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Greg lies EL PRISIONERO DE SPANDAU Traducción de Josefina Meneses

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  • Greg lies

    EL PRISIONERO DE SPANDAU

    Traduccin de Josefina Meneses

  • Biografa

    Greg lies naci en Stuttgart (Alemania) en 1961, en plena guerra fra. Su padre era el director del hospital de la embajada estadounidense de Alemania. En 1983 se gradu en la Universidad de Mississippi. Actualmente vive con su mujer e hijo en Natchez, Mississippi.

    El prisionero de Spandau, que se mantuvo durante semanas en la lista de bestsellers del New York Times, le catapult al xito internacional, que ha mantenido con sus siguientes novelas.

  • Greg, Iles.

    El prisionero de Spandau.

    10 de mayo de 1941.

    El mar del Norte estaba en calma, cosa que en primavera no era frecuente; y la noche no tardara en caer sobre un continente roto y humeante, estremecido por los horrores de la guerra. Desde las ensangrentadas dunas de Dunkerque hasta las bombardeadas calles de Varsovia, desde los helados confines de Noruega hasta las desiertas playas del Mediterrneo, Europa se encontraba esclavizada. nicamente Inglaterra, sola y asediada, se resista a los masivos contingentes de la Wehrmacht hitleriana, y estaba previsto que aquella noche Londres pereciese.

    Por el fuego. A las 18.00, hora de Greenwich, la mayor concentracin de bombarderos de la Luftwaffe jams reunida desatara su furia contra la indefensa ciudad, y ms de doscientas ochenta hectreas de la capital britnica quedaran arrasadas. Miles de bombas incendiarias lloveran sobre civiles y militares por igual. La catedral de San Pablo se salvara de milagro, y el fuego destruira el interior del Parlamento. La historia anotara esta incursin contra Londres como la peor de toda la guerra, un holocausto. Y, sin embargo...

    ... todo aquello, la planificacin, las bajas, la masiva destruccin, no era ms que la nube de humo que ocultaba los movimientos de la enguantada mano del prestidigitador. Un espectacular divertimiento estratgico calculado para apartar las miradas del mundo de una misin tan temeraria y complicada que resultara incomprensible para las futuras generaciones. El responsable de aquel ingenioso plan era Adolf Hitler, que aquella noche, sin que un solo miembro de su Estado

    Mayor lo supiera, emprendera desde la Berghof la empresa militar ms ambiciosa de su vida.

    Hitler ya haba obrado milagros anteriormente la Blitzkrieg contra Polonia, el cruce de las insalvables Ardenas, pero aqul iba a ser el logro supremo de su carrera, algo que lo elevara al fin por encima de Alejandro, Julio Csar y Napolen. Con un golpe sensacional, volvera del revs el equilibrio del poder mundial al transformar a su enemigo mortal en un aliado y condenar a la destruccin a su actual aliado. Para alcanzar el xito necesitaba llegar al mismo corazn de Gran Bretaa, pero no con bombas ni proyectiles. Aquella noche necesitaba precisin, y haba escogido sus armas de acuerdo con tal necesidad. traicin, debilidad, envidia, fanatismo... las fuerzas ms destructivas de la humanidad. Hitler estaba acostumbrado a utilizar tales herramientas, y todas las piezas se encontraban ya colocadas en su lugar del tablero.

    Pero esas fuerzas eran impredecibles. Los traidores vivan bajo el terror permanente de ser descubiertos, pues los agentes teman ser capturados, los fanticos se dejaban llevar fcilmente por la ira y los hombres dbiles eran susceptibles a la traicin. Hitler saba que, para utilizar con eficacia tales recursos, era necesario que alguien estuviese en el lugar, tranquilizando al agente, dirigiendo al fantico, sujetando la mano del traidor y apuntando una pistola contra la cabeza del cobarde. Pero... quin poda encargarse de tal misin? Quin poda inspirar, al mismo tiempo y en idntica medida, confianza y temor? Hitler conoca al hombre adecuado. Era un militar de cuarenta y ocho aos, un piloto. Y ya estaba en el aire.

    A seiscientos metros por encima de Amsterdam, el Messerschmitt Bf110 Zerstrer surgi de entre las nubes bajas y comenz a surcar el despejado cielo del mar del Norte. El sol de la tarde se reflejaba en las plateadas alas del caza, haciendo que resaltasen las negras cruces que llevaban el terror a los corazones europeos ms valerosos.

    En el interior de la cabina, el piloto lanz un suspiro de alivio. Durante los ltimos 640 kilmetros haba tenido que ceirse a una fatigosa ruta sumamente restringida, cambiando de altitud varias veces para mantenerse dentro de los corredores de seguridad prescritos por la Luftwaffe. El piloto personal de Hitler le haba entregado el mapa codificado que llevaba y, con l, le dio un consejo. Las zonas de seguridad no se cambiaban todos los das por capricho, le haba susurrado Hans Bahr; los Spitfire britnicos penetraban regularmente el impenetrable muro de la defensa area de Hermann Gring. El peligro era muy real y las precauciones imprescindibles.

    El piloto sonri forzadamente. En aquellos momentos, los cazas enemigos eran lo que menos le preocupaba. Si no consegua dar a la perfeccin el siguiente paso de su misin, lo que lo derribara sobre el mar sera una escuadrilla de Messerschmitts y no de Spitfires. Los controladores de vuelo de la Luftwaffe esperaban que en cualquier momento l diera media vuelta e iniciara el regreso hacia Alemania, como haba hecho docenas de veces anteriormente cuando probaba el avin de caza que le haba prestado personalmente Willi Messerschmitt, para luego regresar a casa, a la privilegiada vida que llevaba con su esposa e hijo. Pero en esta ocasin no dara media vuelta.

    Consult el velocmetro y luego su reloj y calcul el punto a partir del cual desaparecera de las pantallas de radar de la Luftwaffe, situadas en la isla holandesa de Terschelling. Haba llegado a la costa holandesa a las 15.28. Ahora eran las 15.40. A 350 kilmetros por hora, ya deba de haberse adentrado unos 65 kilmetros en el mar del Norte. Saba que el radar alemn no poda compararse con su homlogo britnico, pero, por precaucin, aguardara otros tres minutos. Aquella noche no se poda dejar nada al azar. Absolutamente nada.

    El piloto se estremeci, pese al grueso mono de vuelo de cuero forrado de piel que vesta. Era muchsimo lo que dependa de aquella misin. los destinos de Inglaterra y Alemania y, muy posiblemente, del mundo entero. Era suficiente

    para hacer que cualquier hombre se estremeciera. Y en cuanto a Rusia, aquella inmensa y brbara tierra infectada por el

  • cncer del comunismo, el viejo enemigo de su patria... Si l alcanzaba el xito aquella noche, Rusia caera al fin de hinojos ante la esvstica.

    El piloto accion la palanca de mando, con lo que hizo que el ala izquierda del Messerschmitt descendiera, y mir hacia abajo a travs del grueso cristal de la carlinga. Ya es casi el momento. Consult su reloj y comenz a contar. Cinco... cuatro... tres... dos...

    Ya! Como un halcn de acero, el Messerschmitt baj en picado hacia el mar, descendiendo a ms de seiscientos kilmetros por hora. En el ltimo momento tir hacia atrs de la palanca, se nivel cuando ya casi rozaba las crestas de las olas y enfil en direccin norte hacia Aalborg, la base principal de cazas de la Luftwaffe en Dinamarca. Su desesperada carrera haba comenzado.

    Volando por el denso aire del nivel del mar, el Messerschmitt consuma combustible como agua, pero lo que ms le preocupaba al piloto en aquellos momentos era conseguir que su misin siguiera siendo secreta. Y encontrar la seal de aterrizaje, se record. Tras dos docenas de vuelos de entrenamiento, ya estaba familiarizado con el aparato, pero lo del desvo hacia Dinamarca era nuevo. Nunca haba volado tan al norte sin referencias visuales. No tena miedo, pero se sentira mucho ms tranquilo en cuanto avistase por estribor los fiordos daneses.

    Haba transcurrido mucho tiempo desde la ltima vez que el piloto tuvo que matar. Las batallas de la Gran Guerra parecan ahora tan remotas... Desde luego, dispar con ira centenares de veces, pero uno nunca estaba seguro de haber hecho blanco. Al menos, no lo estaba hasta que llegaban las cargas, las terribles, sangrientas y locamente heroicas cargas de carne contra acero. Estuvo a punto de morir lo recordaba con toda claridad a causa de un balazo en el pulmn izquierdo. Esa fue una de las tres heridas que recibi mientras combata en el famoso regimiento List. Pero sobrevivi, y eso era lo importante. Los muertos de las trincheras enemigas... quin saba cuntos fueron.

