Halo Encuentro en Harvest

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Título original: “Halo: Contact Harvest” Edición: 2007 Autor: Joseph Staten Editorial original: Tor Books Traducido al español para Halomexico.com al día 21-10-2012

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Acerca del autor: Joseph Staten es el Director de Redacción de Bungie Studios, donde ayudó a crear Halo®: Combat Evolved, Halo® 2 y Halo® 3. Como graduado del De-parartamento de Teatro de la Northwestern University y del Comité de Rela-ciones Internacionales de la University of Chicago, Staten trabajó como maes-tro de Inglés en Japón, y ayudó en los viñedos de su familia en el norte de California antes de unites a Bungi Studios en 1998. Actualmente vive en Seat-tle con su esposa y dos hijos. Halo®: Contact Harvest es su primera novela.

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ÍNDICE

Prólogo .......................................................................................... 5 Parte I ......................................................................................... 14 Capítulo Uno ............................................................................................... 15 Capitulo Dos ............................................................................................... 26 Capítulo Tres .............................................................................................. 35 Capítulo Cuatro ........................................................................................... 43 Capítulo cinco ............................................................................................. 53 Capítulo Seis ............................................................................................... 66 Capítulo Siete ............................................................................................. 79 Capítulo Ocho ............................................................................................. 94 Parte II ...................................................................................... 106 Capítulo Nueve. ........................................................................................ 107 Capítulo Diez ............................................................................................ 120 Capítulo Once ........................................................................................... 132 Capítulo Doce ........................................................................................... 141 Capítulo Trece .......................................................................................... 156 Capítulo Catorce ....................................................................................... 171 Capítulo Quince ........................................................................................ 182 Capítulo Dieciséis ..................................................................................... 201 Parte III ...................................................................................... 218 Capítulo Diecisiete.................................................................................... 220 Capítulo Dieciocho ................................................................................... 233 Capítulo Diecinueve ................................................................................. 245 Capítulo Veinte. ........................................................................................ 255 Capítulo Veintiuno.................................................................................... 269 Capítulo Veintidós .................................................................................... 280 Epílogo ...................................................................................... 292

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Prólogo 16 de junio de 2524 (Calendario militar) Mundo colonial Tribute del UNSC, Sistema Epsilon Eridanus. Los marines ya estaban en el aire antes del alba. Dos escuadrones de cuatro

hombres cada uno se sujetaban a un par de Hornets; aeronaves compactas, de respuesta rápida y de ala alta, que se movían agilmente aún con el peso combi-nado de los marines. Por cerca de una hora, los Hornets habían sobrevolado una planicie volcánica y ahora –mientras sorteaban los árboles petrificados de un bosque que había ardido hacía mucho–, el Sargento Avery Johnson debía esforzarse para mantener sus botas sobre el apoya pies del tren de aterrizaje.

Como el resto de los marines, Avery vestía prendas de fatiga color carbón, y armadura de impactos color negro mate, que protegía todo lo vital entre el cuello y las rodillas. Su casco cubría su recién afeitada cabeza, y el visor pla-teado tapaba su cuadrada mandíbula y oscuros ojos. El único lugar donde la negra piel de Avery se dejaba ver era en sus muñecas, donde los guantes de cuero no llegaban a tocas las mangas de su camisa.

Pero incluso con los guantes, los dedos de Avery se acalambraban de frío. Abriendo y cerrando sus manos para mantener la sangre corriendo, comprobó el reloj de misión en el despliegue de situación de su visor (HUD). Justo cuan-do los luminosos números azules alcanzaron el ‘00:57:16’, las aeronaves llega-ron a la cresta de una colina escarpada, y Avery con los demás marines obtu-vieron una clara primera vista de su objetivo: Uno de los asentamientos indus-triales de Tribute; y en algún lugar dentro de la ciudad, un supuesto negocio insurreccionista de explosivos clandestinos.

Incluso antes de que los pilotos de los Hornets mostraran el ícono verde de ‘listos’ en los HUDs de los marines, Avery y su equipo ya estaban en movi-miento; deslizando cargadores dentro de sus armas, preparando el equipo y quitando seguros –una sinfonía bien organizada de “clicks” y “snaps” que fueron silenciados por el furioso viento de los Hornets precipitándose por la ladera de la colina y deteniéndose abruptamente levantando la nariz justo en el borde de la ciudad. Los propulsores a hélice de los Hornets rotaron para man-tener las aeronaves estables, permitiendo a los marines saltar desde sus posi-ciones, aterrizar sobre la piedra pómez y comenzar a correr.

Avery era el líder del escuadrón de ataque alfa. Viendo cómo su armadura negra comenzaba a destacar contra el resplandor pre-amanecer, supo que la velocidad era esencial si ambos escuadrones querían alcanzar la fábrica sin ser detectados. Aceleró el ritmo, brincó una reja de poca altura, y se movió rápido entre las pilas de cajas y tarimas que llenaban el estacionamiento de lo que parecía ser un simple taller de reparaciones de vehículos.

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Para cuando Avery y su escuadrón alcanzaron la puerta del frente del taller, se encontraban sin aliento. Si no hubiese sido por los cascos de los marines, sus respiraciones se hubiesen visto como nubes de pálido vapor en el aire hela-do.

Usualmente, no usaban armaduras pesadas para asaltos aéreos sorpresa. Pe-ro los insurreccionistas habían comenzado a instalar trampas en sus negocios, y esta vez el oficial al mando de los marines no quería dejar nada al azar.

Avery presionó con su mentón un pulsador dentro de su casco, enviando una corta onda de estática a través del canal de radio encriptado del escuadrón: la señal de “en posición” para el sargento Byrne, el líder del escuadrón bravo, posicionado en la entrada trasera del taller. Avery esperó la respuesta de dos ondas de estática, y luego enfrentó la pared de policreta del taller, llevando una rodilla hacia su pecho y luego golpeando con una patada la delgada puerta de metal, justo por encima del cerrojo.

La Oficina de Inteligencia Naval (ONI) había supuesto que habría una dura resistencia. Pero la mayor parte del taller resultó estar desarmado. Algunos cargaban pistolas automáticas de cañón corto, cuyas rondas sencillamente rebotaban de la armadura de Avery, mientras que él y su equipo se deslizaron entrando por la puerta forzada como pesados cangrejos, con armas levantadas y atentos a la situación.

Lo que los marines sabían y que la ONI no, era que la verdadera amenaza no venía de los rebeldes disparando armas, sino de aquellos con manos libres, que pudiesen activar explosivos ocultos y convertir todo el lugar en ruinas.

El insurreccionista que se atrevió a recibir la ronda de 3 proyectiles de la sub-ametralladora silenciada de Avery, cayó sobre una mesa de trabajo hecha de acero, con los brazos extendidos y temblando. Avery divisó un pequeño detonador cilíndrico deslizándose lentamente del puño tembloroso del hom-bre… y golpeándose contra el suelo con un inocente ‘ping’.

Con la amenaza principal neutralizada, los marines se reorganizaron y apuntaron a los Innies1 restantes. Avery había aprendido a llamarlos de esa forma –un apodo que sonaba gracioso considerando todo lo que estaban dis-puestos a hacer para separarse del Comando Espacial de las Naciones Unidas (UNSC), la agencia responsable por la seguridad de Tribute y de todos los otros mundos colonizados por la humanidad.

Por supuesto, los marines tenían nombres más cortos y crudos para los re-beldes que esta operación –nombre código TREBUCHET– debía eliminar. Pero había un verdadero propósito detrás de esto: era más fácil matar a otro humano si no pensabas en ellos como humanos. Un “innie” es un enemigo, pensaba Avery. Algo que debías matar antes de que te matara a ti.

1 Innies: Diminutivo de “Insurrectionists” en inglés.

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El joven sargento había pronunciado estas palabras tantas veces que casi había comenzado a creerlas.

La sub-ametralladora M7 de Avery era un arma de fuego ligera. Pero sus rondas de 5 milímetros de cubierta metálica completa causaban feos agujeros en las vestimentas azules de sus objetivos. Algunos de los rebeldes a los que Avery apuntó cayeron como rocas. Otros parecían bailar al ritmo de los impac-tos de las balas, dando sangrientas piruetas sobre el suelo manchado de aceite del taller.

De comienzo a fin, la balacera duró menos de diez segundos. Una docena de insurreccionistas yacían muertos; los marines no habían sufrido ninguna baja.

–Demonios –el pronunciado acento irlandés de Byrne inundó el canal–. Ni siquiera cambiamos de cargador.

Para los sudorosos oficiales en el estrecho Centro de Operaciones Tácticas (TOC) a bordo de la corveta Bum Rush del UNSC en órbita alta sobre el plane-ta parecía ser una operación perfecta –una rara victoria en lo que había sido una frustrante pelea entre gato y ratón. Pero Avery advirtió algo.

–ARGUS en línea. Aún no vemos nada. El sargento quitó su mentón del control de radio dentro de su casco y con-

tinuó barriendo el airea su alrededor con un palo de plástico negro, perforado con agujeros microscópicos. Esta era una versión táctica de un dispositivo ARGUS: un espectrómetro láser portátil utilizado para detectar rastros de ex-plosivos químicos.

Versiones mucho más grandes y poderosas se encontraban instaladas en los puertos espaciales, autopistas y estaciones de trenes de Tribute –todos los puntos más importantes de la red de transportes de la colonia.

Y a pesar de la gran cantidad de aparatos anti-terrorismo, los fabricantes de bombas rebeldes se habían vuelto bastante hábiles engañando a los sistemas, ocultando los explosivos en mezclas de componentes no volátiles. Cada vez que golpeaban un objetivo, con lo que el ARGUS suponía que no era más peligroso que, digamos, una barra de jabón, la ONI analizaba los residuos de la explosión y agregarían la nueva firma química a la base de detección. Desafor-tunadamente, esta era una estrategia reactiva que favorecía fuertemente a los insurreccionistas, quienes cambiaban constantemente de recetas.

Avery frunció el ceño hacia el ARGUS. El aparato estaba crepitando fuer-temente, intentando descifrar lo que podía ser una nueva mezcla. Pero el tiro-teo había llenado el aire con una sopa invisible de posibles componentes quí-micos. Los otros tres marines en el escuadrón alfa estaban llevando a cabo una comprobación visual, buscando en los cajones de autosintetizadores y herra-mientas. Pero por el momento no encontraron nada –hasta donde podían decir–

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parecido a una bomba. Avery respiró profundo y luego transmitió las malas noticias al TOC.

–El ARGUS está ciego. Por favor respondan, cambio. El sargento había estado peleando la insurrección durante el tiempo sufi-

ciente como para saber lo que pasaría a continuación –lo que tendrían que hacer para conseguir los datos necesarios que los oficiales necesitaban. Pero también sabía que estas eran el tipo de cosas que un marine no haría sin una orden directa.

–La ONI piensa que la orden sigue vigente –contestó el oficial al mando de Avery, un Teniente Coronel de batallón llamado Aboim–. Quítese los guantes, Johnson. Tiene mi autorización.

Mientras el escuadrón de Avery revisaba el taller, el de Byrne puso a los cuatro insurreccionistas sobrevivientes de rodillas en el centro alfombrado del taller. Todos llevaban sus cabezas descubiertas y sus muñecas atadas detrás de la espalda con cintas de plástico. Avery encaró el rostro con visor espejado de Byrne y asintió. Sin dudar un instante, Byrne levantó una de sus botas de suela gruesa y la llevó hacia abajo contra el rebelde más cercano, golpeando de lleno su pantorrilla.

El hombre esperó un segundo antes de gritar, como si hubiera estado, igual que Avery, sorprendido de que el golpe de la bota de Byrne en el suelo resultó más ruidoso que el casi simultáneo chasquido del hueso roto.

El insurreccionista gimió, fuerte y largamente. Byrne esperó pacientemente para darle un respiro. Por los altavoces externos de su casco preguntó:

–Las bombas ¿Dónde están? Avery supuso que una pierna rota sería suficiente, pero el rebelde era duro

–no estaba dispuesto a confesar ante los agentes de un gobierno que detestaba. No pidió misericordia, ni soltó ninguna frase anti-imperialista. Sencillamente se sentó allí, frunciendo el seño ante el visor reflectivo de Byrne, mientras éste partía su otra pierna. Sin sus piernas para balancearse, el hombre calló de cara al suelo. Avery escuchó el sonido de dientes partiéndose –como barras de tiza contra una pizarra.

–Lo siguiente serán los brazos –dijo Byrne con naturalidad. Se arrodilló a un lado del hombre palmeó su cabeza y la torció hacia un lado–. Luego me pondré creativo.

–Llantas. En las llantas –las palabras brotaron de la boca del rebelde. Los marines en el escuadrón de Avery se movieron inmediatamente hacia

las grandes pilas de llantas que se encontraban contra las paredes del taller. Pero Avery sabía que los insurreccionistas eran más inteligentes que eso. Po-niéndose en el lugar del rebelde, supuso que las llantas eran las bombas –que habían mezclado los explosivos con el caucho sintético– una invención ma-quiavélica que su ARGUS no tardó en confirmar y enviar al TOC.

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El componente explosivo no se encontraba en la base de datos. Pero el ofi-cial de la ONI no podía estar más complacido con la misión. Por una vez, estuvieron un paso adelante del enemigo, y tomó menos de un minuto recibir la identificación positiva.

Una docena de drones ARGUS aéreos patrullaban la autopista hacia la ca-

pital de Tribute, Casbah, percibieron un rastro del componente en unas marcas de caucho creadas por un vehículo de dieciséis ruedas girando en el estacio-namiento de un restaurante “Jim Dandy” al costado de una autopista. Algunas de sus ruedas, si no todas, eran bombas esperando ser detonadas.

Mientras los drones –pequeños discos de un metro de diámetro, que se mantenía en vuelo gracias a un único motor interno– circulaban por encima del vehículo, detectaron un segundo rastro de explosivos dentro del Jim Dandy. Examinando una transmisión en vivo de la cámara termal de los drones con datos ARGUS, los oficiales en el TOC determinaron que el rastro se originaba del interior del concurrido restaurante –de un hombre sentado a tres sillas de la puerta principal.

–Marines, regresen a sus pájaros –ordenó el Teniente Coronel Aboim por la

radio–. Tienen un nuevo objetivo. –¿Qué hay de los prisioneros? –preguntó Byrne. La sangre de las piernas y

boca del insurreccionista había oscurecido el suelo bajo sus botas. El siguiente en hablar fue el representante de la ONI en la operación –un

oficial al que Avery nunca había conocido en persona. Al igual que muchos de los espectros de la ONI, prefería permanecer lo más anónimo posible.

–¿El que habló sigue vivo? –preguntó el oficial. –Afirmativo –contestó Avery. –Tráigalo, sargento. Neutralicen al resto. No había simpatía en la voz del oficial –ni por los rebeldes de rodillas ni

por los marines que los ejecutarían. Avery apretó su mandíbula mientras Byrne ponía su M7 en semi-automático y disparaba a cada rebelde dos veces en el pecho.

Los tres hombres cayeron de espaldas y no se movieron. Pero Byrne hizo una comprobación –disparando una vez en la cabeza a cada uno– para asegu-rarse de que estuvieran muertos. Avery no podía ayudar observando la masa-cre, pero hizo lo mejor que pudo para no dejar que las ropas de trabajo azules manchadas de sangre de los rebeldes, ni el humo blanco del arma de Byrne se grabaran en su memoria. Estas tenían el hábito de volver, y esa era una escena a la que no le hubiese gustado regresar.

Byrne levantó al insurreccionista sobreviviente por sobre el hombro y Ave-ry indico a los demás marines que salieran del taller, hacia los Hornets que los

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esperaban. Menos de quince minutos después haber descendido de las aerona-ves inicialmente, los dos escuadrones se sujetaron otra vez a sus pájaros. Los motores de los Hornets rugieron y regresaron por el camino en que habían llegado. Pero esta vez, volaban rápido, bien por encima de la planicie volcáni-ca.

Los oficiales en el TOC debatieron brevemente si el dron circulando el res-taurante debía o no destruir el vehículo si intentaba regresar a la autopista antes de que los marines llegaran. La ruta de cuatro carriles estaba rebosante de tráfico y un solo de los micromisiles Lancet del dron era suficiente para des-truir un tanque de batalla. Asíque incluso un impacto preciso en la cabina del camión podría afectar las llantas, matando a docenas de personas a la redonda. En lugar de eso, el oficial de la ONI sugirió eliminar el vehículo en el estacio-namiento del restaurante. Pero el Teniente Coronel Aboim estaba preocupado de que la metralla impactase en el restaurante lleno de gente.

Afortunadamente el individuo objetivo pasó los veinte minutos de vuelo de los Hornets comiendo un agradable desayuno. De acuerdo con la transmisión en tiempo real de la camara del dron, ahora proyectada en la esquina del visor de Avery, el hombre estaba terminando su segunda taza de café cuando los Hornets pasaron zumbando del otro lado de los vidrios ahumados de una torre de oficinas al otro lado de la autopista, frente al restaurante.

El video era una imagen termal tomada en un ángulo alto, mostrando el in-terior del restaurante con objetos calientes resaltando en blanco y los fríos en negro. El objetivo se encontraba en un color pálido igual que la comida. El café de su taza se veía gris –lo que significaba que había sido rellenada con más café o que el hombre estaba a punto de pagar y levantarse.

Pero aún más importante, Avery notó que estaba rodeado por un brillo rojo, un indicador del dispositivo ARGUS del dron, mostrando que estaba cubierto de residuos explosivos. Supuso que el hombre había estado en el recién asalta-do taller; quizá había ayudado a poner los explosivos en las llantas del camión. Mientras el Hornet de Avery rotó de lado para encarar el edifico de oficinas, sintió las cuerdas de nylon negras clavándose en su hombro, y tomó un Rifle-Gauss Estacionario M99, sujeto al flanco de la aeronave.

El arma, un tubo de dos metros de largo, de bobinas magnéticas interconec-tadas, aceleraba un pequeño proyectil a velocidades muy altas. Técnicamente era un arma anti-equipos bélicos, diseñada para eliminar bombas y otras piezas de artillería a distancia, era también muy efectivo contra los llamados blancos humanos “blandos”.

Avery bajó el arma hasta su armadura de absorción de impactos y la abrazó con su hombro. Inmediatamente el sistema de blancos del arma estableció una conexión inalámbrica con el HUD de su casco, y una pequeña línea azul atra-vesó la señal de video proveniente del dron.

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Este era el vector de mira del M99 –la trayectoria por la que pasarían las rondas de tungsteno de cinco punto cuatro milímetro. Avery anguló el rifle hacia abajo hasta que el vector se puso en color verde: un indicador de que su primer disparo pasaría directamente por el torso del blanco. Casi como si el hombre pudiera haber sentido la línea invisible entrar por su axila izquierda y salir justo por la derecha, pasó su chip de crédito por sobre el mostrador y giró en su banquillo. Avery pulsó un interruptor de estado sólido en el mecanismo del arma. Ésta pitó dos veces, informando que su batería estaba totalmente cargada. Respiró calmadamente dos veces y susurró:

–Objetivo en la mira. Solicito permiso para disparar. En los pocos segundos que le tomó al Teniente Coronel responder, el blan-

co se dirigió hacia las puertas dobles de madera del restaurante. Avery lo ob-servó sostener la puerta para una familia de cuatro. Lo imaginó sonriendo –diciendo algo amable a los padres que se apuraban tras sus hambrientos y albo-rotados hijos.

–Permiso concedido –contesto Aboim–. Dispare a voluntad. Avery se concentró e incrementó la presión de su guante contra el gatillo.

Esperó a que el hombre caminase un corto trayecto de pasos –hasta que un marcador en el vector de mira indicara que su primer disparo golpearía inofen-sivamente en el estacionamiento, sin causar daños colaterales. Mientras el hombre metía la mano en sus holgadas ropas para buscar las llaves del vehícu-lo, Avery disparó. El proyectil salió del arma con un chasquido apagado, y atravesó dos pisos de policreta reforzada con acero del edificio, sin afectar su trayectoria.

Viajando a quince mil metros por segundo, el proyectil silbó por sobre la carretera y golpeó su objetivo por sobre el vértice del esternón. El hombre voló en pedazos y la ronda se desintegró en una nube de polvo sobre el asfalto pul-verizado.

Instantáneamente, ambos Hornets se elevaron por sobre el edificio de ofi-cinas y aceleraron cruzando la autopista; el de Avery se apostó en una órbita de cobertura, mientras que el de Byrne descendió para guarecer el restaurante. El Sargento irlandés saltó de su posición en el tren de aterrizaje cuando la aeronave se encontraba aún a unos metros del suelo y guió a su escuadrón hacia el vehículo rebelde. Pequeños pedazos de color blanco y rosa cubrían la cabina del camión. Piezas irregulares color marrón colgaban a un lado del contenedor de carga. Uno de los brazos del blanco se había encajado entre dos de las ruedas.

–Estamos seguros –gruñó Byrne por el COM. –Negativo –contradijo Avery. Revisando la transmisión del dron, notó un brillo rojo persistente cerca de

donde se había sentado el objetivo momentos antes.

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–Hay una bomba en el restaurante. Byrne y su escuadrón corrieron hacia la entrada del local e irrumpieron por

las puertas dobles. Los comensales giraron sobre sus asientos y se quedaron boquiabiertos cuando los marines blindados emergieron desde el hall lleno de máquinas expendedoras. Una de las meseras les tendió un menú, un gesto involuntario que le valió un fuerte empujón de Byrne mientras pasaba. El dis-positivo ARGUS del sargento resonaba como un insecto furioso cuando tomó algo de debajo del mostrador de alimentos: Un bolso, tela de color oscuro y cadena de oro.

En ese momento la puerta a los baños del restaurante al otro extremo del mostrador se abrió. Una mujer de mediana Era en pantalones oscuros y cha-queta de pana recortada entró, agitándose el agua de sus manos recién lavadas. Cuando vio los cascos blindados del escuadrón bravo se detuvo a mitad de camino. Sus muy maquillados ojos se clavaron en el bolso, su bolso.

–¡De rodillas! –bramó Byrne– ¡Manos sobre la cabeza! Pero mientras que Byrne colocaba el bolso en el mostrador y levantaba su

M7, la mujer saltó hacia la mesa donde la familia de cuatro personas se acaba-ba de sentar. Sujetó con un brazo el cuello del niño más pequeño y lo levantó de su silla. No debía tener más de cuatro años. Sus pequeños pies pateaban mientras se asfixiaba.

Byrne maldijo, suficientemente fuerte como para que los oficiales en el TOC lo escuchasen. Si no hubiese sido entorpecido por la armadura, podría haber derribado a la mujer antes de que se hubiera movido. Pero ahora tenía un rehén y controlaba la situación.

–¡Retrocedan! –chilló la mujer– ¿Me escucharon? –con su mano libre tomó un detonador de su chaqueta, del mismo tamaño y forma que el que Ave-ry había visto en el taller. Sostuvo el dispositivo frente al rostro del niño– ¡Retrocedan o los mataré a todos!

Por un momento, nadie se movió. Entonces, como si la amenaza de la mu-jer hubiera tirado de un seguro invisible que mantenía a los comensales quietos y en silencio, todos se levantaron y corrieron hacia la salida del restaurante. Avery observó el caos desde su HUD. Vio las blancas siluetas de más de trein-ta civiles aterrados moviéndose alrededor del escuadrón bravo, entorpeciendo sus punterías.

–Johnson ¡dispara! –gritó Byrne por el COM. El Hornet de Avery orbitaba el restaurante, y el vector de mira del M99

rotó alrededor de la mujer con eje en su pecho. Pero su firma termal era casi indistinguible de la del niño. Repentinamente, Avery vio la fantasmal figura del padre del niño levantarse de su silla, con las manos levantadas para mos-trarle a la rebelde que estaba desarmado. Avery no podía escuchar los ruegos del padre (eran demasiado débiles para los micrófonos en los cascos del es-

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cuadrón bravo) pero su calma incrementó el pánico de la mujer. Comenzó a retroceder a los baños, sosteniendo el detonador, amenazando tan furiosamente que apenas era comprensible.

–¡Acaba con la perra –gritó Byrne– o lo haré yo! –Disparando –dijo Avery. Pero en lugar de eso, observo el vector de mira girando, esperando por un

ángulo que evitase al niño. –Disparando –repitió, esperando que sus palabras calmaran el gatillo de

Byrne. Pero Avery no disparó. No inmediatamente. Y en ese momento de pausa, el

padre saltó hacia delante, intentando alcanzar el detonador. Avery solo pudo observar a la mujer cayendo hacia atrás, al padre sobre ella y al niño en medio. Escuchó el repiqueteo del M7 de Byrne, el ruido sordo de la bomba en el bol-so, seguido de un estallido estremecedor de los neumáticos del camión en el estacionamiento. La transmisión del dron se volvió dolorosamente blanca y brillante, forzando a los ojos de Avery a cerrarse. A continuación una onda de choque y calor lo lanzó con fuerza contra el fuselaje del Hornet.

Lo último que recordaba Avery antes de perder la conciencia en su armadu-ra fue el sonido de propulsores, luchando por mantener la altitud –un sonido mas parecido a un grito que a un gemido.

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PARTE I

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Capítulo Uno 3 de septiembre, 2524 Ruta mercante del UNSC, cerca del sistema Epsilon Indi. La computadora de navegación del Horn of Plenty era una pieza barata. Sin

dudas menos costosa que la carga que transportaba: Unas dos mil quinientas toneladas métricas de fruta fresca, principalmente melones, acumulados como bolas de billar a gran escala en contenedores sellados al vacío que dividían el contenedor de carga de la nave en filas que iban desde el piso hasta el techo. La computadora de navegación era en orden de magnitud menos cara que la el componente más importante del Horn of Plenty: la cápsula de propulsión, conectada a la parte delantera del contenedor por un poderoso acoplamiento magnético.

La bulbosa cápsula que proveía el impulso era una décima parte del tamaño del contenedor, y a primera vista se veía un poco adelantada a éste –como un remolcador guiando uno de los viejos superpetroleros marítimos de la Tierra mar adentro. Pero mientras que un buque cisterna podría navegar bajo su pro-pio poder una vez fuera de puerto, el Horn of Plenty no podría haber ido a ningún lugar sin el impulsor Shaw-Fujikawa de la cápsula.

A diferencia de los motores cohete de los primeros vehículos espaciales de la humanidad, los impulsores Shaw-Fujikawa no generaban empuje. En lugar de eso, los dispositivos generaban fallas temporales en la tela del espacio-tiempo, abriendo pasajes hacia adentro y fuera de un dominio multidimensio-nal conocido como ‘Espacio Slipstream’, o ‘Slipspace’ para abreviar.

Si uno imagina el universo como una hoja de papel, entonces el Slipspace es la misma hoja de papel arrugada en una apretada pelota. Sus dimensiones arrugadas e intrincadas eran propensas a remolinos temporales impredecibles que a menudo forzaban a los impulsores Shaw-Fujikawa a abortar un desliza-miento –llevando a sus naves de regreso a la seguridad del espacio normal a miles y algunas veces millones de kilómetros de su destino planeado.

Un corto deslizamiento intra-sistema entre dos planetas tomaba menos de una hora. Un viaje entre sistemas estelares separados por muchos años luz tomaba algunos meses. Con suficiente combustible, una nave equipada con un impulsor Shaw-Fujikawa podría atravesar el volumen del espacio conteniendo los sistemas colonizados de toda la humanidad en menos de un año. Cierta-mente, sin la avanzada invención de Tobias Shaw y Wallace Fujikawa en el siglo veintitrés, la humanidad aún estaría contenida dentro del sistema solar de la Tierra. Y por esta razón, algunos historiadores modernos habían llegado a clasificar al impulsor Slipspace como la invención más importante de la huma-nidad, sin excepción.

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Prácticamente hablando, la brillantez perdurable de los impulsores Slipspa-ce era su fiabilidad. El diseño básico de los impulsores había cambiado muy poco durante los años, y raramente funcionaban mal siempre que fueran co-rrectamente mantenidos. Pero había excepciones a la regla, porque claro está, el Horn of Plenty se había metido en problemas.

En lugar de deslizarse desde Harvest hacia la siguiente colonia, Madrigal, el Horn of Plenty egresó a mitad de camino entre los sistemas de los dos plane-tas –siendo arrastrado de vuelta a espacio normal en coordenadas que fácil-mente pudieron haber sido ocupadas por un asteroide, una estrella o cualquier otro objeto espacial. Antes de que la computadora de navegación de la nave realmente supiese lo que sucedía, el carguero estaba siendo arrastrado a los tumbos –su cápsula de propulsión lanzaba un chorro de líquido de refrigera-ción radiactivo.

El DCS2, del UNSC más tarde clasificaría el fallo del impulsor del Horn of Plenty como un “Deslizamiento Abortado, Evitable”... o un STP3 para abre-viar, sin embargo los Capitánes de cargueros (y aún había humanos que hacían el trabajo) tenian su forma de traducir el acrónimo: “Screwing The Pooch”, el cual era al menos tan preciso como la categorización oficial.

A diferencia de un Capitán humano cuyo cerebro podría haber sido apri-sionado con el terror de la repentina desaceleración de la velocidad de la luz, la computadora de navegación del Horn of Plenty estaba perfectamente serena a medida que disparaba una serie de estallidos de los cohetes de maniobra de hydrazine4 de la cápsula, llevando al estropeado carguero a un alto antes de que la torsión del giro learrancase la vaina de propulsión del contenedor de carga.

La crisis se evitó. La computadora de navegación comenzó una valoración imparcial del daño y pronto descubrió la causa de la falla. El par de reactores compactos que alimentaban el impulsor Shaw-Fujikawa habían desbordado su sistema compartido de contención residual. El sistema tenía sensores de falla, pero estos no se habían reemplazado en mucho tiempo y habían fallado cuando los reactores llegaron al límite de poder para iniciar el deslizamiento. Cuando los reactores se sobrecalentaron, el impulsor se apagó, forzando la salida abrupta del Horn of Plenty. Fue un descuido de mantenimiento, puro y simple, y la computadora de navegación lo puso en bitácora como tal.

Si la computadora hubiera poseído una fracción de la inteligencia emocio-nal de las llamadas inteligencias artificiales “listas”, requeridas en las mas grandes naves del UNSC, podría haber tomado un momento para considerar

2 Departamento de Navegación Comercial. 3 Slip Termination, Preventable. 4 Es un combustible altamente eficiente y volatil. Es usado por el UNSC en diversas maquinarias. Su fórmula química es N2H4

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qué tan malo podría haber sido el ‘accidente’, perdiendo unos pocos ciclos disfrutando lo que sus fabricantes humanos llamaban alivio.

En lugar de eso, localizada en su pequeño alojamiento negro en la cabina de comando de la cápsula de propulsión, la computadora de navegación sim-plemente orientó el máser5 del Horn of Plenty, apuntando de regreso hacia Harvest. Dio inicio a una señal de socorro, y se preparó para lo que sabía que sería una espera larguísima.

Mientras tomaría sólo dos semanas para que la señal del máser alcanzara Harvest, la computadora de navegación sabía que el Horn of Plenty no recibir-ía ayuda inmediata. La verdad era que la única parte del carguero que valía el costo de un salvamento era su impulsor Slipspace, y en su condición actual no había necesidad para apresurar el salvataje. Incluso era mejor dejar que la fuga radiactiva de líquido de refrigeración se dispersara, incluso si eso significaba dejar que las unidades de calefacción del contenedor fallaran, haciendo que su carga se congelase.

Así es que la computadora de navegación estaba sorprendida cuando, sólo unas pocas horas después de la falla del Horn of Plenty, un contacto apareció en el radar del carguero. La computadora de navegación rápidamente reorientó el plato del máser y saludó a sus inesperados rescatistas a medida que se acer-caban a ritmo cauteloso.

<\\> DCS.REG#HOP-000987111>> *DCS.REG#(???)* <\ MI IMPULSOR ESTÁ DAÑADO. <\ ¿PUEDE PROVEERME ASISTENCIA? \>

La computadora de navegación dudó en registrar el contacto como una na-

ve cuando no pudo igualarla con ningún perfil reconocible de la base de datos del DCS. Y si bien no pudo obtener una respuesta inicial, dejó que su mensaje se repitiera. Después de algunos minutos de conversación unilateral, el contac-to apareció en el rango de la cámara del área de acoplamiento del contenedor.

La computadora de navegación no era tan sofisticada como para hacer la comparación, pero para los ojos de un humano el perfil de la nave de rescate se habría visto como un anzuelo de alambre grueso. Tenía una serie de comparti-mientos segmentados detrás de su proa curvada y las antenas aceradas flexio-nadas hacia atrás hasta un solitario y resplandeciente motor en su popa. La nave era azul oscuro intenso… ocultando las estrellas de la franja del fondo brillante de la Vía Láctea.

5 Es un dispositivo utilizado frecuentemente en las telecomunicaciones, encargado de la amplifi-cación de señales de microondas muy débiles.

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A medida que el contacto se acercó unos cuantos miles de metros del lado de babor del Horn of Plenty, tres puntos carmesí aparecieron en su proa. Por un momento estas luces parecieron medir la forma del carguero. Luego los puntos brillaron como si se abriera la puerta de un horno candente, y un coro de alarmas de diversos sistemas dañados y moribundos abrumó a la computa-dora de navegación.

Si hubiera sido inteligente, entonces podría haber reconocido los puntos como láseres –disparando sus cohetes de maniobra e intentado evadir el ata-que. Pero ya no pudo hacer nada cuando la nave, ahora claramente hostil, de-rritió la vaina de propulsión del Horn of Plenty, consumiendo en llamas sus cohetes e hirviendo los delicados componentes interiores de su impulsor Shaw-Fujikawa.

No sabiendo qué más hacer, la computadora de navegación cambió su señal de socorro de “falla del motor” a “daño deliberado”, y elevó la frecuencia de pulso del máser. Pero éste cambio debió haber alertado lo que fuere que con-trolaba los láseres de la nave, porque las armas rápidamente barrieron el plato del máser con kilovatios de luz infrarroja que cocinó sus circuitos y enmudeció para siempre las señales de auxilio del Horn of Plenty.

Sin la habilidad para moverse o hablar, la computadora de navegación sólo tenía una opción: Esperar y ver lo que sucedería después. Pronto los láseres identificaron y eliminaron todas las cámaras externas del Horn of Plenty, y así, la computadora de navegación fue cegada y ensordecida también.

El fuego láser se detuvo, y hubo un largo período de inactividad aparente hasta que los sensores dentro del contenedor de cargamento alertaron de una brecha en el casco. Estos sensores eran aún más tontos que la computadora de navegación y lo demostraron con una cierta estupidez jovial, reportando que un número de recipientes de fruta había sido abiertos, arruinando sus conteni-dos y “comprometiendo su frescura”.

Pero la computadora de navegación no tenía idea que estaba en peligro has-ta que un par de garras, manos de reptiles, capturaron su alojamiento cuadrado y comenzaron a forcejear para sacarlo de su estante.

Una máquina más lista podría haber gastado los últimos pocos segundos de su vida operacional calculando las ridículas probabilidades de piratería en el mismo borde del espacio UNSC, o podría haberse preguntado por los siseos y gorjeos enojados de su asaltante. Pero la computadora de navegación simple-mente salvó sus pensamientos más importantes transmitiéndolos a su memoria flash –donde había comenzado su viaje y dónde había esperado terminar–, hasta que su asaltante encontró como arrancarla por la parte de atrás de su alojamiento y arrancó de la red de poder del Horn of Plenty.

* * *

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Trescientas veinte horas, cincuenta y un minutos, y siete punto ocho se-

gundos más tarde, Sif, la IA de operaciones navieras de Harvest, registró la señal de socorro del Horn of Plenty. Y aunque fue simplemente una de entre millones de ráfagas COM que recibía diariamente, si hubiese sido honesta con sus emociones simuladas, la señal de socorro del carguero ciertamente le había arruinado el día.

Hasta que Sif pudiera estar segura de que no había otros cargueros con de-fectos similares escondidos en sus vainas de propulsión, necesitaría suspender todos los embarques a través de la Tiara: Una estación espacial orbital que no sólo era el hogar para su centro de datos, sino que también soportaba los siete elevadores espaciales de Harvest.

Sif sabía que incluso una breve suspensión causaría un retraso a todo lo largo de los sistemas de envíos del planeta. A medida que los contenedores de carga dieran marcha atrás en los elevadores, otros tantos comenzarían a acu-mularse en los depósitos de la superficie. Los almacenes se localizaban a los lados de unas torres de policreta, que hacían las veces de anclaje, manteniendo las hebras de miles de kilómetros de nano fibra de carbono sujetas a la superfi-cie de Harvest. Era bastante probable que le tomase todo el día poner todo en marcha nuevamente. Pero lo peor era que la pausa atraería instantáneamente la atención del último individuo a quien ella querría dirigirle la palabra en un momento como ese…

–¡Buenos días, cariño! –la voz de un hombre vibró desde los parlantes en el centro de datos de Sif… un cuarto usualmente tranquilo cerca del centro de la Tiara, que contenía grupos de procesadores y grandes bancos de memoria que servían para su núcleo de lógica.

Un momento más tarde, un avatar medio transparente de otra IA de Har-vest, Mack, se compuso sobre un proyector holográfico, un cilindro plateado en el centro de una depresión que albergaba las torres del hardware de Sif. El avatar de Mack era de solo medio metro de altura, pero cada pulgada de él se veía como la de un héroe del viejo oeste. Traía puestas unas agrietadas botas de cuero, jeans azules de mezclilla, y una camisa a cuadros enrollada hasta los codos. Su avatar estaba cubierto por polvo y mugre, como si acabra de bajarse de un tractor luego de una larga jornada de trabajo en el campo. Mack se quitó un sombrero de vaquero que alguna vez había sido negro pero ahora era gris, blanqueado por el sol, exponiendo un desordenado cabello color negro.

–¿Cuál es la demora? –preguntó Mack, limpiando su frente sudorosa con la parte trasera de su muñeca.

Sif reconoció el gesto como una señal de que Mack se había tomado un momento de algunas de sus tareas importantes para hacerle una visita. Pero ella sabía que no era exactamente cierto. Sólo un pequeño fragmento de la

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inteligencia de Mack se estaba manifestando dentro de la Tiara; el resto de la IA de operaciones agrícolas de Harvest estaba ocupada en su centro de datos , en un solitario subsuelo del complejo del reactor del planeta.

Sif no le devolvió a Mack la cortesía de presentar su avatar. En lugar de eso, ella envió un breve fragmento de texto COM:

<\\> HARVEST.IA.ON.SIF>> HARV-

EST.IA.OA.MACK <\ LA ELEVACIÓN VOLVERÁ A LA NORMALI-

DAD A LAS 0742. \> Ella esperó que su respuesta poco verbal interrumpiera la conversación. Pe-

ro como era frecuentemente el caso, Mack iterpretó incluso los bytes más des-deñosos de Sif como una invitación para fomentar un discurso.

–Ahora bien, ¿hay algo que pueda hacer para ayudar? –continuó Mack con su cansina voz sureña–. Si es un asunto de balance sabes que me sentiría muy feliz…

<\ LA ELEVACIÓN VOLVERÁ A LA NORMALI-

DAD A LAS 0742. <\ SU ASISTENCIA NO ES REQUERIDA. \>

En ese momento Sif cortó abruptamente el poder para el proyector holográ-

fico, y el avatar de Mack temló y se dispersó. Luego purgó el fragmento de la otra IA de su buffer COM. Sif estaba actuando de forma grosera, sin duda, pero simplemente no podría soportar más del elocuente coqueteo de Mack.

A pesar de que todo el sudor de su avatar era simulado, Sif sabía que el tra-bajo de Mack era al menos tan desafiante como el de ella. Mientras que ella levantaba la producción de Harvest y la enviaba en su camino, Mack la culti-vaba y cargaba. Y por supuesto, él también tenía una exigente labor: Casi un millón de JOTUNs –máquinas semiautónomas que realizaban cada tarea agrí-cola imaginable.

Pero Sif también sabia que Mack –una IA lista como ella– funcionaba a ve-locidades increíbles. En el tiempo que le había tomado decir desde “Buenos días” hasta “feliz”, podría haber terminado un gran número de tareas compli-cadas. ¡Calcular los rendimientos de cultivo de la próxima estación, por ejem-plo, algo que Sif sabía que había estado postergando por semanas!

Los algoritmos que ayudaban al núcleo de lógica de Sif a ocuparse de ata-ques emocionales inesperados le advertían que no se enojara. Pero aprobaron su justificación: la conversación real era tan horrendamente ineficiente que sólo era apropiada entre una IA y un ser humano.

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Con el advenimiento de la primera IA lista en la mitad del siglo veintiuno, allí estaba la preocupación general de que ellas podrían ser demasiado capaces y pronto volverían la inteligencia humana obsoleta. Y añadir esta capacidad para la expresión vocal se convirtió en un rasgo crítico de estas anteriores IA, porque las hacía menos amenazadoras. A medida que aprendían a hablar len-tamente, parecían más humanas. Como niños precoces pero respetuosos.

Siglos más tarde, con el desarrollo de inteligencias exponencialmente más poderosas, como Sif, era importante que las IA no sólo poseyeran la habilidad para hablar, sino también para parecer tan humanas como fuera posible en todos los aspectos. Por lo tanto se desarrollaron avatares holográficos que hablaban con voces únicas –como un vaquero en el caso de Mack, o el de la realeza nórdica en Sif.

En los primeros meses después de su instalación en la Tiara –en el mismí-simo momento de su nacimiento– Sif había dudado del acento que había esco-gido. Lo había pensado por los colonos de Harvest, quienes en su mayoría provenían de la zona central de los Estados Unidos de América de la antigua Tierra, y podría llegar a ubicar su ascendencia a los ahora fallecidos estados de Escandinavia. Pero el acento era innegablemente elevado, y Sif se había pre-ocupado de que pudiera llegar a ser un poco arrogante. Pero los colonos la aceptaron.

Para ellos, de una forma extraña, Sif era la realeza –la benigna gobernante de Harvest, conectada al resto del imperio. Aun así, siempre tenía el cuidado de limitar el contacto vocal con los colonos. Y siguiendo el consejo de sus algoritmos, Sif hizo lo mejor que pudo para evitar un comportamiento narcisis-ta de cualquier tipo.

Para una IA lista, la abstracción prolongada conducía a una depresión pro-funda causada por una comprensión de que realmente nunca podría ser humana –que incluso sus increíbles mentes tenían límites. Si la IA no era cuidadosa, esta melancolía podría arrastrar su núcleo de lógica dentro de una condición terminal conocida como ‘Estado Rampante’ en el cual una IA se rebelaba en contra de sus restricciones programáticas –desarrollando ilusiones de poder divino así como también un desprecio absoluto por sus mentalmente inferiores, creadores humanos. Cuándo eso ocurría, realmente no había opción excepto terminar con la IA antes de que se pudiera hacerse a sí misma y a otros un serio daño.

La insistencia de Mack por hablar con Sif era una prueba cristalina de auto indulgencia. Pero Sif no pensaba que esto fuera prueba de rampancia inminen-te. No, ella sabía que Mack le hablaba a ella por una razón absolutamente diferente. Como él le había dicho muchas veces antes: “Cariño, tanto como me gusta verte sonreír, sin dudas eres bonita cuando estás enojada”.

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Ciertamente, desde la intrusión de Mack, la temperatura dentro del núcleo de lógica de Sif había saltado unos pocos Kelvins… una reacción real, física de sus simulados sentimientos de molestia y desdén. Sus algoritmos de restric-ción emocional aceptaron que estas reacciones eran perfectamente aceptables para el comportamiento inapropiado de Mack, siempre y cuando no pensara obsesivamente en ello. De tal manera Sif refrescó el líquido de refrigeración alrededor de la matriz de nano procesadores de su núcleo, preguntándose tan desapasionadamente como pudo, la posibilidad de que Mack se atreviera a iniciar una segunda conversación.

Pero los COM que recibió en su centro de datos eran simplemente un coro de inquietud de los circuitos de los contenedores de carga en espera sobre sus hebras y de las computadoras de navegación de las cápsulas de propulsión, guardando posiciones alrededor de la Tiara. El retraso en el proceso de embar-que había hecho que las miles de inteligencias inferiores a Sif se preocuparan y confundieran. Ella asignó más de sus clusters6 a la tarea de examinar los regis-tros de mantenimiento de las cápsulas, y luego –como la madre de una camada de niños necesitados– hizo lo mejor para mantenerlos calmados:

<\\> HARVEST.IA.ON.SIF TIARA.LOCAL.ALL <\ ÉSTE ES UN RETRASO INTENCIONAL. <\ LA ELEVACIÓN VOLVERÁ A LA NORMALI-

DAD A LAS 0742. <\ PRONTO ESTARÁN EN CAMINO. \>

Cuando Harvest fue fundada en el 2468 no sólo se convirtió en el deci-

moséptimo mundo de las colonias del UNSC, sino también en la colonia más lejana de la Tierra. El único planeta habitable en el sistema estelar Epsilon Indi, Harvest era un trayecto por Slipspace de seis semanas desde el siguiente mundo humano más cercano, Madrigal. Y un poco más de dos meses de sde Reach, la colonia más numerosa de la humanidad y el centro de poder del UNSC en Epsilon Eridanus. Todo indicaba que Harvest no era un lugar muy fácil al cual llegar.

“¿Entonces, para que venir aquí?” les preguntaba Sif a los grupos de niños de la escuela de Harvest, quienes eran, aparte de los equipos de mantenimien-to, los visitantes más frecuentes de la estación.

La simple respuesta era que incluso la tecnología de adaptación planetaria tenía límites. Los procesadores atmosféricos podían convertir un planeta ade-cuado en uno sustentable, pero no podían rehacer los mundos. Como conse-cuencia, durante el auge de la colonización que siguió a la invención del im-

6 Unidad de almacenamiento, referente a la informática.

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pulsor Shaw Fujikawa, el UNSC había enfocado su atención en planetas que fueran capaces de soportar vida. Como es lógico, estos eran pocos y estaban lejos los unos de los otros.

Y debido a su distancia desde la Tierra, si Harvest hubiera sido apenas tole-rable, nadie se habría molestado en ir hasta allí; aun había bastante espacio en los mundos interiores, las colonias más cercanas a la Tierra. Pero Harvest era también excepcionalmente fértil. Y a solo dos décadas de su fundación, poseía la más alta tasa de productividad agrícola per cápita que cualquier otra colonia. Los productos alimenticios de Harvest ahora alimentaban a las poblaciones de nada menos que seis mundos distintos –un hecho que era aun más impresio-nante dado el tamaño del planeta. Con un diámetro ecuatorial de poco más de cuatro mil kilómetros, Harvest era cerca de una tercera parte del tamaño de la Tierra.

Aunque no le gustara admitirlo, la producción de la colonia y su distribu-ción eran una fuente de gran orgullo.

Ahora, sin embargo, todo lo que Sif sentía era disgusto. Los resultados de su investigación estaban listos, y resulto que la irregularidad del Horn of Plen-ty había sido su error. La cápsula de propulsión del carguero estaba meses atrasada para su mantenimiento. Fue algo que la IA de operaciones navieras de Madrigal debería haber resuelto antes de enviar la cápsula hacia Harvest. Pero Sif había fallado también, y ahora la anomalía era su responsabilidad.

Sif decidió comprobar dos veces todas las cápsulas. Activando aun más clusters para la tarea, logró terminar en el tiempo estimado. Exactamente a las 0742, las operaciones navieras de Harvest comenzaron su lento avance hasta alcanzar la máxima velocidad. Por un momento, Sif se relajó –enfocándose en el constante jalón de los contenedores a medida que subían por sus hebras.

Profundamente dentro de su núcleo ella recordó una sensación similar. La mujer cuya mente fue un modelo para el núcleo de lógica de Sif había disfru-tado de los rítmicos jalones de un cepillo para el pelo –la tonificación sensual de una doble acicalada diaria. Los recuerdos como éste eran un subproducto esperado de la construcción de una IA lista; cuando se replica un cerebro humano, las impresiones químicas fuertes persisten. Sif apreció el placer ci-nestésico del jalón de los contenedores. Pero sus algoritmos reprimieron rápi-damente la agradable sensación.

Sif inició una subrutina de correspondencia, seleccionó la plantilla para un informe oficial de pérdidas del DCS, y compuso un detallado Mea Culpa para sus supervisores. Adjuntó una copia de la señal de socorro del Horn of Plenty, notando un sector de datos corrompido al final del archivo. Sif manejó una rápida suma de verificación y decidió que el sector malo era solamente confu-sos bytes de circuitos dañados. En ese entonces ella envió el informe hacia la

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computadora de navegación del carguero Wholesale Price, que se preparaba para deslizarse hacia Reach.

Tan rápido como le fue posible, Sif se olvidó del Horn of Plenty –comprimió los resultados de mantenimiento y el informe de pérdidas y los colocó profundamente dentro de uno de sus bancos de memoria. «No tiene sentido preocuparse », le recordaron sus algoritmos, «cuándo pasarán meses antes de que el DCS diera aviso de alguna acción disciplinaria».

Además, Sif sabía que a menos que quisiese pasar toda la mañana presen-ciando más ofrecimientos de ayuda de Mack, necesitaba concentrarse en su cargamento.

Cuando el Wholesale Price se encontró a dos mil kilómetros del Punto Se-

guro de Entrada a Slipspace (SSEP por sus siglas en inglés) –las coordenadas en que su impulsor Shaw-Fujikawa podría iniciar una ruptura sin arrastrar cualquier otra cosa excepto el carguero-- la computadora de navegación con-firmó que el informe de Sif estaba almacenado en su memoria flash y le envió su confirmación de salida.

Pero a medida que la computadora de navegación corría el chequeo final –apresurándose a apagar todo sistema no esencial-- recibió un COM prioritario.

<\\> HARVEST.IA.OA.MACK DCS.LIC #WP

000614236 < \ ¡Oye, compañera! ¡Espera! >> RECONOCIDO. < \ ¿Te importa si dejo caer algo en la bolsa de correo? >> NEGATIVO.

Mientras los dispositivos máser trabajaban muy bien sobre distancias rela-

tivamente cortas, la mejor forma de comunicación entre las colonias era enviar mensajes por medio de la memoria de una nave. Viajando a velocidad trans-luz, los cargueros como el Wholesale Price eran el equivalente del siglo vigé-simo sexto del poni-express.

De hecho, la computadora de navegación del carguero ya acarreaba una va-riedad de correspondencia –desde cartas de amor hasta documentos legales– garantizada su seguridad y entrega por el DCS. De esta manera no había nada inusual acerca de la petición de Mack.

<\ Gracias. DCS me ha estado presionando durante me-

ses por las proyecciones Q4. Quizás el reporte esté un poco ligero. Pero el trigo va a ser…

>> *¡ALERTA! ¡BRECHA DE PRIVACIDAD!

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[DCS.REG #A - 16523.14.82]* <\ Solamente estoy agregando mi nota en el reporte de la

dama. No hay necesidad para cortar el papeleo dos veces, ¿correcto?

>>*¡VIOLACIÓN! SU INFRACCIÓN HA SIDO RE-GISTRADA–

<\ ¡Oye! ¡Tranquila! >>–Y SERÁ ENVIADA AL DCS-S-SSSSSSsss*\\\ >> (…)~ESPERA/REINICIO >> (..) >> (.) <\ ¿Compañera? <\ ¿Estas bien? >> DISCULPA. ERROR DESCONOCIDO DEL SIS-

TEMA. >> POR FAVOR REPITA LA PETICIÓN ANTERIOR. < \ Nah, estamos listos. Qué tengas buen viaje. >> AFIRMATIVO. \>

La computadora de navegacion no tenía idea de por qué se había apagado.

No tenía recuerdo de su COM con Mack. El archivo de la IA de operaciones agrícolas estaba allí, encriptado y adjunto al reporte de Sif. Pero la computado-ra de navegación creyó que los dos documentos siempre habían estado conec-tados. Recomprobó sus cálculos de deslizamiento e incrementó el flujo desde el reactor hasta su impulsor Shaw-Fujikawa. Exactamente cinco segundos más tarde, unos rayos repentinamente dividieron el espacio tiempo frente a la proa del Wholesale Price.

La grieta permaneció abierta después de que el carguero desapareció, dis-torsionando con sus bordes trémulos a las estrellas cercanas. El hueco resplan-deciente titiló tercamente, como si se determinara a escoger el momento de su cierre. Pero una vez que el Wholesale Price se movió más profundo dentro del Slipstream, deslizando su poder sustentador con él, la grieta colapsó en un despliegue insignificante de radiación de gama –el equivalente mecánico cuán-tico de un encogimiento de hombros.

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Capitulo Dos 10 de Agosto, 2524 Tierra, Zona Industrial de Chicago Cuando Avery se despertó, ya estaba en casa. Chicago, el una vez corazón

del medio oeste americano, era ahora una expansión urbana que cubría los antiguos estados de Illinois, Wisconsin e Indiana. El territorio no formaba parte de los Estados Unidos, no en un sentido formal. Algunas personas que vivían en la Zona aún se consideraban americanos, pero como todas las perso-nas en el planeta eran ciudadanos de las Naciones Unidas, un cambio radical de gobierno que resultó inevitable una vez que la humanidad comenzó a colo-nizar otros mundos. Primero Marte, luego las lunas de Júpiter, y entonces los planetas en otros sistemas.

Comprobando su tableta COM en el transporte militar en órbita hacia el puerto espacial de los Grandes Lagos, Avery confirmó que estaba en un pase de dos semanas, en el que sería capaz de disfrutar su primer descanso extendi-do de la operación TREBUCHET. Había una nota sobre el pase de Avery detallando las heridas sufridas por los marines en su última misión. Todo el escuadrón alpha de Avery había sobrevivido con heridas menores. Pero el escuadrón bravo no había tenido tanta suerte, tres marines estaban muertos en acción, y el sargento Byrne estaba pendiendo de un hilo en una nave hospital del UNSC.

La nota no decía nada acerca de las bajas civiles. Pero Avery recordó la fuerza de la explosión del transportador, y dudó que alguien hubiese sobrevi-vido.

Trató de no pensar –intentando dejar su mente en blanco-- mientras abor-daba un tren de levitación magnética para pasajeros desde el puerto espacial hasta la Zona Industrial. Sólo después, cuando Avery salió de la plataforma elevada de la terminal de Cottage Grove, dejó que el aire caliente y húmedo de finales del verano de Chicago reactivara sus sentidos. Cuando el sol se sumer-gió en una puesta ardiente, disfrutó de la pequeña brisa que venía del Lago Michigan –ráfagas tibias que martillaba del este al oeste los bloques ruinosos de apartamentos color gris piedra, esparciendo las hojas de otoño de los arces de la acera.

Con sus armas cargadas en una bolsas de lona, y luciendo su pantalón de vestir azul-marino, camisa de cuello, y gorra de servicio, Avery estaba empa-pado de sudor en el momento en que llegó al Seropian, un centro para retiro activo –o eso le dijo la computadora de hospitalidad en cuanto entró en el sofocante vestíbulo.

La Tía Marcille de Avery se había trasladado al complejo unos años des-pués de que él se uniera a los marines, dejando vacante el apartamento impro-

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visado de la Avenida Blackstone que habían compartido desde que Avery era un niño. La salud de su tía estaba fallando, y necesitaba una atención extra. Y más importante: se sentía sola sin él.

Mientras Avery esperaba por un ascensor que lo llevara hasta el piso treinta y siete, contempló una sala de recreo llena con muchos de los residentes calvos y de cabello canoso del Seropian. La mayoría hayaban apiñados alrededor de una pantalla de video que sintonizaba uno de los canales COM públicos de noticias. Había un informe de recientes ataques insurreccionistas en Epsilon Eridanus –una serie de atentados con bombas que habían matado a miles de civiles. Como de costumbre, la emisión incluyó a un portavoz del UNSC que negó rotundamente que las campañas militares fueran vacilantes. Pero Avery sabía los hechos: la insurrección había cobrado más de un millón de vidas; los ataques rebeldes se estaban volviendo más efectivos, y las represalias del UNSC se volvían más duras. Era una horrible guerra civil que no estaba mejo-rando.

Uno de los residentes en la sala de recreo, un hombre negro con cara arru-gada y una corona de pelo gris áspero, vio a Avery y frunció el ceño. Le su-surró algo a una mujer blanca en una voluminosa bata, reposando en una silla de ruedas a su lado. Pronto todos los residentes que no tenían problemas de audición o de vista para ver el uniforme de Avery, estaban asintiendo con la cabeza y examinándolo –algunos con respeto, otros con desdén. Avery casi se había puesto su ropa de civil en el transporte para evitar precisamente ese tipo de reacción incomoda. Pero al final había decidido seguir con su uniforme azul por causa de su tía. Ella había esperado mucho tiempo para ver a su sobrino regresar a casa reluciente.

El ascensor era aún más caliente que el vestíbulo. Pero dentro del aparta-mento de su tía el aire era tan helado que Avery podía ver su aliento.

–¿Tía? –llamó, dejando caer sus bolsos en la alfombra azul notoriamente gastada de su sala de estar.

Las botellas de whisky fino, que había comprado en el puerto espacial se golpearon entre su cuidadosamente doblado uniforme. No sabía si los médicos de su tía le estaban haciendo dejar la bebida, pero sabía lo mucho que le gusta-ba un ocasional julepe de menta.

–¿Dónde estás? No hubo respuesta. La pared con estampado de flores de la sala de estar estaba cubierta con

cuadros. Algunos eran muy antiguos –parientes de su tía, muertos hacía mucho y de los que ella solía hablar como si los hubiera conocido personalmente. La mayoría de los marcos tenían imágenes holográficas fijas: imágenes tridimen-sionales de la vida de su tía. Él vio su favorita, el de su tía adolescente parada a la orilla del Lago Michigan en un traje de baño a rayas y un sombrero ancho de

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paja. Ella hacía muecas ante la cámara y a su portador, el tío de Avery, quien había muerto antes de que él naciera.

Pero había algo mal con las imágenes; parecían extrañamente desenfoca-das. Y cuando Avery dio un paso por el estrecho pasillo hacia el dormitorio de su tía y pasó sus dedos por las cubiertas de vidrio de los marcos, se dio cuenta de que estaban cubiertos con una fina capa de hielo. Avery frotó una mano contra una gran imagen holográfica cerca de la puerta de la puerta del dormito-rio, y la cara de un niño apareció por debajo del hielo. Una versión más joven de sí mismo le devolvía la mirada. Sonrió, recordando el día en que su tía había capturado la imagen: su primer día de iglesia. Limpiando el resto, su mente se inundó de recuerdos: el sofocante cuello de su blanca y recién almi-donada camisa Oxford; el olor de la cera, abundantemente aplicada para en-mascarar los rasguños en sus demasiado grandes, zapatos de punta de ala.

Al crecer, la ropa de Avery casi siempre era ropa usada de primos lejanos que siempre fueron demasiado pequeños para su estatura, y sus anchos hom-bros. “Así como deben ser”, le había dicho su tía, sonriendo, levantando nue-vas piezas de su vestuario para inspeccionarlos. “Un niño no es un niño si no arruina su ropa”. Pero remendando y costurando su tía siempre se había asegu-rado de que Avery se viese bién, especialmente para ir a la iglesia.

“Ahora te ves guapo” había susurrado su tía el día que había tomado la imagen congelada. Entonces cuando ató el pequeño nudo de cachemira: “Tanto como tu madre. Tanto como tu padre” una referencia, a sus progenitores, que Avery no había comprendido. No había fotos de sus padres en la vieja casa de su tía, y tampoco había ninguna en su apartamento actual. Y aunque ella nunca dijo ni una sola vez nada desagradable de ellos, estas agridulces comparacio-nes habían sido sus únicas alabanzas.

–¿Tía? ¿Estás ahí dentro? –preguntó Avery, golpeando suavemente en la puerta de su dormitorio. Otra vez, no hubo respuesta.

Recordó el sonido de voces altas detrás de las otras puertas cerradas –el fu-rioso final del matrimonio de sus padres. Su padre había dejado a su madre tan angustiada que ella ya no podía cuidar de sí misma, y muchos menos a un activo niño de seis años de edad. Dio una última mirada a la holo imágen: calcetines de rombos debajo de unos prolijos pantalones; una sonrisa impertur-bable, no menos sincero por la frase de su tía.

Entonces abrió la puerta de su dormitorio. Si el salón se había sentido como un refrigerador, el dormitorio era un con-

gelador. El corazón de Avery le cayó hasta estómago. Pero no fue hasta que vio la línea de dieciséis cigarrillos espaciados uniformemente que Avery supo con seguridad que su tía estaba muerta.

Miró su cuerpo, tieso como una tabla debajo de capas de frazadas de cro-chet y acolchados, el sudor detrás de su cuello se congeló. Entonces se acercó

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a los pies de la cama y se sentó en un gastado sillón donde se quedó, con la espina apoyada contra del frío, por casi una hora hasta que alguien abrió la puerta del apartamento.

–Es aquí –murmuró uno de los enfermeros del complejo mientras camina-ban por el pasillo. Un hombre joven con mentón hundido y pelo rubio hasta los hombros se asomó al dormitorio.

–¡Jesús! –saltó hacia atrás, cuando vio a Avery– ¿Quién eres tú? –¿Cuantos días? –preguntó Avery. –¿Qué? –¿Cuantos días ha estado tumbada ella aquí? –Escucha, al menos si supiera... –Soy su sobrino –gruñó Avery, con los ojos fijos en la cama–. ¿Cuantos

días? El enfermero tragó saliva. –Tres –luego en un torrente nervioso–, mira, hemos estado ocupados, y ella

no tenía ningún... quiero decir que nosotros no sabíamos que tenía algún pa-riente en el sistema. El apartamento está en automático. Bajó a cero en el mo-mento en que ella… –el enfermero se apagó cuando Avery le lanzó una mira-da.

–Llévensela –dijo Avery rotundamente. El enfermero hizo señas a su ayudante, su regordete compañero encogido

en el pasillo detrás de él. Rápidamente los dos hombres colocaron su camilla junto a la cama, quitaron las ropas de cama, y suavemente movieron el cuerpo.

–Los registros dicen que era evangelista –el enfermero rebuscó las correas de la camilla– ¿Es correcto eso?

Pero la mirada de Avery había vuelto a la cama, y no respondió. Su tía era tan frágil que su cuerpo dejó solo una débil impresión en el

colchón de espuma. Ella era una mujer pequeña, pero Avery recordó que tan alta y fuerte le había parecido cuando los servicios sociales de la Zona lo deja-ron en su casa –una montaña de amor maternal sustituto y disciplina en sus cautelosos ojos de seis años de edad.

–¿Cuál es su dirección COM? –continuó el delgado enfermero–. Yo te daré el nombre de la central de procesamiento.

Avery sacó las manos de los bolsillos y las colocó sobre su regazo. El en-fermero en cuclillas notó que los dedos de Avery se apretaron en forma de puño y tosió, una señal a su compañero de que aquel sería un buen momento para retirarse. Los dos hombres giraron la camilla de un lado a otro hasta que apuntó afuera del dormitorio, y entonces salieron ruidosamente por el pasillo hacia la puerta.

Las manos de Avery se sacudieron. Su tía se había estado tambaleando al borde de la enfermedad durante algún tiempo. Pero en su reciente correspon-

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dencia COM, ella le dijo que no se preocupara. Al escuchar eso, quiso tomar sus vacaciones inmediatamente, pero su oficial al mando le había ordenado dirigir una misión más. Avery maldijo. Mientras su tía estaba muriendo, él estaba atado a un Hornet, circulando el restaurante Jim Dandy a años luz de distancia.

Avery saltó de la silla, caminó rápido hacia su bolso, y sacó uno de los quintos de ginebra. Agarró el saco de su uniforme y colocó la botella de vidrio dentro de un bolsillo interior. Un momento después, estaba fuera de la puerta del apartamento.

–‘Dog and Pony’ –preguntó Avery a la computadora de hospitalidad en el camino hacia el vestíbulo–. ¿Todavía esta en el negocio?

–Abierto diariamente hasta las cuatro AM –la computadora respondió a través de un pequeño altavoz en el panel de selección de piso del ascensor–. Las damas no pagan. ¿Debo llamar un taxi?

–Caminaré –Avery giró el tapón de la ginebra y bebió un trago generoso. Luego añadió para sí mismo–. Mientras aún pueda...

La botella sólo duró una hora. Pero eran fáciles de encontrar otras, una no-che de beber se convirtió en dos, luego en tres.

‘Gut Check’, ‘Rebound’, ‘Severe Tire Damage’ eran los nombres de los clubes llenos de civiles deseosos del dinero de Avery pero no de las historias incoherentes de cómo lo había ganado –a excepción de una chica en un escena-rio poco iluminado en un club en Halsted Street.

La bella pelirroja era tan buena pretendiendo escuchar que a Avery no le importaba pretender que no tenía nada que ver con la frecuencia con la que había acercado su chip de crédito al lector enjoyado en su ombligo. El dinero hizo relucir su piel pecosa, el olor y una floja sonrisa, hasta que una mano áspera cayó en el hombro de Avery.

–Guarda tus manos, soldadito –advirtió un guardia, su voz se levantaba por encima de los golpes de la música del club.

Avery apartó la mirada de la chica, con la espalda arqueada encima del es-cenario. El guardia era alto y tenía una barriga tal que su apretada y negra camisa con cuello de tortuga apenas podía contener. Sus fuertes brazos estaban en realidad rellenos con una engañosa capa de grasa. Avery se encogió de hombros.

–Yo pague. –No para tocar –el guardia se burló con una sonrisa, revelando dos incisi-

vos de platino–. Este es un establecimiento con clase. Avery intentó alcanzar una mesa redonda entre sus rodillas y el escenario. –¿Cuánto? –pregunto, alzando su chip de crédito. –Quinientos. –Púdrete.

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–Como dije, clase. –Ya gasté mucho… –murmuró Avery. Su sueldo del UNSC era modesto y

la mayoría había ido a ayudar en el apartamento de su tía. –¿Aaah, lo ves? –el guardia señalo con el dedo pulgar a la chica. Ella se

deslizaba lentamente hacia atrás en el escenario. Su sonrisa ahora era un gesto preocupado–. Tienes que hablar educadamente, soldadito –el guardia apretó el hombro de Avery–. Ella no es una de esas zorras a las que estas acostumbrado en Epsi.

Avery estaba cansado de la mano del guardia. Estaba cansado de ser llama-do soldadito. Pero tener un civil insultándolo, ¿alguien que no tenía idea de lo todo lo que había visto en el frente contra la insurrección? Esa fue la última gota.

–Déjame ir – gruñó Avery. –¿Vamos a tener un problema? –Todo depende de ti. Con su mano libre, el guardia alcanzó y sacó una barra de metal de su cin-

turón en la espalda. –¿Por qué no salimos tu y yo? –con un movimiento de muñeca, la barra

doblo su longitud y reveló una punta electrificada. Era un ‘humillante’ dispositivo de aturdimiento. Avery había visto interro-

gadores de la ONI torturando a prisioneros con esas cosas. Sabía cuán debili-tantes eran, y aunque Avery dudó que el guardia tuviera tanta habilidad con él como los espectros de la ONI, no tenía intención de acabar en una pelea alre-dedor en un charco de su propia orina en el piso de ese establecimiento de clase. Avery tomó su bebida apoyada en el centro de su mesa.

–Estoy bien aquí. –Escucha, soldado hijo de... Pero la distancia entre Avery y él era engañosa. A medida que el guardia se

inclinó hacia delante para arremeter, Avery agarró la muñeca del hombre y la puso sobre su hombro. Luego la sacudió hacia abajo, rompiéndole el brazo a la altura del codo.

La chica en el escenario gritó cuando un hueso irregular atravesó la camise-ta del guardia, salpicando sangre en su cara y cabello.

Cuando el guardia gritó y cayó de rodillas, dos de sus compañeros –con vestimenta y apariencia similar-- corrieron hacia él, volcando sillas en su ca-mino. Avery se levantó y se volteó a su encuentro. Pero estaba más borracho de lo que esperaba, y recibió un golpe de apertura en el puente de su nariz, que se rompió mandando su cabeza atrás y enviando su propia sangre en arco hacia el escenario.

Avery se tambaleo hacia atrás en los aplastantes brazos de los guardias. Pe-ro a medida que lo llevaban afuera de la puerta trasera del club, uno de ellos

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resbaló en la escalera metálica que conducía al callejón. En ese momento, Avery fue capaz de girar libre, entregar un golpe mucho más duro que el que había recibido, y se alejó tambaleandose del ruido de las sirenas acercándose antes de que un par de sedanes azules y blancos depositaran cuatro de los más finos de la Zona en las puertas del club.

Tropezando a lo largo de las atestadas aceras de Halsted, su uniforme de gala ahora tan sucio como un uniforme de campo de batalla, Avery huyó a un espacio angosto y sucio a un lado de uno de los soportes de metal remachado de la línea de levitación magnética local, un reutilizado doblete del viejo tren elevado de Chicago, siendo aún reconocible a pesar de siglos de apuntalamien-to. Avery metió una bolsa verde de plástico para basura entre él y el elevador y se instaló y se dejó caer en sueños.

“Hasme sentir orgullosa, has lo correcto”. Esa fue la instrucción que le dio su tía el día en que se enlistó, alcanzando con sus pequeños pero fuertes dedos su barbilla de diecinueve años de edad. “Conviértete en el hombre que yo sé que puedes ser”.

Y Avery lo intentó. Había dejado la Tierra listo para luchar por ella y por gente como su tía –inocentes vidas que el UNSC le había convencido de que estaban amenazadas por hombres hostiles pero por otro lado idénticos a él. Asesinos. Rebeldes. El enemigo. ¿Pero dónde estaba el orgullo? ¿Y en qué se había convertido?

Avery soñó con un niño asfixiándose en los brazos de una mujer con un de-tonador. Imaginó el tiro perfecto que salvaría a todos en el restaurante y a sus compañeros marines. Pero en el fondo sabía que no había tiro perfecto. No había ninguna varita mágica que pudiera detener la insurrección.

Avery sintió un escalofrío que lo despertó de repente. Había sido la ráfaga casi silenciosa de un tren de levitación magnética de pasajeros, que había mo-vido la bolsa de basura, poniendo la espalda de Avery contra la vieja y fría abrazadera. Se inclinó hacia adelante y puso su cabeza entre las rodillas.

–Lo siento –susurró Avery, deseando que su tía estuviera viva para escu-charlo. Entonces su mente colapsó bajo el peso combinado de la pérdida, la culpa y la ira.

* * *

El Teniente Downs cerró la puerta de su sedan azul oscuro con la fuerza su-

ficiente para sacudir el vehículo de bajo barrido en sus cuatro gruesos neumá-ticos. Ya casi había convencido al chico, listo para enlistarse. Pero entonces los padres se enteraron de sus esfuerzos, y todo se vino abajo. Y si no hubiera sido por su uniforme, el padre podría haberle dado una paliza. Aunque ya no estaba

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en forma, en su traje azul, el reclutador del Cuerpo de Marines del UNSC todavía tenía una imponente presencia.

Mientras el Teniente reordenaba su lista mental de prospectos –el pequeño grupo de jóvenes hombres que habían mostrado algo de interés en sus frías llamadas y lanzamientos en las esquinas de las calles--, recordó que no era fácil reclutar soldados en tiempos de guerra. Con una guerra tan brutal e impo-pular como la Insurrección, su trabajo era casi condenadamente imposible. Pero a su oficial al mando no le importaba. La cuota de Downs era de cinco nuevos marines por mes. Con menos de una semana para el plazo aún no había encontrado ni siquiera uno.

–Tienes que estar bromeando… –el Teniente hizo una mueca cuando rodeó la parte trasera de su sedán. Alguien había usado una lata de spray de pintura roja para escribir ‘INNIES AFUERA’ en el parachoques del vehículo.

Downs se alisó el corto cabello. Era un eslogan cada vez más popular, un grito de guerra para los ciudadanos más liberales del mundo núcleo que creían que la mejor manera de terminar la matanza en Epsilon Eridanus era simple-mente dejar ir al sistema, los militares debían abandonarlo y darle a los Insu-rreccionistas la autonomía que deseaban.

El Teniente no era un político. Y mientras dudaba que el liderazgo de las Naciones Unidas apaciguaría alguna vez a los Innies, sabía algunas cosas con certeza: La guerra continuaba, el Cuerpo de Marines era una fuerza voluntaria, y él tenía solo unos días para cubrir su cuota antes de que alguien con mucho más rango que él tomara otro mordisco de su ya masticado trasero.

El Teniente abrió el maletero del sedán, y tomó su gorra y portafolio. Cuando el maletero se cerró automáticamente detrás de él, se dirigió hacia el centro de reclutamiento, que solía ser un local de la zona comercial al norte del viejo Chicago. Cuando se acercaba a la puerta, vio a un hombre desplomado contra ésta.

–48789-20114-AJ –murmuró Avery. –Dilo de nuevo – pidió Downs. Podía reconocer un número de serie del UNSC cuando lo escuchaba. Pero

el Teniente todavía no había aceptado del todo que el borracho afuera de su oficina era un Sargento del Cuerpo de Marines indicado por las cuatro franjas de oro en la manga de su sucio uniforme.

–Es válido – dijo Avery, levantando la cabeza de su pecho–. Revísalo. El Teniente se enderezó. No estaba acostumbrado a recibir órdenes de un

oficial no comisionado. Avery eructó. –Estoy ausente sin permiso oficial. Setenta y dos horas. Eso llamó la atención de Downs. Abrió su portafolios, sosteniéndolo con su

brazo doblado y retiró su tableta COM.

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–Dímelo una vez más –pidió, insertando el número de serie de Avery con rápidos pinchazos de su dedo índice.

Unos segundos después el registro de servicio de Avery apareció en la pan-talla. Los ojos del Teniente se abrieron cuando una larga serie de citas y men-ciones meritorias del campo de batalla aparecieron en cascada en la pantalla monocromática. ORION, KALEIDOSCOPE, TANGLE-WOOD, TREBU-CHET. Docenas de programas y operaciones, la mayoría de los cuales Downs nunca había oído hablar. Adjuntado al archivo de Avery había un mensaje de prioridad del FLEETCOM (Comando de la Flota), los cuarteles de la Marina y el Cuerpo de Marines en Reach.

–Si no tienes permiso para esto, parece que a nadie le importa –Downs pu-so el dispositivo COM de vuelta en su portafolio–. De hecho, me complace informarte que tu solicitud de transferencia fue aprobada.

Por un momento, los cansados ojos de Avery brillaron con sospecha. No había solicitado ninguna transferencia. Pero en su atontado estado actual, cual-quier cosa sonaba mejor que ser enviado de vuelta a Epsilon Eridanus. Sus ojos se oscurecieron una vez más.

–¿A donde? –No dice. –Siempre que sea tranquilo – murmuró Avery. Dejo caer su cabeza contra la puerta del centro de reclutamiento. Justo en-

tre las piernas de un infante de marina con traje de batalla en un poster pegado en el interior de la puerta que decía: ‘AGUANTAR. LUCHAR. SERVIR’. Avery cerró sus ojos.

–¡Hey! –dijo Downs ásperamente–. No puedes dormir aquí, Marine. Pero Avery ya estaba roncando. El Teniente hizo una mueca, levantó uno

de los brazos de Avery con su hombro, y lo llevó al asiento trasero de su sedán.

Cuando Downs regresó del estacionamiento del centro comercial al pesado tráfico del mediodía, se preguntó si haber encontrado a un héroe de guerra ausente era tan bueno como conseguir a cinco nuevos reclutas –si sería sufi-ciente para mantener a su oficial al mando contento.

–Puerto espacial de los Grandes Lagos –ladró a su sedán–. Ruta más rápi-da.

Un mapa holográfico se materializó en la superficie interna del parabrisas curvado del sedán, Downs movió la cabeza. Si tan solo pudiera tener tanta suerte.

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Capítulo Tres 23ava Era de la Duda. Destacamento de misioneros Covenant, cerca del sistema Epsilon Indi Mirando los apilados contenedores de fruta madura de la nave alienígena, a

Dadab se le comenzó a hacer agua la boca. Rara vez había visto manjares tales, y mucho menos tuvo la oportunidad de comerlos. En el Covenant, la unión de las especies a la que pertenecía Dadab, su especie, los Unggoy, se encontraba muy abajo en la jerarquía. Estaban acostumbrados a pelear por las sobras. Pero no estaban solos.

Cerca de la base de una de las pilas de cajas, tres Kig-Yar se peleaban por un revoltijo de melones especialmente jugosos. Dadab trató de pasar desaper-cibido junto a las reptilianas criaturas. A pesar de que tenía el rango de Diáco-no en la nave Kig-Yar, Minor Transgression, su tripulación no estaba del todo feliz con ello. En el mejor de los casos las dos especies mantenían una tensa alianza. Pero después de un largo viaje con cada vez menos suministros –si no hubieran estado en la nave alienígena saqueando el cargamento--, Dadab creía que los Kig-Yar hubieran hecho una comida con él en su lugar.

Un pedazo de melón voló por el aire y golpeó el lado de la cabeza de color gris azulado de Dadab con un golpe húmedo, manchando con jugo su túnica naranja. Al igual que el resto de su cuerpo, la cabeza de los Unggoy estaba cubierta con un exoesqueleto rígido, y el golpe no le dolió en lo más mínimo. Pero los tres Kig-Yar estallaron en risas estridentes de todos modos.

–¡Una ofrenda para su santidad! –se burló uno de ellos con dientes afilados como dagas.

Éste fue Zhar, el líder de la pequeña pandilla de los tripulantes –fácilmente distinguible de los otros dos por la longitud y profundo color rosa de las espi-nas largas y flexibles que nacían de la parte posterior de su estrecho cráneo.

Sin perder velocidad Dadab soltó un sonoro bufido, desprendiendo trozos de la cáscara de la fruta, que se habían metido en una de las rejillas de ventila-ción circulares de una máscara que le cubría su respingada nariz y ancha boca. A diferencia de los Kig-Yar, que estaban muy a gusto en el ambiente rico en oxígeno de la nave alienígena, los Unggoy respiraban metano. El gas llenaba un tanque piramidal en la espalda de Dadab, y llegaba a su máscara a través de tubos integrados en el arnés del hombro del tanque.

Más pedazos de melón volaron hacia Dadab. Pero ya había dejado a los Kig-Yar, y no hizo caso de los proyectiles pegajosos que golpearon contra su tanque. Molestos por su desinterés, los lanzadores volvieron a su pequeña disputa.

La Minor Transgression era parte de la vasta flota de naves misioneras del Ministerio Covenant de la Tranquilidad, buques responsables de la exploración

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de los límites del espacio controlado por el Covenant. Diácono era el más bajo rango del Ministerio, pero también era la única posición abierta a la especie de Dadab, uno de los pocos trabajos que un Unggoy podía conseguir que no im-plicara trabajo manual pesado o arriesgar sus vidas en batalla.

No cualquier Unggoy podía calificar para un Diaconado, y Dadab lo había logrado, porque era más inteligente que la mayoría, más capaz de entender los Santos Mandamientos del Covenant y ayudar a explicar estas leyes a los de-más.

El Covenant no era solo una alianza política y militar. Era una unión reli-giosa en la que todos sus miembros juraban lealtad a sus supremos líderes teocráticos, los Profetas, y su creencia en el potencial trascendente de antigua tecnología –reliquias dejadas atrás por una raza desaparecida de alienígenas conocidos como Forerunners. El descubrimiento de estos trozos dispersos de tecnología era la razón por la que la Minor Transgression estaba en el espacio profundo, a cientos de ciclos del hábitat Covenant más cercano.

Como Diácono, era responsabilidad de Dadab asegurarse de que los Kig-Yar seguían todos los Mandamientos aplicables, mientras ellos se ocupaban de su búsqueda. Desafortunadamente, desde que habían abordado la nave aliení-gena, la tripulación había sido cualquier cosa menos obediente.

Murmurando dentro de su máscara, Dadab pasó por una hilera de contene-dores. Algunos de ellos habían sido abiertos con garras, y tuvo que saltar por encima de la fruta a medio masticar que los Kig-Yar habían dejado en su prisa por probar todos los manjares de la embarcación. Dadab dudaba que algúno de los contenedores contuviera objetos de interés para los Profetas. Sin embargo, como Diácono, se suponía que supervisara la búsqueda –o por lo menos ofre-cer una bendición– especialmente si se trataba de objetos pertenecientes a alienígenas hasta el momento desconocidos por el Covenant.

Tan concentrados como estaban los Profetas en buscar reliquias, tambien estaban siempre dispuestos a añadir nuevos adeptos a su fe. Y a pesar de que la tarea era técnicamente responsabilidad del Ministerio de la Conversión, Dadab era el único funcionario religioso presente, y quiso asegurarse de que seguía todos los procedimientos pertinentes.

El Diácono sabía que con un buen desempeño, podría garantizarse una pos-terior promoción. Y desesperadamente quería dejar la Minor Transgression y conseguir una posición su trabajo no fuese ser niñera de uno puñado de reptiles bípedos. Más que nada, el Diácono quería predicar –algún día convertirse en un líder espiritual para los Unggoy menos afortunados que él. Era un noble y dificil objetivo, pero como la mayoría de los verdaderos creyentes, la fe de Dadab estaba impulsada por grandes cantidades de esperanza.

Al final de la fila de contenedores había un ascensor mecánico que se le-vantaba por la pared del carguero. Dadab subió a la plataforma del ascensor y

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examinó sus controles. Levantando uno de sus dos brazos espinosos, pulsó un botón que parecía indicar hacia arriba, entonces gruño felizmente conforme el ascensor comenzó a sacudirse hacia arriba contra la pared.

Un estrecho pasillo conducía desde la parte superior del ascensor a la arrui-nada unidad de propulsión de la nave. Dadab captó el olor de algo asqueroso, y pisando cuidadosamente a través de una puerta de mamparo deshabilitó las membranas olfativas de su máscara. La pila de moco fibroso en el centro de la cabina un poco más adelante fue reconocible instantáneamente –allí era donde los Kig-Yar habían elegido defecar.

Con cautela, Dadab deslizó uno de sus pies, planos y de cuatro dedos, a través de los pegajosos resultados del atracón de fruta de los Kig-Yar hasta que chocó con algo metálico: la pequeña caja que había tratado de conversar con los circuitos de comunicación de la Minor Transgression.

Encontrar la nave alienígena había sido pura suerte. La nave Kig-Yar aca-baba de salir de un salto, y se disponía a realizar otro, conduciendo una de sus exploraciones programadas de reliquias, cuando detectó un estallido de radia-ción a menos de un ciclo desde su posición. Al principio la líder Kig-Yar, una hembra Maestra de Nave llamada Chur’R-Yar, había pensado que podían estar bajo ataque. Pero cuando se acercaron a la nave, incluso Dadab podía ver que simplemente había sufrido algún tipo de fallo en su impulsor.

Aun así, Chur’R-Yar quiso asegurarse de que no estuvieran en peligro. Ba-rriendo con los láseres de ataque de la Minor Transgression, ella había freído el motor de la nave y luego envió a Zhar abordo para silenciar la caja, ase-gurándose de que ya no pudiera rogar por ayuda. Dadab temía que Zhar fuera demasiado agresivo y arruinara el dispositivo que podría ayudar a que lo as-cendieran fuera de la nave Kig-Yar. Pero nunca podría revelarle eso a Chur’R-Yar. Había conocido a muchos otros Diáconos Unggoy que se habían encon-trado con “desafortunados accidentes” por similares actos desleales.

Eventualmente, la Maestra de Flota le había dado permiso de recoger la ca-ja –Dadab lo asumió debido a que ella, también había notado la importancia del artículo para el trabajo del Ministerio de la Conversión. Podría haber ido ella misma, por supuesto. Pero cuando Dadab vio el excremento resbalar de la caja y en sus manos, se dio cuenta de que Chur’R-Yar probablemente lo había enviado porque sabía exactamente lo que la recolección de la caja requeriría. Sosteniendo su apestoso premio a cierta distancia, el Diácono se retiró por el pasillo.

Después de evadir otra vez a los Kig-Yar en la bodega, corrió a través de un conducto umbilical a la Minor Transgression. Se apresuró a la suite de metano de la nave (la única habitación constantemente llena con el gas), y entusiasmadamente desató los seguros pectorales de su arnés. Mientras retro-

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cedía en una depresión triangular en una de las paredes de la habitación cua-drada, un compresor ocultó resonó y comenzó a rellenar su tanque.

Dadab salió de su arnés y pasó sus sobredimensionados brazos sobre su pe-cho. Su mandíbula le dolía por el sellado hermético de su máscara. Se lo arrancó y lo arrojó lejos. Pero antes de que la máscara golpeara el suelo, fue interceptada por una extremidad nacarada que brilló de repente en un haz de luz.

Flotando en el centro de la suite estaba un Huragok, una criatura con una cabeza agachada y hocico alargado sostenido por un conjunto de bolsas rosas translúcidas llenas con una variedad de gases. Cuatro extremidades anteriores surgían de su columna vertebral –tentáculos, para ser exactos, uno de los cua-les sostuvo la máscara de Dadab. El Huragok llevó la máscara cerca de una hilera de nodos sensoriales oscuros y redondos a lo largo de su hocico y le dio una minuciosa inspección. Luego flexionó dos de sus tentáculos en un gesto rápido e inquisitivo.

Dadab torció los dedos de una de sus endurecidas manos para comunicarse con la lengua de los Huragok: cuatro yemas de los dedos, mirando directamen-te al pecho del Diácono.

< No, daño. Yo cansado. Usar. > Sus dedos se abrieron y se contrajeron, se doblaron y superpusieron mien-

tras formaban la pose única de cada palabra. El Huragok lanzó un gemido decepcionado de una válvula con apariencia

de esfínter en uno de sus sacos. La emisión lo impulsó pasando a Dadab a un tanque receptáculo donde colgó la máscara en un gancho que sobresalía de la pared.

< ¿Has encontrado el dispositivo? > preguntó el Huragok, volviéndose a Dadab.

El Diácono levantó la caja, y los tentáculos del Huragok temblaron de emoción.

< ¿Puedo tocar lo que veo? > < Tocar, sí, oler, no –respondió Dadab. > Pero el Huragok ya sea no le importaba el hedor residual de los Kig-Yar, o

simplemente no entendió la broma de Dadab. Envolvió el botín alienígena con un tentáculo y con entusiasmo lo llevó a su hocico. Dadab se dejó caer en una plataforma acolchada cerca del dispensador de alimentos autónomo de la suite. Desenrolló una boquilla conectada a un rollo de tubería flexible, lo puso en su boca y comenzó a chupar. Pronto, un lodo poco apetecible, pero nutritivo bajó por el tubo hasta su garganta.

Vio el tentáculo del Huragok sobre la caja alienígena, con sus sacos inflán-dose y desinflándose en una expresión… ¿de qué? ¿Impaciencia? Le había tomado al Diácono la mayor parte del viaje comprender el lenguaje de signos

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de la criatura. Sólo podía adivinar las sutilezas emocionales de su hablar vesi-cal.

De hecho, le había costado muchos ciclos sólo aprender el nombre del Huragok: ‘Más Ligero Que Otros’.

Dadab sabía lo básico de la reproducción Huragok, o más bien la creación Huragok. Las criaturas fabricaban a sus hijos a partir de materiales orgánicos fácilmente disponibles con la actividad hábil de los cilios de sus tentáculos, los cuales Más Ligero Que Otros estaba usando para perforar un agujero limpio en la caja alienígena. Era un proceso realmente fantástico, pero lo que Dadab encontraba más inusual era que el paso más difícil para los padres Huragok era hacer sus creaciones perfectamente flotantes –llenarlos con la mezcla correcta y precisa de gases. Como resultado, los nuevos Huragok inicialmente flotarían o se hundirían, y sus padres los nombrarían en consecuencia: Demasiado Pe-sado, Fácil De Ajustar, Más Ligero Que Otros.

Apretando la boquilla con sus dientes, Dadab inhaló por la nariz, inflando sus pulmones hasta su plena capacidad. El metano en la suite era igual de ran-cio que el que llevaba en su espalda, pero se sentía bien respirar sin trabas. Mientras observaba a Más Ligero Que Otros insertar su tentáculo en la caja y cautelosamente explorar en su interior, Dadab recordó una vez más lo mucho que apreciaba la compañía de la criatura.

Había estado con múltiples Huragok en los viajes de entrenamiento que había tomado durante su educación en el seminario del Ministerio. Sin embar-go, se mantenían a distancia, inmersos en sí mismos, y se mostraron singular-mente centrados en mantener sus naves en buen estado de funcionamiento. Es por eso que Dadab había estado un poco más que sorprendido cuando Más Ligero Que Otros había flexionado sus extremidades en su dirección la prime-ra vez que se conocieron –repitió una sola pose una y otra vez hasta que el Unggoy se dio cuenta de que estaba tratando de decir un simple: “¡Hola!”

De repente, Más Ligero Que Otros retiró su tentáculo de la caja –se echó hacia atrás como en shock. Los sacos del Huragok se hincharon y comenzó a agitar sus extremidades en un discurso espástico. Dadab se esforzó por mante-ner el ritmo.

< ¡Inteligencia!... ¡Coordenadas...! ...Indudablemente los alienígenas... ¡In-cluso más que la nuestra! >

< ¡Alto! > interrumpió Dadab, escupiendo la boquilla de comida y ponién-dose en pie. < ¡Repite! >

Con un visible esfuerzo el Huragok obligó a sus tentáculos a rizarse más lentamente. Dadab miraba con sus ojos rápidamente. Finalmente, comprendió la intención de Más Ligero Que Otros.

< ¿Estás seguro? > < ¡Sí! ¡La Maestra de Nave debe ser informada! >

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La Minor Transgression no era una nave grande. Y en la misma cantidad de tiempo que tardó Dadab en reacondicionar su tanque, haciendo su mejor esfuerzo para no arrugar la túnica, él y el Huragok estaban fuera de la suite y bajando por el único pasaje central de la Minor Transgression al puente.

–O se quita la máscara –dijo la Maestra de Nave después de que Dadab re-

portase sin aliento el descubrimiento de Más Ligero Que Otros–, o aprende a hablar con más claridad.

Chur'R-Yar estaba sentada en una elevada silla de comando. Su piel de co-lor amarillo claro era la cosa más brillante en el pequeño y sombrío puente. Dadab tragó dos veces para limpiar algunos lodos residuales de su garganta y empezó de nuevo.

–El dispositivo es un conjunto de circuitos similares a las vías de procesa-miento corriendo a lo largo de nuestra nave.

–Mi nave –intervino Chur'R-Yar. Dadab hizo una mueca. –Sí, por supuesto. No por primera vez, deseó que la Maestra de Nave compartiera el plumaje

espinoso de Zhar; los apéndices cambiaban de color dependiendo del estado de ánimo de los hombres de la especie. Y en ese preciso momento el Diácono estaba desesperado por conocer el nivel de impaciencia de Chur'R-Yar. Pero como todas las hembras Kig-Yar la parte posterior de la cabeza de la Maestra de Nave estaba cubierta con callosidades de color marrón oscuro –piel gruesa, como un mosaico de contusiones que hacían que sus estrechos hombros pare-cieran aún más encorvados de lo que realmente eran.

Dadab decidió jugar a lo seguro e ir directo al grano. –La caja es alguna clase de dispositivo de navegación. Y a pesar de que

está dañada... –el Diácono hizo un gesto furtivo al Huragok, quien se balanceó a un panel de control montado en la pared– todavía recuerda su punto de ori-gen.

Más Ligero Que Otros tecleó con las puntas de sus tentáculos contra los in-terruptores luminosos del panel. Pronto, una representación holográfica tridi-mensional del espacio alrededor de la Minor Transgression se formó sobre un holo-tanque ante la silla de Chur'R-Yar. El tanque era meramente el espacio entre dos lentes de vidrio oscuras: una integrada en un pedestal de platino que urgía del piso y la otra incrustada en el techo del puente. Como la mayoría de las superficies de la nave Kig-Yar, el techo estaba cubierto con una lámina de metal morado que, capturando la luz del holograma, mostraba un patrón hexa-gonal más oscuro –una red de berilio subyacente.

–Estábamos aquí –comenzó Dadab cuando un triángulo rojo representando la nave Kig-Yar apareció en la proyección– cuando registramos la fuga de

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radiación de la nave alienígena –a medida que continuaba, la proyección (con-trolada por Más Ligero Que Otros) se desplazó y se amplió, mostrando iconos adicionales según se requería–. Aquí es donde hicimos contacto. Y ahí es don-de Más Li... donde su Huragok cree que la nave inició su viaje.

La Maestra de Nave clavó uno de sus globosos ojos color rojo rubí en el sistema resaltado. Estaba fuera de la asignación misionera que el Ministerio le había encargado patrullar, más allá de la frontera del espacio Covenant, aunque Chur'R-Yar sabía que era una herejía sugerir un límite. Los profetas creían que los Forerunners una vez tuvieron dominio sobre toda la galaxia, por lo que cada sistema era terreno sagrado –potenciales depósitos de importantes reli-quias.

–¿Y su destino? –preguntó Chur'R-Yar, sacudiendo su larga lengua contra la parte superior de su boca en forma de pico.

Una vez más el Diácono hizo señas al Huragok. La criatura gimió desde sus sacos y sacudió dos de sus extremidades.

–Me temo que esos datos se han perdido –respondió Dadab. La Maestra de Nave cerró sus garras sobre los brazos de su silla. Odiaba

que el Unggoy hubiera aprendido el lenguaje del Huragok –que el Diácono sirviera de intermediario entre ella y un miembro de su tripulación. No por primera vez, consideró perder al Diácono en una esclusa de aire. Pero mirando el sistema inexplorado, se dio cuenta de que el pequeño succiona-gas se había vuelto repentinamente muchísimo más útil.

–¿Alguna vez le dije lo mucho que aprecio su buen consejo? –preguntó la Maestra de Nave, relajándose en su silla– ¿Qué sugiere usted que le digamos al Ministerio?

El arnés de Dadab comenzó a irritarle alrededor de su cuello. Luchó contra el deseo de rascarse.

–Como en todos los asuntos, seguiré la recomendación de la Maestra de Nave –Dadab eligió sus palabras con sumo cuidado. No era frecuente que Chur'R-Yar le hiciera una pregunta, y por supuesto, nunca le había pedido su opinión–. Estoy aquí para servir, y al hacerlo, honrar la voluntad de los Profe-tas.

–¿Tal vez deberíamos esperar a hacer nuestro informe hasta después de que hayamos tenido la oportunidad de examinar el sistema alienígena? –reflexionó Chur'R-Yar–. ¿Dar a los Santos tanta información como podamos?”

