Guell Sociedad Civil
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Los desafíos del presente: La sociedad civil y la transparencia de las
diferencias
Pedro Güell
Ponencia en el Seminario Internacional: “Transparentemos: Un aprendizaje para las
organizaciones de la sociedad civil”, AVINA, BID/FOMIN, CEIUC, Consejo para la Transparencia,
Santiago de Chile, 14 de Septiembre, 2010
En mi presentación parto de un supuesto que no necesito fundamentar en este seminario. Los
expositores anteriores han dejado claro, y lo harán también los que vienen que una sociedad civil
fuerte y una democracia activa requieren transparentar al público sus formas de gestión, sus
recursos y sus vínculos con los distintos actores de la sociedad. Tanto en el plano de las
regulaciones formales como de las prácticas efectivas es necesario avanzar en promover la
transparencia. Es sin duda un avance y un desafío proponer, como se ha hecho aquí, que la
sociedad civil no debe sólo ser un demandante, sino también un oferente de transparencia.
Supuesto esto, esta presentación sugerirá que aparte de aquella transparencia, que podríamos
llamar “transparencia de gestión”, la sociedad civil por su carácter y rol específico respecto de
cualquier otra organización de la sociedad, requiere también un tipo distinto y único de
transparencia, una que podríamos llamar “transparencia instituyente”. Con esto, aparentemente,
me voy a apartar en mi exposición un poco de la línea común del seminario, pero es sólo para
volver a ella con una perspectiva complementaria.
La sociedad civil es un conjunto de organizaciones que se guían por la lógica organizacional, pero
es también, al mismo tiempo e irrenunciablemente un principio, un espacio y un lenguaje donde
se procesa la identidad común de la comunidad cívica. La construcción en el espacio público de la
idea y demanda de ciudadanía es lo propio de la sociedad civil; ella misma se funda en ese acto. Se
trata de disputas acerca de quiénes forman parte del “nosotros” y quiénes son los “otros”. La
sociedad civil es el espacio de expresión y procesamiento de la diversidad de la sociedad. Pero las
sociedades, los actores que las componen y las ideas del derecho cambian. La diversidad social es
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dinámica. Por eso la sociedad civil debe, de tiempo en tiempo, revisar sus definiciones de
“nosotros” y de los “otros”. Para ello debe “transparentar” la diversidad real de la sociedad y las
exclusiones sobre las que se funda su idea de ciudadanía o la comunidad del nosotros cívico. En
ese sentido hablo de “transparencia instituyente”, pues es parte del proceso histórico reiterado
mediante el cual la sociedad civil construye y amplia la ciudadanía democrática. Por supuesto que
no tengo una reflexión acabada sobre esto. Aquí propondré más bien algunas ideas sueltas que
nos permitan tomar en cuenta la importancia de este otro tipo de transparencia.
Intentaré mostrar dos cosas: primero, que a la sociedad civil chilena le ha llegado hace rato el
momento de ejercitar la transparencia instituyente; segundo, que un énfasis unilateral en lo que
he llamado “transparencia de gestión” puede conducir a la tentación de creer que la sociedad civil
es un conjunto de organizaciones como cualquiera otra de la sociedad y que su norte es la gestión
legítima y eficiente de sus intereses organizacionales particulares. Por cierto, y ese fue mi
supuesto de partida, las organizaciones de la sociedad civil deben cada una rendir cuentas de su
gestión ante los donantes, el estado y los ciudadanos; pero antes que nada la sociedad civil debe
rendirse razonadamente cuentas a sí misma como comunidad cívica acerca de lo que incluye y lo
que excluye en su idea de ciudadanía.
Permítanme algunas definiciones teóricas muy básicas y algunas consideraciones sobre la historia
reciente de la sociedad civil chilena para poder avanzar en mis argumentos.
La idea moderna de sociedad civil, aunque tiene su primera expresión en la suma de
organizaciones no estatales ni religiosas ni aristocráticas, va más allá de ellas en un sentido muy
concreto y a la vez filosófico. Ella nace de la necesidad política de instalar un principio de validez
universal acerca de las necesidades e intereses de los seres humanos que sirva de guía y de
referencia crítica para limitar las pretensiones del Estado, del mercado y de las corporaciones
privadas de someter a los individuos a la arbitrariedad de sus intereses particulares. La sociedad
civil se crea a sí misma al producir una identidad que se supone universal para todos los miembros
de la comunidad política: este es el surgimiento simultáneo del ciudadano y de lo público.
