Rethinking Histories of Resistance in Brazil and Mexico...

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1 Rethinking Histories of Resistance in Brazil and Mexico Project First project seminar, Salvador, Bahia, Brazil March 2730, 2007 Resistencia, Faccionalismo y Etnogénesis en el Sur de Jalisco (México) Guillermo de la Peña CIESAS Occidente, México Preliminary Working Draft: Not to be cited without express written permission of the individual author

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Rethinking Histories of Resistance in Brazil and Mexico Project

First project seminar, Salvador, Bahia, Brazil March 27­30, 2007

Resistencia, Faccionalismo y Etnogénesis en el Sur de Jalisco (México)

Guillermo de la Peña CIESAS ­ Occidente, México

Preliminary Working Draft: Not to be cited without express written permission of the individual author

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Versión preliminar (III/07)

¿Qué es la resistencia étnica? Cuando se habla de “resistencia étnica” en México, dos imágenes mediáticas vienen a la mente. Una es la de los encapuchados del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en Chiapas, que la televisión internacional ha difundido a partir de enero de 1994, y que ha atraído al Sureste mexicano a los “turistas revolucionarios” del Norte. La otra imagen es la de los “guerreros aztecas” que danzan en el Zócalo de la ciudad de México y se ostentan ante todo tipo de turistas como representantes de un movimiento reivindicador de la cultura ancestral del “México profundo”. Estos últimos –los “neo­indios institucionales”, como los apoda Jacques Galinier (2006)­­ constituyen una expresión sobresaliente de las modas New Age de la clase media urbana y contribuyen a la mercantilización de lo exótico propiciada por el Estado y por las agencias de viajes. En general, los danzantes no tienen nada que ver con lo que ocurre en las comunidades indígenas. 1 Por su parte, los zapatistas de Chiapas han llamado efectivamente la atención sobre la importancia de “la cuestión étnica” en México; pero son escasamente representativos del mundo indígena del país, formado en su mayoría por una población pauperizada y pacífica de campesinos y migrantes que engrosan el sector de trabajadores informales en las grandes ciudades y en los campos de agricultura comercial.

Quizás las manifestaciones más significativas de resistencia étnica ocurran entre estos grupos precarios, distribuidos a lo largo y ancho del país. No se trata de una masa homogénea: en los albores del siglo XXI, pueden distinguirse por lo menos cinco categorías de personas que se asumen como indígenas. Estas son: las comunidades renegociadas, las comunidades reinventadas, los indígenas migrantes, los nuevos intelectuales étnicos y los disidentes religiosos. 2 Todas estas categorías tiene en común el sentido de pertenencia a colectividades que tiene historias propias, expresada en narrativas que cuestionan la “historia nacional” –i.e. la narrativa oficial difundida en las escuelas y en los discursos estatales­­ y al mismo tiempo se insertan en ella. El Estado, mediante las políticas indigenistas establecidas después de la Revolución Mexicana, ha propiciado la reproducción de identidades étnicas y memorias colectivas diferenciadas; al mismo tiempo, el indigenismo gubernamental proclamaba contradictoriamente la necesidad de fusionar razas e identidades en la “forja” de una sociedad nacionalista,

1 La revitalización de las danzas no sólo incluye las supuestas coreografías guerreras sino también la recuperación y reinvención, en medios urbanos y rurales, de tradiciones dancísticas (como la de los concheros) asociadas a pueblos y barrios definidos como indígenas desde la época colonial. Véanse Rostas (1998), F. de la Peña (2005), G. de la Peña (2006a). 2 En otro trabajo (de la Peña 2003) he tratado de caracterizar estas categorías. Las comunidades renegociadas han logrado definir fronteras (físicas y simbólicas) relativamente estables gracias a la apropiación de un territorio (real o supuestamente “ancestral”), la endogamia, la organización familiar que transmite lengua y costumbres, y la persistencia de autoridades comunitarias que combinan funciones rituales y de control social; pero todo ello implica la negociación continua con las autoridades oficiales. Las comunidades reinventadas buscan reforzar sus fronteras mediante la recuperación de lo ancestral. Los migrantes mantienen y amplian las redes sociales de su lugar de origen y resignifican la cultura comunitaria en los nuevos contextos. Los nuevos intelectuales étnicos, merced a su escolaridad, se abren espacios de inserción e intermediación en la sociedad nacional y construyen narrativas de resignificación cultural que justifiquen estos espacios. Y los disidentes religiosos buscan también la resignificación de la cultura y la pertenencia.

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moderna y mestiza (véase de la Peña 2002a). 3 En consecuencia, en los códigos de los sectores dominantes, “lo indio” se volvió equivalente a “la otredad” pobre y atrasada, mientras que “lo mestizo” se equiparaba a “lo nacional” (Bonfil 1988). Esta visión dicotómica fue cuestionada, desde la década de 1930, por algunas movilizaciones populares que se autodefinieron como “indias”; no obstante, entre las organizaciones emergentes de indígenas escolarizados predominaba la aceptación de la homogeneización nacionalista (Iwanska 1977). Los teóricos del indigenismo oficial e incluso la izquierda partidista sostenían que, sin la “aculturación”, no sería posible el combate a la explotación de los indígenas por parte de las oligarquías regionales (Aguirre Beltrán 1967). Sin embargo, a partir de 1970, cuando las políticas económicas y sociales del régimen revolucionario mostraron su agotamiento, un número creciente de comunidades y organizaciones –sobre todo en las zonas rurales, pero no sólo en ellas­­ han enarbolado la bandera de las reivindicaciones étnicas, por razones múltiples: por ejemplo, la justificación de la defensa de la tierra comunal, el rechazo a la discriminación negativa, la búsqueda de mejores modelos de convivencia y de alternativas a la hostilidad de la sociedad dominante, y la afirmación del derecho a decidir sobre las soluciones a sus problemas mediante autoridades que los representen (Mejía y Sarmiento 1987; Warman y Argueta, coords., 1993; Levi 2002; Dietz 2004; de la Peña 2006b). Por su parte, el Estado mexicano ha abandonado el modelo de desarrollo proteccionista en favor de una economía abierta al mercado global y ha limitado sus políticas sociales a los grupos más vulnerables –los indígenas, entre otros­­; concomitantemente, se ha reformado la Constitución para reconocer, aunque de modo limitado, los derechos –sociales, políticos y culturales—de los pueblos indígenas.

En este contexto pueden entenderse el fenómeno cada vez más amplio de las comunidades reinventadas y los procesos de etnogénesis, sobre los que existen caldeadas discusiones y opiniones contrastantes. Algunos autores conciben tales procesos como formas de recuperación de la identidad auténtica de los pueblos, diluida por el colonialismo y el acoso de los gobiernos postcoloniales (Hill 1997; Bonfil 1988); otros, como posible resultado de manipulaciones por parte de un Estado neoliberal que abdica de sus responsabilidades sociales (Favre 1996; Hale 2001); otros más como producto de las argucias de nuevos líderes indígenas en busca de poder personal, o de maniobras de grupos externos (ONGs, iglesias, partidos políticos) que utilizan mañosamente a la gente para justificar sus propósitos y acciones (Vázquez 1992; Kuper 2003). Propongo un enfoque más complejo, que tome en cuenta todos los argumentos. Para empezar, las comunidades reinventadas no se basan en la ficción pura; requieren de una narrativa creíble –con sustento al menos parcial en tradiciones y memorias vivas, documentos, etc.­­ que justifique la defensa de una identidad colectiva. La etnogénesis – o re­etnización (Gros 2000)— implica que, poco a poco, un grupo se reconoce y presenta ante otros como un sujeto social distintivo porque comparte una cultura propia (concepciones del pasado, mitos de origen, costumbres, creencias, símbolos, valores y prácticas…). 4 Pero esto no ocurriría si no se encontrara en ello una ventaja común, una perspectiva de mejora: por ejemplo, la posibilidad de reclamar, por la propia diferencia,

3 La Constitución de 1917 no mencionaba ni una sola vez la palabra “indio” o “indígena”. Sin embargo, reconoció la propiedad comunal de los antiguos pueblos indígenas. Y los gobiernos revolucionarios reivindicaron “la gloria del pasado prehispánico” en los museos, promovieron un arte nacionalista de inspiración nativa, apoyaron la producción de artesanías tradicionales como símbolos patrios y sobre todo constituyeron a los indígenas como sujetos que serían amparados y transformados por el Estado. 4 Por supuesto, como lo planteó Barth (1969) en su escrito seminal, lo importante no es que los componentes culturales sean únicos y “originales” sino que en el grupo se consideren distintivos y emblemáticos.