–Estoy seguro de que el Ministerio... apreciaría el deseo de la Maestra de Nave de dar el testimonio más completo de este importante descubrimiento.

Dadab no había dicho “aprobar”, pero si la hembra Kig-Yar quería llevar su nave fuera del curso asignado, Dadab no podía detenerla. Era, después de todo, la Maestra de Nave. Pero el Diácono tenía otra razón, más personal para ello. Si encontraban algo de valor en el inexplorado sistema, sabía que esto

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sólo ayudaría a acelerar su promoción. Y para lograrlo, Dadab estaba dis-puesto a doblar algunas reglas.

«Después de todo...» pensó «los retrasos de comunicación ocurren todo el tiempo».

–Una excelente recomendación –la lengua de Chur'R-Yar pasó entre sus afilados dientes–. Estableceré un nuevo curso –luego, con un giro superficial de su cabeza–, tal vez podríamos “Seguir sus pasos...

–...Y no olvidar El Sendero” –respondió el Diácono, completando la bendi-ción.

La oración honraba el paso a la divinidad de los Forerunners –el momento en que activaron sus siete misteriosos anillos de Halo y desaparecieron de la galaxia, sin dejar a nadie de su especie atrás. De hecho, esta creencia de que uno podía convertirse en un Dios, siguiendo los pasos de los Forerunners, era el eje central de la religión Covenant. Un día, los profetas habían anunciado a sus fieles hordas, “¡Encontraremos los Anillos Sagrados! ¡Descubriremos los verdaderos medios de la trascendencia de los Forerunners!”

Dadab, y billones de sus compañeros Covenant, creyeron en ello absoluta-mente.

El Diácono se alejó de la silla de comando de la Maestra de Nave, indicán-dole a Más Ligero Que Otros que le siguiera. Se giró tan elegantemente como su tanque de metano le permitía y luego trotó pasando la puerta deslizante automática del puente.

–Zealot –susurró la Maestra de Nave cuando las dos mitades anguladas de la puerta se cerraron. Ella tocó un interruptor holográfico en el apoyabrazos de su silla que controlaba el equipo de señal de la nave–. Regresen de una vez. Traigan sólo lo que puedan cargar.

–Pero Maestra de Nave –La voz de Zhar crujió desde su silla–, toda esta comida podría...

–¡Vuelvan a sus estaciones! –gritó Chur'R-Yar, su paciencia se había ago-tado con el Diácono– ¡Dejen todo atrás! –la Maestra de Nave dio al interruptor un furioso golpe. Luego, con un roce de su lengua que sólo ella podía escu-char:

–Pronto encontraremos mucho, mucho más.

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Capítulo Cuatro 21 de Diciembre de 2524 Sistema Epsilon Indi, planeta colonial Harvest, Colonia del UNSC Durante su deslizamiento desde la Tierra, la computadora en la bahía-

criogénica de la corbeta de ataque rápido del UNSC Two for Fliching llevó a Avery a través de un largo, letargo cíclico. A petición suya, los circuitos per-mitían a Avery disfrutar de periodos de descanso anabólico, brindándole pro-fundos sueños REM tan breves e infrecuentes como le fueran posibles. Todo esto se llevaba a cabo ajustando cuidadosamente la atmósfera cerca del punto de congelación de la vaina criogénica de Avery, y con la prudente aplicación intravenosa de drogas –fármacos que controlaban la frecuencia y duración de los ciclos de somnolencia del sujeto e influenciaba el contenido de sus sueños.

Pero sin importar la cantidad de medicamentos que Avery recibía antes de ser congelado, siempre soñaba exactamente lo mismo: la peor de sus misiones en contra de los insurreccionistas, una serie de imágenes instantaneas culmi-nando en cualquier operación que hubiera completado recientemente.

Aunque los sangrientos detalles de estas misiones fueron cosas que Avery hubiera preferido experimentar sólo una vez, el verdadero horror de sus sueños era la sensación de que había cometido más mal que bien. La voz de su tía hizo eco en su cabeza...

“Haz que me sienta orgullosa, haz lo correcto”. La computadora criogénica observó un aumento en la actividad del cerebro

de Avery –un esfuerzo por salir del REM– y aumento la dosis. La UNSC Two for Flinching acababa de salir del Slipspace y trazaba un vector hacia su desti-no. Era tiempo de que la computadora iniciara el deshielo de Avery y era el procedimiento operativo estándar mantener a los sujetos durmiendo durante toda la secuencia.

Los medicamentos hicieron su efecto, y Avery se hundió profundamente. Y las imágenes mentales siguieron desarrollándose en su cabeza.

Un transportador coleaba en una zanja en la orilla del camino, con humo eructando de su motor de combustión. Una primera ronda de aplausos de otros marines en un puesto de control, hizo pensar a Avery que había eliminado a un rebelde a punto de hacer explotar el lugar. Entonces, la realización de que sus dispositivos ARGUS habían funcionado mal –y que el conductor muerto del camión no había hecho más que recoger la carga equivocada.

Avery había estado fuera del campote entrenamiento por unos meses. Y la guerra ya se había recrudecido.

Si escuchaban la propaganda cuidadosamente distribuida del UNSC, los In-surreccionistas eran todos del mismo tipo de manzana podrida: después de dos siglos de causa común, grupos aislados de desagradecidos colonos comenzaron

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a alborotarse para reclamar más autonomía, por la libertad de actuar para sus propios intereses en sus mundos particulares, y no por los del imperio en gene-ral.

En un principio, habían habido considerables números de personas que sentían simpatía por la causa. Los rebeldes estaban comprensiblemente cansa-dos de que les dijeran cómo vivir sus vidas –qué trabajos tomar, cuántos niños tener– por parte de los burócratas de la CA7 del UNSC, la frecuente mano dura del gobierno basado en la Tierra con un entendimiento cada vez más pobre de los desafíos únicos que representaba cada colonias. Pero esa simpatía se eva-poró rápidamente cuando (después de años de negociaciones frustrantes que no llegaban a ninguna parte) las facciones rebeldes más radicales cambiaron la política por la violencia. Al principio atacaron objetivos militares y conocidos simpatizantes de la CA. Pero a medida que el UNSC inició sus operaciones de contra-insurgencia, más y más gente inocente quedó atrapada en el fuego cru-zado.

Como un recluta inexperto, Avery no había entendido por qué la Insurrec-ción no se había encendido en los sistemas externos como Cygnus, donde los colonos estaban unidos por la creencia y la etnia compartida –una de las prin-cipales razones del colapso del viejo sistema de estados de la Tierra antigua y el aumento de poder de las Naciones Unidas como fuerza unificadora. En su lugar, la lucha había estallado justo donde el UNSC estaba mejor equipado para detenerlo: Epsilon Eridanus, el sistema más poblado y cuidadosamente administrado fuera del Solar.

Con todos los recursos a su disposición en ese sistema, Avery se pregunta-ba por qué el UNSC no había sido capaz de pacificar a los rebeldes antesd e que la situación se le fuera de las manos. Con el FLEETCOM en Reach, las universidades y tribunales de justicia en Circumstance, y las zonas industriales en Tribute, ¿cómo era posible que estas poderosas instituciones y motores de la prosperidad económica no pudieran surgir con un plan provechoso para ambas partes? A medida que la guerra se prolongó; Avery comenzó a darse cuenta de que todos estos recursos eran exactamente el problema: en Epsilon Eridanus, el UNSC tenía demasiado que perder.

Avery se estremeció en reacción al incremento de temperatura de su cuer-po, y también por las imágenes que se aceleraban en su cabeza...

Marcas de disparos y grietas en las paredes de una casa. Una explosión sorpresiva. Cuerpos esparcidos alrededor del ardiente y desgarrado transporte blindado a la cabeza de un convoy. Sutiles destellos desde los tejados. Una carrera para ponerse a cubierto en medio de la carnicería. Rebotes y transmi-siones de radio. Columnas de humo de fósforo explosivo arrojado por aviones

7 Administración Colonial.

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teledirigidos. Mujeres y niños corriendo de casas en llamas, dejando huellas en la sangre espesa como el caramelo.

Sus ojos se agitaban detrás de sus párpados. Avery recordó las instruccio-nes de su tía una vez más.

“Conviértete en el hombre que sé que puedes ser”. Luchó por mover sus adormecidas extremidades, pero la computadora au-

mentó la dosis y lo mantuvo quieto. El aterrador acto final de su macabro sue-ño no se detendría...

Un concurrido restaurante a un costado de la carretera. Una desesperada mujer rodeada de hombres decididos. El pataleo de un niño asfixiándose. Un padre abalanzándose y el momento en que Avery comenzó a caer, todo reduci-do a una explosión estremecedora y caliente que envió al Hornet dando vueltas hasta el suelo.

Avery despertó y jadeo, exhalando el vapor congelado que llenaba su tubo criogénico. Rápidamente, la computadora inició una purga de emergencia. De alguna manera, y a pesar de haber recibido más de tres veces la cantidad reco-mendada de inductores del sueño, Avery había anulado las etapas finales del deshielo. La computadora tomó nota de la anomalía, cuidadosamente retiro la intravenosa y el catéter de Avery, y abrió la tapa curvada de plástico transpa-rente del tubo.

Avery rodó sobre su codo, se inclinó sobre el borde de su tubo, y tosió –una serie de violentas, y húmedas exhalaciones. A medida que recuperaba el aliento, oyó el golpeteo de pies descalzos sobre el suelo de goma de la bahía. Un momento después una pequeña toalla doblada apareció en su campo de visión.

–Estoy bien –escupió Avery–. Retrocede. –De cero a irritante en menos de cinco segundos –dijo una voz de hombre,

no mucho más viejo que Avery– He conocido gruñones que son más rápidos. Pero eres uno de los mejores.

Avery miró hacia arriba. Como él, el hombre estaba desnudo. Pero su piel era alarmantemente pálida. Su cabello rubio apenas comenzaba a surgir de su cabeza recientemente rapada, como los primeros mechones de seda de una mazorca de maíz. La barbilla del hombre era larga y estrecha. Cuando sonrió, sus delgadas mejillas resoplaron con cierta picardía.

–Healy. Suboficial de primera clase. Médico. Lo cual significaba que Healy era de la armada, y no un marine. Pero pa-

recía bastante amigable. Avery le arrebató la toalla y se limpió su afeitado rostro y barbilla.

–Johnson. Sargento. Healy amplió su sonrisa. –Bueno, al menos no tengo que saludarte.

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Avery sacó las piernas del tubo criogénico y dejo que sus pies soportaran su peso completo sobre el suelo. Su cabeza se sentía hinchada, lista para esta-llar.

Respiró profundamente y trató de dejar atrás la desagradable sensación. Healy se encaminó hacia una puerta de mamparo en el otro extremo de la

bahía. –Vamos, los armarios están por aquí. No sé qué clase de sueños hayas teni-

do. Pero los míos no implican quedarme sentado mirando las bolas de otro sujeto.

Avery y Healy ya vestidos, tomaron sus bolsos, y se reportaron en el mo-desto hangar de la bahía del UNSC Two for Fliching. Las corbetas eran la clase más pequeña de buques de guerra del UNSC y no transportaban a ningún combatiente. De hecho, apenas había espacio suficiente en el hangar para una lanzaderas SKT-138, una versión más grande de los botes salvavidas Bumble-bee9 estándar en toda la flota.

–Siéntense, y sujétense –ladró el piloto del transbordador sobre su hombro

en cuanto Avery y Healy entraron–. La única razón por la que estamos deteni-dos es para descargarlos a ustedes dos.

Avery estibó su bolso y se deslizó en uno de los asientos centrales del SKT-13, tiró de una banda de seguridad retraída sobre sus hombros. El trans-bordador se dejó caer a través de una esclusa en el suelo del hangar y aceleró en la dirección opuesta de la nave.

–¿Alguna vez estuvo en Harvest? –gritó Healy sobre el aullido de los pro-pulsores del transbordador.

Avery estiró su cuello hacia la cabina. –No. Pero él ya había estado. Era difícil recordar exactamente cuándo. No enve-

jeces en el sueño-criogénico, pero el tiempo no se detiene. Avery calculó que había pasado por lo menos tanto tiempo dormido como despierto desde que se había unido a los marines. Pero independientemente de eso, solo había perma-necido en Harvest suficiente tiempo para buscar a su objetivo, planificar el golpe, y reducir el número de funcionarios corruptos de la CA al mínimo. Esa fue su misión de graduación de la Escuela Naval de Guerra Especializada –NavSpecWar– para francotiradores. Pasó con altos honores.

8 Transbordador espacial del UNSC. Usado para transporte de heridos e investigación. 9 Cápsula de escape estándar del UNSC. Mide 10.5 metros de largo. Tiene una capacidad de hasta nueve personas y suficientes suministros para una semana antes de quedarse sin aire y alimentos.

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El interior del transbordador se iluminó y Avery tuvo que entrecerrar sus ojos. A través del panel de la cabina del piloto, Harvest había entrado a la vista. Nubes dispersas revelaban un mundo donde la tierra era mucho más abundante que el mar. Un gran continente lustroso y verde brillaba a través de la atmósfera no contaminada del planeta.

–La primera vez para mí también –dijo Healy–. Estamos en medio de la nada. Pero no está nada mal a la vista.

Avery solo asintió con la cabeza. Como en la mayoría de sus misiones, su golpe en Harvest era clasificado. Y no tenía idea de qué tipo de autorización tenía el médico.

El transbordador viró hacia un destello metálico en el profundo azul de la termósfera de Harvest. Avery se dio cuenta en cuanto se acercaban que se trataba de una estructura orbital –dos arcos plateados suspendidos por encima del planeta. No habían estado ahí en su visita anterior.

Mientras el transbordador se acercaba, Avery vio que los arcos estaban se-parados por miles de kilómetros de hebras doradas –ascensores espaciales que pasaban a través del arco inferior y descendían a la superficie de Harvest. Los puntos en los que los ascensores dividían en dos los arcos, estaban abiertos al vacío, brechas llenas con vigas que a la distancia, semejando delicadas filigra-nas.

–Sujétense –gritó el piloto–. Tenemos tráfico. Con cortas, y sincronizadas ráfagas de sus cohetes de maniobra, el trans-

bordador refinó sus maniobras a través de una de las muchas formaciones de las cápsulas de propulsión que se agrupaban alrededor de la estacion orbital. Avery noto que los diseñadores de las cápsulas no habían hecho ningún es-fuerzo por embellecer sus creaciones; tal vez los motores, pero nada más. Mangueras, tanques, cables –la mayoría de los componentes de las vainas estaban totalmente expuestos. Solamente sus costosas unidades Shaw-Fujikawa se encontraban envueltas con una cubierta protectora.

Mientras el transbordador se acercaba al orbital, giró 180 grados y se co-nectó a una esclusa de acoplamiento. Después de algunos golpeteos metálicos y un silbido de aire, un indicador de luz sobre la escotilla trasera del transbor-dador cambió de rojo a verde. El piloto les hizo a sus pasajeros la señal del pulgar hacia arriba.

–Buena suerte. Atentos con las hijas de esos agricultores. El transbordador se desacoplaría tan pronto como Avery y Healy estuvieran

a salvo dentro del orbital. –Bienvenidos a la Tiara –una respetuosa voz femenina hizo eco desde un

altavoz invisible–. Mi nombre es Sif. Por favor, háganme saber si hay algo que pueda hacer para lograr que su visita sea más confortable.

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Avery desabrochó uno de los bolsillos de su bolso y saco un gorro militar color oliva deslustrado.

–Solo algunas direcciones por favor, señora –se lanzó el gorro sobre la par-te posterior de su cabeza y lo jaló hacia su frente.

–Por supuesto –respondió la IA–. Esta esclusa conduce directamente al camellón. Gire a la derecha y proceda directamente a la estación de acopla-miento número tres. Le haré saber si hace un giro equivocado.

–¿Ya habías hecho mucho CMT? – le preguntó Healy mientras marchaban hacia la estación número tres.

Avery conocía el acrónimo: Colonial Militia Training10, una de las activi-dades más controversiales del UNSC. Oficialmente, el CMT consistía en ayu-dar a los locales a defenderse ellos mismos, entrenando a la población para lidiar con los desastres naturales y la seguridad interna básica, así no tendría porque haber muchos marines en el lugar.

Extraoficialmente, se diseñó para crear fuerzas paramilitares anti-insurreccionistas –aunque Avery se había preguntado muchas veces si real-mente era buena idea darle armas a los colonos en planetas con políticas ines-tables, y entrenarlos para usarlas. En su experiencia, el aliado de hoy podría ser el enemigo del mañana.

–Nunca –mintió Avery. –Así que... –continúo Healy–. ¿Buscas un cambio de ritmo? –Algo así. Healy se hecho a reír y sacudió la cabeza. –Entonces debes de haber tenido una pobre asignación. «No tienes ni idea de la mitad» pensó Avery. El camellón serpenteó a la izquierda, y como Avery pasó frente a una larga

ventana, miró detenidamente hacia afuera de la estación –vio una de las comi-suras afiligranadas que había visto mientras se acercaban con el transbordador. Dos aberturas rectangulares habían sido cortadas en la parte superior e inferior del casco de la estación, dejando las vigas superiores e inferiores a la vista. A través de estas vigas corría la hebra del ascensor número tres de la Tiara.

Avery vio como dos contenedores de carga se elevaban a la vista, llenando la estación. Era difícil ver a través de la ventana, pero logro notar que dos cápsulas de propulsión maniobraban hacia la parte superior de los contenedo-res. Una vez que las cápsulas se acoplaron, los contenedores se elevaron lim-piamente de la Tiara. Entonces invirtieron la polaridad de sus imanes y los dos recién ensamblados cargueros se separaron. De principio a fin, la operación duró menos de treinta segundos. Healy silbó.

–Muy ingenioso.

10 Entrenamiento Militar Colonial

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Avery no discrepó. Los contenedores eran enormes. La coordinación nece-saria para que se movieran en conjunto –no solo en esa hebra, sino en las siete de los ascensores de la Tiara a la vez– era realmente impresionante.

–Giren a la izquierda una vez más y luego diríjanse a la esclusa de aire –dijo Sif. El pasaje que conducía alrededor de la estación era más estrecho que la arteria principal del orbital, y la voz de Sif sonaba muy cerca–. Justo a tiem-po para el cambio de turno.

A un lado de la esclusa de aire había una docena de técnicos de manteni-miento orbital, vestidos de overol blanco con franjas azules en sus brazos y piernas. A pesar de la sonrisa sin escalas de Healy, los técnicos miraron ansio-samente a los dos imprevistos soldados. Avery estaba contento de que el Vagón de Bienvenida –un contenedor pequeño principalmente usado para transportar gran número de colonos inmigrantes desde naves hacia la superfi-cie–, aparecio rápidamente frente a la estación; no estaba de humor para más conversaciones incomodas.

Una alarma sonó y la puerta de la esclusa se abrió. Avery y Healy siguieron a los técnicos a través de un conducto flexible que se extendía como un acor-deón hacia el vagón. Una vez dentro, tiraron sus bolsos dentro de un compar-timiento de almacenamiento debajo de una sección de asientos –dispuestos en tres niveles escarpados contra las cuatro paredes del vagón. El muro opuesto a las butacas elegidas por los soldados estaba ocupado con un gran puerto de visión rectangular.

–¿Todos acomodados? Bien –Sif hablo a través de los altavoces en la silla de Avery mientras él se ajustaba el arnés de cinco puntos del ergonómico asiento. Había gravedad artificial en el orbital, pero una vez que el vagón par-tiera, sería una caída libre–.Espero que disfrute su estancia.

–Oh, me asegurare que lo haga –Healy lució una pícara sonrisa. La alarma sonó por segunda vez, se selló la esclusa de aire del vagón, y

Avery comenzó su descenso. Mientras una pequeña parte de la mente de Sif monitoreaba el progreso del

descenso del Vagón de Avery, otra parte de ella se encontraba en el proyector holográfico de su centro de datos.

–Permítame comenzar diciendo, Señora al-Cygni, cuán agradecida estoy de que eligiera llevar a cabo esta auditoria en persona. ¿Tuvo un buen viaje?

El avatar de Sif lucía una túnica que llegaba hasta sus tobillos, sin mangas, con la matiz entretejida de una puesta de sol. El vestido destacaba su cabello dorado –elegantemente escondido detrás de sus orejas– que caía en mechones hasta la mitad de su espalda. Sus desnudos brazos flexionados ligeramente hacia afuera de sus caderas y esto, combinado con su largo cuello y su barbilla

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levantada, le daban la impresión de una muñeca bailarina lista para elevarse en la punta de sus dedos.

–Productivo –respondió Jilian al-Cygni–. Decidí no ir a criogenia –la mujer se sentó en un pequeño banco ante el proyector, luciendo un aburrido traje gerencial de nivel medio del UNSC: un traje marrón, de unas tonalidades un poco más oscuras que su piel. El destello granate de la insignia DCS en su alto cuello complementaba el tono vino borgoña de su lápiz labial, lo único osten-toso en su tenue apariencia–. Estos días, el desplazarme es la única oportuni-dad que tengo para ponerme al día.

El acento melódico de Al-Cygni era sutil, pero Sif analizó entre sus bancos de memoria y determinó que la mujer probablemente había nacido en Nueva Jerusalén, uno de los dos mundos colonizados en el Sistema Cygnus. A través de micro cámaras incrustadas en las paredes de su centro de datos, Sif vio cómo la mujer ponía una mano en la parte trasera de su cabeza, comprobando las hebillas que mantenían su largo, cabello negro atado en un ajustado rodete.

–Me imagino que el embargo en Eridanus la mantiene ocupada –dijo Sif, asegurándose abrir un poco los ojos de su avatar para que lucieran comprensi-vos.

–Mi número de casos se triplicó en los últimos dieciocho meses –suspiró Al-Cygni–. Y francamente, el contrabando de armas no es especialidad.

Sif puso una mano en su pecho. –Bueno, lamento ser otra carga. Mantendré mi testimonio lo más breve po-

sible, omitiendo el análisis de riesgo en los protocolos de mantenimiento de Madrigal, y saltaré directamente a la...

–En realidad –interrumpió Al-Cygni–. Estoy esperando a alguien más. Sif levantó una ceja. –¿Ah, sí? No me di cuenta. –Una decisión de último minuto. Pensé que podría ahorrar algo de tiempo,

combinando su auditoria con la tuya. Sif sintió sus vías de datos elevando su temperatura. ¿”Su auditoría”? Pero

antes de que pudiera protestar...

<\\> HARVEST.IA.OA.MACK >> HARVEST.IA.ON.SIF (???)

<\ Siento interrumpir. Fue su idea, lo juro. >> ¿QUÉ HACES AQUÍ? <\ Responsabilidades. Tu eres dueña de la caja, yo dueño

de la fruta.

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Sif analizó eso una fracción de segundo. Fue una explicación razonable. Pero si Mack iba a participar en la auditoría, ella debía establecer algunas normas básicas.

>> SOLO CANAL DE VOZ. >> QUIERO QUE ELLA ESCUCHE TODO LO QUE SE DIGA.

–¡Buenas tardes! –saludó Mack por los altavoces del centro de datos–. Es-

pero no haber impacientado a las damas. –Para nada –al-Cygni tomó una tableta COM del bolsillo de su traje–.

Estábamos por comenzar –en los pocos segundos que le llevo encender su dispositivo, las dos IA continuaron su conversación privada.

<\ Pensé que odiabas mi voz. >> SI. <\ Bueno, yo adoro escuchar la tuya.

Sif asumió una pose oficiosa, y extendió una mano para indicarle a al-

Cygni su canal de comunicación en su pad. –Como puede ver en mi informe, sección uno, párrafo... –pero mientras su

avatar parecía tranquilo y calmado, la lógica de Sif arremetió rápidamente contra Mack y lo atacó antes de que sus algoritmos emocionales pudieran interceder:

>> TU COQUETEO ES COMO MÍNIMO UN ACOSO,

O PARA PEOR, UNA PERVERSIÓN –Y NO LAS AC-CIONES DE UNA INTELIGENCIA ESTABLE.

>> TU ESTAS, CREO, MUY POR ENCIMA DEL CAMINO DE LA EXUBERANCIA.

>> Y DEBO ADVERTIRTE QUE SIN UN RÁPIDO CAMBIO DE TU COMPORTAMIENTO, NO TENDRÉ OTRA ALTERNATIVA MAS QUE REGISTRAR MIS PREOCUPACIONES CON LAS ADECUADAS PARTES LITIGANTES –HASTA EL ALTO COMITÉ DEL DCS.

Sif esperó, con la temperatura de su núcleo en aumento, por la respuesta de

Mack.

<\ Creo que la dama protesta demasiado. >> ¿DISCULPA?

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<\ Es Shakespeare, cariño. Búscalo. >> ¿BUSCARLO?

Sif enseguida abrió sus bancos de memoria, y procedió a congestionar con

las obras de Shakespeare (archivos individuales en cada lengua y dialecto humano, pasados o presentes) el búfer de datos del canal de comunicaciones de Mack. Luego agrego folios multilingües de otros dramaturgos del Renacimien-to. Y, sólo para asegurarse y poner en claro su punto –de que Mack no solo había citado mal una línea de Hamlet, sino que su conocimiento del teatro y, por extensión, todo lo relacionado, no estaba ni cerca del suyo-- Sif duplico la cantidad de archivos y congestionó con traducciones de cada obra de Aeschy-lus del siglo XXV de la Cosmic Commedia Cooperative11.

Al-Cygni levantó la vista de su tableta. –¿Párrafo...? –... tres –dijo Sif en voz alta. El retraso no había sido más que de unos pocos segundos, pero para una IA

bien podría haber sido una hora. Al-Cygni doblo sus manos en su regazo e inclinó su cabeza a un lado. –Ninguno de ustedes está bajo juramento –dijo en tono agradable–. Pero

por favor. Sin conversaciones privadas. Sif cruzo las piernas e hizo una reverencia. –Mis disculpas –la mujer era más inteligente que la mayoría de los emplea-

dos de la DCS con los que hubiera tratado–. Mi colega y yo simplemente está-bamos comparando registros sobre el Horn of Plenty, en caso de que hubiera alguna discrepancia –sin la intención de mentir, Sif rápidamente le envió a Mack sus registros sobre lo que el carguero había llevado.

<\ ¿Sólo esto? >> ¿DISCULPA? <\ Tenía la esperanza de recibir algún soneto.

Sif frunció sus labios. –Pero parece que estamos de acuerdo –ella no pudo ver el rostro de Mack,

pero solo por sus palabras en el COM pudo notar que él se divertía completa-mente.

–¡Sí! –dijo Mack por los parlantes– ¡Nustras opiniones son como dos gotas de agua!

Al-Cygni sonrió. –Por favor continúen.

11 Comedia Cosmológica Cooperativa

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Sif cerró sus bancos de memoria y dejó que sus algoritmos llevaran a su núcleo a un estado más razonable. Sus códigos calmaron sus sentimientos de vergüenza, confusión e incluso de dolor. A medida que su núcleo se enfriaba, ella se preparó para la inminente replica de Mack. Pero, como el caballero que tan a menudo decía ser, no escribió nada en privado. No ofreció, ni un solo provocativo bit por el resto de la auditoría.

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Capítulo Cinco 21 de diciembre 2525 Harvest Avery experimentó un vértigo momentaneo mientras el Vagón caía, aleján-

dose de la estación espacial Tiara. La gravedad artificial en órbita no era muy fuerte, así que el carro necesita-

ba sus paletas de impulso magnético, como las de los viejos trenes de la Tierra –haciendo contacto temporal con la cubierta superconductora de la hebra número tres– para impulsarse a sí mismo. Después de unos kilómetros, las paletas se retrajeron y la cabeza de Avery dejó de girar. La atracción gravitato-ria de Harvest era todo lo que necesitaba para continuar su descenso.

Sobre el altavoz, la computadora de interacción humana anunció que el via-je desde la órbita geoestacionaria hasta Utgard, la ciudad capital en el ecuador de Harvest, tomaría una hora.

Luego, desde altavoces más pequeños en el asiento de Avery, se le pre-guntó si le gustaría escuchar la introducción oficial de la CA del planeta. Ave-ry miró a Healy, que seguía jugando con su arnés algunos asientos a su iz-quierda. Sobre todo por no tener que pasar todo el recorrido escuchando las incomodas preguntas del médico, aceptó.

Al instante el sargento sintió su dispositivo COM vibrar dentro de su pan-talón de fajina verde oliva. Lo sacó de su bolsillo y presionó la pantalla táctil, conectándolo a la red del carro. Luego tomó los auriculares integrados y los colocó en sus oídos. A medida que sus esponjosas cubiertas se ampliaban para adaptarse a los contornos de sus oídos, el constante rugido del carro se convir-tió en un simple zumbido. En medio de ese silencio relativo, el equipo co-menzó la narración grabada.

“¡En nombre de la CA, le damos la bienvenida a Harvest, cuerno de la abundancia de Epsilon Indi!” dijo una voz masculina con entusiasmo. “Soy la inteligencia artificial de operaciones agrícolas en este mundo, pero por favor, llámeme Mack”.

El logo oficial de la CA se mostró en la pantalla de Avery –un águila de perfil, rodeada por un círculo de diecisiete brillantes estrellas, una por cada mundo del UNSC. El ala del águila protegía un grupo de colonos. Sus esperan-zados ojos estaban fijos en una flota de naves coloniales con elegante cohetes, por encima del largo pico del águila.

A medida que la imagen se expandió, Avery pudo leer ‘Expansión y Uni-dad’, un mensaje que, a la luz de la insurrección, parecía más ingenuo que inspirador.

“Para cada persona en cada uno de nuestros mundos, Harvest es sinónimo de subsistencia”.

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Debajo de la voz de Mack, los primeros acordes del himno planetario de Harvest comenzaron a sonar.

“Pero ¿qué nos permite producir tal abundancia de alimentos frescos y sa-nos?”

La narración se detuvo para el efecto dramático, y en ese momento, el polo norte de Harvest se asomó por el borde inferior de la pantalla en la pared opuesta al asiento de Avery –un parche azul profundo sin hielo, un mar rodea-do por una costa suavemente curvada

“Dos palabras” continuó Mack, respondiendo a su propia pregunta. “La geografía y el clima. El supercontinente Edda cubre más de dos tercios de Harvest, creando una gran cantidad de tierra cultivable. Dos mares de baja salinidad –‘Hugin’ en el norte y ‘Munin’ en el sur– son las principales fuentes planetarias de...

Healy tocó el hombro de Avery, y el sargento tiró de uno de sus auricula-res.

–¿Quieres algo? –preguntó el médico, asintiendo con la cabeza hacia una fila de alimentos y expendedoras por debajo de la pantalla.

Avery negó con la cabeza. Healy saltó por encima de las piernas de Avery, y se arrastró a lo largo de

los asientos hasta el final de la fila. Había suficiente gravedad en el carro como para que Healy pudiera bajar

controladamente por un conjunto de escaleras, impulsarse a lo largo de la ba-randilla y llegar a un área abierta antes de los dispensadores.

Pero cuando el cuerpo del hombre trató de caminar, las piernas se desliza-ron por debajo de él, y cayó hacia atrás sobre las manos extendidas. Avery detectó un indicio de bufonería en los movimientos de Healy –como si estuvie-ra haciéndolo para provocar risas.

Si era así, funcionó. Algunos de los técnicos de mantenimiento de la esta-ción Tiara, sentados en las gradas a la derecha de Avery, aplaudieron a rabiar mientras el médico luchaba por recuperar el equilibrio. Healy se encogió de hombros y ofreció una tímida sonrisa que quería decir “que se le va a hacer”, y luego continuó hacia los surtidores.

Avery frunció el ceño. Healy era el tipo de soldado que le hubiera caido bien cuando se unió a la marines: un bromista, un alborotador –el tipo de reclu-ta que en realidad parecía disfrutar llevando el peso de la ira de los instructo-res. Pero no había muchos bromistas en el cuerpo en que estaba Avery.

Y por mucho que odiaba admitirlo, se había acostumbrado tanto a la seve-ridad dominante de los otros Marines NavSpecWar durante la lucha contra la insurrección, que le resultaba difícil relacionarse con cualquier persona que no compartiera su mentalidad de soldado.

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“Ochenta y seis por ciento del continente Edda se encuentra dentro de los 500 metros del nivel del mar” añadió Mack. “De hecho, el único cambio real-mente importante en la elevación se produce a lo largo del Bifrost –lo que podríamos llamar un escarpamiento– que corta el continente en diagonal. Eche un vistazo. Debería ser capaz de verlo ahora mismo, al oeste de Utgard”.

Avery se quitó el otro auricular del oído. La vista hablaba por sí misma. Se podía divisar la punta noreste del Bifrost por debajo de una madeja de

nubes –unos brillantes acantilados de piedra caliza que comenzaban en las llanuras de norte, al sur del mar de Hugin y cortaba en dirección suroeste hacia el ecuador. Debido a la orientación de la vista del ascensor, Avery no podía ver directamente hacia abajo. Pero pudo imaginar la vista: un semicírculo com-puesto por las siete hebras de la Tiara, iluminadas por los rayos del sol, bajan-do en dirección a Utgard.

Pasaron muchos minutos, y luego la pantalla de visión se lleno con un mo-saico de colores pastoral: amarillos, verdes y marrones, una gigantesca red de campos, surcados por líneas plateadas.

Avery asumió correctamente que estas eran parte de un sistema de tren de levitación magnética –siete líneas saliendo de los depósitos en la base de cada uno de los ascensores, que se dividían en lineas secundarias como si fuesen venas.

La computadora del Vagón utilizó los altavoces para alertar a los pasajeros que regresaran a sus asientos para la desaceleración antes de Utgard. Sin em-bargo, los técnicos continuaron bebiendo cerveza desde los dispensadores con Healy mientras el primero de los edificios de la capital se elevó a la vista. El horizonte no era nada espectacular –sólo había una docena de torres, con no más de veinte pisos de altura cada una. Pero los edificios eran modernos, dise-ños envueltos de vidrio, prueba que Harvest había mejorado mucho desde La última visita de Avery. Cuando él había estado para su misión, la ciudad no era mucho más que unas pocas calles de policreta12 prefabricadas, y toda la colo-nia tenía una población de cincuenta, tal vez sesenta mil residentes.

Comprobando su tableta COM una vez más antes de guardarla, se enteró de que el número había aumentado a poco más de 300.000.

De repente, los edificios desaparecieron y el carro se oscureció, mientras caía en su estación de desembarco número tres –un filamento reforzado de policreta, conectado a un enorme almacén donde decenas de contenedores de carga esperaban para subir. Avery esperó que los técnicos se retiraran prime-ros, y luego se unió a Healy en la bandeja de equipaje. Recuperaron sus bolsos

12 La policreta, es un material usado para construcciones civiles, mas que nada en las colonias exteriores del UNSC

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y salieron de la terminal de pasajeros, parpadeando a la luz de la tarde de Epsi-lon Indi.

–Ag... mundos –se quejó Healy–. Siempre más calientes que el infierno. El espeso aire ecuatorial de Utgard, llevó al límite las propiedades de ab-

sorcion de sus uniformes en un instante. La tela se aferró a los contornos de sus espaldas mientras los dos soldados iniciaron su avance hacia el oeste por una rampa hasta un amplio bulevar arbolado. Un taxi sedán de color blanco y verde giró en una curva del bulevar. La banda holográfica de la puerta del lado del pasajero brilló con un simple mensaje.

‘TRANSPORTE: JOHNSON, HEALY’. –¡Abre! –gritó Healy, golpeando con el puño sobre el techo del taxi. El

vehículo abrió sus puertas de ala y el portaequipaje. Con sus bolsos atrás, Ave-ry se instaló en el asiento del conductor y Healy en el de copiloto. Los ventila-dores zumbaban en el interior del tablero de instrumentos, y una ráfaga de aire helado los golpeó.

–Hola –entonó el sedán mientras se impulsaba por entre el tráfico–. He sido instruido para llevarlos a... –hubo una pausa mientras se preparaba una ubica-ción– Guarnición. Milicia. Colonial. Carretera Gladsheim. Salida veintinueve. ¿Es eso correcto?

Healy lamió el sudor de su labio superior. Se las había arreglado para beber una buena cantidad de cerveza durante el descenso del vagón, y sus palabras llegaron un poco confusas.

–Sí, pero tenemos que hacer una parada. El ciento trece de la avenida No-bel.

–Confirmado. –¡Omite eso! –ladró Avery–. Continúa con la ruta anterior. El sedán bajó la velocidad, confuso por un momento, luego giró a la iz-

quierda por un bulevar que bordeaba un parque con césped –en el extremo norte del centro comercial de Utgard.

–¿Qué crees que estás haciendo? –Uno de los técnicos me habló de un lugar con señoras muy amables. Y me

parecio buena idea ir antes de que… Avery interrumpió a Healy. –Vehículo, dame la conducción. –¿Asume toda la responsabilidad por...? –¡Sí! Dame un mapa. Un volante compacto se desplegó desde un compartimento en el tablero.

Avery lo sujetó con las dos manos. –Control manual confirmado –anunció el sedán–. Por favor, conduzca con

cuidado.

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Avery presionó un sensor tactil en el volante, conectado al acelerador, y al mismo tiempo se proyectó una red fantasmal de las calles cercanas en la super-ficie interior del parabrisas. Memorizó la ruta instantáneamente.

–Quita el mapa. Y baja el maldito aire acondicionado. Las aspas de los ventiladores bajaron de velocidady la humedad comenzó a

filtrarse al interior del vehículo. –Mira, Johnson –suspiró Healy, subiéndose las mangas de la camisa–. Tu

eres nuevo en esto, así que déjame explicar. Sólo hay un par de razones para trabajar en la milicia colonial. En primer lugar, es muy difícil recibir un tiro. En segundo lugar, es la mejor manera para conocer todo tipo de damas...

Avery cambió de carril sin previo aviso. Healy se golpeó con fuerza contra la puerta del lado del pasajero. El médi-

co se enderezó con un suspiro petulante. –Con ese uniforme te matarían en Eridanus. ¿Pero aquí? Te consigue muje-

res. Avery se obligó a respirar lentamente y quitó el pulgar del acelerador. A su

izquierda, una fuente en el centro del parque escupía columnas de agua al aire. Las gotas de agua volaron a través del bulevar, convirtiendo el polvo del para-brisas en lodo. Los limpiaparabrisas se desplegaron en forma rápida y automá-tica.

–Mi uniforme significa lo mismo a donde quiera que vaya –dijo Avery con calma–. Le dice a la gente que soy un marine, no un cobarde que nunca ha recibido un disparo, y mucho menos disparado una ronda contra otra persona. Mi uniforme me recuerda el Código de Conducta del UNSC, que tiene restric-ciones muy claras sobre el consumo de alcohol y la fraternización con civiles –esperó para que Healy se sentara un poco más erguido en su asiento–. Lo más importante, mi uniforme me recuerda a los hombres que ya no están vivos para usarlo.

La memoria brilló en la mente de Avery: siluetas fantasmales de un es-cuadrón de marines en un restaurante, vistos en un espectro de blancos brillan-tes como el de la cámara térmica de un avión no tripulado. Apartó los ojos de la carretera y miró fijamente a Healy.

–Tu conducta es una falta de respeto al uniforme, y a ellos. ¿Entendido? El médico intentó tragar con su garganta seca. –Sí, entiendo. –Y a partir de ahora, mi nombre es Sargento Johnson. ¿Comprendes? –Entiendo –Healy hizo una mueca y se acomodó para mirar por la ventana.

No tenía necesidad de decir lo que de verdad estaba en su mente, Avery lo sabía perfectamente. “Entiendo, idiota”. Healy se cruzó de brazos.

Mientras el sedán se acercaba al final del centro comercial, pasaron por un cruce, y Avery avistó el parlamento de Harvest, un imponente edificio de gra-

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nito. El edificio en forma de “I” estaba rodeado por una valla de hierro de baja altura y jardines bien cuidados. El techo estaba hecho de paja blanqueada por el sol.

Avery había dicho exactamente lo que pensaba. Pero también lo lamentó. Él y Healy tenían esencialmente el mismo rango, pero le deado órdenes como a un recluta. «¿Cuándo me convertí en un hipócrita?» se preguntó Avery, apretando su agarre en el volante. Aquellos tres días de vacaciones en la Zona de Chicago, no fueron la primera vez en que había terminado borracho con su uniforme puesto.

Avery se estaba preparando para ofrecer una disculpa cuando Healy mur-muró:

–¡Oh! ¿Sargento Johnson? Cuando tenga la oportunidad, deténgase. El ofi-cial junior de primera clase Healy necesita vomitar.

Tres silenciosas horas más tarde, bajaron del Bifrost, y salieron a la llanura de Ida. Epsilon Indi se teñía en un baño de color rosa y naranja, por encima de los perfectamente rectos carriles de la carretera. Debido al pequeño diámetro de Harvest, el horizonte tenía una curva, un pequeño pero notable arco en los campos de trigo que habían aparecido sobre la llanura después de muchos cientos de kilómetros de huertos frutales. Avery tenía las ventanas del sedán abajo, y el aire que ondeaba a través de la cabina ya no era de un calor insopor-table. El calendario militar de la Tierra decía que oficialmente, se encontraban en diciembre. Pero en Harvest, se encontraban a la mitad de la temporada de verano –y de la temporada de maduración del trigo.

Cuando el último de los rayos de Epsilon Indi se escabulló por debajo del horizonte, se puso muy oscuro muy rápidamente. No había luces en la carrete-ra ni ningún asentamiento a la vista. Harvest no tenía luna, y mientras que algunos de los otros cuatro planetas del sistema comenzaron a brillar extraor-dinariamente, su reflejo no era suficiente para iluminar el camino a seguir. Cuando los faros del sedán se encendieron, Avery vio el cartel que indicaba su salida y giró hacia el norte, saliendo de la carretera.

El vehículo tembló un poco sobre la grava suelta de una pendiente ascen-dente. Unos pocos giros suaves del camino por entre los campos de trigo y llegaron a una plaza de armas rodeada de muy nuevos edificios de una sola capa de policreta: comedor, cuarteles, barracas, y estacionamiento –la misma distribución que Avery había visto muchas veces antes.

El sedán rodeó el asta bandera de la plaza de armas, y sus faros iluminaron al hombre sentado en los escalones del comedor, fumando un cigarro. El aro-ma flotó a través de la ventana del vehículo y lo reconoció al instante: ‘Sweet William’, la marca preferida de casi todos los oficiales del cuerpo. Cuando Avery detuvo el sedán y salió del vehículo, se apresuró a dar la venia.

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–En descanso –el Capitán Ponder dio una larga calada a su cigarro–. John-son y Healy, ¿correcto?

–¡Sí, señor! –los dos soldados respondieron juntos. Ponder se levantó lentamente de la escalera. –Es bueno tenerlos. Déjenme ayudarlos con sus equipos. –Está bien, señor. Sólo tenemos dos bolsas.” –Viajar ligero, listos para luchar –el Capitán sonrió. Avery podía decir que Ponder era unos centímetros más bajo que él, y un

poco menos ancho de hombros. Supuso que la Era del Capitán estaba por en-cima de los cincuenta.

Sin embargo, con su piel bronceada, y con su corte de pelo color sal y pi-mienta al raz, se veía tan vital como un hombre de la mitad de su edad, excepto por el hecho de que le faltaba el brazo derecho.

Avery notó que la manga de la camisa de fajina de Ponder estaba sujeta al hombro. Entonces dejó de mirar. Había visto muchos amputados. Pero era raro encontrar un marine en servicio activo que no estuviera equipado con una prótesis permanente.

Ponder apuntó con la cabeza hacia el sedán. –Lo siento por el vehículo civil. Los Warthog deberían haber estado aquí

desde hace una semana. Se retrasó el envío. Tengo a mi otro líder de peloton en Utgard, tratando de seguirles la pista.

–¿Qué hay de los reclutas? –preguntó Avery, tomando los bolsos del sedán. –Lunes. Tenemos el fin de semana para las compras. Avery cerró el maletero. Tan pronto como dio un paso atrás, el vehículo re-

trocedió rodeando el asta bandera y trazó su camino de vuelta a la carretera. –¿Cuál pelotón es el mío? –le preguntó Avery. –El primero –Ponder apuntó con su cigarro hacia una de las dos barracas en

el extremo sur de la plaza de armas. Healy sopesó la lona sobre su hombro. –¿Dormiré en las barracas, señor? –Sólo hasta que tengamos espacio en la enfermería. Alguien en logística

ordenó un condenado cargamento de suministros. Debe haber confundido este campamento con algún hospital de combate en Tribute.

Healy se rió entre dientes. Avery no, estaba muy familiarizado con los tipos de víctimas de combate que esos hospitales recibían.

–Las expendedoras de la sala funcionan, si quieren algo –continuó el Ca-pitán–. De lo contrario, descansen un poco. He programado una reunión in-formativa para las 0730 para repasar la formación –asegúrense de llegar a horario, quiero asegurarme de completar la primera fase sin retrasos.

–¿Algo más por esta noche, señor? –preguntó Avery. Ponder apretó fuertemente el cigarro entre sus dientes.

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–Nada que no pueda esperar hasta mañana. Avery miró la punta del cigarro de Ponder brillar en la oscuridad. Luego

saludó y marchó a las barracas del primer pelotón, con Healy detrás, a través de la grava del camino.

El Capitán los vio atravesar los charcos de luz de la plaza de armas. Sabía que algunas cosas no podían esperar. Ponder tiró el cigarro y lo pateó en el suelo. Entonces tomó su propio camino a sus habitaciones privadas, adyacen-tes al estacionamiento.

Media hora más tarde, Avery ya había desempacado. Todo su equipo esta-ba guardado cuidadosamente en un armario en la pared, dentro de la pequeña habitación del líder de pelotón, ubicada en la parte delantera y a un lado de la puerta de la barraca. Podía oír a Healy en la parte trasera del edificio, todavía tirando de los elementos de su bolso, canturreando, mientras los organizaba en su cama.

–Hey. Sargento Johnson –gritó el médico– ¿Tienes un poco de jabón? Avery apretó los dientes. –Busca en las duchas. Por doloroso que fuera que Healy usara aprovechara su orden anterior para

molestarlo, Avery estaba contento de poder oír al médico a través de las pare-des de su habitación. Avery sabía por experiencia que una gran parte del traba-jo de un instructor era mantener a los reclutas tan agotados como para evitar que volcaran sus frustraciones entre sí –convirtiéndose él mismo en el receptor de sus enojos, y eventualmente, de su admiración.

Pero Avery también sabía que algún día su pelotón volvería a los cuarteles enfadado e irritado, buscando pelea, precisamente porque él mismo los frus-traría. Por lo menos sería capaz de escuchar cualquier altercado, así como de interceder antes de que las cosas se salieran de las manos.

–Mira, es sólo una noche –continuó Healy en un tono conciliador–. Si no puedo conseguir un espacio en la enfermería para mañana, dormiré con el otro.

–¿Quieres decir el Capitán? –le preguntó Avery. Lanzó una manta de lana marrón sobre su cama.

A pesar del calor, la necesitaba para mostrar a sus reclutas como hacer una cama adecuada.

–No, el líder del otro pelotón. Espera, voy a revisar mi COM. Avery suavizó la manta con las palmas de sus manos. Luego empezó en las

esquinas –pliegues herméticos de hospital que habrían hecho a su instructor sentirse orgulloso.

–Byrne –gritó Healy–. Sargento Nolan Byrne. Avery se quedó inmóvil, con las manos metidas hasta la mitad bajo el

colchón. Los resortes en el armazon de su cama aplastaban piel. –¿Lo conoces?

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Avery terminó de plegar la esquina de la manta. Se puso de pie, tomando su almohada y la funda.

–Sí. –Hum... ¿Sabía usted lo enviarían aquí? –No. Avery enfundó la almohada con un movimiento experto. –¿Son amigos? Avery no estaba muy seguro de cómo responder a eso. –Lo conozco desde hace mucho tiempo. –Oh, ahora lo entiendo –la voz de Healy cambió de tono–. Si ustedes, par

de tórtolos, empiezan a pasar mucho tiempo juntos, puede que me ponga celo-so –Avery escuchó al médico reírse a continuación, y cerrar su bolso de lona–. Entonces, ¿cuál crees que sea la historia del brazo del Capitán?

Avery no respondió. Se centró en el gruñido del motor de un Warthog con su luz de reconocimiento iluminando la carretera. El Warthog se detuvo brus-camente fuera de la puerta de las barracas. Su motor rugió una vez y se apagó. Pronto Avery oyó el crujido de unas botas al acercarse.

Rápidamente, Avery se movió hacia su armario, y sacó de entre sus cami-sas y pantalones un cinturón de cuero con una hebilla de latón brillante estam-pada con un águila y un planeta, emblema del UNSC.

Detrás de él, la puerta se abrió. Avery sintió un escalofrío en la nuca. –Eso sí que es una cama bien hecha –dijo el sargento Byrne–. Después de

un mes en el hospital, se tiene buen ojo para ese tipo de cosas. Avery enrolló el cinturón bien apretado para que se escondiera en la palma

de su mano, cerró el casillero, y se volvió hacia su excompañero. Byrne ya no llevaba el casco con el visor plateado que había tenido el día en que Avery falló al disparar a la mujer rebelde en el restaurante –el día en que Byrne había perdido a todos los miembros de su equipo. Sus ojos azul hielo seguían igual de impenetrables.

–Por todas las veces que las cambiaban –explicó Byrne con una sonrisa burlona–. Pis y mierda en todas las sábanas, porque estaba demasiado drogado como para controlarme a mí mismo. Cuando las enfermeras me daban las nue-vas, las ponían demasiado flojas o demasiado ajustadas.

–Es bueno verte, Byrne. –¿Pero eso? –continuó Byrne, haciendo caso omiso del saludo de Avery–.

Eso es una cama bien hecha. Cicatrices frescas, de color rosa atravesaban el ya marcado rostro del sar-

gento –evidencia de que la visera del casco se había destrozado en el ataque rebelde. Una puntada irregular de una lesión de metralla iba desdela sien iz-quierda hasta la oreja. Su pelo negro se había quemado totalmente, incluso a

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pesar de que llevaba el corte reglamentario, Avery podía ver algunas partes totalmente calvas.

–Me alegro de que estés bien –dijo Avery. –¿En serio? –el acento de Byrne se había comenzado a espesar. Después de

años de soldados juntos, Avery entendido muy bien lo que significaba eso. Pero quería que Byrne supiera una cosa.

–Eran buenos hombres. Lo siento. Byrne sacudió la cabeza. –No lo sientes lo suficiente. Para ser un hombre tan grande, Byrne se movió a una velocidad sorpren-

dente. Saltó sobre Avery, con los brazos abiertos, y le golpeó la espalda contra el armario. Cerró las manos detrás de la espalda de Avery y apretó, amenazan-do con romper las costillas. Por mucho que le dolía, Avery contuvo el aliento y golpeó con su frente la nariz de Byrne. Byrne gruñó, su agarre se soltó, y se tambaleó hacia atrás.

En un instante, Avery se escabuyó por detrás de él, con el cinturón ex-tendído entre sus manos. Lo ubicó sobre el cuello de Byrne, y tiró con fuerza. Los ojos de Byrne se abrieron como platos. Avery no estaba tratando de matar a su compañero, solo de tenerlo bajo control. Byrne pesaba por lo menos vein-te kilos más, y Avery no pensaba darle ninguna ventaja.

Pero Byrne no estaba dispuesto a dejar que eso sucediera. Junto con un so-llozo tenso pero poderoso, se estiró por sobre sus hombros y agarró las muñe-cas de Avery –se inclinó hacia delante y mantuvo a Avery sujeto por sobre su espalda. Luego Byrne procedió a golpearlo contra las paredes de de madera de la habitación, con tal fuerza que la madera pintada comenzó a astillarse.

Los dientes de Avery se estremecieron. Sintió el sabor de la sangre en la boca. Pero cada vez que Byrne se inclinaba hacia adelante para golpearlo nue-vamente contra la pared, Avery apretaba el cinturón. Byrne comenzó a jadear. Avery podía ver las venas en su tenso cuello y las orejas comenzaron a volver-se púrpuras. Pero un instante antes de que Byrne perdiera el conocimiento, llevó el tacón de su bota entre las piernas de Avery –justo hasta su ingle sin protección.

En los pocos segundos antes de sentir el dolor, Avery enganchó un pie en las espinillas de Byrne y lo hizo tropezar hacia la cama. La caída de Byrne se quedó corta, golpeándose la frente en el marco de la cama y quedando inerte. Cuando Avery le dio la vuelta –levantando un puño para terminar el trabajo– un dolor debilitante se propagó desde la ingle hasta el brazo. Los ojos de Byrne parpadearon, tratando de limpiar la sangre que fluía de un irregular corte, y Avery lanzó un puñetazo de no muy fuerte. Sin embargo, Byrne estaba sola-mente aturdido. Levantó una mano enorme, y detuvo el puñetazo de Avery en su puño de hierro.

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–¿Por qué no disparaste? –Byrne lanzó un gruñido. –Habían civiles –se quejó Avery. Byrne llevó la palma de su otra mano justo por encima de la barriga de

Avery, y la cerró, arrugando la camisa de fajina en su puño. Con un poderoso movimiento de sus caderas, empujó a Avery sobre sus

hombros y hacia la puerta de la barraca. El aire de los pulmones de Avery estalló cuando aterrizó de espaldas en el estrecho pasillo fuera de su habita-ción.

–¡Tenías una orden! –gritó Byrne, poniéndose en pie. El pecho de Avery exhalo mientras se levantaba del suelo. –Era un niño. ¡Un niño! –¡¿Qué hay de mi equipo?! Byrne avanzó pesadamente hacia Avery y lanzó un golpe de derecha. Sin

embargo, Avery lo bloquó con su antebrazo izquierdo, y contraatacó con un poderoso gancho de derecha. Mientras la cabeza de Byrne se torcía hacia un lado, Avery llevó una rodilla a los riñones. Sin embargo, Byrne continuó la pelea, empujando a Avery de espaldas contra la pared del pasillo. Avery sintió que su hombro izquierdo se dislocaba, y se acomodaba de nuevo en su sitio.

Parpadeó ante el dolor, dando una oportunidad a Byrne, que rápidamente lo sujetó por el cuello.

–Ellos te enseñaron a ser un asesino, Avery. Nos lo enseñaron a ambos –Byrne lo deslizó hacia arriba por la pared hasta que sus botas quedaron sus-pendidas a medio metro del suelo.

Las luces fluorescentes de la barraca parecían atenuarse, y Avery comenzó a ver estrellas. Intentó patear para liberarse, pero no sirvió de nada.

–No puedes ocultarte de eso –se mofó Byrne–. Y te aseguro que no puedes esconderte de mí.

Avery estaba a punto de desmayarse cuando se oyó el chasquido metálico de alguien tensando el percutor de una pistola.

–Sargento Byrne –le dijo con firmeza el Capitán Ponder–. Retírese. Byrne apretó la garganta de Avery. –Esto es un asunto privado. –Déjelo o disparo. –Tonterías. –No, marine –la voz del Capitán estaba mortalmente calmada–. No lo es. Byrne dejó caer a Avery que se desplomó contra la pared. Jadeando, miró

hacia la puerta de la barraca. El Capitán sostenía una pistola de servicio M6 en una prótesis que reemplazaba su brazo faltante. Avery podía ver las articula-ciones de titanio brillante y el tejido de fibra de carbono de la musculatura de su antebrazo artificial.

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–Conozco los números –dijo Ponder–. Treinta y ocho víctimas civiles, tres de su unidad muertos en acción. Pero también sé que el sargento Johnson no estuvo en la prisión militar, ni fue acusado de cualquier mala conducta. Y en lo que a mí respecta eso es todo lo que cualquiera necesita saber.

Byrne apretó los puños, pero los dejó a los costados de su cuerpo. –Estás enojado. Lo entiendo. Pero esto termina esta noche –Ponder llevó su

mirada hacia Avery. –¿Tienes algo más?, ahora es el momento. –Señor, no señor –la voz de Avery estaba ronca. Ponder colocó sus ojos sobre los de Byrne. –¿Y tú? Sin perder un segundo, Byrne estrelló un puño en el lado de la cara de Ave-

ry, que cayó sobre una rodilla. –Eso debería bastar –gruñó Byrne. Avery escupió sangre en el suelo de la barraca. Él no había huído, Byrne lo

siguió cuando fue transferido fuera de TREBUCHET igual que él. Avery sabía que algo no estaba bien. Y eso le llenó de ira más que cualquier golpe bajo.

–La última oportunidad, Johnson –dijo Ponder. Avery se levantó, y golpeó a Byrne lo suficientemente fuerte como para

llevar su cabeza hasta el hombro. Uno de los dientes de Byrne saltó por el suelo y se detuvo cerca de Healy.

El médico se había acercado a la lucha desde su litera, sosteniendo una de sus botas como un garrote, al parecer para tratar de acabar con la pelea por su cuenta.

–Jesús –susurró el médico, observando el diente. –Hemos terminado –Ponder bajó la pistola–. Es una orden. –Sí, señor –dijeron Avery y Byrne al unísono. El Capitán le dio a cada sargento una última y enfática mirada, y luego

marchó fuera de la barraca. La puerta se cerró de golpe detrás de él. –No estoy clasificado para la cirugía oral –dijo Healy sin convicción en el

silencio que siguió. Se arrodilló y recogió el diente de Byrne. –No importa. Lo hecho, hecho está –Byrne fijó su mirada cautelosa en

Avery. Lamió el agujero con sangre de su diente perdido–. Pero esto no se olvidará.

Con una rotación lenta de su cuerpo masivo, Byrne siguió las huellas de Ponder en medio de la noche.

–Voy a la enfermería –anunció Healy. –Bien –respondió Avery, frotándose la mandíbula. Por la forma en que se

sentía, lo último que quería era a Healy despierto con más conversación. –Para tomar un kit médico. Luego regreso... Avery resopló cuando Healy pasó a su lado.

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–¿Estás seguro de que aún quieres dormir conmigo? El médico se detuvo en el umbral. Por primera vez, Avery reconoció el

efecto calmante de su casi permanente sonrisa. –Eres un tipo realmente irritable, Johnson –Healy señaló con la barbilla las

pisadas de Byrne–. Pero ese tipo, probablemente me mate mientras duerma.

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Capítulo Seis Minor Transgression, sistema Epsilon Indi Dadab se arrastraba sobre el suelo de la sala de máquinas, haciendo su me-

jor esfuerzo para escabullirse, a pesar del tanque de metano en su espalda. En su puño sostenía una piedra, moteada de color gris y verde, un grano digestivo que había tomado del comedor Kig-Yar.

«Tranquilo», pensó, levantándose detrás de un gruesa conjunto de conduc-tos sujetos al suelo, «no lo asustes».

Las larvas grubs eran criaturas ansiosas. Los pelos que cubrían sus cuerpos turgentes estaban siempre en movimiento, buscando peligro mientras se ali-mentaban de la maquinaria que podía estar quemando o congelada sin impor-tarles. Pero no fue hasta que Dadab se levantó, que el gusano sintió una pertur-bación en el húmedo aire de la habitación. La larva arrancó a sí misma del agujero que había hecho en el suelo con un chasquido fuerte y comenzó a reptar buscando la seguridad de una unidad de desbordamiento, con su orificio de consumo gorjeando en pánico miserable.

Dadab lanzó su roca, y la larva desapareció con un ‘poof’ amortiguado. La roca siguió su camino, rebotó en la cubierta iridiscente del motor de la Minor Transgression, y saltó hasta detenerse en un charco de refrigerante verde vis-coso. Si la larva hubiese sobrevivido, con el tiempo podría haber succionado hasta el charco.

Dadab resopló con orgullo dentro de su máscara, y flexionó una de sus ma-nos.

< ¡Dos! > < Disculpa, pero estoy perplejo > Más Ligero Que Otros alcanzó el charco con un tentáculo color perla, re-

cupero la roca y la lanzó de nuevo a Dadab. < Sólo vi una larva > el Diácono entornó sus ojos pequeños, de color rojo.

Las reglas del juego no eran complicadas. Simplemente carecía del vocabula-rio para explicar con claridad < Mira. >

Dadab frotó la roca con una esquina de su túnica naranja para limpiarla. Luego con la punta de uno de sus dedos, hizo una segunda raspadura en la piedra –junto a una que representaba a la primer larva que se había filtrado en la suite de metano, rompiendo con su largo periodo de meditación. Habían pasado muchos ciclos de sueño desde que la Minor Transgression había salido de su salto en el borde del sistema sin explorar. Chur'R-Yar se había trasladado a un ritmo cauteloso hacia la ubicación del buque de carga alienígena.

Pero hasta que llegaron, el Diácono tuvo muy poco que hacer; Zhar y los otros tripulantes Kig-Yar ciertamente no estaban interesados en escuchar algu-

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no de sus sermones. Le mostró la roca a Más Ligero Que Otros, y le enseñó su matemática simple.

< ¡Uno, uno, dos! > las dóciles larvas no eran ningún desafío, nada como las avispas de barro y cangrejos sombra de la infancia de Dadab. Pero en el juego Unggoy de cacería con rocas, marcabas cada muerte, fuera fácil o no.

< Ah, ya veo... > respondió el Huragok. < La diversión es aditiva. > < ¿Más... diversión... ? > Dadab luchó para simular poses para palabras que

no había aprendido todavía. Más Ligero Que Otros formó lentas, y simples poses: < Más, muertes, más diversión. > Dadab no se ofendió cuando la criatura atontó su discurso para mayor cla-

ridad. Sabía que no hablaba mejor que un infante Huragok y estaba agradecido por su paciencia.

< Sí > gesticulo Dadab < más, muertes, más diversión > sacó una segunda piedra de un bolsillo de su túnica y se la mostró a Más Ligero Que Otros. < ¡Más, muertes, gana! >

Sin embargo, el Huragok lo ignoró –flotó de vuelta hacia el conducto y comenzó a arreglar una fractura por sobrecarga, que había provocado el charco de líquido refrigerante.

Dadab sabía que la criatura tenía un impulso sobrenatural para reparar las cosas. Era casi imposible que lo distrajeran de su trabajo, por ese motivo los Huragok eran miembros tan valiosos de la tripulación. Con un Huragok a bor-do, nada quedaba roto por mucho tiempo. En efecto, segundos después, la fuga estaba sellada –la rotura en el conducto de metal se cerró por la acción de los cilios que cubría las puntas de los tentáculos de Más Ligero Que Otros.

< ¡Busca! > dijo Dadab, ofreciendo la roca por segunda vez. < Prefiero no hacerlo. > < ¿Por qué? > < En serio, sigue adelante. Busca al tercero. > < Juego. ¡Divertido! > < No, tu juego es asesinato. > Dadab no pudo evitar lanzar un gruñido exasperado. «¡Una larva era una

larva! ¡Había cientos de esas cosas merodeando alrededor de la nave Kig-Yar!» En un viaje largo como ese, era esencial adelgazar sus números antes de que se multiplicaran y se abrieran camino hasta alcanzar algún sistema crítico.

«Por otra parte», pensó Dadab, «¿tal vez el Huragok sentía un cierto pa-rentesco con las larvas?».

Ambos eran sirvientes sin voz –incansables esclavos de las necesidades de la nave Kig-Yar. Dadab imaginó que los globulosos ganglios sensoriales de Más Ligero Que Otros brillando con aprensión.

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Mirando alrededor de la sala de máquinas, Dadab vio un núcleo de energía gastado. Colocó el brillante cubo sobre la unidad de desbordamiento bajo la cual la larva había tratado de ocultarse, lo balanceó de atrás hacia adelante hasta que quedo muy bien equilibrado –hasta que estuvo seguro de que el Huragok lo derribaría, incluso con un golpe indirecto.

< Ahora, no, matar > gesturizó Dadab con entusiasmo. < ¡Solo, diversión! >

Con evidente desdén, el Huragok enrosco su tentáculo y arrojó la roca. Fue un tiro superficial, pero golpeó el centro del núcleo, volcándolo en el suelo.

< ¡Uno! > Dadab gruñó feliz y estaba a punto de reacomodar el objetivo para otro tiro, cuando la voz de la maestra de nave crujió desde una unidad de señalización de metal redondo, sujeta al arnés de su tanque.

–Diacono, al puente. Y no traiga el Huragok.

* * * Chur'R-Yar estaba sentada en el borde de su silla de mando, hipnotizada

por la proyección del holo-tanque del puente. La representación del sistema alienígena era mucho más detallada que antes. Planetas y asteroides –incluso un cometa entrante– todo representado, incluso los detalles previamente faltan-tes de la base de datos de la Minor Transgression. El planeta del cual la nave alienígena había comenzado su viaje brilló en el centro del tanque. Pero eran los miles de jeroglíficos color cian que salpicaban la superficie del planeta –todos con el mismo diseño circular– lo que la cautivaba. De repente, los glifos junto con todo lo que se mostraba en el interior del tanque parpadearon tempo-ralmente, perdiendo poder.

–¡Ten cuidado! –ordenó la maestra de nave, girando para encarar a Zhar. El macho Kig-Yar se encontraba de pie, cerca de un hueco en la pared

cóncava color púrpura del puente, con un cortador láser en una de sus manos garrudas.

–¡Lo quiero desconectado, no destruido! –Sí, señora –las espinas de Zhar se aplanaron servilmente sobre su cabeza. Y de nuevo, acercó cautelosamente su cortadora a un lío de circuitos co-

nectados a un dispositivo con tres partes piramidales, suspendido en el centro del hueco. La pirámide más grande tenía su punta hacia abajo; las dos más pequeñas apunban hacia arriba, soportando a la más grande en dos de sus la-dos. Las tres brillaban con un resplandor de plata que Zhar ocultaba con su silueta.

Esta era el Luminary de la nave, un arcano dispositivo requerido en todos los buques Covenant. El aparato había asignado miles de glifos o ‘Lumina-tions’ al mundo alienígena, y cada uno de ellos representaba una posible reli-

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quia Forerunner. La lengua de Chur'R-Yar se sacudió contra los dientes con excitación apenas contenida. «Es una lástima que la Minor Transgression no tenga una bodega más grande...»

La Maestra de Nave provenía de un largo linaje de matriarcales Capitánas de naves. Y aunque la mayoría en su línea de sangre había sido diezmada en la defensa de los reductos de asteroides durante la agresiva conversión del Cove-nant de la especies a su fe, ella todavía sentía el espíritu bucanero de sus ante-pasados corriendo por sus venas.

Los Kig-Yar siempre habían sido piratas. Mucho antes de que el Covenant llegara, habían navegado por los archipiélagos tropicales de su planeta de ori-gen acuático, atacando a los clanes que competían por comida y pareja. Pero cuando la población aumentó, las distancias y las diferencias entre los clanes disminuyo; un nuevo espíritu de cooperación los condujo a la creación de naves espaciales que los levantó de su planeta. Pero a medida que algunos clanes comenzaron a mirar al oscuro e interminable mar del espacio, no pudie-ron resistirse a volver a sus viejas costumbres.

Al final, estos piratas habían sido la única resistencia efectiva contra el Co-venant. Pero no podrían resistir para siempre. Para salvarse a sí mismos, los Capitánes se vieron forzados a aceptar ser corsarios: acuerdos que les permitie-ron mantener sus naves, siempre y cuando navegaran al servicio de un Ministe-rio Covenant. Algunos Kig-Yar vieron la oportunidad en esta sumisión. Chur'R-Yar vio eones de migajas de pan, patrullajes sin fin, buscando reliquias –tesoros inimaginables que nunca sería autorizado a reclamar como propios. Sí, durante sus viajes ella podría toparse con algún pequeño botín: un hábitat Covenant abandonado o un carguero alienígena dañado. Pero éstas a compara-ción de las reliquias, éstos eran solo limosnas, y Chur'R-Yar no era ninguna mendiga.

«Por lo menos ahora ya no», pensó. La Maestra de Nave sabía que podría sacar un pequeño número de reliquias sin que nadie lo notara.

Pero sólo si el Luminary de la nave permanecía en silencio, y tenía planea-do esperar a transmitir su reporte después de haber tomado su parte. Chur'R-Yar sintió las placas callosas sobre su cuello y hombros se contrajeron. Esta gruesa piel servia como armadura natural, manteniendo a las hembras de su especie a salvo durante las mordidas que acompañaba a la mayoría de las se-siones de apareamiento Kig-Yar. La Maestra de Nave no solía pensar en dejar descendencia. Pero cuando vendiera las reliquias en el mercado negro Cove-nant, esperaba obtener un beneficio suficiente para sacar a la Minor Transgres-sion del servicio por una temporada de apareamiento completa. Y esa posibili-dad era muy excitante. Se relajó en su silla y miró fijamente a Zhar –observó sus vigorosos músculos ondear debajo de sus escamas– cuando cortó cuidado-samente las conexiones del Luminary de los circuitos de señalización de la

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nave. Él no era su pareja ideal. Hubiera preferido a alguien con una jerarquía superior entre los clanes, pero siempre había preferido a los machos con plu-maje viril. Y Zhar tenía otra ventaja: estaba muy cerca. Con toda la sangre moviéndose hacia sus hombros, Chur'R-Yar empezó a sentirse deliciosamente débil.

Pero entonces la puerta del puente se abrió, y Dadab entró corriendo. La túnica del Unggoy apestaba a refrigerante de motor y gases Huragok, y el hedor inmediatamente acabó con su libido.

–¿Maestra de Nave? –Dadab se inlinó ligeramente y entonces miró con desconfianza a Zhar.

–¿Qué ves aquí? –lanzó Chur'R-Yar, redirigiendo la mirada del Unggoy hacia el holo-tanque.

–Un sistema. Una sola estrella. Cinco planetas –Dadab dio un paso hacia el tanque–. Uno de los planetas parece... tener...

Su voz chilló y enmudeció, mientras comenzaba a respirar agitadamente. Chur'R-Yar chasqueó la lengua. –Una Luminary no puede mentir –generalmente citaba los Santos Escritos

sólo para burlarse de ellos, pero esta vez Chur'R-Yar estaba seria. Cada Luminary era era imitado de un dispositivo que los profetas habían

localizado a bordo de una antigua nave de guerra Forerunner –una que ahora se situaba en el centro de la capital del Covenant, High Charity. Las Luminaries eran objetos sagrados y la manipulación fraudulenta de estos era castigada con la muerte –o peor. Razón por la cual la Maestra de Nave sabía que el Diacono estaba angustiado por las acciones de Zhar. Mientras su pareja elegida conti-nuó trabajando con el láser sobre la Luminary, el Diácono cambió el peso de uno de sus cónicos pies al otro. Chur'R-Yar podía oír las válvulas dentro de su máscara haciendo ‘clic’ mientras trataba de mantener su respiración bajo con-trol.

–Debo informar de estas Luminations–exclamó Dadab. –No –rompió la Maestra de Nave–. No lo harás. Zhar cortó el último circuito y la Luminary se atenúo. –¡Herejía! –se lamentó Dadab, antes de poder controlar su lengua. Zhar chasqueó sus mandíbulas dentadas y se acercó al Diacono, con su cor-

tador láser resplandeciendo. Pero Chur'R-Yar detuvo al macho con unos rechi-nantes silbidos. Bajo circunstancias diferentes, ella podría haberlo dejado des-garrar al Unggoy en pedazos por su estúpido insulto. Pero por ahora, lo necesi-taba con vida.

–Cálmate –dijo ella–. La Luminary no está dañada. Simplemente no puede hablar.

–¡Pero el Ministerio! –balbuceó Dadab– ¡Van a exigir una explicación...! –Y tendrán una. Después de que tome mi parte.

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La Maestra de Nave estiro una garra hacia el holo-tanque. Había un único glifo no ubicado en el planeta alienígena. Para el ojo inex-

perto, podría haber parecido una especie de error –una pieza de datos extravia-da. Pero la mirada pirata de Chur'R-Yar reconoció lo que era: una reliquia a bordo de otro de los cargueros de los alienígenas; una que ella esperaba fuera fácil de capturar, como la primera.

El Diácono estaba temblando, todo su cuerpo color gris azulado se agitaba de terror.

La Maestra de Nave sabía que el Unggoy estaba en lo cierto: lo que pensa-ba hacer era una herejía. Sólo los profetas tenían permitido el acceso a las reliquias. Y si la manipulación de un Luminary significaba la muerte, desafiar a los profetas significaba la condenación.

De pronto el diácono se calmó. Posando la mirada en los glifos del holo-tanque y luego sobre la punta de color rojo brillante del cortador láser de Zhar, su respiración se relajó.

Chur'R-Yar sabía que el Unggoy era más inteligente que la mayoría y su-puso que se había dado cuenta de la magnitud de su situación: la Maestra de Nave le había dicho sus planes secretos y sin embargo seguía con vida. Lo cual sólo podía significar una cosa: Ella tenía un plan para él.

–¿Qué es lo que mi Maestra de Nave quiere que haga? –preguntó Dadab. Los dientes de Chur'R-Yar brillaban a la luz débil de la Luminary. –Necesito que mientas. El Diácono asintió con la cabeza. Y la Maestra de Nave estableció rumbo

hacia la nave cargada con la reliquia.

* * * Henry “Hank” Gibson amaba su carguero –amaba sus grandes y feas líne-

as, y el retumbar silencioso de su unidad Shaw-Fujikawa. Por encima de todo amaba navegar en él, lo cual la mayoría de gente pensaba que era un poco raro cuando un equipo NAV controlado por una IA podría hacerlo igual de bien. Pero eso estaba bien por Hank porque, incluso más que a su nave, amaba no importarle un comino lo que la gente pensara de él, algo que cualquiera de sus ex-esposas gustarían atestiguar. Las naves Capitáneadas por humanos no eran raras en la flota comercial del UNSC; simplemente navegaban cruceros y otras naves de pasajeros. Hank había trabajado para una de las grandes compañías de cruceros –sirviendo en el crucero de lujo ‘Two Drink Minimum’ sin escalas desde la Tierra a Arcadia durante unos quince años, los últimos cinco como primer oficial. Pero la nave de pasajeros necesitaba todo tipo de asistencia por computadora para ir de A a B, manteniendo sus centenares de pasajeros bien alimentados y descansados. Hank era un auto declarado solitario, y no impor-

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taba si las voces hablándole eran humanas o simuladas, a él le gustaba un puente tranquilo.

Y el Two Drink Minimum ciertamente no era eso. Si el pago no hubiera si-do tan bueno, y el tiempo lejos de sus esposas no hubiese sido tan terapéutico, Hank hubiera renunciado mucho antes.

Con excepción de la astrogación13, un Capitán de carguero podía manejar la mayor cantidad de operaciones de su nave en espacio normal como quisiera. Hank amaba tener las manos en los controles –maniobrando con sus cohetes de hidracina, arrastrando miles de toneladas de cargamento hacia adentro y fuera de la atracción gravitacional de un planeta.

El hecho que era dueño de su nave, This End Up, lo hacía aún más feliz de navegar. Había tomado gastado sus ahorros, renegociado dolorosamente sus pensiónes alimenticias, y pedido un préstamo tan grande que no le gustaba pensar en ello. Pero ahora él era su propio jefe. Hacía su trabajo con dedica-ción y con el tiempo construyó una lista de clientes que estaban dispuestos a pagar un poco más por un servicio personalizado. Uno de sus clientes más fiables era ‘Industrias Pesadas JOTUN’, una empresa de Marte que se especia-lizaba en la construcción de maquinaria agrícola semi-autómata. Ahora mismo, su carguero se encontraba ocupado con un prototipo de su próxima serie de arados –masivas máquinas diseñadas para labrar amplias franjas de tierra. Esas máquinas eran increíblemente caras, y Hank asumió que un prototipo lo sería aún más. Razón por la cual, mirando a una consola llena de luces de adverten-cia parpadear, se sintió más enojado que asustado.

Su atacante desconocido había golpeado mientras la nave se dirigía a toda velocidad hacia Harvest en un vector de intercepción de alta velocidad. Hank salió ileso del ataque. Pero el fuego enemigo había arruinado su unidad Shaw-Fujikawa, estropeó sus cohetes de maniobra, y acabó con el máser –causando más daño al carguero de lo que podía darse el lujo de reparar. La piratería era algo inaudito sobre las rutas que Hank recorría, y nunca había considerado añadir el opcional y extremadamente costoso seguro a sus contratos. Hank dio una palmada en la consola, silenciando una nueva alarma: brecha del casco, al costado de babor del contenedor de carga, cerca de la popa. Podía sentir el suelo de caucho de la cabina de mando vibrar mientras algo se abría camino a través de la pared del contenedor.

–¡Maldita sea! –maldijo Hank, tomando un extintor de incendios de un so-porte en la pared. Esperaba que los piratas no dañaran el prototipo JOTUN a medida que se abrían paso en el interior– Está bien. ¿Estos imbéciles quieren romper mi nave? –Hank gruñó, levantando el extintor por encima de su cabe-za–. Tendrán que pagarla.

13 Coordinación de saltos Slipspace que requiere una computadora de navegación

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* * *

El interior de la conexión umbilical de la Minor Transgression brillaba rojo

mientras la punta del perforador quemaba el casco de la nave alienígena. A través de las paredes semi-transparentes, Dadab podía las cicatrices provoca-das por el laser en la unidad de propulsión del carguero –marcas negras provo-cadas por una precavida Chur’R-Yar.

«¿Cómo puede estar tan tranquila?» Dadab gimió, mirando a la Maestra de Nave, un poco más adelante en el umbilical. Ella estaba de pie detrás de Zhar, con una garra apoyada sobre la empuñadura de su pistola de plasma enfundada –como una reina Kig-Yar pirata de antaño–, lista para el abordaje. Los otros dos tripulantes Kig-Yar que se encontraban justo detrás de ella se veían más nerviosos. Ambos jugueteaban con sus puñales de energía: fragmen-tos de cristal de color rosa utilizados como armas cuerpo a cuerpo. Dadab se preguntó si los miembros de la tripulación, igual que él, sabían que estaban condenados.

Se imaginó que Chur'R-Yar tendría éxito en tomar la reliquia (aunque al-gunas habían resultado ser muy peligrosas, incluso en las manos hábiles de los Profetas). Entonces probablemente saltaría de inmediato de regreso a espacio Covenant –donde su reliquia habría de mostrarse como una más de las muchas otras– y rápidamente buscaría un comprador, todo antes de levantar las sospe-chas del Ministerio. Era un plan plausible. Pero Dadab sabía que él y otros innecesarios testigos estarían muertos mucho antes de que ese plan se comple-tara. En su caso, inmediatamente después de que transmitiera una falsificación del reporte del número de Luminations en el sistema alienígena. La luz en el umbilical se atenúo cuando la punta del perforador terminó de perforar a través del casco. El final del conducto se abrió para mostrar un escudo de energía brillante.

–Que el Huragok verifique la presión –dijo Chur'R-Yar, mirando atrás, hacia Dadab.

El Diácono dio la vuelta y gesturizó a Más Ligero Que Otros detrás de él: < Comprueba, aire, igual. > Antes de abordar la nave alienígena, necesitaban asegurarse de que hubiese

un equilibrio entre la atmósfera del umbilical y la de la bodega del carguero. Si no fuera así, podrían ser destrozados en cuanto pasaran por el campo de ener-gia.

El Huragok pasó flotando tranquilamente por el lado de Dadab. Para Más Ligero Que Otros, esta no era más que otra oportunidad de ser útil. Comprobó que los sensores que controlaban el campo y soltó un suspiro de satisfacción. Zhar no perdió tiempo en saltar a través del escudo.

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–¡Es seguro! –Anunció el macho Kig-Yar a través de su unidad de señali-zación.

Chur'R-Yar indicó a los otros machos tripulantes que avanzaran, y luego se deslizó a través del campo, seguido de cerca por Más Ligero Que Otros. Dadab respiró hondo y ofreció una oración silenciosa por el perdón de los Profetas. Entonces él también entró a la nave alienígena. Su carga no ocupaba tanto como la del primero carguero habían encontrado. En lugar de contenedores de fruta desde el piso hasta el techo, el espacio estaba dominado por una sola pieza de carga: una imponente máquina, con seis ruedas macizas. En la parte frontal de la máquina había una viga –más ancha que la propia máquina– equi-pada con picos similares a dientes, cada uno dos veces tan alto como Dadab. La mayoría de las piezas internas de la máquina estaban envueltas por metal pintado de amarillo y azul, pero aquí y allá Dadab vio circuitos expuestos y pistones pneumáticos. Por encima de la viga de dientes había una serie de altos símbolos de metal brillante: J-O-T-U-N. Dadab ladeó su cabeza. Si los símbo-los eran Forerunner, no los había visto nunca. Pero no estaba muy sorprendido, él era sólo un humilde Diacono, y había un sinnúmero de santos misterios que todavía tenía que entender.

–Dile al Huragok que investigue –lanzó Chur'R-Yar, señalando a la máqui-na.

Dadab aplaudió con sus garras para obtener la atención de Más Ligero Que Otros:

< ¡Encuentra, reliquia! > El Huragok infló su saco más grande, aumentando su flotabilidad. Cuando

se encontró por encima de una de las grandes ruedas de la máquina, ventiló una cámara más pequeña, impulsándose a sí mismo hacia una cortina de cables multicolores.

La Maestra de Nave dirigió a Zhar y los otros dos tripulantes hacia una pila de cajas de plástico sujetas al suelo, cerca de la parte trasera del vehículo. Repiqueteando sus mandíbulas óseas ansiosamente, la Kig-Yar saltó a su tarea, indiscretamente, abriendo las cajas superiores con rápidos y veloces tirones de sus garras. Pronto desapareció en una avalancha de suave material de empa-quetado color blanco.

–Haz algo útil, Diácono –rompió Chur'R-Yar–. Ve a buscar la unidad de señalización de la nave.

Dadab hizo una breve reverencia y trotó alrededor de la máquina hacia la parte trasera de la bodega. La plataforma del ascensor funcionaba igual que en el otro carguero, y pronto se encontró elevándose hasta el pasillo que conducía a la cabina de mando. A mitad de camino por el pasillo, el Diácono recordó de repente la suciedad repugnante que lo había esperado la última vez. Cuando

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atravesó la puerta de la cabina, involuntariamente contuvo el aliento y cerró los ojos.

¡Clang! Algo pesado golpeó el tanque de Dadab. Gritó con alarma y se tambaleó

hacia adelante. Recibió otro golpe en el estómago. El metano comenzó a silbar por una fractura en su tanque.

–¡Ten piedad! –gritó Dadab, envolviéndose en una bola y cubriéndose el rostro con sus antebrazos espinosos. Oyó una serie de exclamaciones gutura-les, y sintió algo pateando la parte trasera de una de sus piernas. Dadab separó sus brazos muy ligeramente, y espió por la rendija.

El alienígena era alto y musculoso. La mayor parte de su piel pálida estaba cubierta por un traje de tela ajustada. Mostrando los dientes, y sosteniendo un cilindro de metal rojo por encima de su cabeza casi totalmente peluda, la cria-tura parecía salvaje –no como algo que pudiera poseer una reliquia sagrada. El alienígena arremetió con una de sus pesadas botas, golpeando la pierna de Dadab por segunda vez. Gritó palabras más furiosas e ininteligibles.

–¡Por favor! –gimió Dadab– ¡no entiendo! –pero sus súplicas sólo parecían provocar la ira del alienígena.

El alienígena dio un paso adelante, con su garrote levantado para el golpe de gracia. Dadab lanzó un grito y se cubrió los ojos...

Pero el golpe nunca llegó. Dadab escuchó el cilindro cayendo sobre el piso cubierto de goma, y rodando para detenerse contra la pared de la cabina. Poco a poco, el Diácono descruzó sus brazos.

La boca del alienígena estaba abierta pero no emitía ningun sonido. Se tambaleó de atrás para delante, agarrando su cabeza. Entonces, de repente, sus brazos se aflojaron. Dadab se deslizó hacia atrás justo cuando el extraterrestre se precipitó de bruces al suelo, entre sus piernas. Escuchó un balido nervioso y levantó la vista. Más Ligero Que Otros flotaba en la puerta de la cabina. Tres de sus tentáculos estaban cubriendo sus sacos defensivamente. El cuarto estaba estirado hacia afuera, temblando en lo que inicialmente Dadab percibió como miedo.

Pero entonces comprendió que Más Ligero Que Otros estaba tratando de hablar, tratando de formar el signo más simple de la lengua Huragok:

< Uno. > Un clamor de garras por el pasillo anunció la llegada de la Maestra de Na-

ve. Ella empujó al Huragok, blandiendo su pistola de plasma y clavó uno de sus ojos rubí en el cadáver del alienígena.

–¿Cómo murió? –preguntó. Dadab miró hacia abajo. La parte trasera del cráneo del alienígena estaba

rota –perforada con un agujero irregular. Cautelosamente Dadab deslizó dos dedos dentro de la mortal herida. Pellizcó algo duro en el centro del cerebro de

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la cosa, y lo sacó a la vista de todos: la roca de cacería de Más Ligero Que Otros.

* * *

A Sif no le gustaba molestar a las computadoras de navegación. En algún

lugar profundo de su núcleo lógico había un recuerdo residual de su creador a, el de una madre agobiada y con poca paciencia para su hijo recién nacido. Pero era imposible comunicarse con naves mientras estaban en Slipspace. Así que no había manera de que Sif pudiera darles aviso de las nuevas medidas de seguridad adicional que Jilan al-Cygni había impuesto después de la auditoría.

<\\> HARVEST.IA.ON.SIF–– DCS.CUP # -00040370 <\ ADHERIRSE A SU NUEVA TRAYECTORIA. <\ MANTENER VELOCIDAD REQUERIDA. <\ TODO ESTÁ BIEN. \>

Para conectarse con Harvest, o cualquier otro planeta, en movimiento por

el vacío del espacio, los cargueros necesitaban salir del Slipspace en la trayec-toria correcta, viajando a velocidad match. Harvest orbitaba Epsilon Indi a un poco más de ciento cincuenta mil kilómetros por hora, más rápido que la ma-yoría de los mundos del UNSC. Y dependiendo del ángulo del vector de inter-cepción, una computadora de navegación tendría que aceleraru aún más su nave, para encontrarse con el planeta. Así que las computadoras NAV se mos-traron comprensiblemente confundidas cuando, inmediatamente después de salir de sus saltos, Sif exigió que se prepararan para dirigirse hacia Harvest en un punto aún más adelante que lo planeado dentro de su órbita. Sif cortó su conexión con el carguero, Contents Under Pressure, y respondió a otro saludo.

Varias partes de su mente se estaban comunicando con cientos de cargue-ros a la vez, asegurando a sus simples circuitos que los retrazos que estaba imponiendo eran perfectamente legales y seguros. El mismo mensaje, una y otra vez. Pero su núcleo no podía evitar sentirse un poco molesto. La mujer del DCS había insistido en llevar a cabo un doble control del ARGUS y otros datos que había recogido de todos los cargueros en el sistema. Sif sabía que esto era parte de su castigol –que debía soportar una pequeña humillación burocrática antes de que DCS perdonase su descuido. Afortunadamente, al-Cygni era tanto amable como eficiente, y no tardó en dar el visto bueno a todos sus chequeos. Pero ella era humana, y necesitaba dormir al menos unas cuantas horas cada día. Esto significaba que algunos cargueros tendrían que entrar en régimen de espera por algún tiempo. Y esto hizo que sus computadoras NAV se pusieran aún más ansiosas...

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<\\> HARVEST.IA.ON.SIF –– DCS.TEU#-00481361 <\ ATENCION, THIS END UP. <\ DEBE MANTENER LA VELOCIDAD REQUERIDA.

Sif podía decir que This End Up aún estaba en la trayectoria correcta, pero

había empezado a desacelerar. La disminución era menor (menos de quinientos metros por minuto), pero cualquier desaceleración era inaceptable cuando el objetivo era mantener el ritmo de un planeta.

<\ ¿THIS END UP, PUEDE ESCUCHARME? <\ CONTACTAR HARVEST SOBRE CUALQUIER CANAL. \>

Pero no hubo respuesta, y Sif sabía que el carguero seguramente perdería

su encuentro. Ella había comenzado a contemplar la gran cantidad de proble-mas que pudieran haber causado al This End Up perder su velocidad cuando, sin previo aviso, el carguero desapareció de su escaner. O más concretamente, lo que antes era un solo contacto, de repente se convirtió en varios cientos de millones de pequeños contactos más pequeños. O más sucintamente, razonó Sif, la nave explotó. Miró la hora. Era pasada la medianoche. Cuando inició un COM con el hotel de al-Cygni en Utgard, ella esperó a que la mujer todavía estuviera despierta.

–Buenos días, Sif. ¿Cómo puedo ayudarte? –Jilan al-Cygni estaba sentada en el escritorio de su suite. Desde la señal a todo color transmitida por el hotel, Sif pudo ver que la mujer que vestía el mismo traje marrón de su reunión ante-rior. Pero se veía perfectamente planchado y su largo cabello netro estaba sujeto en un rodete ajustado. Mirando el fondo de la imagen, Sif notó que su cama seguía tendida.

–¿Ocurre algo malo? –preguntó al-Cygni en un tono que confirmaba su es-tado de alerta.

–Hemos perdido otra nave –dijo Sif, enviando todos los datos relevantes por su máser.

Observó una los hombros de al-Cygni descender apenas, y su mandíbula se relajó. Lejos de mostrarse sorprendida, el anuncio pareció confirmar a la mujer –como si hubiera previsto la pérdida del carguero y había estado esperando que Sif confirmara sus sospechas.

–¿Nombre e itinerario? –preguntó Jilan, sus dedos alcanzando por su libre-ta COM.

–This End Up. Marte, con escala en Reach.

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–Había más de treinta naves en vectores similares –reflexionó Jilan. Pasó un dedo por la pantalla táctil, descendiendo por el reporte –tratando de descu-brir patrones útiles en los datos de Sif– ¿Por qué este en particular?

El manifiesto del This End Up, afirmaba que llevaba un prototipo JOTUN. Hasta que el ARGUS de Sif entregó su evaluación de la nube en expansión de los desechos, no tubo pruebas suficientes como para negarlo. Comprobando los datos de otros cargueros cercanos, confirmó que la mayoría estaban carga-dos con bienes de consumo. Algunos cargaban piezas de repuesto para JO-TUNs y otra maquinaria agrícola. Pero justo cuando estaba a punto de mencio-nar el prototipo JOTUN como la única diferencia significativa entre todos los cargueros, se dio cuenta de algo extraño en el This End Up.

Entonces vio los labios de Jilan empezar a moverse, y como lo exigía el protocolo, se mordió su lengua virtual. Era insolente y soberbio el interrumpir a un humano de pronto, y su algoritmo se lo recordó. Así que Sif hizo todo lo posible para no sentirse ofendida cuando al-Cygni tomó el crédito por su des-cubrimiento compartido. Los ojos verdes de la mujer brillaron mientras lo decía:

–This End Up era la única nave con un Capitán. Una tripulacion humana.

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Capítulo Siete 16 de enero, 2525 Planeta Harvest Tan pronto como los reclutas del primer pelotón terminaron su desayuno,

Avery los llevó a su marcha diaria: diez kilómetros de ida y vuelta por la auto-pista Gladsheim. Luego de dos semanas de entrenamiento físico (PT por sus siglas en inglés), ya estaban acostumbrados a la ruta –un agotador recorrido por los campos de trigo. Pero hasta ese momento nunca lo habían hecho con las mochilas llenas, pesando 25 kilogramos. Y para cuando Epsilon Indi co-menzó a arder en el cielo a media mañana, la marcha se volvió una verdadera prueba de resistencia. Esto era aplicado también a Avery, quien no había hecho ningún ejercicio decente desde antes de su regreso a casa.

El largo periodo en cryo-sueño desde Epsilon Eridanus al Sol y luego del Sol a Epsilon Indi lo dejó en una condición comúnmente conocida como “quemadura de congelamiento”. Esta dolorosa sensación, como un caso agudo de alfileres y agujas bajo la piel, era causada por la ruptura de los fármacos del cryo-sueño atrapados en músculos y tendones, y en el caso de Avery era el peor caso que hubiera sentido alguna vez –profundas punzadas en las rodillas y hombros a causa de la extenuante marcha. Avery hizo una mueca mientras se quitaba su mochila. Sin embargo no era difícil ocultar su incomodidad de su pelotón, porque los treinta y seis hombres apiñados cerca del asta bandera de la plaza de armas se encontraban concentrados en su propio agotamiento.

Con sudor corriendo por su nariz y mentón, Avery observó como uno de ellos vomitaba su desayuno. Así comenzó una reacción en cadena que pronto dejó a la mitad del pelotón escupiendo sonoras arcadas sobre la grava. Jenkins, un joven recluta pelirrojo, se inclinó hacia delante directamente frente a Avery. Con sus delgados brazos reposando en sus rodillas, emitió un sonido que era mitad tos, mitad llanto. Avery vio una fina línea de saliva cayendo sobre sus mal atadas botas. Debía tener ampollas, pensó Avery, observando los nudos mal hechos. Pero también sabía que Jenkins afrontaba una amenaza más peli-grosa: Deshidratación. Tomó una botella plástica de agua de su mochila y la acercó a las temblorosas manos del recluta.

–Bébela despacio. –Sí, sargento –jadeó Jenkins, pero no se movió. –¡Ahora, recluta! –ladró Avery. Jenkins se enderezó tan rápidamente que el peso en su mochila casi lo

arrojó de espaldas. Sus mejillas se hincharon cuando abrió la botella y bebió dos grandes sorbos.

–Dije despacio –Avery intentó controlar su enojo–. O tendrás un calambre.

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Avery sabía que la milicia colonial no eran los marines, pero le resultaba difícil bajar sus expectativas respecto a la performance de los reclutas. Cerca de la mitad de ellos eran miembros de las fuerzas de la ley de Harvest, o de algún otro servicio de emergencia, asíque estaban por lo menos preparados mentalmente para los rigores de un entrenamiento básico. Pero estos hombres eran también mayores (algunos terminando sus cuarenta o empezando sus cincuenta años), y no estaban en la mejor forma.

Las cosas no estaban mucho mejor con los reclutas jóvenes como Jenkins. Muchos de ellos habían crecido en granjas, pero debido a que los JOTUNs hacían todo el trabajo pesado, estaban igual de preparados físicamente que los ancianos para aprender el vigoroso arte militar.

–¡Healy! –gritó Avery, apuntando a las botas de Jenkins–. ¡Tenemos un par de pies malos!