    Aquella noche iba a matar. No le quedara ms remedio. Consult las dos brjulas que llevaba amarradas al muslo izquierdo, se orient cuidadosamente, y luego se apresur a mirar de nuevo el indicador de horizonte. Tan cerca de la superficie del mar, el agua produca engaosas ilusiones pticas. Centenares de pilotos expertos haban acabado estrellndose contra las olas por haber perdido momentneamente la concentracin. .Slo faltan seis minutos para Aalborg, pens nerviosamente. Para qu arriesgarse? Ascendi a trescientos metros, se estabiliz y luego asom el cuello para inspeccionar el mar. ste se extenda mansamente ante l, sin tierra a la vista. Salvo... All... justo frente a l! Una quebrada lnea costera. Dinamarca! Lo haba conseguido!

    Con la corriente sangunea inundada de adrenalina, ote las nubes en busca de aviones de caza en misin de patrulla. Si lo detectaban, decidi, hara como si nada y seguira su rumbo simulando ser un aparato rezagado perteneciente a una incursin anterior. La dura y vaca tierra septentrional se encontraba ya a sus pies. Su destino era una pequea pista auxiliar situada a poca distancia de la base area de Aalborg. Pero... dnde estaba? La pista... su cargamento especial... Dnde?

    All abajo divis de pronto el rojizo brillo de las balizas ferroviarias, que se extendan en lneas paralelas a su izquierda. La seal! Una solitaria baliza verde indicaba la direccin adecuada de aproximacin. El piloto hizo un amplio giro de 180 grados y luego comenz a hacer descender el Messerschmitt. La pista era corta y no haba espacio para el error. Altmetro, 0. Conteniendo el aliento, trat de divisar la pista. Nada... nada... Bum! Las ruedas golpearon con fuerza contra el pavimento de hormign y el avin se estremeci a causa del impacto, pero no tard en estabilizarse. El piloto apag los motores y rod hasta detenerse treinta metros ms all de las dos ltimas balizas.

    Antes de que pudiera soltarse el arns, dos mecnicos de tierra levantaron la cpula de la carlinga. Sin decir nada, lo ayudaron a quitarse el arns y tiraron de l para sacarlo de la cabina. Aquella brusca familiaridad le sorprendi, pero no hizo comentario alguno. Para los mecnicos, l no era ms que un piloto que tal vez realizaba una misin algo irregular y operaba en solitario desde una pista prcticamente abandonada situada al sur de la base; a fin de cuentas, un simple piloto. Si el hombre se hubiera despojado del casco de vuelo y de las gafas protectoras, los mecnicos habran reaccionado de modo muy distinto y, desde luego, se habran abstenido de tocarlo sin permiso. Todos los hombres, mujeres y nios de Alemania y millones de personas en el resto de Europa y del mundo conocan el rostro del piloto.

    Sin decir palabra se apart un poco de la pista y se baj la cremallera del mono de vuelo para orinar. Los dos mecnicos estaban solos y haban sido bien aleccionados. Uno de ellos estaba llenando el depsito del Messerschmitt con el combustible de un viejo camin cisterna, mientras el otro se ocupaba de colocar los accesorios especiales bajo el ala izquierda del avin. El piloto observ la pequea pista. Vio un viejo anemmetro tipo calcetn, un montn de piezas de repuesto que databan de los das anteriores a la guerra y, unos metros ms abajo, un pequeo cobertizo de madera que, probablemente, en tiempos sirvi para guardar las herramientas de los mecnicos daneses.

    Apuesto a que ahora, dentro de ese cobertizo, hay algo muy distinto, se dijo. Se subi la cremallera y camin lentamente hacia la pequea construccin, tratando de detectar algn indicio de la presencia de gente en su interior. Por detrs del cobertizo asomaba el negro y esbelto cap de un Daimler, que brillaba como una carroza fnebre. El piloto rode la construccin y mir a travs del parabrisas del coche. Vaco. Recordando sus instrucciones, se cubri la parte inferior del rostro con una bufanda de vuelo blanca. La tela le haca difcil respirar, pero unida a su casco de vuelo, slo dejaba sus

    ojos a la vista de cualquier observador. Entr en el cobertizo sin llamar.

    El interior estaba a oscuras, pero en el sofocante aire se perciba el olor de la presencia humana. Alguien encendi un farol, y en el interior del cobertizo se hizo la luz. A menos de un metro del piloto se encontraba un comandante que vesta el elegante uniforme negro de las SS de Himmler. A diferencia de la mayora de los de su clase, aquel representante del

  • cuerpo de lite de Himmler era bastante grueso. Pareca ms acostumbrado a destinos placenteros como Pars que a las zonas de guerra. Tras l, un hombre ms flaco, vestido con un mono de vuelo de cuero, permaneca rgidamente sentado en una silla de madera de respaldo recto. Su rostro, como el del piloto, estaba oculto por una bufanda de vuelo. Su mirada fluctuaba nerviosamente entre el recin llegado y el hombre de las SS.

    Llega usted puntual dijo el comandante de las SS tras consultar su reloj. Soy el comandante Horst Berger.

    El piloto asinti con la cabeza pero no se identific.

    Quiere beber algo? Una botella apareci entre las sombras. Schnapps? Coac?

    Dios bendito, pens el piloto. Llevar este estpido un bar en su coche? Neg enfticamente con la cabeza y seal con el pulgar hacia la puerta entornada.

    Ser mejor que vaya a supervisar los preparativos.

    Tonteras replic el comandante Berger. Los mecnicos se ocuparn de eso. En Aalborg no los hay mejores. La verdad es que resulta una autntica lstima.

    Lo es, pens el piloto. Pero no creo que eso a ti te preocupe. Creo que disfrutas con todo esto.

    Vuelvo al avin murmur.

    El hombre sentado en la silla se levant lentamente.

    Oiga... adonde va? ladr el comandante Berger, pero el hombre no le hizo caso. Bueno, muy bien mascull.

    Se cerr el cuello y sali del cobertizo detrs de los dos hombres.

    Saben lo de los depsitos desprendibles? pregunt el piloto cuando Berger se puso a su altura.

    -- Ja!.

    Los de novecientos litros?

    Claro. Mire, ahora los estn instalando.

    Berger estaba en lo cierto. En el otro extremo del aparato, dos mecnicos de tierra estaban instalando el primero de los dos ovalados depsitos de combustible bajo la roma ala del Messerschmitt. Cuando hubieron terminado, se desplazaron hasta el lado ms prximo del aparato.

    Verifiquen el buen estado de los manguitos! orden el piloto.

    El mecnico jefe, que ya estaba en ello, asinti con la cabeza. El piloto se volvi hacia el comandante Berger.

    Volando hacia aqu se me ocurri una idea dijo.

    El hombre de las SS frunci el ceo.

    Qu idea?

    Quiero que, antes del despegue, engrasen las armas.

    Qu quiere decir? Que las lubriquen? Le aseguro que las armas se encuentran en perfectas condiciones de funcionamiento.

    No. Lo que quiero es que llenen los caones de grasa.

    Tras el comandante Berger, el hombre vestido con el mono de vuelo dio un paso hacia un lado y mir con curiosidad al piloto.

    No lo dir usted en serio? se opuso Berger. Dgale que no puede ser le pidi al del mono de vuelo, pero ste se limit a ladear la cabeza. Pero... Es un suicidio! insisti Berger. Si por casualidad se encuentran con una patrulla britnica... Movi la cabeza. No puedo permitirlo. Si lo derriban, eso ser una terrible mancha en mi carrera.

    Tu carrera ya ha llegado a su fin, pens tristemente el piloto.

    Engrasen las armas! les grit a los nerviosos mecnicos, que, instalados ya los depsitos desprendibles, procedan a llenarlos.

    El mecnico jefe se encontraba en la parte posterior del camin cisterna tratando de decidir cul de los dos hombres que estaban dando rdenes era el que mandaba. Al comandante Berger lo conoca de Aalborg, pero el piloto tena un aire de autoridad que resultaba an ms peligroso.

    Lo que pide es imposible! protest el comandante Berger. No le hagan caso! Aqu el que da las rdenes soy yo!

    El mecnico jefe cerr el grifo de combustible y mir a los tres hombres situados en el borde de la pista. Lenta y premeditadamente, el piloto alz su largo brazo en direccin al mecnico situado bajo el ala y, a travs de la bufanda, grit.

    T! Engrasa mis armas! Es una orden!