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derechos frente al Estado, la nación y la sociedad internacional (Tully 1995; Karlsson 2003). En América Latina, el abandono de ciertas políticas sociales –en especial las de reforma agraria—y el avance de discursos, leyes y acciones que reconocen y fomentan la multiculturalidad, han propiciado que las demandas populares de todo tipo se expresen como reclamos por los derechos culturales (de la Peña 2002c; Yashar 2005). Ahora bien: la conciencia de los derechos inherentes a la diversidad cultural se explica en buena medida por la información recibida desde fuera: por parte de un Estado que reitera o innova sus políticas, o de organizaciones que amplían su influencia (partidos, iglesias, grupos de presión), o de movimientos sociales y asociaciones civiles (e.g. ONGs) que buscan abrir los espacios públicos ­­y también fortalecerse. La etnogénesis, entonces, se constituye como un vasto campo de relaciones verticales y horizontales, que pueden incluir –o no—manipulaciones y engaños, apoyos y beneficios. Además, suele requerir de nuevos liderazgos, que pueden chocar con los existentes y generar luchas faccionales; requiere igualmente de nuevos “intelectuales orgánicos” que articulen narrativas y discursos que muchos considerarán subversivos y molestos.

Esta presentación busca describir y analizar un proceso de reconstrucción comunitaria y étnica en una región del sur de Jalisco, México: la Sierra de Manantlán, que ha vivido un largo proceso de confrontación entre los campesinos de la comunidad de Ayotitlán, por un lado, y por el otro grupos invasores de tierras y bosques: ganaderos de las zonas vecinas y empresarios forestales y mineros. A lo largo de esa lucha, la gente de Ayotitlán ha sido calificada por sus contrincantes como “los indios”. En contraste, el término “mestizos” se refiere vagamente a todos los que “no son indios”. Sin embargo, la dicotomía no es nítida y los términos muchas veces se aplican en forma situacional (“indexical”). Además, los ayotitlenses están internamente divididos por rivalidades familiares y faccionales, y por alianzas cruzadas con actores externos: organizaciones agrarias radicales, sacerdotes y maestros de escuela progresistas y, en forma particular, grupos universitarios de la ciudad de Guadalajara. Estos últimos han introducido programas de protección ecológica –que culminó en la creación de una zona protegida, la Reserva de la Biosfera de Manantlán­­, desarrollo social, organización comunitaria y rescate cultural e identitario. Por otro lado, después de la revuelta chiapaneca, la gente de Manantlán fue por primera vez incluida en los programas indigenistas gubernamentales; así, las nociones “identidad indígena”, “etnicidad”, “cultura” son ahora utilizadas en las negociaciones con los actores externos, aunque los significados de tales nociones varían. Me interesa examinar la resistencia étnica en la forma en que se ha ido manifestando en la lucha agraria; pero también en las mediaciones, negociaciones, alianzas y oposiciones entre actores con diversos intereses y “mundos de vida” (cfr. Long 1992).

El escenario Se llama Sierra de Manantlán a la cadena de montañas que marca parcialmente la división entre los estados de Jalisco y Colima. En ella, en la vertiente suroccidental, se encuentra la comunidad de Ayotitlán (“junto a los ayotes o calabazas”), constituida por unas 60 rancherías (caseríos) dispersas en un área de más de 50,000 hectáreas, la mayoría de vocación forestal. Actualmente, sólo diez de estos pequeños asentamientos cuentan con más de 100 habitantes. En la cabecera comunitaria, también llamada Ayotitlán, viven cerca de 600 personas. Ahí está la vieja capilla franciscana (que data del siglo XVII); hay también una pequeña clínica, una escuela y algunas oficinas gubernamentales. Hasta la década de 1970 la cabecera sólo era accesible por veredas; a partir de entonces se han abierto caminos rudimentarios. Un poco más próspero (y

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mejor comunicado) es el poblado de Telcruz (800 almas, aproximadamente), que se convirtió en las últimas décadas en el principal vínculo comercial con la Costa Pacífica (véase Rojas et al. 1996: 112­114).

La extrema dispersión poblacional está relacionada con la precariedad de los coamiles: las tierras de ladera donde se practica agricultura de roza, tumba y quema. 5 Si bien el agua no escasea durante la estación de lluvias (junio­octubre), la mayor parte de la tierra es montañosa, con un suelo vegetal de extrema delgadez; por ello, los campos de cultivo deben abandonarse después de dos o tres años. Cuando la población de una ranchería –formada por familias extensas, usualmente unidas por lazos patrilineales— crece más allá de la capacidad productiva de la tierra circundante, los más jóvenes se marchan y fundan en tierra virgen un nuevo caserío. Además de la agricultura, las actividades económicas tradicionales han incluido la manufactura y venta de productos artesanales, tales como equipales (sillas tejidas de corteza de otate y pencas de maguey) y bules (vasijas hechas con guajes o calabazas). Pero también ha sido frecuente –y muchas veces necesaria para la supervivencia­­ la migración estacional a las plantaciones de las llanuras costeras.

Algunos antecedentes históricos En la época colonial, Ayotitlán era un sujeto del pueblo de Cuzalapa, que a su vez formaba parte de la llamada Provincia de Amula, según afirma la Relación Geográfica de 1579; en la misma fuente, se informa que las lenguas habladas en la comarca eran el “otomita” (otomí) y el náhuatl o mexicano (Acuña, ed. 1987: 76­81). 6 Al avanzar el dominio colonial, el náhuatl, usado como lingua franca, terminó por desplazar completamente al otomí. La economía de los indígenas colonizados era una continuación de la prehispánica, según las listas de tributos que recopilara la arqueóloga Isabel Kelly (citada en Benz y Benz 1994): cultivaban, igual que hoy, en tierras altas, maíz, frijol, chile y calabaza, y en tierras bajas algodón –con el que fabricaban mantas—y cacao; tenían en sus huertos domésticos árboles frutales (ciruelos, guamúchiles, platanares), panales de miel, aves domesticadas (guajolotes, chachalacas), y practicaban la caza de monte y la pesca en los ríos. Sin embargo, las estancias ganaderas de los españoles pronto mermaron las posesiones de los nativos. Según la tradición local, las vastas tierras de Ayotitlán llegaban hasta el Océano Pacífico, en la actual Colima; pero –dice la gente­­ “los españoles se robaron los mejores terrenos y sólo nos dejaron el puro cerro”. Un documento de mediados del siglo XVIII menciona que la Corona española había otorgado a los naturales del lugar la categoría de república, con sus correspondientes tierras, pero según los representantes comunales para entonces ya “sólo” les habían dejado 100,000 hectáreas, y todavía les quitarían muchas más (Robertson 2002: 81).

