LA ECONOMIA ESPAÑOLA EN 1862

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LA ECONOMIA ESPAÑOLA EN 1862 CONFERENCIA PRONUNCIADA EN LA SEDE DEL Iltre. Colegio Notarial de Madrid, el día 13 de marzo de 1962 POR EL EXCMO. SR. D. JOSE LARRAZ LOPEZ Abogado del Estado

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LA ECONOMIA ESPAÑOLA EN 1862

CONFERENCIA

PRONUNCIADA EN LA SEDE DELI l t r e . C o l e g i o N o t a r i a l d e M a d r id , e l d ía 13 d e m a r z o

d e 1962

POR EL

EXCMO. SR. D. JOSE LARRAZ LOPEZAbogado del Estado

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Señor Decano ; excelentísimos señores ; señoras y se­ñores :La Junta de Decanos de los Colegios Notariales me ha con­

cedido el honor de invitarme a esta conmemoración centena­ria y tengo que comenzar agradeciéndoselo muy sincera y afec­tuosamente.

Mi admiración por los notarios es antigua. No en vano el Notariado constituye la carrera que tiene una formación pri­vatista más sólida, como los Registradores la tienen especial­mente hipotecaria. Hay una élite en el Notariado, extensa, que no pierde el contacto con los libros y que a lo largo de su vida profesional se mantiene paralela al fluir de la doctrina, de la ciencia juríd ica; esto, realmente, es un exorno del Notariado. ¿Qué jurista de mi generación no ha aprendido mucho en li­bros de notarios? Desde los libros prácticos— recuerdo aquel S a n c h o T e l l o , sobre redacción de instrumentos públicos— , pasando por infinidad de trabajos redactados por individuos del Cuerpo, hasta llegar a monografías de extraordinario de­leite, como eran las de don J o a q u ín C o s t a .

Sin duda, habéis tenido presente que me honro en perte­necer al Cuerpo de Abogados del Estado. Cuerpo de formación jurídica quizá más equilibrada que las del Notariado y de los Registros, por existir en ella mayor ponderación entre el Dere­cho público y el privado. El primer contacto de un abogado del Estado en sus relaciones funcionales, cuando llega a una Delegación de Hacienda, son los notarios. Por eso yo, ha ya treinta y cinco años que os tengo gran afecto y admiración. Permitidme que en estas palabras iniciales ponga un poco de efusión y de recuerdo sobre la figura de don J o a q u ín C o s t a , hombre arquetipo de todas las virtudes de la tierra vernácula — también, de alguno de sus defectos— , polígrafo, repúblico

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ilustre, varón que perteneció a vuestra carrera y a la mía, que fue abogado del Estado y notario; figura que constituye un símbolo de la buena relación entre los dos Cuerpos.

Cuando me invitasteis a dar esta conferencia, pensé que los temas jurídicos y profesionales abundarían en la conmemora­ción, y que bueno era darles un prólogo exponiendo la situa­ción económica, política y cultural en 1862. Yo me ofrecí a desarrollar el tema relativo a la economía de 1862. Lo acep­tasteis, y aquí estoy, dispuesto a haceros una exposición llana, asequible y si pudiera ser, que me contentaría mucho, amena.

El a ñ o d e 1862

A 1862 tenemos que darle unas coordenadas y un marco. El 1862, en España, se sitúa entre el 1858 y el 1863; o sea, entre el año inicial y el final del gobierno largo de O’Donnell, uno de los gobiernos más largos que tuvo España en el si­glo XIX, puesto que duró cuatro años y medio justos. A su v e z , el período de O’Donnell, de la Unión Liberal, se sitúa en el ciclo de Napoleón III, que es toda una época de la historia de Europa (1848-1870). Epoca en la que el stock de oro aumentó y los niveles de precios fueron también en creciente. Europa gozó entonces veinte años de euforia económica y re­lativa paz.

Espartero, defendía la libertad; Narváez, en el polo opues­to, la autoridad; O’Donnell, estaba en el medio, pretendiendo el equilibrio de la libertad y la autoridad. Bien entendido, que ninguno de los tres era ideológicamente absolutista ; todos ellos respetaban el principio de un Estado representativo. Como, en definitiva, lo respetaba el mismo credo carlista.

Fue el gobierno de O’Donnell de tiempos tranquilos; rela­tivamente tranquilos. En todas las cosas políticas, juega el ad­verbio «relativamente». Porque O’Donnell tuvo que fusilar al Capitán General de Baleares. Pero, en fin, puede decirse que fue gobierno de paz con Roma y al mismo tiempo de realiza­ción de la desamortización; gobierno de lauros africanos y de reverdecimiento de viejas glorias en América ; gobierno

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apoyado por la burguesía urbana y por los nuevos ricos del campo; gobierno durante el cual don José de Salamanca pudo sentirse satisfecho de que las circunstancias le hubieran aleja­do de los cargos públicos; albergado en su palacio de Recole­tos, el año 1863, al cerrar el ejercicio en el que había caído O’Donnell, computó, como capital líquido, la cifra para enton­ces fabulosa de 400 millones de reales.