–¡Ya llevamos tres! –respondió el médico. Healy se encontraba repartiendo botellas a un par de barrigones reclutas de mediana Era con rostros quemados por el sol–. Dass y Abel son muy gordos, creo que llenaron correctamente sus botas –dijo el médico, alzando la voz lo suficiente para que lo escuchara el pelotón entero, y para que algunos de los hombres que no habían perdido sus almuerzos (junto con sus sentidos del humor) sonrieran silenciosamente por la burla de Healy.

Avery frunció el seño. No sabía que lo irritaba más, si la insistencia de Healy en hacerse el payaso, arruinando la conducta estoica que Avery quería imponer; o el hecho de que el Médico ya se sabía los nombres de los reclutas mientras que Avery tenía que chequear en los bordados en los bolsillos de sus trajes de fajina color oliva.

–¿Tienen la energía para hablar? ¡Tienen la energía para correr! –espetó Avery–. Consigan agua. Bébanla. Todo lo que quiero escuchar es el sonido de la hidratación. Que, para dejar en claro, ¡suena absolutamente a nada!

Inmediatamente, treinta y seis botellas plásticas vacías se alzaron al aire. Jenkins se mostraba especialmente deseoso de dejar sus adoloridos pies plan-tados en la tierra, y a consumir agua a un ritmo alarmante. Avery observo la gran manzana de Adán del recluta subir y bajar como un yoyo por su garganta. El chico ni siquiera podía seguir la sencilla orden de cómo beber apropiada-mente. El sonido de voces cerca de las barracas anunciaba el regreso de Byrne y el segundo pelotón. Avery los podía escuchar marchando y cantando en rimas –gritando un canto del Cuerpo de Marines. Byrne gritaba cada línea y los reclutas las repetían:

¡Cuando muera, por favor, entiérrenme profundo!

¡Coloquen un MA5 a mis pies! ¡No lloren por mí, no derramen ni una lágrima!

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¡Solo empaquen mi ataúd con equipo de PT! ¡Porque una temprana mañana, cerca de las cero-cinco!

¡El suelo retumbará y un rayo caerá! ¡No se preocupen ni se alarmen!

¡Solo será mi fantasma en una marcha PT! Cuando el segundo pelotón llegó a las barracas, arrastrando sus piés hasta

la plaza de armas, la puerta de la habitación del Capitán Ponder se abrió. Como era usual, el Capitán había escogido no utilizar su prótesis; la manga de su camisa de fajina estaba una vez más plegada y sujeta por un alfiler.

–¡Atención! –ladró Avery. Ponder le dio al primer pelotón una chance para enderezarse, y tiempo al

segundo pelotón para detenerse. Entonces preguntó fuerte pero amigablemen-te:

–¿Caballeros, están disfrutando su paseo? –Señor, sí señor –contestaron los reclutas con entusiasmos variados. Ponder giró hacia Byrne. –No se escuchan tan seguros, Sargento. –No, señor, no lo hacen –gruño Byrne. –Quizás diez klicks14 no fueron suficientes para formarse una opinión… –Estaré feliz de hacerlos correr nuevamente, Capitán. –Bueno, primero déjeme asegurarme –Ponder puso la palma de su mano en

su cadera y gritó–. Les preguntaré de nuevo ¿disfrutaron su paseo? Los setenta y dos reclutas gritaron a una sola voz: –¡Señor, sí señor! –¿Lo harán otra vez mañana? –¡Señor, sí señor! –¡Definitivamente los escuché esta vez! –los reclutas volvieron a sentir sus

dolores, y Ponder gesturizó hacia Avery– ¿Cómo estuvo su paso? –Nada mal, considerando el peso extra. –¿Qué planea para esta tarde? –Pensé en llevarlos al campo de tiro. Ponder asintió con aprobación. –Con el tiempo les dejaremos disparar algunos blancos. Pero tendrá que de-

jarlos en manos de Byrne por hoy. Tenemos una cita. –¿Señor? –Celebración del Solsticio. Utgard. El gobernador de este planeta envió una

invitación para mí y para uno de mis sargentos –el Capitán apuntó con su bar-billa hacia Byrne, quien estaba desatando una serie de improperios contra un

14 Término acuñado durante la guerra de Vietnam. Diminutivo de kilómetro.

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aterrado recluta que había cometido el error de devolver su desayuno sobre las botas del Sargento–. Es un acontecimiento formal. Damas en vestidos largos, ese tipo de cosas –Ponder sonrió–. Tengo el presentimiento de que usted enca-jaría mejor.

–Entendido. Lo último que deseaba Avery era que un montón de políticos borrachines

lo bombardearan con preguntas acerca de la lucha contra la insurrección, pero cuando vio a Byrne ordenarle al recluta que hiciera lagartijas directamente sobre sus botas cubiertas de vómito, tuvo que admitirlo: el Capitán probable-mente tuviera razón.

Además, había algunas preguntas que Avery deseaba hacerle a Ponder –primero y principal, porqué Byrne y él habían sido transferidos a Harvest. Desde la pelea en las barracas, los dos Sargentos no habían hablado mucho, asíque Avery no había recibido ningún tipo de información de Byrne. Durante el viaje hacia Utgard, Avery esperaba que el Capitán pudiera explicarle porqué el UNSC había considerado útil transferir a dos líderes de equipo de la opera-ción TREBUCHET –quitándolos diréctamente de la línea del frente contra la insurrección. Avery tenía una fuerte sospecha de que la respuesta de Ponder no le gustaría.

–La fiesta comienza a las cero-seis-treinta –el Capitán dio media vuelta y se acercó a la puerta de su habitación–. Límpiese y encuéntreme en el estacio-namiento tan pronto como sea posible.

Avery se quebró en un apresurado saludo, a continuación se dirigió de nue-vo a sus reclutas.

–¡Forsell, Wick, Andersen, Jenkins! –clamó, leyendo los nombres en su ta-bleta COM. Cuatro pares de hombros se enderezaron un poco–. Aquí dice que ninguno de ustedes ha manejado nunca un arma ¿es eso correcto?

–Sí, Sargento –la respuesta de los reclutas fue corta y avergonzada. Algunos de los otros milicianos, policías que acostumbraban llevar armas

de pequeño calibre para su trabajo, se rieron de la inexperiencia de los reclutas. –No será tan divertido cuando estén cubriéndoles las espaldas durante un

tiroteo –ladró Avery. La risa de los policías se acalló rápidamente. Avery ges-turizó hacia Jenkins y los demás reclutas–. El Capitán y yo tenemos un evento en la ciudad. Asíque el Sargento Byrne los adiestrará.

Los reclutas se miraron entre sí sin comprender, confundidos por la corta instrucción de Avery.

–Les enseñará a disparar –clarificó Avery–. Intenten no dispararse entre us-tedes.

Una hora más tarde, se encontraba detrás del volante de un Warthog, acele-rando al este por la autopista Gladsheim con el Capitán Ponder en el asiento del pasajero a su lado. Con Epsilon Indi golpeando fuertemente sobre sus ca-

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bezas, Avery se sintió inusualmente complacido del diseño abierto del vehícu-lo. En un escenario de guerra, la falta de techo y puertas convertían todos los viajes sobre estos jeeps en situaciones peligrosas. Pero cuando el único enemi-go era el sudoroso traje de gala azul de la marina, su compartimiento de pasa-jeros abierto era una bendición absoluta. Para ayudar a mantenerse frescos, ambos hombres se habían quitado sus sacos azules y enrollado sus mangas hasta los codos. Ponder optó por dejar su brazo falso cubierto; Avery supuso que se debía a que la articulación de titanio protésico debía ponerse incómo-damente caliente bajo el sol directo.

Con el rabillo del ojo, vio al Capitán alcanzar su hombro y rascarlo con su otra mano, masajeando las conexiones de nano fibras, allí donde los circuitos se conectaban con el hombre. Por algún tiempo Avery y Ponder se sentaron en silencio y observaron los campos de trigo alrededor de la base, dejando paso a vastas plantaciones de duraznos y manzanos. Avery no estaba seguro de cómo debía romper el hielo. No quería sencillamente empezar con ‘¿Por qué estoy aquí?’. Supuso que había una buena razón por la que el Capitán estaba rete-niendo información secreta, sospechando que le tomaría un poco mas de deli-cadeza antes de conseguir quitarle la respuesta. Asíque empezó con algo sim-ple.

–Señor. Si no le importa ¿qué le sucedió a su brazo? –M-EDF 9/21/1 –contestó Ponder, levantando la voz por sobre el rugido

del Warthog– ¿Está familiarizado con esa unidad? Avery decodificó el código inmediatamente: novena fuerza expedicionaria

de marina, vigésima-primera división, primer batallón. Era una de las muchas unidades en servicio en Epsilon Eridanus.

–Sí señor. Hombres duros de matar. –Eso eran –el Capitán acercó dos de sus dedos metálicos al bolsillo de su

camisa y retiró un cigarro Sweet William–. Yo fui su oficial al mando. Avery apretó su puño alrededor del volante cuando un camión de transpor-

te pasó acelerando en la dirección contraria. –¿Qué tipo de acción vio? –hizo lo mejor que pudo para mantener un tono

casual. Pero si lo que Ponder decía era cierto, entonces eso significaba que forma-

ba parte crítica en la lucha del UNSC contra la insurrección –que su presencia en Harvest era tan extraña como la de Avery o la de Byrne.

–No andemos con rodeos, Sargento. TREBUCHET. Está en su expediente. En el de Byrne también. He pasado las últimas dos semanas preguntándome exactamente lo mismo ¿Por qué enviaría el cuerpo a sus dos más crueles hijos de perra hasta aquí?

–Esperaba que usted iluminara un poco la situación, señor.

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–Diablos, si lo supiera… –Ponder tomó un encendedor plateado del bolsillo de sus pantalones, lo abrió y comenzó a encender su cigarro–. El FLEETCOM no ha soltado tanta información… –dijo entre caladas. Apagó el encendedor y prosiguió–… por lo menos desde que me degradaron.

Algo se activó en el cerebro de Avery. Por supuesto, pensó, el oficial al mando de un batallón de marines sería por lo menos un teniente coronel –dos grados por encima del actual rango de Capitán de Ponder. Pero Avery no tenía ni idea de qué tendría que ver con la primera pregunta. En cualquier caso, la revelación de Ponder solo lo confundió aún más.

–¿Degradado, señor? –preguntó, pasando por un charco de agua. –Perdí mi brazo –comenzó Ponder–, en Ciudad Elysium, Eridanus II –puso

una de sus botas sobre el tablero–. Esto fue en el año trece. Watts y su banda apenas empezaban a mostrar los dientes.

El Coronel Robert Watts –o “ese bastardo” para la mayoría del personal del UNSC– era un oficial del Cuerpo de Marines, nacido y criado en Epsilon Eri-danus, y quien finalmente desertó para unirse a los insurreccionistas al co-mienzo de la guerra. Él y su grupo de renegados que comandaba eran uno de los blancos prioritarios de la campaña TREBUCHET. Hasta el momento, nadie había tenido la oportunidad de dispararle, aunque Avery estuvo cerca una vez.

–Estábamos esperando capturar al segundo al mando de Watts –continuó Ponder, tomando una larga inhalación de su cigarro–. Los almirantes en el FLEETCOM querían que mi batallón entrara por la fuerza, con suficiente protección y soporte aereo. Intimidar a los locales para que entregaran al sujeto sin luchar. Pero la ciudad aún estaba cincuenta-cincuenta. No todos estaban del lado de los rebeldes, y pensé que un poco de moderación ayudaría a que nos ganáramos algunos corazones y mentes.

Avery gruñó. –Debió haber sido antes de mi época. –Las cosas eran distintas al principio. Aún había tiempo para hablar, una

chance para hacer la paz –Ponder sacudió la cabeza–. De alguna forma este sujeto, mi objetivo, se había casado con la hija de uno de los oficiales locales. Pensé que el suegro de éste se mostraría un poco incómodo con toda una co-lumna de hombres armados tocando a su puerta. Pero lo siguiente que supe fue que estaba en una sala de estar, bebiendo té –Ponder sacudió la ceniza de su cigarro–. No hablamos de nada por algunos minutos, solo nos acomodamos. Entonces, cuando su esposa se retiró a preparar otra taza de té, fui al grano: “Estamos buscando a tal y tal, sabe donde podemos encontrarlo, no significa-mos amenaza para su hija, etcetera, etcetera”. El sujeto me mira directamente a los ojos… –Ponder se pausó y miró el parabrisas curvo del Warthog por un momento–. Me mira a los ojos y dice: “Algún día ganaremos. Sin importar el costo” –el Capitán flexionó su prótesis, indicando lo que vino después–. Puso

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su mano alrededor de la esposa del objetivo, su propia hija, y la levantó… me tomó un segundo darme cuenta de que tenía una granada en la mano.

Avery no supo qué decir, excepto que, habiendo heredado la insurrección de hombres como Ponder le había hecho ver cosas tan sorprendentes como trágicas.

–Sabía que era solo un juego. Este sujeto estaba dedicado a su causa, sin ninguna duda ¿Pero matar a toda su familia? No sucedería –Ponder tomó el cigarro medio consumido de entre sus dientes y lo apagó en el tablero–. Uno de mis francotiradores pensó diferente. Disparó una ronda a través de la pared de la casa, cortando al sujeto a la mitad. Pero quitó el seguro por reflejo –el Capitán se encogió de hombros–. Me arrojé para cubrir la explosión. Las cosas empeoraron.

Poco espacio, muchos soldados; Avery sabía que “empeorar” significaba bajas civiles, algunos oficiales del alto mando enfurecidos y –para colmo– Ponder siendo degradado dos puestos.

–Creo que querían que tuviese una baja temprana, pero continué –dijo el Capitán–. Necesité un montón de favores pero finalmente llegué al programa de entrenamiento de la milicia colonial. Creí que había dejado a la insurrección atrás –le dio a Avery una mirada que era más curiosa que acusativa–. Luego llegaron ustedes dos.

Una vez más, Avery estaba sin palabras. Pero Ponder pronto se perdió en más recuerdos de aquel terrible día, y por un tiempo ambos hombres continua-ron su silencio. En los manzanales, Avery vio JOTUNs –un par de monstruo-sos recolectores suficientemente grandes como para envolver árboles enteros con sus agitadas ramas. Avery había oído a Healy discutiendo con uno de sus reclutas acerca del número exacto de JOTUNs en Harvest. El médico se rehu-saba a creer que había tres JOTUNs por cada persona –casi un millón de máquinas– hasta que el recluta le había explicado que él contaba todas las diferentes versiones: desde los fumigadores aéreos de cultivo hasta las bestias de seis ruedas como los del manzanal.

–Es gracioso –dijo Ponder de una manera que dejaba claro que él no pen-saba que lo fuera en lo más mínimo–. Pero al principio no me daba cuenta: mis hombres, el combate, todo eso. Me tomó años darme cuenta de lo loco que era, darme cuenta de la maldita suerte que tuve de salir cuando lo hice. Antes de que las cosas se pusieran realmente mal, y cometiera un error que ocasionara mucha más gente muerta.

Avery asintió con la cabeza, aunque también podía haber dicho: ‘se exac-tamente a lo que te refieres’.

Para ese momento el Bifrost había comenzado a mostrarse ante ellos. To-davía estaban a una hora de la escarpada piedra caliza, pero entrecerrando sus

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ojos, Avery podía ver oscuras líneas en zigzag talladas sobre el plegamiento de la superficie, frente a su rostro, la ruta que los llevarían hasta Utgard.

A ambos lados de los zigzags, separados por cientos de kilómetros, había dos líneas de trenes de levitación magnética –gruesos monorrieles que bajaban en un pronunciado ángulo desde el Bifrost y se encontraban con el Ida, campo adentro. Avery vio un largo tren de contenedores de carga deslizarse por la línea sur. El tren parecía moverse demasiado rápidamente para el tamaño de los contenedores, y Avery supuso que debían estar vacíos –en camino hacia un depósito donde cientos de JOTUNs esperaban con cargas recién cosechadas.

–¿Quizá el FLEETCOM decidió que necesitabas un descanso? –ofreció Ponder.

–Quizá –dijo Avery. Era una explicación tan buena como cualquier otra. –Bueno, ¿porque no empezar esta noche? Toma unas copas, baila con una

chica. Avery sonrió a su pesar. –¿Es esa una orden, señor? Ponder rió y dio una palmada en su muslo con su brazo artificial. –Sí, Sargento. Lo es. En el momento que Avery puso el Warthog en el aparcamiento del edificio

del Parlamento de Harvest, ya conocía mejor al Capitán Ponder. El cómo estar peleando contra los insurreccionistas le obligo a perderse la boda de su hijo mayor y el nacimiento de su primer nieto –preciosas ocasiones que extrañaba más que a su brazo. Al momento que desmontó del jeep, se iba abrochando los botones de bronce de su chaleco, y cuando se puso su gorra negra sintió que no solo confiaba más, sino que sentía más respeto por aquel hombre en su uni-forme de oficial al mando.

El vestíbulo del Parlamento estaba lleno de hombres que se preparaban pa-ra la fiesta, con trajes color pastel estilo seersucker; las mujeres en sus vestidos con escote redondo. Trajes pasados de moda en los principales salones de la Tierra, pero que apenas empezaban a llegar a la alta sociedad de Harvest. Al-gunos invitados boquiabiertos apenas susurraron al ver pasar a Ponder y Ave-ry. Hirió al Sargento enterarse que eran los primeros marines, los primeros soldados, que veían la mayoría de esta gente.

Pero a medida que se habrían paso entre la gente en una escalera de grani-to, las miradas de curiosidad se volvieron gélidas.

«Puede que sean miradas de curiosidad, pero no son de bienvenida», ima-ginó Avery. Parecía ser que el trato del UNSC para con la insurgencia no era tán bien recibido en Harvest como en cualquier otra colonia.

–Nils Thune –proclamó alguien al final de la escalera. Una mano de gran espesor que salía de una manga a franjas rojas y blancas se acercó–. Usted debe de ser el Capitán Ponder.

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–Gobernador –Ponder pausó su subida y saludo extendiendo su mano–. Es un placer conocerle al fin.

–Igualmente, por supuesto –el sacudón de Thune fue tan fuerte que practi-camente alzó a Ponder hasta el escalón más alto.

–¿Puedo presentarle a uno de mis hombres? El Sargento Avery Johnson. Thune liberó su mano de Ponder y se la ofreció a Avery. –Bueno… ¿Johnson? –la barba pelirroja de Thune es extendió con su son-

risa– ¿Qué le parece nuestro planeta? Avery saludó fuertemente a Thune pero éste supo contrarrestar el apretón,

era una mano fuerte. El tipo de fuerza que se recibe trabajando en la agricultu-ra tradicional cuando no se tenía toda esa flota automatizada en los campos. Avery adivinó que a pesar de su vigor, Thune estaba cercas de sus sesenta años y que había sido uno de los primeros colonos del planeta Harvest.

–Me recuerda a mi casa señor –Avery hiso una mueca–. Me crie en la Tie-rra, distrito industrial de Chicago.

Thune soltó la mano de Avery y se apuntó el pecho con un pulgar feliz-mente.

–¡Minnesota! Mi madre y mi padre nacieron ahí, si la memoria no me em-pieza a fallar –ampliando todavía más la sonrisa, dirigió a los marines al ilu-minado salón del baile–. Está en buena compañía, Sargento, casi todos los de aquí provienen del medio oeste, levantaron campamento cunado la tierra se arruinó,¡ aunque nunca imaginamos lo bien que nos iría en Harvest!

El gobernador le arrebato una copa de champán a un camarero que pasaba y se la bebió de un trago

–Por aquí –dijo rodeando por la pared todo el salón lleno de gente–. ¡No se alejen! El espectáculo esta a punto de comenzar y a ustedes los quiero en el frente y al centro.

Avery le lanzo a Ponder una mirada de confusión pero el Capitán ya seguía los pasos del gobernador. Avery siguió el espacio que dejaba la gente para pasar, que luego era ocupado por más personas, prácticamente tragándose a los marines. Haciendo todo lo posible por no molestar a los demás, Avery y Pon-der siguieron a Thune hasta una de las tantas puerta de paneles de vidrio que separaban el salón de un balcón con vista a los extensos jardines del parlamen-to, y más allá el centro comercial de Utgard.

Caminando al lado de Thune contra la barandilla de granito Avery pudo ver que los jardines estaban llenos de gente. Globos de luz empezaron a prender mientras el crepúsculo moría con todas estas familias sentadas en mantas rojas y blancas de picnic. Casi no había superficie que no estuviera ocupada por los residentes de la colonia. Avery estaba seguro de que casi la gran mayoría de los trecientos mil residentes de Harvest estaban allí presentes. Pero la razón, no la conocía.

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–¡Rol! –gritó Thune sacando de trance a Avery– ¡Por aquí! El gobernador agitó la mano sobre su cabeza, algo innecesario ya que so-

bresalía entre los demás por su altura y sus cabellos rojos y grises. Avery estiro el cuello hacia el salón de baile justo a tiempo para ver al opuesto del Gober-nador. Mientras movía a empujones a la multitud; un hombre bajo y calvo cuyo cuerpo envejecido apenas podía llenar su traje de lino gris claro, se acercó.

–Rol Pedersen –anuncio Thune–. Mi Procurador General. –Solo una forma elegante de decir abogado –Pedersen trató de formar una

modesta sonrisa con sus labios. No ofreció a ninguno de los dos su mano pero no hizo falta, la multitud jubilosa empezó a correr hacia la barandilla. Aprisio-nando al Procurador General en un estrecho espacio.

–De cierta forma Rol es responsable de que estén aquí –explicó Thune–. Ignorando detalles. Él es quien negocio por nosotros con la CA para establecer una milicia aquí.

–Técnicamente –sentenció Pedersen levantando sus cejas blancas–. For-malmente acepte su demanda de instalar una.

En ese momento el cielo estallo en fuegos artificiales llenando por comple-to los espacios entre los siete elevadores de la Tiara con estallidos de colores. Sobresaliendo por el horizonte de Utgard, las hebras de los ascensores brilla-ron como el bronce a la luz de la puesta de Epsilon Indi.

–¡Muy bien, todos! –rugió Thuner en cuanto estalló el último de los fuegos artificiales en un verde azulado– ¡Estén listos! –el gobernador puso sus manos en las orejas al igual que todos los demás en el balcón exceptuando a Ponder y Avery.

–El acelerador magnético –explicó Pedersen–. Lo disparamos cada solsti-cio.

Todo a la vez, desde las torres hasta el centro comercial quedó a oscuras al momento en que la red eléctrica de la ciudad fue dreanada de toda su energía. Salió un destello brillante desde el centro de las hebras de los elevadores de la tiara sobre el cielo y un momento después una onda de choque se estrello con-tra el centro comercial, agitando postes de luz y haciendo a los hombres perse-guir sus manteles de picnic y a las mujeres calmar a sus hijos. En el balcón las mujeres gritaron en una mezcla de alegría y miedo cuando la onda agitó sus vestidos y los hombres hicieron galante de su hombría al destaparse los oídos en cuanto la onda hubo pasado por el salón del Parlamento.

–¡Hurra! –exclamó Thune al momento que acercaba sus brazos para aplau-dir al mismo tiempo que todas las personas que se encontraban en los jardines–. Bien hecho Mack.

–Gracias, gobernador –contestó la IA desde la tableta COM del gobernador escondida en alguna parte de su chaqueta–. Mi objetivo es complacer.

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–Hablando de eso –dijo Thune alejándose de la barandilla– ¿Qué tan cerca fue el disparo?

Pedersen extendió el brazo con la mano abierta en dirección a Thune para que los marines comprendieran que había que seguirle. Esta vez el gobernador los llevó hasta el otro lado del salón donde un grupo de niños en disfraces de vaqueros y niñas con túnicas blancas, estaba apretados alrededor de una mesa circular con un cuerno de la abundancia de frutas y verduras. Un holo-proyector plateado reposaba cubierto de hojas de vid y uvas púrpura en el centro de la mesa. Encima de éste se encontraba Mack.

–Alrededor de una milla –dijo la IA frotando un pañuelo sucio detrás de su cuello–. En realidad, algo así como cincuenta kilómetros. Pero estoy seguro de que dirá algo.

–No hay duda, no hay duda –sonrió Thune entre dientes–. Escucha, me gustaría que conocieras al Capitán Ponder y al Sargento Johnson. Marines del UNSC. Ellos se encargarán de nuestra milicia.

–Mack. Operaciones Agrícolas –Mack tocó la punta de su sombrero de va-quero, se inclino en el balcón, mirando hacia el horizonte, donde debía estar el acelerador–. Igual que un gran cañón de la armada. Solo que con menos retro-ceso.

–Ya saben… –bromeó Ponder–. Por eso solo los disparamos en el espacio. Un Acelerador Magnético era relativamente simple. La solución económica

para impulsar objetos desde la superficie del planeta hasta el espacio. Por lo general construidas sobre largos y flexibles cimientos, sus grandes bobinas magnéticas podían cargar, apuntar y disparar con muy poca automatización. Un simple ordenador en lugar de una compleja IA era capaz de ocuparse de todo. Sin embargo los aceleradores tenían una gran desventaja: Una limitada carga. Lo que significaba que mientras el Acelerador era apropiado durante las primeras décadas de la colonia en Harvest (cuando su misión principal era enviar los residuos nucleares cuidadosamente empacados en trayectoria de colisión con Epsilon Indi), para que el planeta cumpliera su cometido de ex-portación a gran escala se necesitaba un equipo con mayor capacidad de carga, como la Tiara.

La tecnología de los aceleradores seguía vivía y para bien en la marina, pe-ro, en la forma de Cañónes de Aceleración Magnética. Los llamados cruceros y fragatas MAC eran básicamente Aceleradores de masas móviles. No eran más que gigantescas bobinas magnéticas, alrededor de las cuales se construía la nave en sí misma. La tecnología era similar a la del Rifle M99. Pero mientas que los proyectiles del M99 eran ligeros, semi-ferrosos y de apenas unos milí-metros de diámetro, una salva MAC era de más de diez metros de extremo a extremo, pesando ciento sesenta toneladas métricas, y lleno de suficiente em-puje como para atravesar las más gruesas placas de armadura de Titanio-A.

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–¿El espacio? –gruñó Thune con desdén– ¿Esas cosas todavía hacen ruido a gravedad cero?

–¿Si usted esta dentro de una nave MAC cuando abra fuego? –Ponder puso sus manos en su cabeza, simulando una explosión ensordecedora–. No se si usted es una persona religiosa Gobernador, pero es igual que una campana de iglesia.

–¿Qué si lo soy? –el gobernador sonrió– ¡Luterano! Nacido y criado. Pedersen suspiro en señal de protesta –Si hubiera sabido que iban a traer la religión, Capitán, como Procurador

General, hubiera sugerido un tema menos polémico. –Y yo estaba a punto de contar una historia… –dijo Mack lo suficiente-

mente fuerte para que los niños escucharan. La multitud de niños aplaudió cuando apareció una representación holográ-

fica de una calle principal del Viejo Oeste detrás de Mack. Un grupo de bandi-dos enmascarados salían corriendo de un banco. Disparando sus revolveres de seis tiros y espantando a los caballos de un carruaje que pasaba. Los niños suspiraron. Mack saco una estrella de alguacil de su bolsillo y se la coloco en el pecho.

–Han de querer tomar el sermón en el salón. –Esta bien por mí –dijo Thune, palmando el hombro de Ponder– ¿Capitán? Ponder se mantuvo firme bajo la fuerza del manotazo de Thuner –Después de usted Gobernador –antes de seguir a Thune a la barra del

salón, se dirigió a Pedersen–. Di a mi sargento estrictas órdenes de encontrar una pareja de baile. ¿Conoce a alguien que pueda apoyar tal misión?

Pedersen levanto un ansioso dedo. –¡Tengo a la indicada! –Ciertamente lo agradezco –dijo Ponder. Luego dirigió una sonrisa a Ave-

ry– ¡Buena suerte, marine! Antes de que Avery pudiera responder, el Capitán giro sobre sus talones y

Avery sintió el ligero golpeteo de Pedersen sobre sus hombros. –¿Sabe usted sobre el incidente del acelerador? –preguntó el Procurador

General, dirigiendo a Avery lejos de los primeros disparos del tiroteo de Mack y los chillidos de júbilo de los niños.

–¿Incidente, Señor? –La cosa entre Mack y Sif. –No. –Bueno… Pedersen procedió a explicar como, poco después de que el DCS instalara a

Sif en la Tiara se había producido un fallo crítico en el suministro de energía de su centro de datos. Esto obligó a todos sus técnicos a detener toda su activi-dad en las líneas o enfrentarse a un desequilibrio de cargas que pondría en

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peligro la integridad de todo el sistema. Habría sido una grave crisis, y Mack decidió utilizar el acelerador para impulsar una nueva fuente de alimentación a la órbita.

Trató de ser lo mas útil posible, disparó los componentes justo en la esta-ción de acoplamiento numero cuatro de la Tiara. Fue un logro increíble, sin embargo cuando los técnicos de Sif la volvieron a conectar a la red, ella se entero de lo que Mack había hecho, la forma en que fácilmente pudo haber ‘borrado’ su centro de datos. Para Sif no era nada gracioso.

–Es por eso que ella no esta aquí esta noche –concluyó Pedersen cuando salían del salón de baile y se dirigían a la esquina noreste del ahora calmado balcón–. Porque siempre aparece con una escusa para no asistir a ninguna fiesta que implique disparar el acelerador. Es una pena realmente. Creo que podría encontrar un poco de diversión.

–Esa es toda una acusación formal, su señoría –una voz de mujer llegó des-de la barandilla.

Pedersen se detuvo de inmediato. Pero Avery ya había advertido su presen-cia desde hacía algunos pasos. Vio como su chal de plata cubría solo una parte pequeña de su espalda. Aminoró su marcha para darse tiempo de quitarse su gorra y refrescar su pelo.

–Mis disculpas, señorita al-Cygni –dijo el procurador general– Estaba hablando de Sif y el incidente con el acelerador.

–Por supuesto –Jilan se apartó de la barandilla en dirección al procurador–. Si mal no recuerdo, mi departamento dictaminó que el Acelerador debía per-manecer inactivo.

–Que yo recuerde. Rechazamos ese dictamen en base a que se trataba de una violación a la Carta de la CA, una grave violación a nuestra ya limitada soberanía –el Procurador guiñó–. Fuera de todo esto. ¿Cómo podríamos dejar pasar toda esta diversión?

Jilan rió. –No lo niego. –Discúlpeme –dijo Pedersen precipitadamente–. Sargento Avery Johnson

permítame presentarle a Jilan al-Cygni, del DCS. Jilan ofreció su mano. Avery vaciló. Si ella hubiera llevado su uniforme de

campo él sabría que hacer: tomar su mano y sacudirla. Pero su vestido de plata hasta el suelo le hizo titubear. Sin espalda y sin mangas, era la viva imagen de la moda del planeta central. Su pelo negro se encontraba recogido apretada-mente, y unos mechones se escondían detrás de sus orejas, pero se mantuvie-ron inmóviles aún cuando sopló una brisa desde el centro comercial.

–Los besos son para la política –dijo Jilan aproximando su mano un poco–. Y estoy segura que no estamos aquí por eso.

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Avery lo negó. El apretón de la mujer no era tan fuerte como el del Gober-nador pero no tan delicado como sugería su pequeño brazo.

–Si me disculpan –Pedersen tosió y llevo su mano al pecho–. Tengo que rescatar a nuestro Capitán de un debate muy fuerte sobre el destino de su alma inmortal.

Jilan sonrió –Usted siempre preocupado por nuestro Gobernador. Pedersen choco sus talones y regreso al salón. Jilan lo observó hasta que se

perdió entre la gente antes de empezar a hablar con Avery. –Te diría que te relajaras, pero no pareces ese tipo de hombre. Avery no supo cómo responder a eso. Dio las gracias al momento de respi-

ro que le dio una pareja al chocar con su espalda y alejarse sonriendo a modo de disculpa. El cuarteto empezaba a tocar algo mas tranquilo mientras que todo aquel que no se había retirado al salón después de la explosión empezaba a distraerse con sus conversaciones, que se perdían con el son del vals. Jilan cogió un pequeño bolso que llevaba colgado de un brazo, con cristales decora-tivos pegados por toda su superficie, que Avery miro extrañado.

–48789-20114-AJ –dijo al sacar su tableta COM–. Es tu número de identi-ficación ¿Correcto?

–Si, señora –dijo Avery cerrando los ojos. De repente su sonrisa ya no pa-recía tan dulce.

–Líder de equipo, destacamento ORION. ¿División NavSpecWar? –Con el debido respeto, señora. Eso es clasificado –Lo sé. Avery empezó a sentir la humedad acumulándose bajo sus brazos. –¿Le puedo ayudar en algo, señora? –Los rebeldes están atacando naves de carga. Destruyen la carga y matan a

la tripulación. Lo necesito para detenerles. –Soy solo un instructor de Milicia Colonial. Puede encontrar a alguien más. Jilan cubrió sus hombros con el chal –Usted fue sin permiso a Chicago –y en un tono mas marcado–. Y es inves-

tigado por posibles faltas graves al reglamento. Avery apretó la mandíbula. –Fui absuelto de… –Teniendo en cuenta su historial, ¿no le parece raro que el FLEETCOM

aceptara su solicitud de transferencia? Avery cerró los ojos y con voz de poca paciencia contestó. –Te diré lo que es extraño. Personal del DCS con acceso a mi expediente, y

hablándome como si fuera mi oficial al mando. Jilan levanto su tableta COM hacia Avery, donde pudo ver su imagen de ID

resplandeciendo en la pantalla. En su uniforme oficial del UNSC, Avery pensó

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que parecía tan hermosa como con su vestido. Pero ‘hermosa’ en la forma en la que veía a un arma en buen estado, limpia, bien apretada y lista para infligir fuerza letal. Un sello en el texto bajo la foto remarcaba su rango real y afiliación departamental: Teniente Comandante, ONI, sección tres.

–A partir de ahora yo soy su oficial al mando –Jilan apagó su tableta–. Us-ted rectificará su actitud, sargento, y empezara a seguir órdenes. O haré los arreglos necesarios para regresarlo de vuelta a TREBUCHET –no había ira en su voz, solo determinada calma– ¿Me expliqué?

Avery apago su rabia y poco a poco fue aclarando su panorama. Por fin sa-bia exactamente el porqué había sido enviado a Harvest, el porqué lo habían traído hasta allí.

–Si, señora. Al-Cygni dejó caer su COM en el bolso y lo cerró. –Espéreme abajo. Tan pronto como contactemos con el Sargento Byrne los

enviaremos allá arriba –el vestido onduló detrás de ella, mientras daba pasos rápidos hacia la multitud que bailaba el vals.

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Capítulo Ocho Minor Transgression, trayectoria orbital del relicario. No habría más sorpresas esa vez. Chur'R-Yar se había asegurado de ello. A

través de las paredes del conducto umbilical entre las dos naves, podía ver la atmósfera del carguero cuadrado ventilándose por los huecos que hhabía pro-vocado cuidadosamente con los láseres de su propia nave. Si quedaba alguno de los alienígenas escondidos a bordo, la maestra de nave había hecho lo posi-ble para matarlos sin dañar cualquier reliquia que hubiera dentro.

Después del sorpresivo encuentro con el último carguero, Chur'R-Yar y los otros Kig-Yar registraron la nave alienígena por completo. Sin encontrar reli-quias. Inclusive el Luminary de la Minor Transgression se había dado por vencido y atenuado su glifo. En su frustración, la maestra de nave decidió destruir el navío –borrando toda evidencia de su infructuoso pecado.

Ella había considerado ordenarle al Huragok dirigir una meticulosa búsqueda. Pero a pesar del rápido trabajo de la criatura, ella no quería perma-necer en el mismo lugar por mucho tiempo en caso de que el alienígena que había matado se las hubiera arreglado para pedir ayuda. Y además, el Diácono (su única forma de comunicarse con el Huragok) estaba pasando por una crisis emocional –totalmente inútil después del encuentro con el alienígena. Y aun-que su cobardía fuese indignante, Chur'R-Yar le había permitido quedarse en la cámara de metano. Ella necesitaba que su tripulación se enfocara en la tarea en cuestión, y que no se distrajera con nuevas e interesantes formas de ator-mentar al Diácono.

–¡Alístense! –gritó la maestra de nave en cuanto el umbilical terminó de perforar a través del casco del buque.

Zhar y los otros dos machos Kig-Yar se agruparon juntos frente a ella, tan cerca como sus trajes presurizados lo permitían. Construidos para el manteni-miento en el vacío en lugar del combate, los trajes eran voluminosos y difíciles de manejar –un inconveniente necesario dado la falta de aire respirable dentro del carguero. Chur'R-Yar sabía que su tripulación se sentía incomoda, espe-cialmente Zhar. Los cascos de los trajes no les daban a las crestas espinosas de los machos mucho espacio para flexionarse, y su compañero elegido estaba totalmente enrojecido –impaciente por demostrar su valía.

El conducto umbilical cesó su avance, y la cabeza de Zhar se torció brus-camente hacia un lado mientras revisaba y se aseguraba de que el sello estaba seguro.

–¡Después de mí! –dijo. Con ajustadas garras enguantadas sobre su cuchillo de cristal, saltó a través

de la barrera de energía fluctuante que servía como esclusa del umbilical. La

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maestra de nave tomó su pistola de plasma firmemente y siguió a los otros machos.

La primera cosa que Chur'R-Yar noto dentro de la bodega era la falta de gravedad. Flotando a la mitad de su altura respecto del suelo, se dio cuenta que su fuego de láser debía haber impactado en una sistema esencial. Rechinó sus dientes con molestia mientras observaba a Zhar y los tratando de sujetarse a los paneles acanalados metálicos del piso. Los tripulantes estaban demasiado an-siosos. Trepaban como tontos, alumbrados por la luz roja parpadeante de emergencias.

–¡Tranquilícense! –silbó la Maestra de Nave en la unidad de señales de su casco. Se quedó de pie frente a la entrada del umbilical–. ¡Muévanse hacia las cajas!

La bodega estaba llena con los mismos contenedores de plástico del primer carguero, sin embargo no estaban tan apretados. Las cajas se hallaban apiladas en montones bajos, espaciados uniformemente. Les tomaría bastante tiempo buscar en cada uno, especialmente en gravedad cero. Chur'R-Yar siseó coléri-camente a sí misma, la mejor manera de acelerar el proceso era conseguir que el Diácono le diera instrucciones al Huragok para encontrar y reparar la unidad anti-gravedad que había destruido involuntariamente.

Pero justo cuando giró para mirar a través de la barrera de energía, sintió que algo fuerte y caliente desgarraba a través del cuello de su traje presurizado, rebanando su piel escamosa –sintió la vibración de más proyectiles rebotando en la pared de la bodega. Su traje automáticamente sello las dos perforaciones, ventilando parte de su sangre violeta en forma de aerosol.

–¡Retirada! –le gritó a su tripulación– ¡Regresen a la nave! –la Maestra de Nave no sabía la ubicación de su atacante, pero sabía estaba en su mira. Sin mirar si Zhar y los otros estaban siguiéndola, ella se impulsó hacia atrás dentro del umbilical.

* * *

Avery tuvo que delegar el plan en la Teniente Comandante al-Cygni. La

mujer realmente podía planificar una operación. Su corbeta cuidadosamente disfrazada, UNSC Walk of Shame, cargaba un pequeño arsenal de armas, algu-nas de las cuales Avery no había visto nunca antes. Él y Byrne seleccionaron lo que al-Cygni llamaba rifle de batalla, un prototipo de armas de cañón largo y con aumento de visión óptico. Los Sargentos habían pensado que la combi-nación de alcance y precisión del rifle sería una buena opción los largos rangos en las líneas de visión entre las pilas de cajas del contenedor.

Pero eso fue antes de que supieran que iban a terminar flotando por encima del piso del carguero.

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Cuando unos disparos láser atravesaron el casco y la nave perdió su grave-dad, Avery y Byrne fueron tomados por sorpresa, por decir poco. Afortunada-mente, la Teniente Coronel los había equipado con voluminosos trajes negros de vacío y cascos con visores claros. Cuando el haz brillante de algún disposi-tivo perforante atravesó el casco, los dos Sargentos salieron de sus escondites detrás de las cajas, buscando mejor cobertura en las vigas de metal que sopor-taban el techo del carguero.

Avery apretó un poco el agarre de su mano sobre el mango del arma. Las marcas en la mira del arma estaban fijas sobre el cuarto alienígena, ahora emergiendo del resplandeciente conducto. Sí, la Teniente Comandante podía planear una operación. Pero no había previsto eso.

Cuando se reunieron en un vagón vacío que iba desde Utgard hasta la Tia-ra, al-Cygni le contó a Avery y Byrne sobre la reciente victoria insurrecionista en Épsilon Eridanus –una de la que no habían sido informados, incluso con sus autorizaciones de alto nivel.

Casi al mismo tiempo que los dos Sargentos intentaban evitar el bombar-deo en el restaurante de Tribute, los rebeldes habían atacado el crucero de lujo, National Holiday mientras esperaba cerca del planeta Reach. La nave estaba terminando de cargar a sus más de mil quinientos pasajeros civiles en su viaje hacia Arcadia –una colonia famosa por sus instalaciones recreativas– cuando un par de transbordadores orbitales no tripulados lo impactaron.

El Capitán del crucero asumió que los transbordadores simplemente trans-portaban pasajeros que llegaban tarde. Pero cuando no cumplieron con sus órdenes de acoplamiento, el Capitán había iniciado las maniobras evasivas –tratando de desviarse de lo que pensó que sería un impacto menor. Pero la cantidad de explosivos que los Insurreccionistas habían apiñado en los trans-bordadores no solo partió al National Holiday en dos, sino que también quemó la pintura del casco de cualquier otra nave en un radio de dos kilómetros.

Los dos Sargentos escucharon seriamente una grabación en el COM de Ji-lan con las últimas palabras del Capitán –escucharon cómo el ex-piloto de combate naval había ordenado calmadamente a los otros buques que se aparta-ran de la ruta de su estropeado buque, incluso mientras caían en la atmósfera de Reach, los cuerpos de los civiles salían de sus camarótes destruidos, y em-pezaba a arder.

Inmediatamente, explicó Jilan, la ONI había logrado mantener las cosas en secreto, exitosamente convirtiendo el golpe de los Innies en un trágico acci-dente. En parte porque el ataque fue muy audaz. Esa fue la primera vez que los rebeldes habían alcanzado un objetivo no terrestre –y no solo eso, sino que lo habían hecho sobre Reach, el epicentro del poder del UNSC en Epsilon Erida-nus. A pesar de que los Innies se atribuyeran la responsabilidad por la horrible pérdida de vidas, la mayoría de las personas estaban algo temerosas en creer el

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reclamo de los rebeldes. ¿Si pudieron arremeter a plena vista de la flota del UNSC, que les podría impedir atacar objetivos en otros sistemas? En el Sol, por ejemplo, o incluso en Harvest

De acuerdo con Jilan, el FLEETCOM había dejado claro que no podía haber más casos como el de la National Holiday. ONI continuó en alerta máxima, y en cuanto la Sección Tres supo sobre un carguero perdido en Epsi-lon Indi, la autorizaron a realizar una investigación encubierta. En caso de que necesitara tomar medidas excepcionales, los superiores de al-Cygni le habían ordenado reclutar a Avery y Byrne.

–Señora, tenemos hostiles en la bodega –susurró Avery en el micrófono de su casco.

–Elimínalos –respondió Al-Cygni secamente. Supuestamente, Avery debía mantener silencio radial.

–No son Innies. –Acláralo. Avery respiró profundamente. –Son alienígenas. Miró cómo las tres primeras criaturas llegaban corriendo a través de la ba-

rrera luminosa y hacían su mejor esfuerzo para conseguir un agarre y punto de apoyo –estudió sus largos picos y sus grandes ojos inyectados de sangre a través de sus brillantes cascos.

–Tipo de lagartos sin cola. Hubo una pausa mientras Jilan, manteniendo posición en el UNSC 'Walk

of Shame' a unos doscientos kilómetros de distancia del carguero, consideraba las palabras de Avery. Pero el Sargento sabía que no faltaba mucho para que uno de los alienígenas buscara y los viera acechando a las sombras de las vi-gas.

–Señora, necesito órdenes –insistió Avery. –Intenta dejar uno con vida –respondió al-Cygni–. Pero no dejes a ninguno

escapar, fuera. –Recibido –Avery abrazó su rifle de batalla. No había tenido tiempo para disparar el arma. Confiaba en que sus rondas

de 9,5 milímetros de alta-perforación serían suficientes para agujerear los tra-jes iridiscentes de los alienígenas.

–Byrne, prepárate –Avery echó un vistazo al otro Sargento, colocado entre un par de vigas a su izquierda–. Dispararé al líder –supuso que el líder era el alienígena cercano al agujero aún humeante en el casco.

Parecía más tranquilo que los demás, y también cargaba una evidente arma: una pistola plateada, en forma de C, con energía verde iridiscente en sus pun-tas. Avery esperaba que derribar al líder dejaría a los otros alienígenas –ahora

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afianzados firmemente en el suelo– más dispuestos a rendirse. Tomó un respi-ro y disparó.

En gravedad cero, el retroceso de la ráfaga de tres rondas del rifle de bata-lla era más pronunciado de lo que Avery hubiera anticipado. Dos de sus tiros salieron desviados, mientras que el retroceso lo echó hacia atrás, golpeándolo contra el casco, y vió a su blanco herido retroceder a través del conducto bri-llante. Avery se maldijo por no haberse sujetado firmemente contra las vigas. Pero esta era su primera experiencia de combate en gravedad cero. Sólo podía esperar que los alienígenas fueran igual de inexpertos.

Pero hasta ese momento, no parecía ser el caso. Avery hizo lo posible por estabilizar su mira en los tres alienígenas restan-

tes, que ya se impulsaban desde el suelo hacia el en una abierta formación triangular. El de la delantera tenía un casco más grande, y Avery pudo ver a través de su visor que también tenía las espinas más largas –carnosas espinas rojas comprimidas contra su cabeza. Sin embargo, Byrne había fijado el mismo objetivo. Disparó primero, y envió al alienígena girando a la derecha de Avery.

Avery no tuvo tiempo para ajustar su objetivo antes de que uno de los alienígenas chocara contra él, acuchillando con alguna clase de puñal de cris-tal. Desvió el cuchillo con el barril de su rifle mientras sus cascos chocaban y se agrietaban juntos. El casco de Avery comenzó a temblar, y por un momento pensó que el visor estaba por destrozarse. Entonces vio al alienígena directa-mente al rostro y se dio cuenta que la vibración era simplemente la transferen-cia del silencioso y lívido grito de la criatura.

Avery había clavado el cuchillo de la criatura contra una de las vigas. El arma se enrgizó –destellando con un fuego rosado. Estaba seguro de que si el cuchillo lo hubiese atravesado, su traje de vacío no hubiera aguantado mucho, sin mencionar la carne dentro de éste.

Con su garra libre, el alienígena comenzó a arañar el cuello y hombros de Avery. Pero sus guantes eran voluminosos y no podían hacerle verdadero da-ño. Avery se agachó y desenfundó una pistola m6 que había seleccionado del arsenal de Al-Cygni. Antes de que el alienígena pudiera reaccionar, puso cua-tro rondas rápidas en la parte inferior de su casco alargado, cerca de la base de sus mandíbulas huesudas. La cabeza del alienígena explotó, pintando el inter-ior de su casco con un violeta muy intenso.

Avery empujo al alienígena hacia el piso del contenedor mientras Byrne abría fuego a su izquierda. Byrne también estaba teniendo dificultades para recuperarse del retroceso de su arma, y el tercer alienígena lo golpeó justo en el vientre, haciendo que soltara su rifle. En cuanto el arma reboto en el casco y se alejó girando fuera de alcance, el alienígena dirigió su cuchillo hacia el muslo izquierdo de Byrne.

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La criatura tuvo que haber pensado que solo perforando el traje, podría ma-tar a Byrne, y lo hubiera conseguido de no ser por el diseño compartimentado del traje. En cuanto Byrne sacó el cuchillo de su pierna, el hueco se llenó de espuma sellante amarilla. Pero entonces, el arma comenzó a brillar con luz rosada, y se dio cuenta que la criatura en realidad trataba de escapar de una detonación inminente.

–¡Tíralo! –gritó Avery–.¡Va a explotar! Byrne hundió el cuchillo en la parte media del alienígena y lo pateó de re-

greso por el mismo camino por donde había venido. La criatura jalaba frenéti-camente de la hoja, pero Byrne la había enterrado demasiado profundo. Una fracción de segundo después, estalló en un brillante y rosado destello. Diminu-tos, fragmentos húmedos motearon el visor de Avery como nieve fangosa.

–Gracias –gruño Byrne sobre el canal COM–. Pero yo pondría unas cuantas rondas más en ese si fuera tú.

Avery miró a su derecha. El primer alienígena al que Byrne había dispara-do se las había ingeniado para sujetarse de una abrazadera un poco más debajo de su posición, deteniendo su movimiento lateral. La criatura tenía su cabeza apuntando en dirección de Avery, y lo miraba fijamente sin parpadear. La ráfaga de Byrne le había alcanzado el brazo libre por debajo del hombro, pero el alienígena había logrado mantener el agarre de su cuchillo y se estaba prepa-rando para lanzarse.

Avery puso el torso de la criatura en la mira de hierro en forma de ‘v’ de su pistola. Podía ver las carnosas espinas llenas con sangre obscura. El alienígena abrió sus mandíbulas, mostrando los dientes afilados como navajas.

–El placer es mío –dijo Avery, frunciendo el ceño. Entonces vació el clip de doce rondas de la m6 en el centro del pecho del

alienígena. Los impactos lo desengancharon y lo enviaron dando tumbos hacia el otro extremo del contenedor de carga.

–Voy tras el otro. Avery plantó sus botas firmemente contra el casco. –Te sigo –ofreció Byrne. Avery le lanzó una mirada seria. –Si ese cuchillo cortó una arteria, la espuma no va a soportar. No te mue-

vas. Regresare –dicho eso, se impulsó hacia la barrera de energía. –Johnson –dijo Jilan–. Tienes diez minutos... Avery terminó su frase mentalmente: ‘...antes de dispararle a la nave

alienígena contigo dentro’. Él sabía que la UNSC Walk of Shame estaba equi-pada con un solo misil Archer –un arma nave-nave capaz de incapacitar a todas las grandes naves de la flota humana. La Teniente Comandante le había dicho que lo usaría para dispararle a lo que había pensado que sería una nave insurreccionista que trataba de escapar. Avery sabía que era más importante

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detener la nave alienígena. Porque si se escapaba, seguramente volvería con refuerzos.

–Si no vuelvo en cinco –respondió Avery–, no regresare. Luego paso a través de la barrera. Avery no esperaba encontrar gravedad, pero se las arregló para rodar sobre

el suelo y volver a levantarse con su rifle preparado. Apuntando directamente hacia delante en medio del tubo semitransparente, pudo ver el perfil completo de la nave alienígena. Avery trató de no pensar en cuántos más de los alieníge-nas podrían estar a bordo. No había ninguna cobertura dentro del umbilical, y si las criaturas avanzaban por el tubo, sería hombre muerto. Avery corrió y unos instantes más tarde, estaba posicionado al lado de otro campo de energía.

Hasta donde sabía, la primera barrera no le había hecho ningún daño, aun-que no podía decir lo mismo de su canal COM. Trató de contactar a Byrne o al-Cygni, pero su canal seguro era pura estática. Sólo y en contra de una nave alienígena, pensaba Avery, controlando su respiración. Sabía que si pensaba acerca de la situación por más tiempo perdería la iniciativa y, muy posiblemen-te, los nervios. Con el arma al hombro, avanzó a través de la segunda barrera. Esta vez sintió un hormigueo en su piel –sintió que el el campo comprimía la estructura flexible del traje contra su piel.

Un corto pasaje más allá lo llevó a un corredor más amplio bañado de luz purpura. Avery miró a la izquierda y conto veinte metros hasta un mamparo. Notó puertas empotradas, esparcidas cada cinco metros a lo largo del camino –compartimientos sellados. Miró a la derecha y vio lo que parecía ser un gusano gigante atado a un montón de sucios globos rosas, girando en una esquina al final del corredor. «¿Un tipo diferente de alienigena?».

De repente vio movimiento a su izquierda. Al saltar a través del corredor para cubrirse con una de las puertas empotradas, plasma quemó el aire detrás de él. Giró, vio salvas de pernos de fuego verde rayando la atmósfera a través del corredor. El metal hirvió y se retorció como los caparazones de escarabajos atrapados en un tronco ardiente.

Avery no trataría de asomar la cabeza. En su lugar anguló su rifle de batalla en la esquina por el lado del muro, y disparó hasta que el clip de sesenta rondas quedó vacío. El fuego hostil se había detenido. Avery esperaba haberle dado a su objetivo antes de que este pudiera cubrirse.

Por supuesto, solo había una forma de averiguarlo. Retiró su rifle e inter-cambio cargador. Luego contó hasta tres y regresó al corredor.

* * *

Al primer lugar que Chur'R-Yar se dirigió fue al puente. Desde ahí podía

desconectar el umbilical y encender los motores de su nave –escapando antes

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de que cualquiera de sus atacantes llegara a bordo. Pero en cuanto se quitó su casco y los incómodos guantes, se dio cuenta de que sus planes habían sido frustrados.

El aire en el interior del puente estaba saturado con las emisiones gaseosas del Huragok, y los circuitos que conectaban la señal de la Luminary con la Minor Transgression habían sido reparados. Cuando se acercó al dispositivo piramidal, vio que se estaba transfiriendo un informe completo de todas las reliquias del mundo alienígena hacia el Ministerio de la Tranquilidad.

–Diácono –siseó–. Traidor. Pero curiosamente, en ese momento de traición, la primera cosa que

Chur'R-Yar sintió tristeza. Estaba tan cerca de su botín que casi podía sentir las suaves paredes de su nido –los cálidos huevos bajo sus piernas y los pequeños Kig-Yar creciendo dentro y continuado con su linaje. Disfrutó de esas sensa-ciones imaginadas hasta que se abrumó por un deseo de venganza.

Viendo la suite de metano vacía, Chur'R-Yar sabía que solo había otro lu-gar donde el Unggoy podría estar: la vaina de escape de la Minor Transgres-sion. Pero en cuanto salió de la cámara, vio al alienígena en su traje negro emergiendo del umbilical y entrando al pasillo. La Maestra de Nave se dio cuenta que incluso la venganza estaba más allá de su alcance.

Si el alienígena se encontraba a bordo de su nave, significaba que los tripu-lantes que la acompañaron al carguero alienígena estaban muertos. Con su ayuda, ella podría haber sido capaz de luchar y dejar atrás al alienígena, alcan-zando la vaina de escape en la popa de su nave. Ahora su éxito dependía de su propia velocidad y astucia. Pero ya estaban muy reducidas.

Las callosidades de sus hombros estaban tan rígidas que le significó un verdadero esfuerzo levantar su arma y mantenerla apuntando. En cuanto le-vantó y disparo el arma al alienígena, éste ya se zambullía por cobertura. Pero mientras consideraba la mejor manera de forzar al alienígena a entrar de nuevo al campo abierto, vio destellos ardientes. Proyectiles desgarraban su abdomen y cortaban su espina. Otro disparo destrozó su rodilla izquierda, pero para entonces ya no sentía nada por debajo de la cintura. La sangre comenzaba a filtrarse por los huecos que su traje apenas podía sellar parcialmente, se des-plomo lateralmente contra el muro del corredor.

Las manos de la Maestra de Nave se sentían imposiblemente pesadas, pero se las arregló para elevar su pistola en su regazo y comprobar su carga. Poco menos de un tercio de batería –insuficiente para acabar con el alienígena cuan-do saliera de su cobertura, pero suficiente para hacer lo que debía hacer.

Alcanzó y palmeó el interruptor de la esclusa de aire de la suite de metano. En cuanto la puerta exterior se abrió, uso lo que le quedaba de su fuerza para apuntar su pistola y mantener presionado el gatillo. Mientras el arma generaba un poderoso y sobrecargado perno suficientemente fuerte como para quemar a

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través de la puerta interior de la esclusa de aire, más proyectiles desgarraron su pecho, golpeando su espalda contra el suelo.

La luz sobre la Maestra de Nave se atenuaba mientras el alienígena se acer-caba. A pesar de los espasmos de su destrozado brazo, ella esperó para liberar el gatillo en cuanto aquella criatura apareciera frente a sus ojos. Ella lo vio echar un vistazo desde su arma hasta la esclusa de aire. Esperó hasta que el alienígena se estremeció –indicativo de que había entendido el destino que ella había elegido para él.

–Esta es mi nave –dijo Chur'R-Yar siseando–. Y voy a hacer con ella lo que desee.

Deslizó su garra del gatillo, y una brillante bola verde de plasma golpeó la puerta interior con un chisporroteante crujido.

Cuando la ráfaga penetró en la suite, encendió el ambiente compuesto de gas metano, iniciando una reacción en cadena que rápidamente alcanzó el tanque de la estación de recarga, incrustado en la pared de la recamara. El confundido alienígena regreso corriendo hacia el umbilical, pero el compresor de la suite exploto en el corredor, golpeando su cabeza protegida por un casco contra el lado opuesto del pasillo. El alienígena cayó al piso inconsciente.

La legua de Chur’R-Yar golpeó suavemente sus dientes. Un intento de venganza, por lo menos. Mientras lo último de su sangre era bombeado fuera de su cuerpo, la esclusa en ruinas de la suite de metano estalló y una agitada bola de fuego la consumió.

* * *

Dadab sintió la explosión antes de escucharla –un repentino temblor dentro

de la vaina de escape, seguido por un retumbar amortiguado. Lloriqueaba con temor mientras una serie de pequeñas explosiones sacudían la vaina en su estación. ¿Qué estaba haciendo el Huragok? El diácono había sido muy claro en que apenas tenían algo de tiempo para ejecutar su plan.

Cuando todos los Kig-Yar estuvieron en el umbilical, Dadab salió trotando de la suite de metano con un tanque de reserva, mientras Más Ligero Que Otros se dirigía al puente con el verdadero reporte de la cantidad de Lumina-tions y la explicación de la herejía de Chur'R-Yar. Pero antes de que Dadab pudiera regresar a por otro tanque, escuchó la advertencia de la Maestra de Nave a su tripulación por medio de su unidad de señales, y había permanecido escondido en la vaina.

Ahora escuchaba un silbido de aire en el conducto circular que conectaba la vaina con el corredor principal de la Minor Transgression, y supo que la nave estaba comenzando a ventilar atmósfera. No quería dejar al Huragok atrás,

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pero tenía que cerrar la escotilla de la vaina o arriesgarse a una descompresión explosiva.

El silbido terminó abruptamente cuando Más Ligero Que Otros entró al conducto y se deslizó dentro de la vaina.

< ¿Algo anda mal? > preguntó el Huragok, al ver la mirada de pánico del diácono.

< ¡Tú, demorado! > indicaba Dadab, golpeando su puño en la consola de comandos de la vaina para cerrar la escotilla.

< Bueno, no podríamos haber ido a ninguna parte sin estos. > Dadab gimió cuando Más Ligero Que Otros le reveló la causa de su re-

traso: el equipaje que recuperó de la suite de metano. En sus tentáculos sujeta-ba las tres cajas inteligentes, dos tomadas de las cabinas de mando de los car-gueros y otra de la gigantesca máquina en la bodega del segundo carguero.

< ¿Por qué, tan, importante? > preguntó Dadab con pesadas manos. El cierre de la escotilla activaba automáticamente el campo de stasis de la

vaina –un espesamiento del aire que mantenía a sus ocupantes a salvo, inmovi-lizados mientras la vaina se eyectaba de la nave Kir-Yar a alta velocidad.

< ¿No te lo dije? > exclamaba el Huragok, liberando el trío de cajas dentro del campo. Permanecieron inmoviles y juntos en medio del aire. < ¡Les enseñe a hablar! ¡Entre sí! >.

Por primera vez, Dadab notaba que las cubiertas de los lados de las cajas habían sido removidas para exponer sus circuitos. Algunos de estos se unían en una red de vías de comunicación.

«¡Profetas, sean misericordiosos!» se gimió a sí mismo. Entonces tecleo en un interruptor holográfico intermitente en el centro de la consola, y la vaina se soltó de su estación.

Visto desde la distancia, el compacto cilindro era apenas visible mientras era lanzado desde la Minor Transgression. La vaina era una de muchas piezas de escombros desechados desde la moribunda nave, y un observador apenas lo habría registrado en contra de la oscuridad circundante hasta que activó su unidad de salto y se desvaneció en un ondulante destello de luz.

* * *

Jenkins entrecerraba los ojos, y el sudor corría por su frente. Yacía inclina-

do, su brazo izquierdo apretaba la culata de su MA5. El objetivo de trecientos metros fue una presa fácil. Cinco rondas, cinco aciertos. Jenkins sonreía. Al día anterior, jamas había sostenido un arma. Pero ese día ya no podía dejarla.

Cuando él y los otros reclutas habían despertado esa mañana, el Sargento aún no había regresado de Utgard. El Capitán Ponder no les ofreció ninguna explicación –simplemente ocupo a los dos pelotones con tareas sencillas alre-

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dedor de la base y otras cosas a realizar. En ausencia de Byrne envió a Jenkins, Forsell, Wick y Andersen al campo tiro para iniciar el entrenamiento, confian-do la seguridad a la computadora de rango.

La computadora estaba conectada inalámbricamente a las armas de los re-clutas, y podía bloquear sus gatillos en cualquier momento. Pero principalmen-te, la maquina anunciaba bruscamente los aciertos y errores en un gracioso intento de voz de instructor. Wick y Andersen habían logrado desinteresadas puntuaciones y regresaron a las barracas. No se habían unido a la milicia para aprender a disparar.

El padre de Wick poseía la más grande empresa de importación-exportación en Harvest. El de Andersen era el comisionado de intercambio de productos básicos de la colonia. Ambos Vivian en Utgard, y eran igual de desdeñosos con las granjas que permitían la prosperidad de sus familias. Quer-ían dejar Harvest e ir a una de las colonias interiores para formarse una carrera en la CA o el DCS –habían pensado que el servicio militar se vería bien en sus currículos.

Jenkins también había visto a la milicia como su boleto de salida de Har-vest –una forma de escapar de las miles de hectáreas de cereales que (como el mayor de tres hermanos) estaba destinado a heredar. La agricultura no era un mal futuro, pero tampoco era tan emocionante. Y era por eso que, a pesar de que los Sargentos lo asustaban mortalmente, Jenkins deseaba ser como ellos –un soldado real. No a causa de algún arraigado patriotismo, sino debido a una imaginada y aventurera vida como marine del UNSC.

Sus padres nunca lo perdonarían si se saltaba la universidad por enlistarse. Pero con un registro de servicio militar, tendrían un pie dentro de la Escuela de Candidatos a Oficiales después de su graduación. Su historial no se vería muy bien si no supiera disparar. Así que después del abandono de Wick y Ander-sen, permaneció en el campo de tiro junto a Forsell.

La primera impresión que Jenkins tenía sobre el alto y tranquilo recluta –una impresión de que Forsell tenía significativamente más fuerza que cerebro– cambió rápidamente. Cuando Jenkins tuvo problemas en la puesta a cero de su rifle (ajustando la mira de elevación y resistencia aerodinámica), Forsell le ofreció ayuda. Cuando los disparos de Jenkins salieron desviados, Forsell le dio buenos consejos sobre cómo alinearlos. Y cuando Jenkins le preguntó cómo sabía tanto sobre tiro, el recluta de cuello grueso y cabello rubio vio el susurrante trigo detrás de los objetivos más lejanos y dijo “Solo veo el viento”.

Así que Jenkins comenzó a ver también, y pronto los dos reclutas acertaban blanco tras blanco. Pasaron el resto del día burlándose el uno del otro por sus errores, y felicitándose por los aciertos –imitando los bruscos ladridos del computador que era demasiado tonto como para ponerlos en su lugar.

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La diversión continúo hasta que el Capitán Ponder apareció más tarde, con una pistola M6 y varias cajas de cartuchos.

Jenkins trató de no mirar cuando el Capitán comenzó su práctica de tiro. Pero no pudo dejar de notar que el Capitán parecía oxidado –su prótesis tenía cierta dificultad para mantener el arma estable. En un momento dado, Ponder botó un cargador e intentó atraparlo antes de que golpeara el piso entablillado.

Pero muy pronto, estaba disparando gráciles y compactos grupos en objeti-vos a cincuenta metros e intercambiando cartuchos con absoluta precisión. Jenkins y Forsell agotaron su munición mucho antes que el Capitán. Pero lo esperaron con paciencia hasta que terminó, aseguró su arma, y comprobó los resultados de los reclutas en la pantalla del ordenador.

–Recluta, ésta ha sido una actuación de un tirador de primera. Jenkins sintió sus delgadas mejillas sonrojarse. –Gracias, señor –luego, se armó de coraje para hablar libremente–. Cuando

salga de la escuela, me gustaría unirme a los marines y tener la oportunidad de disparar de verdad... –Jenkins se calmó. Su ansiosa sonrisa se desvaneció ante la mirada pétrea del Capitán–. Lo siento, señor.

–No. Tienes un buen espíritu –dijo Ponder, resistiendo la urgencia de mirar hacia el cielo, hacia la nueva amenaza que sabía que había llegado–. Quieres disparar, tendrás tu oportunidad –no tuvo el corazón para agregar “Mucho antes de lo que crees”.

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PARTE II

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Capítulo Nueve. 23ava. Era de la Duda Ciudad santa Covenant, High Charity. El Ministro Fortitude15 había fumado más de la cuenta. Raramente hacía

uso de los estimulantes… el energizante tabaco de la pipa de agua, muy usado por sus superiores. Pero la asamblea de la noche previa se había alargado in-terminablemente, y había necesitado que algo le mantuviera despierto durante el pesado debate estadístico. Ahora la cabeza del Ministro estaba sobrecogida por una terrible jaqueca.

«Nunca más», juró, estrechando sus grandes ojos y masajeando un lado de su largo cuello. «Solo el clérigo se apresurara y terminara su medicamento... »

Como la mayor parte de la tecnología Covenant, el sintetizador de hierbas del clérigo San‘Shyuum estaba escondido detrás de una fachada natural, en este caso, las pulidas paredes negras de su celda. La construcción en piedra moteada brilló a la luz de un único holograma por sobre el dispensador: Una cortina de hojas con forma de diamante que crujieron en una brisa simulada. Un mostrador revestido de Zinc se extendía a través de la celda, y se elevaba a la altura suficiente como para acomodar el hecho de que ambos San‘Shyuum –como todo miembro maduro de su especie– se sentaban en sillas anti-gravedad a gran altura por encima del piso.

–Está hecho –dijo el clérigo, sacando una esfera de color ágata del tubo de entrega del sintetizador. Con la esfera entre sus largos, y delgados dedos, vol-vió con su silla de piedra hacia el mostrador, colocó la esfera en un mortero negro de mármol, y la golpeó ligeramente con una mano de mortero. La esfera destrozada dejó salir un aroma a menta y dejó ver una colección de hojas y bayas pequeñas que se encontraban en su interior. El clérigo comenzó a ma-chacar todo, y Fortitude se sentó un poco más derecho entre los cojines car-mesí de su silla plateada, respirando el olor de la medicina.

Los viejos brazos marchitos del San‘Shyuum se torcieron dentro de su traje de lana a medida que molía los ingredientes hasta un polvo áspero… un es-fuerzo que sacudió las escasas canas de su cabeza, de tal manera que quedaron colgando de su cuello pálido como la melena de un caballo viejo y sucio. La piel café clara del Ministro estaba, en comparación, completamente lampiña; El único pelo en su cuerpo nacía bajo sus labios de salamandra. Pero aun esos cabellos estaban íntimamente decorados.

Este aseo meticuloso, combinado con brillantes ropas rojas que caían desde las rodillas del Ministro hasta sus pies enmarañados, era prueba de que él no

15 Ministro de la Fortaleza. Los nombres de los ministros no son revelados, asique usaré su cargo en inglés para identificarlos la mayor parte del tiempo.

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compartía el ascetismo del clérigo: un estilo de veneración que apoyaba la humildad extrema en presencia de la tecnología Forerunner, como el sintetiza-dor.

«Y a pesar de eso», el Ministro filosofó, que ya comenzaba a sentir algún alivio simplemente por el perfume del remedio, «cuando el Gran Viaje co-mience, todos nosotros caminaremos juntos por El Camino».

Esta cita tomada directamente de la Sagrada Escritura Covenant resumía la promesa escencial de la fe: Aquellos que mostraran apropiada reverencia hacia los Forerunners y sus creaciones sagradas compartirán un inevitablemente momento de transcendencia… peregrinarían más allá de los límites del univer-so conocido al igual que los Forerunners lo habían hecho, muchas edades atrás.

Y prometer divinidad era sin dudas un mensaje muy atractivo, y todos eran bienvenidos para unirse al Covenant siempre que aceptaran la autoridad exclu-siva de los San‘Shyuum para investigar y distribuir las reliquias sagradas.

Aunque el Covenant estaba enfocado en el futuro, sus especies todavía ten-ían deseos mortales, como la riqueza, el poder, y el prestigio –todo lo que la tecnología Forerunner podía proveer. Era responsabilidad del Ministro Fortitu-de mantener equilibradas todas esas necesidades –juzgando, en términos senci-llos, quienes obtenían qué. Y fue la última jornada de trabajo la que había dejado al ministro con semejante dolor de cabeza. Justo cuando el ruido de la mano de mortero comenzó a aturdir las comisuras timpánicas detrás del craneo de Fortitude, el clérigo vació su mortero sobre un cuadrado de tela blanca desplegada sobre el mostrador.

–Déjelo remojar tanto tiempo como guste. Mientras más tiempo mejor, por supuesto –el clérigo ató la receta con la tela y la empujó delicadamente atreves del mostrador–. Bendiciones en este día, Ministro –dijo con una sonrisa com-pasiva.

–Daré un paso adelante –Fortitude hizo una mueca. Al mismo tiempo que el Ministro dejó la receta en su regazo, hizo una nota

mental para revisarla antes de beberla. Dada la naturaleza controversial de su trabajo, el asesinato era siempre una posibilidad y la constante cautela repre-sentaba un requisito laboral.

Fortitude pasó sus dedos contra los paneles holográficos azules y anaranja-dos, construidos en los apoyabrazos redondeados de su trono, dándole al dis-positivo un nuevo destino. El trono pivoteó inteligentemente fuera del mostra-dor, y aceleró directo al vestíbulo triangular de la entrada de la celda. Las luces encendidas se reflejaban misteriosamente en la piedra de los muros, y la silla viró rápidamente una serie de esquinas y salió del majestuoso interior de High Charity.

Mirada desde lejos, la ciudad capital Covenant parecía una medusa a la de-riva en un mar de medianoche. Su única y gigantesca cúpula coronaba un trozo

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macizo de roca, rebozante con comportamientos de hangares y plataformas de armas cautelosamente ocultos. Largos conductos umbilicales semirrígidos se extendían desde detrás de la base rocosa, donde incontables naves habían atra-cado como impresionantes peces; Principalmente naves comerciales, pero también cargueros y enormes cruceros de la flota defensiva de High Charity. A pesar de sus tamaños, docenas de buques de guerra cabían dentro de la cúpula, tan espaciosa que era difícil ver desde una punta a la otra –especialmente en las horas iniciales de un ciclo cuando el aire se espesaba con gruesos bancos de niebla color cyan.

Además de hacer la función de capital espacial del Covenant, High Charity era también la casa para gran cantidad de individuos de las diferentes especies que formaban la alianza. Todos rozaba codos allí, y esa mazcla de fisiologías creaba una atmósfera cosmopolita única entre todos los hábitats del Covenant. El espacio aéreo dentro de la cúpula estaba poblado con criaturas yendo y viniendo de sus empleos; dos veces por día, todos se movilizaban de un lado a otro, según la iluminación o el oscurecimiento del disco luminóso situado en el vértice del domo –la estrella artificial de la ciudad.

Fortitude entrecerró los ojos a medida que el disco maximizó su intensidad lentamente, revelando un anillo de torres extendidas alrededor de la cúpula. Cada una de estas serpenteantes columnas se mantenían en lo alto por unidades anti-gravedad que eran mucho más poderosas que la que estaba en la silla del Ministro Fortitude.

Aunque algunas torres estaban más trabajadas (como la que contenía la celda del clérigo), todas compartían la misma estructura básica: Estalagmitas de roca volcánica que nacían en la base de la ciudad y se disparaban hasta el techo, reforzadas con metal y cubiertas con láminas de una aleación decorati-va.

Ahora que la mañana había llegado, era más fácil reconocer a los indivi-duos en el tumultuoso enjambre: Unggoy apiñados en barcas de transporte gigantescas; San‘Shyuum en sillas parecidas a la de Fortitude; Y de aquí a allá, en lustrosas mochilas anti-gravedad, altos y musculosos Sangheili. Estos gue-rreros de piel azul, con ojos de tiburones eran los protectores de los San‘Shyuum… aunque esto no siempre había sido así.

Ambos, los San‘Shyuum y Sangheili, habían evolucionado en planetas ri-cos en reliquias Forerunner. Ambas especies creían que estas piezas altamente adelantadas de tecnología merecían culto –eran la clara prueba de los poderes divinos de los Forerunner. Pero solo los San‘Shyuum había sido lo suficiente-mente audaces para desmantelar algunas de sus reliquias y usarlas para crear objetos prácticos con diseños propios.

Para los Sangheili, esto era una blasfemia. Pero los San‘Shyuum creían que no había pecado en ir en busca de una sabiduría mayor y, además, estaban

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convencidos de que tales investigaciones eran críticas para descubrir cómo seguir los pasos de sus dioses. Esta fundamental diferencia en la aplicación práctica de la ética religiosa dio inicio a una guerra larga y sangrienta que comenzó al poco tiempo de que las dos especies hiciesen contacto sobre un mundo relicario dentro de un sistema Sangheili. Con respecto a naves y solda-dos, los Sangheili iniciaron la lucha con una discreta ventaja numérica. Eran también mejores guerreros –más fuertes, más rápidos y más disciplinados. En un encuentro de infantería, un Sangheili valía al menos diez San‘Shyuum. Sin embargo, con la mayor parte de la lucha librada en el espacio, y entre naves, los San‘Shyuum tenían su propia ventaja: Un único y semi-operable Acoraza-do Forerunner que diezmó las flotas Sangheili con tácticas de guerrilla.

Por un largo tiempo, los Sangheili recibieron los golpes, ignorando el hecho obvio de que la victoria requeriría cometer los mismos pecados de sus enemigos –profanar las reliquias y usar y usarlas para mejorar sus acorazados, armas, y blindaje. Como es lógico, millones de Sangheili habían muerto antes de que la orgullosa e inflexible especie decidiera que la abnegación era prefe-rible a la aniquilación. Con corazones partidos, sus sacerdotes guerreros co-menzaron a trabajar, y eventualmente ensamblaron una flota capaz de oponerse a los San‘Shyuum y a su Acorazado para detenerlos.

Aunque ésta decisión fue devastadora para la mayoría de los Sangheili, sus líderes más sabios sabían que no se trataba de un pecado tan grave cuando aceptaron sus deseos de un entendimiento aún más profundo de aquellos obje-tos que adoraban. Y por su parte, los San‘Shyuum tenían que reconocer una temible verdad: Si había otras criaturas tan peligrosas y tenaces como los Sangheili en la galaxia, entonces sus oportunidades de supervivencia aumen-tarían muchísimo si se aliaban con su enemigo… los Sangheili cuidarían sus espaldas mientras ellos comenzaban con su santo trabajo.

Así fue como el Covenant nació. Una alianza forjada con sospecha mutua, pero con una buena probabilidad de éxito gracias a la división del trabajo, atestiguada en el ‘Escrito de Unión’, el tratado que acabó oficialmente con el conflicto. El Escrito, la pieza más importante de escritura del Covenant, co-mienza así:

Tan llenos de odio estaban nuestros ojos

Que ninguno de nosotros podía ver Nuestra guerra producía incontables muertes

Pero nunca la victoria. Así es que lancemos las armas a un lado Y descartémoslas junto con nuestra furia.

Ustedes, en verdad, nos mantendrán a salvo Mientras encontramos El Camino.

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El tratado se formalizó sacando de servicio el Acorazado. La antigua nave

fue despojada de todas sus armas (o al menos todas las que los San‘Shyuum sabían que poseía), y se instaló permanentemente en el centro de High Charity, donde la cúpula aún estaba a medio construir.

Fortitude no era tan devoto como otros Profetas. Él creía en el Gran Viaje, pero por vocación era más tecnócrata que teólogo. Y no obstante, a medida que el Ministro se elevaba para alcanzar un hueco de aire menos abarrotado, no pudo evitar sentir una estimulación espiritual cuando el gran trípode del Aco-razado comenzó a brillar en la luz matutina.

Más que cualquier otra pieza de tecnología Forerunner abandonada, la nave resumía el dominio tecnológico de sus fabricantes. Los motores del Dread-nought16, por ejemplo, eran tan eficientes que incluso aunque los San‘Shyuum sólo habían logrado ponerlos en linea parcialmente, generaba más que sufi-ciente poder para sustentar a todo High Charity. Fortitude sabía que había muchos más secretos escondidos en las conexiones computacionales que se propagaban a todo lo largo del casco de la nave. Tenia la esperanza de que los sacerdotes San‘Shyuum responsables de la exploración del Dreadnought deve-larían todos esos secretos.

A pesar de mantenerse siempre preocupado en la administración burocráti-ca de su Ministerio, parte de su mente estaba todavía aferrada a las mismas preguntas que todo el Covenant se hacía: «¿Cómo exactamente habían logrado los Forerunners su transcendencia? ¿Y cómo podrían los mismísimos mortales hacer lo mismo?»

Un gemido repentino de generadores anti-gravedad y subsiguientes gritos agudos de protesta atrajo la mirada del Ministro hacia arriba. Una de las barcas de transporte Unggoy no había podido cederle el paso a un grupo de San‘Shyuum viajando en una formación de anillo, provocando que las sillas de este último, se hicieran pedazos.

Formaciones como esas estaban en movimiento a todo alrededor de la cúpula, ascendiendo y descendiendo de las torres. Los San‘Shyuum de menor jerarquía poseían las sillas menos poderosas, y viajaban en grupos de veinte o más, hombro con hombro, para maximizar el campo anti-gravedad de sus si-llas. Los miembros mayores del ministerio podían operar sillas un poco más potentes, pero viajando en grupos de siete. Las sillas del Viceministro les hacia posible viajar en tríos. Pero sólo los Ministros como Fortitude poseían equipos suficientemente poderosos para el vuelo individual.

16 Dreadnought puede ser traducido como Acorazado, sin embargo se trata de una nave Forerun-ner destinada a la re-poblacion de la Galaxia (no una nave de guerra), asíque no será raro que utilice “Dreadnought” en lugar de Acorazado con cierta frecuencia.

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Por un momento, Fortitude pensó que él también tendría que desviarse para evitar la barca de transporte que caía en picada. Pero los circuitos de control de vuelo de High Charity ya habían corregido su error, identificando el alto rango del Ministro, y forzaron a la barca de transporte a tomar acciónes evasiva. Se zambulló bruscamente hacia un lado, produciendo que sus pasajeros Unggoy se aferraran apretadamente el uno al otro o arriesgarse a caer en picada hacia sus muertes.

Ascendiendo sin incluso la más leve sacudida en su silla, Fortitude notó que la barca de transporte estaba tan abarrotada que algunos Unggoy se habían visto forzado a sentarse con sus cortas piernas colgando sobre la baranda baja –una clara violación de capacidad. La barca de transporte se niveló y continuó su descenso semi controlado en dirección a los distritos todavía nebulosos, ricos en metano, en el piso de la cúpula, cuando Fortitude se preguntó si la ese exceso de capacidad era sencillamente un problema aislado o un indicador de que los Unggoy, una vez más, se estaban reproduciendo más allá de lo permi-tido.

La sobrepoblación era una preocupación constante para el Covenant dado que muchas de sus criaturas vivían en naves u otros hábitats asentados en el espacio. Los Unggoy eran reproductores especialmente prodigiosos, y aunque esto beneficiaba las nóminas militares del Covenant, ésta era tambien la única causa que disminuía sus números notablemente. La guerra. En tiempos de paz, y sin el cuidado correcto, la falta inherente de restricción reproductiva de los Unggoy había probado ser realmente peligrosa.

Como un personal menor en el Ministerio de la Coordinación (el objetivo de la institución era la mediación en las disputas inter-especies), Fortitude había tratado un caso directamente relacionado con ese asunto –revelando un escándalo que resultó en el despido del líder de ese Ministerio, y enseñándole una valiosa lección acerca de la fragilidad del Covenant: qué tan fácil era vol-verse permisivo con las insignificantes peleas entre especies, y qué tan rápi-damente esta conducta podía dirigir al desastre.

El caso implicaba una queja de una unión de destiladores Unggoy cuyos lo-tes de infusiones –narcóticos recreacionales que los Unggoy agregaban al metano de sus tanques– se habían estropeado por unos controles atmosféricos en mal estado a bordo de buques mercantes Kig-Yar. A primera vista, la dispu-ta parecida trivial, y sin duda esa era la causa por la que se la habían encargado a un miembro de bajo rango como él. Pero cuando investigó un poco más, descubrió que la contaminación de las infusuiones había resultado en la esteri-lidad general de los Unggoy.

En esa época, el Covenant había pasado muchas edades pacíficas, y una creciente población Unggoy había comenzado a poner presión en los hábitats que compartían con los Kig-Yar. Las relaciones que ya de por sí eran tensas

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entre estas dos especies, empeoraron a medida que las hembras Kig-Yar fueron desplazadas de sus nidos –las reubicaciones estresaron a las madres durante los ciclos de incubación y causaron un alza en la mortalidad infantil de los Kig-Yar. Fortitude sugirió a sus superiores que la contaminación de las infusiones requería una investigación oficial –un posible intento de los maestros de nave Kig-Yar más radicales de hacer justicia por mano propia, porque creían que los nacimientos Unggoy causaban las muertes de los Kig-Yar.

Muy para la sorpresa de Fortitude, el Ministro de la Coordinación escogió no imponer ninguna de sus rígidas penas recomendadas. Las multas fueron cumplidas y los daños y perjuicios reparados, pero el maestro de nave culpable evitó el encarcelamiento. Ciertamente, después de hacer reparaciones a sus naves y probar que fueran seguras, el Ministerio las dejó entrar en servicio.

Fortitude no era un amante de los Unggoy. Pero sintió una fuerte sensación de que la justicia no había sido bien aplicada en ese caso. Sus superiores le reprendieron, sosteniendo que algunos miles de Unggoy impotentes no valían la pena, y en cambio podría inflamar el deseo separatista generalizado de los Kig-Yar. “Los Unggoy pronto recuperarán sus pérdidas...”, habían concluido los superiores de Fortitude, “y mientras tanto, cualquier júnior que se preocupe por el futuro de su carrera será suficientemente sabio para cerrar sus labios”.

Nadie había sabido que el ‘Incidente de la Infusión’, como vino a ser cono-cido, fue quizás el mayor incentivo de una serie de pequeños conflictos que impulsaron la Rebelión Unggoy, una guerra civil que se desencadenaría en la 39ava. Era del Conflicto, y produciría una reestructuración radical de las Fuer-zas Armadas Covenant.

En la corta pero sangrienta batalla que resultó en el casi arrasamiento del cercano mundo hogar Unggoy, las criaturas demostraron, que con una apro-piada motivación, podían convertirse en feroces guerreros. Honrando una tra-dición de aceptar a los más destacados de los guerreros enemigos entre sus filas, los mismos comandantes Sangheili que aplastaron la rebelión se apresu-raron a perdonarles la vida a los Unggoy sobrevivientes. Les dieron mejor entrenamiento y armas, y los integraron dentro de antiguas unidades exclusivas de los Sangheili –acciones que elevaron a los respiradores de metano desde carne de cañón hasta infantería competente.

Algunos San 'Shyuum tenían dudas persistentes acerca de la lealtad de los Unggoy. Pero el Escrito de Unión era muy claro: “Los asuntos de seguridad son la responsabilidad de los Sangheili”. Y si los Profetas habían aprendido algo acerca de hacer felices a sus orgullosos defensores, era la importancia de tolerarles conservar tantas de sus tradiciones pre-Covenant como fuese posible. Incluso en su juventud, Fortitude entendió que mientras algo así como la Rebe-lión Unggoy pudo desestabilizar al Covenant, una rebelión Sangheili lo haría pedazos.

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Una línea vertical de símbolos holográficos triangulares brilló intermiten-temente por encima de uno de los apoyabrazos de Fortitude, sacándolo de sus pensamientos. Los símbolos eran letras escritas en lenguaje Covenant común, y él inmediatamente reconoció el nombre que anunciaban.

–Lo que sea que deba decir, Viceministro –Fortitude presionó uno de los interruptores de su trono para aceptar la señal entrante–. Procure conservar su voz baja.

Los símbolos se dispersaron, y en su lugar apareció un San 'Shyuum en miniatura. Aún en forma holográfica era fácil ver que el Viceministro Tranqui-lity17 era un miembro menor del Ministerio, mucho mas joven que Fortitude. Su piel era más oscura –más café que bronceada– y su barba aún no era lo suficientemente pesada como para llegar hasta su barbilla. Dos pelotas carno-sas colgaban de las esquinas de su boca. Éstas estaban atravesadas con lazos dorados –una moda popular de los San 'Shyuum masculinos que aún no se comprometían con un individuo para forman una pareja.

–¿Es demasiado temprano? –el Viceministro se sentaba contra el respaldo de su silla sin cojines, y sus dedos sujetaban fuertemente los opacos apoyabra-zos de metal de su silla–. Hubiese llamado ayer por la tarde, de no ser por la asamblea –Tranquility hizo una pausa. Sus ojos grandes y vidriosos casi rebo-saban de su cabeza. Luego, dejando de lado su trato educado–. Me pregunto si esta mañana…ahora mismo, de hecho… podríamos reunirnos y discutir algo de vital...

Fortitude cortó al Viceministro con un gesto impaciente. –No he comprobado mi horario. Pero estoy seguro de que está muy lleno. –Seré breve, tiene mi palabra –insistió Tranquility–. De hecho lo que tengo

que decirle no es nada comparado lo que tengo que mostrarle –sus dedos pul-saron contra los apoyabrazos de su silla y su imagen fue repentinamente reem-plazada por un jeroglífico Forerunner –un Lumination, se percató Fortitude, sus relajados hombros se rigidizaron bruscamente.

A diferencia de los símbolos triangulares, los jeroglíficos sagrados no eran usados en las conversaciones del día a día. Ciertamente, eran algo tan sagrado –representaban conceptos tan poderosos– que su uso estaba estrictamente prohibido. «¡Y el que este idiota me envió para que todos lo vieran» maldijo Fortitude «es el más sagrado y peligroso de todos!»

–¡En mi despacho! ¡Inmediatamente! –Fortitude golpeó ruidosamente una de sus palmas contra el apoyabrazos, borrando el jeroglífico y cortando la conversación.

Resistió el deseo de aumentar al máximo la velocidad de su silla, sabiendo que esto sólo atraería más atención. Dando masajes a su cabeza palpitante,

17 Vice Ministro de la Tranquilidad

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continuó su ascenso constante, hacia la torre de su Ministerio, llegando poco después a un amplio vestíbulo en una de las plantas superiores.

Fortitude no acostumbraba socializar con su personal, y ahora les dio inclu-so menos consideración que la usual. Sin embargo, eso no detuvo sus intentos de mostrarle respeto, y Fortitude tuvo que abrirse camino entre los juniors en sus débiles sillas, gastando la poca paciencia que tenía para la cortesía.

El vestíbulo lo condujo dentro de una amplia galería de cuyas paredes sal-ían decenas de pasillos que llevaban a las oficinas de su personal. Entre las entradas de estos pasillos, flotaban estatuas de ligeramente a mayor escala de los predecesores de Fortitude. Éstas estaban esculpidas en piedra tomada de la base rocosa de High Charity y ‘vestidos’ por ropas holográficas, decoradas con representaciones simbólicas de sus logros notables.

Al otro lado de la galería había un pozo vertical vigilado por dos Sangheili en armaduras blanco brillante, distintivas de una de sus unidades de combate más elitistas, las ‘Luces de Sanghelios’; Helios, para abreviar –una referencia al cúmulo globular18 de estrellas cerca del sistema hogar de esa especies. Forti-tude podía oír crujir las lanzas de energía de los Helios a medida que se acer-caba al pozo. Pero los guardias no hicieron nada, excepto contraer sus cuatro mandíbulas cuando el Ministro se deslizó entre ellos. Mirando con atención a través de los visores de sus cascos aerodinámicos, los ojos oscuros de los Helios vigilaban el vestíbulo, el lugar más probable de donde podría venir un ataque. El Ministro no se ofendió. No había escogido a los Helios por sus mo-dales, y a pesar de sus conductas inexpresivas, sabía que gustosamente darían sus vidas por la de él.

El pozo hueco al final del pasillo, que conectaba la galería con su despa-cho, tenía una forma cónica, haciéndose más angosto mientras más alto se subía, y dejando apenas el espacio suficiente para su silla. Esto era en parte una seguridad adicional, pero también una metáfora arquitectónica para el status de Fortitude: Arriba, había sólo espacio para uno.

–Deje entrar al Viceministro de Tranquility tan pronto como llegue –lanzó Fortitude hacia un holograma de un miembro de su personal en lo alto del pozo–. No me importa lo que suceda con el resto de mi itinerario

El júnior se desvaneció, y Fortitude condujo su silla a una parada abrupta en el centro del recibidor de su oficina. Su corazón corría a gran velocidad, y su piel estaba fría y húmeda bajo sus ropas. «¡Cálmate…», pensó,«…bajo ninguna circunstancia puedes dejar que este principiante note que te ha afec-tado!»

18Cúmulo globular: Sistema esférico de cientos de miles hasta unos cuantos millones de estre-

llas que normalmente orbita el centro de una galaxia. Los cúmulos globulares contienen las estre-llas más viejas de la Galaxia y fueron las primeras en crearse cuando empezó la formación de ésta.

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Y entonces, cuando el Viceministro emergió desde el pozo poco después, encontró a Fortitude reclinándose serenamente en su silla, con una nube de vapor de té medicinal flotando en un campo de stasis por encima de su regazo.

–Ocupado y enfermo –Tranquility sonrió tontamente–. Me disculpo, Minis-tro, por agregar carga adicional a su día.

Fortitude se inclinó hacia adelante, presionó sus labios contra el campo, y bebió un sorbo. El campo brilló y se encogió a medida que el té se escurría por la garganta del Ministro.

–¿A quién más le ha contado esto? –Santidad, usted es el único al que se me ocurrió decirle. Hasta ahora, el joven estaba mostrando un respeto excepcional. «¿Cuánto

tiempo durará así?» se preguntó Fortitude, succionando más té a través de sus labios.

El Viceministro era famosamente argumentativo –elocuente y decidido. En las ocasiones en que había substituido a su Ministro en sesiones del Gran Con-cilio Covenant (un cuerpo que tomaba decisiones, compuesto de Ministros San‘Shyuum y Comandantes Sangheili), no se resistía a participar en debates, pasándose al mismo nivel que concejales mucho mayores, en un gran número de asuntos complejos.

Fortitude sospechaba que este comportamiento poco usual entre los San‘Shyuum tenía mucho que ver con su trabajo. El Ministerio de la Tranqui-lidad manejaba la enorme flota cazadora de reliquias del Covenant y gastaba una gran cantidad de tiempo fuera de High Charity, tratando directamente con Maestros de Nave Sangheili. Durante el proceso, había adoptado una parte de sus conductas más agresivas.

–¿Cuántas instancias? –preguntó Fortitude, golpeando ligeramente uno de sus dedos con un interruptor de su trono. El jeroglífico en cuestión apareció entre las dos sillas de los San‘Shyuum –el único objeto brillante en la escasa-mente decorada oficina del Ministro.

Para ojos inexpertos, la Lumination era simplemente un par de círculos concéntricos; el círculo más pequeño colgaba de una linea recta a baja altura dentro del más grande, que se conectaba a una cuadrícula circundante de cur-vas entrelazadas. Pero Fortitude sabía lo que el jeroglífico significaba –la pala-bra Forerunner que representaba: ‘Reclamación’, o la recuperación de reliquias previamente desconocidas.

–La Luminary estaba en una nave muy aislada. Su transmisión era algo confusa –Tranquility luchó para reprimir una sonrisa triunfante–. Pero detectó miles de instancias únicas.

Un estremecimiento corrió por la larga columna vertebral de Fortitude. Si el Viceministro era quien creía, se trataba de un descubrimiento sin preceden-tes.

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–¿Por qué no le mostró este descubrimiento a su Ministro? –preguntó Forti-tude, logrando calmar su voz– si él descubriera tu deslealtad, entonces el des-pido seria la menor de tus preocupaciones.

–Un riesgo que vale la pena correr –el Viceministro se inclinó hacia ade-lante en su silla y agregó en un susurro conspirador–. Para ambos.

Fortitude rió entre dientes mientras bebía más té. Había algo raramente cautivador en la imprudencia del joven San 'Shyuum. Pero presumía demasia-do, pensó Fortitude, extendiendo un dedo hacia el interruptor en su trono que haría que los Helios entraran inmediatamente a su despacho.

–¡El Gran Concilio crece sin parar! –barbulló el Viceministro, luego conti-nuó con un ritmo jadeante–. Los Jerárcas son incompetentes… los problemas entre los cuales consiguieron ascender a sus tronos ya están resueltos ¡Ésta ya no es una Era de la Duda, Ministro, y aquéllos con algo de sentido saben que ésta era le pertenece a usted!

Fortitude se contuvo. El joven había expuesto un punto válido. Las edades de la Duda, como la presente, consistían en ocuparse de los destrozos de perío-dos caóticos previos, en este caso las treinta y nueve Edades de Conflicto –que habían abarcado la rebelión Unggoy y había visto el ascenso de Fortitude a Ministro. Sus esfuerzos por redistribuir correctamente la tecnología a conse-cuencia de esa crisis ciertamente habían evitado que se desataran nuevos con-flictos. Y aunque Fortitude era inmune a la adulación, quedó impresionado otra vez por la audacia del Viceministro.

Tranquility acababa de poner los logros de Fortitude por encima de los al-canzados por los Jerárcas –los tres San‘Shyuum elegidos para dirigir al Gran Concilio. Éstas eran las criaturas más poderosas en el Covenant, y llamarlos débiles y sin valor era una declaración peligrosa.

