sobrevivientes y destruir la torre.

Se forma una hoguera horrible y el humo repugnante envuelve con una nube a las tropas y, durante una larga hora, la fortaleza desaparece bajo las negras sombras.

Pero el Señor, compadeciéndose de nosotros ordenó que la ciega niebla se volviera contra el pueblo que la envió.

Marte, el dios de la guerra, fuerte y furioso, se ocupó de reinar.

He aquí que dos abanderados acuden desde la benigna ciudad. Ambos escalan la torre, llevando cada uno de ellos lanzas y escudos teñidos con azafrán. Son el terror de los daneses. Cien de estos últimos a quienes cien flechas expulsaron del cuerpo la vida con la sangre, conducidos por las cabelleras, se vuelven a sus barcas.

Aquí muere el vacilante Lemnos, vencido por el gran Neptuno.

Las aguas libres humedecen lo quemado.

Herido por un doloroso dardo disparado por la cruel gente expira Roberto13, y de los del pueblo, gracias a la ayuda de Dios, mueren sólo unos pocos.

13 Imposible identificar a este Roberto, que no es el hermano de Eudes. (N. del E. )

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Luego, arrasando como el lobo audaz, quien aunque no robe nada de provecho intenta volver al profundo bosque, los enemigos retrocedieron sobre sí en una fuga secreta llorando a trescientos de ellos que fueron recibidos exánimes por Caronte14.

La noche siguiente se dedicó a arreglar las heridas de la torre.

Estas dos batallas se dieron tres días antes que el noviembre helado, situado en el límite de su curso, hubiera cedido la última parte del año a diciembre15.

Mientras el sol esparce sus rayos sobre un cielo dorado, los daneses recorren las riberas del Sena que dependen del bendito Denis y trabajan para instalar en los valles, cerca de Saint-Germain-le-Rond, unos campamentos, mezclando la base con las piedras y la tierra16.

Jinetes e infantería17 recorren sangrientos montes, campos, selvas, llanuras abiertas y ciudades. Van matando a niños, jóvenes, viejos, padres, madres e hijos. Asesinan al marido delante de los ojos de la mujer, y delante de los ojos del marido provocan mal a la mujer. Delante de los padres y madres eliminan a la descendencia. El siervo se convierte en hombre libre, el hombre libre en siervo. Y el esclavo se hace amo, y el amo, esclavo. Vinicultores y campesinos, junto con las tierras y las vides, todos soportan la cruel dominación de la muerte.

Francia sufre, abandonada de señores y siervos. Ningún héroe disfruta de ella, la riegan las lágrimas. Ninguna casa es gobernada por amo vivo. Una tierra tan opulenta está despojada de sus ricos tesoros.

Con llagas y heridas sangrantes, lacerantes, por igual entre matanzas, fuego, robos, ellos humillan, despojan, asesinan, asolan, devastan, siniestra cohorte, funesta falange, monstruosa multitud. Conseguían al instante todo lo que querían, pues se hacían preceder de una visión cruenta.

Los valles, y también los Alpes, antes orgullosos, ahora huían insignificantes. Los hombres armados, en su ardor por huir, buscan los bosques. No queda nadie; todos huyeron; oh, ninguno resiste.

¡Así los enemigos se llevan la gloria de un bello reino, y transportan en sus barcos el honor de una célebre tierra!

En medio de estas terribles batallas, París se erguía riéndose de los dardos.

Entretanto, los daneses construyen monstruos con dos veces ocho (¡admirable de ver!) ruedas, imposibles de medir; grupos de a tres, de fuerte roble construidos, sobre cada uno un ariete recubierto por un techo. Pues los cerrojos de curva, los secretos de su interior, las profundidades de su vientre, atrapaban a sesenta hombres (así se dice) cubiertos con cascos.

Siempre conservaron uno en forma bien amplia. Acabado el segundo, el tercero fue atravesado, cuando un proyectil que fue enviado con arte —tensos los nervios como un plectro—, sacudió a los dos maestros. Así fueron ellos los primeros en merecer una muerte preparada para nosotros. Y mortalmente tocada por una delicada nota, la pareja muere.

Reúnen mil tiendas con excelsos objetos de piel sustraída del cuello y dorso de los jóvenes (éstas eran capaces de contener dos veces a dos o tres hombres). A estas tiendas la pluma latina las llama manteletes o enrejado.

La noche no admite descanso ni sueño.

Veloces, afilan, preparan y forjan las espadas. Ponen a punto los escudos y las armas antiguas se convierten en nuevas.

14 Dios del Infierno.15 Por lo tanto el primer asalto es el 26 de noviembre y el segundo el 27. (N. del E. )16 Saint-Germain-le-Rond es Saint-Germain-l'Auxerrois, en la rive droite.17 Al principio los Normandos combatían a pie, pero por el 850 comenzaron a usar caballería. (N. del E. )

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Mientras el antiguo brillo de Febo remonta ágilmente sobre las feraces cuadrigas, rechaza la opaca noche y abate sus ojos sobre la ciudad, súbitamente las furibundas fuerzas de Satán irrumpen contra los campamentos, agitando con fuerza los dardos18.

Se dirigen rápidamente contra la torre. Vestidos con ropas como abejas ligeras en su reino, se acercan con las alas que huelen a canela y tomillo de los árboles o de un campo alegre de flores. No otro pueblo funesto es el que se lanza contra la fortaleza, las espaldas oprimidas por los arcos y el hierro tembloroso. Cubren los campos con sus espadas, el Sena con sus escudos, y vuelan en forma compacta hacia la ciudad mil balas de plomo fundidas. Y los puentes juntan las atalayas con fuertes catapultas. Marte, que surge por todas partes, se enfurece y reina soberbio.

Los curvos metales de ninguna iglesia añaden resonando vacuos aires a los afligidos clamores.

La fortaleza se bambolea, los habitantes tiemblan y la voz desmesurada de las trompetas resuena: el miedo penetra a los hombres al mismo tiempo que a las torres.

Aquí muchos héroes y valientes hombres resistían: El obispo Gozlin era el primero entre todos, su sobrino Ebles, abad favorito de Marte, y también Roberto, Eudes, Régnier, Utton, Erilang. Todos estos eran condes, pero el más noble fue Eudes, quien mató tantos daneses cuantas balas disparó.

Un desgraciado pueblo ataca, uno generoso se defiende.

El implacable enemigo armó tres cuñas, con la más fuerte atacó la fortaleza, y con las otras dos, sobre un navío pintado, contra el puente. Piensan que si viniesen sobre él, conquistarían la torre. Ella sufre un asalto, pero él es muy fuerte. Ella gime, coloreada de rojo, bajo las múltiples heridas, él llora los héroes y la muerte que fluyen. No hay ninguna vía de acceso a la ciudad, libre de sangre humana; ni mirando desde la torre se ve nada bajo los escudos pintados: cubierta por ellos se ocultaba la tierra.

Mirando desde allí arriba, sólo se distinguen ásperas piedras y dardos terribles que atraviesan el cielo como un enjambre de abejas. Nada más se cosecha entre el cielo y la tierra.

Las voces se hacen más fuertes, el miedo más poderoso, el estrépito más elevado. Éstos guerrean, aquéllos luchan con un fuerte resonar de armas.

Los normandos estimulan vanamente el cruel combate. No hay nadie que nacido de la tierra pueda contemplar a los soldados cubiertos por escudos al mismo tiempo en una formación tan colorida. Éstos habían confeccionado un cielo que preservara sus vidas, al que ninguna cabeza de los suyos pudiera traspasar, pero por debajo de éste, ellos a menudo cogían las armas que provocan una horrible muerte. Mil soldados guerreaban manteniéndose en el combate; otros mil, puesto que no podían juntos alcanzar la torre, intentaban combatir en escuadrón.

Los de la fortaleza observan, y como el pueblo enemigo, con los brazos desnudos y el rostro descubierto, redobla el combate, ellos convierten los tejos rectos en curvos arcos. Una jabalina es lanzada desde la fortaleza contra una boca abierta. Y en tanto que éste trata de huir, otro prueba la comida que aquél se sacó de la boca.

Para redondear un número venerable19 viene un tercero, quien, resplandeciente, se lleva consigo a los dos en secreto, y él mismo, tocado por una flecha, pide perdón a la torre.

Los otros, bajo los escudos, se los llevan ocultos consigo, desde donde, rudos, renuevan la batalla con furor.

Los escudos se agitan de llanto, golpeándose las piedras y los cascos que penetran el aire, arrojan ruidos sangrientos. Con una cruel espada son perforadas las corazas.

18 Aquí comienza el relato de la tentativa de asalto general: ésta dura tres días, el 31 de enero, 1 y 2 de febrero del año 886. (N. del E. )

19 Se refiere a la Trinidad.

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El Todopoderoso, volviéndose a sus criaturas y a los que eran como una parte de sí, y viendo que son superados por los daneses, insufla a los nuestros un ánimo valiente, y a los otros, un sentimiento de terror.

Entonces mueren miserables y muchos que abandonaron el alma son transportados en barcos por los que arrastran las armas. Ya Titán se ocupa de enviar mensajeros rápidos por el Océano para que le preparen su reposo. Ya la fiera plebe se lleva de la torre lagrimeante las tiendas que ya expliqué, tejidas con maderas de la selva y cabelleras de jóvenes.

Y así pasaron la noche, unos guerreando, otros durmiendo. Y a través de aberturas circulares dispararon flechas empapadas de veneno penetrante contra los soldados que vigilaban la eximia torre por la noche.

Y por la mañana resplandeciente, las armas recomienzan la salvaje lucha: llena la tierra de ellas, son hincadas en círculo a la cabeza. Muchos luchaban, otros se ocupaban de los fosos que rodean a la fortaleza y rellenaban los surcos. Traían terrones de grutas y de bosques frondosos, mieses despojadas de su producción, vides sin sus retoños; traían de aquí viejos toros y hermosas vacas y terneros; por último matan a los desdichados que retenían cautivos y los llevan a los surcos profundos y durante todo el día se agitan de pie ante el campo de batalla.

Viendo esto, el piadoso obispo20 llama llorando con clara voz a la madre de Nuestro Señor y Salvador:

«¡Madre venerable del Redentor, origen de la salud del mundo, estrella del mar, que brillas más clara que todos los astros, inclina tus oídos a mis plegarias y ruegos. Si te place que yo celebre todavía misas, haz que el impío, feroz, rabioso, cruel y atroz que mata a los cautivos sea enredado con un lazo de muerte!».

De repente, una flecha que venía volando desde la fortaleza, se ocupó de llevar a un normando lo que el obispo Gozlin llorando pedía. Aquél, vencido por las riendas de la muerte, abandona a los cautivos, y el desdichado tiende a sus camaradas su escudo y su pie. Deja libre su boca, se agita violentamente, rellena con su cuerpo los surcos, exhalando su alma mal nacida, junto a los cautivos, víctimas de su espada.

La ciudad palpita sagrada en honor de la excelsa María por cuyo auxilio gozamos de vida segura. Si tenemos fuerzas, rindamos a ella, pues, inefables acciones de gracias y cantémosle plácidas canciones. Que nuestra voz sublime se eleve y pronuncie alabanzas puesto que ella es digna de esto:

«Salve, digna madre del Señor, reina de los cielos, tú brillas como nuestra madre, tú existes como dominadora del mundo, tú que has sido juzgada digna de liberar al pueblo de Lutecia de las manos crueles y de la espada de los daneses, tú que pudiste darle la salud a Lutecia, tú que engendraste para este mundo inseguro un Salvador. Los habitantes del cielo, las virtudes, los soberanos, los príncipes, las potestades, los tronos de los cielos, oh madre gloriosa del rey supremo, te contemplan, loan, veneran, adoran.

»Oh feliz madre que encerraste en el tálamo del útero al que ni los cielos ni las tierras ni el vasto mar no lograron contener, y elegida, engendraste al que para nosotros es padre.

»Luna refulgente, tú has derramado la luz de un sol mucho más brillante que tú sobre las tierras e iluminándolas te las reservaste y reparaste el error de nuestra raza.

»Por lo tanto, oh reina del cielo, ¿a quién puedo compararte?

»Tú eres más santa que todos los santos, más feliz que todas las mujeres, ten piedad de los que te adoran, hija del Todopoderoso. Que la gloria, alabanza y honor y ese esplendor que irradias estén siempre en ti. Bendita madre de Dios, en el reino de Jesús».

Febo se va, la niebla de una noche serena vuelve.

20 Gozlin

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Abundantes guardias vigilan la torre. La aurora da vuelta a los cielos. Ellos, los que rodean la fortaleza, vuelven blandiendo armas mortíferas. Atizan los arietes, ponen uno del lado de Oriente enfrente de la torre. Las alturas de Septentrión21 contemplan a otro sobre las puertas. Un tercero ocupa su lugar delante de su flanco.

Con dos piedras enormes, ellos confeccionaron unos ingenios que se denominan «manganos»22 en el particular uso del vulgo. Con estos arrojaban enormes rocas, lanzando a las sombras a las humildes gentes, las hacen pedazos en forma truculenta, arrancan el cerebro de la cabeza de esos desdichados y dejan fuera de combate a muchos daneses y más aun escudos. Ningún escudo estaba libre de roturas, ningún herido al que hubieran tocado, inmune a la muerte. Y en vano las desgraciadas falanges se esforzaban en reemplazar los fosos, no podían rellenarlos. Se esforzaban en causar la ruina de la torre con los arietes.

Y puesto que no podían hacerlos avanzar por los campos llanos, cogieron rápidamente tres navíos suficientemente altos y los cargaron con frondosas selvas y finalmente les imponen a Vulcano ardiente23.

Saliendo las llamas, son enviadas en todas direcciones, y las naves eran arrastradas con cuerdas por las costas a fin de incendiar el puente o la notable torre.

La selva arroja llamas. Las aguas y piélagos están sedientos, la tierra gime, las hierbas verdes mueren bajo el fuego.

Lemnio, más potente que Neptuno, se levanta con el pie aplastado.

Las tinieblas penetran los reinos del cielo y atraviesan las nubes. La tierra y el campo, las aguas y el aire se queman. La ciudad se lamenta, los que están en la atalaya temen, las murallas lloran.

¡Oh, qué río de lágrimas fluye de los ojos santos! Los bellos jóvenes y la blanca vejez llorando exhala lamentos, y las madres, ya insensibles, daban las espaldas desgarrando y revolviendo sus cabelleras por el campo. Éstas golpean con los puños sus pechos desnudos y las otras se desgarran las mejillas humedecidas con las lágrimas.

Entonces los ciudadanos se agitan y reclaman juntos la concurrencia de Germain:

«Ten piedad, oh Germain, de estos pobrecillos. »

Éste ha había sido obispo santísimo de París, y su cuerpo venerable iluminaba la ciudad; las murallas repiten el nombre de Germain y en cada torre los soldados y los primeros de los hombres exclaman:

«Oh, Germain, aprende a socorrer a tus servidores. »

Un inmenso ruido que acompaña al eco, agita las costas de los ríos y los profundos piélagos de las aguas y azota los tronos aéreos desde los cuales se eleva la estrella de la mañana. Y la ciudad responde como Germain a los que la llaman. Las madres y las jóvenes hijas acuden juntas al sepulcro del santo24, y reclaman agradecidos sufragios. Ante esto, el desgraciado pueblo con excesiva alegría, viene burlándose de los ciudadanos y de la muchedumbre del Señor. Riendo falsamente, golpeaban con fuerza los escudos. Y sus gargantas, rebosantes de sonoro clamor, se hinchaban; los ciudadanos lloraban y los aires se llenaban de un fuerte ruido en nada menos fuerte que su clamor. La voz se escuchaba en los cielos y el dolor en los aires.

Y Dios Todopoderoso, salvador de todo el mundo, presta atención a los rezos del santo y tú mismo, oh Germain, vienes a socorrer a tu humilde pueblo y a hacer que las naves

21 Colinas de Montmartre y de Belleville. (N. del E. )22 Mangana en latín.23 Les enciende fuego.24 Sus restos habían sido trasladados al interior de la ciudad (I, 467) a la basílica de Saint-Étienne (II,

310). (N. del E. )

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inflamadas vayan contra una enorme masa de piedras —tú mismo las agrupaste— de tal modo que ninguna hiera el puente; esa masa sostiene el puente.

En seguida el pueblo del Señor desciende hacia los fuegos, los sumerge en las aguas, y vencedor, se apodera de los navíos.

Y la feliz tropa de Dios goza ahora de aquello que antes le llevaba a sufrimientos superiores y grandes dolores.

Así sucedieron nuestras cosas, la guerra y el día acabaron y la noche salvó a la torre de sus ineptos guardias.

Aún el sol no había recogido sus claras cuadrigas, cuando los enemigos se llevaron furtivamente bajo la luz los enrejados hacia sus fortificaciones abandonando los arietes llamados por el vulgo carcamusas, ya que el temor les impidió retirarlos, y de los que los nuestros se apoderaron con gozo.

El rey Sigfrido hace volver a todos los daneses por quienes la torre había temido ver arrancados sus propios ojos25.

Y así, por la ayuda de Dios, el cruel Marte descansó.

El último día de enero comenzó un período de tres días de combates a los que puso fin el mes siguiente. El tercer día de esta guerra fue la Santa Purificación de la Madre adorada de Cristo, que otorgó a nuestro pueblo el gozo del triunfo.

Después, la cohorte infeliz monta sobre los caballos más ligeros que aves y alcanza las regiones de oriente, las tierras de la triste Francia que aún no habían sido devastadas. Mata a todos los que quedaron abandonados, reclama las cabañas de Roberto, al que llaman de sobrenombre Portecarquois26, bajo cuya sumisión sólo había un soldado y sólo una casa los retenía. Dijo el soldado a su señor: «Contemplo a los normandos que vienen a la carrera!».

Y Roberto, aunque desea coger su escudo, no lo ve, puesto que los suyos se lo habían cogido cuando les ordenó vigilar las cuñas de los daneses. Entonces, él marcha delante de los enemigos hacia la plaza con la espada desnuda, mata a dos de ellos y muere él mismo en tercer lugar sin ningún socorro.

A partir de esto, su nieto Aleaume, encontrándose con una gran tristeza entremedio de gentes del conde les habla de este modo:

«Ea, fuertes varones, coged los escudos y las armas y apresurémonos a vengar a mi tío abuelo. » Dijo esto, atacó la ciudad y luchando cruelmente, no sólo los venció sino que asesinó a los impíos normandos. Victorioso, llena la ciudad de cadáveres de enemigos. Prohibida la fuga, los que quedaron no podían llegar a los barcos.

Tales son las hazañas de Roberto.

Ellos intentan escalar la planicie que se extiende después del áureo palacio del feraz Germain —que ya hemos nombrado abundantemente— y en el cual es cosa sabida que la figura de su sepulcro se ve. Aquí siempre ha yacido su venerable cuerpo.

Este monasterio fue el más noble de todos los que la Neustria nutría en su seno27. Desde el monasterio, sus restos fueron llevados por los propios siervos hacia la ciudad. Él mismo entregaba a los daneses que dejaban huella sobre el campo, para que los soldados que vigilaban la torre situada en su dominio los cogiesen. Uno de éstos, entrando en la iglesia, destrozó los vitrales de las ventanas a golpes de ramas de árboles. El cruel pierde la cabeza en una locura de rabia. El santo Germain lo une a los carros de la Euménides. La muerte, que

25 Es decir, las puertas (de las glosas).26 Roberto Portecarquois, a los 35 años, sucedió en 880 a su hermano mayor Eudes.27 La Neustria se extendía entre el Sena y el Loira, la abadía de Saint-Germain-des-Prés, situada sobre la

rive gauche, se encontraba sobre la Neustria. Había sido fundada por Childebert al volver de una expedición a España en 542 bajo la invocación de la Santa Cruz y de San Vicente. (N. del E. )

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persigue al desgraciado, lo pierde y con una remota piedad, fatigado por estas causas, intenta llegar a los infiernos.

Oh mi sagrado Germain, cuyos milagros canto, cuida que mi espíritu jamás afronte tales cosas. Oh bienhechor, te pido que favorezcas estos milagros y que yo pueda completarlos. Ora, oh piadoso señor, para que la gran paloma del Santo Padre Todopoderoso y de su Hijo se aposente sobre mi boca, que llene mi alma y que la orne de hechos sagrados y flores de virtudes, y que esta santa expulse de mi vida defectos y sombras.

Otro, mirando la elevada cumbre de una torre pequeña, cambia el camino por donde subió y vuelve sus pasos hacia la escarpada cima del sagrado templo; las cumbres del techo sagrado —por la intervención de los méritos de Germain— quiebran sus huesos; parado sobre las murallas de la ciudad, Eudes, futuro rey, señalando con el dedo muestra esto a todo el pueblo que lo rodea. El mismo relató que vio caer al danés.

Un tercero, viniendo, dirige los ojos hacia el vasto mausoleo del santo, no deseando dejarlos allí. Subiendo al cual, un cuarto fue arrancado desde lo alto y, amodorrado bajo los golpes de la muerte, se cayó.

Un quinto, oh feliz Germain, se apresura a abrir el sepulcro, pero con la primera piedra arrancada atraviesa su pecho, una calamidad que cierra su alma sufriente lo aleja de allí. A pesar de no quererlo, tocó los tentáculos del tétrico infierno.

La mano derecha guarda al ilustre padre de santo linaje, la izquierda retiene a la santa madre. El padre es Eleuterio; la madre, Eusebia.

¡Oh dolor! En el silencio de la noche el puente se hunde en su mitad cargado de olas agitadas e hinchadas por la ira. Pues el Sena había rodeado sus reinos y cubierto con sus vestidos las llanuras.

La cumbre del sur sostenía el puente y resguardaba la fortaleza que había sido fundada por el santo. Ambos estaban al costado derecho de la ciudad y uno al lado de la otra28.

Por la mañana, los daneses se levantan ardientes y suben a los barcos, los llenan de armas y escudos y atraviesan el Sena rodeando esta miserable torre. Libran una gran batalla contra ella con dardos, la ciudad tiembla, los clarines resuenan, las murallas son regadas por las lágrimas y todo el campo gime y el mar clama.

Piedras y flechas mezcladas van por los aires. Los nuestros y también los daneses gritan; toda la tierra tiembla al mismo tiempo. Los nuestros se lamentan, los enemigos se alegran.

Y aunque los ciudadanos lo quieren, no pueden socorrer la torre y llevar ayuda a los soldados heridos en la batalla que han luchado con valentía —son doce— y a los que jamás han aterrorizado las espadas temibles de los daneses.

La batalla es difícil de describir, pero los nombres de los que pelearon en ella son: Ermenfroid, Hervé, Herland, Ouacre, Hervi, Arnoud, Seuil, Jobert, Gui, Hardre, Aimard y Gossouin29.

Y muchos más de los enemigos se les unen en la muerte. Los estúpidos normandos, no pudiendo doblegar su coraje, disponen delante de las puertas de la miserable fortaleza un coche lleno de hierbas secas y lo incendian, como en el campo, cuando con una tormenta impetuosa, Febo desaparece del cielo. Una noche profunda se extiende y para nadie es lícito despreciar su casa. No de otro modo el humo oculta la torre, con las catapultas inmersas durante un tiempo en el fuego atronador.

Ya que el viento de la hoguera no los mataba con una derrota, cada uno de los doce lanzó a los prisioneros a los suyos, con las ligaduras y los dejó partir.

28 Mirando la Cité desde Saint-Germain-des-Prés la rive gauche está a mano derecha.29 Damos sus nombres tal como se encuentran en un grabado en una placa de mármol que fue puesta en

1889 a la entrada de la rue du Petit-Pont.

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Ya todos deseaban extinguir el fuego, pero les faltaban los equipos con los cuales pudieran extraer líquidos que fluyeran. Y temían que algún danés fuera a pisar la tierra del confesor a causa de los milagros revelados por los méritos del santo. Ellos no tenían más que una pequeña botella, llenando la cual con agua clara del Sena, se les escapa, escurriéndose de los que la sujetan con los dedos. Neptuno desarmado muere ante el vacilante Vulcano, y el fuego salta sobre la torre y la tritura toda.

Las maderas de roble redoblan sus llantos oprimidas por el fuego, pues el fuego es más fuerte que la batalla. Ésta es abandonada por los soldados, quienes se ponen bajo el extremo que queda del puente.

Nuevos combates libran aquí, crueles contra los crueles, hasta que Febo da vuelta la cabeza hacia las profundidades del mar.

El pueblo enemigo de Dios, que come en la urna de Plutón, entregaba flechas, piedras y rápidos dardos, pero puesto que no podía ganar el conflicto, llamó a los soldados.

«Varones, —dijo al aire—, venid a nuestra fe, no tengáis temor. »

¡Oh, dolor! Los nuestros creen sus discursos mentirosos, esperando en un ruego, poder ser devueltos de un gran sueño. Otra vez no serían cogidos bajo la luz.

Oh, ellos elevaron, desnudos, la espada de una nación truculenta y en un río de sangre enviaron sus almas al cielo y recibieron la palma del martirio y la corona preciosa.

Pronto, abandonado por sus pares, aparece Hervé a los ojos de los paganos. Brillando de hermosura su rostro y su figura, lo consideran un rey, y los vagabundos lo protegen, esperando sus regalos. Entretanto, mirando atentamente a su alrededor, ve que sus amados compañeros son inmolados.

Del mismo modo que un león a la vista de la sangre, él se enfurece e intenta soltarse de las manos de los que lo retienen; se vuelve con fuerza hacia todos lados como si estuviera encadenado, con la intención de coger las armas y vengar el daño causado a los suyos.

Al no lograrlo truena con invencible voz a los oídos de los dementes: «¡Matadme!, (He aquí mi cabeza!, ¡No negociaré en absoluto mi vida por dinero alguno, habiendo muerto mis compañeros! ¡Vano es vuestro deseo!» No murió aquel día, sino el siguiente.

¡Qué palabras, qué lengua, qué boca podría proclamar tantas guerras llevadas a cabo por estos valientes en los prados del egregio! ¿Y a cuántos mataron allí los normandos? ¿A cuántos llevaron consigo vivos a la ciudad? Ya ninguno de ellos osaba desembarcar en el ancho prado del santo a causa del terror que les inspiraban los hombres cuyos combates canto. Los crueles arrastran al Sena los cuerpos sin vida de aquellos cuyo nombre y alabanza volará sin cesar por las bocas de los hombres, junto al recuerdo de sus insignes muertes y batallas, hasta que aprenda el sol a adornar con sus rayos las tinieblas de la noche como así también la luna y las estrellas a componer el día.

Después derriban la atalaya, doliente por la muerte de sus custodios. El portaestandarte de los normandos cae, sacudido por un dardo y envía a Caronte sus miembros y su alma.

Nadie intente alzarse contra mis palabras acerca de esta guerra; nadie podría exponer nada más verdadero, puesto que yo lo vi con mis propios ojos. Además, mi relato concuerda con el de un hombre que intervino personalmente en estos hechos y pudo evadir, nadando, las crueles espadas.

Entonces los normandos atraviesan el Sena, se dirigen al Loira y recorren la patria entre estos dos ríos, apoderándose del botín que esta misma región explicará bajo mis órdenes.

Entre tanto Ebles, abad fortísimo, esperando que los paganos fueran a él todos juntos, se precipita casi solo fuera del alcázar, y llevando un dardo alcanza la fortaleza enemiga; esgrime la lanza y la arroja hacia ella. Ningún caballo nos lo devuelve, ni ninguno lo llevó

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allí. Al instante, reforzado con una poderosa escolta, alcanza el campamento de los bárbaros, ordena él mismo que allí se presente Vulcano. Combaten los nuestros, aquéllos lo hacen con más constancia. Surge ya, de los adversarios, un rumor demasiado sonoro, se lanzan fuera y ahuyentan a la muchedumbre sin tocarla, puesto que son más numerosos que nosotros. Sin embargo, Ebles y sus aliados son considerados héroes por ellos y no osan tocarlo con el hierro. Si entonces se hubiera presentado sostenido por quinientos hombres tales como él mismo era, se hubiera apoderado del campo y hubiera expulsado a todas las almas de sus cuerpos. Pero, como carecía de soldados, interrumpe este juego.

Oh, Neustria, la más noble de todas las regiones del universo, tú que fuiste la madre de los próceres que dominaban, que no te aflija, te lo ruego, aunque la torre esté capturada, el decirme cuántas victorias te arrebataron los daneses, como así también las ubres de cuánto ganado agotaron ellos recorriendo tus comarcas henchidas de ordinario con variadas riquezas.

«Hijos míos, ¿quién podría evaluar mis pérdidas? Aun cuando fueran todas aladas, las palabras no podrían manifestar cuántos hombres, caballos, ganado o bueyes me han sido arrebatados.

«Mis ríos resonaban con el balido de las ovejas, mis prados, alegres de pasto, repercutían con el denso mugido joven de los toros, y el bosque mugía con el ronco clamor de los ciervos y el gruñido de los jabalíes desgarraba mis bosques. Éstas son las cosas que me han quitado los crueles, puesto que tú las has querido conocer y escuchar. »

Contemplé estas cosas con mis ojos, desde lo alto de los muros de la ciudad, y no se podían contar ni abarcar con la mirada.

Y como prados y campos no podían contener todo, se transforma en establo el templo del obispo Germain, se lo llena con toros, terneras y cabras de curva nariz. Lanzan allí grandes suspiros, y abren las bocas, torturados por el dolor, sus cuerpos exhalan las dulces almas.

Vienen los guardianes, esforzándose por llevar a los animales a la cocina, cuando ya éstos sirven como festín a innumerables gusanos, que llenan la iglesia con su fétido olor.

Entonces los sacan fuera, los llevan al Sena y no, ciertamente, a la cocina. Purifican la iglesia de bueyes y ya no se mata.

«¡Has leído los pillajes, conoce también mis victorias! Les quedó a los normandos el deseo supremo de apoderarse de todas las ciudades. Pero, con la ayuda de Dios, sus débiles fuerzas fueron un obstáculo para ellos.

»Los extranjeros causaron innúmeros conflictos a Chartres, pero dejaron allí mil quinientos cadáveres después de una sangrienta y devastadora batalla.

»Un único día quiso jugar así este juego30, siendo los jefes Geoffroi y Eudes, ambos bajo las órdenes del conde Uddon. El mismo Eudes se opuso con frecuencia a éstos y salió a menudo victorioso. ¡Oh, había perdido su mano derecha en la guerra, y se había colocado en su sitio una de hierro, apenas más débil en vigor que la otra! Y no salieron los normandos más satisfechos en Mans, y las otras ciudades no cedieron ciertamente con más facilidad. »

Y ahora, puesto que me lo ruega Apolo, tenga mi pluma un merecido descanso.

30 El 16 de febrero de 886. (N. del E. )

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ASÍ COMIENZA EL SEGUNDO LIBRO DE LAS GUERRAS DE LA CIUDAD DE PARÍS

Surge rápida, oh Musa, la aurora ilumina las regiones orientales. Apresúrate en aventajar su luminosa marcha.

Un fuerte y poderoso varón, el sajón Henri, viene en auxilio de Gozlin, obispo de la ciudad31. A éste le trae víveres, a los feroces enemigos, a pocos ¡ay!32, la muerte. Habiéndose apropiado de un rico botín, aumenta nuestras provisiones. Así pues, cierta noche penetra en el campamento de los daneses y coge muchos caballos de allí.

Mientras Henri extermina la tropa de carniceros, se alza un inmenso y fragoroso clamor. El sueño abandonó desde ese momento a los nuestros, quienes acuden a proteger las murallas. Desmesurados gritos lanzaban los daneses al morir. Los habitantes de la ciudad responden con griterío sin fin, temerosos de tener que seguir expuestos, como ya era habitual, a duras fatigas. Henri, finalmente, se aleja del campo y sin demora, —aunque era un descuido—, se dirige a la ciudadela. Le envían los enemigos agudos saludos con sus dardos. Se abre la puerta ante sus soldados. Áspera, la guerra se sostiene cuerpo a cuerpo, caen escudos y espadas. La vida ama a los que están a mi derecha y odia a los de la izquierda; la muerte ama a los enemigos, la vida gobierna a los amigos.

Entonces, el sopor vuelve a apoderarse de los habitantes de la ciudad, y el deseo de fuga, de los míseros.

