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* Leandro Lillo Aguilera es Licenciado en Historia de la Universidad de Chile. Contacto: [email protected] Agustín. El tiempo y la palabra. Por Leandro Lillo Aguilera* 2010 Revista Electrónica Historias del Orbis Terrarum Edición y Revisión por la Comisión Editorial de Estudios Medievales Núm. 04, Santiago http://www.orbisterrarum.cl RESUMEN: El contexto en que se escribe la Ciudad de Dios es uno de los elementos más significativos para su comprensión. Agustín, como buen cristiano, transformará la Historia de su pueblo en Historia Universal, como en el pasado hicieron los judíos al redactar el Antiguo Testamento. Por ello, la trascendencia sólo se logrará perteneciendo al selecto rebaño divino, con proyección más allá de esta vida. Pero aquella salvación no se logrará sin intervención providencial. El concepto de ‘predestinación’ resultará fundamental. La idea de Historia en la Ciudad de Dios contra los paganos, es exponente y precursora a la vez de la denominada filosofía cristiana de la Historia, estableciendo seis edades distintas entre el punto alfa y el omega.

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* Leandro Lillo Aguilera es Licenciado en Historia de la Universidad de Chile. Contacto: [email protected]

Agustín.

El tiempo y la palabra.

Por Leandro Lillo Aguilera*

2010

Revista Electrónica Historias del Orbis Terrarum Edición y Revisión por la Comisión Editorial de Estudios Medievales Núm. 04, Santiago http://www.orbisterrarum.cl

RESUMEN:

El contexto en que se escribe la Ciudad de Dios es uno de los elementos más significativos para su comprensión. Agustín, como buen cristiano, transformará la Historia de su pueblo en Historia Universal, como en el pasado hicieron los judíos al redactar el Antiguo Testamento. Por ello, la trascendencia sólo se logrará perteneciendo al selecto rebaño divino, con proyección más allá de esta vida. Pero aquella salvación no se logrará sin intervención providencial. El concepto de ‘predestinación’ resultará fundamental. La idea de Historia en la Ciudad de Dios contra los paganos, es exponente y precursora a la vez de la denominada filosofía cristiana de la Historia, estableciendo seis edades distintas entre el punto alfa y el omega.

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AGUSTÍN. EL TIEMPO Y LA PALABRA

Por Leandro Lillo Aguilera

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Agustín. El tiempo y la Palabra

No bien había amanecido en la ciudad de Hipona cuando Aurelius Augustinus dejó aquel objeto

sobre una mesa y se aproximó inquieto hacia la ventana. Ésta, ubicada justo frente al lejano mar, le

hubiese permitido, quizá en un día despejado, extender – cuando mucho – la mirada por un centenar de

kilómetros más allá de la línea de playa. Tras el mar, el horizonte yacía como siempre limpio, pero

igualmente inescrutable con respecto a lo que ocurría allende el Mare Nostrum, en la capital imperial.

Estando en la calle Aurelius Augustinus entonces, volvió tras sus pasos para dirigirse a donde

esperaba encontrarse con gran parte de la ciudad, su Basílica de la Paz. No hacían falta más palabras

que las palabras, no hacía falta más nada que un caluroso sermón que reconfortara los espíritus de los

presentes. Varios, pareciéronle ser caras nuevas, quizá le engañaban sus ojos, pero qué importaba a

estas alturas, era tarde y debía comenzar:

«Horribles noticias – dijo esperando luego de estas dos palabras oír el eco de su voz antes de

proseguir – nos han llegado de mortandades, incendios, saqueos, asesinatos y otras muchas enormidades

cometidas en aquella ciudad. No podemos negarlo: infaustas nuevas hemos oído, gimiendo de angustia y

pena, y llorando frecuentemente sin podernos aliviar. No cierro los ojos a los hechos: el correo nos ha

traído muchas cosas y reconozco que se han cometido innumerables barbaridades en Roma»1

Era 24 de agosto en la ciudad capital cuando, por la puerta Salaria, los guerreros de Alarico

entraron a ésta saqueándola a hierro y fuego. Aquel golpe haría tambalear no sólo la

institucionalidad romana, sino también las conciencias de todos los habitantes del Imperio Romano

de Occidente. Probablemente, ninguno de los ciudadanos del Imperio que tuvo noticias de lo

acontecido y que concibiese como común su destino con el de la romanidad occidental, se sintió

inmune a las noticias y no recibió aquellas informaciones como una desgracia que unía en una

misma suerte a todo Occidente. Ya sea que estuviese en la misma ciudad de Roma o en las

inmediaciones de la península de los Apeninos, o bien, en las costas mediterráneas de África,

muchos de los ‘romanos’ siguieron con espanto las informaciones provenientes de la Península, las

.

A varios metros de la basílica, sobre una mesa, en la habitación que ya temprano había

abandonado, yacía – abierta y leída – una carta con inquietantes noticias que hablaban acerca de lo

ocurrido a varios cientos de kilómetros de Hipona, en Roma, hacía ya varios días.

1 San Agustín de Hipona, “Sermón sobre la caída de Roma (Sermo de Urbis excidio)”, En: San Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios (1ª parte – volumen XVI de la colección “Obras de San Agustín”), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1978 (Edición bilingüe traducida del texto latino original de los Benedictinos de San Mauro por Santos Santamarta del Río y Miguel Fuertes Lanero), pág. 7.

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que seguramente crearon y recrearon una y otra vez los sucesos acontecidos lejanos días atrás en la

capital del Imperio aquel año de 410.

A pesar de lo señalado, difícil me resultaría entender cabalmente los profundos y complejos

procesos mentales desarrollados por los testigos – oculares o no – de lo acaecido en Roma aquel

año de 410, sobre todo, los de aquellos que, sin sorpresa pero con notoria inquietud, creyeron estar

viviendo los tiempos que ya los profetas, los apóstoles, y Dios mismo, les habían anticipado.

Por medio del presente texto, intentaré comprender y explicar la obra de un hombre no sólo

contemporáneo a estos aciagos acontecimientos, sino uno cuya vida y obra – como la de tantos

otros del siglo V – variaría para siempre luego de aquella fecha: el obispo de Hipona, San Agustín.

Aquello se reflejará en una de sus más importantes obras (si no la más), titulada en latín De Civitate

Dei contra paganos. Esta obra – es necesario advertir – es en primer lugar una reflexión que

podríamos considerar como relativa a la filosofía de la Historia (de hecho, Agustín de Hipona es el

fundador de la denominada ‘Filosofía cristiana de la Historia’) pero también una obra

historiográfica que centró su atención en Roma y el Mundo (Urbi et Orbis).