Lo cierto es que, ya en el siglo XIX, Cuzalapa y Ayotitlán estaban sitiadas por varias grandes haciendas que se habían expandido gracias a la desamortización traída por las Leyes de Reforma y a los abusos de supuestos representantes comunales que vendían las tierras para su provecho particular (Gerritzer 2002: 49­51; Robertson 2002: 89­91). Apareció un pueblo llamado Cuautitlán, que a causa de una epidemia se

5 Coamil: la milpa (sembradío de maíz) cultivada con el instrumento llamado coa. Ésta es un palo puntiagudo en un extremo y provisto de una pala triangular en el otro. Según Seler (1998 [1901]: 66), la palabra coa se deriva del vocablo náhuatl quauhtli, que significa “estaca, árbol, madera”. 6 Otros sujetos de Cuzalapa eran Chacala, Tlalchichila y Apango (Ibid.)

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transplantó de su lugar original (en el vecino Valle de Autlán) a las tierras ayotitlenses. La mayoría de los habitantes de este nuevo poblado no era considerada indígena, sino mulata o mestiza. 7 Y también llegaron pobladores mestizos a Cuzalapa, cuyo número se acrecentó a principios del siglo XX, durante las décadas de la Revolución y la Cristiada, pues muchos de ellos huían de la violencia (Gerritzer 2002: 51­53). Las propias rancherías de Ayotitlán sufrieron en esas décadas el asalto de forajidos y tropas de diversas banderas, y por esa causa hubo familias que se remontaron a las partes más altas de la sierra, donde todavía viven sus descendientes. Hubo también lugareños – sobre todo los de Tenamaxtla, una ranchería que conservó fama de rebelde­­ que se levantaron en armas y lograron ahuyentar a algunos de los hacendados invasores (Robertson 2002: 98­101).

La lucha por la tierra y los bosques: 1921­1980 En 1921, con base en la nueva legislación agraria que trajo la Revolución triunfante, la comunidad indígena de Ayotitlán solicitó formalmente una solicitud de confirmación y titulación de sus terrenos, que no prosperó: la Comisión Nacional Agraria (CNA) exigió la presentación de la merced de tierras virreinal. 8 Pero ésta no estaba disponible en su versión original. El expediente no fue cerrado, sin embargo, y la CNA ordenó el retiro de los invasores que comenzaban a explotar los montes ayotitlenses. Pero éstos volvieron después de 1940, con renovados ímpetus. A partir de entonces, se desarrolló una lucha en defensa de la tierra y los bosques, conducida por el Consejo de Mayores – la autoridad tradicional—, en contra de los talamontes fuereños. 9 Este Consejo no era oficialmente reconocido por el gobierno mexicano. Ayotitlán, al igual que Cuzalapa y otros antiguos pueblos de indios, dependía de la autoridad mestiza del municipio de Autlán, y luego de la de Cuautitlán, al constituirse en 1946 el municipio de este nombre, cuya cabecera municipal estaba dominada por mestizos. Mucha gente de esta cabecera no ocultaba su desconfianza e incluso menosprecio por “los inditos”. De hecho, desde principios del siglo XX, cuando el párroco de Cuautitlán estableció la primera escuela en Ayotitlán, el idioma, las costumbres y la organización política del lugar habían sido perseguidos; en la escuela se castigaba a los niños que hablaban náhuatl y se quiso prohibir la celebración de las fiestas de los santos por considerarse rituales paganos y dispendiosos. Cuando el gobierno post­revolucionario introdujo escuelas rurales en la sierra, éstas tenían como tarea la imposición de la lengua castellana. En la década de 1950, los talamontes –a quienes protegía una poderosa familia de políticos y militares de Cuautitlán­­ difundieron la idea de que los indios eran además peligrosos y violentos. En 1956, un grupo de uniformados tomó por asalto la ranchería de Tenamaxtla, donde se reunía el Consejo de Mayores; incendiaron las casas y asesinaron a varios miembros que no lograron escapar. Los sobrevivientes dejaron de aparecer en público. En lugar del Consejo, una asamblea comunal nombró un Comité Provisional de Bienes Comunales, que se registraría ante las autoridades agrarias federales para continuar la lucha. No obstante, los Mayores siguieron influyendo en las decisiones colectivas.

7 La población africana apareció probablemente a finales del siglo XVII para laborar en las plantaciones de caña de azúcar de los valles, pero se ha asimilado totalmente a la población mestiza. Hoy en día nadie es clasificado como “mulato” o “negro”. 8 La Constitución de 1917 reconocía dos formas de propiedad social: la comunidad agraria (por recuperación o confirmación de una posesión colectiva existente desde la Colonia) y el ejido (por dotación del Estado a un grupo de peticionarios). 9 Esta lucha ha sido documentada por Durán Legazpi (1987) y Rojas et al. (1994).

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Temerosos y desanimados, los ayotitlenses conscientemente buscaron minimizar las señas de su estigmatizada identidad étnica. Durante la estación seca, muchos de ellos iban a trabajar a los valles irrigados de la costa y de la zona Autlán­El Grullo; si se presentaban como indígenas, los empleadores les pagaban menos, o se negaban a contratarlos. 10 Por ello, a principios de la década de 1960, tanto la lengua náhuatl como la indumentaria de los ancestros habían caído en desuso. 11 Por la misma época, la Comisión Nacional Campesina –CNC, la rama rural del Partido Revolucionario Institucional (PRI)—propuso al Comité Provisional de Bienes Comunales que desistiera de la demanda de confirmación de tierras de comunidad y, en su lugar, solicitaran la dotación de un ejido. Esto ocurrió en el contexto de una campaña nacional para ampliar los beneficios de la reforma agraria a grupos potencialmente rebeldes; a su vez esta campaña trataba de contrarrestar el auge de organizaciones rurales disidentes en otras partes del país, como la Central Campesina Independiente y el Partido Agrario y Obrero de Rubén Jaramillo (de la Peña 2002b: 375­377). (La dotación ejidal no implica ningún reconocimiento de derechos previos de la comunidad; por tanto, no es necesario presentar pruebas sobre estos derechos; y por eso mismo, son las autoridades federales las que deciden el monto de la tierra asignada y el número de ejidatarios). Según los enviados de la CNC, el pleito por la comunidad era imposible; además, el convertirse en ejidatarios libraría a la gente de la discriminación racista y les otorgaría la protección del PRI.

Aunque el Consejo de Mayores se opuso, el voto a favor del ejido obtuvo la mayoría en la asamblea comunal. Así, en enero de 1963, la Comisión Agraria del estado de Jalisco aprobó la constitución del Ejido de Ayotitlán, con una dotación de 55,332 hectáreas (de las cuales sólo el 6% se definía como “tierra de cultivo”). En julio del mismo año, se dio posesión provisional a los ejidatarios de 50, 332 hectareas, es decir, 5,000 menos de las aprobadas. Un mes después, la resolución presidencial de dotación confirmaba la misma cantidad. Pese a ello, las maniobras de los empresarios forestales detuvieron la ejecución de la posesión definitiva hasta 1974, e incluso entonces la dotación efectiva –por razones nunca explicadas oficialmente—fue sólo de 35,000 hectáreas (Durán Legazpi 1987: 283­284). Uno de los talamontes seguía controlando una enorme extensión boscosa. 12 Las luchas faccionales –entre los comuneros que apoyaban al Consejo de Mayores y los que desde entonces son llamados cenecistas: miembros de la CNC­­ entorpecieron la elaboración de una lista definitiva de ejidatarios. Y la depredación forestal de los invasores no pudo detenerse por las flamantes autoridades ejidales. Por añadidura, desde Colima, el Consorcio Minero Peña Colorada invadió por el sureste las tierras de Ayotitlán, sin permiso de sus dueños, para explotar los ricos yacimientos de cobre que ahí existían (Ibidem: 284­286).