Mientras el rey Sigfredo y Eudes parlamentan, lejos de la atalaya, precipitándose con numerosa tropa, los crueles enemigos intentan llevarse consigo a Eudes, quien, hiriéndoles primero, salta en un vuelo la fosa, con su escudo y su dardo en la mano.

Siguiendo su costumbre en la guerra, el héroe se detiene frente al adversario. Los guerreros se precipitan para auxiliar a su señor. Todos quedan atónitos ante la nobleza de sus hechos.

Viendo Sigfredo que los nuestros son bravos en el combate, dice a sus aliados: «¡Abandonad esta plaza; no debemos permanecer mucho tiempo aquí, sino que debemos partir!»

Luego, una vez que Henri marchó hacia su palacio33, ellos desprecian la ribera de Saint-Germain-le-Rond y eligen la del santo del mismo nombre, de cuyos beneficios yo disfruto34.

Circundan el prado con su campamento y mi señor, ¡ay!, queda encerrado por todos los lados por sus trincheras, como un ladrón en la cárcel, sin haber cometido él falta alguna. Un muro rodea su excelsa iglesia, puesto que nuestros crímenes lo exigían.

Finalmente, el rey ya nombrado acepta de nosotros sesenta libras de clara plata para regresar a su corte en compañía de todos los normandos35. Él desea comparar a las olas marinas la miel del dulce río y ver cómo la boca del estrecho arrastra consigo la blanca cola del Sena que bate con su aleteo la cabeza del océano36. Pero no queriendo ellos seguirlo, comienza a decirles: «¡Ea, daneses, mirad los poderosos muros de la ciudad! ¡Valientes varones, rodead completamente las murallas, cargad vuestros hombros con el arco y las fuertes flechas! ¡Que alguien lleve las piedras, y de todas partes lance dardos! ¡Yo mismo también intentaré asistir a esta batalla!»

31 Gozlin aparece como el verdadero jefe de la defensa. Es él quien había hecho llamar a Henri, enérgico soldado, hijo de un conde del país de Fulda. En el año 884, Henri había impedido a los normandos invadir la Sajonia. (N. del E. )

32 Otros autores concuerdan con Abbón acerca del escaso efecto de esta acción. (N. del E. )33 Fin de marzo o comienzos de abril. (N. del E. )34 Saint-Germain-des-Prés. Alrededor de la abadía se extendían sobre todo cultivos, viñas y praderas. (N.

del E. )35 Sigfredo dirige a todos los normandos. (N. del E. )36 Probable alusión al macareo. (N. del E. )

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Terminada su arenga, álzanse todos a una. Penetran en las islas en las que se halla la ciudad y cargados con crueles espadas circundan la muralla. Los nuestros se lanzan fuera para rodear las torres, matan a dos reyes y a muchos otros normandos. Los falaces aman la fuga; los amigos de la verdad, el triunfo.

La profunda corriente del Sena fue nuestra auxiliar, pues absorbiendo a algunos, los envió al Averno.

Sigfredo, aplaudiendo y riendo dice a los que mueren:

«¡Ahora, guerreros, cercad las fortificaciones con vallas, apoderaos de la ciudad, medid las casas que habitaréis!» Y luego, a los suyos: «Vamos», dice, «he aquí que ha llegado el momento en que nosotros agradeceremos el haber partido de aquí. » Pronto, abandona el Sena, risueño por el regalo recibido. Así habrían actuado los otros si hubieran merecido los mismos regalos.

¿Quién podría escuchar lo que sigue con el oído atento? Que giman la tierra, el mar, el cielo, todo el ancho mundo. Gozlin, obispo del Señor, dulcísimo héroe, emigra hacia el Señor37 y alcanza los astros, que brillan como su virtud. Él era, entre nosotros, como una torre, un escudo, una espada de doble filo, poderoso arco, una fuerte flecha.

¡Oh!, manantiales de lágrimas horadan los ojos de todos y el dolor desgarra los corazones sofocados por el pavor.

Por esta época murió también el abate Hugues38, y la iglesia de Sens enviudó de Evrard, su docto prelado39. Es entonces cuando la alegría de los enemigos alcanza su punto más alto. Sus centinelas cuentan que, a través del silencio opaco de una noche húmeda, vieron la radiante figura del ilustre Germain que recorrió sus dominios llevando una antorcha de brillante luz, quizá la que exhala su perfume sobre la tumba donde sus santos miembros reposan. Se acercaba la solemnidad de su día festivo40, y los habitantes del lugar reprochan a los enemigos que no los celebren. Éstos, intencionadamente, se echan a reír a carcajadas. Ponen en movimiento, a través del campo, un carro pesado de hierbas, aguijoneando con sus jabalinas a los bueyes por la espalda. Atan a éstos, cojos, y sin que hubiera nada que reprocharles, a otros por delante, y luego a otros, y a muchos más. Los míseros animales luchan con sus cuerpos y sus cuernos. Roja sangre baña sus costados y ya no tienen fuerzas para desasirse del eje fijado en la tierra.

Atónitos quedan al ver el milagro de nuestro Señor: se sueltan los toros, se detiene el feroz aguijón. Una luz renaciente limpia las ruedas de los despojos del campo y da movilidad al eje vacilante.

Un normando condenado a ser degollado, huyendo, se introdujo furtivamente en el templo del Santo y se abrazó a su sepulcro. Sin piedad, el infeliz condenado es arrojado de allí. ¡Ay de los miserables! Castigan a un suplicante, y son también ellos castigados. El obsequio que habían hecho a su compañero, con similar piedad recibieron todos por mérito de Germain: el cielo los abrumó de males por su audacia. Por estas cosas los sacerdotes establecen, en veneración al lugar, que allí se celebren las misas y los santos oficios, y prohíben, a quien sea, llevarse nada de allí.

Sólo uno viola esta ley. Quiso llevarse un tapiz de la iglesia para su cubículo. Pero, al instante, a la vista de todos, su figura se redujo, habiéndose transformado en la de un niño. Los que lo conocían desde hacía tiempo ya no podían reconocerlo. Uno se preguntaba, admirado, dónde se ocultaban sus venas y sus nervios. Sus huesos habían huido, al mismo tiempo que la médula, y una pequeña cavidad bastó a sus vísceras. Aquél, que había sido

37 El 16 de abril de 886. Tenía aproximadamente sesenta y seis años. Los daneses conocieron la noticia de su muerte antes que los habitantes de la ciudad.

38 El 12 de mayo de 886, en Orleans. (N. del E. )39 Error. Evrard, arzobispo de Sens desde el 28 de abril de 882, murió el 1 de febrero de 887. (N. del E. )40 El 28 de mayo. (N. del E. )

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considerado grande entre los grandes, aparece, al morir, más pequeño que un niño, y su vida huye indignada con un gemido hacia las sombras.

El más santo prelado del Señor se le apareció también a cierto habitante que descansaba en la noche sombría. Rogando a los santos Marcel y Cloud, recibe en sus manos un líquido límpido apropiado para las bendiciones. Luego, regando la ciudad, la recorre alrededor de sus murallas. Proporciona su nombre a este hombre, pero animando a la ciudad a no perder la esperanza, se sustrae a las miradas de todos.

Hubo en esta ciudad un hombre noble cuya carne se debilitaba, y faltándole el aire temía morir y que, al mismo tiempo, la fortaleza fuera tomada por los normandos. Soñó que quería abandonar a los habitantes de la ciudad, puesto que ésta carecía de armas. Entonces se le presentó un clérigo de maravillosa belleza, hablando con plácida voz, brillante su rostro sereno: «¿Qué temes? Levántate, depón tus trémulos temores, olvida la fuga y mira cuántos hombres hay preparados para la guerra. » Levantándose alegre ve los muros rodeados de jóvenes con sus cascos. Y la voz truena: «Esta ciudad es defendida por sus guardianes, y yo soy Germain», dice «su obispo. Confórtate, nada debes temer, pues ahora esta ciudad no será saqueada por las fauces de los criminales». Así habló el Santo, y vuelven al hombre la carne y el aliento. Habla el bienaventurado y huyen los crueles males. Habla el santo, el enfermo se levanta del lecho. Salvado por estas palabras de vida, el enfermo se echa a andar. Él mismo explica las cosas de las que tuvo conocimiento a través de la visión nocturna.

Cierto día, mientras el cuerpo del Santo era llevado por su propia milicia alrededor de las murallas, acompañado por los habitantes de la ciudad y dirigiendo sus votos a Dios omnipotente con voz canora41, cae uno de los portadores, de nombre Jobert, por una piedra lanzada por un pagano. Mientras el agresor huye muriendo a las sombras del Tártaro, gracias al auxilio del Santo nada sufre el monje que había sido agredido.

Entre tanto, aniquilada por la turbulencia de la matanza, la ciudad sufre a la vez la espada, desde el exterior, y una mortal peste que diezmaba multitud de nobles en su interior. No teníamos tierra que pudiese dar sepultura a los miembros de los que morían; y no pasaba día que no trajese consigo combates entre los habitantes de la ciudad y los violentos ocupantes de los suburbios, ni pasaba ninguno que no condujera consigo a pestíferos muertos por nosotros a los antros del dolor.

Así pues, el futuro rey Eudes se encamina de allí hacia Carlos, el ya nombrado emperador de los francos, a fin de que socorriera rápidamente la ciudad42.

Tras él sólo permanece en la ciudad, en calidad de procer, el valiente abad43 cuya memoria reluce con frecuencia en pasajes anteriores.

Cierta mañana, éste ordena sólo a seis caballeros que se vistan según la usanza de los daneses, y se lancen a través de los campos. Cruzan el Sena, y recorren la planicie plena de diversas armas y con sus ocupantes sumidos en profundo sopor. Matan a tantos normandos cuantos eran ellos mismos. Entonces, un estrépito se eleva desde el campamento; con resonante voz, cogen los crueles sus escudos y los nuestros su embarcación. Los normandos se llevan consigo a nuestro ganado, al que con frecuencia espiaban mientras pastaba en las riberas de Saint-Denis. Pero constantemente tenían al abad Ebles haciéndoles frente, el cual, cierta vez, abatió a un compañero de aquéllos con el dardo. Entonces los daneses abandonaron la ribera, para llevarse el cadáver.

Pronto Ebles envía de la ciudadela a seis caballeros, quienes en cruel lucha matan a cuatro, luego a tres enemigos.

41 Es decir, en el curso de una procesión organizada por los monjes de Saint-Germain-des-Prés refugiados en la ciudad. (N. del E. )

42 Eudes había salido clandestinamente, sin duda en la segunda mitad de mayo, no para ir al encuentro del emperador, sino con la esperanza de interesar a los grandes del reino en la suerte de París. (N. del E. )

43 Ebles. (N. del E. )

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En repetidas ocasiones los habitantes, al abrigo de las tinieblas nocturnas, se dirigen hacia los guardianes del ganado, y ahuyentan a algunos, ahorcan a otros, haciendo esto con frecuencia; como prueba, presentan a la ciudad los cuerpos de los daneses muertos y al mismo tiempo a los vivos, para poder así ser creídos.

Cierta vez, según solían, penetran trescientos bárbaros en la isla44, por donde se asientan las murallas de la ciudad. Sin detenerse, dos de los nuestros abaten a nueve con la espada, a los que dan treinta heridas. Pero no les fue dado a los nuestros contemplar la luz del cuarto día: juntos los dos, muertos en plena gloria, llevaron sus santos pies hasta los egregios astros. El mayor era Segeberto: el más joven, Segeverto.

Finalmente45, Eudes, potente en armas, apareció en la cima de Montmartre, protegido por tres formaciones de infantería, cuyos escudos iluminaba el nuevo sol que acababa de desdeñar el vasto lecho dorado del Océano. Helios, que lo ama, lo saluda el primero, antes que los campos. Los habitantes lo miran con profundo amor, pero los enemigos, deseando impedirle que se aproxime a las puertas de la torre, atraviesan el Sena y bordean las costas con trincheras.

Pero, a pesar de todo, Eudes avanza hacia los habitantes de la ciudad, cabalgando entre los enemigos. Ebles le abre las puertas y todos se admiran de este noble hecho.

Cuando los acompañantes de Eudes vuelven sobre sus pasos, el férreo enemigo los persigue por detrás, a lo largo de más de dos leguas. Entre los primeros se halla Aleaume, del cual ya hablé, conde desde hacía cierto tiempo: «Ea», dice a los suyos, «es mejor que vayamos contra ellos, a que ellos vengan aquí junto a nosotros». Aleaume es quien dice esto. Los pestíferos intentan la fuga: los nuestros, el trofeo de la victoria. Resuenan los escudos, vuelan los dardos, y los campos se cubren con los cuerpos de los daneses, vencidos por la espada del conde Aleaume. Él no los deja escapar, antes los obliga a volver al río. Después de esto, victorioso y triunfante, él retorna.

He aquí que Henri, ya frecuentemente citado, queriendo asediarlos en su reducto, es muerto46. Sinric, el rey de los daneses, esforzándose por atravesar el Sena a fin de reunirse con los suyos, no considerando suficientes dos embarcaciones, utiliza una tercera con sus cincuenta compañeros, y así, naufraga en medio del río. Va a alcanzar el fondo en donde fija, al mismo tiempo que los suyos, las tiendas para la muerte. Éste había dicho que su campamento tocaría el fondo del Sena allí donde el río nace antes que abandonar el reino de los francos. El Señor le permitió que cumpliera lo que había declarado.

Y finalmente, a la hora en que el sol, llegado a la mitad de su curso, enciende el universo, y cuando la tierra tiene sed, y agrada más la sombra al ganado, cuando silba el suave Céfiro a través de los hermosos bosques, las murallas son rodeadas por los mortales enemigos de la ciudad, la cual por doquier padece la lucha. Guerrean a la vez los muros, las atalayas, y también todos los puentes. Lucha el mar, contra él la tierra, más extendida. Resuenan con fuerza los cuernos, se alejan los habitantes de sus mesas.

«¡Ea!», claman los cuernos, «¡abandonad todos vuestras comidas!»

La ciudad entera y sus habitantes son invadidos por el terror. No había rincón alguno a salvo de la guerra. Las flechas y los lacerantes proyectiles de las catapultas cubren las torres como la lluvia los campos, bolas de pesado plomo y enormes piedras arrancan gemidos a los escudos. Estos premios nos daban siempre ellos a nosotros. En respuesta envían los nuestros rápidas piedras, como así también jabalinas y veloces flechas a los fieros enemigos. Se entrecruzan los proyectiles en el vasto aire, volando de un lado a otro. Ninguna otra cosa

44 Desde que ellos pasaron a la rive gauche, más próxima a la isla fortificada que la rive droite, los normandos atacan el recinto. (N. del E. )

45 Imposible precisar la fecha. Probablemente a finales de junio. (N. del E. )46 El 28 de agosto. El conde Henri, precediendo al emperador, venía en reconocimiento. Asaltado por los

normandos, intenta hacerles frente, pero cae con su caballo en una especie de trampa para lobos. {N. del E. )

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pasaba entre cielos y campos. La guerra domina más y más, y orgullosa, se ensoberbece. La virgen de Dios, Geneviève, es trasladada al extremo de la ciudad47. Y así, los nuestros, gracias a sus méritos, se superan constantemente y hacen huir a los enemigos alejándolos de los muros. Llevó a cabo esta hazaña un soldado grande por su fuerza, aunque pequeño de cuerpo, acompañado de cinco compañeros armados. Su nombre era Gerbold. En ninguna ocasión los proyectiles de su catapulta alcanzaron la tierra sin que se vertieran oleadas de sangre.

La batalla es aún más aguda en otras partes de la ciudad; escudos y cascos resuenan con golpes estridentes. Guerrean los nuestros, pero los otros son más fuertes. Desfallecen fatigados por la lucha los cristianos.

¡Oh dolor! Profundos quejidos y llantos se arrastraban. Gime la vejez cana y la juventud floreciente. Lloran los monjes, lloran todos los clérigos. Resuena el aire con los llantos, el luto llena la atmósfera. Tristes están los ánimos por el temor de que la ciudad sea tomada por los enemigos. Éstos, en cambio, lanzan ruidosas carcajadas al cielo, alegres con la esperanza de apoderarse de las murallas. Y las mujeres, desgarrándose desoladas los cabellos, barren la tierra con sus sueltas cabelleras. ¡Oh!, se golpean los pechos desnudos con sus puños, y con las uñas se arañan los rostros y la triste boca. Todas ruegan con voz lastimosa: «¡Saint Germain, auxilia a los tuyos, de lo contrario moriremos ahora! ¡Oh, pío, de prisa, socórrenos ya, socórrenos, perecemos!» La tierra y el río repiten el nombre de Germain, y las costas, y todo el bosque también resuenan con su nombre: «Oh sagrado Germain, compadécete de nosotros, te lo rogamos. » Doblan, tristes, las campanas de las iglesias, se oyen clamores. La tierra tiembla con estas voces, responde el río con mugidos. La ciudad, temerosa de que esto fuera el presagio de su último día, se extiende derramando amargas lágrimas.

Mas he aquí que Germain, que debe ser honrado por todo el universo, no habiendo demorado en nada las promesas, se presenta con su propio cuerpo para proporcionar su auxilio allí donde la lucha era mayor. Él obliga a los portaestandartes daneses a alcanzar la muerte, y a muchos otros los repele fuera de la ciudad y del puente.

Viendo a su señor ante sus ojos, la torre máxima se alegra. Así, los hombres fatigados recobran sus fuerzas y resisten, combatiendo a los insolentes enemigos, que buscan la torre, habiendo abandonado el puente y las murallas. Había, entretanto, otros mil hombres a la expectativa, puesto que, siendo tan numerosos, no podían luchar todos a la vez. Heridas sus vísceras por diversas armas, como la lluvia del cielo caen a tierra, y son trasladados a sus naves.

Ya el sol se marchaba, recibiéndolo el Océano en el marmóreo palacio de Tetis, cuando los paganos levantan un enorme fuego ante las puertas de la torre.

Las llamas rodean las altas cimas de la torre, y los que están a la izquierda 48 luchan a la vez con las armas y con el fuego. La ciudadela es abandonada por los cristianos, que ordenan abrir las puertas, pues prefieren alcanzar, de frente, una muerte gloriosa, a entregarse a la fe de estos falaces. Nadie permanece en el atalaya, excepto un servidor 49 del santo ya frecuentemente nombrado, que sostiene hacia las llamas la madera de la cruz de la salud50, y ve estas cosas con sus propios ojos y así nos lo cuenta. Un denso humo había extendido su velo sobre la torre: una vez abiertas las puertas, el árido Vulcano, desarmado, muere por la húmeda espada de Portuno51. Llevándose consigo muchos cadáveres, los torvos enemigos buscan una rápida fuga, y Marte reposa.

47 Al extremo oriental. {N. del E. )48 Es decir, los normandos. Por el contrario, «los que están a la derecha» son los francos. (N. del E. )49 Probablemente Abbón, aunque, por otra parte, seguramente éste lo habría dicho. (N. del E. )50 Probablemente la cruz de oro, realzada con piedras, que Childebert había traído de Toledo y confiado a

la iglesia de Saint-Vincent-et-Sainte-Croix.51 Dios de los puertos en la mitología etrusca. Probablemente se refiera aquí a una lluvia violenta que

extingue el fuego. {N. del E. )

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Los nuestros alcanzan esta victoria gracias a la virtud de la santa cruz y por los méritos del bienaventurado obispo Germain, al que llevan a la basílica del también mártir Étienne52, y rebosante de alegría grita el pueblo con alta voz: «A ti, como a Dios, te alabamos y te nombramos nuestro señor. » Él era el ilustre obispo, la defensa de la ciudad, que pasa así, de la tristeza a la alegría.

Profundamente conmovido su ánimo como el mar por el viento, Carlos dice a los francos: «¡Daos prisa, buscad por la ciudad un emplazamiento adecuado como para situar nuestras seiscientas tiendas! ¡Tal osan actuar estos ladrones ante mí!» Ellos cumplen lo ordenado.

Cuando van hacia la corte de su emperador a través de un atajo, los paganos los siguen, y aglomerándose a sus espaldas, comienzan la batalla. Pero, superados por los francos, caen, huyen, mueren.

Los fugitivos entran en los templos53 vecinos a las murallas. Pero dos de los vencedores, —cosa admirable—, irrumpen en la iglesia, la dejan llena de muertos. Luego, montan de un salto en sus caballos y se unen a sus compañeros. Estos seiscientos hombres unen el Sena con la cima del Montmartre mediante una fila de tres mil enemigos tendidos en la tierra. Luego, regresan. La fama revela que los victoriosos habían tenido por jefes a dos hermanos, Thierry y Audran.

He aquí que se presenta el príncipe al cual canto, rodeado de todo género de armas, como el cielo con sus resplandecientes astros: es el emperador Carlos, que con numerosa comitiva de diversas lenguas, coloca sus tiendas al pie del Montmartre, enfrente de la atalaya54.

Se le restituye un pastor a la iglesia, durante tanto tiempo viuda de él. Digno de este honor es el noble e ilustre Ansery, en quien germinan todas las virtudes. Y se permite a los bárbaros marchar al país de Sens, dándoles setecientas libras de oro a condición de que en el mes de marzo regresen a sus impíos reinos. Era el tiempo en que el mundo se hallaba entumecido por las heladas de noviembre. Luego Carlos se va. No tardaría en morir.

Tú no conocías aún los nombres de aquellos cuya espada soportaste, oh Borgoña perezosa para la guerra55, a no ser que la Neustria, que adorna el lecho nupcial de tus nobles hijas, te diera fácilmente el aviso. Pero tú los conoces ahora.

Sin embargo ellos vuelven56. Colocan su campamento en el mismo prado, honran el templo del santo con el mismo respeto que antes.

Allí, mi señor Germain, devuelve a su antiguo uso los miembros muy contraídos de cuatro hombres. Con el movimiento, restituye la energía a sus nervios, endereza sus rodillas y repara sus pies. A otro, que tenía los ojos apagados, le devuelve la facultad de ver los brillantes rayos del sol. Una mujer, también ciega, llega de cierto condado de Bessin, atravesando el campamento de los bárbaros sin ser herida gracias a los méritos del santo y recobra la vista. Junto a los pies del santo hay un pozo. Aquel que beba de sus aguas, padeciendo fiebres, si confía en el auxilio del santo hallará su medicina. Cierta mujer danesa, que quería preparar pan con esta agua, ordena que se le lleve por la fuerza y en secreto —pues un sacerdote, que cuidaba el templo, vendía el agua a los enfermos a precios altos—; puesto el pan en el fuego, pronto toma una forma roja y sangrienta. También se sabe que otra danesa, al intentar coger el líquido por la fuerza, no obtiene sino sangre.

52 La basílica Saint-Étienne estaba situada al oeste de la catedral. (N. del E. )53 Se supone que las iglesias más cercanas a las murallas eran Saint-Merry, Saint-Jacques y Saint-Leufroy.54 Charles III probablemente llegó a París el 24 de octubre. (N. del E. )55 La Borgoña no había enviado auxilios. El probable casamiento entre Eudes y una hija del conde de

Troyes hace comprensible la frase siguiente56 Mayo de 887. (N. del E. )

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¿Quién podría relatar todos los milagros de tal santo? Aunque tuviera mil bocas, y otras tantas lenguas que llenaran el aire con sus palabras y el cielo con sus gritos, no podría contar las numerosas gestas de mi padre. Este es Germain, aquel que no habiendo querido continuar brillando en el mundo, llevó a cabo para todos maravillosos hechos, aquel que ya desde el seno materno había aprendido a difundir los signos y a conocer la sublime virtud antes que la ley. ¿Qué santo, oh lector, realizó jamás tales hazañas? Nómbrame, si te place, a San Juan Bautista. Pues sea considerado mi Germain igual a él. Devolvió la vida a tres cadáveres, restituyendo a su sitio las almas perdidas. ¡Ea, ciudad de París! ¿Por qué príncipes fuiste defendida?

«¿Quién podría defenderme, primero, sino Germain, todo mi amor y toda mi virtud? Después del rey de reyes y de su santa madre, él mismo fue mi rey y pastor, mi fuerte compañero. Él es mi espada de dos filos, él mi catapulta y mi escudo, mi ancho muro y mi arco veloz. » Pero, ya que los bosques resuenan con estas alabanzas, permítasele descansar a Filomela.

Después de la narración de estos milagros, volvamos a nuestro canto.

Diremos cómo fue corrompido el frágil tratado. Como las tropas de los normandos no querían abandonar el territorio de los francos para dirigirse a sus antros, sino que, por el contrario, deseaban remontar el curso del Sena, conservando el dinero, para alcanzar, oh Borgoña, tus campos. Pero, en realidad, mantenía ocultos sus verdaderos deseos. Lo que sigue lo llevaban en el corazón, lo que acabamos de decir, en sus bocas. A pesar del justo presente que se les había hecho, quieren esforzarse en cruzar los puentes sobre las cuadrigas de Tetis. Al punto, llega a los oídos de los obispos Ansery y Ebles57, cuando estaban a punto de comer (se encontraban ante sus mesas a la hora en que el reloj de Titán golpea por la mitad la faz luminosa del cielo)58, el ruido de múltiples remos que golpean las profundidades del mar. París exclama que los paganos remontan la corriente hacia el este. Ambos se levantan sin preocuparse de sus alimentos, hacen un llamamiento a las armas, recorren las costas y refuerzan los muros. Ebles coge un arco y lanza la flecha, que penetrando por una estrecha abertura de la nave59, hiere al guía en la axila. El auriga sufre los azares de la muerte y del mar, y lo mismo que él, sufre también la embarcación que debía guiar. Los normandos quedan acéfalos y se retiran a la ciudadela. Ciertamente, acéfalos, puesto que perdiendo a Cristo, es la misma cabeza lo que se pierde.

Luego piden la paz y prometen que, al entregar los rehenes, no tocarán otra costa sino la del Sena y que regresarán, rápidamente, como antes. En cuanto a la región que fecunda el Marne, nos habían prometido mediante un seguro60, como se dice, que ellos la dejarían tranquila.

El horror de los nuestros de que los daneses violaran este seguro era enorme. Debido a la alianza, todo se comparte: una la casa, el pan, la bebida, los lugares, los caminos, el lecho. Ambos pueblos se admiraban al verse a sí mismos mezclados. El pacto fue respetado en el punto en el cual se establecía que debían marchar al país de Sens. Pero cuando vieron que en virtud del pacto podían alcanzar, aun no queriéndolo las murallas, el curso superior del río61, arrastraron sus embarcaciones a la orilla. ¡Oh! También llevaron consigo a veinte católicos a las últimas costas de la vida, dándoles la muerte a golpes de espada y latigazos.

57 Ninguna mención de Eudes, sin duda ausente. (N. del E. )58 Es decir, al mediodía. (N. del E. )59 Los barcos normandos tenían a cada lado aberturas para que pasaran los remos. (N. del E. )60 Un seguro, es decir, una caución apoyada por un juramento. (N. del E. )61 Los primeros navíos toman la dirección de Sens, pero cuando el último se encuentra más arriba de

París, la flota se detiene en el valle del Marne.

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Pronto ven una vida sin alimentos en su propio campamento, una muerte entre dos trincheras, carbones que nada recubren62. Ellos esperaban conservar seguros sus campos, gracias a los ruegos de los nuestros.

Rompen el pacto, desdeñan el país de Sens, surcan con carros acuáticos el Marne. Llega la noticia a la ciudad. Suenan mil gritos, mil llantos. Desaparece la paz común, toda alianza perece. Los habitantes de la ciudad buscan continuamente a los torvos enemigos, recorren el foro, las plazas, por si encuentran a alguno. ¡Enhorabuena!, encuentran quinientos, los matan a golpes. En estas circunstancias brilló principalmente Ebles, abad de Marte, que si no fuera por su excesivo deseo y su lascivia, sería apto para todo, pues también destacó en el estudio de las bellas letras.

A causa del tratado, Ansery deja partir a sus tiendas a unos cuantos, cuando hubiera debido matarlos.

Pronto los salvajes atacan Meaux, y atrincheran la ciudad63.

Entretanto Carlos, perdido su reino y la vida, abraza triste las entrañas ocultas de la diosa de la Tierra64. Eudes abraza feliz el nombre de rey y el mandato del reino, agradeciéndole mucho el pueblo de los francos, y haciéndolo objeto de su favor. Al punto, su mano recibe el cetro, su cabeza la corona65. Francia se alegra, aunque él fuese de la Neustria66, pues ella no podía encontrar entre sus hijos a ninguno similar a Eudes67. Y puesto que a la Borgoña le faltaba un duque, coincide con la Neustria en exaltar a su hijo para tan ilustre honor. En una sola ovación se alegran tres reinos.

Después de todo esto, el veloz Eudes marcha contra los astutos aquitanos68, a los que pronto somete a su autoridad, y recupera los reinos de los francos.

Aún los daneses rodeaban las murallas de la ciudad de Meaux69, donde se encontraban el obispo Sigemond y el conde Teutbert, guerrero muy valiente, hermano del obispo Ansery. Ni el sol ni la luna invitaban al descanso a Teutbert; la guerra era para él constante, estaba en todas partes y, fuerte, resistía.

Siempre que él salía de los muros para sembrar la ruina entre la cruel tropa, mataba a un sinnúmero de enemigos.

No podría decir a cuántos arrancó él el alma con sus dardos. Pero, ¡oh dolor!, precipitándose entre las armas mortales, el poderoso en armas cae, no siendo auxiliado por el príncipe. La ciudad sufre la destrucción, después que su pastor fuera capturado. ¡Feliz presagio para el rey Eudes!

Finalmente, ellos retornan hacia los altos muros de Lutecia, que eran muy seguros. Eudes convoca allí a todos los suyos que viven en los reinos sujetos a su autoridad. Son tan numerosos que no se pueden contar. Se acercan los francos, soberbios y altas sus frentes; los aquitanos, con su lengua astuta y afilada; llegan los de la Borgoña, que piensan en la fuga. La sesión no se prolonga demasiado, la esperanza del triunfo se frustra. Un hombre se burla de sus compañeros y mata a no pocos daneses, aunque con una pequeña comitiva, según se cuenta. Éste, llamado Ademara, había llegado como el viento.

Por otra parte, Sclademaro ahorca a dos normandos, pero él fue el primero en perecer. Había enviado a las sombras de Lutecia al primer enemigo que se presentó allí. Dio el primer

62 La glosa indica que hay un enigma, pero no ayuda a resolverlo. (N. del E. )63 Abbón anticipa un poco los acontecimientos. El sitio de Meaux fue en el verano de 888. (N. del E. )64 Abandonado por todos, muere el 13 de enero de 888. (N. del E. )65 Fue coronado el 29 de febrero de 888. (N. del E. )66 Abbón opone netamente la Francia a la Neustria. (N. del E. )67 Carlos el Simple, hijo póstumo de Luis el Tartamudo, sólo tenía 8 años. (N. del E. )68 En la primavera de 889. (N. del E. )69 Ver nota 63.

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golpe de espada, recibió el último. El primero cayó sobre los infieles, el último sobre su propio cuerpo. Sclademaro había combatido junto al conde Roberto. El terror que él inspiraba hacía dispersar los cascos y los escudos en forma de media luna retrocedían hasta trescientos estadios bajo la ciudad. Además, el noble pastor Ansery, que recibió la fuerza por boca de la Virgen, acompañado de una tropa de trescientos hombres, abate en acerbo combate a cuatrocientos hombres acéfalos, pues se habían alejado de una tropa de mil.

Así es que los habitantes de la ciudad, alegres, llevan abundante botín a las fortificaciones, siendo fiador Dios que reina en lo alto del cielo.

Expongamos ahora los triunfos dignos de Eudes. Llaman Montfaucon a un sitio en donde venció a diez mil caballeros y luego a nueve mil hombres de a pie del lugar. Este triunfo se lo proporcionó el día aniversario del nacimiento de Juan, precursor de nuestro Señor70. Él llevaba su ruta, escoltado por mil hombres armados, cuando una joven, cuyos perros corrían detrás de las liebres a través de los campos frondosos, le dice que se aproximan mil violentos caballeros. Al mismo tiempo que recibe el anuncio, coge su escudo y se lo cuelga del cuello. Toman las armas él y sus compañeros y se lanzan a la inesperada batalla. Él invoca el auxilio celeste y arrebata las entrañas de los enemigos. Deponen los enemigos los escudos y las armas. Los demás vuelven las espaldas a las armas reales, que gustosos sostenían tres niños para que Eudes descansara. Entonces dice a los suyos: «Es posible que otros sigan a éstos, por lo tanto, cerrad las filas. A la primera voz, venid todos sin demora. » Y agrega: «¡Subiré a lo alto de este monte para inspeccionar. Si algún clamor os llega, que nada os detenga!» Pide su cuerno, sube al peñasco, y he aquí que ve acercarse a paso lento a infantes con sonoras armas. Entonces, gritando con la tuba en su boca, despierta todos los ecos, a lo ancho y a lo largo. Sus sinuosos acentos vuelan a través de los astros y los campos, y agitan con todos los tonos, sólidos o quebrados. Todo el bosque responde repitiendo la voz del rey. Va la trompeta con rápido son atravesando todos los elementos. Nada hay que deba admirarse, puesto que, yo lo digo, es una cabeza real la que produce este clamor.

