James Bond En Nueva York

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007 en Nueva York (007 in New York) Ian Fleming (1963)

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relato escrito por Ian Flemming

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007 en Nueva York

(007 in New York)

Ian Fleming

(1963)

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007 en Nueva York1

Ian Fleming

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Este relato fue publicado por primera vez en Estados Unidos, en octubre de 19632 en el New York Herald Tribune con el título de "Agent 007 in New York". El titulo original de Fleming era "Reflections in a Carey Cadillac" ("Reflexiones en un Cadillac de Carey") y está fechado el 20 de agosto de 1963. En 1964 se incluyó en el capitulo de Nueva York de la versión americana de "Thrilling cities" (La versión en español partió de la inglesa, y no incluyó este relato). Hasta el 7 de noviembre de 1999, cuando fue reproducida en el "007 Collectors” Issue" del Sunday Times Magazine, no apareció en el Reino Unido. Apareció por primera vez en forma de libro en "Octopussy & The Living Daylights", Penguin, 2002.

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1 Nueva York: Ciudad del nordeste de los Estados Unidos, la mayor del país y de la Tierra. Su núcleo originario se halla junto a la Upper Bay. La metrópoli se ha extendido hacia el interior y las islas próximas, formando una inmensa urbe integrada por los distritos del Bronx, Brooklin, Queens, Manhattan y Richmond. La Gran Nueva York engloba ciudades del interior del estado de Nueva Jersey. Se encuentra a 380 km de la capital, Washington DC y en la misma latitud que Madrid y Roma. En "Casino Royale" (1953) Bond cuenta su primera visita a Nueva York durante la Segunda Guerra Mundial. 007 vuelve a Nueva York en "Vive y deja morir" (1954) y en "Diamantes para la eternidad" (1956). En "Goldfinger" (1959), pasa por Nueva York con Jill Masterson, y en su posterior visita a Estados Unidos no tiene la oportunidad de disfrutar de la ciudad, atrapado por su "anfitrión", antes de ser llevado en Kentucky. En la novela de John Gardner "For Special Services" (1982) Bond vuelve a Manhattan. Por ahora, la última visita de Bond a Nueva York es en el cuento "Blast from the past" (1997) de Raymond Benson, publicado en la revista Playboy. Fleming, número 2 de la Naval Intelligence Division (NID) británica llegó a Nueva York, al La Guardia Flying-boat Dock, el 25 de mayo de 1941, junto a su jefe, el almirante John H. Godfrey.

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Eran alrededor de las diez de una triste y dorada mañana de finales de septiembre y el vuelo Monarch3 de la BOAC4

desde Londres había llegado al mismo tiempo que otros cuatro vuelos internacionales. James Bond, con su estómago delicado por la versión BOAC de “un desayuno campestre inglés”, ocupó estoicamente su lugar en una larga fila que incluía abundantes niños chillones y a su debido tiempo dijo que había pasado las últimas diez noches en Londres. Luego Inmigración: quince minutos para mostrar su pasaporte que decía que él era “David Barlow, Comerciante” y que tenía ojos y pelo y medía metro ochenta de alto; y luego

a la Gehenna5 de la Aduana del Idlewild6 que había sido cuidadosamente diseñada, en opinión de Bond, para provocar a los visitantes de Estados Unidos una trombosis coronaria. Todos, cada uno con su estúpido carrito7, parecen, después de un vuelo nocturno, abatidos e indignos. Esperando que sus maletas aparecieran tras el cristal del área de recogida y luego ser graciosamente liberados para pelearse y empujarse hacia las filas de la aduana, todas las cuales estaban abarrotadas mientras cada maleta o bulto (¿por qué no una revisión en el acto?) eran abiertos y empujados y después laboriosamente cerrados, frecuentemente entre cachetes a impacientados niños, por su exhausto propietario. Bond levantó la vista hacia el balcón con paredes de cristal que rodeaba el gran vestíbulo. Un hombre con

