Requisito Para Una Nueva Cultura PolíTica

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Planteo acerca de la importancia de la educación en y para los derechos humanos como via fundamental para la construcción de una nueva cultura política ciento por ciento democrática. ___________________________________ Publicado en la Revista Documentación (de la Fundación Ciencias de la Documentación) ISSN 1988-5032. Nº20 Noviembre/Diciembre, 2007. Y en también por la Revista del Programa Andino de Derechos Humanos, Nº 21 (Mayo, 2008)-Ecuador ISSN 1850-6356.

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Requisito para una Nueva Cultura Política

Autora María Celeste Gigli Box (Argentina)

Foto: Wyn Van Devanter / Flickr. Night Lights of a Capitol City

De lo que sigue.Abrid escuelas para cerrar

prisiones.Víctor Hugo.

E n lo que sigue proponemos recorrer un camino alternativo en lo que atiene a la educación en

y para los derechos humanos. Concretamente, haremos una selección conceptual desde una de las nociones más importantes del corpus teórico de la Ciencia Política, como es la cultura política. Esta suele ser motivo de análisis -y fuente de explicación- para las conductas ciudadanas y los diversos tipos de regímenes de gobierno (desde autoritarios a democráticos -con los

modos intermedios y parciales en que cada uno de ellos se presenta). Aquí, construiremos un sumario acercamiento a dicha cultura política; mas le daremos una nueva desinencia: el hacerla interactuar con una educación en y para los DDHH (en más, “DDHH”). Esta combinación no es dable de soslayar, ya que tal educación es la clave que consideramos determinante para el ejercicio de una [necesitada] nueva cultura política. Podemos cotejar por doquier, estudios que abordan la cultura política de un grupo o región -en el sentido más genérico de ambos términos-, con diversos aspectos de la realidad política (podrán ser tipos de regímenes políticos o casos concretos, explicaciones de un fenómeno; o bien cualquier otro cruce que

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se proponga); pero no es posible encontrarla como una consecuencia concreta -y posterior retroalimentación-, de una herramienta plena de ventajas como es la educación en y para los DDHH.

Simplemente, creemos que ella es un proceso continuo y permanente, en orden a lograr el entendimiento de la responsabilidad que todos y cada uno tenemos, en hacer una realidad concreta el respecto de los DDHH en cada individuo, grupo y/o sociedad. Así, podremos proyectar una experiencia cotidiana de la justa defensa de la dignidad humana, la solidaridad, la libertad y equidad. En pocas palabras, vivir los DDHH como una práctica tangible, en un criterio de coincidencias que hagan de la persona humana -su dignidad y su valor-; sujeto de vínculos sustentados en la formación -y sea su consecuencia en el mismo tiempo. En este sentido, huelga mencionar que, para erigir y sostener sociedades democráticas y pluralistas, son necesarios determinados valores, derechos y actitudes que faciliten y mejoren su nivel de convivencia -en una dinámica para la paz.

Terceras aclaraciones son necesarias. Debemos atender aquellas que pueden surgir por consecuencia del concepto elegido -cultura política-, y de otros necesariamente relacionados -como democracia y ciudadanía. Cualquiera de ellos -o sus combinaciones-, pueden ser blanco de objeciones/correcciones/precisiones/resignificaciones de muchos tipos: epistemológicas, metodológicas, históricas y hasta geográficas. Mucha tinta se ha usado, para expresar puntos de vista politólogicos, sociológicos, históricos y demás, analizando el fenómeno, o bien, de lo que de él predican sus colegas. A diferencia de esto, en estas líneas podremos evitar este tipo de pláticas/coincidencias/disputas/objeciones; las que, si bien muy prósperas para la ciencia, podrían inmovilizarnos para seguir avanzando hacia donde queremos llegar: la educación en y para los DDHH. Por supuesto, la pregunta procedente sería: ¿Por qué podremos evitarlo con tanta ligereza? La razón requiere ser explicada con detenimiento:

En primera instancia, nuestra empresa en estas líneas no pretende -ni precisa- presentar tal o

cual concepto teórico de cultura política -con sus nociones relacionadas-, como “primordial”, o bien el “más completo” o “crítico”. En vez de ello, procuraremos partir desde las coincidencias básicas que los diferentes modos de conceptualizar la cultura política han tenido en la heurística del tema. En otras palabras, plantearemos una construcción teórica amplia de la noción, para usarla como sustrato (y, por supuesto, haremos una selección que la sintetice, por razones particulares de espacio). Esto no implica, desde ya, que lo seleccionado carezca de refutaciones o precise ser ajustado en función de las diferentes sociedades, pero no nos detendremos en ello, porque nuestro fin radica en continuar con la tarea. Para ello, en segundo lugar, propondremos focalizarnos en las implicancias de las teorizaciones elegidas al combinarlos. Pero esto no pretende ser tautológico: intentamos construir un espacio dinámico para analizar la interacción de la noción cultura política en conjunción con la educación en y para los DDHH. El objeto de hacerlo es destacar la importancia de ésta última para la transformación de una nueva cultura política resultante de tal instrucción a lo largo del tiempo. En concreto, una cultura política construida en presencia de educación en y para los DDHH, dará lugar a un tipo de democracia diametralmente diferente [del resultante si la primera estuviese ausente]: Simplemente, porque una realidad con fluida educación en y para los DDHH, implica un insumo diferente a la hora de abordar la acción política para todos los individuos y grupos que conforman un espacio político. De este modo, pretendemos que las líneas siguientes ilustren la necesidad de agregar -a los abundantes estudios sobre la problemática en DDHH-, la cultura política como factor básico para representar[se] la política, y como índice de las posibilidades de los actores -a un mismo tiempo.