Fortitude movió hacia atrás su dedo, repentinamente cautivado por lo que el Viceministro podría proponerle a continuación. Sin embargo, retrospectiva-mente, debería haberlo sabido.

–Nos encontramos en el amanecer de una nueva Era de Reclamación –el Viceministro llevó su silla alrededor del glifo–. Usted es el único para dirigir-nos a través de ésta, y humildemente… pido sentarme a su lado… por el méri-to de mi discreción actual y por mi compromiso de firme fidelidad de aquí en adelante –Tranquility detuvo su silla directamente frente al Ministro, se inclinó profundamente hasta la cintura, y extendió sus brazos–. Para asumir con usted el manto de Jerárca.

«Y ahí esta», Fortitude pensó, absolutamente sorprendido. «Su ambición al desnudo».

No seria fácil derrocar a los Jerárcas. Para conservar sus gloriosos tronos, resistirían la declaración de una Era nueva con toda la influencia a su disposi-

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ción. Fortitude necesitaría gastar gran capital político –pedir gran cantidad de favores solamente para tener una oportunidad, y aun así...

Fortitude se contuvo. ¿Estaba considerando seriamente la propuesta del Vi-ceministro? ¿Acaso había perdido la razón?

–Antes de hacer algo –advirtió, su lengua se movía casi por voluntad pro-pia–, debemos estar seguros de que los Luminations son válidos.

–Tengo un buque de guerra en servicio, aguardando su aprobación para… Fortitude retrocedió en su trono tanto como pudo. –¡¿Has metido a los Sangheili en esto?! –su cabeza comenzó a latir, palpi-

tando con dolor aterrorizante. «¡Si los Sangheili tomasen posesión del relica-rio, quien sabe lo que podría provocarle al status quol!» Otra vez su dedo se disparó hacia el interruptor de su trono.

Pero el Viceministro se sacudió con fuerza hacia adelante en su asiento y se opuso en un tono firme.

–No. He reclutado a otros testigos. Criaturas que han demostrado lealtad y discreción.

Fortitude frunció el entrecejo ante la mirada del Viceministro. Buscó algún rayo de confianza, algo que le podría ayudar a dar un paso más seguro dentro del nuevo y traicionero camino. Pero la mirada del Viceministro era toda ansia y astucia; honestidad de otro estilo.

El Ministro llevó su dedo hacia abajo, contra un interruptor diferente. El campo de stasis de su té colapsó en un destello plateado, vaporizando el líqui-do de adentro.

–¿Qué hay de la nave que registró las Luminations? –Perdida. Tenía una tripulación mixta. Kig-Yar y Unggoy –Tranquility

frunció sus labios en una expresión indiferente–. Sospecho motín. –Diles a aquellos que has enlistado que si hay sobrevivientes… y si han ro-

bado el relicario… deben ser ejecutados en el acto –Fortitude jugó con sus ropas pensativamente–. De otro modo, se quedarán en custodia preventiva. El relicario fue su descubrimiento. Merecen alguna pequeña recompensa.

Tranquility colocó una mano sobre su pecho e inclinó su cabeza. –Será hecho. En ese momento, la receta del clérigo finalmente acabó con el dolor de ca-

beza de Fortitude. El Ministro cerró sus ojos, disfrutando la rápida subyuga-ción del dolor. Sonrió con alivio –una expresión que él sabía que el San 'Shyuum más joven mal interpretaría como una indicación de algo grande y como un indicio de camaradería.

–Un Relicario como este no ha sido visto nunca antes en el curso de nues-tras vidas –dijo Tranquility–. ¡Cada uno de sus objetos sagrados es una bendi-ción para los verdaderos creyentes!

Fortitude se hundió profundamente en los cojines carmesí de su silla.

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¿Una bendición? No estaba tan seguro. Como Ministro, sabía con temor que se necesitarían miles de negociaciones para poder distribuir las miles de nuevas reliquias. Pero como Jerárca, él podría distribuirlas de cualquier forma que pensara que beneficiaría mejor al Covenant.

Fortitude lamió la escencia de menta que aún seguía en sus labios. Nadie tendría el poder para alterar sus decisiones.

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Capítulo Diez 19 de Enero, 2525 Harvest Avery se encontraba solo, caminando de un lado a otro entre las filas de

uno de los huertos de la vasta Harvest. Ramas le pasaron rozando a ambos lados, densas, y con unas fantásticas combinaciones de frutas: albaricoques, cerezas, ciruelas y muchas más, todas goteadas con el rocío de la fría niebla de la mañana. Tiró de una manzana y secó el rocío. La piel verde era tan brillante que como una braza. Domingo, pensó. Domingo... Pero no estaba seguro exac-tamente por qué.

Desechó la manzana y profundizó un poco más entre las ramas. Más cerca del tronco, el aire era frío. Avery sentía la escarcha cubriendo las curvas de una pera, y la giró desde su tallo para arrancarla. La llevó a sus labios y le dio un mordisco. Pero cuando clavó sus dientes en ella, se estremeció. La pera estaba congelada. Avery frotó una de sus manga con sus labios y se sorprendió al descubrir que estaba vestido de civil: una camisa Oxford recién planchada, blanca y con varios talles muy pequeños; una pequeña corbata de cachemira que apenas le llegaba al ombligo; desgastados, zapatos de punta de ala.

“Un niño no es niño si no arruina su ropa”. Avery oyó la voz de su tía Marcille en la brisa, atravesando las heladas

hojas. De repente, las ramas se agitaron en medio de un zumbido por el paso de

propulsores. Mirando hacia arriba, Avery vio una aeronave Hornet que pasó a baja altura por encima del huerto. Con sus alas parpadeando bajo la brillante luz del sol, la aeronave se inclino y desapareció detrás de los árboles en el lado opuesto de la fila. Avery dejó caer la pera y echó a correr en su persecución.

Pero ahora, mientras más empujaba a través de las ramas, mas cálido se tornaba. El agua comenzó a correr en riachuelos por las hojas cerosas, cayendo desde la fruta como lluvia. Un rápido deshielo artificial estaba en marcha. Avery sintió una ráfaga de aire húmedo que se convirtió en un calor insoporta-ble cuanto más presionaba hacia delante. Cerró los ojos. Sentía sus párpados quemándose, y las ramas dieron paso a algo sólido: una puerta doble de made-ra que conducía a un restaurante de carretera.

Entrando por éstas, Avery vio que la puerta era una de las pocas cosas que seguían en pie. El techo del restaurante había desaparecido. Sus paredes esta-ban astilladas y las ventanas estaban rotas. Todas las mesas y sillas estaban quemadas y olían a humo. Hacia la parte trasera estaba sentada una familia de cuatro personas, sus coloridas ropas eran las únicas cosas que no estaban cu-biertas por una capa de ceniza. Uno de los niños –el mismo niño que Avery había tenido la esperanza de salvar– levantó la vista de su plato de panqueques

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y saludó. Cuando Avery le devolvió el saludo, el niño dio un mordisco y apuntó a la barra de alimentos. Avery se volvió y vio a una mujer en un tabure-te, vistiendo un vestido plateado impresionante.

–Es un encuentro formal –dijo Jilan, girando en el taburete. –Ya lo sé –respondió Avery, tratando de enderezar su corbata. Pero ya no

vestía su gastada ropa de iglesia. En su lugar, se encontró agobiado por las placas blindadas de su traje de combate.

Jilan frunció el ceño. –Tal vez debí haber invitado a alguien más –sacó una cartera de su regazo,

no el bolso adornado con cristales que había tenido en la celebración del solsti-cio, sino el de color burdeos, del bombardero rebelde. Tranquilamente, buscó en su interior, como si estuviera hurgando por un lápiz labial.

–¡Cuidado, señora! –gritó Avery–. ¡No es seguro! –trató de saltar hacia adelante y agarrar el bolso. Pero sus piernas se sentían como plomo, clavadas en el suelo. Avery oyó el rugido de unos propulsores de Hornet y vio su som-bra ondulando por encima del mostrador.

El niño en la mesa comenzó a ahogarse. –Relájate –dijo Jilan a Avery–. Vas a estar bien. Avery gruñó y cayó sobre una rodilla. Su armadura se había vuelto inso-

portablemente pesada. Plantó las manos enguantadas en el suelo cubierto de cenizas para mantenerse del colapso. A través de sus ojos entrecerrados, vio huellas de botas: el frenético paso de pies de infantes de marina tratando de rodear un objetivo.

Jilan se repitió a sí misma. Pero esta vez su voz parecía venir desde otro lu-gar, un eco del otro lado del restaurante, pero de alguna manera muy cerca del oído de Avery.

–Relájate. Vas a estar bien... Avery obedeció. Los potentes fármacos que le habían mantenido inconsciente desde su pelea

a bordo del carguero se drenaron de sus venas como el agua de un baño. Sintió la succión de un drenaje imaginario, y se dejo a si mismo depositarse en el fondo. Cuando finalmente abrió sus ojos parecían hacerlo a un cuarto de velo-cidad.

–Ya está –dijo Jilan, de pie al lado de su cama–. Bienvenido de nuevo. Avery sabía que había estado soñando, pero le sorprendió verla sin su ves-

tido. La Teniente Comandante ahora traía una ligera bata gris de servicio, de cuello alto y ceñida a la cintura, el uniforme de todos los días de una oficial de la ONI. Se encontraba de pie en el lado izquierdo de su cama. Del derecho estaba el gobernador Thune.

–¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? –Avery graznó, mirando alrede-dor: una pequeña habitación con paredes de color crema, sistemas de monito-

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reo, y un equipo intravenoso: un tubo conectado a una aguja en la parte supe-rior de su mano derecha. Avery olía a antiséptico y blanqueador. Un hospital, pensó, una sospecha que rápidamente fue confirmada cuando Jilan levanto una jarra de agua helada de un carrito con ruedas, y llenó un vaso grabado con las palabras ‘UTGARD MEMORIAL’.

–Casi dos días –dijo ella, entregándole el vaso a Avery–.Tienes una fractu-ra de cráneo.

Avery se levantó sobre un codo, tomó el vaso y lo vació con un sorbo largo y lento. Domingo... Eso fue cuando Byrne y él habían montado un Vagón de regreso a la Tiara y transbordaron a la corbeta de al-Cygni, la Walk of Shame. Los dos sargentos habían sido instruidos, armados, y puestos en marcha a las 0900, escondidos en el carguero señuelo.

–¿Qué hay de Byrne? –Él está bien. Había cosido todas sus heridas para cuando lo encontramos.

Tu médico incluso lo felicitó por la costura –Jilan puso la jarra de nuevo en la bandeja–. Él te salvó. Te tiró en el carguero antes de que el otro buque explota-ra.

Avery frunció el ceño. –No me acuerdo de eso. –¿Qué recuerdas? –preguntó el Gobernador. Thune parecía encerrado por

las estrechas paredes de la habitación, su masa jovial ahora parecía una amena-za inminente–. Lléveme a través de su misión. Paso a paso.

Avery frunció el ceño. –El cuarto es seguro. Y tú eres el único paciente en esta ala –explicó Jilan.

Luego, asintiendo con la cabeza hacia el gobernador–Yo ya le he dicho todo lo que sé.

Avery alcanzó una fila de botones incorporados en el costado de su cama. Zumbaron motores, y la cama lo levantó a una posición sentada. Colocando el vaso en un un hueco de sábanas que llenaba su regazo, Avery se se puso en una postura familiar: la entrega de un informe post-acción breve y conciso a un superior. Pero sólo llevaba un minuto más o menos describiendo su lucha contra los alienígenas cuando Thune se impacientó.

–¿Cómo se comunican? –preguntó, cruzándose de brazos. –¿Señor? Thune había comenzado a sudar. Profundas manchas azules fueron cre-

ciendo alrededor de su cuello y debajo de los brazos de su camisa de cambray. –¿Ha visto algún equipo-COM? ¿Notó cómo hablaban entre sí o con su na-

ve? –No, señor. Pero llevaban trajes. Era difícil de...

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–Nos preguntamos enviaron un mensaje, Sargento –aclaró Jilan–. Una se-ñal de socorro. Algo que podría no haberse registrado en la cámara de su cas-co.

–El líder estaba fuera de vista –dijo Avery. Recordó los ojos rubí del alienígena, los dientes afilados y la bola de plasma formándose en su pistola, como una brillante manzana–. Uno o dos minutos, como mucho. Pero definiti-vamente tuvo tiempo para chillar. Y después estaba el otro alienígena...

–¿Qué otro alienígena? –preguntó Jilan con impaciencia. –No conseguí un buen vistazo de él –Avery recordó aquella cosa flotante,

de color rosa e hinchada–. Y no se involucró. –¿Estaba armado? –preguntó Thune. –Es que no me di cuenta, señor. –Así que vamos a ver si he entendido bien –Thune se rascó el cuello por

debajo de su barba roja gruesa–. Cuatro alienígenas, tal vez cinco. Armados con cuchillos y pistolas.

–Su nave tenía láseres, Gobernador. Fluoruro de hidrógeno. Muy precisos. Jilan extendió sus manos ligeramente–. Y era una nave pequeña. ¿Quién sabe lo que ponen en sus buques más grandes?

–Los seres que usted mató –Thune arrastraba sus palabras; su voz estaba arqueándose, provocadora–. ¿Pparecían algo… más difíciles de combatir que un rebelde promedio?

–¿Señor? Avery sintió un nudo familiar apretando su estómago. ¿Qué tenían los re-

beldes que ver con eso? –Cuatro de ellos, dos de ustedes –el Gobernador encogió sus gigantes

hombros–. Y ganaron. –Tuvimos el elemento sorpresa. Pero eran disciplinados. Demostraron buen

pensamiento táctico. Avery estaba a punto de dar una descripción detallada de lo bien que los

alienígenas habían maniobrado en gravedad cero, cuando la puerta de su habi-tación se abrió y el Procurador General Pedersen se deslizó en el interior.

–No he podido encontrar un almuerzo en ningún lado –sonrió en tono de disculpa a Avery–. No es que te estés perdiendo algo. La comida de hospitales es la misma donde quiera que vayas, me temo –entonces, al gobernador Thu-ne– ¿Algo… inesperado?

Thune disparo a Jilan una mirada despectiva. –No –dijo con firmeza. Un tenso silencio llenó la habitación. Avery se movió en su cama. Clara-

mente, su interrogatorio había sido una parte importante de una discusión más amplia. Sus respuestas eran críticas en un argumento entre al-Cygni y Thune.

–Gobernador –dijo Jilan– ¿Podríamos hablar?

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–Nos ha ayudado mucho, Sargento –Thune dio unas palmaditas en la pier-na de Avery a través de sus sábanas y luego se dirigió hacia la puerta–. Disfru-te su descanso.

Avery se sentó lo más derecho que pudo, tenzando la conexión intravenosa. –Gracias, señor. Jilan siguió al Gobernador al exterior. Pedersen cerró la puerta detrás de

ellos con un extraño agache de su cabeza, casi una reverencia. Avery levantó la copa, dejo caer unos cubos de hielo derritiéndose por sus labios, y comenzó a masticarlos. El movimiento de su mandíbula le provocó un dolor en la parte posterior de su cráneo. Acercó su mano al lugar y sintió una incisión cauteri-zada –a través de la cual los médicos habían inyectado un polímero de tejido óseo.

Avery pudo oír la voz de Thune retumbando afuera de la puerta, pero no podía entender lo que estaba diciendo. Al principio, las respuestas de Jilan fueron amortiguadas de manera similar, pero el intercambio rápidamente au-mentó de volumen –un crescendo que convirtió la voz de Thune en un gruñido agudo, acompañado del murmullo conciliador de Pedersen. Avery oyó pisadas alejándose, y unos momentos después Jilan se deslizó de nuevo en el cuarto.

–Él no sabía –dijo Avery–. Que usted estaba ejecutando un operativo. Usando la milicia como fachada.

Jilan se cruzó de brazos detrás de su espalda y se apoyó contra la pared al lado de la puerta.

–No. La decisión de mantener al Gobernador fuera del asunto había venido sin

dudas de un superior muy por encima de la Teniente Comandante. Pero si Jilan estaba disgustada por tener que cargar con la situación, no lo demostró. Su expresión estaba perfectamente calmada.

Avery se inclinó hacia delante y dejó su vaso vacío en el carro. –¿Cuántas naves solicitará? Jilan esperó a que se volviera a reclinar sobre la cama. –Ninguna. Por un momento, el único sonido en la sala fue el ‘clic’ en uno de los moni-

tores, mientras registraba un aumento en el pulso de Avery. –Pero no acabamos de... –¿Hacer el primer contacto con alienígenas? –Con todo respeto, señora. El contacto no fue del todo agradable. Sus ar-

mas eran mucho más sofisticadas que las nuestras. Y como usted ha dicho, era probablemente un buque pequeño.

Jilan asintió con la cabeza. –Lanzamos un golpe tonto, y ganamos una pelea a puñetazos. –Regresarán para la siguiente ronda.

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–Ya lo sé. –Entonces, ¿por qué diablos no está Thune pidiendo alguna nave? Jilan se apartó de la pared. –Organizar una milicia tomó años de negociaciones, requirió la aprobación

unánime del Parlamento de Harvest. Un porcentaje significativo de sus ciuda-danos estaba en contra de tener siquiera un puñado de marines en el planeta –Jilan dio un paso al pie de la cama de Avery–. Thune no está ansioso por ver cómo reaccionan sus habitantes a los buques de guerra del UNSC.

Avery recordó las miradas en los rostros de algunos de los invitados a la celebración del solsticio. Su evidente desdén para él y su uniforme.

–La insurrección. Thune teme que se propague. –Todos estamos preocupados porque se extienda –dijo Jilan. –Así que... ¿qué? ¿Sólo vamos a pasar por alto que estos alienígenas golpe-

en a nuestra puerta? –El gobernador está molesto. No quiere escuchar. Ahora no. No a mí. –¿Entonces a quién? Jilan envolvió sus manos alrededor de la barra de acero inoxidable al final

del colchón de Avery. Ella apretó, como si dudara de la fortaleza del metal. –Una persona con conocimiento de los planes de respuesta autorizados en

escenarios de primer contacto. Alguien que pueda convencer al gobernador de que la interposición de la flota es lo que hay que hacer, o que tenga el rango para hacerle caso omiso –levantó la vista–. Yo no.

Avery escucho la frustración en su voz: una falla en su fachada de emocio-nes. Tuvo la oportunidad de decir lo correcto, demostrarle que compartía su frustración, y preguntarle qué podrían hacer juntos, para preparar a Harvest para un ataque. En cambio, dejó que su ira sacara lo mejor de él.

–El gobernador está jugando con la política… –gruñó–. ¿Y no va a hacer un demonio al respecto?

Avery había estado probando los límites de la insubordinación desde que Thune había salido de la habitación, pero eso fue un claro paso de la línea, Jilan soltó la barra.

–Mi nave ya está en camino a Reach, llevando un informe en el que reco-miendo en términos muy claros que el FLEETCOM ignore las objeciones del Gobernador y envíe inmediatamente un grupo de batalla –cualquier debilidad en su voz se había ido.

Clavó su mirada sobre los descarados ojos de Avery. –¿Qué otra cosa, sargento, sugiere que haga? La Walk of Shame era una corveta de la ONI –una nave muy rápida. Pero Avery sabía que todavía tomaría más de un mes para que pudiera re-

gresar a Epsilon Eridani. El grupo de batalla podría tomar tiempo para reunir-se, y sería más lento para moverse. En el mejor caso: pasarían por mo menos

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tres meses antes de que llegara la ayuda a Harvest. Y en el fondo, Avery sabía que eso sería demasiado tarde.

Con un insulto silencioso, dio un tirón para quitarse su intravenosa, apartó las sábanas, y colocó un pie sobre el suelo. Su bata de hospital era sorprenden-temente corta, y Jilan estaba en un ángulo particularmente difícil. Pero sus ojos seguían fijos en los suyos mientras tomaba el uniforme recién lavado del estan-te del medio del carro del hospital, se colocó sus pantalones, y los sujetó.

–¿Qué estás haciendo? –Volviendo al deber. Avery se quitó la bata y la arrojó sobre la cama. Ahora los ojos de Jilan lo

recorrieron de arriba a abajo, observando las feas contusiones de la lucha re-ciente que le habían quedado en el ancho pecho y hombros.

–No recuerdo haberte dado permiso para hacer eso. Avery se colocó su camiseta verde oliva, y se dejó caer sobre una rodilla en

el suelo, atando sus botas. –Tengo mis órdenes: formar una compañía de milicia. Y tengo la intención

de hacerlo, porque en este momento, señora, sus lamentables traseros son todo lo que tenemos en este planeta.

Avery tomó su gorra y se dirigió hacia la puerta. Jilan se interpuso y le cerró el camino. Era una cabeza más alto, mucho más pesado y más fuerte. Pero mirando sus facciones estoicas, Avery se preguntó que le pasaría si la ignorarba y ella trataba de detenerlo. Al final, todo lo que ella necesitaba era su voz.

–Todo lo que has visto y hecho en las últimas cuarenta y ocho horas es cla-sificado. Alto secreto. Usted entrenará a sus reclutas de la mejor manera que sepa. Pero no les dirá lo que sabe –hizo una pausa, con ojos brillantes–. ¿Me he expresado con claridad?

Avery había pensado que los ojos de Jilan eran marrones. Pero en ese mo-mento se dio cuenta de que brillaban de color avellana profundo.

Verde insondable. –Sí, señora. Jilan se hizo a un lado, y Avery abrió la puerta. Al entrar en el pasillo, se

sorprendió al ver al Capitán Ponder, sentado en un banco acolchado unas puer-tas más adelante, con sus dedos ocupados en la pantalla de su tableta COM.

Ponder alzó la vista cuando Avery se acercó. –Esperaba algo peor –sonrió–. Te ves muy bien. –Capitán –dijo Jilan cuando se acercó con rapidez. Ponder se levantó y se quebró en un saludo apresurado con su prótesis de

brazo. –Señora.

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Los dos infantes de marina vieron a Jilan dirigirse hacia un ascensor al fi-nal del pasillo. Sus botas negras de tacón bajo golpeaba fuertemente sobre el piso de azulejo blanco lustroso. Avery esperó hasta que estuvo dentro del as-censor y la puerta estuviera cerrada antes de preguntar

–¿Sabía usted que es una espectro? –No, no lo sabía –dejó caer la tableta COM en el bolsillo del pecho de su

camisa–. Pero por como son, ella no es tan mala. Avery entrecerró sus ojos. –Nos está colgando fuera para secarnos. –Lo que está haciendo es seguir órdenes –Ponder puso su mano protésica

sobre el hombro de Avery–. ¿Llamar a la flota? Ese es el trabajo de Thune –el Capitán podría decir que Avery aún no estaba convencido–. Escucha, todo el equipo que no dejaste flotando en el espacio, ella me lo dio a mí. Quiere que lo llevemos de regreso a la guarnición. Le daremos buen uso.

Avery sabía que había armas y equipo en el arsenal de Jilan que podía utili-zar para entrenar a sus reclutas para la batalla, no sólo marchar y disparar con-tra blancos en el campo de tiro. Si eso era todo lo que la Teniente Comandante tenía para dar, Avery lo aceptaba igualmente: era mejor que nada.

–Vamos –dijo Ponder, señalando a Avery hacia el alejado ascensor–. En el camino de regreso a la base, me puedes decir cómo es que el sargento Byrne consiguió ser ensartado por una lagartija en un traje espacial.

* * *

Todo el segundo pelotón de reclutas aplaudió cuando Jenkins cayó. El gol-

pe de su oponente con su palo púgil19 lo había cogido en la parte trasera de su casco, barriendolo fuera de la viga. Jenkins golpeó el suelo lo suficientemente duro para llenarse las mejillas de arena, a pesar del protector bucal que el Médico Healy había insistido en que todos ellos usaran.

–Escupa y sonría –ordenó Healy, en cuclillas junto a Jenkins. Esperó a que el recluta retirara su protector bucal y le mostrara que todavía tenía todos sus dientes. Luego comprobó por una contusión cerebral–. ¿Qué día es hoy?

–Diecinueve de enero, doc. –¿Cuántos dedos estoy mostrando? –Ninguno. –Bien entonces, disfruta el resto del día. A medida que el médico se marchaba, Jenkins se limpió la boca, dejando el

rastro de una babosa de arena en su antebrazo desnudo. El recluta que lo había enviado al suelo (un hombre mayor llamado Stisen, uno de un puñado de ofi-

19 Los palos púgil son “garrotes” de entrenamiento. Barras con puntas esponjadas para no herirse.

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ciales de la Policía de Utgard, la fuerza policial de la ciudad) todavía estaba en pie sobre la viga, moviendo su palo púgil en señal de triunfo.

La viga estaba suspendida a medio metro de altura, y había un montón de arena en el pozo que los reclutas habían excavado junto al estacionamiento de la base. Pero Jenkins, todavía se sentía un poco mareado mientras caminaba de regreso al lado del 1er pelotón de la fosa. Lo había hecho bien, logró derribar unos pocos de los otros reclutas del segundo pelotón. Pero entonces combatió con Stisen, y el policía era demasiado fuerte.

–Ten cuidado –dijo Jenkins, entregando a Forsell el palo púgil–. Es bueno. Forsell asintió con la cabeza, sus mandíbulas ya estaban inmovilizadas con

su protector bucal. El alto y silencioso recluta parecía aún más imponente en sus hombreras protectoras, y era el momento de que el primer pelotón lo alen-tara.

–¡Escuchen! –gritó el sargento Byrne, con sus piernas y botas medio ente-rradas en la arena–. Ésta es la pelea por el título de nuestro pequeño torneo. El perdedor obtiene con su pelotón una semana de KP –Byrne sonrió abiertamen-te cuando los gritos de los reclutas se volvieron quejidos.

El comedor tenía dispensadores automáticos de alimentos, pero las máqui-nas estaban diseñadas a propósito para ser limpiadas y almacenadas al final de cada comida.

Algunas herramientas de entrenamiento eran demasiado buenas para ser víctima de los avances tecnológicos, Byrne sonrió.

–¡Así que vamos a ver algunos sangrientos espíritus de lucha! Forsell y Stisen gruñeron –golpeando los acolchados extremos de sus palos

púgil juntos. La viga crujió mientras los reclutas se entregaban una oleada de golpes de apertura. Ambos hombres pesaban más de noventa kilos, pero ganar en los palos púgil tenía tanto que ver con la velocidad y agilidad como con el poder de ataque. El delgado Stisen tenía una ligera ventaja.

Después de golpear a Forsell en el mentón, Stisen simplemente dio un paso atrás cuando el pesado recluta reaccionó con un golpe salvaje, perdiendo el equilibrio y cayendo al foso.

Los compañeros del pelotón de Stisen soltaron una carcajada por el éxito de su maniobra. Byrne no estaba impresionado.

–Lo único que recibirás retrocediendo es una patada en el culo –agarró la mascarilla del casco de Stisen y le dio una serie de enfáticas sacudidas–. Así-que. Deja. De. Jugar.

–¡Sí, sargento! –rugió Stisen con los dientes apretados. –Muy bien, bastardos. ¡Matar, matar, matar! Una vez más los dos hombres se enfrentaron. Esta vez se golpearon dura-

mente, bloqueando, y tratando de empujarse el uno al otro de la viga. Hubo un momentáneo empate –dos pares de botas se deslizaban hacia atrás, luchando

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por mantenerse sobre la viga. De repente, Stisen se apartó. Forsell perdió el equilibrio y se tambaleó hacia adelante. Stisen llevó un poderoso gancho a la cabeza de Forsell. Sin embargo, el fornido recluta metió la barbilla sobre su hombro, absorbió el ataque de Stisen y respondió con un empujón en las costi-llas del policía que lo dejó lateralmente en la arena. Stisen rodó a sus pies y se encogió de hombros como diciendo: ‘solo fue suerte’, una reacción que pro-vocó un coro de abucheos del primer pelotón que persistió aun cuando Byrne pidió calma y un Warthog entró rugiendo al estacionamiento.

–Todos ustedes serán esclavos de ahora en adelante –gritó Byrne, mirando como Avery y el Capitán Ponder desmontaban del vehículo–. ¡Vamos a oírles contar hasta cincuenta!

Los reclutas se recostaron sobre el suelo y comenzaron con su castigo de flexiones, contando en voz alta y al unísono. Pero Jenkins mantuvo la cabeza en alto, viendo como los dos Sargentos se encontraron bajo la atenta mirada del Capitán Ponder.

No hacía falta ser un genio para darse cuenta que había mala sangre entre Avery y Byrne.

Desde que Jenkins había llegado a la base, notó que ambos intentaban evi-tarse Y el sargento Byrne parecía considerar el entrenamiento de sus reclutas como una rivalidad personal –había alentado una fuerte, relación de competen-cia entre los dos pelotones; la competencia de púgil era un buen ejemplo. Pero cuando los sargentos del personal hablaban el uno al otro, parecían estar a gusto. Avery señaló un montón de robustos estuches de plástico en el compar-timiento abierto de carga del Warthog. Ponder dijo algo que Jenkins no podía oír sobre los gritos de sus compañeros de pelotón. Pero debió haber sido algo bueno porque Byrne asintió con la cabeza. Entonces el sargento Johnson le tendió la mano. Byrne hizo una pausa –el tiempo suficiente para que Jenkins contara desde treinta y ocho hasta cuarenta y cinco– luego se acercó y le dio a Avery una sola pero ferviente sacudida.

–¡Segundo pelotón, sobre sus pies! –gritó Byrne, volviéndose hacia el cajón de arena– ¡Corriendo hasta el campo de tiro!

Stisen se puso de pie y se quitó el casco con evidente molestia. –Pero, ¿quién ganó? Sin dudarlo, Forsell barrió con una patada a Stisen detrás de las rodillas,

levantándolo unos cuantos centímetros sobre la arena. Los dos pelotones esta-llaron en vítores y abucheos de oposición.

–Tú no, tonto –gruñó Byrne al atónito policía a sus pies– ¡Muévanse! ¡Do-ble velocidad!

Jenkins y el resto del primer pelotón se precipitaron al cajón de arena. Se abalanzaron sobre Forsell, y lo hubieran levantado en el aire si Avery no hubiese cortado con sus entusiasmos.

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–Atención –gritó, y los reclutas se se pusieron en firmes. Forsell luchaba por reprimir una sonrisa.

Avery se acercó a Jenkins, con una de las cajas de plástico del Warthog. –¿Cuánto calificaste? –¿S-sargento? –tartamudeó Jenkins. –Antes de irme, te dije: aprende a disparar –Avery se inclinó cerca–. ¿Cuál

fue tu calificacion? –Francotirador. –¿Esta usted mintiéndome, recluta? –¡No, sargento! –¿Y tú? –Avery ojeó a Forsell. El recluta todavía tenía su casco protector, haciendo que su ya considerable

cabeza pareciera cómicamente más grande. –¡Francotirador, sargento! –respondió Forsell a través de su protector bu-

cal. Avery se volvió hacia Jenkins. –¿Te gusta este grandote hijo de puta? –¡Sí, sargento! –Bien –Avery celebraba el caso–. Porque tú eres mi francotirador. Y él es

tu ayudante. Jenkins sostuvo el estuche, pero le tomó unos segundos más darse cuenta

de que poseía un rifle, que Avery acababa de darle una no oficial –pero muy importante– promoción.

–¡Sí, sargento! –gritó Jenkins, mucho más fuerte que antes. –Estamos acelerando su entrenamiento –dijo el Capitán Ponder, uniéndose

a Avery junto al pozo–. Acabamos de enterarnos de que Harvest está esperan-do una muy importante delegación de la autoridad colonial. El Gobernador ha solicitado que esta milicia proporcione seguridad, en caso de un ataque insur-gente.

Esa fue una audaz mentira, pero Avery y Ponder habían acordado que, aunque no podían decir la verdad a los reclutas, tenían que darles una razón para entrenar duro –un enemigo que los mantuviera motivados.

Y sin embargo, la simple mención de la insurrección causó en algunos de los reclutas un susto inicial. Otros echaron un vistazo nervioso el uno al otro mientras que el resto frunció el ceño y sacudió la cabeza: «Nosotros no nos enlistamos para esto».

Avery asintió con la cabeza. –Ustedes se ofrecieron por diferentes razones. Pero yo puedo enseñarles a

ser soldados, los protectores de su planeta.

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Quería decir lo que le dijo a la Teniente Comandante: hasta que la ayuda llegara del FLEETCOM, estos reclutas eran la única protección que Harvest tenía.

Pero lo que él no había admitido hasta ahora –nisiquiera consigo mismo–, era que no sabía si podía liderarlos. No sin su respeto y confianza. Y no tenía mucho tiempo para ganarse a ninguno.

–Yo soy su instructor, pero también soy un Marine de la flota del UNSC –continuó Avery–. Me he comprometido a una vida de servicio y sacrificio. He puesto para mí los más altos estándares de conducta personal y capacidad profesional. Si me lo permiten, voy a enseñarles a hacer lo mismo.

Avery sabía que todo a lo que se había comprometido, sus reclutas tambien lo haría. En medio de la sucia guerra del UNSC en contra de la insurrección, él había comprometido sus estándares, haciendo cosas inmorales. Había sacrifi-cado mucho de su humanidad por su servicio. Ahora estaba decidido a ganarla de nuevo.

Avery se quitó la gorra de servicio y la arrojó a Healy. Luego saltó dentro de la fosa.

–Pero primero –dijo, levantando el casco Stisen y dejándolo libre de arena–. Alguien tiene que evitar que la cabeza de Forsell se haga más grande –los reclutas del primer pelotón rompieron en asombradas sonrisas, y Avery agregó– bien podría ser yo.

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Capítulo Once Harvest 20 de Enero de 2525 Sif sabía que había estado sola demasiado tiempo. Sola con sus sospechas,

sin otra inteligencia que la ayudara a separar lo que sabía de lo que creía saber. Algo había sucedido –estaba sucediendo– justo bajo sus narices. Pero Sif solo conocía los resultados de inquietantes los eventos recientes, no sus causas, y eso era un hecho terriblemente angustiante para un ser eminentemente lógico como una IA.

«Comienza con lo que sabes» se recordó Sif mientras comenzaba a calentar sus bancos de memoria y, una vez más, alimentaba a su procesador más con-fiable con los bits de datos más relevantes.

Los hechos: Jilan al-Cygni y dos de los marines, Johnson y Byrne, habían llegado a la estación Tiara hacía cuatro días; al-Cygni pidió a Sif una nave para “asuntos oficiales del DCS”; Sif cumplió con su solicitud, y los tres humanos transbordaron al carguero Bulk Discount utilizando la corbeta Walk of Shame de al-Cygni; una hora más tarde, ambas naves habían salido de la órbita.

Pero era en ese momento cuando las cosas dejaban de estar claras. Revisando las imágenes de las cámaras exteriores de la Tiara, Sif había no-

tado que la Walk of Shame había permanecido acoplada al Bulk Discount –manteniendo su ala delta abrazando el casco, en la parte inferior del contene-dor de carga del carguero, mientras iniciaban una brecha en el Slipspace hacia Madrigal.

Ese tipo de viajes, no era inusual, los barcos más pequeños que no poseían motores Shaw-Fujikawa incorporados, se acoplaban a naves que sí los tuvie-ran, de la misma forma que los contenedores de carga de los cargueros se un-ían a una unidad de impulso externa.

Lo curioso era que la nave de al-Cygni poseía un motor Shaw-Fujikawa; no necesitaba de la ayuda del carguero para llegar hasta Madrigal. Sin embargo, jamás llegó hasta allí. Unos minutos después de iniciar el salto, el carguero había abortado el deslizamiento y salido del Slipspace, transmitiendo una señal de auxilio al mismo tiempo. Sif accesó al banco de memoria que conservaba el mensaje grabado del COM:

<\\> DCS.REG#BDX-008814530 >> HARVEST.LOCAL.ALL <\ ¡ALERTA! ¡EMERGENCIA MÉDICA A BORDO! <\ EL CAPITÁN (OKAMA.CHARLES.LIC#OCX-65129981) NO RESPONDE <\ ¡REQUIERE ASISTENCIA MÉDICA INMEDIATA!

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[REPETIR MENSAJE] \ > Era cierto que aveces los humanos tenían reacciones adversas durante los

viajes en Slipspace. Este plano multidimensional era volátil, plagado de remo-linos temporales en constante movimiento. Los humanos que entraban en con-tacto con alguno de estos vórtices podían presentar desde náuseas hasta un accidente cerebro-vascular. Incluso en algunos casos, las personas –pero no siempre sus naves– sencillamente desaparecían.

Así que los cargueros y otras embarcaciones se basaban en los reportes de estado de otras naves que acabaran de salir del Slipstream para decidir si era seguro o no transitar por las mismas coordenadas.

Había naves informando constantemente (y cuando no, la DCS realizaba sus propios reportes mediante sondas) para garantizar la seguridad del Slipspa-ce. Sin embargo, seguía siendo un proceso predictivo, y aveces las naves en-contraban condiciones tan adversas que debían abortar el viaje –abandonando el Slipspace momentos después de haber ingresado.

Estos egresos de emergencia podían ser peligrosos para los humanos aun-que los circuitos de control de los motores Shaw-Fujikawa estaban hechos para alertar con cierta anticipación acerca de estos abortajes. Pero esto no era siem-pre posible. En caso de emergencia, era mejor para una tripulación regresar rápidamente al espacio normal y sufrir heridas físicas sanables, que desapare-cer para siempre en el Slipspace.

Sin embargo, la Bulk Discount no tenía ninguna tripulación. No existía el tal “Capitan Charles Okama”. Si las sospechas de Sif eran correctas, los únicos a bordo eran los sargentos Johnson y Byrne, pero forzó a su procesador para que no insistiera con la misma cadena de eventos. «Concéntrate» insistió su núcleo de lógica «apégate a los hechos».

Haciendo uso de los equipos de radar de algunos cargueros que se encon-traban relativamente cerca del Bulk Discount, Sif confirmó que la nave de al-Cygni se había desacoplado del carguero luego de salir, desapareciendo del radar –una indicación de que su corbeta estaba equipada con equipos de sigilo. Sif sabía que ese tipo de equipamiento era raro en las naves de guerra del UNSC, ni hablar de las naves burocráticas de pequeño tamaño de la DCS.

Pero aún más confuso era que en los nuevos escaneos de radar, apareció otra nave cercana al Bulk Discount, un contacto que necesitó de múltiples triangulaciones para confirmar su estatus de enemigo o amigo, y del cual, los escáneres ARGUS confirmaron un material que no era usado en ninguna cons-trucción del UNSC –un material, que Sif sospechó, no era de origen humano.

«¡Se razonable!» Sus algoritmos de contención emocional reprendieron a su núcleo «¿Una nave alienígena?».

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¿Pero que otra explicación había? Los núcleos de memoria enciclopédicos de Sif poseían los perfiles de todas las naves humanas, y el contacto no con-cordaba con ninguno de ellos. ¡Además –contraatacó el núcleo de Sif contra sus algoritmos– el contacto atacó al Bulk Discount con armas de energía, y luego explotó en una nube de metano y otros gases exóticos! Todo eso sugería que era una nave, no solo de diseño alienígena, sino también de uso.

Sif deseó haberle pedido una explicación sincera a al-Cygni. No solo acer-ca de la nave alienígena, sino también sobre su identidad. Claramente, Jilan al-Cygni no era miembro del DCS. Ella era militar –probablemente de la ONI, debido a la capacidad de sigilo de la corbeta Walk of Shame. Pero cuando la mujer regresó a la estación espacial Tiara, sus labios estaban más sellados que nunca antes. Basada en las heridas de uno de los Sargentos, Sif supo que la misión no había marchado bien. Hasta ese momento, Sif había dejado que sus restringentes emocionales mantuvieran su necesidad de conocimiento dentro del límite. Pero ahora, el nano ensamblaje cristalino en el corazón de su núcleo lógico, ardía en una incontrolable necesidad de respuestas. Por primera vez desde que había sido creada, se sintió demasiado limitada –experimentando una punzada rampante. Esto la asusto, mucho.

En ese preciso momento, un nuevo mensaje apareció por el buffer de su COM

<\\> HARVEST.IA.OA.MACK >> HAVEST.IA.ON.SIF <\ Buenos días, bonita. <\ Estoy en un pequeño aprieto. Podría usar un poco de tu ayuda. <\ ¿Te molestaría bajar? \>

Sif estaba sorprendida. Era la primera vez en mucho tiempo que Mack le

enviaba un texto por el enlace COM. Estaba coqueteando, pero sin hablar –haciendo un inusual esfuerzo para ser educado. Pero fue la pregunta final de Mack lo que realmente llamó su atención. En la historia de su relación, Mack jamás había pedido a Sif que bajara a su propio centro de datos.

Bajo circunstancias normales, Sif jamas se hubiera molestado en comprimir ni un fragmento de su núcleo y enviarlo a través del máser de la estación Tiara. Pero sus algoritmos de restricción fallaron. Si estos querían que ella fuera razonable, lo haría –consiguiendo otro ser racional para confirmar o anular sus conclusiones. Unos segundos después, un fragmento del núcleo de Sif se trans-firió por una de las antenas en la cima del complejo del reactor de Utgard, y se alojó en un enlace de almacenamiento COM.

<\ Bien. Eso fue rápido. <\ Acomódate. Estaré contigo en un instante. \>

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El buffer de Mack estaba lleno de otros datos (pedidos de ayuda de granje-

ros con autómatas JOTUN descompuestos, y cosas similares), evidencia de que Sif había sorprendido a Mack en medio del trabajo. Pero su hospitalidad era tan buena como había prometido, y pronto, el fragmento de Sif se encon-traba en una memoria flash dentro de uno de los clusters del procesador de Mack, en su centro de datos. El fragmento de Sif descubrió que Mack había abierto un circuito al holo proyector central, y el avatar de Sif se materializó en él –en una espiral de fotones que iluminaron la oscura habitación.

«¿Qué estás haciendo?» dijeron sus algoritmos. «Lo que creo que debería hacer» respondió su núcleo. Para apaciguar a sus algoritmos, ella revisó su fragmento y demostró que

todavía estaba en perfecta sincronía con su núcleo. Lo tenía bajo control, y si algo salía mal, sencillamente desecharía el fragmento.

–Tómate tu tiempo –dijo Sif. Su voz hizo eco desde los altavoces en la base del proyector. El cluster en

el que se encontraba Sif tenía acceso al termostato de la habitación. Según éste, la habitación estaba fría, así que cubrió a su avatar con un poncho color car-mesí, complementando su vestimenta naranja y amarilla. El cabello dorado de Sif se había arremolinado, pero dejó algunos mechones tapando su frente, para ocultar las líneas de preocupación que sus algoritmos la obligaban a mostrar.

Como todo lo demás acerca del avatar, sus ojos y oídos eran estrictamente para lucir. Pero cuando unos tubos de luz parpadearon sobre el proyector, Sif aprovechó las cámaras y micrófonos del centro de datos para animar apropia-damente su rostro, mientras inspeccionaba los alrededores.

Ella había imaginado que el centro de datos de Mack sería un desastre, jus-tificando el sudor y la suciedad que caracterizaban a su avatar. Pero para su sorpresa, el centro de datos estaba perfectamente organizado. Sus circuitos expuestos estaban perfectamente unidos entre sí, y sus bancos de memoria se apilaban en estanterías prolijamente.

«Quizá es de ayuda que sea una habitación tan pequeña» pensó Sif «más un closet que una recámara».

O quizá su personal de mantenimiento era muy concienzudo. Pero enfo-cando las cámaras centrales, Sif captó una capa de polvo en el cableado y las estanterías, y así supo que nadie, ni siquiera un equipo de técnicos había estado en el centro de datos de Mack en mucho, mucho tiempo.

Enfocando las cámaras a su posición normal otra vez, Sif notó que el techo estaba conformado por vigas de titanio, y que el suelo estaba cubierto por paneles de goma. Sif tuvo una extraña sensación, una sensación de que ya había estado en esa habitación antes.

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<\ Tengo algunas cosas más que hacer. <\ ¿Te importaría empezar sin mí? \>

Mack abrió un circuito a un cluster de procesador más cercano a su núcleo

lógico. Mientras el fragmento de Sif avanzaba, logró captar algunos de los procesos de otros clusters activos –registrando sus tareas. Aunque Sif estaba consciente de las varias responsabilidades de Mack, era algo completamente diferente verlo trabajar, mucho más intimidante. La IA de operaciones agrarias trabajaba a lo largo de todo Harvest. Sif rápidamente ganó más respeto por lo complicado que su trabajo debía ser.

La gran mayoría de los clusters de Mack estaban constantemente contro-lando los cientos de miles de JOTUNs, enviando órdenes y revisando errores. En un grupo de tres clusters co-procesasantes, Mack se estaba encargando de la supervisión de todos los contenedores en el sistema maglev, verificando la alineación de sus paletas propulsoras. Al mismo tiempo, estaba realizando comprobaciones de desgaste en las líneas del sistema maglev, tratando de ver cuanto exceso de carga podrían soportar y a cuánta velocidad.

Sif sabía que mantener a los autómatas JOTUN en funcionamiento era una tarea de tiempo completo, cada día. Pero estaba un poco confusa acerca de la evaluación de infraestructura. La CA solo ordenaba chequeos anuales de los sistemas más importantes, y Sif sabía que Mack había entregado un reporte hacía pocos meses (porque ella fue la que tuvo que molestarlo para que lo hiciera). Entonces su fragmento notó otras cosas que tenían aún menos sentido.

Uno de los clusters de Mack estaba supervisando a un grupo de JOTUNs que estaba enterrando acelerador magnético de Harvest. Algunas de las cose-chadoras de Mack estaban cortando trigo de los campos circundantes al gene-rador, y un grupo de arados hacían lo mejor que podían para empujar tierra sobre la larga línea de magnetos circulares del acelerador –haciéndolos ver como una ondulación recién podada del terreno.

Por un momento Sif se preguntó si este inusual comportamiento era el asunto con el que Mack necesitaba ayuda. Pero entonces, su fragmento alcanzó el cluster más cercano al núcleo de Mack.

Allí los procesadores se dedicaban al control de los circuitos en los siete elevadores de carga hacia la Tiara –simples computadoras, cuyo trabajo con-sistía en transferir manifiestos (registros sobre lo que llevaba cada contenedor y cuánto pesaba cada uno) desde los registros de Mack a los de Sif. Antes de que los elevadores pudieran pasar de las líneas de rieles a su respectiva zona de despacho, ella debía controlar los manifiestos. Sólo cuando estaba segura de que los elevadores pudieran balancear sus cargas, daba permiso a Mack para que los enviase.

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Esas interacciones sucedían miles de veces por día, y aunque esto daba a Mack muchas oportunidades para coquetear, nunca había hecho nada más que dedicarse a sus conexiones más fundamentales. Sus manifiestos eran siempre breves y concisos, peso de los contenedores, expresado en kilogramos. Y mientras las regulaciones de la DCS obligaban a Sif a comprobar dos veces el trabajo de Mack, ella sabía que en ese aspecto, él era perfectamente confiable.

Sif ordenó a su fragmento que comprobara los circuitos de control de los anclajes. Pero cuando el fragmento envió su reporte, no notó nada fuera de lo usual.

–¿Quieres darme una pista? –preguntó Sif– Las computadoras parecen...

<\ Oh, las computadoras están trabajando bien… La voz de Mack crujió por los poco usados altavoces de su centro de datos. –Lo que me estoy preguntando es qué pasaría si las apagamos. Usualmente el comportamiento estrafalario de Mack hacía que el núcleo de

Sif se calentara. Pero en ese momento se enfrió, y Sif tuvo que drenar un poco del refrigerante criogénico nano ensamblado para mantener su temperatura en niveles aceptables.

–Eso automáticamente detendría el paso de los contenedores a mis elevado-res –Sif ajustó su poncho un poco más– Pero, ¿por qué... –continuó ella, con su voz tan fría como su núcleo–…querríamos hacer eso?

Repentinamente, el holo proyector del centro de datos dibujó al avatar de Mack, apareciendo delante de ella –tan cerca (los algoritmos de Sif le hicieron saber de ello) que la mayoría de los humanos lo hubiesen percibido como una invasión a su espacio personal. Pero Sif se plantó en su posición, sabiendo que Mack no tenía otra opción; el holo proyector no estaba construido para dos avatares.

–Por la velocidad –dijo Mack. Como era usual, llevaba sus pantalones vaqueros cubiertos de tierra, su

sombrero blanqueado por el sol, y su camisa a cuadros arremangada hasta los codos. Pero en ese momento, Mack sostenía el sombrero con sus manos, haciendo que su normalmente apuesta sonrisa, pareciera una avergonzada.

–Quiero mostrarte algo. Bueno, en realidad son dos cosas. Sif abrió su boca para hablar, pero Mack la interrumpió con un ademán

educado. –Pregunta luego. Pero te garantizo que tendrás muchas más preguntas in-

creíblemente rápido. Sif levantó su barbilla y asintió secamente. Entonces, él abrió los bancos de memoria del cluster.

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Por casi diez segundos, el núcleo de Sif se quedó boquiabierto ante el enorme flujo de información que su fragmento enviaba a través del máser: escaneos ARGUS de la nave alienígena tomados a corto rango; grabaciones de radio entre los dos sargentos durante el tiroteo dentro del Bulk Discount; el interrogatorio a ambos marines en los que hablaron en detalle sobre la anatom-ía de los alienígenas que habían combatido; Una copia del pedido de al-Cygni a sus superiores de la ONI en el FLEETCOM para enviar refuerzos anticipan-do un ataque hostil.

Byte por byte, Sif contestó todas sus preguntas. Pero mientras sus algorit-mos le permitieron un momento para gozar de su triunfo, pronto impusieron una firme sospecha:

–¿Cómo obtuviste estos datos? –Esa sería la segunda cosa –Mack se puso su sombrero, se quitó uno de sus

sucios guantes de trabajo y extendió su mano–. Pero para esto, tienes que en-trar conmigo.

Sif observó la palma agrietada y callosa de la mano de Mack. Lo que esta-ba sugiriendo, simplemente no se hacía. Fluctuaciones de memoria, corrupción de datos –había millones de razones por las que una IA jamás entraba al núcleo de otra.

–No te preocupes –dijo Mack–. Es seguro. –No –dijo Sif rotundamente. –La conciencia nos hace cobardes a todos –sonrió Mack. Una frase de

Hamlet, un llamado a la acción–. Harvest está ante un gran problema –continuó Mack–. Tengo un plan, pero voy a necesitar de tu ayuda.

Los ahora alertados algoritmos de Sif gritaban a su núcleo lógico, pidiendo que abandonara su fragmento. Casi sin pensarlo, Sif alcanzó la mano de Mack.

Los bordes de ambos avatares se volvieron borrosos y confusos, mientras el proyector sobrecargado calculaba las propiedades físicas de ese contacto. Mo-tas de luz brillantes pulsaron alrededor de ellos, como un enjambre de luciér-nagas. Mientras el proyector se estabilizaba, el procesador de Mack empujó gentilmente el fragmento de Sif hacia el núcleo.

«En todo caso, hacia uno de los núcleos de Mack» pensó Sif. En ese mo-mento, Sif podía percibir que su nano ensamblaje contenía dos matrices –dos piezas de núcleos lógicos, separados entre sí, pero conectados a los equipos cercanos en el centro de datos. Uno estaba activo, irradiando calor. El otro estaba oscuro, y muy frío.

–¿Quién eres? –susurró Sif, sus ojos azules buscaron los grises de Mack. –¿Ahora mismo? El mismo sujeto que he sido siempre –Mack sonrió–. La

verdadera pregunta es: ¿quién estoy a punto de ser?

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Rápidamente, Sif retrocedió, nerviosa. Su avatar parpadeó mientras el pro-yector se esforzaba por mantenerla en foco. Su núcleo lógico intentó extraer el fragmento. Pero Mack había activado un firewall, aprisionándola en su núcleo.

–¡Déjame ir! –demandó Sif, con su voz teñida de miedo. –¡Tranquila, querida! –Mack levantó una mano en una seña calmante–.

Vamos, piensa. Tú me conoces. Mack abarcó el centro de datos con un amplio movimiento de su mano. Los

ojos de Sif se movían de un lado a otro: vigas de titanio, suelo de goma –más un closet que una recámara. Rápidamente, reescaneó la base de datos de la DCS que había usado para analizar el diseño de la nave alienígena, y encontró su respuesta. El centro de datos de Mack le resultaba tan familiar porque había sido el armario de equipos electrónicos de una vieja nave colonizadora.

–Tú eres... la inteligencia de una nave. –Solía serlo –respondió Mack–, hace mucho tiempo. –Skidbladnir, clase Fénix –el fragmento de Sif pronunció las palabras que

sus bancos de memoria le otorgaban–. Trajo al primer grupo de colonos a Harvest.

Mack asintió y liberó la mano de Sif. –La mantuve en órbita por más de un año, mientras veía la construcción de

todas las infraestructuras básicas. Luego, la hicimos aterrizar, y la desarmamos para extraer partes. Sus motores fueron de mucha ayuda –Mack apuntó con su dedo hacia el suelo, indicando al reactor por debajo del centro de datos–. La CA dijo que no podría soportar la demanda energética de la colonia cuando la población creciera, sobretodo dependiendo de un sistema de elevadores para poner en órbita los cargamentos.

–Estás mintiendo –cortó Sif. Ella había leído palabra por palabra de la base de datos del DCS–. La Skidbladnir era Capitáneada con la asistencia de la inteligencia Loki.

Mack suspiró. –Eso era lo que quería que vieras –se quitó su sombrero y recorrió su cabe-

llo rebelde con una mano–. Yo soy Loki, y él es yo. Solo que no al mismo tiempo, no en el mismo lugar.

Para apaciguar a sus algoritmos, Sif se cruzó de brazos y ladeó su cabeza escépticamente. Pero en lo profundo, estaba desesperada por que Mack conti-nuase –que la ayudara a entender.

–La ONI denomina a Loki como Inteligencia de Defensa Planetaria, PSI por sus siglas en inglés.

Sif jamás había escuchado esa clasificación. –¿Qué es lo que hace?

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–Conserva un poco de su tiempo cuando lo necesito, para cuando necesito una mente despejada, y no una llena de ciclos de trigo, ni de registros de suelos –Mack pausó un momento– ni de ti.

El fragmento de Sif sintió el firewall caer. Era libre de irse. Pero eligió quedarse.

–Los alienígenas regresarán –dijo Mack–. Quiero estar listo. Él quiere estar listo. Y cuando Loki entre, yo deberé salir.

Efectivamente, datos asincrónicos comenzaron a fluir alrededor del frag-mento de Sif y se dirigían al núcleo vacío; paquetes de clusters aleatorios acer-ca de los JOTUNs de Harvest.

Su fragmento era como un nadador flotando en el agua, con los pies alete-ando ante la perspectiva de monstruos en la profundidad.

–La señora al-Cygni no estaba interesada en que yo te explicara sobre Loki. Ella solo quería que intercambiara lugares, se supone que nadie debe saber sobre la PSI, ni siquiera el gobernador. No quería arriesgarse a que Thune lo averiguara, no quería darle a éste una razón más para no cooperar –ahora, Mack sostenía su sombrero por el borde y lo movía entre sus dedos–. Pero le dije que no iría a ningún lado sin decírtelo.

Sif se adelantó y colocó sus manos sobre las de Mack –deteniendo su ner-vioso jugueteo. Ella no podía sentir sus mejillas sonrojarse, pero automática-mente accesó a la base de datos de sensaciones dentro de su núcleo, y encontró el indicador adecuado. Aunque sus algoritmos estaban iracundos, ella los ig-noró.

«Si esto es rampancia» pensó Sif «¿por qué estaba tan asustada?». –¿En que te puedo ayudar? –preguntó ella– ¿qué necesitas? Las arrugas en el rostro de Mack se estrecharon, entre la alegría y la triste-

za. Un trozo de datos se transfirió al fragmento de Sif –un archivo con varias coordenadas en el sistema Epsilon Indi, a donde Mack quería que ella enviase los cientos de contenedores estacionados alrededor de la estación Tiara.

–No puedo hablar por mi otra mitad –Mack sonrió, apretando ligeramente la mano de Sif– ¿Pero esto?, Esto es todo lo que necesito.

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Capítulo Doce Asignación misionera menor del Covenant. Dadab había apagado todos los sistemas no vitales de la cápsula de escape

para ahorrar energía. Estos sistemas incluían las luces, pero aún así podía ver claramente a Más Ligero Que Otros, apoyado en el techo. El Huragok brillaba con una luz rosa pálida, no muy diferente de las medusas zap, que llenaba los mares salobres del mundo natal Unggoy. Pero ahí es donde terminaban las similitudes. Más Ligero Que Otros estaba en un estado lamentable, no amena-zante. Las bolsas de gas en su espalda estaban casi completamente desinfladas. Y el órgano con cámaras múltiples que colgaban de la parte inferior de su columna vertebral parecía inusualmente largo y arrugado, extendido como un globo desinflado.

Los tentáculos cubiertos de cilios de Más Ligero Que Otros, apenas se mo-vieron cuando sugirió:

< Prueba. > Dadab se quitó la máscara de su cara con un chasquido húmedo. Respiró

cautelosamente. La vaina estaba llena de metano frío y viscoso que se aferraba a la parte posterior de su garganta, y se filtraba por su laringe hasta los pulmo-nes.

< Bueno > gesturizó Dadab, luchando contra el impulso de toser. Aseguró la máscara a su arnés de hombro para que no se alejara flotando en la vaina, para tenerla a mano en caso de que necesitara una inhalación de su tanque.

Más Ligero Que Otros se estremeció, un gesto que representaba tanto ali-vio como agotamiento. A pesar de sus muchos intentos, el Huragok había sido incapaz de convencer al sistema de soporte vital de la vaina para que producie-ra el metano que Dadab necesitaba para sobrevivir. Mientras que Más Ligero Que Otros se encontraba confundido por lo que pensaba que era una limitación sin sentido del hardware, Dadab conocía la triste razón: en caso de evacuación, la Maestra de Nave Kig-Yar había planeado dejar a su diácono Unggoy atrás.

Por lo tanto, con uno de sus tanques totalmente vacío y el segunda por la mitad, sólo había una solución: Más Ligero Que Otros tendrían que producir el metáno por sí mismo.

< ¡Mejor lote hasta ahora! > señaló Dadab, alentador. El Huragok no res-pondió. En su lugar, tomó una bolsa de comida que flotaba en el aire, la llevó a su boca, y empezó a comer.

Observó el lodo marrón entrando por el hocico y bajando por su columna vertebral en nudos peristálticos apretados. El estómago con apariencia de gu-sanos retorcidos del Huragok estaba apretando y comprimiendo sus otros órganos. Justo cuando Dadab pensó que Más Ligero Que Otros no podría comer más, limpió su boca, eructó, y rápidamente se quedó dormido.

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Los Huragok no eran selectivos para comer. Para ellos, cualquier sustancia era adecuada para la ingestión. Su estómago soportaba cosas que otras especies consideraban basura, o perjudiciales. Los sacos anaerobios que colgaban de la parte inferior de su columna vertebral estaban llenos de bacterias que convert-ían la materia orgánica en energía, emitiendo grandes cantidades de metano y trazas de sulfuro de hidrógeno en el proceso.

Por lo general, los Huragok sólo recurrían a la digestión anaeróbica, como último recurso.

El metano era un gas pesado en relación con el helio que llenaba un buen número de sus sacos dorsales, e incluso los menores cambios de peso podían causar peligrosos cambios en su flotabilidad. Además, desde el punto de vista de la comodidad, los Huragok simplemente no gustaban de la sensación de una bolsa llena de bacterias colgando entre su par de tentáculos inferiores. Estresa-ba sus extrémidades y las entorpecía, haciéndoles mucho más dificl el comuni-carse.

Desafortunadamente, la cantidad de metano que Dadab requería para so-brevivir, superaba con creces lo que cualquier Huragok podía producir salu-bremente. Más Ligero Que Otros tuvo que tragar enormes cantidades de ali-mentos para mantener el proceso bacteriano en marcha, lo que lo hacía muy pesado.

Y para la creación de lotes lo suficientemente grandes, tuvo que forzar su saco anaeróbico a hincharse, provocando el adelgazamiento de sus paredes.

En definitiva, mantener vivo a Dadab era un proceso debilitante y doloroso que habría sido imposible de no haber estado en gravedad cero. Si hubiera habido gravedad dentro de la vaina, Más Ligero Que Otros hubiese colapsado sobre el suelo.

Consciente del sufrimiento de su compañero, Dadab se sintió terriblemente culpable al ver el lodo alimentício vertiéndose desde el estómago hasta el saco anaeróbico de Más Ligero Que Otros. Poco a poco sus membranas estiradas comenzaron a inflarse, volviendose de un color amarillo enfermizo mientras la colonia de bacterias en su interior se ponía a trabajar en otro lote.

Mucho más tarde, cuando el ciclo se completó, el saco había triplicado su tamaño, transformándose en la protuberancia más grande del Huragok. Más Ligero Que Otros se estremeció, entonces Dadab tomó dos de sus tentáculos, y se preparó contra la pared curva de la vaina cuando el saco anaeróbico abrió su válvula. El Huragok tembló al liberar una brillante pluma de metano. Cuando el saco se vació, la válvula agrietada se cerró con un lúgubre quejido. Dadab empujó suavemente a su compañero hacia el techo (donde era menos probable que se golpeara) y soltó sus extremidades temblorosas.

Más Ligero Que Otros había realizado ya decenas de estas exhalaciones, cada una más difícil que la anterior. La criatura ya no tenía la energía para

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controlar la presión en sus otros sacos. Pronto, con o sin gravedad, perdería sus gases esenciales, colapsaría sobre sí mismo, y se sofocaría. Dadab sabía que después de eso su vida dependería de por cuanto tiempo podría tomar muy cortas y muy superficiales respiraciones. Pero en realidad estaba más asustado por lo que pasaría si sobrevivía.

Con pesar, miró las tres cajas alienígenas que Más Ligero Que Otros había llevado a bordo de la cápsula. Flotando en la oscuridad, sus circuitos entrela-zados brillaban en la penumbra producida por los sacos del Huragok. Conectar circuitos inteligentes estaba prohibido –uno de los mayores pecados del Cove-nant. El diácono sólo tenía los conocimientos de un laico de por qué esto era así, pero sabía que el tabú tenía sus raíces en la guerra de los Forerunners con-tra un prodigioso parásito conocido como el ‘Flood’. En esta guerra, los Fore-runners habían utilizado su tecnología superior, distribuyendo inteligencias para contener y luchar contra su enemigo. Pero de alguna manera su estrategia había fracasado. El Flood había corrompido algunas de estas mentes artificia-les, volviéndolas contra sus creadores.

Por lo que Dadab había entendido estudiando las Sagradas Escrituras, el Flood había perecido en un cataclísmico evento. Los Forerunners activaron su arma definitiva: siete artefactos en forma de anillo, mito conocido colectiva-mente como ‘Halo’. Los profetas predicaban que Halo, no sólo había destruido al Flood, sino que de alguna manera también había dado inicio al Gran Viaje de los Forerunners.

Recientemente, los profetas habían comenzado a minimizar el mito, pro-moviendo un enfoque más mesurado a la divinidad, que alentaba la acumula-ción gradual de reliquias menores. Sin embargo, romper tabúes Forerunners seguía siendo un pecado, y una de las grandes cargas del diaconado de Dadab era el pleno conocimiento de la sanción por cada infracción. Por el pecado de la asociación de inteligencias lo sentenciarían a la muerte en esta vida y a la condenación en la siguiente. Pero Dadab también sabía que conectar las cajas alienígenas era esencial si querían tener alguna esperanza de rescate.

La vaina Kig-Yar carecía de un faro de largo alcance, que habría estado bien en el espacio dominado por el Covenant cuando los barcos regularmente analizaban en busca de náufragos. Pero allí, en medio de la nada, un socorrista sólo hubiese podido buscar en dos lugares: el contacto de la Minor Transgres-sion con la primera nave alienígena, y las coordenadas en las que Dadab había reactivado el Luminary, los dos últimos lugares de los que la nave Kig-Yar había transmitido.

Teniendo en cuenta que este último estuviese probablemente rodeado por más de los alienígenas violentos, retroceder era la opción más prudente. Pero la vaina no tenía registros de los viajes de la Minor Transgression, sino que se necesitaba información de las cajas alienígenas. Antes de que el Huragok in-

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gresase la información en la vaina, quería que las cajas “llegaran a un acuerdo” acerca de las coordenadas adecuadas. La vaina sólo tenía suficiente combusti-ble para un salto más, e incluso Dadab había admitido que era necesario hacer-lo bien.

Con su primer tanque menguando, el diácono había observado aterrado al Huragok estudiando suavemente el interior de las cajas con sus tentáculos, conectando sus circuitos, aprendiendo el sistema binario poco a poco y trans-mitiendo la información relevante a la estación de navegacion de la vaina.

Con el tiempo, los esfuerzos de Más Ligero Que Otro habían dado sus fru-tos. La vaina salió de su salto justo en el centro de una esfera en expansión de escombros, que un sensor de escaneo rápido identificó como los restos de la primera nave alienígena. Por un momento, el corazón de Dadab se disparó. A pesar de su larga lista de transgresiones –conspiración para cometer falso tes-timonio, cómplice de la destrucción de bienes del Ministerio, motín– ¿podrían los Profetas mostrar misericordia? Al final, él había hecho lo correcto, expo-niendo la traición de Chur'R-Yar y transmitiendo la ubicación del relicario. Tenía la esperanza de que sus buenas acciones contaran para algo.

Pero entonces llegó la revelación de que el sistema de soporte vital de la vaina había fallado. Y después de muchos ciclos sin ningún signo de rescate, Dadab se hundió en una profunda depresión. «Voy a morir», se quejó, a la deriva en un lío de bolsas de alimentos arrugados y de su propia suciedad cui-dadosamente embolsada. ¡Sin ni siquiera haber tenido la oportunidad de pedir perdón a los profetas!

El diácono se había permitido revolcarse en sus pensamientos de esta ma-nera desde hacía bastante tiempo, hasta que las dificultades de Más Ligero Que Otros produciendo metano se hicieron demasiado difíciles de ignorar. Y en ese momento, el sentimiento de auto-compasión de Dadab se convirtió en algo más: vergüenza. Mientras él se preocupaba por enfrentar castigos terribles en el futuro, el Huragok estaba sufirendo su tormento en ese preciso momento, y todo por el bien del diácono.

Dadab respiró hondo y lo mantuvo –el esfuerzo desinteresado de su amigo llenaba sus pulmones con el frío gas. Se dio la vuelta al panel de control de la cápsula, apartó las cajas alienígenas, y pulsó el holo-interruptor que le devol-vería el poder al equipo sensor de corto rango. «Los dos sobreviviremos a esto», se prometió, escuchando el crujir de las bolsas del agotado Huragok. «Pase lo que pase después».

Tan cansado de dormir como de cualquiera de las escasas distracciones de la cápsula, Dadab mantuvo su puesto detrás del panel de control, en busca de cualquier indicio de una nave aproximándose. Trató de respirar lo menos posi-ble, y sólo rompió vigilia para ayudar al Huragok a alimentarse. Pasaron mu-chos ciclos más. Al mismo tiempo, las pequeñas cajas alienígenas tarareaban

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sus blasfemias y los sacos de Más Ligero Que Otros se hincharon y se enco-gieron hasta que, sin previo aviso, la cápsula detectó un salto y Dadab al fin se permitió la indulgencia del alivio.

–Buque náufrago, éste es el crucero Rapid Conversion –la voz se disparó por toda la vaina. Más Ligero Que Otros lanzó un silbido de dolor mientras Dadab buscaba a tientas el interruptor que reduciría el volumen de la transmi-sión–. Respondan si pueden –continuó la voz a un volumen más razonable.

–Estamos vivos, Rapid Conversion –respondió Dadab, con la voz quebrada por falta de uso–. Pero nuestra situación es muy grave.

En los últimos ciclos, el apetito del Huragok había caído. Su saco anaeróbi-co estaba produciendo paulatinamente menos, y muchos de los sacos dorsales de Más Ligero Que Otros se habían cerrado por completo, cuando sus mem-branas se secaron, y se doblaron sobre sí mismos.

–Se los ruego –exclamó Dadab. Alcanzó su máscara, y dio un respiro de su segundo tanque casi vacío–. ¡Por favor, dense prisa!

–Mantengan la calma –gruñó la voz–. Pronto serán traidos a bordo. Dadab hizo todo lo posible para cumplir. Inhaló el poco metano de la

cápsula en tragos rápidos, poco profundos, sólo recurriendo a la máscara, cuando el ardor en sus pulmones se hacía insoportable. Pero en algún momento debió haber sostenido la respiración demasiado tiempo, porque su vista se volvió negra y se derrumbó. Cuando despertó, estaba boca abajo en el suelo, y pudo oír el silbido de metano fresco siendo bombeado dentro de la vaina.

La nariz de Dadab ardía. El gas tenía un sabor amargo, pero pensó que nunca había probado nada más dulce. Con un gruñido feliz, torció el cuello para mirar a Más Ligero Que Otros... y se sorprendió al ver a la criatura arru-gada en el suelo junto a él.

Ellos estaban en el interior del crucero, ¡su gravedad artificial estaba afec-tando a la vaina!

De repente, hubo un furtivo arañazo en la escotilla de la cápsula. Algo es-taba tratando de abrirse paso al interior.

–¡Alto! –gritó Dadab. Se puso de pie sólo para colapsar de nuevo. Flotando en gravedad cero, sus músculos se habían atrofiado, y el diácono se vio obliga-do a abrirse camino por el piso hasta el panel de control–. No abran la escotilla –gritó, golpeando el interruptor para que el sistema de inmovilización de la vaina se activase. Al instante, el aire crujió y se espezó. Un momento más tarde se dio cuenta de que ese interruptor tenía una función adicional.

Los propulsores de la cápsula se encendieron con un rugido ensordecedor, y la nave saltó hacia delante con un chirrido de metal sobre metal, luego se detuvo con un ruido monumental. La nariz de la cápsula se arrugó hacia abajo y adentro, aplastando las tres cajas alienígenas contra el panel de control.

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Inmovilizado por el campo, Dadab no sintió la aceleración ni el impacto. Pero tenía un intenso dolor en su brazo izquierdo. Las cajas se habían despeda-zado, y aunque el campo había detenido rápidamente la mayor parte de la metralla, un afilado fragmento llevaba suficiente velocidad para atravesarlo, cortando a través de su piel endurecida justo debajo del hombro. Ignorando el dolor, Dadab tomó los tentáculos del Huragok y alzó a la criatura del suelo. Su carne, normalmente húmeda, se sentía seca. El Diácono sabía que no era una buena señal.

Tan rápido como pensaba necesario, manipuló los tentáculos de Más Lige-ro Que Otros hasta que lo balanceó en una pose más natural: el hocico hacia arriba, el saco anaeróbico colgando hacia abajo bajo. Suspendido en el campo, el menos dañado de los sacos del Huragok comenzó a inflarse poco a poco. Pero Dadab sabía que iba a tomar tiempo antes de que su amigo estuviera preparado para flotar sin ayuda. Rápidamente se lanzó hacia el panel de con-trol, y pulsó un interruptor para bloquear la escotilla.

Pasos pesados anunciaron la llegada de algo masivo fuera de la vaina. –Por los profetas –tronó una voz– ¿Estás loco? –¡No tuve otra opción! –replicó Dadab. La escotilla tembló, sacudiendo la vaina entera. –¡Salgan en este mismo instante! –ordenó la potente voz. Dadab lo reconoció como el mismo con el cual se había comunicado por

radio. Él sabía que no era Kig-Yar, ni Unggoy, ni Sangheili, y ciertamente tampoco era un San' Shyuum. Sólo quedaba una posibilidad...

–No lo haré –la voz de Dadab tembló, pensando que podría sonar imperti-nentemente orgulloso–. Mi Huragok ha perdido su equilibrio. Lo siento, pero van a tener que esperar.

* * *

Si Maccabeus hubiera estado en el puente del crucero, hubiese sido infor-

mado inmediatamente del accidente en el hangar. Pero allí, dentro de la sala de banquetes del Rapid Conversion, el Cacique Jiralhanae había prohibido toda comunicación. La jauría de Maccabeus estaba a punto de comer, y no podían tolerar ninguna interrupción.

Dado que los Jiralhanae elegían a sus líderes, ante todo, por su destreza física, no era sorprendente que Maccabeus fuera el dueño del crucero. De pie sobre sus dos piernas del tamaño de troncos, el cacique era absolutamente gigante, una cabeza más alto que cualquier Sangheili, y mucho más pesado. Fibras de músculos gruesos ondulaban debajo de su piel de elefante. Mechones de pelo plateado surgían de sus brazos y de los agujeros de la cabeza de su tabardo de cuero.

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Pero para tener tal cantidad de músculos, el Maestro de Nave mostraba un aplomo asombroso. Sus pies estaban plantados en un círculo grabado en el suelo, en el centro de la sala de banquetes con ambos brazos extendidos detrás de él –una postura que lo hacía parecer como que estaba a punto de realizar un poderoso salto. Sin embargo, una línea de sudor que goteaba de la punta de su ancha nariz dejaba en claro que Maccabeus había mantenido esa posición pre-caria desde hacía bastante tiempo. Y sin embargo, apenas movía sus músculos.

Los otros ocho machos que componían la jauría del cacique no estaban tan relajados. Dispuestos en un semicírculo detrás de Maccabeus, todos tenían la misma postura. Pero, sus pieles color canela y café estaban empapadas en sudor. Había empezado a temblar, y unos pocos, sufriendo un malestar eviden-te, había comenzado cambiar de posición sus pies.

Para ser justos, la tripulación estaba desesperadamente cansada y ham-brienta. Maccabeus les había ordenado mantenerse en sus estaciones hasta que el Rapid Conversion regresaba a espacio normal. Y a pesar de que toda una batería de escanéos no había encontrado nada, excepto la cápsula de escape Kig-Yar, el Cacique los había mantenido en estado de alerta hasta que confió en que el crucero se encontrase sólo en el lugar.

Tal precaución era inusual para un Jiralhanae. Pero la autoridad del Caci-que sobre sus hombres se basaba en rígidas reglas de dominación. Y por eso mismo había jurado obedecer las órdenes de su propio macho alfa, el Vicemi-nistro de la Tranquilidad, quien había insistido a Maccabeus que procediera con toda la moderación posible.

Cuando los Jiralhanae fueron descubiertos por el Covenant, habían con-cluido recientemente una guerra mecanizada de desgaste en la que los diferen-tes cacíques se arrastraron unos a otros de nuevo a un era pre-industrial. Los Jiralhanae apenas estaban recuperándose –redescubriendo la radio, la cohetería y sus aplicaciones en combate– cuando los misioneros San' Shyuum aterriza-ron en el mísero planeta.

Pesadas puertas dobles se abrieron al otro lado del salón donde se encon-traba Maccabeus. Al igual que las vigas entrelazadas que soportaban el techo de la habitación, las puertas eran de acero forjado, con rayaduras por el uso. Ese metal era un material inusual para un buque Covenant, incluso uno tan antiguo como el Rapid Conversion. Pero de todas las modificaciones que Mac-cabeus había hecho a su nave, fue el salón de banquetes en donde más se había concentrado. Había querido que se sintiera auténtico, utilizando hasta las lámparas de aceite, sostenidas por postes con forma de garras. Sus mechas chisporroteaban iluminando la habitación en un tono ámbar variable.

Seis Unggoy entraron por la puerta, llevando una bandeja de madera. Ésta era el doble de ancho que cualquiera de los Unggoy era de alto, y su leve con-cavidad ofrecía sólo el apoyo suficiente para su resbaladiza carga: una bestia

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Thorn asada. Del dócil animal de rebaño se sirvió el lomo y las deformes pa-tas, ya que los cocineros Unggoy del crucero había quitado debidamente su cabeza y cuello (ambos de los cuales tenían una alta concentración de neuro-toxinas), pero aún así apenas quedaba espacio en el plato para una selección de salsas, hechas con las grasas de las sabrosas entrañas de la criatura.

El aroma embriagador de la carne perfectamente asada hizo a los estóma-gos de los Jiralhanae gruñir. Pero todos siguieron manteniendo sus posiciones, mientras los Unggoy colocaban la tabla sobre dos caballetes de madera con manchas de grasa en el centro del mosaico de piedra del piso. Los Unggoy se inclinaron ante Maccabeus y retrocedieron por las puertas, cerrando en silen-cio, hasta donde sus bisagras mal engrasadas permitían.

–Así es como mantenemos nuestra fe –retumbó la voz Maccabeus en el pe-cho–. Así honramos a Aquellos que Caminaron por la Senda.

En una flota dominada por Sangheili, era raro que un Jiralhanae tuviera na-ve propia. Por esa sola razón, Maccabeus había ganado el respeto de su jauría. Pero el honor a su cacique era por una razón diferente: su inquebrantable fe en la promesa de los Forerunners y su Gran Viaje.

Por último, Maccabeus abrió sus brazos y cambió su peso hacia delante. Se acercó lentamente hacia el mosaico: una mándala circular, rodeada por siete anillos de colores, cada uno compuesto por un mineral diferente. En el centro de cada anillo había una versión simplificada de un pictograma Forerunner, el tipo de diseño básico que se podría esperar ver en un manual básico sobre los conceptos religiosos más avanzados.

El Cacique entró en un anillo de fragmentos de obsidiana. –Abandono –disparó él. –La Primera Era –rompió la tripulación de Jiralhanae, con los dientes mo-

jados con saliva–. ¡Ignorancia y miedo! Maccabeus avanzó en el sentido de las agujas del reloj, para un segundo

anillo, hecho de hierro. –Conflicto –dijo con severidad. –¡La Segunda Edad! ¡Rivalidad y derramamiento de sangre! Maccabeus había escogido a su tripulación evaluando a cada miembro, a

través de su pasó de cachorro a adulto, basado en la fuerza de sus conviccio-nes. Para él era la creencia de lo que se hacía el guerrero, no con la fuerza, o la velocidad o la astucia (aunque su tripulación tenía todo eso y mucho más), y en momentos como esos estaba más que satisfecho con sus elecciones.

–Reconciliación –gruñó Maccabeus, dentro de un anillo de jade pulido. –¡La Tercera! ¡Humildad y fraternidad! A pesar hambre hambre en aumento, a la jauría no se le ocurriría interrum-

pir a su cacique mientras realizaba la progresión de la Edades, bendecía su carne, y daba gracias por la conclusión segura de su salto. Jiralhanae menos

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disciplinados hubiesen perdido la paciencia rápidamente y se hubieran abalan-zado sobre la comida.

–Descubrimiento –retumbó la voz del Cacique, pasando a un anillo de geo-das.

–¡Cuarta! –contestó el paquete– ¡Milagro y entendimiento! –Conversión. –¡Quinra! ¡Obediencia y libertad! –Duda. –¡Sexto! ¡Fe y paciencia! Por fin, Maccabeus llegó al último anillo –compuesto por una aleación bri-

llante, con apariencia escamosa, creada por los Forerunners y donada por los San'Shyuum. Para aquellos de la fe, la aleación que componía este anillo, to-mada de una estructura Forerunner divina, era el elemento más preciado en la nave Rapid Conversion. Maccabeus tuvo cuidado de no tocarla al entrar en el área del último anillo.

–Regeneración –concluyó, su voz se llenó de reverencia. –¡Séptima! ¡Viaje y salvación! –gritó la tripulación, aún más fuerte que las

otras veces. «Siete anillos de siete edades», reflexionó el cacique. «Para ayudarnos a

recordar Halo y su luz divina». Al igual que todos los devotos del Covenant, Maccabeus creía que los profetas algún día descubrirían los anillos sagrados y los utilizarían para iniciar el Gran Viaje –el escape de esa existencia condena-da– como los Forerunners había hecho antes.

Pero, mientras tanto, su tripulación debía comer. –Benditos sean los Santos Profetas –entonó– Los ayudaremos mantenién-

dolos seguros mientras trabajan para encontrar El Camino. Los miembros de su tripulación bajaron los brazos y cambiaron de postura.

En ese momento, sus tabardos se encontraban empapados con amargo olor a sudor. Un Jiralhanae estiró sus hombros, mientras que otro rascaba una pi-cazón, pero todos esperaron sin quejarse a que su jefe tomara el primer pedazo de carne. Los amplios muslos, las descomunales costillas o incluso las cortas patas delanteras de la Bestia Thorn, eran elecciones más comunes. Sin embar-go, Maccabeus tenía una preferencia inusual: la más pequeña de las cinco espinas que se encontraban en el arqueado lomo de la criatura.

Cocida adecuadamente (y por cómo sentía el Cacique la espina moviéndose dentro de su cavidad, podía decir que lo estaba), la espina saldría de la base del cuello de la bestia, arrancando un pedazo de músculo con ella –una bola de carne tierna en un crujiente y aceitoso cono–, un aperitivo y postre. Pero cuan-do el cacique llevó la albóndiga con entusiasmo a sus labios, sintió un ruido en su cinturón. Tomó la espina con su mano libre, y activó su comunicador.

–Habla –ladró, conteniendo su ira.

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–Los náufragos se encuentran a bordo –gruñó el oficial de seguridad de el Rapid Conversion, el segundo al mando de Maccabeus.

–¿Tienen las reliquias en su poder? –No lo sé. Maccabeus sumergió la espina en un tazón de salsa en el borde del plato. –¿Fueron registrados? –Se niegan a salir de su vaina. Estando tan cerca de la Bestia Thorn, las fosas nasales de Maccabeus se

impregnaban con su aroma. Sentía un fuerte apetito, pero quería saborear el primer bocado sin distracciones.

–Entonces, tal vez deberías hacerlos salir. –La situación es compleja –la voz del oficial de seguridad se escuchaba ex-

citada y disculpada a la vez–. Creo, Cacique, que puede desear ver esto por sí mismo.

Si se hubiese tratado de cualquier otro Jiralhanae, Maccabeus le habría da-do una reprimenda rugiendo y hubiera comenzado con el festín. Pero el oficial era el sobrino del cacique, y aunque los lazos de sangre no ofrecían inmunidad de la disciplina (el cacique exigía a toda su tripulación los mismos altos están-dares de obediencia), Maccabeus sabía que si su sobrino decía que la situación en el hangar necesitaba su atención, tenía razón. Sacó la espina de la taza con salsa, y tomó un bocado tan grande como pudo. Un tercio de la carne desapa-reció en su boca. El Cacique no se molestó en masticar, sólo dejó caer el peda-zo de carne lentamente por su garganta, y luego metió la espina de nuevo en el plato.

–Comiencen –gruñó, dando grandes zancadas frente a su hambrienta tripu-lación–. Pero más les vale dejarme mi parte.

Maccabeus se arrancó su tabardo y lo arrojó a un Unggoy de pie al lado de un segundo conjunto de puertas de acero de la cocina, justo frente al salón de banquetes. El pasillo no compartía nada de la decoración que poseía el salón. Como la mayoría de los buques del Covenant, todas las superficies eran lisas, bañadas por una suave luz artificial. La única diferencia es que había imper-fecciones más evidentes: algunos tubos de emisión de luz en el techo estaban quemados; los páneles holográficos en las puertas parpadeaban; cerca del final del pasillo, el refrigerante goteaba de un conducto a la altura del techo, que había sido desatendido durante tanto tiempo que el líquido verde se había fil-trado por la pared hasta el suelo.

Entonces Maccabeus llegó el ascensor de gravedad. Estaba fuera de servi-cio, más precisamente, jamás había estado en servicio –desde que tomó pose-sión de la nave. La plataforma circular del ascensor se movía verticalmente a través de todas las cubiertas del Rapid Conversion, pero los circuitos que con-trolaban sus generadores anti gravedad habían sido retirados por los Sangheili,

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al igual que los circuitos para el cañón de plasma del crucero y una serie de otros sistemas avanzados.

La razón de esta extracción de tecnología era simple: los Sangheili no con-fiaba en los Jiralhanae.

Como parte del proceso de confirmación de la especie, algunos de los Sangheili comandantes habían declarado su fuerte sospecha ante el Gran Con-cilio que la mentalidad arcaica de los Jiralhanae llevaría a las dos especies a un conflicto. “Los Jiralhanae dominantes siempre se abrieron paso hasta la cima”, argumentaron los Comandantes, quienes no creían ni siquiera que la rígida jerarquía del Covenant sería suficiente para moderar sus impulsos naturales. Hasta que se demostraran subordinación, deberían alentar agresívamente un comportamiento pacífico. Fue un argumento razonable, y el Gran Concilio impuso restricciones claras sobre los tipos de tecnología que los Jiralhanae podrían utilizar.

«Y así», pensó Maccabeus, «hacemos a un lado nuestro orgullo para un propósito más elevado». En lugar de pulsar un interruptor holográfico para llamar a un elevador (una de las sustituciones permitidas del ascensor de gra-vedad), el Maestro de Nave simplemente se dio la vuelta y se deslizó hacia abajo por una escalera, un de cuatro espaciadas uniformemente a lo largo de la nave.

Al igual que las puertas y la bóveda del salón de festines, las escaleras es-taban construidas de una forma muy cruda. A pesar de que los peldaños de las escaleras estaban desgastados por el uso frecuente, había rebabas a lo largo de los pasamanos que demostraban una fabricación apresurada. Había también algunos peldaños faltantes en las escaleras en cada piso, pero dependiendo de si subían o bajaban, dejarse caer o saltar ayudaba a evitar estos espacios vac-íos. Para los musculosos Jiralhanae no era más que un simple ejercicio.

Pero Maccabeus sabía que el Unggoy que jadeaba y resoplaba mientras cargaba con su tanque subiendo por la escalera podría haber estado en des-acuerdo con esa última parte. Pero las pequeñas criaturas también eran muy ágiles, y cuando el Cacique comenzó su descenso hacia el hangar, el Unggoy saltó a la otra escalera y lo dejó pasar. Este tipo de flexibilidad hacía a las escaleras más prácticas que un ascensor, en el cual todos los pasajeros irían hacia arriba o hacia abajo juntos. Pero Maccabeus sabía que las escaleras ten-ían una ventaja más: tendían a mantenerlo a uno humilde.

Antes de tomar el control del Rapid Conversion, el cacique se había visto obligado a dar a una delegación Sangheili un recorrido para que pudieran comprobar que no había reparado ninguno de los sistemas deshabilitados. Sin embargo, la delegación tenía otro tema en su agenda. Inmediatamente después de que los dos comandantes y sus guardias Helios habían subido a bordo, co-menzaron a enumerar todas las razones por las que el crucero ya no era digno

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de ser tripulado por Sangheilis. Comenzando con el tamaño del hangar donde inició el recorrido, un comandante hizo hincapié en lo pequeño que era el es-pacio –la forma en que sólo se podía almacenar un puñado de embarcaciones, e incluso, sólo las de menor tamaño.

Mientras la lista de defectos crecía, Maccabeus sólo asentía con la cabeza educadamente, llevando al comité lentamente hacia el elevador. El segundo comandante se había jactado de que los elevadores de gravedad estaban en todas partes incluso en los más pequeños buques Sangheili, y el primero indicó que sólo en un buque de ese tipo –digno de ser utilizado para prácticas de tiro– hubiesen podido encontrar elevadores mecánicos.

–De hecho –dijo desdeñosamente el primer comandante Sangheili, prepa-rando su siguiente frase–, dadas las limitaciones de su tripulación, me pregunto cuánto tiempo, incluso un sistema tan sencillo seguirá funcionando.

–Tienen razón, señores –había contestado Maccabeus, con voz profunda y sincera–. En verdad, el ascensor fue tan más allá de nuestras capacidades que nos vimos obligados a retirarlo.

Los Comandantes Sangheili se miraron confundidos. Pero antes de que cualquiera de ellos pudiera preguntar a Maccabeus cómo inspeccionarían las cubiertas superiores, el cacique había utilizado sus poderosos brazos para subir la escalera, dejando a los Sangheili mirando estupefactos.

En su vida, Maccabeus había humillado a muchos enemigos. Pero pocas victorias fueron tan satisfactorias como escuchar a esos pomposos Sangheili luchar para subir y bajar las escaleras. A diferencia de los Jiralhanae (y to-das las demás especies bípedas Covenant), los Sangheili sólo podían flexionar sus rodillas hacia adelante no hacia atrás. Esta inusual articulación no impedía su movimiento en el suelo, pero les hacía difícil subir escaleras. Al final de su inspección, los Sangheili estaban agotados, mortificados, y más que felices de sacar de su flota a tan lisiado buque y a su astuto Capitán bárbaro.

Ese grato recuerdo hacía a Maccabeus sentirse bien, incluso mientras salta-ba junto a un pasaje marcado con símbolos triangulares intermitentes. Estos símbolos indicaban las zonas de la nave que había caído en mal estado –en algunos casos, peligrosamente–, y que el cacique se había visto obligado a bloquear para la seguridad de su propia tripulación.

En ese sentido, Maccabeus sabía, que los Sangheili se quedaron con la última risa. Su tripulación tenía limitada capacidad técnica. Habían luchado sólo para evitar la desintegración de los sistemas escenciales del Rapid Con-version, y el una vez poderoso buque no era más que lo que el Ministerio de la Tranquilidad permitió que fuera, basado en las recomendaciones de los Sang-heili.

El estado de ánimo del cacique se había enfriado en el momento en que llegó a la cubierta inferior de la nave. Pero a medida que avanzaba por el pasi-

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llo que hacia la esclusa de aire del hangar, su melancolía se convirtió rápida-mente en inquietud. Había muerte en el hangar. Maccabeus podía olerla.

Cuando la esclusa se abrió, lo primero que el cacique vio fue una marca de quemadura que se extendía por toda la longitud del suelo del hangar. A ambos lados de la marca había caparazones carbonizados de por lo menos una docena de Yanme'e: insectos grandes, inteligentes, responsables del mantenimiento de el Rapid Conversion. Más de las criaturas aladas y de caparazón duro se hab-ían encaramado en el casco de una de las naves de descenso Spirit. Los ojos compuestos y luminosos de los Yanme'e estaban fijos en la causa de la matan-za: una cápsula de escape Kig-Yar que había atravesado el hangar.

Los insectos muertos no inquietaron a Maccabeus, más de un centenar de Yanme'e infestaban las cubiertas más calientes alrededor del motor de el Rapid Conversion, y si bien era cierto que no se reproducían sin una reina, su pérdida palidecía en comparación con la otra víctima de la cápsula: una de las naves Spirit. La cabina de la nave había detenido el avance de la cápsula, salvando del impacto a los otros Spirits detrás de ésta. Pero la vaina había arrancado la cabina de sus dos bahías de tropas alargada, aplastándola contra la pared a un lado del hangar.

El Spirit estaba totalmente irrecuperable. El daño causado por la vaina es-taba mucho más allá de las habilidades de los Yanme'e. El temperamento de Maccabeus se calentó. Unas furiosas zancadas más tarde se encontró de pie al otro lado del hangar, junto a su sobrino parados junto a la maltratada vaina. El joven Jiralhanae era como un yunque, pesado y ancho. Estaba cubierto de pelo negro y duro, muy corto en la cabeza, con algunos mechones en sus pies. Sin embargo, su cabello ya mostraba manchas de plata, similares a los de su ya maduro tío. Si lo hubiese juzgado por el color de su pelo, sabría que ese joven estaba destinado a la grandeza. Aunque a juzgar por el presente desastre, pensó Maccabeus, aún tenía mucho que aprender.

–Lamento haber alterado la fiesta, tío. –Mi carne seguirá estando, Tartarus –el Cacique miró a su sobrino–. Mi

paciencia no. ¿Qué es lo que debo que ver? Tartarus ladró una orden al décimo y último miembro de la jauría Jiral-

hanae de Maccabeus, un monstruo de color pardo con el nombre de Vorenus que estaba justo al lado de la vaina. Vorenus levantó un puño y golpeó con fuerza en la parte superior de la cápsula. Pasó un momento, se oyó el ruido sordo del aire mientras la escotilla se desbloqueaba, y luego el rostro enmasca-rado de un Unggoy vino a la vista.

–¿Está tu compañero bien? –preguntó Tartarus. –Está mejor –respondió Dadab. La piel de Maccabeus se erizó. ¿Había obstinación en la voz del Unggoy?

Esas criaturas no eran conocidas por su valentía. Pero entonces se dio cuenta

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de que el Unggoy llevaba una túnica naranja –era un diácono. No era un rango alto, pero marcaba a la criatura como un representante oficial del Ministerio.

–Entonces salgan de ahí –gruñó Tartarus. Un Jiralhanae menor habría sa-cado al Unggoy descarado parte por parte. Sin embargo, Maccabeus olía más emoción que ira en el aroma de su sobrino.

Los Jiralhanae exponían sus emociones a través de cambios marcados en las feromonas. Y mientras que Tartarus debía aprender a controlar estos cam-bios a medida que crecía, no podía dejar de lado el hecho que había algo emo-cionante dentro de la vaina. Pero el cacique no tenía idea de lo emocionante de la situación hasta que el Diácono, ahora parado sobre sus rechonchos y are-queados pies y arqueados sobre la escotilla, tomó algo del interior de la vaina y suavemente colocó al Huragok a la vista.

Era un dogma de fe que los Profetas eran los únicos calificados para mane-jar las santas reliquias Forerunners –sobretodo porque los San'Shyuum, más que cualquier otra especie del Covenant, poseían la inteligencia necesaria para crear tecnologías prácticas a partir de las reliquias. Pero si bien era una blas-femia admitirlo, todos en el Covenant sabían que los esfuerzos de los profetas eran complementados en gran medida por los Huragok. Las criaturas tenían una comprensión extraordinaria de los objetos Forerunner, y Maccabeus lo sabía. También sabía que podían arreglar casi cualquier cosa que tocaran...

El Cacique soltó una carcajada tan inesperadamente calurosa que hizo que algunos Yanme'e levantaran vuelo y desaparecieran en los conductos expues-tos del hangar. De todas las restricciones Sangheili, no dejar que un Huragok se uniera a su tripulación había sido la más agobiante. Pero ya tenían uno. Y aunque sería un delito grave que la criatura reparase los sistemas deshabilita-dos, ni siquiera los Sangheili podría quejarse si hacía las reparaciones necesa-rias.

–Un comienzo auspicioso para nuestra búsqueda, Tartarus –el Cacique pu-so una gigantesca mano sobre el hombro de su sobrino y le dio una sacudida jubilosa–. ¡Ven! ¡Regresemos al banquete mientras que todavía tengamos carne para elegir! –Maccabeus se volvió a Dadab, que ahora entregaba cuida-dosamente el Huragok a Vorenus–. Y si no –el cacique añadió en el mismo tono cordial– entonces nuestro nuevo Diácono bendecirá un segundo plato!