Así pues, los suyos ponen el freno a los caballos, los montan de un salto y avanzan entre medio de los extranjeros. Uno de éstos golpea con su segur vibrante el yelmo que cubría la cabeza del rey. Se desliza sobre sus hombros. Pero como había osado golpear a un ungido del Señor, el agresor al punto fue abatido por la espada del rey, y lanzó su alma del pecho. Crece la lucha, los ineptos deponen sus almas entre la sangre.

Infames, se dan a la fuga, y el príncipe alcanza el trofeo de la victoria.

En un solo día, mató a millares con su infatigable espada y los siguió hasta echarlos de los territorios de los francos. Pero esta victoria no ayudó a que él pudiera reposar, pues pronto se entera de que los aquitanos lo abandonarían y que despreciarían su autoridad.

Enfurecido, los ataca, devastando y saqueando los campos, aunque solamente las zonas llanas. Aunque él se esforzaba por cercar las ciudades contrarias, su poder, sin embargo, se acrecentaba muy poco.

Cierto día, cuando el sol, despreciada la ciudadela del éter, se coloca sobre la fluctuante cubierta del mar, el conde Ademara, del cual ya he hablado, unido al rey por lazos de sangre, se alza contra él. Al instante, más fuerte que Proserpina, derrota a las tropas de Eudes. La sombra hace huir a las estrellas, y Ademaro, la vida de los soldados de Eudes. Duerme Eudes, su consanguíneo le destroza las armas. Brillan los astros, y el rey se despierta; pero al instante, su pariente se aleja feliz por la sangre derramada.

Cantaré por qué pronto él acumula tantas muertes. Pues plugo al rey dar a su hermano Roberto la defensa de Poitiers, cosa que no agradó a Ademaro. Éste, puesto que se prefería a Roberto, tomó por sí mismo, naturalmente, la ciudad. Pronto el rey, marchando al Lemosín y a las campiñas de Auvernia71, ve ante sí a las fuertes tropas de Guillaume. De no haberlo

70 El 24 de junio de 888. (N. del E. )71 De Poitiers, Eudes pasa sucesivamente por Limoges, Angoulême y Perigueux.

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impedido un río que se interponía entre ellos, las tropas se habrían enfrentado. Pues allí Guillaume perdió sus honores, dándoselos el rey a Hugues, que había sido conde de Berry. Por esta razón hubo entre los dos condes una terrible lucha. El ínclito conde de Clermont, Guillaume, lloró a mil cien de sus hombres muertos por Hugues. Éste, a su vez, perdió una cantidad de hombres igual al número menor sustraído del mayor72. Finalmente, cogido Hugues por la espada de Guillaume, le suplica piedad. El conde de Clermont le responde que ya era tarde para hablar, y en menos tiempo que el que hubiera sido necesario para hablar, le atraviesa el pecho con su lanza.

Entre las tropas de Hugues, había dos hombres muy valientes, Rotgario y Esteban, que mataron a muchos soldados de Guillaume, siendo uno conde, nieto del propio Hugues, y el otro, Esteban, un soldado muy audaz. ¡Oh dolor! Hugues, tú sufriste la muerte, Guillaume tuvo la victoria.

Entretanto, un anuncio golpeó los oídos del rey: la Galia le había mentido. Ella estaba bajo el yugo de Carlos, hijo del difunto Luis, que tenía por sobrenombre el Tartamudo. El temerario Eudes se pone en camino para investigar quién ocupa los reinos germánicos73. Alcanza los castillos y vence a los rebeldes. Con su sola presencia ahuyenta a Carlos y a todos sus secuaces, como el sol empuja a las tinieblas y Lucina los átomos. Acepta a los humildes, antes soberbios por su osadía. Quién podría decir cuántas veces Eudes puso en fuga, con su espada resonante, a Cendebaldo, hijo del emperador Arnulfo. Éste era el auxilio, la virtud, la esperanza de Carlos contra Eudes. Nunca Cendebaldo sometió su audacia a aquél. Por tanto, no había aún señal de quietud para el rey.

He aquí que canto con tristes gemidos que una vez más se presentan los crueles extranjeros. Devastan la tierra, asesinan al pueblo, recorren a pie las ciudades y las mansiones del rey, prenden a los campesinos, los encadenan, los envían al otro lado del mar. El rey Eudes escucha y no se preocupa; ésa es su respuesta. ¡Oh! ¡Qué respuesta criminal! No respondiste así con tu boca: el demonio, ciertamente, te dio la suya.

A tu alma no le preocupan las ovejas que Cristo te encomendó. Y él mismo, quizá, no se preocupe en adelante por tu honor.

Cuando los enemigos, carentes de probidad, conocieron el propósito de Eudes, se alegraron, exultantes de gozo. Las barcas se agitan por todos los ríos de que goza la Galia; ellos tienen bajo su poder mares y tierras, y todas estas cosas las soporta el protector.

Francia, te lo ruego, cuéntame por qué están ocultas las antiguas fuerzas con las que triunfaste y sojuzgaste reinos mayores que tú. Es a causa de tus tres vicios: tu arrogancia, la vergonzosa belleza de Venus y la soberbia de tus preciosos vestidos. Estos males te aniquilaron. Afrodita te domina a tal punto que tú no tienes la fuerza necesaria para apartar de tu lecho a las madres y a las monjas consagradas al Señor. ¿Y por qué violentar la naturaleza, cuando tú tienes ya bastantes mujeres? Nosotros nos ocupamos de lo lícito y de lo ilícito. Una fíbula áurea muerde tu sublime vestido. Haces cálida tu carne con una preciosa púrpura. Sólo quieres que te cubra una clámide dorada, que un cinturón adornado de piedras sea lo único que ciña tu talle, que tus pies no lleven sino lazos de oro. No eres de costumbres humildes, eres incapaz de rechazar un vestido. Haces estas cosas, que ningún otro pueblo hace.

Si no abandonas estos tres vicios, perderás las fuerzas y el reino paterno. Los libros, que también han sido profetas de Cristo, atestiguan que todo el mal nace de aquellos tres. Huye, Francia, de estos males.

No me cansa cantar, pero me faltan las hazañas del noble Eudes, aunque las brisas de este mundo aún hoy lo acarician74.

72 Es decir, novecientos. (N. del E. )73 Debe entenderse el norte del reino, la Francia propiamente dicha, en donde estaba la mayor parte de los

soldados de Carlos. (N. del E. )74 Eudes murió el 1 de enero de 898. (N. del E. )

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Te ruego, oh lector, que una vez vencido el enemigo, pidas para que yo, autor, pueda gozar de las amenas mansiones celestiales.

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GUILLERMO DE POITIERS

HISTORIA DE GUILLERMO, DUQUE DE NORMANDÍA Y REY DE INGLATERRA

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PRIMERA PARTE (Falta el principio)

(1)... [Canuto] junto con su vida, perdió el reino de Inglaterra, que había obtenido gracias a la violencia de su padre y a la suya propia, no a otros factores. Aquella misma corona y el trono pasaron a poder de Harold, su hijo, en cierto modo indigno de él por su amor a la tiranía. Hasta entonces, Eduardo y Alfredo, que, de niños y para evitar su muerte, habían huido a refugiarse con sus tíos maternos en Normandía, habían permanecido allí exilados en la corte de su pariente, el príncipe Guillermo. Su madre fue Emma, hija de Ricardo primero, y su padre Edelred, rey de los anglos. Pero acerca de la genealogía de estos dos hermanos y la ocupación de su territorio por la invasión de los daneses, otros han escrito ya suficiente.

(2) Cuando supieron, pues, la muerte de Canuto, Eduardo, en primer lugar, atravesó el mar con cuarenta naves perfectamente equipadas con tropas y desembarcó en Southampton, donde se enfrentó a una enorme multitud de anglos emboscados allí para matarlo. En efecto, este pueblo no quería o no se atrevía (lo cual es más verosímil) a abandonar a Harold, por el temor de que acudieran inmediatamente los daneses para protegerlo o para vengarlo; y no habían olvidado en absoluto que la crueldad de los daneses había exterminado a los más nobles de su pueblo. Tras entablar combate allí mismo, [Eduardo] los venció, infligiéndoles una gran matanza. Mas, al comparar las ingentes fuerzas de aquella tierra hostil con las más bien escasas que había traído consigo, giró proa hacia Normandía con un magnífico botín. Sabía que allí contaba con un refugio seguro, generoso y propicio. Tras un lapso de tiempo no muy largo, llegó a Canterbury Alfredo, que se había embarcado en el puerto de Icio, después de prepararse con más cuidado que su hermano contra cualquier ataque. También él pretendía recuperar el cetro de su padre.

(3) Pero cuando penetraba en el interior del país, el conde Godwin, después de haberlo acogido engañosamente, lo traicionó valiéndose de una detestable intriga. En efecto, fue el primero en correr a su encuentro, como para honrarlo, y solícitamente le prometió su ayuda, dándole el beso y su diestra como prueba de fidelidad. Incluso compartió familiarmente con él su mesa y le brindó sus consejos. Pero a la noche siguiente, en pleno sueño, le ató las manos a la espalda, aprovechando su indefensión y falta de vigor. Y vencido así, sin lucha, lo envió al rey Harold, así como a algunos de sus compañeros, sometidos de igual modo: a los demás, en parte los arrojó en prisión, separándolos miserablemente unos de otros; en parte los hizo matar cruelmente, destripándolos de un modo horrible.

Harold, gozoso al ver a Alfredo encadenado, ordenó decapitar en su presencia a los mejores de sus seguidores; a él mismo, mandó que le sacaran los ojos y luego, a caballo e infamantemente desnudo, que fuera conducido hasta el mar, con los pies atados por debajo del vientre del animal, con el fin de atormentarlo en la isla de Ely mediante el exilio y la miseria. Lo regocijaba pensar que la vida de su enemigo sería peor que la muerte. Al mismo tiempo, esperaba aterrorizar definitivamente a Eduardo, ante las calamidades de su hermano. Así pereció el más hermoso de los jóvenes, el más alabado por su bondad, hijo y nieto de reyes, ya que no pudo sobrevivir por mucho tiempo: cuando le sacaron los ojos con un cuchillo, la punta dañó el cerebro.

(4) Por eso te dirigimos este apóstrofe, Godwin, cuyo nombre infame y odioso sobrevive a la muerte. Si fuera posible, hubiéramos, querido apartarte del malvado crimen que cometiste. ¿Por qué execrable furia fuiste agitado? ¿Cómo pudiste maquinar un crimen tan abominable contra el derecho humano y divino? ¿Por qué cometiste tan pérfida traición, para tu ruina y la de los tuyos, tú el más cruel de los homicidas? Planeaste, te alegras de haber llevado a cabo aquello que detestan los ritos y las leyes de las naciones más apartadas del cristianismo. Los indignísimos sufrimientos de Alfredo, a ti, el más ímprobo de los hombres, te provocan alegría; a los honestos, lágrimas. De tales cosas, incluso la mención resulta siniestra. Pero Guillermo, el gloriosísimo duque, cuyos actos enseñaremos a la edad futura, confiados en la ayuda de Dios, herirá con su espada vengadora la garganta de Harold, vástago

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tan parecido a ti por su crueldad y perfidia. Tú has derramado con tu traición la inocente sangre de los normandos: en justa respuesta será derramada la sangre de los tuyos por el hierro de Normandía. Lo mejor habría sido guardar este crimen inhumano en completo silencio: pero, cuando en la marcha de la historia, incluso los sucesos menos dignos inevitablemente suceden, no consideramos que hayan de ser omitidos en el relato, siempre que sirvan para disuadir de su imitación.

(5) No mucho después murió Harold, al que sucedió su hermano Harthacnut, nacido de Emma, madre de Eduardo, que había vuelto de Dinamarca. Éste, parecido a su estirpe materna, no reinaba con la crueldad de su padre o su hermano, ni deseaba la muerte de Eduardo, sino su éxito. Además, a causa de las enfermedades que frecuentemente sufría, tenía la mirada puesta más bien en Dios y en la brevedad de la vida humana. Por lo demás, dejemos escribir a otros acerca de su reino o su vida, no sea que nos apartemos demasiado de la materia que nos hemos propuesto.

(6) Al fin resplandeció sin límites la tan gozosa alegría, esperada por todos los que deseaban la paz y la justicia. Nuestro duque, más a causa de su inteligencia en las cosas honestas y de la fortaleza de su cuerpo, que de la madurez de su edad, fue armado caballero; este rumor atemorizó a toda Francia. No disponía la Galia de otro que fuera tan alabado como caballero armado. Era un espectáculo a la vez espléndido y terrible, verlo moderar el freno ataviado con su espada, resplandeciente con su escudo y amenazador con su casco y su lanza. Pues del mismo modo que destacaba por su belleza y prestancia cuando lucía las vestiduras propias de un príncipe en tiempo de paz, así también el atuendo guerrero le resultaba singularmente adecuado. Su ánimo y valor viril brillaban con magnífico resplandor. Así pues, con la mayor dedicación empezó a patrocinar iglesias de Dios, a proteger las causas de los desvalidos, a imponer leyes que no resultasen gravosas, a dictar sentencias que en ningún modo se desviaran de la equidad o la temperancia, y a prohibir sobre todo las matanzas, rapiñas e incendios. Pues demasiada había sido en todas partes la licencia para cometer actos ilícitos, tal como antes señalamos. Por último, empezó a apartar totalmente de su lado a quienes sabía malvados o ineptos y a servirse, en cambio, de los consejos de los sabios y capaces; a resistir con fuerza ante los enemigos externos, a exigir con autoridad las prestaciones debidas a los suyos.

(7) Comoquiera que estos inicios devolvieran a Normandía su esplendor y la tranquilidad de su antiguo estado, y prometieran cosas aún mejores, los hombres de bien ayudaban a su dirigente con agrado, mientras que algunos preferían, según su capricho, retener lo suyo y saquear lo ajeno. El que más se distinguió en esta locura fue Guido, hijo del conde de Borgoña, Reinaldo, quien poseía en donación las fortificadísimas plazas de Brionne y Vernon y se había educado desde su infancia familiarmente con el mismo. Pero ambicionaba ya el máximo poder, ya la mayor parte de Normandía. Así pues, se captó para sus pésimas conspiraciones a Nigell, gobernador del burgo de Coutances, a Ranulfo, vizconde de Bayeux; a Haimon, apodado «el Dentado», y a otros poderosos. No frenaron la contumacia de aquel hombre inicuo ni la proximidad de la estirpe, ni la liberalidad pródiga en tan grandes beneficios, ni siquiera el sincero afecto del duque ni su inmensa benevolencia. Asesinaron a muchos inocentes a los que en vano intentaron atraerse, o a los que presumieron les supondrían un mayor obstáculo. Ciertamente, pasaban por encima de todo lo lícito y no se preocupaban de evitar nada de lo ilícito, con tal de conseguir mayor poder. Así es a veces la ceguera que causa la ambición.

(8) Por consiguiente, poco a poco el plan de aquel grupo de perjuros prosperó hasta tal punto, que se congregaron para un ataque frontal contra su señor en Val-des-Dunes, agitando con el tumulto todos los territorios circundantes en una gran extensión. Seguía el estandarte de la impiedad la mayor parte de Normandía. Pero Guillermo, conductor de la facción vengadora, no se alarmó en absoluto ante tan gran número de espadas. Precipitándose [contra ellos], sembró el pavor con la matanza, por lo que los adversarios perdieron casi todo su valor

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y sus brazos la fortaleza. Sólo les quedó el ánimo necesario para precipitarse a la fuga. Él los fue persiguiendo durante algunas millas, infligiéndoles grandes daños. Los lugares inaccesibles y caminos intransitables acabaron con la mayoría. A algunos, mientras corrían por la llanura, su propia celeridad les llevó a la ruina y su misma muchedumbre a un choque mortal. A no pocos se los tragó el río Orne, tanto a los caballeros como a los caballos. Participó en esta batalla el rey de Francia, Enrique, auxiliando a la causa vencedora. Esta batalla de un solo día, tan fructífera y digna de ser narrada a los siglos venideros, ya que, proporcionando un terrible ejemplo, quebrantó con el hierro las cervices demasiado elevadas y los refugios de los criminales, derrocó con su victoria muchos castillos y adormeció las guerras intestinas entre nosotros durante mucho tiempo.

(9) Tras haber huido tan vergonzosamente, Guido se dirigió a Brionne con una gran caballería. Esta plaza parecía inexpugnable, no sólo por la naturaleza del lugar, sino por sus fortificaciones. Pues, entre otras, que acostumbra construir la necesidad engendrada por la guerra, tiene un recinto de piedra, que ofrece a los que luchan el mismo refugio que una ciudadela, rodeado por el río Risle, del todo invadeable. El vencedor, que lo había seguido con rapidez, colocó un estrecho asedio, situando castillos desde uno y otro lado contra el río, que se bifurcaba en aquel punto. Después, aterrorizándolos con ataques diarios, los privó completamente de la facultad de salir. Por último, obsesionado también por la escasez de alimentos, el borgoñón empezó a enviar frecuentes mediadores para pedir clemencia. Movido el duque por el parentesco, las súplicas y la miseria del vencido, no se vengó de él con más crudeza. Una vez recibido el castillo, le concedió poder permanecer en su corte. Asimismo, prefirió condonar a sus aliados la pena capital a que se habían hecho justamente acreedores, a cambio de penas razonables. A Nigell, andado el tiempo, creo que lo condenó al exilio, porque lo había ofendido gravemente.

Guido volvió por propia voluntad a Borgoña, a causa de la pesadumbre que le ocasionaba su crimen. Le disgustaba vivir entre los normandos, vil a los ojos de todos, odioso a muchos. Y Borgoña lo toleraba a duras penas. Ciertamente, si hubiera tenido tanto éxito como obstinación en sus esfuerzos, hubiera privado de la vida y de sus dominios a su hermano Guillermo, conde de aquella provincia. Consumió más de diez años en sus luchas, persiguiendo en combate a un pariente tan cercano.

Pero, ¿por qué he de esforzarme en aducir más testimonios de su infamia?

(10) Los normandos, vencidos, se sometieron a un tiempo a su señor y muchos le dieron rehenes. Después, por orden suya, derribaron rápida y totalmente las fortificaciones construidas durante la rebelión. Los ciudadanos de Rouen tuvieron que rebajar hasta el suelo la insolencia que habían demostrado contra el joven conde75. A partir de aquel momento se regocijaron las iglesias de poder celebrar en paz el misterio divino; exultaba el comerciante, ya que podía ir con seguridad a donde quisiera; se alegraba el campesino de poder trabajar con tranquilidad los campos, sembrarlos y no tener que esconderse ante la aparición de soldados. Todos, de cualquier condición y orden, elevaban al duque hasta las estrellas con sus alabanzas, deseándole con todos sus votos larga vida y salud.

(11) Tras esto, el pueblo ofreció por su parte al rey la más tenaz fidelidad, cuando éste le pidió su auxilio contra algunos enemigos suyos, muy poderosos, que pretendían perjudicarlo. El rey Enrique, en efecto, irritado por las injuriosas palabras de Geoffrey Martel, condujo un ejército contra él, y, valiéndose de un fuerte contingente de tropas, sitió y tomó su campamento, llamado Mouliherne, en la región de Angers.

Veían los franceses lo que la envidia no hubiera querido ver: que el ejército llegado sólo de Normandía era mayor que el real y que todas las tropas que habían conducido o enviado numerosos condes. En Aquitania, mientras yo pasaba mi exilio en Poitiers, se divulgaba la misma fama que nuestros compatriotas atestiguan como propia del conde de

75 Guillermo el Conquistador es designado en esta crónica con los títulos de conde y duque, indistintamente. (N. del T. )

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Normandía y que adquirió en aquella expedición. Se decía que sobresalió entre todos por su inteligencia, su habilidad y su poder. El rey se complacía enormemente en proponerle temas de consulta y someter a su parecer algunos asuntos de la mayor importancia, anteponiéndolo a todos por su lucidez a la hora de dar el mejor consejo. Sólo le reprochaba el que se expusiera demasiado a los peligros y que la mayoría de las veces anduviese buscando el combate, cabalgando a la descubierta con diez hombres o menos. También rogaba a los señores normandos que no se expusieran a entablar un combate, por pequeño que fuera, ante algún municipio; temía, evidentemente, que pereciera por hacer ostentación de su valor, él, en quien tenía el más firme baluarte y el más espléndido ornamento de su reino. Pero aquellas cosas que el rey tanto le desanconsejaba y censuraba, tales como su inmoderada ostentación de poder, nosotros las atribuimos al ardor y ánimo propios de su edad o a su mismo deber. A veces, el alejarse de este modo para explorar, permite hallar datos que no resultan poco útiles. En ocasiones es posible sorprender a malhechores que se guardan bien de los ejércitos armados, o bien se logra algún otro gran provecho.

(12) He aquí un hecho de quien tiene nuestra disculpa y cuyos admirables inicios en las armas resulta tan agradable recordar con atención. Queriendo casi escapar de sus allegados, se había separado del ejército y había cabalgado durante algún tiempo a la cabeza de trescientos caballeros. Después se había alejado de éstos con sólo cuatro y así andaba errante. De repente le salieron al encuentro quince soberbios caballeros armados del bando enemigo. Inmediatamente se abalanzó al galope, al tiempo que arrojaba su lanza, procurando atravesar al más audaz, al que derribó al suelo con la cadera rota. A los demás los persigue hasta cuatro millas. Entretanto, tres centurias que había dejado atrás y que lo habían seguido para investigar (pues desconfiaban de su temeridad), ven de repente al conde Thibaud con quinientos caballeros. Se apodera de ellos el más triste temor. Los toman por enemigos y creen que tienen a su señor prisionero en su poder. Así pues, exhortándose mutuamente, se lanzan al ataque, a fin de, si se da el caso, rescatarlo por la fuerza. Pero, cuando reconocen la tropa de camaradas, siguen buscando más allá y encuentran tendido a uno de los quince, al cual inmovilizaba la fractura de su cadera. Tras avanzar un poco desde allí, gozosamente les sale al encuentro su señor, conduciendo a siete caballeros que había capturado.

(13) Desde aquel momento Geoffrey Martel empezó a decir, tal como pensaba, que no había bajo el cielo ningún jinete ni caballero igual al conde normando. Señores de Vasconia y Auvernia le enviaban o le traían caballos, que fueron conocidos por el pueblo con nombres propios. Asimismo, los reyes de España buscaban captarse su amistad mediante estos dones, entre otros. Y era la suya una amistad digna de ser deseada y cultivada por los mejores y más poderosos. Pues había sobrado motivo en él como para hacerse amar por sus familiares, vecinos, e incluso los que habitaban lejos de él. En efecto, se preocupaba tanto de servir de honra o ayuda a sus amigos como era capaz y procuraba siempre que éstos le debieran el mayor número de favores.

Anteriormente, cuando estaba en la flor de la adolescencia, señoreaba una sola provincia; ahora, a sus cuarenta y cinco años, gobernaba reinos. Conociendo sus actos desde aquella edad (o mejor, desde su niñez) hasta la presente, con toda seguridad afirmarías, y verdaderamente podrías hacerlo, que por su parte jamás fueron violadas las obligaciones propias de las alianzas o la amistad. Pues permanecía firme en la palabra dada y en los tratados, como ejemplificando con su actitud lo que enuncian los filósofos: que el fundamento de la justicia es la fidelidad. Si, por razones gravísimas, se veía obligado a apartarse de la amistad de alguno, prefería dejarla borrarse poco a poco, antes que romperla bruscamente. Esto nos parece conforme con la opinión de los sabios. Con iniquidad se alejó de él el inicuo: el rey Enrique concibió contra él una profunda enemistad, alterado por la persuasión de pésimos consejeros.

Y como quiera que empezara a injuriar a Normandía de un modo demasiado intolerable, Guillermo, a quien incumbía la defensa de aquel país, se le opuso, aunque sentía

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un gran respeto por la vieja amistad y por la dignidad regía. En la medida en que lo permitía la gravedad de la situación, procuraba con empeño no enfrentarse con su ejército estando el rey presente. Y con gran esfuerzo contenía a los normandos, no con sus órdenes, sino casi exclusivamente con sus ruegos, pues ardían en deseos de injuriar el honor del rey, derrotándolo en combate. Más adelante, a la luz de alguno de sus actos, se comprenderá más claramente con qué magnanimidad despreciaba las espadas de los franceses y de todos los que habían sido convocados contra él por edicto del rey.

(14) Gracias también a su apoyo y consejo, Eduardo, a la muerte de Harthacnut, ocupó finalmente el solio paterno, honor del cual era digno, tanto por su prudencia y la gran probidad de sus costumbres, como por su antigua cuna. En efecto, los anglos, tras celebrar consejo, acordaron tomar la decisión más práctica para sus intereses y ceder a las justas demandas de los embajadores del pueblo normando, antes que sufrir sus ataques. En respuesta, se apresuraron a designar de antemano a un emisario que condujera un contingente no demasiado grande de caballeros normandos, para evitar el ser acometidos por un ejército mayor, si el conde normando era quien acudía. Pues su valía en la guerra bastante la conocían ya de oídas. Eduardo, por su parte, meditaba, lleno de grato afecto, qué generosa liberalidad, qué singular honor, qué profunda dilección le había demostrado en Normandía el príncipe Guillermo, tanto más unido a él por los beneficios recibidos que por consanguinidad; y más aún: con cuánto afán lo había ayudado a recuperar su reino desde el exilio. Por todo ello, deseando, según la costumbre de los hombres de bien, recompensarlo de la forma más valiosa y grata, decidió declararlo heredero, mediante una donación formal, de la corona que gracias a él había adquirido. Así pues, con el consenso de sus nobles, le envió mediante Roberto, arzobispo de Kent, que actuaba como mediador de esta delegación, rehenes de una poderosísima familia: al hijo y al nieto del conde Godwin.

(15) Ya se han calmado todos los disturbios internos en nuestro país. En cambio, el enemigo exterior sigue aún activo. Levantaba contra nosotros un brazo con el que se causaría no pequeña herida Geoffrey Martel. ¿Cómo no aseguraron el triunfo a este hombre tan profundamente experto y hábil en la guerra los ejércitos de Anjou, Tours, Burdeos y muchas otras regiones y ciudades que seguían sus enseñas? Pues él había capturado en combate a su señor, el conde de Poitiers y Burdeos y, tras arrojarlo a la más indigna prisión, no le concedió el derecho de regresar a su patria, antes de haberlo forzado a darle una enorme suma de plata y oro, así como extensísimos territorios y un juramento de alianza. En seguida, después de la muerte del conde, al cuarto día después de su liberación, se casó con la madrastra de éste, dama de elevada nobleza, y acogió así a los hermanos del muerto bajo su tutela, a la vez que reivindicaba sus tesoros, junto con todos sus amplios honores y poderes, como si le correspondieran por su propia autoridad. Lo cierto es que encerrar su poder dentro de las fronteras del condado de Anjou le parecía limitarse a una miserable y vergonzosa estrechez. Considerándose por ello cautivo, su desmesurada ambición lo arrastraba con fuerza a los territorios ajenos. Así pues, una vez dilatados sus dominios con los adquiridos, llevó a cabo muchos hechos insignes, valiéndose no menos de variadas argucias que de su riqueza.

Entre éstos, venció el ingenio, la opulencia y el valor de los turonenses, después de quebrantar la fortaleza del conde Thibaud.

Como se apresurase éste a ir en ayuda de su querida ciudad, en cuanto se enteró por ella misma de que se hallaba gimiente y casi a punto de perecer bajo los duros golpes y el asedio de Martel, éste le salió velozmente al encuentro y lo derrotó. Por último, lo aprisionó cargado de cadenas, junto a sus nobles: y no lo soltó mediante un pacto más leve que el que había firmado antes con Guillermo de Poitiers. Desde entonces, fue señor de la ciudad de Tours. Asimismo, vejó a Francia entera rebelándose contra su rey. En fin, henchido de soberbia por el éxito de sus empresas, invadió y ocupó con gran celo y fuerzas el castillo normando de Alençon. Había hallado a sus habitantes inclinados a su favor. Consideraba un

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espléndido engrandecimiento de su fama el haber conseguido disminuir el poder del señor de Normandía.

(16) Guillermo, perfectamente capaz de defender los derechos de su padre y su abuelo, y, mejor aún, de extenderlos más lejos, se puso en marcha hacía la región de Anjou con un ejército, con la intención de arrebatar a Geoffrey, en justa revancha, la plaza de Domfront y, después, tomar Alençon. Pero, por culpa de la traición de uno solo de sus caballeros, casi pereció quien no experimentaba ningún temor ante la extensión de la provincia enemiga. Cuando se aproximaba a Domfront, se separó con cincuenta caballeros que deseaban aumentar su soldada. Pero uno de los principales nobles normandos lo traicionó denunciando la operación a los del castillo, e indicando dónde, o con qué fin acudiría, y de cuan pocos pensaba hacerse acompañar, así como su temperamento, que prefería la muerte a la fuga. Enviados a toda prisa trescientos caballeros y setecientos infantes, los atacan de improviso por la espalda. Pero él, haciéndoles frente con intrepidez, derribó al suelo al primero que, llevado por una enorme audacia, se había lanzado contra él. Los demás, perdido enseguida el ánimo, se refugian en la fortaleza. Su conocimiento del camino les permitió abreviar la distancia. En cuanto a él, no desistió de la persecución hasta que las puertas de la fortificación acogieron a los fugitivos. A uno que había capturado, lo retuvo en su poder.

(17) Más decidido al asedio por estos sucesos, ordena construir alrededor [del castillo enemigo] cuatro puestos fortificados. El emplazamiento de la fortaleza impedía un ataque rápido, ya fuera por la fuerza o por la astucia, ya que lo escarpado de las rocas impedía incluso el avance de la infantería, excepto quienes accedieran a ella por dos caminos angostos y difíciles. Geoffrey había colocado soldados escogidos para ayudar a los castellanos. Sin embargo, los normandos los amenazaban con asaltos muy frecuentes y duros. El mismo duque, sobre todo, era la primera y más terrible amenaza. A veces, cabalgando día y noche o manteniéndose oculto, vigilaba por si hallaba algunos [enemigos] llevando provisiones, o enviados en embajada, o bien acechando a sus propios forrajeadores. Es más, para que sea posible hacerse una idea de la seguridad con que se movía en territorio enemigo, a veces iba de caza. Aquella región abunda en bosques poblados de fieras. A menudo se deleitaba lanzando halcones y, más a menudo aún, gavilanes. Ni la dificultad del lugar, ni la crueldad del invierno u otra adversidad pudieron hacer desistir del asedio a su firme voluntad.

Los sitiados esperan el auxilio de Martel y lo llaman mediante un mensajero. De ningún modo querían abandonar a su señor, bajo cuya licencia se habían enriquecido con latrocinios; pues por esta causa habían quedado seducidos los habitantes de Alençon. No ignoraban cuan odiado era en Normandía el ladrón o el saqueador, con qué recta costumbre uno y otro eran enviados al suplicio y que ninguno de los dos quedaba fácilmente absuelto. A causa de sus perversidades, temían la misma aplicación de la ley.

(18) Geoffrey condujo en su ayuda una numerosísima tropa de caballería e infantería. Guillermo, cuando lo supo, avanzó a su encuentro, tras confiar la continuación del asedio mediante caballeros escogidos. Envía como exploradores a Roger de Montgomery y a Guillermo, hijo de Osbern, ambos jóvenes y valerosos, que se informan detalladamente también de los muy arrogantes planes del enemigo, a partir de una entrevista con el mismo. A través de ellos, Geoffrey hace saber, por boca de su heraldo, su intención de ir a provocar a la guarnición de Guillermo en Domfront, al amanecer del día siguiente. Señala qué caballo llevará en el combate, así como el escudo, el vestido y las armas. Ellos, a su vez, responden que no es necesario que se fatigue avanzando más allá. Pues al punto acudirá aquel hacia quien se dirige. Por su parte, indican el caballo de su señor, su equipo y sus armas.

