La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia · La autorregulación cognitiva y...

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La autorregulación y su desarrollo en la primera infancia Asunción González del Yerro Valdés

1. Introducción La autorregulación continúa siendo en la actualidad un concepto pluridefinido, una especie de “concepto mosaico” que como un caleidoscopio refleja en cada una de sus caras el interés de cada científico y el ámbito que se constituye en su objeto de estudio. Este ámbito es en ocasiones estrecho. Algunos investigadores aproximan su lente y generan dominios específicos de conocimiento sobre los diferentes procesos o esferas susceptibles de ser regulados como el aprendizaje (Zimmerman, 1989), la expresión emocional (Holodynski, 2004) o la salud (Bandura, 2005). Otros alejan su punto de mira, adoptan una perspectiva más general y la definen como el proceso por el que se controlan, supervisan y corrigen las acciones con el fin de alcanzar las propias metas (Carver y Scheier, 1990).

La autorregulación no es un constructo nuevo. Hay quien lo considera tan antiguo como la humanidad (Pantoja, 1981). Wiener (1948) desde el modelo cibernético lo introdujo en el panorama científico, en su acepción más general, definiéndolo como el proceso por el que un sistema se regula a sí mismo para alcanzar metas específicas (Shapiro y Schwartz, 2000). El funcionamiento del sistema se basaba en el denominado “bucle de retroalimentación”, un mecanismo que tras comparar el estado actual con el estado ideal prescrito ponía en marcha las actuaciones necesarias para alcanzarlo. El funcionamiento del aire acondicionado que mide la temperatura de la habitación con la solicitada por el usuario y activa el sistema de refrigeración necesario para alcanzarla constituye un buen ejemplo del funcionamiento de este sistema que Vancouver (2000) y Carver y Scheifer (2000) explican con un detalle mayor.

El bucle de retroalimentación puede actuar de manera automática y en ausencia de conciencia. Constituye el mecanismo básico de las denominadas máquinas inteligentes y del sistema homeostático más primitivo de los seres vivos, que les impulsa a actuar para restablecer el equilibrio fisiológico que necesitan para sobrevivir, cada vez que se altera. Watt (2004) sugiere que los seres vivos más evolucionados deben participar de una forma más activa en su propia autorregulación y que utilizan sus sistemas cognitivos y afectivos para mejorar el funcionamiento de este mecanismo homeostático básico. Y que al hacerlo, invierten su tendencia, así, mientras la actuación de los animales más primitivos se rige por procesos gobernados por impulsos e instintos, por procesos de abajo arriba, los seres humanos actúan, además, guiados por procesos de arriba abajo, que subordinan la conducta a la actuación de procesos mentales más complejos, que son, a su vez, susceptibles de ser regulados por el individuo (Bandura, 1991; Wegner y Wenzlaff, 1996).

Pero los seres humanos no son capaces de realizar esta acción voluntaria en sus edades más tempranas. Lo saben bien los profesionales de la educación que

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afirman, como Grolnick y Ryan (1989), Kochanska, Coy y Murray (2001) y Kochanska y Thompson (1997), la necesidad de proponer como objetivo educativo el desarrollo de la autorregulación entendida como “la capacidad que tiene el individuo para regular por sí mismo el afecto, la atención y la conducta con el fin de responder con eficacia a las demandas internas y externas” (Raffaelli, Crockett y Shen, 2005, pp. 54-55). Su aspiración es, como veremos en el siguiente capítulo, optimizar una actuación autorregulada, y no una actuación regulada externamente. Esta aspiración debe descansar, por una parte, en el conocimiento sobre el nivel de autorregulación que se puede pedir a los niños en las distintas edades con el fin de ajustar el nivel de exigencia a sus posibilidades y, por otra, en el conocimiento de sus componentes y de los mecanismos responsables de su desarrollo. Veamos pues qué nos dice la Psicología al respecto.

2. La autorregulación cognitiva y afectiva: componentes y variables mediadoras El estudio de la autorregulación se ha abordado desde perspectivas muy diversas que, quizás, podríamos dividir en dos grupos en función del carácter cognitivo o afectivo del proceso regulado. En el primero figurarían los investigadores que estudian el proceso mediante el que el individuo es capaz de regular procesos cognitivos tales como el aprendizaje (Núñez, Solano, González-Pienda, Rosario, 2006; Zimmerman, 2000) o la lectura comprensiva (Sanz Moreno, 2003), en el segundo, los que centran su interés en la autorregulación de la experiencia emocional (Bell y Wolfe, 2004; Gray, 2004; Metcalfe y Mischel, 1999).

La polémica sobre el número de sistemas que debemos considerar responsables de estos procesos se encuentra en la actualidad abierta. Así, mientras la Neuropsicología actual apuesta por la existencia de un único sistema responsable de la autorregulación de los procesos cognitivos y afectivos (Prencipe y Zelazo, 2005). Metcalfe y Mischel (1999) diferencian dos sistemas de autorregulación distintos: 1) un sistema cognitivo frío responsable de las funciones de planificación, supervisión y mantenimiento de la información en la memoria a corto plazo y, en general, de las funciones psicológicas implicadas en la resolución de problemas, y 2) un sistema emocional cálido que se encuentra controlado por la estimulación ambiental y que genera una respuesta rápida, inflexible, estereotipada y con gran carga emocional. Este último sistema dominaría la conducta durante los primeros años de vida, hasta que el sistema cognitivo, que se desarrolla de forma más lenta, lograra imponerse como sistema prioritario.

En cualquier caso, el estudio de la autorregulación invita, con Goleman (1996) y Salowey y Mayer (1990), a tomar conciencia de los vínculos existentes entre la emoción y la cognición, las dos grandes esferas de la personalidad del ser humano que han sido tradicionalmente analizadas de manera independiente, pero que estrechan sus lazos e invierten su relación jerárquica cuando el individuo trata de regularse a sí mismo. Así, el sistema afectivo se pone al servicio del sistema cognitivo cuando el sujeto, a pesar de la fatiga, redobla sus esfuerzos para alcanzar una meta o resolver un problema, mientras, como veremos, son recursos

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cognitivos como la atención o el pensamiento los que debemos ejercitar para controlar nuestra conducta y, con ella, nuestra experiencia emocional.

Ambos tipos de autorregulación son importantes en el ámbito escolar. Veamos qué dice la Psicología sobre ellos.

2.1. La autorregulación de los procesos cognitivos Vamos a examinar únicamente las dos perspectivas más relevantes que han estudiado este tipo de autorregulación: la Psicología Cognitivo-Social y la Neuropsicología.

2.1.1. La perspectiva de la Psicología Cognitivo-Social

Bandura, el padre de la Psicología Cognitivo-Social, considera que el modelo cibernético ofrece una explicación excesivamente simplista del ser humano, pues se limita a describir únicamente cómo se regula una actividad que ya ha sido iniciada y deja sin explicar la amplia gama de reacciones que presentan las personas cuando constatan que no han podido alcanzar sus metas (Bandura, 1991, 1996); este abanico se extiende desde el abandono de las exigencias iniciales, hasta el incremento del esfuerzo y/o la modificación del medio, de la actividad, y/o un sinfín más de respuestas intermedias (Zimmerman, 2000).

La teoría Cognitivo-Social trata de superar estas carencias. Considera que la autorregulación, proceso por el que el individuo intenta alcanzar sus propias metas, es un proceso cíclico determinado por tres determinantes: la conducta, los procesos personales y las condiciones ambientales. Son determinantes que se encuentran en un estado constante de cambio y que requieren la existencia, no de uno, sino de tres bucles de retroalimentación capaces de modificar cada uno de ellos en la dirección necesaria para facilitar el logro de los objetivos propuestos. Se trata de bucles abiertos que no se limitan a actuar tras percibir una discrepancia entre la actuación y el sistema de referencia, sino que pueden conducir proactivamente a la acción.

Zimmerman (2000), basándose en la teoría de Bandura, diferencia tres fases en este proceso cíclico: 1) la fase de planificación, 2) la actuación o la fase de control voluntario y 3) la fase de reflexión. Vamos a explicarlas con algo de detalle.

1. La fase de planificación.

En esta fase se ponen en marcha dos procesos: a) los procesos motivacionales, constituyen el motor de la conducta y están condicionados por el interés intrínseco que uno siente hacia la actividad y por la autoeficacia (o percepción que uno tiene de su capacidad para realizarla), y b) los procesos de análisis de tareas, responsables de establecer las metas, de tomar decisiones con respecto a los resultados de la conducta (o del aprendizaje) y de lo que denominan “planificación estratégica” que consiste en determinar y secuenciar los procesos y acciones necesarias para alcanzar esas metas, y de reajustar el plan

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inicialmente establecido en función de las modificaciones que pueda sufrir el ambiente y/o el sujeto.

2. La actuación o la fase de control voluntario.

En esta fase se desarrolla el plan de acción guiado por dos procesos de control voluntario: el autocontrol y la observación de sí mismo.

a) El autocontrol supone la aplicación de técnicas que ayudan a centrarse en la tarea y a optimizar el esfuerzo. Las técnicas más frecuentes son: 1) las autoinstrucciones (o descripciones que uno se da a sí mismo sobre cómo debe actuar para realizar la tarea), 2) la visualización (o formación de una imagen mental que facilita la codificación de los elementos relevantes de una situación), 3) las estrategias centradas en la tarea (que consisten en descomponer la tarea en sus elementos más simples y en reorganizarlos de forma significativa como ocurre, por ejemplo, al realizar un resumen de una lectura tras destacar y anotar las ideas principales) y 4) el control de la atención (o conjunto de estrategias que permiten mejorar la concentración y realzar los procesos que son relevantes para la tarea, como la estructuración ambiental dirigida a eliminar la influencia de los estímulos distractores o el enlentecimiento de la actividad realizado con el fin de facilitar la coordinación de las acciones que la componen).

b) La observación de sí mismo es el seguimiento de los aspectos

específicos de la propia conducta, de las condiciones que la rodean y de los resultados que produce. Es un proceso condicionado por cuatro variables: 1) el intervalo temporal existente entre la conducta y la auto-observación (a mayor intervalo temporal, menor probabilidad de emprender una acción correctiva), 2) la “validez” de la retroalimentación (de la información sobre la conducta realizada), determinada por su grado de concreción (cuanto más concreta y precisa sea la información sobre la conducta realizada, más fácil será emprender acciones que la optimicen) y por el grado de estructura de la tarea, 3) la “fiabilidad” de las observaciones, es decir, el grado en el que se ajustan a la realidad, y 4) la “valencia de la conducta” o el carácter positivo o negativo de las conductas observadas.

Las técnicas de registro facilitan la recogida de información de las auto-observaciones, permiten reducir el intervalo temporal, incrementar su fiabilidad y, con frecuencia, optimizar la valencia de las conductas observadas.

3. La fase de la autorreflexión

En esta fase se ponen en marcha dos procesos: 1) un proceso por el que el yo

se juzga a sí mismo y 2) los procesos involucrados en las reacciones del yo (que dependen de la sensibilidad que tenga el individuo ante sus propios juicios).

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El primer proceso incluye a su vez dos tipos de procesos: a) la evaluación del yo (o la comparación entre los resultados obtenidos y la meta inicialmente propuesta) y 2) la atribución de un significado causal a los resultados. La atribución de los errores a habilidades fijas propicia el desánimo y la falta de esfuerzo. La atribución de los errores a las estrategias de aprendizaje conduce a probar estrategias diferentes y prolonga la motivación del estudiante.

Las reacciones del yo afectan a la percepción de satisfacción/insatisfacción con respecto a la propia actuación, (que es una percepción importante pues sólo en el primer caso el yo optará por prorrogar el curso de la acción), y a la realización de inferencias sobre la actuación subsiguiente. Estas inferencias pueden ser adaptativas e impulsar a la persona a mejorar la actividad regulada, o defensiva y conducir a la persona a limitarse y a protegerse de los sentimientos de insatisfacción y fracaso.

Las reacciones del yo determinan el subsiguiente proceso de planificación y tienen un impacto decisivo en el posterior curso de acción y en la percepción que tiene el sujeto de su capacidad para hacer algo.

2.1.2. La Neuropsicología

La perspectiva neuropsicológica propone un término diferente “función ejecutiva” para referirse a un concepto similar, a todos aquellos procesos que están implicados en el control consciente del pensamiento, la acción y la emoción (Zelazo, 2005a)1. Ozonoff, Strayer, McMahon y Filloux (1994) la definen como el constructo cognitivo utilizado para describir las conductas que están dirigidas hacia una meta y orientadas hacia el futuro. La actuación de esta función depende del grado de dificultad de la tarea, de su complejidad y de la experiencia que tenga el individuo en ella (Norman y Shallice, 1986). Las demandas que plantean las tareas sencillas y bien aprendidas son mínimas, generan respuestas automáticas, sin embargo, las tareas nuevas y complejas requieren que el sistema ejecutivo dirija y controle todos los recursos cognitivos del individuo.