A partir de la lectura de algunos de sus pasajes, intentaré (más allá de lo ‘tibia’ que pueda

sonar esta palabra) encontrar a Agustín, al hombre de carne y hueso que escribió (entre el año 413 y

el 426)2

Encontrándose en la ciudad de Milán, y más específicamente entre la feligresía que asistía a las

celebraciones litúrgicas del obispo, y posterior santo, Ambrosio, hombre al que siempre admiraría;

Aurelius Augustinus creyó ver en sí mismo la finalización de un proceso que comenzara varios años

antes, en África… su conversión al cristianismo. Al volver por la tarde al lugar en donde se

hospedaba, la primera persona en enterar de la noticia fue su madre, Mónica – quien más tarde,

como su hijo, sería también canonizada por la Iglesia Católica – la mujer que le había enseñado,

aún pequeño Aurelius Augustinus, los principios esenciales de la religión que habría de abrazar, sin

jamás arrepentirse, por el resto de su vida. Desde ese día el maniqueísmo y el escepticismo

sobre el pasado, el presente y el futuro – otra vez – de Roma y el Mundo. Aquél que por

medio de una obra, a ratos profundamente personal, entregó todo de sí para tratar de, por una parte,

combatir las ideas paganas que asociaban al cristianismo con la crisis romana vivida en aquella

época y, por otra, aventurarse en los misterios de Dios.

2 Los tres primeros libros, de un total de 22 de que consta La Ciudad de Dios, aparecieron en el año 413, el cuarto y el quinto en 415, dos años más tarde del sexto al undécimo. Hacia 420 ven la luz del decimosegundo al decimoséptimo. Aproximadamente en 425 el decimoctavo libro de la colección aparece, mientras que el año siguiente se completaría la entrega con los últimos cuatro libros.

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quedarían definitivamente descartados. Pero, ¿dudó, en aquel momento, en tomar ese camino

Aurelius Augustinus?

El contexto en el cual Agustín de Hipona escribe su Ciudad de Dios resulta ser uno de los

elementos más significativos para la comprensión de su obra, para alguien que intenta analizar su

texto más de mil quinientos años en el futuro. Pero al referirme a la palabra contexto, no sólo lo

hago en el sentido de la datación de la obra de Agustín (que como he señalado antes, sus veintidós

libros fueron redactados entre los años 413 y 426), sino que además se debe considerar el lugar

espacial preciso en el que la obra fue concebida, desde lo general (como el hecho de vivir en una

entidad territorial denominada Imperio Romano de Occidente) a lo particular (el residir en un

enclave romano en el septentrión africano). Pero también, a este respecto, podemos pensar en la

angustia de la lejanía, en la larga espera de las comunicaciones que informaban sobre las noticias

de Roma y otros puntos del Imperio, que no sólo sufriría el habitante del África boreal, sino un

ciudadano romano cualquiera en Mediolanum, Lutetia, Gades o Londinam. Ante esto, una pregunta

asalta mi mente… ¿sería igual la Ciudad de Dios escrita por Agustín en Hipona si la hubiese

desarrollado en la misma capital imperial, Roma? De seguro que no. Como no invitar a estas

páginas al historiador francés Georges Duby (Diálogo sobre la Historia) e oírle decir: «una vez

estoy más convencido de que, en el fondo, la historia es el sueño de un historiador – y este sueño

está fuertemente condicionado por el medio en el que se sitúa este historiador»3

«Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la

terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la

.

Agustín de Hipona, a pesar de su manifiesta aversión a Roma, primero que todo, es también

un ‘romano’. Quizá ante esta afirmación, el santo de Hipona contestaría que primero que todo es un

‘cristiano’. No obstante aquello, por medio de su obra es posible encontrar ciertas lógicas

discursivas que hacen identificar claramente a Agustín con su tiempo y su espacio. Bien, se puede

aceptar, Agustín es un cristiano, pero un ‘cristiano-romano’. Uno que identifica al Imperio en el que

ha nacido y en el que se ha criado con Babilonia, la gran ramera. Uno que equipara al Imperio con

parte importante del Mundo, cuando no todo, viendo la ruina de uno en la del otro. Desastre que

significará, a la postre, la ganancia del pueblo de la Ciudad de Dios.

Con estas palabras finalizó el Obispo Aurelius Augustinus su sermón de aquel día en la basílica de

la Paz, en Hipona:

3 Georges Duby, Diálogo sobre la Historia, Conversaciones con Guy Lardreau, Madrid, Alianza, 1988, pág. 47.

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segunda se gloría en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se

cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su cabeza. La primera está

dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda

se sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquélla

ama su propia fuerza en los potentados; ésta le dice a su Dios: Yo te amo, Señor, tú eres mi

fortaleza»4

¿Cuál es la idea de ‘Ciudad de Dios’ que se encuentra explicitada en la obra homónima de

San Agustín? «Llamamos Ciudad de Dios – dice éste – a aquella de que nos testifica la Escritura

que, no por azarosos cambios de los espíritus, sino por disposición de la Providencia suprema, que

supera, por su autoridad divina el pensamiento de todos los gentiles, acabó por sojuzgar toda suerte

de humanos ingenios»

.

Frecuentemente, Aurelius Augustinus pensaba que poco entendía la feligresía sus sermones acerca

de la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena, sin embargo, al acabar un capítulo de su obra que le

complaciera de manera especial y que creía agasajaría también a Dios, pensaba que era deber suyo

compartirlo con el resto de los cristianos, quienes debían enterarse de las verdades de este Mundo,

las verdades de Dios. De sobremanera, se enorgullecía cuando, de improviso, uno que otro creyente

se le acercaba – al final del ritual – para ser guiado correctamente en la senda de los hijos de Dios,

para preguntar cómo convertirse en un correcto ciudadano de la ciudad celeste.

5. En el concepto de Ciudad de Dios (que se constituye como lenguaje

figurativo6), tomado por Agustín de las mismas Escrituras, subyace la idea de la división del Mundo

en dos tipos de hombres: «a éste lo hemos dividido – dice el santo – en dos clases: los que viven

según el hombre y los que viven según Dios. Y lo hemos designado figuradamente con el nombre

de las dos ciudades, esto es, dos sociedades humanas: la una predestinada a vivir siempre con Dios;

la otra, a sufrir castigo eterno con el diablo»7. La misma creación del hombre fue el origen de las

dos ciudades en la Tierra, pues éstas encuentran su paralelo en la división de los ángeles; pero

según Agustín no debemos concebir estas divisiones terrenas y extraterrenas como cuatro ciudades,

sino más bien como dos sociedades, una para vivir entre los buenos y la otra para hacerlo entre los

malvados8

4 San Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios (2ª parte – volumen XVII de la colección “Obras de San Agustín”), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1978 (Edición bilingüe traducida del texto latino original de los Benedictinos de San Mauro por Santos Santamarta del Río y Miguel Fuertes Lanero), págs. 137 y 138. Libro XIV, capítulo 27. 5 Ibíd. (1ª parte), pág. 682. Libro XI, capítulo 1. 6 Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México, FCE, 1992, págs. 60 y 61. 7 San Agustín de Hipona, Op. Cit. (2ª parte), pág. 140. Libro XV, capítulo 1. 8 Ibíd. (1ª parte), pág. 752 y 753. Libro XII, capítulo 1.

. Caín y Abel serían, según Agustín, una figura que – más allá de su verdad histórica, de

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la que el obispo no duda – representa la división entre las dos ciudades, la celestial y la terrena9.