Estas nuevas aumentaron no poco el furor de los normandos. Pero, más fogoso que todos, el mismo duque apremiaba a los que ya se apresuraban. Sin duda el piadosísimo adolescente deseaba acabar con el tirano. Ésta, entre todas las acciones nobles, el senado latino y ateniense la consideraban la más hermosa. Pero, atenazado por un súbito terror,

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Geoffrey, sin haber visto aún la tropa enemiga, confió su salvación a la huida, con todo su ejército.

(19) Y así se le ofrece al duque normando la ocasión de devastar la opulencia del enemigo, de destruir el nombre de su adversario, causándole una eterna ignominia. Pero sabe que es propio de los prudentes atemperar su propia facultad de venganza. Así pues, le pareció mejor detener su próspero avance.

Desde allí vuelve rápidamente a Alençon y pone fin a una ardua empresa sin apenas combate. Pues la plaza, aunque muy protegida por el mismo lugar, sus recursos y sus defensores, con tan rápido éxito cayó en sus manos, que pudo vanagloriarse con estas palabras: «llegué, vi y vencí». En seguida esta noticia sobrecogió a los de Domfront. En consecuencia, desconfiando de ser liberados por otra espada, después de la fuga del famosísimo guerrero Geoffrey Martel, se entregan igualmente en una rapidísima rendición, cuando ven el regreso al asedio del príncipe normando. Dicen los hombres de antigua memoria que ambos castillos fueron fundados por concesión del conde Ricardo, uno cerca del otro, próximos a los límites de Normandía, y que habían estado sometidos tanto a los condes que le sucedieron como a él mismo. Tras su victoria regresó a su patria, a la que magnificaba con su reciente honor y triunfo, al paso que difundía más aún en el exterior el amor y a la vez el temor hacia su persona.

(20) En esta misma época llevó a cabo este príncipe otros hechos dignos de llenar los volúmenes de unos anales y que, como otros muchos realizados por él en otros tiempos, preferimos omitir, no sea que un texto largo fatigue a algún lector o bien porque no conocemos la materia lo suficiente como para escribir sobre ella. Además, la poca habilidad literaria que poseemos, la reservamos para narrar lo más importante de todo. Crear con la imaginación las guerras que luego harán salir de su pluma, les es lícito a los poetas y también magnificar de cualquier modo lo que han conocido vagando por los campos de la ficción. Nosotros alabaremos con rigor a un duque o a un rey, en quien nunca hubo nada que no fuera rigurosamente perfecto y sin apartarnos ni un paso de los límites de la verdad.

(21) Después de esto, casi todos los nobles normandos empezaron a rodearlo de una increíble veneración, esforzándose cada uno en probarle su ahora decidida fidelidad, del mismo modo que hacía poco se esforzaban en luchar contra él. Hasta el punto de que, por acuerdo unánime, decidieron elegir como señor a su descendencia, de la que por entonces tenían sólo esperanzas. Él mismo, en su humilde prudencia, atribuyó, como debe ser, todos los actos que con bien había recibido y llevado a cabo, al don divino, actuando como el más moderado de los hombres, ya desde su primera juventud. Así pues, en cuanto a su matrimonio, se producen discrepancias, puesto que es normal que hombres con distintos ingenios y opiniones den consejos divergentes, sobre todo cuando en una corte numerosa se celebran consultas acerca de asuntos importantes. Reyes de tierras lejanas habrían entregado con agrado a sus muy queridas hijas a un tal marido, pero pareció mucho mejor el aproximarse por lazos familiares a quienes ya se hallaban en una proximidad física, tal como aconsejaban muchas razones de peso.

(22) Florecía en aquel tiempo, limitando con los teutones y los franceses y sobresaliendo entre todos por su eminente poderío, Baldwin, marqués de Flandes, el más ilustre también por su nobleza, procedente de un antiguo linaje. En efecto, su genealogía arrancaba, por una parte, desde los señores morinos, que modernamente se llaman flamencos, y, por otra, de los reyes de la Galia y Germania, alcanzando incluso la línea de la nobleza de Constantinopla. Se estremecían de admiración ante él condes, duques, marqueses y altos prelados, si alguna vez los deberes de su cargo les procuraban la visita de este importante huésped. Como amigo y aliado, se afanaban por consultar su prudente parecer en la deliberación de los mayores asuntos, granjeándose su benevolencia con dones y honores. Si

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en verdad fue, de nombre, vasallo del imperio romano76, de hecho fue el honor y la mayor gloria en sus consejos, en los momentos de mayor necesidad. Incluso los reyes respetaban y temían su grandeza. Pues es por demás conocido, incluso para las naciones más remotas, con cuan frecuentes y graves guerras fatigó la ferocidad de los emperadores, consiguiendo al fin una paz en las condiciones dictadas por su mismo arbitrio: sancionó a señores de reyes con alguna parte de las tierras que les había arrebatado en la guerra. En cambio protegía con firmeza sus territorios, manteniéndolos inexpugnados o, mejor, libres de todo daño. Después, la monarquía de Francia, pasó, durante la infancia del rey, a la tutela, gobierno y administración de este hombre prudentísimo.

Este marqués, mucho más grande, por sus poderes y títulos, de lo que es posible explicar con detalle, condujo dignamente a su propia hija, nuestra queridísima dama, a la presencia de sus suegros [de ella] y su yerno [de él mismo] en Ponthieu. Su prudente y santa madre había nutrido en su hija aquello hacia lo que, por los dones de su padre, ella misma se sentía más inclinada por naturaleza. Si quieres conocer su ascendencia materna, sepas que el padre de su madre fue el rey francés Roberto, quien, hijo y nieto de reyes, reyes engendró y cuyas alabanzas por su fe en la religión divina y por su buen gobierno el mundo no podrá silenciar. La ciudad de Rouen se entregó gozosa a recibir a una tal esposa.

(23) Aquí, debido a la fama de sus hechos, nos vemos forzados a no pasar por alto, a causa de la prisa en dirigir nuestra pluma a mayores asuntos, a Guillermo, conde de Arques, y el poder, fuera de los límites de la justicia y la bondad, que empleó en todas sus empresas para dolor de su patria. Cobarde y pérfido vástago de una famosa estirpe, no contuvieron a Guillermo los frenos de la ley humana ni divina. No lo detuvieron estas cosas ni tampoco la ruina de Guido, ni el admirable valor y la fortuna del gran vencedor por nadie vencido, ni su ínclito nombre, obtenido gracias a ellos. Lo que en espíritus valerosos debiera haber suscitado acciones también loables, esto es, la notoriedad de su preclaro linaje, ello mismo elevó su inmoderada audacia hacia límites demasiado altos y causó así la ruina de uno y otro. Pues por desgracia, ambos sabían que se contaban entre la descendencia de los condes de Normandía. El burgundio era nieto de la hija de Ricardo II; y el conde de Arques era hermano de Ricardo III, hijo de Ricardo II y nieto de Ricardo I.

Éste, desde que [el duque], de niño, empezó a gobernar, tramaba contra él, siéndole infiel y hostil, aunque le había jurado fidelidad y honra, y oponiéndosele a veces con manifiesta temeridad, otras con engaños. Precisamente, fue su desmesurada arrogancia, la que lo arrastró tan fácilmente a la iniquidad. Algunas disensiones y otros males que hemos mencionado antes, él mismo los inició como cabeza principal y fueron muchos los que, con su ejemplo, su consejo, favor y ayuda, él desarrolló y reafirmó. Muchos, turbulentos y durante largo tiempo fueron sus empeños en favor de su propio interés y contra la grandeza de su señor: a menudo se alzó para rechazar su avance, no sólo desde el castillo de Arques, sino desde la parte de Normandía cercana a él, y que está situada a este lado del río Sena. Por último, en el mencionado sitio de Domfront, se marchó casi al modo furtivo del desertor, sin pedir en absoluto licencia, despreciando todos los deberes que impone el vasallaje, con cuyo nombre había intentado antes velar su hostilidad.

(24) Por causa de estas y otras tantas y tan grandes osadías, el duque, como la situación lo aconsejaba y dado que sospechaba que intentaría nuevas y mayores traiciones, tomó la elevada plaza, en cuyo refugio más confiaba [el conde de Arques], colocando luego una guarnición, pero sin recortar más sus derechos. En efecto, este escondrijo, este monumento a su declarado orgullo y demencia, él mismo lo había fundado y fortificado con enormes esfuerzos, en el punto más elevado de la montaña de Arques. Pero, no mucho tiempo después, sus infieles guardianes devolvieron la potestad del castillo a su fundador,

76 El autor se refiere, por supuesto, al Sacro Imperio Romano Germánico, fundado tras la coronación de Otón I en el año 962 por el Papa Juan XII en Roma, con lo que quedaba restaurada, en la figura del soberano germánico, la tradición imperial, que había ostentado antes la dinastía carolingia. (N. del T. )

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presionados y seducidos por las promesas de recompensa y por los varios requerimientos que insistentemente llovían sobre ellos.

En cuanto se produjo su restitución, inflamado por un furor de extraordinaria ferocidad, clama que ha de vengarse, como si hubiera visto disminuido su patrimonio con injurias. Surge así en todo el ámbito del territorio vecino una gran miseria. Las violencias, saqueos y rapiñas se recrudecen, amenazando con la devastación. El castillo se provee de armas, hombres, víveres y todo lo apropiado para una tal empresa; las fortificaciones, ya firmes antes, se hacen más fuertes aún. No se deja ningún lugar para la paz y el ocio. En fin, se prepara la más cruel de las rebeliones.

(25) Luego que el duque Guillermo lo supo, desde la región de Coutances, donde había recibido la confirmación de la noticia, se apresura con tal celeridad, que los caballos de su séquito, excepto seis, cayeron todos reventados antes de llegar a Arques. Pues, si es cierto que él se daba prisa por vengar la injuria sufrida, más aún lo incitaban los males de su provincia. Se dolía de que los bienes de la Iglesia, las cosechas de los campesinos, las ganancias de los negociantes se convirtieran injustamente en botín de los soldados. Creía oír cómo le llamaban los miserables gemidos del pueblo inexperto en la lucha, que suelen elevarse en gran medida en época de guerra o rebeliones. Pero en el camino le salieron al encuentro algunos jefes de su ejército, fieles y leales a él. Habían oído por un repentino rumor en la ciudad de Rouen los planes del conde de Arques y con trescientos caballeros se habían encaminado hacia Arques con toda rapidez, por si podían impedir el transporte de trigo y otras cosas necesarias para hacer frente al asedio. Mas, cuando supieron que se habían congregado allí enormes tropas, dado que temían también, que, incluso quienes habían ido con ellos, se pasaran al bando de Guillermo [de Arques], antes del amanecer del día siguiente (así se lo habían aconsejado previamente voces amigas) llenos de desconfianza habían dado la vuelta tan velozmente como les fue posible. Esto es lo que le refieren y le aconsejan que espere al grueso del ejército: su partido ha sufrido más deserciones de lo que se había dicho, casi toda la población del lugar ha pasado a favorecer a su adversario, y avanzar más con pocos hombres sería demasiado peligroso. En cambio, la firmeza del duque no se deja arrastrar hacia el miedo, sino hacia la desconfianza. Por tanto, confirmándolos con esta respuesta: «seguramente los rebeldes no osarían nada contra él, si lo veían presente», inmediatamente partió al galope, tan deprisa como sus espuelas podían forzar a su caballo. Es su propia fortaleza quien lo mueve; la justicia de su causa le asegura el triunfo.

Y he aquí que, en cuanto divisa al jefe de la sedición en lo alto del monte, con un ejército formado por muchas tropas, se esfuerza en subir hacia lo alto, con lo cual los empuja a todos a retroceder vergonzosamente al interior de la fortaleza. Y si, al cerrarse en seguida, las puertas no le hubieran resistido, los habría perseguido, tal como lo empujaba a hacer su ánimo irritado y fuerte, diezmando a la mayor parte de aquellos desdichados. Son los sucesos tal y como ocurrieron, los que narraremos, aunque resulten difíciles de creer para la posteridad. Después, queriendo apoderarse de la fortaleza, ordenó reunirse rápidamente al ejército, y le puso sitio. Hubiera sido muy difícil tomar por asalto un lugar cuya misma naturaleza era la mejor defensa. Según aquella excelente costumbre suya, en su deseo de que la situación se resolviera sin derramamiento de sangre, encerró a los que persistían en su rebeldía mediante la construcción de una fortificación erigida al pie del monte y, tras dejar una guardia, se marchó ante la urgencia de otros asuntos; de este modo, si bien los eximía de la espada, esperaba vencerlos por hambre.

Precisamente, la equidad nos aconseja dejar también memoria de esto: con qué piadosa moderación evitó siempre las matanzas, si no lo apremiaba la misma violencia de la guerra u otra necesidad grave. Prefería castigar con el exilio, la cárcel o cualquier otra represalia que no quitara la vida; así, mientras que, según lo instituido por costumbres y leyes, los demás príncipes dan la muerte a los prisioneros de guerra, o a los convictos en su patria por crímenes capitales, él juzgaba, con razón, qué tremendo arbitro observa desde arriba los

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actos de los poderes terrenos, asignando a la moderada clemencia, como al inmoderado rigor y a todo tipo de méritos, lo que le corresponde a cada uno.

(26) Al oír la noticia del sitio, el rey Enrique, que había favorecido y colaborado en su locura, se da prisa en prestarle auxilio, llevándole una no pequeña tropa, así como muchas cosas de las que carecían los sitiados. Llevados por la esperanza de realizar un hecho memorable, algunos de aquellos que el duque había dejado como guarnición, se informaron del camino por donde venían los franceses y se apostaron allí. Y una gran parte [de los franceses], que marchaba sin precaución, cae en la emboscada. Enguerrand, conde de Poitiers, conocido por su nobleza y poderío, pierde la vida y con él varios hombres ilustres. Asimismo, el noble Hugo Bardulfo es hecho prisionero. Con todo, el rey, al llegar a su destino, irritado sobremanera, atacó la guardia con extrema violencia, a fin de librar a Guillermo de aquel trance, y, a la vez, para vengar su derrota y la matanza de los suyos. Pero cuando se dio cuenta de que la empresa sería difícil (puesto que las fortificaciones del castillo77, así como el firme valor de los caballeros, soportaron fácilmente los ataques enemigos), a fin de evitar verse puesto en fuga vergonzosamente y con grandes bajas, se apresuró a retirarse, sin haber conseguido ningún honor, si no hay que considerar como tal el haber aminorado con sus propios recursos las necesidades de aquellos por cuya causa había acudido y haber aumentado el número de sus contingentes.

(27) Después, el duque regresó al asedio y permaneció en armas durante algún tiempo, del mismo modo que si estuviera solazándose con algún alegre descanso, hasta que llegó a encontrarse cerca de vencerlos por la dureza del hambre, más cruel y angustiosa que las mismas armas. El rey, al que habían mandado llamar [los sitiados], mediante muchos y suplicantes mensajes, se negó a acudir, pues consideraba la situación muy grave y temía mayores males y humillaciones. Finalmente se da cuenta el hijo de Pavía, a la luz de su angustiosa situación, de que es un mal consejero el deseo de hacerse con el poder enfrentándose a su señor y que el violar el juramento o la fidelidad es tan inicuo como fuente de peligros; que el nombre de la paz es suave y dulce, y su realidad misma, alegre y ventajosa. Condena sobre todo la excesiva audacia de su propio plan, la demencia de sus decisiones, lo ruinoso de su realización. Se lamenta de hallarse en armas, encerrado en un lugar ya de por sí angosto. Suplican y consiguen que se acepte su rendición, sin pactar otra condición ventajosa u honorable que la vida.

¡Triste espectáculo! ¡Miserable fin! Se apresuraron a salir con los normandos, más de prisa de lo que sus escasas fuerzas lo permitían, los poco antes famosos caballeros franceses, bajas sus cabezas no menos por el deshonor que por la inanición, en parte llevados pesadamente por jumentos famélicos, cuyos cascos apenas podían resonar o levantar polvo; en parte, vestidos con grebas y espuelas, avanzan en insólita procesión, la mayoría de ellos transportados por monturas de lomos hundidos y escuálidos, al paso que algunos, tambaleándose, apenas se sostenían a sí mismos. Igual espectáculo, terrible y variado, ofreció la desastrosa salida de las tropas ligeras.

(28) Compadeciéndose también de los infortunios del conde, como antes de Guido, la loable clemencia del duque no quiso atormentarlo más expulsándolo o desposeyéndolo afrentosamente; sino que, junto con su gracia y algunas posesiones amplias y productoras de muchos réditos, le concedió poder permanecer en su patria, considerando más positivo ver en él al tío paterno, que perseguirlo como a un enemigo.

Durante el tiempo que duró el asedio, algunos de los más poderosos normandos abandonaron al duque y se pasaron al partido del rey; respecto a éstos, ya antes se creía que habían sido los cómplices de la rebelión y de todo el complot. La malevolencia que, en otro tiempo, habían alimentado contra el duque de niño aún no la habían depuesto totalmente. De este grupo, Guimond, que estaba al frente de la fortificación llamada Moulins, la puso en

77 Se refiere al que mandó construir Guillermo el Conquistador al pie de la montaña de Arques, así como a la guarnición dejada por éste en la plaza. Ver cap. 25. (N. del T. )

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manos del rey. Se colocó allí una guarnición real. También se pasó al bando del monarca Guido, hermano del conde de Poitiers, Guillermo, y de la emperatriz romana, y con él, otros guerreros ilustres. Pero éstos y todos los que, en otros lugares, fueron abandonados por los franceses, al tener noticia de la rendición de la fortaleza de Arques, escaparon a los nuestros dándose a la fuga. Mas los normandos, que habrían debido ser castigados según la ley de tránsfugas, se reconciliaron con su señor con una sanción leve o nula, pues pensaron que ningún tipo de fuerza o astucia sería eficaz contra él.

(29) Después de esto, Francia empezó a arder en rivalidades y a ser conmovida por un nuevo tumulto. Todos los príncipes con su rey, de hostiles que ya eran al duque normando, se convirtieron en sus más ardientes enemigos. En sus perversos ánimos se agudizaba terriblemente la herida tan odiosa que les acababa de causar la muerte del conde Enguerrand y la de los demás caídos en aquel encuentro. Ardientemente los inflamaba la memoria de los franceses del conde de Anjou, Geoffrey, expulsado recientemente por la espada de Guillermo, tal como hemos narrado, y de otros muchos reveses y deshonras que les había infligido el valor normando. Vamos a explicar las causas de esta enemistad con exactitud y detalles.

El rey soportaba muy mal y consideraba una ofensa que debía ser vengada sin falta, el hecho de que [Guillermo el Conquistador] tuviera al emperador romano, cuyo poder o dignidad en toda la tierra no tiene igual, como amigo y aliado; el que rigiera muchas y poderosas provincias, cuyos señores o gobernantes eran aliados militares suyos; el que el conde Guillermo no fuera ni su amigo ni su vasallo, sino su enemigo; el que la Normandía, que desde antiguo había estado sometida a los reyes franceses, se hubiera constituido casi en reino: ninguno de los condes anteriores a él, aunque hubieran hecho frente a muchas dificultades, se había atrevido a intentar nada en este sentido.

Además de tener estos mismos motivos de queja, Thibaud, conde de Poitiers, Geoffrey y los demás nobles se sentían indignados por uno en particular: consideraban intolerable el tener que ponerse bajo las enseñas del rey, allí donde se les convocara. Levantaban las armas contra Guillermo de Normandía, no en favor del rey, sino para, decidida e incesantemente, procurar de nuevo quebrantar su poder [de Guillermo], que no con poco empeño había intentado destruir [el rey], o, si era posible de algún modo, aniquilarlo. Además, algunos próximos al rey ambicionaban Normandía o parte de ella. Éstos, como las más ardientes antorchas, inflamaban al rey y a los principales nobles.

(30) A causa de esto, después de la celebración de un infausto consejo, un edicto real ordenó emprender la guerra e innumerables tropas fueron enviadas a Normandía. Hubieras visto aproximarse a Borgoña, Auvernia y Vasconia, terribles por sus armas; en fin, las fuerzas de un reino tan grande como podrían hallarse en las cuatro partes del mundo juntas; con todo, Francia y Bretaña, cuanto más próximas estaban a nosotros, tanto más ardientes enemigos eran. Julio César, general del ejército romano, reunido entre miles de naciones, o alguno más hábil en la guerra, si lo hubiera, cuando la muy floreciente Roma dominaba mil provincias, con toda certeza se habría sentido aterrorizado ante la magnitud de este ejército. Y realmente se atemorizó un tanto nuestro país. Las iglesias temen que sean violados los asilos de la santa religión y que sus posesiones sean saqueadas por la avidez de los soldados; con todo, ellos mismos combaten mediante la confianza en la protección de sus oraciones. El pueblo de las villas y el campo, así como cualquiera inhábil o incapaz para la guerra, se hallan angustiados y temblorosos: tienen miedo por sí mismos, por sus esposas, sus hijos, sus bienes, sintiendo hacia un enemigo ya bastante peligroso y temible, un terror mayor del que realmente representa. Pero, cuando recuerdan quién es su defensor, a cuántas calamidades funestas para la patria había hecho frente hasta entonces, siendo un adolescente, o, más bien, un niño, gracias a su gran prudencia y extremado valor, la esperanza calma sus temores, la confianza sirve de consuelo a su aflicción.

Mas, gracias a su admirable constancia, el duque Guillermo, sin sentir ningún miedo, se apresura, con gran ánimo, a salir al encuentro del rey, que conducía en persona un ejército

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enorme y ya avanzaba poco a poco hacia Rouen desde la región de Évreux. Dirige parte de sus tropas hacia la orilla opuesta del Sena, colocándolas frente al enemigo, cuya distribución conocía de antemano. Se había dispuesto de la siguiente manera, según un plan que despertaba grandes esperanzas: cuantos caballeros pudieran reunirse entre los ríos Sena y Garona (estos pueblos, aunque son muchos, reciben el nombre genérico de celtigalos), todos ellos nos invadirían por este lado, bajo el mando personal del rey; por allí, en cambio, a las órdenes del hermano del rey, Otón, y de Reinaud, el mayor de sus allegados, nos invadirían los soldados reunidos entre los ríos Rin y Sena, región que recibe el nombre de Galia belga. Al rey lo acompañaba, además, Aquitania, la tercera parte de la Galia, la más apreciada por la mayoría a causa de la extensión de sus territorios y de la multitud de sus hombres. Y no es de extrañar si la temeridad y la soberbia de los franceses, así protegidas, alimentaran alguna esperanza de aplastar a nuestro duque con tal muchedumbre, o ponerlo en fuga ignominiosamente; de matar o capturar a sus caballeros; de tomar los castillos e incendiar las villas; por un lado, de herir con la espada; por otro, de obtener botín con el saqueo; y por fin, de reducir toda nuestra tierra a un horrible yermo.

(31) Pero aquella situación tuvo un desenlace completamente distinto. En efecto, tras un desafortunado combate, Otón y Reinaud, como se dieran cuenta de que su tropa era diezmada con la más terrible crudeza, renunciaron al ducado y a su defensa y confiaron su salvación a la velocidad de sus monturas. Se cernían sobre sus cabezas, que no merecían trato más suave, las espadas de Roberto, conde de Eu, tan grande por su nacimiento como por su valor; de Hugo de Gournai, Hugo de Montfort, Gautier Giffard, Guillermo Crépin y otros de los más poderosos nobles de nuestro bando. Guido, el conde de Ponthieu, demasiado ansioso por vengar a su hermano Enguerrand, fue capturado y con él muchos otros, notables por su estirpe y hechos; la mayoría cayó y a los demás los salvó la huida junto a los portaestandartes. Tras conocer lo ocurrido, nuestro defensor, el duque Guillermo, envía con cautela y en plena noche a un mensajero con instrucciones, que, desde lo alto de un árbol y cerca del mismo campamento del rey, le anunció punto por punto aquella victoria, triste para él. El rey, atónito ante el inesperado mensajero, ordenó a los suyos tocar la señal antes del alba y emprender la fuga con toda rapidez, pues pensaba que era imprescindible abandonar los límites de Normandía cuanto antes.

(32) Más tarde tuvieron lugar muchas hostilidades por ambas partes, como suele suceder en un conflicto bélico entre tan grandes enemigos. Finalmente, debido al acuciante deseo de los franceses de poner fin a aquellos enfrentamientos tan funestos para ellos, se acordó firmar la paz entre el duque y el rey, en unos términos que determinaban la devolución de los cautivos al rey en Mortemer, al paso que, con su asentimiento y casi como un don suyo, permitían al duque retener a perpetuidad lo que había arrebatado a Geoffrey, conde de Anjou, y lo que él mismo había conquistado. Al instante ordenó en el consejo a los jefes de su ejército que estuvieran dispuestos rápidamente para construir el castillo de Ambriéres dentro del territorio de Martel el Angevino, y el mismo día que les fijó a ellos para este proyecto, se lo anunció a Martel por medio de mensajeros. ¡Qué fortaleza de carácter! ¡Qué espíritu noble y audaz el de este hombre! ¡Cuan admirable su valor y cuan difícil ensalzarlo con los elogios apropiados! No se lanzó al ataque del territorio de un cualquiera inexperto en la guerra, sino de un ferocísimo tirano y muy valeroso en el campo militar, como lo demostraron los hechos anteriores; ante él, como ante un rayo terrible, los más poderosos condes y duques sintieron miedo, y de sus fuerzas y astucia apenas ninguno de sus vecinos pudo escapar. Además, para que mayor sea tu admiración, no agredió a este mismo enemigo cuando estaba desprevenido y sin prepararse, sino que, con cuarenta días de anticipación le anunció dónde, cuándo y con qué fin acudiría. Atemorizado por esta noticia, Geoffrey de Mayenne acudió rápidamente a su señor, Geoffrey [Martel], con estas angustiadas quejas: una vez construido el castillo de Ambriéres con los recursos de los normandos, su propia tierra quedaba a merced de las invasiones, destrucciones y rapiñas enemigas. El tirano Martel, que era soberbio y acostumbraba a hablar con arrogancia y en términos grandilocuentes, le repuso: «No dudes en

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rechazarme, como a señor vil y digno de deshonra, si llegas a ver cumplido lo que temes y yo lo tolero. »

(33) El día fijado el príncipe de Normandía entró en la región del Maine y, mientras construye el castillo con que había amenazado, la fama, que lleva volando noticias tanto falsas como verdaderas, le anuncia que Geoffrey Martel hará en breve acto de presencia. Por ello, una vez ejecutada la obra, espera la llegada del enemigo con gran firmeza y alegría. Pero, cuando ve que tarda más de lo que se esperaba y sus soldados y sus nobles se quejan por igual de la escasez de víveres, a fin de evitar que en el futuro sus tropas estén mal dispuestas, decidió dejarlas marchar de momento, después de fortificar el castillo con hombres y alimentos y de ordenar que, en cuanto reciban un aviso suyo, inmediatamente regresen todos a aquel mismo lugar.

Divulgada en seguida la partida de nuestro ejército, Martel se dirige hacia Ambriéres, contando, con la ayuda de Guillermo, conde de Poitou, su señor, y de Eon, conde de Bretaña, así como de tropas reclutadas de todas partes. Después, tras investigar el emplazamiento y las obras de fortificación, se dispone para el asalto. Se preparan para abrir brecha en el muro; los castellanos resisten. Se enardecen, se arman de audacia y avanzan más cerca y con más fuerza: se lucha de una y otra parte con gran violencia. Proyectiles, piedras, estacas de una libra y lanzas les hieren desde arriba. Por ello, la mayoría caen muertos, los demás son rechazados. Así, fracasada su audaz tentativa, inician otra táctica. Golpean el muro con un ariete, pero, golpeado éste por el de los castellanos, acaba por romperse.

Entretanto, al conocer la penosa situación de los suyos, el fundador de la plaza, Guillermo, convoca sin la menor demora a su ejército y avanza en su ayuda tan rápidamente como puede. Pero cuando sus enemigos, los tres condes antes citados, lo divisan avanzando a caballo, con sorprendente celeridad, para no decir con aterrorizada fuga, se dispersan con su enorme ejército. El vencedor atacó inmediatamente después a Geoffrey de Mayenne, que había provocado de tal modo la ira de su señor por su queja, antes mencionada y en poco tiempo lo redujo de tal modo que, en las más remotas partes de Normandía, acabó por sometérsele y jurarle la fidelidad que un vasallo debe a su señor.

(34) De nuevo rota la paz, el rey, deseando vengarse de su deshonra más que de los daños sufridos, marcha nuevamente contra Normandía, tras haber reunido un numeroso ejército, ciertamente, aunque menor que el anterior. La mayor parte del reino, dado que deploraba o temía la matanza o la indecorosa fuga de los suyos, se mostraba menos inclinada a atacarnos, aunque ardía en deseos de vengarse de nosotros. Martel, el angevino, no quebrantado aún por tantos siniestros reveses, no dejó de presentarse, aportando cuantas fuerzas pudo reunir de algún modo. Pues el odio y la rabia de este enemigo apenas se habrían saciado con el profundo aniquilamiento o destrucción del territorio normando. Sin embargo, en la medida en que pudieron, mantuvieron ocultos sus movimientos, para evitar ser rechazados durante su mismo avance por un enemigo que les saliera al encuentro y que ya habían tenido ocasión de conocer; a marchas forzadas llegan hasta el río Dives a través del condado de Exmes, devastándolo todo a su paso con desmesurada brutalidad. Pero una vez allí, ni les pareció bien volver atrás, ni se atrevieron a quedarse. En efecto, si consiguieran avanzar más allá, del mismo modo en que habían llegado hasta aquel punto, y volver después a Francia incólumes, se auguraban un amplio renombre, pues habrían devastado con el hierro y el fuego las tierras de Guillermo de Normandía hasta la misma orilla del mar, sin que nadie se les opusiera ni los persiguiera. Pero esta esperanza fracasó como la anterior.

Pues, mientras se hallaban detenidos en el vado del Dives, él mismo se les vino encima impetuosamente con una pequeña tropa de hombres a la hora propicia. Parte del ejército ya había atravesado el río con el rey. Y he aquí que el poderoso vengador cayó sobre los retrasados y aplastó a los devastadores, creyendo que no cometía un crimen, tratándose de una causa tan justificada como la defensa de la patria herida, si capturaba a un enemigo tan funesto en su propio territorio. Interceptados a este lado del río, casi todos cayeron bajo el

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hierro ante los ojos del rey, excepto aquellos que prefirieron lanzarse al agua empujados por el pavor. La marea alta impedía perseguirlos, con una saña del todo justificada, hasta la orilla opuesta, pues una masa infranqueable de agua ocupaba el lecho del Dives. El rey, compadeciendo y temiendo la matanza de los suyos, salió de los límites de Normandía con toda rapidez, en compañía del tirano de Anjou; con ánimo consternado, este hombre valeroso y reputado en la guerra decidió que habría de considerarse demencia atacar de nuevo Normandía.

(35) No mucho después siguió el camino de toda carne mortal, sin haber podido nunca vanagloriarse de una victoria sobre Guillermo, conde de Normandía: sin haber obtenido siquiera una gran venganza contra él. Su hijo Felipe le sucedió siendo aún un niño y entre él y nuestro príncipe se acordó una paz firme y una serena amistad, con los votos y el asentimiento de toda Francia. Por esta misma época murió también Geoffrey Martel, con gran alegría para muchos, a los que había oprimido, o a los que había atemorizado. Así la naturaleza pone un inevitable fin al poder terreno y a la soberbia humana. Tarde se arrepintió aquel hombre miserable de su excesiva fuerza, de su ruinosa tiranía, de su perniciosa avidez. Sin duda en la hora de su final aprendió lo que antes no quiso pensar: incluso lo que en este mundo se posee con justicia, necesariamente habrá de perderse. Dejó al hijo de su hermana como heredero, que, igual a él por su nombre, pero diferente por su probidad, se propuso temer el reino celeste y hacer el bien a fin de adquirir el honor eterno.

