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La muerte enunciada Jesús G. Requena «•.• en The Great Dictator, se distingue clara- mente la descomposición del personaje, en par- ticular en esa escena que, siendo la peor desde el punto de vista dramático, es la más bella se- gún la fenomenología del mito: me refiero al discurso final. De ese plano interminable y de- masiado corto, para mi gusto, sólo recuerdo el hechizante timbre de una voz y la más sor- prendente de las metamorfosis. El mofletudo .rostro de Char.lot .desaparecía poco a poco, co- . rroído por los matices de la película pancro- mática, traicionado· por la proximidad de la . cámara y aumentado aún más por la «gran pantalla». Debajo, 'como en sobreimpresián, aparecía la cara de un hombre envejecido, cru- zada por algunas amargas arrugas, y con manchas blancas atravesando su cabello: la cara de Charles Spencer Chaplin» (1). Sólo un error comete Bazin en sus hermosos escritos sobre Chaplin, pero un error comprensible, pues encubre un acto de amor: pretende ver tan sólo en este plano una de esas «enferme- dades que preceden a las mudas y a las metamorfosis». Así, en su opinión, en el final de El gran dictador, «Charlot se preparaba a cambiar de piel». Y es esto lo que le ciega -aunque sólo parcial- mente, es justo decirlo- ante el aspecto más fascinante de la últi- ma gran inflexióndel texto chapliniano: aquélla en la que el sujeto de la enunciación emerge en la superficie de la representación para escribir su propia muerte. -8- (1) André Bazin, Fernando Torres Ed., Valencia, 1974, págs. 59-60. Bazin lo ha sugerido: la imagen de Charlot, definida por unos intensos trazos negros sobre el blanco de la película ortocromáti- ea, no podía soportar por más tiempo la violencia de las nuevas emulsiones -y mucho menos la del color- que terminaria por descubrir, en su superficie, unas arrugas intolerables. Sin duda, el mito fotogénico, reinante durante décadas en el olimpo del espectáculo hollywoodiano, no podía envejecer; sólo era posible en el fulgor de su identidad consigo mismo: las arru- gas no serían signo de vejez, sino de putrefacción. ¿Qué hacer entonces ante esta rebelión del cuerpo, marcado ya por las heridas del tiempo, contra el signo mítico que hasta enton- ces sustentara? Sólo quedaba una posibilidad: adelantarse a la muerte inexorable, escoger para ella la mejor escenografia. Así, en El gran dictador, el texto chapliniano, hasta entonces bien guarecido en el universo intemporal del espectáculo, se atra- viesa de manera brutal con ese otro texto, aún indeciso, de la his- toria presente. La fecha es inequívoca: 1940. La II Guerra Mun- dial, ese otro gran espectáculo que configuraba el tejido del pre- sente histórico, se convierte en el último campo de batalla de Charlot: ¿qué mejor muerte que la de perecer aniquilando el mito -a fin de cuentas, también él de celuloide- de Hitler? Detengámonos por un instante en la escenografia de este mo- mento crepuscular. Vestido con las ropas del dictador, subido al podio de la Historia, Charlot nos mira y toma la palabra. Habla a un contracampo infinito, pues se extiende más allá del universo de la ficción y más allá del tiempo en que su imagen es registrada. Los espectadores de entonces y los del futuro son, así, explícita- mente interpelados. Pero la fuerza de las palabras que Charlot nos dirige reposa sobre todo en su carácter testamentario: son las últimas palabras al borde de la muerte. Es dificil encontrar en la historia del arte un artefacto retórico tan sorprendente: el mito pone en escena su muerte para dotar del más inesperado efecto de verdad a sus palabras, una vez que és- tas se descubren como las últimas. Quizás lo más insólito de este dispositivo consista en la premeditación de su efecto retardado: los primeros espectadores de El gran dictador no podían saber to- davía que se trataba del último film de Charlot. Charlot muere abrazado al Hitler que aniquila y que le aniqui- la. Pero, en lugar de un hipotético silencio definitivo, un nuevo personaje emerge tras él, como por sobreimpresión. Llamémosle Charles Spencer Chaplin. Llamémosle Charles Spencer Chaplin, pero no olvidemos que él es también, después de todo, un personaje. Uno, sin duda, bien especial, pues nace desgajándose de la fotogenia mítica de Char- lot, depositándose en los márgenes de los que fuera su au~a y ha- ciendo presente el espesor de un cuerpo en el que se escriben las huellas del tiempo. Es así como el sujeto de la enunciación pone en escena su apa- rición sobre el tapete de la representación. Las arrugas de su ros- -9-