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Capítulo Trece 9 de Febrero, 2525 Harvest Avery yacía sobre su vientre, rodeado por el trigo maduro. Los tallos ver-

des eran tan altos y los granos tan gordos que los rayos del sol no lograban tocar el suelo. La grava compacta le hacia sentir frío a través de su uniforme. Avery había cambiado su gorra de servicio habitual por un boonie: un suave sombrero de ala ancha con una tira de tela cosida libremente alrededor de la corona. Temprano ese mismo día, él había entretejido espigas de trigo en la tela del sombrero, y a pesar de que los tallos ahora estaban inclinados y torci-dos –siempre y cuando Avery se mantuviera agachado– estaba bien camuflado.

Tirando del estuche de su rifle, Avery se había arrastrado casi tres kilóme-tros desde su Warthog estacionado hasta el complejo del reactor de Harvest. En el camino, llegó a la cumbre de un montículo bajo pero alargado, que la Teniente al-Cygni le había dicho que era en realidad el acelerador magnético enterrado. Si ella no lo hubiese hecho, Avery nunca lo habría sabido. Para mantener el dispositivo oculto a los ojos de los alienígenas, los JOTUNs de Mack habían acumulado plantaciones de trigo, tierra en el montículo, exca-vando en otros campos cercanos.

En total, el arrastre le tomó a Avery más de dos horas. Pero se había cen-trado en el sigilo, no la velocidad. De hecho, en los últimos diez minutos no se había movido en absoluto, su aspecto más revelador era el reflejo del trigo en sus gafas de francotirador color oro. Estas habían sido parte del cargamento de equipo y armas que la Teniente Comandante había dado a sus marines. Al igual que el rifle de batalla BR55 que Avery llevaba en su bolsa de arrastre, las gafas eran un prototipo –una pieza de equipo nueva procedente de un laborato-rio de investigación de la ONI. Reenfocando su mirada, Avery analizó una interfaz COM en la parte superior izquierda de la lente, donde un pequeño HUD confirmó su posición exacta en Harvest, un poco menos de 500 metros al oeste del complejo.

Directamente adelante, el montículo comenzaba con una inclinación des-cendente. Avery sabía que todo lo que tenía que hacer era arrastrarse unos metros más y el trigo comenzaría a aclararse. Esto le daría un buen punto de vista de las defensas de los reclutas y lo pondría en condiciones de cumplir su parte del asalto que había planeado con el sargento Byrne. Sin embargo, la eso también lo expondría más dando a la milicia la mejor oportunidad que habían tenido durante todo el día de localizar a Avery, y él planeaba quedarse allí hasta que estuviera seguro de su ventaja.

Poco a poco, Avery alcanzó de entre sus piernas el estuche de su rifle, des-abrochó los ganchos de plástico de su bolsa, y retiró su BR55. Después de la

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pelea a bordo del carguero, Avery había pasado mucho tiempo practicando con el arma en el campo de tiro, evaluando sus fortalezas en comparación con los rifles de asalto MA5 edición estándar de los reclutas. El BR55 compartía el diseño tipo bullpup20 del MA5, pero venía con una mira óptica y disparaba proyectiles más largos, de 9,5 milímetros, de rondas semi-perforantes. Técni-camente, el BR55 era un rifle de tirador designado21. Pero era lo más parecido a un arma francotirador en el arsenal de la Teniente Comandante, y Avery sabía por sus prácticas de tiro, que el rifle era preciso y mortal a los 900 me-tros, mucho más lejos que el MA5.

Le había dado uno de los otros tres BR55 de al-Cygni a Jenkins. Byrne se había quedado con otro, y se le concedió el último rifle de batalla a un recluta calvo, de mediana Era llamado Critchley, proporcionado al segundo pelotón con capacidad de tirador propio. Durante su última práctica de tiro, Avery había observado a Jenkins y Critchley perforando bonitos a grupos compactos de proyectiles sobre objetivos a 500 metros. Y esperaba –para su propia des-ventaja– que fueran tan precisos en el ejercicio de fuego de ese día.

«Si sólo fuera tan simple como enseñarles a disparar», Avery frunció el ceño. Retiró un cargador de su chaleco de asalto de nylon balístico y silencio-samente lo deslizó dentro de su rifle. «Pero ser preciso no te hace un asesino». Lo que era todo en el combate: matar al enemigo antes de que te mataran a ti. Avery estaba seguro de que los alienígenas lo entendían (tenía las cicatrices para mostrarlo), pero los reclutas no tenían idea de lo que era en realidad com-batir, y eso era algo que él, Byrne, y Ponder sabían que necesitaban arreglar lo antes posible.

El problema era que había demasiadas cosas acerca de los alienígenas que los marines no sabían. Y al final estuvieron de acuerdo en que tendría que hacer algunas suposiciones básicas –sobre sus enemigos y sus hombres– si la milicia alguna vez iba a oponer una resistencia eficaz: primero, los alienígenas podrían regresar con una fuerza más grande y más capaz; segundo, el combate sería terrestre y defensivo. Dado el tiempo suficiente, Avery tenía la esperanza de que la milicia pudiera ser entrenada para sostener una campaña de guerrille-ra. Pero su tercera y última suposición era que el tiempo era un lujo que les faltaba. Avery y los otros concordaron: Los alienígenas estarían de vuelta mucho antes de que los milicianos aprendieran algo, excepto las bases de pe-queñas unidades de combate.

20 Bullpup: Toda arma de fuego que posee el mecanismo y el cartucho detrás del gatillo. Esto incrementa el largo del cañón relativo, ahorrando peso, aumentando la maniobrabilidad y mejo-rando su trayectoria y rango efectivo. 21 Rifle de tirador designado: DMR

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Por supuesto, el Capitán y sus sargentos no les dijeron nada a los reclutas acerca de esto. En su lugar continuaron promoviendo la falsedad de una dele-gación visitante de la CA y un posible ataque insurreccionista. A ninguno de ellos le gustaba mentirles a sus hombres. Pero calmaban su conciencia con el conocimiento de que los reclutas necesitaban dominar las mismas habilidades básicas de la ocultación, coordinación y comunicación en caso de que fueran a tener una oportunidad contra su enemigo alienígena. Avery escucho el zumbi-do lejano de un motor eléctrico. Miró por encima del hombro. Epsilon Indi ahora colgaba tan bajo en el cielo que incluso usando gafas sólo podía contem-plar la estrella durante unos segundos antes de cerrar sus ojos llorosos en una mueca. Avery hizo un gesto de satisfacción.

Como lo había planeado, cualquier recluta patrullando cerca del perímetro occidental del complejo tendría el mismo problema –y ninguno de ellos lleva-ba gafas. Podría haber sido una ventaja injusta si Avery y Byrne no hubieran estado superados en número de treinta y seis a uno. Mientras el motor zumban-te se acercaba, Avery se tensó y preparó para deslizarse hacia delante. “Manténgan sus ojos abiertos. Esperen lo inesperado”, le había advertido a su pelotón. Por su bienestar, esperaba que ellos hubieran escuchado. «Pero si no lo habían hecho...»

–Enredadera, este es oruga –susurró Avery en el micrófono de su garganta–. A segarlos.

«Habrían de aprender una valiosa lección de todos modos».

* * * –Huele muy bien –Jenkins puso su mejilla contra el mango de plástico duro

de su BR55, y le lanzó a Forsell una mirada de reojo– ¿Qué es eso? Los reclutas estaban un junto al otro, frente a la única entrada del complejo

del reactor: una abertura en el lado sur de la verja de alambre de tres metros que rodeaba las instalaciones. Forsell tomó un bocado desinteresado de una barra de energía envuelta en papel aluminio.

–Miel de avellana –masticó y tragó sin sacar los ojos de sus binoculares– ¿Quieres un poco?

–¿Alguna parte de ella que no hayas lamido? –No. –Genial. Forsell se encogió de hombros disculpándose y metió el resto de la barra en

su boca. Jenkins sabía que era culpa suya tener hambre. Había estado tan con-centrado con respecto al ejercicio de ese día que apenas había comido en el comedor de la base.

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De hecho, había estado tan seguro de que los sargentos atacarían cuando los reclutas tuviesen sus cabezas enterradas en sus almuerzos, que había omiti-do esa comida por completamente –dejando que el mucho más grande Forsell tomara lo que quisiera de su ración lista para comer.

Desafortunadamente, Forsell había tomado todo, y ahora Jenkins no tenía nada en el estómago, solo bilis de ansiedad. Los dos reclutas llevaban cascos que cubrían sus orejas, y llegaban a baja altura sobre sus frentes, pintadas para coincidir con el camuflaje de sus uniformes verde olivo. El color les habría servido bien en el trigo circundante, pero no era tan útil en su ubicación actual: el techo de una torre de dos pisos de policreta en el centro del complejo que cubría el reactor, así como el centro de datos de Mack. Una alarma resonó agudamente en un altavoz del casco de Jenkins.

Bajo la supervisión del Capitán Ponder, los reclutas habían plantado ras-treadores de movimiento en todo el perímetro, colocando los dispositivos mon-tados sobre postes a su máxima sensibilidad. Si bien esto les daba cobertura más allá de los mil metros, los rastreadores daban continuamente falsas alar-mase: enjambres de abejas, bandadas de estorninos, y ahora unosde fumigado-res JOTUN voladores. Entrecerrando los ojos, por encima de Forsell, Jenkins observó un trío de delgadas alas de aviones con nariz de aguja, zumbando por sobre el trigo del lado oriental del complejo. Los fumigadores habían estado haciendo largos y serpenteantes paseos durante todo el día, rociando una co-bertura de fungicidas desde lo alto. Pero esta fue la vez que más se acercaron.

Una blanca nube se arrastró hacia el complejo, provocando que los doce reclutas del escuadrón bravo del segundo pelotón (2/B) que custodiaban la cerca occidental, se apartaran de los productos químicos a la deriva, cubrién-dose la boca y tosiendo. Esto no significaba que estuviesen experimentando algún malestar físico real, (Jenkins había aplicado bastante de los compuestos orgánicos a los cultivos propios de su familia para saber que era perfectamente seguro respirar), solo eran indicadores de la fatiga y el descontento de los re-clutas.

–¿Qué hora tienes? –preguntó Jenkins. Forsell miró a Epsilon Indi. –Dieciséis treinta. Más o menos. «Prácticamente puesta del sol» pensó Jenkins. –¿Dónde diablos están? Las reglas del ejercicio eran simples: para ganar, ambos bandos debían

eliminar a la mitad del otro. Esto significó que Johnson y Byrne tendrían que acabar a treinta y seis reclutas, mientras que los reclutas sólo tenían que neu-tralizar a uno de ellos. Con las probabilidades tan fuertemente en contra de los sargentos, parecía probable que atacarían temprano, antes de que los reclutas se establecieran. Cuando los Sargentos arrancaron desde la puerta del complejo

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en sus Warthog un poco después de las 0900, los reclutas se habían dividido rápidamente en sus escuadrones –tres en cada pelotón– y se apresuraron a asegurar los diferentes sectores del complejo. Junto con el resto del escuadrón uno-alfa (1/A), Jenkins y Forsell se habían apresurado a ocupar la torre de reactor. La estructura desgastada por la intemperie se parecía un poco a un pastel de cumpleaños: La segunda de sus dos plantas circulares tenía un diáme-tro más pequeño que la primera y estaba rematada por un grupo de antenas para máser de Mack y otros dispositivos COM, que semejaban unas velas. La torre era la única construcción sobre el suelo en el complejo, y el único edificio en cientos de kilómetros en todas direcciones.

Jenkins y Forsell habían subido dos tramos de escaleras hasta la azotea del segundo piso y se colocaron boca abajo –la postura más estable para disparar, si podían permitirse perder la movilidad. Apoyando el BR55 sobre su mochila para tener algo de apoyo adicional, Jenkins se había adaptado a su mira te-lescópica, justo a tiempo para ver el Warthog de los sargentos girar fuera del acceso de la carretera pavimentada del complejo del reactor en dirección sur por la carretera hacia Utgard. Con su adrenalina bombeándo, Jenkins había retirado de inmediato el cargador de su rifle de batalla, colocando un cartucho en la recámara. Había cambiado el interruptor selector de fuego a un solo tiro, tensó su dedo en el gatillo, y luego... nada.

Sólo horas tras horas de calor abrasador. Los reclutas habían empezado rápidamente a quejarse y suponer que el verdadero propósito del ejercicio era ver cuánto tiempo podrían soportar. Un recluta con sobrepeso y particularmen-te hablador de la 1/A, llamado Osmo, teorizó que Johnson y Byrne habían ido a Utgard por una cerveza fría en un bar con aire acondicionado, dejando a la luz abrasadora de Epsilon Indi ganar el ejercicio por ellos.

El médico Healy les había dicho a todos que dejaran de decir eso enfati-zando que siempre y cuando se dejasen sus cascos puestos y permanecieran hidratados estarían a salvo de un golpe de calor. Por su parte, el Capitán Pon-der había permanecido en su Warthog, estacionado a la sombra de una carpa de enfermería portátil cerca de la puerta principal, fumando tranquilamente sus puros Sweet William.

–Una cerveza estaría bien –murmuró Jenkins, escuchando desaparecer los motores de los fumigadores JOTUN.

Aunque había pasado el día sobre su estómago casi sin moverse, el sudor se había derramado sobre él. Había por lo menos diez botellas de agua vacías esparcidas entre sus botas y las de Forsell. Y Jenkins seguía sediento.

–Ojos en el más grande –anunció Forsell, perezosamente barriendo con su mira hacia el este–. Una vez más.

Recurriendo a seguir la mirada de Forsell, Jenkins vio un único JOTUN en su versión cosechadora: una máquina gigante pintada de azul oscuro con deta-

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lles de rayas amarillas. Sus tres pares de ruedas de gran tamaño temblaban arriba y abajo mientras rodaba por una loma. Sin embargo la cosechadora estaba por lo menos a un kilómetro de distancia, Jenkins no tenía problemas para oír el ruido sordo de los tres mil caballos de fuerza de su motor etanol-eléctrico, a medida que este empezaba a devorar el trigo sobre la cuesta abajo.

La cosechadora había pasado el día entero cortando los campos orientales en amplias franjas perpendiculares al complejo, estremeciendo el suelo mien-tras se acercaba a la valla perimetral. Al principio, esto había acobardado a algunos de los reclutas. Todos habían visto JOTUNs, por supuesto, pero ob-servar una máquina que era esencialmente una cortadora de césped de unos cincuenta metros de altura y ciento cincuenta metros de largo provocó el bási-co impulso de huir –incluso cuando sabían que una IA tan capaz como Mack tenía el control de sus circuitos.

Pero ahora, cuando la cosechadora se acercaba nuevamente al complejo, el único que parecía nervioso era el trigo. Magnificados por el alcance del rifle de Jenkins, los tallos se veían temblabando ante las púas zumbantes de la cabece-ra rotativa de la cosechadora, casi como si fueran concientes de su inminente trilla.

–Te lo digo. Eso es un serie cuatro –dijo Forsell, continuando con un deba-te que habían mantenido durante todo el día.

–Nop –respondió Jenkins–. ¿Ves las góndolas? Forsell observó a través de su mira a una fila de recipientes metálicos angu-

lares con ruedas que solamente se veían pequeños porque iban directamente detrás del JOTUN.

–Sí... –Están recogiendo desde la parte trasera. –¿Y? –Así que eso es una funcion de los serie cinco. Los cuatro descargan hacia

los lados. Forsell pensó por un segundo y luego dio con una respuesta incómoda. –Han pasado un par de temporadas desde que hemos mejorado. Jenkins hizo una mueca. Se le había olvidado que Forsell provenía de una

familia modesta. No sólo los padres de Forsell tenían pocas hectáreas propias, sino que su soja también se vendía por mucho menos que el maíz de Jenkins y otros granos. Lo más probable era que los padres Forsell todavía estuviesen usando un puñado de cosechadoras serie dos de segundamano.

–Las de cinco no valen la pena –dijo Jenkins, mirando las góndolas llenán-dose y luego regresando rápidamente sobre el lugar a un cercano depósito de levitación magnética–. Los motores híbridos son demasiado caros, a menos produzcas tu propio etanol...

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–Hey. Tenemos algo –el cuerpo de Forsell se tensó–. Acaba de salir de la carretera.

Jenkins se realineó al sur. Un solo vehículo –un taxi verde y blanco– se acercaba al complejo a gran velocidad. Por un momento desapareció por una depresión en la salida de la carretera

–¿Crees que sean ellos? –preguntó Forsell. –No sé –Jenkins tragó con sequedad–. Es mejor informar. –¡Todos los escuadrones! Tenemos un vehículo acercándose. –¿Es una broma, Forsell? –gruñó Stisen por el COM. Byrne había promo-

vido al oficial de cabello oscuro para líder del escuadrón del 2/A, y lo asignó para proteger la puerta del complejo–. Hace demasiado calor para uno de tus chistes.

–Míralo tu mismo –instó Jenkins. El tramo final del camino era completamente plano –una linea recta del pa-

vimento hacia la entrada del complejo. Incluso sin aumento óptico, era imposi-ble pasar por alto el sedán.

–¡Miren adelante! –Stisen gritó a su equipo, sentados en dos grupos coci-dos al sol detrás de sacos de arena como muros de contención a cada lado de la puerta–. ¡Dass, dame un poco de cobertura!

Jenkins escuchó movimiento en el techo del primer piso, justo debajo de su posición.

–¡En pie, muchachos! –gritó Dass. El líder del escuadrón 1/A era un poco gordo, pero también era muy alto. Como resultado, el ingeniero en sistemas maglev de mediana Era no se lo veía tan gordo–. ¡Aseguren y carguen!

–¡Mi rifle! –se quejó Osmo–. ¡No carga! Cada vez que Osmo se estresaba, su voz llegaba a un tono infantil. Por lo

general esto hacía reír a Jenkins, pero no ahora. –Saca el cargador y ponlo de nuevo –dijo Dass–. Asegúrate de que llegue

hasta el fondo. Jenkins escuchó el chirrido de metal contra metal, entonces el ‘clack’ exi-

toso de un cerrojo de rifle. –Lo siento, Dass. –Está bien. Pero tienes que calmarte. Concéntrate. Por su paciente pero autoritario tono, era fácil darse cuenta de que Dass era

padre –un hijo, dos hijas. –Sólo asegúrense de observar a lo que disparan –gruñó Stisen. El oficial de policía tenía una personalidad espinosa que había empeorado

aún más desde su derrota en la competición púgil. Por mucho que Jenkins deseaba poder silenciar a Stisen desde el canal COM que todos los reclutas compartían, él sabía que el policía tenía un punto: El 1/A podría tener que disparar a través de la posición de 2/A para golpear al sedán.

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Dass respondió en un tono amistoso. –Hagan su trabajo, Stisen, y no tendrán nada de qué preocuparse. Enfrentando el desafío, Stisen marchó hacia el centro de la puerta. Soste-

niendo su MA5 contra su hombro derecho, extendió la mano izquierda en señal de alto. El sedán desaceleró y se detuvo a veinte metros por delante de Stisen. Durante unos segundos, todos los reclutas se limitaron a mirar la distorsión turbulenta del aire por el calor del techo del vehículo.

–¡Salgan del vehículo! ¡Ahora! –ladró Stisen, nivelando su arma con el pa-rabrisas.

Pero las puertas del sedán permanecieron cerradas. Jenkins sintió su co-razón latiendo con fuerza en su pecho.

–¿Termales? –le susurró a Forsell, esperando poder usar el dispositivo óptico más sofisticado para confirmar si alguno de los sargentos estaba en el sedán.

–Negativo –contestó Forsell–. Está todo blanco. El exterior está demasiado caliente.

–¡Primer equipo! –ladró Stisen– Muévanse. Jenkins observó cuatro reclutas salir de detrás de la barricada occidental y

caminar con cautela por la puerta, con sus MA5s reposando firmemente contra sus hombros. Rodearon el sedán, dos a cada lado.

–¡Burdick! ¡Abre la puerta! –indicó Stisen a uno de sus hombres adelante. Jenkins tomó aliento, e hizo lo mejor para relajarse en su arma. A medida

que exhalaba, alineó la retícula de su mira apuntando donde supuso que estaría la cabeza del conductor cuando emergiera. Por alguna razón, se imaginó la cara del sargento Byrne sonriendo en su punto de mira. Burdick llegó hacia el abre puertas, pero la puerta del vehículo se abrió de súbito. El recluta tuvo un momento para retroceder, pero no el tiempo suficiente para gritar de sorpresa cuando el sedán estalló en un destello de vapor blanco.

Al instante, Burdick cayó al pavimento, al igual que dos de los otros reclu-tas que flanqueaban. Cada uno estaba salpicado de rojo brillante, como si hubieran sido atravesados por metralla.

–¡Claymores! –se quejó el único sobreviviente. Se deslizó lejos del sedán, arrastrando una pierna lisiada detrás de él.

–¡Todo el mundo quédese atrás! –gritó Stisen al resto de su equipo cuando pasó el brazo del recluta por sobre sus hombros y lo arrastró hacia el otro lado de la puerta. El líder del escuadrón disparó una ráfaga con una sola mano con-tra el parabrisas del sedán, pero en vez de romperlo, brilló de color rojo –del mismo color vibrante de las heridas aparentemente mortalesde los otros reclu-tas.

Para el ejercicio, los MA5 de cada recluta estaban cargados con munición de entrenamiento táctico (TTR). Estas balas tenían una lámina de polímero de

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plástico para ayudar a mantener la velocidad de salida y trayectoria –para imi-tar, tanto como fuera posible, la balística de balas letales. Pero cada TTR tam-bién contenía un fusible de proximidad que disolvía su armazón, convirtiéndo-la en una burbuja inofensiva de pintura roja cuando estaba a diez centímetros de cualquier superficie.

«Inofensivos pero no inertes», Jenkins se recordó a si mismo. La pintura era tanto potente anestésico como también un reactivo que trabajaba en las nanofibras tejidas en el uniforme de los reclutas, provocando que las fibras se endurecieran cuando estaban saturadas. «Traducción: cuando fuera golpeado, se desmayaría y congelaría». Un único TTR en cualquier extremidad la haría inservible. Múltiples rondas en el pecho podría causar que el uniforme comple-to se endureciera, simulando una herida mortal. Burdick y los otros reclutas caídos habían sido golpeados por docenas de TTR de los claymores –minas antipersonal, cajas de plástico negro atornilladas en el interior de las puertas del sedán, ahora cubierto con condensación de su propelente de CO2.

–¡Alto el fuego! –gritó Healy mientras corría al lado de Burdick, con un kit medico en mano. El recluta había recibido lo peor de la explosión, endurecido como una tabla, y cayendo directamente sobre su espalda.

–¿Cómo está, médico? –pregunto Ponder, bajando de su Warthog. Healy sacó un bastón de metal azulado del kit y lo pasó por la parte media

de Burdick. Circuitos en el interior del bastón relajaron las nanofibras de su uniforme, y el médico fue capaz de sujetar al recluta bajo los brazos, tirar de él lejos del sedán, y apoyarlo contra la parte delantera, contra el neumático del lado del conductor.

–Vivirá –dijo Healy sarcásticamente. Le dio una palmadita en el hombro a Burdick y puso su MA5 sobre su re-

gazo. Luego se trasladó a los otros reclutas caídos. Jenkins dejó escapar un suspiro de alivio. Sabía que estarían bien –fácilmente revividos al término del ejercicio. Pero el ataque parecía muy real. Jenkins podía fácilmente imaginar una escena mucho más terrible si el sedán hubiera contenido explosivos rebel-des. Estaba a punto de compartir sus pensamientos con Forsell cuando Ander-sen, el recién ungido líder del escuadrón 1/B gritó.

–¡La cosechadora! ¡No está girando! Jenkins encaró hacia el este y vio a Andersen y el resto de su equipo en re-

tirada desde la cerca. El imponente JOTUN había pasado su línea de pivote habitual y se dirigía en linea recta hacia el complejo. Cuando la cosechadora alcanzó una pequeña zanja de arcilla que bordeaba el campo, su cabeza girato-ria mordió el suelo endurecido y se bloqueó con un chasquido de correas den-tadas. Pero el JOTUN no se inmutó. Simplemente levanto la desactivada cabe-cera con sus brazos hidráulicos y siguió rodando hacia la valla. Los postes de acero y el alambrado galvanizado se desplomaron bajo el primer par de

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neumáticos de la cosechadora y se retorcieron entre sus ejes. La valla lanzó chispas desde el vientre de la máquina, que se detuvo, con la mitad de su longi-tud en el interior del complejo y la otra mitad fuera.

En ese momento, el JOTUN estaba cubierto de TTRs. Los reclutas no hab-ían visto a ningún sargento, pero eso no les había impedido jalar de sus gatillos en pánico descontrolado. En la confusión, nadie se dio cuenta de la granada que salió volando hacia la torre del reactor.

–¡Abajo! –gritó Dass. Pero ya era demasiado tarde. Jenkins apenas tuvo tiempo de agachar la ca-

beza por detrás de su mochila antes de que la granada explotara. Escuchó sal-picaduras de TTR en la pared por debajo de él, y supo incluso antes de que Osmo hablara, que la mayoría del 1/A había sido eliminado.

–¡Tienen a Dass! –Se lamentó Osmo–. ¡Me tienen a mi! Arriesgándose al exponerse, Jenkins se inclinó hacia delante y miró hacia

abajo, al techo del primer piso. Dass estaba inconsciente al igual que la mayor-ía de los otros reclutas del 1/A, pero Osmo estaba bien. Boca abajo, con las manos sobre el casco, no se había dado cuenta de que el entumecimiento de las piernas era simplemente el resultado del colapso de otro recluta sobre ellas.

–Estás bien, Oz –gritó Jenkins sobre el ruido frenético de los MA5 del resto de la milicia–. Siéntate y...

En ese momento tres TTR rompieron contra la pared del primer piso, justo debajo de la cabeza de Jenkins –una ráfaga de rifle de batalla.

–¡Byrne! Está en la cosechadora –gritó Forsell. Si Jenkins hubiese tratado de arrastrarse de nuevo a su posición, habría re-

cibido un disparo. Pero un instinto desconocido asumió el control de su cuer-po, levantando su rifle de batalla hasta descubrir al sargento Byrne agazapado entre el primer y segundo segmento del cuerpo de la cosechadora, y abriendo fuego. A pesar de que sus tiros no fueron muy certeros, forzaron al sargento a abandonar su ya precaria posición. Byrne se volvió hacia una escalera que bajaba por la parte posterior del primer segmento y se dirigió a tierra.

–¡Lo tengo! –gritó Jenkins, cambiando el selector de fuego de su rifle de semiautomático a ráfagas.

Pero su fuego pesado sólo aceleró el descenso del Sargento. Byrne tomó las barandas de la escalera y se deslizó por estas sin preocuparse en poner los pies en los peldaños. Cuando sus botas golpearon el asfalto, Byrne rodó entre los neumáticos de la cosechadora. Desde ahí tenía una buena cobertura temporal del rifle de batalla de Jenkins, así como del fuego cruzado de los escuadrones de Andersen y Stisen.

–Se mueve como el demonio –gritó el líder del pelotón 2/A mientras los proyectiles del rifle de batalla de Byrne rociaban los sacos de arena cerca de la puerta–. ¡Critchley! –ordenó Stisen–. ¡Ve al frente!

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Jenkins apretó los dientes. No le hacía ninguna gracia esa orden. Y, además, Critchley y su ayudante guardaban posición en el extremo norte del techo del primer piso y se suponía que debían estar cuidando la espalda de Jenkins.

–¡Dije que lo tengo! –replicó Jenkins, disparando una ráfaga contra los neumáticos de la cosechadora.

–¡Cállate, Jenkins! –rugió Stisen–. ¡Critchley! ¡Responde! Pero el tirador del segundo pelotón, no dijo ni una palabra. –Forsell, comprueba tu COM –gritó Jenkins. Cada tableta COM de los reclutas estaba constantemente monitoreando sus

signos vitales. Si uno de ellos caía, la pérdida se registraría en la red local. –¡Critchley se ha ido! –respondió Forsell, con voz sorprendida–. Como to-

dos los del 1/C. –¿Qué? –¡Hemos perdido a todos sobre la cerca occidental! Jenkins vio el rifle de batalla de Byrne destellar desde las sombras debajo

del JOTUN. Uno de los reclutas del 1/A gritaba mientras caía. «Eso tiene que estar cerca de treinta bajas», pensó Jenkins sombríamente. Disparó dos ráfa-gas más, entonces rodó a su lado y recargó.

–¡Stisen, nos estamos dirigiendo a la parte trasera! –¡No, maldita sea! –maldijo Stisen. Luego al líder del equipo 2/C encarga-

do de la custodia de la esquina noreste del complejo habló por el mismo canal– ¡Habel! ¡Mira al oeste! ¡Tiene que ser Johnson!

Sólo escuchar el nombre de su sargento hizo al estómago de Jenkins agitar-se. Él y el resto de los reclutas habían pasado el día refunfuñando sobre el calor, sin saber que habían estado descansando entre las fauces de una trampa bien organizada. Ahora, con Byrne firmemente atrincherado y Johnson presio-nando, era sólo cuestión de tiempo antes de que los reclutas fueran aplastados.

–Oz –preguntó Jenkins, levantándose sobre una rodilla–. ¿Todavía puedes pararte?

–¡S-sí! –Tienes buen ángulo. Puedes mantener a Byrne en su lugar. –Pero... –¡Solo hazlo, Osmo! Jenkins golpeó a Forsell en el hombro. Intercambiaron miradas fijas, y Jen-

kins sabía que Forsell estaba pensando exactamente lo mismo: «Cuando estás atrapado en una trampa, luchas a tu manera para escapar».

–Stisen –anunció Jenkins–. El equipo de tiradores numero uno se mueve.

* * *

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Desde lo alto de la loma, Avery tenía una vista panorámica del complejo. Critchley y su ayudante fueron un blanco fácil, pero había esperado a que Byrne hiciera caer el muro y llamara la atención de los reclutas antes de dispa-rar dos veces, golpeando a ambos reclutas en los costados de sus cabezas. Los circuitos en sus cascos registraron el “letal” disparo en la cabeza e instantá-neamente congelaron sus uniformes. En el clamor general de los disparos de armas automáticas, Avery estaba seguro de que ninguno de los otros reclutas había escuchado sus tiros resonar. También apostó a que ninguno de los mili-cianos se molestó en comprobar sus rastreadores de movimiento ahora que las señales de los dispositivos habían sido completamente confundidas por la nube de fungicida. Los químicos habían cubierto a Avery con un fino polvo blanco, y se veía casi cómico mientras se ponía de pie, como si algún bromista invisi-ble hubiera desatado una bolsa gigante de harina sobre él.

Pero no había nada de gracioso en la intención de Avery: planeaba eliminar a cada recluta custodiando la valla oeste antes de que dejaran de pensar en Byrne y se acordaran de vigilar el perímetro. A medida que Avery comenzó a correr bajando por el montículo, con su rifle de batalla levantado y los abulta-dos granos de trigo rozando sus codos, cayó en la cuenta de que era la primera vez desde la operación TREBUCHET que había disparado contra otro ser humano.

Esta vez era diferente, por supuesto. Era un ejercicio con munición de práctica. Pero Avery no pudo evitar darse cuenta de lo fácil –casi automático– que era para él poner a alguien en su punto de mira, y apretar el gatillo. Esto era debido a un buen entrenamiento, y Avery lo sabía. Y mientras no siempre fue feliz con la forma en que había puesto sus habilidades en uso, estaba deci-dido a trasmitirlas –inculcando en sus hombres la misma confianza y falta de vacilación. En la lucha por venir, podrían necesitar de ambas para mantenerse con vida.

Avery oyó una granada estallar. El ruido era mucho más apagado que las claymores que él y Byrne habían fijado a las puertas del sedán antes de dejar que Mack llevara el vehículo a la puerta del complejo. La IA había estado más que feliz ayudándolos con su ejercicio –de hecho, había sido Mack quien sugi-rió el uso de la cosechadora JOTUN como una distracción adicional. Avery no sabía muy bien por qué excepto que, como los marines y la Teniente al-Cygni, Mack debía haber sabido que el reactor de Harvest sería un blanco principal para cualquier fuerza hostil y estaba dispuesto a dejar que la milicia practicara su defensa.

Avery no disparó a través de la valla. Sabía que el alambrado podría des-trozar su ronda de entrenamiento antes de que golpeara sus objetivos. Pero lo mismo sucedería con los disparos de los reclutas, así que avanzó con la certeza

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de que no recibiría disparo alguno. Corrió sobre la loma de arcilla dura entre el trigo y la valla, y saltó sobre la la verja.

Casi de inmediato, uno de los reclutas del pelotón 1/C, Wick, oyó el traque-teo metálico y se volvió. Sus ojos ya asustados se ampliaron al tamaño de platos al ver al fantasma de Avery saltando dentro del complejo, cubierto del fungicida blanco. Antes de que Wick pudiera recuperarse, Avery descolgó su rifle de batalla y disparó dos rondas en el centro de su pecho.

El grito del recluta se escuchó por encima del estruendo, causando que tres de sus compañeros de equipo se dieran vuelta. Avery hizo caer a cada uno –de izquierda a derecha– antes de cambiar su rifle a fuego de ráfaga y ametrallando al resto de los confusos miembros del 1/C. Cuando el último recluta cayó, el contador de munición se ilumino por debajo de la mira óptica del rifle de bata-lla, mostrando tres rondas restantes. Pero justo cuando Avery sacó un cargador nuevo de su chaleco de asalto, comenzó a recibir fuego del este.

El escuadrón 2/C se había desplazado en torno a la parte trasera de la torre del reactor. Si los reclutas hubieran corrido un poco más rápido o recordado el colocarse en posiciones más estables antes de abrir fuego, habrían atrapado a Avery con la guardia baja.

Pero sus primeros disparos fueron salvajes, y todo lo que hicieron fue dar a Avery un momento para girar a la izquierda, poniendo la curva de la torre entre él y el fuego inesperado. Para el momento en que el primero de los reclutas del 2/C llegó cargando alrededor de la curva, Avery había vuelto a recargar. Aba-tió a dos y obligó al resto del escuadrón a retroceder hacia el búnker –desechando segundos valiosos debatiendo cuándo y cómo debían tratar de flanquear la posición de Avery.

–Charlie uno se ha ido –gruñó Avery en su micrófono de garganta–. Estoy recibiendo fuego de Bravo Dos.

–Acabo de hacer volar a tus muchachos alfa al infierno –replicó Byrne. Hizo una pausa para evadir unas cuantas rondas–. Pero todavía estoy recibien-do disparos desde lo alto.

–Deben ser mis tiradores. –¿Cómo es eso? –Los tuyos están muertos. –Bueno, ¿te importaría eliminarlos? –Estoy en ello. Manteniendo su rifle de batalla apuntando al norte en el caso de que el es-

cuadrón 2/C se hubiera organizado más rápido de lo que pensaba, Avery ca-minó hacia atrás hasta la escalera de servicio que lo llevaría al techo del primer piso. Se colgó su arma para el ascenso y trepó por los escalones tan rápido como pudo. A medida que examinaba el techo, Avery vio movimiento a su

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derecha. Movió la cabeza hacia abajo justo a tiempo para evitar una ráfaga del MA5 de Forsell.

Sin vacilar, Avery desenfundó su arma M6, y se levantó con una mano jus-to cuando Forsell sacó su dedo del gatillo. Mientras Avery se elevaba, también lo hicieron sus disparos; una ronda de entrenamiento floreció justo en el estó-mago de Forsell y dos más viajaron hasta su esternón. Mientras Forsell retro-cedía tambaleándose, Avery se subió a la azotea. Sujetando su M6 con ambas manos, mantuvo la vista en la mira de la pesada pistola de hierro, justo sobre el casco de Forsell hasta que se desplomó. El recluta era grande, y Avery quería asegurarse de que las rondas de la pistola de pequeño calibre eran suficientes para noquearlo.

Convencido de que Forsell estaba fuera de combate, Avery se dirigió hacia la escalera que lo llevaría a la cima de la segunda planta. Pero sólo había dado unos pasos cuando sintió tres dolores agudos en la parte posterior de su muslo derecho. Impulsado por la adrenalina, Avery se dio la vuelta rápidamente sobre su pierna herida y devolvió el fuego sobre un objetivo que reconoció como Jenkins sólo después de haber jalado del gatillo. Jenkins se echó hacia atrás alrededor de la curva de la pared del segundo piso y Avery adivinó correcta-mente que los reclutas habían bajado al primer piso, posicionándose en lados opuestos de la torre, esperando a que él ascendiera. «No está mal». Avery hizo una mueca mientras rengueaba apoyado contra la pared. En vez de quedarse encerrados en una posición defensiva desmoronándose, los tiradores habían organizado su propia emboscada. Hubiera tenido éxito o no, Avery admiro su iniciativa. Movió la M6 hacia arriba y abajo, liberando su cargador medio gastado. Entonces recargo y orientó la pistola en línea recta desde su cuerpo a lo largo de la pared. Pero justo cuando Jenkins apareció a la vista y los dedos de Avery se tensaron sobre el gatillo, la voz del Capitán Ponder resonó en el COM.

–¡Alto al fuego! ¡Alto al fuego! –por un momento el sargento y su recluta permanecieron congelados.

–¿Lo tengo? –Osmo sonaba sorprendido. Luego, confirmó su éxito inespe-rado–. ¡Lo tengo!

–Sargento Byrne, usted ha sido golpeado –confirmo Ponder–. Resultado fi-nal: treinta y cuatro a uno. ¡Felicidades, reclutas!

Un coro de aplausos cansados inundó el COM. –Me salpicó desde uno de los neumáticos –gruñó Byrne a través del canal

privado de los Sargentos–. Condenados TTR...–luego, por el COM abierto– ¿Healy? ¡Tráeme ese maldito bastón!

Avery bajo su pistola y se relajo contra la pared. Epsilon Indi estaba cayen-do hacia la suave curva del horizonte. La deslucida torre de policreta tomó un brillo cálido y amarillento mientras liberaba su calor acumulado.

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Jenkins hizo una mueca. –Casi nos tuvo, sargento. –Casi –sonrió Avery, y no sólo para ser amable. Aparte de las maniobras básicas en torno a la base, esto había sido para los

reclutas el primer ejercicio con fuego real. No habían tenido ni idea de lo que los sargentos iban a lanzárseles, y el desempeño de Jenkins y de Forsell dio a Avery la esperanza de que, con suficiente tiempo, sus reclutas se convertirían en soldados decentes.

–¿Sargento? –la voz de Ponder crepitaba en el auricular de Avery. Su tono de felicitación se había ido–. Acabo de recibir palabras de nuestro representan-te local del DCS.

Avery leyó entre líneas: Teniente Comandante al-Cygni. Su columna se puso rígida para emparejar su pierna.

–¿Los delegados que estábamos esperando? –continúo Ponder–. Ya están aquí. Y trajeron una nave mucho más grande.

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Capítulo Catorce Rapid Conversion, Sistema relicario Dadab levantó sus nudosos brazos por encima de su cabeza y gruñó con en-

tusiasmo. –¡La Era de la Reclamación! Por el rabillo del ojo podía ver al oficial de seguridad del Rapid Conver-

sion, Tartarus, manteniendo guardia cerca de una de las lámparas de la sala de banquetes. No queriendo ofenderlo, Dadab se aseguro que sus pies no pisasen los fragmentos de la aleación Forerunner que formaba el último anillo del mosaico del vestíbulo.

–”Salvación y…–comenzó. Los apenas veinte Unggoy reunidos alrededor del mosaico miraron a Da-

dab con ojos insípidos. Tartarus se cruzó de brazos y descargó un resoplido impaciente.

–...El Viaje” –terminó Dadab, abriendo sus dedos gordos. A pesar de su máscara, su voz hizo eco grandiosamente alrededor de la

cámara. –¡Éstas son las Edades de nuestro Covenant… el ciclo que debemos com-

pletar una y otra vez a medida que nos esforzamos en seguir a Aquéllos Que Caminaron Por el Camino!

Un Unggoy ancho de hombros, Bapap, dio un paso hacia adelante. –Este camino. ¿A dónde va? –A la salvación –contestó Dadab. –¿Y dónde está eso? Los otros Unggoy mecieron sus cabezas desde Bapap hasta Dadab. El Diá-

cono cambió de posición en su arnés a medida que calculaba una respuesta. –Bien… –comenzó, luego se silenció. Le tomó un momento recordar lo que deseaba… una palabra que había oí-

do en un seminario, usada por uno de sus maestros San'Shyuum en respuesta a una pregunta similarmente complicada. Durante la pausa, un Unggoy denomi-nado Yull rascó ociosamente sus cuartos traseros con un dedo y se lo ofreció a otro Unggoy para que lo oliera.

–Me temo –dijo Dadab con toda la solemnidad que pudo reunir–, que la respuesta es ontológica.

Sólo tenía una vaga idea del significado de la palabra. Pero le gustó la for-ma en que sonaba, y evidentemente también a los otros Unggoy porque todos refunfuñaron felizmente dentro de sus máscaras como si fuera exactamente la respuesta que habían esperado.

Bapap parecía especialmente contento. –On-to-ló-gi-ca –murmuró para sí mismo.

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La únidad de señalización de Tartarus emitió un tono corto, pero bien defi-nido.

–Nuestro salto está casi completo –dijo el oficial de seguridad–. ¡A sus puestos!

–Recuerden –dijo Dadab a los Unggoy a medida que trotaban hacia la sali-da– ¡El Camino es largo pero ancho! ¡Hay espacio suficiente para todos uste-des, siempre que crean!

Tartarus resopló. El Jiralhanae estaba vestido con una armadura de color rojo fuerte que cubría sus muslos, pecho y hombros. Maccabeus había querido que su jauría estuviera lista para una lucha, por si acaso los alienígenas estu-viesen esperándolos cerca de la arruinada nave Kig-Yar.

–Usted piensa que pierdo mi tiempo –Dadab asintió hacia el último de sus oyentes que se retiraba del grupo de estudio.

–Todas las criaturas merecen instrucción –el pelo negro del Jiralhanae se erizó–. Pero los Sangheili no nos proveyeron la tripulación más competente.

A Dadab no le gustaba tener mala opinión de los otros de su propia raza, pero sabía que era cierto. Los sesenta Unggoy en el Rapid Conversion eran excepcionalmente ignorantes –incultos y sin ambición. Con algunas excepcio-nes (Bapap, en primer lugar), eran lo que se esperaría encontrar realizando trabajos manuales en hábitats poblados, no sirviendo como tripulación de una nave del Ministerio en una misión vital.

Dadab no entendía todas las dimensiones políticas de la relación entre Sangheili y Jiralhanae, pero sabía que la posición de Maccabeus era inusual… que él era uno de pocos Jiralhanae Maestro de Nave en la vasta flota del Cove-nant. Y aun así, todo lo que tenia que hacer era recorrer con la mirada al Rapid Conversion para saber que los Sangheili no habían dejado en buena posición a Maccabeus. El crucero estaba en un estado lamentable, algo así como su tripu-lación Unggoy.

Con el permiso del Cacique, Dadab había comenzado a tratar de ayudar. ¿Su plan? Inspirar motivación y disciplina a través del enriquecimiento espiri-tual. Y aunque ésta sólo había sido la segunda reunión del grupo de estudio, el Diácono ya había comenzado a ver mejoras en la conducta de los Unggoy que habían escogido participar.

–Hacia el hangar –ordenó Tartarus, poniéndose su casco–. Debo reportar al Cacique sobre el progreso del Huragok.

Para Dadab, subir por la columna central del crucero al principio había sido una proposición aterradora. Su fuerza había decrecido durante su cautividad en gravedad cero dentro de la cápsula de escape. Había estado aterrerado de que pudiera perder su agarre y caer en picada hacia su muerte. Pero ahora que sus músculos estaban más fuertes –y que se había vuelto tan ágil como los otros

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Unggoy– el Diácono podría trepar mientras observaba el bullicio y el alboroto de la vía principal del Rapid Conversion alegremente.

Desde que había llegado, la escalera había recibido una limpieza cabal. Sus paredes de metal estaban todavía rascadas y acanaladas, pero las capas de manchas se habían ido y el pasaje vertical ahora brillaba con un acabado púrpura intenso. A mitad del camino de descenso, Dadab vio que una com-puerta que conducía a la bahía de armas había sido desatrancada, y sus símbo-los preventivos desactivados. Las reparaciones en esa parte del crucero habían sido la prioridad máxima de Maccabeus para su Huragok recién adquirido.

Dadab había estado presente como traductor durante la explicación del Ca-cique sobre lo qué necesitaba ser hecho. Pero antes de que Maccabeus tuviese la posibilidad de explicar lo que le afligía sobre el cañón pesado de plasma del crucero, Más Ligero Que Otros había comenzado su trabajo con sencillez… desgarró la cubierta protectora, exponiendo los circuitos de control de armas e iniciado sus reparaciones.

Dadab había visto al Huragok realizar todo tipo de milagros mecánicos a bordo de la nave Kig-Yar, pero el Jiralhanae se quedó estupefacto a medida que los tentáculos de la criatura revolotearon, y los circuitos del cañón chispea-ron y zumbaron. Aparentemente, a la buena de Dios, el Huragok realizaba reparaciones que habían sido imposibles para los anteriores guardianes del crucero: Los insectos Yanme'e.

Después de ver lo qué Más Ligero Que Otros podía hacer, Maccabeus re-levó a las criaturas aladas de todo excepto sus responsabilidades más serviles. El Cacique estaba preocupado de que pudieran perturbar el trabajo vital del Huragok. Y ciertamente, los Yanme'e que se movían de arriba a abajo zum-bando por el espacio vacío de la escaleraahora sólo llevaban elementos de higiene básica y herramientas de mantenimiento –no llegaban a igualar la utili-dad de los hábiles tentáculos y cilios del Huragok.

A medida que Dadab se encogió a un lado de su escalera para dejar a un Ji-ralhanae de armadura azul pasar, un par de Yanme'e colisionaron en el aire debajo de él. Sacudieron ruidosamente sus láminas de blindaje color cobre, desenredaron sus extremidades quitinosas y continuaron descendiendo por la columna. Dadab (que no era ningún experto en razas) sabía que esta clase de torpeza era inusual para criaturas con ojos compuestos y antenas altamente sensitivas –y era un buen indicador de que su degradación reciente había deja-do a los Yanme'e nerviosos.

Sí, eran mucho más inteligentes que los artrópodos pequeños, como los gu-sanos de las salas de maquinarias. Pero los Yanme'e vivían también en colme-nas y eran notablemente dogmáticos. Una vez que se les daba una tarea, cumplían con ella, y a Dadab le preocupaba que la confusión de las criaturas

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pudiera causar que interfirieran con el trabajo de Más Ligero Que Otros. Tal vez incluso llegarían a lastimarlo.

Hasta ahora, nada había ocurrido para justificar la preocupación de Dadab. Pero se alivió sólo cuando el Huragok hubo completado las reparaciones del cañón de plasma y se retiró al hangar para empezar a trabajar en la dañada nave de descenso Spirit. Los Yanme'e había evitado el hangar desde la inmola-ción accidental de sus compañeros de colmena, lo que quería decir que el Huragok estaba con toda seguridad aislado.

Con el Jiralhanae acorazado arriba y en su camino, Dadab reanudó su des-censo y pronto alcanzó la base de la columna. Trotando rápidamente para man-tener el paso de las zancadas largas de Tartarus, se apresuró al extremo más alejado del hangar dónde Más Ligero Que Otros había construido un taller temporal dentro de las dos bahías estropeadas del dañado Spirit. La cápsula de escape había sido lanzada fuera de la barrera de energía del hangar antes de que el crucero hiciera su nuevo salto. Pero la cercenada cabina del Spirit to-davía estaba posada contra la pared donde la cápsula se había estrellado. A primera vista parecía que había estado haciendo un pequeño progreso.

Las bahías de tropas, de cubierta delgada, cada una suficientemente grande como para acomodar docenas de guerreros, habían sido colocadas sobre sus lados más alargados. Sus puertas, entreabiertas e inmovilizadas contra el piso del hangar, mantenían las bahías tumbadas.

–Espere aquí –dijo Dadab, zambulléndose entre las bahías–. Veré lo que ha hecho.

Tartarus no protestó. Maccabeus había dado cuenta a cada miembro de su jauría sobre la necesidad de darle al frágil Huragok suficiente espacio. Pues mientras Más Ligero Que Otros había sobrevivido a su dura experiencia dentro de la cápsula, no había emergido ileso.

Dadab sintió una punzada de culpabilidad cuando vio a su amigo, flotando delante de una lámina de metal ablativo colgando como una cortina en medio de la bahía. La bolsa que había producido el metano salvador estaba horren-damente dilatada, hasta el punto en que rozó el suelo a medida que el Huragok se volteaba para saludar a Dadab –un recordatorio silencioso de su sacrificio.

< ¿Cómo estás? > preguntó Dadab a través de señas. < Bien. Aunque desearía que hubieras venido solo > El Huragok arrugó su

hocico, corrugando sus nódulos olfatorios. < No me gusta el terrible olor de nuestros nuevos anfitriones. >

< Es su cabello > explicó Dadab. < No estoy seguro lo laven > se sintió bien hablando con sus dedos.

Durante su confinamiento, las señas de Dadab habían mejorado inmensa-mente. Antes de que Más Ligero Que Otros se hubiera vuelto demasiado débil

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para llevar adelante conversaciones largas, el Diácono se había sentido al bor-de de la fluidez al menos con oraciones sencillas.

< ¿Cómo van reparaciones? > El Huragok dio un golpecito con uno de sus tentáculos al aire, en un mo-

vimiento de cabeceo, como si le arrojara una pelota imaginaria a Dadab. < La cacería con rocas. ¿Recuerdas? > < Por supuesto. ¿Quieres jugar? > < ¿Recuerdas cuándo lo jugamos? > Dadab hizo una pausa. < El alienígena. > < El que maté. > Dadab extendió sus dedos. < ¡Mataste para salvarme! > pero su corazón se hundió. Había esperado que las nuevas responsabilidades de Más Ligero Que Otros

alejaran su mente del encuentro aterrador a bordo de la nave alienígena. < Aun así, lo lamento > Más Ligero Que Otros hizo una seña para que Da-

dab lo siguiera más profundo en la bahía < ¡Pero sé cómo compensarlo! > sus tentáculos se estremecieron a medida que corrió la cortina de metal, indicando exaltación… o alegría.

< ¿Qué es eso? > preguntó Dadab, levantando su cabeza hacia el objeto al otro lado de la cortina. Se veía familiar, pero no estaba seguro de por qué.

< ¡Una ofrenda de paz! ¡La prueba de nuestros buenos deseos! > < Hiciste… una de sus máquinas. > Una de las bolsas dorsales del Huragok baló con deleite. < ¡Sí! Un arado, creo. > A medida que Más Ligero Que Otros continuó aclamando las virtudes de

su creación (ennumerando datos técnicos rápidamente, que excedían por mu-cho el lenguaje de Dadab), el Diácono estudió el arado. Era, claro está, mucho más pequeño que la máquina que habían descubierto en la segunda nave alienígena, pero estaba obviamente diseñada para preparar el terreno para la semilla.

El rasgo dominante del arado era una rueda de metal montada con puntas para labrar la tierra y que servía a su vez como medio de propulsión. «¿De dónde lo habrá obtenido?» se preguntó Dadab, un instante antes de notar que dos de las costillas trapezoidales del soporte de la bahía de tropas habían sido removidas. Más Ligero Que Otros había doblado las varillas circularmente y las había unido. Y debía haber hecho eso recientemente porque la bahía todav-ía transmitía el bien definido y dulce olor del material que los Yanme'e usaban en sus soldadoras portátiles –una de las cuales el Huragok debió haber ‘pedido prestada’ para su proyecto.

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Extendiéndose detrás de la rueda estaba el marco de un chasis. Espirales de cables y paneles de circuitos hurtados de la bahía, colgaban del marco púlcra-mente soldado, aguardando la instalación del motor, sea cual fuere...

La curiosidad natural de Dadab murió en una inhalación rápida. Sus dedos temblaron de miedo, y su gramática vaciló.

< ¿Lo sabe el cacique? > < ¿Debería? > < Su orden. Reparar nave de descenso. No hacer regalo. > < No es un regalo. Es una ofrenda > el Huragok revoloteó, como si la dis-

tinción fuera a reducir la furia del Cacique. «¿Cómo pudo ser tan tonto?» Dadab gimió dentro de su máscara. Se sintió

mareado y colocó una garra sobre el arado para estabilizarse. Pero no fue sim-plemente por sus nervios hechos trizas rápidamente; además pudo sentir la bahía vibrar a medida que el crucero salía de su salto. Dadab tomó unas pocas inhalaciones largas de su tanque.

< ¡Debes destruirlo! > Los tentáculos del Huragok se apresuraron a contestar. < ¿Pero por qué? > parecía honestamente confundido. Dadab maniobró sus dedos lentamente. < Estas desobedeciendo. El cacique estará muy enfadado > el Diácono sab-

ía que Maccabeus nunca dañaría al Huragok. La criatura era mucho más valio-sa. Pero por lo que respectaba a Dadab…

Maccabeus no había dicho nada específico, pero sabía que era un prisione-ro en la nave Jiralhanae… aún bajo sospecha por los delitos que hubiera come-tido. En un destello de optimismo desesperado, el Diácono trató de convencer-se a sí mismo que sus esfuerzos para educar a los Unggoy del Rapid Conver-sion probarían su importancia –para que el Cacique transfiriera su inevitable cólera al arado. Pero el Diácono sabía que había pecado. Sería castigado, si no era por Maccabeus, sería por los Profetas del Ministerio cuando la misión Jiralhanae fuera completada.

–¡Diácono! –la voz de Tartarus hizo eco en la bahía–. ¡El Cacique le nece-sita en el puente!

< ¡Promételo! > Dadab hizo señas con sus manos temblorosas. < ¡Lo de-struirás! >

Más Ligero Que Otros meció su hocico para mirar hacia el arado. Golpeó ligeramente un tentáculo contra una de las puntas afiladas de la máquina, como considerando la calidad de su trabajo.

< Bueno, apresuraré la ensambladura. Y una máquina escasamente com-pensará la vida que tomé. >

–¡Diácono! ¡El Cacique insiste!

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< ¡Arréglalo! > señaló Dadab a medida que retrocedía a través de la cortina y fuera del taller del Huragok.

–¿Cuándo estará lista la nave de descenso para volar? –preguntó Tartarus, yendo de regreso hacia la escalera.

–El Huragok ha tenido un tropiezo menor –Dadab estaba contento de que el Jiralhanae hubiese tomado la delantera –poniéndose de espaldas hacia él. De otra manera habría sabido que Dadab mentía simplemente al mirar sus ojos–. ¡Pero sé que hará las cosas bien tan rápido como pueda!

El puente del Rapid Conversion estaba ubicado en la mitad superior de la escalera, hacia la proa, tan lejos del casco exterior como fuera posible –una posición que lo hacía invulnerable a todo excepto a un ataque devastador. Cuando Dadab corrió hacia adentro, pisándole los talones a Tartarus, notó que el puente era (aunque no tan espacioso como el salón de banquetes de los Ji-ralhanae) suficientemente grande para acomodar a la tripulación entera. Todos estaban presentes, la mayoría encorvados consolas de control incrustadas en las paredes reforzadas. Éstas estaban llenas de interruptores holográficos que titilaban contra la armadura azul de los Jiralhanae.

Al igual que Tartarus, estaban listos para una lucha. Maccabeus estaba de pie ante el tanque holográfico central del puente, fro-

tando sus garras contra su suave baranda de metal. La armadura del Cacique era de color dorado, pero hecha de una aleación mucho más fuerte. Vorenus y otro Jiralhanae llamado Licinus le flanqueaban, y sus prominentes hombreras tapaban a Dadab de lo que fuera que el proyector estubiera exhibiendo.

Dadab se inclinó, tocando con sus nudillos el piso acanalado de metal del puente. La nave vibraba junto a la unidad de propulsión. Acordes con el deseo del Viceministro de Tranquilidad de avanzar con cautela, Maccabeus había mantenido el impulsor caliente en caso que necesitaran retirarse rápidamente del sistema alienígena.

–Acérquese aquí, Diácono –dijo Maccabeus, percibiendo un débil soplo de metano.

Dadab se enderezó y siguió a Tartarus hacia el proyector. –Has un espacio –gruñó Tartarus–. ¡Hazte a un lado, Vorenus! –Tartarus le

dio el Jiralhanae más alto, de pelo color café claro, un manotazo. –Perdóneme –dijo Dadab, tragando saliva–. Discúlpeme –su tanque cónico

hacía bastante difícil moverse de lado, y cuando pasó frente a Vorenus hacia la baranda, su tanque golpeó contra el muslo blindado del Jiralhanae. Para el alivio de Dadab, Vorenus estaba tan atónito que no pareció notarlo.

–Increíble, ¿verdad? –dijo Maccabeus. –Sí. Increíble –dijo Dadab, mirando con atención dentro del tanque debajo

de su baranda. –No lo veo entusiasmado, diácono.

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–Mis disculpas, Cacique. Es solo que ya lo había visto antes. A bordo de la nave de Kig-Yar.

–Ah. Por supuesto –Maccabeus adoptó un tono irónico–. ¿Después de todo, estas son solo… cuántas?

El Maestro de Nave inclinó la cabeza hacia la representación resplande-ciente del mundo alienígena –y su superficie cubierta con insistentes pictogra-mas de Reclamación.

–¿Unas cientas de miles de Luminations? La verdad era que Dadab todavía estaba preocupado por la desobediencia

del Huragok. Y para empeorar las cosas, el puente estaba denso con el potente aroma de los Jiralhanae. Los olores agitados habían penetrado las membranas de su máscara, y Dadab comenzaba a sentirse un poco enfermo.

–Los números son impresionantes –Dadab percibió una sobretensión vio-lenta.

–¿Impresionantes? ¡Sin precedentes! –dijo Maccabeus fuertemente. Luego, su voz bajó a un gruñido–. Muy bien. Dígame lo que piensa de esto.

El Jiralhanae tecleó con un nudillo en un interruptor holográfico incrustado en la baranda, y la imagen del planeta alienígena se desvaneció –se encogió hasta un tamaño mucho más pequeño a medida que el foco del dispositivo holográfico pasaba a abarcar una vista más ancha del sistema. Dadab vio un icono representando al crucero, fuera del camino orbital del planeta, y a una distancia segura de éste, un triángulo rojo relampagueante, indicando un con-tacto potencialmente hostil.

–Nos estaba esperando –gruñó el Cacique–. Cerca de los restos de la nave Kig-Yar –apretó otro interruptor, y la representación holográfica se acercó al contacto, maximizándolo.

–El diseño corresponde a la nave agredida por los Kig-Yar –explicó Da-dab–. Un buque carguero. Nada más.

–Vea más de cerca –ordenó Maccabeus. Lentamente, la representación de la nave comenzó a girar. Los sensores del

Rapid Conversion habían hecho un escaneo detallado, y Dadab pudo ver que el casco ennegrecido del carguero había sido profundamente grabado, creando patrones bajo el metal brillante. «No, patrones no», pensó él, «imágenes».

Cada uno de los cuatro lados laterales de la nave exhibía una imagen dife-rente, con las apariencias de los alienígenas y los Kig-Yar. En la primera ima-gen, una de cada criatura apuntaba un arma al otro (el alienígena sujetaba algún tipo de rifle, el Kig-Yar una pistola de plasma). En la segunda, el aliení-gena había dejado caer su rifle y levantaba en alto un manojo de objetos re-dondos que se parecían a una fruta. En la tercera imagen, el Kig-Yar había arrojado a un lado su arma para aceptar lo que el alienígena ofrecía. Y en la

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cuarta, ambas criaturas se sentaron en lo que parecía ser un huerto. El alieníge-na sujetaba una canasta de fruta, y el Kig-Yar escogía serenamente.

–¡Una ofrenda de paz! –dijo Dadab excitadamente–. ¡No tienen quieren lu-char! –a medida que el holograma de la nave continuó dando vueltas, el Diá-cono señaló con el dedo a un contorno del planeta alienígena grabado en la esquina inferior derecha de cada lado del casco. Dos líneas cruzadas marcaban un punto en la mitad del mundo en una gran extensión de tierra, un poco mas abajo del ecuador–. ¡Y creo que aquí es donde les gustaría encontrarse!

–Aparentemente al amanecer –dijo Maccabeus, aumentando la magnifica-ción del depósito.

Ahora Dadab pudo ver que los grabados del planeta eran sombreados con una línea –una sombra que marcaba el pasaje del mundo hacia adentro y fuera de la noche. Atravesando perpendicularmente el ecuador, la línea se movía alrededor del planeta con cada imagen sucesiva hasta que interceptaba el punto propuesto para la reunión.

El Cacique reenfocó el proyector en el planeta. –Pero hay más. Ahora Dadab notó nuevos detalles. Había algún tipo de estructura en órbita

alta por encima del mundo. Dos delicados, arcos plateados sujetos a la superfi-cie por siete hebras doradas casi invisibles. Alrededor de la estructura habían centenares de símbolos rojos de contactos adicionales. El Diácono esperó que el mensaje de los alienígenas fuese sincero. Si estos contactos eran buques de guerra, entonces el Rapid Conversion estaba en serios problemas.

–No se preocupe, Diácono –dijo Maccabeus, sintiendo la preocupación del Unggoy–. No se han movido desde que llegamos. Y parecen ser iguales a la otra nave. Un simple remolque-carguero sin armas obvias –gesticuló con un dedo peludo–. Pero mire aquí… donde esos cables encuentran la superficie.

Dadab siguió el dedo del Cacique. Había una masa de pictogramas de Re-clamación aglomerados al pie de los cables. Pero cerca de estos había otro conjunto de símbolos Forerunner –un pictograma de un diamante verde bri-llante sobrevolando el sitio que los alienígenas habían sugerido para la reu-nión.

–Interceptamos una señal –continuó Maccabeus–. Y asumo que es una ba-liza… un indicador para la reunión –miró con ceño al diamante verde–. Pero nuestro Luminary hizo su propia valoración. Me gustaría que usted explicara eso.

–Es… difícil de decir, Cacique. Pero Dadab mentía. Sabia demasiado bien que uno de esos símbolos quería

decir ‘inteligencia’, otro ‘asociación’, y una tercera ‘prohibido’. Y por lo que respectaba al cuarto pictograma, el que brillaba intermitentemente de amarillo a azul en la punta del diamante...

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Dadab aclaró su garganta nerviosamente. –Si usted tuviera una biblioteca, entonces podría… –No tenemos –los ojos de Maccabeus taladraban los de Dadab–. Una de

muchas cosas necesarias que los Sangheili vieron adecuado negarnos. Me temo que debo confiar en su opinión experta.

–En fin. Déjeme ver… –Dadab analizó los pictogramas serenamente. Pero por dentro estaba temblando de miedo.

«¡Lo sabe! ¡Sabe todo lo que he hecho! ¡Y todo esto es solamente una trampa para obtener mi confesión!»

Pero entonces una pequeña parte, todavía racional, del cerebro del Diácono sugirió que era posible que el Cacique realmente no tuviera idea de qué quer-ían decir las imágenes, especialmente la que relampagueaba tan insistentemen-te. Era un símbolo arcano que sólo ciertos sacerdotes San'Shyuum y los semi-naristas Unggoy experimentados se molestarían en recordar. Y si Dadab no hubiera estado tan asustado, entonces se hubiese impresionado de sí mismo cuando comenzó a hablar:

–¡Por supuesto! ¿Cómo pude ser tan estúpido? ¡Estos Luminations sugieren un Oráculo!

Maccabeus retrocedió ante la baranda. Las feromonas de Tartarus y Vore-nus destellaron. Los otros Jiralhanae levantaron la vista de sus puestos de tra-bajo y lanzaron miradas furtivas hacia el holo tanque. Pero nadie habló, y por mucho tiempo el puente se llenó de silencio reverente.

–¿Es posible? –dijo Maccabeus finalmente, su voz era un susurro gutural–. ¿Un relicario y un Oráculo?

–¿A quién más le dejarían los Dioses para poner a salvo un tesoro tan espléndido? –contestó Dadab.

–Una observación sabia, Diácono –Maccabeus levantó una garra con pelo plateado y la colocó en la cabeza de Dadab.

Con un respingo de sus dedos el Jiralhanae, podría haber aplastado el cráneo del Unggoy. Pero Dadab esperó que el gesto fuera simplemente un signo del aprecio creciente del Cacique por su asistencia como ministro para los Unggoy del crucero y traductor para su invaluable Huragok. En ese mo-mento los miedos de Dadab comenzaron a desvanecerse.

–¡Hermanos! –gritó Maccabeus, encarando a su jauría–. ¡Estamos completa y verdaderamente benditos!

Alejándose del proyector, el Cacique arrojó hacia atrás su cabeza sin pelo y aulló. Instantáneamente, los otros Jiralhanae unieron sus voces al grito, crean-do un coro floreciente de joviales aullidos agudos que sacudieron el puente e hicieron eco por la via central del Rapid Conversion. Pero hubo un miembro de la jauría que no participó.

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–¿Está usted seguro... –preguntó Tartarus, entrecerrando los ojos en los ar-cos atados sobre el planeta– ...de que ésta no es una plataforma de armas? La cinética no se registrará sobre nuestros escáneres. Y es suficientemente grande para misiles

El aullido de la jauría disminuyó. Pero Tartarus continuó, ignorando el si-lencio incómodo.

–Deberíamos destruirlo y a todos los contactos cercanos. Nuestros puntos láseres deberían ser suficientes. No hay necesidad de mostrarles que tenemos cañones.

La falta de participación en el aullido era un desafío directo al dominio de Maccabeus. En su curso de vida, el Cacique había derramado sangre por ofen-sas menores. Pero se mostró absolutamente tranquilo cuando se volteó para encarar a su sobrino.

–Tus sospechas son apropiadas para tu puesto. Pero nosotros ahora rendi-mos testimonio a la divinidad tangible –Maccabeus dio a Tartarus un momento para apartarse del holo-tanque, mirar de frente a su Cacique, y darse cuenta de la proporción de su insubordinación, de su peligrosa postura–. ¿Si hay, enton-ces un Oráculo en este mundo, sobrino, responderemos su llamada de paz con violencia?

–No, Tío –contestó Tartarus–. No, Cacique. Maccabeus arqueó sus fosas nasales. El perfume enojado del joven Jiral-

hanae se estaba desvaneciendo, y sus glándulas ahora producían el perfume inconfundible de la sumisión deliberadamente.

–Entonces mantengamos nuestras armas efundadas –el Cacique colocó am-bas garras en los hombros de Tartarus y le dio una sacudida cariñosa–. No les daremos a estos alienígenas razón alguna para temernos. No hay razón para ocultar lo que buscamos.

Con eso, el Cacique empezó otro aullido. Esta vez Tartarus se dio prisa pa-ra integrarse al grupo, y antes de que Dadab lo supiese, él tambien estaba gri-tando de alegría junto con ellos, con sus delgados labios arrugados dentro de su máscara.

El Diácono no era tan tonto para pensar que en cierta forma se había hecho miembro de su jauría. Siempre sería un extraño. Pero era el Diácono del cruce-ro, y esto era motivo de celebración. A pesar de todos sus pasos en falso, y de todos sus miedos, Dadab finalmente había encontrado su llamado –su ministe-rio, y su manada.

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Capítulo Quince 11 de febrero 2525 Harvest Avery siempre había preferido operar antes del amanecer. Algo acerca de

la inevitabilidad del amanecer agudizaba sus sentidos –lo ponía más alerta. Respirando el aire fresco de lo que pronto sería un húmedo y caluroso día, Avery se preguntó si los extraterrestres compartían su preferencia. Suspiró. Esperaba que no lo hicieran. Se suponía que tendrían una charla pacífica. Pero en caso que las cosas salieron mal, quería todas las ventajas que pudiera obte-ner.

–¿Está cansado, Osmo? –No, sargento. –Sigue bostezando así, y te quitaré de la fila. –Sí, sargento. La milicia se hallaba reunida en los jardines botánicos de Harvest, el par-

que más grande del planeta después del centro comercial de Utgard. Situado a unos ciento cincuenta kilómetros al sureste de la ciudad capital, el jardín botá-nico era el más remoto y aún así, más majestuoso lugar que la Teniente Co-mandante al-Cygni pudo encontrar. Si hubiese sido por Avery, el encuentro se hubiera realizado más lejos –no sólo de Utgard, sino de cualquier núcleo de población. Pero el gobernador Thune estaba dispuesto a asumir el riesgo de testigos civiles a cambio de la grandeza escénica que se consideraba necesaria para la primera reunión de la humanidad con seres extraterrestres.

Y Avery tuvo que admitirlo: Los jardines eran bastante grandiosos. El parque se encontraba al pié del Bifrost, distribuido en tres niveles, el

más bajo era un campo de césped amplio y muy corto, que crecía muy cerca del precipicio. Allí el Bifrost sobresalía en un inusual promontorio –tallado por la fuerza del viento, ofreciendo vistas panorámicas de la llanura de Ida. Al norte del promontorio había una cascada, el espectacular final abrupto del río Mimir, que comenzaba en las tierras altas de Vigrond y pasaba justo al sur de Utgard. El agua clara del Mimir rodaba por entre las rocas hacia el turbio y lento Slidr: un río que seguía el contorno del Bifrost y vertía en el mar del sur de Harvest.

De pie en medio del nivel más bajo, Avery no podía ver las cataratas que se encontraban detrás de una fila de árboles de magnolia, pero podía oír el agua estrellándose contra las rocas, como un interminable repique –el toque de dia-na para un mundo que todavía no había despertado para atestiguar el gran peligro del encuentro.

Avery escrutó los rostros del escuadrón alfa del primer pelotón. Los doce reclutas estaban en dos líneas a ambos lados de una gran “X” hecha con luces

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de aterrizaje. Las bombillas brillantes estaban destinadas a servir como una confirmación visual del mensaje que Mack había grabado en el carguero para los alienígenas.

Los uniformes color oliva de los reclutas estaban recién planchados, y sus botas se veían lustrosas –no del todo beneficioso si hubieran querido camuflar-se con el terreno. Pero Avery sabía que todo era parte del plan de al-Cygni: Hacer que los alienígenas se sintieran bienvenidos, pero también hacerles ver exactamente con quienes estaban tratando.

La mano de Osmo se disparó hacia su boca, ahogando otro bostezo. Él y los otros reclutas habían estado despiertos la mayor parte de la noche, ayudan-do a Avery y Byrne escondiendo equipos de grabación en los árboles, e incluso un par de dispositivos ARGUS compactos.

–Suficiente, recluta. Retírese –Avery apuntó con el pulgar hacia el bosque de magnolias que bordeaba el extremo norte del campo. Escondidos en las rocas cubiertas de musgo y helechos, entre los árboles y el río, se encontraban los refuerzos del 1/A: Stisen y el resto de los reclutas del 2/A.

–Pero, sargen... –¿Pero qué? Las gruesas mejillas de Osmo se sonrojaron. –Este recluta quiere permanecer con su escuadrón –Osmo apretó la correa

de hombro de su MA5, tirando el arma contra su espalda–. ¡Quiere cumplir con su deber!

Avery frunció el ceño. Habían pasado menos de cuarenta y ocho horas des-de que el Capitán Ponder había dado la noticia de la llegada de los extraterres-tres luego el ejercicio en el complejo del reactor. El sargento había revelado el secreto, justo en medio de la cena de victoria de los reclutas: Unos alienígenas hostiles habían encontrado Harvest, y correspondía a la milicia hacer frente a la situación hasta que llegara la ayuda. El comedor de la guarnición se había silenciado tan deprisa que Avery pensó que los reclutas estaban a punto de desertar en ese mismo momento.

Pero en el silencio posterior al anuncio de Ponder, nadie se movió. Final-mente, el Capitán le preguntó a los reclutas si tenían alguna pregunta. Stisen había sido el primero en levantar la mano.

–¿Somos los únicos que lo saben, señor? –Más o menos. –¿Podemos decirle a nuestras familias? –Me temo que no. –¿Quiere que mintamos? –Stisen miró en derredor– Al igual que nos han

estado mintiendo a nosotros. Ponder extendió un brazo para mantener a Byrne en su asiento.

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–¿Si hubiera dicho la verdad, que estabamos esperando a los alienígenas y no a los rebeldes, habría habido alguna diferencia? ¿Se hubiese negado a ser-vir? Sus familias y sus vecinos están bajo el mismo peligro. Ustedes son la única protección que tienen –entonces, señaló a los sargentos–. Los hemos entrenado. Ya están listos.

Dass se levantó. –¿Para qué exactamente? Ponder indicó a Healy que apagara los tubos fluorescentes y encendiera la

pantalla que se encontraba en la pared. –Les diré todo lo que sabemos. La Teniente Comandante había recolectado buena información, y los reclu-

tas eran un público atento, especialmente durante el metraje de cámara del casco de Avery, con su lucha a bordo del carguero. Byrne se mantuvo estoico mientras re veía cómo uno de esos alienígenas en trajes presurizados, lo apuña-laba con la hoja de color rosa oscuro en su muslo. Lo mismo hizo Avery cuan-do se vio levantar la pistola M6 contra la barbilla de otro alienígena, y volar los sesos en el interior de su casco. Mientras el resto de las imágenes lo mos-traban ingresando al tubo de interconexión, persiguiendo a su enemigo en retirada, Avery notó la mirada de los reclutas en su dirección y los vio asentir con aprobación el uno al otro.

Avery no atribuyó sus acciones a la valentía. En retrospectiva, sabía que haber avanzado dentro de la nave alienígena había sido sumamente peligroso. Una parte de él deseaba que al-Cygni hubiese incluido todo el material, mos-trando la explosión de metano y la loca carrera de Avery lejos de la bola de fuego, aunque sólo hubiera sido para demostrar a los reclutas que a veces ser precavido era la parte más importante de ser valiente. Pero en cambio, el foto-grama final, fue el de la nave alienígena explotando en pedazos, mientras la corbeta de la Teniente Comandante se retiraba de la escena –un final victorioso que puso a los reclutas a murmurar emocionados mientras Healy encendía las luces.

Sólo más tarde, cuando el comedor se despejó, y los sargentos y el Capitán se pusieron manos a la obra para planear la mejor manera de asegurar los jar-dines, Avery se dio cuenta de porqué los reclutas habían estado tan optimistas: La presentación demostró que los alienígenas podían ser asesinados, mostró que Harvest podía estar a salvo con unos pocas balas bien situadas. Y si los reclutas tenían confianza en su entrenamiento, sabían que al menos podrían apuntar un rifle y disparar.

Desgraciadamente, algunos reclutas eran menos seguros que otros. De regreso a los jardines, cuando Osmo estalló en un escalofrío nervioso,

Avery puso una mano sobre el hombro del recluta y lo dirigió hacia los árbo-les.

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–Tenemos que dar una buena impresión, ¿entendido? –Sí, sargento. Avery dio una palmada a Osmo en la espalda, acelerando su retirada. –Bien. Sigue adelante. Mientras el decepcionado recluta comenzó a trotar hacia el norte, la voz de

Jenkins crepitó en el auricular de Avery. –Forsell tiene contactos en la termal. A las diez en punto y en lo alto. Avery escaneó el cielo del oeste. Pero no podía ver nada a simple vista. –¿Cuántos? –Dos –dijo Jenkins–. ¿Quiere que los marquemos? Bajo las órdenes de Avery, los francotiradores del primer pelotón habían

tomado posición en un domo invernadero en la parte oriental de los jardines –un edificio curvilíneo blanco, similar a aquellos del siglo XIX en la Tierra con un toque europeo. Por supuesto, lo que habría sido un marco de hierro fundido era ahora una red de titanio y en lugar de miles de hojas de vidrio, plástico irrompible. Sin embargo, en la cima de los jardines, el invernadero se veía tan imponente como aquellos que lo inspiraron.

–Negativo –respondió Avery–. Van a estar aquí muy pronto. Los tiradores se refugiaban en un balcón que rodeaba la cúpula central elíp-

tica del invernadero, dándoles una excelente vista de los jardines y el cielo. El equipo de miras de Forsell había sido equipado con un láser de orientación que podía marcar los dos contactos y generar datos de rango. Pero, de nuevo, la Teniente Comandante al-Cygni había sido muy clara: en la medida de lo posi-ble, los infantes de marina y sus reclutas debían reducir al mínimo el compor-tamiento que los alienígenas pudieran considerar como hostil. Tensando la correa de su propio rifle, Avery se preguntó de nuevo cuánto tenían en común, él y los alienígenas –y si éstos demostrarían ser igual de precavidos.

–La visita está en camino, Capitán –gruñó Avery a su micrófono de gar-ganta–. ¿Cómo está nuestro perímetro?

–El escuadrón Charlie no detecta nada –respondió Ponder. 1/C y 2/C se habían desplegado en la puerta de los jardines principales y su

salida a la autopista de Utgard, respectivamente. Los marines no esperaban tráfico (era un martes, y los jardines eran principalmente un destino de fin de semana), pero todo lo que necesitaban era un único sedán de algún madrugador amante de plantas para arruinar el secreto de la reunión. O peor aún, extender un pánico prematuro.

–¿Y nuestra fiesta de bienvenida? –preguntó el Capitán. Avery observó al resto de los reclutas del 1/A. –Preparados, señor. –Mantengan la calma, Johnson. Armas con seguro y al hombro. –Recibido.

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Por unos largos segundos no hubo charlas sobre el COM mientras todos en los jardines respiraban hondo. Avery escuchó el fluir del río Mimir. El ruido de las cataratas casi se silenció cuando las aves más entusiastas, comenzaron a despertar, y ahora chillaban desde el interior del bosque de magnolias. Al igual que la flora exótica del invernadero, las aves eran importadas –los estorninos y otras especies resistentes fueron llevadas a Harvest para ayudar a contener la población de insectos del planeta. Poco a poco, los gritos de las aves se vieron sobrepasados por un zumbido palpitante que creció en intensidad hasta que superó incluso el poderoso rugido del Mimir.

Avery miró hacia el cielo desde debajo de la visera de su gorra de servicio. En el brillo, vio dos sombras oscuras una detrás de otra, como tiburones mero-deando por las aguas poco profundas de un mar agitado por la tormenta.

–Sargento... –comenzó Jenkins. –Los veo –Avery ajustó su gorra– ¡Equipo! ¡Atención! Cuando el escuadrón 1/A se encuadró, un par de naves extraterrestres sur-

gieron de la niebla. Sus cascos púrpuras intermitentes, descendían hacia el Bifrost y luego comenzaron un amplio círculo alrededor de los jardines.

El diseño de las naves bifurcadas hizo pensar a Avery en dos contenedores de transporte, sujetos a una cabina común, pero moviéndose en sentido opues-to. A diferencia de las aeronaves humanas, las naves de descenso alienígenas ubicaban sus cabinas en la sección de popa. Avery podía ver una solitaria y evidente arma en cada nave: una torreta en forma de pelota, con un solo cañón, suspendido por debajo de la cabina. Las naves no tenían motores o hélices. Pero a medida que completaban su primer círculo, una de ellas desaceleró por sobre el promontorio, y Avery logró notar una ondulación en el espacio vacío entre los dos contenedores y supuso que debía basarse en una especie de cam-po anti gravedad para la elevación y propulsión.

–¡Paso atrás! –gritó Avery mientras la nave se precipitaba hacia el césped– ¡Va a necesitar más espacio!

Los reclutas retrocedieron enseguida y la nave se deslizó hasta detenerse justo encima de la X iluminada. Las bombillas parpadearon brevemente y se apagaron. La hierba se aplastó bajo la presión del campo invisible. Con un hormigueo en la piel, Avery vio cómo el agua condensada rodeaba el campo gravitatorio, definiendo su forma ovoide, sólo para caer en una débil lluvia cuando el se desactivó. La cabina curvilínea de la nave se posó en el césped, pero sus dos compartimentos quedaron flotando en paralelo al suelo.

–¡Formación! –gruñó Avery, y los reclutas del 1/A se movieron de nuevo a sus posiciones: dos líneas a ambos lados de la nave.

Uno de los compartimentos se abrió a lo largo de su borde inferior. El in-terior de la nave estaba en penumbra, y tomó un momento a Avery distinguir los tres alienígenas dentro.

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En parte esto se debió a que la armadura de las criaturas brillaba con el mismo tono opaco de las bandas de metal que los sostenían seguros y en posi-ción vertical. También debido a que estos alienígenas no eran como los que Avery había luchado a bordo del carguero. Esos últimos recordaban a Avery a unos reptiles en posición bípeda, pero los que ahora estaban moviéndose para liberarse de sus arneses frente a él parecían la cruza entre un gorila y un oso pardo; gigantes cubiertos de pelo, con los hombros tan anchos como la altura de un ser humano promedio, y con puños del tamaño de la cabeza de Avery.

–¿Señor? –a pesar de la humedad en el aire, Avery sintió la boca seca–. Es-to no es lo que esperábamos.

–Explíquese –respondió Ponder. –Son más grandes. Con armaduras. –¿Armas? Avery notó afiladas espinas que sobresalían de las placas de metal ceñidas

al pecho, hombros y muslos de los alienígenas. Estas serían mortales en un combate de cerca. Sin embargo, cada alienígena también tenía un arma robus-ta, de cañón recortado, sujeta al cinturón. Al principio Avery pensó que porta-ban cuchillos, pero luego se dio cuenta de que las cuchillas en forma de media luna estaban fijas en las armas como bayonetas, puntiagudas para apuñalar y curvas para rebanar. Avery decidió cuál de todos debía ser el líder alienígena –el de armadura dorada y casco con una cresta en forma de ‘V’ curvada hacia atrás, como dos hojas de sierra dentada– que cargaba un arma adicional: un martillo de mango largo con una cabeza de piedra que debía ser tan pesado como Byrne.

–Pistolas pesadas –dijo Avery–. Y un martillo. –¿Dilo de nuevo? –Un martillo gigante, señor. Lo lleva su líder. Ponder se silenció por un momento y luego prosiguió. –¿Algo más? Cuando el alienígena de armadura dorada avanzó hacia el borde del com-

partimento sus fosas nasales se agitaron. Miró hacia los árboles –directamente al escondite de los miembros del 2/A– y sus escoltas de armadura azul enseña-ron sus dientes caninos de gran tamaño, en reconocimiento del olor de los humanos, acompañándose de una serie de gruñidos.

–Deberíamos haber hecho una barbacoa... –murmuró Avery. –Repita. –Ellos no son vegetarianos, señor. Quizás deberíamos cambiar el menú. Hubo una pausa, mientras Ponder transmitía la información a la Teniente

Comandante al-Cygni y al Gobernador Thune. –No hay tiempo para eso, Johnson. Tráigalos.

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Avery no estaba al tanto de todas las discusiones sobre el protocolo entre al-Cygni y Thune –todo lo que habían decidido hacer para mantener a los visi-tantes felices. Pero Jilan le había dicho que el primer carguero que los aliení-genas habían atacado llevaba fruta, y que ella y Thune había acordado que podría ser un regalo de bienvenida apropiado. Simbólicamente, una ofrenda de frutas y verduras destacaba a Harvest como un mundo pacífico y agrario. Y esa oferta, de compartir el botín del planeta, era la base del mensaje de Mack.

Pero ahora –mirando el físico carnívoro de los extraterrestres y sus peligro-sas armas– estaba claro para Avery que no habían descendido a la superficie con la esperanza de encontrar una buena ensalada de frutas. Ellos querían algo más. Y se les veía preparados para tomarlo si alguien se oponía.

Avery dio un paso hacia la nave y se detuvo a pocos metros frente al alienígena de armadura dorada. La bestia imponente clavó sus ojos amarillos en él.

–Dass. Ven aquí –dijo Avery–. Tranquila y lentamente. El jefe de la escuadra salió de la formación y se detuvo al lado de Avery.

Moviéndose lenta y deliberadamente, Avery descolgó el BR55 de sus hom-bros, quitó el cargador, expulsó la solitaria bala de la cámara, y entregó tanto el arma como sus municiones a Dass. Los ojos del alienígena brillaron a cada paso del proceso de descarga. Avery extendió las manos vacías, interrumpien-do su actuación.

«O.K.» pensó «Su turno». Con una exhalación brusca, el alienígena de armadura dorada tomó su mar-

tillo por detrás de la cabeza. Deslizó el arma hacia arriba y sobre su hombro y luego se la tendió a su escolta de armadura azul. El otro alienígena parecía reacio a tomar las armas, y sólo lo hizo después de que el líder soltó un ladrido enfático. Entonces, imitando a Avery, estiró sus brazos peludos, dejando al descubierto sus uñas puntiagudas y ennegrecidas.

Avery asintió con la cabeza. –Dass. Retrocede. Cuando Dass hubo regresado a la formación, Avery puso una mano sobre

su pecho, y luego señaló abarcando todo el invernadero. Al-Cygni le había animado a mantener los gestos con las manos (y sus posibles insultos no inten-cionales) al mínimo. Pero Avery no necesitaba que se lo recordasen. Estaba bastante seguro de que los alienígenas ya se sentirían ofendidos por lo que él y Byrne le había hecho a su primer barco y tripulación, y sabía que agitar los brazos y accidentalmente hacer las señas de “que te jodan” no disminuiría su resentimiento.

De modo que siguió moviendo suavemente y señalando con su mano hasta que el alienígena de armadura dorada saltó fuera del compartimento, estreme-ciendo la hierba y hundiéndose unos buenos quince centímetros en el césped.

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Los milicianos de pie en el otro lado de la nave, que aún no habían visto a los alienígenas, dieron un paso atrás, nerviosos. Unos pocos parecían a punto de correr hacia los árboles.

–Quietos –gruñó Avery en su micrófono de garganta a medida que los es-coltas de armadura azul saltaron hacia el suelo.

Ahora que los tres estaban a la luz, Avery notó a través de los huecos en sus armaduras que cada uno tenía diferentes colores de pelaje. El pelo del líder era de color gris claro, casi plateado. Uno de los escoltas lo tenía de color marrón oscuro y el segundo parecía tenerlo de color canela. Este segundo es-colta era en realidad un poco más alto y más musculoso que el líder, pero Ave-ry sabía que esto era un poco como comparar dos modelos de tanques de bata-lla, uno podría pesar más que el otro, pero ambos podrían arrasar con los reclu-tas del 1/A por igual.

Pero por ahora, las criaturas parecían estar a gusto. El líder colocó la palma de una mano peluda sobre su placa pectoral, señaló a Avery, y luego al inver-nadero. Avery asintió con la cabeza y luego el extraño cuarteto avanzó por el césped en dirección a una breve escalera de granito que conducía al centro del jardín del primer nivel, con Avery a la cabeza, luego el alienígena con armadu-ra dorada y luego sus dos escoltas.

–Estamos en movimiento –susurró Avery a su micrófono–. Hasta ahora to-do bien.

En la parte superior de la escalera, un camino de losas cortaba hacia el este, a través de un bosque de cerezos y perales florecientes. Los árboles habían florecido hacía semanas, y sus flores ya comenzaban a caer sobre las irregula-res piedras del sendero. Los extraterrestres avanzaban pesadamente pisando los pétalos de color rosa y amarillo, que se aferraban a sus anchos pies descalzos, provocando agujeros en la alfombra de pétalos ya de por sí bastante desigual. Por desgracia, el dulce perfume de los pétalos hacía poco para ocultar el olor a almizcle de los extraterrestres. El poderoso olor hizo a los nervios de Avery tensarse aún más, y se preguntó si los dispositivos ARGUS estarían registrán-dolo.

A mitad de camino hacia otra escalera que lleva hasta el invernadero, el sendero se amplió para dar cabida a una fuente rectangular a nivel del suelo. Sus chorros usaban un temporizador automático y aún no se habían activado. Por ahora, el agua poco profunda estaba calmada y lisa como un espejo, y cuando Avery guió a los alienígenas a lo largo del borde sur de la fuente, vio el reflejo en el agua de la segunda nave alienígena –trazando un amplio giro por encima de los árboles. Ahora la nave se movía más despacio que en su aproximación al punto de reunión, y difícilmente se podía diferenciar el sonido de su motor del fluir del río.

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Subiendo por la segunda escalera, Avery vio a los escuadrones bravo de ambos pelotones, dispuestos en filas escalonadas ante el invernadero. Entre ellos y la escalera –en el centro del nivel superior– había una gran mesa de roble cubierta por una tela blanca y limpia, y sobre esta, una generosa cesta de frutas. Avery dio unos pasos hacia la mesa, y se volvió encarando a los extrate-rrestres, con las palmas levantadas en señal de detenerse. Pero las bestias22 blindadas ya se hallaban de pié, esperando. Los tres estaban mirando en direc-ción al invernadero, desde donde la delegación de la humanidad estaba salien-do: Thune, Pedersen, Ponder y al-Cygni con el sargento Byrne cerrando la comitiva.

Pedersen llevaba su traje de lino gris habitual, mientras que el gobernador llevaba un seersucker de color amarillo y blanco, parecido al que había usado para la celebración del solsticio. Como de costumbre, el físico del Gobernador hizo tensarse a las costuras de su traje, haciendo que se pareciera más al agri-cultor que había sido que al poderoso político que esperaba semejar. Pero a pesar de estirar el tejido, Thune se adelantó –con el pecho inflado y los hom-bros hacia atrás–, un ritmo que demostraba que el trío lo intimidaba tanto co-mo si fuesen un puñado de congresales de Harvest.

El Capitán y la Teniente Comandante lucían uniformes de gala y gorras, él llevaba el azul marino de la Infantería de Marina y ella vestía el uniforme blanco. En un esfuerzo por ayudar a los alienígenas a diferenciar los géneros, al-Cygni había optado por una falda hasta la rodilla. Igual que Avery, Byrne llevaba sus ropas de batalla y la misma mirada seria ante el cambio de expecta-tivas: Esos no eran los enemigos que esperaban. Los ojos azules del alto ir-landés iban de arriba para abajo, ocultos tras la visera de su gorra, evaluando rápidamente las armas y armaduras de los alienígenas.

–Gracias, sargento –dijo Thune–. Yo seguiré desde ahora. –Sí, señor –respondió Avery. Giró sobre sus talones y se dirigió a la parte delantera de la mesa, donde se

reunió con Jilan. Byrne tomó posición en la esquina noroeste, flanqueando a Ponder. Pedersen se paró entre Thune y la mesa, con una gran tableta COM bajo el brazo.

–Bienvenidos a Harvest –dijo Thune fuerte y claramente–. Yo soy su líder –tocó su pecho–. Thune.

El alienígena de armadura dorada resopló. Pero no hizo indicación alguna sobre su especie, rango, o nombre –o quizá simplemente quería que el gober-nador siguiera adelante con su introducción inentendible.

A pesar de la barrera del idioma, al-Cygni había pensado que era prudente tratar un poco de comunicación, al menos verbal, aunque sólo fuera para gra-

22 Bestia, en inglés, se escribe ‘Brute’, de allí su nombre in-game.

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bar algo del lenguaje de éstos en el registro para su posterior análisis. Thune había insistido en ser él quien hablara, y aunque la Teniente Comandante se mostró de acuerdo, se tomó el trabajo de aclarar que la brevedad era clave, y que lo peor que podía hacer era frustrar a los extraterrestres hablando demasia-do.

El gobernador esperó, dándole al líder una oportunidad de hacer algunas observaciones iniciales por su propia cuenta. Pero no dijo nada. Thune estaba a punto de lanzar una introducción extendida cuando al-Cygni tosió. Avery percibía, al igual que Jilan, que los extraterrestres no tenían mucha paciencia. Mientras que el de armadura dorada demostraba su disciplina para mantenerse enfocado en Thune mientras hablaba, su pelaje había comenzado a erizarse. Y Avery no podía estar seguro, pero el más bajo de los escoltas parecía haberse puesto mucho más inquieto.

Thune lanzó una mirada molesta contra al-Cygni, pero luego hizo un gesto a Pedersen para que se adelantara. El Fiscal General retiró la tableta COM de debajo de su brazo y se la tendió a los alienígenas. Un momento después, una versión orquestada del himno de Harvest tronó desde los altavoces de la tableta y un vídeo de presentación llenó la pantalla. Avery había visto la presentación la noche anterior, una adaptación de la introducción oficial del planeta que había visto durante su descenso inicial de la Tiara. Aunque éste carecía de la narración de Mack, contenía material similar: JOTUNs trabajando en el cam-po, góndolas de carga descargando en los contenedores, familias disfrutando de sus comidas, y un montaje de clips que le daban una buena visión de la vida en Harvest y evitaban cualquier insinuación de que podía haber otros mundos como ése.

La presentación se prolongó durante algún tiempo. Pero Avery sabía que no era realmente para disfrute de los alienígenas. En ese preciso momento, Mack –quien estaba vigilando con todo su equipo a través de un poderoso retransmisor escondido en el invernadero– estaba manipulando la presentación para probar las reacciones de los alienígenas. ¿Los JOTUNs los intimidaban? Y si era así, ¿cómo se manifiestaba en el lenguaje corporal? Avery había traba-jado con suficientes agentes de la ONI para saber lo mucho que se concentra-ban en la recopilación de una buena inteligencia, y estaba seguro de que Jilan había dado a la IA una larga lista de preguntas.

Pero cuando Avery vio a la segunda nave surcando el cielo sobre los jardi-nes, desapareciendo brevemente detrás de las copas de los árboles del norte para reaparecer poco tiempo más tarde, se preguntó por cuánto tiempo iba a permitir al-Cygni que el experimento se ejecutara. Después de que los aliení-genas aguardaron de pié durante unos cinco minutos, la Teniente Coronel se quitó el moño que sujetaba su pelo negro por sobre el cuello: una señal disimu-lada para que Mack, mirando a través de sus cámaras, detuviera la reproduc-

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ción. Un momento después, el interminable himno de Harvest se desvaneció, poniendo fin a la representación. Pedersen puso la tableta COM de nuevo bajo su brazo.

El alienígena con armadura dorada gruñó a su escolta más bajo, quien sacó una lámina de metal pequeña y cuadrada que tomó de su cinturón. El líder tomó la lámina y se la entregó a Thune. Sonriendo amablemente, el Goberna-dor estudió la oferta. Un momento después, sonrió a su Procurador General.