En ese período, el Ministerio de Hacienda lo ocupó don Pedro Salaverría, y el gobierno del Banco de España, don Ra­món de Santillán. Si Mon y don Raimundo Fernández Vi­llaverde fueron fundamentalmente políticos, si don Juan Bra­vo Murillo había sido fundamentalmente abogado, y si Cama- cho venía de las finanzas, de la empresa capitalista entonces más poderosa como era la ferroviaria, don Pedro Salaverría y el señor Santillán eran, antes que nada, burócratas: hombres que habían hecho la carrera de funcionario al servicio de la Administración y, más concretamente, del Ministerio de Ha­cienda.

Don Ramón de Santillán, cuya efigie se puede contemplar en una serie de billetes de mil pesetas, hizo extraordinarios esfuerzos por ver lograda la reforma tributaria de Mon del año 1845; dos veces ministro de Hacienda, y con tal pasión y tal ardor por el servicio público, que no se desdoró, después de haber sido ministro la primera vez, de ocupar luego la Di­rección General de Rentas Reunidas. Durante trece años des­empeñó el gobierno del Banco de España, continuidad insó­lita en la administración de entonces.

Don Pedro Salaverría fue el financiero de O’Donnell, el hombre que comunicó un poco de alegría dineraria a la polí­tica del General. Gastó los dineros que procedían de la reali­zación de bienes desamortizados en financiar un presupuesto extraordinario, contra las admoniciones severas de don Juan Bravo Murillo, pues la Ley Desamortizadora obligaba a apli­car la mitad de aquellos dineros a la reducción de la Deuda Pública. Pero algo de alegría en las finanzas nunca sienta mal a la política.

Situados ya en la época y conocidos los principales perso-

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najes, vamos a exponer un esquema de lo que era la economía española en el año de 1862.

E s q u e m a d e l a e c o n o m ía e s p a ñ o l a

Cuando acababa el siglo xvill, la agricultura cereal espa­ñola no abastecía al 100 por 100 el consumo nacional. La agricultura cereal española, un año con otro, no llegaba a pro­ducir más que los cuatro quintos de los cereales necesarios. Tanto lo afirma Canga Argüelles, como Moreau de Jonnès. Pongamos al lado del pan, el vestido, que eran los dos produc­tos más importantes en la economía de entonces. La economía textil necesitaba grandes aportaciones del extranjero, de tal manera que la estadística comercial de 1795 pasma al lector con las cifras que había que pagar al exterior por lienzos y paños. ¿De dónde sacaba España los medios para saldar un balance tan desequilibrado? Los sacaba, entonces, como desde tres siglos antes, de la plata que le venía de Indias, de Mé­jico y de Perú. La válvula principal de comunicación de Espa­ña con el mundo exterior radicaba en el puerto de Cádiz, que era el primer puerto de España.

Imaginaos, ahora, que viene la guerra napoleónica, que pasa un lustro de devastación sobre España y que el imperio colonial se desmembra.. Las devastaciones de la guerra napoleó­nica, con sus consiguientes efectos sobre la agricultura, serían reparables en unos años, pero la desmembración del imperio de donde nos venía la plata para salvar nuestro desnivelado balance de pagos— que era como «la rueda catalina» de la eco­nomía española— , constituía una pérdida irreparable. He aquí el punto de partida de donde arrancó España, cuando acabó la guerra de la Independencia, para hacer frente a una población que iba a crecer y para aumentar el tenor de vida de los espa­ñoles. Los 10 millones de habitantes de 1800, al llegar a 1860 serían 15 millones. La población aumentaría el 50 por 100. El punto de partida no podía ser más duro, ni el empeño más difícil. No obstante, la necesidad trae consigo, implícitamente, sus soluciones. Es verdaderamente grato leer las páginas de la

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Statistique de VE Spagne, de Moreau de Jonnès— 1834— , don­de se dice, paladinamente, que los españoles, cara a la nece­sidad, viendo que ya no les vendría plata de Méjico ni del Perú, rompieron intereses viejos y hábitos perezosos, y una ola de laboriosidad entró por todos los estratos de la socie­dad, particularmente de la agraria.

Cuando llegamos a 1862, señores, España, a pesar de que su población había aumentado el 50 por 100, produjo ya todos los cereales necesarios para su sustento. Un año con otro, la producción cereal estaba adecuada con el consumo, si no lo excedía. Las energías desencadenadas por la tragedia de la guerra napoleónica movilizaron la agricultura española, como a fines del siglo otra tragedia— Cuba— liberaría también ener­gías fecundas. Moreau de Jonnès decía en 1834 que, desde co­mienzos de siglo, los españoles habían aumentado el área tri­guera en un 70 por 100, y doblado la cosecha, e incrementado en un 50 por 100 la lana de sus ovejas. Los españoles, callada y discretamente, ignorados de toda Europa, habían realizado el más colosal esfuerzo entre los realizados en aquellos tiempos por las economías europeas. Dejo todo esto bajo la responsa­bilidad de Moreau. Su traductor, don Pascual Madoz, al poner el prólogo el año de 1835, decía que estaba ya fuera de duda la suficiencia cereal de España. Unos años después— 1847— , Muchada afirmaba que, aunque las estadísticas fueran imper­fectas, no había duda de que España había realizado un colo­sal progreso agrícola en todos los órdenes, no sólo en el trigue­ro, también en Levante (arroz), y en el Sur, con la vid y el aceite particularmente. Otros años después, ya excedido el 1862, el año 67, Garrido sostenía que en sesenta años la agri­cultura española había cuadruplicado su riqueza.