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La muerte enunciada

Jesús G. Requena

«•.• en The Great Dictator, se distingue clara-mente la descomposición del personaje, en par-ticular en esa escena que, siendo la peor desdeel punto de vista dramático, es la más bella se-gún la fenomenología del mito: me refiero aldiscurso final. De ese plano interminable y de-masiado corto, para mi gusto, sólo recuerdo elhechizante timbre de una voz y la más sor-

prendente de las metamorfosis. El mofletudo.rostro de Char.lot .desaparecía poco a poco, co- .rroído por los matices de la película pancro-mática, traicionado· por la proximidad de la .cámara y aumentado aún más por la «granpantalla». Debajo, 'como en sobreimpresián,aparecía la cara de un hombre envejecido, cru-zada por algunas amargas arrugas, y conmanchas blancas atravesando su cabello: lacara de Charles Spencer Chaplin» (1).

Sólo un error comete Bazin en sus hermosos escritos sobreChaplin, pero un error comprensible, pues encubre un acto deamor: pretende ver tan sólo en este plano una de esas «enferme-dades que preceden a las mudas y a las metamorfosis». Así, en suopinión, en el final de El gran dictador, «Charlot se preparaba acambiar de piel». Y es esto lo que le ciega -aunque sólo parcial-mente, es justo decirlo- ante el aspecto más fascinante de la últi-ma gran inflexión del texto chapliniano: aquélla en la que el sujetode la enunciación emerge en la superficie de la representaciónpara escribir su propia muerte.

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(1) André Bazin, FernandoTorres Ed., Valencia, 1974,págs. 59-60.

Bazin lo ha sugerido: la imagen de Charlot, definida por unosintensos trazos negros sobre el blanco de la película ortocromáti-ea, no podía soportar por más tiempo la violencia de las nuevasemulsiones -y mucho menos la del color- que terminaria pordescubrir, en su superficie, unas arrugas intolerables.Sin duda, el mito fotogénico, reinante durante décadas en el

olimpo del espectáculo hollywoodiano, no podía envejecer; sóloera posible en el fulgor de su identidad consigo mismo: las arru-gas no serían signo de vejez, sino de putrefacción.¿Qué hacer entonces ante esta rebelión del cuerpo, marcado ya

por las heridas del tiempo, contra el signo mítico que hasta enton-ces sustentara? Sólo quedaba una posibilidad: adelantarse a lamuerte inexorable, escoger para ella la mejor escenografia.Así, en El gran dictador, el texto chapliniano, hasta entonces

bien guarecido en el universo intemporal del espectáculo, se atra-viesa de manera brutal con ese otro texto, aún indeciso, de la his-toria presente. La fecha es inequívoca: 1940. La II Guerra Mun-dial, ese otro gran espectáculo que configuraba el tejido del pre-sente histórico, se convierte en el último campo de batalla deCharlot: ¿qué mejor muerte que la de perecer aniquilando el mito-a fin de cuentas, también él de celuloide- de Hitler?Detengámonos por un instante en la escenografia de este mo-

mento crepuscular. Vestido con las ropas del dictador, subido alpodio de la Historia, Charlot nos mira y toma la palabra. Habla aun contracampo infinito, pues se extiende más allá del universo dela ficción y más allá del tiempo en que su imagen es registrada.Los espectadores de entonces y los del futuro son, así, explícita-mente interpelados. Pero la fuerza de las palabras que Charlotnos dirige reposa sobre todo en su carácter testamentario: son lasúltimas palabras al borde de la muerte.Es dificil encontrar en la historia del arte un artefacto retórico

tan sorprendente: el mito pone en escena su muerte para dotar delmás inesperado efecto de verdad a sus palabras, una vez que és-tas se descubren como las últimas. Quizás lo más insólito de estedispositivo consista en la premeditación de su efecto retardado:los primeros espectadores de El gran dictador no podían saber to-davía que se trataba del último film de Charlot.Charlot muere abrazado al Hitler que aniquila y que le aniqui-

la. Pero, en lugar de un hipotético silencio definitivo, un nuevopersonaje emerge tras él, como por sobreimpresión. LlamémosleCharles Spencer Chaplin.Llamémosle Charles Spencer Chaplin, pero no olvidemos que