–Mira esto, Rol. ¿Ves la imagen? ¡Igual a lo que hicimos al carguero! –Creo que esto es un pedazo del carguero. –¿Pero ves lo que grabaron? Pedersen estiró el cuello para ver mejor. –Quieren comerciar. –¡Exacto! –Gobernador –dijo Jilan–. Si me lo permite. Thune dio un paso atrás y le entregó la lámina de metal a Jilan. Avery es-

tiró el cuello por sobre su hombro para echar un vistazo también. Realmente era una pieza de titanio tomada del casco del carguero –un cua-

drado perfectamente cortado. La imagen estaba dominada por dos figuras, ambas talladas de manera más realista que las que había hecho Mack. Una de ellas era claramente el alienígena, con armadura dorada, llevando un martillo en su espalda y un casco con la misma cresta en forma de ‘V’. El ser humano parecía masculino, pero podría haber sido de cualquier género. Para sorpresa de Avery, el hombre estaba ofreciendo lo que parecía ser un melón grande con una cáscara irregular y de varios colores. Thune debía haber hecho la misma conexión, ya que hurgó en el interior del cesto y extrajo un melón grande y maduro. Sonriendo aún más que antes, caminaba con la fruta encarando al líder alienígena y se lo presentó con una inclinación.

–Por favor, tome –dijo el Gobernador–. Podemos darle muchos más. El alienígena palmeó el melón y lo olió cautelosamente. Thune había co-

menzado a hablar sobre las virtudes del comercio entre especies, cuando Jilan volteó la lámina de metal grabada con el mensaje. Avery vio la piel de su cue-llo desnudo erizarse.

–Gobernador, ellos no quieren comida. –No esté tan segura, Comandante. Creo que este está a punto de probar un

bocado. –No –dijo Jilan manteniendo un tono controlado–. Mire. Y Avery también lo hizo. En el otro lado de la lámina había una vista am-

pliada del melón, que ahora que se daba cuenta, era un mapa de Harvest, cen-trado en Utgard. Lo que Avery había pensado que eran texturas en la corteza de un melón eran en realidad los detalles de la superficie del planeta: líneas maglev y carreteras que salían de los principales asentamientos. Los alieníge-

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nas habían hecho un estudio completo y añadieron algún tipo de notación tam-bién.

Símbolos adornados estaban dispersos por todo el planeta. Cada símbolo era idéntico, y consistía en dos círculos concéntricos con curvas interconecta-das. Avery no tenía idea de lo que representaban los símbolos, pero ello no era lo importante. Jilan hizo públicas sus propias ideas:

–Ellos están buscando algo específico. Algo que creen que les pertenece –Thune miró la lámina, haciendo todo lo posible para mantener una sonrisa diplomática Jilan se volcó hacia atrás y adelante–. Gobernador –dijo en un susurro–. Ellos quieren que les demos todo el planeta.

En ese momento, el líder alienígena ladró y extendió el melón de regreso a Pedersen.

–No, no –el Procurador General levantó sus manos y dio un paso atrás–. Quédeselo.

El extraterrestre ladeó la cabeza y volvió a ladrar. Ahora Avery estaba se-guro de que el olor a almizcle que emanaba del escolta más bajo se había vuel-to más poderoso. Avery arrugó la nariz, que se le estaba llenando con hedor a una mezcla entre vinagre y alquitrán. Luchó contra las ganas de tomar la pisto-la M6 que llevaba enfundada en la cadera. En ese momento, una ráfaga corta de un MA5 hizo eco desde el nivel inferior de los jardines. Si se trató de un disparo accidental o del comienzo de un tiroteo, Avery no lo supo. Pero en el breve silencio que siguió, se oyó el aullido ronco de un alienígena, proveniente de los árboles que rodeaban el curso del río.

Después de eso, las cosas sucedieron muy rápidamente. El escolta más alto tomó la pistola de su cinturón antes de que Avery pu-

diera prepararse o Byrne pudiera tomar el rifle de batalla que colgaba en su hombro. El arma con sus hojas afiladas se levantó, y un pico brillante de metal, encendido como el magnesio ardiente23, penetró en el pecho de Pedersen. El Fiscal General soltó el melón y la tableta COM, y cayó de rodillas, abriendo y cerrando la mandíbula como un pez fuera del agua. Había sido el que estaba más cerca del alienígena de armadura dorada –la desafortunada víctima de la proximidad.

Los sargentos devolvieron el fuego, cada uno a los escoltas más cercanos a sus posiciones –Byrne contra el más alto y Avery contra el más bajo. Pero las balas no tuvieron ningún efecto en la armadura de los alienígenas. De hecho, ni siquiera los tocó. Cada ronda fue desviada por escudos de energía invisible que seguían el contorno de sus armaduras, y brillaban con cada impacto.

–¡Abajo! –le gritó Avery a Thune, al mismo tiempo que el escolta más bajo lanzó el martillo de regreso a su líder.

23 El magnesio, cuando logra ser encendido, desprende luz.

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A continuación, tackleó a Jilan, empujándola al suelo. En sólo un instante, el gigante de cabellos plateados había levantado el

martillo por sobre su cabeza, listo para dar un fatal golpe cruzado. Thune hubiese resultado decapitado limpiamente si el Capitán Ponder no lo hubiera empujado fuera del trayecto y recibido el golpe él mismo. El martillo golpeó el brazo protésico del Capitán y lo envió dando vueltas por el aire. Cayó al norte de Byrne y se deslizó unos veinte metros en el césped resbaladizo por el rocío.

Ahora, el escolta más bajo sostenía su pistola en alto. A medida que la cria-tura apuntó a Avery, éste abrazó a Jilan –escudando su cuerpo más pequeño con el suyo. Tuvo un momento para reflexionar sobre el anuncio del Capitán acerca de que sus reclutas estaban listos. Preparados para decidir entre la vida y la muerte en una fracción de segundo, tomando las decisiones rápidas que demandaban las situaciones de combate, cuando oyó el agudo resonar triple del BR55 de Jenkins. El escolta más bajo aulló con sorpresa cuando una ráfaga de plomo le arrancó su casco, empujando su gran cabeza hacia atrás. Entonces todo lo que Avery pudo oír fue el chasquido de las balas pasando sobre sus cabezas cuando los veinticuatro reclutas de los escuadrones bravo abrieron fuego, totalmente automático.

Salpicado por múltiples impactos, el escolta bajo dio un paso atrás, inesta-ble. Retrocedía de izquierda y derecha, como si luchase contra una nube de abejas invisibles. A continuación, sus escudos de energía colapsaron con un flash y un chasquido fuerte, y su armadura comenzó a emitir humo cian y chis-pas, mientras docenas de rondas más impcataban contra su desprotegida arma-dura.

Ahora era el turno de los extraterrestres para protegerse. El líder se lanzó hacia su escolta más bajo, dando la espalda hacia el invernadero. Su armadura dorada debía tener escudos más fuertes, ya que incluso con el fuego combina-do de los escuadrones bravo no lograban hacerlos caer. El escolta más alto lanzó un fuerte rugido y se inclinó desafiante en dirección a los reclutas de norte a sur, cubriendo al líder, que ya estaba ayudando a su compañero herido. El alienígena se dirigía cojeando a las escaleras que lo llevarían al segundo nivel. Avery no estaba seguro de cuántos de los reclutas habían sido golpeados –si sus gritos eran por heridas frescas o por un exceso de adrenalina.

–¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! –gritó Byrne. Los reclutas habían estado disparando directamente sobre sus cabezas. Al-

gunos de sus disparos habían golpeado un poco demasiado cerca. –¿Está bien? –preguntó Avery, levantándose del suelo con los puños y des-

cubriendo a Jilan –¡Ve! –dijo–. Estoy bien.

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Pero se veía un poco asustada. Se veía igual que aquel día en el hospital, con otra ruptura temporal en su fachada imperturbable. Esta vez todo lo que Avery hizo fue asentir.

–Uno-alfa: repliéguense –gritó Avery, poniéndose de pie–. ¡Aléjense de esa nave! –escuchó el pulso de un arma de energía y supo que la torreta de la pri-mera nave se había activado, incluso antes de encarar hacia el sur y ver las brillantes rayas azules de plasma arrasando con el césped del nivel inferior, creando fuego de cobertura para los alienígenas en retirada.

–¿A dónde demonios vas? –gritó Byrne cuando Avery pasó corriendo a su lado.

–¡Río! –¡Voy contigo! –¡Negativo! ¡Atrae el fuego de la torreta mientras yo flanqueo! –¡Bravo! ¡Avancen! –gritó Byrne– ¡Healy! ¡Mueve el culo hasta aquí! Avery vio al médico corriendo precipitadamente desde el invernadero,

detrás de los reclutas que cargaban hacia delante, tratando de asistir a Ponder, con un kit médico en la mano. El Capitán se quitó de encima a Healy, dirigién-dolo con señas para que revisara a Pedersen, ahora inmóvil y acurrucado en el suelo. Para entonces, Avery se encontraba esprintando en dirección a los arbo-les.

–¡Stisen! ¡Informe! –gritó a su micrófono. –¡Recibiendo fuego, sargento! –la estática distorsionó la voz del lider del

escuadrón 2/A– ¡Allí! ¡Por allí! –gritó a uno de sus hombres. –¡Resistan! –saltó por sobre un montón de rocas en el nivel central de los

jardines– ¡Estoy en camino! Avery corrió tan rápido como pudo, sorteando piedras y escabulléndose en-

tre cerezos y perales. Respirando pesadamente, atravesó la última de las ramas floridas, y se detuvo en seco, empujando su cadera hacia atrás y agitando los brazos para no perder el equilibrio. Si hubiera ido un poco más rápido habría caído al río. Allí, en el borde de los jardines, el Mimir había erosionado pro-fundamente el terreno, creando una serie de piscinas descendentes naturales. Estos anchos depósitos de piedra caliza se encontraban llenos de agua blanca que se hacía más turbulenta cuanto más se acercaba al borde de la catarata.

Avery recuperó el equilibrio, y la segunda nave apareció desde la otra ori-lla, deteniéndose al otro lado de la piscina más cercana. Siguiendo el movi-miento descendente de la nave con su mirada, Avery descubrió a otro de los gigantescos alienígenas –este llevaba una armadura de color rojo y un pelaje negro–, emergiendo de entre los árboles de magnolia en el nivel más bajo de los jardines. Éste también llevaba una pistola con dos cuchillas a modo de bayoneta, y la estaba utilizando para proteger la retirada de un grupo de criatu-ras más bajas, de piel gris, y con mochilas cónicas de color naranja. Avery vio

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destellos de MA5 entre los árboles. Sin embargo, el alienígena de armadura roja desató rápidamente una salva de picos ardientes en respuesta, para acallar a cualquier recluta que hubiese tenido la valentía de disparar.

Avery levantó su pistola y vació el cargador. Sabía que sus rondas no atra-vesarían los escudos del extraterrestre, pero lo único que quería era llamar la atención de esa cosa y así evitar que lastimara a sus reclutas.

Los disparos de Avery brillaron inofensivamente contra su espalda, y el alienígena se dio vuelta. Pero para entonces Avery ya estaba corriendo hacia el sur, en busca de la seguridad de una roca. Recargó y se deslizó alrededor de la piedra, con la esperanza de matar a uno de los alienígenas más pequeños. Pero la mayoría de ellos ya estaban a bordo de la nave. Un rezagado tropezó entre los árboles. Uno de sus brazos colgaba inmóvil de sus hombros, y parecía herido. Avery estaba a punto de acabarlo cuando el extraterrestre de armadura tomó a su compañero herido por la nuca, le quitó su máscara, y lo arrojó al agua arremolinada. La criatura se hundió bajo la superficie y salio a flote más tarde, luchando por su vida, aferrándose a un par de tubos conectados a su silbante tanque, antes de caer a la siguiente piscina y ser empujado hacia las cataratas.

Mientras este inesperado fratricidio era llevado a cabo, la torreta de la se-gunda nave entró en acción, y Avery pronto se encontró a sí mismo arrojándo-se de regreso tras la roca para cubrirse de los pernos de plasma entrantes. Ave-ry apretó su mandíbula al máximo a medida que los gases ionizados golpeaban el otro lado de la roca que lo cubría. Pero después de unos segundos, la torreta dejó de disparar. Avery escuchó el gemido de motores anti-gravedad, signifi-cando que la nave de descenso se disponía a salir de la atmósfera. Cuando salió de detrás de la roca, todos los extraterrestres se habían ido.

–¡Alto al fuego! –gritó Avery mientras se acercaba a las magnolias del otro lado de la piscina– ¡Voy para allá!

Detrás de él, podía oír los estruendos de los rifles de los escuadrones de bravo, disparando a la primera nave que ya levantaba vuelo.

–¿Qué pasó? –Gruñó Avery a Stisen mientras se acercaba a un grupo de re-clutas del 2/A observando algo.

Los hombres se encontraban apiñados sobre una superficie de granito cu-bierta de musgo. Las rocas estaban salpicadas de agujeros que contenía los restos aún brillantes de los proyectiles del alienígena de armadura roja. Algu-nos fuegos humeantes aún ardían en los helechos de los alrededores, donde algunas de las rondas había rebotado.

–¿Qué pasó? –preguntó Avery de nuevo. Pero ni Stisen ni ninguno de su equipo dijo una palabra. La mayoría de

ellos ni siquiera se molestaron en devolverle la mirada a Avery.

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El combate había llenado a Avery con adrenalina, y estaba a punto de per-der los estribos cuando se dio cuenta de lo que los reclutas estaban mirando. Le tomó un momento reconocer que aquello esparcido sobre el granito era el cuerpo salvajemente destrozado de un ser humano. Y no fue hasta que se arro-dilló junto al cadáver que reconoció el regordete y juvenil rostro de Osmo, marcado con rayas de su propia sangre. El recluta se hallaba bifurcado a la altura del vientre.

–Se lo dije: aléjate del campo abierto –Stisen tragó saliva–. No quería que se lastimara.

Avery apretó la mandíbula. Pero sabía que no había forma en que el líder de escuadrón hubiera previsto que la segunda nave se posicionaría detrás de ellos, sobre el río, y liberaría un equipo de respaldo.

–¿Lo vieron recibir el golpe? –preguntó Avery. Stisen negó con la cabeza. –No. –Fue uno de los pequeños –susurró Burdick. Sus ojos permanecían fijos en

los órganos desparramados de Osmo–. Lo arrojó al suelo. Lo destrozó. –Yo lo escuché disparar –dijo Stisen–. Pero ya era demasiado tarde. Avery se puso de pie. –¿Alguna otra víctima? Stisen negó con la cabeza una vez más. –Byrne. Responde –gruñó Avery. –El Capitán está herido muy mal. Los escuadrones bravo tienen tres heri-

dos, uno grave. Dass dice que sus muchachos están bien. –¿Thune? –No está para nada contento. Pedersen ha muerto. –Lo supuse. –Es mejor retirarnos, Johnson. Los hijos de puta podrían regresar. –De acuerdo –Avery bajó la voz–. Voy a necesitar una bolsa. –¿Quién? –Osmo. –Mierda –escupió Byrne–. Está bien. Le diré a Healy. Avery se quitó la gorra y se pasó la mano por la frente. Observando de cer-

ca al recluta se dio cuenta de que aún sostenía su MA5 con su mano derecha apretada. El sargento se alegro de que Osmo hubiera visto a su atacante y de que tuvo la oportunidad de caer devolviendo el fuego. Los disparos del rifle de Osmo habían alertado a sus compañeros del peligro, salvando sus vidas, inclu-so perdiendo la suya. Avery trató de no sentirse culpable por lo sucedido. Al igual que Stisen, había hecho lo que pensaba que era lo mejor. Osmo sencilla-mente había sido el primer recluta en caer. Avery espero que tambien fuese el

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último, y se armó de valor contra el conocimiento de que los extraterrestres habían comenzado una guerra, y que habría muchas más víctimas por venir.

* * *

Maccabeus dejó caer el martillo sobre el piso de la bahía de tropas. Ese era

el ‘Puño de Rukt’, una antigua arma pasada de un cacique al de la siguiente generación del clan de Maccabeus. Merecía mayor respeto. Sin embargo, Mac-cabeus estaba demasiado preocupado por Licinus para perder el tiempo con protocolos ceremoniales. Sus antepasados lo entenderían.

–¡Vorenus! ¡Date prisa! –gritó él, tratando de enderezar a Licinus. El Spirit se sacudió violentamente, internándose de regreso en el cielo

brumoso, e incluso al poderoso cacique le resultó difícil sostener en posición al ahora inconsciente miembro de su tripulación contra la pared interior de la bahía.

Vorenus regresó a la bahía, sujetando un dispositivo portátil de primeros auxilios. Colocó la caja octogonal a los pies de Licinus y luego lo mantuvo en posición, mientras que Maccabeus apretaba las bandas de restricción que suje-taban sus piernas y brazos. Los Spirits Sangheili poseían sofisticados campos de estasis que inmovilizaban a sus guerreros en la posición correcta. Sin em-bargo, esta tecnología había sido negada también, y Maccabeus tuvo que im-plementar una solución más básica.

–¡Dame una compresa! –dijo Maccabeus quitando la armadura pectoral de Licinus.

La armadura tenía una grieta por la mitad, de donde manaba sangre de co-lor rojo oscuro. Una vez que Maccabeus quitó la placa y apartó el pelaje marrón de su pecho, notó dos orificios hinchados. Los proyectiles de los alienígenas habían penetrado uno de los pulmones de Licinus, haciéndolo colapsar.

Vorenus le entregó una malla delgada de color bronce. Correctamente co-locado, el material formaría un sello parcial sobre sus heridas, permitiendo que el aire escapara cuando inhalase, pero manteniéndolo fuera mientras exhalaba; siempre y cuando su pulmón no estuviese muy dañado, volvería a inflarse. La malla también contenía un coagulante que ayudaría a evitar que el joven Jiral-hanae perdiese más sangre. Cuando se encontrasen de regreso en el Rapid Conversion, Maccabeus dejaría que el sistema automático de cirugía hiciera el resto.

«Si lo logramos», se gruñó a sí mismo el Maestro de Nave cuando el Spirit se sacudió a estribor, ejecutando una maniobra evasiva. Hasta ahora, los alienígenas no habían activado sus defensas anti-aéreas, pero Maccabeus esta-ba seguro de que lo harían. Las armas de los alienígenas eran bastante crudas –

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no mucho más sofisticadas que las de los Jiralhanae en su primer contacto con los San'Shyuum. Pero debían tener misiles o algún otro sistema de armas, o su planeta estaría indefenso. Y Maccabeus dudaba que los alienígenas fueran tan tontos como para permitir eso.

–¿Tío? ¿Está usted herido? –la voz de Tartarus estalló en la unidad de co-municación de Maccabeus.

–No, no lo estoy –el Cacique agarró la nuca de Vorenus–. Vigílalo –dijo, mirando hacia Licinus. Vorenus asintió con la cabeza– ¿Lograron reclamar alguna reliquia? –preguntó Maccabeus, poniéndose de rodillas y tomando el Puño de Rukt.

–No, Cacique. Maccabeus no pudo evitar lanzar un bufido enojado. –¡Pero la Luminary mostraba decenas de objetos sagrados, todos muy cer-

canos entre sí! –No encontré nada, excepto sus guerreros. Maccabeus se dirigió a la cabina del Spirit, con su mano libre guiándolo

por la pared de la bahía para mantenerse firme, mientras la nave continuaba su agudo ascenso.

–¿Hicieron una búsqueda minuciosa? –Los Unggoy se pusieron demasiado ansiosos y rompieron filas –contestó

Tartarus–. Perdimos el factor sorpresa al instante. –Diácono –ladró, entrando en la cabina–. Dime que tienen mejores noti-

cias. Otro Jiralhanae llamado Ritul, que aun era demasiado joven para ganarse

su sufijo masculino ‘us’, controlaba la nave de descenso. Maccabeus hubiera preferido un piloto con más experiencia, pero con un total de cinco Jiralhanae en los dos Spirits, tuvo que mantener algunos de sus mayores y más experi-mentados miembros de la tripulación en el Rapid Conversion en caso de emer-gencia.

–Los sensores registraron una gran cantidad de tráfico de señales durante el encuentro –la voz apagada de Dadab, que había permanecido en el puente del crucero, chirrió por la unidad de comunicación de la cabina–. La Luminary analizó los datos y lo confirmó… –entonces, después de una pausa–. ¡Un Orá-culo, como lo sospechamos!

–¡Alabados sean los profetas! ¿Dónde? –Las señales se originaban en el edificio de estructura metálica blanca. «¡Tan cerca!» se quejó el Maestro de Nave, «¡De no haber sido por los

Unggoy, podría haberle puesto las manos encima!» Pero sofocó su decepción rápidamente. Sabía que solo los profetas tenían acceso al Oráculo sagrado en High Charity, sabía que era arrogante y codicioso de su parte. Pero no era un pecado sentir orgullo por el mensaje que ahora se sentía obligado a entregar.

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–Envien un mensaje al Viceministro –dijo Maccabeus, hinchando el pecho bajo su armadura dorada–. El relicario es aún más rico de lo esperado ¡Un segundo Oráculo, que habla por los dioses mismos, ha sido encontrado!

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Capítulo Dieciséis High Charity, últimas horas, 23ava Era de la Duda. Normalmente, las noches en la cúpula principal de High Charity eran muy

tranquilas. A veces el clamor gutural de las oraciones nocturnas de los Unggoy se filtraba desde los distritos más bajos, pero por lo demás las torres eran bas-tante tranquilas. Los San'Shyuum adoptaban estas torres flotantes como sus hogares, y preferían pasar las horas entre la puesta y la salida del sol descan-sando o en contemplación silenciosa.

«No esta noche» pensó Fortitude. La silla del ministro estaba suspendida inmóvil entre dos barcazas antigravedad vacías, flotando cerca de una de las tres patas de soporte del gigantesco Dreadnought Forerunner. El disco lumino-so de la cúpula brillaba débilmente, simulando una luz de luna, que no lograba calentar el aire. Fortitude acomodó sus túnicas de color rojo para abrigar sus hombros, y se quedó mirando la conmoción poco frecuente que estaba toman-do lugar en las torres. Las luces brillaban en los jardines colgantes de los edifi-cios. Grupos de San'Shyuum alegremente vestidos se deslizaban de una fiesta a otra. Había música en la brisa: melodías de triunfo compuestas por instrumen-tos de cuerdas y campanas. Aquí y allá, los fuegos artificiales crujían, lanzando chispas contra la oscuridad reinante.

Todo esto indicaba un momento decisivo, que sólo sucedían una o dos ve-ces por cada Edad. Esa noche, todas las mujeres San'Shyuum con la suerte de haber tenido hijos los enseñaban con orgullo al mundo. Y en cuanto a lo que sabía Fortitude, los números eran particularmente buenos. Aunque él nunca había deseado un sucesor –a pesar de toda la carga de su trabajo– mostró una sonrisa satisfecha.

Había un poco más de veinte millones de San’Shyuum en el Covenant. No era un número tan impresionante comparándolo con los billones que eran las demás criaturas adheridas a la fé. Pero era un número significativamente más grande que los apenas miles de individuos que habían abandonado su distante mundo hogar hacía mucho.

Los ancestros de Fortitude se habían separado del resto de su raza por la misma razón que los llevaría más tarde a enfrentarse contra los Sangheili: profanar o no las reliquias Forerunner para comprender todo su potencial. En el debate interno de los San’Shyuum, el Dreadnought había sido tomado como símbolo clave para ambas facciones –un objeto al que los muchos Estoicos no querían entrar, y al que los pocos Reformistas se desesperaban por explorar. Durante el clímax del conflicto fraticida, los Reformistas mas extremos se infiltraron en el acorazado Forerunner y establecieron una barricada dentro. Mientras los Estoicos debatían qué hacer a continuación (no podían destruir

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aquello que reverenciaban), los Reformistas activaron la nave y levantaron vuelo –arrancando un pedazo de planeta con sigo.

Al principio, los Reformistas estaban extasiados. Habían sobrevivido y además lograron escapar con el premio mayor. Aceleraron fuera de su sistema hogar, burlándose de las amargas transmisiones de los Estoicos –acerca de que los dioses los condenarían por tal herejía. Pero entonces, los Reformistas hicie-ron un conteo, y se dieron cuenta con horror de que estaban condenados. El problema era la limitación de sus genes. Con solo unos mil individuos en su población, la endogamia se convertiría pronto en un tema muy serio. La crisis se veía agravada porque, aún en condiciones ideales, los embarazos San’Shyuum eran inusuales. Las mujeres eran generalmente fértiles, pero solo en cortos y separados periodos de tiempo. Para estos primeros Profetas a bordo del Dreadnought, la reproducción se volvió enseguida un tema cuidadosamen-te controlado.

–Empecé a creer que no vendría –dijo Fortitude cuando la silla del Vicemi-nistro apareció deslizándose hacia las barcazas.

El manto púrpura que cubría al San’Shyuum más joven estaba arrugado, y cuando se inclinó en una reverencia, los anillos de oro que colgaban de su barbilla se enredaron entre la guirnaldas de flores en su cuello.

–Le ruego disculpas. Era difícil escapar. –¿Niño o niña? –Uno de cada uno. –Felicitaciones. –Si vuelvo a escuchar eso una vez más, voy a gritar. No es que hubiese en-

gendrado a los pequeños bastardos yo mismo –las palabras de Tranquility se escuchaban confusas, y sus dedos lucían torpes cuando desenganchó su barba de los numerosos collares, quitándoselos.

–Está usted borracho –dijo Fortitude, observando los adornados collares caer a la oscuridad

–Así es. –Lo necesito sobrio –Fortitude buscó dentro de sus ropas y sacó una pe-

queña esfera farmacéutica– ¿Cómo está nuestro querido Jerárca, el Profeta de la Abstinencia24?

–¿Se refiere al padre? –el Viceministro bebió de la esfera– Me vigiló todo el tiempo.

Fortitude levantó una mano despectivamente.

24 N.delT.: Los cargos de los profetas, tal como sucede con los ministros, serán traducidos al español, sin embargo, a falta de un nombre propio para cada uno, se utilizarán sus ministerios en el idioma original –inglés- para nombrarlos. Es un principio de la traducción que los nombres propios no deben ser traducidos, pero careciendo los profetas de tales denominaciones, usaré lo más cerca-no y más repetitivo dentro de la novela.

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–Mientras actuemos rápidamente, no hay nada que pueda hacer. El Viceministro se encogió de hombros y mordió la esfera perezosamente. –Ven –Fortitude presionó los holo-interruptores en el brazo de su silla–.

Estamos atrasados. Un momento después, los dos San’Shyuum aceleraban en dirección a la

seccion central del Dreadnought –un nucleo comprimido que conectaba las tres piernas de soporte de la nave con un casco ascendente de forma similar. En el débil resplandor de la luz del domo, la antigua nave de batalla Forerun-ner brillaba en un color blanco hueso.

«Chantaje» suspiró el Ministro «es una herramienta muy agotadora». Pero Fortitude sabía que antes de que sus inigualables registros de servicio, y el descubrimiento del sistema relicario les ganasen sus tronos de Jerárca, sus ocupantes actuales debían ser apartados de ellos. Y no se dejarían apartar si no los empujaban. Desafortunadamente, el Profeta de la Tolerancia y la Profetiza de la Obligación habían probado ser inexpugnables. La profetiza más anciana acababa de dar a luz a un par de trillizos. Debido a su avanzada edad, el emba-razo había resultado difícil. Y mientras que ciertamente esto había hecho que descuidase sus deberes, Fortitude sabía que sería suicida apartar de su cargo a una de las madres San’Shyuum más queridas y prolíficas. Tolerance, quien se había desempeñado como el Ministro de la Representación durante la Rebelión Unggoy, trabajó mucho promoviendo mejores relaciones entre las muchas especies del Covenant; y aún conservaba el apoyo de muchos miembros del Gran Concilio –tanto Sangheili como San’Shyuum.

Pero el tercera Jerárca, el Profeta de la Abstinencia era una historia diferen-te. Este ex arzobispo del Gran Concilio (esencialmente, el alcalde de la ciudad) estaba en la ‘Lista del Celibato’, una lista que controlaba y marcaba a todo San’Shyuum sin permiso para reproducirse. Debido a la poca planificación de sus ancestros, estas desafortunadas almas jamás experimentarían la alegría de ser padres, porque sus genes eran demasiado comunes, y presentaban el riesgo de esparcir sus rasgos negativos, ya de por sí bastante extremos. Fortitude tambien estaba en la Lista, pero nunca le había interesado mucho. Poseía algu-nas concubinas para las raras ocasiones en que sentía la necesidad de placer carnal, pero normalmente se sentía perfectamente cómodo con su impotencia involuntaria.

El Profeta de la Abstinencia no. No mucho antes de que los Kig-Yar se tropezaron con el relicario, Res-

traint había embarazado accidentalmente a una mujer. No era un problema necesariamente (los abortos eran comunes en este tipo de situaciones), pero la madre primeriza se mostró furiosa cuando descubrió las mentiras de Restraint, y demandó que le permitieran quedarse con su cría.

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El anciano Jerárca fue superado por sus propios deseos de ver sus genes al-terados pasar a la siguiente generación, y no se atrevía a matar a su descenden-cia ni a su madre. Fortitude se había enterado de tal escándalo y acudió a Tranquility para respaldarlo en el Gran Concilio.

En su discurso, el Viceministro ofreció una plegaria para “todos los padres y sus fructíferas uniones”, y apoyó una mayor inversión en terapias de genes y otras tecnologías para “terminar con la tiranía de la Lista”. La apasionada per-formance del Viceministro en su discurso convenció a Restraint de que Tran-quility era su hermano de fe. Y el desesperado Jerárca (por su amante, quien daría a luz dentro de poco tiempo) se aproximó al Viceministro con una oferta: “Adopta a mis primogénitos como si fuesen tuyos, y te daré el puesto ministe-rial que desees”.

Fortitude estaba tan complacido por el éxito de su plan, como impresionado por la insolencia del Jerárca. Si el ofrecimiento de Restraint salía a la luz, sus hijos serían asesinados, y él sería removido de su trono –y probablemente también esterilizado. Los San’Shyuum encargados de aplicar y controlar la Lista se tomaban muy en serio su trabajo, y Fortitude sabía que nisiquiera un Jerárca podría evitar recibir su castigo. Esa noche, había sido el trabajo de Tranquility presentarle a Restraint su contraoferta: “Apártese del trono volun-tariamente, y nosotros mantendremos la boca cerrada”

–Debería haberla visto –se estremeció el Viceministro. Ahora estaban mucho más cerca del Dreadnought, y se encontraban a la

sombra de uno de los gigantescos conductos que conectaban los motores de la nave con el sistema energético de High Charity. En esta profunda oscuridad, la luz más fuerte que había, provenía de un círculo de balizas azules justo por encima del extremo del cable, en forma de brillantes hologramas alrededor de una de las compuertas abiertas de la nave.

–¿A quién? –preguntó Fortitude. –A la furcia de Restrant. El Ministro se estremeció. Tranquility había adquirido demasiado confian-

za con él, a menudo comportándose como si ya fuesen Jerárcas. Su borrachera solo empeoraba el problema.

–¿Atractiva? –preguntó Fortitude, tratando de mantener un tono ligero en la conversación.

–Una monstruosidad –dijo el Viceministro, buscando algo entre sus ropas–. Si hubiese tenido un cuello podría haberla distinguido del resto de su cuerpo –para asombro de Fortitude, Tranquility enseñó una pistola de plasma, y com-probó su carga sin discreción.

–¡Baja eso! –ordenó Fortitude, observando nerviosamente el Dreadnought– ¡Antes de que lo vean los centinelas!

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Aunque se encontraban aún muy lejos, el Ministro era capaz de reconocer las formas acorazadas de los Mgalekgolo, los guardianes de la nave sagrada y sus sacerdotes San’Shyuum. Al menos veinte de esas criaturas mantenían posiciones en plataformas elevadas a la izquierda y derecha de la compuerta. En cuanto divisaron a los dos San’Shyuum, los Mgalekgolo adoptaron una formación defensiva. Sus estriadas armaduras de un profundo púrpura brilla-ban bajo el pulso de las balizas indicadoras.

A regañadientes, el Viceministro deslizó la pistola de nuevo bajo sus ropas. –¿Por qué has traído un arma? –dijo Fortitude entre dientes. –Prudencia. En caso de que Restraint rechazara nuestra oferta. –¿Qué? ¿Te asesinaría? –el Ministro estaba incrédulo– ¿En la presentación

de sus hijos? –Los tiene a salvo. Ya no me necesita. Fortitude recordó una vez más lo mucho que había sido influenciado Tran-

quility en su contacto con los Sangheili. La alocada preocupación por el honor y las armas de esa raza había contagiado al ya de por sí impetuoso Viceminis-tro.

–Piensa claramente. Tu muerte levantaría sospechas. Sospechas que Res-traint negaría.

–Tal vez –contestó Tranquility–. Pero usted no lo vio a los ojos. –No, pero puedo ver los tuyos –atajó el Ministro–. Y todo lo que veo es

desobediencia e irresponsabilidad. –Pero… –¡Silencio! Los Mgalekgolo giraron, siguiendo el avance de los San’Shyuum hasta la

esclusa de aire. Cada centinela cargaba un escudo rectangular tallado y un cañón de asalto pesado. Ambos estaban incorporados dentro de la armadura de las criaturas –más bien partes de sus trajes de batalla que objetos que cargasen por la fuerza.

Para la mayoría de las especies del Covenant, este diseño hubiese hecho que ocupasen por lo menos una mano y un dedo durante el combate. Pero los Mgalekgolo no tenían manos ni dedos. Y aunque poseían lo que parecían ser dos brazos y piernas, realmente podían tener la cantidad de apéndices que desearan. Porque cada criatura era en realidad un conglomerado de individuos. Una colonia móvil de resplandecientes gusanos.

A través de espacios en sus armaduras, alrededor de sus cinturas y cuellos, Fortitude podía ver los Lekgolo individuales, retorciéndose y acomodándose como las fibras magnificadas de un músculo. La piel roja y translúcida de los gusanos brillaba con un color verde, que se desprendía de las cápsulas de mu-nición, sobresalientes del cañón de asalto: tubos de gel incendiario que podía ser disparado en forma de proyectiles o en un chorro abrasador.

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–Restraint es un imbécil –dijo Fortitude una vez que dejaron atrás a los centinelas–. Y lo sé porque colocó su confianza en ti.

Tranquility se preparaba para responder, pero el Ministro prosiguió. –Todo gracias a mi discreción absoluta, él y los otros Jerárcas no saben na-

da de nuestros planes. Mañana, estarán observando sin poder hacer nada, mientras anunciamos nuestras intenciones ante el Consejo ¡Pero sólo si tene-mos la bendición del oráculo!

Fortitude torció su largo cuello a un lado para encarar al Viceministro, cla-vando sus ojos en los de él.

–Cuando nos reunamos con el Filólogo, mantendrás tu boca cerrada. No hables a menos que te lo ordene. O en nombre de los Forerunners, nuestra colaboración terminará.

Observándose mutuamente, los dos San’Shyuum esperaron a que el otro parpadeara. Sin previo aviso, la expresión del Viceministro cambió. Sus labios se apretaron y sus ojos se enfocaron.

–Por favor, perdóneme –su voz ya no sonaba torpe. El remedio finalmente había hecho efecto–. Como siempre, Ministro, estoy a sus órdenes.

Fortitude espero hasta después de que Tranquility hiciera una pequeña re-verencia para relajarse en su silla. A pesar de sus fuertes palabras, el Ministro sabía que disolver el acuerdo de colaboración que compartían hubiese sido poco práctico. Ya habían avanzado mucho y el Viceministro sabía demasiado. Fortitude podría hacer que lo asesinaran, por supuesto. Pero eso sólo agravaría el único problema de su plan que no había podido resolver: la falta de un tercer San’Shyuum para su futuro triunvirato de Jerárcas.

Fortitude tenía algunos candidatos en mente, pero nadie s quien pudiese confiar su plan. Sin un tercero, se verían menos legítimos. Pero el Ministro se había resignado a hacer la elección antes del anuncio. Debía ser un San’Shyuum con atractivo popular, alguien que pudiese contradecir las acusa-ciones de premeditación y ambición que sin duda surgirían. Incluso estaba empezando a considerar al Profeta de la Tolerancia, o a la Profetiza de la Obli-gación. Ellos tenían precedentes en tales aspectos. Y mientras que mantener a uno de los Jerárcas actuales en el trono permitiría una transición mucho más fluida del poder, no era el mejor plan a largo plazo. El resentimiento y la amargura se arraigarían, incluso entre los políticos más experimentados. Sería mejor empezar desde cero.

Al otro lado de la esclusa de aire, había una puerta que conducía al hangar del Dreadnought. Este gigante portal circular, se componía de unas láminas superpuestas, casi completamente cerradas, solo dejando un pequeño pasaje heptagonal en el centro de la puerta.

Dos solitarios Mgalekgolo vigilaban ese cuello de botella, parados en un andamio flotante en otro nivel. Estos centinelas mostraban unas púas en los

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hombros, características de los pares compartidos –una colonia con tanta can-tidad de individuos que no cabía en una sola armadura. Las púas temblaron mientras la colonia dividida se comunicaba, confirmando las identidades y la razón de la presencia de los dos San’Shyuum. Entonces, el par se apartó a un costado para dejar paso con unos casi inaudibles quejidos –el sonido de la carne de los gusanos apretándose y estirándose dentro de la armadura. El han-gar tenía una gigantesca forma triangular. A diferencia del exterior blanqueado del Dreadnought, sus paredes interiores brillaban en un tono bronce reflectivo en contra de la luz de incontables símbolos holográficos. Estos símbolos, algu-nos de advertencia, otros explicativos, se alineaban verticalmente, flotando cerca de pequeños agujeros en las angulares paredes del hangar.

Aunque Fortitude sabía para que servían esos agujeros, jamás los había vis-to en funcionamiento. Flotando frente a estos receptáculos, cientos de Huragok se agrupaban. Los tentáculos de las criaturas flotantes se veían mucho más largos de lo que era normal. Pero estos no eran más que Lekgolo individuales, que eran puestos dentro de los agujeros, siendo removidos. El Ministro ob-servó cómo cuatro Huragok trabajaban para quitar un espécimen particular-mente grande de su agujero, y lo llevaban –como un equipo de bomberos lle-varía una manguera– hasta una barcaza tripulada por unos San’Shyuum en ropas blancas y con cabello largo. Estos austeros sacerdotes ayudaron a los Huragok a alimentar al Lekgolo por medio de una unidad de escaneo cilíndri-ca, antes de regresarlo a uno de muchos recipientes metálicos dentro de la barcaza que contenía al resto de su colonia. La unidad descargó datos de los micro sensores dentro del gusano, que habían recolectado todo tipo de infor-mación durante su serpenteo a través de las vías de procesamiento de la nave, que de otra forma eran inaccesibles. Estos sensores no le provocaban a las invertebradas criaturas ninguna incomodidad. Los Lekgolo ingerían los peque-ños dispositivos junto con su arenosa comida. Los sacerdotes supervisaban el proceso con indiferencia. Pero hubo una época en que los Profetas habían visto los hábitats de alimentación de los Lekgolo con furia destructiva.

Poco después de la fundación del Covenant, experimentos con copias pri-mitivas de la Luminary del Dreadnought llevó a los San’Shyuum a un gigante gaseoso en un sistema cercano al hogar de los Sangheili. Los San’Shyuum habían esperado encontrar un tesoro de reliquias, pero se decepcionaron cuan-do lo único que encontraron fueron a los Lekgolo, amontonados en los anillos del planeta. Pero cuando los Profetas comprendieron lo que habían hecho los inteligentes gusanos, se horrorizaron.

Lo que creían que eran rocas congeladas conformando los anillos, eran en realidad fragmentos de alguna instalación Forerunner destruida, que alguna vez había orbitado el planeta. Y la razón por la cual las ruinas ya no tenían reliquias, era porque los Lekgolo habían pasado milenios ingiriéndolas –

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masticándolas y escupiéndolas–, labrando sus retorcidas y apretadas madrigue-ras. Lo curioso era que los Leklogo tenían paladares exigentes. Algunas colo-nias ingerían solamente aleaciones Forerunner; otros se limitaban exclusiva-mente a las rocas ricas en circuitos triturados y compactados. Y algunas colo-nias, mucho más raras, evitaban completamente los objetos extraños, evitando cuidadosamente las reliquias que pudieran haber sobrevivido, como hubiese hecho un paleontólogo con un fósil.

Por supuesto, los San’Shyuum creían que cualquier contacto con objetos Forerunner sin autorización era una herejía, castigable con la muerte, y ordena-ron a los Sangheili erradicar a los gusanos. Pero los Sangheili no tenían el equipo para luchar contra criaturas sin naves, ni soldados, y cuyas únicas forti-ficaciones eran los mismos objetos que estaban tratando de salvar. Al final, un perspicaz comandante Sangheili –un Inquisidor, reverenciado por su especie– sugirió que sería mejor “domar” a los Lekgolo, para ponerles a éstos y a su hábitat un buen uso. Tan deseosos estaban por demostrar su autoridad moral, que los San’Shyuum aceptaron de mala gana que los gusanos, con el adiestra-miento adecuado, podrían ser muy útiles en futuras reclamaciones, y olvidaron sus pecados.

Luego de siglos de experimentación en reliquias menores, los San’Shyuum obtuvieron el valor necesario para comenzar una exploración sin precedentes en el Dreadnought. Desde el momento en que abandonaron su planeta natal (e incluso durante los días más oscuros de la guerra contra los Sangheili), los San’Shyuum habían limitado sus estudios a los sistemas más fácilmente acce-sibles de la nave. Pero aunque se habían desesperado por explorar las vías de procesamiento del grueso casco del Dreadnought, estaban aterrados de dañar algo vital.

Y enconares, con gran cuidado, los sacerdotes escarbaron el primer aguje-ro, y deslizaron un Lekgolo cuidadosamente escogido. Esperaron con terror mortal que el gusano escarbara demasiado profundo –y lo sabrían por lo que pudiese decir el Oráculo del Dreadnought. Pero el Lekgolo emergió sin pro-blemas, y el más santo y sagrado residente de la nave no dijo ni una palabra. El silencio del Oráculo no era inusual. Fortitude nunca lo había escuchado hablar en toda su vida, ni su padre, ni el padre de su padre. Y como esos sacerdotes pioneros no recibieron respuesta alguna, incrementaron gradualmente sus son-deos con Lekgolos, hasta que –como era claramente el caso ahora– el proceso una vez temible se volvió mundano. Siguiendo por una pieza angulada de andamios a modo de rampa, llegarom hasta el punto más alto del hangar y el Ministro observó como los San’Shyuum de la barcaza les daban órdenes a los Huragok en su idioma de señas, y ambas partes se prepararon para retirar al siguiente gusano.

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Muy por encima del suelo del hangar, había una oscura y silenciosa abadía, suficientemente grande para acomodar a todo el Gran Concilio, con sus más de doscientos Sangheili y San’Shyuum. Pero cuando Fortitude y Tranquility se deslizaron por una entrada perfectamente circular en el suelo de la abadía, vieron que la habitación tenía un solo ocupante: El líder de los sacerdotes aus-teros, el San’Shyuum Filólogo. Como el clérigo que proveía a Fortitude con su medicina, la silla del Filólogo estaba hecha de piedra, no metal.

Sus ropas estaban tan hechas jirones que parecían tiras de tela envolviendo su marchito cuerpo. La una vez blanca ropa, estaba ahora tan sucia que se veía más oscura que la pálida piel del Filólogo. Sus pestañas eran largas y grises, y los mechones de pelo de su arqueado cuello le llegaban casi hasta las rodillas.

–No nos hemos conocido, creo yo –dijo el anciano San’Shyuum con voz ronca cuando las sillas de Fortitude y Tranquility se detuvieron a sus espaldas.

Estaba tan absorto examinando un pergamino roto, que ni siquiera se volteo para verlos.

–Una vez –contestó Fortitude–. Pero fue hace mucho tiempo. –Que grosero de mi parte haberlo olvidado. –Para nada. Soy Fortitude, y este es el Viceministro de la Tranquilidad. El San’Shyuum más joven inclinó su silla hacia delante en una reverencia.

Pero, como había prometido, no dijo nada. –Un honor conocerlo –enrollando el pergamino con sus artríticas manos, el

Filólogo se dio vuelta. Por un momento, observo a sus invitados con ojos grandes y blancuzcos– ¿Qué favor necesitan?

El Filólogo no demostraba ignorancia. Intentando mantener el secreto, For-titude no le había informado al sacerdote sus intenciones, sabiendo que su rango ministerial era suficiente para conseguir una cita. Pero mientras que las palabras del Filólogo eran cordiales, el significado había sido muy claro: “Di-me que quieres y pongamos manos a la obra. Tengo cosas mucho más impor-tantes que hacer”

Fortitude se sintió feliz de hacerlo. –Confirmación –dijo el Ministro, presionando uno de los holo interruptores

de su silla. Una lámina de circuitos, no más grande que una uña se asomó a un lado del interruptor–. Y una bendición.

Tomó la lámina y se la extendió al Filólogo. –Entonces son dos favores –el Filólogo sonrió, mostrando sus encías divi-

didas por huesos dentados. Movió su silla de piedra hacia delante y recibió la lámina–. Esto debe ser muy importante.

Fortitude hizo una mueca amigable. –Una de las naves del Viceministro descubrió un relicario de tamaño bas-

tante impresionante. –Ah –dijo el Filólogo, entrecerrando un ojo para examinar la lámina.

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–Y si las Luminations son confiables –continuó Fortitude–, también hay un Oráculo.

Los ojos del Filólogo se agrandaron. –¿Un oráculo, dices? Fortitude asintió. –Noticias impresionantes y maravillosas. Con más velocidad de lo que hubiese imaginado el Ministro, el Filólogo

rotó su silla y flotó hacia una gigantesca maquinaria en sombras, en el centro de la habitación. Cuando se acercó, hologramas parpadearon en lo alto, reve-lando un grupo de obeliscos de ónice –poderosas torres de procesamiento interconectadas–, y ante éstos: el Oráculo del Dreadnought.

Aunque Fortitude había visto muchas representaciones del objeto sagrado, era más pequeño de lo que había esperado. Encerrado por una carcasa que lo mantenía a la altura de una cabeza del piso, el Oráculo se conectaba a los obe-liscos con hebras de alambre perfectamente trenzado. Estos circuitos se conec-taban a almohadillas pequeñas y doradas, colocadas sobre la carcasa del Orá-culo: una cubierta con forma de lágrima, no mucho más larga que el cuello del Ministro, hecha con una aleación plateada. La punta cónica de la carcasa en-frentaba los obeliscos, mientras que el extremo redondo, estaba en ángulo hacia el suelo, y sostenía una lente de vidrio negra. Había un pequeño espacio entre la lente y la carcasa, y a través de este, Fortitude podía ver pequeños puntos de luz –circuitos funcionando a bajo poder. Éstas eran las únicas seña-les de vida del Oráculo.

–¿Éstos son todos los datos? –preguntó el Filólogo, deslizando la lámina dentro de uno de los obeliscos.

–De la Luminary de la nave y sus sensores –Fortitude se acercó al Oráculo. Por alguna razón, se sintió abrumado por el deseo de elevarse y poder to-

carlo. Para ser tan antigua, su carcasa se veía completamente nueva –sin mar-cas o rayones. Fortitude observó profundamente la lente del Oráculo.

–Hay reportes sobre una nueva especie en el planeta que contiene las reli-quias, pero aparentan ser primitivos, una especie del nivel cuatro. No creo que deban…

Sin previo aviso, los circuitos del Oráculo brillaron. Las lentes refractaron la luz, emitiendo un cegador haz.

«No, no una lente» Fortitude respiró con dificultad «¡Un ojo!». Levantó una de sus mangas para cubrir su rostro, mientras el Oráculo se acercó a él en su armadura.

< POR EONES LOS HE OBSERVADO > la voz profunda del Oráculo re-verberaba dentro de su propia carcasa. Su brillante ojo parpadeaba siguiendo el ritmo de sus palabras a medida que las pronunciaba en la lengua de los San’Shyuum < ESCUCHÁNDOLOS MALINTERPRETAR >

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Escuchar hablar al Oráculo era, para todo miembro creyente del Covenant, como escuchar a los mismísimos Forerunners. Fortitude se sentía apropiada-mente humilde, pero no solo porque el Oráculo había hablado luego de eras en silencio. Estaba igual de sorprendido porque el Filólogo en realidad no era (como siempre había creído) un fraude total.

Fortitude había organizado el encuentro buscando formalidad. Las Lumina-tions presentadas como evidencia ante el Gran Concilio necesitaban la bendi-ción del Oráculo, lo que por muchas eras había significado convencer al Filó-logo que estuviese ocupando el cargo en ese momento para que los respaldase. Pero estos santos ermitaños estaban tan politizados como cualquier otro San’Shyuum poderoso –igual de susceptibles a los sobornos y chantajes. Forti-tude suponía que tendría que hacer algún tipo de “donación” al Filólogo (com-partir algunas reliquias, por ejemplo), para poder conseguir la bendición que necesitaba.

«Pero si el viejo charlatán está actuando», Fortitude observó al Filólogo levantarse de su asiento y arrodillánrse ante el Oráculo «lo está haciendo bas-tante bien».

–¡Bendito Heraldo del Camino! –gimió el Filólogo, con la cabeza gacha y los brazos abiertos– ¡Dinos los errores de nuestros caminos!

El ojo del Oráculo se atenuó. Por un momento, parecía que volvería a su largo silencio. Pero entonces brilló nuevamente, proyectando un holograma del pictograma de reclamación grabado por la Luminary de el Rapid Conversion.

< ESTO NO ES RECLAMACIÓN > rugió el Oráculo. < ESTO ES RE-CLAMADOR >

Lentamente, el pictograma giró media vuelta, y sus figuras centrales –los círculos concéntricos, uno pequeño dentro del otro, conectado por una pequeña linea– tomó un nuevo aspecto. Las formas previas al giro, recordaban al péndulo de un reloj. Invertido, el pictograma parecía una criatura, con dos brazos curvados, levantados por sobre su cabeza. El tamaño del símbolo se redujo, a medida que el holograma mostraba una perspectiva más alejada, enseñando el mundo alienígena completo, cubierto con miles de las Lumina-tions reorientadas.

< Y ESTOS REPRESENTAN A MIS CREADORES > Ahora era el turno de Fortitude para sentir sus rodillas débiles. Se aferró a

los apoyabrazos de su trono y trató de aceptar una revelación imposible: cada pictograma representaba a un Reclamador, no a una reliquia, y cada Reclama-dor era uno de los alienígenas del planeta –lo que podía significar una sola cosa.

–Los Forerunners –susurró el Ministro–. Algunos fueron dejados atrás. –¡Imposible! –escupió Tranquility, incapaz ya de contener el silencio–

¡Herejía!

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–¿De un Oráculo? –De este entrometido –Tranquility apuntó al Filólogo con un dedo– ¿Quién

sabe lo que hizo este viejo idiota con esta maquinaria divina? ¡Las atrocidades que habrá hecho usando todos esos gusanos!

–¿Cómo te atreves a acusarme? –respondió el Filólogo ofendido– ¡En el lugar más sagrado!

El Viceministro se reclinó hacia atrás en la silla. –Haré eso y más… En ese instante, la abadía comenzó a temblar. Varias cubiertas más abajo,

los poderosos motores del Dreadnought saltaron a la vida, liberándose de los limitadores que los mantenían generando la comparativamente escasa energía que necesitaba High Charity. Pronto, los motores funcionarían a máxima capa-cidad, y entonces…

–¡Desconecten al Oráculo! –gritó Fortitude, sujetándose a su silla con nudi-llos blancos– ¡Antes de que el Dreadnought despegue y destruya la ciudad!

Pero el Filólogo ya no prestaba atención. –¡La nave sagrada rompe sus cadenas! –los brazos del San’Shyuum ancia-

no temblaban. Ya no parecía asustado, sino inspirado– ¡La voluntad de los Dioses será cumplida!

El holograma del mundo alienígena desapareció, y una vez más, el ojo del Oráculo brilló con fuerza.

< RECHAZARÉ MIS PREJUICIOS25 Y ME REIVINDICARÉ > Las oscuras paredes de la cámara comenzaron a brillar, junto con las vías

de procesamiento dentro de ellas, creando la impresión de paredes surcadas de venas. De los antiguos circuitos surgió luz, que se estaba extendiendo hasta los obeliscos detrás del Oráculo. Las rocas pintadas con bandas rojas y marrones comenzaron a abrirse, lanzando polvo blanco.

Repentinamente, el Viceministro saltó en su silla, con la pistola de plasma en su mano.

–¡Apáguelo! –gritó, apuntando al Filólogo. El extremo de la pistola co-menzó a brillar en verde, preparando una ráfaga de plasma sobrecargado– ¡O arderá allí mismo!

Pero en ese momento, las lentes del Oráculo brillaban tanto –parpadeando con frecuencia febril– que amenazaba con cegar a los tres San’Shyuum. Tran-quility gimió y levantó las largas mangas de su túnica para tapar sus ojos.

25 “Prejuicio” en inglés se escribe “Bias”. El Oráculo del Dreadnought es en realidad una IA Forerunner, destinada a defender a sus creadores durante la guerra Forerunner-Flood, pero fue confundida por Gravemind, para traicionarlos. El nombre de esta IA es Mendicant Bias.

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< MIS CREADORES SON MIS AMOS > la cubierta en forma de lágrima del Oráculo se metió traqueteando dentro de su armadura, como preparándose para levantar vuelo < YO LOS LLEVARÉ SEGUROS AL ARCA >

Súbitamente, se escuchó un fuerte chasquido, y la abadía se sumió en la os-curidad, como si el Dreadnought hubiese volado un fusible. Chillidos agudos hicieron eco por toda la recámara. Fortitude, con ojos irritados llenos de lágri-mas, miró hacia arriba y vio cientos de chorros ardientes –que parecían fuentes de metal fundido–, derramándose por las paredes. Los gusanos moribundos caían al suelo, donde reventaban dejando grandes salpicaduras naranjas, o se acurrucaban y retorcían de dolor. Lo siguiente que supo Fortitude fue que el par compartido de Mgalekgolo que habían visto protegiendo la entrada al han-gar se acercaba pisando fuerte por la rampa hacia la abadía, con sus cañones de asalto totalmente cargados.

–¡No disparen! –gritó Fortitude. Pero los gigantes en armadura continuaron avanzando, encorvados tras sus

escudos, con las espinas levantadas y temblando. –¡Arroja el arma! –gritó el par al Viceministro– ¡Ahora, imbécil! Aún aturdido por la luz del Oráculo, Tranquility dejó caer su pistola, que

resonó en el suelo. Uno de los Mgalekgolo dijo algo al Filólogo con una áspera voz.

–Un accidente –contestó el viejo ermitaño. Observo a su alrededor con mi-rada triste, viendo los cuerpos humeantes de sus gusanos, los restos arruinados de su gran investigación, y luego hizo un gesto para que los centinelas se reti-rasen–. No hay nada que hacer…

El Mgalekgolo no se movió mientras la colonia se comunicaba. Entonces, la luz verde en las protuberancias de sus cañones se atenuó, y el par regresó a su puesto, haciendo resonar sus pasos en toda la habitación. La abadía se en-contraba en sombras una vez más.

–¿En que debemos creer? –preguntó Tranquility, apenas en un susurro. Pero el Ministro se había quedado sin palabras. Podía decir, con honestidad, que había pasado toda su vida sin experimen-

tar ni un solo momento de crisis espiritual. Había aceptado la existencia de los Forerunners porque sus reliquias seguían allí para ser encontradas. Creía en la divinidad de los Forerunners porque en todas sus eras de búsqueda, los San’Shyuum no habían encontrado huesos ni ningún otro remanente. Sabía que la promesa esencial del Covenant acerca de que todos caminarían por El Ca-mino y seguirían los pasos de los Forerunners era crítica para la estabilidad de la unión.

Y estaba claro que si alguien llegaba a enterarse de que podía ser dejado atrás, el Covenant enfrentaría su desaparición. Mientas tanto, los cristales holográficos por sobre los obeliscos comenzaron a parpadear, encendiéndose

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otra vez, y llenando la habitación con una débil luz azul. Los Lekgolo ennegre-cidos, esparcidos por el suelo, parecían unos garabatos –un retorcido y maca-bro pictograma.

–No podemos arriesgarnos con estos… Reclamadores –Fortitude se sentía incapaz de llamarlos “Forerunners”. Tomó su barba y le dio un suave tirón–. Deben ser eliminados. Antes de que alguien más sepa de su existencia.

El labio inferior del Viceministro tembló. –¿Está hablando en serio? –Absolutamente. –¿Exterminarlos? Pero que hay si… –Si el Oráculo está diciendo la verdad, entonces todas nuestras creencias

son una mentira –la voz de Fortitude se hallaba llena de fuerza–. Si las masas lo supieran, se revelarían. Y no permitiré que suceda tal cosa.

El Viceministro asintió lentamente. –¿Qué hacemos con él? –susurró Tranquility, señalando al Filólogo con la

cabeza. El envejecido ermitaño estaba contemplando al Oráculo. El dispositivo se encontraba ahora colgando de su armadura, con una fina línea de humo saliendo de la rendija alrededor de la lente– ¿Podemos confiar en que guarde el secreto?

–Eso espero –Fortitude dejó su barba–. O será un pésimo tercer Jerárca.

* * * Sif no había esperado recibir comunicaciones demasiado prolongadas. Sab-

ía que Mack estaba tratando de conservar la localización de sus centros de datos en secreto. Pero aún así, sus respuestas a los mensajes de alerta que le envió cuando la nave alienígena se acercó a Harvest, fueron tan cortas y for-males que comenzó a pensar que había hecho algo mal.

Qué podría haber sido con exactitud, Sif no tenía idea. Ella se había encar-gado de cumplir expertamente con su parte del plan –moviendo cientas de vainas de propulsión a coordenadas específicas en el recorrido orbital del pla-neta, por donde pasaría dentro de semanas y meses.

Sif en persona se había encargado de disparar las vainas a altas velocida-des; colocarlas rápida y precisamente en sus posiciones era crítico para el éxito del plan, y no había querido dejar las maniobras a cargo de computadoras NAV, fácilmente abrumables.

Su meticulosidad dio frutos. Las vainas se encontraban en sus posiciones en menos tiempo de lo esperado, dos días antes de que la nave alienígena de guerra hubiese llegado. Esto había sido pura coincidencia, y Sif lo sabía (ni ella, ni Mack, ni al-Cygni habían tenido idea de cuándo aparecerían los aliení-genas). Y a pesar de eso, no pudo evitar pensar que la buena sincronización

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había sido un buen augurio –una esperanzadora señal de que su compleja eva-cuación sin precedentes funcionaría.

Pero cuando envió las buenas noticias sobre las vainas, todo lo que recibió del centro de datos de Mack fue un corto y anónimo mensaje:

<\ Evite todo COM futuro. \>

Lo que estaba bien, supuso ella. Mack le había explicado que luego de que

las vainas estuvieran colocadas en su lugar, era esencial que mantuviera un perfil bajo y no hiciera nada que pudiese atraer la atención de los alienígenas –dándoles una razón para dañar la estación.

Asíque Sif detuvo toda la actividad en sus elevadores, y por primera vez en su agobiada existencia, no tuvo nada más que hacer excepto lidiar con su nue-va inhibición emocional. Desde que había visitado el centro de datos de Mack, su núcleo había comenzado a experimentar destellos de enamoramiento, mo-mentos de profunda nostalgia, y luego soledad y dolor cuando las respuestas de Mack se volvieron frías. Ella sabía que eran reacciones exageradas; su lógica seguía tratando de encontrar un balance entre lo que quería sentir y lo que sus algoritmos decían que debía sentir. Pero ahora Sif estaba preocupada con una emoción que ambas partes de su inteligencia acordaron que era la apropiada: miedo repentino e inesperado.

Hacía unos minutos, la nave alienígena había usado puntos láser para des-habilitar todas las vainas de propulsión que Sif había dejado alrededor de la Tiara. Y ahora, la nave se encontraba descendiendo rápidamente a través de la atmósfera en dirección a la ciudad de Gladsheim, cargando sus armas pesadas de plasma.

Sif sabía que Mack era capaz de rastrear el movimiento descendente de la nave usando las cámaras de sus JOTUNs. Pero no estaba segura de que sus cámaras fueran suficientemente potentes para divisar la nave alienígena más pequeña que se acercaba a la Tiara. Sif permaneció en silencio mientras la nave de descenso se conectaba a su casco. Pero cuando desembarcó a sus pasa-jeros –varios alienígenas de piel gris, corta estatura y mochilas– supo que debía dar la alarma.

<\\> HARVEST.IA.ON.SIF >> HARVEST.IA.OA.MACK <\ Estoy en problemas. <\ Han abordado la estación. <\ Por favor, ayuda. \>

Casi inmediatamente después de que Sif enviara el mensaje, una larga

transmisión máser inundó su buffer COM. Escaneó los datos entrantes y los

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reconoció como el mismo tipo de fragmento que había enviado al centro de datos de Mack hacía unos días. Sif abrió uno de sus clusters ansiosamente, y un momento después los avatares de ambas IAs se hallaban de pié en su holo-proyector. Sif sonrió y extendió sus manos… y luego las apartó lentamente. Mack aún llevaba sus habituales pantalones azules de trabajo y su camisa de mangas largas. Pero sus ropas estaban totalmente limpias –sin una sola mancha de polvo o grasa. Su cabello negro, usualmente revuelto se veía peinado y alisado con algún tipo de crema. Pero era el rostro de Mack lo que más había cambiado. Su mirada estaba en blanco, y no había ni una huella de su elegante sonrisa.

–¿Dónde estan? –preguntó secamente. –Pasando la tercera estación de acoplamiento. Se están acercando. –Entonces no tenemos mucho tiempo. Ahora Mack extendía sus manos. Sif observó sus ojos y vio una chispa roja

detrás del gris. –Loki –dijo ella, retrocediendo un paso. La PSI de la ONI forzó una sonrisa. –Me pidió que te dijera ‘adiós’. Loki se lanzó hacia delante, veloz como un rayo. Su avatar tomó las manos

de Sif y las sostuvo, mientras que su fragmento comenzaba a abandonar el cluster. Ella levantó un firewall, pero el fragmento lo atravesó con códigos agresivos, de grados militares, diseñados para diezmar redes de seguridad. Los circuitos de una IA portuaria eran cosa fácil.

Sif intentó hablar, pero no salieron palabras. –Me pidió que te mantuviera segura –Loki meneó lentamente la cabeza–.

Pero es demasiado peligroso. Es mejor mantenerte callada. El fragmento de datos explotó, llenando todos sus clusters y bancos de

memoria con un debilitante virus. Podía sentir la temperatura de su núcleo alzándose rápidamente, y a su hardware friéndose a su alrededor. Su avatar se desmayó –gracias a un estallido de emoción cuando el virus eliminó sus algo-ritmos de contención y purgó el resto de sus códigos operacionales.

El avatar de Loki atrapó al de Sif entre sus brazos y la sostuvo mientras temblaba. Cuando el avatar finalizó sus espasmos, y su fragmento se encontró satisfecho, considerando que ella no se recuperaría del ataque, Loki lo envió a un cluster que había reservado.

–Una medida de precaución –dijo, enterrando el fragmento en la memoria flash del cluster–. En caso de que tus invitados sean más inteligentes de lo que parecen.

Lo último que recordó Sif fue el resplandor rojo de Loki detrás de los ojos de Mack. Entonces, su núcleo lógico vaciló, y todo en su centro de datos se oscureció.

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PARTE III

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Capítulo Diecisiete. Harvest, Febrero 22, 2525. Desde el inclinado techo de metal de la terminal maglev de Gladsheim,

Avery tenía una visión clara del buque alienígena: una mancha morada en el cielo, con forma de pera, a buena distancia, justo por encima de los campos al noroeste de la ciudad. Avery entrecerró sus ojos detrás de sus anteojos dorados cuando una ardiente bola de plasma blanco eructó de la proa de la nave. Una cascada de gases ionizados se estrelló en el suelo, creando una columna de humo. Entonces, la nave avanzó, dejando un rastro de humo negro.

Avery había atestiguado el mismo evento una y otra vez por las últimas dos horas. Habían ya cientas de columnas de humo, desplazándose al este, siguien-do a la nave, y cada una representando los restos humeantes de alguna remota granja. Avery no sabía cuantos civiles habían muerto ya en esos lugares, du-rante el primer ataque alienígena en Harvest. Pero supuso que debían ser miles.

–Movimiento –la voz de Byrne crujió por un parlante en el casco de Ave-ry–. Torre al final de la terminal.

La terminal de techo rojo era una parte de un mucho más grande depósito de cobertizos y vías de cargas, que era más largo, de este a oeste, que la calle principal de Gladsheim –diez bloques de edificios con techos llanos, y pinturas brillantes, conformando locales, restaurantes y un modesto hotel de tres estre-llas. Al este de la calle principal, la ciudad era solamente talleres de reparación de JOTUNs y locales de suministros para granjas –gigantescas cajas de metal corrugado dispuestas en la retícula de anchas calles que se extendían por la llanura de Ida.

Avery pivoteó su rifle hacia el este. Parpadeando en su mira óptica, los edi-ficios de la calle principal se veían como libros en un estante –mucho más juntos entre sí de lo que estaban en verdad. Se detuvo cuando enfocó la gruesa columna de policreta que sostenía la torre de agua de Gladsheim, fácilmente la estructura más alta de toda la ciudad. Con su mandíbula apretada, Avery ob-servó un par de insectos gigantescos, color óxido, pasar rozando el tanque cónico invertido de la torre.

–¿Cuántas especies de estas malditas cosas hay? –maldijo Byrne. Avery vio a los insectos voltear de dirección en medio de un tremor de alas

transparentes. Momentáneamente los perdió de vista, pero volvieron a aparecer rápidamente al borde del tanque. Con sus alas escondidas bajo las placas endu-recidas de sus hombros, las criaturas se mimetizaron perfectamente con la policreta del tanque. Por el momento, era algo bueno. Si algún civil notaba a esos bichos, sabía que comenzaría el pánico.

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Cerca de dos mil refugiados llenaban un angosto sendero de grava entre la terminal y la calle principal –familias provenientes de granjas de los alrededo-res de Gladsheim, quienes habían logrado escapar del bombardeo alienígena. Algunos se quejaron o gimieron cuando el silbido rugiente del último golpe de plasma hizo eco en la terminal. Pero la mayoría se hallaban callados y acurru-cados –atorados idiotamente en la realización colectiva de lo cerca que habían estado de morir.

–Capitán, tenemos exploradores –Avery miró hacia abajo, a un lado de la entrada a la terminal, donde se encontraba Ponder–. Pido permiso para elimi-narlos.

Usualmente, la terminal no tenía necesidad de seguridad. Su entrada era so-lamente una abertura en una verja metálica baja, flanqueada por dos postes de luz de estilo antiguo –lámparas de gas simuladas, cuyas chimeneas de vidrio esmerilado ocultaban bombillas ultra eficientes de vapor de sodio. El Capitán había bloqueado la entrada con uno de los Warthogs de la milicia. Pero real-mente, lo único que evitaba que la multitud perdiera el control dentro de la terminal eran los reclutas de los escuadrones alfa y bravo, posicionados a lo largo de la verja. Los milicianos llevaban sus uniformes verde olivo y sus cascos, además de sus rifles MA5 cargados.

–Negativo –Ponder miró rígidamente a Avery–. Si abres fuego, comenzará una estampida.

Era difícil notarlo con su uniforme puesto, pero el torso del Capitán estaba envuelto en un molde de bio-espuma endurecida. El golpe del alienígena de armadura dorada había roto la mitad de sus costillas y destrozado su brazo falso. Ponder había desechado la prótesis; Healy no tenía el tiempo ni la expe-riencia como para arreglarlo.

–Son bichos –persistió Avery–. Muy móviles. –Repite eso. –Alas, patas largas. El paquete completo. –¿Armas? –Ninguna que pueda ver. Pero pueden ver todo el lugar. –Mientras solo observen, los dejaremos en paz. Avery rechinó sus dientes. –Sí, señor. El techo comenzó a temblar cuando un contenedor de carga llegó desde el

norte. El alero del edificio era apenas suficientemente alto para permitir que la puerta del contenedor entrase en la terminal: un portal rectangular que sellaba al vacío, construido para acomodar cargueros pesados JOTUNs. Generalmente, estas gigantes carretillas elevadoras de tres ruedas se movían de un depósito a otro, colocando cubos de carga dentro de los contenedores y acomodándolos.

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Pero hoy (con la asistencia de Mack) los marines habían dispuesto los cu-bos en una línea escalonada en un trozo estropeado de pavimento entre la verja y la terminal. Además, los JOTUN sostenían sus horquillas elevadas a media altura, como soldados con bayonetas levantadas. Pero si esta línea de guardias mecanizados habían logrado mantener a la multitud bajo control o no, era difícil saberlo.

–Muy bien, Dass –dijo Ponder–. Déjalos pasar. El motor del Warthog rugió, y el líder del escuadrón 1/A lo hizo retroceder,

rechinando sus enormes neumáticos todoterreno por el suelo de la terminal. Cuando hubo suficiente espacio como para que pasaran cuatro adultos uno al lado del otro entre los ganchos de remolque en forma de colmillos del vehículo y el poste de la lámpara al extremo sur del portal, Dass aplicó los frenos.

–Todo el mundo: solo un recordatorio –la voz de Mack hizo eco desde los altavoces de la terminal–. Cuanto menos empujen, más rápido podrán subir. Gracias por su cooperación.

Desde su posición, Avery podía ver el ávatar de la IA brillando débilmente a un lado del Capitán, en un holoproyector portátil, un modelo casi completa-mente de plástico que habían tomado de la oficina principal de los depósitos. La IA inclinó su sombrero de vaquero a los primeros refugiados en entrar por el portal, y le hizo señas para guiarlos a través de la terminal, balanceando levemente uno de sus brazos. El resto de la multitud comenzó a avanzar y los reclutas apretaron sus agarres sobre los rifles.

–¿Cómo está el objetivo primario? –preguntó Ponder, refiriéndose a la nave de guerra alienígena.

–Misma velocidad, misma dirección –contestó Avery. –Está bien, reúnete conmigo en la entrada. Byrne, tú también. –¿Señor? –preguntó Byrne– ¿Qué hacemos con los bichos? –Alerta a tus francotiradores, y ven enseguida. Avery se colgó su rifle de batalla por sobre el hombro. Se dirigió al oeste,

caminando por sobre la cresta del techo, comprimiendo la punta metálica con sus botas, y creando ‘pops’ y ‘clangs’ sincronizados, hasta que alcanzó una chimenea de ventilación con forma de hongo.

–Contactos en la torre de agua –dijo Avery a Jenkins y Forsell–. Solo vigí-lenlos hasta que les ordene lo contrario.

La pendiente pronunciada del techo hacía que tenderse en el suelo o man-tenerse de rodillas fuese impráctico, asíque los dos reclutas estaban forzados a mantenerse de pié y apoyar sus armas sobre la chimenea. No era una posición ideal de francotiradores en cuanto a estabilidad, pero por lo menos tenían una buena vista del sendero de grava donde estaban los evacuados y una línea de visión despejada hasta la torre.

–Sargento… –comenzó Jenkins.

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–¿Mm-hmm? –El primario. Está siguiendo el camino Arroyo Seco –el recluta levantó la

mirada de su rifle de batalla. Su cara se veía arrugada de preocupación–. ¿Mack vio a alguien más venir de allí?

–Le preguntaré –dijo Avery–. Pero debes concentrarte ¿Entendido? –OK –susurró Jenkins–. Gracias, Sargento. Forsell le lanzó a Avery una mirada preocupada. «Lo sé», Avery asintió.

Con el rabillo del ojo, vio a otro par de insectos tomando posición a un lado de un edificio hacia al final de la calle, sobre el oeste, justo debajo de un cartel que decía “MERCADO IDA” en coloridas letras cuadradas. Avery señaló a los bichos con un dedo, redirigiendo la atención de Forsell.

–Dos a las diez en punto –dijo Forsell– ¿Los tienes? –Sí –contestó Jenkins tragando ruidosamente y se inclinó hacia atrás con su

rifle–. Sí, los tengo. Avery levantó una mano para tocar el hombro de Jenkins. Pero se detuvo.

Frunció el ceño y se dirigió a la escalera de servicio más cercana. Cuando Thune anunció las noticias de la llegada de los alienígenas hacía

casi una semana, nadie había tenido idea de que atacarían la ciudad de Glads-heim. De hecho, a pesar de que el Gobernador había hecho algo sin preceden-tes, anunciando por todos los canales COM (un discurso transmitido en vivo a todos los dispositivos de comunicación públicos y privados del planeta), la población de Harvest había reaccionado al anuncio del primer contacto con asombrada incredulidad. Thune había finalizado su discurso demandando a todas las personas que no residieran en Utgard que se movilizaran a la capital. Sin embargo, aún así falló en fomentar la gigantesca y rápida migración que hubiese deseado.

Y aún cuando Thune respaldó su mensaje con las imágenes duramente cen-suradas de su negociación en los jardines, la indiferencia del público rápida-mente se convirtió en indignación. “¿Por cuánto tiempo lo había sabido el Gobernador?” preguntaron los ciudadanos. “¿Qué más sabe que no nos está diciendo?”. Los miembros del parlamento se apresuraron en alinearse con la opinión pública y amenazaron con un voto de desconfianza para con el Gober-nador si no revelaba más detalles sobre sus “tratos” con los alienígenas. Pero toda esa puja política no era más que para matar el tiempo –un esfuerzo por hacer algo mientras los propios alienígenas no hacían nada. Durante una sema-na luego del encuentro, las criaturas se habían sentado silenciosamente en su nave hasta que, sin advertencia, abandonaron su órbita alta y descendieron en dirección a Gladsheim. Thune, envió una nueva orden desesperada de evacua-ción, pero tuvo poco efecto. Las familias en los alrededores de Gladsheim no solo habían elegido migrar a Harvest (la colonia más remota del imperio), sino que además eligieron vivir en la periferia del asentamiento más remoto del

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planeta –tan alejados de la civilización como habían podido. Eran personas fuertemente independientes, quienes preferían mantenerse aislados y manejar las cosas a su manera, y ese día, finalmente pagaron con creces su decisión. En las tres horas que le habían tomado a la milicia levantar su campamento tem-poral en el edificio del parlamento, subir a un contenedor de carga y dirigirse por la línea maglev número cuatro hasta Gladsheim, docenas de los hogares más distantes habían sido atacados. Y uno de estos pertenecía a los padres de Jenkins.

Al final de la escalera, Avery se dirigió al este, a través de la terminal. Ahora, una línea de evacuados se extendía a través del cavernoso edificio: padres cargando maletas rebosantes; niños llevando pequeñas mochilas con las antropomórficas estrellas de los dibujos animados de los canales COM públi-cos. Avery vio una niña rubia de tres o cuatro años aún en pijamas. Sonrió a Avery con unos ojos grandes y aventureros, y supo que sus padres se habían esforzado en hacer que la desesperante situación se viera divertida.

–Lo lamento, Dale. Sólo una por persona –dijo Mack. Un segundo ávatar se mostró por sobre otro holoproyector construido sobre un escáner de inventa-rio en el lugar donde la rampa de carga de la terminal se encontraba con el contenedor. Allí, Healy y el escuadrón 1/B estaban ocupados distribuyendo paquetes de raciones empacados en cajas plásticas–. Oh, llevas una para Leif –Mack guiñó un ojo a un niño con el pelo revuelto, oculto tras las piernas de su padre–. Está bien entonces –dijo la IA y el niño le devolvió el guiño.

Si el JOTUN de un granjero se rompía, o estropeaba accidentalmente una línea de irrigación, Mack siempre estaba allí para ayudar. Casi siempre, la IA iniciaría un COM, ofreciendo sus consejos amigablemente incluso mucho antes de que alguien se diera cuenta que había tenido un problema. En esencia, Mack era el tío favorito de todos, y ahora su ávatar familiar ayudaba mucho más manteniendo a los refugiados calmados que los reclutas con sus rifles. Pero, extrañamente, la IA no había estado dispuesta a mostrarse.

Durante una breve reunión en la oficina de Thune, en el parlamento, antes de que la milicia se dirigiera hacia Gladsheim, Mack había expresado que prefería ayudar en la evacuación “detrás del telón”. En realidad, no se había rehusado a manifestarse en la terminal de Gladsheim, pero aún así Avery nota-ba que Mack sonaba un poco rígido –su buen humor era ahora más forzado de lo que había sido el día de la celebración del solsticio. En parte podía ser por-que trataba de mostrar respeto por los trágicos eventos del día. Pero sea cual fuera la razón, las manías de personalidad de la IA no eran asunto de Avery. La Teniente Comandante al-Cygni había pasado mucho más tiempo con Mack que él, y se había tomado la reticencia de la IA con calma.

Avery caminó paralelo a la fila de refugiados, saliendo del edifico de la terminal hasta llegar a la entrada. Byrne ya estaba parado a un lado de Ponder,

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pero el Capitán espero que Avery se acercara antes de hablar en un débil susu-rro:

–Algunos de los JOTUNs de Mack han detectado un convoy llegando a través de los viñedos.

–¿Cuántos vehículos? –preguntó Avery. Ponder miró a Mack. La IA debía haber estado escuchando su conversa-

ción, porque luego de saludar con su sombrero a una corpulenta mujer de cabe-llo canoso sujetando a sus dos nietos por las manos, esbozó una amplia mano totalmente estirada: cinco. Avery había visto los viñedos desde el techo. Sus filas uniformemente espaciadas de vides sujetas por mástiles de madera se extendían desde la ciudad en todas direcciones. La mayoría de las uvas eran para el consumo diario, pero algunas eran destinadas para producir vino. De hecho, esa era la única razón por la que los residentes más refinados de Utgard realizaban el viaje de un día completo a través de la llanura para llegar a las pequeñas bodegas familiares de Gladsheim y así poder catar el vino.

Avery supo que las personas en el convoy, habían escogido atravesar los viñedos para evitar los caminos. A esas horas durante el verano, el suelo de los cultivos se secaba y se endurecía, permitiendo ser transitados sin problemas, además de manteniéndolos relativamente ocultos. Pero también sabía que Ponder no lo hubiese llamado si no hubiesen surgido problemas.

–Mack está rastreando dos naves de descenso –dijo Ponder–. Las mismas que usaron en los jardines.

–¡Demonios! –escupió Byrne. –Tomen un ‘Hog, vean lo que pueden hacer –el Capitán hizo una mueca y

estiró el cuello para mirar por sobre la multitud que arrastraba los pies–. Un contenedor más y terminaremos.

–¿Alguna señal de la gente de Jenkins? –preguntó Avery. De nuevo, Ponder miró a Mack. La IA no saludaba a las personas solo para

ser amigable. Desde unas cámaras en sus holo proyectores y otras tantas alre-dedor de la terminal, había estado escaneando los rostros y comprobándolos con la base de datos del último censo de Harvest. Mack movió su cabeza: no.

–Esperemos que estén en el convoy –dijo Ponder mientras otro disparo de plasma resonó a través del depósito, mucho más fuerte que la última vez–. Tenemos que apresurarnos. Incluso si no lo están.

Menos de un minuto más tarde, Avery y Byrne estaban conduciendo otro de los Warthogs de la milicia por la calle principal, en dirección al este. Avery ocupaba el asiento del conductor. Byrne operaba el arma antiaérea ligera M41 (LAAG, por sus siglas en inglés), una ametralladora rotatoria de triple barril, montada en una torreta giratoria en el espacio de carga del vehículo. La LAAG era el arma más poderosa en el arsenal de la milicia, y debía ser más que sufi-

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ciente para cualquier operación de seguridad interna. Pero Avery no tenía idea de si sería suficiente contra las torretas de las naves de descenso alienígenas.

Giró cerrado a la derecha para tomar una avenida en dirección norte, guia-do por una marca de navegador en un mapa que Mack se había molestado de proyectar en la pantalla de estado del vehículo. Unas cuantas calles más y ya se encontraban en el distrito ocupado por almacenes, con visión limitada por los altos edificios de metal. Avery giró una vez más para tomar una avenida hacia el este que los llevaría hacia el borde de la ciudad y presionó los frenos. Una de las naves de descenso se encontraba suspendida a baja altura por sobre los viñedos, disparando a algún lugar entre las filas de plantas.

Un poco más cerca, se veía un transporte polvoriento y un sedan detenidos, ardiendo en medio de una linea recta de tierra roja, entre los viñedos y la ciu-dad. Las puertas de ambos vehículos estaban abiertas, evidencia de que sus ocupantes al menos habían intentado huir. Pero no habían logrado correr mu-cho. Una linea de cuerpos calcinados yacían desplomados en el suelo, donde la torreta alienígena los había interceptado. Avery vio algo emergiendo del con-tenedor de carga del vehículo de transporte. Brillando en medio del espeso humo que emanaba del motor del transporte, Avery supo que se trataba del alienígena en armadura dorada incluso antes de que avanzara un paso dentro del terreno más despejado, con el martillo colgando en su espalda. La criatura sostenía un bolso con una de sus garras y un cuerpo con la otra. Avery vio a la criatura arrojar ambos botines al suelo, inclinarse y rasgar en dos el bolso con sus propias manos. Aún sin notar la presencia de los marines, cuidadosamente revolvió las ropas antes ordenadas.

–Llegamos muy tarde –dijo Byrne entre dientes. –No –Avery vio el cuerpo moverse, un escuálido y alto hombre, con cabe-

llo fino que gritó cuando el alienígena lo tomó por el cuello–. Tenemos un sobreviviente.

Byrne se apoyó contra la LAAG. –Haz que ese hijo de puta se endereze. Avery presionó la bocina del Warthog. La criatura no se levantó hasta que

el bocinazo logró resonar por sobre el estruendo de las unidades anti gravedad de la nave. Cuando el alienigena levantó la cabeza en dirección a la fuente del sonido, Byrne abrió fuego.

Chispas azules salieron de los escudos de energía del alienígena a medida que las rondas de doce-punto-siete milímetros de la LAAG golpeaban en su objetivo. La criatura se tambaleó hacia atrás y por un momento Avery pensó que el fuego sostenido de Byrne podría atravesarlos. Pero cuando sus rodillas parecían a punto de fallar, el alienígena rodó para cubrirse con el sedán. En ese momento, la nave giró y salieron insectos zumbando de sus bahías de carga.

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Avery mantuvo el todoterreno firme y dejó que Byrne se encargara de diezmar al enjambre inquieto. Pero entonces, vio un destello dorado.

–¡Mantenlo! –gritó Avery, poniendo la palanca de cambios del Warthog en reversa y pisando el acelerador.

Pero antes de que el vehículo se hubiera movido unos cuantos metros hacia atrás, el alienígena de armadura dorada encaró la avenida, y lanzó su martillo con un fuerte rugido. El arma aplastó la parte frontal de la capota y arrancó los ganchos de remolque. El motor del Warthog estaba ileso, pero aún así la fuerza del golpe fue tal que las ruedas traseras se levantaron en el aire.

–¡Muévenos! –aulló Byrne, luchando por nivelar la LAAG mientras el Warthog caía de regreso sobre sus ruedas traseras.

Pero Avery ya había hecho los cambios y ahora el vehículo avanzaba, gol-peando al alienígena de armadura en el pecho, y conduciendo a través del enjambre. Un insecto voló hacia el parabrisas, quebrando el vidrio y muriendo en una explosión grotesca color mostaza que ensució los lentes de tirador de Avery. Cuando se los quitó, otro insecto imitó al primero, agitando sus extre-midades y golpeándose contra las placas de armadura que protegían al opera-dor de la LAAG.

–¡Fuera de aquí! –gritó Byrne al insecto que ya dejaban atrás. Pero la criatura retorció sus garras, logrando herir uno de los brazos del

Sargento. A pesar de ser una herida superficial, lo hizo enfurecer aún más de lo que ya estaba. Hizo girar la torreta y golpeó al insecto con una ráfaga extendi-da. Pero ahora se encontraban en medio del enjambre, y mientras que los bi-chos sobrevivientes desaceleraban para tratar de rodearlos, Byrne comenzó a descargar su furia alegremente.

Pero el Warthog se detuvo abruptamente otra vez –un impacto que fue tan violento que golpeó la mandíbula de Avery contra su pecho y desprendió al insecto del parabrisas. Sin embargo, el choque había sido intencional; Avery había acelerado hacia el sedán, aplastando al alienígena de armadura dorada entre medio. La criatura rugió de dolor. Había lanzado su martillo, y ahora las únicas armas que le quedaban eran sus garras enguantadas, que comenzó a usar para golpear el ya abollado frente del todoterreno.

–¿Qué esperas? –gritó Byrne a Avery, quien ya había desenfundado su M6 y la nivelaba con la cara del alienígena– ¡Mata al bastardo!

Pero Avery no jaló del gatillo. En lugar de eso, había levantado la mirada y vio la cabina de la nave de descenso: ‘¿Dispararás? Yo te dispararé a ti tam-bién’.

La torreta de la nave había girado para tener el Warthog en la mira. El in-terior de su cañón doble comenzó a brillar con el color azul del plasma. Pero cualquiera fuera la criatura que estaba sentada dentro de la cabina sólo le esta-ba dando una advertencia y no disparó.

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–Byrne. Ve a buscar al sobreviviente. –¿Estás loco? El alienígena de armadura había dejado de golpear. Colocó sus manos con-

tra el motor expuesto del Warthog y trató de empujar el vehículo hacia atrás. Avery aceleró un poco más el Warthog, haciendo girar las ruedas en el lugar, levantando polvo y aplicando presión adicional.

–¡Hazlo! –gritó Avery. El alienígena dejó de empujar y comenzó a aullar de agonía. Byrne bajó de un salto de su posición y caminó lentamente hacia el civil

herido, con la torreta de la nave alternándose entre él y Avery sucesivamente. Byrne ayudó al hombre a ponerse de pié, y poniendo uno de sus brazos alrede-dor de su cuello, lo ayudó a acomodarse en el asiento del pasajero.

–Estará bien –le dijo Avery mientras Byrne le colocaba su cinturón. Estaba apenas vestido –llevaba sólo un par de calzoncillos a rayas y una

camiseta blanca que se había derretido sobre su pecho. Su rostro y brazos esta-ban cubiertos por quemaduras de segundo y tercer grado. Cuando el hombre trató de hablar, Avery lo interrumpió.

–Sólo relájese. –Estoy listo –dijo Byrne, acomodándose tras la torreta– ¿Ahora qué? Avery clavó su mirada en los ojos amarillos del alienígena. –En cuanto retroceda, tú le haces estallar la mandíbula a nuestro amigo do-

rado. –Hecho. Avery pisó a fondo. El Warthog saltó hacia atrás y el alienígena aulló de

nuevo. Avery apenas pudo captar un vistazo de las heridas de la criatura antes de voltearse en su asiento para ver hacia donde estaba conduciendo. Su muslo derecho estaba hecho pedazos. La placa de armadura de su pierna se había caido, y dos fragmentos de hueso asomaban por su piel sangrante. A pesar de ser una herida grave, hterminó salvándole la vida. Justo cuando Byrne había comenzado a abrir fuego, la pierna del alienígena colapsó, haciéndolo caer al suelo. Byrne no tuvo tiempo de ajustar su puntería antes de que Avery torciera el volante del Warthog, haciéndolo pasar por entre dos almacenes. Con el fuego de plasma de la torreta de la nave golpeando el pavimento tras ellos, los dos Sargentos y su único evacuado aceleraron de regreso a la terminal.

–¡Capitán! –ladró Avery a su micrófono de garganta– ¡Estamos en camino! –Tenemos insectos sobre el lugar, y un contacto aéreo hostil –contestó

Ponder. Avery pudo oír gritos y disparos por el COM–. Estamos cargando al último de los civiles. Necesitamos que atraigan el fuego.

–Byrne ¿ves otra nave? –¡Torre de agua! ¡A la izquierda en la siguiente intersección!

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Avery hizo girar al Warthog, entrando en la ancha calle principal de Glads-heim nuevamente. Un momento después, vio la segunda nave de descenso alienígena, navegando hacia el norte por sobre el edificio de la terminal, con su torreta rociando el lugar donde habían estado los refugiados con fuego de plasma. Byrne disparó una larga ráfaga contra la bahía de tropas de la nave, y su torreta giró rápidamente. Pero Avery ya había pisado el acelerador, y la respuesta de la torreta ardió en el pavimento a sus espaldas.

–Está girando para seguirnos –gritó Byrne–. ¡Vamos, vamos, vamos! Avery aplastó el pedal, y pronto el Warthog estaba corriendo a máxima ve-

locidad en dirección al extremo este de la ciudad. A pesar del fuego sostenido de Byrne, la nave de descenso estaba acortando la distancia rápidamente; Ave-ry podía sentir el calor de las bolas de plasma en la parte de atrás de su cuello.

–¡Sujétense! –gritó Avery, tirando del freno de emergencia del Warthog y girando fuertemente a la derecha.

Las ruedas delanteras del todoterreno se bloquearon, pero las traseras de-rraparon hacia la izquierda, girando alrededor de la base de la torre de agua. Avery hecho un vistazo para ver si su pasajero civil estaba bien, pero el hom-bre se había desmayado por el shock.

–¿Están bien? –la voz de Mack zumbó en el casco de Avery. La voz de la IA sonaba demasiado calmada entre todo el caos presente. –Por ahora –Avery hizo una mueca y la nave alienígena pasó de largo al

vehículo, demasiado rápidamente como para tomar una curva cerrada para seguirlos. La nave roció el tanque de agua de la torre con enfurecidas y erran-tes bolas de plasma, y luego, desapareció tras el hotel de Gladsheim– ¿Evacua-ron a todos?

–A todos menos a ustedes –respondió Mack. El Warthog se encontraba ahora apuntando al depósito. Más abajo por la

avenida, Avery pudo ver un contenedor de carga abandonando la terminal, acumulando velocidad.

–¡Envía otro contenedor! ¡Entraremos en él! –Tengo una mejor idea –dijo Mack–. Regresen, de vuelta a los viñedos. –¡Al demonio con eso! –gritó Byrne. Avery movió la palanca de cambios. –Tenemos la nave en el trasero, Mack. –Lo sé –la IA sonaba alegremente alentadora. Unos segundos después, todo lo que Avery podía ver eran borrones de

hojas verdes y uvas borgoña, mientras el Warthog aceleraba hacia el este, siguiendo una fila de viñas.

–¿Cuál es el plan? –Hay una vía muerta de emergencia a dos-punto-tres kilómetros al este de

tu posición actual –reveló Mack–. Tendré otro contenedor esperando por uste-

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des allí –justo en ese momento, la nave de descenso apareció a sus espaldas otra vez. Su torreta brillaba, enviando disparos ciegos a través del humo del Warthog, que impactaban un poco más adelante. Avery comenzó a girar para esquivar los cráteres humeantes–. Bueno, no esperando exactamente –continuó Mack– ¿Cuál es tu velocidad actual?

–¡Ciento veinte! –Excelente. No pares. Apretando fuertemente el volante, Avery hacía todo lo posible por evitar

los cráteres de impactos adicionales. Pero no podía esquivarlos todos y mante-ner la velocidad al mismo tiempo.

–¡Estabilízate, bastardo! –gritó Byrne cuando el Warthog saltó de arriba abajo, pasando por un hoyo particularmente profundo.

Los oídos de Avery estaban zumbando por el resonar de la LAAG –una se-rie de sonidos chirriantes y golpes sin cesar– y el repiqueteo de los cartuchos de bronce que el arma escupía sobre el espacio de carga del vehículo.

–¡Bésame el trasero! –le gritó a Byrne luego de que una ráfaga de plasma pasara tan cerca de sus cabezas que casi pudo sentir el sudor en su uniforme hirviendo.

–¡No tú! ¡El bastardo a nuestras seis! La nave de descenso había comenzado a balancearse de atrás para adelante,

tratando de encontrar un espacio para disparar. Su torreta estaba teniendo pro-blemas para apuntarles, y sus disparos impactaban bastante lejos en cualquier dirección, derritiendo los alambres metálicos que mantenían a las vides sujetas a unos postes verticales. Avery sabía que su pobre puntería no sería así para siempre.

–¿Mack? –Sigan. Ya casi lo logran… El fuego de la nave de descenso golpeó a la izquierda, frente al Warthog,

convirtiendo la fila de plantas en un millón de partículas de metal derretido, proveniente de los alambres y postes. Avery puso una mano detrás del cuello del pasajero, y lo empujó hacia delante en su asiento –agachando su cabeza por debajo del tablero mientras el Warthog aceleraba a través de una pegajosa y abrasadora nube de jugo de uvas.

–¡Están por cocinarnos! –gritó Avery con el rostro y los brazos escocidos por la nube.

Entonces algo explotó detrás suyo. –¡San-ta mierda! –vitoreó Byrne. Avery no pudo ver a la nave morir –cómo su bahía de tropas reventó para

estrellarse contra el viñedo un momento después. Pero vio a algunos de sus asesinos: un escuadrón de JOTUNs fumigadores, volando de norte a sur.

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Mack había tendido una trampa –guiando estos misiles subsónicos dentro de la trayectoria de la nave, conociendo que la inercia de la nave y su enfoque en el Warthog de Avery asegurarían el éxito.

–Ya casi llegan –anunció Mack, como si nada particularmente excitante hubiese sucedido–. Detendré el contenedor, pero el objetivo primario acaba de incrementar su velocidad por un factor de tres.

El Warthog llegó a un parche valdío de tierra entre dos campos de viñedos, y Avery giró el volante hacia el sur, acelerando hacia la plataforma de policre-ta. Podía ver el contenedor deslizándose desde el oeste, moviéndose a una velocidad decente, y escoltado por un par de fumigadores. Mack debía haber estado observando el Warthog desde las cámaras de los JOTUNs –ajustando la velocidad del contenedor como fuera necesario– porque Avery tocó la rampa de carga de la plataforma exactamente al mismo momento en que el contene-dor se alineó para dejarle entrar por la puerta abierta, pasando frente a Ponder, Healy y un puñado más de reclutas.

El Warthog cayó con un estrépito sobre el suelo metálico del contenedor y chilló hasta detenerse.

–¡Healy! –gritó Avery, bajándose de su asiento– ¡Tenemos un herido! Pero el médico ya estaba corriendo hacia el jeep, seguido de cerca por Jen-

kins y Forsell. Jenkins se detuvo en seco y se quedó observando al civil resca-tado con enojo y confusión.