El término “función ejecutiva” se utilizó inicialmente para agrupar la serie de alteraciones en funciones psicológicas que manifestaban los pacientes que habían sufrido una lesión en la corteza prefrontal2. Desde entonces, los investigadores han abordado su estudio siguiendo una de las dos perspectivas que las connotaciones del término “ejecutivo”, en inglés: “executive”, entraña (Zelazo, Carter, Reznick y Frye, 1997; Zelazo y Müller, 2002): 1) procesos de alto nivel, responsables de la planificación y/o control de otros recursos y 2) procesos responsables de la ejecución de programas. Vemos ambos tipos de procesos en la lista que ofrecen Cabarcos y Simarro (2000) tras revisar la literatura existente 1 Aunque como ocurre con la autorregulación, a pesar de que la función ejecutiva es en la actualidad uno de los temas que está suscitando un interés científico más vivo, se encuentra todavía a la espera de encontrar una definición unánime (Zelazo y Müller, 2002). 2 El córtex prefrontal es el área del cerebro anterior a la corteza premotora y al area motora suplementaria, es una región privilegiada para la integración de la información y la regulación del pensamiento, la emoción y la acción por la complejidad y riqueza de conexiones que mantienen con otras áreas del cerebro (Zelazo y Müller, 2002).

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sobre el abanico de funciones psicológicas incluidas en la función ejecutiva:

• Planificación o elaboración de un plan estratégicamente organizado de secuencias de acción motoras y cognitivas.

• Flexibilización o capacidad para alternar entre los distintos criterios de actuación que pueden ser necesarios para responder a las demandas cambiantes de una tarea o situación.

• Activación (o mantenimiento en la memoria a corto plazo) de la información necesaria para guiar la conducta, información referida al objetivo de la conducta y a las variables relevantes del entorno.

• Monitorización o supervisión de la actividad mientras ésta se realiza que permite optimizar la actuación y los procedimientos en curso.

• Inhibición o interrupción de una respuesta previamente automatizada con el fin de permitir la producción de otra más adecuada para la situación actual.

• Control de la atención con el fin de rechazar los estímulos que no son relevantes para la acción.

• Capacidad para reconocer la consecución de los objetivos y para finalizar la acción.

Insatisfechos con el sustrato teórico en el que se apoyan estas alternativas, limitado con frecuencia a enumerar simplemente el listado de las funciones que puede englobar el término “función ejecutiva” sin explicar las posibles relaciones existentes entre ellas, Zelazo, Carter, Reznick y Frye (1997), siguiendo la propuesta de Luria (1973), consideran que esta función es un sistema funcional interactivo que implica la integración de otros subsistemas y que, como tal, debe definirse en términos de sus funciones (de lo que permite alcanzar), de sus subfunciones y de cómo éstas se organizan para alcanzar un objetivo común. De esta forma, proponen que la función ejecutiva es el conjunto de procesos implicados en la solución de problemas y los organizan temporal y funcionalmente en torno a las cuatro fases implicadas en la solución de los mismos (fases parcialmente coincidentes con las propuestas por la Psicología Cognitivo-Social, como veremos posteriormente).

El estudio de la función ejecutiva ha estado fundamentalmente dirigido al estudio de la denominada “función ejecutiva fría”. Sin embargo, la función ejecutiva extiende también su radio de acción al ámbito afectivo. La evidencia procedente de la neurología invita a pensar que existen diferencias funcionales entre las distintas regiones de la corteza prefrontal (área del cerebro comúnmente considerada responsable de la función ejecutiva), de manera que mientras la región dorso lateral se activa en la resolución de problemas abstractos y descontextualizados, las regiones ventral y media intervienen en la resolución de problemas que requieren la regulación del afecto y la motivación (Hongwanishkul, Happaney, Lee y Zelazo, 2005; Zelazo, 2005c). No obstante, como veíamos previamente, ambas funciones (la función ejecutiva fría y la cálida) son partes de un mismo y único sistema que opera de forma coordinada en cada actuación, aunque en cada caso se enfatice el uso de una u otra (Prencipe y Zelazo, 2005). Aunque la función ejecutiva está íntimamente vinculada al desarrollo emocional, pues su déficit se asocia, entre otros, con distractibilidad, impulsividad, intolerancia al retraso en la gratificación y dificultades en la adquisición de la teoría de la mente (ver revisión en Riggs, Jahromi, Razza, Dillworth-Bart y Ulrich

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Mueller, 2006), por el momento, las explicaciones sobre los aspectos más cálidos de la autorregulación que ofrecen los psicólogos interesados en la regulación emocional son más completas. Veámoslo.

2.2. El estudio de la autorregulación emocional Los psicólogos de la personalidad consideran que tanto la autorregulación emocional como la reactividad son dos componentes del temperamento. Definen la reactividad como la forma peculiar que tiene el individuo de responder a los estímulos del medio y, la autorregulación emocional, como el conjunto de procesos que ponen en marcha para modular esa reactividad (Fox, 1989; Rothbart y Derryberry, 1981) o, de una manera más completa, como “el conjunto de procesos, de carácter intrínseco y extrínseco, responsables de identificar, supervisar, evaluar y alterar las reacciones emocionales, especialmente su intensidad y sus rasgos temporales, con el fin de alcanzar las propias metas” (Thompson, 1994, pp.27-28).

Esta definición refleja, como señalan Ato, González y Carranza (2004), los cambios que, en los últimos años, ha experimentado el estudio de la autorregulación emocional, tradicionalmente centrado en la inhibición de las emociones y en su carácter perturbador, pues con ella Thompson: a) destaca el valor funcional y el carácter adaptativo de la experiencia emocional, al resaltar que el proceso se pone en marcha con el fin de alcanzar las metas que persigue el individuo, invitándonos, de este modo, a valorar la importancia de activar y mantener los estados emocionales positivos, b) subraya el carácter social del proceso al incluir, junto a las estrategias utilizadas por el sujeto, las que pone en marcha su contexto social y c) sugiere algunos de los parámetros de la emoción susceptibles de ser regulados: la intensidad y los parámetros temporales. No son éstos los únicos. La emoción es un fenómeno multifacético que incluye componentes neurofisiológicos, cognitivos y conductuales. Todos ellos, unidos al contexto social, pueden afectar y ser afectados por el proceso controlado o automático, consciente o inconsciente por el que un individuo se regula a sí mismo (Gross, Richards y John, 2006). Del mismo modo, la perspectiva teórica sobre el origen del temperamento se ha modificado sustancialmente en la última década. La Psicología de la Personalidad tradicional defendía que el temperamento estaba determinado genéticamente. La perspectiva actual reserva este origen innato únicamente al primer componente del temperamento, a la reactividad, y reconoce que, el segundo, la autorregulación emocional, es una habilidad que se desarrolla a lo largo de la infancia (e incluso de la adolescencia) en función de las características intrínsecas del individuo y de la interacción que establece con el medio social (Fox, 1989; Thompson, 1994; Stiffter y Braungart, 1995). Este desarrollo supone la adquisición de una serie de estrategias que Gross (1998, 1999, 2002) y sus colaboradores (Gross, Richards y John, 2006) dividen en dos grupos: a) estrategias que actúan en las condiciones antecedentes a la situación que genera la emoción y b) estrategias que actúan en la propia situación emocional.

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a) Las estrategias que actúan en las condiciones antecedentes

Son todas las estrategias que se ponen en marcha antes de que aparezca la experiencia emocional. Los investigadores diferencian dos tipos: la selección y la modificación de la situación. La primera es la estrategia usualmente denominada “de aproximación o retirada” (Carranza, Galián, Fuentes, González y Estévez, 2001) que consiste en decidir aproximarse o evitar lugares, personas o situaciones con el fin de influir en la experiencia emocional, por ejemplo, decidir ir al cine la noche antes de un examen. El segundo consiste en modificar una situación susceptible de generar emociones como por ejemplo, solicitar no hablar sobre el grado de preparación para un examen con la persona con la que se decidió ir al cine.

b) Las estrategias que actúan en la propia situación emocional

Son las estrategias que intervienen cuando el estado emocional se ha activado. Estas estrategias pueden ser de carácter conductual o cognitivo (Ochsner y Gross, 2005).

Entre las estrategias de carácter cognitivo se diferencian las estrategias centradas en el control de la atención y las que conducen al cambio cognitivo.

1. Las estrategias centradas en el control de la atención son las siguientes: • La distracción o proceso por el que la atención se centra en los aspectos

menos emotivos de la situación o en los que nada tienen que ver con ella. • La concentración o proceso por el que uno se deja absorber por estímulos

o tareas alejados de los que genera la experiencia emocional. • El rumiado o proceso por el que el individuo centra su atención sobre sus

sentimientos y sobre sus consecuencias (proceso que, al parecer, se pone típicamente en marcha en los estados depresivos y que sólo conduce a acentuar sus síntomas).

2. El cambio cognitivo consiste en modificar el significado o el valor atribuido

a la situación que genera la experiencia emocional con el fin de hacerla más tolerable (por ejemplo, tras haber suspendido un examen pensar: “bueno, sólo es un examen….”).

Las estrategias de carácter conductual (o las implicadas en la modulación de la respuesta) son las que modifican las características conductuales que acompañan la experiencia emocional, es decir, la expresión emocional y/o sus características fisiológicas (Gross, Richards y John, 2006).

A todas estas estrategias deberíamos añadir las que tienen un carácter más social como las conductas comunicativas y la búsqueda de apoyo y consuelo que aparecen temprano en el desarrollo y se mantienen a lo largo de toda la vida, aunque la tendencia a recurrir a los otros para recibir apoyo emocional varía de unas personas a otras como indican Ryan, La Guardia Solky-Butzel, Chirkov y Kim (2005).

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Martin y Tesser (1996) se muestran tajantes a la hora de valorar la eficacia de

las diferentes estrategias; consideran ineficaces la distracción (por ejemplo, intentar pensar en algo alegre para distraer la propia tristeza) y el empeño en convencerse de que uno no está experimentando la experiencia emocional que realmente siente (por ejemplo, intentar convencerse de que uno no está triste). Y valoran positivamente el recordar sucesos alegres y el ejercicio físico (estrategia que mencionamos ahora por primera vez). Sus conclusiones, especialmente las referidas a la autodistracción, no son siempre avaladas por los estudios realizados con la población infantil, como veremos en próximos apartados.

3. El desarrollo de la autorregulación durante la Educación Infantil En este apartado vamos a explicar algunos mecanismos responsables del desarrollo de la autorregulación y a describir su desarrollo en la primera infancia.

3.1 Los mecanismos responsables del desarrollo de la autorregulación Es norma habitual dividir las teorías del desarrollo, como hicieron Rivière y Coll (1987), en teorías “inside-out” (“de dentro-a-afuera”) o teorías que explican el desarrollo y la adquisición del conocimiento partiendo de los mecanismos o estructuras existentes en el interior de la mente infantil, y teorías “outside-in” (“de fuera-a-dentro”) o teorías que dan más importancia a los factores externos en sus explicaciones sobre los mecanismos responsables del desarrollo y de la adquisición del conocimiento.

Según esta clasificación podríamos dividir los mecanismos responsables del desarrollo de la autorregulación en mecanismos endógenos situados en el interior del individuo y mecanismos exógenos situados en el contexto de la interacción que mantiene el individuo con su medio social.

Vamos a examinar estos mecanismos teniendo en cuenta que, en la actualidad, dada la divulgación y aceptación generalizada de las propuestas formuladas por la Psicología Soviética, existe una tendencia casi unánime a considerar estas teorías complementarias y a situar con Kaye (1982) el origen de la vida mental (en este caso, de los mecanismos endógenos responsables de la autorregulación) en la comunicación y en la interacción social (Demetriou, 2000; Siegel, 2001).

3.1.1. Los mecanismos endógenos responsables del desarrollo de la autorregulación

Al hablar de los mecanismos endógenos responsables del desarrollo de la autorregulación sólo podemos referirnos, por el momento, a los mecanismos responsables del desarrollo de la función ejecutiva, ubicada en la corteza

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prefrontal3 del lóbulo frontal que abarca entre un cuarto y un tercio de la corteza cerebral de las personas y que, al parecer, constituye una estructura privilegiada para la integración de la información y para el control de la emoción, el pensamiento y la acción, por el elevado número de conexiones que esta zona establece con otras áreas cerebrales (Zelazo y Müller, 2000).

Los mecanismos neuronales responsables del desarrollo del lóbulo frontal no difieren de los que rigen el desarrollo de otras partes del cerebro aunque su evolución es más lenta (Zelazo, 2005c). La explicación que ofrece Siegel (2001) sobre los que considera más importantes, pone de manifiesto que su evolución se encuentra determinada por el contexto social.