  • El mecnico jefe reconoci el timbre de la autoridad, y subi al camin cisterna para coger de la caja de herramientas una pistola engrasadora. El comandante Berger acerc una mano temblorosa a la pistola automtica Schmeisser que llevaba al cinto.

    Creo que ha perdido usted la razn dijo en voz baja. Revoque inmediatamente esa orden o no me quedar ms remedio que arrestarlo.

    Tras echar una mirada a los mecnicos, que ahora estaban ocupados en llenar de negra y densa grasa el can de veinte milmetros del Messerschmitt, el piloto se llev una mano a la bufanda y se la quit. Al verle el rostro, el hombre de las SS retrocedi un paso y abri exageradamente los ojos. A su espalda, el del mono de vuelo trag saliva no sin dificultad y se dio media vuelta.

    El rostro del piloto era moreno y saturnino, de ojos profundos y pobladsimas cejas que casi se unan en el centro. Su imperiosa mirada estaba llena de autoridad.

    Aparte la mano de la pistola dijo sin alterarse.

    Durante unos momentos, el comandante Berger permaneci como petrificado. Luego, lentamente, separ la mano de la culata de la Schmeisser.

    Jawohl, Herr... Herr Reichminister.

    Vamos, Herr comandante, cumpla con su misin!

    De pronto, el comandante Berger era todo actividad. Con el corazn latindole desacompasadamente y el rostro enrojecido por el terror, corri hacia el Messerschmitt. La sangre le ruga en los odos. Acababa de amenazar con el arresto a Rudolf Hess, Der Stellvertster dere Fhrers, el lugarteniente del Fhrer! Aturdido, orden a los mecnicos que se apresuraran en su tarea. Mientras ellos obedecan, l los interrog respecto a lo que haban hecho anteriormente. Haban comprobado el estado de los manguitos? Se desprenderan adecuadamente los depsitos auxiliares cuando estuvieran vacos?

    En el borde de la pista, Hess se volvi hacia el del mono de vuelo.

    Acrquese murmur.

    El hombre, indeciso, avanz un paso y se puso en posicin de firmes.

    Entiende lo de las armas? pregunt Hess. El hombre asinti lentamente. Ya s que es peligroso, pero es peligroso para los dos. En determinadas circunstancias, podra costamos la vida.

    El hombre asinti de nuevo. El tambin era piloto y, en realidad, haba volado en muchas ms misiones que el hombre que tan sbitamente haba asumido el mando. Comprenda la lgica de la medida. Un avin que volaba en misin de paz resultara mucho ms convincente si llevaba las armas inutilizadas. Pero aunque no lo hubiese comprendido, el hombre no se encontraba en posicin de discutir.

    Ha pasado mucho tiempo, Hauptmann dijo Hess utilizando el rango de capitn en lugar de un nombre.

    El capitn asinti con la cabeza. Por el cielo volaban hacia el sur, en misin de patrulla, un par de Messerschmitts procedentes de Aalborg.

    Est usted haciendo un gran sacrificio por su patria, Hauptmann. Usted y otros como usted han renunciado totalmente a llevar vidas normales a fin de que hombres como yo

    podamos proseguir con la guerra con relativa seguridad. Es un enorme peso, no?

    Por un momento, el capitn pens en su esposa y sus hijos. Llevaba sin verlos ms de tres aos, y ahora se preguntaba si los volvera a ver. Asinti lentamente con la cabeza.

    Una vez estemos en el avin dijo Hess, no me ser posible ver su cara. Quiero verla ahora. Antes.

    En el momento en que el capitn se quitaba la bufanda, el comandante Berger reapareci para decirles que el avin estaba casi listo. Los dos pilotos, absortos en la extraa comedia que estaban representando, no oyeron nada. Lo que vio el hombre de las SS cuando lleg junto a ellos lo dej sin aliento. La cabeza le dio vueltas y comprendi que estaba al borde de la extincin. Ante l, dos hombres con la misma cara se estaban estrechando las manos! Y qu cara! Al comandante Berger le daba la sensacin de que haba entrado en un saln de espejos en el que slo los rostros de las personas peligrosas se multiplicaban.

    Los pilotos se dieron la mano durante un largo momento. Ambos eran conscientes de que sus vidas podan terminar aquella misma noche, sobre territorio enemigo, en la cabina de un caza indefenso.

    Dios mo... gimi Berger.

    Ninguno de los dos pilotos hizo caso de su presencia.

    Cunto tiempo hace, Hauptmann? pregunt Hess.

    Desde Dessau, Herr Reichminister.

  • Est usted ms delgado murmur Hess. An me cuesta creerlo. Es de lo ms desconcertante. Luego, secamente. Est listo el avin, Berger?

    S, creo que s, Herr...

    Entonces, ya puede hacer lo que tiene que hacer.

    Jawohl, Herr Reichminister!

    El comandante Berger gir sobre sus talones y ech a andar hacia los dos nerviosos mecnicos, que, junto al camin cisterna, esperaban el permiso para regresar a Aalborg. Mientras caminaba, Berger solt la trabilla de seguridad de la Schmeisser.

    Todo listo? pregunt en voz alta.

    Jawohl, Herr comandante replic el mecnico jefe.

    Esplndido. Aprtense del camin, por favor. Berger alz la pistola de corto y grueso can.

    Pero... qu hace usted, Herr comandante? Por qu nos apunta?

    Le han prestado un gran servicio a la patria dijo el hombre de las SS. Ahora... aprtense del camin!

    Los dos hombres se miraron entre s paralizados por el terror. Al fin comprendieron los motivos de la vacilacin del comandante Berger. Evidentemente, el hombre estaba enterado de lo voltil que era el vapor del combustible de aviacin. Retrocediendo ms hacia el camin, el mecnico jefe uni las manos en gesto de splica.

    Por favor, Herr comandante, tengo familia...

    La comedia haba terminado. El comandante Berger retrocedi tres pasos y dispar una rfaga mantenida. Hess lanz un grito para advertirle, pero ya era demasiado tarde. Utilizada con pericia, la Schmeisser poda ser una arma muy precisa, pero la pericia del comandante Berger era limitada. De las doce balas de la rfaga, slo cuatro alcanzaron a los mecnicos. Las otras perforaron el oxidado depsito del camin cisterna como si fuera papel.

    La explosin lanz al comandante Berger a cuatro metros del lugar en el que se encontraba. Instintivamente, Hess y el capitn se haban lanzado al suelo. Ahora yacan boca abajo, protegindose los ojos del brillantsimo resplandor. Cuando al fin alz la cabeza, Hess vio la silueta del comandante Berger recortada contra las llamas, avanzando orgullosamente hacia ellos rodeado de una negra nube de humo.

    Qu le ha parecido? pregunt en voz alta el hombre de las SS volvindose hacia el infierno de llamas. Ya no hay pruebas!

    Idiota! exclam Hess. Dentro de cinco minutos los de Aalborg mandarn aqu una patrulla para investigar!

    Berger sonri.

    Djeme ocuparme de ellos, Herr Reichminister Las SS saben manejar a la Luftwaffe!

    Hess sinti un cierto alivio; Berger le estaba poniendo las cosas fciles. Si haba algo que Hess no soportaba, ese algo era la estupidez.

    Lo lamento, comandante dijo taladrando con la mirada al hombre de las SS. No puedo permitirlo.

    Como una cobra hipnotizando a un pjaro, los profundos y oscuros ojos de Hess dejaron paralizado a Berger. Con toda naturalidad, Hess sac una automtica Walther de un bolsillo delantero de su mono de vuelo y descorri el cerrojo. El grueso hombre de las SS abri lentamente la boca; las manos le colgaban intilmente a los costados y la ya inservible Schmeisser permaneca dentro de su pistolera.

    Pero... por qu? pregunt en voz baja. Por qu yo?

    Creo que por algo relacionado con Reinhard Heydrich.

    Berger abri mucho los ojos, luego los cerr y baj la cabeza.

    La patria lo exige murmur Hess, y apret el gatillo.

    El capitn resping al escuchar la detonacin de la Walther. El cuerpo del comandante Berger se estremeci un par de veces en el suelo y despus qued inmvil.

    Qutele la Schmeisser y la municin que lleve encima orden Hess. Registre el Daimler.

    Jawohl, Herr Reichminister!