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impermeable y Trilby8, de mediana edad, inclasificable, inspeccionaba el ordenado infierno a través de un par de prismáticos de ópera plegables. Alguien que le examinara o, desde luego, cualquiera mirando con binoculares era objeto de sospecha para James Bond, pero ahora su conspiratoria mente registraba que esto podía ser meramente un buen eslabón en una eficiente máquina desvalijadora de hoteles. El hombre de los prismáticos notaría la mujer de aspecto rico declarando sus joyas, se deslizaría hacia la planta baja cuando ella fuera liberada de la Aduana, la seguiría por Nueva York, se pondría al lado de ella en recepción, oiría su número de habitación al ser dicha por el encargado, y el resto sería dejado a los “mecánicos”. Bond se encogió de hombros. Por lo menos el hombre no parecía interesado en él. Había pasado su única maleta por el cortés hombre de la insignia. Luego, sudando por la innecesaria calefacción central, la llevó fuera atravesando las puertas automáticas de cristal hacia el bendito aire libre. El Cadillac9 de Carey10, como un mensaje le había dicho, ya esperaba. James Bond siempre usaba la empresa. Tenían coches excelentes y conductores soberbios, disciplina rígida y total discreción, y no olían a humo de cigarro viejo. Bond incluso se preguntó si la organización del Comandante Carey, suponiendo que hubiera identificado a David Barlow con James Bond, habría traicionado sus normas para informar a la CIA11. Bien, sin duda ganarían los Estados Unidos, y de cualquier manera, ¿sabía el Comandante Carey quien era James Bond? La gente de Inmigración ciertamente sí. En la gran Biblia negra de densamente impresas páginas amarillas que el funcionario había consultado cuando tomó el pasaporte de Bond, Bond sabía que había tres Bonds y que uno de ellos era “James, británico, Pasaporte 39135412. Informar al Oficial Jefe”. ¿Cuán estrechamente trabajaría Carey

con esta gente? Probablemente sólo si era asunto policial. De cualquier manera, James Bond se sentía muy confiado en que podría pasar veinticuatro horas en Nueva York, hacer el contacto y conseguir salir de nuevo sin

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tener que dar embarazosas explicaciones a Messrs13. Hoover14 o McCone15. Pues era un embarazoso y desagradable negocio el que M había enviado a emprender a Bond anónimamente a Nueva York. Se trataba de advertir a una buena chica, que había trabajado para el Servicio Secreto, una muchacha inglesa que ahora se ganaba la vida en Nueva York, que cohabitaba con un agente soviético del KGB16

destinado en la ONU17 y que estaba muy cerca de descubrir su identidad18. Era jugar sucio con dos organizaciones amigas, por supuesto, y sería altamente embarazoso si Bond era descubierto, pero la muchacha había sido una oficial de plantilla de primera clase y, cuando podía, M miraba por los suyos. Así que Bond había sido instruido para tomar contacto y él lo había arreglado para hacerlo, esa tarde a las tres, junto (el rendezvous19 le había parecido apropiado a Bond) al Reptilario del Zoológico de Central Park20.

Bond pulsó el botón que bajaba la partición de cristal y se inclinó hacia adelante.

- Al Astor21, por favor.- Sí, señor. -El gran

automóvil negro se abrió paso a través de las curvas y salió del enclave del aeropuerto hacia la Van Wick Expressway22, ahora siendo majestuosamente reducida a pedazos y reconstruida para la Feria Mundial de 1964-196523.

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James Bond se recostó y encendió uno de sus últimos Morland Specials24. Para la hora de comer deberían ser Chesterfields25 extra-largos. El Astor. Era tan bueno como cualquier otro y a Bond le gustaba la jungla de Times

Square26: las horrendas tiendas de souvenirs27, los agudos empresarios de la confección, las gigantes alimentadoras, los hipnóticos anuncios de

neón, una de los cuales decía BOND28 en letras de una milla de alto. Aquí estaban las tripas de Nueva York, las entrañas vivas. Sus otros barrios favoritos habían desaparecido: Washington Square29, el Battery30, Harlem31, donde ahora necesitabas un pasaporte y dos detectives. ¡El salón de baile del Savoy32! ¡Cuánta diversión había visto en los viejos tiempos! Todavía estaba el Central Park, que ahora estaría en su mayor hermosura: austero y brillante. En lo que concierne a los hoteles, también habían desaparecido: el Ritz Carlton33, el St. Regis34 que había muerto con Michael Arlen35. El Carlyle36 era quizás el solitario superviviente. El resto era todo igual: esos chirriantes ascensores, las habitaciones llenas del aire del pasado mes y un vago recuerdo de cigarrillos viejos, el vacío “Sea usted bienvenido”, el café aguado, los huevos hervidos casi blanco-azulados para el desayuno

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pasado mes y un vago recuerdo de cigarrillos viejos, el vacío “Sea usted bienvenido”, el café aguado, los huevos hervidos casi blanco-azulados para el desayuno (Bond había ocupado una vez un pequeño apartamento en Nueva York. Había intentado comprarlos por todas partes. “No los tenemos, señor. La gente piensa que son sucios.”), la tostada fría y húmeda (¡este embarque de tostadas a las Colonias37 debería haberse ido a pique!). ¡Oh, vaya! Sí, el Astor sería tan bueno como cualquier otro.