Esta división fundamental entre los hombres se encuentra dada por el modo de vida que se lleve;

pertenecer a la Ciudad de Dios es vivir según Éste, pues «cuando el hombre vive según el hombre y

no según Dios, es semejante al diablo»10. Pero la Ciudad de Dios no sólo debe ser entendida como

una metáfora (mediación de la realidad) del mundo judeocristiano, sino puede perfectamente

integrar a gentes de otros lugares del mundo que sean adoradores del Dios único, es decir, de

Jehová y, luego de la venida al mundo de Cristo, de Éste mismo. Es así como señala Agustín que

«no hay inconvenientes en creer que ha habido entre otros pueblos, hombres a quienes se ha

revelado este misterio y que se han visto impulsados a anunciarlo»11

La ‘Ciudad Terrena’, por contrapartida, es aquella habitada por quienes viven según sí

mismos y no según Dios. Si bien, desde este punto de vista esta sociedad pudiera parecer

identificable con el mundo no cristiano, gran parte del argumento de San Agustín consiste

precisamente en identificar esta impía ciudad con la misma Roma, o mejor, con la parte pagana de

ésta. Sus descripciones de las características de esta comunidad de hombres a menudo nos

recuerdan precisamente al Imperio Romano. Probablemente, aquella identificación de una parte por

el todo, aquel ‘tropo’ denominado ‘sinécdoque’ («un fenómeno puede ser caracterizado utilizando

la parte para simbolizar alguna cualidad presuntamente inherente a la totalidad»

.

12), se realiza en

Agustín de manera relativamente inconsciente, pues hay en la Ciudad de Dios una intención

manifiesta de ampliar los límites de la Ciudad Terrena allende el Imperio y realizar una cronología

que detalle los reinos y acontecimientos sucedidos en la ciudad impía de manera paralela al devenir

histórico de la Ciudad de Dios, labor que se realiza incluyendo acontecimientos de distantes

latitudes como Egipto, Argos, Asiria, Atenas, etc.13. Desde otro punto de vista, Agustín afirma que

la Ciudad Terrena se encuentra dividida esencialmente, pues su fundación fue realizada por un

fratricida que dio muerte a su hermano, aludiendo explícitamente a Rómulo y Remo (en un capítulo

– el quinto del libro quince – titulado “Primer autor de la ciudad terrena y fratricida. Eco que tuvo

en la impiedad del fundador de Roma al matar a su hermano”)14

9 Ibíd. (2ª parte), pág. 149. Libro XV, capítulo 5. 10 Ibíd., pág. 71. Libro XIV, capítulo 4. 11 Ibíd., pág. 518. Libro XVIII, capítulo 47. 12 Hayden White, Op. Cit., pág. 43. Cursivas en el original. Sobre “sinécdoque”, ver las páginas 43 a 45. 13 Ibíd., págs. 407 a 540. Libro XVIII. 14 Ibíd., pág. 148. Libro XV, capítulo 5.

, otra vez recurriendo a una

sinécdoque. Este hecho daría origen, según el santo, a disputas endémicas que acaecen en el interior

de la Ciudad Terrena: «esta ciudad – dice – se haya dividida entre sí la mayor parte del tiempo, con

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litigios, guerras, luchas, en busca de victorias mortíferas o ciertamente mortales»15. Aquella

sinécdoque que hemos expuesto, es justificada por Agustín por el hecho de ser Roma, lo que él

considera «cabeza de esta ciudad terrena»16. Sin embargo, recurriendo a la ya expuesta frase de

Georges Duby y a lo mostrado más atrás en este texto, a Agustín de Hipona debemos entenderlo

como hijo de su tiempo y del espacio geográfico (o geopolítico), que redundará en su ‘ideología’

(definida por Hayden White en su Metahistoria como el «conjunto de prescripciones para tomar

posición en el mundo presente de la praxis social y actuar sobre él (ya sea para cambiar el mundo o

para mantenerlo en su estado actual)»17

A pesar de esta división agustiniana del género humano, el devenir de las dos ciudades, en la

Tierra, se realiza de forma conjunta. Si bien ambas evolucionan de manera propia, no es posible

dejar de advertir que los hijos de la ciudad celestial también forman parte de la terrena, en tanto que

viven aún en ella. Enemigos por ideales entre sí, los ciudadanos de ambas sociedades deben unirse

para buscar el bienestar común, como por ejemplo lo es la libertad. «La familia humana – señala el

obispo de Hipona – que no vive de la fe busca la paz terrena en los bienes y ventajas de esta vida

temporal. En cambio, aquella cuya vida está regulada por la fe está a la espera de los bienes eternos

prometidos para el futuro. [Sin embargo] la ciudad celeste, o mejor parte de ella que vive todavía

como desterrada en esta vida mortal, y que vive según la fe, tiene también la necesidad de esta paz

hasta que pasen las realidades caducas que la necesitan. […] No duda en obedecer a las leyes de la

ciudad terrena, promulgadas para la buena administración y mantenimiento de esta vida transitoria.

Y dado que ella es patrimonio común a ambas ciudades, se mantendrá así la armonía mutua en lo

que a esta vida mortal se refiere»

, concepto que – extrapolando a la realidad del siglo V la

definición que White utiliza para referirse a autores del siglo XIX – identifico con el

‘cristianismo’), ‘cultura’ (la de un romano del siglo V, pero matizada por el hecho de pertenecer a

un asentamiento ubicado en lo lindes del imperio) y ‘lenguaje’ (historicidad del elemento

lingüístico, que se manifiesta en la construcción de la obra).

18. «Y a nosotros nos interesa también – señala en el libro

diecinueve – que durante el tiempo de esta vida disfrute de esta paz, puesto que mientras están

mezcladas ambas ciudades, también nos favorece la paz de Babilonia»19

15 Ibíd., pág. 146. Libro XV, capítulo 4. 16 Ibíd., pág. 148. Libro XV, capítulo 5. 17 Hayden White, Op. Cit., pág. 32. 18 San Agustín de Hipona, Op. Cit. (2ª parte), págs. 601 y 602. Libro XIX, capítulo 17. 19 Ibíd., pág. 626. Libro XIX, capítulo 26.

. Claramente está implícita

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la idea de Jesús Cristo de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo,

22:21). En este sentido, la Ciudad de Dios se constituye como peregrina en la Ciudad Terrena.

En lo relativo a la convivencia-separación de las dos comunidades, siguiendo a Paul Ricoeur

(Tiempo y narración), puedo afirmar que desde un punto de vista narrativo, el santo de Hipona

entiende la Historia de los ciudadanos de la urbe divina tanto desde una perspectiva ‘nominalista’,

pues aborda la historia de ésta sociedad en el contexto de una entidad mayor, la humanidad toda, y

desde una perspectiva ‘realista’, que se desprende del hecho de independizar el devenir histórico de

los habitantes de la Ciudad de Dios y presentarlo por separado del resto de la humanidad20

¿Cuáles son las lógicas que operan en esta clasificación de los hombres (y también de los

ángeles) en torno a dos ciudades o sociedades, las lógicas presentes en este “sistema de los

elementos” como lo denominaría Michel Foucault (Las palabras y las cosas)

.