Los nuevos actores políticos y la creación de la Reserva de la Biosfera de Manantlán El ejido conllevó la parcelación de una porción de las tierras. Tradicionalmente, éstas se repartían anualmente en cada ranchería, mediante el común acuerdo de las familias. El

10 Desde finales del siglo XIX, existía en el estado de Colima una prohibición oficial del uso del calzón de manta, cuya desobediencia se castigaba con multa o cárcel. Véanse las referencias y testimonios que aporta Robertson (2002: 170, notas 289, 290 y 291). 11 La indumentaria tradicional es semejante a la de otros pueblos nahuas del sur de Jalisco: cotón (una especie de blusón cerrado al frente y abierto por el cuello), calzón blanco de manta y ceñidor rojo para los hombres; jolotón o blusa bordada y falda larga de manta oscura para las mujeres. 12 Los empresarios forestales que operaban en Ayotitlán tenían también ingerencia en otras muchas explotaciones madereras del sur y la costa jaliscienses. Véase Torres y Cuevas s.f.

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encargado de organizar el reparto cíclico había sido hasta entonces el cabezal, vinculado al Consejo de Mayores. Pero los nuevos arreglos agrarios y las presiones políticas de los invasores exigían que las autoridades tradicionales desaparecieran. Sin embargo, a partir de la década de 1980 los partidarios del régimen de comunidad pudieron reforzar su capacidad de acción, con el apoyo de nuevos actores que se hicieron presentes en la sierra. Entre éstos se contaban algunos sacerdotes inspirados por la Teología de la Liberación, y también maestros rurales que tenían nexos con la Alianza Campesina Revolucionaria (ACR), una organización rural de izquierda. (véase Torres y Cuevas s.f..)

Por otro lado, desde mediados de los setenta, grupos de investigadores y estudiantes de la Universidad de Guadalajara exploraban la sierra, atraídos por la abundancia, diversidad y rareza de las especies zoológicas y vegetales, y por noticias de la presencia del teosinte (Zea perennis), un ancestro distante del maíz, que crece silvestre y puede ser usado en la producción de variedades híbridas de gran resistencia. Pero no sólo encontraron tal especie, sino otra más antigua y hasta entonces no estudiada: el Zea diploperennis (Guzmán 1978). En consecuencia, la Universidad creó un programa de investigación integral y protección ecológica, que instaló en el corazón de la sierra el Laboratorio Natural Las Joyas; éste, a su vez, se convirtió en el pivote de varios proyectos científicos internacionales (véase Jardel, coord., 1992; Gerritzer 2002). Asimismo, los universitarios realizaron estudios socioeconómicos y se interesaron en buscar soluciones para los problemas de marginación de la población serrana, y para detener la expoliación de los recursos forestales (León y Gutiérrez 1988; Rojas et al. 1996).

Entre tanto, para legitimarse, el Comisariado Ejidal había iniciado juicios en contra de la empresa minera, de los invasores, y de las autoridades federales y estatales, para recuperar el control de sus posesiones legales, e incluso obtuvieron, con ayuda de la CNC, una ampliación de 10,000 hectáreas adicionales a las aprobadas. Con todo, la invasión minera no cesó; por su parte, la devastación forestal no se detuvo hasta que un decreto presidencial creó, en 1987, la Reserva de la Biosfera Sierra Sierra de Manantlán, promovida por los universitarios, los comuneros y la ACR, con el apoyo del gobierno estatal y de numerosas instituciones científicas internacionales. 13 La Reserva comprende 139, 577 hectáreas; casi todas las del Ejido de Ayotitlán están ahí incluidas. En la zona nuclear de la Reserva (42,000 hectáreas) quedó prohibida toda actividad que pudiera afectar los recursos (flora, fauna, yacimientos) o modificar el uso del suelo; asimismo, en el resto (zona de protección) fue suspendida la tala de árboles durante 50 años; por otro lado, se autorizó a la población residente a mantener sus actividades tradicionales, bajo la supervisión de las autoridades de la Reserva. Una vez publicado el Decreto, un cuerpo de policía forestal se instaló en el área y forzó la salida de las empresas madereras.

Junto con estas importantísimas acciones de protección del bosque, surgieron iniciativas para promover un desarrollo sustentable que partiera de la propia cultura de los habitantes, lo cual implicaba la revitalización de las costumbres y saberes ancestrales (Robertson 2002; Moreno Badajoz 2004). En estas iniciativas participaban

13 Vease el "Decreto por el que se declara la Reserva de la Biosfera de la Sierra de Manantlán", Diario Oficial de la Federación, 24 de marzo de 1987, pp. 10­22.

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el Consejo de Mayores y sus seguidores, además de la ACR y los universitarios, y era particularmente importante la presencia de jóvenes educados de la localidad, que habían trabajado en el Laboratorio Natural Las Joyas o en las pesquisas socioeconómicas sobre el área, y cursado estudios superiores. Así, en julio de 1993 se formalizó la creación de la Unión de Pueblos Indígenas de Manantlán (UPIM), una asociación civil que ha logrado canalizar hacia la región recursos de instituciones públicas, universitarias y privadas, y se ha propuesto igualmente la promoción de los derechos humanos y la sustentabilidad ambiental y cultural. En 1994, tras la revuelta zapatista, el INI y la Procuraduría de Asuntos Indígenas de Jalisco se hicieron presentes con sus programas, por vez primera en la Sierra de Manantlán –y en otras zonas del Sur de Jalisco­­ , y en la Universidad de Guadalajara se fundó la Unidad de Apoyo a Comunidades Indígenas (UACI). 14 La labor de la UACI se inspiraba en las ideas del pedagogo brasileño Paulo Freire, así como en las del político anticolonialista de Guinea Amílcar Cabral y el etnólogo mexicano Juan José Rendón (entre otros). Su propósito era detener la agresión neocolonial a a la cultura aborigen, concebida como una totalidad armónica, y apoyar a los lugareños en su reconstitución.

Así, los universitarios convocaron a la gente de Ayotitlán a poner en marcha talleres de educación y conscientización, sobre temas agrarios, productivos y culturales, centrados en la recuperación de la memoria colectiva y la solidaridad, y en el diseño de soluciones a los problemas comunes. Por ejemplo, un taller sobre gobierno y derechos se ha dedicado a elaborar un Estatuto Comunal que permita establecer consensos entre todos los ayotitlenses. Este taller creó un nuevo espacio de expresión para el Consejo de Mayores. En otros grupos de trabajo se han discutido los problemas económicos de la comunidad; las posibles estrategias para desarrollar la forestería, la agricultura, el comercio y la industria doméstica (mediante mejoría en las técnicas de bordado, tejido y labrado de madera). Y cada aspecto de la cultura tradicional expresiva ha merecido un taller donde se hurga la memoria de los ancianos y se registran creencias y prácticas olvidadas. Asimismo, la UACI ha facilitado el intercambio de experiencias y las visitas mutuas entre los ayotitlenses y otros pueblos indígenas, en particular los huicholes del norte de Jalisco y otras comunidades nahuas del sur. En 1995, la UACI negoció con el INI para que se apoyara financieramente a un grupo de Ayotitlán que asistió al Congreso Nacional Indígena, celebrado en la ciudad de México y auspiciado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Seis años después, los ayotitlenses acudieron a Nurío a otra sesión similar, esta vez apoyados por la propia Universidad de Guadalajara. 15

Registros en los talleres de identidad y cultura Los talleres referidos a identidad y cultura han develado aspectos de una cosmovisión que combina aspectos originales y elementos emparentados con la cultura náhuatl. Una piedra angular en tal cosmovisión es la firme creencia en la presencia viva y ubicua de los ancestros, “los señores o viejitos”; ellos hacen, por ejemplo, que los tepemezquites situados frente a la vieja capilla de la cabecera comunal se mantengan verdes y floreando en todas las estaciones del año, para que la gente recuerde que ahí está su raíz y que la unión de los pueblos está en la fidelidad a los orígenes. La gente que se va de la

14 El ejército federal ocupó la sierra durante algunas días, para capturar a supuestos zapatistas de la región (que nunca aparecieron). 15 Puede parecer extraño que una institución gubernamental propiciara una reunión convocada por un organismo que se declaraba rebelde al Estado. Pero entre los funcionarios del INI existía simpatía por las demanas del EZLN, y además deseaban establecer vínclulos con los ayotitlenses.