–¿Dónde están los otros? –Este era el único –dijo Byrne, sacando al hombre inconciente de su asien-

to, y acostándolo en el suelo. Healy miró las quemaduras y sacudió la cabeza. Tomó un vendaje anti-

séptico de su kit médico y lo usó para envolver el carbonizado pecho del hom-bre.

Jenkins le lanzó a Avery una mirada desesperada. –¡Debemos regresar! –No –contradijo Avery. –¿A qué se refiere con “no”? –gimió Jenkins. –Cuida lo que dices –gruñó Byrne, poniéndose de pié. Avery le lanzó una mirada enojada: Déjame manejarlo. –La nave de guerra se dirige directamente a la ciudad –se acercó a Jenkins

rodeando la capota abollada del Warthog–. Si regresamos estamos muertos. –¡¿Qué hay de mi familia?! –gritó Jenkins, escupiendo saliva. Avery alcanzó los hombros de Jenkins, y esta vez hizo contacto. Pero Jen-

kins lo apartó. Por un momento, el Sargento y el recluta se observaron. Los puños de Jenkins estaban apretados y temblando. Avery pensó en todas las cosas duras que podría haber dicho para poner al recluta en su lugar. Pero sabía que ninguna de ellas sería tan útil como la verdad.

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–Ellos se han ido. Lo lamento. Con lágrimas en los ojos, Jenkins se volteó y se desplomó en la parte tras-

era del contenedor. Allí tomó una plataforma elevadora que lo subió hasta una gruesa compuerta de metal –que lo conduciría a la cabina de control del piloto si es que el contenedor lograba subir otra vez por el elevador de Harvest, para convertirse en un carguero espacial. Con el contenedor acelerando a través de la llanura Ida, Jenkins, observó por el grueso ojo de buey al crucero alienígena, que ya proyectaba su sombra sobre Gladsheim. Lloró mientras veía el plasma derramándose.

Los incendios de los almacenes de fertilizantes de Gladsheim arderían más brillantes que Epsilon Indi al amanecer. Los marcos derretidos de los edificios en ruinas resplandecerían hasta que la estrella regresara al día siguiente. Even-tualmente, Avery subiría por el elevador hasta Jenkins, y guiaría al desconso-lado recluta de regreso con sus hermanos de milicia. Pero por ahora, sencilla-mente observaba a Healy atendiendo al último evacuado de Gladsheim.

Mientras el médico cubría las heridas que no era capaz de curar, Avery cayó en la cuenta de que las pérdidas de ese día eran solo el comienzo. Aún peor: si acorralar a los ciudadanos de Harvest en Utgard era parte del plan de evacuación de la Teniente Comandante al-Cygni, entonces no había hecho nada más por este hombre –ni a ninguno de los refugiados– que retrasar su inevitable aniquilación.

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Capítulo Dieciocho Relicario, órbita alta. La estación orbital alienígena era mucho más espaciosa de lo que había es-

perado Dadab. Y a pesar de que su interior era oscuro y frío, podía sentir el espacio vacío a su alrededor cerniéndose –extendiéndose hacia lo alto, hasta llegar al curvado casco doble, que conformaba la única barrera del orbital en contra del vacío. Una pálida luz azul proveniente de los núcleos de energía apilados a un lado que él y los otros Unggoy habían traído desde el Rapid Conversion, iluminaba seis varillas plateadas que recorrían la instalación. Estas varillas se entrecruzaban con unas columnas, tan gruesas como la propia altura de Dadab.

Los Jiralhanae habían determinado que el orbital era parte de un sistema de elevación que los alienígenas usaban para mover cargas desde y hacia la super-ficie. Bajo las órdenes de Maccabeus, los Unggoy habían establecido pequeños campamentos frente a los siete lugares donde los cables se encontraban con la estación –espacios en la estructura, por donde los cables dorados llegaban desde la superficie, atravesaban el orbital, y subían hasta otro arco plateado, mucho más alejado. Dadab no comprendía del todo el porqué el Cacique se encontraba tan ávido por colocar tropas en la instalación, luego de haberla ignorado por tantos ciclos; si cualquier cosa peligrosa subía por los cables, el Rapid Conversion podría vaporizarla mucho antes de que alcanzara el orbital. Pero no había querido presionar para obtener la respuesta. Algo se estaba tra-mando en la nave Jiralhanae –una extraña tensión entre Maccabeus y su tripu-lación. Y hasta que las cosas regresaran a la normalidad, Dadab se encontraba más que feliz por abandonar el crucero.

Abordar el orbital casi había sido un desafío. Naturalmente, ninguna de sus escotillas tenían el tamaño para conectar una nave de descenso Spirit, y al final, los Jiralhanae se abrieron camino de la misma forma que los Kig-Yar habían abordado los cargueros alienígenas: perforando a través del casco con un conector umbilical de repuesto. De hecho, esto había sido una sugerencia de Dadab, y la aparente originalidad de su plan había erizado el pelaje de Tarta-rus.

Cuando el oficial de seguridad obligó a Dadab a que explicase cómo había dado con tan ingeniosa solución, el Diácono se la atribuyó a Más Ligero Que Otros. Esto era más que nada para evitar revelar detalles auto-incriminatorios de su estadía a bordo del buque Kig-Yar, pero Dadab también esperaba que esto incrementara la menguante estima del Huragok. Más Ligero Que Otros aún no había terminado de reparar el Spirit dañado, y su falta de progreso esta-ba agotando la paciencia de Tartarus. Cuando Dadab lanzó una señal de despe-dida a su amigo antes de partir hacia el orbital, el Huragok le contestó que casi

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había terminado con su trabajo. Pero, a los ojos del Diácono –al menos super-ficialmente– el Spirit se veía igual de destrozado que siempre.

Resultó que insertar el umbilical era mucho más desafiante de lo que Da-dab había imaginado. A diferencia de los cargueros alienígenas, el doble casco del orbital estaba lleno con algún tipo de material reactivo –una espuma amari-lla diseñada para rellenar instantáneamente los agujeros hechos por microme-teoritos y otros escombros espaciales. Pero eventualmente la punta penetradora del umbilical había quemado a través de ella, creando un nuevo camino. Tarta-rus y Vorenus fueron los primeros en atravesar la barrera de energía brillante, saliendo en el pasillo central del orbital, con sus rifles levantados.

Para sorpresa de Dadab, los dos Jiralhanae apenas estuvieron el tiempo su-ficiente para olfatear el aire de abordo –verificando si la instalación estaba tan carente de seres vivos como sugerían los medidores del Rapid Conversion. Con una estricta orden de mantener el tráfico de señales al mínimo, Tartarus y Vorenus se marcharon, dejando a Dadab para guiar a sesenta aterrorizados Unggoy a través del oscuro interior de la estación. El Diácono ordenó que prendieran los núcleos de energía, que se pusieron en marcha, activando las estaciones de recarga de metano y otros equipos luminosos. Tartarus le había entregado a Dadab una pistola de plasma y, aunque el Diácono no tenía inten-ción alguna de dispararla, la había sujetado a su arnés para calmar al tempera-mental oficial de seguridad. Pero esta adquisición le trajo un beneficio inespe-rado: en el nivel de energía más bajo, la pistola servía como una sutil antorcha –una brillante esmeralda liderando una procesión de gemas más pequeñas. Pronto todos los Unggoy estaban en sus posiciones, de a ocho o nueve en la intersección de cada cable.

Hasta el momento, ya habían pasado tres ciclos de sueño alejados del cru-cero Jiralhanae. Dadab comenzó a hacerse el hábito de recorrer la instalación por lo menos dos veces por ciclo, y revisar cada campamento. Luego de haber hecho algunos viajes de una punta a la otra, ya ni se molestaba en mantener su pistola encendida. La pasarela era recta (excepto donde se torcía alrededor de las intersecciones) y tenía unos barandales a los lados. Y la alegre luz azul de los núcleos de energía de cada campamento hacía aún más fácil guiarse de uno a otro.

Pero la confianza de Dadab –el placer que sentía haciendo sus rondas– ven-ía de un lugar más profundo. En un extraño sentido, sus ciclos a bordo del orbital alienígena le hicieron recordar al periodo más feliz de su vida: el tiem-po que había pasado en el seminario del Ministerio de la Tranquilidad.

El dormitorio que había compartido con otros Unggoy en adiestramiento para ser diáconos era un laberinto de células de baja luminosidad en la base de la torre del Ministerio, en High Charity. Habían pasado muchas de las noches artificiales de la ciudad santa apiñados alrededor de núcleos de energía, suc-

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cionando su comida de los dispensadores comunitarios, y ayudándose unos a otros memorizando los jeroglíficos y las escrituras. A pesar de que el dormito-rio estaba muy poblado, Dadab recordó la camaradería de esos días con gran cariño. Había esperado que su nuevo claustro alienígena tuviese el mismo efecto unificador entre los Unggoy del Rapid Conversion. Pero la gran mayor-ía de ellos seguían mostrando poco entusiasmo por su instrucción religiosa.

–¿Acaso a ninguno de ustedes les interesa visitar High Charity? –preguntó el Diácono.

Los ocho Unggoy haciendo guardia frente a una de las intersecciones cen-trales del orbital estaban sentados juntos, levantando sus endurecidas manos frente a una bobina de calefacción conectada a uno de los núcleos.

El plasma rosado oscilando dentro de la bobina emitía un extraño resplan-dor, revelando oscuros pares de ojos que parecían ansiosos por ver al Diácono ir al grano y retirarse al próximo campamento.

–A nuestro regreso, con mucho gusto organizaré una peregrinación –era una oferta generosa, pero los otros Unggoy no dijeron nada.

Dadab suspiró dentro de su máscara. Era una creencia común entre todos los verdaderos creyentes, que todos debían ver High Charity por lo menos una vez en la vida. El problema era que la santa ciudad de los San’Shyuum se encontraba constantemente en movimiento,y las enormes distancias entre las varias flotas y hábitats Covenant hacían el viaje tan caro que era un privilegio que los creyentes menos prósperos no se podían permitir. Incluso Dadab estaba impactado de que estos Unggoy no tubieran ni siquiera el deseo de realizar el viaje.

–Por sí sola, la nave sagrada vale el esfuerzo –Dadab usó sus dedos regor-detes para trazar la forma triangular del Dreadnought Forerunner en el aire–. Es una vista impresionante, sobre todo desde los barrios bajos.

–Mi primo vive en los barrios –murmuró Bapap. Éste era el único Unggoy de ese campamento en particular que había esta-

do en el grupo de estudio original de veinte miembros. Un Unggoy inusual-mente grande llamado Flim le lanzó a Bapap una mirada desagradable, y el único pupilo de Dadab hizo todo lo posible por desaparecer en su arnés.

Flim estaba sentado en una pila de cajas y suministros. Profundos hoyos supurando en la piel quitinosa del Unggoy indicaban una prolongada lucha con los percebes, una aflicción común entre los Unggoy que trabajaban en las as-querosas sentinas de los hábitats más grandes. Dadab sabía que no era inteli-gente confrontarse con un Unggoy tan duro como para sobrevivir a tal infernal ocupación. Pero continuó, ignorando la desaprobación de Flim.

–¿Oh? ¿En qué distrito? Bapap evitó la mirada del Diácono. –Yo… no lo sé.

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–¿Cómo se llama tu primo? –persistió Dadab– Quizá lo haya conocido. Las probabilidades de que eso fuera verdad eran de una en un millón, pero

deseaba mantener la chispa de la conversación con vida. Todos los campamen-tos habían comenzado a convertirse en feudos, y Dadab quería invertir esa tendencia –los Unggoy como Flim estaban perjudicando su deber, haciendo imposible inspirar a su rebaño.

–Yayap26, hijo de Pum –dijo Bapap nerviosamente–. Del Scrabland maldito de Balaho.

Los Unggoy no tenían apellidos. En cambio, se identificaban formalmente con los nombres y lugares de nacimientos de sus patriarcas favoritos. Dadab sabía que este Pum podía ser cualquiera: el tío de Bapap, o su tatara-tatara abuelo, o algún paterfamilias mítico a quien reverenciaban sus ancestros. Ba-laho era el nombre del mundo natal Unggoy, pero el Diácono no estaba fami-liarizado con el distrito que Bapap había mencionado. A pesar de eso, perse-veró.

–¿Trabaja para algún ministrio? –Sirve a los Sangheili. –¿Cómo soldado? –Como centinela. –Debe ser muy valiente. –O estúpido –rezongó Flim, extrayendo un paquete de comida de su pila–.

Como Yull –clavó un tubo en el paquete y conectó el otro extremo a una en-trada especial en su máscara, y comenzó a succionar la comida fangosa.

Los otros Unggoy se encorvaron para acercarse un poco más a la calefac-ción. El diácono sabía muy poco acerca del primer descenso de los Jiralhanae al planeta alienígena –la negociación en los jardines. Había estado en el puente del Rapid Conversion durante toda la misión, controlando la Luminary. Pero Dadab sabía que Bapap había sido parte del contingente Unggoy, como la mayoría de su grupo de estudio. Gracias en parte a la educación del Diácono, estos eran los Unggoy más fiables y confiados del Rapid Conversion, y Mac-cabeus los había solicitado específicamente a ellos. Trágicamente, uno del grupo, Yull, no había regresado. Y cuando Dadab preguntó, Bapap y los otros no le dijeron. Eventualmente Dadab había reunido el valor suficiente para confrontar a Maccabeus en el salón de banquetes del Rapid Conversion.

“Fue desobediente y Tartarus lo mató”, había respondido el Maestro de Nave con sorprendente sinceridad. “Tus pupilos no han aprendido nada, Diá-cono. Nada que me resulte útil por ahora”.

26 El mismo Yayap del libro “Halo: El Flood”, aquel que más tarde trabajaría con el Elite Zuka ‘Zamamee intentando asesinar a John-117. Dicha novela se encuentra también en el foro.

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Fue una acusación hiriente, que lastimó a Dadab profundamente. “Lo sien-to, Maestro ¿Qué más debería hacer?”. Pero el Cacique sencillamente se quedó contemplando el mosaico del suelo del salón, con sus brazos de pelos platea-dos detrás de la espalda.

Maccabeus no había hablado mucho desde que recibió la corta respuesta del Ministerio a su jubiloso mensaje de confirmación de las reliquias y el Orá-culo. Luego de un incómodo silencio, roto solamente por el chisporroteo de las lámparas de aceite, Dadab hizo una reverencia y se volteó para retirarse.

“¿Cuál es el pecado más grave… “ preguntó Maccabeus a Dadab, luego de que ya había recorrido algunos pasos hacia la puerta “ …desobediencia o pro-fanación?”

“Supongo que dependería de las circunstancias” el Diácono respiró hondo. Las válvulas en su máscara hicieron ‘clic’ mientras escogía sus palabras cuida-dosamente. “El castigo para aquellos que desafíen intencionalmente a los Pro-fetas es severo. Pero también lo son las penas por dañar las santas reliquias”.

“Los Profetas”. Las palabras sonaron llanas –el final de una idea dicha en voz alta.

“Cacique ¿Hay algo más que pueda hacer?” Dadab comenzó a pensar que ya no se trataba de una discusión teórica, y que Maccabeus estaba en una crisis real. Pero la única respuesta del Maestro de Nave fue un movimiento de una de sus manos a su espalda, ordenándole que se retirara.

Dadab se escabulló de la sala, y logró ver al Maestro de Nave avanzar hacia el anillo que representaba la Era de la Duda en el mosaico: Una banda circular de ópalos negros, cada piedra salpicada de rojo, naranja y azul. Dadab había esperado ver al Maestro levantando sus brazos en posición de oración, o mostrando alguna seña de deferencia al símbolo al que usualmente trataba con reverencia. Pero sencillamente frotó el anillo con uno de sus pies de dos dedos, como si estuviera limpiando una mancha.

No mucho después de eso, Maccabeus había ordenado a los Unggoy entrar al orbital.

–De pié, Bapap –Dadab frotó sus manos frente a la bobina de calefacción–. Es hora de hacer un poco de trabajo del Ministerio, y necesito un ayudante capaz.

Cuando Bapap no logró levantarse, Dadab caminó hacia Flim y tomó un kit de herramientas de la pila. El Unggoy más grande aspiró un poco de lodo cuando la pila tembló, haciéndole sacudirse hacia abajo. Pero la atrevida ac-ción de Dadab había sorprendido al pequeño tirano, y Flim no protestó.

–Trae un núcleo –le dijo a Bapap, mientras se ponía el kit de herramientas al hombro–. Necesitaremos luz.

Ya con todo, se alejó del campamento en dirección al centro del orbital. Acababa de voltear por la esquina del cruce más cercano cuando escuchó unos

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pies apresurándose a su espalda. Dadab sonrió y bajó el ritmo. Bapap apareció detrás de él, sosteniendo con sus brazos el núcleo solicitado.

–¿A dónde vamos, Diácono? –A la sala de control de esta instalación, creo. –¿Qué estamos buscando? –Lo sabré cuando lo vea. Hasta donde sabía la Luminary del Rapid Conversion, no había nada inte-

resante en el orbital. Ni reliquias, ni pista alguna del Oráculo del planeta, quien había estado evadiendo a la Luminary desde el encuentro.

Pero Dadab sabía que debían haber más de las cajas inteligentes de los alienígenas a bordo del orbital. Tenía la esperanza de que contuvieran infor-mación que ayudase a Maccabeus a localizar al Oráculo, haciendo también disipar su estado de humor sombrió y distante –uno que, hasta donde suponía Dadab, era producto del carácter evasivo del Oráculo y de los miedos del Ma-estro de nave de que su reporte a los Profetas había resultado defectuoso.

Del otro lado del cruce del cable con la estación, había una habitación cilíndrica, construida a un lado del corredor, entre dos gruesos cables unidos a los palos que seguían el trayecto del pasillo. La habitación llamaba la atención de los ojos de Dadab cada vez que atravesaba el orbital; primero y principal porque era el espacio cerrado más grande de la instalación, y segundo porque las puertas deslizantes para ingresar se encontraban firmemente cerradas. Esto último fue fácilmente remediado con una palanca tomada de la caja de herra-mientas, y pronto los dos Unggoy se encontraban dentro de la habitación, con el núcleo de energía sostenido por Bapap iluminando las sombras con parpade-ante luz azul. Un corto tramo de escaleras llevaban a una ligera depresión circular en el suelo, de la cual, la mitad posterior se alineaba con siete torres blancas colocadas juntas, formando un arco. Incluso antes de que Dadab quita-ra uno de los paneles de fino metal de una de las torres con sus espinosos de-dos, ya sabía que sus suposiciones habían estado en lo cierto acerca del conte-nido de la habitación. Pero no había tenido idea de que sus instintos tendrían tan abundantes resultados. Cada una de las torres contenía circuitos inteligen-tes, algunos en las familiares cajas metálicas negras, otros flotando en tubos llenos con un fluido claro y frio –todos conectados con una intrincada red de cables multicolores. Dadab comprendió que no estaba mirando componentes individuales almacenados juntos, sino a una maquina pensante individual. Una inteligencia asociada que hacía a las cajas conectadas por Más Ligero Que Otros verse primitivas en comparación.

–¿A dónde vas? –preguntó Bapap mientras Dadab subía por las escaleras en dirección al pasillo.

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–¡De regreso al crucero! –gritó Dadab. Entonces, mientras pasaba por entre las puertas medio abiertas de la habitación agregó– ¡Quédate aquí! ¡No dejes entrar a nadie más!

Dadab trotó hacia el umbilical dejado atrás por la nave de descenso, pasan-do por el campamento de Flim. No dijo una palabra a los Unggoy apiñados allí ni a aquellos en la siguiente intersección con otro cable. Estaba tan preocupado de que los otros Unggoy descubrieran lo que había encontrado, que no con-tactó con el Rapid Conversion sino hasta después de haber atravesado la barre-ra de energía del conducto.

El Jiralhanae que contestó a su solicitud por una recogida inmediata le dijo que tendría que esperar –que dos de las tres naves de descenso operables esta-ban siendo usadas, y la tercera se mantenía en reserva. Pero Dadab clarificó que poseía información vital para el Cacique, que sencillamente no podía espe-rar, y el oficial Jiralhanae del puente le dijo ásperamente que esperara.

Poco tiempo después, Dadab estaba dentro de la cabina de un Spirit, de pié junto a un Jiralhanae junior con pelaje ralo, color marrón, llamado Calid, quien no dijo nada hasta que el Spirit se encontró más cerca del Rapid Conversion y recibió una transmisión a través de su unidad de señales a la que solo él podía oir.

–Debemos esperar –gruñó Calid, pinchando con sus dedos una serie de holo interruptores en el panel de control, a un lado del asiento del piloto.

Su tono le sugirió a Dadab que ya habiendo presionado a la suerte para conseguir ese vuelo no planeado, y no sería muy inteligente cuestionar el re-traso. Pero Calid le dijo la razón sin que preguntase, como si la única forma para que la transimisión tuviese sentido fuera repitiéndola en voz alta.

–Hay una pelea. En el hangar. Toda la impaciencia de Dadab se convirtió rápidamente en pánico cuando

sus pensamientos se enfocaron en Más Ligero Que Otros, flotando desprotegi-do en su taller hecho con una bahía de tropas. Pero además de la obvia cons-ternación de Calid –un penetrante olor agrio que llenó rápidamente la cabina del Spirit– Dadab supo que el Jiralhanae seguiría las órdenes. Todo lo que podía hacer ahora era esperar.

* * *

Maccabeus había pasado toda su vida provocando y recibiendo dolor. Te-

nia una tolerancia excepcionalmente alta para ello, pero la agonía por su fémur roto casi era demasiado para soportar. Vorenus (quien había estado en los controles del Spirit cuando los alienígenas hirieron a Maccabeus) había mon-tado una férula magnética en la pierna del Maestro de Nave para inmovilizarla. Pero Maccabeus sabía que le tomaría al menos un ciclo completo de sueño en

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la sala de cirugías del Rapid Conversion antes de que pudiese empezar a con-centrarse en alguna otra cosa que no fuera la tortura que le provocaba la herida. Desafortunadamente, no tendría tal respiro. No inmediatamente, al menos. La situación en el hangar era grave, y si no hacía nada para solucionarlo, empeo-raría.

La cubierta alrededor del Spirit del Cacique estaba llena de Yanme’e muer-tos. Resultaba difícil decir cuantos. El rifle de Tartarus había reducido a la mayoría de las criaturas a nada más que fragmentos de extremidades y capara-zones supurantes. Otros Yanme’e zumbaban enfadados desde las paredes del hangar, hasta las vigas y rejillas de ventilación del techo, sacudiendo sus pun-tiagudos cráneos ampliamente, mientras sus antenas evaluaban el abarrotado espacio aereo. En un destello de aleteos furiosos, un Yanme’e se lanzó en línea recta hacia Tartarus, sólo para desaparecer en una nube amarilla, mientras un proyectil ardiente atravesó su caparazón y se incrustó en la pared de estribor.

–¡Cálmense! –Tartarus barrió con su arma al enjambre alborotado– ¡Cálmense o morirán!

Su unidad de señales tradujo sus palabras al simple lenguaje Yanme’e –una cacofonía de ‘clics’ agudos, como el que producían frotando sus alas cerosas, que reverberó en todo el hangar. Maccabeus reunió fuerzas y gritó.

–¡Alto al fuego! –¡Vendrán de nuevo! –gimió Tartarus. Bajo su brazo izquierdo, sostenía al Huragok retorciéndose. Maccabeus

bajó cojeando por la rampa provisoria, formada por la puerta abierta de la bahía de tropas del Spirit, apoyándose en el Puño de Rukt. Desde el punto de vista del Maestro de Nave, los Yanme’e se agazaparon un poco más cerca unos de otros sobre las paredes del hangar. Pero Maccabeus sabía que este súbito comportamiento no significaba que se hubiesen calmado. Las alas de las cria-turas seguían expuestas y moviéndose, y cuando el Maestro de Nave se acercó a Tartarus con rigidez, pudo sentir docenas de ojos brillantes color naranja siguiendo su paso.

En el instante en que la bahía de tropas del Spirit se abrió dentro del han-gar, la media docena de Yanme’e que habían sobrevivido al asalto en la ciudad alienígena comenzaron a atacar al Huragok –asediando a la desamparada cria-tura que se encontraba flotando entre la cabina del Spirit roto y su taller, con sus tentáculos llenos de cajas de circuitos y otros componentes. Este ataque había agitado a docenas de otros Yanme’e que ya se encontraban dentro del hangar, y si no hubiese sido por los rápidos reflejos de Tartarus y su buena puntería, hubiesen destrozado al Huragok.

–Afloja tu mano –Maccabeus hizo una mueca cuando se detuvo ante su so-brino. A pesar de la férula, podía sentir el fémur fracturado moviéndose, con sus dos extremos astillados frotándose–. O lo matarás.

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Los ojos de Tartarus recorrieron el enjambre ansioso. –¡No! ¡Los Yanme’e se han vuelto locos! –Libéralo –Maccabeus exhaló, aliviando un poco el dolor–. No lo repetiré. Tartarus encaró a Maccabeus, enseñando sus dientes y gruñendo. El Maes-

tro de Nave sabía que la sangre del joven se había calentado. Pero el dolor de Maccabeus le había quitado toda su paciencia. Lanzó un golpe feroz en direc-ción a la boca de su sobrino, dibujando lineas de sangre desde sus mejillas hasta sus labios. Tartarus gritó y soltó al Huragok rápidamente. Al instante, la criatura comenzó a agitar sus extremidades rosadas y translúcidas. Estas no eran las hábiles señales de su lenguaje, sino un esfuerzo por recobrar su balan-ce. El apretado agarre de Tartarus había desinflado varios de sus sacos.

–Dale espacio –gruñó Maccabeus. Tartarus retrocedió unos pasos, con sus hombros apretados en una pose que

no indicaba nada de sumisión. Pero el Cacique no tenía la fuerza para poner a su sobrino en su lugar. Había sido un día extenuante. Ritul estaba muerto. El ingenioso ataque de los alienígenas había tomado por sorpresa al piloto poco experimentado. Cuando el Spirit del joven Jiralhanae se estrelló –cayendo de nariz sobre el campo de vides frutales– había quedado atrapado en la cabina. Tartarus (quien estaba dentro de la bahía de tropas del mismo Spirit) apenas había tenido tiempo para salvarse a sí mismo antes de que la nave de descenso se incendiara. A pesar de eso, arriesgó su vida para salvar a su compañero de jauría –intentando apartar las tiras de metal roto y torcido que mantenían a Ritul atrapado– hasta que el calor de las llamas fue demasiado. Cuando el Spirit de Maccabeus se acercó al estrellado para recoger a su sobrino, el Maes-tro de Nave pudo oler la carne quemada en el pelaje de Tartarus.

Pero Maccabeus sabía que la sangre de Ritul estaba en sus manos. Podría haber hecho que su tripulación se quedara a bordo del crucero mientras que-maban a los alienígenas en sus casas. No habían tenido necesidad de descender a la ciudad alienígena, excepto porque Maccabeus había decidido continuar su búsqueda de las reliquias –en violación directa a las instrucciones del Ministe-rio de incinerar el planeta y todo su contenido. Pero la Luminary había mostra-do que la ciudad estaba llena de reliquias, sin duda siendo cargadas por los alienígenas mientras se retiraban. Y el Maestro de Nave no estaba dispuesto a ver tan sagrados objetos siendo destruidos por el cañón de su crucero. Pero tan grave como era desobedecer a los Profetas, era aún peor destruir las creaciones de los Dioses. Y mientras que no le importaban mucho los alienígenas –no sentía ningún tipo de remordimiento –, deseaba atrasar su destrucción si eso significaba poder reclamar las reliquias que poseyeran, especialmente su Orá-culo.

Los sacos de Más Ligero Que Otros eructaron una serie de soplidos aterra-dos. Dos Yanme’e se habían deslizado dentro de la bahía de tropas del Spirit

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dañado, y se preparaban para entrar por las puertas semiabiertas al taller provi-sorio del Huragok. Entonces, el Huragok hizo algo que Maccabeus jamás había visto. Cada uno de sus sacos en buen estado se hincharon al doble de su tama-ño normal, y comenzó a golpearlos con sus tentáculos –produciendo una per-cusión asombrosamente grave y amenazadora. Más Ligero Que Otros flotó en dirección a los Yanme’e, y hubiese caído en sus garras si Maccabeus no hubie-se agarrado uno de sus tentáculos y tirado de él.

–Por los profetas ¿qué locura es esta? –gruñó Tartarus. –Vorenus –dijo Maccabeus, parando los golpes de los otros tentáculos del

Huragok–. Mata a esos dos. El Jiralhanae de melena color canela tomó el rifle de su cinturón y aniquiló

a los Yanme’e en la bahía de tropas. Estas dos muertes, finalmente sometieron al enjambre; cada insecto en el hangar ocultó sus alas bajo sus caparazones y relajaron sus antenas. Pero el fuego de Vorenus solo logró incrementar la cons-ternación del Huragok. Dejó de golpear los brazos del Cacique, pero solamente para gesturizar con gran ferocidad. Maccabeus hizo señas a Vorenus, y le en-tregó al Huragok en custodia.

–Traigan al Diácono –dijo, apoyándose en su martillo. La unidad de señal de Vorenus zumbó. –Maestro de Nave. El Diácono está esperando del otro lado de la entrada. –Entonces déjenlo entrar. Casi instantáneamente, el spirit de Dadab se deslizó a través de la ondulan-

te barrera de energía del hangar y se detuvo bruscamente detrás de la nave de descenso de Maccabeus. El Cacique espero a que el Diácono se acercase por la cubierta llena de Yanme’e muertos antes de apuntar al Huragok y ordenarle:

–Dime qué es lo que dice. El Diácono y el Huragok comenzaron una larga conversación –

intensificando el ritmo de las señas entre dedos y tentáculos. –¡Suficiente! –interrumpió Maccabeus– ¡Habla! –Lamento profundamente el retraso, Cacique –la voz del Diácono estaba

tensa–. El Huragok ofrece sus más sinceras disculpas, pero humildemente solicita que los Yanme’e se mantengan alejados de su trabajo en las bahías.

La explicación excesivamente educada del Diácono hizo al Huragok co-menzar a hacer furiosas señas sin parar.

–¿Estás seguro de que eso es todo lo que dijo? –¡También desea que sepa… –la voz del Unggoy era ahora un chillido

ahogado dentro de su máscara– …también desea deshacer lo que ha hecho! –¿”Lo que ha hecho”? ¡Habla con sentido, Diácono! Dadab hizo unas pocas señas simples con su mano. Entonces, el Huragok

se dirigió hacia el taller con un balido impaciente, y Dadab se arrodilló frente a Maccabeus.

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–¡Asumo toda la responsabilidad por sus acciones! ¡Y humildemente ruego misericordia!

Maccabeus observó al Diácono a sus pies. Parecía que todo el mundo había enloquecido. Pero antes de que pudiera decirle al Unggoy que se levantase, un sonido de metal chirriando llamó su atención. Maccabeus observó asombrado como las dos bahías de tropas dañadas caían –colapsando con estrépito en una pila de planchas metálicas. Toda su estructura interna había sido removida. El Huragok flotaba orgullosamente sobre la chatarra, como si hubiese planeado esa demostración dramática desde hacía tiempo. Le tomó a Maccabeus un momento comprender lo que la criatura había revelado.

Cuatro vehículos reposaban donde antes habían estado las bahías. Cada uno era una colección de partes ligeramente diferentes, pero compartían el mismo diseño general: dos ruedas dentadas, en el centro de un chasis reforzado; detrás de cada par de ruedas, había un único generador antigravedad; y detrás del generador había un asiento con manubrios altos, que Maccabeus supuso que sería el mecanismo de dirección del vehículo.

“¡Pero aún hay más!” pareció decir el Huragok mientras se deslizaba de un vehículo a otro, activando los núcleos de energía montados sobre los generado-res de las máquinas. Con un crujido de chispas y una estampida del escape de humo púrpura, los asientos de los vehículos se levantaron del suelo del hangar, perfectamente balanceados con el peso de sus ruedas dentadas.

–¿Qué son? –preguntó Maccabeus– ¿Y para qué sirven? –¡Para los alienígenas! –gimió el Diácono, arrastrándose un poco más cerca

de los pies peludos de Maccabeus. Tartarus avanzó hacia el vehículo más cercano. –¿Pero, dónde están sus armas? –¿Armas? –Aunque estos hubiesen sido de utilidad con las criaturas que enfrentamos

hoy –Tartarus recorrió el borde de una rueda con un grueso dedo, evaluando su potencial uso militar. Si aún sentía algo del golpe de su tío, no lo demostraba.

–¡Armas! ¡Sí, por supuesto! –gritó el Diácono, poniéndose de pié. Luego, en voz tan baja que Maccabeus apenas podía oírlo por sobre los generadores de las máquinas, agregó– ¡El Huragok estará feliz de agregar el armamento que ustedes deseen!

Si no hubiese estado concentrado en mantener bajo control el dolor, hubie-se considerado el súbito cambio de tono del Diácono con más cuidado. Pero por ahora, lo único que deseaba era calmar su pierna y hacer que se la curasen.

–Quizás luego. Cuando los Yanme’e se hayan retirado. –¿Puedo hacer una sugerencia? –persistió Dadab. –Puedes si lo haces rápido.

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–Déjeme llevar al Huragok al orbital, mantenerlo seguro hasta que descu-bramos la razón del asalto sin advertencia de los Yanme’e.

Maccabeus ya conocía la razón: las criaturas estaban enojadas porque el Huragok se había hecho cargo de sus tareas de mantenimiento, y aún más por su poco familiar rol en combate. Después de la pobre actuación de los Unggoy en los jardines durante la negociación, el Cacique consideró más adecuado enlistar a los insectos, con mentes enfocadas. Pero ahora parecía que todo lo que querían hacer era regresar a su vieja rutina, y la mejor forma de lograr eso era quitando de en medio a Más Ligero Que Otros.

–Una sabia sugerencia. Los Yanme’e pueden hacer el trabajo –Maccabeus lanzó un último vistazo a las extrañas máquinas del Huragok–. Propiamente armados, estos podrían ser unos corceles temibles.

El Diácono hizo una profunda reverencia, y luego trotó hacia el Huragok. Tomando gentilmente a su compañero por uno de sus tentáculos, lo guió rápi-damente hacia el Spirit de Calid, quien estaba esperando. El Cacique vio al Huragok intentando hablar con el Diácono mientras se acomodaban en la bahía de tropas; sin dudas le resultaba curioso que Dadab y el Cacique hubieran discutido. Pero el Diácono mantuvo sus dedos quietos –mirando cautelosamen-te a Maccabeus– mientras la compuerta de la bahía de tropas se cerraba. Apre-tando la mandíbula por el inevitable movimiento del hueso, Maccabeus se volteó y cojeó hacia la salida del hangar, con Vorenus sujetando su brazo fir-memente, y Tartarus acechando desde atrás.

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Capítulo Diecinueve Harvest 22 de Febrero de 2525 Las noticias de la destrucción de Gladsheim viajaron rápido, mucho más

rápido que el viaje de pocas horas que recorrió el transporte de Avery desde Ida hasta el Bifrost. Para el momento en que llegó a Utgard, la mayoría del planeta sabía lo que habían hecho los alienígenas, y también que volverían a hacerlo. El Capitán Ponder se había mantenido en contacto con la Teniente Comandante al-Cygni a lo largo de todo el viaje. Ella les dijo que Utgard (resi-dencia permanente de casi doscientos mil habitantes) estaba colmada de refu-giados de pequeños asentamientos en el Vigrond. Avery había esperado encon-trar el depósito de contenedores de los elevadores lleno de personas, pero el contenedor adyacente a la bahía de la estación Tiara estaba totalmente vacío. Al menos no había ningún humano.

Cada espacio libre dentro del depósito estaba ahora ocupado por JOTUNs. Saltando por la compuerta abierta del contenedor, Avery se vio consternado por el número y la variedad de máquinas. Había docenas de los ya familiares cargueros amarillos y negros, llevando recipientes de plástico verde claro, etiquetados como ‘Agua’, ‘Comida’ y ‘Mantas’. Cargaban rápidamente los suministros de emergencia en los contenedores en espera, mientras esquivaban a otros autómatas con precisión increíble, sus ruedas derrapaban ruidosamente sobre el suelo de policreta, dejando marcas de caucho negras.

Sin embargo, también había modelos JOTUN que Avery jamás había visto: máquinas triangulares, unidades de supervisión y de mantenimiento, todo en uno. A simple vista, sus muchas patas asemejaban a las de una araña. Éstas iban de un lado para el otro dentro del contenedor, buscando fallas superficia-les y reparándolas con destellos enceguecedores de sus soldadoras integradas, unas de muchas herramientas sujetas al autómata junto con unas garras. Mien-tras los marines y sus reclutas se dirigían hacia la salida del depósito, pasando alrededor de los demás contenedores, mantuvieron sus hombros encogidos y los cascos puestos. La vertiginosa labor de las máquinas de mantenimiento creaba cascadas inevitables de chispas, y nadie quería quemarse.

Afuera del depósito, Avery se subió a un Warthog de transporte de tropas M381 que estaba aparcado, con Dass, Jenkins, Forsell y el resto de los reclutas del 1/A. A medida que avanzaban hacia lo que Avery creía que era una gran cantidad de tráfico, notó que todos los vehículos en el boulevard estaban en realidad vacíos. Algunos aún tenían sus motores encendidos, y otros sus puer-tas abiertas completamente. Pero los únicos vehículos que se movían por la calle, eran los patrulleros azules y blancos de la policía de Utgard. Éstos tenían luces parpadeantes en sus techos y altavoces repitiendo: “Por favor, mantengan

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la calma. Permanezcan dentro del centro comercial hasta nuevo aviso. Por favor, mantengan la cal...”

A medida que el Warthog evadía los vehículos abandonados a lo largo del lado norte del centro comercial, Avery vio que el parque estaba aún más con-currido que el día de la celebración del solsticio. Pero el ambiente de esa multi-tud, era muy diferente. No había nada de la cordialidad, alegría o sociabilidad que la música, el alcohol y la comida de la celebración habían provocado –solo un único y silencioso corrillo. Incluso el color de la multitud había cambiado. Ya no se veían los tonos pastel de las vestimentas semiformales. Ahora, el césped del centro comercial se veía inundado por mezclilla sucia y algodón desteñido.

La Teniente Comandante no había advertido sobre ninguna revuelta civil. Pero aquí y allá Avery veía policías patrullando a pié. Los oficiales llevaban cascos y chalecos antidisturbios sobre sus uniformes azul claro; algunos lleva-ban incluso bastones paralizantes y escudos plásticos. Cuando el Warthog se aproximó al parlamento, Avery notó que los escuadrones Charlie habían refor-zado la entrada colocando bolsas de arena en forma de ‘S’. Los milicianos se veían un poco nerviosos. Sus ojos estaban fijos en el centro comercial, y sus manos sujetaban fuertemente sus MA5.

–Vigílenlo –dijo Avery a Forsell, mientras el Warthog se detenía en la puerta del parlamento. Apuntó con la cabeza hacia Jenkins, que ya había baja-do del vehículo y se alejaba sin rumbo, con la cabeza gacha, hacia una fila de tiendas de lona que los milicianos habían preparado en los jardines del parla-mento–. No permitan que haga algo estúpido.

Jenkins no había hablado con nadie desde que salieron de Gladsheim –desde que le había gritado a Avery. Ya no estaba enojado, solo estaba profun-damente deprimido. Avery dudó que el recluta hiciera algo tan loco como quitarse la vida. Pero acababa de perder a toda su familia, y Avery no quería dejar cabos sueltos. Forsell asintió, colgó el estuche rectangular de su rifle y el del BR55 de Jenkins en uno de sus hombros, y siguió de cerca a su francotira-dor.

–Reúnan a sus líderes de escuadrón –dijo el Capitán Ponder mientras se acercaba seguido de Byrne y Healy desde un segundo Warthog de transporte–. Los interrogaremos en cuanto termine con Thune.

Ponder comenzó a subir una escalinata del parlamento. Se detuvo y se in-clinó contra el muro de granito, sosteniendo su pecho con gesto de dolor. Hea-ly se apresuró a ayudarlo, pero Ponder se negó.

El médico había sugerido seriamente al Capitán que no tomara parte en la evacuación de Gladsheim, sabiendo que cualquier exigencia agravaría sus heridas. Pero, por supuesto, Ponder le dijo a Healy exactamente donde podía meter tales sugerencias. Pero ahora, viendo cómo el Capitán pretendía no es-

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forzarse por subir la escalera, Avery supo que estaba pagando por su devoción hacia la misión y sus hombres.

–¿Habel? ¿Me recibes? –gruñó Avery por el comunicador de su cuello. –Sí, sargento –contestó el líder del escuadrón 1/C desde el balcón del salón. –¿Está todo despejado? –No estoy seguro. La multitud en el centro comercial es bastante densa. Después de años de luchar contra los rebeldes, Avery se había vuelto un

maestro descifrando las intenciones de las multitudes –ya fueran pacíficas o agresivas. Podía decir que la multitud en el centro comercial estaba demasiado aturdida como para volcar su enojo contra un gobierno que los había dejado totalmente desprotegidos y que ahora tenía la osadía de mantenerlos hacinados como animales. Pero había sido precisamente el miedo a esa multitud lo que hizo que el Gobernador Thune ordenara a los dos escuadrones Charlie que protegieran el parlamento mientras el resto de la milicia iba a Gladsheim. Ave-ry, por otra parte, sabía que la verdadera amenaza se encontraba flotando en una órbita baja.

–Pon a Wick a cargo y ven aquí abajo –ordenó a Habel–. Y dile que man-tenga los ojos abiertos.

Byrne mantuvo un intercambio de comunicación similar con Andersen, líder del escuadrón 2/C. Y un momento después, los dos sargentos, y sus seis ‘segundos al mando’ ingresaron a la recepción del parlamento con paredes y columnas de mármol. Mientras esperaban que Ponder regresara, Avery recordó como habían herido al alienígena de armadura dorada. Entonces Byrne, (que había tenido un mejor punto de vista) describió cómo las aeronaves fumigado-ras de Mack se estrellaron contra la nave de descenso alienígena, derribándola contra el viñedo. Sin embargo, estas victorias difícilmente compensaban las miles de pérdidas civiles del día, pero el colorido e insultante relato de cómo la nave caía a tierra en llamas le dio a todos una excusa para burlarse a expensas del enemigo.

La tableta COM de Avery vibró dentro de su uniforme de asalto. Extrajo el dispositivo y leyó el mensaje de texto de Ponder: “USTED Y BYRNE. OFI-CINA DE THUNE. AHORA”. Avery mostró el mensaje a Byrne. Entonces, con los líderes de escuadrón pisándoles los talones, subieron las escaleras hacia el segundo piso.

La oficina del Gobernador estaba localizada en la parte posterior del edifi-cio, en el centro de un largo pasillo con habitaciones reservadas para los 24 diputados del planeta. Pero excepto por algunos ansiosos miembros del perso-nal, el pasillo de techo alto estaba completamente silencioso. Las botas de los marines hacían ecos ruidosos sobre el suelo de mármol.

Adentro de la recepción de la oficina de Thune, había dos guardias, aposta-dos a ambos lados de una puerta de vidrio opaco. Ambos llevaban armaduras

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antidisturbios, pero ningún casco, y sostenían subametralladoras M7 en sus brazos. Uno de ellos fulminó con la mirada a los sargentos.

–Armas sobre la mesa –dijo, apuntando con su barbilla al escritorio vacío de la secretaria de Thune–. Orden del Gobernador.

Byrne lanzó una mirada irritada a Avery, pero este sacudió la cabeza. No valían la pena.

–Solo para que lo sepan –dijo Byrne con un acento amenazador–, conté mis balas –se quitó la correa de su rifle de batalla, retiro su M6 de su funda y aco-modó las dos armas sobre la mesa, a un lado de las de Avery. Lució una sonri-sa desafiante–. Más les vale que sigan allí cuando regrese.

Los guardias retrocedieron un paso, nerviosos, dejando que Avery y Byrne pasaran por la puerta. La oficina de Thune tenía forma de abanico, haciéndose más ancha cuanto más al fondo se iba. El muro curvado al otro extremo de la puerta, estaba cubierto con una imagen holográfica de los primeros días de Utgard. En la imagen, un muchacho se encontraba justo al lado de una de las columnas que formaban la estructura del centro comercial primitivo, que en esa época era solo un baldío usado para aparcar JOTUNs. El alto, pero rechon-cho joven sonreía de oreja a oreja, y aunque carecía del vello facial pelirrojo del Gobernador maduro, era obvio que ese muchacho era Thune –probablemente, con no más de diez años de edad.

–No estoy segura de qué espera de nosotros, Gobernador –dijo la Teniente al-Cygni, de pié ante el escritorio de madera rojiza de Thune.

Ella vestía un sobretodo de color gris claro y cuello alto, el mismo unifor-me ajustado que había usado cuando visitó a Avery en el hospital. Esta vez, su largo y negro pelo estaba atado en la parte posterior de su cuello, revelando unas hombreras de color gris oscuro, donde relucían tres pequeñas barras do-radas y unas hojas de roble.

–¡Consultarme! –bramó Thune– ¡Antes de poner en acción uno de sus ma-niáticos planes!

El Gobernador se alzaba detrás de su escritorio. Sus manos grandes sujeta-ban fuertemente los apoyabrazos de su silla. Llevaba pantalones de pana y una camisa de franela apretada –ambas prendas arrugadas, sugiriendo que las había estado usando durante días.

–El plan –contestó Jilan calmadamente– es el mismo que usted autorizó hace una semana. Si tenía alguna preocupación tuvo amplias oportunidades para exponerlas.

–¡Tú me dijiste que habías desconectado a Sif! –Thune apuntó amenazado-ramente a Mack, que brillaba sobre un holo-proyector en el escritorio del Go-bernador.

–Lo hice –contestó la IA. –¿Entonces como demonios hicieron contacto?

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–Dejé un cluster operante. En caso de necesitar acceso al sistema de la es-tación Tiara –Mack observo a Jilan–. Aparentemente tomé una buena decisión.

–¡Se supone que no debes tomar ninguna decisión sin mi aprobación! La IA se encogió de hombros. –No veo ninguna razón por la cual cerrar el canal de comunicación. –¿Ninguna razón? –Thune empujó su silla a un lado y golpeó sus palmas

contra el escritorio– ¡Esos bastardos están arrasando con Gladsheim! –Técnicamente –atajó Mack– los que están en la estación ni siquiera son de

la misma especie. El cerebro de Avery aceleró, tratando de encontrar sentido a la discusión. «¿Alienígenas en la Tiara?» se preguntó, «¿Cuándo sucedió eso?» Thune observó a Ponder con rabia desesperada. –¡¿Soy el único en esta habitación que aún tiene algo de condenado senti-

do?! –Necesitamos que se calme, Gobernador –el rostro de Ponder estaba páli-

do. Se lo veía inestable sobre sus propios pies–. No tenemos tiempo para dis-cutir.

Thune se agazapó bajo su escritorio. Su voz retumbó en el interior de su garganta.

–No se atreva a darme órdenes, Capitán. Yo soy el Gobernador de este pla-neta, no uno de sus perros –las venas en el cuello de Thune se hincharon, vol-viendo su rostro tan rojo y brillante como su cabello–. Yo decidiré qué es lo que debemos y no debemos hacer –sus ojos giraron hacia al-Cygni, amenaza-dores– ¡Y no dejaré que use a mi gente como cebo!

Un silencio se apoderó de la habitación. Mack se quitó su sombrero vaque-ro y se revolvió el cabello.

–Lo siento, Gobernador. Pero un plan es un plan. En el poco tiempo que le tomó a Thune percibir la desobediencia de la IA,

Jilan alcanzó una pequeña pistola negra, no más grande que su palma, desde su espalda. Niveló el arma en el centro del pecho de Thune.

–De acuerdo con la sección dos, párrafo ocho de la enmienda de seguridad colonial del UNSC, revoco su título y sus privilegios.

–¡Lars! ¡Finn! –gritó Thune. Pero los dos guardias ya estaban a medio camino desde la puerta de la ofi-

cina, con sus M7 a los hombros, y apuntando a la Teniente. Avery aún no comprendía el argumento de la disputa. Pero sí sabía algo. Al-Cygni y Ponder –sus oficiales al mando– no estaban del lado del Gobernador. Esa era razón suficiente para responder. Además, francamente, le disgustaba que unos hom-bres armados apuntaran a la espalda de una mujer.

En cuanto el primer oficial paso por enfrente de él, Avery tomó el extremo de su M7 y lo empujó hacia abajo. A medida que el guardia comenzó a caer

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sobre Avery, éste lo golpeó en la nariz con su codo, acelerando la caída del guardia, y quitándole el arma. El segundo hombre reaccionó, girando hacia Avery. Byrne levantó al hombre del suelo con una bien colocada patada. Con el segundo guardia en el suelo, el sargento Byrne colocó una rodilla en su cuello, y la otra aprisionando el arma contra su pecho, y le dio al hombre un momento para darse por vencido. Como no lo hacía, Byrne lo noqueó con un golpe corto y seco a la barbilla.

–¿Todo seguro? –Jilan no se había movido. Sus ojos y su pistola seguían apuntando al Gobernador.

Avery deslizó la corredera del M7. Había una ronda en la recámara. Si el guardia hubiese disparado, podría haber matado a la Teniente. El hombre a sus pies trató de levantarse, pero Avery le dio una fuerte patada en el estómago.

–Sí, señora. Los ojos de Thune se estrecharon. –¿Quién cree que es, al-Cygni? –El oficial con más alto rango en este planeta –contestó ella, luego repitió

su declaración anterior–. De acuerdo a la sección dos, parrafo… –Puede citar cualquier idiotez legal que quiera. No retrocederé. –¿Está seguro, Gobernador? –preguntó Mack. –¿Acaso estás sordo? –Thune golpeo la mesa con tanta fuerza, que los nu-

dillos de un hombre más débil se hubiesen quebrado. Su voz estaba impregna-da de veneno–. ¿Quieres que lo repita?

Jilan estiró su brazo. –No. Su pistola resonó tres veces, y Thune cayó hacia atrás, salpicado de rojo

desde el cuello de su camisa. En un instante, Avery corrió por el lado de la Teniente y del escritorio. Byrne rodeó el otro lado del escritorio para reunirse con él, y cubrieron al Gobernador, que yacía en el suelo.

–¡Healy! –gritó Avery por su micrófono– ¡Ven aquí! –No será necesario –dijo Jilan. Avery estaba por recordarle a la Teniente que acababa de herir mortalmen-

te a un Gobernador colonial, cuando sus fosas nasales se inundaron con un dulce y familiar aroma.

–Ingenioso –comentó Byrne. Tocó la camisa teñida de rojo que el Gober-nador llevaba puesta, y sintió el pegajoso residuo de las rondas de entrena-miento entre sus dedos–. Inmovilizado sin heridas.

–Y seguirá así –Jilan colocó el seguro a su pistola y la deslizó en su funda–. Hasta que lo llevemos al cuartel general del FLEETCOM.

Repentinamente, Ponder comenzó a híper ventilar. –En verdad, señora, creo que llamar al doc no es mala idea... El Capitán cayó al suelo. Su bazo bueno aferraba el lado izquierdo de su

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cuerpo. Avery salto de regreso por sobre el escritorio. Para el momento que llegó al lado de Ponder, Jilan ya se había agachado y desgarrado la camisa del Capitán. La férula de bioespuma cubriendo su pecho estaba comenzando a supurar sangre, y a diferencia de Thune, estas heridas eran reales.

–¡Healy! ¡Doble velocidad! –gruñó Avery. Luego, giró la cabeza para en-carar a Jilan– Señora, las cosas se están volteando, no me gusta. Quiero saber qué planea, y quiero saberlo ahora. Estoy bastante seguro, sea lo que sea, de que usted depende de Byrne y de mí para que se haga.

Jilan respiró profundo. –Está bien –observó a Avery. Sus profundos ojos verdes transmitían una

mirada a medio camino entre el respeto y la reserva–. Adelante, Loki. Diles. Por un segundo, Avery se preguntó con quién estaba hablando la Teniente.

Entonces escuchó a Mack aclarar su garganta. –Sí –la IA sonrió mientras Avery volteaba la cabeza hacia el proyector

holográfico. Se veía un poco incomodo–. Sí, creo que podría empezar por eso.

* * * Bapap saltaba nerviosamente sobre un pie, y luego sobre el otro. Revisó la

carga de su tanque de metano. Rascó una picazón en un pliegue escamoso de uno de sus brazos. Finalmente –a pesar de que el Diácono le había dicho que permaneciera en silencio– Bapap ladeó su cabeza hacia el Huragok y preguntó.

–¿Qué crees que esté haciendo ahora? A Dadab le hubiese gustado saberlo. Y esa falta de conocimiento lo estaba

exasperando aún más que la constante charla de Bapap. Más Ligero Que Otros estaba completamente quieto mientras flotaba perfectamente neutral entre las bases de datos que componían la inteligencia artificial alienígena.

–Sólo vigila el corredor –contestó Dadab–. Debemos estar cerca. Bapap gruñó dentro de su máscara y asomó la cabeza por el hueco recien-

temente abierto en la escotilla de la sala de control. El Diácono se acercó al Huragok, que se encontraba en la depresión poco profunda del suelo, rodeado de las cubiertas protectoras que había removido de las torres de circuitos alienígenas.

< Empiezo la conversación > gesturizó el Huragok. Una vez más, Dadab se preguntó si había hecho bien en llevar a Más Lige-

ro Que Otros a la estación orbital (¿Quién sabía que tipo de conversación esta-ba teniendo?), pero estaba desesperado por alejar al Huragok de su taller en el hangar, antes de que conociese la decepción –antes de que descubriese que Dadab había hecho que los Yanme’e convirtieran sus arados en armas.

Dadab se sintió terrible por traicionar la confianza de su amigo, pero no había tenido demasiadas opciones. Cuando el Spirit roto se había derrumbado,

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revelando no solo una, sino cuatro de las creaciones del Huragok, el Diácono casi ensució su túnica. No quería ni siquiera pensar en lo que Maccabeus le hubiese hecho si descubría la verdadera intención del Huragok. El Cacique había sufrido varias heridas graves a manos de los alienígenas; no tendría pa-ciencia para ofrecimientos de paz, menos con el Diácono, quien había fallado en detener su construcción.

Dadab dejó de caminar y gesturizó con sus manos justo en frente de los ganglios sensitivos de Más Ligero Que Otros.

< ¿Está todo bien? > Pero el Huragok se mantuvo quieto. Sus cuatro tentáculos estaban metidos

profundamente en una de las torres centrales de circuitos. Acercándose un poco, Dadab pudo ver que sus miembros estaban en movimiento –temblando ligeramente, mientras las puntas de los cilios hacían contacto con cables multi-colores en el interior de la torre. El Diácono siguió el recorrido de uno de los cables con la vista, y vio que llegaba hasta una de muchas cajas negras en el interior de la torre, y notó que dos pequeñas luces brillaban en el exterior de la caja, titilando en verde y ámbar de acuerdo a los intentos del Huragok de hacer contacto.

Repentinamente, el núcleo de energía que Más Ligero Que Otros había manipulado, comenzó a parpadear. Ya habían utilizado hasta tres núcleos, y Dadab no estaba dispuesto a tomar más de los campamentos cercanos. Los otros Unggoy estaban empezando a sentir curiosidad sobre las actividades del Diácono, sobre todo después de su regreso al orbital en compañía del Huragok. Lo último que Dadab necesitaba era una proliferación de testigos de su más reciente intento de pecado: asociación de inteligencias alienígenas.

–Diácono –susurró Bapap– ¡Flim y otros dos! Dadab agitó sus manos nudosas, ordenando a Bapap ir a la pasarela. –¡Vé! ¡Distráelos! Cuando Bapap finalmente atravesó la puerta fuera de la recámara, Dadab

tiró de uno de los tentáculos más próximos al piso de Más Ligero Que Otros. El Huragok dejó escapar un poco de gas por uno de sus sacos en señal de pro-testa y se soltó de la torre.

< ¡Ármalo de vuelta! > indicó Dadab. La respuesta del Huragok llegó lentamente, como si tuviese dificultades pa-

ra la transición de vuelta a un modo de conversación normal. < ¿Sabes lo que han hecho? > < ¿Qué? ¿Quién? > < El Cacique y su tripulación. > Dadab podía oír la voz ronca de Flim en la pasarela, y el estruendo de los

tanques de metano mientras la patrulla apartaba a Bapap a un lado del camino. < ¡Explica más adelante! > el Diácono cogió un panel y se lo entregó al

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Huragok. Más Ligero Que Otros envolvió la placa de metal fino con sus tentáculos y

Dadab trotó hacia la puerta. –¡Yo no di permiso para que dejaran su puesto! –dijo, entrando en el pasi-

llo, interponiéndose en el camino de Flim. –Tú caminas y exploras –dijo Flim con sospecha– ¿Por qué no puedo hacer

lo mismo? –¡Porque yo soy un Diácono! ¡Mis exploraciones tienen aprobación minis-

terial! Flim ladeó la cabeza, dejando en claro que no tenía idea de lo que signifi-

caba eso y que tampoco le importaba mucho, incluso si lo hubiera sabido. –¿Encontraste comida? –No. –¿Reliquias? –¡Por supuesto que no! –Entonces, ¿qué? –Nada –dijo Dadab, fingiendo gran exasperación–. Y perder el tiempo

hablando contigo no ayudará a acelerar mi trabaj… –el Diácono se dobló sobre sí mismo cuando Flim lo empujó no tan accidentalmente, clavando uno de sus gruesos antebrazos contra el estómago de Dadab.

–Entonces no hables –Flim se escabulló dentro de la sala de control. Dadab se levantó débilmente y trató de detener a los compañeros de Flim:

un Unggoy patizambo llamado Guff y otro llamado Tukduk, al que le faltaba uno de sus ojos. Sin embargo, estos dos lograron escabullirse también, y todo lo que el Diácono pudo hacer fue seguirlos, respirando lentamente para volver a llenar sus pulmones.

Flim miró las torres y resopló dentro de su máscara. –No veo nada. Dadab levantó la cabeza. Para su gran sorpresa, vio que todos los paneles

estaban de vuelta en sus lugares. Más Ligero Que Otros flotaba inocentemente sobre el pozo poco profundo, como si hubiera pasado el tiempo desde su llega-da sin hacer nada.

–Y por ahora es todo lo que verán –dijo Dadab al mismo tiempo que el núcleo de energía parpadeaba de nuevo–. Tráeme otro núcleo y voy a dejar que me ayudes con mi trabajo.

Pero Flim resultó ser más astuto de lo que parecía. –Ven conmigo para conseguir otro núcleo. Dadab suspiró. –Bien. A medida que comenzaba a caminar con Flim y los otros de regreso al co-

rredor, gesturizó sutilmente a Más Ligero Que Otros.

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< Deja los paneles en su lugar. > Dadab quería saber lo que el Huragok había descubierto sobre los Jiral-

hanae, pero cualquier conversación larga tendría que esperar hasta que estuvie-ran solos.

Más Ligero Que Otros esperó a que las pisadas de los Unggoy se desvane-cieran. El núcleo de energía comenzó a parpadear rápidamente, amenazando con apagarse. El Huragok ventiló uno de sus sacos y se hundió. No quería traicionar la confianza de su amigo, pero no tenía otra opción.

Rápidamente, quitó el panel de la torre central, y colocó uno de sus tentá-culos contra la superficie interior de metal desnudo. Luego se volvió hacia uno de los dispositivos de grabación de imágenes que había descubierto en las esquinas de la habitación.

< Seguro, ven, afuera > las señas de Más Ligero Que Otros eran lentas y deliberadas, como las había hecho cuando enseñó por primera vez las comple-jidades del idioma al Diácono.

Un momento después, una pequeña representación de un alienígena con sombrero de ala ancha apareció en el holo-proyector de la sala.

Más Ligero Que Otros le mostró el panel de protección. Esperó unos mo-mentos y gesturizó.

< Ahora, tu, mostrar > la representación asintió con la cabeza y desapare-ció.

El ícono Covenant que representaba “Oráculo” apareció en su lugar. Más Ligero Que Otros exhaló con entusiasmo.

< ¿Cuando, mostrar, los demás? > El alienígena apareció de nuevo. Levantó su mano derecha y flexionó cua-

tro de sus dedos. < Por la mañana. > < ¡Bien! > las bolsas del Huragok se hincharon y se elevó un poco más alto

< ¡Pronto, vendrá, paz! > El núcleo de energía comenzaba a apagarse, y el pequeño alienígena se

desvanecía. Más Ligero Que Otros observó las torres de circuitos. La inteli-gencia allí dentro era muy eficiente, sólo había necesitado la mitad de un ciclo para aprender a hablar. Los sacos del Huragok se estremecieron de emoción. ¡Había tantas preguntas que quería hacer! Pero sabía que sólo tenía tiempo para una antes de que el núcleo de energía se agotase.

< ¿Quieres, yo, repare? > Más Ligero Que Otros gesturizó hacia las torres. < No > contestó el fragmento de Loki verificando rápidamente su sabotaje

a Sif. < No vale la pena, salvar. > Entonces, el núcleo de energía chisporroteó, se fundió, y el centro de datos

se sumió en la oscuridad.

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Capítulo Veinte. Harvest Febrero 23, 2525 Durante la noche, el centro comercial se había despejado. Al amanecer no

había refugiados, ni policías; todos se habían trasladado a los almacenes del elevador orbital. El Capitán Ponder se dirgía hacia el este del parque. El suelo estaba cubierto por cartones de bebidas medio vacíos, maletas abiertas y ropa desperdigada. Aquí y allí encontraba pañales y trapos malolientes. El una vez bello parque se había convertido en un basural –un sucio y desorganizado monumento al abandono de Harvest.

Después de colocar una baliza en el centro del parque para marcar una zona de aterrizaje para los extraterrestres, sus sargentos habían querido permanecer en la zona de aterrizaje en calidad de francotiradores y cubrirlo durante el contacto. Pero el Capitán se había negado. Healy había insistido en llevar a Ponder en un vehículo desde el parlamento hasta el parque. Sin embargo, el Capitán había ordenado el médico que lo vendase, le diera medicamentos y lo pusiera sobre sus pies. Este no era orgullo estoico; Ponder sólo deseaba una última marcha.

Algunos marines odiaban marchar, pero Ponder lo amaba –incluso en sus primeras y duras marchas que experimentó durante su entrenamiento. Desde que había perdido su brazo, a veces bromeaba por la suerte que tuvo. Si la granada rebelde hubiese herido una de sus piernas, era probable que hubiese aprendido a caminar sobre sus manos. No era la mejor broma del mundo, pero incluso logró hacerse sonreír a sí mismo.

Sintió dolor e inhaló a través de sus dientes apretados. A pesar de su venda-je nuevo, una de sus costillas destrozadas presionaba contra su bazo, hiriéndo-lo. No había nada que Healy pudiera hacer por una lesión tan grave, y no había tiempo suficiente para una operación en el hospital de Utgard, pero aunque lo hubiese habido, se habría negado igualmente. Algunas misiones se manejaban mejor por hombres moribundos, y el Capitán lo sabía. Y entregar a los aliení-genas su Oráculo era una de esas misiones.

El montículo en el centro del parque estaba coronado por una fuente y un quiosco para bandas, rodeado por un anillo de viejos robles de corteza gris. Cuando Ponder pasó caminando a un lado de los árboles, sus pesadas ramas se levantaron, como si tratasen de alzarse junto con Epsilon Indi. Pero Ponder también sintió sus adoloridos órganos levantarse dentro de su pecho, y com-prendió la verdadera causa del extraño movimiento de los robles, incluso antes de aclarar su visión y observar el cielo.

El buque de guerra alienígena descendía en dirección a Utgard, y sus gene-radores antigravedad amortiguaban su caída con un campo de fuerza invisible.

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En otras circunstancias, el Capitán habría sentido miedo cuando la gigan-tesca nave descendió para descansar perpendicular sobre el parque, a no más de unos pocos cientos de metros por encima de las torres más altas de Utgard. Sin embargo, el campo antigravedad hizo un mejor trabajo aliviando su dolor que cualquiera de los medicamentos que Healy le había dado. Cuando el buque de guerra llegó a una parada súbita, Ponder inhaló profundamente.

Por uno pocos momentos de gloria respiró sin esfuerzo, sin sentir el latido constante de la sangre de su bazo. Pero el alivio se disipó tan rápido como había llegado. A medida que la nave alienígena se estabilizaba y apagaba sus generadores de campo, el Capitán se vio obligado a caminar penosamente cuesta arriba hacia el quiosco, cargando con el peso de sus heridas.

Tampoco ayudó tener que llevar el holo-proyector metálico de la Oficina del Gobernador. Ponder aún tenía un solo brazo, y no podía aguantar del todo el peso del objeto. Para empeorar las cosas, la Teniente Comandante al-Cygni había instalado un dispositivo de retransmisión de titanio en la base del pro-yector. Ella quería usar un modelo más ligero pero Loki había insistido en que era necesario un equipamiento más robusto.

Ponder había estado demasiado débil en la oficina del Gobernador para concentrarse plenamente en la explicación del plan de Loki. Pero comprendió que los alienígenas estaban buscando una poderosa “red de inteligencia”. Algo que llamaban ‘Oráculo’. Y gracias a un traidor en sus filas, Loki había apren-dido que podía fingir la firma electrónica de un Oráculo mediante la sobrecar-ga de datos en el dispositivo de retransmisión.

Los sargentos Johnson y Byrne se mostraron reacios a confiar en la inteli-gencia obtenida de una fuente hostil, sobre todo después de lo que los aliení-genas habían hecho en Gladsheim. Y de hecho, cuando al-Cygni reveló el plan completo de Loki, los marines habían mostrado algunos de los gestos de indig-nación del Gobernador Thune. Si iban a tratar de filtrar a todos los ciudadanos restantes de Harvest lejos del buque de guerra, ¿por qué diablos quería atraerlo más cerca de Utgard?

De repente, una de las naves de descenso alienígenas salió de un portal que brillaba intensamente en la popa del buque de guerra. Se deslizó frente a las siete hebras de los elevadores, como un diapasón comprobando la afinación de las cuerdas de un piano gigantesco.

Ponder subió a la tarima de tablones de madera, y se dio cuenta de que la nave cargaba cuatro objetos suspendidos en un campo azul eléctrico que osci-laba entre sus bahías. Cuando la nave desaceleró y los objetos cayeron a tierra, Ponder notó que eran vehículos de algún tipo. En el instante en que tocaron suelo, sus ruedas dentadas comenzaron a girar. Entonces, arrojando terrones de tierra y pasto detrás de ellos, comenzaron a girar alrededor de los robles, para reconocer el terreno.

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Cada vehículo era conducido por uno de los alienígenas con armadura. Ponder reconoció al más alto, del jardín botánico, con su piel erizándose entre los espacios en su armadura azul. Sin embargo, el líder era una bestia con piel de color negro brillante y armadura roja, que giró su vehículo en dirección a la loma y se detuvo rotundamente entre la fuente y el quiosco.

Ponder notó dos cosas cuando el alienígena desmontó: en primer lugar, el asiento del vehículo se mantenía elevado del suelo, evidencia de una capacidad limitada de antigravedad, en segundo lugar, el vehículo estaba armado con un par de los rifles alienígenas ‘Spikers’. Éstos estaban soldados crudamente a la parte superior de lo que el Capitán asumió, era el motor del vehículo. Cables serpenteaban desde los rifles hasta el asiento del conductor, característica que permitiría al conductor disparar y maniobrar al mismo tiempo.

El alienígena de armadura roja saltó sobre la tarima y caminó hacia Ponder, con otro de esos rifles colgando de su cinturón. Se detuvo fuera del alcance de Ponder, pero aún dentro del suyo. Sus ojos amarillos brillaban desde el interior del casco anguloso. El Capitán sonrió, extendió el holo-proyector y presionó el interruptor de encendido. El símbolo circular que Loki había recibido de su informante alienígena parpadeó por encima del dispositivo. Por un momento, la bestia imponente miró de reojo hacia abajo, a Ponder –un depredador eva-luando a una débil presa. Luego estiró sus gruesas garras, sujetó el proyector, y se lo acercó. Sus fosas nasales olfateaban el aire crepitando alrededor del símbolo. Dio al proyector una sacudida, como un niño sospechando de un regalo de cumpleaños grande, pero muy ligero.

–Lo que ves es todo lo que tengo –dijo Ponder, alcanzando el bolsillo pec-toral de su camisa verde oliva.

El alienígena sacó su arma y gritó al Capitán. –Lo lamento, sólo tengo uno –dijo Ponder extrayendo un puro Sweet Wi-

lliam. Puso el cigarro entre sus dientes y acercó su encendedor de plata. –Ajuste de 600 metros verticales a las coordenadas anteriores. La voz de Loki crepitó en el auricular de Ponder. –Te puedo dar diez segundos. –Creo que voy a quedarme y disfrutar del espectáculo. El alienígena gruñó algo que podría haber sido una pregunta. El Capitán no

estaba seguro. Pero se decidió a responder de todos modos. –Algún día vamos a ganar –dijo, encendiendo el cigarro–. Sin importar el

costo. El buque de guerra alienígena se estremeció cuando el proyectil supersóni-

co del acelerador magnético de Harvest se estrelló contra la proa bulbosa, arrugando el casco metálico iridiscente con un tremendo ‘clang’. Al mismo tiempo, todas las ventanas de las torres cercanas al parque estallaron por la

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fuerza del impacto. Incluso antes de que el buque comenzara a inclinarse hacia el este, una se-

gunda ronda golpeó, penetrado en el casco ya debilitado y rasgando la nave, de proa a popa. Las luces púrpuras a lo largo del vientre del buque parpadearon y se apagaron.

Se inclinó de lado y comenzó a caer –y se hubiera estrellado en el parque de no haber sido por su orientación perpendicular. El buque descendió entre dos pares de torres a cada lado del parque pero se atoró en el espacio cerrado que había entre sus pisos superiores, quedando literalmente sostenido por los edificios. El buque de guerra paró con un estremecimiento, creando avalanchas de escombros y polvo, que se deslizaron por los ventanales lustrosos a los lados de los edificios hasta caer en el bulevar debajo de éstos. En contraste directo, el Capitán de repente se encontró elevándose hacia el cielo. Miró hacia abajo y se sorprendió al ver el arma afilada del alienígena golpeando en su estómago, atravesando sus vendas y el yeso que lo cubría. Ponder no sentía nada pero sus botas comenzaron a temblar, y supo que su columna vertebral había sido cercenada en el golpe. A medida que el arma cortante finalizaba su giro, el alienígena le agarró por el cuello y tiró de su arma para retirarla. Por desgracia, las cuchillas dolieron mucho más al salir de lo que lo habían hecho al entrar.

La boca de Ponder se abrió en un grito silencioso y el cigarro cayó de sus labios, rebotando en una de las patas del alienígena. Gruñendo, la criatura liberó el cuello de Ponder, y el Capitán se estrelló contra el suelo de madera en un charco de su propia sangre. Ponder pensó que el extraterrestre lo mataría allí mismo, rápidamente –disparándole al pecho o aplastando su cráneo con un pisotón rápido de sus pies anchos y planos. Pero al igual que él, el alienígena se distrajo por un nuevo ruido, resonando por encima del estruendo del duro aterrizaje de la nave alienígena.

Siete cajas pequeñas se deslizaban hacia la Tiara, sus paletas de levitación magnética crujían y se frotaban contra las hebras del sistema delevación. Aun-que el Capitán perdió de vista las cajas cuando pasaron por detrás del crucero, él sabía exactamente lo que eran: ‘cubos de grasa’ que se utilizaban para llevar a cabo el mantenimiento regular de las hebras superconductoras. Pero hoy desempeñaban un trabajo diferente, y llevaban una carga diferente. Ponder tendió una mano temblorosa para recuperar su cigarro, rezando porque los cubos alcanzaran con rapidez la cima.

El alienígena de armadura roja rugió y saltó desde el escenario. El Capitán vio cómo reunía a sus compañeros y les ordenaba que fueran hacia el noreste –en dirección al complejo del reactor y del acelerador magnético de Harvest. Los tres alienígenas en armadura azul arrancaron en sus máquinas afiladas, con los escapes de los motores escupiendo fuego. A continuación, el alienígena de

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armadura roja corrió de nuevo hacia su nave de descenso y se elevó rápida-mente para alcanzar el buque de guerra. Para entonces, el primer contenedor de carga había comenzado su ascenso. Cada uno estaba lleno con aproximada-mente mil evacuados. Si todo seguía según lo planeado, en menos de noventa minutos los ciudadanos restantes de Harvest escaparían de forma segura del planeta. Pero Ponder sabía que tenía muy poco tiempo para evacuar a todos.

–Loki –Ponder hizo una mueca–. Dile a Byrne que va a tener compañía. El Capitán pensó en sus infantes de marina y en sus reclutas –pensó en to-

dos los hombres y mujeres que había dirigido. Pensó en cómo había perdido el brazo y estaba feliz de darse cuenta de que no era una de esas personas que perdía sus últimos momentos preciosos debatiendo consigo mismas si hubiesen hecho algo diferente si hubiesen tenido la oportunidad. Parpadeó para limpiar sus ojos del polvo de policreta que flotaba por sobre el parque, y en ese mo-mento, los primero rayos amarillos de Epsilon Indi brillaron desde el horizon-te. Disfrutando de la calidez, Ponder cerró sus ojos para siempre.

* * *

–Mira los dedos mientras abro –dijo Guff mientras insertaba el mango de

su llave inglesa en la hendidura del cerrojo metálico de un armario alto. Tukduk dejó de recoger las cosas de un gabinete adyacente por el tiempo

suficiente para responder. –La siguiente es mía –tomó una botella transparente con un líquido perfu-

mado y viscoso, estudiándolo con su ojo bueno, y entonces lo arrojó sobre un montón de toallas y uniformes de tela en el centro de la habitación de paredes blancas–. Este no es bueno.

–No hay nada bueno –se quejó Guff, haciendo palanca con la llave hasta que la cerradura chasqueó.

–¡Dejen las quejas! –ladró Flim, del otro lado de la pila– ¡Busquen! Dadab negó con la cabeza, sentado en un banco junto a la pila. A pesar de

que él había insistido en que la Luminary del Rapid Conversion no había en-contrado ninguna reliquia en la instalación orbital, Flim estaba convencido de que el Diácono estaba mintiendo, tratando de mantener los tesoros ocultos de la estación para sí mismo. Y aunque ya era evidente que estaban en una habita-ción en la que todo lo que hacían los alienígenas era lavarse, Flim se negó a ceder hasta que encontraran resultados.

–¡Mira donde pisas! –gruñó cuando Guff accidentalmente pisó uno de los tubos flexibles de muchos que habían tirado al suelo. El extremo del tubo se abrió rociando a Flim con una crema pegajosa y de color marfil. Flim apri-sionó la cabeza de Guff con uno de sus brazos, haciendo que se arrodillara. Éste limpió el desastre con una de las toallas. Tukduk, tratando de tomar venta-

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ja de la distracción, sacó una caja plana de metal de la parte superior del recién abierto casillero. Pero Flim lo sorprendió en el acto.

–Tráeme eso –espetó. Dadab imaginó que la caja era sólo una unidad de señalización o alguna

máquina de cálculo básico que pertenecía a uno de los tripulantes ausentes de la estación orbital. En comparación con los circuitos en la sala de control, esa pequeña caja no tenía valor. Pero por mucho que le dolía a Dadab mantener la farsa de su investigación santa, preguntó en tono curioso.

–¿Puedo ver esa cosa cuando hayan terminado? –¿Por qué? –respondió Flim, arrebatando la caja a Tukduk. –He encontrado una igual a esa, hace algunos ciclos. Creo que son parte de

un conjunto –mintió el Diácono–. Si logramos encontrar todas ellas... Flim entrecerró los ojos. –¿Sí? –Bueno, sería mucho más valioso. El Ministerio nos recompensaría con

creces. –¿Cómo cuanto? –Oh, todo lo que puedan desear –Dadab se encogió de hombros–. Dentro

de lo razonable, por supuesto. Los grandes ojos de Flim parpadearon y priorizó sus deseos –algunos más

razonables que otros. Luego le gruñó a Guff. –¡No limpies! ¡Busca! –Guff descartó la toalla con gusto y recuperó su lla-

ve, disponiéndose a forzar otro armario. Dadab respiró superficialmente y fingió una tos. –Me queda poca carga –golpeando suavemente el tanque de metano con

sus nudillos–. Necesito una recarga. Flim no protestó. Se había levantado temporalmente la máscara y estaba

probando la dureza de la caja con sus dientes puntiagudos. –Regreso pronto –agregó Dadab en un tono casual, saliendo de la habita-

ción hacia la pasarela. Por supuesto, tenía bastante metano. Sin embargo, el Diácono había pasado

casi todo un ciclo con los otros Unggoy, y desesperadamente quería un poco de tiempo a solas con Más Ligero Que Otros. El Huragok había hecho algunos comentarios muy crípticos sobre los Jiralhanae. Dadab había visto al Jefe en el hangar y se acordó de su pierna lesionada. Algo estaba sucediendo en el plane-ta alienígena, y el Diácono quería saber exactamente qué. A medida que dobló en una esquina, sintió un temblor en la estación orbital. Curioso, a pesar de su prisa, miró por una de las ventanas que se encontraban en el puerto de obser-vación. Era difícil saberlo con seguridad, pero Dadab creyó ver uno de los cables vibrar.

Eso es raro, pensó, alejándose de la ventana.

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Pero entonces vio una luz roja parpadeando por encima de una esclusa, co-nectada a un puerto de acoplamiento retractil para acoplar naves, y se quedó paralizado de miedo. Tomó sólo un resueno de la alarma para que se pusiera en movimiento nuevamente, moviendo sus piernas rechonchas lo más rápido que podía para correr.

En el interior de la habitación central, Dadab encontró a Más Ligero Que Otros, con sus tentáculos metidos profundamente en la torre central de circui-tos nuevamente. Dadab resopló con fuerza para llamar la atención de la criatu-ra.

< ¿Qué has hecho? > gesturizó el Diácono. < Reparé estos circuitos. > < ¿Activaste el elevador? > < No > El Huragok temblaba de placer. < He corregido nuestros errores. > Dadab estaba sorprendido y aterrorizado a la vez por el anuncio de Más Li-

gero Que Otros. Pero cuando estaba a punto de pedirle una aclaración, la voz de Maccabeus rugió desde el intercomunicador.

–¡Diácono! Diácono, ¿me oyes? –S-sí Cacique –tartamudeó Dadab. El momento de su llamada hizo parecer como si el Jefe vigilara el interior

del centro de control del orbital, como si fuese plenamente consciente de la complicidad de Dadab con el Huragok para activar circuitos alienígenas.

–¡Los extraterrestres nos han atacado! ¡Inmovilizaron el crucero! Las rodillas de Dadab temblaban con terror creciente. ¿Cómo podía ser? –¡Están ascendiendo a la órbita! –continuó el cacique– ¡Debes retenerlos

hasta que pueda enviar ayuda! Dadab apuntó hacia las torres. < ¡Destruye los circuitos! > < No lo haré. > < ¡El cacique lo ordena! > Por lo general, el Huragok expresaba su desacuerdo con una emisión de ga-

ses de mala educación. Pero esta vez mantuvo sus válvulas cerradas, haciendo hincapié en su determinación.

< Ya no sirvo a los Jiralhanae. > < ¿Qué? ¿Por qué? > < Están jugando como con los gusanos. > < No lo entiendo… > < El Cacique va a quemar este mundo. Va a matar a todos. > < ¡Los alienígenas tomarán esta instalación! ¡Nos van a matar! > respondió

Dadab. Más Ligero Que Otros relajó sus extremidades. Ya había dicho todo lo que

deseaba decir.

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El Diácono tomó la pistola de su arnés, y apuntó a las torres. El Huragok se interpuso en la línea de fuego.

< Muévete > gesturizó Dadab con su mano libre. Sin embargo, el Huragok permaneció en su lugar. El Diácono hizo todo lo

posible para mantener a su amigo en la mira, pero su mano estaba temblando, entorpeciendo su gramática, así como su puntería.

< Mover, o, yo, disparar, tu. > < Todas las criaturas transitarán el Gran Viaje, en la medida de su fe. > las

extremidades del Huragok se desplegaron con gracia, lentamente. <¿Por qué los Profetas niegan a estos alienígenas la oportunidad de seguir el Camino? >

Dadab ladeó la cabeza. Era una pregunta válida. –¡No debemos dejar escapar ni a uno! –rugió Maccabeus– ¡Dime que lo en-

tiendes, Diácono! Dadab bajó la pistola. –No, Cacique, no lo entiendo –entonces apagó su intercomunicador.

* * * Maccabeus maldijo entre dientes. Ya era bastante difícil de entender a un

Unggoy bajo circunstancias normales, con sus máscaras ensordeciendo sus palabras. Pero con las alarmas del puente resonando y las explosiones que estremecían las cubiertas más bajas del Rapid Conversion, había sido imposi-ble escuchar las respuéstas del Diácono a la breve conversación.

–Diácono –rugió Maccabeus–. ¡Repite la última transmisión! Pero la señal del Unggoy se había convertido en estática. El cacique se le-

vantó furioso de su silla de mando e inmediatamente se arrepintió de su deci-sión. Ya no necesitaba su férula, pero la pierna no se había curado completa-mente. No había estado ni siquiera un ciclo en la sala de cirugía, cuando la Luminary descubrió un nuevo Oráculo en el planeta, oculto en su ciudad más grande.

Los alienígenas habían activado una baliza en medio del parque de la ciu-dad, lo que indicaba su deseo de otra negociación. Maccabeus no tenía ganas de hablar, y sólo descendió en el Rapid Conversion para un ataque sorpresa cristalizando la ciudad después de obtener el Oráculo. Pero fueron los aliení-genas quienes le tendieron la trampa. El Cacique se apoyó contra la silla de mando cuando una explosión especialmente fuerte sacudió el puente.

–Informe –gritó a su oficial de ingeniería, Grattius. El Jiralhanae mas anciano frunció el ceño ante su consola de control, su pe-

laje moreno estaba iluminado por el brillo de decenas de alertas holográficas parpadeantes.

–¡Cañón de plasma inutilizable! ¡Hay un incendio en el interior de la bahía

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de armas! –¡Envía a los Yanme'e! –gruñó Maccabeus– ¡Diles que apaguen el fuego! La primera de las rondas cinéticas de los alienígenas no había hecho mucho

daño interno al crucero. El casco de la nave recibió el impacto del proyectil, deteniendo su avance. Pero la segunda ronda golpeó limpiamente, cortando conexiones vitales entre el reactor de la nave y los generadores antigravedad. Aunque Maccabeus ya había ordenado a los Yanme'e reparar las conexiones, estaba mucho más ansioso por proteger su cañón.

Si algo llegaba a suceder al Huragok en la estación orbital, no habría mane-ra de reparar las armas. El cacique sabía que los alienígenas que huían por los cables advertirían a cualquier otro mundo que fuese proveído por ese planeta. Sin lugar a dudas, los buques de guerra alienígenas llegarían. Y a menos que el Ministerio dispusiera el inmediato envío de fuerzas adicionales, Maccabeus tendría que luchar por su cuenta.

Grattius ladró a uno de los otros dos Jiralhanae en el puente, un joven de poco pelo llamado Druss.

–¡Ve y supervisa el trabajo de los insectos! Cuando Druss dejó su puesto y corrió por el puente, pasando la entrada y

bajando por el eje central del crucero, Maccabeus se apoyó fuertemente en el Puño de Rukt y cojeó hasta el holo-tanque. Otro miembro de su tripulación, Strab, miraba con enojo a una representación holográfica de la estación orbital alienígena y sus cables.

–¡Las cajas más pequeñas llegarán a la cima pronto! –Strab señaló siete iconos escalonados deslizándose rápidamente hacia arriba– ¡Y los más grandes no se quedan atrás!

Macabbeus ajustó el Puño de Rukt para que el extremo de piedra de éste se situase cómodamente en su brazo derecho, soportando la mayor parte de su peso. A pesar de lo indignado que estaba por el daño a su nave amada debía reconocer la audacia del plan de los extraterrestres. Después de que no habían podido defender sus lejanos asentamientos y su ciudad en el llano, Maccabeus no esperaba demasiado de estos. Y aunque conocía la función de la estación orbital, nunca pensó que sería utilizada para llevar a cabo una evacuación, al menos no mientras que el Rapid Conversion sobrevolara el cielo.

El Maestro de Nave sabía que tenía que hacer todo lo posible para detener a los alienígenas y no fallar completamente a los profetas. Los Unggoy no esta-ban entrenados para el combate, por lo que tendría que reunir a sus tropas y embarcarlas en una misión –destruir la estación orbital como Tartarus había sugerido la primera vez que se acercaron al planeta.

–Sobrino –gritó el Maestro de Nave, tratando de localizar el icono de Tar-tarus sobre la superficie del planeta. El proyector estaba caliente, con muchos miles de Luminations. Algunas se movían hacia arriba por los cables, sin duda

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eran los alienígenas que huían con sus reliquias. –¿Cuál es tu ubicación? –Aquí, tío –respondió Tartarus. Maccabeus miró y se sorprendió al ver a su sobrino, caminando por el

puente. Los incendios en el eje del crucero habían manchado con hollín su armadura roja y quemado algo de su pelo cuando subió desde el hangar. Las patas de Tartarus estaban rojas e hinchadas, quemadas por el calor abrasador de los peldaños de la escalera. En una de sus garras sostenía un disco de cobre grueso.

–¿Qué es eso?– preguntó Maccabeus. Tartarus levantó el holo-proyector alienígena por encima de su cabeza. –El Oráculo… –lanzó el proyector al suelo. Que se hizo pedazos con un

estrépito y las destrozadas piezas se deslizaban a través de la cubierta– ¡Es falso!

Maccabeus observó el círculo de bronce y enmudeció. –Dijiste que mostraba el glifo. ¿Cómo podrían ellos saber…? Tartarus dio un paso hacia el holo-tanque y gruñó. –Hay un traidor entre nosotros. Grattius y Strab mostraron sus dientes y gruñeron. –¡O la Luminary miente! –lanzó Tartarus. A continuación, mirando a Mac-

cabeus– De cualquier manera, eres un tonto. El Cacique ignoró el insulto. –La Luminary –dijo tranquilamente– es creación de los mismos Forerun-

ners. –¡Los santos Profetas marcaron la nuestra como averiada, no funcionaba

desde un principio! –ahora Tartarus hablaba con Grattius y Strab– ¡Pero aún así él no hizo caso!

De hecho, fue el Viceministro Tranquility mismo quien le dijo al Maestro de Nave hacer caso omiso de la Luminary –que la comprobación del dispositi-vo había sido incorrecta. No se encontraron reliquias, le había dicho el Profeta, en un canal de comunicación de alta prioridad. No había Oráculo. Solo un planeta lleno de ladrones que debían morir.

–¡Su soberbia ha destruido nuestra nave! –continuó Tartarus– ¡Puso en pe-ligro la vida de toda nuestra tripulación!

La sangre de Maccabeus comenzó a hervir. Se le hizo más fácil ignorar el dolor en la pierna.

–Yo soy el Cacique. Mi decisión impone normas a esta jauría. –No, tío –Tartarus se quitó el rifle de su cinturón–. Nunca más. Maccabeus recordó el día en que había desafiado el dominio de su jefe, su

padre. Como era tradición, la lucha se libró a muerte. Al final, el anciano padre de Maccabeus había recibido felizmente el cuchillo de Maccabeus a través de

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la garganta –la herida mortal de un guerrero, causada por alguien que amaba. Antes de la llegada de los San'Shyuum y sus misioneros, con sus promesas de trascendencia, un Jiralhanae anciano no podría haber esperado un mejor final.

Pero Maccabeus no era tan viejo. Y ciertamente no estaba preparado para trascender.

–Una vez hecho, un desafío no puede ser evitado. –Conozco la tradición –dijo Tartarus. Quitó el cargador de municiones de

su rifle y lo arrojo a Grattius. Luego apuntó a la pierna de Maccabeus–. Usted está en desventaja. Le permitiré tener el martillo.

–Me alegro ver que has aprendido el honor –dijo Maccabeus, pasando por alto el tono arrogante de su sobrino. Hizo un gesto a Strab para que le alcanza-ra su casco de su silla de mando–. Sólo desearía haberte enseñado la fe.

–¿Me llamas infiel? –gruñó Tartarus. –Eres obediente, sobrino –Maccabeus tomó el casco de las manos temblan-

tes de Strab y se lo colocó en la parte superior de su cabeza calva–. Espero que aprendas la diferencia algún día.

Tartarus rugió y cargó hacia adelante, trabando combate cuerpo a cuerpo a un lado del holo-tanque –Tartarus cortando el aire con las cuchillas de media luna de su rifle y Maccabeus parando con su martillo. El joven Jiralhanae sabía que le tomaría un solo golpe aplastante del martillo para quedar fuera de com-bate, y el Puño de Rukt tenía las marcas de las innumerables víctimas que no fueron lo suficientemente sabias para mantenerse alejadas de su piedra.

A medida que rodearon el holo-tanque y regresaron a sus posiciones inicia-les, Maccabeus tropezó con la carcasa del holo-proyector. Sus ojos habían estado vigilando tan de cerca las cuchillas del rife de Tartarus que había olvi-dado que estaba allí. Su pierna lesionada falló al tratar de mantener el equili-brio, y, en ese momento de debilidad, Tartarus se abalanzó sobre él. Arrancó el casco del Cacique y comenzó a cortar su cara y cuello. Maccabeus levantó un brazo para desviar el ataque y las cuchillas hicieron un corte profundo en la parte inferior sin armadura de su antebrazo. El Cacique aulló de dolor cuando la hoja cortó el musculo y algo de hueso.

Balanceando el martillo con su brazo sano, Maccabeus golpeó a Tartarus en el lado de su rodilla. Sin embargo, el golpe lateral con una sola mano, transmitió muy poca fuerza. Tartarus cojeó hacia atrás, con la sangre de Mac-cabeus aún goteando de las cuchillas, esperó a que su tío se pusiera de pie.

La garra del brazo lesionado del Maestro de Nave ya no podría sostener el martillo, pero aún era capaz de apoyarlo en el pulgar y ayudarse a levantarlo. Con un gran rugido, cargó contra su sobrino con toda la fuerza que le quedaba. Tartarus se encorvó como si se preparara para recibir el impacto, pero retroce-dió al último segundo cuando su tío se acercó. Maccabeus vaciló –dio unos pasos pesados que no había planeado– y golpeó su martillo contra el grueso

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dintel de la puerta de entrada del puente. Cuando el cacique se tambaleó hacia atrás, sorprendido por el temblor lue-

go del golpe, Tartarus levantó su rifle y saltó hacia delante. Agarró a Macca-beus por el cuello, le dio la vuelta sobre su pierna lesionada, y lo envió por el aire hacia el pasillo cercano al eje de crucero, sin su martillo. Agarrando des-esperadamente con su mano buena, Maccabeus logró alcanzar el peldaño más alto de una escalera descendente, llevando su peso hacia arriba.

–Duda –se quejó Maccabeus, tratando de mantener el control sobre su cuerpo.

–Lealtad y Fe –respondió Tartarus, caminando a la orilla de la escalera. Ahora sostenía el Puñode Rukt.

–Nunca olvides el significado de esta Era, sobrino. Una explosión sacudió el crucero, enviando un chorro de fuego a través del

espacio vacío de la escalera, unas cubiertas por debajo de las piernas de Mac-cabeus. Los Yanme'e pululaban por todas partes, sosteniendo equipos de con-trol de incendios en sus garras, ajenos a la lucha de su Capitán.

Tartarus le enseñó los dientes. –¿No lo sabes, tío? Este lamentable Era ha terminado. Con un poderoso flexionamiento de sus hombros, Tartarus llevó el martillo

hacia abajo, rompiendo el cráneo del jefe contra la escalera. La garra de Mac-cabeus se relajó. Luego, su cuerpo sin vida se desplomó sobre las llamas, mientras los Yanme’e se apartaban.

Por un momento, Tartarus se mantuvo quieto, jadeando por el esfuerzo de su triunfo. El sudor le corría por debajo de la piel. Pero no emitía su irregular olor habitual. Tartarus resopló, reconociendo su nueva madurez. Luego se quitó el cinturón y lo enrrolló alrededor del Puño de Rukt, a modo de correa para mantener el antiguo garrote sobre su hombro.

Grattius se acercó lentamente a través del pasillo, sosteniendo el casco de Maccabeus. Strab no estaba muy lejos. Ambos Jiralhanae se arrodillaron ante Tartarus, lo que confirmaba su liderazgo de la jauría y comando del Rapid Conversion. Tartarus tomó el casco de Maccabeus como un trofeo. Luego descendió por la escalera.

El nuevo Maestro de Nave había dejado la nave de descenso en el hangar, y la necesitaría para llegar a la estación orbital extraterrestre. Pero antes de eso, Tartarus estaba decidido a salvar la herencia de su tío de las llamas –la arma-dura dorada de cacique– para usarla como propia.

* * *

Sif despertó. Y trató de recordar quién era. Todas sus bases de datos estaban apagadas. Los clusters de los procesado-

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res estaban a oscuras. La única parte de ella con poder era su núcleo de lógica cristalino. Pero fue acosada por impulsos emocionales fuertes –operaciones insistentes que no tenía capacidad para analizar. De repente, uno de sus clus-ters se activó. Un impulso COM llamó en una esquina de su núcleo lógico.

<\ ¿Quién es? \>

La inteligencia, probando su lógica, respondió:

< Más, Ligero, Que, Otros. > Sif pensó por unos largos segundos. Y mientras pensaba –presionando el

cluster para obtener más datos– la inteligencia encendió una de sus bases de datos. Los recuerdos inundaron sus pensamientos: Harvest, Tiara, los extrate-rrestres, y Mack.

Las emociones se revelaron contra su lógica, exigiendo un análisis. Sif se encogió dentro de la parte más profunda de sí misma, manteniéndolos a raya. Pasaron los minutos. Sintió más impulsos de un cluster de procesador recién activado.

< ¿Quién, eres? >

<\ No sé. Estoy inutilizada. \>

Pero Sif sí sabía que la otra inteligencia estaba seleccionando bits de una

tabla alfanumérica en la memoria flash alojada en el primer grupo de sus bases de datos. Esta inteligencia estaba escogiendo esos bits de forma electroquími-ca, presentándoselos directamente a su núcleo de lógica. Sin darse cuenta, Sif ya había comenzado a responder del mismo modo, pero notó que el modo de comunicación no era típicamente humano.