En último lugar -relacionado a lo anterior, pero en cuanto al formato de la exposición-, pretendemos remarcar nuestra intención al presentar un primer acápite en donde desarrollaremos sumariamente la noción de cultura política; un segundo, donde abordaremos los espacios de la democracia y la ciudadanía -como conceptos relacionados con el primero-; para continuar en el último apartado, donde comentaremos la importancia que tienen en esas teorizaciones la educación

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en y para los DDHH. Pero esto no concluye allí, sino que prepara un desenlace donde se presenta la posibilidad de una nueva cultura política. Por supuesto, conforme la ecuación clave: la formación para y en los DDHH, que devendrá en una mejor democracia y ejercicio ciudadano. Algo así como un palíndromo, sólo que no de letras sino de ideas: la cultura política por la que comenzamos, nos llevará a una [determinada] democracia y ciudadanía, siendo éstas, el espacio en que se concreta lo que la primera informa en el individuo/grupo/s. Y, una educación en y para los DDHH, posibilitará un nuevo comienzo de posibilidades a cada actor político, al proveer un “capital cívico” que permite una relectura y/o ejercitación y/o mejoramiento de la cultura política; para luego seguir con una relectura y/o nueva ejercitación y/o mejoramiento del ejercicio ciudadano y democrático, que termine en la continuidad de la enseñanza en y para los DDHH. La “magnitud” de esa necesidad de perseverancia en tal instrucción, es producto de la concreción de esa misma cultura política -que ya fue informada por la instrucción. En concreto, nuestro objeto es destacar la dinámica que estas dos fuentes producen -como causa y efecto mutuo-; y que nos alecciona la importancia de tal formación específica, al focalizarse en su ejercicio concreto: una nueva cultura política.

En concreto, nuestra aspiración de lograr una dinámica singular, tiene como fin lo ya expresado más arriba: señalar la importancia de una educación en y para los DDHH como comienzo, fin y nuevo comienzo de... lo que sigue:

Cultura Política: un modo de ver y hacer...

No proclaméis la libertad de volar: dad alas; tampoco la de pensar:

dad pensamiento.Miguel de Unamuno

Comencemos brevemente con el desarrollo de nuestro primer tópico: la cultura política. Su acontecer multidisciplinario, fue producto de la explosión de estudios de la conducta -hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial-, en áreas como la Sociología, la Antropología y la Ciencia Política.

Pero es dable mencionar que notas similares a lo que expondremos como cultura política, están presentes ya en Platón y Aristóteles. El primero, la derivaba de los valores, actitudes y experiencias que las personas obtienen a lo largo de su vida (en términos modernos, llamaríamos a ello la socialización). En el caso de Aristóteles, se encuentra en la organización de las diferentes conformaciones en la polis y la disposición de sus segmentos estratificados. Tampoco se ausenta en el caso de Montesquieu, Rousseau y Tocqueville: sintéticamente, ellos también destacaron la importancia de los valores morales (y en algunos casos, religiosos) para explicar el decurso de las instituciones políticas. Pero el alcance del concepto en la politología, tuvo por protagonista a Gabriel Almond [2]. Su enfoque -de impronta conductista, enmarcado en el estructural funcionalismo-, abordaba la dimensión macro de la política (estructuras, funciones del sistema político, instituciones, efectos de políticas públicas), y aquélla micro (enfocando el individuo, sus actitudes y motivaciones), junto con la relación que existe entre ambas. Esto daba lo que llamó orientaciones políticas, las que provenían del conocimiento, sentimiento y evaluación de lo que los actores veían en los distintos objetos que constituyen la política como tal. Pero, al mismo tiempo, esas orientaciones que construyen su visión política -y se posicionan de acuerdo a ella-, son también, un insumo para guiar la acción. Tales orientaciones incluyen: a) disposiciones cognitivas [precisas o no] acerca de “lo político”, y diversas creencias sobre ello b) orientaciones afectivas, compromisos, rechazos respecto de esos objetos, y c) juicios y opiniones sobre aspectos políticos que suponen criterios de evaluación hacia los acontecimientos políticos. De este modo, podríamos presentar la cultura política como una suerte de conexión entre los niveles macro y micro políticos, en tanto que resultado de la historia colectiva del sistema político y las experiencias de los actores individuales y/o grupales que lo integran. En este espacio se incluyen significados compartidos de la vida política -lo que nos indica que la cultura política es diferente que la sumatoria de las opiniones individuales.