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comunidad termina por volver, gracias a estos árboles; por ello, “el que los troza, se muere” (Higareda 2000: 180; Robertson 2002: 13). Los ancestros habitan en el interior de los cerros y son los dueños de la naturaleza, donde se manifiestan continuamente. Los ayotitlenses pueden llegar a través de las cuevas o los pozos hasta sus moradas; pero para lograrlo deben lidiar con los traviesos ruendes o duendes, que corresponden a los tlaloques o chaneques del panteón mexicano. Estos personajes, con apariencia de niños pícaros, pueden causar erupciones de piel y la enfermedad del susto, y hay que aplacarlos con bebidas alcohólicas, a las que son muy aficionados. Algunos ancianos dan testimonio de haber penetrado las puertas del mundo de “los señores”, donde encontraron paisajes exuberantes y escucharon palabras sabias, pronunciadas en la lengua de los antiguos mexicanos. Y estas palabras sabias indican que la vida humana depende de las dádivas de la tierra, madre alimentadora, a la que hay que agradecer con ofrendas y rituales (Robertson 2002: 156­158).

También se han organizado talleres para revitalización y difusión de las artesanías, consideradas como una herencia valiosa, y también como una forma autónoma de satisfacer necesidades y obtener ingresos. Los equipales de Ayotitlán, por ejemplo, conservan buena fama, y se ha fomentado su fabricación: se usa madera de guásima (cortada en luna llena para que se conserve mejor) y también otate y carrizo; la goma para pegar las partes se extrae de una orquídea. La cera de los panales se transfigura en velas, importantísimas en los rituales. Con palma se hacen las chinas – manto para guarecerse de la lluvia—y se tejen sombreros; con tule se tejen petates (esteras). Del carrizo se hace la chirimía, flauta presente en las fiestas. Todos los materiales son dones de la tierra, pero el barro que se convierte en cerámica es la tierra misma: merece mayor respeto; cuando se recoge hay que dejar una monedita, y al amasar jarros y comales las mujeres no pueden reírse a carcajadas. Se ha perdido el arte de las “bateas primorosamente pintadas” que describiera Villaseñor y Sánchez en el Siglo XVIII, así como la confección de ropa de manta; pero no se han dejado las técnicas de bordado, y se busca recuperar la manufactura de vasijas de tecomate o guaje (una especie de calabaza) barnizadas con aceite de chía. Y en la edificación de la vivienda aún se usan adobes y tejas producidas localmente (Robertson 2002: 75, 158­ 164). Por los talleres, se ha vuelto importante conocer las palabras náhuatl que nombran a las materias primas y a los objetos artesanales. Más aún: se busca activamente refuncionalizar la lengua ancestral, y por ello se ha pedido a la Dirección de Educación Indígena que se enseñe en las escuelas.

La medicina tradicional continúa viva (véase Higareda 2000). Se distinguen tres artes: el de las parteras, el de las hierberas­sobadoras, y el de los médicos de rama. Estos últimos reciben el don de la sanación directamente de los ancestros, y son capaces de aplacarlos cuando envían los malos aires (una forma que toman los ruendes), que pueden tumbar las milpas. Cuando vienen las borrascas, hay que “cortarlas”, ofreciendo un vaso de mezcal a los cuatro vientos. También en las curaciones de enfermedades – que pueden ser causadas por los propios ruendes, cuando se enojan—debe celebrarse un ritual de ofrenda semejante. Cuando ejerce su oficio, el médico de rama debe crear una atmósfera propicia a los antepasados, con rezos y sahumerios de copal. Sus prácticas incluyen limpias, que consisten en pasar ramas de zapote blanco y flores de cempasúchil por el cuerpo del enfermo, así como el uso de ungüentos, cataplasmas, infusiones y chiquiadores (compresas), elaborados con una gran variedad de especies vegetales. A lo largo de su vida el curandero llega a acumular conocimientos acerca de unas 150 plantas medicinales. El oficio se aprende de una persona mayor que lo

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practica, pero son también indispensables la oración, el ayuno, las visitas a los cerros a llevar ofrendas y hablar con los ancestros. No basta conocer las plantas: hay que reconocer las enfermedades específicas en el contexto cultural del mundo indígena: por ejemplo, los sustos, los males de aire, los enruendamientos, los latidos… 16 Pese a los ataques verbales de los médicos occidentales que atienden las clínicas públicas de la región, la práctica de los curanderos continúa viva y eficaz. Últimamente, se ha enriquecido y fortalecido por la comunicación que ha fomentado la UACI entre los terapeutas locales y los de otras partes del país. 17

El registro y la revitalización del calendario festivo ha sido otro aspecto sobresaliente de los talleres culturales. He aquí una síntesis de esos registros, escrita por Margarita Robertson (2002: 176):

“En Ayotitlán no pasa un mes sin que se festeje a un santo o a una virgen. En enero, la capitana [de la fiesta] unta con pinole a los papasqueros quienes, durante una semana, cantan y reverencian a San Sebastián, “el mero patrón”, y lo sacan a paseo en un equipal. En febrero la comunidad se viste de gala para recibir a la Virgen de la Candelaria, “la mera patrona”. En marzo es el cambio [de los mayordomos] de San José. En mayo pasa de regreso la Candelaria. En junio la fiesta es para San Antonio benigno, quien concede favores a quienes le presentan una vela, y también para San Pedro y San Juan, al que bañan, junto con la gente que lo acompaña, en el río. En julio las caballeras, mujeres a caballo, festejan al Señor Santiago. En agosto se realiza el cambio de la Asunción o Virgen de Agosta, que es paseada por mujeres vestidas de negro, las varonas. En septiembre es el cambio de San Miguel. En octubre se hacen velaciones todos los días para dar gracias a Dios por la cosecha, y se festeja a San Lucas. En diciembre, además de las pastorelas, se venera a las Vírgenes de la Concepción, Amilpa, la Tonguichita y por supuesto Guadalupe”.