21? ¿De dónde extrae

la certeza de la veracidad de su clasificación y ordenamiento del Mundo San Agustín? ¿Por qué

establecer esta manera de tramar (entendiendo ‘trama’ como el relato de una realidad que no está

dada por sí misma) y no otra al referirse a la Historia del género humano? ¿Por qué armar la

Historia de esta manera? Para mi respuesta, he de pedir prestadas palabras a Michel Foucault: «los

códigos fundamentales de una cultura – los que rigen su lenguaje, sus esquemas perceptivos, sus

cambios, sus técnicas, sus valores, las jerarquías de sus prácticas – fijan de antemano para cada

hombre los órdenes empíricos con los cuales tendrá algo que ver y dentro de los que se

reconocerá»22

Por la orilla del Mare Nostrum caminaba Aurelius Augustinus una buena tarde reflexionando

seriamente sobre muchas de las doctrinas religiosas que en aquel tiempo circulaban dentro del

Imperio, a pesar de no pertenecer a ninguna de éstas y declararse públicamente “escéptico”. Una

de ellas, el cristianismo. Pero en relación a ésta, su mente no podía apartarse de la idea de

Trinidad. “¿Dios, Hijo y Espíritu? ¿Pero realmente sólo una Persona?” Abstraído en esta reflexión

se encontraba, cuando un niño, que estaba – pensó Aurelius Augustinus – jugando en la arena,

llamó su atención. El pequeño, quien había hecho un hoyo en la arena de la playa, recorrió decenas

de veces la distancia entre el agujero y el mar para ir en busca de agua y entonces vaciarla en el

. Quizá, a la inversa de San Agustín, un pagano de la medianía del siglo V hubiese

establecido un sistema de clasificación de la humanidad exactamente igual que Agustín, pero a la

inversa.

20 Paul Ricoeur, Tiempo y narración, volumen 1: Configuración del tiempo en el relato histórico, México, Siglo XXI, 2003, pág. 256. 21 Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Buenos Aires, Siglo XXI, 1968, pág. 5. 22 Ibídem.

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orificio en la arena. Lleno de curiosidad, Aurelius Augustinus se acercó despacio – pensaba que si

lo hacía de otra manera bien podría asustarlo – al niño y le preguntó por lo que hacía. Con una

sonrisa – quizá un poco burlona pensaría más tarde Aurelius Augustinus – éste le contestó: “estoy

sacando toda el agua del mar para ponerla en este hoyo”, y apuntó al agujero en el que Aurelius

Augustinus ya había reparado con anterioridad. Aurelius Augustinus soltó una pequeña carcajada

ante lo que consideró inocencia por parte del chico. “Eso es imposible”, le dijo convencido de estar

haciéndole un favor al niño y que este desistiera de aquella imposible empresa. Pero el pequeño,

mirándolo fijamente a los ojos antes de volverlos nuevamente al mar, contestó a Aurelius

Augustinus: “más imposible es tratar de hacer lo que tú estás haciendo: tratar de comprender en tu

pequeña mente el misterio de Dios”. Entonces, Aurelius Augustinus dióse cuenta de que había

estado pensando en voz alta durante todo el paseo, ¿o no lo había hecho?

La idea de Historia en la Ciudad de Dios contra los paganos, es exponente y precursora a la

vez de la denominada filosofía cristiana de la Historia. A su vez, esta concepción se enmarca dentro

del conjunto que Jacques Le Goff (El orden de la memoria) reconoce como “tradición

judeocristiana”. Corresponde a un concepto de tiempo lineal y, por lo tanto, contrapuesto a las

teorías de los ciclos propias de la antigüedad greco-romana que plantean un retorno a la edad de

oro23. «¡No! ¡Lejos de nosotros tales creencias! Cristo sólo ha muerto una vez por nuestros pecados,

y resucitado de entre los muertos ya no muere más, la muerte no tiene ya dominio sobre Él. […]

Los malvados andan dando vueltas; y no porque en esos ciclos de su invención vayan a vivir de

nuevo su vida, sino por el laberinto de errores en que están metidos, es decir, por sus falsos

conocimientos»24

Para Agustín, así también como para el cristianismo, el curso del tiempo es representado en

una línea ascendente. De aquí se desprende en Agustín una idea de ‘progreso escalonado’

(identificando a éste con progreso intelectual) en la Historia de la humanidad, pero sólo de aquella

que pertenece a la comunidad de la Ciudad de Dios. Idea que en el capítulo decimocuarto del

décimo libro de su obra, Agustín explicita al lector: «Como la de cualquier hombre, así la recta

erudición del género humano, que pertenece al pueblo de Dios, se desarrolló a través de ciertas

etapas de tiempo, como en edades escalonadas»

responderá vehemente el santo en su obra a quienes apoyan la teoría de los

eternos ciclos en torno a los cuales se desenvuelve la Historia.

25

23 Jacques Le Goff, El orden de la memoria. El tiempo como imaginario, Barcelona, Paidós, 1991, pág. 30. 24 San Agustín de Hipona, Op. Cit. (1ª parte), pág. 782. Libro XII, capítulo 13. Cursivas en el original. 25 Ibíd., pág. 629. Libro X, capítulo 14.

.

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Independiente de estas etapas de progreso intelectual, la Historia es divida por el santo de

Hipona en 6 edades distintas, asociando éstas siempre con el devenir de la selecta comunidad de la

Ciudad de Dios; que como he señalado, antes de la venida a la Tierra del Hijo del Hombre, Jesús

Cristo, se identifica con quienes adoran a un único Dios, a Yahvé; y encontrando siempre en las

Sagradas Escrituras la fuente predilecta de sus aseveraciones. Agustín hace una analogía de estas

seis edades con los días en que Dios demoró en crear el Mundo: «la primera edad, como el día

primero, sería desde Adán hasta el diluvio; la segunda desde el diluvio hasta Abrahán, no de las

misma duración, sino contado por el número de generaciones, pues que encontramos diez. Desde

aquí ya, según los cuenta el Evangelio de Mateo, siguen tres edades hasta la venida de Cristo, cada

una de las cuales se desarrolla a través de catorce generaciones: la primera de esas edades [la

tercera] se extiende desde Abrahán hasta David; la segunda [la cuarta], desde David a la

trasmigración de Babilonia; la tercera [la quinta], desde entonces hasta el nacimiento de Cristo

según la carne. […] La sexta se desarrolla al presente, sin poder determinar el número de

generaciones, porque, como está escrito: No os toca a vosotros conocer los tiempos que el Padre ha

reservado a su autoridad. Después de ésta, el Señor descansará como en el día séptimo, cuando

haga descansar en sí mismo, como Dios, al mismo día séptimo que seremos nosotros»26. Según

Jacques Le Goff (El orden de la memoria), estas seis edades provienen de un argumento tomado de

la cultura pagana, éstas corresponderían a «la imagen de las seis edades de la vida del hombre. […]

Estas seis edades del hombre son: la primera infancia, la infancia, la adolescencia, la juventud, la

edad madura y la vejez (infantia, pueritia, adolescentia, juventus, gravitas, senectus)»27

26 Ibíd. (2ª parte), pág. 957. Libro XXII, capítulo 30. 27 Jacques Le Goff, Op. Cit., pág. 34. Cursivas en el original.

. En esta

interpretación, subyace la idea de que los cristianos habitan un mundo decrépito, decadente, que se

aventura hacia su fin. A este respecto, un alcance. A pesar de ser la Ciudad de Dios una obra

apologética construida con la finalidad específica de defender al cristianismo – y a los cristiano – de

los ataques paganos culpando a la religión católica de la ruina de Roma, San Agustín recurre a la

cultura pagana para de ella tomar (pero “tomar” de forma furtiva, lo que es distinto a “pedir

prestado”, que implicaría un agradecimiento explícito) la idea de las seis edades del hombre, pero lo

hace bajo la idea de una analogía – como he dicho más atrás – entre las seis edades y los seis días

de la Creación, pues resultaría contradictorio – a mi parecer – que reconociera que ha tomado

elementos del paganismo para la elaboración de su obra. Una vez más resulta evidente, que no es

posible concebir a Agustín de Hipona y su obra como un producto de abiogénesis (generación