    Los siguientes minutos fueron una confusa sucesin de acciones que ambos hombres trataran de recordar con claridad durante el resto de sus existencias. cachearon el cadver en busca de municin, registraron el coche, verificaron de nuevo que los depsitos desprendibles estuvieran adecuadamente instalados, se pusieron los paracadas, encendieron los motores gemelos Daimler Benz, empujaron el avin hasta la vieja y resquebrajada pista de hormign. Instintivamente, los dos hombres llevaron a cabo tareas que haban ensayado mil veces mentalmente. En ningn instante dejaron de sentir el

    temor de que en cualquier momento apareciese una patrulla procedente de Aalborg.

  • Antes de subir a bordo del avin, intercambiaron efectos personales. Rpida pero cuidadosamente, Hess se desprendi de los elementos de verificacin de personalidad acordados. tres brjulas, una cmara Leica, su reloj de pulsera, unas cuantas fotos, una caja de extraas y variadas drogas, y por ltimo la fina cadena de oro que llevaban todos los que pertenecan al crculo de allegados a Hitler. Se lo entreg todo al capitn, junto con unas palabras de explicacin acerca de cada objeto.

    Yo, mi esposa, yo, mi esposa y mi hijo...

    El hombre que reciba las pertenencias ya conoca la historia de stas, pero no hizo comentario alguno. Quiz, se dijo, el Reichminister desee despedirse de todas las cosas familiares que puede perder esta noche. El capitn comprenda bien tales sentimientos.

    Incluso esta extraa y conmovedora ceremonia se confundi con las prisas y los temores que acompaaron al despegue, y ninguno de los dos hombres volvi a hablar hasta que se hubieron adentrado 65 kilmetros en el mar del Norte, volando directamente hacia su destino. Como el plan prevea, Hess cedi los mandos al capitn. Hess ocupaba ahora el puesto del operador de radio, sentado hacia los dos estabilizadores verticales del caza. En ningn momento mencionaron nombres slo los rangos, y limitaron su charla a cuestiones referentes a la misin.

    Distancia? pregunt el capitn girando la cabeza hacia el asiento vuelto hacia atrs.

    El avin puede volar dos mil kilmetros con los depsitos de novecientos litros.

    Preguntaba por la distancia hasta el objetivo.

    La isla o el castillo?

    La isla.

    Mil cien kilmetros.

    Durante la siguiente hora, el capitn no volvi a hacer preguntas. Con la vista fija en el mar, que cada vez estaba

    ms oscuro, pens en su familia. Hess estudi el montn de papeles que tena sobre las piernas. mapas, fotos y minibiografas copiadas en secreto de los archivos de las SS situados en el stano de la PrinzAlbrechtstrasse. Repas incesantemente cada uno de los detalles, tratando de imaginar todas las contingencias que podan producirse una vez se encontrase en tierra. Cuando faltaban 160 kilmetros para llegar a la costa inglesa, comenz a informar al piloto sobre sus deberes.

    Hasta qu punto est usted al corriente de nuestra misin, Hauptmann?

    Me dijeron muchas cosas. Demasiadas, creo.

    Ve la segunda radio que hay a su derecha?

    S.

    Sabe usted cmo funciona?

    S.

    Si todo va bien, slo tiene que recordar usted unas cuantas cosas. Primero, los depsitos desprendibles. Ocurra lo que ocurra, debe arrojarlos al mar. Y la segunda radio tambin. Una vez pase la hora fijada para que yo le enve la seal, desde luego. El tiempo lmite son cuarenta minutos, recurdelo. Cuarenta minutos.

    Esperar cuarenta minutos.

    Si en ese tiempo no ha recibido usted mi mensaje, ser que la misin ha fracasado. En tal caso...

    Al piloto pareca costarle respirar. Hess lo comprenda. era el incontenible miedo a la muerte que hasta l mismo senta. Pero para l la cosa era distinta. l saba lo crucial que era aquella misin, lo incalculable que era su valor estratgico. Comparada con todo ello, la posible prdida de dos vidas humanas era una nimiedad. Como el hombre que ocupaba el asiento del piloto, Hess tena familia. esposa y un hijo pequeo. Pero un hombre en su posicin, un hombre tan prximo al Fhrer, saba que aqullos eran lujos que poda perder en cualquier momento. Para l, la muerte significaba simplemente un obstculo para el cumplimiento de la misin, un

    obstculo que haba que eludir a toda costa. Pero para el hombre que ocupaba el asiento del piloto...

    Hauptmann? dijo Hess casi con suavidad.

    Seor?

    Me doy cuenta de que est usted asustado, y lo comprendo. Pero existen cosas peores que la muerte. Lo comprende? Cosas mucho peores.

    La contestacin del capitn fue un sordo gruido. Al orlo, Hess decidi que la empatia no era la mejor motivacin para su compaero. Cuando habl de nuevo, lo hizo con voz llena de confianza.

    Pensar en lo peor no sirve para nada, Hauptmann. El plan es impecable. Lo importante es que se haya aplicado usted al estudio.

  • Que si me he aplicado al estudio! Era evidente que para el capitn resultaba un alivio hablar de otro tema. Dios mo, un Brigadefhrer de las SS me estuvo machacando durante dos das seguidos.

    Probablemente sera Schellenberg.

    Quin?

    No importa, Hauptmann. Probablemente es mejor que no lo sepa.

    Se produjo un silencio durante el cual el piloto volvi a pensar en el destino que lo aguardaba si la misin de su pasajero terminaba en fracaso.

    Herr Reichminister... dijo al fin el piloto.

    S?

    En su opinin, cules son nuestras probabilidades de xito?

    La cosa no depende de m, as que sera aventurado por mi parte hacer una suposicin. Ahora son los ingleses quienes tienen la palabra. Mi consejo es que se prepare para lo peor, pens Hess con amargura. Es lo que llevan haciendo desde enero los banqueros del Fhrer. Usted limtese a concentrarse en su cometido dijo. Y, por el amor de Dios, cercirese de que salta desde una altura suficiente para

    que el avin quede destruido. No es que los britnicos no conozcan este modelo, pero sera absurdo hacerles un regalo. Una vez haya recibido usted mi mensaje, salte y espere a que yo obtenga su puesta en libertad. Slo sern unos pocos das. Si no recibe el mensaje...

    Verdammt!, maldijo en silencio Hess. No hay modo de evitarlo. Las siguientes palabras las pronunci en tono autoritario.

    Si no recibe el mensaje, Hauptmann, ya sabe lo que tiene que hacer.

    Jawohlmurmur el piloto con la esperanza de que su voz no traicionara la inquietud que senta.

    No dejaba de pensar en la cpsula de cianuro que llevaba sujeta al pecho con un esparadrapo. Se pregunt si podra seguir hasta el final con aquella aventura que todos menos l parecan considerar lo ms normal del mundo.

    Esccheme, Hauptmann dijo Hess muy serio. Usted ya conoce el motivo por el que su participacin resulta imprescindible. Los servicios de espionaje ingleses saben perfectamente que me dirijo a Inglaterra...

    Hess sigui hablando, tratando de distraer al piloto que, de otro modo, habra dispuesto de demasiado tiempo para pensar. All arriba, a tanta distancia de Alemania, el concepto del deber pareca mucho ms abstracto que cuando a uno lo rodeaban fraternales miembros del ejrcito y las SS. El capitn pareca de toda confianza y Heydrich haba respondido por l pero, si dispona de tiempo para pensar en su predicamento, saba Dios cul podra ser su reaccin. A fin de cuentas, qu hombre que no sea un loco desea morir?

    Reduzca velocidad orden Hess. Mantngase a trescientos.

    El Messerschmitt no haba dejado de devorar kilmetros, y ahora se encontraban a slo cien kilmetros de la costa de Escocia. En un anochecer despejado como aqul, las estaciones de radar de la RAF ya no podan tardar mucho en detectar la presencia del caza. Hess se asegur el arns de su paracadas, luego apart los mapas y se ech hacia atrs.

    Mantngase alto y visible! grit hacia la cpula de la carlinga. Cercirese de que nos ven llegar!

    Dnde va a saltar?

    Debo caer en un lugar llamado isla Holy. All saltar. Cuando alcance usted tierra firme, vuele alto durante un rato, luego descienda y corra como alma que lleva el diablo. Probablemente, en cuanto los ingleses detecten su presencia, alertarn a una escuadrilla.

    Jawohl asinti el piloto. Una cosa, Herr Reichminister...

    Qu?

    Se ha lanzado usted en paracadas alguna vez?

    Nein. Nunca.

    Una irnica risa se mezcl con el zumbido de los motores.

    De qu se re, Hauptmann?

    Yo tampoco he saltado nunca en paracadas! Parece que quienes planearon esta operacin se olvidaron de ese pequeo detalle, no?

    Hess sonri irnicamente.