En todas las fiestas se celebra una misa, y los mayordomos o encargados de las imágenes deben proveer música, cohetes, cera, comida y bebida. En las más importantes ­­San Sebastián, la Candelaria, Guadalupe—antecede un novenario de oraciones y jolgorio, y se disfruta del espectáculo de los danzantes. Hay dos cuadrillas en Ayotitlán: la Danza de Conquista y la Danza de las Malinches. En la primera –un desarrollo de la Danza de Moros y Cristianos, que se representa en muchas comunidades de América Latina y España­­ se enfrentan simbólicamente los mexicanos, de vestimenta roja, y los españoles, de vestimenta azul. Las Malinches son muchachas y niñas ataviadas con indumentaria tradicional, que bailan en dos hileras. La Virgen de la Candelaria, cuya morada es la capilla de la cabecera comunal, recorre la sierra, junto con dos imágenes colimenses: la Virgen de Zacualpan y la Virgen de Jululapan. Se detienen en Cuzalapa, Chacala, Cuautitlán y Tequesquitlán; en todos estos poblados se celebra “la fiesta de las tres Vírgenes” (Rojas et al. 1996: 116­117; Robertson 2002: 177­179). En cuanto a las pastorelas decembrinas, son representaciones teatrales, aprendidas originalmente de los

16 Todas estas enfermedades se presentan en otros pueblos mesoamericanos, particularmente el susto, que resulta de una impresión fuerte y afecta particularmente a los niños (Campos 2002; de la Peña 2006: cap. 6). Para el caso de Manantlán, véase la información detallada que Yésica Higareda (2000: 190­196) presenta sobre la curación del susto. 17 Con apoyo de la Universidad de Guadalajara (a través de la UACI) y de otras insticiones (académicas y ONGs), varias organizaciones de médicos indígenas tradicionales han convocado a reuniones exitosas de intercambio y promoción. Véase laMemoria del Foro Nacional en Defensa de la Medicina Tradicional (2004).

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frailes de la época colonial, cuyos diálogos rimados recogen la narración evangélica de la adoración de los pastores. 18 Estas representaciones pueden interpretarse como alegorías de orden cristiano, donde el bien celestial (el Niño y el ángel vestido de blanco) triunfa sobre el mal de los infiernos (los diablos ataviados de negro y rojo), y los mortales deben optar por el bien (Camacho 2000).

Significados de la etnicidad recobrada: cinco testimonios En el modelo de interpretación de la cultura adoptado y transmitido por la UACI, los rituales comunitarios constituyen el espacio simbólico donde se recrea la solidaridad, expresada en la participación y el esfuerzo concertado, y se cataliza la memoria colectiva, expresada en el cuidado compartido de la costumbre. Los rituales, además, mantienen una interdependencia funcional con las creencias en el mundo mágico de los antepasados y los duendes, marcan el ciclo de las estaciones y la agricultura, permiten la sabiduría benigna de los curanderos y dan significado al trabajo artesanal. El discurso de recuperación de la cultura y la identidad promete una vida armonizada con los semejantes y la naturaleza.

Sin embargo, la forma en que este discurso es procesado sufre muchas variaciones. Presento aquí cinco testimonios de ayotitlenses de experiencias e intereses variados. El presente etnográfico es el año 2001.

1. Don José Se presenta como el miembro más joven de Consejo de Mayores: tiene

“solamente” 78 años. Sabe leer y escribir, pero sólo asistió un año a la escuela. Le gusta presumir sobre los antiguos orígenes de Ayotitlán. Según él:

“Tenochtitlán, la capital del Imperio Azteca, iba a ser fundada aquí. El dios Huitzilopochtli había anunciado a los sacerdotes que encontrarían una isla en medio de un lago y ahí verían un águila en un nopal, devorando una serpiente. Pero las montañas tapaban el lago, y los sacerdotes pasaron sin verlo; pero algunos más listos sí lo vieron y se quedaron. Por eso yo digo que los mexicanos originales somos nosotros”.

También afirma que la sabiduría de los nativos viene de los espíritus que viven en la vieja capilla franciscana y en lo profundo de la sierra, y hablaban con los ancianos: “por eso necesitamos rescatar la fuerza del Consejo de Mayores”. Y se acuerda con tristeza de los tiempos en que su padre y otros Mayores tenían que esconderse porque los madereros los iban a matar, en complicidad con las autoridades corruptas. Afortunadamente,

“don Zeferino todavía vive, ha guardado nuestros papeles, donde tú puedes ver que la comunidad es muy grande, nuestras tierras llegan hasta el mar del Pacífico. 19 Él peleó contra los que se metían a nuestras tierras; él lo sabe todo. El

18 Además del Niño Dios, los personajes son los pastores y el ángel que anuncia el nacimiento, las gilas – muchachas campesinas­­, y Luzbel con sus vasallos los diablos. Hay además un personaje chusco, Bartolo, símbolo de la pereza, y un ermitaño que lo presiona a unirse a la adoración de los pastores y así evitar que los diablos lo arrastren al infierno 19 Don Zeferino tiene mas de 90 años. Vive en una ranchería remota y es considerado el más sabio de los Mayores.

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Consejo de Mayores estaba muerto, pero entonces los muchachos de la UACI llamaron a don Zeferino y a otros viejos que sabían las cosas de antes. Y vino de [la ciudad] de México un profesor de antropología a ayudarnos con nuestras tradiciones (…)

La verdadera autoridad es la de los Mayores, ellos tienen la obligación de nombrar al delegado municipal, nomás por un año; tienen que castigar a los que no se portan correctamente, y defender a la comunidad (…) Esta comunidad siempre ha sido atacada, decía mi padre que también en la Revolución todos los ejércitos venían y mataban gente, y luego los madereros hicieron lo mismo…”

Para don José, lo que hace la UACI y en general la universidad es muy bueno; aunque no parece saber mucho acerca de la Reserva de la Biosfera. Le gusta el interés de los jóvenes citadinos que trabajan con los jóvenes locales para resucitar las viejas costumbres, y está muy contento de haber viajado a los Congresos Nacionales Indígenas y conocido a los zapatistas.

2. Indalecio En contraste con la versión de don José, que ve la historia local en términos de la

resistencia de los “verdaderos mexicanos” a la agresión de los invasores, Indalecio piensa que los principales conflictos en Ayotitlán han sido causados por pleitos internos. Él pertenece a una familia cenecista; empezó la escuela primaria en Ayotitlán y la terminó en Cuautitlán; a sus cincuenta y pocos años, ha sido varias veces Presidente del Comisariado Ejidal y ocupa el cargo de Delegado de la CNC. Con todo, también tiene preparado su propio discurso etnicista:

“Las comunidades indígenas han sufrido una pobreza terrible, a pesar de que son las que han cuidado las tierras mexicanas. Aquí los mestizos nos quitaron muchas tierras, pero eso fue porque los indios nos peleábamos todo el tiempo y se nos olvidaba pagar impuestos, así que mientras nosotros estábamos en el pleito ellos le compraban los títulos al cobrador de impuestos (…) Cuando en 1921 los Mayores pusieron una demanda para que nos devolvieran la tierra, eran muy ignorantes, y no recibieron asesoría legal, así que no sacaron nada. Y también ahora, ahora que ya tenemos un ejido, no hemos recibido toda la tierra que nos corresponde por ley, porque la gente ignorante se sigue peleando”

Indalecio es un ardiente defensor del ejido. Piensa que, si se hubiera insistido en el proceso de restitución de las tierras comunales “todavía estaríamos esperando (…) ¿Qué no ven que tenemos un camino, aunque sea malo, gracias al ejido? Antes teníamos que andar por los cerros, a pie o en mula”. En cambio, desaprueba la presencia de la UACI y la creación de la Reserva:

“Los de la Universidad son todos izquierdosos, todos del PRD [Partido de la Revolución Democrática], y en realidad nosotros, la gente, les importamos muy poco. Gracias al ejido, las compañías madereras nos pagaban dinero por los árboles que cortaban. Ahora se hizo la Reserva, y ya no tenemos ese dinero; ni siquiera nos dejan tocar el bosque. Eso está mal, porque los árboles desparraman semillas, el bosque crece muy aprisa, y por eso hay tanto incendios forestales”.