El primero de ellos es la sinaptogénesis o el proceso de formación de sinapsis o conexiones entre las neuronas. Este proceso se caracteriza por una sobreproducción inicial de sinapsis, especialmente, en la última etapa del periodo de gestación y durante los dos primeros años de vida. A partir de esta edad, la densidad de las sinapsis va decreciendo hasta alcanzar, a los siete años, el nivel adulto (excepto en el córtex prefrontal, según Zelazo [2005c]). La sinaptogénesis de estos primeros años de vida se considera esencial para explicar las habilidades que con sorprendente facilidad adquieren habitualmente los niños durante esta primera fase del desarrollo (el desarrollo de la función simbólica, la adquisición del lenguaje, la deambulación, etc.).

Siegel, siguiendo a Greenouch (1987), señala que el segundo mecanismo se compone de los “procesos que aguardan la experiencia”. Éstos son los procesos responsables de la progresiva pérdida de sinapsis que se produce a lo largo del desarrollo. Mientras la superproducción inicial de sinapsis está determinada genéticamente, su eliminación progresiva depende de la experiencia, de manera que las conexiones que no se utilizan se van perdiendo gradualmente (y con ellas el cerebro va perdiendo su inicial plasticidad). Estos procesos son importantes para la recuperación en los casos de daño cerebral y para explicar la existencia de los periodos críticos.

Reafirmando la tesis de Greenouch, Siegel propone como tercer mecanismo, los “procesos dependientes de la experiencia” que son los procesos de formación de sinapsis derivados del aprendizaje. La ontogenia de la función ejecutiva discurre, según Zelazo y Müller (2002), paralela al proceso de maduración de la zona del cerebro que más tarda en madurar (Zelazo, 2005c), el córtex prefrontal. En este área del cerebro, el proceso de mielinización (o el proceso por el que las neuronas se cubren de mielina) se alarga desde el nacimiento hasta la juventud, la densidad de las sinapsis que en ella se producen alcanza su máximo al finalizar el primer año de vida (momento en el que alcanza un nivel superior al del adulto), permanece alta hasta los siete años, y va declinando hasta los 16 cuando alcanza el nivel adulto. Y, del mismo

3 La corteza prefrontal no es la única área del cerebro implicada en el ejercicio de las funciones ejecutivas. Existe en la actualidad un gran interés en buscar las bases corticales de cada una de las funciones ejecutivas. El lector interesado puede consultar los trabajos realizados por Bell y su equipo de investigación en la página: http://www.psyc.vt.edu/labs/devcogneuro/publications/index.html

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modo, los picos del perímetro de la cabeza se muestran a los siete, a los once y a los quince años.

Bronson (2000) resalta un dato que parece indicar que la influencia que ejercen las emociones sobre el sistema cognitivo es mayor que el que éste ejerce sobre las emociones, ya que el número de fibras nerviosas que conducen información del sistema límbico a los centros racionales del cerebro es mayor que el número de fibras que llevan información desde los centros racionales hasta el sistema límbico. Estas conexiones parecen constituir la evidencia empírica de las estrechas relaciones existentes entre el sistema cognitivo y el afectivo que a la Psicología, a pesar de las advertencias de Vygotski (1993), le ha costado tanto tiempo rescatar.

3.1.2. El contexto social como mecanismo responsable del desarrollo de la autorregulación: algunas perspectivas teóricas

La Psicología Soviética y la Psicología de la Intersubjetividad son las que explican con una claridad mayor el papel que ejerce el contexto social sobre el mecanismo responsable del desarrollo de la autorregulación.

! La Psicología Soviética y el desarrollo de la autorregulación

Para comprender la explicación que ofrece la Psicología Soviética sobre el desarrollo de la autorregulación debemos partir de la distinción que Vygotski establece entre los procesos psicológicos elementales y los superiores. Los procesos psicológicos elementales son los que se encuentran sujetos a la estimulación ambiental, son procesos naturales que actúan en función de directrices programadas biológicamente; los procesos psicológicos superiores son procesos conscientes que se encuentran bajo el control del individuo (Vygotski, 1934). Los procesos psicológicos elementales se hacen superiores, cuando el individuo toma conciencia de ellos y los domina, cuando en lugar de estar sometidos a los caprichos de la estimulación ambiental, se someten al control voluntario (Vygotski, 1934).

Es esta distinción la que marca, según Vygotski (2003), la diferencia fundamental entre el ser humano y el resto de los animales. En los animales y en los niños pequeños la percepción y el movimiento constituyen una unidad indivisible, los movimientos no son más que una continuación dinámica de su percepción (Vygotski, 2003), o dicho de otra forma, la percepción es una invitación a realizar diferentes tipos de conducta (Gibson, 1979). El uso de signos destruye esta fusión primitiva existente entre el campo sensorial y el sistema motor originando formas de conducta nuevas, originando en último término, la acción voluntaria que “…más que el intelecto altamente desarrollado es lo que distingue a los seres humanos de los animales que biológicamente están más próximos a ellos (Vygotski 2003, p.66). De esta manera, Vygotski defiende que el desarrollo de la autorregulación se debe al uso de los signos, un tipo de instrumentos que median la relación que el individuo establece con la realidad, y que modifican tanto a la persona que los

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utiliza, como la interacción que esa persona establece con su medio4.

Pero antes de que lo hagan los sistemas simbólicos, las personas se interponen entre el mundo y el niño, permitiéndole realizar un tipo de actividad que no podrían llevar a cabo sin su presencia; una actividad que requiere una habilidad superior a la que de momento tiene, una actividad situada en su zona de desarrollo potencial (Vygotski, 2003).

Luria (1930) explica con claridad este proceso de mediación aplicándolo a la transformación que sufre la atención, actualmente considerada como el mecanismo responsable del desarrollo de la autorregulación (Rothbart y Posner, 2001; Posner y Rothbart, 2000, 2005), que pasa de ser una atención involuntaria, una atención controlada por el mundo exterior, una función psicológica elemental, a una atención internamente regulada, a una atención voluntaria, a una función psicológica superior.

Luria observa que la atención está presente desde el momento del nacimiento y que la elicitan los estímulos más relevantes del medio (la cara humana, las voces, los sonidos altos, etc.). Pero que pronto, la madre comienza a señalar y a nombrar los diferentes objetos del entorno, destacándolos y consiguiendo centrar sobre ellos la atención de su bebé (recordemos que Scaife y Bruner [1975] observan que hacia los seis meses de vida la atención del bebé era así mediada por primera vez).

Posteriormente, la aparición del lenguaje permite al niño prolongar su atención sostenida, el tiempo que es capaz de mantener el procesamiento de la información sobre un tipo de estímulos sin dejarse influir por otros presentes en el ambiente o internos, lo hace, al principio, ayudado por la guía verbal que el adulto le ofrece y, posteriormente, por su propio lenguaje que actúa como regulador de su propia actividad. En esto consiste la famosa ley de la doble función formulada por Vygostki:

"En el desarrollo cultural del niño, toda función aparece dos veces: primero a nivel social, y más tarde, a nivel individual; primero entre personas (interpsicológica), y después, en el interior del propio niño (intrapsicológica). (...) Todas las funciones superiores se originan como relaciones entre seres humanos." (Vygotski, 2003, p. 94).

El lenguaje desempeña, en la Psicología de Vygotski, un papel fundamental en

este proceso de interiorización tras el que se convierte en el instrumento que permite al individuo guiar y controlar el pensamiento y la acción. El proceso parece sencillo. Al principio, el adulto guía verbalmente la conducta infantil, posteriormente, el niño habla durante la ejecución de su actividad y al hacerlo utiliza la guía verbal que previamente le ofrecía el adulto, para regularse a sí mismo. Finalmente, hacia los siete años, esta guía verbal se convierte en lenguaje interior, aunque probablemente sea más importante la experiencia y la práctica que la edad en determinar esta transición (Azmitia, 1992). Esta premisa teórica ha

4 En las últimas décadas, Karmiloff Smith (1994) explica este proceso mediante un proceso de redescripción representacional.

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guiado el diseño de numerosos programas dirigidos a ayudar a los niños a regular su conducta y su aprendizaje siguiendo la directriz marcada por Meichenbaum y Goodman (1971).

! La autorregulación y la teoría de la intersubjetividad

Si Vygotski sitúa en los signos el elemento que posibilita el desarrollo de la autorregulación, Trevarthen (1998, 2001) lo hace en los procesos socioafectivos. Defiende la existencia de lo que denomina “intersubjetividad primaria”, una motivación a la comunicación y a la cooperación interpersonal (Trevarthen 1974, 1977, 1978, 1979) que se manifiesta al principio de la vida en la preferencia que muestran los bebés para percibir las características propias del ser humano, en las respuestas que dan ante ellos (protogestos, sincronía interactiva, protoimitación) y en las protoconversaciones.

Este motivo, sólo inscrito en el genoma de nuestra especie, hace de nuestra mente una mente dual (Brâten, 1987), una mente capaz de albergar tanto al otro como a uno mismo. Es el motivo responsable de la “socialización de la mente humana”, el que posibilita que el otro se interponga entre el individuo y el mundo mediatizando la atención y posibilitando que la acción se doblegue a planes ajenos. En alguna estación del tren evolutivo de la inteligencia, afirma Trevarthen con Logotheti en 1987, los motivos de los hombres se transforman dejando de servir a las necesidades de una mente singular. La supresión de una motivación reguladora de la existencia a nivel individual, modifica sustancialmente la mente de los sujetos de la especie que perciben, piensan y actúan en una realidad que les es común y que construyen a través de la comunicación (Trevarthen, 1980).

Por ello, Trevarthen rechaza la posibilidad de analizar el desarrollo de la autorregulación del bebé como si se tratase de un individuo aislado y afirma la necesidad de abordar su estudio considerando e incluso formando parte del contexto social en el que el bebé se haya inmerso, pues sobre la capacidad humana para comprender y sintonizar con las emociones y sentimientos de los otros se asienta su sistema autorregulador (Reddy y Trevarthen, 2004; Trevarthen, 1998; Tucker, Luu y Derryberry, 2005).

Trevarthen (2001) resalta el valor funcional de las emociones y el papel que desempeñan como elementos reguladores de la actividad del individuo; considera que son causas y no efectos de la actuación humana; afirma que ejercen su función tanto en el medio interno, en el cuerpo, como en el mundo físico y social. Lo hacen en el medio interno para velar por el mantenimiento de las funciones vitales del individuo, en el contexto físico, guiando la percepción y la acción, para regular la conducta de exploración de los distintos objetos y eventos, y en el medio social, para regular las relaciones sociales.

Las emociones implicadas en el contexto social son las más elaboradas y las que tienen una importancia mayor para el desarrollo mental y para la integración del niño en la sociedad, mediatizan los procesos de transferencia de significados en la enseñanza y en el aprendizaje, determinan la perspectiva cognitiva del

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individuo y regulan el proceso por el que los niños interpretan el mundo y su forma de comportarse en él (Trevarthen, 2001).

3.2. Las etapas del desarrollo de la autorregulación durante la educación infantil Con el fin de abordar el estudio del desarrollo de la autorregulación, la Psicología Soviética propone adoptar la actividad como unidad de análisis (Elkonin, 1971 y Galperin, 1992, citado por Arievtich y Haenen, 2005; Leontiev, 1977) y analizar, por una parte, cómo ésta se va diversificando a lo largo del desarrollo y, por otra, cómo comienza a estar guiada por representaciones internas, en lugar de estar guiada por la estimulación ambiental o, por decirlo utilizando las palabras de Galperin, cómo la actividad material se va transformando en actividad mental.

Aunque expondremos en este apartado una revisión de los estudios realizados desde perspectivas teóricas diferentes, vamos a estructurarlo en función de las etapas que Karpov (2005), siguiendo a Vygotski, distingue en el desarrollo de la autorregulación. El autor diferencia cinco fases en función de la actividad que se constituye en actividad dominante. Nosotros examinaremos las tres primeras, pues son las que tienen lugar durante la Educación Infantil.

3.2.1. Primera etapa: “La interacción afectiva con el cuidador como actividad dominante” (0-1 años). La creación de un vínculo de apego

La característica fundamental de esta etapa es la creación de un vínculo de apego entre el niño y las personas más relevantes de su contexto. El apego es un vínculo afectivo que una persona o animal establece entre sí mismo y otra persona o animal determinado que les impulsa a estar juntos en el espacio y que permanece con el paso del tiempo (Ainsworth y Bell, 1970). Bowlby, siguiendo la teoría psicoanalítica, afirma que el bebé construye sobre este vínculo un modelo (o una representación) sobre la figura de apego y su disposición a responder a sus señales, y sobre sí mismo como ser capaz de generar conductas de protección y cuidado, como “alguien con derecho a ser amado” (Delval, 1997). Y destaca que esta representación guiará las relaciones sociales que el bebé establecerá a lo largo de su vida. El autor afirma que la base afectiva del yo constituye un reflejo de las relaciones afectivas que ese yo ha establecido con las personas que le rodean y, por ello, resalta la importancia de rodear al niño de un ambiente en el que se sienta aceptado y querido por ser como es y que le transmita confianza en sí mismo y en sus posibilidades.