él es también, después de todo, un personaje. Uno, sin duda, bienespecial, pues nace desgajándose de la fotogenia mítica de Char-lot, depositándose en los márgenes de los que fuera su au~a y ha-ciendo presente el espesor de un cuerpo en el que se escriben lashuellas del tiempo.Es así como el sujeto de la enunciación pone en escena su apa-

rición sobre el tapete de la representación. Las arrugas de su ros-

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tro al descubrirse bajo la superficie blanca de la tez charlotiana,cre~n un ilusorio efecto de profundidad. C~staliza a~í.es~enuevopersonaje en una nueva y no menos 7xtrana operacion mterte~-tual; pues nace, de hecho, d71cruzamiento de dos poderosos mi-tos de su tiempo: un personaje llamado Charlot y un hombre -unartista- llamado Chaplin.Pero lo más sorprendente es quizás la forma de esta encarna-

ción: descubriéndose tras la marca ya imposible de Charlot, perosin poder arrancársela del todo, el autor se nos presenta menoscomo el creador que como el albacea testamentario -a fin decuentas, es él quien termina de pronunciar el discurso de Charlot.

Después de este momento, aparentemente definitivo, todo sevuelve cada vez más confuso. El albacea, lejos de desparecer trasla lectura del testamento, comienza a cobrar autonomía. Pero unaautonomía siempre deficitaria, pues se alimenta del cadáver cuyaceremonia funeraria ha presidido. Cuando parecía llegada la clau-sura definitiva, y con ella la fijación plena del sentído del mito,este nuevo personaje se obceca en prolongar su presencia, en for-zar la continuidad del discurso. Y lo hace a través de la invoca-ción constante del mito que retorna ahora como fantasma. Tal eslo que sucede en Monsieur Verdoux.Pero ¿quién es este incómodo Monsieur Verdoux? Inútilmente

trataríamos de definir su psicología; pero es esto lo menos grave,pues el propio Charlot nunca la tuvo. Ahora bien, Charlot encon-traba su coherencia en otro lugar: en el preciso mecanismo de susmovimientos y sus muecas, en la elegante constancia de su regis-tro interpretativo. Nada de esto sucede con Verdoux. El hombrede ademanes aristocráticos que se entrega a la policía nada tieneque ver con el torpe asesino del lago suizo (demasiado parecido aCharlot), como el estereotipado seductor que trata de vender sucasa es totalmente ajeno al buen marido que retorna junto a suesposa paralítica (2).El propio film en su conjunto se pliega a esta sistemática de la

incoherencia en una continua yuxtaposición de los géneros másvariados: de la intriga policíaca, al «slapstick»; de la comedia re-finada e irónica, al melodrama blanco y al humor negro.No hay personajes. Sólo la constancia de un rostro que sabe-

mos que es' el del albacea y que, por su difuso pero inevitable pa-recido con Charlot, termina por descubrirse una y otra vez comosu otro perverso.Es necesario decirlo: Verdoux carece de esencia, no es más que

el lugar vacío de una serie de gestos, situaciones y acciones quesólo encuentran un común denominador: su semejanza, a vecesevidente, otras casi imperceptible, con Charlot. y es así como elfantasma de Charlot reina en ese tejido de ambigüedades queconforma a Monsieur Verdoux.Todo el film trabaja, pues, sobre una distancia: la que separa a

la Imagen de Chaplin de aquella otra imagen, ausente pero cons-tantemente sugerida, de Charlot. En el último plano de El gran

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(2) Esos continuos viajes entren de Verdoux, de cuya abs-tracción ha hablado tan apro-piadamente Bazin, constitui-rían los segmentos vacios que,a modo de bisagras, conecta-rian los múltiples transformis-mos de este insostenible perso-naje. Son, en cualquier caso,viajes a ningún sitio, trayectosque no encuentran su sentidoen ningún programa.