Por otro lado, los autores proponen una clasificación de la conducta de los ciudadanos: serán parroquiales, quienes manifiestan poca

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o ninguna conciencia acerca de los sistemas políticos nacionales. Es un tipo presente en cualquier sociedad, aunque los autores sostienen que son escasos en sociedades occidentales modernas. Además, mencionan sistemas políticos similares, con poca o ninguna conciencia del sistema político como entidad especializada. Una segunda categoría son los súbditos, aquellos que se orientan hacia el sistema político y sus servicios (bienestar, beneficios, leyes, etc.), pero no participan en las estructuras que los producen. El tercer grupo, está constituido por quienes se comprometen con la política real o potencialmente. En ese caso, afirman que se ha alcanzado un cierto nivel de secularización cultural (aunque por supuesto, existen -y existirán- muchos individuos que no lo han alcanzado o bien nunca lo alcanzarán). Aplicada esta clasificación a la viabilidad del funcionamiento democrático, la participación no deberá ausentarse, pero tampoco ser excesiva: fundamentalmente, la clave del funcionamiento democrático óptimo, se basa en lo que ellos llamaron la lógica de Ricitos de oro En el cuento, al ingresar en casa de los tres osos, la niña escoge el plato de sopa del oso pequeño -ya que el del oso padre estaba muy caliente, mientras el de la osa madre sabía muy fría. Con el mismo criterio escoge la cama del osito donde se queda dormida, ya que la del padre era muy dura y la de la osa demasiado blanda) Recordemos que la teoría de la Civic Culture que integraba esta teorización, postula el just right, el equilibrio, el justo medio.

Por supuesto que este enfoque -y los muchos que se relacionaron y basaron en él-, fue objeto de análisis críticos; que al dialogar con ellos, nos enriquecieron señalando sus debilidades. Veamos: mas arriba mencionamos la posición articuladora de la cultura política entre las variables más generales del sistema político como son las percepciones, conocimientos, juicios, etc. más cercanos a los grupos de referencia y/o los individuos. En un perspicaz análisis de Brian Girvin, encontramos su señalamiento acerca de esa supuesta transición desde lo macro a lo micro/individual, como poco fluida -incluso, hasta forzada. Por eso, propone un espacio intermedio denominado meso-nivel. Así, clasificó la cultura política teniendo en cuenta la cantidad de elementos que se tomen de cada nivel: Será macro, cuando tome en cuenta

elementos del sistema político que raramente son cuestionados por sus miembros. Del tipo meso, si refiere al cuestionamiento de las reglas del juego establecidas. En la dimensión micro, estará compuesta por las variables que hacen a la actividad política cotidiana.

Pero allende este caso -que sólo utilizamos para ilustrar, ya que existen numerosos-, también es dable aclarar que el abordaje de cultura política no sólo ha sido definido de manera diferente, sino que además ha sido puesto a interactuar desde distintas dinámicas a la hora de estudiarlo. Sólo para mencionar otro caso, cuando se la relaciona con la capacidad de estabilidad democrática, podemos encontrar el trabajo de Robert Merelman, quien pretende una concepción mundana de la cultura política. Con ello se interesa por la política tal como aparece en la vida cotidiana: asistemática e implícita, en conversaciones e intercambios que expresan la manera que los individuos construyen, usan e interpretan las ideas, términos y símbolos que resultan centrales en el quehacer político. Para explicar, por ejemplo, algo como la estabilidad política con este concepto, el autor afirma que la respuesta reside en el carácter multivalente y contradictorio de las ideas y símbolos de ella; en su desconexión de la acción política vigorosa, como el vacío de instituciones sociales y políticas. Estos símbolos multivalentes, inhiben a los ciudadanos de la participación política institucional relevante. El resultado, puede ser la estabilidad -no desde el consentimiento con el estado de cosas, sino desde esa ambivalencia, que los ha desactivado.

Además de esta objeción, encontramos muchas otras de gran soporte, como aquellas que señalan su naturaleza [=procedencia] etnocéntrica y con pretensiones universalistas; lo que implica dejar fuera aspectos histórico-culturales. Incluso, metodológicamente se le impugnó la preponderancia exclusiva de corte cuantitativa sobre las posibilidades del herramental cualitativo-interpretativo. Un caso de esas objeciones fue el de Francisco Cruces y Angel Díaz de Rada, quienes critican a Almond y Verba por su sentido occidentalista, además de concebir la cultura política [sólo] como la opinión que los grupos e individuos tienen de “los políticos” (siendo “la política” un fenómeno no reducido a aquellos solamente). Por otra

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parte, critican la disociación de política y cultura, al restringir la segunda a valores, creencias y disposiciones de comportamiento. Aplicando métodos etnográficos a las relaciones entre política y vida cotidiana, estudian la existencia de sentidos prácticos, inmediatos, como la organización de la convivencia básica en el nosotros colectivo, sugiriendo soluciones locales a la identidad y la participación, como las formas genuinas de cultura política. Además, señalan que esas formas locales no coinciden necesariamente con las soluciones y demandas institucionales -aunque se superpongan o imbriquen. En síntesis, los autores proponen un concepto de Cultura Política con mayúsculas, antropológico, plural y localizado, viendo relaciones posibles y desencuentros.