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espontánea), sino como el resultado de una cultura determinada. Más allá de sus diferencias

ideológicas con los paganos, tanto éstos como Agustín comparten una cultura, la romana. Citando a

Paul Ricoeur (Tiempo y narración) puedo señalar que «los modos de construcción de la trama, en

particular, son los resultados de una tradición de escritura que les ha dado la configuración que el

historiador pone en práctica»28

Esta división agustiniana de la Historia de la humanidad (cuando me refiero a ésta, lo hago

pensando en el devenir histórico de los hombres desde la Creación hasta la consumación de su

Salvación o Condenación eternas) puede ser descrita desde lo que Paul Ricoeur (Tiempo y

narración) denomina como «el acto de figurarse que…»

. ¿Cuánto parecido habrá entre la trama establecida por San Agustín

en su Ciudad de Dios contra los paganos y las obras de autores paganos contemporáneos?

Seguramente, alguna sorpresa nos llevaríamos al cotejar las obras.

29, pues San Agustín elabora esta

interpretación no a partir algo explícitamente señalado en las Sagradas Escrituras (como sí lo hace

en lo relativo al concepto de Ciudad de Dios que encuentra en los Salmos), sino desde su propia

exégesis del texto, es decir, desde un análisis propio. Como diría el mismo Ricoeur, «escribir es re-

escribir»30. Pero también se encuentra presente aquel “gesto de dividir” (utilizando palabras de

Michel de Certeau, La escritura de la Historia)31: «el corte – dice De Certeau – es pues el postulado

de la interpretación (que se construye a partir de un presente) y su objeto (las divisiones organizan

las representaciones que deben ser re-interpretadas)»32. Evidentemente la división en seis edades se

realiza de manera arbitraria, sin siquiera existir correspondencia en el número de generaciones o en

el de tiempo de duración entre todos los períodos, pero – como diría Foucault (Las palabras y las

cosas) – «todo límite no es quizá sino un corte arbitrario en un conjunto indefinidamente móvil»33

Volviendo al principio lineal del tiempo presente en Agustín (y, en general, en toda la

filosofía cristiana de la Historia), el obispo de Hipona establece la existencia de un punto de partida

(α) y uno de meta (Ω). El primero de ellos corresponde a la Creación del Mundo y del Hombre por

parte de Dios, y el segundo a la Salvación o Condenación eterna, ‘según corresponda’. En el

intervalo existente entre el alfa y el omega, es decir, en la Historia, se desarrolla un drama, tensión o

conflicto, que corresponde al de la concretación de nuestra salvación o condenación eterna,

.

28 Paul Ricoeur, Op. Cit., volumen 1, pág. 280. 29 Ibíd., volumen 3: Tiempo narrado, pág. 907. 30 Ibíd., volumen 1, pág. 259. 31 Michel de Certeau, La escritura de la Historia, México, Universidad Iberoamericana, Depto. de Historia, 1993, pág. 17. 32 Ibíd., pág. 18. 33 Michel Foucault, Op. Cit., pág. 57.

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dependiente – como he señalado – de la pertenencia a una de las dos comunidades de hombres

sobre la Tierra. De ahí que ambas ciudades se establezcan tanto terrenales como extraterrenales,

pues luego del Juicio Final, ambas comunidades continuarán existiendo, pero una al alero de la

misericordia divina y la otra sufriendo eternos castigos por parte de Satán. Pero también

dependientes de la voluntad de la Providencia, sin posibilidad de libre albedrío.

Desde esta perspectiva, y basándome en Hayden White (Metahistoria), puedo establecer que

Agustín de Hipona construye un “relato por la trama” (entendiendo tramado como «la manera en

que una secuencia de sucesos organizada en un relato se revela de manera gradual como un relato

de cierto tipo particular»34) estableciendo un tipo de relato que puede ser identificado como un

‘romance’, caracterizado éste como «un drama de autoidentificación simbolizado por la

trascendencia del héroe del mundo de la experiencia, su victoria sobre éste y su liberación final de

este mundo, […] drama del triunfo del bien sobre el mal, de la virtud sobre el vicio, de la luz sobre

las tinieblas, y de la trascendencia última del hombre sobre el mundo en que fue aprisionado por la

Caída»35

Desde la infausta “caída de Roma” la vida se había vuelto difícil para los cristianos habitantes del

septentrión africano. Aurelius Augustinus, en su calidad de obispo de la ciudad de Hipona, sentía en

su corazón la responsabilidad de defender al cristianismo – y a los cristianos – de los

inmisericordes ataques de paganos, muchos de ellos advenedizos capitalinos que había huido desde

Roma hacia África. Cultos y ricos, los recién llegados no reparaban mayormente en responsabilizar

. No obstante, debo establecer una leve corrección a lo recién afirmado: el tramado

romántico que aparece en la concepción de la Historia en San Agustín no se consuma de manera

individual, sino de forma colectiva, es decir, no es el triunfo y trascendencia de un hombre, sino de

una comunidad extensa, que en el relato agustiniano se identifica con el concepto de Ciudad de

Dios. Pero también, aquella salvación no se logra sin la intervención de la Divina Providencia. El

concepto de ‘predestinación’ es aquí fundamental.

San Agustín, por tanto, no hace sino “teologizar la Historia”, es decir, ver la Historia desde el

punto de vista de la teología cristiana. Como buen cristiano, por otra parte, transformará la Historia

de su pueblo (de la Ciudad de Dios) en Historia Universal, como en el pasado lo hicieron los judíos

al redactar el libro que el cristianismo conoce como el Antiguo Testamento. La trascendencia en

este Mundo, o mejor, la trascendencia al siguiente Mundo, no se logra meramente siendo parte de la

humanidad, pero sí perteneciendo al selecto rebaño divino.

34 Hayden White, Op. Cit., pág. 18. 35 Ibíd., pág. 19.

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al cristianismo de males que no acaecieron en un pasado en que el Imperio se encontraba al

amparo de una pléyade de dioses, que acusaban a los cristianos de conseguir la supresión de su

culto. «Soy consiente de la fuerza que necesito para convencer a los soberbios del gran poder de la

humildad»36

Aurelius Augustinus no lo entendía. “En ninguna conflagración pasada vencedor alguno ha

perdonado al vencido”, pensaba con frecuencia, “sólo gracias a Jesucristo semejante milagro ha

sido posible, la clemencia sólo vino de la fuerza del nombre de Cristo”, arremetía contra sus

inquisidores. «Roma – decía a menudo en sus sermones – no habría evitado su ruina conservando

sus dioses, sino más digno de fe me parece que éstos habrían perecido mucho antes si Roma no

hubiera hecho lo imposible por conservarlos a ellos»

escribió Aurelius Augustinus un buen día del año 413, comenzando lo que más tarde se

convertiría en su Ciudad de Dios contra los paganos.