Los estudiosos del apego, siguiendo a Ainsworh y Bell (1978), destacan la importancia que tiene el establecimiento de esta primera relación afectiva en el desarrollo intelectual y socioafectivo. Los niños que desarrollan un apego seguro sienten gran curiosidad por el medio, incrementan sus conductas de exploración y se relacionan mejor con las otras personas. Son niños que muestran una confianza grande en sí mismos y esa confianza les permite establecer relaciones adecuadas con el medio. Por el contrario, las dificultades en el establecimiento de

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este vínculo generan inestabilidad, dependencia y reducen el interés por explorar el mundo físico y social.

La importancia del apego (y de su calidad) en la interiorización de las normas y valores sociales (o como diría el psicoanálisis en los procesos de identificación que subyacen a la formación del super-yo, instancia de la personalidad responsable del control de los impulsos que emanan de la naturaleza instintiva de las personas) continúa resaltándose de continuo en la psicología actual (Kochanska y Thompson, 1997; Siegel, 2001; Strage, 1998) que analiza, además, las características y las consecuencias de los métodos que emplean los padres en la educación de sus hijos, como veremos en el próximo capítulo.

Durante esta etapa, se sientan las bases que permiten el desarrollo de la autorregulación: se “socializan” los mecanismos responsables de su desarrollo y los bebés comienzan a utilizar diferentes estrategias para regular su nivel de activación. Veámoslo.

! La “socialización” de los mecanismos responsables del desarrollo de la autorregulación Como veíamos en la introducción los animales también se autorregulan. La

forma en la que lo hacen se diferencia fundamentalmente de la autorregulación humana en que el sistema regulador de las personas está mediado socialmente, está “socializado”. Para analizar cómo se produce esta socialización dividiremos este periodo, como Rivière (1996), en cuatro fases que denominaremos: a) el ejercicio de los programas de sintonía y armonización (0-1/2 meses), b) la regulación emocional de las primeras relaciones sociales (1/2-4 meses), c) la regulación de las intenciones en el interior de la diada (4-8 meses) y d) la socialización de los mecanismos responsables de la autorregulación.

a) El ejercicio de los programas de sintonía y armonización (0-1/2 meses) Esta etapa se caracteriza por el ejercicio de los denominados “Programas de

sintonía y armonización” (Riviére y Coll, 1987), una preparación innata para la relación social que conduce a los bebés a preferir percibir los estímulos del medio que definen perceptivamente a las personas como la voz y la cara humana (ver la ya clásica revisión bibliográfica realizada por Schaffer en 1977) y a exhibir una serie de conductas especiales ante el mundo social como los “protogestos” (Trevarthen, 1977) y la imitación de gestos sencillos como abrir y cerrar la boca, o sacar la lengua (Meltzoff y Moore, 1977).

Junto a esta preparación perceptiva y conductual, los bebés poseen un mecanismo detector de contingencias (base de la motivación a la eficacia de la que nos hablaba White en 1959) que les permite percibir los efectos que su conducta produce en el ambiente desde los primeros meses de vida (Watson, 1972) y que, como siguiendo los dictados de estos programas de sintonía y armonización, se muestra más sensible cuando el contexto que responde a la conducta del niño tiene un carácter social (González del Yerro y Rivière, 1992) y

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que, probablemente, intervenga en la repetición que realizan los bebés de las expresiones que han sido previamente imitadas por el adulto, con el fin aparente y eficaz de provocar o invitar a mantener la interacción de una manera muy precoz (ver la revisión de Trevarthen, 2001, 2006).

b) La regulación emocional de las primeras relaciones sociales (1/2-4 meses)

Este periodo se caracteriza por el carácter emocional del mecanismo que regula las interacciones en el interior de la diada. Y lo hace desde el inicio, aunque desde el tercer mes, adquiere unas características especiales debido a la prolongación del contacto ocular y a la aparición de la sonrisa social (Emde, 1998; Shonkoff y Phillips, 2000).

Durante el tercer mes de la vida del bebé, las madres (o, en general, las figuras de crianza) establecen con sus hijos pautas de interacción caracterizadas por el intercambio de expresiones faciales, vocalizaciones y movimientos corporales que Trevarthen (1974) denomina “protoconversaciones”. Conducen a una especie de "co-acción", a un actuar con la pareja interactiva, a una imitación de expresiones emocionales que Stern (1985) denomina "sintonía interactiva" y define como la realización de conductas que expresan el estar experimentando un estado afectivo compartido aunque no se imite la expresión exacta del mismo. Es una relación que ha recibido diferentes nombres en la literatura: “sistema de reciprocidad” (Brazelton y Als, 1979), “diálogo intersubjetivo” (Stern, 1985), “unidad de regulación afectiva” (Tronick, 1982).

Este reflejo recíproco de estados emocionales constituye el principal proceso organizador de las interacciones tempranas y va modificando la representación que el niño tiene de sí mismo a medida que va siendo percibido por los otros (Trevarthen, 1986). A través de estos intercambios el niño aprende que puede compartir sus estados internos con otras personas (Stern, 1985), aprende a conocer al otro como receptor.

La interacción está sometida a una regulación mutua. Trevarthen (1987) subraya el carácter activo de la participación infantil en esta primera relación en la que las expresiones faciales del bebé, sus movimientos corporales, vocalizaciones y las veces que interrumpe y reestablece el contacto ocular influyen en las expresiones maternas, en su atención y en sus repuestas. Observa una primera fase de orientación y reconocimiento en la que el bebé es altamente receptivo a las expresiones y "mensajes" de los otros y una fase expresiva en la que busca activamente una respuesta. La evidencia experimental muestra el carácter activo de la participación del recién nacido tanto en la producción como en la comprensión de esta comunicación prelingüística (Cohn y Tronick, 1982; Fogel, Diamond, Langhorst y Demos, 1982; Murray,1980; Murray y Trevarthen,1985).

Junto a estas protoconversaciones, guiadas por la tendencia a compartir un mismo estado emocional, aparecen durante esta época lo que Rivière y Coll (1987) denominan "juegos circulares", son juegos de repetición en los que las madres suscitan determinadas respuestas expresivas mediante la repetición de las conductas que las originaron, como hacer pedorretas, tocar diferentes partes

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del cuerpo del niño, soplar, etc. Estas conductas brindan al bebé una estimulación lo suficientemente repetitiva, estable y relacionada con su propia actividad, como para que pueda percibir la relación de contingencia existente entre sus conductas y las acciones maternas, pero también lo suficientemente imprevisible y variable como para mantener su atención despierta.

Mediante estos juegos los adultos van estableciendo las posibilidades de

predictibilidad y anticipación necesarias para el desarrollo posterior de la comunicación intencional. Riviére y Coll (1987) proponen como ejemplo claro de este desarrollo la conducta de levantar los brazos para ser cogido. Al principio, el adulto levanta inadvertidamente los brazos del bebé cuando lo toma en brazos, después, el niño "echa los brazos" anticipando la conducta del adulto. Esta conducta anticipatoria, recalcan los autores, no genera en la figura de crianza una intención que no poseyera previamente. Aunque, posiblemente, como sugiere Lock (1978), la interpretación errónea de estas señales conduzca al bebé a levantar los brazos y a la madre, a interpretar esta señal como una petición de ser alzado. Y así la madre comienza a tratar al bebé como si se comunicara y esta estrategia de atribución excesiva permite al bebé ir otorgando intención comunicativa a la conducta en cuestión. La intención comunicativa tiene al principio un carácter intermental. Éste es un bonito ejemplo con el que Rivière y Coll (1987) ejemplifican la famosa “Ley de la Doble Función” de Vygotski que recordábamos en el apartado anterior.

c) La regulación de las intenciones en el interior de la diada (4-8 meses)

Después de las “protoconversaciones” (Trevarthen, 1974) propias del segundo y del tercer mes de vida, las características perceptivas de la cara de la madre pierden su primacía en la jerarquía de preferencias perceptivas del bebé y la actividad materna comienza a centrar el interés del niño (Rivière, 1996). Las interacciones diádicas (sin objetos) se modifican paulatinamente. Aparecen rutinas de acción conjunta en las que la actuación de la madre y la del bebé coinciden en la forma y/o en el ritmo. Las madres empiezan a realizar con sus hijos actos repetidos acompañados de sonidos rítmicos (como “palmas palmitas”) en los que comparten, no sólo estados afectivos, sino también, el sentido de las interacciones pasadas y las metas (Emde, 1998), la de actuar de una determinada manera sometiendo su actividad a un mismo ritmo.

En esta misma época, hacia los seis meses, los bebés comienzan a realizar una serie de conductas con las que tratan de dirigir la atención del adulto hacia sí mismos. Son sus primeras gracias y bromas. Estas conductas, comúnmente denominadas "showing off" o conductas de exhibición, no pueden explicarse sin asumir que el niño reconoce la capacidad del otro para comprender su mensaje (Reddy, 1991); revelan la existencia de un yo que se siente observado (Bretherton, McNew y Smith, 1981) y que deja que los estados mentales del otro (en este caso, sorpresa, admiración o aprobación) o, más específicamente, la anticipación de estos estados, medie su conducta.

Adamson y Bakeman (1985) señalan que durante esta etapa la madre extiende al mundo de los objetos el carácter afectivo propio de la primera relación. La madre socializa el objeto de la interacción vivificándolo como si extendiera sus

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características perceptivas más allá de sí misma (Adamson y Bakeman, 1984) y proporciona con sus actos repetitivos sobre los objetos la estructura temporal dominante en los juegos cara a cara (Adamson y Bakeman, 1985). El objeto gana significado en cuanto a elemento constituyente de una rutina compartida más que por sus características intrínsecas o por las acciones que elicita (Adamson y Bakeman, 1984).

Las manifestaciones afectivas que hasta entonces constituían el componente

principal del sistema comunicativo infantil se convierten en su soporte temático. Pasan de ser utilizadas como tema de la interacción a constituir el medio que permite comentar sobre los objetos que proporcionan ahora el tema principal de la interacción. Es interesante destacar que estos objetos constituyen focos de atención conjunta y compartida, requisito imprescindible para el establecimiento de la referencia conjunta posterior (Bruner, 1995). En estas interacciones triangulares el bebé se muestra todavía incapaz de coordinar esquemas de acción dirigidos a personas con esquemas dirigidos a objetos y es el adulto el que intenta convertir en juego social el juego manipulativo del bebé que fascinado por sus nuevas habilidades visomotrices dedica con frecuencia, a los cuatro meses, todos sus recursos atencionales a intentar coger los objetos.

d) La socialización de los mecanismos de autorregulación (8-12 meses)

El último cuatrimestre del primer año de vida se caracteriza por la aparición de la "intersubjetividad secundaria", una motivación dirigida a compartir los intereses y experiencias con otras personas. Es el estadio de la triple relación persona-persona-objeto (Trevarthen y Hubley, 1988; Trevarthen, 1987, 1989), el estadio en el que los adultos se interponen entre los niños y el mundo, “socializando” su acción y su percepción, la etapa en la que los pequeños empiezan a aceptar al otro como maestro de los distintos motivos que pueden dirigir el uso de objetos (Trevarthen, 1980). Por ello, comienzan a “utilizarlos convencionalmente”, como afirman Rodríguez y Moro (1998,1999), al ver a bebés de diez meses empezar a llevarse el auricular de un teléfono a la oreja e incluso emitir algunas vocalizaciones, e inician el juego cooperativo, juego en el que los participantes coordinan sus acciones para la consecución de un fin común (Trevarthen y Hubley, 1978).

La intersubjetividad secundaria permite ampliar el repertorio comunicativo del niño, y con él, el abanico de estrategias que utiliza para regularse, incorporando actos comunicativos intencionales como los protoimperativos y los protodeclarativos, mediante los que el niño dirige la atención del receptor hacia algún aspecto del mundo circundante, en el primer caso para pedir, en el segundo, para compartir con el receptor el interés y/o la reacción emocional que los objetos suscitan.

Estas primeras peticiones, en las que como decían Bates, Camioni y Volterra (1979), los niños utilizan al adulto para obtener el objeto deseado, requieren la adquisición del “concepto sensoriomotor de sujeto” (Gómez, 1990), la comprensión de que las personas son agentes causales, seres capaces de generar sus propios movimientos y acciones, y seres que perciben objetos y

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sucesos y reaccionan ante ellos; y también, en la confianza que tiene el pequeño en que el adulto le facilitará lo que solicita con su petición. Los protoimperativos regulan la actividad del adulto, tienen como fin satisfacer un deseo. Los segundos, los protodeclarativos, se emiten con el fin de compartir con el receptor el interés y/o la reacción emocional que los objetos suscitan; tienen en esta transmisión “desinteresada” de los estados mentales propios su único fin. Exigen, como afirma Rivière (1997), que los niños se den cuenta de que las otras personas son “sujetos de experiencia” con los que es posible y deseable compartir sus propias vivencias (ver en González del Yerro [1993] una discusión más amplia sobre este tema).