,\dictador asistimos a su materialización. Lo que entonces parecíaun punto final -y lo era, sin duda, por lo que se refiere a la pleni-tud del mito-, se descubre ahora como la definición de un nuevoprograma de trabajo, de una apasionante aventura textual: Char-lot, a la vez que pierde su entidad antropomórfica, se expande enel texto hasta fundirse con él; es decir, literalmente, se textualiza,se convierte en el espacio de una escritura que escribe (con) su ca-dáver.

No es posible ya ninguna plenitud: la escritura que ha emergi-do corroyendo el mito corroe igualmente su sentido. Es justo puesaniquilar el confort que sus últimas palabras hicieran posible. Así,como sucediera en El gran dictador, en el final de Monsieur Ver-doux, Chaplin sube de nuevo al estrado -pero ahora marcadocomo asesino, no tanto de mujeres como del propio Charlot- yde nuevo toma la palabra.La escenografia ha cambiado. Nos encontramos en un tribunal

y el cuerpo del albacea ocupa ahora el banquillo de los acusados.Se dirige al mismo público que entonces le aplaudiera entusiasma-do y que ahora se ha convertido en su enemigo y, por eso, ocupael estrado del jurado. Es necesario: la identificación de entoncesse convierte ahora en el más absoluto distanciamiento y éste debetrazarse incluso en el espacio escenográfico.Se trata de una precisa deconstruccián del que fuera el momen-

to definitivo -y clausurante- del mito: de nuevo un estrado, des-de el que el sujeto de la enunciación toma la palabra. Pero, estavez, presente como asesino.

Monsieur Verdoux.

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y una vez que la distancia ha sido trazada, aquel rostro queconcitara todas las adhesiones ~e erige en espejo a~usador de unpúblico que ocupa el lugar ?el Jurad,;,. «Los negocios son los ne-gocios», nos dice, y las ?1uJ~re~ asesinadas pueden ser una mer-cancía rentable. Al propio publico corresponde, por tanto, la san-ción: debe ocupar el lugar de verdugo de Charlot.

Mas no basta con esto. La muerte debe ser escrita tambiénsobre la escena, en el espacio mismo del espectáculo. Pero evite-mos el equívoco: Candilej~s no es un film alegórico; I~ negr~ ale-goría reconocíble en Monsíeur ~ erdoux deja p.aso aqui a la h~era-lidad: el público, sin por ello dejar de constituir un SIniestro Jura-do ocupa su lugar, el patio de butacas.

La aventura de la escritura más allá del confort del sentido-del mito- conduce a la experiencia de lo siniestro: en sueños,Calvero ejecuta el bello número de las pulgas amaestradas frentea una cámara situada sobre el eje del patio de butacas; sólo al fi-nal se oyen en off los aplausos del público; pero, cuando éstosacaban, el terror invade el rostro del cómico: el plano subjetivoque sigue (contraplano sobre el eje de cámara) muestra un oscuropatio de butacas totalmente vacío.

He aquí la brutal dialéctica del punto de vista que estará pre-sente en algunos de los momentos cruciales del film: el punto devista del actor, siempre temeroso de no ser ya objeto de las mira-das -del amor- de su público y el punto de vista opuesto -geo-métricos ciento ochenta grados- de un público difuso -¿los es-pectadores de la ficción?, ¿nosotros, espectadores del film? ¿na-die?- pero siempre amenazador, pues es él, en último extremo,quien dispensa el deseo.El patio de butacas, vacío, imagen precisa de lo siniestro del

actor -pero también, aquí, del sujeto de la enunciación que enocasiones privilegiadas compartirá su mirada- hace acto de pre-sencia como metáfora no menos precisa de la castración. Tal eslo que se juega el actor: seducir o morir, atraer la mirada amoro-sa del otro o perecer en el momento en que esa mirada ha sido re-tirada (3).Tras su fracasada reaparición, Calvero, solo en su camerino,

unta su rostro con crema desmaquilladora. El primer plano semantiene todavia para ver cómo la toalla borra el maquillaje. Esla desesperación en estado puro lo que se refleja en sus ojos cuan-do el cómico contempla su rostro desnudo en el espejo. Su mano,en un gesto dramáticamente preciso, mantiene la toalla tapandola boca, como ahogando un quejido de horror.