Sin acotarnos en el espacio de las meras discusiones interdisciplinarias, debemos dejar resaltado un factor importantísimo: no es preciso mucha perspicacia para aseverar que la(s) cultura(s) política(s) en América Latina tiene(n) características específicas (coyunturales y estructurales) que la diferencia de los casos abordados por muchos especialistas europeos y norteamericanos. Sólo para mencionar algunas situaciones manifiestas, podemos afirmar que en muchos casos latinoamericanos, los aparatos de Estado y ciudadanía se erigieron con un vínculo social dificultoso, al igual que la estructura del propio Estado en tanto que constructo social. Otra característica saliente, es la conflictiva gobernabilidad dada por la convivencia entre un orden jurídico en igualdad ciudadana y un orden político/social muchas veces autoritario y en la mayoría de los países con grandes sectores excluyentes. Así, la cultura política latinoamericana referirá a imágenes/sentidos sobre la acción colectiva de la sociedad, tal como se presenta en estos lares, y no como la teoría pudiere señalar/exhortar.

Sabiendo que, la matriz social se define en la dinámica que establece un Estado (como unidad, cristalización de relaciones de dominación, instituciones públicas dotadas del monopolio legítimo de la fuerza, agente de desarrollo e integración -a un mismo tiempo), con la estructura político-partidaria (régimen político y mediación institucional entre Estado y sociedad, sistema de actores políticos que representan y las demandas globales) y la sociedad civil (sus movimientos sociales, con su diversidad y participación); América Latina adquirirá sus propias características espacio-temporales. Además, nuestras sociedades han privilegiado una cultura política de fusión, subordinación o eliminación en las alternativas para conformarse (concretamente, por la participación y peso de sus grupos sociales).

Con esto, referimos a las dinámicas alternativas que dieron/dan las diferentes combinaciones -y ponderaciones- de los sectores sociales que se presentan/han presentado para la configuración del juego político latinoamericano. En este sentido, es el líder populista quien guía la conformación. También puede serlo la identificación entre Estado-Partido, la que decide quién tendrá el poder hegemónico. Incluso, el sistema de partidos, el que fusiona corporaciones totalizando la acción colectiva (sin espacio para la vida política autónoma); y podríamos mencionar muchos más casos. En síntesis, estas características someramente mencionadas, conforman e informan la cultura política latinoamericana -otorgándole una entidad e identidad determinada. Por ello, es necesario estar prevenidos

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al abordar los análisis foráneos -no por ello menos rigurosos, pero sí especializados en sus perspectivas y realidades.

Pero como nuestra empresa en estas líneas no hace a detenernos en las teorizaciones más sólidas, “convenientes”, adecuadas a muestro espacio latinoamericano -en clave de su cultura política-, continuemos con lo que nos corresponde. Expongamos algunas nociones relacionadas, que nos llevarán luego, a la importancia de la formación en y para los DDHH.

Cultura Política Democrática (sí y sólo si con ciudadanos educados).

La libertad sin educación es siempre un peligro; la educación

sin libertad resulta en vano.John Fitzgerald Kennedy

Retomemos sumariamente la idea de democracia para sumarla a lo ya dicho -y así construirla en orden a nuestro último apartado. Seleccionaremos en este caso, trabajos de Norberto Bobbio y tomaremos algunos desarrollos de la producción de Phillippe Schmitter y Ferry Lynn Karl.

El primero, defiende una definición mínima de democracia (enfocado en lo procedimental de ella, lo que ha causado no pocas críticas. Allende los posicionamientos, podemos afirmar que así se vehiculiza cierto realismo político del autor -ante los numerosos incumplimientos que la democracia ha tenido históricamente). Caracterizar la democracias en su contenido mínimo, implica observar el conjunto de reglas básicas que establecerán los autorizados para tomar decisiones colectivas, con procedimientos ya establecidos por una mayoría. Además, será preciso garantizar la participación directa/indirecta de un número elevado de ciudadanos, con reglas que garanticen la libertad de elección y la decisión entre alternativas reales definidas (esto refiere al pluralismo de grupos políticos organizados en competencia, y minoría(s) garantizada(s) a convertirse -con el tiempo- en mayoría, gracias a elecciones periódicas).