    Quiz el detalle s fue tenido en cuenta, Hauptmann. Quiz ciertas personas incluso cuenten con l.

    Oh... Dios mo...

    Ya es tarde para preocuparse por eso. Aunque quisiramos volver a Alemania, no nos queda suficiente combustible.

  • Cmo? exclam el piloto. Pero los depsitos desprendbles...

    Estn vacos. O no tardarn en estarlo.

    Al piloto el estmago le dio un brinco. Pero antes de que lograse descifrar lo que haba querido decir su pasajero, avist tierra.

    Herr Reichminister! La isla! Ah est!

    Vista desde dos mil metros de altura, la isla no era ms que una insignificante mota, perceptible slo por la pequea y brillante franja que la separaba de tierra firme.

    Creo que... creo que veo una bengala.

    Verde o roja? pregunt Hess con voz tensa.

    Roja!

    Tenemos que abrir la cpula de la carlinga, Hauptmann. Muvase!

    Los dos hombres se esforzaron al unsono por descorrer el pesado cristal. Lanzarse en paracadas desde un Messerschmitt era algo infrecuente y slo se intentaba en casos de emergencia. Muchos aviadores haban muerto tratando de hacerlo.

    Fuerte! grit el piloto.

    Los dos hombres empujaron con todas sus energas la cpula transparente de la cabina. Los msculos de ambos se tensaron agnicamente hasta que al fin la estructura cedi y qued encajada atrs. En la cabina, el ruido se hizo ensordecedor. Los motores rugan y el viento era una ululante bestia de mil brazos que trataba de arrancar a los dos hombres de su pequeo tubo de acero. Por encima del estruendo, el piloto grit.

    Este es el lugar, Herr Reichminister Salte ya!

    De pronto, Hess se mir las piernas. No haba nada sobre ellas. Se haba olvidado asegurar los planos y documentos! No haba ni rastro de ellos en la cabina; deban de haber volado en el momento en que abrieron la cpula. Hess alberg la esperanza de que hubieran terminado en el mar, y no en la isla.

    Salte, Herr Reichminister!

    Hess logr ponerse en cuclillas y mir los peligrosos estabilizadores verticales del Zerstrer. La hora de los paos calientes ya haba pasado. Tendi la mano hacia atrs y oblig al piloto a volverse.

    Hauptmann! grit. Heydrich slo hizo colocar los depsitos desprendibles para conseguir que usted llegase hasta aqu! Estn vacos! Ocurra lo que ocurra, no puede regresar! No le queda ms remedio que cumplirlas rdenes! Si alcanzo el xito, lo que usted haga carecer de importancia! Pero si yo fracaso, debe cumplir sus rdenes! Ya conoce el precio del fracaso. Sippenhaft No lo olvide! Estamos unidos por el Sippenhaft. Ahora, ascienda! Necesito que me escude del viento!

    El morro del Messerschmitt se elev, con lo que la cabina qued momentneamente protegida del aire por el propio fuselaje del aparato. Con un retador grito, Hess se levant y se ech hacia atrs. Como era novato, tir del cordn de apertura en el momento en que sali del avin. La bien doblada seda restall al desplegarse, y luego se convirti en un suave y blanco hongo que comenz a descender mansamente a travs de la neblina en direccin a tierra escocesa.

    Maldiciendo entre dientes, el piloto se esforz en cerrar la cpula. Sin ayuda, iba a resultarle doblemente difcil. Las palabras de Hess lo haban dejado totalmente helado. Slo un panel de cristal curvo lo separaba ahora del aterrador destino al que lo haban obligado a enfrentarse. Con el desesperado vigor de un hombre condenado a muerte, logr cerrar la cpula.

    Hizo bajar el ala izquierda y mir hacia atrs. El paracadas descenda lenta y suavemente. Salvo que sufriera un percance al llegar a tierra, el Reichminister lograra al menos comenzar su misin sano y salvo. Al piloto lo anim ver que un novato poda saltar del avin sin matarse; pero no por ello dej de sentir pnico.

    Lo haban engaado! Aquellos canallas lo haban obligado a emprender una misin suicida hacindole creer que exista una escapatoria! Tantos entrenamientos y al final no haban confiado en que l fuera capaz de cumplir las rdenes! Los depsitos auxiliares estaban vacos. Los muy cerdos! Comprendiendo que, una vez Hess saltase, l tendra pleno control del avin, sus jefes se haban cerciorado de que, si la misin era un fracaso, l no dispondra de combustible suficiente para regresar. Y por si eso fuera poco... Hess lo haba amenazado con el Sippenhaft. Sippenhaft. La palabra le puso la carne de gallina. Le haban contado historias acerca de la pena mxima que los nazis utilizaban para castigar la traicin, pero l no les haba dado crdito. El Sippenhaft dictaba que, en caso de traicin, no slo deba morir el traidor, sino toda su familia. Hijos, padres, viejos y enfermos... todos quedaban incluidos en la condena. No exista tribunal de apelacin, y la sentencia, una vez dictada, se ejecutaba en el acto.

    Entre dientes maldijo a Dios por haberle puesto las facciones de otro hombre. En aquellos momentos, eso era una sentencia de muerte ms segura que un cncer en el cerebro. Crisp los labios y lanz el avin en un ululante picado, del que no sali hasta que el morro del avin estuvo a pocos metros de la quebrada tierra escocesa. Luego, como Hess le haba sugerido, aument la velocidad del Zerstrer hasta 550 kilmetros por hora, y sobrevol como una exhalacin las diminutas aldeas y los pequeos campos de labranza. En cualquier otro momento, aquel enloquecido vuelo a ras de suelo

  • habra resultado apasionante; pero en las actuales circunstancias, lo que el piloto senta era que estaba disputando una carrera con la muerte.

    Y as era. Un Boulton Paul Defiant haba respondido a una llamada codificada procedente del centro de mando de la RAF en Inverness. El piloto del Messerschmitt ni siquiera lleg a ver el aparato britnico. Sin pensar para nada en el peligro, el hombre volaba como un rayo a cinco metros por encima del oscuro suelo de la isla. Con la tremenda potencia del bimotor Messerschmitt, el caza ingls que iba tras l era como un gorrin tratando de alcanzar a un halcn.

    En la distancia apareci el monte Dungavel. El piloto record la informacin que haba recibido. Altura, 458 metros.

    Ah est dijo el piloto al divisar la silueta del castillo Dungavel. Mi cometido en esta descabellada misin...

    El castillo pas por debajo del fuselaje del avin. Con una mano, el piloto comprob el aparato de radio situado junto a su rodilla derecha. Funcionaba. Por favor, llmeme, pens. Por favor...

    No se oa nada. Ni siquiera el rumor de la esttica. Con manos temblorosas toc la palanca de mando para salvar una lnea de rboles que divida diagonalmente un pastizal. Vio campos... un camino... ms rboles... luego el pueblo de Kilmarnock, tendido entre las sombras al otro lado de la carretera. Sigui adelante. Un tramo de neblina, luego niebla, el mar...

    Como una flecha negra, lleg a la costa occidental escocesa y comenz a elevarse rpidamente. A su izquierda divis el hito que marcaba el punto en que deba dar media vuelta, una gigantesca roca que se elevaba 120 metros por encima del nivel del mar y que resplandeca plidamente bajo la luz de la luna. Como atrados por un imn, sus ojos escrutaron la esfera de su recin adquirido reloj. Ya haban transcurrido treinta minutos y an no haba llegado la seal. Diez minutos ms y l estara condenado a muerte. Si al cabo de cuarenta minutos no recibe usted ningn mensaje, Hauptmann, debe adentrarse en el mar y tragarse la cpsula de cianuro... Se pregunt si el veneno lo matara antes de que el aparato se estrellase contra las fras aguas del Atlntico Norte.

    Cristo bendito!, exclam mentalmente. A qu loco, a qu cabrn, se le habr ocurrido este plan? Conoca la identidad del responsable. Reinhard Heydrich, el ms loco de todos los cabrones. Armndose de valor para evitar ser presa del pnico, lade el avin hacia el sur y vol en paralelo a la costa, rezando porque llegase el mensaje de Hess. Examin el panel de instrumentos. Altmetro, velocmetro, brjula, combustible... los depsitos! Sin bajar siquiera la vista, accion una palanca situada junto a su asiento. Los dos depsitos auxiliares de combustible cayeron hacia las sombras. Una trainera britnica recuperara uno de ellos, vaco, en el estuario del Clyde.