Junto a esto, lucían los efectos de otro notable esfuerzo en materia de industria textil. En 1862, según las estadísticas de la época, incluso computando el contrabando calculado, re­sultaba que la industria textil española, en su integridad, en sus varias ramas, cubría el consumo global del país casi en un 90 por 100. Sólo un poco más del 10 por 100 de productos finos y extra finos, de lujo— reservados a la pañería inglesa, a la sedería francesa, a los lienzos de los Países Bajos— , apar-

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te del contrabando que entraba de productos más ordinarios, era lo que venía de fuera. La industria, principalmente ubi­cada en Cataluña, satisfacía ya casi el 90 por 100 del con­sumo nacional.

Esta era la situación en 1862, respecto de cereales y de in­dustria textil. Junto a la industria textil había otras industrias de bienes de uso y de consumo : industria harinera, vinícola, aceitera, de pastas, de conservas— incipiente todavía— , de som­breros, de papel, de jabón, de cueros, de imprenta.

Sin embargo, señores, un sector no lucía aún en la España de 1862 : el sector de la industria de bienes-capital. El sector que arrancando de las minas de hierro, y pasando por el hie­rro fundido, y por el acero, y por todos los productos siderúr­gicos, y por las herramientas, y por las máquinas, concluía, en­tonces, en el material ferroviario. No se puede decir que no existiera; algo había; herrerías pequeñas, diseminadas por todo el país, por el Norte y por el Sur; altos hornos, algunos ya a base de coque, pero de muy escasa importancia ; y hasta talleres de construcción mecánica— el «Bonaplata» de Barce­lona, germen de la actual «Maquinista Terrestre y M arítima»— . Mas, todo esto estaba en mantillas. Todo esto estaba retrasado ; todo esto, pesaba gravemente sobre las importaciones españo­las y sobre el balance comercial. España tenía industrias de bienes de uso y consumo, y había empujado colosalmente su agricultura, pero no contaba, en 1862, con una industria rele­vante de bienes-capital, que es lo que especifica y cualifica el desarrollo económico de un país.

De ahí que en 1862 Bilbao no fuera todavía más que lo que tradicional y secularmente había sido: una plaza mercan­til, una plaza naviera, incluso, una plaza bancaria; no era, aún, ni una gran plaza minera ni una gran plaza industrial. El Bilbao minero e industrial en gran escala comienza des­pués de la Restauración, con don Alfonso XII, al fin de la se­gunda guerra civil.

Mientras tanto, el grueso de los ferrocarriles españoles se construyó, sin concurso de industria pesada española, por la industria europea. Este es un episodio que atraerá siempre la •atención de los historiadores de la economía española del si-

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glo xix. Los capitanes de la industria pesada tardaron en surgir entre nosotros demasiado tiempo.

El puerto de Cádiz, el primero de España a fines del si­glo xviii y comienzos del xix, ya había cedido la primacía a Barcelona. Cádiz se quedó algo atrás. Bilbao era el tercer puer­to, a mucha distancia de Barcelona y Cádiz.

En Cádiz aposentó inicialmente sus negocios navieros aquel gran tipo del capitalismo español que se llamó don Antonio López y López. Luego, acabó radicándolos en Barcelona, cuan­do se había consolidado como la primera plaza mercantil de España. Don Antonio López y López, un hombre de Comillas, santanderino, emigrante a Cuba, que volvió acaudalado, no para caer en la inercia del reposo como un rentista cualquiera, siguiendo las viejas pautas, sino para mantener el ritmo de un empresario moderno, que traía aires nuevos a la vida eco­nómica española.

Junto a él figuraba en Barcelona otro hombre que también había vuelto de América con el pan de la emigración, cierta­mente en proporciones no escasas: don Juan Güell y Ferrer, el cual participó en negocios de construcción mecánica e in­dustria textil; agricultor, además, en zona del Canal de Ur- gel, que tanto debe al influjo de Güell y Ferrer. Se titulaba -—especie de desafío a la vieja nobleza catalana, que a veces invocaba pergaminos traídos de manos de Carlomagno— : di­putado a Cortes, fabricante, agricultor y propietario. Otro a r­quetipo de aquellos hombres que tanto bien trajeron a la socie­dad donde vivían, y que, desgraciadamente, en tan escaso nú­mero contó España. La hija de don Antonio López y López y el hijo de Güell y Ferrer se unieron en matrimonio; de cuyo enlace procede una familia muy ilustre y conocida.

El auge económico de España a lo largo de los primeros sesenta años del siglo xix fue correlativo de una política pro­hibicionista y protectora. Las importaciones de trigo extranjero estaban prohibidas mientras el trigo no alcanzase en el interior el precio de 70 reales fanega; o sea, que sólo era lícita la en­trada del trigo extraniero cuando el mercado español alcan­zase un precio significativo de que había verdadera penuria. En cuanto a las manufacturas industriales, si bien es cierto que

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la curva marcada por los sucesivos aranceles del 2, del 26, del 41 y del 49, expresa tendencia de liberalización, tendencia de eliminación de prohibiciones para pasar al arancel, a la tarifa, al pago de derechos, no es menos cierto que estos dere- chos eran muy altos. El arancel español parecía de los más elevados de Europa.