Esta definición procedimental difiere de la(s) centrada(s) sustancial o ética. Sólo para no dejar esta última postura conceptual de la democracia sin ninguna referencia, sólo mencionaremos que aquella, no necesariamente desconoce el aspecto procedimental; sino que agrega una dimensión ética con mayor/menor grado de prioridad. Esto encuentra fundamento en que una decisión política puede ser democrática en forma (y legal), pero no en cuanto a su contenido. Claro que también se le objeta el identificar su concepto de democracia con el de Estado de Derecho; algo que, vulnera esta posición al existir Estados de Derecho no democráticos. Allende las posturas, es posible que se tengan disidencias y/o afinidades con conceptos de corte ético; seguramente podremos encontrar un núcleo de coincidencias básicas al acordar que ciertas libertades son necesarias para el ejercicio del poder democrático. Aunque en este sentido, deberemos remarcar que la filiación que Bobbio plantea para la democracia práctica no es la de todos los DDHH, sino la de las libertades del liberalismo político. Claro que eso no implica que estén completamente divorciados del orden democrático... por el contrario: el individualismo es el fundamento común de la democracia y los DDHH.

Para Norberto Bobbio, desde una concepción organicista social hasta una individualista, tenemos una revolución copernicana en la historia moral secular. El detonante de ello es el individualismo, como los Derechos del Hombre y, lo que la Ciencia Política ha llamado ciudadano. Podemos arraigarlo remotamente en la concepción cristiana de la vida y su secularización por medio de la doctrina moderna del derecho natural (en otros términos, deberíamos mencionar el hilo que une a Hobbes hacia Kant). Pero mejor centrémonos históricamente, donde el individualismo puede pensarse originado con el contractualismo del siglo XVII y XVIII, y la concepción de sujetos en estado de naturaleza, soberanos, libres e iguales. A esto debemos sumar el nacimiento de la economía política, tomando la idea de homo æconomicus -el que, al perseguir su interés, acaba promoviendo el bienestar social eficazmente-, y adicionarle la filosofía utilitarista -desde Bentham a Mill-, al resolver el bien común en la suma de bienes individuales. Sólo

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para mencionarlo, comentamos la existencia de muchas otras “rutas” posteriores al individualismo -tan identificado con la democracia. Un ejemplo es el comunitarismo, que pretende encontrar un nuevo equilibrio entre la autonomía individual y los deberes frente a la comunidad. Dentro de él, Amitail Etzioni entiende que es la mejor opción crear una nueva infraestructura moral y red de experiencias políticas comunes, en espacios como la familia, escuela, iglesia, asociaciones e iniciativas sociales. Y lo cierto, es que la democracia moderna no descansa sobre cualquier individualismo. Concretamente, lo hace sobre la tradición liberal-libertaria. Será en la democrática, donde reconciliará al individuo con una sociedad resultado de un acuerdo libre entre individuos. Y es en éste donde reside la base de la democracia moderna.

En el caso de la realización de los derechos del hombre, se los ha concibido como señal del progreso moral de la humanidad, y el camino de la paz y la libertad. Pero es necesario aclarar, que existen tres dimensiones dentro de aquéllos: una histórica, otra moral y la última jurídico-institucional. Veamos: son históricos en su surgimiento, determinado por la lucha múltiple por la defensa de nuevas libertades frente antiguos poderíos. En otras palabras, son una reacción a formas de opresión. En el caso de la divergencia entre la dimensión moral y la jurídico-institucional, notemos que el cimiento de un derecho que debería tenerse, alude a una realización de valores últimos -y por ello no justificables. Es preciso buscar una norma que los traduzca al ordenamiento jurídico positivo. En otras palabras, los DDHH alcanzan estatus de derechos públicos subjetivos por la positivización constitucional: si la dimensión jurídica supone la cuestión moral, cuando aparece en lo constitucional, el consenso reside en que no es opinable.

Pero estas no son las únicas diferenciaciones que Bobbio hace para la clásica distinción al interior de los derechos: repara en la designación derechos de libertad y sociales: ambos de natura individual, mas los primeros con fundamento en el individuo (en tanto que persona moral), y los segundos en la persona social. Específicamente, el hombre es persona moral considerada en sí misma, y persona social en las dimensiones

que la rodean: familia, nación y la sociedad universal. La segunda diferencia, es su carácter prestacional, que impetra la intervención del Estado por medio de prestaciones adecuadas (mientras los derechos de libertad exigen lo contrario). De ésta, deriva la tercera: los derechos sociales no pueden aplicarse inmediatamente, mas los de libertad son de aplicación directa. En el caso de los derechos políticos, ellos fundan la participación directa/indirecta de los individuos y grupos en las decisiones colectivas.

Continuemos abocándonos en la problemática de la democracia, desde otra perspectiva, pero manteniendo nuestro norte final. En el caso de Schmitter y Karl, aquélla es un sistema de gobierno en el que los gobernantes responden por sus acciones públicas como representantes electos, con ejercicio indirecto, por medio de la concurrencia/cooperación ante los ciudadanos, (Schmitter y Karl, 1995: 38). Aquí se tornan fundamentales los ciudadanos, siendo una característica privativa del ejercicio democrático efectivo. En relación con ello, y también como su característica natural, la real democracia debe poseer y ofrecer variedad de procesos y procedimientos competitivos (partidarios o no, funcionales o territoriales), para la expresión de intereses, valores y demandas (sean colectivos o individuales).