37

En primer lugar, debo indicar que en la Ciudad de Dios existe una fuerte pretensión de

objetividad referirse a situaciones y hechos acaecidos durante el pasado, principalmente al ocuparse

de criticar a Roma. Búsqueda que se manifiesta en la idea de “hacer hablar” a las fuentes,

reduciendo a la mínima expresión el lugar ocupado por el autor en su obra. Por ejemplo, al referirse

el santo de Hipona a la “Corrupción de Roma antes de que Cristo haya hecho desaparecer el culto a

los dioses” (capítulo 19 del libro segundo) señala textual: «Roma (conste que no soy yo el primero

en afirmarlo; son sus propios escritores quienes, mucho antes de la venida de Cristo, lo afirman de

los cuales hemos aprendido los demás a fuerza de dinero) “se fue transformando, y de la más

hermosa República que era, se volvió la más corrompida y viciosa”»

.

Con anterioridad me referí a que en el presente texto la Ciudad de Dios habría de ser

considerada no solamente como una obra de filosofía de la Historia, sino también como una obra

historiográfica propiamente tal. El término ‘historia’, a este respecto, debe ser entendido como un

concepto que hace referencia a un constructo interpretativo de la realidad. Desde esta personal

apreciación, buscaré desmenuzar a la Ciudad de Dios con la finalidad de descubrir algunas lógicas

existentes que permitirán apreciar – tanto a mí como a cualquier lector – el yo escondido tras la

obra de Agustín.

38

36 Paul Ricoeur, Op. Cit. (1ª parte), pág. 4. Libro I, prólogo. 37 Ibíd., pág. 10. Libro I, capítulo 3. 38 Ibíd., pág. 115. Libro II, capítulo 19. Comillas en el original. La expresión “a fuerza de dinero” hace referencia al pago de los estudiantes romanos a sus profesores.

. Nótese cómo Agustín, para

referirse a la decadencia romana, a sus vicios y corrupción, no sólo cita a escritores que fueron

testigos de la transformación, pues éstos serían más objetivos que alguien que habla a cientos de

años en el futuro, no sólo cita a escritores propiamente ‘romanos’, es decir, pertenecientes a una

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cultura determinada, pero también a un espacio físico específico (no escriben a cientos de

kilómetros de la capital imperial, como lo haría alguien desde Hipona), sino que además señala –

también en una pretensión de objetividad – que han escrito antes de la venida del Hijo de Dios (ante

Christi adventum, señala el texto latino de la obra), por lo que estos autores – a quienes San Agustín

recurre – no podrían en absoluto ser calificados de ‘cristianos’. Georges Duby (Diálogos sobre la

historia), señala al respecto de la búsqueda de objetividad del historiador su completo

convencimiento «de la inevitable subjetividad del discurso histórico»39. En San Agustín, sin

embargo, me es posible reconocer una búsqueda de objetividad. Otro ejemplo de lo que señalo, lo

podemos encontrar en el capítulo 17 del libro tercero, en donde se dispone a narrar los “males que

afligieron a la República romana en sus comienzos, sin que recibiera ninguna ayuda de los dioses

adorados por ella”. Para aquel fin, cita a Salustio y posteriormente nos aclara: «Es Salustio quien

con breves trazos nos dibuja el panorama de esta época: lo desdichada que fue aquella República

tan prolongada a través de los años hasta la segunda guerra Púnica»40. No es Agustín – para sí

mismo – quien habla de la Historia de Roma, sino un historiador romano, epistemológicamente para

el santo aquello constituye una diferencia de la mayor importancia. Y pocos renglones más abajo, el

obispo de Hipona, hablando por sí mismo, señala a propósito de los lectores romanos: «No quisiera

que los hombres de bien y sensatos romanos se indispusieran por lo que estoy diciendo. Aunque,

bien mirado, no veo por qué haya que pedírselo ni advertírselo siquiera: estoy totalmente seguro de

que no se indispondrán en absoluto. En realidad, no digo cosas más duras ni con más dureza que sus

propios escritores. Claro que me considero muy por debajo de ellos en estilo y tiempo para

dedicarme a ello»41

39 Georges Duby, Op. Cit., pág. 43. Comillas en el original. 40 Paul Ricoeur, Op. Cit. (1ª parte), pág. 184. Libro III, capítulo 17. 41 Ibídem.

. Estas palabras de Agustín, han de considerarse en extremo decidoras al

respecto del punto del que aquí me ocupo. Primero se auto-convence de que sus palabras no tienen

por qué molestar al lector romano. Además, considera que no ha dicho más de lo que los propios

romanos han dicho de sí mismos, y no cita a cualquier romano que se ha referido a la Historia de su

patria, sino a uno – como Salustio – que Agustín considera muy por encima de él incluso en el

oficio de historiador. Una vez más la idea de evitar la subjetividad del autor por medio de la técnica

de “hacer hablar a las fuentes”, similar – sólo similar, advierto – al positivismo decimonónico.

Como diría Georges Duby (Diálogos sobre la historia), «la diferencia entre el novelista y el

historiador es que éste está obligado a tener en cuenta cierto número de cosas que se le imponen;

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que está determinado por una necesidad de “veracidad”, por así decirlo, más que, quizá, de

“realidad”»42

Pero Agustín no es propiamente un positivista, pues su Ciudad de Dios contra los paganos,

posee lógicas discursivas que, más allá de esta búsqueda de objetividad, lo distancian de ese tipo de

historiografía. Recurriendo a Roland Barthes (El discurso de la historia) podemos identificar en la

obra de San Agustín la presencia de un tú, es decir, de signos de destinación

.

43. Al principio del

texto, Agustín intenta dialogar con su “querido Marcelino”, amigo del santo de Hipona. También lo

hace al hablar propiamente de Historia, como he mostrado recién, al interpelar al lector romano. El

yo tampoco se ausenta, si bien se recurre a técnicas retóricas (uso del discurso dirigido a causar un

efecto en el receptor) para validar las apreciaciones personales, como es el hecho de encontrar el

respaldo a su visión de Roma en autores romanos contemporáneos a los hechos, es decir, «el

enunciante anula su persona pasional pero la sustituye por otra persona, la persona objetiva»44

¿Cuáles son las fuentes principales a las que recurre San Agustín a la hora de escribir

historia? Sin lugar a dudas la fuente principal son las Sagradas Escrituras. Aquello se deriva en el

pensamiento agustiniano del hecho de que el único testigo auténtico del mundo visible, el de los

hombres, es Dios, quien revela su creación al hombre por medio de los profetas, los apóstoles y de

su Palabra misma. Pero también responde al hecho de que hasta por lo menos el siglo XVI la verdad

es buscada principalmente en base a la ‘legibilidad’, por medio de la exégesis y la hermenéutica. Es

por esto, que para fundamentar sus afirmaciones, Agustín recurre a las Sagradas Escrituras, cuya

verdad está demostrada por el hecho del cumplimiento de sus predicciones. A este respecto señala

Agustín: «Dios, hablando por los profetas primero, luego por sí mismo, y después por los apóstoles,

es el autor de la Escritura llamada canónica, que posee la autoridad más eminente. En ella [la

Escritura] tenemos nosotros la fe sobre las cosas que no debemos ignorar, y que nosotros mismos

no seríamos capaces de conocer»

.