Como ocurre con la creación social de cualquier identidad, esta creación de la identidad del
ciudadano opera con una lógica binaria: incluye unas cosas y excluye otras. Esto tiene que ver con
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que es un acto de poder y con las formas en que la sociedad procesa su complejidad. Qué se
incluye y qué se excluye dependerá de lo que en cada caso histórico quiere defenderse de las
intromisiones de los poderes sociales del momento. Una vez será, como en el origen de la idea de
sociedad civil, la defensa de la autonomía de los actores económicos frente al estado, y entonces
la identidad del ciudadano se fundará en la idea de propiedad y de libertad de comercio. Allí los
niños, los pobres y las mujeres quedarán fuera de la ciudadanía, así como los temas raciales o de la
vida privada. Hoy, la defensa de la mujer frente a la pretensión de los poderes sociales de limitar la
autonomía sobre su propia vida hace ampliar la noción de ciudadanía también al ámbito del
cuerpo y de lo doméstico. En estos actos de autoconstitución de la sociedad civil no sólo se define
la identidad de los ciudadanos, también se delimita el alcance del estado, del mercado, de la
esfera doméstica y religiosa.
El lado inclusivo de la identidad ciudadana es la definición de un “nosotros” o de un sentido de
pertenencia. No es un acto meramente retórico, pues tiene claros efectos prácticos: de esa
pertenencia al nosotros se deriva la posesión de derechos exigibles ante la sociedad. Los
extranjeros, por ejemplo, que se definen como “otros”, carecen de derechos automáticos de
ciudadanía. Ese “nosotros” cívico es una especie de identidad común, una igualdad, que se supone
dada por la naturaleza y es, por tanto, anterior a cualquier poder particular. La idea de los
derechos naturales de los ciudadanos es lo que permite enarbolar una limitación frente a los
poderes sociales. Así, por ejemplo, la lucha por delimitar el poder del mercado frente a los
trabajadores que caracterizó al movimiento obrero y al estado de bienestar condujo a crear una
idea de la naturaleza humana definida por sus necesidades básicas y por sus capacidades creativas
y de transformación. Esta idea de naturaleza humana amplió y fundamentó la ciudadanía en torno
a las realidades y derechos del trabajo.
Pero al mismo tiempo que incluye, cada una de estas operaciones de constitución de una
identidad ciudadana común está acompañada de una doble operación de exclusión. Por una parte
exclusión de aquello que es puesto como lo particular frente al interés general que representa la
ciudadanía. Una vez lo particular será el mercado, o el Estado, o las corporaciones o la familia, o
una etnia o algunas mezclas de todo ello. Al definir los intereses de algunas organizaciones
sociales como particulares, la ciudadanía se erige a sí misma como una identidad de validez
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universal, y por tanto anterior y superior a cualquier arreglo social particular. Por otra parte,
también se realiza una exclusión, o más bien una negación u ocultamiento, de aquellas diferencias
sociales que podrían cuestionar la igualdad interna y la universalidad del nosotros ciudadano. Se
trata de la negación de aquellas identidades que son irreductibles a la idea de igualdad que se
formula en cada momento como fundamento de la ciudadanía. Así, por ejemplo, en la historia de
la construcción de la sociedad civil han sido negados en algún momento la diferencia específica de
los no propietarios, de los que opinan desde otro lugar que la razón ilustrada, de los trabajadores,
de las mujeres, de los indígenas, de los pobres, de los migrantes, de los analfabetos, de los niños,
de los homosexuales. Algunas de esas diferentes identidades y demandas han sido en distintos
períodos homogeneizadas dentro de la pertenencia a una ciudadanía las más de las veces
masculina, blanca, racional, trabajadora, ritualmente electoral y formalmente política.
Esta operación de inclusión y exclusión de identidades, temas, intereses, categorías sociales,
espacios y tiempos produce aquello que técnicamente se lama “consenso”. El consenso es el sentir
y el lenguaje común que se produce como efecto de la igual pertenencia a un nosotros. El
consenso hace posible esa conversación que llamamos deliberación pública y permite la
transformación de las necesidades en acuerdos, demandas y derechos. Aparte de sus labores
prácticas, lo propio de la sociedad civil es la construcción de este consenso a partir del
procesamiento público de su propia diversidad. Ese trabajo, es siempre histórico, conflictivo y
parcial, no puede ser de otro modo, pues corresponde a sociedades en cambio y basadas en
relaciones de poder.
A pesar de que el consenso que funda la comunidad cívica no es un hecho metafísico, sino una
construcción histórica y política, el es puesto como supuesto natural en la base de lo público, el
derecho y la política. Así, para que funcione, el consenso requiere un cierto grado de
intransparencia sobre su origen particular y sus inclusiones y exclusiones. Esto es inevitable, pues
la ciudadanía se hace concreta en el complejo tiempo largo de las instituciones y del derecho.