Al igual que Bobbio, los autores se basan en los análisis de Robert Dahl [7], dando ciertas condiciones necesarias pero no suficientes para su ejercicio efectivo. Entre ellas: la posibilidad de control de las decisiones de gobiernos sobre la política de los funcionarios electos (que deben ser elegidos con frecuencia y sin ejercer coerción alguna en este acto soberano); amplia habilidad para votar entre los ciudadanos, como para presentarse en candidatura electivas; garantía de expresión sin represalia alguna al emitirla; libre modo de asociación (sea en partidos políticos o grupos de interés). Sumamos ahora, otras características, como: defensa de las minorías, igualdad de derechos, resistencia al autoritarismo, valoración positiva de la crítica pública, respeto por la ley -como caución contra la prepotencia y arbitrariedad-, y el rechazo de la violencia estatal y privada. Además, presencia de recelo ante mesianismos políticos -que pueden someter las libertades del individuo. En esencia,

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podríamos resumir y caracterizar a la democracia en algunos componentes básicos: ciudadanía, secularización, legalidad, cooperación desde políticos electos hacia los ciudadanos (y viceversa), participación y competencia efectiva -o “cívica”. En lo que respecta al ejercicio efectivo de los DDHH, deben viabilizarse en tal medio, diferentes aspectos: tolerancia a múltiples identidades, criterios y creencias en un mismo grupo social, pluralidad, autoridad políticamente responsable de las garantías que otorga el reconocimiento de los DDHH (y su universalidad) -sin olvidar su carácter inalienable.

Una vez planteado esto, atengámonos a la relación que reside entre la cultura política democrática y los DDHH. Y para hacerlo, reconstruyamos la convivencia en los diferentes ámbitos -y niveles- de la vida social, en una sociedad con Estado democrático. En ella, el grado de integración y articulación de diversos planos y dinámicas de la política serán detonantes: por un lado, es preciso cotejar la política como acción colectiva esencial a la solución de dificultades y desafíos -tanto públicos, como colectivos y privados. En segundo lugar, es requisito el restablecimiento del acuerdo general de convivencia entre ciudadanos y/o fuerzas y/o sectores sociales, con la aceptación y motivación a la materialización de una institucionalidad democrática. Si partimos de la premisa que los seres humanos son sujetos de derecho (y éstos inherentes a su condición de tal), entonces (con)formaremos una concepción de relaciones sociales y cultura política que de suyo asume una cultura política donde los DDHH son elemento fundamental. Por tanto, no podemos referirlos sin hablar de una cultura política aparejada (y viceversa). Y su interrelación cada vez más evidente en las acciones cotidianas.

Fácil es, objetar lo anterior con una situación tan concreta como plausible: el común problema de observar una cultura política (y la formación general, orientada a la política), muy distante de la realidad concreta. Frente a ese alejamiento, la educación en y para los DDHH, hace que las problemáticas concretas de la vida de cada persona abra un portal enorme para el diálogo de las dificultades que cada uno -formado en y para DDHH-, tenga. La posibilidad que este diálogo brinda -que es otra fuente de esa educación,

pero ya en acción-, es la materialización de esa instrucción -y le da sentido. Este conocimiento -que pudo ser impartido en la educación formal-, deja el espacio de mera erudición, para concretarse en herramientas para la acción, y en nueva fuente de respuestas necesarias. Y aquí es donde debemos recordar la dinámica de la cultura política como una batería de herramientas para actuar. Luego de las aportadas por la educación en y para los DDHH, la pretérita devendrá en nueva cultura política.

Como agregado, debemos saber que la relación entre una nueva cultura política y su inspiración en una educación en y para los DDHH, debe ser un proceso en constante inoculación mutua (donde uno se vea enriquecido por el otro -y desafiado por la realidad, para acortar esa distancia entre la concreta cultura política y lo que se obtiene de tal formación). Un estilo activo desde el aula (o dónde fuere que se forme a los ciudadanos como tales), se presenta como el factor para el despliegue de una nueva cultura política. Además, gesta una personalidad política, que cada individuo puede y debe poseer; sin perjuicio que ella puede diferir -en muchos o pocos aspectos- con respecto a sus pares y cambiar en el tiempo -según las experiencias de vida de cada uno.

Por ello, nuestro objeto fundamental en este planteo, será el de destacar esta dinámica de dos fuentes -que son causa y efecto mutuo-, que ilustra la importancia de este tipo de una formación específica como la que presentamos, pero que tiene objeto también en su ejercicio concreto, y que aquí llamamos nueva cultura política. Adentrémonos un poco más en la primera, para poder cotejar su importancia fundamental.

Educación para y en los Derechos Humanos: Conclusión... y nuevo

comienzo. Las democracias son capaces de sobrevivir sólo cuando son

entendidas por sus ciudadanos. Giovanni Sartori.