Aunque no lamenta la pérdida de la lengua náhuatl ni de la indumentaria tradicional, reconoce que eso se debió a la agresión racista:

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“Al gobierno en Colima no le gustaban los calzonudos; nuestros paisanos que iban a trabajar o a vender aguacates y manzanas de acá de la sierra tenían que comprar o rentar pantalones, porque si no, los metían a la cárcel”

En cuanto a las demandas étnicas, piensa que las comunidades indígenas deberían convertirse en municipios independientes. “Por ejemplo, Ayotitlán debería separarse de Cuautitlán y tener su propio Presidente Municipal, pero no un Consejo de Mayores, que es pura vacilada (broma)”. También afirma que los indígenas deberían tener representantes “serios” en el Congreso. En cuanto a los programas del INI y otras acciones asistenciales del gobierno, opina que son paternalistas, inequitativos y mal administrados:

“El INI nomás da dinero a los que son amigos de los universitarios, todos del PRD o la ACR, y el dinero les sirve para emborracharse. Dizque los beneficiarios iban a volverse autosuficientes y devolverlo, pero nunca ha pasado eso. También otros programas como PROCAMPO o PROGRESA han vuelto irresponsable a la gente. Sería mejor enseñarlos a trabajar”. 20

3. Miguel Tiene alrededor de 45 años. Sus padres migraron a Autlán cuando era

adolescente, y ahí cursó la escuela secundaria; no la continué estudiando porque la familia volvió a la sierra. Ha sido miembro de la ACR y de la UPIM, ha participado en numerosos talleres y cursos de capacitación promovidos por el Laboratorio Las Joyas y la UACI, y es ahora uno de los líderes de una cooperativa de producción (la Sociedad de Solidaridad Social Miguel Fernández, nombrada así por uno de los fundadores de la ACR en la Sierra de Manantlán). Desde su punto de vista, fue la ACR la que inició el cambio en la Sierra:

“Tuvimos nuestros primeros contactos en 1979. Había entonces una complicidad total y vergonzosa entre los empresarios forestales, las autoridades municipales y el Comisariado Ejidal. Y además el Consorcio Minero nos invadía desde Colima, también con la complicidad de las autoridades de aquí y de gente de muy arriba del gobierno. Entonces la ACR organizó manifestaciones de protesta, en Guadalajara y hasta en [la ciudad] de México. Cuando empezaron a venir los universitarios, la ACR los ayudó a tomar conciencia de los problemas del campo”.

Miguel narra con orgullo cómo la ACR y la UPIM condujeron a la gente de una docena de rancherías a apoyar a los universitarios y a los técnicos de la Secretaría de Ecología en el proyecto de creación de la Reserva de la Biosfera; deplora en cambio lo que han hecho las autoridades ejidales:

“Vimos al mismo gobernador de Jalisco. Entonces ya pudimos echar a patadas a los talamontes, y ahora estamos en paz. La Reserva puso fin a la explotación

20 El PROCAMPO (Programa de Ayuda al Campo) reparte subsidios a los productores de maiz; PROGRESA (Programa de Educación y Salud, hoy llamado Programa Oportunidades) otorga becas a las familias en situación de pobreza que se comprometen a enviar a sus niños a la escuela y llevarlos periódicamente a revisión médica.

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irracional del bosque, que había secado las fuentes de agua y acabado con la fauna silvestre (…) Lástima que los que controlan el ejido sean ineficientes y corruptos. Es cierto que contrataron un abogado que consiguió que los madereros pagaran una compensación, pero ese dinero se lo repartieron entre los jefes y los simpatizantes de la CNC. Ni siquiera han sido capaces de completar el censo ejidal, y también con el censo querían hacer rampa, por eso no nos han inscrito en el Registro Nacional Agrario”.

Sostiene que el Consejo de Mayores ha sido muy importante para unificar a la gente y para luchar contra la pobreza y el alcoholismo:

“Tenemos que esforzarnos por alcanzar la armonía, para que ya mandemos lejos toda la tristeza que teníamos (…) La solución a nuestros problemas está en nuestras capacidades humanas, no en estar explotando y devorando nuestros recursos hasta acabar con ellos. Los Mayores conocen nuestra historia, nuestras maneras de vida, nuestra cultura. Ellos pueden traernos optimismo; para ser nosotros, dependemos de ellos”.

Pero la gran esperanza de Miguel está en el proyecto de desarrollo sustentable llevado adelante por su cooperativa, que ha obtenido ayuda técnica de la Reserva de la Biosfera, la Universidad de Colima y la Secretaría de Agricultura, y además financiamientos públicos y privados:

“Hoy somos 125 miembros. De hecho éramos más, pero una parte se separó y formó un grupo independiente; no importa, si se hacen las cosas de buena fe. Nuestro principal proyecto es de apicultura, y funciona muy bien; pero también tenemos pequeñas plantaciones de café, jamaica y zarzamoras, y ya empezamos a producir licor de café y jabón. Tenemos una tienda en Telcruz, y además exportamos a Guadalajara y Jalisco. Vamos despacio, pero si estamos unidos llegaremos muy lejos…”

4. Rogelia Tiene cerca de 40 años. Es una de las personas más escolarizadas de la Sierra.

Por impulso de una maestra de la escuela de Ayotitlán –que vivía en Cuautitlán y desde ahí acudía a su trabajo­­ terminó la primaria y la secundaria en la cabecera del municipio. A las mujeres “no las dejaban estudiar, pero yo me rebelé. Y yo también tenía el apoyo de mi abuelo, que sabía muy bien leer y escribir: él hacía las cartas de la comunidad”. En 1981, por recomendación del director de la secundaria, consiguió un empleo como alfabetizadora en el Instituto Nacional de Educación de Adultos; así pudo financiarse los estudios de preparatoria en Guadalajara. Pero se mantuvo en contacto con la sierra, y por influencia de los universitarios del Laboratorio Las Joyas decidió estudiar agronomía en la Universidad de Guadalajara. En 1992, ya graduada, estaba de regreso en Ayotitlán, como investigadora asistente en Las Joyas; fue, además, una de las fundadoras de la UPIM y ha colaborado con la UACI desde sus comienzos.

Afirma que la fundación de la UPIM tenía como uno de sus objetivos la superación de la enemistad que se había creado entre los partidarios de la CNC y los que apoyaban a la ACR:

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“En los ochentas los aserraderos estaban en su apogeo, y una buena parte de los ejidatarios estaba de acuerdo en seguir vendiendo [madera], porque el abogado de la CNC –que también tenía negocios con los madereros—había conseguido pagos para el ejido; pero el pago se repartía inequitativamente, y mucha gente quedaba descontenta; era muy difícil coordinar a todos, había más de 1 600 ejidatarios, y a muchos no les tocaba nada (…) La tala era excesiva y el bosque se acababa (…) La UPIM la empezamos como un grupo comunitario, vinculado a la Iglesia, y en 1993 lo registramos como una asociación civil, para que no nos acusaran de subversivos. Queríamos la unión para lograr la explotación racional del bosque, y también queríamos defender a los trabajadores migrantes que iban a los campos agrícolas, porque estaban muy desprotegidos. Y trabajar con los ejidatarios para lograr que el gobierno federal entregue o compense las 15 000 hectáreas que faltan de la dotación definitiva.”