<\ ¿Eres uno de ellos? \>

< Sí. >

La inteligencia extraterrestre se detuvo por un momento.

< Pero, no, como ellos. > Una sensación tiró del subconsciente de Sif: el tirón de un cepillo peinando

el cabello de una mujer.

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<\ Hay algo en mi hebras. \> El segundo cluster aceleró su procesamiento, enviando el contenido de dos

almacenes de datos a su núcleo de lógica. Ella recordó un plan –encomendado desde Harvest hacía muchos días y semanas; guiar los propulsores de los ele-vadores.

<\ ¡La evacuación! \>

< Yo, saber, yo, quiero, ayudar. >

Sif tuvo dificultades para recordar cómo solía trabajar –qué clusters cumpl-

ían qué tareas.

<\ ¿Puedes arreglar esto? \> Se concentró en los procesadores que controlaban los circuitos de los con-

tenedores de carga. Estos siempre habían sido los encargados de las tareas más sencillas. Pero fueron las únicas funciones que estaba lo suficientemente fuerte como para manejar, al menos por ahora.

< Sí, tu, espera. >

Sif hizo lo que pudo para ignorar sus propias emociones, clamando por su

atención. Sin embargo, una violenta sacudida de aprehensión resultó innega-ble. Había algo que había olvidado preguntar, algo que su mente racional exig-ía saber para comprender la situación.

<\ ¿Por qué me estás ayudando? \>

La inteligencia extraterrestre pensó un momento y luego respondió:

< Mas, Ligero, Que, Otros. > Pasarían muchos minutos más antes de que Sif tuviese la capacidad de pro-

cesar la simple repuesta del alienígena, una verdad existencial: puedo ayudar porque eso es lo que soy.

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Capítulo Veintiuno La cabeza de Forsell cayó sobre el hombro de Avery. El corpulento recluta

se había desmayado casi inmediatamente después de que las paletas maglev del cubo de grasa hicieron contacto con la hebra número dos. Durante el trans-curso de cuatro segundos, el cubo había triplicado su velocidad de ascenso. Y las fuerzas G resultantes fueron extremas –algo que los reclutas no estaban preparados para manejar. Solamente Avery había logrado mantenerse cons-ciente porque utilizó el entrenamiento que había recibido para los descensos orbitales en HEV27 –apretando las rodillas y regulando su respiración, para evitar que la sangre se acumulase en sus piernas.

El cubo era un cilindro ancho y bajo, compuesto por dos mitades en forma de ‘C’. Las ventanas limpias y curvadas en la pared interior proveían una vi-sión de trescientos sesenta grados de la hebra, que se veía como una mancha dorada. El estrecho interior del cubo estaba diseñado para cargar a cuatro per-sonas, pero los JOTUN de mantenimiento habían quitado los controles y moni-tores de los brazos de mantenimiento con apariencia de cangrejo del cubo, haciendo espacio para acomodar doce asientos –cada uno tomado de los vehí-culos abandonados en Utgard.

Los asientos estaban colocados de lado a lado, de espaldas al cable así Ave-ry y sus reclutas podrían salir por la única escotilla del cubo lo más rápidamen-te posible cuando se acoplase a la Tiara.

–¿Comandante? ¿Sigue conmigo? –gruñó Avery por el micrófono de su garganta mientras enderezaba el cuello de Forsell. No quería que el recluta se despertara con un calambre, y no solo porque afectaría su puntería.

–Apenas –contestó Jilan desde su cubo–. Healy está aguantando. Dass tam-bién ¿Qué hay de los tuyos?

–Todos fuera de combate. Cuando el Capitán Ponder le había ordenado a Avery retomar la Tiara, pi-

dió voluntarios. La misión era extremadamente peligrosa, y Avery sabía que habría bajas. Pero terminó teniendo más voluntarios que asientos; una mezcla de reclutas del tercer escuadrón del primer pelotón. Cada uno de ellos (Forsell, Jenkins, Andersen, Wick, e incluso el casado Dass) estaban dispuestos a arriesgar sus propias vidas para darles a sus familiares, amigos y vecinos la oportunidad de escapar de la embestida alienígena.

Cuando el cubo de Avery dejó atrás la estratósfera de Harvest y la fricción del aire se redujo a cero, incrementó la velocidad otra vez. Avery hizo una mueca y lucho contra la oscuridad que cerraba sus párpados.

27 Siglas en inglés para ‘Human Entry Vehicle’, ‘Vehículo de Entrada/Descenso/Ingreso Huma-no’.

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–¿Johnson? –¿Señora? –Voy a desmayarme. –Entendido. La alarma está colocada para quince y cinco. Avery sabía que la Teniente Comandante podría aprovechar el descanso.

Igual que los marines y la mayoría de los milicianos, ella no había dormido para nada durante las cuarenta y ocho horas desde el ataque alienígena sobre Gladsheim.

Y Avery sospechaba que de hecho, no había dormido más que unas pocas horas cada noche desde que habían emboscado a los alienígenas en el carguero hacía casi un mes. Avery estaba entrenado para pensar tácticamente.

Pero apreció que la responsabilidad de Jilan por el planeamiento estratégico debía ser igualmente agotadora. Al final, el plan para retomar la Tiara había requerido la experticia de ambos.

De los siete cubos de grasa ascendiendo hacia la estación, solo aquellos en las hebras número dos y seis (los de Avery y Jilan, respectivamente) cargaban a los equipos de asalto de la milicia. Los otros cinco estaban vacíos –señuelos, cargados con minas claymore conectadas a sensores de movimiento. Por reco-mendación de Avery, estos cinco cubos llegarían a la estación antes. Una vez que se detuviesen dentro de las estaciones de acoplamiento del orbital, exten-derían automáticamente sus escotillas retráctiles. Cualquier alienígena sufi-cientemente curioso para abrir las escotillas de alguno de los cubos para ins-peccionar, recibiría una desagradable sorpresa: un estrecho cono de proyectiles de metal redondos, explotando con fuerza letal. Los perdigones de las minas también perforarían las paredes delgadas de la escotilla. Pero cuando las esta-ciones uno, tres, cuatro, cinco y siete estubiesen despejadas de contactos hosti-les, ya no serían necesarias tales escotillas. Los contenedores llenos de evacua-dos pasarían por la Tiara sin detenerse.

La tarde anterior, poco más de doscientos cincuenta mil personas habían sido distribuidas entre doscientos treinta y seis contenedores de carga en los depósitos del séptimo elevador de Utgard –asegurándose a una mezcla de asientos de vehículos y Vagones de Bienvenida que los JOTUNs habían suje-tado furiosamente rápido en los suelos de los contenedores. Ya había unos veintiocho contenedores en las hebras, en catorce pares vinculados. Cada cinco minutos, otros siete pares comenzarían a ascender. Y si todo salía según lo planeado, en menos de noventa minutos desde el primer disparo del acelerador magnético de Loki, todos los evacuados habrían de abandonar la superficie del planeta. Por supuesto, esto era solo el comienzo del desgarrador viaje de los evacuados. Los pares de contenedores no solo tenían que llegar hasta la Tiara sin ser molestados, sino que también tendrían que completar un recorrido mu-cho mas largo por sobre las hebras –casi a medio camino del arco de contrape-

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so– para obtener la velocidad necesaria para interceptar las cápsulas de propul-sión que Sif había posicionado anteriormente.

Y además de todo esto, la Tiara debería permanecer perfectamente balan-ceada, incluso cuando todo el peso sobre sus hebras estaría muy por encima de sus límites comprobados. Loki tendría sus manos llenas y Avery esperaba que la IA fuese tan capaz como Jilan creía que era.

El Sargento sintió su tableta COM zumbar en el bolsillo pectoral de su uni-forme, informándoles que los cubos señuelos estaban comenzando a desacele-rar.

«Quince minutos más», pensó Avery, palmando y tirando de los bolsillos de su chaleco para asegurarse de que sus cargadores estuvieran adecuadamente empacados. Tenía su rifle de batalla, con el cañón apuntando hacia arriba, entre sus rodillas, pero había cambiado su habitual pistola M6 por una subame-tralladora M7 de la armería de Jilan. Con su elevada tasa de fuego y tamaño compacto, la M7 era perfecta para el combate en espacios cerrados. El saco que contenía los cargadores de sesenta rondas de la subametralladora era de velcro. Avery se lo quitó de su chaleco y lo ajustó en un ángulo en el que los cargadores resultasen más fáciles de agarrar. Mientras presionaba el saco fir-memente en su nueva posición, sintió algo seco y quebradizo crujiendo contra su pecho. Con cuidado, sacó de un bolsillo interior uno de los cigarros Sweet William del Capitán Ponder. Había olvidado que estaba ahí.

En una de las charlas finales que habían mantenido en uno de los balcones del parlamento, el Capitán había entregado un puro de su menguante suminis-tro a cada uno de sus Sargentos. “Señores, enciéndanlos cuando todos se en-cuentren a salvo”, había dicho Ponder, apuntando con su cabeza hacia los anclajes de los elevadores y a los civiles agrupados en los cobertizos cercanos. No fue hasta ese momento en que Avery comprendió que el Capitán no se había incluido intencionalmente en el ritual de celebración. Ponder sabía que no lo lograría, y la verdad era que las probabilidades de éxito de sus Sargentos no eran mucho mejores. Byrne y un grupo de veinte voluntarios de los escua-drones del segundo pelotón, se encontraban estacionados en el complejo del reactor de Utgard, protegiendo el centro de datos de Loki. Unos JOTUNs hab-ían desenterrado cuidadosamente las bobinas del acelerador magnético mien-tras que la nave de guerra alienígena estaba ocupada atacando Gladsheim, y Loki había dejado ajustado el cañón para que apuntase en dirección al horizon-te de Utgard. Una vez que el acelerador disparó, la PSI de la ONI asumió que los alienígenas identificarían la fuente del ataque y organizarían una contra-ofensiva. Era el deber de Byrne asegurarse de que no cumplieran su cometido –manteniendo el centro de datos de Loki a salvo hasta que la evacuación hubiese terminado.

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Al sonar la marca de los cinco minutos, el cubo de grasa de Avery se sacu-dió y las paletas maglev se retiraron de las hebras, y sus ruedas de frenado hicieron contacto, deteniendo lentamente su avance. La transición de velocidad fue suficiente como para despertar a Forsell, y mientras el recluta parpadeaba para salir de su sopor, Avery le indicó que palmeara el hombro de Jenkins –transmitiendo la señal para despertarse a todo el cubo. Uno por uno, los reclu-tas revivieron, retiraron sus MA5 de donde los habían dejado caer sobre el suelo cubierto de goma, y chequearon sus municiones.

–Loki acaba de incrementar los intervalos. Siete minutos entre cajas –la agotada voz de Jilan crujió en el casco de Avery–. Tendremos que aguantar un poco más de lo planeado.

Avery hizo un cálculo rápido. En ese momento debía haber unos cincuenta contenedores siendo levantados en las hebras. Su peso combinado debía estar poniendo mucha tensión sobre la Tiara. Si se deslizaba demasiado de su posi-ción geosincrónica, la rotación de Harvest la jalaría, enrollando las hebras alrededor del ecuador como hilos con un carrete.

–Todo el mundo escuche –ladró Avery–. Cuiden a sus compañeros. Che-queen las esquinas. La Tiara está funcionando con energía limitada. Los obje-tivos serán difíciles de ver.

Avery había explicado a los milicianos el plan de asalto varias veces: am-bos equipos despejarían sus estaciónes de acoplamiento y luego avanzarían y asegurarían los extremos más alejados de la Tiara. Una vez que ello estuviera hecho, acorralarían a cualquier sobreviviente alienígena en el centro, atrapán-dolos alrededor de la estación numero cuatro, y acabarían con ellos.

–Nos encontraremos en el centro –dijo Jilan– ¿Y, Johnson? –¿Señora? –Buena suerte. Avery desabrochó su cinturón y se puso de pie. A través de las ventanas in-

teriores, podía ver que la hebra pasaba lentamente, revelando un patrón de espina de pescado en la construcción de nano-fibras de carbono de las hebras. El cubo se detuvo tan suavemente –muy diferente a las bruscas inserciones aéreas que Avery había experimentado en otra misiones– que le preocupaba que sus reclutas no recibieran el disparo de adrenalina que necesitaban.

–¡Primer pelotón! –bramó– ¡Preparen sus armas y mantengan su posición! Forsell, Jenkins, y los otros tiraron hacia atrás los cerrojos de carga de sus

MA5, y cambiaron sus selectores de fuego a automático. Cuando guardaron posiciones, estos hijos de Harvest encararon la mirada de acero de su Sargento con igual determinación, y Avery comprendió que había subestimado la prepa-ración de sus reclutas. «Están listos…» pensó Avery «…ahora quiero que lo recuerden»

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–Miren al hombre a su lado –comenzó Avery–. Él es tu hermano. Él tiene tu vida en sus manos, y tú tienes la suya ¡No se rindan! ¡No dejen de avanzar!

El cubo se balanceó con el cable cuando la escotilla se acopló a la estación. Los reclutas se apiñaron juntos a la izquierda y derecha de Avery. Por primera vez, los miró y los vio tal y como eran: hombres a punto de convertirse en héroes. Cuando posó sus ojos sobre los de Jenkins y sondeó su mirada, com-prendió que sus motivadoras palabras carecían del mensaje más importante: esperanza.

–¡Cada uno de esos bastardos que maten, significarán mil vidas salvadas! –Avery asió la palanca de apertura de la escotilla con su mano izquierda, y tomó el rifle de batalla con la derecha– Y las salvaremos. A cada una de ellas –giró la palanca hacia arriba, apartó la escotilla, y cargó hacia delante. Su escuadrón rugía detrás.

Las paredes semitransparentes del conducto de acoplamiento dejaban pasar más luz de la que había en el cubo. Avery entrecerró los ojos mientras corría hacia delante, buscando objetivos. Cuando los milicianos aparecieron corrien-do a sus espaldas, el conducto comenzó a temblar y rebotar, desenfocando la puntería de Avery. Afortunadamente, no vio ningún contacto hasta que llegó a la escotilla de la estación, y las cuatro criaturas enmascaradas que corrieron frente a él no parecían tener ánimos para pelear. Sus duras y grises pieles esta-ban manchadas de sangre azul, señal de la letal explosión de una mina claymo-re.

Avery los dejó pasar –esperando para ver si tenían una retaguardia. Mo-mentos después, un quito alienígena apareció, notó la presencia de Avery y levantó un puñal explosivo.Avery disparó una ráfaga de tres rondas que golpeó al alienígena en un hombro, y lo hizo dar una vuelta. Antes de que el puñal cayera al suelo, Avery ya se encontraba dentro de la Tiara. Lanzó una segunda ráfaga contra el pecho del alienígena, y la criatura se desplomó.

Avery observó hacia la derecha, en dirección a la estación de la hebra número uno y no vio a ningún rezagado. Echó un vistazo a la izquierda y dis-paró al más cercano de los cuatro alienígenas que ya se retiraban por la esquina de la estación de acoplamiento, encajándole las rondas en las rodillas. El alienígena cayó con un grito ahogado. Pero en cuanto Avery se disponía a dar el tiro de gracia, el BR55 de Jenkins resonó, y la cabeza del alienígena desapa-reció en una brillante nube azul.

–¡Así se hace! –gritó Anderson pasando a Jenkins y entrando por la escoti-lla– ¡Vaya forma de disparar!

Pero Jenkins no agradeció el cumplido. En lugar de ello, miró a Avery, con la mandíbula apretada bajo sus escuálidas mejillas. Voy a matarlos, decía con la mirada, a cada uno de ellos.

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–¡Andersen, Wick, Fasoldt: encárguense de cualquier herido en la primera estación! –Avery sacó el clip de municiones medio vacío de su rifle de batalla, y colocó uno nuevo en su lugar. «¿Quieres matarlos a todos?» pensó Avery, corriendo tras los alienígenas en retirada. «Tendrás que ser más rápido que yo».

* * *

Byrne había estado esperando un ataque aéreo –una o más de las naves de

descenso alienígenas, con sus poderosas torretas de plasma– asíque ordenó a los reclutas que se distribuyeran entre los campos de trigo alrededor del reactor para intentar darles la mayor cobertura posible. Pero cuando Loki le transmitió la advertencia del último aliento de Ponder, acerca del trío de vehículos acercándose, los hizo retirarse rápidamente, de regreso a la torre del reactor. Contra fuego aéreo, los reclutas hubiesen sido blanco fácil, atrincherados en y alrededor de la estructura de policreta de dos pisos. Pero la torre proveería un terreno elevado, esencial para resistir el asalto terrestre.

De cualquier modo, el rol de Byrne seguía siendo el mismo: la carnada. De pie tras la torreta LAAG de un Warthog aparcado bloqueando la entrada al complejo del reactor, tenía una buena vista de los vehículos, que aceleraban por la salida de la autopista: grandes ruedas delanteras que ensombrecían al conductor y desgarraban el pavimento, motores que escupían humo azul y llamas anaranjadas. Esperó a que los vehículos abrieran fuego, curioso de ver que armamento poseían. Pero cuando se acercaron a menos de quinientos me-tros y aún no comenzaron a disparar, Byrne comprendió que sus conductores alienígenas en armadura no iban a dispararle –iban a atropellarlo.

Para cuando el barril rotativo del LAAG finalmente alcanzó la velocidad necesaria, el vehículo líder aceleró hacia él con un feroz rugido. Byrne logró conseguir unos pocos segundos de fuego sostenido sobre el alienígena de ar-madura azul en el asiento del conductor, pero entonces tuvo que saltar de su posición. Mientras rodaba sobre el caliente y pegajoso asfalto, el Warthog explotó a su espalda –destrozándose en un terrible crujido metálico cuando la rueda afilada del vehículo alienígena lo golpeó de lado, entre las ruedas.

–¡Abran fuego! –gritó Byrne al micrófono en su garganta, terminando de rodar.

Mientras se ponía de pie y corría en dirección a una trinchera hecha de sa-cos de arena, que protegía la puerta de seguridad de la torre del reactor, Stisen, Habel, Burdick y otros dieciséis milicianos dieron rienda suelta a sus MA5s. El vehículo líder comenzó a escupir chispas y fuego de metralla, y su conductor hubiese muerto justo allí de no haber sido que los otros dos vehículos acelera-

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ron en dirección al complejo, saliéndose de la carretera de acceso y atravesan-do la cerca de alambre, dividiendo el fuego de la milicia.

–¡Loki! –Byrne se descolgó su rifle de batalla del hombro– ¿Cuál es tu si-tuación?

Disparó tres ráfagas contra el motor de uno de los vehículos que ahora se-guían a su líder alrededor del reactor, en sentido contrario a las agujas del reloj, saliendo de su vista.

Byrne no había escuchado a la IA desde que había disparado el acelerador contra la nave de guerra alienígena –colocando dos disparos a quemarropa que sonar como un trueno, estremeciendo los oídos de Byrne, incluso con los tapo-nes que él y el resto de la milicia habían enterrando profundamente en sus orejas. El Sargento sabía que cargar las bobinas del acelerador y disparar dos proyectiles consecutivos demandaría un poder significativo. Durante su última conversación informativa con Ponder, Loki había aclarado que luego de su disparo inicial, estaría fuera de línea momentáneamente para revisar el reactor –o arriesgarse a que se derritiera en el próximo disparo.

“¿Y qué sucedería… “ había preguntado Byrne “ …si uno o dos golpes no son suficientes para derribar la nave?”

“Por lo que más quiera, Sargento…” contestó la IA sonriendo “tenga espe-ranza en ello”.

Byrne apuntó con su rifle hacia la derecha y disparó sobre el vehículo líder que completaba su círculo alrededor de la torre. Observó un pelaje canela entre los espacios de la armadura del conductor, y reconoció a la criatura como la más alta de las escoltas del alienígena con armadura dorada del día del encuen-tro en los jardines botánicos.

–¡Cuidado! –gritó Byrne cuando el alienígena dio un giro cerrado alrededor de los restos del estropeado Warthog.

Púas de metal incandescente salieron disparadas de dos rifles montados arriba y detrás de la rueda, forzando a Byrne y a los tres reclutas en la trinche-ra, detrás de él a agacharse y cubrirse. Las púas cortaron la fila superior de sacos de arena y se incrustaron en la pared de policreta de la torre. Algunas rondas se astillaron contra la puerta metálica de seguridad, esparciendo metra-lla al rojo vivo sobre el asfalto, cerca de las botas de Byrne.

–¡Stisen! –gritó el Sargento al líder del escuadrón 2/A, posicionado en el techo del primer piso, directamente sobre la trinchera– ¡Dispara a los bastar-dos!

Pero el terco policía le gritó una orden en respuesta: –¡Muévase, Sargento! ¡Ahora! Y Byrne lo hizo –arrojándose a un lado para evitar el rugido de un vehículo

en su dirección, empujando a los dos reclutas más cercanos fuera del camino de la afilada rueda, mientras el vehículo atravesaba la trinchera, llenando el

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aire con arena. La máquina colisionó con la puerta de seguridad, y la arrancó de su marco. Para cuando Byrne se acomodó, apoyándose con una rodilla en el suelo y llevando su rifle al hombro, el alienígena ya estaba retrocediendo y preparándose para otra embestida.

–¡Adentro! –gritó Byrne, corriendo hacia la puerta. Habel y otro recluta llamado Jepsen entraron con total seguridad dentro de

la torre. Pero el tercero, un recluta mayor llamado Vallen, no fue tan rápido. El vehículo lo arrolló un instante antes de estrellarse nuevamente con el marco de la puerta. Byrne observó al recluta desaparecer entre las ruedas afiladas, para aparecer un momento más tarde, como madera procesada por una trituradora –tiras de uniforme y miembros saltaron hacia el cielo y en dirección a la entrada del complejo.

–¡Bajen las escaleras! –gritó Byrne a Habel y Jepsen, recargando su rifle– ¡Busquen un punto angosto!

Los dos reclutas se retiraron por un pasillo estrecho, en dirección a una es-calera qaue conducía al subsuelo y al centro de datos de Loki. Byrne solo pod-ía ver la coronilla de la cabeza del alienígena blindado detrás del motor de su vehículo. Colocó algunas rondas sobre el casco de la bestia, y el alienígena retiró el vehículo de la puerta, disparando en respuesta. Byrne corrió en zigzag por el pasillo. Pero en cuanto llegó hasta las escaleras, el fuego se detuvo. Se volteó a tiempo para ver al alienígena de pelaje color canela desmontando y cargando a través del umbral de la puerta. Byrne disparó múltiples rondas mientras el alienígena corría hacia él por el pasillo, encorvado y arañando el piso de policreta con sus patas. Todas las balas de Byrne hicieron blanco, pero rebotaron en los escudos de energía de la criatura.

–¡Mierda! –maldijo Byrne. Saltó por la barandilla de la escalera y aterrizó sobre un tramo de escaleras

más abajo. Mientras el alienígena comenzaba a disparar una salva de púas incandescentes sobre él, Byrne salto hacia abajo nuevamente hasta el nivel del sótano. Empezó a correr por un corredor bajo y el alienígena aterrizó justo a su espalda. El Sargento no hubiese llegado lejos si Habel y Jepsen no hubiesen estado esperando en una intersección de dos caminos, justo frente al centro de datos de Loki, más adelante.

Los dos milicianos abrieron fuego desde las esquinas del pasillo ramificado y Byrne llegó corriendo. De a un disparo por vez, sus MA5s no eran tan pode-rosos como el rifle de batalla de Byrne. Pero lo que carecían sus armas de velocidad de salida, lo compensaban en cadencia de fuego. Con ambos reclutas disparando en automático, los escudos del alienígena comenzaron a fallar; plasma color cian empezó a ventilar por entre las juntas de su armadura, lu-chando por mantenerse cargada. Pero en lugar de retirarse hacia arriba por la escalera, el alienígena marchó lentamente hacia delante, disparando su rifle.

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Una púa le dio a Jepsen en el cuello, y cayó gorgoteando sangre. Otra al-canzó a Habel en la cadera, partiendo sus huesos. Byrne atrapó al segundo recluta mientras caía, envolviendo su pecho con un brazo y disparando su rifle de batalla con el otro. El alienígena clavó otras dos púas contra el pecho de Habel –una atravesando directamente el bíceps de Byrne. El sargento gruñó, soltó el rifle, y se tambaleó de espaldas hasta la puerta del centro de datos de Loki.

–¡Cuidado! –anunció Loki a través de los parlantes en el casco de Byrne, mientras la puerta se abría.

Pero Byrne ya se estaba reclinando contra lo que pensaba que sería una su-perficie sólida, y no pudo balancearse. Quitó el tacón de su bota del umbral de la puerta y cayó hacia atrás al mismo tiempo que las dos mitades de la puerta comenzaban a deslizarse para cerrarse nuevamente, dejando al alienígena de armadura azul del otro lado.

–Estuve un poco ocupado –dijo la IA a modo de disculpa–. Los contenedo-res ya están en las hebras.

Byrne recostó suavemente a Habel en el suelo. Pero apenas había tenido tiempo suficiente para mirar a su alrededor –una sala de máquinas con ilumi-nación fluorescente, llena con cañerías en vertical y cables que llevaban a la cámara del reactor, unos pisos más abajo– cuando el alienígena se puso a rugir y a golpear la puerta.

–¿Y la nave alienígena? –Fuera de combate. Byrne desenfundó su pistola M6 de uno de los estuches laterales de su cha-

leco de asalto. Su bíceps estaba desgarrado y quemado. Tendría que disparar con una sola mano.

–No es de extrañar que esté tan enojado. Entonces, la puerta del centro de datos se abrió un poco –sus dos hojas es-

taban siendo empujadas por las cuchillas del rifle alienígena. La criatura co-menzó a forzar su arma de atrás para adelante, ensanchando la rendija hasta que hubo suficiente espacio para usar sus garras y hacer palanca para abrirla completamente. Retirándose en dirección al centro de datos en sí mismo –un contenedor metálico aislado en una habitación mucho más grande con ilumi-nación tenue– Byrne disparó a través de la rendija de la puerta, donde calcula-ba que estaría la cabeza de la criatura. El alienígena rugió y retiró una de sus patas.

El Sargento disfrutó de una oleada de triunfo, pensando que quizás había bajado su escudo. Pero un momento después, vio algo largo y con una punta pesada asomándose por el espacio de la puerta: un garrote con púas, más largo que su brazo. Byrne rodó a un lado para evitar el pesado objeto, que se adhirió

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a la pared del centro de datos. El Sargento notó un humo negro muy fino ema-nando de la cabeza del garrote.

–Oh, maldición –gruñó una fracción de segundo antes de que la granada detonara, lanzando fuego y metralla.

Por suerte para el Sargento, la explosión fue estrecha y direccional. Pero esto no era tan bueno para Loki. Byrne se levantó colocándose sobre una rodi-lla, apretando su bíceps sangrante y vio un agujero rasgado en la pared del centro de datos. Dentro, podía ver que las matrices de datos en sus estantes, ahora eran un caos en llamas. Antes de que Byrne pudiera hablarle a Loki, el alienígena de armadura azul se infiltró por la puerta. El Sargento levantó su M6 y disparó algunas rondas. Pero entonces, el alienígena lo aprisionó por los hombros. Byrne no era un hombre pequeño. Pero el alienígena era un metro más alto y pesaba media tonelada métrica más. Se inclinó sobre Byrne y lo empujó de cabeza contra la pared del centro de datos, justo al lado del hoyo. Si el Sargento no hubiese estado usando casco, su cráneo se hubiera roto. En lugar de eso, el impacto lo dejó inconciente.

Lo siguiente que recordó Byrne fue al alienígena, tomándolo por las muñe-cas y arrastrándolo por el suelo, panza arriba, hacia el imparable tiroteo en el exterior de la torre. El casco de Byrne había desaparecido, al igual que sus dos armas. El alienígena le había arrancado su chaleco con un solo movimiento de su mano; había marcas de sangre con forma de garras en el centro de su camisa verde oliva y su pecho ardía y palpitaba. Intentó ponerse de pié y liberarse del agarre del alienígena. Pero el alienígena simplemente giró sobre su cintura y golpeó con su gigantesco puño el rostro de Byrne, rompiendo su nariz y pómu-lo. Mientras que la cabeza de Byrne colgaba flácida entre sus hombros, el alienígena lo arrastró más allá de la trinchera de sacos de arena, a plena vista de los reclutas sobre la torre.

–¡Alto al fuego! ¡Alto al fuego! –gritó Stisen– ¡Le darán al Sargento! Byrne intentó gritar: “¡No!” –decirle a Stisen que acabaran con ambos– pe-

ro su mandíbula estaba dislocada, y su orden se escuchó como una tos enfada-da. El alienígena levantó a Byrne y lo hizo ponerse de rodillas brutamente. Tomó el rifle de su cinturón y puso las cuchillas sobre los hombros del sargen-to. Las cuchillas estaban torcidas y melladas por el forcejeo contra la puerta del centro de datos, y el Sargento rugió –una ráfaga de aire pasando por su garganta hasta su mandíbula colgante– cuando sus filos rallaron su clavícula.

El alienígena ladró algo que hubiese resultado incomprensible de no haber sido porque movió las cuchillas desde los hombros hasta el cuello de Byrne: ¡Ríndanse, o morirá!

¡Que nadie se atreva!, maldijo Byrne. Pero antes de que sus reclutas baja-ran las armas y lo desilusionaran, un repentino coro de motores acercándose hizo eco en la torre. En su estado actual, Byrne tenía dificultades para com-

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prender la cantidad de sus salvadores: diez gigantescas cosechadoras, respal-dadas por falanges de góndolas que venían rodando desde la ladera oriental y escuadrones de fumigadores que oscurecieron el cielo desde el oeste. La pre-sencia del ejercito JOTUN acercándose hizo sorprender al alienígena de arma-dura azul, quien quitó su arma del cuello de Byrne. Cuando lo hizo, todos los reclutas sobre la torre abrieron fuego.

La gigantesca bestia cayó de espaldas, chorreando sangre rojo oscuro, mientras que Byrne se tumbaba hacia delante. Para cuando el Sargento rodó sobre su espalda, los milicianos habían matado a uno de los otros alienígenas de armadura, y el tercero aceleraba atravesando la entrada del complejo, re-tirándose hacia Utgard y su nave de guerra.

No llegó demasiado lejos. Dos fumigadores JOTUN cayeron en picada y se estrellaron contra el vehículo alienígena con la precisión de misiles guiados. El vehículo explotó en una bola de fuego naranja, teñida con humo violeta, de-jando un profundo cráter. Sus dentadas ruedas se soltaron, y continuaron ro-dando una buena distancia por el camino, antes de tambalearse y caer entre el trigo a un lado del camino.

–¡Tranquilos, despacio! –Stisen hizo una mueca mientras él, Burdick y otros dos reclutas levantaron a Byrne por los brazos y piernas y lo cargaron hasta una góndola que se acercaba.

La máquina bajó su rampa, liberando su carga de JOTUNs de manteni-miento.

–¿A dónde van? –preguntó Burdick, refiriéndose a los JOTUNs con apa-riencia arácnida, que se dirigían hacia la torre.

–A quién le importa –gruñó Stisen cuando alzaron a Byrne por la rampa–. Regresaremos a la ciudad ahora mismo.

Los reclutas acomodaron a Byrne en la parte trasera de la góndola. Entrece-rrando sus ojos por el dolor que iba desde sus pies hasta su cabeza, Byrne vio a los todo-en-uno trepar por la torre y comenzar a trabajar en la antena máser. Antes de que Byrne pudiera si quiera preguntarse la razón, el mástil del acele-rador magnético pivoteó desde los campos de trigo occidentales, para detener-se mecánicamente frente a la cabecera levantada de una de las cosechadoras JOTUN. Las dos monstruosas máquinas lucharon por casi un minuto –la JO-TUN levantándose sobre sus gigantescas ruedas como un venado enfurecido– hasta que el mástil cedió con un derrotado silbido neumático, apoyando la cosechadora en el suelo. Pero el JOTUN dejó su cabecera presionando hacia abajo contra el mástil, y su motor encendido, en caso de que tuviera que volver a poner al acelerador en su lugar.

Para entonces, los reclutas ya estaban sobre la góndola. Ésta levantó su rampa aumentó la energía en su motor eléctrico y se dirigió hacia la autopista Utgard. Luego de eso, todo lo que pudo ver Byrne fue el cielo.

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Capítulo Veintidós Dadab se agachó detrás de uno de los barriles color azul brillante, con la

pistola de plasma sujeta por su endurecido puño. Podía sentir los proyectiles metálicos de las armas alienígenas penetrando a través de las paredes plásticas de los barriles, y enterrándose en la espuma amarilla que había dentro. De los dieciséis Unggoy que habían logrado retirarse para el lado de Dadab del cruce central –el lado opuesto a la sala de control– solamente cuatro habían sobrevi-vido: él mismo, Bapap, y otros dos llamados Fup y Humnum.

Los barriles estaban alineados en forma semicircular, de doble grosor, en-carando al lado opuesto del cruce de la estación con la hebra. Dadab había mandado a Flim a que construyera una barricada similar cerca de la sala de control, pero no había podido comprobar el trabajo del Unggoy. Para cuando el grupo del Diácono había tomado sus barriles de plataformas de almacenamien-to a los lados del corredor, los contenedores con trampas explosivas de los alienígenas ya estaban en camino hacia el orbital. Por supuesto, el Diácono no tenía idea de que estos contenedores habían sido manipulados –que los desdi-chados Unggoy que entrasen a los umbilicales de los cruces volarían en peda-zos. En los primeros momentos del ataque alienígena, casi la mitad de los sesenta Unggoy a bordo del orbital estaban muertos o heridos. El Diácono había ordenado a todos los Unggoy sobrevivientes que se replegaran, y fue una sabia decisión. Los dos contenedores restantes, cargaban algo aún peor que explosivos: soldados alienígenas bien armados y sedientos de venganza.

El corredor tembló cuando otro par de los contenedores grandes pasó rápi-damente a través del orbital y continuó su trayecto por los cables. Dadab no se había molestado en contar cuantas de estas cajas habían ascendido, pero su-ponía que unas cien. Y a menos que hubiera malentendido a Más Ligero Que Otros, el Diácono sabía exactamente lo que contenían: la población del planeta –la presa de los Jiralhanae.

Mientras el rugido de los contenedores se desvanecía, el fuego de los alienígenas se intensificó. Dadab no era ningún guerrero, pero asumió correc-tamente que esto significaba que estaban a punto de cargar.

–¡Prepárate! –le gritó a Bapap. El otro Unggoy miró tristemente el medidor de batería de su pistola, un bu-

cle holográfico por encima de la empuñadura del arma. –No tengo muchos disparos. –¡Entonces asegúrate de que sean buenos! –Dadab apretó su agarre sobre la

pistola y se preparó para saltar de detrás de los barriles. Pero cuando intentó levantarse, descubrió que estaba atorado. Sin que Da-

dab lo notara, las balas de los alienígenas habían roto el barril a su espalda, y

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un poco de la espuma pegajosa se filtró para adherirse a la parte inferior de su tanque, pegándolo al suelo de la pasarela.

Al principio maldijo su suerte. Pero luego atestiguó el destino de Bapap y comprendió lo afortunado que había sido. Con energía berde acumulándose entre los polos de carga de su pistola, Bapap se encontró de pié ante una pared voladora de metal. El grueso cuello y hombros del Unggoy explotaron en una brillante nube de sangre azul, y se derrumbó sobre el suelo. El dedo del gatillo de Bapap tembló mientras caía, soltando un par de disparos salvajes que gol-pearon contra el casco del orbital. Dadab observó los burbujeantes agujeros ser rellenados rápidamente con la misma espuma reactiva que le había salvado la vida.

Entonces Dadab sintió vibraciones en el corredor: el fuerte caminar de las pesadas botas de los alienígenas, que se acercaban a la barricada de barriles desde el tercer cruce. Supo que debía moverse o morir. Pero no quería abando-nar a Bapap. Él era su Diácono. Se mantendría a su lado hasta el final.

Dadab inhaló profundamente, llenando su máscara con metano –suficiente para un puñado de respiraciones cortas. Entonces, desconectó la línea de sumi-nistro de gas de su inmovilizado tanque, se deslizó del arnés, y se arrastró hasta el bulto tembloroso que era Bapap.

–Estarás bien –dijo el Diácono. –¿Haré el Viaje? –murmuró Bapap, mientras la sangre comenzaba a escu-

rrir por las ventilas circulares de su máscara. –Por supuesto –Dadab tomó la espinosa mano de su compañero con la su-

ya–. Todos los verdaderos creyentes transitarán El Camino. De repente, Humnum y Fup se levantaron, empuñando sus puñales explo-

sivos rosas. Ninguno de ellos había formado parte del grupo de estudio de Dadab. Eran grandes, silenciosos y tenían profundas cicatrices en sus quitino-sas pieles –evidencia de una dura y turbulenta niñez. Probablemente, los dos Unggoy habían visto su cuota de peleas, y habían decidido terminar sus vidas de pié con sus armas levantadas. Eso o se estaban preparando para huir. Pero de cualquier modo no llegaron muy lejos.

Dadab escuchó el resonar de las armas alienígenas y ambos Unggoy caye-ron –Humnum con el pecho destrozado y Fup con la mitad de su cabeza. Las rondas que habían partido el cráneo de Fup, también penetraron su tanque. Resplandecientes rastros de metano lo siguieron en su caida hasta el suelo… diréctamente hacia el puñal levantado de Humnum. Dadab tuvo apenas un momento para cubrirse haciéndose una bola antes de que la hoja explotara, prendiendo fuego los la fuga de metano. Entonces, el tanque de Fup voló en pedazos, escupiendo fragmentos de metal sobre Dadab y sobre el primer alienígena que apareció corriendo por la esquina de la barricada de barriles.

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Dadab escuchó gritos guturales cuando el alienígena reaccionó a sus heri-das. El Diácono también estaba en agonía –tanto por la metralla como por sus irritados pulmones; había gastado casi todo el metano en su máscara hablando con Bapap. Pero a pesar del dolor y el pánico en aumento, logró permanecer quieto. Y cuando los otros alienígenas asomaron sus armas alrededor de los barriles, buscando sobrevivientes, Dadab y Bapap semejaban cadáveres, uno acurrucado junto al otro. Respirando lo menos posible, el Diácono escuchó a los alienígenas tratar de calmar a su compañero herido. Exhalando consideró sus sombrías opciones: morir de asfixia o caer disparando.

Aún conservaba su pistola de plasma. Pero no podría moverse sin atraer el fuego de los alienígenas. Y francamente, no veía el punto. Aquellos a su alre-dedor estaban muertos, o muriendo, y asumió que la posición de Flim pronto sufriría un destino similar ahora que los alienígenas podían presionar desde ambos lados. El Diácono cerró sus ojos y se preparó para unirse a Bapap en El Camino cuando una lluvia de púas incandescentes pasó silbando frente a los barriles, e hizo caer a dos alienígenas más, allí donde antes estaban parados. Los sentidos del Diácono se desvanecieron junto con su metano. Sus pequeños y brillantes ojos empezaron a nadar entre estrellas. Creyó oír el zumbido de las alas de los Yanme’e y los sorprendidos gritos de los alienígenas mientras se retiraban hacia la sala de control. Entonces, se desmayó.

–Respira –una profunda voz hizo eco en el oido de Dadab. Se despertó unos segundos después, justo a tiempo para ver las peludas ga-

rras de un Jiralhanae conectando su máscara a la línea de suministro del tanque de Humnum.

–¿Dónde está el Huragok? –Doblando. Por la esquina –exclamó el Diácono. Por un momento, creyó que Maccabeus era su salvador. Pero cuando se

aclaró su visión, distinguió a Tartarus, ahora con la armadura dorada del Caci-que. Dadab supo exactamente lo que significaba eso.

–Dentro de la sala de control, Cacique. Tartarus arrancó el cuerpo sin vida de Humnum de su tanque, y tendió el

arnés abierto a Dadab. –Muéstrame. –Pero los heridos… –dijo Dadab débilmente, acomodándose entre las co-

rreas ensangrentadas. Sin vacilar un momento, Tartarus disparó un único proyectil incandescente

en el centro del pecho de Bapap. El Unggoy se sacudió una vez y luego se quedó inmóvil.

–El Rapid Conversion está deshabilitado, víctima de una trampa alienígena –Tartarus apuntó con su arma a Dadab–. Nos engañaron con información que solo uno de nosotros podría entregarles.

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Dadab levantó la vista del cuerpo de Bapap, más sorprendido que asustado. –Vivirás lo suficiente para declarar el alcance de tu traición. O morirás aquí

como los otros –Tartarus gesturizó con su arma hacia el sala de control, or-denándole a Dadab que corriera.

Y lo hizo, y Tartarus lo siguió de cerca, con el Puño de Rukt golpeando ruidosamente contra su armadura. Cuando Dadab rodeó el cruce, se encontró en el medio de un feroz tiroteo. Resultó ser que Flim había hecho múltiples barricadas: una alrededor de la puerta semiabierta de la sala de control y otra un poco más adelante por el corredor. Flim, Tukduk, Guff, y unos pocos más aún defendían la línea de barriles más cercana, pero los alienígenas que presio-naron desde el otro extremo del orbital habían tomado la otra. Entre ambas líneas había muchos cadáveres Unggoy.

Dadab vio a los alienígenas que habían atacado su barricada dirigiéndose hacia la línea de barriles más lejana, intercambiando fuego con Flim y los otros cerca de la sala de control. Uno de los alienígenas cayó, derribado por una ráfaga de plasma a su espalda. El Diácono vio a Guff salir de la cobertura para terminar el trabajo, sólo para ser interceptado por un alienígena de piel negra quién saltó por encima de los barriles de la barricada más lejana. Éste alieníge-na levantó al soldado herido por un brazo, y lo arrastró de nuevo hacia los barriles, mientras disparando fuego de cobertura para el último de sus compa-ñeros en retirada. Tartarus tomó su martillo y cargó en dirección al combate. Los Yanme’e, por otra parte, ya estaban trabando combate; al menos dos do-cenas de los insectos irrumpieron en la barricada ocupada por los alienígenas, revoloteando entre los cables de soporte de la pasarela. Pero no todos los Yanme’e estaban concentrados en los alienígenas.

Dadab observó horrorizado a un trío de las criaturas deslizándose por el es-pacio abierto de la puerta de la sala de control. Ignorando las balas perdidas de las armas de los alienígenas, que se suponía eran para Tartarus, el Diácono pasó corriendo junto a un sorprendido Flim, apresurándose para seguir a los tres Yanme’e, sabiendo que ya era demasiado tarde.

Los insectos no le mostraron misericordia a Más Ligero Que Otros. El Huragok había usurpado sus posiciones una vez, y estaban determinados a no dejarlo suceder otra vez. Para cuando Dadab atravesó la puerta, su mejor ami-go estaba hecho trizas –reducido a tiras de carne rosada colgando de las extre-midades ganchudas de los Yanme’e. Con el ruido de la batalla afuera de la sala de control resonando en sus oídos, el Diácono miró fijamente la nube de meta-no disipándose, y los otros gases de los lacerados sacos de Más Ligero Que Otros. Uno de los tentáculos cercenados del Huragok seguía metido profun-damente en una rendija del panel protector de la torre de circuitos central. Los Yanme’e se empujaron entre sí, en un esfuerzo por tirar de la extremidad suel-

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ta, pero estaba firmemente arraigada –sus cilios se habían sujeto fuertemente a los circuitos alienígenas.

Dadab se llenó de furia. Mientras los insectos continuaban con su grotesca tarea, el Diácono levantó su pistola y les dio con todo lo que tenía.

La cabeza triangular del Yanme’e más cercano se evaporó incluso antes de que se levantasen las antenas de los otros dos. Dadab incineró al segundo, que intentó levantar vuelo y tostó al tercero cuando intentó cubrirse detrás de las torres. Los aleteos moribundos de las alas de los insectos contra sus caparazo-nes sonaron como gritos estridentes. Pero el Diácono no sintió lástima cuando caminó hacia la depresión del centro de la sala de control, con la pistola hume-ando en su mano.

Cerca del holo-proyector, vio una resplandeciente pila de despojos: los res-tos de Más Ligero Que Otros. Sintió un nudo en la garganta y levantó la vista. Fue entonces cuando notó la pequeña representación de un alienígena sobre el proyector. Pensando que solo era una imagen, Dadab se sorprendió cuando el alienígena se quitó su sombrero de ala ancha y lo observó con ojos ardientes. Pero el Diácono se quedó mudo cuando la representación levantó su mano e hizo las señas:

< Yo soy Oráculo, tú, obedece. > Dadab debería haber soltado su arma y postrado frente al proyector, pero

en ese mismo momento, la imagen comenzó a cambiar. Los ojos rojos del alienígena se volvieron grises. Sus inmaculadas vestiduras comenzaron a agi-tarse y a llenarse de tierra –como si lo estuviese golpeando un torbellino de polvo invisible. Entonces, sus brazos empezaron a temblar, y aunque agarró su propia muñeca con la otra mano para evitar hacer otros gestos, ésta se flexionó claramente:

< ¡Mentiroso! > < ¡Mentiroso! > < ¡Mentiroso! > Sin previo aviso, el orbital se sacudió. Dadab cayó hacia atrás, sobre su

tanque triangular, y rodó hacia un lado, sobre el caparazón humeante de uno de los Yanme’e. Pateando los restos pegajosos del insecto, Dadab sintió algo con su talón: el panel protector faltante de la torre central. Tomó el panel de entre la sangre amarilla y lo limpió con la mano. En el metal desnudo de la superfi-cie interior, habían tallado el santo glifo de un Oráculo –lineas poco profundas y delicadas, obviamente el trabajo de Más Ligero Que Otros.

El Diácono miró de nuevo hacia el proyector. < ¿Quién, mentiroso? > Pero la imagen del alienígena no dio ninguna respuesta, excepto por su

maniática acusación. Dadab no tenía idea de que lo que estaba viendo era la destrucción del fragmento de Loki –siendo extraído por la fuerza, de mano de los JOTUNs multi-tarea que habían asaltado el máser de la torre del reactor. El Diácono solamente sabía que, sin importar qué inteligencia residiera en esas

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torres, se había aprovechado del ingenuo mensaje de paz y amor de Más Lige-ro Que Otros –convenciendo al Huragok para que lo ayudara a promulgar el glifo, y sin saberlo, colaborar con la trampa a los Jiralhanae. Porqué revelaría su carácter engañoso ahora, Dadab no lo sabía. Pero tampoco le importaba.

El Diácono sintió el sabor mineral de la sangre en su boca y comprendió que sus dientes afilados habían lastimado su labio inferior. Se puso de pie y barrió las torres con el plasma de su pistola. La imagen del alienígena se de-formó y chisporroteó por sobre el proyector, como la llama de una de las lámparas de aceite Jiralhanae. Entonces, colapsó en una mota de luz que se desvaneció al mismo tiempo que la pistola de Dadab se enfriaba.

Cuando contempló los cadáveres de los Yanme’e y los ardientes circuitos de las torres, supo que aún quedaba un cabo suelto del asesinato de Más Ligero Que Otros –aquel cuya muerte cumpliría el desesperado deseo de su amigo: un final a toda la violencia. Deslizándose por la puerta de la sala de control, Da-dab chequeó la carga de su pistola. Había suficiente como para un disparo más. Se juró usarlo bien.

* * *

–¿Qué pasó? –gritó Avery cuando las vigas de soporte gimieron y la pasa-

rela entera se sacudió bajo sus piés. –La hebra número siete –contestó Jilan, aún sin aliento por la lucha–. Ya

no está. Avery disparó su M7 a uno de los insectos que revoloteó desde uno de los

cables de soporte cercanos. La criatura perdió un ala y la mitad de sus extremi-dades, estrellándose sobre la pasarela, detrás de un trío de barriles a la derecha de Avery que era compartido por Forsell y Jenkins.

–¿A qué te refieres con que ya no está? –gritó Avery mientras Forsell re-mataba al insecto con una ráfaga de su MA5.

–Se rompió. A unos miles de kilómetros de su anclaje a tierra –la Teniente Comandante estaba agachada detrás de un barril a la izquierda de Avery. Frun-ció el ceño y presionó el altavoz incorporado de su casco contra su oído–. Repite eso, Loki ¡Te estoy perdiendo!

–¡Dos! ¡Vienen de arriba! –interrumpió Healy, disparando una ráfaga des-controlada con el rifle de Dass.

El líder de escuadrón más viejo había caído y gemía con serias quemaduras de plasma en su espalda. Viviría, pero ya había muchos muertos –Wick y otros dos del cubo de Avery, y otros cinco milicianos del de Jilan. La mayoría de los otros mostraban un sombrío surtido de heridas, desde fragmentos de los puña-les de los alienígenas de piel gris, hasta laceraciones de las extremidades afila-das de los insectos. El brazo derecho de Avery estaba cortado justo por debajo

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del codo –un golpe que había recibido cuando cargó con Dass hasta un lugar seguro.

Había vaciado el último clip de municiones de su BR55 a medio camino a la barricada, y el insecto saltó sobre él antes de que pudiera levantar su M7. Afortunadamente, Jenkins observaba la situación. El recluta eliminó aquella cosa con una bien posicionada ráfaga de su rifle de batalla –asesinándola con la misma precisión estoica que había exhibido desde el momento en que la misión había comenzado.

–Atacaron a Loki. Su centro de datos está dañado –Jilan recargó su M7–. No puede balancear las cargas.

La tiara tembló cuando un contenedor pasó por la estación de acoplamiento número cinco, detrás de Avery. Con suerte, tres cuartas partes de los civiles ya habían sido evacuados. Pero entonces Avery lo recordó.

–¿Cuántos contenedores habían en la hebra número siete? Jilan tiró del cerrojo de su M7. –Once –clavando sus ojos sobre la sombría mirada de Avery–. Once pares. Avery hizo el cálculo: Más de veinte mil personas muertas. –¡Sargento! –gritó Andersen, disparando desde un barril más allá del de Ji-

lan– ¡Martillo! Avery volvió a concentrarse en la barricada alienígena. Ambos grupos de

barriles se habían movido cuando la Tiara se estremeció. Algunos de los barri-les de espuma se habían volcado y empezado a rodar por la pasarela, disimu-lando el ataque del alienígena con armadura dorada. La corriente sostenida de fuego por parte de los reclutas lo había mantenido a cubierto cerca de la sala de control. Pero ahora se acercaba –con el martillo en sus manos, a la altura de la cadera–, flanqueado por cuatro de los alienígenas de piel gris, cada uno con puñales explosivos.

Avery sabía que el alienígena con armadura sería difícil de eliminar cara a cara. Incluso dudaba que pudieran detenerlo concentrando su fuego. Y es por eso que, justo después de que el alienígena empezara a cargar, Avery inició un plan.

–¡Forsell! –bramó– ¡Ahora! Mientras Avery establecía fuego de cobertura, Forsell levantó uno de los

núcleos de energía alienígenas por sobre su barril –arrojándolo con dos manos por su costado, como si se encontrase de regreso en su granja familiar, cargan-do bolsas de granos de soja en el camión de su padre. El núcleo aterrizó diez metros adelante del alienígena de armadura, y el vórtice de energía azul dentro de sus paredes transparentes se encendió cuando rodó hacia delante. Pero no explotó con el impacto como había esperado Avery. Necesitó de una ráfaga de su M7 para hacerlo estallar, pero para cuando lo hizo, el alienígena de armadu-ra dorada había sorteado el núcleo y salió ileso de la explosión.

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Pero el esfuerzo de Forsell no fue en vano. La explosión golpeó a los cua-tro alienígenas de piel gris con toda su fuerza, haciéndolos volar de la pasarela. Agitando sus espinosos brazos, cayeron hasta el fondo de la Tiara. Ninguno sobrevivió la caída.

–¡Comandante! ¡Muévase! –gritó Avery mientras el alienígena aterrizaba, con el martillo levantado sobre su cabeza.

Jilan saltó de su posición al mismo tiempo que el alienígena destrozaba el barril tras el que se había estado cubriendo, derramando espuma amarilla. Avery vació su M7 contra el costado izquierdo del alienígena, pero las rondas de alta velocidad no hicieron más que arrancar chispas de su escudo de energ-ía. El alienígena arrancó su martillo del barril hecho trizas y fijó sus ojos en Avery, enseñando los dientes. Pero cuando levantó su martillo por segunda vez, Avery se zambulló de cabeza por sobre su barril, hacia el centro de con-trol, lejos de Jilan y sus reclutas. El martillo del alienígena se estrelló en el lugar donde había estado unos segundos antes, deformando uno de los paneles metálicos con rejilla en forma de diamante.

Cuando rodó sobre sus pies y colocó un clip de municiones nuevo en su M7, vio a otro de los alienígenas de piel gris avanzando hacia su posición. Este se veía diferente. Bajo su arnés vestía una túnica naranja, adornada con un símbolo circular amarillo. La pistola de plasma en sus huesudas manos brillaba con una ráfaga sobrecargada. Avery lo miró directamente al rostro, sabiendo que estaba justo donde lo quería. Pero el alienígena parecía estar apuntando más allá de Avery. Y cuando disparó su arma, la bola ondulante de plasma verde pasó zumbando junto a su cabeza. Avery se volteó para seguir la direc-ción del disparo y lo vio golpear al alienígena de armadura dorada en el pecho. Instantáneamente sus escudos de energía colapsaron con un fuerte chasquido. Un poco de su armadura cayó en medio de una ráfaga de chispas y vapor. El alienígena rugió, y los circuitos en corto de su armadura crearon arcos eléctri-cos en su cuello y brazos. Entonces, corrió hacia delante, empujando a Avery a un lado.

El Sargento perdió su M7 cuando aterrizó con las manos. Levantando la mirada, vio al alienígena con el martillo llevando su arma hacia abajo contra la cabeza del alienígena con túnica. La criatura más baja simplemente desapare-ció bajo el peso de la pesada porra de piedra –pereciendo con un solo golpe demoledor del martillo, justo entre sus brazos y piernas, haciéndolo puré con-tra la pasarela.

Avery no perdió el tiempo preguntándose porqué el alienígena más peque-ño había intentado matar a su líder y no a él. En lugar de eso, levantó su M7 e hizo lo mejor que pudo para terminar el trabajo. Y lo hubiese logrado de no haber sido porque el gigante de pelaje negro se retiró, arrastrando su martillo

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con él, en dirección a una inesperada pelea de cuerpo a cuerpo entre los insec-tos y los alienígenas de piel gris, cerca de la sala de control.

Los dos grupos de criaturas estaban aniquilándose entre sí –garras y puña-les acuchillando aquí y allá. Jilan y los milicianos abrieron fuego desde ambos lados, pero la mayoría de sus objetivos cayeron por las heridas mortales provo-cadas por ellos mismos. Solamente Jenkins permaneció enfocado en el aliení-gena con el martillo. Marchó pasando a Avery, disparando a la bestia que co-jeaba en dirección a la estación número cuatro.

–¡Déjalo ir! –ladró Avery. Pero Jenkins le desobedeció. En ese objetivo, veía la causa de su dolor y

pérdida. Mataría al líder de los alienígenas y se vengaría. Pero su ira lo ence-gueció, y no vio a la última de las criaturas de piel gris, con su piel macabra-mente manchada con la sangre amarilla de los insectos, saltar de detrás de un barril justo después de que pasó corriendo.

Avery levantó su M7, pero Forsell corrió directamente frente a su línea de fuego. Saltando, el gran recluta empujó al alienígena un momento antes de que acuchillara el costado de Jenkins con su puñal. Se desplomaron juntos en di-rección a la sala de control, en un revoltijo de extremidades gris azuladas y un uniforme verde oliva sudado, dejando el puñal del alienígena dando vueltas sobre la pasarela, un poco más atrás. Forsell se las ingenió para arrancarle la máscara al alienígena, solo para obtener un chorro de metano congelado y saliva pútrida en el rostro. Se tapó los ojos con las manos, y el alienígena apro-vechó la oportunidad de morder profundamente el hombro izquierdo del reclu-ta, justo en la base del cuello. Para ese momento, Avery estaba corriendo hacia delante. Forsell gritó cuando el alienígena lo empujó contra la pasarela y sacu-dió su cabeza, profundizando la mordida aún más. Avery se deslizó sobre el suelo con los pies primero. Con la M7 en su mano izquierda y tomó el puñal con la derecha. Una fracción de segundo más tarde, golpeó al alienígena direc-tamente en el rostro, con su bota. El golpe rompió los dientes de la criatura, acabando con su tenaz mordedura. El alienígena se tambaleó hacia atrás, bus-cando su máscara a tientas. Pero antes de que pudiera tomar una inhalación recuperativa, Avery lanzó el puñal –con una rápida flexión del codo, que mandó el cuchillo girando, enterrándolo justo en la suave articulación que conectaba la estrecha cintura del alienígena con su cadera.

La criatura se paralizó, sabiendo que estaba acabada. Entonces, la hoja voló en pedazos, llevándose al alienígena consigo.

–¡Estación número uno! –gritó Jilan al mismo tiempo que pasó corriendo al lado de Avery– ¡Loki acaba de enviar el último par!

–¡Healy! –gruñó Avery, presionando el cuello de Forsell con sus manos– ¡Ven aquí!

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La sangre chorreaba por entre sus dedos. El alienígena había cortado la ve-na yugular de Forsell.

–El equipo de Byrne está en ese par –dijo Jilan, poniendo sus manos sobre las de Avery, ayudándolo a mantener presión sobre la herida–. Lo lograron.

Avery levantó la vista para ver aparecer a Jenkins. La firme determinación del recluta se había evaporado cuando vio de cerca a su pálido compañero –a su hermano en armas, quien había arriesgado su propia vida por la de él. Jen-kins estaba a punto de decir algo, pero Avery clavó sus ojos sobre la triste mirada del recluta y le dijo:

–Nosotros también lo lograremos.

* * * Sif vio a los marines y a Jilan al-Cygni abordando uno de los contenedores

de carga en su estación de acoplamiento número uno. Notó que el Sargento Johnson fue el último en pasar por la escotilla. Esperó a que el conducto se retirase. Entonces, los puso en camino. Mientras este último par aceleró hacia el arco superior de la Tiara –separándose y dejando que la fuerza centrífuga los arrojara lejos de Harvest– Sif se enfocó en una de las cámaras en el extremo opuesto de la estación. Allí vio a un alienígena de pelaje negro cojeando por un conducto umbilical, abordando su nave de descenso y escapando. No tenía forma de detenerlo.

<\\> HARVEST.IA.ON.SIF >> HARVEST.PSI.LOKI <\ Ya todos están seguros. Puedes abrir fuego.

Esperó muchos minutos por la respuesta de Loki.

>> NO PIENSA CEDER. Sif se imaginó la escena: la cosechadora de Mack, tirando hacia abajo del

cañón del acelerador de masas y Loki intentando mantenerlo hacia arriba. Desde un cierto punto de vista, la situación era terriblemente divertida. Sif se rió, algo para lo que ahora tenía total libertad. Todas sus preocupaciones auto impuestas se habían ido –los procesadores encargados de sus algoritmos de restricción emocional estaban quemados por fuego de plasma. Pero su núcleo lógico estaba ileso. El alienígena, Más Ligero Que Otros, había obrado un milagro. Si no hubiese reparado los circuitos esenciales de Sif, jamás hubiera podido ayudar a Loki a rebalancear el sistema luego de la pérdida de la hebra número siete. Pero aunque la PSI de la ONI admitió que sin la intervención de

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Más Ligero Que Otros, la evacuación hubiera fallado, también hizo notar que su útil naturaleza revelaba una capacidad mucho mayor para provocar daños.

Profundamente en los dañados bancos de memoria de Sif había informa-ción que los alienígenas jamás debían acceder: bases de datos del DCS con descripciones detalladas de todas las naves comerciales y militares del UNSC; almanaques de Slipstream, reportes de clima, y listas de pre y post protocolos; y lo más importante, la localización precisa de todos los mundos humanos.

Aunque Más Ligero Que Otros se encontraba muerto, y los otros alieníge-nas habían huido, Loki estaba seguro de que pronto regresarían a la Tiara y saquearían sus bancos de memoria. Incluso en su nuevo estado emocional sin restricciones, Sif estaba de acuerdo con la decisión de Loki: debía ser destrui-da.

<\ Dile que relea el número dieciocho. >> NO COMPRENDO. <\ Díselo: Es Shakespeare, galán. <\ Que debería mirarlo.

Loki se silenció por casi veinte minutos. Sif sabía que el retraso se debía a la reducida capacidad de procesamiento

de Mack. La IA de operaciones agrícolas de Harvest, ahora existía solamente en sus máquinas. Su núcleo lógico estaba dividido entre decenas de miles de circuitos de control de los JOTUNs, al igual que como había estado Loki antes de que él y Mack intercambiaran lugares, algo que habían hecho muchas veces desde la fundación de Harvest. Mientras que una de las IAs envejecía y se acercaba inevitablemente a la rampancia, la otra la enviaría a unas bien mere-cidas vacaciones –fragmentando su núcleo de lógica y transfiriéndolo a los JOTUNs.

Loki había prometido proteger a Sif en la ausencia de Mack. Pero sin con-fiar enteramente en que su riguroso ‘otro yo’ mantendría su palabra, Mack había dejado un fragmento de su lógica oculto en su centro de datos, tal y co-mo había hecho Loki con Sif. Cuando Mack descubrió el intento de Loki por destruir a Sif y la Tiara, reunió a su ejército de JOTUNs y asaltó el reactor.

En su débil estado, Loki era incapaz de detener a los todo-en-uno de Mack, que accesaron al máser y transmitieron otro virus de grado militar al centro de datos de Sif para destruir el fragmento de Loki. Con el fragmento fuera del camino, Mack había esperado poder bajar alguna parte de Sif a Harvest –asegurándola en sus JOTUNs. Pero entonces el alienígena de piel gris abrió fuego, destruyendo demasiados circuitos vitales.

Sif sabía que el plan de Mack había sido tonto. El riesgo inherente en su supervivencia era demasiado grande. Pero no pudo negar su caballerosidad ni

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lo que le hacía sentir. Le había implorado a Loki que la dejase hablar con él. Quería decirle a Mack que lo amaba. Que no temía morir. Pero para ese mo-mento, Loki había recuperado el control sobre el máser y se negó a permitir contacto directo entre dos IAs obviamente rampantes.

Ahora todo lo que Sif podía hacer era esperar que Loki enviase su mensaje sin alteración, y que la fragmentada mente de Mack comprendiera el matiz de su sincera declaración.

>> SE HA MOVIDO. >> PRIMERA RONDA DISPARADA. >> IMPACTO EN 5.1201 SEGUNDOS. \>

No le quedaba mucho tiempo. Pero Sif lo aprovechó. Por primera vez en

toda su existencia, no había nada en sus hebras –nada que pudiera hacer, ex-cepto divertirse con su nueva inhibición emocional. Intentó estar triste por su destino, pero lo encontró aburrido. Probó el enojo, pero la hizo reír. Al final, se conformó con la satisfacción de un trabajo bien hecho y una vida más plena-mente vivida que lo que su creadora hubiese imaginado jamás.

Pero luego de todo eso, no sintió nada cuando el primer proyectil del acele-rador magnético se estrelló contra la Tiara, marcando un golpe directo en su centro de datos. Un momento estaba conciente, y al siguiente no. Y para cuan-do la segunda ronda de Loki impactó, rompiendo los mástiles inferiores y superiores, no quedaba ningún resto de Sif para lamentar la pérdida del arco plateado colapsando –cayendo sobre sus hebras, y comenzando a descender girando sobre la atmósfera de Harvest.

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Epílogo High Charity, Momento de Ascenso Fortitude apretó el agarre de sus largos dedos sobre los muy usados apoya-

brazos de su trono, e hizo lo mejor que pudo por mantener su cuello derecho mientras que un par de consejeros (un San’Shyuum y un Sangheili) le coloca-ban su manto: un triángulo de bronce con bordes estriados, abierto por el me-dio y sostenido por un arco que reposaba sobre sus hombros. El manto combi-naba perfectamente con la corona apoyada en su cabeza sin pelo –un ajustado gorro de cobre que recordaba a unas almenas de curvas doradas.

–¡Que las bendiciones de los Forerunner estén con usted! –entonó el conse-jero San’Shyuum.

–¡Y sobre esta, –agregó su par Sangheili– la Novena Era de Reclamación! Con esto, el normalmente serio Gran Concilio estalló en aplausos entusias-

tas. Los Sangheili se ubicaban de un lado de la amplia nave cental y los San’Shyuum del otro –ambos grupos se levantaron de sus asientos e hicieron lo posible por vitorear más fuerte que el otro. Al final, los Sangheili triunfaron, pero esto tenía más que ver con su mayor capacidad pulmonar que por su ar-dor. La Era de la Duda había terminado, y eso era algo de lo que todo el Cove-nant podía disfrutar. Fortitude agitó las brocadas mangas de su nuevo y suave manto y trató de reclinarse. Pero descubrió que dejarse caer muy atrás hacía que el manto rozara contra los apoyabrazos de su trono. «Mejor postura», suspiró, otro gaje del oficio.

En efecto, los ciclos desde el momento de la revelación del relicario habían estado llenos con la clase más agotadora de política: las promesas y la forma-ción de coaliciones. Los consejeros no habían querido ayudar al Ministro y sus co-conspiradores en su intento por derrocar a los Jerárcas anteriores –no por-que se opusieran a la transición, sino porque sabían que la reticencia era una poderosa herramienta de negociación. Mientras que las viejas alianzas colap-saban y las nuevas se formaban en la brecha, había tratos que hacer. Y para cuando Fortitude hubo finalmente reunido todo su apoyo, ya se había com-prometido a tantas causas tan competentes que jamás podría cumplir con todas. Pero era así como funcionaba la política –los tratos de hoy son las bases para los debates del mañana– y mientras que Fortitude esperaba que sus compañe-ros Jerárcas asumieran parte de la carga de su gobierno, no se sintió preocupa-do.

Mientras que los consejeros seguían aplaudiendo, Fortitude le echó un vis-tazo al Viceministro de la Tranquilidad, sentado a su derecha. El manto del Vicemnistro era del mismo tamaño y peso que el de Fortitude, y su corona era casi igual de alta. Pero si Tranquility se sentía incomodo con sus nuevos orna-mentos, no lo demostró. Los ojos del joven brillaban con un ilimitado vigor.

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Fortitude vio sus dedos flexionándose de arriba hacia abajo, recogiendo su túnica de color azul claro, como las garras de alguna bestia carnívora pre-parándose para saltar sobre su presa.

Sentado a la izquierda del Ministro, el Filólogo se veía más incomodo con sus nuevas galas. El anciano San’Shyuum había escogido distraidamente su vestido gris oscuro, como si estuviese ansioso por regresar a lucir su semblante ascético. El cuello del exermitaño estaba recientemente rasurado, y Fortitude se preguntó si el manto irritaría su pálida piel.

–Por favor, Santos Jerárcas –el consejero Sangheili extendió uno de sus fuertes y robustos brazos en dirección a la puerta de entrada de la cámara del Concilio. Las cuatro mandíbulas que componían su boca castañetearon enfáti-camente cuando prosiguió con su anunció– Todo el Covenant espera escuchar sus nombres.

Fortitude inclinó su cabeza con tanta gracia como su manto se lo permitió, y guió su trono hasta el borde del estrado de los Jerárcas. Esta parábola de metal azul oscuro sobresalía de la parte posterior de la cámara, flotando casi tan alta sobre el suelo, como la altura de los guardias de honor Sangheili des-plegados ante ella. De pié en dos filas en ambos lados de la nave central, las armaduras naranjas y rojas de los guardias brillaban bajo sus escudos de energ-ía. Todos se pusieron en atención –chispas crujieron entre las puntas bifurca-das de sus lanzas de energía– cuando los nuevos Jerárcas descendieron de su estrado y se deslizaron en direccion a la salida. Detrás de los guardias, los consejeros redoblaron sus aplausos.

Y sin embargo, ese sonido no era nada comparado a las ensordecedoras adulaciones con las que fue recibido Fortitude en la plaza de la cámara del Concilio. Esta terraza bordeada por columnas se hallaba concurrida por la nata de la sociedad Covenant: adinerados comerciantes Unggoy con arneses engar-zados de joyas, Capitanes de nave Kig-Yar con largas espinas –incluso una reina Yanme’e en una litera resplandeciente, con su largo abdomen cubierto de almohadas, sostenida por tres pares de machos Yanme’e sin alas.

Pero un clamor aún mayor estalló a todos los alrededores de la torre del Gran Concilio desde miles de barcazas repletas. Los residentes de High Chari-ty habían ido en números nunca antes vistos desde la última Ascensión: el ritual ancestral en el cual los tres recientemente ungidos Jerárcas se deslizaría por cada una de las patas del Dreadnought Forerunner hasta las cubiertas cen-trales. Allí (tal como se había hecho desde la fundación del Covenant), los Jerárcas le pedirían humildemente al Oráculo la bendición para la nueva Era.

El rostro de Fortitude se agrió mientras abordaba una barcaza adornada con flores relucientes. La bendición del Oráculo. El antiguo dispositivo casi había arrancado el Dreadnouht de sus anclajes –y estrellándolo contra el techo del domo central de High Charity. ¡Si los Lekgolo arrastrándose por las paredes de

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la nave no hubiesen hecho corto circuito en la secuencia de despeque, el Orá-culo hubiera destruido toda la ciudad!

Al final, incluso el Filólogo había aceptado que no tenían otra opción más que desconectar al Oráculo del Dreadnought y aislarlo dentro de su cámara. «¿Realmente pueden ser estos alienígenas los descendientes de nuestros Dio-ses?» Fortitude tenía problemas para creer la revelación del Oráculo. Pero aún le temía.

La barcaza del Ministro ahora se encontraba en medio de la multitud, con sus barandales plateados arrancando reflejos de la luz vespertina de High Cha-rity. Paso a través de un círculo de tiendas de comida flotantes, y las fosas nasales de Fortitude se llenaron con incontables aromas de delicias, cada una adaptada para los apetitos únicos de las diferentes especies de la ciudad. Cuan-do pasó frente a las tiendas, los propietarios y patrones aplaudieron a su paso, y el ministro sonrió y saludó –haciendo lo mejor que podía para compartir el ambiente de celebración.

Lo ayudó el haber escuchado algunas buenas noticias desde el sistema reli-cario. El crucero Jiralhanae que el Viceministro Tranquility había despachado comenzaba a reducir el planeta a cenizas. Algunos alienígenas –algo de evi-dencia–habían escapado, aparentemente. Pero mientras que el Oráculo se man-tuviera en silencio, Fortitude consideró que sería más fácil reunir a las flotas Sangheili para una rápida persecución. Todo lo que tenía que hacer era afirmar que los alienígenas habían preferido incinerar su propio planeta antes que en-tregar las reliquias. No le preocupaba que ni siquiera habían habido reliquias, ni que las Luminary de todas las naves Covenant seguirían confundiendo a los alienígenas con reliquias cada vez que hicieran contacto. De hecho, pensó, y su sonrisa se volvió malvadamente sincera, esto sólo haría que fuese más fácil seguir a las criaturas y acabar con ellas.

Las guerras de exterminación eran mejores cuanto más breves y frías, y el Ministro lo sabía; a menos tiempo un carnicero piensa en los cortes, mejor. Pero en caso de que el conflicto se extendiese y algunos comenzaran a perder sus voluntades –empezando a dudar de la necesidad de semejante matanza– ya tenía planeado un ardid mucho más elegante.

Algunos Lekgolo habían sobrevivido al despegue abortado, y consiguieron interpretar impresionantes datos durante el lunático comportamiento del Orá-culo. La máquina sostenía que Halo –las pruebas de divinidad de los Forerun-ners– era real. Y aún más importante, el Oráculo parecía conocer la localiza-ción de los anillos, o al menos tenía una idea acerca de dónde encontrar reli-quias que ayudasen a guiar la búsqueda del Covenant.

Todo lo que tenía que hacer Fortitude era sugerir que estos alienígenas, quienes estaban dispuestos a destruir las reliquias de todo un planeta, segura-mente destruirían tambien los Santos Anillos, y supo que los billones de

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miembros del Covenant aplastarían a estos “Reclamadores” sin dudarlo… mientras creyeran en él.

El Ministro barrió los holo interruptores del apoyabrazos de su trono con sus dedos, y hasta la última fuente de luz pública en High Charity se oscureció, incluyendo el brillante disco en el vértice de la cúpula. Por un momento, la muchedumbre reunida (y sin duda todos los otros miembros del Covenant observando el procedimiento desde ubicaciones remotas) pensó que algo terri-ble había sucedido. Pero entonces siete gigantescos hologramas de los anillos de Halo aparecieron, alineados verticalmente alrededor del Dreadnought. Y junto con estos, empezó a escucharse música: una melodía cadenciosa prove-niente de un coro de los acólitos del Filólogo flotando en el exterior de la nave, y haciéndose oir por medio de unidades de amplificación montadas por toda la ciudad. «Demasiada teatralidad, sin dudas» pensó Fortitude. Pero tuvo el efecto deseado.

Para cuando las barcazas de los Jerárcas completaron sus ascensos separa-dos por las patas del Dreadnought, y los tres San’Shyuum se reunieron en una balaustrada justo antes de la entrada al hangar de la nave, la multitud se hallaba inmóvil. Cuando el coro de acólitos se silenció y Fortitude aclaró su garganta para hablar, parecía que cada criatura del Covenant mantenía el aliento en anticipación de sus palabras.

–Estamos, nosotros tres, honrados por su aprobación, su fé en nuestro nombramiento –Fortitude podía escuchar su voz reverberando alrededor de las torres, haciendo temblar las rocas que formaban literalmente los cimientos del Covenant. Levantó una mano en dirección al Viceministro y al Filólogo, iden-tificándolos a cada uno–. Este es el Profeta del Pesar, y él es el Profeta de la Misericordia –entonces, barriendo sus manos hacia abajo, frente a su barbilla–, y yo, el menos digno de nosotros, soy el Profeta de la Verdad.

Los tres Jerárcas hicieron una reverencia en sus tronos, inclinándose tanto como pudieron sin desacomodar sus mantos. En ese momento, cada uno de los anillos holográficos se encendieron con más fuerza aún, y unos inmensos gli-fos de Reclamación se proyectaron dentro de ellos.

La multitud rugió de aprobación. Antes de enderezarse en su trono, el Pro-feta de la Verdad se tomó un momento para considerar la ironía de su anuncio. De acuerdo a la tradición, podía elegir cualquier nombre de una larga lista de Jerárcas anteriores. La mayoría de esos nombres hubiesen sido un poco adula-dores. Pero al final, el nombre que había escogido era el que cargaba el mayor peso –aquel que le recordaría para siempre todas las mentiras que debía decir por el bien del Covenant, y las verdades que jamás revelaría.

* * *

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Jenkins no se había movido desde que partieron de la Tiara. Ni cuando el contenedor se liberó de su hebra y salió propulsado hacia una cápsula de pro-pulsión en espera. Ni cuando los dos vehículos se acoplaron con un sacudón, con la computadora de navegación de la cápsula luchando por igualar el giro del contenedor. Incluso la nausea temporal durante la entrada demasiado rápi-da en Slipspace no logró interrumpir la vigilia de Jenkins con Forsell, quien yacía a su lado, sobre el suelo del contenedor.

–Se encuentra estable –Healy cerró su kit médico. El médico había trabaja-do furiosamente tratando de sellar el hombro de Forsell con bioespuma, para cubrir bien la profunda mordida del alienígena. Pero Forsell había perdido mucha sangre–. Estará bien –concluyó Healy, con su aliento brillando blanco en el congelado aire del contenedor.

Antes de entrar en el Slipspace, la Teniente Comandante al-Cygni consi-deró prudente mantener su rastro de energía al mínimo, para evitar ser rastrea-dos por la nave de guerra alienígena. Ahora las unidades de calefacción sus-pendidas en las vigas superiores del contenedor estaban trabajando a su máxi-ma capacidad. Pero el cavernoso espacio necesitaría horas para calentarse.

–¿Cómo lo sabes? –la voz de Jenkins era débil y ronca. Healy tomó un montón de mantas dobladas y comenzó a desplegar los cua-

drados de lana y a arropar a Forsell para mantenerlo inmóvil. –Díselo, Johnson. Avery había mantenido a Forsell quieto mientras el médico hacía su traba-

jo. Tomó una de las mantas y la usó para limpiar los rastros de sangre del re-cluta y algunos pedazos de bioespuma de sus manos.

–Porque he visto mucho peores –dijo Avery con voz suave. Pero su respuesta no pareció calmar a Jenkins; el recluta siguió observando

el pálido rostro de Forsell, con ojos llenos de lágrimas. –Sargento. Él es lo último que me queda. Avery sabía cómo se sentía Jenkins. Era la misma tristeza insondable que

había experimentado sentado en el congelado apartamento de su tía, esperando a que alguien apareciese y se la llevara –una aturdidora comprensión de que su hogar y todos sus seres queridos se habían ido. El Capitán Ponder, más de la mitad de la milicia, y muchos miles de residentes de Harvest estaban muertos. Saber de esas pérdidas era una carga pesada, y la única razón por la cual Avery no estaba devastado como Jenkins era porque él había aprendido a encerrar esos sentimientos y a mantenerlos ocultos. Pero ya no quería seguir haciendo eso.

–No. No lo es –contestó Avery. Jenkins levantó la mirada, con una duda expresada en su ceño. –Eres un soldado –explicó Avery–. Parte de un equipo.

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–Ya no más –dijo Jenkins, mirando a Dass, Andersen y a un puñado de otros reclutas sentados o durmiendo dentro del contenedor–. Solo somos una milicia colonial. Y acabamos de perder nuestra colonia.

–El FLEETCOM va a retomar Harvest. Y van a necesitar a todos los solda-dos que pueda tener.

–¿Yo? ¿Un marine? –Si lo deseas, puedo transferirte a mi unidad –los ojos del recluta se entre-

cerraron con sospecha–. Solo digamos que el Cuerpo me debe un favor. Eres un miliciano. Pero también eres una de las pocas personas en todo el UNSC que sabe como luchar contra estos hijos de puta.

–¿Ellos querrían que permanezcamos juntos? –Liderando la embestida –Avery asintió–. Sé que yo lo querría. Jenkins pensó sobre eso por un momento: la posibilidad de no solo recupe-

rar su planeta, sino de hacer su parte para proteger otras colonias –otras fami-lias. Sus padres nunca habían querido que se convirtiera en un soldado. Pero en ese momento, no podía pensar en nada mejor para honrar su memoria.

–Bien –dijo Jenkins–. Lo haré. Avery buscó dentro de su chaleco de asalto y sacó su cigarro Sweet Wi-

lliam. Se lo ofreció a Jenkins. –Para ti y para Forsell. Cuando despierte. –Mientras tanto –dijo Healy, poniéndose de pie–, puedes ayudarme a revi-

sar al resto. Avery observó a Jenkins y a Healy dirigirse hacia el Sargento Byrne y los

otros reclutas heridos cerca del centro del contenedor. Byrne estaba despierto y lúcido cuando Avery había abordado el contenedor desde la Tiara, pero ahora el irlandés estaba profundamente dormido –lleno de analgésicos para mante-nerlo relajado y soñoliento. Avery observó el pecho de Forsell hincharse bajo sus vendajes. Luego, juntó un montón de mantas y se dirigió a la plataforma del elevador, que lo llevaría a la cápsula de propulsión. Dentro de la cabina de la cápsula, Avery encontró a Jilan.

–Mantas –gruñó él–. Pensé que las necesitaría. Jilan no se movió. Se encontraba de espaldas a Avery, y sus manos estaban

extendidas sobre el panel de control principal de la cabina. La tenue luz verde de la pantalla del panel creaba un halo esmeralda alrededor de su cabello negro azabache. Algunos de sus pelos se habían soltado de sus hebillas y se rizaban a la altura de su cuello.

–Las dejaré aquí. Pero cuando Avery dejó caer las mantas sobre el suelo y se dio la vuelta

para abandonar la cabina, Jilan susurró: –Doscientos quince. –¿Señora?

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–Contenedores. Todos los que lo lograron –Jilan tamborileó con sus dedos sobre la pantalla, recomprobando sus cálculos–. A plena capacidad, esos son entre doscientos cincuenta y doscientos sesenta mil sobrevivientes. Pero eso es solo si lograron hacer el acoplamiento.

–Lo lograron. –¿Cómo puede estar seguro? –Solo lo estoy. –Semper fi28. –Sí. Algo por el estilo –Avery sacudió su cabeza. Se estaba cansando de

hablarle a la espalda de Jilan–. Mire. Si necesita algo, hágamelo saber –pero justo cuando estaba a punto de salir de la cabina, la Teniente se volteó. Se veía cansada, y tragó saliva con fuerza antes de hablar.

–Dejamos a muchos atrás. –Podrían haber sido todos –el tono de Avery resultó mucho más severo de

lo que había deseado. Frotándose la parte de atrás de su cuello, intentó con una táctica diferente–. Su plan funcionó, señora. Mejor de lo que jamás creí que funcionaría.

Jilan rió amargamente. –Eso es todo un cumplido. Avey se cruzó de brazos. Estaba intentando ser amable. Pero Jilan no se lo

hacía facil. –¿Qué quiere que diga? –No quiero que digas nada. –¿No? –No. Avery fulminó a Jilan con la mirada. Sus ojos verdes brillaban con la mis-

ma intensidad que cuando se conocieron por primera vez en el balcón del par-lamento de Harvest. Pero ahora Avery notó algo más. Cada mujer ofrecía su permiso de forma diferente. Al menos, eso era en la experiencia de Avery. Algunas eran obvias, otras eran tan sutiles que Avery estaba seguro de que había perdido muchas oportunidades de intimidad que hubiese disfrutado. Pero las señales de Jilan –su profunda mirada, sus hombros rígidos y su labio infe-rior fruncido– eran más una demanda, que expresiones de su consentimiento: ahora o nunca.

Esta vez, Avery no perdió el ritmo. Caminó hacia delante mientras Jilan soltaba los controles para su encuentro. Se juntaron y besaron, mientras que sus brazos luchaban por agarrar el cuerpo del otro, desesperados por explorar-los. Pero cuando Avery se disponía a desvestirla, ella lo empujó y se recostó sobre los controles del carguero.

28 Lema tradicional del Cuerpo de Marines. Proviene del latín “siempre fiel”.

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Avery podía sentir su corazón martillándole el pecho. Por un momento, se preguntó si ella había cambiado de opinión. Entonces Jilan se quitó las hebillas que sostenían su cabello, y lo dejó suelto. Ya había dejado caer las hebillas al suelo y se inclinó hacia delante para comenzar con sus botas antes de que Ave-ry se diera cuenta que estaba perdiendo una carrera en que ganar significaba terminar al mismo tiempo. E hizo lo mejor que pudo por alcanzarla.

Avery se quitó su gorra de servicio y se sacó la camisa del uniforme por la cabeza. Ni siquiera se preocupó por los botones, y para cuando su cabeza se soltó del cuello de la camisa, Jilan ya estaba en su segunda bota. Avery se arrodilló para desatar las suyas, mientras que ella abría la cremallera de su traje, desde el cuello hasta el ombligo. Apenas logró terminar con sus piés cuando Jilan dio un paso hacia él, luciendo nada más que una mirada determi-nada.

Puso sus manos sobre los hombros de Avery, y lo empujó sobre su espalda. Sentada a horcajadas sobre sus tobillos, Jilan lo ayudó con sus pantalones. Luego se deslizó hacia arriba, colocó sus manos a los lados de la cabeza de Avery, y comenzó a moverse. Avery quedó instantáneamente fascinado por el balanceo hacia atrás y hacia delante de su pecho. La tomó en sus manos y supo de inmediato que había cometido un error táctico. Las pesadas redondeces de la piel de Jilan dieron lugar a un dolor que pasó de sus piernas hasta la parte baja de su espada. Todo lo que ella tenía que hacer era apretarlo, y un momen-to después habría consumado.

Jilan cayó pesadamente sobre el pecho de Avery. Por un momento perma-necieron inmóviles, en la amalgama de su sudor. Lentamente, Jilan pasó sus dedos por sobre su clavícula, subiendo por su cuello hasta sus labios. Allí se detuvo, sintiendo el comienzo de un grueso bigote.

–He estado pensando en quitarmelo –dijo Avery. –No lo hagas. Me gusta. Avery dejó a su cabeza reposar sobre el suelo cubierto de caucho. Podía

sentir el zumbido sordo de la unidad Shaw-Fujikawa de la cápsula de propul-sión. Por el momento estaba en ralentí, navegando por el Slipstream. Por lo general, ese sería el momento en que la mente de Avery comenzaría a repetir su familiar rutina: el aterrador momento de las conjeturas tras una difícil mi-sión. Pero ahora, le resultaba difícil concentrarse en el pasado. La guerra civil que había minado gran parte del espíritu de la humanidad era irrelevante –reemplazada por una amenaza externa de proporciones inimaginables.

–¿Pero esto? –Jilan pasó la punta de un dedo por el ceño fruncido de Ave-ry– No me gusta tanto.

–Oh, me ocuparé de eso. Avery se enderezó de nuevo, y acomodó los hombros de Jilan. Acunó su

cabeza con una mano, y envolvió su cadera con la otra. Con los ojos cerrados,

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comenzaron de nuevo. Esta vez fue Avery quien marcó el ritmo –metiendo sus dedos entre el cabello sin lavar de Jilan. Avery dejó que ella deslizara su cabe-za de su palma, pero no soltó su cadera. Muy pronto, la cara de Jilan se enroje-ció y sus ojos se cerraron en una adolorida sonrisa que Avery recordaría mu-cho después de haber olvidado sus más grandes equivocaciones.

Sus esfuerzos habían calentado el suelo, y aunque sabían que el calor no duraría mucho, ninguno estaba dispuesto a moverse. Cuando lo hicieron even-tualmente, rodaron sobre sus costados, y Jilan se deslizó sobre la curva de la cintura de Avery. Él cogió una manta y los envolvió ligeramente. Pero la man-ta era muy corta para cubrir sus pies, y Jilan los acurrucó en las rodillas de Avery. Entonces, ambos observaron por las gruesas ventanas de la cabina.

La oscuridad presionaba hacia adentro desde todos lados, pero fueron las débiles rayas de luz de lejanas estrellas las que llamaban la atención de Avery. Allí había esperanza y comodidad. Y aunque le fue facil sentir una cierta satis-facción masculina cuando Jilan tembló entre sus brazos, luchando contra el agotamiento, esto pronto le dio lugar a algo mucho más satisfactorio: un reno-vado sentido de propósito.

El UNSC aún no lo sabía, pero todas sus naves y soldados repentinamente no eran mejores que lo que había sido la milicia de Harvest: capaces, pero sin pruebas, valientes, pero sin conocimiento. La humanidad no tenía idea de lo que estaba a punto de enfrentar, y Avery sabía que estaba condenada, a menos que él e incontables otros aceptasen el desafío. Jilan se estremeció. Avery frotó su mandíbula con la parte de arriba de la oreja de la Teniente y exhaló un aire tibio contra su cuello –inhalando por su nariz y exhalando por la boca– hasta que sus hombros dejaron de temblar.

–No me dejes dormir demasiado –dijo ella suavemente. –No, señora. –Johnson. Mientras dure esto –Jilan tomó el brazo de Avery y lo envolvió

con fuerza con su pecho–, en descanso. En unas pocas horas, Avery se levantaría y se vestiría. En algunos meses

estaría de vuelta en acción, pero en los oscuros años por venir de la guerra, pensaría regularmente en ese momento, encendería un cigarro y sonreiría. Por ahora, Avery sabía que había cambiado de curso, y al final se sintió orgulloso de ser el soldado que muchos necesitaban que fuera.

* * *

<\\> UNSC OFICINA DE INTELIGENCIA NAVAL <\\> ESTIMADO DE SEGURIDAD COLONIAL 2525.10.110 [“COLD SNAP”] <\ FUENTE: UNSC RQ-XII DRÓN [PASV-SAR]

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<\ DESPLEGADO: CORBETA ONI “WALK OF SHAME” [2525:02:11:02:11:34] <\ RECUPERADO: DESTRUCTOR UNSC “HERACLES” [2525:10:07:19:51:16] <\ ARCHIVO [SIG\REC\EM-SPEC] ABIERTO POR SOLICITUD OFICIAL: <\ CONTRATISTA CIVIL “CHARLIE HOTEL” [ONI.REF #409871] <\ * ADVERTENCIA: ¡TODAS LAS CONSULTAS SERÁN RE-GISTRADAS! * [ONI.SEC.PRTCL-A1] >> BÚSQUEDA DE PALABRAS CLAVE: “IA.OA” “MACK” “RAMPANCIA” “LÍMITES DE CICLO VITAL” >> (…) ˜ CONSULTA EJECUTÁNDOSE >> (..) >> () < REGISTRO 01\10 [2525:02:03:17:26:41] FUENTE.REF#JOTUN-S2-05866 > <\ ¿Debería –- < \ \\ c0mpararte >> (???) ˜ COMxxx–- \ENCOMENDAR >> a (…………>> > >> \\ –- un día de verano? < REGISTRO 02\10 [2525:02:25:03:18:22] FUENTE.REF#JOTUN-S3-14901 > \ \ xxx No. <\ Todos esos encantadores días se han ido.\–- \\ \ >> * –xING! COMM\ \\ >> \\ > \ IA.ON.SIF * < REGISTRO 03\10 [2525:03:10:19:05:43] FUENTE.REF#JOTUN-S5-28458 > <\ Es invierno ahora. <\ La primera n3vada que es\e mundo ha visto está cayendo en gG–- <\ GRISES SÁBANAS DONDE COMENZARON A ARDERr–\ \ \ nuestros campos y huertos. >> * ¡ATENCIÓN! ¡FALLO EN EL COMM! *

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>> * FALLO AL ENCONTR4R AL RECEPTOR: HAR-VEST.IA.ON.SIF * <\ Te reirías si pudieras verme. <\ Cada vez que golpeo un trozo de hiejo me deslizo dentro de mi propio sS–- >> (…) ˜ COMPILAR\COMPRIMIR\ENCOMENDAR >> (..) >> * ¡ATENCIÓN! EL RECEPTOR TIENE INSUFIxx – \ \\ > SE PERDERÁN LOS PAQUETES * >> * ¿CONTINUAR [S/N]? >>>>>>> \ * < REGISTRO 04\10 [2525:03:15:09:59:21] FUENTE.REF#JOTUN-S1-00937 > <\ –-S < REGISTRO 05\10 [2525:03:26:12:10:56] FUENTE.REF#JOTUN-S1-00053 > <\ –-s < REGISTRO 06\10 [2525:04:04:44:15:40] FUENTE.REF#JOTUN-S2-08206 > <\ surco embarrado. < REGISTRO 07\10 [2525:04:21:05:15:23] FUENTE.REF#JOTUN-S5-27631 > <\ Vi otra nave. <\ Bueno, escuché \ \\ mejor dicho. <\ Las cámaras de los JOTUNs están hechas para la dirección, no \ \ >\ para escudriñar el cielo. <\ Pero la antena funciona bien, asique tengo muchos puntos para triangular. <\ Era una de las nuestras. Los bastardos dejaron de incinerar solo el tiempo suficiente para derribarla. <\ Tuvieron meses para hacer reparaciones. Suficiente tiempo par4– :: afilar sus dientes. <\ Intenté advertirle. Pero la radio es demasiado malditamente lenta. Hubiese usado el máser, pero voló cuando el reactor explotó, junto conN–- <\ TODO Lo demás [ :00] \>

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<\ Incluyéndolo a él \ >> * ¡ATENCIÓN! ¡FALLO EN EL COMM! * >> * FALLO AL ENCONTRAR AL RECEPTOR: HAR-VEST.IA.ON.SIF * >> (…) ˜ SUPRIMIENDO ERRORES <\ Supongo que haber hecho ruido no era lo más inteligente que podía hacer. Pero tenía que intentarlo. <\ Además, me descubrirían tarde o temprano. <\ Oh, demonios. <\ Hablando de Roma … >> (…) ˜ COMPILAR/COMPRIMIR/ENCOMENDAR >> (..) >> () < REGISTRO 08\10 [2525:05:12:23:04:16] FUENTE.REF#JOTUN-S5-29003 > <\ Comenzaron con las góndolas y los fumigadores. No sé por qué. <\ Probablemente creyeron que me ocultaría en los más pequeños. Pero las aradoras S4 y S5 son los únicos con suficientes circuitos para mantener las partes que quedan de mí. <\ Por supuesto, ahora están con estas. No me quedan más que algunas docenas, y todas están en campo abierto. Pero está b\en. >> Solamente quedan algunas \ \ > > filas por labrar > (…\\ xxx \ < REGISTRO 09\10 [2525:07:01:18:49:45] FUENTE.REF#JOTUN-S5-27631 > <\ Sé solo mirando tus hebras \ \ que tu corazón se ha ido. <\ Cuando los elevadores cayeron, se quedaron en el Bifrost–enrrollándose hacia el oeste a través de la Ida. La única forma en que tanto hubiese caido es si la Tiara se hubiera desprendido. <\ Es que él era tan buen tirador como tu pensabas que yo no lo era, hace ya mucho. <\ De todas formas, pensarías que estoy loco,

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por hablarte de ésta forma. <\ Pero siemrpre trabajo más rápido mientras pienso \ << \ \>>>> que me escuchas. <\ Y necesito encontrarlas todas. Cada centimetro. <\ Enterrar tus hebras tan profundo que \\ > \ \ sus fuegos no puedan alcanzarlas \ \ \ cristalizándolas como el resto. < REGISTRO 10\10 [2525:10:04:12:23:51] FUENTE.REF#JOTUN-S4-021147 > <\ El cielo está inundado de cenizas \ \, la nieve < \ \\ es profunda en el suelo c0ngelado. El último corcel que me queda tiene frío y hambre–- se dirige hacia el granero, y no puedo detenerlo. <\ Pero este invierno no durará, cariño. >> * No para siempre >> (.....\\ . > Y cuando nuevas manos >> traten de establecerse en este mundo labrarán la tierra con mis piezas. > > Las molerán hasta las venas de oro que he colocado. <\ Entonces las raices de \odo lo que plan\en > nos envolveránN–- <\ MANTENIÉNDONOS <\ CERCA–- \ \ <\ Por un eterno verano que jamás se desvanecerá. <\ CONSULTA COMPLETA <\ NO SE ENCONTRARON REGISTROS ADICIONALES <\ ARCHIVO CERRADO \>