La Testadura no. 63: Los campos de grana por Laura Duque
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latestadura.blogspot.mx y latestadura.wordpress.com
No. 63
Los camposLos campos de g ranade grana Por LauraPor Laura DuqueDuque
Dirección General:
Mario Eduardo Ángeles.
Textos: Laura Duque.
Fotografía: José Manuel Bañuelos “El Pulpo Santo”.
Consejo Editorial: Diana Enríquez, Bardo Garma, David Morales, Miguel Escamilla, Mo. Eduardo Ángeles, Erich Tang y Jesús Reyes.
Agradecimientos especiales a Roxana Jaramillo, Flor de Liz, Tzolkin Montiel y José Manuel Bañuelos.
Contacto:
l ate st ad ur ali te r ar i a@g m ai l. com
México, Octubre 2014.
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res. Cuida el planeta, no desperdicies papel.
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Los campos de grana
De rojo se tiñe lo blanco. La sangre
como un símil ancestral para indicar de-
pravación, la pérdida de la inocencia, el
crimen. De escarlata se tiñe lo puro. Y el
cazador, ágil y rápido, con pies ligeros y
ensayados sobre cada uno de sus pasos,
se lanza sobre su presa, cayendo desde
las alturas sobre él, envuelto en un velo
oscuro de noche, frío y silencio, aguan-
tando la respiración para no agitar al
ciervo en el último momento. Se deja
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caer desde lo alto y el tiempo se suspen-
de. Una gota de sudor amenaza con esca-
par de su rostro, pero él la controla. El
tiempo le ha enseñado a esperar situa-
ciones y también a manipularlas. Pacien-
cia y control. Vuela en las tinieblas como
un murciélago, sólo para hundirse sobre
él y cortarle la garganta.
Siempre le había parecido llamarse
de una forma bellísima. Ix Chel, cuyo sig-
nificado es Diosa de la Luna, nombre muy
común entre las comunidades mayas y
localidades autóctonas y tradicionalistas
de la región que la vio llegar al mundo
envuelta en sangre y fluidos corporales, y
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que, irónicamente, la vería marcharse de
él de la misma forma casi dos décadas
más tarde y sin un rostro, desde un lugar
gélido y gris. Muchas de las niñas con las
que creció bañándose tres veces por se-
mana en el río San Pedro llevaban el mis-
mo nombre, nada particular, pero ella le
daba una connotación especial y cuasi
mística, como si realmente ella y la luna
tuvieran una conexión ancestral que no
obedecía a las leyes del tiempo ni del
espacio; que no podía romperse ni per-
derse, ni se regía por mandatos mortales.
A los diecisiete años se despidió de
su pueblo y persiguió un sueño que se le
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había incubado en los sesos desde que
era muy chica, irse a la ciudad o a cual-
quier lugar que la arrebatara de los días
imperturbables y siempre iguales del
pueblo, conseguir un buen trabajo y man-
darles unos cuantos pesos a sus viejos
padres y hermanas, ambas muy peque-
ñas aún para seguirle siquiera los pa-
sos. Dejó las verdes estepas y se despi-
dió del río de aguas cristalinas y dulces
para llegar al único lugar que le alcanzó
con el billete que compró en la central
camionera de su barrio. La ciudad de las
maquilas y humaredas industriales en
medio del desierto se le antojaba una
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especie de quimera de un mundo roboti-
zado y surreal, distorsionado, pero fasci-
nante. Las monstruosas fábricas le pare-
cían exactamente eso, monstruos; un
ejército de dragones que emergían de
entre los cerros de basura y escupían
fuego y tufo negro por la boca; la torre
principal, un jinete de máquinas con ex-
tremidades metálicas; su antiguo hogar,
todo lo contrario, era un rincón del pasa-
do que se mantenía intocable e intacto
ante lo que veían sus ojos ahí. Sentía
como si hubiera viajado en el tiempo, del
futuro al pasado, o viceversa, del pasado
al futuro. Lo único que tenían en común
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estos universos suyos era el sol llameante
del norte del país.
La recibió una tía materna y, aunque
el trato era frío e impersonal, pronto se
acomodó en la humilde casita azul en las
afueras de la ciudad.
Al principio no tenía amigos ni conoci-
dos en ese lugar, pero, poco a poco, más
temprano que tarde, se hizo de un grupo
reducido que incluía, en su mayoría, a
mujeres de su misma edad. Ellas fueron
las que la recomendaron en la maquila-
dora gringa que acababa de inaugurar.
Comenzaron a llamarla Itzel, pues se
les hacía más sencillo y, para ellas , era
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un nombre más cotidiano que el original
maya. Le agradó de inmediato. A fin de
cuentas, Itzel significa lucero, y lo único
importante era que su nombre siguiera
teniendo esa relatividad con la luz de los
astros.
Lo mejor eran los campos de algodón
que se desplegaban majestuosamente
frente a la fábrica. Con sólo cruzar la ave-
nida destartalada que separaba el pe-
queño paraíso de las máquinas, Ix Chel
sentía que podía volver a esa naturaleza
que tanto amaba. Campo algodonero:
hasta el título adjudicado era delicioso.