    La radio segua en silencio. El piloto volvi a comprobar que el aparato funcionaba. Segn su reloj, ya haban transcurrido treinta y nueve minutos. Notaba la boca seca. Faltaban sesenta segundos para la hora cero. Tome, seor, un cctel de

    cianuro para brindar por la gloria del Tercer Reich. El piloto dirigi una ltima y melanclica mirada al negro espejo del mar. Meti la mano izquierda en el interior de su mono de vuelo y toc la cpsula de cianuro que llevaba adherida al pecho. Luego, con estremecedora claridad, a su cabeza acudieron imgenes de su esposa y su hija.

    No es justo! grit, angustiado. Siempre son los pelagatos los que mueren!

    En un violento acceso de terror y rebelda, el piloto movi la palanca de control hacia babor y enfil el rugiente aparato hacia tierra. Con ojos llenos de lgrimas, escrut la niebla escocesa buscando los hitos del paisaje que tanto se haba esforzado por memorizar durante su largo entrenamiento en Dinamarca. Sinti una rfaga de esperanza al ver el primero. unas vas de tren que relucan con azogado brillo entre las sombras de la noche. Quiz reciba la seal, esper contra toda esperanza. Pero saba que no iba a ser as. Sigui oteando el terreno en busca del segundo hito. un pequeo lago situado al sur del castillo Dungavel...

    El Messerschmitt sobrevol el lago como una exhalacin. Ms adelante apareci, como un espejismo, el pequeo pueblo de Eaglesham. El caza cruz atronador sobre los tejados y se elev describiendo un crculo sobre el castillo Dungavel. Lo haba conseguido! Como si hubiera recibido una dosis de morfina en vena, el piloto experiment un sbito acceso de euforia. A causa de la proximidad de la muerte, su instinto de conservacin haba accionado un interruptor situado en lo ms hondo de su cerebro. Ahora una nica idea lo dominaba. Sobrevivir!

    A dos mil metros comenz la pesadilla. No habiendo nadie que pilotase mientras l saltaba, el capitn decidi que, como medida de seguridad, apagara los motores. En el primer intento, slo consigui apagar uno de ellos. El otro, con los cilindros al rojo vivo a causa del largo vuelo desde Aalborg, continu inflamando la mezcla de aire y combustible. El piloto desaceler a fondo hasta que el motor se detuvo y con ello perdi unos momentos preciosos. Descorri la cpula.

    No le era posible salir de la cabina! El viento, como una mano invisible, lo aplastaba contra el panel trasero. Desesperadamente intent describir un rizo con el aparato, con la idea de caer al dar la vuelta, pero la inexorable fuerza centrfuga lo mantuvo pegado al asiento. La sangre se le acumul en el cerebro y el hombre perdi el conocimiento.

    Sin darse cuenta de nada de lo que ocurra, el piloto volaba derecho hacia la muerte. Para cuando recuper la conciencia, el aparato colgaba inmvil en el espacio. Al cabo de un milisegundo caeran a tierra como dos toneladas de chatarra.

    Con una fuerte flexin de las rodillas, el capitn salt de la cabina.

    Mientras caa, vio imgenes mentales del paracadas del Reichminister abrindose a la agonizante luz del crepsculo, para flotar luego mansamente hacia una misin que ya haba fracasado. Su propio paracadas se abri con un fuerte tirn de los arneses. A lo lejos divis una nube de chispas. El Messerschmitt haba llegado a tierra.

  • Al pegar contra el suelo se rompi el tobillo izquierdo, pero la adrenalina que le anegaba la corriente sangunea enmascar el dolor. Entre las sombras sonaron gritos de alarma. Se puso trabajosamente en pie para despojarse del arns y contempl a la luz de la luna la pequea granja situada en el borde del campo en el que haba aterrizado. No tuvo tiempo de ver mucho, porque en seguida apareci alguien entre las sombras. Era el dueo de la granja, un hombre llamado David McLean. El escocs se acerc cautelosamente y le pregunt su nombre. Esforzndose por aclararse la turbia cabeza, el piloto trat de recordar su nombre falso. Cuando lo consigui, estuvo a punto de echarse a rer. Confuso, le dio al hombre su verdadero nombre. Qu demonios!, se dijo. En Alemania ya ni siquiera existo. Heydrich se ha ocupado de ello.

    Es usted alemn? pregunt el escocs.

    S replic el piloto en ingls.

    En algn lugar de las oscuras montaas, el Messerschmitt hizo al fin explosin e ilumin el cielo con un breve resplandor.

    Vienen ms con usted? quiso saber nerviosamente el escocs. Han saltado otros del avin?

    El piloto parpade, abrumado por la enormidad de lo que haba hecho, y de lo que le haban ordenado hacer. La cpsula de cianuro permaneca pegada a su pecho como una vbora.

    No replic con voz firme. Volaba solo.

    El escocs pareci aceptar esto sin dificultad.

    Deseo ir al castillo Dungavel dijo de pronto el piloto. Por algn extrao motivo, en su confusin, o no quera o no poda abandonar su misin original. Solemnemente aadi. Tengo un importante mensaje para el duque de Hamilton.

    Va usted armado? pregunt McLean con voz titubeante.

    No, no llevo armas.

    El granjero se lo qued mirando sin saber qu hacer. Una voz que son entre las sombras rompi al fin el incmodo silencio.

    Qu ocurre? Quin anda ah?

    Un alemn ha cado en paracadas! respondi McLean. Avisa a los soldados.

    Con aquello se inici una incierta ceremonia de bienvenida que durara casi treinta horas. Desde la humilde sala de estar de los McLean, donde el granjero le ofreci al piloto una taza de t, lo condujeron a la oficina de la Home Guard de Busby. El alemn sigui identificndose con el mismo nombre que le haba dado al granjero. el suyo propio. Era evidente que nadie saba qu hacer con l. En algn momento y de algn modo, las cosas se haban torcido. El piloto haba esperado aterrizar en el centro de un cordn de oficiales de Inteligencia. En vez de ello haba sido recibido por un estupefacto granje

    ro. Dnde se encontraban los jvenes agentes del MI5? Repiti varias veces que deseaba ver al duque de Hamilton, pero desde la inhspita oficina de Busby lo condujeron en un camin militar hasta el cuartel Maryhill, en Glasgow.

    Ya en Maryhill, el tobillo roto comenz a dolerle. Cuando se lo dijo a los que lo haban capturado, lo trasladaron hasta el hospital de Buchanan Castle, unos treinta kilmetros al sur de Glasgow. Fue all donde, al cabo de casi treinta horas de que el desarmado Messerschmitt hubiese alcanzado la costa escocesa, el duque de Hamilton apareci al fin para verse con el piloto.

    Douglas Hamilton tena un aspecto tan juvenil y resuelto como el de la foto de su expediente de las SS. El primer duque de Escocia, que era teniente coronel de la RAF y un renombrado aviador, se enfrent serenamente al alto alemn, esperando de l una explicacin. El nerviossimo piloto estuvo a punto de contar la verdad y suplicar la ayuda del duque; pero vacil. Qu ocurrira si lo haca? Era posible que, simplemente, la radio hubiese funcionado mal, y que en aquellos momentos Hess estuviera llevando a cabo su misin, fuera cual fuera. Heydrich era capaz de culparlo a l si la misin de Hess fracasaba. Y, en ese caso, la familia del piloto morira. Probablemente podra haber salvado a sus seres queridos suicidndose como le haban ordenado; pero en ese caso su hija debera crecer sin padre. El piloto estudi el rostro del duque. Saba que Hamilton haba visto por unos momentos a Rudolf Hess durante la olimpiada de Berln. A quin creera ver el duque ahora? Esperando que lo cargasen de cadenas y lo encerrasen en un calabozo, el piloto pidi que el oficial que acompaaba al duque saliera de la habitacin. Una vez a solas con el aristcrata, avanz un paso hacia Hamilton sin decir nada.

    El duque lo mir, estupefacto. Aunque le costaba creerlo, le era imposible no reconocer al hombre que tena ante s. El aire altivo... el moreno rostro de aristocrticas facciones... las pobladas cejas... Hamilton no daba crdito a sus ojos. Y, pese

    a que el duque intent ocultar su asombro, el piloto lo percibi al instante. Comenz a sentirse como el condenado a muerte que ve aparecer al mensajero que le trae el indulto. Dios mo!, pens. An puede dar resultado. Y por qu no? Llevo cinco aos entrenndome para esto.

    El duque permaneca a la espera. Sin ms titubeos, e impulsado tal vez por el coraje o tal vez por la cobarda, el piloto quebrant por primera vez la frrea disciplina que haba respetado durante toda una dcada.