Existía en la España de 1862 un sector intermedio entre lo que tan espléndidamente se había desarrollado— agricultu­ra e industria textil— y lo prácticamente nonato— industria de bienes de capital— , que comenzaba a tomar empuje, princi­palmente bajo manos extranjeras, o mediante el impulso y la mediatización extranjera. Me refiero a las minas y los ferro­carriles. En las minas, la vieja minería del mercurio, las pro­piedades del Estado en Almadén, se hallaban muy ligadas a los Rothschild, desde muchos lustros antes, bajo una forma de contrato o bajo otra. Las minas de plomo de Linares eran en­tonces, también, del Estado. En las minas de plomo de Carta­gena jugaba mucho otro hombre del empresariado español que traemos a cuenta: don Ignacio Figueroa, persona ligada con firmas francesas, que construyó para los postreros días de su vida el palacio donde hoy se alberga la Presidencia del Con­sejo de Ministros, y que fue padre de aquel político tan popu­lar, que despierta en mí un recuerdo amistoso muy cordial, el Conde de Romanones. Contemos, además, la minería del zinc, que en el Norte de España explotaba ya la Real Compañía As­turiana de Minas, sociedad belga. La minería del hierro— como he dicho antes— todavía no tenía ímpetu ni volumen ; los ad­quiriría después de la Restauración.

En cuanto a los ferrocarriles, bueno será que digamos dos palabras. Pero antes, permitidme una alusión al fenómeno so­cial que S o m b a r t había descrito ya en sus obras históricas, tan gráficamente: los empresarios comunicaban energías, or­ganizaban la producción, impelían ritmos nuevos, pujos más impetuosos que los antiguos, pero una generación llegaba, si no era la misma del fundador, en que se ennoblecían. Don An­tonio López y López, se ennobleció también. Fue marqués de Comillas. Güell y Ferrer se vio ennoblecido en su hijo, que fue Conde de Güell. Don Ignacio Figueroa contrajo matri-

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monio con la princesa de las Torres. Salamanca advino marqués. Aquel curriculum, aquel prototipo o protoforma, que S o m b a r t describió, se cumplió en todos estos grandes empresarios.

Los ferrocarriles recibieron de los extranjeros el impulso necesario para llegar a ser una realidad tangible. El Norte, merced al influjo del «Crédit Mobilier» de París y de la «So- ciété Générale» de Bruselas, a través de la «Sociedad General de Crédito Mobiliario Español», que fundaron los Pereire (des­cendientes de israelitas emigrados de Extremadura siglos an­tes). El Crédito Mobiliario abrió sus oficinas en la Red de San Luis, junto a la casa donde vivió don Antonio Cánovas del Cas­tillo en la calle de Hortaleza. Después, se trasladó al Paseo de Recoletos, esquina a Prim, donde radicó en su día el Banco Español de Crédito. M. Z. A. estaba en manos de los Roth- schild, a través de Weisweiller y Bauer, banqueros de Madrid. Todos los que hemos estudiado en la Universidad de la calle Ancha recordamos el caserón de los Bauer, donde hoy está el Conservatorio de Música, calle de San Bernardo, esquina a la del Pez. Estas dos grandes potencias: los Pereire, en el Norte; los Rothschild, en M. Z. A., estaban fraguando la rea­lidad de la red ferroviaria española.

Resumamos este cuadro de gruesas pinceladas, sobre lo que era la economía española de 1862. Había una agricultura cereal suficiente. Una agricultura en otros ramos— aceite, vino, lana— francamente exportadora. Había una industria de bie­nes de uso y consumo que cubría las necesidades del consumo español casi al 100 por 100. En el extremo opuesto, una indus­tria de bienes-capital, si no inexistente, prácticamente irrele­vante. Y una zona media, constituida por la minería y los fe­rrocarriles, que comenzaba a tener auge bajo manos extranje­ras. Dicho está que agricultura e industria vivían dentro del marco de fuerte proteccionismo.

Para caracterizar mejor la economía española de 1862, he­mos de dar otros datos, los cuales nos dirán que lo mismo la Bolsa, que los transportes, que la Hacienda, que los Bancos emisores, estaban en situación de retraso, de evolución lenta, retardada, respecto de los principales países de Europa.

En cuanto a los ferrocarriles, Madrid no estaba unido d i­

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rectamente con Zaragoza, ni con Valladolid, ni con la frontera portuguesa, ni con Andalucía ; pero estaba unido con Alicante. Barcelona no estaba unida directamente con la frontera fran­cesa, ni estaba unida con Valencia; pero estaba unida con Za­ragoza. Zaragoza y Alsasua, no estaban unidas directamente. Sevilla, estaba unida con Córdoba, pero no estaba unida con Madrid. Es decir, que la unión entre el centro y la periferia no existía todavía; mucho menos el enlace de los puntos peri­féricos. Se habían construido sectores de líneas, sin conexión; mas España no tenía todavía una verdadera red ferroviaria.