La inspiraba a imaginar que ponía los dos
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pies en un jardín de nubes esponjosas
que habían caído desde el cielo, prefi-
riendo la tierra para vivir que el firmamen-
to. Era algo así como un universo paralelo
y atemporal. Creía que el aire era más
puro y claro de ese lado del césped; que
flotaba entre nubecillas blancas y que,
éstas mismas, caminaban de la mano
con ella sobre la pastura. Le recordaba su
hogar. Los campos le ayudaban a no sen-
tirse tan perdida en una ciudad que ape-
nas conocía, y para la que no era más que
otra extraña, una de tantas mujeres que
entraban y salían en turnos disparejos e
infames de las maquiladoras.
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Después de dos años desfilando entre
las filas de mujeres vestidas de gris que
nunca tenían los mismos rostros, pues la
mayoría se iba al poco tiempo de ahí, Ix
Chel sintió que estaba siendo observada.
Había visto a la sombra en algunas oca-
siones, al doblar la calle para ir a casa,
en los campos, en el bar que frecuentaba
después del trabajo cuando la jornada se
lo permitía. Era una presencia que ape-
nas distinguía físicamente, pero la sentía
en la boca del estómago y le producía
una sensación que no le gustaba, un pre-
sentimiento, escalofríos.
Su cazador la asechaba escondido
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tras muros de concreto. Sabía perfecta-
mente lo que la niña hacía a cada hora
del día. Se había vuelto su obsesión, su
objeto de deseo. Una sed terrible lo mar-
tirizaba cada vez que la veía aparecer. Y
él siempre estaba ahí, añorándola, cada
vez más cerca.
El día que la mataron, Ix Chel salió
corriendo muy temprano de casa de su tía
vestida con un pantalón ceñido color ne-
gro con franjas de colores, o al menos así
es como la describieron quienes la vieron
por última vez. También llevaba un par de
huaraches color rosa, así como una me-
dallita de la virgen de Guadalupe que su
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madre le había colgado al cuello antes de
que ella se marchara para siempre a la
ciudad; un último intento de la vieja de
encomendarle a su hija a la santísima
patrona.
No logró llegar a tiempo a su turno.
Con tan sólo dos minutos de retraso, el
guardia que le rechazó la entrada se en-
cargó de firmar su sentencia de muerte,
clavándole el último clavo a su ataúd. A
menudo son esos pequeños actos apa-
rentemente indiferentes, empero cotidia-
nos, los que marcan el porvenir de los
terrestres. Cansada, Ix Chel decidió inter-
narse un rato en los campos para guare-
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cerse en soledad de la culpa que sentía
galopeándole en el pecho como una ma-
nada de caballos bravíos.
Las florecillas la recibieron barniza-
das de sol, reflejando sobre ella y su tos-
tado rostro un sinfín de destellos torna-
sol. La noche anterior había llovido; aún
perlaba el rocío los frágiles e hinchados
brotes.
Escuchó algo crujir detrás suyo. Era la
sombra que, sin voltear la mirada, sabía
que la observaba con ojos fulgurantes de
excitación e ira. Algo la golpeó en la ca-
beza y de pronto todo se volvió confuso.
Pequeñas gotas de sangre saltaron de
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sus labios entreabiertos sobre el blanco
del algodón y ya no vio más. Cayó de bru-
ces sobre la alfombra verde, mientras
sentía que la arrastraban de los pies ha-
cia un lugar desconocido.
Ojalá hubiera tenido tiempo de des-
pedirse de su luna.
(Cuento corto sobre las Víctimas de
Estado en Ciudad Juárez basado en los
casos de Claudia Ivette González, Esme-
ralda Herrera Monreal y Laura Berenice
Ramos Monárrez)
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José Manuel Bañuelos
“El Pulpo Santo”
(Querétaro, Qro. 1977).
Antropólogo, ilustrador y
fotógrafo. Como antropó-
logo ha realizado diversas
publicaciones sobre la
preservación y divulgación cultural (video
documental y medios impresos) y ha colabo-
rado en programas y proyectos para el desa-
rrollo social y humano a través de la identidad
y el uso de la microhistoria como elementos
trascendentales. Como ilustrador y fotógrafo
ha participado en numerosas publicaciones y
exposiciones a lo largo del país.
La Testadura es una publi-cación que promueve el ejercicio literario. Es gra-tuita pero puedes dejar
una cooperación, la cual es voluntaria. Tus donativos sirven para imprimirlas y
para organizar lecturas literarias, también gratuitas.
Si escribes mándanos tus textos al correo:
Laura Estefanía Duque Jáuregui (Ciudad de México,
1987). Empecé a escribir a los 11 años. La lectura
es algo que desde chica me apasionó, así como la
escritura (ambas alentadas por mis padres desde
que tengo memoria). Estudié Ciencias de la Comuni-
cación, enfocándome más al área editorial. He escrito para revis-
tas sobre diversos temas, tales como arquitectura, interiorismo,
tecnología, cine, turismo y construcción, entre otros. Actualmente,
trabajo como redactora y reportera. Mi pasatiempo: escribir cuen-
tos y relatos. Una de mis expectativas es publicar mi novela; la
otra, llegar a ser guionista de películas.
De mano en mano, de pantalla en pantalla
¡Que la voz corra!
La Testadura, una literatura de paso,
hecha para olvidarse en salas de espe-
ra y/o lugares públicos.