Al final del primer año, los otros se convierten en el sistema de referencia desde el que valorar el mundo que se muestra incierto o ambiguo. A esta edad, los niños empiezan a buscar en la expresión emocional del adulto indicios que les ayuden a determinar qué postura adoptar ante objetos, situaciones o personas extrañas. Es la denominada “referencia emocional” (Campos y Sternberg, 1981; Gunnar y Stone, 1984), nuevo ejemplo, de la mediación social de los mecanismos de aprehensión de la realidad.

Este proceso por el que se imputa por primera vez una valencia positiva o negativa a los hechos y al mundo circundante en función de cómo se percibe la expresión emocional del adulto, vuelve a ponerse en marcha en años posteriores en la negociación no verbal basada en miradas gestos y expresiones faciales de lo que constituyen o no acciones prohibidas (Fox, 1998).

! Las estrategias utilizadas para regular el nivel de activación

Demetriou (2000), basándose en gran parte en el estudio de Kopp (1982), considera que durante el primer año de vida se alcanza “el logro de la modulación”, una autorregulación centrada en el estado de activación y caracterizada por su carácter irreflexivo, inconsciente y carente de intención previa. En esta primera fase diferencia, a su vez, dos subestadios: a) la modulación neurofisiológica y b) la modulación sensomotora.

a) La modulación neurofisiológica (0-2 meses)

En los dos primeros meses, el nivel de activación de los bebés se ve con frecuencia alterado tanto por estímulos del entorno intensos, repentinos o inadecuados, como por estímulos endógenos relacionados con algunos estados fisiológicos. Son estímulos que alteran el equilibrio del recién nacido, su cerebro detecta una alarma y activa una serie de respuestas reflejas como llorar, girar la cabeza, llevarse la mano a la boca o succionar. El éxito de estas respuestas conduce a su repetición y con ella a la aparición de las típicas reacciones circulares primarias5 descritas por Piaget (Kopp, 1989).

5 La reacción circular primaria es la repetición de conductas caracterizadas por centrarse en el propio cuerpo y por haber producido fortuitamente un resultado interesante.

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Este sistema de actuación es al principio automático, inconsciente y dependiente de la actuación del medio social. La responsabilidad de la tarea de regular el nivel de activación infantil recae fundamentalmente en los padres que, al principio, calman al bebé cogiéndolo en brazos y meciéndolo o utilizando estrategias basadas en el contacto corporal, cuya eficacia para calmar a los bebés de dos meses parece predecir la duración del llanto de los bebés dos meses más tarde (Jahromi, Putnam, Stifter, 2004).

Durante estos dos primeros meses de vida, la atención del bebé parece estar determinada por la red de alerta; es un sistema muy primitivo que se encarga de mantener y de ajustar los distintos estados de alerta, y de centrar la atención hacia los estímulos más relevantes del medio generando una “mirada obligatoria”, una mirada que se queda como atrapada en determinados estímulos, impidiendo al bebé desviar su foco de atención y, por lo tanto, utilizar esta estrategia para regular su nivel de activación (González, Carranza, Fuentes, Galián y Estévez, 2001).

Actuar como una extensión del sistema autorregulador infantil no es siempre una tarea fácil; requiere la habilidad de leer y comprender las necesidades del bebé y el conocimiento, los recursos y la energía necesaria para responder adecuadamente (Shonkoff y Phillips, 2000). Brazelton se mostró siempre sorprendido por la capacidad que mostraban los recién nacidos para utilizar y controlar sus estados de conciencia (Brazelton, 1981). Afirmaba que esta capacidad se encontraba estrechamente ligada al umbral sensorial. Observó que los niños de riesgo tenían, por lo general, un umbral sensorial muy bajo y grandes dificultades para habituarse a los estímulos. Eran niños que tendían a desorganizarse, a interrumpir la respiración y a llorar con frecuencia con el fin de evitar una estimulación que les resultaba excesiva. Estos recién nacidos, sin embargo, respondían adecuadamente ante los estímulos suaves y reducidos que se les presentaban por una sola modalidad sensorial. Brazelton enseñaba a los padres a observar a sus hijos para descubrir cómo reaccionaban ante el entorno y, en consecuencia, cómo debían modificar su actuación para optimizar su relación con el bebé.

Durante estos primeros meses, la preocupación de la mayoría de los padres se centra fundamentalmente en regular los ritmos de sueño y vigilia, y el llanto excesivo (Shonkoff y Phillips, 2000). El primero parece obedecer tanto a factores endógenos como exógenos. Shonkoff y Phillips (2000) lamentan que los factores que determinan el momento en el que este reloj interno comienza a funcionar no se conozcan actualmente en su totalidad y describe las observaciones realizadas sobre el tema. Los ciclos de sueño-vigilia experimentan un gran cambio a lo largo de los tres o cuatro primeros meses de vida tanto en su estructura como en su organización. Así, mientras los recién nacidos duermen durante 16-17 horas al día, en ciclos que parecen ajustarse más a los 90 minutos que al que marcan la noche y el día (llegando a dormir como mucho cuatro horas seguidas), hacia los tres meses, las horas de sueño se reducen hasta llegar a las 14-15 horas y los ciclos de sueño se amplían, pudiendo llegar a tener una duración de entre ocho y diez horas, generalmente, durante la noche. Como ocurre en los adultos, en este periodo, el sueño profundo se alterna con el sueño superficial, interrumpido en ocasiones por breves periodos de vigilia. Los bebés que comienzan a dormirse

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con la ayuda de los padres se espabilan en estos momentos y vuelven a demandar su ayuda para reiniciar el sueño. La regulación de este ciclo se encuentra determinada por las pautas de alimentación y por las pautas de crianza propias de cada cultura.

A pesar de las distintas creencias y costumbres existentes, la pauta de aparición del llanto parece seguir un ritmo similar en las distintas culturas. El llanto infantil se incrementa paulatinamente durante las primeras seis u ocho semanas, momento en el que comienza a descender poco a poco. No obstante, su cantidad sí varía en los diferentes contextos. Se reduce en las culturas, que cargan a los bebés a lo largo del día debido, no a una disminución de la frecuencia de lloros, sino a que los niños se calman con una facilidad mayor. Cuando los padres responden al llanto infantil y se muestran sensibles a sus señales, consiguen que sus hijos, hacia los tres o cuatro meses, reduzcan significativamente los lloros y se calmen con una facilidad mayor (en ausencia de cólicos y de otros estímulos molestos de carácter interno o ambiental). La ausencia habitual de respuesta a los lloriqueos, frecuente en los bebés que viven en instituciones, les impiden percibir la eficacia de esta conducta expresiva y, en consecuencia, provocan su total desaparición, una desaparición que se acompaña de otros problemas emocionales graves.

b) La modulación sensomotora (3-12 meses)

Demetriou (2000) afirma que el logro de la conducta intencional es el más relevante de este periodo pues muestra la capacidad del bebé para mantener en su mente una meta que guíe su conducta (Zelazo, 2005b).

La aparición de la conducta intencional, es decir, la coordinación de acciones con el fin de alcanzar una meta es la característica con la que la psicología piagetiana describía el cuarto subestadio del periodo sensoriomotor (8-12 meses), precedido por las reacciones circulares secundarias (o repetición de conductas que han causado fortuitamente un espectáculo interesante en el medio) típicas del subestadio anterior (que se extendía desde los cuatro hasta los ocho meses) (Piaget, 1965).

Las estrategias que utilizan los bebés para regular su estado de activación mejoran a lo largo de esta etapa. Kopp (1989) describe estos logros con detalle. A partir del tercer mes, los mecanismos neuronales que gobiernan la atención, las vías visuales y el sistema motriz del bebé maduran. Aparece la denominada “red de orientación” que libera al bebé de la “mirada obligatoria” a la que nos referíamos previamente y le permite desviar la mirada del estímulo que genera insatisfacción (González, Carranza, Fuentes, Galián y Estévez, 2001), objetivo que también pueden alcanzar a los tres meses moviendo la cabeza, gracias a la adquisición del control cefálico (Kopp, 1989).

No obstante, continúa siendo un sistema de regulación muy limitado; no está planificado, no actúa sobre la causa que genera insatisfacción y sólo funciona en estados de excitación limitados (González et al., 2001; Kopp, 1989). Por lo tanto, la regulación del nivel de activación continúa siendo una tarea conjunta. Los padres, aprovechando las nuevas habilidades que muestran sus hijos, empiezan

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a utilizar una estrategia nueva para ayudarles a regular su estado de activación que consiste en mostrar objetos para apartar la atención del bebé del estímulo que le resulta molesto (Posner y Rothbart, 2000, 2005; Rothbart y Posner, 2001). La estrategia resulta eficaz a juzgar por el resultado de las investigaciones que muestran que los indicadores de estrés de niños de seis meses (vocalizaciones, movimientos, etc.) alterados por la presentación de luces intensas y sonidos estridentes, cesan mientras dura la respuesta de orientación al objeto, aunque vuelven a aparecer cuando ésta desaparece (Posner y Rothbart, 2000, 2005; Rothbart y Posner, 2001).

Poco tiempo después, entre los cinco y los seis meses, aparece un nuevo recurso cognitivo, la atención focalizada, y con ella, una nueva estrategia denominada “autodistracción” que consiste no sólo en desviar la atención del estímulo molesto, sino en centrarla sobre otro más atractivo; con ella los bebés consiguen regular la emoción negativa y, por tanto, disminuir los llantos y enfados (González et al., 2001). Stifter y Braungart (1995) observan, sin embargo, que el estímulo distractor no siempre tiene un carácter visual, y que, de hecho, las estrategias que utilizan con mayor frecuencia los bebés entre los cinco y los diez meses son la succión del dedo o la succión no nutritiva y otras formas como estirar las manos, los pies, el pelo y realizar conductas rítmicas como batir las manos o mecerse.

Hacia los seis meses aparecen las nuevas habilidades motrices que permiten los primeros desplazamientos mediante el volteo y la adopción de nuevas posturas como mantenerse sentado y, dos meses más tarde, el gateo. Son avances que explican la aparición de estrategias más activas y complejas de autorregulación, como las conductas de aproximación a los estímulos atractivos y de alejamiento de los que generan malestar, y el juego con objetos que hacen olvidar el estímulo molesto (Ato, González y Carranza, 2004).

Stephen, Dunlop, Trevarthen y Marwick (2003) sintetizan en tres las estrategias que debe aplicar el adulto para optimizar el desarrollo de la autorregulación en esta etapa: 1) regular la intensidad de la emoción que experimentan los bebés calmándolos o estimulándolos mediante el contacto corporal, hablándoles y cogiéndolos con afecto y cuidado, 2) facilitar y promover la comunicación sintonizando con las emociones del bebé y compartiendo la atención hacia los objetos y personas y 3) proporcionar un ambiente seguro que ofrezca oportunidades suficientes para el descanso, responda de forma inmediata a las necesidades, señales y estados de agitación del bebé y ofrezca la oportunidad de establecer interacciones frecuentes con un adulto en un ambiente que invite a la intimidad.

3.2.2. Segunda etapa: “La actividad conjunta centrada en los objetos” (1 - 3 años)”

A lo largo de esta etapa, el niño accede a las representaciones mentales internas y éstas empiezan a actuar regulando distintas funciones cognitivas como la planificación, la solución de problemas y el control voluntario. De esta manera, el niño se hace más capaz de regular su acción y su experiencia emocional.

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El acceso a las representaciones encuentra sus orígenes en la interacción social. Karpov (2005) señala, como veíamos, que hacia el final del primer año de vida, los niños comienzan a aceptar a los adultos como mediadores de la actividad que desarrollan con los objetos y empiezan a utilizarlos en función de su significado social. Las acciones que realiza el niño constituyen, durante el segundo año de vida, una “imitación literal” de las que observa realizar a sus cuidadores, posteriormente, generaliza estos esquemas y los aplica a objetos y situaciones diferentes a aquellas en las que los aprendió.

Belinchón, Rivière e Igoa (1992) encuentran, del mismo modo, el origen de los símbolos en una actividad práctica, real, socialmente compartida que se contrae y se condensa con fines comunicativos. Ponen el ejemplo de Pablo, que días después de haber jugado a los globos con sus abuelos, pone su puño semicerrado frente a la boca, sopla y se da un golpecito en la boca con la mano diciendo: “¡paf!”. El niño representa la actividad, replica con sus actos una situación vivida, consiguiendo centrar la atención de sus abuelos sobre un aspecto de la realidad, como hacía en la etapa anterior con sus protodeclarativos y protoimperativos, pero, en este caso, se trata de una acción compartida en el pasado.

Vamos a examinar cómo utiliza el niño esta recién estrenada función simbólica (y otras funciones cognitivas) para regular su acción, su experiencia emocional y su conducta.