Sólo una salida: superar lo siniestro, trascendentalizar lamuerte, convertirla en una experiencia de lo sagrado. Escapar entodo caso a la parálisis de la repetición de un cadáver (de Calve-ro, de Charlot) y hacer posible la diferencia, la regeneración. O enotros términos: morir dando vida -y viviendo en otro-, acatar elciclo inexorable de las cosas.

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(3) Calvero: «Lo que importaes el deseo. no el significado».

Así sucede casi desde el comienzo del film. La doble puerta quesepara los dos cuartos en que vive Calvero se convierte en un pri-mer marco teatral desde el que el viejo comediante actúa para lajoven bailarina, arrancándola así de la histeria. El segundo mo-mento decisivo tendrá lugar en el espacio sagrado del teatro. Laprueba de la bailarina, con la que comenzará su éxito fulgurantese nos muestra en plano general, situada la cámara al fondo deiescenario, de frente alas candilejas. Pero una mirada más minu-ciosa nos permitirá descubrir el carácter subjetivo -o semisubje-tivo- del plano; de hecho, Calvero, al que casi ya habíamos olvi-dado, se encuentra también allí, entre las sombras, sentado en unbanco al que nadie mira. Y allí le descubrimos cuando la bailarinaha salido hacia su camerino acompañada por el empresario, queya desde fuera de campo da la orden de apagar las luces. Y éstasson apagadas, una tras otra, colapsadamente, sobre el rostro va-cío del cómico, que queda así afrontando su absoluta soledad.Es de esta forma como su punto de vista va quedando integra-

do en el espacio mismo del teatro, en su interior -pues nuncacoincidirá con el del espectador diegético, nunca mirará desde eseexterior que corresponde al patio de butacas. No puede sorpren-dernos, por tanto, que, cuando llegue el día del estreno, Calverocontemple el triunfo de la joven bailarina desde un andamio situa-do en lo más alto del escenario, a través de un intenso picadoque nosotros compartiremos en planos subjetivos.

Fuera, pues, del espacio de la representación, pero en el interiormismo de sus artefactos; desde un lugar insólitamente elevado.

Debemos anotar las transformaciones de esta dialéctica nu-clear de los puntos de vista que tejen el devenir de lo sagrado enCandilejas. Uno de sus extremos antitéticos será constante: la mi-rada del espectador, siempre materializada desde el patio de buta-cas. En el otro, en cambio, se operarán las sucesivas mutaciones.Primero, traduciendo la experiencia de lo siniestro, la cámara sub-jetiva se dirigirá, desde el centro mismo de la escena, hacía el pa-tio de butacas. Luego, en la secuencia de la prueba de la bailarina,el punto de vista de Calvero se emplazará en un lugar invisible, alfondo del escenario, para desde allí contemplar ese bello cuerpode mujer que, mientras baila bañado por la luz de candilejas, seconvierte en la imagen del deseo del espectador -ese deseo delque el cómico ya no puede ser objeto.

Luego, finalmente, el necesario desplazamiento. Por primeravez, la dialéctica de los puntos de vista no puede ya trazarse so-bre un mismo eje (esa línea que dibujan las miradas convergentesdel espectador -desde el patio de butacas- y el actor -desde elcentro de la escena- y que hemos visto prolongarse h~sta esefondo oscuro que constituye el límite posterior del escenano).

La radical divergencía que enfrenta ya a estos dos puntos devista alcanza su más bella y abstracta expresión en dos planosconsecutivos. El primero es un gran plano general fuert.emente PI-cado -la cámara se encuentra en lo alto de ese andaffilo desde el

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(4) Lugar, decimos, que nopodemos compartir en cuantoespectadores, pero lugar, encambio, al que podemos acce-der como lectores -como su-jetos que reescriben el texto ensu lectura.