Bond miró su reloj. Estaría allí a las once treinta, luego una breve expedición de compras, pero una muy breve porque en la actualidad había poco que comprar en las tiendas que no fuera de Europa, excepto los mejores muebles de jardín del mundo, y Bond no tenía jardín. Primero al drugstore38 para media docena de los incomparables cepillos de dientes Owens39. A Hoffritz40 de Madison Avenue41 para una de sus pesadas y dentudas navajas de afeitar tipo Gillette42, pero mucho mejores que el

propio producto Gillette, a Tripler43

para algunos de esos calcetines de golf franceses hechos por

Izod44, a Scribner45 porque había un vendedor allí con un buen olfato para los thrillers46, y luego a Abercrombie47

para revisar los nuevos artilugios e, incidentalmente, conseguir una cita con Solange (adecuadamente empleada en su Departamento de Juegos de Interior) para la tarde.

El Cadillac estaba recorriendo el horrendo camino hacia el cementerio de coches usados: los falsos cromados eran claros y evidentes. ¿Qué les sucedería a estos repintados cacharros cuando el tiempo hubiera corroído finalmente sus entrañas? ¿Dónde irían finalmente a morir? ¿No podrían ser útiles si se lanzaban al mar para vencer la erosión costera? ¡Envía una

carta al Herald Tribune48!

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Ahora estaba la cuestión de la comida. La cena con Solange sería fácil: Lutèce49 en las sesenta50, uno de los grandes restaurantes del mundo. ¿Más para su propia comida? En los viejos tiempos ciertamente habría sido el “21”51, pero la aristocracia de la cuenta de gastos había capturado incluso esa fortaleza, inflando los precios y, porque no distinguían el bien del mal, devaluando la comida. Pero él iría allí por los viejos tiempos y tomaría un par dry martinis52 -Beefeater53 con un vermut54 casero, sacudido con un toque de corteza de limón- en el bar. ¿Y luego qué tal la mejor comida de Nueva York: en el Oyster Bar55 en la Grand Central56? No, él no quería sentarse en un bar... sino en algún lugar espacioso y cómodo donde pudiera leer un periódico en paz.

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Sí. ¡Eso era! La Edwardian Room57 en el Plaza58, una mesa en una esquina. No le conocían allí, pero sabía que podría conseguir lo qué quería para comer; no como en Chambord59 o Pavillon60 con su irritante “Wine and Foodmanship”61 y, en el caso de este último, con el miasma de cien diferentes perfumes femeninos confundiendo tu paladar. Tomaría un dry martini más en la mesa, luego salmón ahumado y los particulares huevos revueltos que una vez (Felix Leiter conocía al camarero-jefe) les había instruido como prepararlos*. Sí, aquello sonaba estupendo. Tendría que arriesgarse con el salmón ahumado. Solía ser escocés en la Edwardian Room, no esa cosa canadiense groseramente cortada, seca y sosa. Pero uno nunca podía decirlo con la comida americana. Mientras que sus filetes y su marisco estaban bien, el resto se podía ir al infierno. Y todo había sido congelado hacía tanto tiempo, en alguna extensa morgue-alimentaria comunal presumiblemente, que el sabor había desaparecido de todo alimento americano, excepto los italianos. Todo sabía igual: una especie de sabor alimentario neutro. ¿Cuándo una gallina fresca -no un pollo-, un huevo fresco de granja, un pescado fresco, habían sido servidos por última vez en un restaurante de Nueva York? ¿Había un mercado en Nueva York, como Les Halles62 en París y Smithfields63 en Londres, donde uno podía ver realmente alimentos frescos y comprarlos? Bond nunca había oído de uno. La gente diría que era antihigiénico. ¿Se estaban volviendo los americanos demasiado higiénicos en general... * NOTA DE IAN FLEMING:HUEVOS REVUELTOS “JAMES BOND”Para CUATRO personas:12 huevos frescosSal y pimienta5-6 onzas de mantequilla fresca

Romper los huevos en un bol. Batir completamente con un tenedor y condimentar bien. En una cazuela pequeña (o cazo con fondo resistente) derretir cuatro onzas de mantequilla. Una vez derretida, se vierte sobre los huevos y a fuego muy lento, batir continuamente con un batidor de huevos pequeño.