! La regulación de la acción

Demetriou (2000) afirma que a los dos años se inicia la autorregulación, que el control de la actuación del niño pasa de estar situado en el ambiente a hacerlo en la persona y que ello supone que el niño toma conciencia tanto de la acción, como de la intención de modificarla. La Psicología Soviética denomina este proceso por el que una actividad externa, práctica, material, empieza a ocurrir en la mente, “interiorización” (Leontiev, 1977). Y asume que es un proceso por el que se crea un plano mental que no existía previamente (Leontiev, 1977). Leontiev (1977) señala la conveniencia de diferenciar distintos niveles de actividad psíquica interna, un nivel preconsciente, propio de los animales, y un nivel consciente al que acceden únicamente los seres humanos. Al principio, señala, la consciencia es sólo una imagen mental que como una pintura, ofrece al individuo la visión de sí mismo, de sus acciones y de las condiciones en las que ocurre, conservando las características con las que la actividad se desarrollaba en el exterior. La percepción de las acciones de los demás permite al niño, recordemos a Pablo, comunicarse sobre ellas. Esta comunicación transforma la imagen mental en actividad consciente, permite al individuo emanciparse de la actividad práctica y comenzar a ser capaz de dirigirla.

La realización de una actividad dirigida a alcanzar un fin es un logro que se va adquiriendo de forma progresiva. Aunque desde el último trimestre del primer año de vida aparece la conducta intencional, los niños de tres años no pueden organizar sus acciones para alcanzar un fin establecido de antemano, pues olvidan con facilidad su objetivo (Petrovski, 1985). La descripción del juego simbólico que realiza Gortázar (2006) permite analizar los avances que va

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experimentando la capacidad para planificar a lo largo del periodo. Al principio, hacia los 17/19 meses, los niños, como indica Zelazo (2005a), pueden retener una unidad de información en su mente para guiar su conducta y aplican un solo esquema a los objetos en su juego simbólico, por ejemplo, dan de comer a una muñeca. Desde entonces y hasta el final del segundo año de vida, empiezan a combinar varias acciones en su juego; son combinaciones que no constituyen verdaderas secuencias pues a menudo son ilógicas, por ejemplo, peinar a una muñeca, acostarla y volverla a peinar. Entre los tres y los tres años y medio, los niños representan las mismas escenas que en las etapas anteriores pero los acontecimientos dejan de estar aislados, el juego sigue una secuencia, como preparar un pastel, cocinarlo, servirlo y lavar posteriormente los platos utilizados tras el banquete. Estas secuencias aparecen de modo espontáneo, no están planificadas. Hacia los tres años y medio se inician los planes de acción y éstos comienzan a dirigir el juego como lo muestra la preparación previa del material (Delval, 1997).

El equipo de Rothbart considera que el desarrollo de la atención proporciona la base que posibilita el desarrollo de la autorregulación, y enfatiza el papel que ésta juega tanto en la selección, organización y almacenamiento de la información, como en el control de la emoción y de la conducta (Rothbart y Bates, 1998; Rothbart y Posner, 2001; Rothbart y Rueda, 2005). Grolnick, McMenamy y Kurowski (1999) resaltan la importancia de la atención ejecutiva. La definen como el sistema responsable de dirigir la atención hacia una tarea en función de un objetivo previamente establecido, y de mantenerla centrada en la actividad durante su realización. Se inicia al final del primer año de vida (Posner y Rothbart, 2000). Rothbart y Posner (2001) encuentran la evidencia empírica que apoya este logro en el estudio de Diamond (1991) que observa que los niños de doce meses (y no los de nueve) pudieron coger el objeto que se encontraba en una caja transparente aunque sólo se les permitía ver la parte de la caja que estaba cerrada, y lo explican afirmando que una representación interna actuaba como guía de su conducta. Hacia los 30 meses, la atención ejecutiva experimenta otra importante mejoría. A esta edad, el equipo de Rothbart, junto a Bell y Wolfe (2004) y basándose en el estudio de Mischel (1983), observa que los niños empiezan a realizar mejor las tareas que requieren el control voluntario de la atención y que exigen inhibir una respuesta motriz prepotente.

La atención ejecutiva permite la aparición de nuevas estrategias para regular la experiencia emocional.

! La regulación de la experiencia emocional

Parece evidente que los cambios del nivel de activación se acompañan de una experiencia emocional. Un ruido intenso incrementa el nivel de activación de los bebés, y, sin duda, su nivel de estrés o quizás de miedo y/o sorpresa. Sin embargo, entre los estudiosos del desarrollo de la autorregulación, parece existir un acuerdo tácito que les obliga a considerar que durante el primer año de vida lo que los bebés pueden regular es su nivel de activación, nivel que refleja la existencia de una experiencia emocional poco diferenciada que oscila entre el bienestar y el malestar (Navarro, Enesco y Guerrero, 2003; Shonkoff y Phillips, 2000).

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El desarrollo emocional durante el primer año de vida parece constituir un

proceso caracterizado por la diferenciación progresiva de distintos estados emocionales. Navarro, Enesco y Guerrero (2003) resumen la literatura existente sobre el tema. Los investigadores sugieren, a partir del análisis de la expresión emocional, que a lo largo del primer año de vida van apareciendo las distintas emociones básicas: la alegría, a los tres meses, la tristeza, a los cuatro o cinco, el enfado y la sorpresa al final de la primera mitad del primer año de vida y el miedo, a los seis.

De este modo, el acceso a diferentes estados emocionales, la primera dimensión de las siete identificadas por Cole, Michel y Teti (1994), constituiría la dimensión crítica del primer año de vida.

La literatura muestra que esta dimensión resulta también crítica en los siguientes doce meses. En el segundo año de vida aparecen las denominadas emociones conscientes o morales, emociones como la pena, el arrepentimiento o el orgullo que muestran el inicio de la comprensión de sí mismo y de la capacidad del niño para verse a sí mismo como objeto de observación y evaluación del otro (Emde, 1998; Navarro, Enesco y Guerrero, 2003; Thompson y Goodvin, 2005), cuyos antecedentes más tempranos se sitúan en las conductas, comúnmente denominadas "showing off" o conductas de exhibición, que explicamos previamente.

Denham y Weissberg (2004) resaltan el papel que ejerce el estado emocional que uno experimenta en los procesos de regulación conductual, afirmando que constituye una señal que indica si una conducta o situación debe o no ser perseguida en el futuro, así, los niños que juegan contentos con otros compañeros tenderán a buscar a esos mismos compañeros para realizar otra actividad o incluso pedirán a sus madres que los inviten a sus casas. La experiencia emocional actúa como un mecanismo que asigna una valencia positiva o negativa a objetos, acontecimientos y personas.

Del mismo modo, la percepción de la expresión emocional de los otros, proporciona información que invita a actuar de una determinada manera, así, el niño que ve la expresión de enfado de un compañero, se alejará o no con prudencia en función de lo que haya sucedido en situaciones similares previas (Denham y Weissberg, 2004).

En el segundo año de vida, el rango de emociones que el niño experimenta se incrementa y con ellas se fortalecen las bases sobre las que se establecen vínculos entre las personas. La revisión de Shonkoff y Phillips (2000) muestra que hacia los dos años los niños no se limitan a interpretar las emociones de los que le rodean sino que intentan que los que están junto a ellos, hasta sus muñecos y animales de juguete, se sientan mejor, que empiezan a manifestar una empatía genuina.

Cole, Michel y Teti (1984) consideran que existen otras dos dimensiones de la autorregulación emocional, estrechamente vinculadas entre sí, que resultan

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críticas en los tres primeros años de vida: a) la modulación de la intensidad y la duración de la emoción y b) el control del paso de una emoción a otra.

La evidencia empírica disponible parece avalar su tesis, muestra que, efectivamente, a lo largo de esta etapa, se incrementan y diversifican las estrategias de autorregulación gracias, al parecer, a los progresos que experimenta la atención ejecutiva y, en general, a las habilidades implicadas en el procesamiento de la información.

Grolnick, McMenamy y Kurowski (1999) observaron las estrategias que utilizaban niños de 12, 14 y 24 meses cuando sus madres les quitaban el juguete con el que estaban jugando. Los últimos se mostraron más hábiles para reducir la intensidad de su enfado al implicarse con éxito en la realización de actividades con juguetes diferentes.

Por su parte, Kopp (1989), tras revisar la literatura existente sobre este tema, señala como ejemplo de estos avances el estudio que muestra que los niños de 24 meses fueron a buscar ayuda con mayor rapidez que los de 18, cuando el experimentador interpuso una barrera entre ellos y el juguete que querían alcanzar, pues a esa edad tardaron menos en identificar la causa de su insatisfacción y en diseñar y ejecutar el plan de acción necesario para erradicarla.

No obstante, la estrategia más popular que utilizan los niños en este momento es la utilización de objetos para incrementar la sensación de seguridad y mantener la calma. El uso de estos denominados “objetos transicionales” que pueden adquirir formas diversas como telas, ositos de peluche u otro tipo de muñecos alcanza su punto más alto a los 18 meses (aunque, a veces, se prolonga hasta el inicio del segundo ciclo de la Educación Infantil). Esta estrategia, que resulta eficaz cuando los niveles de excitación no son excesivamente altos, revela de nuevo los progresos cognitivos de los niños pues manifiesta que toman conciencia del papel que juega el objeto para conseguir la calma, que prevén estados de insatisfacción y que ponen en marcha planes para calmarlos (Bronson, 2000; Kopp, 1989).

A pesar de que la aparición de la función simbólica se sitúa clásicamente en el sexto subestadio del desarrollo sensoriomotor (18-24 meses), los niños de dos años no parecen utilizar estrategias de carácter simbólico para regularse a sí mismos, al menos no lo hicieron en el estudio de Grolnick, Bridges y Connell (1996) en el que presentaron dos situaciones experimentales clásicas: a) la del retraso en la recompensa en la que pidieron a los niños esperar a que volviera el experimentador para tomarse las golosinas que les había enseñado justo antes de marchar y b) la utilizada por Ainsworth y Bell (1970) en el estudio del apego en el que la madre salía durante unos minutos de la habitación en la que se encontraba con su hijo y una extraña. Los autores clasificaron las estrategias de autorregulación utilizadas en las siguientes cuatro categorías que nos resultan útiles para resumir las estrategias que utilizan los niños en esta etapa:

1) Estrategias basadas en retirar la atención del estímulo que genera ansiedad; estas estrategias son de una complejidad variable que se

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extiende desde apartar la mirada del estímulo que genera ansiedad, hasta implicarse activamente en un juego con objetos.

2) Estrategias dirigidas a buscar el confort y la calma, mediante conductas realizadas por los propios niños como apoyar la cabeza, frotarse el pelo o chuparse el dedo, o mediante estrategias dirigidas a las personas que pueden calmarles.

3) Estrategias de carácter simbólico como jugar a obtener el objeto prohibido o utilizar el lenguaje para controlar e inhibir la conducta.

4) Dirigir la atención hacia el estímulo estresor. La implicación activa en un juego y las estrategias dirigidas a buscar el control

y la calma fueron las estrategias más comúnmente empleadas por los niños en estas situaciones generadoras de ansiedad (retraso en la gratificación y separación de la madre) cuando el adulto se encontraba presente.

La utilización de la última estrategia descrita por Grolnick et al. (1996), dirigir la

atención hacia el estímulo estresor, generó mayor malestar y enojo, y las estrategias de carácter simbólico, como hemos anticipado, no fueron utilizadas.

! La autorregulación conductual

En el tercer año de vida, los adultos comienzan a esperar que los niños sean capaces de controlarse, que respondan a ciertas peticiones, incluso aunque los padres no estén presentes (Kopp, 1982).

Este control conductual descansa en la capacidad de discernir si la conducta se ajusta o no a las directrices marcadas, requiere un yo que se evalúe a sí mismo. Stipek, Recchia, McClintic y Lewis (1992, citado por Navarro, Enesco y Guerrero, 2003) proponen una secuencia de tres estadios en el desarrollo de este proceso de autoevaluación. En el primero, de los 18 meses al final del segundo año de vida, los niños muestran saber que son agentes causales y así lo manifiestan alegrándose tras sus logros, pero carecen de la capacidad de representación necesaria para evaluarse a sí mismos y no anticipan las reacciones que tendrán los adultos ante los resultados que obtienen al realizar la tarea propuesta, en el segundo estadio, que se inicia algo antes de los 24 meses, los niños prevén tanto la reacción positiva que experimentará el adulto ante sus éxitos como la negativa que observarían tras sus fracasos si no evitaran mirar al experimentador y, en el tercero, hacia los tres años, los niños interiorizan las normas adultas y comienzan a evaluar su actuación con independencia de las reacciones de los mayores.