(36) Que la lengua del hombre está más pronta a alabar el mal que el bien, ya lo sabemos; la mayoría de las veces por envidia, a veces por otro tipo de perversidad. Pues incluso los más bellos actos suelen convertirse en lo contrario en virtud de una inicua depravación. Por ello a veces sucede que los actos honorables de los reyes, los duques o cualquier otro elevado personaje, cuando no se transmiten con exactitud, entre las generaciones posteriores son condenados por la censura de los hombres de bien, al paso que los actos malvados, que de ningún modo habrían de ser imitados, sirve de ejemplo para invasiones u otro crimen inicuo. Por ello consideramos que vale la pena narrar lo más verazmente posible cómo el famoso Guillermo (al que perpetuamos con este escrito, el cual deseamos que en nada desagrade a las generaciones presentes o a las futuras, sino que complazca a todos) no sólo se apoderó con fuerte mano del territorio del Maine y del reino de Inglaterra, sino que debía apoderarse según las leyes de la justicia.

(37) La dominación de los condes de Anjou sobre los condes del Maine resultaba desde hacía tiempo pesada y casi intolerable. Efectivamente, para omitir otros muchos sucesos, lo último que recuerda nuestra memoria es que Foulques de Anjou atrajo a Saintes a Herbert el Viejo, del Maine, sirviendo de fiador la misma ciudad. Allí, tras haberlo hecho encadenar en pleno coloquio, lo obligó, mediante la cárcel y la tortura, a aceptar las condiciones que su avaricia había deseado. En tiempos de Hugo, Geoffrey Martel a menudo arrasó con el fuego la villa del Mans, a menudo la distribuyó a sus soldados como botín, muchas veces hizo arrancar los viñedos que la rodeaban, hasta que al fin, después de expulsar a su legítimo gobernante, la reivindicó para su exclusivo dominio.

Hugo dejó su heredad a su hijo Herbert y también sus mismos enemigos. Éste, temiendo ser completamente destruido por la tiranía de Geoffrey, acudió a Guillermo, duque de Normandía, suplicándole protección; se puso bajo su autoridad y recibió de él todas sus posesiones, como un vasallo de su señor, instituyéndolo a él como único heredero de todos sus bienes, si no engendraba otro. Además, a fin de establecer unos vínculos más estrechos entre tan gran hombre y él mismo y su descendencia, pidió a la hija del duque en matrimonio y le fue concedida. Pero antes de que aquélla llegase a la edad de contraer matrimonio, el conde murió de enfermedad: en sus últimos momentos puso por testigos a los suyos y les rogó que no buscasen a otro que aquel a quien él mismo había nombrado señor de todos ellos y heredero suyo. Si lo obedecían por propia voluntad, sólo habrían de soportar una servidumbre suave; pero si eran sometidos por la fuerza, quizá sería más penosa. Ellos mismos conocían

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muy bien su poder, prudencia, fortaleza, su gloria y no menos su rancio abolengo. Con él al frente, podrían atemorizar a cualquiera de sus vecinos.

(38) Pero unos hombres perversos cometieron traición y recibieron al invasor Gautier, conde de Mantes. En consecuencia Guillermo, irritado al verse rechazado, cuando tenía tantos derechos a suceder a Herbert, preparó las armas, para exigir con ellas lo que de tal modo le había sido arrebatado. Pues la región del Mans había estado también en otro tiempo bajo el dominio de los duques de Normandía. Hubiera podido incendiar inmediatamente toda la ciudad, o arrasarla, aplastar a los que habían osado una tal iniquidad, en la medida que le sobraba ingenio y fuerzas. Mas, con aquella acostumbrada moderación suya, prefirió abstenerse de derramar sangre, incluso de los más culpables, y conservar incólume una ciudad tan fortificada, como cabeza y protección de la tierra que tenía en su poder. De forma que decidió este modo de ataque. Mediante frecuentes y largas expediciones en el mismo territorio, sembraría el miedo en las casas; devastaría viñedos, campos y villas; se apoderaría de las fortificaciones circundantes; colocaría guarniciones donde fuera necesario; por último, los afligiría sin cesar con innumerables desastres. Cuando los habitantes del Mans vieron ocurrir tales cosas, es más fácil imaginarse que referir cuánta fue su angustia y su temor, cuánto desearon quitar de sus cabezas un peso tan gravoso. Tras haber hecho venir en seguida a Geoffrey, al que su líder, Gautier, había hecho su señor y protector, amenazaron con entablar combate, pero nunca se atrevieron a hacerlo.

Vencidos finalmente, una vez sometidos ya los castillos por todo el condado, entregan la ciudad al más poderoso. Y a quien habían mantenido alejado con una larga rebelión, lo acogen suplicantes con grandes muestras de honor. Grandes, medianos y pequeños se afanan por aplacar al ofendido. Corren a su encuentro, aclaman a su señor, se prosternan e inclinan ante su dignidad: fingen rostros risueños, voces alegres, aplausos congratulantes. Le salen al encuentro, encendiendo el afán de los laicos, las órdenes religiosas de todas las iglesias que se encuentran en aquel lugar. Los templos, como cuando tienen lugar las procesiones, resplandecen, adornados con el mayor cuidado, exhalan olor a incienso, resuenan con cánticos sagrados.

Para el vencedor fue suficiente castigo el que se hubieran sometido a su autoridad y que la ciudadela de la villa estuviese ocupada en adelante por una guarnición suya. Gautier asintió voluntariamente a esta rendición, por miedo a perder su propia heredad al defender la que había usurpado. La derrota infligida por los normandos le hacía concebir temores de otra mayor respecto a los vecinos territorios de Mantes y Chaumont.

(39) Siempre deseó que también para sus hijos se decidiera lo mejor, este prudente vencedor, este piadoso padre. Por ello hizo venir a la hermana de Herbert del país de los teutones, con grandes gastos asumidos por su propia munificencia y decidió unirla a su hijo, para que, por medio de ella, su hijo y sus descendientes poseyeran la herencia de Herbert con un derecho que ninguna controversia pudiera destruir o debilitar, es decir, como marido de su hermana [de Herbert] y sobrinos. Y, puesto que la edad del niño aún no permitía el matrimonio, en lugar seguro y con gran honor hizo guardar a la joven, ya cerca de la edad núbil, bajo la custodia de varones y damas nobles y prudentes.

Esta noble doncella, llamada Margarita, aventajaba con su gran belleza la de toda flor78. Pero, no mucho antes del día en que debía unirse a su esposo mortal, la arrebató a los hombres el hijo de la Virgen, esposo de vírgenes, celeste soberano: en cuyo fuego salvador ardía la piadosa doncella, por cuyo deseo practicaba asiduamente la oración, la abstinencia, la misericordia, la humildad y muchas otras buenas acciones, anhelando con vehemencia abstenerse para siempre de todos los esponsales que no fueran los Suyos. Acogió su sepultura

78 El autor hace aquí un juego de palabras intraducible al castellano, basándose en la equivalencia fonética entre el nombre propio y el sustantivo común «margarita», que en latín significa «perla». Nuestra traducción del segundo por «flor» tiene la intención de conservar en lo posible el juego de palabras, al menos a nivel semántico. (N. del T. )

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el monasterio de Fécamp, que, con otras iglesias, en la medida permitida al espíritu religioso, lloró en gran manera la pérdida por una muerte anticipada de aquella para la que tan afectuosamente hubiera deseado una larga vida. Pues su prudente alma, siempre vigilante, esperando la llegada de Cristo con «su lámpara encendida», había empezado a honrar las iglesias con reverencia. Asimismo, el cilicio con que se había propuesto domar su carne, y sólo descubierto tras su muerte, reveló que su alma vivía consagrada a la eternidad.

(40) Cuan lejos se hallaba el voluble Geoffrey de Mayenne de favorecer el partido del duque Guillermo quedó del todo manifiesto cuando se rindió la ciudad de Mans. En efecto, para no ser testigo directo de la gloria y el triunfo de aquél, se marchó antes, llevado no menos por malévolo dolor que por su pérfida deslealtad. No quiso recordar su imprudente audacia de qué modo, vencido, había suplicado antes clemencia. No temió su desvergonzada iniquidad violar la fidelidad del juramento. En cambio, parecía creer que su fama sería eterna —en la medida que sus antecesores, aunque poderosos, nunca gozaron de renombre—, si se atrevía a provocar a un valor invicto, engrandecido por numerosísimos triunfos. Constreñido una y otra vez mediante mensajeros a someterse, su espíritu no dejó de mantenerse en su obstinación. Su fuga, su astucia y la seguridad de sus fortificaciones le proporcionaban no poca audacia. En consecuencia, su señor, al verse rechazado, decidió con prudencia arrebatarle su carísimo refugio, el castillo de Mayenne. Estimaba mucho más útil y digno infligirle este castigo, que perseguirlo en su huida y añadir con su captura una victoria insignificante a sus insignes títulos.

Un flanco de este castillo, bañado por un río de curso rápido y cauce rocoso (pues está situado en una escarpada roca de un monte a orillas del Mayenne), no puede ser atacado por ninguna fuerza, ingenio o arte humanos. En cuanto al otro, lo defienden fortificaciones de piedra y un acceso igualmente muy difícil. Sin embargo, se dispone al asedio, tras colocar nuestro ejército tan cerca como lo permite la hostilidad del lugar, al paso que todos se admiran de que el duque se disponga a llevar a cabo una tan ardua empresa con tanta osadía. Casi todos opinan que son en vano las fatigas de tan gran número de caballeros e infantes; muchos se quejan, sin ninguna esperanza que fortalezca sus ánimos: si no es que un asedio de un año o más tiempo los venza por hambre. No se hacen servir las espadas, lanzas, proyectiles, ni se espera que puedan usarse. E igualmente sucede con el ariete, las catapultas u otros instrumentos bélicos. El lugar era completamente desapropiado para las máquinas de guerra.

Pero nuestro magnánimo guía, Guillermo, les apremia en la realización del plan, da órdenes, les exhorta, confirma a los vacilantes, promete un feliz resultado. Y no mucho tiempo después, se acaban las dudas. He aquí que, en virtud de un astuto plan de él mismo, las llamas, arrojadas al castillo, lo reducen a cenizas. El fuego se propaga con enorme rapidez, según acostumbra, devastando todo lo que halla a su paso, con más crueldad que el hierro. Los guardias y los defensores, atónitos ante la súbita desgracia, abandonan las puertas y el muro y corren temblorosos para proteger primero sus hogares y sus pertenencias incendiados. Después, se apresuran a buscar su propia salvación, refugiándose donde pueden, pues temen las espadas vencedoras más aún que el fuego. Los normandos corren velozmente, exultantes sus ánimos y lanzando a la vez gritos de alegría; irrumpen con fuerza y se apoderan violentamente de las fortificaciones. Se halla un espléndido botín: caballos de pura raza, armas militares y todo género de utensilios. Y todo ello, así como muchas otras riquezas capturadas en otros lugares, aquel príncipe, por demás moderado y generoso, prefirió que pasara a poder de los caballeros, antes que al suyo propio. Los castellanos, que habían huido a la ciudadela, se entregaron al día siguiente, no confiando ya en ningún tipo de ingenio y fuerza contra Guillermo.

Una vez restaurado aquello que las llamas habían devorado y dispuesta prudentemente una guarnición, el ejército regresó a su patria con inmensa alegría tras haber obtenido aquel insólito triunfo, como si hubieran vencido a la naturaleza misma. Y en el territorio de Geoffrey no recibieron con tristeza que hubiera sufrido tal revés; aseguraban que correspondía

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sólo a la gloria del conde Guillermo el haberse vengado por muchos de un perjuro y un saqueador.

(41) Hacia la misma época, poco más o menos, Eduardo, rey de Inglaterra, dio una garantía a Guillermo, a quien había nombrado ya su heredero y a quien amaba como a un hermano o a un hijo, más importante de lo que había hecho nunca. Había decidido prevenir la necesidad de su muerte, cuya hora veía acercarse este hombre que, por la santidad de su vida, estaba destinado el cielo. A fin de confirmar su palabra con un juramento, le envió a Harold, el más eminente de todos sus súbditos por sus riquezas, honor y poder: su hermano y su primo habían sido entregados anteriormente como rehenes de aquella misma promesa de sucesión. Y desde luego fue prudentísima tal medida, puesto que su poder y su autoridad eran capaces de frenar las disensiones de todos los ingleses, si llegaban a mudar de opinión, llevados por aquella pérfida movilidad con la que suelen conducirse.

Mientras se dirigía a Normandía por este asunto, logró escapar a los peligros de la travesía y llegó a las costas del Ponthieu, donde cayó en manos del conde Gui. Él mismo y sus acompañantes son capturados y aprisionados; este tan gran hombre habría preferido cambiar este infortunio por un naufragio. Pues la astucia originada por la avaricia había enseñado a algunas naciones de la Galia una costumbre execrable, bárbara y alejadísima de toda equidad cristiana. Capturan a hombres poderosos o ricos: tras arrojarlos en un calabozo, los martirizan con afrentas y tormentos. Así, después de llevarlos casi al borde de la muerte a fuerza de tantas miserias, los dejan libres normalmente con un enorme rescate.

Cuando el duque Guillermo se enteró de lo ocurrido al que le había sido enviado, se apresuró a enviar sus mensajeros y, tras conseguir su liberación con ruegos y amenazas, fue a su encuentro para recibirlo con honor. En cuanto a Gui, que actuó correctamente, pues, sin ser obligado a ello, le trajo en persona hasta el castillo de Eu a un hombre que hubiera podido torturar, matar o vender, a su voluntad, le manifestó un digno agradecimiento y le entregó amplias tierras y muy productivas, añadiendo además grandes donaciones en dinero. A Harold lo lleva con los mayores honores hasta la ciudad más importante de su provincia, Rouen, donde las numerosas atenciones de su hospitalidad los hicieran restablecerse, lo más agradablemente posible, de las fatigas del camino. Sin duda se complacía en tan noble huésped, embajador de quien era para él el más querido pariente y amigo: esperaba que Harold fuera el más fiel mediador entre él mismo y los anglos, para quienes era el segundo después del rey.

(42) Reunido el consejo en Bonneville, allí Harold le juró fidelidad según el santo rito cristiano. Y, según manifestaron hombres de la mayor veracidad muy notables por su honestidad, que estuvieron presentes en aquel momento como testigos, en el último artículo del juramento, él mismo, por su propia voluntad, remarcó lo siguiente: que él, en la corte de su señor, el rey Eduardo, mientras viviese, sería el representante del duque Guillermo; que se esforzaría con todo su consejo y recursos, para que la monarquía inglesa, a la muerte de Eduardo, confirmara su autoridad; que entregaría entretanto a una guardia de soldados del mismo duque el castillo de Dover, reforzado bajo su iniciativa y con sus recursos; asimismo, entregaría a sus guardias otros castillos situados en diversos lugares de aquella tierra, donde la voluntad del duque ordenara fortificarlos, como alimentos en abundancia para ellos. El duque, una vez que lo hubo recibido como vasallo, antes del juramento le concedió las tierras y todas sus prerrogativas, ante su demanda. Pues no se esperaba que Eduardo, enfermo, prolongase su vida durante mucho tiempo. Después, como sabía que era un hombre fiero y deseoso de conseguir nueva fama, a él mismo y a los que lo habían acompañado les proporcionó armas y caballos escogidos y los llevó con él a combatir en Bretaña: teniendo a tal huésped y embajador casi como compañero de armas, se proponía asegurarse más aún su fidelidad y sumisión, al concederle aquel honor. Pues toda Bretaña se había atrevido a levantarse en armas contra Normandía.

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(43) El cabecilla de esta audacia era Conan, hijo de Alan. Aquel, convertido en su edad adulta en un hombre ferocísimo, se liberó de una tutela soportada desde hacía mucho tiempo, y, tras capturar a Eon, su tío paterno, y arrojarlo encadenado a una mazmorra, empezó a dominar la provincia que había recibido por herencia paterna, con una gran violencia. Por ello, renovando la antigua rebelión de su padre, quiso ser enemigo de Normandía, no su vasallo. Por su parte, Guillermo, que era su señor según un antiguo derecho, como de los normandos, le opuso en el límite de sus respectivos territorios el castillo que se llamó de Saint-Jacques, para evitar el que saqueadores hambrientos causaran daño a las iglesias inermes o al pueblo más cercano [a la frontera bretona] de su propio territorio con incursiones de rapiña. En efecto, Carlos, el rey de los francos, había comprado la paz y la amistad de Rollo, primer duque de los normandos y antepasado de los posteriores, a base de concederle a su hija Gisèle en matrimonio y la Bretaña como feudo permanente. Habían sido los francos quienes habían suplicado este tratado, pues la espada gala era incapaz de resistir por más tiempo al hacha danesa. Las páginas de los anales son testimonio de ello. A partir de entonces, los condes bretones nunca fueron capaces de librarse del todo del yugo de la dominación normanda, aunque muchas veces lo intentaron luchando con todas sus fuerzas. Alan y Conan, cuanto más estrecho era su parentesco con los soberanos de Normandía, con ánimo tanto más soberbio se enfrentaban a ellos. La temeridad de Conan había crecido de tal modo, que no temió anunciar de antemano el día en que pensaba invadir el territorio normando. A este hombre de naturaleza feroz, en la flor de la edad, le proporcionaba una gran audacia la gran amplitud de sus dominios y el enorme número de soldados con que contaba, mayor de lo que podría imaginarse.

(44) Precisamente, en aquellas regiones un solo guerrero puede engendrar cincuenta, dado que, a la manera de los bárbaros, pueden llegar a obtener diez esposas o más: los antiguos explican esto de los moros, desconocedores de la ley divina y de la práctica del pudor. Además, esta multitud se dedicaba sobre todo a las armas y a los caballos, pero mínimamente al cultivo de los campos o de las costumbres. Se alimentan en gran medida de leche, poquísimo de pan. Abundantes pastos para el ganado son el fruto de sus vastas extensiones, casi desconocedoras de las mieses. Cuando no están en guerra, viven o se ejercitan en rapiñas, bandidaje, discordias civiles. Corren al combate con ardiente alegría; mientras luchan, hieren con furia. Acostumbrados a llevar ventaja, ceden con dificultad. Se complacen sobremanera en la victoria y la alabanza conseguidos en la lucha y con ello se honran: se complacen en arrebatar los despojos de los muertos, como si fuera algo honorable y hermoso.

(45) Sin preocuparse en absoluto de su carácter terrible, el duque Guillermo acude en persona a los dominios de Conan, el día anunciado por éste para su llegada. Conan, temiendo su inminente llegada, rápida como un rayo, emprende una rapidísima fuga hacia lugares fortificados, tras abandonar el asedio de un castillo de Dol, en su propia región. Pues éste, contrario al rebelde, permanecía fiel a la justa causa. Ruallus, el defensor del castillo, intenta retener a Conan, llamándolo, entre burlas, rogándole que se quede dos días más, asegurándole que podrá obtener un rescate suficiente de él mismo tras esta demora. Este hombre [Conan], miserablemente aterrorizado, prestando oídos más bien al miedo, se apresura a huir muy lejos. El terrible príncipe, que había provocado su huida, lo habría perseguido de cerca, si no hubiera considerado manifiestamente peligroso el conducir un gran ejército a través de regiones extensas, hambrientas e ignotas. Si en aquella miserable tierra había quedado algo de lo producido el año anterior, los campesinos lo habían escondido en lugar seguro, junto con el ganado. Así pues, para evitar que fueran saqueados los bienes de la Iglesia, sacrílego botín, si es que hallaban algunos, condujo de vuelta a su ejército, fatigado por la carestía de alimentos ya desde hacía un mes; en la magnanimidad de su ánimo, presumía que Conan suplicaría en poco tiempo el perdón por su delito y su gracia. Pero, cuando trasponía ya los límites de Bretaña, se le informa repentinamente que Geoffrey de Anjou se había unido a Conan con un ingente ejército y que ambos acudirían a entablar combate al día siguiente. Entonces se

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muestra grandemente deseoso de luchar, porque comprende que alcanzará una gran gloria al vencer a dos enemigos, poderosos uno y otro, en un solo combate. Además, obtendría muchas ventajas de un tal triunfo.

Ruallus, por su parte, en cuyo territorio se habían plantado las tiendas, no cesaba de quejarse. Ciertamente, le estaría muy agradecido de que lo hubiera librado del ataque enemigo, si el beneficio no hubiera quedado anulado por un perjuicio. Pues, si se detenía a esperar [a Conan], la región, ya escasamente rica, y demasiado agotada, quedaría del todo devastada. No importaba a los campesinos si se veían arruinados por el ejército normando o bretón hasta el punto de perder el trabajo de todo el año. A él mismo, la expulsión de Conan le había garantizado la fama, no la conservación de sus bienes. El duque le respondía que había de procurar que una partida demasiado precipitada no le acarreara una opinión deshonrosa y le prometió una gran compensación en oro por los daños. Inmediatamente prohibió a sus soldados tocar las cosechas o el ganado de Ruallus. Esta orden se cumplió con tal moderación, que una sola gavilla de trigo habría sido más que suficiente para recompensarle por todos los daños. En vano se esperó el combate, pues el adversario huyó cada vez más lejos.

(46) Una vez que regresó a sus dominios, y tras haber tenido junto a sí a su huésped Harold durante un tiempo, lo dejó partir cargado de dones, de un modo que honraba tanto a aquél por cuya orden había emprendido el camino, como a aquél cuyo honor había venido a acrecentar. Más aún, se llevó consigo de regreso a uno de los dos rehenes, a su sobrino, por respeto hacia su propia persona. Y aquí nos dirigiremos brevemente a ti, Harold. ¿Cómo pudiste después de esto arrebatarle la herencia a Guillermo, llevar la guerra contra él, a quien tú mismo, con tu juramento sacrosanto, formulado por tu propia lengua y mano, sometiste tu misma persona y tu propio pueblo? Tal violación, que debiste reprimir, tú mismo perversamente la provocaste. En mala hora los vientos favorables hincharon tus negras velas en el camino de vuelta. Con impía clemencia soportó el océano que tú, el más traidor de los hombres, consiguieras atravesarlo y llegar a puerto. Siniestramente plácida fue la rada que te recibió a ti, que llevabas el más terrible naufragio a tu patria.

(47) Con todo, entre las ocupaciones propias de la guerra y las domésticas, que llaman mundanas, el afán de aquel magnífico príncipe hacia lo divino sobresalió también en gran manera; pero, a causa de su magnitud, no podemos narrarlas todas una por una. Pues sabía que, no sólo los reinos que florecen en el mundo acaban con un breve ocaso, sino que el mismo mundo está destinado a terminar; que un único reino permanece inamovible, gobernado por un rey inefable cuyo poder no tiene fin y que rige todas las cosas que ha creado con una providencia tan eterna como Él mismo; que es capaz de destrozar en un momento a los tiranos demasiado entregados a las dulzuras terrenas; pero que corona con diademas y palacios que resplandecen para siempre con honor inestimable la perseverancia de sus servidores, allá en la más gloriosa de las ciudades y patria de la verdad y el bien supremos. Sabía también que su padre, el ínclito duque Roberto, después de llevar a cabo las meritorias empresas por las que fue renombrado en su patria, depuso las insignias del poder y emprendió un peregrinaje lleno de peligros, llevado por el deseo de contemplar a aquel Soberano en la celestial Sión. Que los Ricardos y sus antecesores, grandiosos por su poder, renombrados por su fama, habían llevado humildemente su cruz en la frente, su amor en el corazón, su reverencia en sus actos. Solía pensar, como hombre de espíritu prudente, qué mísero y poco honorable sería el que, una vez despojados del honor caduco, fueran condenados al brumoso exilio, donde arderán con una llama inextinguible, sin llegar nunca a consumirse; gemirán entre sufrimientos sin clemencia, lamentarán sus pecados sin obtener perdón. Por el contrario, sería dichoso y bello el vestir el manto de la inmortalidad, después de las dignidades terrenas y ser convertidos en conciudadanos de los ángeles; allí se deleitarán con todo placer, contemplarán a Dios en toda su gloria y se alegrarán alabándose para toda la eternidad.

(48) Así pues, aquel varón, digno de sus piadosos padres y antepasados, ni siquiera mientras empuñaba las armas, apartaba su alma del temor de la sempiterna Majestad. Pues

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sosteniendo con las armas guerras externas, reprimiendo sediciones, rapiñas, saqueos, servía a la patria que honra a Cristo, a fin de que, cuanto mayor fuera la paz que se disfrutara, tanto menos se violaran las instituciones sagradas. Y, verdaderamente, nunca podrá decirse que él emprendiera una guerra injustamente. Así, los reyes cristianos de los pueblos romano y griego protegen sus dominios, vengan las injurias, justamente obtienen la victoria. ¿Quién dirá que es propio del buen príncipe el soportar a los sediciosos o a los bandidos? Gracias a su celo represor y a sus leyes, fueron exterminados de Normandía los ladrones, homicidas, malhechores. Con la mayor veneración se observaba en Normandía el juramento de paz llamado tregua, que la desenfrenada iniquidad de otras regiones violaba frecuentemente. La causa de la viuda, del pobre, del huérfano, él mismo las oía con humildad, actuaba con misericordia, decidía con toda justicia. Gracias a su equidad, que reprimía la injusta avaricia, ningún poderoso o allegado suyo se atrevía o a alterar los límites del campo de un vecino más indefenso o de arrebatarle alguna pertenencia. Las villas, castillos, ciudades, tenían gracias a él leyes estables y buenas. A él mismo el pueblo lo ensalzaba en alegres vítores y dulces cantilenas.

(49) Solía escuchar con oídos ávidos y suave talante las palabras de la Sagrada Escritura, deseando deleitarse, corregirse e instruirse en ellas, recibiendo así el alimento de su alma. Recibía y honraba con la debida reverencia la hostia salvadora, la sangre del Señor; mantenía así con una fe sincera, lo que enseña la verdadera doctrina: que el pan y el vino que se colocan sobre el altar, consagrados por la lengua y la mano del sacerdote según el santo canon, son la verdadera carne y la verdadera sangre del Redentor. Sin duda no se ignora con cuánto celo se preocupó y se esforzó por exterminar en sus tierras toda falsa doctrina que postulase otra cosa. Devotamente celebraba desde su más tierna edad las solemnidades sagradas, generalmente en una comunidad religiosa, de clérigos o de monjes. Él, en su juventud, resplandeció como un ejemplo para los ancianos, frecuentando los sagrados misterios con asiduidad cotidiana. Asimismo, se preocupó de que sus hijos, desde niños, se instruyeran en la piedad cristiana.

(50) Lamentablemente se destacan algunos que ostentan los mayores poderes terrenos, cuando precipitan la destrucción de sus propias almas, al resistir con su avara malignidad la generosa voluntad de los espíritus más rectos: o bien no consienten en ningún modo que se construyan iglesias en su territorio, o se niegan a dotar a las ya construidas y no temen expoliarlas, acumulando riquezas privadas mediante sacrilegio. En cambio, nuestra patria alaba a su señor en muchas iglesias, erigidas gracias al benigno favor de su príncipe Guillermo, engrandecidas con su pronta generosidad. Más aún, de buen grado concedía un privilegio a quien deseaba hacerles una donación y jamás cometió una injuria contra los santos, arrebatándoles algún bien consagrado a ellos.

(51) En aquel tiempo, Normandía rivalizaba con la santa tierra de Egipto por sus comunidades de religiosos regulares, que lo tenían a él como supremo príncipe a causa de su tenaz protección y constante guía. En efecto, a todas dispensaba siempre afección, honor y cuidados; pero más intensamente a aquellas a quienes lo aconsejaba una mayor consideración hacia el celo de su vida religiosa. ¡Qué diligencia, digna de ser revivida, imitada y propagada a través de los siglos! El propio príncipe, aunque laico, sutilmente aconsejaba a abades y obispos en favor de la disciplina eclesiástica, constantemente los exhortaba, severamente los sancionaba. Cuantas veces se reunieron los obispos, el metropolitano y sus sufragáneos para tratar del estado de la religión, del clero, de los monjes y de los laicos, por mandato y exhortación suya; no quería faltar como arbitro a estos sínodos, no sólo a fin de que su presencia proporcionara más celo a los que ya se afanaban y más cautela a los ya cautos; sino también para no necesitar informarse mediante un testimonio ajeno de cómo había transcurrido lo que él deseaba que se tratase de un modo totalmente razonable, ordenado y venerable.

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Si casualmente llegaba a sus oídos que algún crimen nefando había sido castigado por un obispo o archidiácono con más clemencia de la justificada, ordenaba que el reo de aquel crimen de lesa majestad divina fuese encarcelado hasta que la causa del Señor fuese juzgada con la equidad debida, y en cuanto al obispo o archidiácono, acusándolos de ser enemigos de la causa divina, mandaba que fuesen llamados a juicio y condenados con una dura sentencia.

(52) Con el clérigo o el monje cuya vida sabía con certeza que no discrepaba de sus creencias, mantenía entrañables conversaciones y acomodaba toda su voluntad a sus plegarias. Por el contrario, ni siquiera consideraba digno de ser mirado con afabilidad a aquel que se infamaba por el desenfreno de su vida. A un tal Lanfranco, del cual se discutía si merecía más reverencia y renombre por su singular conocimiento de las letras seculares y divinas, o por su estricta observancia de la regla monástica, lo frecuentaba con íntima familiaridad; lo veneraba como a un padre, lo temía como a un maestro, lo amaba como a un hermano o a un hijo. A él le encomendó su vida espiritual, a él le otorgó un, por así decir, puesto de observación, desde el cual pudiera vigilar las órdenes eclesiásticas a través de toda Normandía. Pudo, en efecto, la vigilante preocupación de tal hombre, cuando el privilegio de su sabiduría, no menos que el de su santidad le procuraron la máxima autoridad, ofrecer no poca seguridad incluso a la más exigente solicitud.

Ejerciendo una especie de piadosa violencia, lo instituyó abad del monasterio de Caen, aunque él lo rechazaba, no menos por su amor a la humildad que por temor de una dignidad más alta. Luego, enriqueció este monasterio con muchas posesiones, así como plata, oro y diversos ornamentos; él mismo había fundado y construido el monasterio a base de grandes gastos personales, con enorme magnificencia y honor, de un modo digno del santísimo protomártir Esteban, con cuyas reliquias había de ser enaltecido, y a cuyo culto había de ser consagrado. Nadie habría podido valorar más los oficiamientos de plegarias que son enviadas a lo alto. Frecuentemente solicitaba y compraba las oraciones de los siervos de Cristo, muy especialmente cuando la guerra o alguna otra situación grave así lo urgía.

Cuando explico esto, me viene a la memoria el dulce recuerdo del emperador Teodosio, al cual, cuando se dirigía a luchar contra los tiranos, animaban sobre todo los oráculos y las respuestas del monje Juan, que residía en lo más recóndito de Tebaida.

Aquél honraba entre todos los monjes a Juan, que había obtenido el don de la profecía por su obediencia; éste a Lanfranco, a través de cuyas palabras y actos se manifestaba el espíritu de Dios.

(53) Muchos hombres de bien, ofuscados por el afecto carnal, perdonan los crímenes de aquellos a quienes están unidos por los lazos de la sangre y, si se hallan al frente de los más elevados cargos, aunque indignamente, se niegan a destituirlos. A ellos los juzgan del modo más clemente, como cegados por el amor; en cambio a los demás, con agudeza y severidad. Pero Guillermo, cuya totalmente íntegra bondad subrayamos y nos agrada meditar y admirar con gran atención, sabía que de ningún modo ha de preferirse el amor paterno al divino y por ello abrazó la causa de Dios tan prudente como justamente, contra su propio tío paterno, el arzobispo Mauger.

Éste, hijo de Ricardo II, abusaba de la sagrada dignidad, así como de los derechos de su nacimiento. Sin embargo, jamás fue distinguido con el palio, puesto que la autoridad del Romano Pontífice, que solía enviar esta insignia principal y mística del arzobispo, a él se la denegó, como poco digno de ella. Para comprender los misterios de las Escrituras en su sentido literal, no fue inhábil; pero no se preocupó de gobernar su propia vida ni la de sus subordinados con la moderación que las mismas prescriben. La iglesia, que la piedad de muchos había enriquecido con sus donaciones, él la disminuyó con sus expoliaciones: no era digno de ser llamado su esposo o su padre, sino su durísimo amo o su saqueador más rapaz. Ciertamente, le agradaba ofrecer mesas demasiado guarnecidas, demasiado abundantes y comprar la alabanza con regalos, pródigo bajo la apariencia de liberalidad.