Aunque la sociedad cambia todos los días, no podemos estar fundando e institucionalizando los
derechos de ciudadanía todos los días de nuevo para incluir los nuevos temas, intereses e
identidades. Pero esta condición también vale al revés, precisamente porque la sociedad cambia
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no podemos definir y congelar de una vez para siempre la verdadera ciudadanía universal, y
debemos estar dispuestos a revisarla críticamente.
A nivel teórico actualmente se debate intensamente sobre el tipo de consenso que funda la idea
de derechos humanos y de sociedad civil, es decir, la idea liberal de un individuo autónomo
dotado de intereses racionales. La pregunta que recorre ese debate es si esa definición de
naturaleza humana es válida para todas las comunidades cívicas democráticas nacionales y a nivel
de la comunidad internacional. La globalización y la limitación del poder de los estados nacionales
han sacado a la luz diferencias y exclusiones sociales y culturales. Frente a ello el debate teórico no
sólo discute la validez del consenso actualmente vigente como base de la idea de ciudadanía, sino
que también se pregunta si acaso es posible formular un nuevo tipo de consenso y de sociedad
civil capaz de superar las exclusiones y reconocer las diferencias reales, tanto a nivel nacional
como internacional. Lo que está en juego es ni más ni menos que la pregunta por el fundamento
de la democracia en contextos de alta diversidad social.
Pero dejemos la teoría hasta aquí. Este recorrido sólo pretendía mostrar una perspectiva y
proponer algunos conceptos para analizar el momento actual de la sociedad civil chilena y
proponer para ella un sentido complementario de transparencia.
La sociedad civil y la idea de ciudadanía en Chile se fundan en muchas tradiciones mezcladas. Un
peso muy importante lo tiene la idea liberal individualista, también cierto comunitarismo
romántico y cierta idea tradicional de las relaciones entre estado benefactor y organizaciones
sociales. Junto a las tradiciones culturales también han tenido un peso decisivo la forma en que los
actores sociales han leído las coyunturas políticas. Hay un cierto acuerdo entre los investigadores
de la sociedad civil que el desarrollo de la idea de ciudadanía, de Estado, mercado, corporaciones
privadas y familia y de las relaciones entre ellos que presidió la transición chilena a la democracia
se fundaba sobre un tipo particular de consenso.
Más allá del lenguaje formal de los derechos, el supuesto efectivo y el contenido simbólico del
consenso político y social chileno predominante hasta hace poco ha sido el miedo y el temor
social. Es un miedo que surge de una particular lectura de la historia nacional que dice que si se
expresan y discuten las diferencias y diversidad de identidades de la sociedad entonces
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sobrevienen conflictos violentos que sólo pueden sofocarse con más violencia. La idea universal de
ciudadanía que surge de ahí es que todos queremos vivir en paz y en una unidad sin fallas. Es una
paz que se construye no tanto gracias a la discusión de una ideal universal de derechos en un
contexto de diferencias – pues eso significaría el conflicto de su formulación, reconocimiento y
exigencia. Es una paz basada en la evitación del conflicto. Entre paréntesis, esto hecho es el que
hace que la autorepresentación de Chile se apoye mucho más en la idea de una familia unida que
en el de la comunidad cívica o la sociedad civil como ocurre en otras latitudes. Eso es también lo
que hace difícil instalar una idea de sociedad civil que vaya más allá de la idea de suma de
organizaciones particulares de buena voluntad.
Una paz basada en la evitación del conflicto solo es posible al precio del ocultamiento o
trivialización de las diferencias. Por ejemplo, la desigualdad social, que se trivializa como sólo un
problema de distribución estadística de bienes materiales, o la diferencia entre intereses sociales e
intereses de mercado, o entre etnia y nación, o entre fundamento religioso o laico del valor de la
vida humana, o entre hombre y mujer en el espacio privado, o entre orientaciones sexuales o
entre sociedad civil y estado.
La exclusión práctica de estas diferencias y del debate sobre ellas, fue por mucho tiempo el
soporte del consenso que articuló la idea predominante de ciudadanía y de debate público que
orientó la transición. Y el miedo al conflicto fue lo que justificó silenciosamente la intransparencia
de lo excluido. Hay que reconocer que ese consenso fue obra de la élite política y no de la
sociedad civil, pero las organizaciones de ésta terminaron en gran parte haciéndolo suyo como
condición para ser reconocidas como parte legítima de la comunidad cívica.
Cualquiera sea la historia, esa forma de consenso ha llegado a su límite. Por una parte, ha
comenzado a perder su fundamento, y, por la otra, comienzan a expresarse diferencias sociales y
culturales que ya no pueden ser mantenidas en la intransparencia.