La UPIM tiene registrados 500 miembros, pero en la práctica –según el testimonio de Rogelia­­ participan casi 2 000 personas en diversas actividades. Incluso hay un buen número de la CNC. “Lo que pasa es que los de la CNC no quieren que se nos considere indígenas, o comunidad indígena, porque creen que nos van a quitar la tierra”. Pero también hay una cuestión partidista: los ejidos tienen un vínculo orgánico con la CNC, que a su vez forma parte del sector campesino del PRI; en cambio, el régimen de comunidad agraria permite más independencia. Para Rogelia, la UPIM podría y debería conseguir el cambio de régimen agrario, y el siguiente paso sería la autonomía municipal:

“En el municipio de Cuautitlán hay 15 000 habitantes; nosotros, los de Ayotitlán llegamos a 9 0000, mientras que los mestizos son sólo 6 000. Y nos han tratado muy mal, todo el gasto público se hace en la cabecera mestiza. Por eso es importante recuperar la identidad, defendernos como lo que somos, encontrar en nosotros mismos nuestra propia dignidad, y esto sólo es posible si nos identificamos y valoramos lo que somos, lo que tenemos y el lugar donde estamos. Por eso apoyamos desde el principio a la UACI en el rescate de la cultura: la lengua, el vestido, las fiestas y el gobierno tradicional. Aunque ya poca gente hable náhuatl, queremos que en las escuelas los niños lo aprendan, y ya algunos maestros se interesan y les han enseñado a cantar el himno nacional y otras canciones en náhuatl”.

Rogelia se muestra optimista porque la Reserva ha consolidado la protección del bosque; porque el Consejo de Mayores, formado por 40 miembros que se reúnen cada mes, va logrando –con el apoyo de los talleres de la UACI—que muchos ayotitlenses poco a poco superen sus diferencias y se unan para conseguir avances en la comunidad, y porque las autoridades municipales, que en un inicio veían a la UPIM y al Consejo de Mayores con desconfianza, finalmente los respeta y acepta colaborar en un proyecto de ampliación de servicios públicos, para el que han pedido el apoyo de la Secretaría de Desarrollo Social. La UACI ha tenido asimismo un papel relevante, no sólo en el rescate cultural, sino en labores de enlace y gestión: con varias agencias gubernamentales (INI, SEDESOL, DIF) han tramitado exitosamente apoyos para un cúmulo de proyectos: ganadería estabulada, agricultura orgánica, cocinas rústicas, panaderías, molinos de nixtamal, electrificación por celdas solares, pequeña irrigación, potabilización… Y capacitación para todas estas actividades. Admite, sin embargo, que el camino por recorrer es todavía muy largo.

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5. Magdalena (una joven curandera; pendiente)

Apuntes para una discusión preliminar

+ Para entender el proceso de etnogénesis, no basta describir y analizar los discursos y las acciones del grupo en cuestión; es necesario analizar el complejo campo de relaciones verticales y horizontales –de alianza y contradicción­­ entre agentes internos y externos, así como el contexto más amplio de políticas estatales (efectivas o fallidas) y fuerzas de mercado.

+ En Manantlán encontramos un ejemplo clásico de lo que Gonzalo Aguirre Beltrán (1967) llamaba proceso dominical”: el dominio de un sector “indígena” en obvia situación de desventaja por parte de actores “mestizos” que cuentan con recursos estratégicos (dinero, información, relaciones y la protección o el control directo del poder público). Para este autor, la persistencia de las diferencias étnicas son funcionales a la exclusión del acceso a los recursos estratégicos que sufre el sector dominado. Sin embargo, la lucha del Consejo de Mayores de Ayotitlán, que defendía la tierra comunal, era la forma de combatir el dominio y la exclusión, cuya efectividad aumentó cuando se expresó también como resistencia étnica.

+ Esta resistencia ha chocado no sólo con el sector dominante, sino también con quienes buscaron una solución a la expoliación forestal a través de la constitución del régimen ejidal –en vez del régimen de comunidad agraria buscado por el Consejo de Mayores­­, lo cual implicó establecer alianzas con la CNC y el PRI. Estas alianzas resultaron contradictorias y no resolvieron el problema. Por otra parte, la bandera de la etnicidad se reforzó por otro tipo de alianzas, con organizaciones de izquierda y grupos universitarios, que consiguieron la expulsión de los madereros invasores al crearse la Reserva de la Biosfera. Pero esto no dejó satisfechos a los cenecistas, que dejaron de tener acceso al bosque y de recibir pagos –así fuera exiguos—por la venta de árboles.

+ Los cambios económicos, políticos y legislativos que ocurren en el contexto nacional, así como los discursos y las acciones de los agentes externos, han favorecido que se discuta abiertamente en el contexto local los temas de la cultura y la identidad, la etnicidad y las relaciones interétnicas. Empero los testimonios recogidos muestran diferentes perspectivas con que los actores locales articulan tales temas y los relacionan con su situación personal y colectiva

+ Don José expresa el punto de vista optimista de alguien que, tras muchas vicisitudes desagradables, ha recobrado una posición de prestigio en su comunidad, en parte por la presencia de la Reserva y el reconocimiento que la UACI hace de su persona. Por el contrario, Indalecio siente mermado su poder y prestigio por las acciones del Laboratorio, la UACI y ciertas agencias gubernamentales (INI, SEDESOL y sobre todo la administración de la Reserva) que escapan totalmente a su mediación y han abolido la autoridad del Comisariado Ejidal sobre una gran parte de las tierras. A su vez, Miguel y Rogelia se autodefinen como activos participantes de un proceso de cambio y aceptan la intervención externa directa como una serie de oportunidades de mejora.

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+ El lenguaje de don José es emocional y abierto, el de Indalecio oficialista y más bien cauto, mientras que Miguel y Rogelio utilizan un lenguaje elaborado y cargado políticamente. Los cuatro se identifican como miembros de una colectividad que ha sufrido numerosos agravios históricos; pero Indalecio, sin defender explícitamente a los talamontes, deja ver que éstos resultaban beneficiosos cuando el Comisariado Ejidal podía cobrarles por la extracción de madera. Para Indalecio, los problemas en la comunidad los han creado los ignorantes, los izquierdosos y los peleoneros; en cambio Miguel culpa a los invasores coludidos con las autoridades (incluyendo a Indalecio), y Rogelia a la falta de unidad y de diálogo, e implica que el principal responsable es el grupo cenecista.

+ Sobre el tema de la condición indígena, don José la asocia al mito del águila y la serpiente y concluye que los Mayores deben recobrar su autoridad, porque son los que saben de dónde vienen los ayotitlenses: lo indígena, entonces, se define por la descendencia y reivindica una jerarquía. Indalecio dice que el Consejo de Mayores es “una vacilad”a; para él la etnicidad representa un pasado de discriminación racista, pero también la posibilidad de acceder a la independencia municipal (donde su candidatura a la presidencia municipal sería probablemente apoyada por el PRI). Miguel está sobre todo preocupado por metas de desarrollo social y económico, pero reconoce el valor de la etnicidad como bandera de unidad y símbolo solidario; Rogelia claramente ve la recuperación identitaria como un paso hacia la autonomía, la justicia y el desarrollo equitativo.

(continuará)

AGRADECIMIENTOS Este trabajo se basa en una investigación realizada en el periodo 1999­2002, en el contexto del proyecto colectivo “Las políticas sociales hacia los indígenas en México: actores, mediaciones y nichos de identidad”, bajo mi coordinación y con el patrocinio de CIESAS, CONACYT y la Fundación Ford. Agradezco su valiosa colaboración a mis colegas y alumnos, en particular a mis asistentes (hoy colegas) Alejandra Navarro y Rocío Moreno, y asimismo a mis generosos amigos de la Unidad de Apoyo a Comunidades Indígenas (UACI) de la Universidad de Guadalajara, especialmente a Margarita Robertson, Jaime Hernández , César Delgado y Samuel Salvador. Y a mis informantes de Ayotitlán, cuyo anonimato debo respetar.

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