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A menudo amonestado y corregido en privado y en público por la sabia diligencia de su señor, joven y laico, prefería continuar por el mismo camino de maldad. En efecto, no puso freno a sus larguezas, hasta que la sede metropolitana careció casi por completo de ornamento y tesoro. Muchas veces, a la generosidad siguen rapiñas. Además, el desagradable olor de su infamia se difundía, propagado por otros crímenes. Mas, consideramos fuera de razón detenernos en la exposición de sus vicios, cuya mención no nos parece apropiada, ni su noticia, útil. Por otra parte, hirió con una injuria no leve a toda la Iglesia, a cuyo único primate, sumo pontífice en todo el orbe, no veneró con la obediencia conveniente. Pues, cuando fue llamado a menudo al concilio de Roma por mandato apostólico, se negó a acudir. Con razón se avergonzaba Rouen, se avergonzaba Normandía entera de tal arzobispo, que, aunque hubiera debido aventajar en dignidad a algunos personajes sobresalientes, era confundido por el testimonio acusador de los más humildes, y considerado por el desprecio de todos digno de ser degradado.

Así pues, el príncipe, dándose cuenta que ya no convenía tratar con advertencias una causa de tal gravedad, a fin de no excitar la ira del supremo juez contra sí mismo, si lo soportaba por más tiempo, depuso a su tío en una sesión pública del santo sínodo, dando el vicario apostólico y todos los obispos de Normandía su sentencia, legitimada según los cánones, por consenso unánime.

(54) Colocó en la cátedra vacante a Maurilio, al que había hecho venir de Italia, donde se había distinguido en gran manera entre los demás abades; era, con mucho, el más digno de todos de ocupar el arzobispado, en razón de su estirpe, su persona, sus virtudes y su doctrina.

(55) A un personaje semejante al anterior y celoso compañero en la milicia del rigor anacorético, un tal Gerbert, igualmente santo y famoso por su conocimiento de toda bondad, algunos años después lo puso al frente del monasterio de Saint-Wandrille, con la idea de restituir el orden, por entonces relajado, mediante un abad espiritual. Estos dos, que en lo más florido de su edad habían especulado sobre la divinidad y la beatitud que ésta procura, con una agudeza de distinto signo y mucho más penetrante que la de Platón, con sólo su fe se descargaron de la impedimenta que suponen las cosas temporales, despreciando la asidua práctica de la filosofía mundana, a la que anteriormente se habían aplicado con vehemencia, así como la dulce sonrisa del suelo natal, las riquezas y la nobleza de su ilustre familia y la esperanza de grandes encumbramientos. Así liberados de todo por la victoria de su espíritu, lucharon, con fatigas dignas de rivalizar con las de los Macabeos, ya bajo el yugo del monasterio, ya en la vida eremítica, buscando los lugares más humildes y menos distinguidos en el exilio de este mundo pasajero, a fin de obtener la eterna beatitud y reposo.

(56) El mismo príncipe elevó a muchas iglesias, sopesando con prudencia la ordenación de obispos y abades, pero sobre todo de Lisieux, Bayeux y Avranches. Estableció en ellas a los más idóneos pontífices: a Hugo en Lisieux, a su propio hermano Otón en Bayeux, a Juan en Avranches. En su elección, fue la probidad, de estos hombres lo que influyó en su juicio, no lo elevado de su estirpe, próxima a él mismo.

Juan, hijo del conde Raúl, todavía siendo un laico, fue un erudito en las letras y luego, digno de ser admirado por el clero, más aún, por los rectores del clero, se distinguió en la vida religiosa. No deseaba honores, con la excusa del cargo sacerdotal, pero los votos de los obispos lo querían como colega digno de ser consagrado por ellos.

(57) A Otón, los máximos elogios de los hombres más señalados, ya desde sus primeros años, lo colocaron en el número de los mejores. Es cantado hasta en las más alejadas regiones por la más extendida fama, pero la enorme inteligencia y bondad de este hombre por demás liberal y humilde merecen mucho más aún.

(58) A Hugo, al que tratamos con mayor familiaridad, no nos molesta en absoluto dedicarle un poco más de atención que a los demás, ya que no dudamos que el conocerlo será útil a otros. Éste, nieto de Ricardo I a través de su hijo Guillermo, conde de Eu, no menos bueno que generoso, aunque fue promovido por el príncipe a la dignidad episcopal siendo

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joven, pronto, sin embargo, a causa de su madurez espiritual hizo gala de una mayor prudencia que los ancianos. De ningún modo se le veía orgulloso a causa de la antigüedad de su estirpe ni, por culpa de su elevado rango o su edad floreciente, ensoberbecido u ocupado en lúbricos placeres. En efecto, cumplía con firme solicitud su grave cargo, soportando cautamente su peso. Conducía con vigilante atención las riendas de su propia conducta, como se imponía la obligación de permanecer atento apacentando su rebaño, manifestando así con cuánta agudeza había comprendido en su fuero interno, que había tomado el estado religioso como un sagrado ministerio, no como medio de obtener poder u honores. Con tierras, tesoros y preciosos ornamentos enriqueció a su sagrada esposa. La embelleció también mediante la construcción de templos con tanto afán, que al verlos, se dudaría si es mejor construirlos nuevos o reparar los antiguos. Pero en su misma persona ofreció a la iglesia una dote más valiosa que el oro o el ámbar y más espléndida que cualquier piedra o gema.

Veneran y aman los monasterios, las curias, los sínodos, a su dignísimo obispo, tan prudente como elocuente; tan justo como discreto. Nunca en un juicio o en un consejo dictó sentencia atendiendo al dinero o al favor. Él mismo, precisamente, cuando el arzobispo Mauger fue depuesto, representó la voz sonora de la justicia, permaneciendo constantemente en el partido de Dios y por Dios condenando al hijo de su tío paterno. Se muestra blando y severo cambiando de uno a otro estado en el momento más conveniente; de ningún hombre, de todo vicio fue clemente perseguidor piadoso enemigo. Fidelísimamente cuidó de sus subordinados, pudiéndose comparar a aquellos diligentes y prudentes padres, que no se preocupan tanto de los deseos de sus jóvenes hijos, como de su conveniencia. Felicita, favorece y auxilia a los soldados del Rey celestial, sea cual sea la orden en que militen, dando culto al Rey mismo en la veneración y el amor hacia sus soldados. Así, siempre vivió con humanidad, con moderación, de modo que siempre ofreció a todo hombre, aunque a menudo éste no fuera a compensarle, sus propios alimentos; a Dios, su ayuno. Sin considerarse en absoluto envilecido por mostrarse alegre o de agradable trato, no se negaba a acudir a una mesa abundante y suntuosa: pero gustaba de todo en la medida de las necesidades de la naturaleza, sin llegar a saciarse.

A él lo alimentan las delicias con las que desean ser nutridas eternamente las almas hambrientas, en las que el celeste Paráclito infunde la más suave dulzura: noches en vela dedicadas a la oración, la ferviente celebración del oficio divino, el muy frecuente contacto con la biblioteca sagrada y, por último, su infatigable amor por toda obra santa. Con esto, digo, se deleita sobremanera; de esto se nutre ávidamente Hugo, el más excelente pastor del establo de Dios. Con firmeza en las situaciones adversas, con modestia en las favorables, consigue las mismas alabanzas, él, que no ambiciona nada. A las lenguas amantes de perjudicar el buen nombre ajeno, de tal modo las consideraba abominables, que jamás quiso prestarles sus oídos como testimonios de su perversidad. Con el don de su admirable humildad ensalza su propia grandeza, protegiendo su continencia y sus restantes virtudes, así como todas sus piadosas acciones con este segurísimo y saludable baluarte. Aquel sagrado pectoral, ornamento del pecho de Aarón, adorna su espíritu interiormente: le hace recordar continuamente la santidad de los padres cuyos nombres estaba prescrito que estuvieran grabados en él. Pero, a fin de no excedernos más allá del límite justo, mientras nos sumimos en la contemplación del gozoso templo que fue su honestísima vida, conviene que volvamos a los hechos del príncipe Guillermo.

(59) Dos hermanos, reyes en España, tras oír hablar de su grandeza, le pidieron encarecidamente a su hija en matrimonio, deseosos de magnificar su reino y su descendencia con tal parentesco. De ello surgió una encarnizada disputa entre ellos a causa de la joven, no porque no fuera digno vástago de tal padre, sino por serlo en gran medida: de tal modo estaba adornada por sus virtudes, de tal modo entregada al amor de Cristo, que hubiera podido servir de ejemplo a reinas y monjas, esta muchacha que no había tomado el velo.

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Lo admiraba, alababa y veneraba sobre los otros reyes la majestad del imperio romano, cuyo gloriosísimo rector en aquel momento, Enrique, hijo del augusto emperador Conrado, lo hizo su amigo y compañero, ya desde que era niño, como si se tratara del más famoso monarca. Pues incluso entonces, el nombre del niño gozaba de gran fama entre las naciones. Pero es de la grandeza de este hombre de lo que hablaré a continuación. Lo deseaba vivamente como vecino y amigo la noble y extensa Constantinopla, dominadora de muchos reinos, para poder hacer frente a la enorme potencia de Babilonia con un tal defensor.

Contra Normandía, ya ninguno de sus vecinos osaba hacer nada. Totalmente se habían extinguido las tormentas de las guerras exteriores, como de las sediciones. Obispos y condes de Francia, Borgoña y de otras provincias aún más alejadas frecuentaban la corte del señor de Normandía: unos, para recibir consejo; otros, beneficios; la mayoría, para honrarse con su solo favor. Con razón su benignidad recibía el nombre de puerto y refugio, pues a muchos admitía y aliviaba. ¡Cuántas veces extranjeros que veían que nuestros caballeros iban de un lado a otro sin armas y que todos los caminos ofrecían seguridad a cualquier caminante, desearon tal ventura para sus territorios! Esta paz, esta dignidad la obtuvo para su patria la virtud de Guillermo. Por ello, cuando por un tiempo cayó víctima de una enfermedad de dudoso desenlace, justamente la patria derramó por él lágrimas y oraciones, que hubieran podido devolver la vida a un muerto: suplicaban que se retrasara lo más posible la muerte de aquél con cuya desaparición prematura temían que resurgieran de nuevo las turbulencias que antes los atormentaban. Pues por entonces aún no había dejado descendencia en edad idónea para gobernar. Se cree, y con la mayor propiedad, que el supremo Árbitro de la piadosa devoción devolvió la salud al valeroso servidor de su majestad, así como la más tranquila paz, una vez destruido todo enemigo: de modo que, ya que merecía ser aún más enaltecido, se apoderase más fácilmente del reino que le había sido arrebatado, seguro del mantenimiento de su principado.

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SEGUNDA PARTE

(1) Efectivamente, una noticia cierta llegó de improviso: que Inglaterra había quedado privada de su rey Eduardo y que Harold se había ceñido la corona. Aquel anglo insensato no esperó a ver cuál era el resultado de la elección pública, sino que en el mismo triste día en que aquel excelente varón fue enterrado, mientras todo su pueblo le lloraba, el perjuro ocupó por aclamación el solio de los reyes, gracias al favor de algunos inicuos. Fue ordenado por la sacrílega consagración de Stigand, que se había visto privado del ministerio del sacerdocio por un anatema, dictado por el justo celo apostólico.

El duque Guillermo, tras celebrar una consulta con los suyos, decidió vengar la afrenta con las armas, con las armas exigir su herencia, por más que muchos de sus nobles intentaron ingeniosamente disuadirlo de ello, como de una empresa demasiado ardua, muy lejos de las fuerzas de Normandía. En aquel tiempo, tuvo Normandía como consejeros, además de obispos y abades, los más excelentes varones del orden de los laicos, que en la asamblea constituían la más brillante luz y ornamento: Roberto, conde de Mortain; Roberto, conde de Eu, hermano del obispo de Lisieux, Hugo, sobre cuya vida hablamos antes; el conde de Evreux, Ricardo, hijo del arzobispo Roberto; Roger de Beaumont; Roger de Montgomery; Guillermo, hijo de Osbern; el vizconde Hugo. Con su ingenio y esfuerzos, la república romana hubiera podido conservarse incólume y no hubiera necesitado doscientos senadores, si hubiera estado apoyada por estos hombres, en el caso de que tuviera hoy tanto poder como antaño. Sin embargo, en toda deliberación sabemos que todos cedieron ante la prudencia del príncipe, como si, por inspiración divina, pudiese conocer de antemano qué debía hacerse o evitarse. «A los piadosos Dios' concedió la sabiduría», dice un profundo conocedor de las cosas sagradas. Pues Guillermo actuaba piadosamente desde su infancia. Cuanto ordenó, todos lo obedecieron, a no ser en caso de una necesidad insoslayable.

(2) Así pues, ¡con qué prudente disposición ordenó que se construyeran naves y que se las equipase con armas, hombres, provisiones y otras cosas necesarias para la guerra! De qué modo toda Normandía hervía de actividad sería demasiado largo explicarlo con particularidad. Y no con menos prudencia dispuso a quienes debían gobernar y proteger Normandía durante su ausencia. Acudieron también en su ayuda soldados extranjeros en gran número, a los que en parte había atraído la famosísima liberalidad del duque, pero a todos la confianza en la justicia de su causa. Dado que estaba prohibida cualquier rapiña, cincuenta mil caballeros eran alimentados a sus expensas personales, mientras los vientos adversos los detuvieron en el puerto del Dives durante todo un mes. Así fueron su moderación y su prudencia: al proveer en abundancia a caballeros y huéspedes, a nadie se le daba ocasión de robar nada. Los rebaños de los lugareños, ya fueran de vacas u ovejas, pacían con toda seguridad por los campos o los yermos. Las mieses esperaban, intactas, la hoz del segador, sin que las destruyeran el orgulloso paso de los caballos ni las devastara el saqueador. Cualquiera, ya fuera débil o desarmado, podía cabalgar cantando por donde quisiera: aunque viera las tropas de caballeros, no les tenía miedo.

(3) En aquel tiempo ocupaba la cátedra de San Pedro en Roma el papa Alejandro, el más digno de velar y hacerse obedecer por toda la iglesia. Pues sus palabras eran justas y saludables. Éste, obispo de Lucques, aunque de ningún modo ambicionaba un grado más alto, debido a la impetuosa acción conjunta de muchos, cuya autoridad sobresalía entonces entre los romanos, y con el asentimiento de un numerosísimo concilio, fue colocado en la primacía, a fin de que se erigiera en cabeza y maestro de los obispos de toda la tierra. Había merecido esta elección por su santidad y su doctrina. Por ellas brilló después de Oriente a Occidente. Y el sol, por naturaleza, no tendía la trayectoria de su curso más inmutablemente que él lo hacía en su vida, a través de la recta verdad: corrigió cualquier iniquidad en cualquier parte del mundo, sin ceder ante nada.

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El duque pidió el favor apostólico, tras comunicarle la empresa que pensaba realizar y recibió de su benignidad su estandarte, como señal de la aprobación de San Pedro, para que con más confianza y seguridad pudiera invadir al adversario. Por otra parte, de nuevo se unió a la amistad de Enrique, emperador de los romanos, hijo del emperador Enrique y nieto del emperador Conrado: en virtud de un edicto suyo, Germania acudiría a ayudarle contra cualquier enemigo, si Guillermo se lo pedía. Incluso el rey danés Svend le prometió fidelidad mediante embajadores, pero se mostraba fiel amigo de los enemigos de Guillermo, como verás más adelante, al leer las calamidades que provocó.

(4) Entretanto Harold, pronto a librar combate, por tierra o mar, cubrió la mayoría de la costa con un enorme ejército y astutamente envió espías en secreto. A uno de ellos, que fue capturado e intentó disculpar la causa de su llegada con la excusa de que le había sido ordenado, el duque le mostró la magnanimidad de su ánimo con estas palabras: «No necesita Harold comprar con oro o plata tu fidelidad y astucia ni las de cualquier otro, para que vengáis a escondidas a espiarnos. Lo que aquí se decide y se prepara, ¿qué otro testimonio lo informaría con más certeza de la que él mismo quisiera, y, según su opinión, con más rapidez, que mi propia presencia? Llévale de mi parte este mensaje: que no tema ninguna adversidad de nuestra parte y que viva tranquilo el resto de su vida, si dentro del plazo de un año no me ha visto allí donde espera encontrar un refugio más seguro. »

Pero, estupefactos por la magnitud de su promesa los nobles normandos, muchos de ellos no ocultan su desconfianza. Con palabras que les dictaba la desesperación, exageran las fuerzas de Harold y subestiman las propias. [Dicen] que el primero posee en abundancia tesoros con los que puede ganarse a poderosos jefes y reyes; una numerosa flota y hombres expertísimos en la navegación, que a menudo se han probado en los peligros y combates marinos; que su propia tierra es superada con mucho por la de él, tanto en riquezas como en abundancia de soldados. ¿Quién, pues, podría esperar que en el tiempo fijado estuvieran terminadas las naves o, si lo estaban, pudieran hallarse los remeros, y todo ello en el espacio de un año? ¿Quién con esta expedición no temería reducir el afortunadísimo estado de su patria a la completa miseria? ¿Quién afirmaría que las fuerzas de un emperador romano no serían vencidas por aquella dificultad?

(5) El duque reforzó la moral de los reticentes con estas palabras: «Es evidente para nosotros la prudencia de Harold: ésta nos inspira terror, pero aumenta nuestras esperanzas. Precisamente, él hace dispendios inútiles, gastando su oro, y no por ello consolida su honor. No posee el ánimo necesario para poder atreverse a promover ni la mínima parte de lo que me pertenece. En cambio, yo prometo y daré, según mi criterio, tanto lo que es ya mío, como lo que él llama suyo. Sin duda superará al enemigo quien es capaz de ser generoso no menos con los bienes del enemigo que con los propios. La flota, de la que en breve dispondremos en número suficiente, no constituirá un problema. Sepan ellos lo que nosotros verificaremos cuando una mejor suerte nos acompañe: que es con el valor, mejor que con el número de soldados, con lo que se ganan las guerras. Además, él luchará para no perder el fruto de su rapiña; nosotros exigimos lo que recibimos por donación, lo que conseguimos por nuestros beneficios. Esta confianza básica en nuestra causa, rechazando todo el peligro, nos proporcionará el más alegre triunfo, el mayor honor, el más famoso renombre. » Pues le constaba a este hombre cristiano y prudente, que la omnipotencia de Dios, dado que no puede soportar la iniquidad, no permitiría que fracasara una justa causa; además, consideraba que él mismo no pretendía aumentar tanto sus propios bienes y gloria, cuanto reinstituir el rito auténticamente cristiano en aquellas tierras.

(6) Por fin, toda la flota, magníficamente equipada, desde la desembocadura del Dives y los puertos vecinos, donde había esperado el Noto, para emprender la travesía, navegaba hacia la rada de Saint-Valery. También allí, mediante ruegos, oraciones y votos se confió a la ayuda divina el tan bien confiado príncipe, a quien ni la demora, ni los vientos desfavorables, ni los terribles naufragios, ni la cobarde fuga de muchos que habían prometido su fidelidad,

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pudieron hacer vacilar. Es más, saliendo al paso de las adversidades con la prudencia, ocultó en la medida que pudo la muerte de los que se habían ahogado, mandando enterrarlos en secreto; aumentando cada día los aprovisionamientos, disminuyó el hambre. Además, mediante exhortaciones diversas, hizo regresar a los atemorizados, animó a los que tenían miedo. Luchó con las armas de la plegaria hasta el punto de hacer sacar de su iglesia el cuerpo del confesor Valery, tan grato a Dios, para tratar de conseguir vientos favorables y conjurar los hostiles: en este combate de humildad le acompañó la tropa que había de emprender con él la marcha.

(7) Cuando más tarde sopló el viento deseado, las voces dan gracias tendiendo las manos al cielo y, al mismo tiempo, gritan, infundiéndose mutuamente coraje; con la mayor celeridad se abandona la tierra, con el mayor afán se emprende un camino dudoso. En efecto, se dejan llevar por una tal rapidez, que, aunque alguno llame a su escudero, otro a su camarada, la mayoría, sin acordarse de sus ayudantes o compañeros, o de las cosas necesarias, sólo piensan y procuran no ser dejados atrás. Con todo, los increpa y apremia a embarcarse la ardiente vehemencia del duque, si nota que por alguna causa se demoran algunos.

Pero, a fin de que, si llegan antes del amanecer a la costa a la que se dirigen, lleguen a perecer en un puerto hostil y desconocido, ordena mediante la voz de su heraldo que, cuando lleguen a alta mar, todos los navíos permanezcan quietos, durante una pequeña parte de la noche, flotando con el ancla echada no lejos del suyo, hasta que, tras ver una luz encendida en lo alto de su mástil, el sonido de la trompeta les dé inmediatamente la señal de emprender su marcha.

Recuerda la antigua Grecia que el átrida Agamenón marchó con mil naves para vengar el tálamo de su hermano: nosotros damos testimonio de que Agamenón fue a buscar la corona regia con más de mil. Se cuenta que Jerjes unió mediante un puente de naves las famosas ciudades de Sestos y Ábidos, separadas por el mar. Nosotros no decimos sino la verdad, que Guillermo reunió bajo el único timón de su poder las tierras normandas y anglas. Pensamos que Guillermo, que sin ser vencido jamás por nadie, adornó su patria con ínclitos trofeos y la enriqueció con los más famosos triunfos, ha de ser equiparado a Jerjes, vencido y privado de su flota por una fuerza enemiga superior, y más aun ha de ser antepuesto a él por su fortaleza.

Después de que las naves zarparan de noche tras la calma, la embarcación que llevaba al duque dejó atrás a las demás con toda rapidez, como obedeciendo con su propia velocidad el deseo del duque, que se dirigía lleno de ardor a la victoria. Por la mañana, un remero, al que se le había ordenado vigilar desde lo alto del mástil si alguna otra nave venía detrás, indica que ninguna otra cosa sino el mar y el cielo se ofrece a su vista. En seguida, tras echar el ancla, para evitar que el miedo y la angustia turbaran a los que le acompañaban, el duque, con una increíble presencia de ánimo, tomó una abundante comida, sin faltar el vino especiado, como si estuviera en el comedor de su castillo, con una alegría inmejorable; mientras tanto prometía que todos acudirían con toda seguridad y contando con la ayuda de Dios, a cuya tutela los había confiado. No hubiera considerado indigno el Mantuano, príncipe de los poetas, el intercalar entre las alabanzas de Eneas el troyano, que fue gloria y ancestro de la antigua Roma, la seguridad en sí mismo y el esfuerzo que requirió esta comida. Preguntado de nuevo el vigilante, anuncia que se acercan cuatro naves, y a la tercera vez, exclama que son tantas, que su enorme densidad ofrece el aspecto de todo un espeso bosque de velas. Hasta qué punto la esperanza del duque se transformó en alegría, de qué modo glorificó la piedad divina en lo más íntimo de su corazón, lo dejamos a la conjetura del lector.

(8) Llevado por un viento favorable hasta Pevensey, desembarcó sin tener que trabar ningún combate. Precisamente Harold se había quedado en la región de York para luchar contra su hermano Tostig y Harald, rey de Noruega. Y no te admires de que su hermano, movido por las injurias [recibidas] y deseoso de [recuperar] el honor que le había sido arrebatado, lanzara un ejército extranjero contra Harold, pues también su hermana, lo más distinta posible de él en cuanto a sus costumbres, le hacía frente con sus votos y consejo, ya

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que no podía hacerlo con las armas, a él, manchado por la lujuria, violento, homicida, soberbio por las riquezas que había robado, enemigo de la justicia y el bien. Por su parte, quiso esta mujer de viril prudencia, que albergaba toda honestidad en su mente y la practicaba en su vida, que los anglos fueran gobernados por Guillermo, al que su esposo, el rey Eduardo, había adoptado como hijo para que le sucediera: a Guillermo, el prudente, el justo, el poderoso.

(9) Guerra entre el duque Guillermo y Harold, rey de los anglos. — Llegados a la costa, los normandos ocuparon alegremente Pevensey con una primera fortificación y, con otra, Hastings; esperaban que estas dos plazas les sirvieran a ellos mismos de refugio y a las naves de calas fortificadas. Mario y Magno Pompeyo, eximios uno y otro, merecedores del triunfo, el primero por haber llevado a Roma a Jugurta encadenado; el segundo por haber forzado a Mitrídates a envenenarse; cuando avanzaban por territorio enemigo conduciendo a todos sus soldados, temían ponerse en peligro a sangre fría si se separaban, con una legión, del resto de la tropa. Aquellos tuvieron por costumbre, y la tienen hoy los jefes militares, el enviar exploradores, no ir ellos mismos como tales; y más bien para conservar su vida que la seguridad de su ejército. Pero Guillermo, acompañado por no más de veinticinco caballeros, audazmente exploraba en persona lugares y habitantes. Y al volver a pie, a causa de la dificultad del camino, y no sin reírse de lo ocurrido, por más que el lector pueda reír también, dio materia a serias alabanzas, pues traía él en su hombro, junto con la suya, la coraza de un compañero, liberando así de aquel peso de hierro a Guillermo Fitz-Osbern, tan célebre por la fortaleza de su cuerpo como por la de su espíritu.

(10) Un rico habitante de aquellos territorios, de nacionalidad normanda, Roberto, hijo de Guimara, una noble mujer, envió a Hastings un mensajero a su señor y pariente con estas palabras: «El rey Harold, después de luchar contra su propio hermano y el rey de Noruega, que tiene fama de ser el más poderoso bajo el cielo, los mató a ambos en el combate y destruyó sus ingentes ejércitos. Animado con tal éxito, se dirige hacia ti, al frente de una tropa muy numerosa y fuerte: contra él no creo que valgan más los tuyos que otros tantos despreciables canes. Tienes fama de ser hombre prudente y con prudencia has actuado hasta aquí, en la paz y en la guerra. Ahora vela por ti, guárdate muy bien de precipitarte tú mismo en un peligro del que no puedas salir. Te aconsejo que te quedes dentro de las fortificaciones, que, de momento, no combatas abiertamente. » El duque respondió al mensajero: «Por el mensaje con el que tu señor ha querido precaverme, aunque habría sido más conveniente aconsejarme sin ofenderme, le doy las gracias y la siguiente respuesta. No me protegeré escondiéndome tras la empalizada o las fortificaciones sino que me batiré lo antes posible con Harold; y no desconfiaría de poder destrozarlo junto con los suyos, gracias a la fortaleza de los míos, si la voluntad divina no se opone, aunque tuviera sólo diez mil hombres, comparables a los sesenta mil que he traído. »

(11) Un día, mientras el duque inspeccionaba la guardia de las naves, casualmente se le anunció, mientras avanzaba junto a las embarcaciones, que había llegado un monje con un mensaje de Harold. Él rápidamente fue a su encuentro y le dirigió estas ingeniosas palabras: «Soy allegado y senescal de Guillermo, conde de Normandía. No tendrás posibilidad de hablarle sino es a través de mí; lo que tienes que decir, expónmelo. Él, gustosamente se enterará por mi conducto, porque a nadie aprecia más que a mí. Luego, gracias a mi intervención, acudirás a su presencia para hablarle, como es tu deseo. » Tras oír el mensaje por boca del monje, sin demora ordenó que se hospedase al embajador y que se le atendiese con una obsequiosa consideración. Él mismo, entre tanto, deliberaba consigo mismo y con los suyos qué debía responder al mensaje.

Al día siguiente, sentado entre los principales de los suyos, dijo al sacro mensajero: «Yo soy Guillermo, príncipe de los normandos por la gracia de Dios. Lo que me contaste ayer, repítelo ahora en presencia de éstos. » El mensajero habló así: «Esto te manda el rey Harold. Has entrado en sus tierras; llevado por qué audacia, por qué temeridad, él no lo sabe.

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Recuerda, es cierto, que el rey Eduardo decretó en primer lugar que tú fueras el heredero del reino de Inglaterra y que yo mismo te confirmé en Normandía la seguridad de esta sucesión. Sin embargo, sabe que, por derecho, este mismo reino le pertenece, puesto que le fue cedido por su señor, el rey, en sus últimos momentos. En efecto, desde el tiempo en que Agustín, aquel santo varón, llegó a estas regiones, fue una costumbre común entre este pueblo, que la donación que alguien hacía en su último momento se tuviera como la legítima. Por tanto, te pide justamente que te vayas de sus tierras con los tuyos. De otra forma, romperá la amistad y todos los pactos que él mismo te confirmó en Normandía, dejando caer sobre ti absolutamente toda la responsabilidad.»

(12) Tras oír la embajada de Harold, el duque preguntó al monje si quería conducir hasta Harold a un mensajero de su parte, garantizando su seguridad. Él le prometió velar por la salvaguarda del mensajero, como por la suya propia. Inmediatamente el duque instruyó de este modo a un monje de Fécamp, para que en seguida lo transmitiese a Harold: «No temeraria o injustamente, sino llevado por el consejo y la equidad, he navegado hasta esta tierra; de ella me instituyó como heredero, tal y como el mismo Harold manifiesta, mi señor y pariente, el rey Eduardo, a causa de los máximos honores y numerosísimos beneficios que a él, a su hermano y también a los suyos les proporcionamos yo y mis mayores; y puesto que me creía el mejor de todos sus familiares, de tal modo que era el más capaz, ya para ayudarlo mientras vivía, ya para gobernar el reino a su muerte. Y esto no lo hizo sin el consenso de sus nobles, sino por consejo del arzobispo Stigand, del conde Godwin, del conde Léofric, del conde Siward, que también lo confirmaron, jurando con sus propias manos que, tras la muerte de Eduardo, me recibirían como señor y que, de ningún modo intentarían durante su vida poner alguna traba a que yo ocupara esta tierra. Me dio como rehenes al hijo y al nieto de Godwin. Por último, me envió a Harold mismo a Normandía, a fin de que, lo que su padre y los demás antes citados me juraron aquí, estando yo ausente, él me lo jurase de nuevo allí en mi presencia. Por el rito de las manos se entregó a mí como vasallo, por su propia mano me confirmó la seguridad acerca del reino de Inglaterra. Yo estoy dispuesto a llevar mi causa contra él en un juicio como a él le plazca, ya sea según las leyes de los normandos o, mejor aún, de los anglos. Si, de acuerdo con la verdad de la justicia, los normandos o los anglos deciden que es justo que él posea este reino, que lo posea en paz. Pero si acuerdan que, según la justicia, me ha de ser devuelto, que me lo entregue. Por el contrario, si rechaza esta propuesta, no considero justo que mis hombres o los suyos caigan en la lucha, puesto que ellos no tienen ninguna culpa de nuestro litigio. He aquí que estoy preparado para asegurar con mi cabeza contra la suya, que a mí antes que a él debe pasar por derecho el reino de Inglaterra. »

Nuestro deseo es que estas palabras del duque, diligentemente puestas de manifiesto, salten a la vista de la mayoría mejor que nuestra propia redacción, puesto que de la mayoría queremos procurarle la alabanza y el favor. Perfectamente se deducirá de esto que se mostró lleno de prudencia, justicia, piedad y fortaleza. Pues, como resulta claro para el que esté atento, la abundancia de razones, que no habría sido capaz de refutar ni siquiera Tulio, el máximo autor de la elocuencia romana, destruyó en cambio la razón de Harold. Por último, estuvo dispuesto a recibir el juicio que estableciesen los derechos de los pueblos. No quiso que sus enemigos, los anglos, perecieran por causa de su propia querella; su deseo fue decidir la causa en combate singular, con peligro de su propia vida.

(13) Así pues, cuando este mensaje se transmitió a Harold, que se aproximaba, por medio del monje, palideció de estupor y permaneció mucho tiempo en silencio, como mudo. Mas, al rogarle el emisario una y otra vez una respuesta, le respondió primero: «Avanzamos sin interrupción»; luego: «Avanzamos hacia la victoria. » Le instaba el legado a que respondiese de modo diferente, repitiendo: «El duque normando no desea la destrucción del ejército, sino un combate singular. » Pues aquel hombre valeroso y bueno prefería renunciar a algo justo y beneficioso, antes que causar la muerte de muchos, pues confiaba en hacer caer a Harold, quien poseía una menor fortaleza y ninguna equidad. Entonces Harold, levantando el

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rostro al cielo, dijo: «El Señor decida hoy lo que es justo, entre Guillermo y yo. » Pues en verdad, cegado por el deseo de gobernar, y olvidado de su propia injusticia a causa de la excitación, escogió, para su ruina, a su propia conciencia como recto juez.