    Soy el Reichminister Rudolf Hess anunci framente, lder del partido nazi.

    Haciendo gala de la clsica reserva inglesa, el duque permaneci impasible.

  • No puedo estar seguro de que eso sea cierto dijo al fin.

    Hamilton se esforzaba por aparentar escepticismo, pero en sus ojos el piloto advirti una reaccin completamente distinta. no incredulidad, sino sorpresa. Lo sorprenda que el lugarteniente de Adolf Hitler, el que probablemente era el segundo hombre ms poderoso de la Alemania nazi, se encontrara ante l en un hospital militar situado en el corazn de Gran Bretaa. Y la sorpresa significaba aceptacin.

    Soy el Reichminister Rudolf Hess. Con slo cinco palabras, el asustado piloto se haba convertido en el prisionero de guerra ms importante de Inglaterra. El alivio por haber salvado la vida haca que la cabeza le girase vertiginosamente. Ya haba dejado de pensar en el hombre que se lanz en paracadas desde el Messerschmitt antes que l. La seal de Hess no haba llegado, pero nadie ms saba eso. Nadie ms que el propio Hess, el cual, probablemente, en aquellos momentos ya estaba muerto. El piloto siempre podra decir que la seal le haba llegado de modo confuso, y que decidi proceder con su misin segn le haban ordenado. Nadie podra culparlo a l del fracaso de la misin de Hess. El piloto cerr los ojos, aliviado. Maldito Sippenhaft. Nadie matara a su familia si l poda evitarlo.

    Sin darse cuenta, al tomar aquella decisin la nica que

    le permita sobrevivir, el desesperado capitn haba propiciado una de las conspiraciones ms singulares de la segunda guerra mundial. Y 160 kilmetros ms hacia el este, vivo o muerto, el autntico Rudolf Hess, un hombre que conoca el suficiente nmero de secretos como para desencadenar una catastrfica guerra civil en Inglaterra, haba desaparecido de la faz de la tierra.

    El duque de Hamilton mantuvo su actitud de escepticismo durante toda la breve entrevista, pero antes de abandonar el hospital dio orden de que el prisionero fuera trasladado a un lugar secreto y vigilado con doble guardia.

    LIBRO UNO.

    Berln Occidental, 1987.

    El que anda en chismes descubre el secreto; mas el de espritu fiel lo guarda todo.

    Proverbios 11, 13.

    Captulo uno.

    La bola de demolicin se movi en lento arco por el patio cubierto de nieve y golpe contra el nico edificio que segua en pie en los terrenos de la prisin, golpe el muro y lanz ladrillos por los aires como si fueran proyectiles de mortero. La prisin Spandau, la torva fortaleza construida ms de un siglo atrs y que durante los ltimos cuarenta aos haba albergado a los criminales de guerra nazis ms notables, estaba siendo demolida en un solo da.

    El ltimo recluso de Spandau, Rudolf Hess, haba muerto. Se haba suicidado haca slo cuatro semanas, y le haba ahorrado as al gobierno de Alemania Occidental el milln de libras esterlinas que pagaba todos los aos para mantener al anciano nazi en confinamiento solitario. En un infrecuente acto de solidaridad, Francia, Gran Bretaa, Estados Unidos y la Unin Sovitica los antiguos aliados que se turnaban mensualmente para vigilar la prisin haban decidido que era necesario destruirla cuanto antes, a fin de evitar que se convirtiera en un centro de peregrinacin de los neonazis.

    Durante todo el da, y haciendo caso omiso del fro, numeroso pblico se haba congregado para presenciar la demolicin. Como Spandau se alzaba en el sector britnico de Berln, el Real Cuerpo de Ingenieros se ocup de la formidable tarea. A primera hora de la maana, un equipo de tcnicos en explosivos efectu la voladura de la estructura principal, que se derrumb como un castillo de naipes. Una vez el polvo se hubo posado sobre la nieve, los bulldozers y las mquinas de demolicin remataron el trabajo. Pulverizaron la mampostera de la prisin, desguazaron su esqueleto metlico, y apilaron los restos en enormes montones de es

    combros que evocaron penosos recuerdos en los berlineses ms ancianos.

    Aquel ao, Berln cumpla setecientos cincuenta aos. En toda la ciudad se estaban realizando enormes proyectos de construccin y restauracin para celebrar el aniversario. Sin embargo, los berlineses saban que la siniestra fortaleza de Spandau nunca se volvera a alzar. Durante aos haban pasado ante el edificio mientras iban a sus quehaceres cotidianos, sin pararse casi nunca a pensar en este ltimo y recalcitrante resto de lo que, al resplandor de la Glasnost, pareca historia antigua. Pero ahora que las adustas almenas de Spandau haban dejado de ensombrecer el horizonte de la Wilhelmstrasse, los berlineses se detenan para reflexionar sobre los fantasmas que el edificio evocaba.

    Al anochecer slo segua en pie la planta calefactora de la prisin, cuya chimenea se recortaba crudamente contra las nubes color gris plomizo. Una mquina de demolicin se dispona a lanzar su inmensa bola de hormign. La chimenea tembl, como si aguardara el golpe definitivo. La bola describi un lento arco y luego golpe como una bomba. La chimenea estall en una nube de ladrillos y polvo que fueron a caer sobre lo que hasta haca unos minutos haba sido la

  • cocina de la prisin.

    Una sbita ovacin acall el estruendo de los potentes motores diesel. La ovacin proceda de ms all del permetro acordonado, y no fue motivada concretamente por la desaparicin de Spandau, sino que fue la reaccin espontnea del pblico tras contemplar una destruccin a tan gran escala. Irritado por los mirones, un cabo francs indic por seas a unos policas alemanes que lo ayudaran a dispersar a la multitud. Un eficacsimo lenguaje por seas les permiti salvar la barrera del lenguaje y, con su proverbial eficacia, la Polizei berlinesa entr en accin.

    Achtung! grit un agente a travs de un altavoz. Retrense! Haue ab! Esta zona est claramente marcada como peligrosa! Disulvanse! Hace mucho fro para que

    darse ah embobados! Aqu lo nico que hay son hierros retorcidos y cascotes!

    Tales avisos convencieron a los que slo estaban de mirones. Estos continuaron camino de sus casas con una pequea ancdota para amenizar la cena. Pero otros no fueron tan fciles de persuadir. Varios viejos se quedaron remoloneando al otro lado de la concurrida calle, con los alientos formando nubes de vapor ante ellos. Algunos simulaban aburrimiento, otros contemplaban sin disimulo la destruida prisin o miraban furtivamente a los otros espectadores que se haban quedado donde estaban. Un grupo de gamberros llamados cabezas rapadas debido a que todos ellos llevaban el pelo tribalmente rapado se dirigi en arrogante actitud a las iluminadas puertas de la prisin para gritar lemas nazis contra las tropas britnicas.

    No pasaron inadvertidos. Aquel da, todos los peatones que manifestaron una curiosidad mayor de lo normal por la demolicin fueron fotografiados. En el interior del remolque utilizado para coordinar la demolicin, un cabo ruso tom dos fotos con teleobjetivo a cada una de las personas que siguieron en la calle despus de la intervencin de la polica alemana. Antes de una hora, tales fotos llegaran a la central del KGB en Berln Oriental, donde seran digitalizadas y comparadas con las existentes en una inmensa base de datos electrnica. Espas, judos fanticos, periodistas radicales, antiguos nazis... Todos los miembros de tan exticas especies seran meticulosamente identificados y catalogados, y las fotos de los desconocidos seran entregadas a la polica secreta alemana oriental, la infame Stasi, para que fueran comparadas visualmente con las de sus archivos.

    Tales medidas consumiran un carsimo tiempo de ordenador y una gran cantidad de horas de trabajo por parte de los alemanes orientales, pero a Mosc no le importaba. Para el KGB, la destruccin de Spandau era cualquier cosa menos un asunto rutinario. El propio Lavrenti Beria, jefe del brutal NKVD estalinista, haba enviado directrices especiales a los

    sucesivos jefes de la Cheka encareciendo la importancia que tenan los reclusos de Spandau para el esclarecimiento de los casos pendientes de solucin. Y en aquel anochecer treinta y cinco aos despus de la muerte de Beria ante un pelotn de fusilamiento slo uno de aquellos casos permaneca abierto. El caso de Rudolf Hess. El actual jefe del KGB estaba decidido a que el caso no siguiera pendiente de solucin.