Si pasamos a los Bancos emisores, nos encontramos con que había un Banco de España desde 1856, que funcionaba en Madrid, en Valencia y en Alicante. Además, Bancos emisores de billetes, independientes del Banco de España y entre sí, que funcionaban en Bilbao (el actual Banco de Bilbao), en San­tander (el actual Banco de Santander), en Oviedo, en La Co- ruña, en Valladolid, en Zaragoza, en Málaga y en Sevilla. Y, además, de muy antiguo, había Bancos emisores, sendos Ban­cos emisores, en las grandes plazas mercantiles de Cádiz y Bar­celona. No obstante, la circulación de billetes de todos estos Bancos era del orden de los 400 millones de reales. Creo que podemos decir que los billetes, respecto de la total circulación dineraria del país, constituían una pequeña fracción.

En la Bolsa se cotizaban los fondos públicos, algunos va­lores ferroviarios y bancarios, los cambios exteriores y los daños y quebrantos entre las principales plazas del interior. Entonces, el contrato de cambio era una realidad habitual. La letra no constituía un documento de crédito, sino un documento de cambio. No había buenos transportes, no había Bancos con redes de sucursales, la «transferencia» apenas funcionaba..., pero funcionaba el auténtico contrato de cambio mediante las letras. De ahí que la cotización de los quebrantos y beneficios del cambio entre las plazas del interior tuviera manifiesta im­portancia. La Bolsa revelaba que España no tenía todavía r i­queza mobiliaria de cuenta.

Vengamos a la Hacienda. Nos encontramos con que los impuestos indirectos y los monopolios y servicios explotados por el Estado eran, en producto anuo, más del doble de la

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tributación directa. Y dentro de la tributación directa, la sola contribución de inmuebles, cultivo y ganadería, suponía tres, cuartas partes. La contribución del comercio e industriales no tenía gran importancia. Tampoco tenían gran importancia el Timbre ni los actuales Derechos Reales, que entonces todavía se llamaban Derecho de Hipotecas. Y ya que este impuesto tanto nos concierne, os voy a dar tres indicadores de lo que era a la sazón: las compraventas de inmuebles pagaban el 2 por 100 ; las herencias en línea recta legítima estaban exentas ; y en cuanto al resto, se movía entre el mínimo del medio por ciento y el máximo del 10 por 100. Entonces, señores, ser so­brino y tener un tío a quien heredar, todavía era negocio. El 0,5 por 100 se aplicaba a las transmisiones sucesorias entre cónyuges, respecto de bienes muebles; y el 10 por 100, a los extraños, cuando adquirían inmuebles.

Veis, por tanto, después de esta serie de pinceladas, que en 1862 la economía española era una economía autosuficiente y más que autosuficiente en agricultura ; en industrias de uso y consumo, prácticamente suficiente; en las industrias de bie­nes-capital, insuficiente a todas luces; la zona intermedia de la minería y los ferrocarriles dependía de manos extranjeras y comenzaba a tomar impulso. Por lo demás, las características técnicas que retratan el grado de evolución de la Bolsa, de los ferrocarriles, de los Bancos emisores y de la Hacienda, ponían de manifiesto que la economía española sufría insuficiencia téc­nica y evolutiva.

He tenido empeño de no dilatarme mas— y me he excedi­do algo— en la descripción impresionista de lo que era la eco­nomía española de 1862, por una razón: que tengo que ocu­parme de lo que en la historia de la economía española ava­lora más a 1862, de lo que le da sentido específico en la serie cronológica de los años. Y, como tengo que ocuparme de esto, me permitiréis que a las anteriores pinceladas les ponga rer mate.

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L a s c o n f e r e n c i a s l i b r e c a m b i s t a s

Mil ochocientos sesenta y dos es el año de las conferencias librecambistas del Ateneo. Es el año en que el libre cambio hace en España una manifestación madura y solemne, con la pretensión de reducir a cero las fronteras arancelarias para que España se incorpore a una economía cosmopolita, dicién- dolo en la terminología moderna, a un Mercado Común, pero no europeo, señores, sino universal. Comprenderéis, pues, que el año 1862 sea un jalón cierto en la historia económica del siglo pasado.

Inglaterra, al llegar 1860, con Gladstone, había consuma­do la puesta en marcha del libre cambio. Prácticamente, las fronteras arancelarias de Inglaterra estaban a cero; había rea­lizado el pensamiento de Adam Smith y de Ricardo. El pro­pio Napoleón III, en Francia, en el Continente, se contagió y, mediante un tratado de comercio que lleva el nombre de Che- valier, economista francés, convino un acuerdo con Inglaterra, en virtud del cual, si Inglaterra consumaba la fase final de puesta en marcha de su libre cambio, Francia iniciaba la amor­tización de sus aduanas, que seguiría un proceso gradual y progresivo. Este tratado anglofrancés, a través de la cláusula de nación más favorecida, se corrió y generalizó a los demás países, y Europa comenzó a vivir la marcha hacia una reduc­ción total y absoluta de las fronteras arancelarias, de modo que si subsistieran algunos derechos fueran puramente fiscales, nunca prohibitivos ni siquiera protectores.