(14) Entretanto, unos probadísimos caballeros, enviados por orden del duque para explorar, anuncian que la llegada del enemigo es inminente. Pues el rey, furioso, aceleraba su marcha todavía más, porque había oído que los terrenos próximos al campamento normando habían sido devastados. También planeaba sorprenderlos desprevenidos mediante un ataque nocturno o repentino. Y, para que no pudieran hallar escape en un refugio, había preparado una flota armada de setecientas naves para oponérseles en el mar. El duque, rápidamente, a cuantos se hallan en el campamento (pues la mayoría de sus compañeros había ido a forrajear aquel día), a todos les ordenó armarse. Él mismo, asistiendo al misterio de la misa con la mayor devoción, con la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor fortaleció y protegió su propio cuerpo y alma. También colgó humildemente de su cuello las reliquias, de cuyo favor Harold se había privado a sí mismo, al violar la fe que al jurar sobre ellas había sancionado. Se hallaban presentes dos pontífices venidos de Normandía: Eudes de Bayeux y Geoffrey de Coutances; también había un gran número de clérigos y algunos monjes. Esta reunión se dispone a luchar con sus oraciones. A otro le hubiera aterrorizado el ver que la coraza se dio la vuelta hacia la izquierda, mientras se vestía. Él se rió de esto como de una casualidad, no se atemorizó como ante un mal presagio.

(15) Que la arenga, con la que, brevemente a causa del tiempo, aumentó con el mayor ardor el valor de sus soldados, fue magnífica, no lo dudamos; aunque a nosotros no nos ha sido relatada en toda su dignidad. Recordó a los normandos, que en muchos y grandes peligros, sin embargo habían resultado siempre vencedores bajo su propio mando. Les recordó a todos su patria, la nobleza de sus gestas, la grandeza de su nombre. Ahora debían probar con sus brazos de qué valor eran capaces, qué espíritu les animaba. Ya no se trata de quién obtenga el reino, sino de quién salve la vida de un peligro inminente. Si luchan virilmente, obtendrán la victoria, honor, riqueza. De otro modo, o serán asesinados sin poder evitarlo, o, una vez prisioneros, servirán de escarnio a los más crueles enemigos. Además, serán infamados con eterna ignominia. No hay ninguna posibilidad de fuga, puesto que, aquí, se oponen las armas y un país hostil y desconocido; allí, el mar y armas también. No es propio de hombres dejarse aterrorizar por la multitud. A menudo los anglos habían caído, vencidos por el hierro enemigo, la mayoría de veces, derrotados, se habían rendido al enemigo; nunca habían gozado de gloria militar. Inhábiles en el arte de la guerra, con la fortaleza y el valor de pocos podían ser contenidos fácilmente. Sobre todo, dado que el auxilio celeste no falta a la causa justa. Tan sólo deben atreverse y no ceder jamás: rápidamente gozarán del triunfo.

(16) En este acertadísimo orden avanzan, siguiendo el estandarte que el Papa les había enviado. A los infantes los colocó en primera línea, armados con flechas y ballestas, asimismo más infantes iban en segunda línea, más seguros y protegidos con coraza; en último lugar colocó los escuadrones de caballería, en cuyo centro se colocó él mismo, entre la flor y nata de la tropa, desde donde podía impartir órdenes a todos con la mano y la voz. Si algún autor antiguo hubiera descrito el ejército de Harold, hubiera dicho que a su paso los ríos se secaban y los bosques se convertían en lisas llanuras. Pues con él se habían reunido numerosísimas tropas de anglos, llegadas desde todas las regiones. Parte de ellos luchaba por Harold; pero todos, por su patria, a la cual, aunque injustamente, querían defender de unos extranjeros. También Dinamarca, con la que tenían vínculos de sangre, les había enviado numerosos auxilios. Sin embargo, no atreviéndose a luchar frente a frente contra Guillermo, pues lo temían más que al rey de Noruega, ocuparon un lugar más elevado, un monte cercano al bosque a través del que habían llegado. En seguida abandonaron los caballos y todos, a pie, tomaron posiciones, agrupados muy estrechamente. El duque, con los suyos, sin dejarse aterrorizar por la dificultad del lugar, empezó a ascender poco a poco la ardua cuesta.

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(17) El terrible clamor de las trompetas dio la señal de ataque de uno y otro lado. La ardiente audacia de los normandos dio comienzo a la lucha. De tal modo, cuando los oradores se querellan en un juicio sobre un caso de rapiña, es el demandante quien primero toma la palabra. Por ello los infantes normandos provocan a los anglos, junto con sus proyectiles, les arrojan heridas y muerte. Ellos, a su vez, resisten, cada uno según sus posibilidades. Lanzan jabalinas y diversos géneros de armas arrojadizas, algunas de sus crudelísimas hachas y piedras fijadas a trozos de roca. Por tal ataque, como por una masa mortal, hubieras creído que los nuestros rápidamente se verían aplastados. Acuden en su ayuda los caballeros y, quienes habían ocupado la última línea, devienen los primeros. Les repugna luchar de lejos y osan emprender la lucha cuerpo a cuerpo. El enorme clamor, de una parte normando, de otra bárbaro, era superado por el chocar de las armas y los gemidos de los moribundos. Así se lucha de ambos lados con gran violencia durante un cierto tiempo. Los anglos tienen mucha ventaja debido a lo favorable de su posición en un lugar superior, que pueden mantener sin necesidad de avances rápidos, y al hecho de hallarse todos agrupados; y también debido a su propio número y a la potencia de su cantidad; además, gracias a los instrumentos con los que luchan, qué fácilmente se abren paso entre los escudos u otras protecciones. Así pues, con toda su fuerza resisten o empujan a los que se atreven a atacarlos de cerca con la espada. Hieren también a aquellos que desde lejos lanzan sus dardos contra ellos. En consecuencia, aterrados ante tal ferocidad, retroceden los infantes y los caballeros bretones, así como todas las tropas auxiliares que formaban el ala izquierda; cede casi toda la tropa del duque, lo cual sea dicho con la benevolencia del pueblo invicto de los normandos. El ejército de la majestad romana, luchando contra tropas de reyes, aunque solía vencer por tierra y mar, algunas veces emprendió la huida, si sabía o creía que su jefe había sido muerto. Creyeron los normandos que su duque y señor había caído. Por consiguiente, su fuga no fue demasiado vergonzosa; desde luego, en absoluto dolorosa79, aunque resultara lo más conveniente.

(18) El príncipe, viendo que una gran parte del ejército enemigo se lanzaba a la persecución de los suyos, salió al encuentro de los que huían y los detuvo, golpeándolos o amenazándolos con su lanza. Además de esto, se descubrió la cabeza y se quitó el casco, exclamando: «¡Miradme! Estoy vivo y venceré, con la ayuda de Dios. ¿Qué camino se ofrecerá a vuestra fuga? Los que vosotros podéis sacrificar como ganado, os rechazan y os dan muerte. Estáis dejando escapar la victoria y un honor eterno, mientras corréis a la ruina y al perpetuo oprobio. Si os marcháis, ninguno de vosotros escapará de la muerte. » Con estas palabras recobraron los ánimos. Él mismo corrió adelante fulminando y destrozando con su espada las filas enemigas, que, al rebelarse contra él, su auténtico rey, habían merecido la muerte. Enardecidos, los normandos rodearon a algunos millares que los habían seguido, en un momento los aplastaron, de modo que no sobrevivió ni siquiera uno.

(19) Así confirmados, con mayor vehemencia hicieron frente al numerosísimo ejército [enemigo], que, aunque había sufrido un enorme daño, no parecía disminuido. Los anglos luchaban confiados, con todas sus fuerzas, esforzándose sobre todo en no ofrecer una brecha abierta a los adversarios que querían abalanzarse contra ellos. A causa de su enorme densidad, apenas podían caer al suelo los muertos. Sin embargo se abrieron en sus filas algunas brechas por diversos lugares, gracias al hierro de algunos guerreros valerosísimos. Los siguieron de cerca las tropas del Maine, franceses, bretones, aquitanos, pero, con el más destacado valor, los normandos. Un joven normando, Roberto, hijo de Roger de Beaumont, sobrino y heredero de Hugo, conde de Meulan, por su madre y hermana de éste, Adelina, sostenía aquel día su primer combate y llevó a cabo lo que debía ser perpetuado entre alabanzas: con el batallón que él conducía en el ala derecha, atacó y abatió [al enemigo] con gran audacia. No está dentro de nuestras posibilidades, ni lo permite nuestro objetivo, el narrar según su mérito los actos valerosos de cada uno. Ni el escritor con una mayor capacidad narrativa, aunque hubiera contemplado el combate con sus propios ojos, muy difícilmente hubiera podido narrar todos

79 Puesto que Guillermo no había muerto en realidad. {N. del T. )

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los hechos en particular. Nosotros en este momento, nos apresuramos a concluir con la alabanza del conde Guillermo, para escribir la gloria del rey Guillermo.

(20) Advirtiendo los normandos y las tropas aliadas, que, no sin gran perjuicio propio, podrían vencer a tantos enemigos que resistían de forma compacta, volvieron la espalda, simulando hábilmente la huida. Recordaron qué ocasión para una victoria les había proporcionado poco antes su huida. Entre los bárbaros surgió una enorme alegría, así como la esperanza de la victoria. Exhortándose a sí mismos con risueñas voces, increpaban con maldiciones a los nuestros y los amenazaban a todos con darles muerte allí mismo. Como antes, algunos millares se atrevieron, tan rápidos que parecían volar, a presionar a quienes creían ver huir. De repente los normandos, dando la vuelta a sus caballos, rodeándolos y encerrándolos por todas partes, los exterminaron sin dejar uno.

(21) Después de usar por dos veces del mismo truco con similar resultado, atacan a los restantes con la mayor ferocidad: aún era un ejército terrible y dificilísimo de rodear. Seguidamente se produce un tipo insólito de lucha, en virtud del cual uno de los bandos se vale de asaltos y diversos movimientos, y el otro los soporta, como clavado en el suelo. Desfallecen los anglos y, como si confesaran su falta con su misma derrota, sufren la pena. Los normandos disparan flechas: hieren, atraviesan: parece ser mayor el movimiento de los cuerpos que caen que el de los mismos vivos. Los que sufren heridas leves no sólo no pueden huir, sino que la densidad de sus compañeros los hace morir aplastados. Así la fortuna acude a acelerar el triunfo de Guillermo.

(22) Estuvieron presentes en esta batalla Eustaquio, conde de Boulogne; Guillermo, hijo de Ricardo, conde de Evreux; Geoffrey, hijo de Rotrou, el conde de Mortagne; Guillermo Fitz-Osbern; Aimeri, gobernador de Thouars; Gautier Giffard; Hugo de Montfort; Raúl de Tosny; Hugo de Grandmesnil; Guillermo de Varenne, así como otros muchos, celebradísimos por la fama de su valor militar y cuyos nombres conviene inscribir en los libros de historia entre los más belicosos. Pero Guillermo, su jefe, hasta tal punto los aventajaba en fortaleza, así como en prudencia, que, entre los antiguos generales griegos y romanos, tan alabados por los libros, a unos podía con todo mérito anteponerse, a otros compararse. Noblemente ejerció él su mando impidiendo la fuga, dando ánimos, asumiendo con todos el peligro; más a menudo ordenándoles ir con él, que marchar ellos solos. De donde se deduce claramente que el valor que a él lo guiaba, igualmente marcó el camino e infundió audacia a sus soldados. Una parte no pequeña de los enemigos perdió ánimo sin haber sufrido heridas, con sólo ver a este admirable y terrible caballero. Tres caballos cayeron atravesados bajo él. Por tres veces saltó de su montura, intrépido, y no quedó sin venganza la muerte de su cabalgadura. Allí pudo verse su rapidez, allí pudo verse su fortaleza de cuerpo y de espíritu. Escudos, cascos, corazas, atravesó con su espada airada y sin descanso; con su propio escudo golpeó a algunos. Admirados de que combatiera a pie, sus caballeros, la mayoría cubiertos de heridas, recuperaron su presencia de ánimo. Y algunos, a los que la pérdida de sangre ha dejado sin fuerzas, luchan valerosamente apoyados en sus escudos, algunos con la voz y los gestos, cuando no pueden valerse de otra cosa, exhortan a sus compañeros a no seguir al duque con timidez, a no dejar que la victoria se les escape de las manos. Él mismo sirvió a muchos de auxilio y salvación.

Con Harold, al que los poemas comparan a Héctor o Turno, no menos se hubiera atrevido Guillermo a enfrentarse en combate singular, que Aquiles contra Héctor o Eneas contra Turno. Tideo, contra cincuenta adversarios que lo atacaban buscó la ayuda de una roca: del mismo modo Guillermo, en absoluto inferior, no temió enfrentarse solo a mil. El autor de la Tebaida o de la Eneida, que en sus mismas obras cantan acerca de los grandes hechos de un modo que aún más los enaltece, según las normas de la poesía, si hubieran cantado sólo la verdad de los actos de este hombre, habrían creado una obra igualmente magna, pero más digna. Ciertamente, si hubieran captado la enorme dignidad de la materia en versos apropiados, con la belleza propia de su estilo lo hubieran alzado a la altura de los dioses. Pero

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nuestra sencilla prosa que con toda humildad se ha propuesto mostrar a los reyes su piedad en el culto del verdadero Dios, que es el único Dios desde la eternidad hasta el fin de los siglos y más allá, debe concluir breve y verazmente el combate en el que venció con tanta fuerza como justicia.

(23) Al caer el día, el ejército anglo comprendió con toda claridad que ya no podrían resistir más tiempo contra los normandos. Sabían que su número había disminuido por la destrucción de muchas tropas; que el rey mismo y sus hermanos, así como algunos nobles del reino, habían caído; que cuantos habían sobrevivido, estaban ya al límite de sus fuerzas; que ya no quedaba ninguna ayuda que esperar. Veían que los normandos no habían tenido muchas bajas y, como si hubieran adquirido nuevas fuerzas en la lucha, los amenazaban con más acritud que al principio; conocían el rigor del duque, que no perdonaría a ninguno de los que se le opusieran; su fortaleza, que no descansaría sino con la victoria. En consecuencia, se dieron a la fuga y se alejaron a toda prisa, unos con caballos de los que habían apoderado, algunos a pie; parte por caminos, la mayoría campo a través. En cambio, se quedaron yaciendo en su sangre, quienes, aunque emprendieron la fuga o lo intentaron, no fueron capaces de ello. A algunos les dio fuerzas su propio deseo ardiente de salvarse. Muchos acabaron por morir en lo más profundo del bosque, más numerosos todavía fueron los que, al yacer caídos por los caminos, sirvieron de obstáculo a los que les seguían. Los normandos, aunque desconocedores de la región, los perseguían con avidez, golpeando sus espaldas culpables y dando ya la última mano a aquella empresa que les había procurado la victoria. Los cascos de los caballos remataron a aquellos que yacían entre los muertos, al pasarles por encima.

(24) Sin embargo, la confianza volvió a los que huían cuando encontraron el lugar idóneo para renovar la lucha, con una profunda trinchera y lleno de fosas. Ciertamente, aquel pueblo siempre fue inclinado a las armas por naturaleza, pues descendía de la antigua estirpe de los sajones, los más feroces de los hombres. No habrían sido rechazados, sino apremiados por la más poderosa fuerza. Hacía poco que habían vencido con toda facilidad al rey de los noruegos, que se apoyaba en un ejército grande y belicoso. Por su parte, el guía de las enseñas vencedoras, al ver que las tropas se reagrupaban de repente, aunque pensó que un nuevo auxilio había venido en su ayuda [de los enemigos], no desvió su camino ni se detuvo, sino que, más terrible con sólo parte de su lanza que los que blandían grandes jabalinas, conminó con resuelta voz al conde Eustaquio, que había vuelto grupas con cincuenta caballeros y quería tocar la señal de retirada, a que no abandonara el campo. Él, a su vez, se inclinó al oído del duque, persuadiéndolo de retirarse y anunciándole una muerte próxima si se quedaba. Mientras pronunciaba estas palabras, Eustaquio fue herido entre los hombros por un sonoro golpe, cuya gravedad demostró en seguida la sangre que salía por su nariz y boca: casi moribundo, consiguió escapar con la ayuda de sus compañeros. El duque, despreciando del todo el miedo o el fracaso, se lanzó al ataque de los adversarios y los aplastó. En aquel encuentro cayeron algunos de los más nobles normandos, impedidos de mostrar su valor por la dificultad del lugar.

(25) Así consumada la victoria, regresó al campo de batalla y descubrió la matanza, que contempló no sin compasión, aunque hubiese estado dirigida contra impíos, aunque dar muerte a un tirano sea hermoso, aporte gloria y fama, así como un grato beneficio. En una amplia extensión el suelo se hallaba cubierto por los cuerpos ensangrentados de la flor de la nobleza y la juventud angla. Cerca del rey fueron hallados sus dos hermanos. Él mismo, carente de todo honor, fue reconocido por algunos signos, de ningún modo por el rostro y llevado al campamento del duque, quien lo entregó a Guillermo, de sobrenombre Malet, para que lo enterrase, no a su madre, que, por el cuerpo de su querido hijo, había ofrecido su peso en oro. Pues sabía que no era propio recibir oro por un tal comercio. Estimó también que sería indigno que fuera enterrado según el deseo de su madre aquel por cuyo exceso de ambición innumerables cadáveres quedarían insepultos. Se dijo, en broma, que convenía que se lo

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colocara como guardián de la costa y el mar, que en su locura había ocupado antes con sus armas.

A ti, Harold, nosotros no te insultamos, sino que, junto a tu piadoso vencedor, que deploró tu ruina, te compadecemos y te lloramos. Venciste con un éxito digno de ti, según tu mérito caíste en tu propia sangre y yaces en un túmulo de piedra; serás abominable para las generaciones venideras, tanto de anglos como de normandos. Suelen caer quienes consideran el supremo poder en el mundo como la suprema felicidad; y, a fin de alcanzar la mayor felicidad posible, arrebatan este poder y, una vez arrebatado, intentan retenerlo por la fuerza de las armas. Tú te empapaste también con la sangre fraterna, para evitar que la grandeza de tu hermano disminuyera tu poder. Después te precipitaste, furioso, en otra lucha, con tal de no perder el honor real, aunque tuvieras que ayudarte con la destrucción de tu patria. Por eso te ha arrastrado la ola de muerte desencadenada por ti mismo. Después de todo, no resplandeces con la corona que pérfidamente arrebataste; no te sientas en el trono al que orgullosamente ascendiste. Tu final demuestra cuan legítimamente fuiste elevado [al trono] por donación de Eduardo en sus últimos instantes. El cometa, terror de los reyes, que brilló poco después de tu elevación, te había anunciado tu ruina.

(26) Pero, omitidos los cantos fúnebres, hablemos del éxito que anunció la misma estrella. El rey de los argivos, Agamenón, que tenía el auxilio de muchos jefes y reyes, tomó la única ciudad de Príamo valiéndose de una treta y con esfuerzo, al cabo de diez años de asedio. Cuál fue el ingenio de sus soldados, cuál su valor, lo atestiguan los poemas. Del mismo modo, Roma, cuya fuerza creció de tal modo que deseaba ponerse a la cabeza de toda la tierra, venció a algunas ciudades empleando muchos años en conquistar cada una de ellas. Sin embargo, el duque Guillermo sometió todas las ciudades de los anglos, con las fuerzas de Normandía, en un solo día, desde la hora tercia hasta el anochecer, y sin mucha ayuda del exterior. Si las hubiesen protegido las murallas de Troya, el brazo y la prudencia de un tal hombre en breve habrían demolido Pérgamo.

El vencedor hubiera podido acudir en seguida al trono real, coronarse, entregar las riquezas de aquella tierra como botín a sus caballeros, hacer matar a parte de los nobles y condenar a otros al exilio. Pero le pareció mejor actuar con moderación y dominar más bien con clemencia. Pues, desde su juventud, tenía por costumbre ornar sus triunfos con la temperancia. Hubiera sido justo que los cuerpos de los anglos, que se habían precipitado a sí mismos a la muerte por una injuria tan grande, fueran devorados por la voracidad de los buitres y de los lobos y que los campos se vieran sepultados por sus huesos insepultos. Pero le pareció cruel tal condena. A los que quisieron recogerlos para enterrarlos, les concedió la facultad de hacerlo.

(27) Una vez enterrados los suyos y dispuesta una guarnición en Hastings al mando de un hombre valeroso, se dirigió a Romney, a la que castigó a su placer por la muerte de los suyos, que, habiendo llegado allí por error, habían sido atacados por aquella fiera población y dispersados con las mayores pérdidas por ambas partes. Desde aquí se dirige a Dover, donde había tenido conocimiento de que se había congregado una enorme multitud, pues aquel lugar parecía inexpugnable. Pero, ante su proximidad, los anglos, aterrados, no confían ni en la protección de la naturaleza del lugar ni de las obras de fortificación, ni en el gran número de hombres. Esta plaza está situada en una roca contigua al mar, la cual, ya naturalmente aguda por todas partes, además está tallada cuidadosamente por herramientas humanas, de modo que se alza en forma de muro, cortada a pico en una altura de un tiro de flecha por el lado en que la bañan las olas del mar. Con todo, mientras los castellanos se preparaban para suplicar su rendición, los escuderos de nuestro ejército le prendieron fuego por el ansia de botín. Las llamas, volando con su ligereza propia, lo destruyeron casi todo. El duque, no queriendo el daño de aquellos que habían empezado a tratar con él de su rendición, les concedió el precio de la reconstrucción de los edificios y los compensó por otras pérdidas. Con toda severidad hubiera ordenado castigar a los autores del incendio, si su baja condición y su gran número no

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los hubiera protegido. Una vez recibido el castillo, durante ocho días reforzó las fortificaciones que aparecían más debilitadas. Allí, muchos caballeros, tras haber consumido carne fresca y agua, murieron de disentería, y la mayoría llegaron al límite de sus fuerzas, con gran peligro de su vida. Sin embargo, tampoco estas calamidades quebrantaron la fortaleza del duque. Después de dejar allí mismo también una guarnición y a los enfermos de disentería, marchó a terminar de someter a los que había vencido.

(28) Los habitantes de Canterbury corren a su encuentro espontáneamente no lejos de Dover, le juran fidelidad y le dan rehenes. Tembló también de temor la poderosa metrópoli y, para evitar su destrucción total si oponía alguna resistencia, se apresuró a conseguir la salvación sometiéndose. Llegando al día siguiente hasta la Torre Quebrada, estableció allí su campamento; y en este lugar, debido a una gravísima enfermedad que se apoderó de su cuerpo, oprimió los ánimos de sus próximos con una similar angustia. Pero, como deseaba el bien común, a fin de que el ejército no sufriera por la escasez de todo lo necesario, no quiso concederse un descanso permaneciendo allí, aunque hubiera sido provechoso a todos y sumamente deseable que el excelente duque hubiera convalecido hasta su restablecimiento.

Entretanto Stigand, arzobispo de Canterbury, que, del mismo modo que sobresalía entre los anglos por su poder y dignidad, también tenía la mayor influencia entre ellos con sus consejos, amenaza con presentar batalla junto a los hijos de Aelfgar y otros nobles. Habían elegido rey a Edgar Aetheling, un muchacho de pocos años de la estirpe del rey Eduardo. En efecto, el mayor deseo para ellos era no tener un señor que no fuera compatriota suyo. Pero, quien de veras debía dominarlos, se aproximó intrépidamente, hasta donde había oído que tenían lugar la mayoría de sus reuniones, y estableció su campamento no lejos de Londres. Baña esta ciudad el río Támesis, que le trae desde el puerto de mar ricas mercaderías llegadas desde lejos. Aunque sólo está habitada por burgueses, posee una defensa numerosa y renombrada por su valor militar. En aquel momento habían confluido a ella tal cantidad de defensores que debían alojarse allí, que, por más que su perímetro era muy amplio, no podía acomodarlos con facilidad. Enviados allí quinientos caballeros normandos, rechazaron a una tropa que había salido a enfrentarse a ellos y la obligaron a refugiarse de nuevo tras las murallas rápidamente, al paso que daban muerte a los rezagados. A las muchas calamidades añaden el incendio, quemando cuantos edificios hallaron a este lado del río, para golpear su soberbia feroz con un perjuicio doble. El duque, avanzando seguidamente por donde quiso, atravesó el río Támesis por vado y por puente hasta llegar a la ciudad de Wallingford. Al mismo lugar llegó Stigand, el obispo metropolitano, quien le rindió homenaje, le juró fidelidad y destituyó a Aetheling, a quien había elegido a la ligera. El duque avanzó desde aquí y, en cuanto Londres se ofreció a su vista, le salieron al encuentro los principales de la ciudad; le entregan completamente la ciudad, como antes los de Canterbury; le traen los rehenes que pidió y en el número que quiso. Después le rogaron que se ciñera la corona, a la vez los pontífices y los restantes nobles, pues ellos estaban acostumbrados a servir a un rey y deseaban tener un rey por señor.

(29) Él celebró consejo con los normandos cuya prudencia y fidelidad tenía probadas y les expuso qué era lo que le disuadía sobre todo de satisfacer el deseo de los anglos. La situación era aún turbia; había algunos rebeldes; él deseaba más la paz del reino que la corona. Además, si Dios le concedía este honor, quería que su esposa fuera coronada con él. En fin, no conviene darse demasiada prisa, mientras se asciende hacia la cúspide. Desde luego, no lo dominaba el ansia de reinar; comprendía que era sagrado el compromiso del matrimonio y como tal lo respetaba. A su vez, sus allegados lo persuadían de que era el deseo unánime de todo el ejército, y ellos lo sabían; con todo, reconocían que sus razones eran muy loables, puesto que surgían de lo más profundo de una riquísima sabiduría.

Estaba presente en este consejo Aimeri de Aquitania, gobernador de Thouars, no más noble por su elocuencia que por su diestra. Éste, admirando y ensalzando cortésmente una modestia tal, que consultaba los ánimos de los caballeros, para ver si querían que su señor

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fuera rey, dijo: «A una deliberación como ésta los caballeros nunca o raramente fueron convocados. No hemos de discutir por más tiempo lo que deseamos que suceda cuanto antes. » Pero aquellos hombres tan prudentes y óptimos de ningún modo hubieran deseado colocarlo a la cabeza de aquella monarquía, si ante todo no lo hubieran reconocido idóneo, aunque estuvieran dispuestos a aumentar sus propios beneficios y honores mediante la elevación del duque. Él mismo, reflexionando en su interior todo esto una y otra vez, accedió a tantos ruegos y tantas exhortaciones: sobre todo esperaba que, cuando empezase a reinar, los rebeldes se mostrarían menos audaces y más fácilmente podría él dominarlos. Así pues, envió a Londres hombres con la misión de construir una fortificación en la misma ciudad y encargarse de los numerosos preparativos propios de la magnificencia real, mientras él se disponía entre tanto a habitar en las cercanías. Todo se llevó a cabo sin ningún contratiempo, hasta el punto de que hubiera podido entregarse con seguridad a la caza y la cetrería, si hubiera querido.

(30) El día decretado para la coronación, se dirigió a los anglos con las palabras convenientes el arzobispo de York, gran amante de la justicia, de edad ya madura, sabio, bondadoso, elocuente, preguntándoles si consentían en que él [el duque] fuera coronado como su rey. Manifestaron todos su gozoso asentimiento, sin la menor vacilación, como si desde el cielo hubieran recibido una sola mente y una sola voz. La voluntad de los anglos fue secundada con toda facilidad por los normandos, una vez que el obispo de Coutances les hubo hablado y preguntado su parecer. Pero, los que habían sido dispuestos alrededor del monasterio, armados y montados, para su custodia, al oír aquel enorme estrépito en una [lengua] desconocida, pensando que se trataba de algo siniestro, incendiaron imprudentemente los lugares cercanos a la ciudad. Así, consagró al rey electo el mismo arzobispo, querido igualmente por la santidad de su vida y por su fama inviolada, le impuso la corona real y lo colocó en el trono, con el consentimiento de los muchos obispos y abades, en la basílica de San Pedro apóstol, que se honraba con el sepulcro del rey Eduardo, en la sacrosanta solemnidad del nacimiento del Señor, en el año mil sesenta y seis de la Encarnación. Rechazó ser consagrado por Stigand de Canterbury, pues había sabido que había sido anatematizado por el justo celo apostólico. Y no eran las insignias reales menos adecuadas a su persona, que sus virtudes resultaban idóneas para el mando real. Sus hijos y nietos poseerán en justa sucesión la tierra inglesa, que él mismo posee, tanto por sucesión hereditaria, ratificada por los juramentos de los anglos, como por derecho de guerra. Fue coronado con el consentimiento de los mismos ingleses, más bien por el afán de los principales de este mismo pueblo. Y si se pregunta por la razón de la sangre, es de sobra conocido qué próxima consanguinidad unía al rey Eduardo y al hijo del duque Roberto, cuya tía, Emma, la hermana de Ricardo II, e hija del primero, fue madre de Eduardo. Una vez celebrada la coronación, no empezó a abandonarse en la ejecución de obras loables, como suele suceder tras un aumento de honor, sino que se volvió hacia las acciones honestas y extraordinarias con un nuevo y admirable ardor el dignísimo rey: porque este nombre adoptará gustoso nuestro escrito, ya abandonando el de duque. Se afanaba con celo en los asuntos seculares y divinos por igual; sin embargo, su corazón se inclinaba más bien hacia el rey de todos los reyes; pues precisamente a Él imputaba sus éxitos y sabía que contra Él ningún mortal puede disfrutar largo tiempo del poder o la vida; de Él esperaba una gloria interminable, cuando finalizara su gloria temporal. En consecuencia, sacó para distribuir largamente, como un tributo a este emperador, los tesoros que el erario del rey Harold encerraba avariciosamente.

(31) A esta tierra, fértil por su natural fecundidad, solían aportar una opulencia todavía mayor los comerciantes, a base de la riqueza que importaban. Enormes por su número, género y artificio, estos tesoros habían sido reunidos, ya para ser guardados por el vano placer de la avaricia, ya para ser consumidos por el torpe afán de lujo de los anglos. De ellos, una parte la cedió con magnificencia a los que lo habían ayudado a terminar la guerra; pero la mayor y más preciosa la distribuyó entre los pobres y monasterios de diversas provincias. A este afán

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de munificencia se añadió el no módico tributo que, de todas partes, cada una de las ciudades y personajes poderosos ofrecieron a su nuevo señor. A la iglesia romana de San Pedro le envió dinero en oro y plata, en mayor cantidad de la que resultaría creíble. Ornamentos que Bizancio consideraría del mayor valor, los puso en manos del papa Alejandro. También el famoso estandarte de Harold, que tenía tejida la imagen de un hombre armado en oro purísimo: con este botín correspondía en iguales términos al regalo que le había enviado a él mismo la benignidad apostólica; y a la vez, indicaba bellamente su triunfo sobre el tirano, cosa ampliamente deseada en Roma. Cuántos colegios de siervos de Cristo cantaron entonces himnos de gracia por el vencedor, al que antes habían ayudado con las armas de sus oraciones, lo mencionamos brevemente. En mil iglesias de Francia, Armórica, Borgoña, sin olvidar Auvernia, así como en otras regiones, será eternamente celebrada la memoria del rey Guillermo. La magnitud de sus beneficios, viviendo para siempre, no dejará que extinga el recuerdo del benefactor. Unas recibieron cruces de oro de enorme tamaño y bellísimamente ornadas con gemas; la mayoría, libras de oro o vasos del mismo metal; algunas, palios o cualquier otro objeto precioso. Espléndidamente habría adornado una basílica metropolitana el menor entre estos dones que alegró algún pequeño cenobio. Estas cosas y otras muchas escritas en este libro, querría anotarlas para que sirvieran de ejemplo o estímulo a duques y reyes.