Apuntarnos a la educación en y para los DDHH

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nos relaciona con mejorías tangibles en nuestra ciudadanía democrática; y, por ello, beneficia nuestra cultura política. La justicia y equidad, el aseguramiento de una vida digna, la inclusión, el respeto a la diversidad y el combate a la discriminación, pueden ser aprendidos y ejercitados a diario por quienes estén formados en ello (Si bien esos procesos comenzarán en la primera socialización de los niños, si se hace presente tal educación en los primeros grados de la educación formal, esos pequeños devendrán en adultos y padres con una cultura política formada en y para los DDHH, y podrán mostrar a sus hijos una realidad en esa clave). Por eso, creemos vital el centrarse a corto plazo, la infancia y adolescencia son el momento de formar sujetos de derecho -momento en que también se gestan gran parte de las creencias de los individuos, algo que los acompañará de por vida. La incorporación de contenidos pedagógicos en y para los DDHH, como el ejercicio democrático en la educación formal que reciben los ciudadanos, es la medida para lograr una cultura política de reconocimiento de esos derechos, en el ejercicio de la tolerancia en la diversidad, equidad y ejercicio activo de la ciudadanía. Pero es dable destacar que el lograr un nuevo modo de comprender la política y la sociedad, no puede reducirse solamente a la educación en y para los DDHH en escolares. Antes por el contrario, debe ser blanco de ella todas las personas, independientemente de su origen nacional o étnico, condiciones socio-económicas y culturales. Y con esto nos referimos a una educación sistemática, de calidad que permita comprender, aprender (y aprehender), las responsabilidades como ciudadano, y la existencia de sistemas nacionales e internacionales de protección de los DDHH. Es por ello que debemos verla como un a porción de la formación vital del derecho a la educación -y como condición necesaria para el ejercicio efectivo de todos los derechos del hombre, en todas sus dimensiones.

Desde ya, esta herramienta implica otorgar el poder de evitar, actuar, reclamar y asociarse ante la detección de una eventual violación de los mismos. No nos referimos solamente a las minorías que desgraciadamente han sido atávicamente pacientes de tales, sino también a todas las situaciones cotidianas -y acotadas-

donde esas faltas ocurren (ámbitos laborales, artísticos, académicos, barriales e incluso, familiares). Y además, no soslayamos aquí, el cambio de valores que suele producirse en variaciones combinadas: existen situaciones, donde el cambio aumentará las exigencias. En ese caso, los ciudadanos se sentirán insatisfechos, adoptando una actitud de protesta y reclamo por más libertades/garantías sociales y/o políticas. En otros, los cambios de orden profundo -normativo-axiomático-, pueden potenciar intereses negativos, y resultar en una sociedad más mezquina e individualista (cuando lo que se pretendía era un espacio para el desarrollo personal, actividad responsable y comunidad). Por esto, no debe concebirse a la educación en y para los DDHH como mera erudición jurídica, legal o moral; sino una herramienta orientada a la acción -con un cause positivo, hacia los valores comunes, la tolerancia, la pluralidad, etc.

Así, estos mismos ciudadanos educados, podrán ser móviles y demandantes de la trascendente incorporación/adecuación de legislaciones que los protejan en variados niveles. Porque una formación política orientada a la acción, hace concretamente comprensibles los roles de la ciudadanía democrática, al transmitir parte del sistema democrático en términos prácticos, preparando disposiciones equivalentes para ella, y enfrentando al educando con situaciones con lo que deberá lidiar en su cotidianidad. En esencia, se debe tratar de proyectar al ciudadano -como unidad de valores e inclinaciones-, en condiciones en que buscará medios para influir una/la situación según aquellos.

Pero no negamos algo fundamental: junto con la preparación pedagógica convencional, debe existir la formación en las dimensiones de acción concretas que pueden darse en organizaciones no gubernamentales, municipalidades, prefecturas, organizaciones en grupos profesionales, entre otras. Cuando son utilizadas situaciones concretas para lograr ingresar a un tema pensado y problematizado, se hacen claras las dificultades de una situación, y las tareas pedagógicas se llenan de sentido en cada clase. Con una enseñanza en y para los DDHH orientada a la acción, los estudiantes desempeñan sus roles posibles como ciudadanos -y como eventuales políticos- determinados por normas de acción

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y/o reglas y funciones. Por eso, vigorizar organizaciones locales/nacionales en pro de los DDHH, identificar los casos en que las personas se ven privados de su goce pleno -y cuidar por el remedio de esa situación-, debe ser también, un recurso para comentar y trabajar en esa instrucción. Paralelamente, es necesario tomar medidas como promover la diversidad de fuentes, enfoques, metodologías e instituciones respecto de la educación en DDHH; además de desarrollar la cooperación en actividades pedagógicas en materia de estos derechos, y no olvidar la importancia de recalcar su rol en el proceso de desarrollo nacional. Se trata de formar y dar posibilidades de un ejercicio activo de la ciudadanía, ni más ni menos.