El hombre que había desencadenado este proceso en In­glaterra y que lo había conducido a su culminación, no fue pre­cisamente un gobernante; fue un hombre que vivió al margen del gobierno y que se llamó Ricardo Cobden. Hoy podemos contemplar— estos días lo he hecho yo— en libros viejos, en grabados de buenas planchas de acero, la vera efigies de Ri­cardo Cobden; melenas profusas, patillas de marino, bigote afeitado, cejas pobladas, una frente despejada y noble, nariz de porra, pero mirada nostálgica y continente digno, firme,

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amable y bondadoso. Este fue el hombre que condujo a Ingla­terra de un proteccionismo casuístico al libre cambio. Se le podía aplicar aquella frase que Guizot aplicó a un contempo­ráneo : un hombre que tuvo en sus manos el deleite más ten­tador; un hombre que tuvo la influencia, sin necesidad de poseer el Poder; un hombre que tuvo la autoridad, sin necesi­dad de contraer la responsabilidad.

Este hombre vino a España en 1846. Hizo un viaje de tres meses y trató de convencer en Cádiz, en Sevilla y en Madrid a los españoles, para que fuéramos hacia el libre cambio, donde nuestra felicidad sería casi edénica. En un banquete que le dieron en Madrid, presidido por el viejo Flórez Estrada, dijo, en frase que fue muy comentada, que el hombre que condujera a España por el camino del libre cambio, le haría tanto bien como Colón cuando le mostró el camino de América. Los áni­mos se calentaron ; los profesores de economía se hicieron libre­cambistas, los políticos liberales se hicieron librecambistas, y el año 1859, a semejanza de otras asociaciones europeas, se fundó en Madrid la Asociación para la Reforma de los Aran­celes.

El asunto se discutió el año 59 en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, dividiéndose las opiniones entre un proteccionismo temporal de derechos educadores, defendi­do por Moyano y Vaamonde, y la supresión gradual de los aranceles, que sostuvieron Alcalá Galiano, Colmeiro y Figue- rola. No obstante, esto era un círculo de selectos, esotérico, y parecía menester que el tema se desbordara y saliera a la calle.

Lo llevó al público, el año de 1861, la Asociación de refe­rencia. Lo llevó a la Bolsa de Madrid. La Bolsa de Madrid es­taba entonces situada en la plazuela de la Leña, en lo que es hoy la plaza de Benavente. Todos ustedes han visto, hasta hace muy pocos años, un almacén de tejidos que fue la antigua Bolsa. Este edificio, ya desaparecido, se levantó en 1873. Pero en 1861, en la época a que ahora me refiero, lo que había allí } albergaba a la Bolsa era algo más viejo, la Aduana de la Corte, que había funcionado hasta que Carlos III hizo el ac­tual Ministerio de Hacienda. Pues, en tal edificio, en 1861, dice don Luis María Pastor que arraigó y se introdujo en Es­

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paña la costumbre inglesa del mitin. Porque los discursos elo­cuentes de la «Fontana de Oro», el café de la Carrera de San Jerónimo, tan admirablemente descrito en las páginas galdo- sianas, todavía no componían mítines; eran oraciones elocuen­tes, pero esporádicas, improvisadas; y, si otras veces habitua­les, aún no estaban, digamos, institucionalizadas. El mitin? arraiga en España en 1861, con la propaganda librecambista. Don Luis M aría Pastor, el presidente de la Asociación para la Reforma de los Aranceles, nos cuenta, en el prólogo que puso a un libro del que luego hablaré, que esta novedad causó verda­dera sensación en la sociedad madrileña, y que concurrieron señoras y varones graves, sin que, a pesar del entusiasmo y de las ovaciones y los rumores a veces no aprobatorios, se alterase el orden, que era conservado por la mera presencia de una autoridad tácitamente aceptada de todos. Ahora bien, se percibía que allí no estaba la sociedad madrileña entera, que faltaban gentes remisas a concurrir a los mítines, por lo que convenía repetir en lugar más severo, de mayor prestigio inte­lectual. Entonces se pensó en dar la campanada final en aula de mayor tradición científica, en el Ateneo de Madrid.

El Ateneo de Madrid estaba entonces en la calle de la Mon­tera, en el local que había dejado el Banco de San Fernando, y que, durante muchos años, nosotros hemos contemplado toda­vía como hotel. Ha desaparecido ya. Fue el Ateneo de los pri­meros tiempos de Cánovas, de muchos discursos célebres de Cánovas. Allí, en 1862, se pronunciaron dieciocho conferen­cias por otros tantos librecambistas, expresión solemne del credo del libre cambio y petición la más vehemente y calurosa que formularon los economistas de entonces, para que Espa­ña, abandonando viejas tradiciones, entrara por un nuevo ca­mino de libertad internacional. Estas dieciocho conferencias quedaron plasmadas en un volumen que yo no había leído hasta estos días, durante los que lo he hecho para disponer el ánimo convenientemente. Dieciocho conferencias, en las cuales— ora­toria muy de la época— «la Edad Media es la noche terrible de nueve siglos que une la Edad Antigua con la Moderna», por citar un ejemplo. Pero, hay talento en ellas, hay mucha agili­dad, muy buena palabra y una vibración con actualidad indis­