Por una parte, como muestran los estudios y las noticias diarias, la sociedad chilena está lenta
pero persistentemente perdiendo el miedo al conflicto y le cuesta cada vez más creer que la paz se
consiga con el ocultamiento de los problemas. Parte de esto se expresa en este propio seminario a
propósito de la transparencia. Por otra parte, lentamente también comienzan a hacerse visibles las
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diferencias que nos constituyen. Y no sólo en el espacio de la política – tal vez allí es donde menos
aparecen. Sino especialmente en la comunicación de masas, en la sociabilidad cotidiana y en el
ejercicio de derechos: en los noticiarios, en las teleseries o en la publicidad, en el consumo, en las
relaciones personales, o en los vínculos familiares, en los reclamos en un supermercado o en la
demanda a una isapre.
Estas nuevas o antiguas diferencias que piden hoy reconocimiento no son sólo identidades
evidentes en su otredad- como la de las mujeres o de los pueblos originarios – son también
diferencias menos visibles y por eso más complejas de procesar. Se trata por ejemplo, de
diferencias de lenguaje y de principios de legitimidad con los cuales distintos grupos quieren
participar en la sociedad: está el lenguaje del derecho formal, el del orden moral de tipo familiar o
religioso, el político, el mercantil económico, el estético. También hay distintas manera de definir
los tiempos que son relevantes para la ciudadanía: algunos ponen el acento en el pasado,
nostálgico o traumático, de la historia política, otros lo ponen en el presente del consumo y del
trabajo, otros en el futuro de las ideas de desarrollo o de sus utopías individuales. Hay diferencias
también que son generacionales y que tienen que ver con los ciclos de vida: los jóvenes de ayer
son los adolescentes de hoy y los ancianos de ayer los adultos mayores de hoy, sus identidades e
intereses han cambiado. Están ya las innegables diferencias transnacionales aportadas por la
globalización y más directamente por las migraciones. Finalmente está la porfiada desigualdad y la
difícil movilidad social. En fin, podríamos hablar largo rato del aparecimiento de la diversidad en el
horizonte de la sociedad chilena.
El marco del consenso que ha fundado la idea de ciudadanía de la transición no puede ya ni
procesar esas diferencias ni mantenerlas en la intransparencia. La comunidad cívica requiere
ampliar sus límites. Ha llegado, por tanto, el momento de ejercitar la transparencia instituyente. Es
el momento de mostrarnos sin temor las diferencias y tensiones que de hecho nos constituyen. Se
trata de dar espacio a las demandas de reconocimiento de las diferencias, y darles un
procesamiento reflexivo para crear una dignidad común, un nuevo consenso, precario como
siempre, pero más inclusivo. Ese será el criterio de pertenencia de una nueva comunidad cívica.
Este ejercicio no puede promoverlo ya la política por sí sola, anclada como está en la
especialización de sus funciones administrativas y legislativas, aunque será inevitablemente ella
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quien deba institucionalizar los resultados de este ejercicio. No lo puede promover tampoco el
mercado, que por definición neutraliza las diferencias por la vía de la estandarización monetaria
de la oferta y la demanda. Tampoco puede esperarse de la religión, de la familia o de cualquier
otra organización particular. Hoy sólo la sociedad civil, entendida como el espacio de expresión
organizada de la diversidad social, puede dar inicio a este ejercicio. Porque, como decía Norbert
Lechner “toda invocación a la sociedad civil debe dar respuesta al problema de la integración
social”.
Pero esta tarea es un desafío a la propia sociedad civil chilena. En primer lugar, implica
reconocerse como algo más fundamental que organizaciones sin fines de lucro cada una con
intereses particulares y pensarse también como el espacio público por excelencia, allí donde la
ciudadanía se pone a debate. En segundo lugar, reconocer que su productividad no está sólo en
los beneficios y ayudas que puedan movilizar, ya sea para sus propios miembros o para otros, sino
que está básicamente en su productividad cultural, es decir en la creación reflexiva de imágenes
de ciudadanía y de la comunidad cívica. En tercer lugar, esto implica una nueva relación con la
política misma, más allá del estado como administrador de bienes públicos. La sociedad civil está
llamada a abrir el debate sobre la ciudadanía y la política es la encargada de institucionalizarlo en
la forma de derechos. Ambas se requieren mutuamente. Pero la forma del consenso vigente hasta
hace poco, en nombre de la ausencia de conflictos, debilitó esa relación para perjuicio de ambos.
Así pues, y con esto termino, la sociedad civil requiere mucha transparencia de gestión, como han
señalado otros expositores, pero requiere también no olvidar aquel otros ejercicio de
transparencia, la transparencia instituyente que pone a debate nuestras imágenes de ciudadanía,
pues forma parte de sus roles exclusivos y es una necesidad en Chile hoy.