(32) En verdad, los más bellos regalos fueron a Normandía de parte de su dulce hijo, piadoso padre, enviados con un apresuramiento dictado por el afecto, puesto que la crueldad del tiempo y el mar, ya entrado enero, era terrible. Pero el anuncio de su llegada, por cuya expectación había estado tensa y ansiosa, le resultó mil veces más caro. En efecto, no tan gratamente habría recibido cuanto Arabia pudiera dar de bello y suave. Jamás lució para ella un día más gozoso que cuando supo con certeza que su príncipe, el autor de su pacificación, era ya rey. Ciudades, castillos, villas, monasterios se regocijaban mucho por el vencedor, máximamente por el rey. Una cierta luz de insólita serenidad parecía haber surgido súbitamente en la provincia. Normandía, aunque se consideraba privada de su padre común, mientras carecía de su presencia, sin embargo se alegraba de su ausencia, más para que así gozase él de mayor poder, que esperando servirse de él como defensa y honor, dado ahora su mayor poderío. Pues tanto deseaba Normandía su realeza, como él el beneficio o el honor de Normandía. Ciertamente, era dudoso si su patria lo amaba más a él o él a su patria, del mismo modo que en otro tiempo era dudoso también acerca de César Augusto y el pueblo romano.

También tú, tierra de Inglaterra, lo habrías amado y tenido en la mayor estima y toda tú te hubieras postrado, gozosa, a sus pies, si no contaras con aquella imprudencia y temeridad tuyas, a fin de que pudieras discernir con mejor entendimiento qué tipo de hombre era aquel en cuyo poder habías caído. No prejuzgues, reconoce sin más su dignidad, y a cuantos señores tuviste, poco los considerarás si los comparas con él. La belleza de su honestidad te adornará con el más puro brillo. Supo por medio de su embajador el valerosísimo rey Pirro, que en Roma todos sus habitantes eran prácticamente como él mismo. Aquella ciudad, madre de los reyes del orbe, cabeza y señora de la tierra, se hubiera alegrado de haber engendrado al que va a gobernarte, de ser defendida por su brazo, gobernada por su sabiduría, de obedecer a su mando. Sus tropas normandas poseen Apulia, han derrotado Sicilia, luchan contra Constantinopla, inspiran miedo a los babilonios. A los más jóvenes de tus hijos, jóvenes y ancianos, el danés Canuto los hizo matar con excesiva crueldad, para someterte a él mismo y a sus hijos. Éste no quiso que Harold muriese. Es más, quiso aumentar el poder de su padre Godwin y, tal como había sido prometido, entregarle a su hija, por demás digna del tálamo de un emperador. Pero, si esto no te hace estar de acuerdo conmigo, por lo menos lo estarás en que quitó de tu cuello el soberbio y cruel yugo de Harold; acabó con el tirano abominable, que te oprimía con una esclavitud tan desastrosa como innoble. Y esto se considera un mérito grato y preclaro entre todos los pueblos. Mas los beneficios de la tan positiva dominación, por la que te verás exaltada, quedarán a continuación de manifiesto de algún modo y contra tu malevolencia. Vivirá, sí, vivirá durante largo tiempo el rey Guillermo también en nuestras

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páginas, que hemos pretendido escribir en un estilo sobrio, a fin de que muchos puedan entender estos hechos tan notables con toda nitidez. Precisamente, porque los más eximios oradores, que poseen la capacidad de hablar con gran gravedad, acaban por usar un estilo sencillo, cuando cultivan el género histórico.

(33) En Londres, tras su coronación, adoptó muchas disposiciones con prudencia, justicia y clemencia: algunas, para provecho y dignidad de la ciudad misma; otras, para beneficio de toda la nación; algunas, que velaran por las tierras eclesiásticas. Promulgó algunas leyes. Nadie le pidió en vano un juicio justo. Bajo la especie de vengar los crímenes, la iniquidad de los reyes esconde la mayoría de las veces su avaricia, entregando al suplicio a un inocente a fin de confiscar las posesiones del condenado. Él no sentenció a nadie, sino a quien fuera injusto perdonar; pues, así como tenía un espíritu libre de todo otro defecto, también lo estaba de la ambición. Había comprendido que era propio de la majestad regia el distinguirse por una ilustre munificencia y no recibir nada que desaconsejara la equidad.

También mostraba a sus nobles lo que era digno de sí y de su gravedad y con diligencia los encaminaba hacia la justicia. [Les aconsejaba] que habían de tener siempre en la mente al Emperador eterno, con cuya ayuda podrían vencer. Que no era en absoluto conveniente oprimir excesivamente a los vencidos, iguales a los vencedores en la fe cristiana; no fuera que con sus injurias incitasen a la rebelión a aquellos a los que justamente habían sometido. Además era conveniente no infligir deshonor a la tierra en la que había nacido y crecido, actuando torpemente en el extranjero. Pero a los caballeros de media nobleza y a los hombres de armas los mantuvo a raya con acertadísimos edictos. Las mujeres estaban protegidas de la violencia que a menudo les infligen los hombres encendidos por la lujuria. Incluso aquellos delitos que ocurren por consenso de las mujeres impúdicas quedaban prohibidos, a fin de evitar la infamia. Fue parco en conceder que los caballeros bebiesen en las tabernas, ya que la ebriedad suele generar lucha, y la lucha, homicidio. Prohibió las sediciones, el asesinato y todo tipo de rapiña; del mismo modo que contuvo a los pueblos con las armas, a éstas las contuvo con las leyes. Se constituyeron jueces que atemorizaran a la masa de los caballeros y, a la vez, se decretaron graves penas contra los delincuentes: y no permitía más libertades a los normandos que a los bretones o a los aquitanos. Nos proponen para la imitación a Escipión y a otros antiguos jefes que escribieron acerca de la disciplina militar. Sin duda es fácil tomar del ejército del rey Guillermo ejemplos tan o más laudables. Pero démonos prisa en hablar de otra cosa, no retrasemos más el relato de su memorable regreso, que Normandía esperaba ansiosamente.

A los tributos y a todas las cargas que habían de ser entregadas al fisco real, les impuso un canon que no resultase gravoso. Rechazó dentro de sus límites todo tipo de latrocinios, ataques y fechorías. Ordenó que todos los puertos y caminos estuvieran abiertos a los comerciantes y que no recibieran ninguna injuria. No aprobaba en absoluto el pontificado de Stigand, pues lo sabía no canónico; pero creía mejor esperar la sentencia apostólica que precipitarse a deponerlo. También lo persuadían otras razones, de la conveniencia de mantener relaciones con él y tratarlo honoríficamente, pues su autoridad era enorme entre los anglos. Pensaba colocar en la sede metropolitana a un hombre santo por su vida, querido por su fama, poderoso por su elocuencia en la palabra divina, que ofreciera un modelo correcto a los obispos sufragáneos, estuviera al frente del rebaño del Señor y deseara servir a todos con un celo vigilante. Asimismo, reflexionaba acerca del ordenamiento de las otras iglesias. Sin duda, fueron del todo positivos los inicios de su reinado.

(34) Tras salir de Londres, se detuvo algunos días en la vecina Barking, mientras se concluían unas fortificaciones en la ciudad contra la veleidad de un pueblo numeroso y fiero. Pues ante todo se había dado cuenta que era sumamente necesario contener a los habitantes de Londres. Allí acuden a su encuentro para rendirle homenaje Edwin y Morkere, casi los más poderosos entre los anglos por su estirpe y su poder e hijos del famosísimo Aelfgar: suplican su perdón, si de algún modo se le han opuesto y se entregan a su clemencia a sí mismos y

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todos sus bienes. Del mismo modo actúan otros muchos anglos nobles y opulentos. Entre éstos estaba el conde Copsi, quien, según sabemos, agradó al rey y a todos los mayores nobles normandos a causa de su singular fortaleza y probidad. El rey recibió de buen grado sus juramentos, tal como ellos pidieron, y les concedió liberalmente su gracia, restituyéndoles todo lo que poseían y tratándolos con gran honor.

(35) Avanzando desde allí, se dirigió a las diversas regiones del reino, ordenando en todas partes lo que fuera útil para sí mismo y para los habitantes del país. Por donde él pasaba, nadie se mantenía en armas. Sin que nadie le impidiese el paso, en todas partes corren a su encuentro, para sometérsele o entrevistarse con él. Él los mira a todos con clemencia y más aún al pueblo llano. A menudo asomó a su rostro la misericordia de su espíritu; tuvo muchas veces piedad a la vista de suplicantes o pobres, al oír a las madres dirigirle sus ruegos acompañadas de sus hijos, mediante la voz y los gestos. A Aetheling, al que, tras la ruina de Harold, los anglos habían intentado coronar rey, lo enriqueció con amplias tierras y lo contó entre sus vasallos más queridos, pues pertenecía a la estirpe de Eduardo y, por otra parte, a fin de que su edad juvenil no se lamentara demasiado de no poseer el honor para el que había sido elegido. Por don de su liberalidad, muchos anglos recibieron lo que no habían obtenido de sus padres o anteriores señores. Como guarnición de los castillos, colocó a guerreros valerosos, traídos de las Galias, en cuya fidelidad confiaba tanto como en su valor y a los que dotó de multitud de infantes y caballeros. Entre ellos mismos distribuyó opulentos beneficios, para que, con esto, tolerasen con mejor ánimo trabajos y peligros. Sin embargo, a ningún francés se le dio algo que hubiera sido arrebatado injustamente a cualquier inglés.

(36) La ciudad de Winchester es noble y valerosa. Tiene ciudadanos y vecinos ricos, infieles y audaces. Puede recibir rápidamente el auxilio de los daneses. Dista catorce mil pasos del mar que separa a los anglos de los daneses. También dentro de los muros de esta ciudad hizo construir una fortificación. Allí dejó a Guillermo Fitz-Osbern, que ocupaba el lugar principal de su ejército, para que entretanto gobernara en su nombre toda la zona norte del reino. A éste, entre todos los normandos; lo había visto conservar hacia su persona la mayor fidelidad, como un padre, tanto en la paz como en la guerra; asimismo, ser excelente por su valor y por su consejo en los asuntos internos y militares; y ello sin olvidar su mucha devoción sincera hacia el Rey del cielo. Sabía que éste era muy querido para los normandos; para los ingleses, objeto del mayor terror. A éste, desde la niñez de ambos, lo había amado y ensalzado en Normandía, por encima de sus demás familiares.

(37) El castillo de Dover lo cedió a Eudes, su hermano, con la región del sur, cuyo antiguo nombre es Kent y está cerca de la Galia, hacia la cual se orienta; su población, de carácter menos feroz, acostumbra a comerciar con los belgas. Cuentan también antiguas páginas de la historia que esta región marítima la poseyeron en otro tiempo los galos, a quienes, aunque habían hecho la travesía hasta allí, llevados por el deseo de botín y guerra, quedaron complacidos por sus fértiles campos. Aquel Eudes, obispo de Bayeux, tenía fama de ser capaz de llevar adelante, de la mejor manera posible, tanto asuntos eclesiásticos como seculares. Su bondad y prudencia las atestigua sobre todo la iglesia de Bayeux, a la que él, con ardiente celo, ordenó y embelleció; pues si bien era aún joven por su edad, sin embargo aventajaba a los ancianos por la madurez de su espíritu. Tiempo después fue útil a toda Normandía y la llenó de honor. En los sínodos, donde se trataba del culto a Cristo, o en los debates, donde se discutía sobre asuntos del siglo, de igual modo resplandecía por su inteligencia que por su elocuencia. En liberalidad no tuvo otro igual Francia, según convino la opinión pública. Y no menos alabanzas mereció por su amor a la equidad. En cuanto a las armas, jamás las empuñó ni quiso que se empuñaran: sin embargo, era temible para los hombres de guerra. Pues, cuando la necesidad lo exigía, colaboraba en la guerra con su utilísimo consejo, en la medida en que podía hacerlo, sin ultrapasar los límites que le imponía su ordenación religiosa. Al rey, del que era hermano uterino, al que rodeaba de un amor tan profundo que ni en la guerra quería separarse de él y del que había recibido y esperaba grandes honores, le fue exclusiva y constantemente fiel. De grado le prestaban obediencia,

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como al más venerado señor, normandos y bretones. Y no fueron los ingleses tan bárbaros que no comprendieran fácilmente que él era el obispo, el jefe, al que justificadamente habían de temer, venerar y también amar.

(38) El rey, tras haber confiado de este modo el gobierno del reino, se dirigió a Pevensey, cuyo nombre creemos que ha de ser colocado entre los célebres, puesto que en este puerto fue donde alcanzó por primera vez la costa inglesa. Las naves aguardaban allí, con todos los equipamientos para hacer la travesía: habían sido adornadas, como resultaba lo más apropiado, con velas blancas, según la costumbre antigua. Pues habían de regresar llevando el más glorioso triunfo y anunciar la más deseada alegría.

Se reunieron allí mismo muchos caballeros ingleses. Entre éstos, había decidido llevarse consigo principalmente a aquellos, de cuya fidelidad y poder sospechaba: al arzobispo Stigand; a Aetheling, pariente del rey Eduardo; a los tres condes, Edwin, Morkere y Waltheof; y también a otros muchos de la alta nobleza: así pretendía que no pudieran intentar nada aprovechando su marcha, sino que se quitara a aquel pueblo la posibilidad de rebelarse, al despojarlo de sus cabecillas. Por último, creía que había de tener cautelosamente en su poder, como rehenes, principalmente a aquellos cuya autoridad o salvaguarda fuesen del mayor provecho a sus allegados y compatriotas. Y de tal modo habían quedado sometidos, que cumplían sus mandatos con toda obediencia: pues, si él prefería pedir alguna cosa, ellos lo interpretaban como una orden; por otra parte, como no se los llevaba en calidad de prisioneros, sino que acompañaban a su señor y rey en su séquito personal, estaban dispuestos a considerarlo una gran prueba de favor y honra. Además, se daban cuenta de su humanidad, de la que podían esperar los mayores bienes y no temer ninguna crueldad o injusticia. En cuanto a los caballeros que se repatriaban, de cuya fiel ayuda se había servido en tan importantes asuntos, les concedió dones con largueza en el mismo puerto, a fin de que se alegrasen todos de haber percibido con él el óptimo fruto de la victoria.

Así, tras soltar amarras entre la alegría de todos, navegan hacia su tierra natal con viento y marea favorables. Esta travesía pacificó el mar durante mucho tiempo, al hacer huir lejos a todos los piratas. La rapidez hizo mucho más admirable el éxito de una empresa, que con razón es admirada por cuantos la conocen. Precisamente, alrededor de las calendas de octubre, el día en que la Iglesia celebra la memoria del arcángel Miguel, había partido hacia tierra enemiga, dudando del resultado que iba a conseguir; el mes de marzo volvió al seno de su patria, después de haber concluido la empresa mejor de lo que pueden narrar nuestros escritos.

(39) Julio César, que por dos veces hizo la travesía hasta la misma Britania con mil naves (pues el antiguo nombre de Inglaterra es Britania), no llevó tan grandes hechos la primera vez, ni se atrevió a avanzar muy lejos desde la costa, ni permanecer en ella durante mucho tiempo, aunque había construido un campamento fortificado a la manera romana. Llegó al fin del estío y volvió poco antes del siguiente equinoccio. Un gran miedo turbó a sus legiones, cuando las naves fueron, en parte, destrozadas por la marea y el oleaje del mar y, en parte, inutilizadas para la navegación por haber perdido los aparejos. Algunas ciudades, dado que preferían vivir en paz que tener por enemigo al pueblo romano, cuyo renombre era temible entre todos los pueblos, le entregaron rehenes. Pero todas, excepto dos, descuidaron enviar al continente los rehenes que él había ordenado, aunque sabían que pasaba el invierno en Bélgica con un enorme ejército. La segunda vez transportó soldados romanos de infantería y caballería en número casi de cien mil, con muchos jefes de las ciudades galas, acompañados de sus correspondientes cuerpos de caballería. Por tanto, ¿qué llevó a cabo él, que fuera digno de las alabanzas a que se hizo acreedor el protagonista de nuestra historia?

(40) La caballería y los carros de combate britanos le infligieron no pequeña derrota, luchando contra él en un lugar llano con la mayor audacia; en cambio, los ingleses, aterrorizados, aguardaron a Guillermo protegidos por la elevación de un monte. Los britanos atacaron a César muchas veces; Guillermo destrozó a los anglos en un sólo día, hasta tal punto

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que nunca más después tuvieron la audacia de enfrentársele. Cuando este general llegó al río Támesis, conduciendo su ejército hasta el territorio de Casivelauno, que dirigía la resistencia contra él, en la orilla opuesta le esperaban los enemigos en orden de batalla: con grandísima dificultad lo atravesaron por un vado los soldados romanos, que pasaron con sólo la cabeza fuera del agua; en cambio, al llegar a la misma región el duque de Normandía, le salieron al encuentro ciudades y municipios suplicando su clemencia: y si se le hubiese antojado ordenarles construir un puente para que sus soldados cruzasen el río, sin tardanza lo hubieran construido. César, para incendiar y saquear los campos, dispersó su caballería, a la que Casivelauno impedía extenderse mucho, a base de lanzar contra ella a guerreros expertos en combatir desde los carros. Guillermo, dando órdenes pacíficas a los habitantes, conservó para sí una tierra que hubiera podido devastar total y rápidamente, así como a su población. César defendió del ataque de Casivelauno a Mandubracio y su ciudad, cuyo mando cedió de nuevo a éste mismo; Guillermo liberó para siempre a todo el país de la tiranía de Harold y él mismo obtuvo el trono: de modo que gobernó él solo sobre las regiones que antes habían estado sometidas a muchos reyes. Los romanos capturaron a Cingétorix entre todos los príncipes de Britania; los normandos hubieran hecho prisioneros a mil nobles del mismo país, si Guillermo lo hubiera querido. Tantos actos llevaron a cabo los romanos en estas tierras durante el verano, como los normandos en invierno: y es de sobra conocido que el invierno es menos apropiado que el verano para la guerra. A César le era suficiente, para conseguir gloria o provecho, el combatir contra los britanos como contra los galos, a base de dirigir la guerra: en efecto, rara vez combatió personalmente. Ésta fue la costumbre de muchos jefes de la antigüedad: lo atestiguaron los Comentarios, dictados por su propia elocuencia. Pero a Guillermo le pareció deshonroso y poco útil el desempeñar el papel de general en aquel enfrentamiento en el que derrotó a los anglos, si no jugaba también el papel de soldado, como había acostumbrado a hacer en otras guerras: pues en toda batalla donde estaba presente, solía luchar en primera línea o entre los primeros con su propia espada. Si se examinan atentamente los hechos de aquel romano y de nuestro príncipe, con razón se calificará a aquél de temerario y excesivamente confiado en la fortuna; a éste, de hombre perfectamente prudente, que más bien gracias a su excelente buen sentido que al azar, llevó a buen término su empresa.

Por último, César, tras haber recibido la rendición de algunas ciudades y rehenes entregados por Casivelauno, así como de fijar algunos tributos, que cada año debía pagar Britania al pueblo romano, volvió a llevar su ejército a Bélgica en dos penosas travesías, puesto que las naves habían debido ser reparadas y eran menos de las que él había traído, debido a los daños que la tempestad le había causado. Guillermo no sufrió en absoluto contratiempos de este tipo. Si él lo hubiera ordenado, aquel mismo pueblo le habría ofrecido naves nuevas en la cantidad y modo que él hubiera querido, decoradas además con metales preciosos, adornados con velas de púrpura, equipadas con expertos remeros y escogidos timoneles. Con cuánta gloria regresó, no trayendo consigo, como los romanos, a gentes del pueblo; sino teniendo en su séquito y a su servicio al primado de los obispos de toda Britania, a grandes abades de los monasterios del otro lado del mar y a los hijos de los ingleses, dignos de ser llamados reyes, tanto por su estirpe como por la dignidad de sus obras. Recibió no un pequeño tributo, ni el producto de sus rapiñas, sino tanto oro y plata como apenas hubiera podido reunirse tras el sometimiento de las tres Galias y que había recibido con toda legitimidad: y pensaba emplearlo donde las más honestas razones lo exigieran. En abundancia de metal precioso aquella tierra sobrepasa con mucho a la Galia. Y, del mismo modo que parece merecer el nombre de granero de Ceres por su abundancia de trigo, también habría que llamarla tesoro de Arabia por su riqueza en oro. En cuanto a la mención de Julio César, que quizá será considerada como una digresión, concluiremos ya. Fue un eximio general, instruido por la lectura en los preceptos militares de los griegos, que desde su adolescencia sirvió con honor en la milicia romana y que consiguió por su valor el consulado de la ciudad. Feliz y rápidamente concluyó muchas guerras contra pueblos belicosos y al fin de su vida convirtió

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en su propio reino, por la fuerza de las armas, a Roma, señora a su vez de África, Europa y Asia.

(41) Nunca Italia corrió al encuentro de Tito, hijo de Vespasiano, que, por su ardiente inclinación por la rectitud, mereció ser llamado «amado del mundo», con más alegría que Normandía salió a recibir a su príncipe, el rey Guillermo. Era invierno, y aquella época en que se observa el rigor de la penitencia cuaresmal. No obstante, en todas partes reinaba el mismo ambiente que durante la época de las más grandes festividades. El sol brillaba como en el verano, mucho más intensamente de lo normal en aquella época. Los habitantes de las poblaciones menores o más remotas confluían a las ciudades u otros lugares donde se les presentara la ocasión de ver al rey. Al entrar en Rouen, su capital, ancianos, niños, matronas y todos los ciudadanos avanzaron para verlo: saludaban entre aclamaciones su regreso, hasta el punto de que la ciudad entera parecía aplaudir, tal como en otro tiempo Roma vibró de gozo aplaudiendo a su querido Pompeyo. Competían el clero regular y el secular por ver quién demostraba más complacencia ante la llegada de su amadísimo protector. No faltó nada de lo que suele hacerse cuando se pone tanto empeño en honrar (a algún personaje). Además, si llegaban a imaginar alguna nueva (forma de homenaje), se ponía en práctica también.

(42) Él mismo recompensó estas pruebas de afecto otorgando allí mismo múltiples riquezas a los altares y siervos de Cristo, tales como colgaduras, libras de oro y otros valiosos presentes. Jamás conocimos mayor largueza en un rey o emperador en conceder ofrendas. Asimismo, aquellas iglesias que no pudo visitar con su propia presencia, las visitó de nuevo con sus dones. A la iglesia de Caen, construida de modo admirable por su estructura y su belleza y enteramente financiada por él a la memoria de San Esteban protomártir, como antes dijimos, ordenó llevar entonces diversos presentes, tan preciosos por su materia y su artificio, que merecerían ser admirados hasta el fin de los siglos. Sería farragoso enumerarlos uno por uno con sus correspondientes descripciones y nombres. Los ilustres visitantes los contemplan con placer, e incluso aquellos que han admirado los tesoros de las más nobles iglesias. Si pasara por allí un huésped griego o árabe, experimentaría el mismo agradable sentimiento. Las mujeres inglesas se distinguen en gran medida por sus trabajos con la aguja y los tejidos con hilo de oro; los hombres son famosos en toda clase de arte. Además, los germanos, los más hábiles en tales artes, solían habitar con ellos. Por otra parte, los comerciantes, que navegan hacia regiones lejanas, les llevan también los productos de hábiles manos.

Algunos poderosos son mezquinos en sus donaciones a los santos, y la mayoría aumentan con estas mismas su fama en el mundo, mientras aumentan también sus delitos ante Dios. Despojan unas iglesias y con estas mismas rapiñas enriquecen otras. Pero el rey Guillermo nunca se procuró su bien fundada fama sino con bondad, dando de lo realmente suyo y dirigiendo su espíritu a la esperanza en la recompensa que no tiene fin, no en la gloria que está destinada a desaparecer. Numerosas iglesias del otro lado del mar le entregaron de buen grado algunos dones, que él hizo llegar a Francia a base de dar a cambio de ellos otros objetos por mucho más valor.

(43) Su patria, no menos cara para él que para su reino, principalmente a causa de la bondad de su pueblo, al que sabía fiel a sus príncipes terrenos y completamente entregado al culto de Cristo, la halló en el estado que deseaba. En efecto, perfectamente la había gobernado nuestra señora, Matilde, ya comúnmente llamada reina, aunque todavía no había sido coronada. Sirvieron de ayuda a su prudencia los hombres más útiles por su consejo, entre los cuales tenía el lugar de mayor dignidad Roger de Beaumont, hijo del nobilísimo Onfroi, más apropiado por la madurez de su edad para administrar los asuntos internos, tras haber dejado la vida militar a su joven hijo, sobre cuyo valor en el combate contra Harold, hemos hablado brevemente. Pero el hecho de que los pueblos vecinos no se atrevieran a efectuar ninguna incursión, sabiendo que el territorio estaba casi vacío de defensas, lo atribuimos principalmente al rey mismo, cuyo regresó temían.

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(44) En el monasterio de la Santa Trinidad de Fécamp celebró la Pascua del Señor, honrando con la mayor reverencia al Redentor en la fiesta de su resurrección, con la asistencia de venerables obispos y abades. Al estar él presente con humildad entre los religiosos, obligó a los caballeros y al pueblo a suspender los entretenimientos y a concurrir al oficio divino. Se hallaba presente en la corte el padrastro del rey de Francia, el poderosísimo conde Raúl y muchos nobles de Francia. Éstos, junto a los normandos, miraban con curiosidad a los hijos de las regiones del norte y sus largos cabellos: los más hermosos jóvenes de la «Galia de abundante cabellera» hubieran envidiado su belleza. Pues en nada cedían a la de las muchachas. Mas al ver las ropas del rey su séquito, entretejidas e incrustadas de oro, todo lo que habían visto antes les pareció vil. Asimismo, admiraban los vasos de plata u oro, acerca de cuyo número o belleza podrían explicarse cosas increíbles sin faltar a la verdad. En el inmenso comedor se bebía sólo en estas copas o en cuernos de bubalo80, decorados con este mismo metal en cada uno de los dos extremos. En fin, advertían muchos detalles de este tipo, propios de la generosidad real, para explicarlos de regreso a sus hogares a causa de su novedad. Con todo, mucho más insigne y memorable que todo esto, conocieron la nobleza del propio rey.

(45) Aquel verano, el otoño y parte del invierno los pasó a este lado del mar, consagrando todo este tiempo a su querida patria; y ella, ni por esta estancia ni por la expedición del año anterior, se quejaba de que hubieran disminuido sus riquezas. Así fueron su moderación y prudencia: al proveer en abundancia a los caballeros y huéspedes, a nadie le daba ocasión de robar nada. Los rebaños de los lugareños, ya fueran de vacas u ovejas, pacían con toda seguridad por los campos o los yermos. Las mieses esperaban, intactas, la hoz del segador, sin que las destruyera el orgulloso paso de los caballos o las devastara el saqueador. Cualquiera, ya fuera débil o desarmado, podía cabalgar cantando por donde quisiera: aunque viera las tropas de caballeros, no les tenía miedo.

(46) Entretanto, Eudes, obispo de Bayeux, y Guillermo Fitz-Osbern administraban sus territorios en el reino, uno y otro de forma admirable: a veces actuaban de acuerdo; otras, de modo diverso. Si alguna vez lo exigía la necesidad, con rapidez se ayudaban mutuamente. Gracias a la voluntad amistosa que sinceramente compartían, la prudente vigilancia de ambos quedó multiplicada. Se profesaban un mutuo afecto e igualmente con respecto al rey; ardían con un celo similar en deseos de mantener en paz al pueblo cristiano, y ecuánimemente estaban de acuerdo con los respectivos pareceres. Actuaban con la mayor justicia, tal como el rey les había aconsejado, para que aquellos hombres fieros y hostiles se corrigieran y suavizaran. Del mismo modo, los gobernadores subalternos, en las plazas donde habían sido destacados, se mantenían en una vigilante firmeza. Pero los ingleses, ni mediante los beneficios o el temor podían ser forzados a preferir una paz tranquila a las turbulentas revueltas. A levantarse en armas abiertamente, no se atrevían, pero en las distintas regiones por separado, traman perversas conspiraciones, si se les presenta la posibilidad de causar algún mal mediante cualquier astucia. Envían mensajes a los daneses o a otros pueblos, de los que esperan algún auxilio. Algunos huyen lejos al exilio, para verse libres de los normandos con su propio destierro, o bien para volver contra ellos, tras haber aumentado sus fuerzas con ayuda extranjera.

(47) En aquellos días Eustache, conde de Boulogne, se oponía al rey, a pesar de haberle entregado a su hijo como rehén en Normandía antes de la guerra como garantía de fidelidad. Sobre todo fueron los habitantes de Kent quienes le persuadieron de que invadiera el castillo de Dover, contando con su propia ayuda. Precisamente, si se apoderaba de este lugar tan fortificado, con su puerto marino, en gran medida aumentaría su poderío: y así disminuiría el de los normandos. En efecto, dado su odio contra los normandos, llegaron a un pacto con Eustache, que anteriormente era su mayor enemigo. Sabían por experiencia que era hábil en el arte de la guerra y afortunado en el combate. Si había que someterse a alguien que

80 Especie de antílope de gran tamaño, propio del norte de África. Animal semejante al búfalo. (N. del T. )

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no fuera un compatriota, preferían someterse a alguien conocido y vecino suyo. Sucedió que la ocasión les prometió el éxito en la operación que planeaban.

Habían cruzado el río Támesis los principales responsables de la plaza, el obispo de Bayeux y Hugo de Montfort, que habían llevado consigo la mayor parte de los caballeros. Por consiguiente, Eustache, tras recibir el aviso de los ingleses, navegó hacia ellos con los suyos durante la primera parte de la noche, para sorprender desprevenidos a los castellanos. Capitaneaba una flota formada por caballeros escogidos, que habían dejado sus caballos, excepto un número muy reducido. Todos los territorios de alrededor se habían alzado en armas y su número se hubiera incrementado más aún con fuerzas procedentes de puntos más alejados, si el asedio hubiera durado dos días. Pero hallaron una guarnición menos débil de lo que suponían y más preparada para la defensa de lo que temían. Les posibilitaron la huida la velocidad de un caballo, el conocimiento del camino y una nave bien dispuesta. Pero un nobilísimo joven, sobrino de aquél (Eustache), fue hecho prisionero. Los ingleses, por muchos senderos escondidos, escaparon tanto más fácilmente, cuanto menos convenía al escaso número de los castellanos el dispersarse en su persecución. Con razón este deshonroso fracaso y perjuicio cayeron sobre Eustache. En efecto, si yo expusiera los motivos de su querella, podría convencer totalmente (a cualquiera) de que fue con toda justicia y razón que perdió el favor del rey, así como los beneficios que, a título de don, le había otorgado. Y no fue equivocada la sentencia, dictada por consenso entre los ingleses y franceses, por la que fue declarado culpable de alta traición. Pero pensamos que hay que tener consideración por un personaje tan ilustre, un conde tan distinguido, que, reconciliado ahora con el rey, es honrado entre sus más allegados.

(48) Hacia la misma época, el conde Copsi, que, según dijimos, había complacido a los normandos, pereció víctima de una muerte inmerecida y que conviene difundir. Así pues, a fin de que su alabanza sobreviva y su ejemplo sirva para hacer surgir la virtud que le caracterizaba en las generaciones venideras, es necesario ponerla por escrito. Este inglés, muy noble a la vez por su linaje y poder, sobresalía principalmente por su ánimo, singularmente prudente y del todo honorable. Él aprobaba completamente la causa del rey y a éste mismo. Pero sus vasallos no estaban de acuerdo con él y eran los peores instigadores y cómplices de las facciones (hostiles). Por ello intentaban apartarlo de su deber, a menudo aconsejándole acerca de su honor personal, como por amistad, que defendiera la libertad legada por sus antepasados; a veces rogándole y conjurándole, como por el favor de la nación, que abandonase el partido de los extranjeros y siguiera la voluntad de los mejores de la nación y los lazos de sangre. Con muy variados y hábiles argumentos, le hacían frecuentemente tales sugerencias y otras de este tenor. Pero cuando no pudieron hacer vacilar su ánimo, tan firmemente resuelto, hicieron surgir entre los hombres de la provincia un malestar para cuya pacificación le fuera necesario abandonar al rey. Al fin, mientras crecía su odio día a día, como él prefería que continuara la malevolencia popular y todas las injurias (que le inferían), antes que violar su fidelidad, le tendieron una emboscada y lo asesinaron. Así, este hombre eximio ratificó con su muerte la legitimidad de la soberanía de su señor.

(49) Ciertos pontífices se afanaban con gran celo por servir al rey, sobre todo Ealdred, primado de York...

(Falta el resto del texto en el manuscrito)

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