Es muy cierto que la participación directa del ciudadano en las decisiones del sistema político, no es posible en una democracia representativa. En su lugar, la capacidad de intervención (que también implica discernir cuándo es necesaria, dónde y cómo puede llegar a tener consecuencias); llevará a un ciudadano/grupo al ejercicio correcto y completo de su rol. En otras palabras, un ciudadano educado en y para los DDHH, también será más activo en el ejercicio de la democracia. Esto acontece por causa que del conocimiento, que hace a las personas más seguras en las acciones que realiza (a diferencia de la poca confianza y temor que produce un contexto autoritario). Por ello, un ciudadano con tal formación, es capaz de buscar averiguar, acercarse a la participación (en partidos, asociaciones, iniciativas ciudadanas), potenciando también, una observación crítica de los hechos políticos. Todo esto redundará en la confianza social que permitirá la apertura hacia el Otro en tolerancia. En esto, algo es fundamental: esa confianza mencionada -en el sentido de la participación política-, aumentará la seguridad para que cada ciudadano activo sepa que una situación, puede ser cambiada si se actúa sobre ella.

Pero es muy posible -y frecuente- que a fin de que la enseñanza en y para los DDHH no se transforme en una simple retórica declamatoria, es precisa la referencia continua de la realidad -caso contrario, hará eco en vacío. Y, si sólo hablamos del individuo y el aseguramiento de sus DDHH, lo necesario será apuntar a la comprensión y respeto del hombre y los pueblos. Serán una convicción que debe ser asumida por la familia, la escuela, la comunidad, las iglesias, sindicatos, etc.; pero no de modo fragmentario, sino global. Para ello, se hace indispensable el conocimiento del derecho a ocupar un lugar digno en una sociedad, a la participación y a una conciencia global de la reflexión crítica.

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Si a la educción en y para los DDHH, le sumamos la paz, debemos saber que ésta también se asemeja a lo expuesto, ya que ellas no están alejadas en lo absoluto. Y ambas, deben aparecer como la defensa de los valores sustantivos en forma, y un contenido imbuido de la problemática espacio-temporal. Al igual que planteamos una nueva cultura política inspirada en la instrucción en y para los DDHH, cuando a ésta le sumamos la paz, debemos ver también sus confluencias, contribuciones, y mutua alusión. Sólo para mencionar un ejemplo, veamos uno de los focos principales de la última: la prevención de la violencia. Pues bien, en el espacio de los DDHH, el reconocimiento de la dignidad humana como objetivo central, concreta el contexto para poder hacer viable la primera. Además, ambas comparten ejes que pueden re-significarse entre sí, ya que la violencia no sólo aparece como fenómeno manifiesto en una reyerta callejera o una guerra entre naciones. Atentados contra los DDHH como el racismo, la discriminación de género, el etnocentrismo, la colonización ideológica, la agresión, inequidad, también constituyen formas de violencia. Incluso, no faltará el caso en que, este tipo de intimidaciones puede ser, tal vez, mejor abordadas por las incumbencias de la educación en y para los DDHH. Presentarlas como violaciones a ellos, provee una construcción alternativa para que los tópicos tomados en la educación para la paz dejen de saber “abstractos” a la realidad cotidiana.

Por eso, creemos que hemos dado varios argumentos para que esos tiempos mejores estén por venir. Solo resta que concretemos los modos para llegar a ellos. El intento y el comienzo de esta tarea, tal vez sea pequeño, y por ello no se traducirá inmediatamente en una defensa fluida y concreta de los DDHH en todos los casos donde estos faltan a muchas personas. Pero creemos firmemente que vale la pena hacer el máximo esfuerzo por la privación de la dignidad de los ciudadanos -que se hayan visto privados de ella. Como agregado -y nada pequeño por cierto-, es un muy buen modo de ejercer nuestra propia dignidad también...

Notas:

[1] Gabriel Almond y Sidney, Verba: The Civic Culture, Political Attitudes and Democracy in

Five Nations. An Analytic Study. Boston, Little Brown, 1965. Cabe señalar que los países que abordan son Inglaterra, EUA, Suiza y países escandinavos.

[2] Girvin, Brian. “Change and Continuity in Liberal democratic Political Culture”, en John Gibbins (ed.), Contemporary Political Culture. Politics in a Postmodern Age, Londres, Editorial Sage, 1989.

[3] Cf. Robert Merelman: The Mundane Experience of Political Culture? En Political Communication, vol. 15, #4, 1998.

[4] Cf. Robert Merelman: The Mundane Experience of Political Culture? En Political Communication, vol. 15, #4, 1998.

[5] Cf. Angel Díaz de Rada Brun y Francisco Cruces Villalobos: “La cultura política, ¿es parte de la política cultural, o es parte de la política, o es parte de la cultura?” En Política y sociedad, Nº 18, 1995, pp. 165-184.

[6] Concretamente, utilizaremos dos obras del autor: Teoría General de la Política (Madrid, Editorial Trotta, 2003) y El Tiempo de los Derechos (Madrid, Editorial Sistema, 1991).

[7] En Robert Dahl, Dilemas of Pluralist Democracy, Yale University Press, Editorial New Haven, 1982.

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