No obstante, la anticipación de las reacciones adultas y el conocimiento incipiente de los criterios normativos no conduce siempre a su seguimiento. El inicio del segundo año marca los comienzos de la marcha y con ella de un nuevo nivel de autonomía que compite con frecuencia con las demandas crecientes del entorno. Las aspiraciones del niño se oponen a las del contexto (Emde, 1998). Empieza una etapa, conocida generalmente como “la etapa de afirmación del yo”, en la que los niños tratan de afirmar su propia identidad y lo hacen, fundamentalmente, oponiéndose al adulto, explorando sus posibilidades de actuación y la resistencia que ofrece a los límites que impone a su conducta

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(Delval, 1997). Constituyen la manifestación de un yo que busca particularizarse a sí mismo (Wallon, 1965). Dunn (1988), citada por Delval (1997), observa que los niños durante su segundo año de vida se resisten a las órdenes de los adultos, se saltan sus prohibiciones, les mienten y engañan, provocan disgustos, rompen el orden, la limpieza, etc. Así, la reciente capacidad infantil para seguir las órdenes y las normas más sencillas se estrena junto a una muchas veces obstinada determinación a oponerse a ellas, inaugurando un periodo de conflictividad que el habla popular inglesa denomina “The terrible two´s” (o “los terribles dos años”) y que pone de manifiesto que, como afirma Kopp (1989), el curso del desarrollo de la autorregulación, como el de otros logros infantiles, no sigue una línea continua ascendente, sino que encuentra mesetas, regresiones y pérdidas temporales, como las rabietas típicas de esta edad, que constituyen la expresión de un conflicto entre el desarrollo de la autonomía y el deseo de actuar por sí mismo, y las exigencias sociales (Bronson, 2000).

Del mismo modo, Crockenberg y Litman (1990), siguiendo a Spitz (1957), consideran que la adquisición del “No” con el que los niños rechazan las propuestas adultas constituye el indicador de un nivel nuevo de autonomía que acompaña la creciente diferenciación yo/otro en el segundo año de vida. Sin embargo, advierte que este rechazo es una estrategia más madura que la obediencia cuando ésta se produce por temor como suele ocurrir en los casos de abuso, y que este “no” suele dar pie a diferentes procesos de negociación que no aparecen tras las conductas desafiantes con las que a veces los más pequeños, como retando al adulto, responden eventualmente a sus órdenes.

La reacción infantil depende en gran medida de las estrategias utilizadas por las madres, unas modifican sus propuestas ante el rechazo de sus hijos, otras dan razones y un último grupo se empeña en intentar llevar a cabo su propuesta original. Las que utilizan el poder para conseguir el control obtienen con frecuencia nuevos rechazos y respuestas desafiantes (como veremos con más detalle en el próximo capítulo).

En todo caso, la capacidad de los niños de esta etapa para adaptarse a las demandas ambientales, para esperar y para retrasar las recompensas es limitada. La autorregulación propia de la siguiente fase, como señala Kopp (1982), es más flexible y capaz de adaptarse a los cambios.

3.2.3. Tercera etapa: “El juego sociodramático como actividad dominante del periodo comprendido entre los 3 y los 6 años”

El juego sociodramático es el juego en el que un conjunto de niños se dedica a reproducir las relaciones sociales que los personajes típicos de su cultura establecen de modo habitual, como la relación entre profesores y alumnos, dependientes de una tienda y clientes, o médicos y pacientes. Karpov (2005) señala que en oposición a la perspectiva teórica dominante que considera que durante estos juegos los niños se liberan de las normas socialmente establecidas, la Psicología Soviética defiende, que surgen como consecuencia del enorme interés que el mundo de las relaciones sociales suscita en los niños de tres años,

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y de su afán por incorporarse a él, por asumir las funciones de los adultos y los roles que desempeñan en la sociedad.

En este juego, los niños se someten libremente a las normas que rigen la vida social y ello les exige desplegar un nivel de habilidades superior al que realmente tienen en el momento del juego; generan, como decía Vygotski, zonas de desarrollo potencial que se muestran especialmente válidas para el desarrollo de la autorregulación (Berk, Mann y Ogan, 2006; Linaza, 1997; Lindsay y Colwell, 2003). El juego simbólico proporciona la oportunidad de practicar las habilidades implicadas en la regulación emocional pues constituye un marco en el que los niños crean y modifican situaciones que elicitan diferentes emociones, y pactan, establecen y rompen acuerdos sobre sus normas de expresión (Lindsay y Colwell, 2003).

Kopp (1982) atribuye a las nuevas posibilidades de representación que se adquieren a lo largo del periodo, el logro de esta forma de control más madura, de la autorregulación que requiere utilizar procesos de reflexión, introspección y metacognición que aparecen entre los tres y los cuatro años de edad. Las nuevas habilidades transforman la capacidad para planificar y solucionar problemas, la autorregulación emocional y la autorregulación de la conducta. Vamos a examinarlo con algo de detalle.

! La autorregulación en la resolución de problemas.

El proceso de solución de problemas experimenta cambios notables entre los dos y los cinco años que afectan a sus cuatro fases. Zelazo, Carter y Reznick (1997) las describen del siguiente modo:

1. La primera fase es la representación del espacio del problema, (del problema y de sus posibles soluciones); en esta fase, los autores resaltan la importancia de las siguientes variables: a) la reestructuración de las representaciones, b) la atención selectiva que permite centrarse en los aspectos más relevantes de la situación e ignorar el resto y c) la flexibilidad para cambiar la atención de un foco a otro.

2. La planificación o elaboración de un plan de acción que precisa utilizar estrategias de planificación (como la estrategia medios fines), seleccionar un plan entre diferentes alternativas posibles y secuenciar las acciones en el tiempo.

3. La ejecución del plan de acción que requiere mantener el plan de acción en la mente el tiempo necesario para guiar el pensamiento y la acción, y realizar las conductas previstas.

4. La evaluación de la actuación, el reconocimiento de si se ha alcanzado el objetivo, la detección y la corrección de errores.

Las mejorías que se observan en la fase de planificación son especialmente

relevantes. Zelazo (2005b) las analiza tal y como se manifiestan en una tarea de clasificación en la que pide a los niños utilizar una regla consistente en poner en una bandeja tarjetas con dibujos de objetos que están generalmente dentro de una casa y en otra, tarjetas con imágenes de objetos que suelen encontrarse en el exterior. Observa que los niños de dos años y medio comienzan a realizar bien

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la tarea, pero, tras varios ensayos, tienden a depositar la tarjeta en el lugar en el que lo hicieron previamente, perseveran, afirma Zelazo, en el uso de una representación inadecuada. A partir de los tres años, superan este error de perseveración, y realizan la tarea con éxito haciendo que su conducta se rija voluntaria y flexiblemente en función de las normas acordadas.

No obstante, la inflexibilidad cognitiva que conducía a los niños de dos años y medio a cometer errores de perseveración no desaparece por completo a los tres años, sino que reaparece cuando se presentan tareas más complejas, como las que implican cambiar el criterio de clasificación (por ejemplo, clasificar por la forma objetos que habían clasificado previamente por el color). Los niños de tres años conocen los nuevos criterios y, sorprendentemente, son capaces de responder a las preguntas que se les formulan sobre ellos, pero no pueden actuar en función de las nuevas reglas y continúan clasificando las cartas en función del criterio de clasificación utilizado en primer lugar. Es a los cuatro años cuando alcanzan esta habilidad para cambiar de un criterio de clasificación a otro, edad en la que pueden también representar mejor los diferentes aspectos del problema, y formular un plan y mantenerlo en su mente para guiar voluntariamente la acción (Prencipe y Zelazo, 2005).

La fase de evaluación experimenta, del mismo modo, cambios notables. Las investigaciones revisadas por Zelazo, Carter y Reznick (1997) confirman la predicción de que la capacidad de detectar errores precede a la de corregirlos. Así, los estudios muestran que los niños de dos años diferencian entre las tareas realizadas correcta e incorrectamente (como hacer una torre), y que a los 26 meses son capaces de supervisar consistentemente su actuación con el fin de alcanzar una meta (construir una torre idéntica al modelo). No obstante, la detección del error no permite modificar la propia actuación en todas las tareas. Los estudios que analizan la extinción de respuestas previamente reforzadas, muestran que los niños menores de tres años se mantienen realizando las conductas que recibieron inicialmente una recompensa, mientras que los de cuatro años y medio, dejan de responder en el momento en que constatan que han dejado de percibir un premio por sus respuestas (Zelazo y Müller, 2002).

! La autorregulación emocional

Shonkoff y Phillips (2000) señalan con razón que la vida emocional de los niños refleja los cambios que experimenta su desarrollo psicológico. Durante el primer año de vida el nivel de activación se ve alterado fundamentalmente por causas relacionadas con la satisfacción de las necesidades físicas (aunque, a partir del segundo mes, también por la ausencia de contacto social y por el aburrimiento [Kopp, 1989]). Durante el segundo ciclo de Educación Infantil, los estados emocionales provocados por causas relacionadas con la satisfacción de las necesidades fisiológicas disminuyen en frecuencia. Sus sentimientos, en este ciclo, dependen más de cómo interpretan las experiencias, de sus creencias sobre lo que los otros piensan y de cómo les responden los demás. En esta etapa, comienzan a diferenciar mejor las cualidades propias de los diferentes estados emocionales y a identificar mejor las emociones que los otros experimentan, incluso cuando no coinciden con las suyas (Denham y Weissberg, 2004). En la primera infancia sus emociones eran intensas, difíciles de regular; al

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final de esta etapa, pueden prever sus emociones y las de los otros, hablar sobre ellas, controlar su expresión para optimizar las relaciones sociales y progresan en su capacidad para regular su experiencia emocional.

Es una capacidad que tienen que ejercitar casi de continuo. Sus vidas se encuentran repletas de situaciones caracterizadas por una gran carga emocional y por la presencia de numerosas demandas que se oponen a sus intereses. Les exigen de continuo controlar sus emociones, inhibir su conducta, realizar conductas opuestas a sus deseos o manejar apropiadamente los conflictos que surgen en sus relaciones sociales; son situaciones que requieren ser capaces de autorregular la experiencia emocional. Cole, Michel y Teti (1994) afirman que las dimensiones de la autorregulación emocional que resultan críticas en el periodo comprendido entre los tres y los seis años son: 1) tolerar el retraso de la gratificación, 2) regular verbalmente las emociones y 3) ajustar la expresión emocional a las normas culturales. La primera y la última se refieren a ámbitos a regular, la segunda, al instrumento que permite la regulación. Veamos cómo describe la literatura el desarrollo de cada una de ellas.

a) Tolerar el retraso de la gratificación

El dominio de esta dimensión de la autorregulación emocional constituye una tarea difícil y los avances que experimenta esta habilidad al inicio de este periodo son casi imperceptibles. Demetriou (2000), tras revisar algunos estudios sobre la tolerancia al retraso de la gratificación, señala que los niños, a los 18 meses, son incapaces de resistirse a las “tentaciones” como dejar de coger un teléfono de juguete o las golosinas escondidas bajo una taza en ausencia del adulto, los de 24 meses, consiguen esperar un minuto y, los de treinta, dos. Y es que retrasar la gratificación es un reto que resulta prácticamente imposible para los niños menores de cuatro años (Metcalfe y Mischel, 1999). Hasta entonces, hasta la edad de tres o cuatro años, el mecanismo de inhibición se encuentra todavía inmaduro (Zelazo, Müller, Frye y Marcovitch, 2003). A los cuatro años, como siguiendo las previsiones formuladas por el equipo de Rothbart, los niños empiezan a inhibir su conducta utilizando estrategias basadas en el control de la atención, evitan mirar el objeto que les han prohibido coger (Carlson, Davis y Leach, 2005) y prefieren esperar para recibir una recompensa mayor, en lugar de obtener una menor de manera inmediata (Prencipe y Zelazo, 2005). La utilización de esta estrategia para regular la experiencia emocional se empieza a utilizar de forma temprana. Recordemos que entre los tres y los seis meses, los niños empezaban a cambiar voluntariamente el foco de atención para evitar mirar el estímulo que causaba ansiedad y conseguir recuperar la calma. En el inicio del segundo ciclo de Educación Infantil, los niños empiezan a utilizar esta técnica, que ya tienen ensayada, para un fin más ambicioso, para inhibir la conducta y tolerar así el retraso de la gratificación.

No obstante, la estrategia de dirigir la atención hacia los aspectos más positivos de una situación como forma de hacerla más tolerable es algo que no pueden realizar hasta el segundo o el tercer ciclo de la Educación Primaria (Thompson 1994; Stifter y Braungart, 1995).

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Durante esta tercera etapa del desarrollo de la autorregulación, se inicia el uso de otra estrategia, el cambio cognitivo, o la modificación del significado atribuido a las situaciones que generan ansiedad u otras emociones negativas con el fin de reducir su impacto. Así lo explican Stifter y Braungart (1995) que afirman que, a esta edad, empiezan a cambiar su atribución causal, llegando a pensar, por ejemplo, “No, Tom no quiso pegarme” y que modifican también sus expectativas iniciales cuando se sienten incapaces de asumir la frustración derivada de su incumplimiento, como ocurre, por ejemplo, cuando terminan pensando que jugar con el tren es igual de divertido que escuchar el cuento que su madre, finalmente, no les pudo contar. Su afán por mantener positiva la valencia de su estado emocional parece extenderse incluso a la fantasía, pues inventan un final feliz tras escuchar una historia trágica, según nos comentan estos mismos investigadores.