(5) Hablamos ahora de unaenunciación-acto que desco-noce todavia su clausura, ges-to existencial que precede a lacristalización de ese efecto desentido que llamamos sujetode la enunciación.

(6) En su penúltimo número,interpretado ante un decoradoconstituido por un mar pinta-do sobre una tela, Calvero in-terpreta una canción que ha-bla de su deseo de reencarnar-se como pez.

Candilejas.

que poco después mirará Calvero- del escenario con el telónechado, en el instante en que, finalizado el primer acto, salen losactores y se prepara el nuevo decorado. Pero, desde esta posición,tan picada como lateralizada, el nuevo decorado resulta en abso-luto irreconocible: tan sólo unos telones colocados en profundi-dad, en planos diferentes. No obstante, en el plano siguiente-también un gran plano general de la escena, aunque esta vez to-mado desde el centro del patio de butacas-, desaparecen los sig-nos de la tramoya para convertirse en un compacto decorado ru-ral, perfectamente ordenado por la perspectiva.He aqui, pues, un gesto absoluto de enunciación. Un escenario

mostrado, por obra de una simple elección del emplazamiento dela cámara, como el espacio de una' tramoya literalmente ilegible.

La teatralidad, el artefacto de la representación, en estado puro,inmune todavia a los sentidos que pueden recubrirla. El lugar, ensuma, de una mirada que escapa al universo de la ficción y a lospersonajes que lo pueblan y que, por ello mismo, se nos presenta-cuando nos vemos obligados a compartirla- como absoluta-mente opaca.

Pero luego, poco tiempo después, Calvero ocupará ese mismolugar. Era necesario que esto sucediera después, para que nadapudiera ensuciar la pureza de ese gesto de enunciación; era nece-sario, sin embargo, que esto sucediera para que, una vez que elcómico ha sabido asumir la necesidad de su desplazamiento -yde su muerte- quedara levantada acta de su tránsito en ese otrolugar que nosotros -en tanto que espectadores- no podemoscompartir (4).

Un lugar transversal a la representación, pues es el lugar de laescritura, el de la enunciación como acto que aún nada sabe delsentido que terminará por despositar (5).

Queda finalmente -tras el necesario alejamiento y la medita-ción que precede al sacrificio definitivo- la última ceremonia sa-grada en la que tendrá lugar la transubstanciación (6) en el cuer-po mismo del teatro- es decir, del arte.

La última representación, por tanto. En ella, la distancia se ha tor-nado absoluta. A eso se debe nuestra incomodidad como especta-dores, pues nos resulta imposible compartir las oleadas de carca-jadas que esos otros espectadores que llenan el patio de butacasdispensan al cómico. Y ello no pór la presencia de algún neutrali-zador dispositivo dramático, sino, bien por el contrario, por elpropio carácter de los números que el artista nos ofrece. El ga~está presente, sin duda, pero purificado, estilizado -sacramentah-zado- hasta el extremo de que su efecto cómico -su sentido, afin de cuentas- se diluye, se disuelve hasta casi desaparecer. A loque asistimos es, en suma, a la poetización absoluta del gag! esdecir a la liberación de su significante de todo efecto de sentido,tan sólo regido por su interna musicalidad, por su íntima y gratui-ta armonía.

Al borde de la muerte, Calvero pide ver la actuación de la bai-larina. La cámara, ubicada ahora en el centro del escenario, ob-serva su muerte tendido en un diván, entre bastidores, mientras enoff ":"lamúsica no deja de recordárnoslo- se desarrolla la danzade la nueva sacerdotisa. Luego, un travelling de retroceso la haceentrar por la izquierda del cuadro, totalmente entregada a su a~e,sin percibir la presencia del cadáver que yace tras ella, escondidoen el centro de la imagen. .

El último plano del film, tomado desde el patio de butacas, ~ enel que ya no puede verse el cadáver que permanece entre bastido-res, muestra todavía la prosecución de la danza hasta que un fun-dido en negro oscurece definitivamente la pantalla. -

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La muerte enunciada, en Contracampo, nº 37, otoño 1984.

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