45

42 Georges Duby, Op. Cit., págs. 40 y 41. 43 Roland Barthes, El discurso de la historia, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1970, pág. 41. 44 Ibíd., págs. 41 y 42. 45 San Agustín de Hipona, Op. Cit. (1ª parte), p. 686. Libro XI, capítulo 3.

. Pero de esta apreciación no se desprende, creo particularmente,

que el santo de Hipona considere que la única forma de conocimiento del pasado sea posible por

medio de las Escrituras, sino que sitúa a estas en la cima de las posibilidades o vías de acceso por

las cuales el hombre puede llegar a lo ‘real’. Y continúa así: «Cierto que somos testigos de nuestra

posibilidad de conocer lo que está al alcance de nuestros sentidos interiores y exteriores (que por

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eso llamamos presentes a estas realidades, ya que decimos están ante los sentidos, como está ante

los ojos lo que está al alcance de los mismos).

En cambio, sobre lo que está lejos de nuestros sentidos, como no podemos conocerlo por

nuestro testimonio, buscamos otros testigos y les damos créditos, porque creemos que no está o no

ha estado alejado de sus sentidos»46

Al llegar a Tagaste, Aurelius Augustinus procedió a vender todos los bienes que poseía. Aquellos

que había compartido con la madre que antes de que ambos partieran hacia África, había partido

hacia el amparo del Señor. Tomó el dinero y, sin saber qué hacer con él, lo entregó a los pobres de

la localidad. “¿Qué hacer ahora?” La vida monacal que desde entonces, y por varios años llevó

junto con varios compañeros, no logró satisfacerlo plenamente. Se dirigió, pues, a Hipona, para

asistir al obispo Valerio. Lo aceptó, pero no fácilmente. Los cambios no le gustaban a Aurelius

Augustinus. Y no le gustarían nunca, incluso al momento de ser ordenado obispo de dicha ciudad.

Fue duro, dejar el monasterio de laicos y trasladarse a la casa del obispo. “¿Qué hacer ahora?”, se

. Sin duda que la fe en Dios llevaría inexorablemente al

creyente a valorar infinitamente más la palabra contenida en las Escrituras (en tanto que esta ha sido

pronunciada por iluminación divina, en el caso de los profetas y apóstoles, o es la misma palabra de

Dios, o bien, de su Hijo) por sobre cualquier tipo de creación discursiva de origen humano. Aunque

San Agustín no lo señale de manera explícita, tiendo a pensar que la razón para no revestir a las

Escrituras con la calidad de ser la única fuente del conocimiento del pasado, es precisamente la

comprensión de que los hechos pasados contenidos en las Escrituras constituyen sólo una parte de

la Historia. Conocer la Historia de Roma o de otros pueblos, por ende, sólo es posible por medio de

sus historiadores, por mucho que en sus relatos un cristiano no crea con la fe en la cree lo contenido

en el libro de Dios.

Desde otro punto de vista, la de Agustín de Hipona, tiende a ser una historiografía centrada

en grandes hombres y en grandes acontecimientos. No sólo los contenidos en las Escrituras, sino los

enunciados por historiadores romanos y los vividos por el propio Agustín. Sin embargo, de mi

parte, aquella es una mera observación sin ánimos de reproche. ¿Cómo criticar a un hombre que

escribe desde siglo V, sin el apoyo vital de las demás ciencias sociales con las que contaría hoy en

día un moderno historiador? Por otra parte, desde un punto de vista filosófico, al abordar el

completo devenir de la Historia humana, desde el alfa hasta el omega, la Ciudad de Dios también

puede ser reconocida como una obra que opera a los niveles que en el siglo XX serán conocidos

como de Larga Duración.

46 Ibídem.

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preguntó como siempre. De seguro algo se le ocurriría. Y así fue. Transformó entonces la casa del

obispo, su casa, en un monasterio de clérigos. A pesar de todo, el nuevo cargo le permitiría

ocuparse de la reflexión, pero nunca – recordando las palabras que aquel niño le dijera frente al

mar – intentado comprender en su pequeña mente el misterio de Dios.

La historia cristiana es en sí ‘apocalíptica’, pues presupone la existencia de un final (no así la

creencia en infinitos ciclos propia de la antigüedad greco-romana), o más bien, la idea del

inexorable advenimiento del fin. El fin en sí mismo no necesariamente está revestido de una carga

negativa, pues bien puede significar el comienzo de la vida eterna.

Situando a San Agustín en su contexto, debo traer nuevamente a la memoria que el autor de

la Ciudad de Dios escribe en una época convulsionada por las invasiones bárbaras al Imperio. Una

de las características de la historiografía cristiana es que cada nueva situación acarrea una

‘reescritura’ de la Historia. Hay una constante lectura de signos que – en conjunción con las

profecías contenidas en el Antiguo y Nuevo Testamento – nos permitirían aventurarnos en el

conocimiento de los fines últimos (escatología). La historia – es necesario señalarlo – constituye un

relato cultural, y no uno objetivo de la realidad (pretensión de positividad47

A diferencia de otras interpretaciones cristianas (anteriores y posteriores), la de San Agustín

de Hipona no puede ser calificada de ‘milenarista’, es decir, no comparte la creencia en lo que Le

Goff (El orden de la memoria) define como un «tiempo intermedio en el que los justos reinarán

sobre la tierra renovada […] antes de ascender al cielo, mientras los impíos son castigados»

). Está inexorablemente

ligada con el o los sujetos que las escriben, así como con el lugar y tiempo desde los que estos

producen.

48, e

incluso la califica esta idea de «ridículas fábulas»49. A este respecto, San Agustín señala que el

pasaje del Apocalipsis de San Juan que dice: «Vi también descender del cielo a un ángel que tenía

la llave del abismo, y una gran cadena en su mano. Y agarró al dragón, a aquella serpiente antigua,

que es el diablo y Satanás, y lo encadenó por mil años»50

47 Michel Foucault, Op. Cit. 48 Jacques Le Goff, Op. Cit., pág. 66. 49 San Agustín de Hipona, Op. Cit. (2ª parte), pág. 652. 50 San Juan, Apocalipsis, capítulo 20, versículos 1 y 2.

, debe ser interpretado sólo de dos manera

posibles: «o bien que todo está teniendo lugar en los últimos mil años, a saber, en el milenio sexto,

como si fuera el día sexto, cuyos últimos períodos están trascurriendo ahora; vendría luego un

sábado sin atardecer, el descanso de los santos, que no tendrá fin. […] La otra modalidad – la más

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probable – de interpretar los mil años sería tomar esta cifra por los años totales de este mundo,

citando con un número perfecto la plenitud del tiempo. […] Nunca se entenderán mejor que en tal

sentido las palabras del salmo: Se acuerda de la alianza eternamente, de la palabra dada por mil

generaciones, es decir, por todas»51

Marchando más allá de estas consideraciones, ¿cuál será el destino de la humanidad? ¿De los

habitantes de las dos ciudades, la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrena? De manera simple, puedo

decir que, luego del Juicio Final, a los primeros les espera la vida eterna y a los segundos un estado

tan tormentoso que ni siquiera se podría homologar con la muerte, sino más bien se trata de un

suplicio eterno

.