Hacia esta edad, los niños no sólo comienzan a utilizar estas estrategias, sino que parecen comprender los beneficios de su utilización. Dennis y Kelemen (1999) muestran que hacia los tres/cuatro años, comprenden la estrategia de la distracción (intentar pensar en algo diferente a lo que produce malestar), la que actúa sobre la causa que origina la experiencia emocional y la búsqueda del apoyo social en los adultos o amigos; aunque ya desde los tres años, parecen saber que la experiencia emocional es algo que se puede controlar.

A pesar de los avances que hemos descrito, a lo largo de toda la Educación Infantil, los niños necesitan apoyo externo para regular sus emociones (Denham, Blair, DeMulder, Levitas, Sawyer, Auerbach-Major y Queenan, 2003), existen diferencias importantes en la capacidad real que muestran en este control. Estas diferencias se atribuyen en gran medida a las distintas prácticas de socialización (que revisaremos en el próximo capítulo).

b) Regular verbalmente las emociones

Veíamos en apartados anteriores el papel que desempeña el lenguaje en el proceso por el que el individuo comienza a regular su acción y diferentes procesos cognitivos como la atención. Este papel se extiende al mundo emocional y lo hace, de forma incipiente, desde el segundo y el tercer año de vida, edad en la que comienzan a hablarse para darse ánimos y para tranquilizarse (Shonkof y Phillips, 2000).

No obstante, el lenguaje comienza a actuar como instrumento que facilita la comprensión de la vida emocional de una manera más precoz. El diálogo sobre las emociones se inicia casi con el habla; cuando los niños empiezan a compartir sus experiencias y observaciones sobre el mundo, se muestran vivamente interesados por las emociones que ellos y otros experimentan, por sus causas y por la forma en que se expresan (Dunn, 1987). Los padres interpretan y clarifican los comentarios de sus hijos ayudándoles a comprenderlas mejor y les transmiten las normas sobre su expresión (Thompson y Goodvin, 2005). En estas relaciones se expresan valores que influyen en la forma en la que aprenden a interpretar las emociones y a reaccionar ante ellas (Shonkoff y Phillips, 2000). Cuando los niños comprenden sus emociones se vuelven más hábiles para regular sus sentimientos (Shonkoff y Phillips, 2000; Thompson, 1994).

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Por otra parte, la adquisición del lenguaje permite a los niños expresar con

mayor claridad emociones que hasta entonces podían estar expresando de forma inapropiada y, de hecho, esta adquisición explica, en gran parte, la progresiva disminución que experimenta el llanto infantil entre los tres y los cuatro años (Thompson, 1994). El uso del lenguaje les ayuda a regular sus emociones en las interacciones sociales, así, pueden empezar a hablar con el compañero con el que se enfadan en lugar de llorar o agredirle físicamente.

c) Ajustar la expresión emocional a las normas culturales

La convivencia exige con frecuencia modular la expresión de las emociones. Los niños empiezan a comprender que el estado emocional que las personas experimentan no coincide siempre con la emoción que expresan y la necesidad de controlar la expresión emocional para evitar dañar los sentimientos de los demás entre los tres y los cuatro años (Denham y Weissberg, 2004), edad en la que intentan, por ejemplo, disimular lo poco que les gusta el regalo que un experimentador les ofrece (Cole, 1986, citado por Thompson, 1994 y por Navarro, Enesco y Guerrero, 2003).

Holodynski (2004), adoptando una perspectiva funcional, considera que la expresión de las emociones constituye el medio por el que los niños indican a los adultos la necesidad de que les ayuden a regular la experiencia emocional y que, por ello, las expresan siempre abiertamente. Y supone que a medida que van aprendiendo a regularse a sí mismos, la ayuda del adulto va siendo menos necesaria y la expresión emocional tiende a desaparecer. Sus observaciones parecen corroborar su predicción pues efectivamente la expresión emocional que muestran los chicos entre los seis y ocho años en contextos solitarios se minimiza.

Es interesante destacar que la expresión emocional que los niños muestran de modo habitual ejerce un papel importante en el establecimiento de relaciones de amistad. La expresión de afecto positivo facilita el establecimiento de relaciones sociales, mientras que la prolongada y frecuente expresión de enfado y otras emociones negativas suele resultar problemática. Junto a la expresión, Denham et al. (2003) destacan el papel que ejercen otros componentes de la competencia emocional en el desarrollo de las habilidades sociales como identificar las emociones de los compañeros a partir de las distintas formas de expresión, y comprender sus causas y las de la experiencia emocional propia, componentes que suelen asociarse a la realización de conductas prosociales.

! La autorregulación de la conducta

Kochanska y Thompson (1997) sugieren que la progresiva interiorización de las normas requiere por una parte suprimir o inhibir acciones deseadas y, por otra, realizar las conductas socialmente estipuladas. Son habilidades que descansan en dos sistemas inhibitorios diferentes. El primero es pasivo, se basa en el miedo y la ansiedad. Los psicólogos de la personalidad sugieren que la tendencia al temor es un rasgo de la personalidad que se manifiesta ya desde los primeros meses de vida, por ejemplo, en las reacciones opuestas atracción/ rechazo a los

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estímulos novedosos que muestran los bebés de cuatro meses, que como señalan Shonkoff y Phillips (2000), parece mantenerse estable a lo largo del desarrollo y conduce a los niños a seguir las normas.

El segundo es un mecanismo activo; se identifica usualmente con el “control voluntario” que Rothbart y Rueda (2005) definen como la habilidad para suprimir una respuesta dominante, con el fin de producir otra menos dominante, controlar el error e implicarse en la planificación.

El primer sistema inhibitorio produce un control pasivo, sólo el segundo refleja una regulación emocional real (Eisenberg, Valiente, Fabes, Smith, Reiser, Shepard, Losoya, Guthrie, Murphy y Cumberland 2003). Por ello, el exceso de control inhibitorio propio de algunos niños que no presentan problemas de conducta no presume la existencia de una autorregulación óptima y se acompaña con frecuencia de problemas emocionales como ansiedad y temor (Eisenberg, Cumberland, Spinrad, Fabes, Shepard, Reiser, Murphy, Losoya y Guthrie, 2001). Su autorregulación es de alguna manera reactiva, no sometida al control voluntario. Los niños que se autorregulan bien tienen la habilidad de responder a las demandas del entorno con un abanico de respuestas socialmente aceptadas lo suficientemente amplio como para permitir la flexibilidad y la inhibición cuando es precisa (Cole, Martin y Dennis, 2004).

Kochanska, Coy y Murray (2001) someten la capacidad infantil para seguir normas a estudio científico analizando las respuestas que daban los niños a las órdenes maternas durante los cuatro primeros años de vida. Diferenciaron dos tipos de órdenes, unas pedían hacer algo (recoger los juguetes tras jugar con ellos) y las otras, como los estudios comentados previamente, evitar hacerlo (no coger juguetes atractivos). Encontraron que los dos tipos de cumplimiento analizados, el cumplimiento ocasional (que requería la vigilancia del adulto) y el cumplimiento por compromiso (en el que el niño aceptaba como propia la instrucción materna y la cumplía en ausencia de control externo), experimentaban una tendencia alcista a lo largo de toda la etapa.

Los autores consideran que el cumplimiento ocasional, que aparece muy pronto, antes de los dos años, refleja una voluntad incipiente para colaborar con el adulto, y que el cumplimiento por compromiso constituye el primer eslabón del desarrollo del autocontrol: el niño experimenta como propia la indicación materna y, por lo tanto, no percibe que su cumplimiento se oponga a su autonomía. El análisis de los resultados muestra que las dificultades que presentan las instrucciones que conducen a realizar una acción son mayores que las prohibiciones, pues en este último contexto el cumplimiento por compromiso fue mayor que el ocasional en todas las edades analizadas: 14, 22 y 33 meses.

Kochanska y Thompson (1997) afirman que los mecanismos que guían el aprendizaje del “buen comportamiento” en los primeros dos años de vida son enormemente sencillos, el condicionamiento operante o aprendizaje asociativo a los doce meses y el aprendizaje por observación en el año posterior. Y que entre el segundo y el tercer año de vida se inicia la comprensión de los criterios de conducta a medida que los niños van construyendo representaciones, denominadas habitualmente “guiones”, sobre las rutinas características de su vida

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diaria, (sobre las que realmente actúan los mecanismos de influencia educativa [Giné, 1995]) y sobre las normas que rigen su comportamiento en ellas. El progresivo desarrollo de las representaciones permitiría generalizar estos criterios a otras situaciones y los avances del razonamiento causal, captar su sentido. Posteriormente, los progresos en la comprensión de los sentimientos, deseos, pensamientos y experiencias emocionales de las otras personas, la teoría de la mente, les permitiría comprender su necesidad y enmarcarlos en una filosofía más humanista. Aunque son numerosos los autores que sitúan los primeros eslabones de la adquisición de la teoría de la mente en edades más precoces, en la actualidad se considera que hacia los tres años los niños comprenden que las personas actúan en función de sus deseos, sentimientos, necesidades e intenciones (Wellman, 1990), y hacia los cuatro o cuatro años y medio, que sus ideas y creencias pueden también determinar su conducta, por ello, es ésta última la edad en la que se supone que adquieren esta capacidad denominada “teoría de la mente” (Baron-Cohen, Leslie y Frith, 1985; Wimmer y Perner, 1983).

Grolnick, Deci y Ryan (1997) señalan que la interiorización de las normas y valores socialmente aceptados no finaliza hasta que los niños no los integran en un concepto coherente de sí mismos. El proceso de interiorización no es un proceso de todo o nada; el proceso se constituye como un continuo en el que los autores diferencian los siguientes cuatro niveles sucesivos: 1. Autorregulación mínima (o regulación externa). Es la que regula las conductas

motivadas por las contingencias externas, como las recompensas que ofrecen los padres a sus hijos para que cumplan sus órdenes.

2. Autorregulación moderadamente baja (o regulacion introyectada6). Es la regulación que asume una regulación impuesta externamente, una regulación que no se percibe como propia, sino como coercitiva y controladora.

3. Autorregulación moderadamente alta (o regulación por identificación). Es la regulación situada en el interior de una persona que se identifica con el valor de la conducta a realizar y la considera importante para sus propias metas (como no fumar para mejorar la salud). En esta regulación se experimenta un grado de elección y valor personal mayor.

4. Autorregulación plena. En este tipo de autorregulación, la persona no sólo se identifica con el valor de la conducta a realizar, sino que lo integra en un sistema coherente y unificado de motivos, valores y metas (por ejemplo, además de dejar de fumar, se hace ejercicio, se sigue una alimentación sana, etc.).

El conocimiento de sí mismo experimenta en esta etapa cambios importantes.

Si en la etapa anterior, la aparición de las emociones autoconscientes (el orgullo, la vergüenza, etc.) reflejaba el inicio de la comprensión de sí mismo, hacia los cuatro años esta comprensión experimenta un nuevo avance, con la construcción de una representación que integra las características y habilidades de uno mismo y su experiencia personal; es la denominada memoria autobiográfica. Thompson (1998) señala que esta memoria autobiográfica contiene la percepción que tienen los padres de sus hijos y de sus características y habilidades, y que, desde entonces, la percepción de la valoración que realizan los otros de la capacidad

6 En inglés: “introjected”.

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para ajustar la conducta a los criterios normativos se convierte en fuente de autoestima (Kochanska y Thompson, 1997; Thompson, 2002).

La psicología actual destaca el papel que juega la competencia narrativa, que se inicia entre los tres y cuatro años, en el desarrollo de la autorregulación y en la comprensión de sí mismo, de las propias experiencias y del mundo exterior (Emde, 1998; Oppenheim, Nir, Warren y Emde, 1997). No se trata, en este momento en el que las habilidades narrativas de los pequeños son aún muy precarias (ver la revisión realizada por Sebastián en 1991), de una construcción individual, sino de un proceso social en el que el adulto mediante el diálogo y el juego ayuda al niño a comprender y a organizar mejor su experiencia.

En la actualidad esta actividad narrativa encuentra un escenario natural en los centros escolares, en la denominada “asamblea”; se considera un acto de identidad mediante el que los alumnos presentan una imagen de sí mismos y de su experiencia vital, consiguiendo estrechar sus vínculos sociales y crear retazos de realidad en los que se ilustran y muestran las creencias, valores y actitudes que van siendo compartidas por el grupo (Poveda, Sebastián y Moreno, 2003).

El contexto escolar constituye junto a la familia el principal microsistema de la vida del niño y, por tanto, uno de los determinantes principales del desarrollo de su autorregulación. Vamos a reflexionar en el próximo capítulo sobre los objetivos, principios y estrategias educativas que podrían optimizarlo. REFERENCIAS

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