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cutible. Estos días pasados extraje dicho volumen de una de las bibliotecas más proceres del Madrid científico y, desgracia­damente, lo encontré en tal estado de integridad y entereza, que me tuve que armar de la plegadera para realizar el humilde ofi­cio de aflorar ante mis ojos la ciencia acumulada un siglo an­tes en sus páginas. Esto, os hace reír, pero a mí me hizo filo­sofar, porque yo acabo de dar a la estampa nueve tomos in folio, estudiando, desde 1951, los problemas de la integración europea (gracias a Dios, conclusos), y pensé: «¿Qué suerte les deparará el porvenir? Será menester que se celebre el II Cen­tenario de la Ley Notarial para que otro madrileño, entre ju ­rista y economista, venga con una plegadora a descubrir los once años de mis pobres trabajos?»

Alcalá Galiano— no voy a hablar sino de los más impor­tantes— , Alcalá Galiano decía que había que ir camino del libre cambio, pero gradualmente. Tenía un miedo terrible a la guerra civil con Cataluña. No era la primera vez que lo decía, lo había dicho ya el 59 en la Real Academia de Ciencias Mo­rales y Políticas. Carballo fundaba, científicamente, la polí­tica nueva en la división del trabajo y el cambio. Gabriel Ro­dríguez, aquel ingeniero de caminos y abogado tan liberal, arremetió contra la tesis de List de las fuerzas productivas. Moret refutó la tesis proteccionista de que las tarifas arancela­rias dan ocupación a los obreros, aunque sea con salarios más bajos. El presidente, don Luis M aría Pastor, en un discurso muy interesante, ponía de manifiesto que los aranceles espa­ñoles eran los más fuertes, y que, por decoro, España no po­día mantener aranceles peores que los de Rusia, Grecia y Tur­quía. Que era menester iniciar la evolución, pero que pensá­ramos— no perdía la cabeza— que la evolución en Inglaterra había durado treinta y cinco años y en Bélgica veinte. Final­mente, cerró el ciclo de los dieciocho aquel gran tribuno, don Emilio Castelar, con un discurso en el que puso moderación a sus trenos y a su elocuencia. Doctrinalmente, sostuvo que el libre cambio, solo, era poco. Que lo que había que hacer era realizar integralmente el liberalismo. Que el libre cambio sin un pleno liberalismo y una plena democracia no serviría gran cosa. Con esto, colocó al terminar el ciclo una mina debajo,

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si no en el piso principal, de la Asociación para la Reforma, la cual agrupaba a gentes de muy diversos partidos. Cuando se publicó el volumen que contiene las conferencias, el presidente Pastor se creyó en el caso de replicar a don Emilio Castelar, diciéndole que ellos, a la postre, hacían lo que había hecho la Liga de Cobden, o sea, reunir gentes de distinta procedencia en torno de una bandera concreta, para llevarla a la práctica.

Tales fueron las conferencias que cualifican, que especifi­can y avaloran el año de 1862 en el curso de nuestra historia económica.

C o n s i d e r a c i o n e s c r í t i c a s

Pero, no hemos venido aquí (en estas cosas hay que tener siempre sentido práctico) a recrearnos especulativamente con la evocación del 1862, ni siquiera a apuntar el rasgo más es­pecífico de este año desde el punto de vista de la economía. También hay una moraleja que, con vuestro permiso y unos mi­nutos más, muy breves, quiero extraer.

Grave cosa es, señores, que la economía y la política an­den por separado. Grave cosa es que las normas doctrinales de una y otra las elaboren gentes que no tengan una disciplina común. Grave cosa es que, luego, las formas institucionales efectivas de la economía y la política estén en contradicción; y grave cosa que toda la normativa, todo el sistema de reglas de la comunidad, penda, exclusivamente, de un solo valor, sea este valor la utilidad material— como sucede ahora— , sea este valor la libertad, o la razón de Estado, como ha ocurrido en otros tiempos. La fundamentación de las normas de la comu­nidad no se puede hacer a base de un solo valor; es más com­pleja, requiere una constelación de valores armonizados, jerar­quizados, pero, una constelación-, un plural. Una— digamos— monoaxiología, es error tremendo.

Los librecambistas, los liberales de 1862, no vieron que la libertad era ya mordida por la igualdad. Egalité— como di­ría un escribano inglés— versus liberté. No vieron que Ingla­terra estaba haciendo, desde comienzos del siglo xix y más desde que subió la Reina Victoria al Trono, una política so-