52. Los habitantes de la ciudad impía, no disfrutarán de la paz final, reservada sólo a

la comunidad cristiana53. A los habitantes de la Ciudad Terrena, dice el Santo de Hipona, «les

aguarda una eterna desgracia, también llamada muerte segunda, porque allí ni se puede decir que el

alma esté viva – separada, como está, de la vida de Dios –, ni se puede decir que lo esté el cuerpo,

atenazado por eternos tormentos. He aquí por qué esta segunda muerte será más atroz que la

primera, puesto que no podrá terminar con la muerte»54. Sigue aquí Agustín el Apocalipsis de San

Juan (capítulo 20, versículos 7 al 10) ¿Y los primeros, los pertenecientes al rebaño divino? En este

punto, como en el anterior, San Agustín se basa al pie de la letra en el Apocalipsis y sigue a San

Juan. Un caelo novo et terra nova espera a la comunidad de la Ciudad de Dios (el Apocalipsis

señala: «Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Porque el primer cielo y la primera tierra

desaparecieron»55), «es decir, el mundo, ya nuevo y más excelente, se acomodará a los hombres,

renovados incluso en su carne de una manera más excelente también»56. Una ciudad santa, una

“Nueva Jerusalén”, una “Jerusalén Celeste” será habitada por Dios y los hombres57

Este es el final de lo que más atrás – y siguiendo a Hayden White (Metahistoria) – he

calificado como romance colectivo presente en la Ciudad de Dios de San Agustín de Hipona. El

único final posible dentro de la concepción filosófica cristiana de la Historia se consuma en la

salvación del pueblo de Dios. Por ende, este fin significa también el principio. Aunque desde otro

punto de vista, fin y principio constituirían dos hechos absolutamente diferentes y no debiéramos

.

51 San Agustín de Hipona, Op. Cit. (2ª parte), págs. 654, 655 y 656. Cursivas en el original. 52 San Juan, Apocalipsis, capítulo 20, versículo 10. 53 San Agustín de Hipona, Op. Cit. (2ª parte), pág. 626. Libro XIX, capítulo 26. 54 Ibíd., pág. 630. Libro XIX, capítulo 28. 55 San Juan, Apocalipsis, capítulo 21, versículo 1. 56 San Agustín de Hipona, Op. Cit. (2ª parte), págs. 687 y 688. Libro XX, capítulo 17. 57 Ibíd., págs. 687 a 691. Libro XX, capítulos 16 y 17.

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concebirlos como uno solo. ¿Por qué? Porque si «al principio creo Dios el cielo y la tierra»58, desde

la lógica agustiniana, en el momento de la Creación Dios también ha creado el tiempo. Es decir, al

principio Dios creó el principio, o mejor, Dios creó el principio al principio. Antes de seguir

mareando al lector con semejantes trabalenguas, recurro a otra magnífica obra de Agustín de

Hipona, sus Confesiones, y a un pasaje en el que el santo pregunta retóricamente a Dios: «Y si antes

del cielo y de la tierra no había tiempo, ¿a qué viene preguntar qué hacías [Dios] entonces? Pues no

había entonces, donde no existía el tiempo»59

Sin embargo, aprovecharé el cierre de este texto para reflexionar brevemente en torno a una

idea surgida de la lectura de la Ciudad de Dios. A pesar de que algunas de las modernas ideologías

. ¡Enorme parecido con los postulados de la moderna

astrofísica, tiempo y espacio inseparables, creados ambos en el instante mismo del Big Bang! Pues

bien, desde este punto de vista, tiendo a creer que los tiempos de ambas creaciones son entidades

distintas. Es decir, la creación de la Nueva Jerusalén no debería ser entendida como el final del

antiguo mundo, ni viceversa. Ambos, en mi opinión, deben ser comprendidos por los lectores,

siempre sumidos en la visión agustiniana del tiempo e intentado comprender a este hombre del siglo

V, episodios que no pueden ser relacionados, pues corresponden a tiempos creados de manera

independiente. Así, el fin del mundo es sólo el fin del mundo y del ‘tiempo’, y por ende, no el

comienzo de una nueva era. Si bien en la Ciudad de Dios esta interpretación ni siquiera aparece

esbozada (más a mí me ha parecido de lo más interesante su exposición, espero al lector también),

creo posible que San Agustín haya concebido esta idea, pues su obra Confesiones, fue finalizada en

el año 400, trece antes de que comenzara la redacción de la obra a la que he dedicado el presente

texto.

Terminar un texto representa, para el escritor, un desafío de las mismas proporciones que el

comenzar una obra. A menudo se le exige, a quien escribe, la tarea de sintetizar en unas pocas

líneas todo lo dicho con anterioridad. Aquello, presuponiendo la idea de que esto es factible.

Implica, además, que al resumir no se debe perder la esencia del texto, aún cuando éste sea

notoriamente mutilado. Pero, ¿es en verdad aquello posible? ¿Puede mantenerse la esencia, a pesar

de la mutilación? Creo que no. O por lo menos, no completamente. Por ello, cualquier intención de

mi parte de reducir a un par de líneas el sentido completo del presente trabajo será desestimada por

considerarla una empresa infructífera.

58 Génesis, capítulo 1, versículo 1. 59 San Agustín de Hipona, Confesiones, Madrid, Alianza Editorial, 2001, pág. 305. Cursivas en el original.

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han calificado al cristianismo – y a las religiones en general – como ‘alienador’, desde el punto de

vista del pensamiento agustiniano este reproche no es válido. La idea de una Ciudad de Dios

peregrina en una Ciudad Terrena, es inherente – como lo he antes señalado – a la participación de

los ciudadanos de la primera en las “cosas públicas” de la segunda. El cristiano no debe, en este

sentido, restarse (o alienarse) de la participación en la vida social y política de su ciudad, sino que,

por el contrario, es exhortado a una activa participación en el mejoramiento relativo (pues la

felicidad completa sólo es alcanzada al amparo del Señor y su Hijo) de la comunidad mundana en la

que habita, y a la que ciertamente pertenece. No se le exige, al creyente, un abandono del mundo

secular y su concentración en la espiritualidad (y por ende, el restarse de la participación en las

cosas de la república), como por ejemplo lo haría la Iglesia Católica, luego de la pérdida de sus

posesiones temporales peninsulares, en el siglo diecinueve. No. En San Agustín, muy por el

contrario, creo distinguir una defensa de la participación ciudadana en las cosas temporales, sin que

esto resulte ser en absoluto un atentado en contra de las lógicas religiosas de la comunidad,

espiritual, en la que participa o pertenece.

Era 28 de agosto de 430. Hacía ya exactamente veinte años, la entrega de una epístola – que

contenía penosas nuevas acerca del sitio y saqueo de Roma por parte del visigodo Alarico – le

había despertado pocas horas después del amanecer. Como aquella mañana, Aurelius Augustinus

pensó en Dios. Y se dijo a sí mismo las palabras que cierran su Ciudad de Dios: «He aquí lo que

habrá al fin, mas sin fin. Pues ¿qué otro fin puede ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene

fin?»60

60 San Agustín de Hipona, Op. Cit. (2ª parte), pág. 958. Libro XXII, capítulo 30.

. Pero si aquella de 410 cambiaría para siempre la vida de este hombre, ésta le pondría fin.

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