Cuando los huevos estén ligeramente más húmedos de lo que sea su gusto, retire del fuego la cazuela, agregue el resto de mantequilla y continúe batiendo durante medio minuto, agregando mientras cebolletas finamente cortadas o finas hierbas. Servir sobre tostadas calientes untadas de mantequilla en platos individuales de cobre (sólo para la presentación) con champagne rosado (Taittainger) y música suave.2 1963: La guerra fría ha pasado por un momento caliente durante la crisis de los misiles en Cuba durante 1962. La carrera espacial sigue su curso. El 22 de enero Francia y Alemania Occidental firman un tratado de cooperación. El 3 de junio muere el papa Juan XXIII, sucedido por Pablo VI. El 30 de agosto se establece la “línea caliente” Washington-Moscú para reducir el riesgo de guerra accidental. El 24 de noviembre Kenya consigue la independencia. Hay 15.000 “asesores militares” norteamericanos en Vietnam del sur. 32 naciones independientes africanas establecen la Organización para la Unidad Africana. El 28 de agosto se produce la marcha sobre Washington, en la que Martin Luther King pronuncia su famoso discurso “He tenido un sueño”. Pero 1963 quedará marcado en la Historia como el año en que asesinaron al presidente Kennedy (el 22 de noviembre).

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granja, un pescado fresco, habían sido servidos por última vez en un restaurante de Nueva York? ¿Había un mercado en Nueva York, como Les Halles62 en París y Smithfields63 en Londres, donde uno podía ver realmente alimentos frescos y comprarlos? Bond nunca había oído de uno. La gente diría que era antihigiénico. ¿Se estaban volviendo los americanos demasiado higiénicos en general... demasiado conscientes de los gérmenes? Cada vez que Bond había hecho el amor a Solange, en el momento en que deberían relajarse en brazos del otro, ella se retiraba al cuarto de baño durante un largo cuarto de hora y había un largo período tras el cual él no podría besarla porque ella había hecho gárgaras con TCP64. ¡Y las píldoras que tomaba si tenía catarro! Suficiente para combatir una neumonía doble. Pero James Bond sonrió al pensar en ella y se preguntó qué harían juntos -aparte de Lutèce y el amor- esa tarde. De nuevo, Nueva York tiene de todo. Él había oído, aunque nunca había conseguido localizarlas, que uno podía ver películas verdes con sonido y color y que la vida sexual de uno nunca era la misma de ahí en adelante65. ¡Aquello sería una experiencia para compartir con Solange! Y aquel bar, de nuevo todavía por descubrir, del que Felix Leiter le había hablado era lugar de cita para sádicos y masoquistas de ambos sexos. El uniforme consiste en chaqueta de cuero negro y guantes de cuero. Si usted es un sádico, llevará los guantes bajo la tirilla del hombro izquierdo. Para los masoquistas es el derecho. Como en los sitios para travestidos en

París y Berlín, puede ser divertido ir y echar un vistazo. Al final, por supuesto, probablemente terminarían yendo a The Embers66 o a oír el jazz favorito de Solange y luego a casa para más amor y TCP.James Bond sonrió para sí. Remontarían el Triborough67, ese puente supremamente hermoso en las apretadas almenas de Manhattan68. Le

gustaba anticipar sus placeres, haciendo novillos entre las horas de trabajo. Disfrutaba imaginándolos, precisando hasta el menor detalle. Y ahora él había hecho sus planes y cada perspectiva le placía. Por supuesto las cosas podrían ir

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mal, podría tener que hacer algunos cambios. Pero eso no importaría. Nueva York lo tiene todo.

Nueva York no tiene todo. Las consecuencias de la atracción ausente fueron de lo más penoso para James Bond. Después de los huevos revueltos en la Edwardian Room, todo fue desesperadamente mal y, en vez del programa soñado, hubo urgentes y embarazosas llamadas telefónicas con la sede de Londres, y luego, sólo por la mejor buena suerte, una sórdida reunión a medianoche junto a la pista de patinaje del Rockefeller Center69

con lágrimas y amenazas de suicidio de la muchacha inglesa. ¡Y todo fue culpa de Nueva York! Uno apenas podía dar crédito a la deficiencia, pero no hay Reptilario en el Zoo de Central Park.

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