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dal. No vieron, u olvidaron, que el 1.848 había sido en las ca­lles de París y luego en Alemania y en Austria y en Italia, el toque de una campana alborotada, que ponía junto a la liberté, y queriendo que predominara sobre ella, la égalité. Olvidaron que quedaba detrás del 48 el rastro y el fermento del mani­fiesto comunista. Y en España, olvidaron que ya en el 55 había habido una huelga general en Barcelona, en la que se plantea­ron los problemas de organización y de regulación del trabajo. Y en el año 63, la sublevación de Loja, en Andalucía, les de­bió hacer pensar que esta incorporación de lo social a los te­mas de actualidad, era viva y palpitante. No se percataron de que el propio Carlos Marx, desde su escritorio de Londres, re­dactando las crónicas para New York Daily Tribune, había puesto los ojos sobre la «vicalvarada» y sobre la reacción de O’Donnell. No hay pueblo en Europa, ni siquiera Turquía — decía en 1854— , que ofrezca hoy a los ojos de los revolucio­narios un interés como España; sus clases adineradas (algo de hipérbole había en esto) comienzan ya a emigrar a Francia. En el 56, al imponerse O’Donnell sobre las consecuencias de la «vicalvarada», Marx rectificó un poco. Lo de España habían sido movimientos de tanteo ; movimientos para alcanzar la ma­durez revolucionaria. La próxima revolución europea— afirma­ba en la corresponsalía de Nueva York— cogerá a España ma­dura. Años después (en el 73), Federico Engels, criticando a los cantonalistas españoles de Cartagena, decíales que habían hecho una revolución que era la mejor lección que se podía dar sobre cómo no se debían hacer las revoluciones. El prole­tariado español— según él— todavía estaba muy distante de ha­llarse en condiciones de madurez para su liberación.

La égalite estaba mordiendo a la liberté. Además los libre­cambistas olvidaban otra cosa (a los fines concretos de lo que ellos perseguían, de importancia mayor y más inmediata). Los librecambistas olvidaban que junto al liberalismo estaba con­viviendo en Europa un sentimiento difuso, mas enormemente popular y apasionado: el nacionalismo. ¿Qué iba a ser del libre cambio, si la nueva Italia nacía al calor del Risorgimento con pasión nacionalista poderosa? ¿Qué, si la nueva Alemania se forjaba a los sones del Deutschland, Deutschlancl iiber alies?

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¿Qué, si en Rusia subsistía la idea de que la tercera Roma se­ría históricamente Moscú? ¿Dónde había aprendido Federico List, el padre del proteccionismo alemán, la doctrina de los derechos aduaneros, más que leyéndola en Norteamérica, en las fuentes de Alejandro Hamilton? ¿Y acaso la política de libre cambio que practicaba Inglaterra, no era a la sazón la política más conveniente para los intereses nacionales? Los librecambistas de 1862, olvidaron muchas cosas, como, en ge­neral, todos los librecambistas.

A base de divorciar la Política de la Economía, concibie­ron, pergeñaron el proyecto de una economía cosmopolita, de un Mercado Común, no europeo, sino mundial. Y en el seno de éste, en su dintorno, una pluralidad innúmera de Estados liberales, sí, pero para adentro, para afuera, plenamente sobe­ranos, plenamente independientes. De tal manera, el edificio pergeñado estaba regido en lo económico por un sistema de fuerzas centrípetas, coherentes, organizadoras, mientras que en lo político, era plural, y estaba regido— no diré por un sis­tema-—por un conjunto de fuerzas centrífugas, dispersoras. La contradicción era evidente. Y, una de dos: o se reducía el na­cionalismo, o se reducía el libre cambio. Hubiera habido un libre cambio si hubiera sido factible un Estado mundial. Aho­ra bien, ¡un Estado mundial era una utopía! El libre cam­bio, por tanto, no podía cuajar en sus términos absolutos, y, efectivamente, durante el año 1876 el movimiento librecam­bista expiró en Europa. En España tardó unos años más. Iba­mos algo desfasados, pero expiró asimismo.

¡Qué gran lección nos viene, señores, desde la intimidad del siglo xix a los tiempos presentes! Nos diferenciamos de la posición del siglo pasado en que si en el siglo pasado el Esta­do cosmopolita era una utopía, hoy el Estado europeo no es una utopía, la Federación europea no es una utopía, aunque es difícil. Mas, si por ceder ante la dificultad, por falta de ener­gías y decisión no la hiciéramos, las consecuencias económicas serían correlativas de las que se produjeron en 1876: el Mer­cado Común quedaría extinto. La gran lección que nos viene del siglo xix— procuremos los economistas adquirir una visión política y los políticos adquirir una visión económica— con-

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siste en ver las dos caras, la bilateralidad del hecho. Si el Mer­cado Común no cuenta con el correlato, más aun, con la antici­pación de la Federación europea, se puede afirmar rotunda­mente que, a la larga, no habrá Mercado Común. O hacemos una Federación europea, o el Mercado Común será un sueño, como sueño fue lo de los librecambistas de 1862.

Por eso, si es urgente realizar una trabazón interna de las instituciones de los «seis», de Francia, de Alemania, de Ita­lia, de Bélgica, de Holanda y de Luxemburgo ; si es urgentí­simo que todos ellos caminen, cuanto antes, hacia la Federación europea; ya no es tan urgente que el Mercado Común piense, sin haber logrado esa trabazón interna, en expandirse territo­rialmente de manera prematura, infundada, alegre y confiada.

Esta es la moraleja que extraigo de la visión de la Econo­mía de hace un siglo. Con ello, hago punto final. Quiero, señor Decano, expresaros ahora, cordialísimamente, mi felicitación más calurosa por este Primer Centenario de la Ley de 1862 y formular mis mejores votos por los destinos futuros del Nota­riado español.

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