    En la Wilhelmstrasse, un poco ms arriba, un viga an ms atento que los rusos permaneca sentado en lo alto de un pequeo muro de ladrillo, observando cmo los alemanes despejaban la calle. El hombre, que llevaba ropas de obrero y contaba casi setenta aos, tena las acusadas facciones de un halcn, y miraba con fijeza y sin apenas pestaear. No necesitaba cmara fotogrfica. En su cerebro quedaba instantneamente grabado cada uno de los rostros de la calle, y estableca relaciones y llegaba a conclusiones con mucha mayor rapidez y eficacia que cualquier ordenador.

    Se llamaba Jonas Stern y llevaba doce aos sin salir del estado de Israel. Nadie saba que en aquellos momentos se encontraba en Alemania. Pero el da anterior haba pagado de su bolsillo el pasaje para viajar a un pas que detestaba con todas sus fuerzas. Naturalmente, y como todo el mundo, se haba enterado de que iban a demoler Spandau. Pero un motivo ms profundo lo haba llevado hasta all. Haca tres das, mientras llevaba agua desde el pozo del kibbutz hasta su pequea Cabaa del desierto del Negev, tuvo la extraa corazonada que haba motivado su presencia all. Stern no se resisti. Tales premoniciones eran infrecuentes en l, y saba por experiencia que era mejor hacer caso de ellas.

    Viendo cmo la prisinfortaleza era convertida en polvo, senta emociones contrapuestas de triunfo y culpabilidad. Haba conocido, conoca an, a hombres y mujeres que pasaron por Spandau camino de las fbricas de muerte de Mauthausen y Birkenau. Una parte de su ser deseaba que la prisin permaneciese en pie, como monumento a aquellos infortunados y al castigo que haban recibido sus asesinos.

    Castigo, se dijo el hombre, pero no justicia. Justicia, nunca.

    Stern ech mano a una vieja bolsa de cuero que llevaba colgada a un costado y sac una naranja. La pel mientras contemplaba la demolicin. La luz diurna ya casi haba desaparecido. A lo lejos, una enorme gra amarilla retrocedi a demasiada velocidad por el patio de la prisin. Stern resping al or el sonido de las grandes losas al romperse como frgiles huesos.

    Diez minutos ms tarde, los monstruos mecnicos quedaron inmviles. Mientras el oficial britnico que estaba al mando daba las ltimas rdenes, un autobs urbano berlins color amarillo plido se detuvo junto a las ruinas de la prisin, y sus faros iluminaron la nieve que segua cayendo. En cuanto el vehculo se detuvo, de l saltaron al patio de la prisin veinticuatro soldados vestidos con una mescolanza de uniformes que procedieron a formar cuatro grupos de seis. Aquellos soldados representaban una componenda tpica de la peculiar administracin cuatripartita de la prisin Spandau. Los servicios mensuales de vigilancia se efectuaban por turnos y sin apenas fricciones. Pero la destruccin de la crcel, como todo lo anterior que se haba salido de la rutina, haba supuesto un autntico caos. Primero, los rusos se negaron a aceptar que los alemanes se ocupasen de la seguridad de la prisin. Luego como ninguna de las cuatro potencias se fiaba de ninguno de sus aliados para que efectuase solo la vigilancia de las ruinas de Spandau se decidi que todas se

  • ocuparan de ello, con un pequeo contingente de polica berlinesa occidental para guardar las apariencias. Mientras los ingenieros reales montaban en el autobs, los suboficiales de los cuatro destacamentos de guardia desplegaron a sus hombres por el recinto.

    Cerca de la demolida puerta de la prisin, un sargento mayor norteamericano de raza negra estaba dndoles a sus hombres las ltimas instrucciones.

    Muy bien, muchachos. Espero que cada uno tenga el mapa de su sector, es as?

    S, seor! respondieron sus hombres al unsono.

    Entonces, atended. Esto no es como un turno de guardia en las puertas de la base. Los alemanes se ocupan del permetro y nosotros del interior. Tenemos rdenes de vigilar las ruinas. Esa es nuestra misin tapadera, como dice el capitn. En realidad estamos aqu para vigilar a los rusos. Ellos nos vigilan a nosotros, nosotros los vigilamos a ellos. La historia de siempre, entendis? Slo que probablemente stos no son rusos normales y corrientes. Probablemente pertenecen al GRU o quiz incluso al KGB. As que todos debis andaros con mil ojos. Alguna pregunta?

    Cunto tiempo estaremos aqu, sargento?

    Esta guardia dura doce horas, Chapman, de seis a seis. Si a las seis de la maana todava ests despierto, y ms te vale que as sea, entonces podrs volver con tu bomboncito de la Benlerstrasse. Cuando cesaron las risas, el sargento, con una sonrisa, orden. A vuestros puestos. El enemigo ya est en los suyos.

    Mientras los seis norteamericanos se desplegaban por el patio, un furgn Volkswagen verde y amarillo con el letrero POLIZEI se detuvo en la calle, frente a la prisin. Aguard a que hubiera un claro en el trfico y luego subi al bordillo y fue a detenerse ante los peldaos del remolque de mando. Inmediatamente, seis hombres que vestan el verdoso uniforme de la polica de Berln Occidental salieron por la puerta posterior y fueron a alinearse entre el furgn y el remolque.

    Dieter Hauer, el capitn que estaba al mando del contingente policial, abandon el asiento del conductor, se ape y rode el furgn. Era un hombre atractivo, de mentn cuadrado y poblado bigote militar. Sus ojos, color gris claro, escrutaron los terrenos de la demolida prisin. Advirti que, en la penumbra, los capotes que llevaban los soldados aliados producan la sensacin de que todos ellos eran miembros del mismo ejrcito. Hauer saba que las apariencias engaan. Aquellos jvenes representaban una polifactica masa de re

    celos y sospechas. eran como dos docenas de accidentes a punto de ocurrir.

    Los alemanes llamaban a sus policas Bullen, toros, y Hauer haca bueno tal mote. Incluso a sus cincuenta y cinco aos, su fornido cuerpo irradiaba la suficiente autoridad como para intimidar a hombres treinta aos ms jvenes que l. No llevaba ni guantes, ni casco, ni gorro para protegerse del fro y, pese a lo que los hombres de su unidad sospechaban, aquello no era un alarde con el que pretenda impresionarlos. Como bien saban los que lo conocan, aquel hombre posea una resistencia casi sobrehumana a todas las incomodidades externas, fueran naturales o no. Mientras rodeaba el furgn, Hauer dio la orden de Firmes!. Sus agentes formaron un cerrado grupo bajo el deslumbrante haz del foco situado sobre la puerta del remolque de mando.

    Les dije a todos los que quisieron orme que no deseaba esta misin dijo. Naturalmente, eso les import una mierda.

    Se oyeron unas cuantas risas nerviosas. Hauer escupi en la nieve. Era evidente que el hombre, cuya especialidad era el rescate de rehenes, consideraba indigna de l aquella trivial misin de vigilancia.

    Esta noche debis sentiros sumamente seguros, muchachos continu con marcado sarcasmo. Nos acompaan soldados de Francia, de Inglaterra, de Estados Unidos y de la madre Rusia. Todos ellos se encuentran aqu porque se ha considerado que nosotros, la polica de Berln Occidental, no somos capaces de realizar como es debido esta vigilancia. Hauer uni las manos detrs de la espalda. Estoy seguro de que a vosotros esto os hace tanta gracia como a m, pero qu le vamos a hacer.

    Ya conocis vuestras rdenes. Cuatro de vosotros vigilaris el permetro. Apfel y Weiss formarn la guardia itinerante. Patrullaris de modo aleatorio, tratando de detectar conductas inadecuadas entre los soldados regulares. Lo que no me han dicho es qu debemos considerar como conductas inadecua

    das en este caso. Supongo que se trata de registros no autorizados o de provocaciones entre los distintos contingentes nacionales. Tratad de no acercaros demasiado a los rusos. Ignoro a qu organizaciones pertenecen, pero dudo que sean del Ejrcito Rojo. Si tenis algn problema, tocad el silbato y esperad a que yo acuda. Por lo dems, todos debis manteneros en vuestros puestos hasta que se os diga lo contrario.

    Hauer hizo una pausa y contempl los juveniles rostros que lo rodeaban. Su mirada se detuvo por un momento en un sargento de cabello rubio rojizo y ojos grises. Luego Hauer sigui.

    Andaos con ojo, pero no seis timoratos. Con independencia de lo que digan los tratados polticos, estamos en territorio alemn. Quiero que se me informe de cualquier provocacin, sea verbal o fsica, inmediatamente.

    La acritud del tono de Hauer pareca indicar que el hombre no estaba dispuesto a tolerar insultos de los soviticos ni de nadie. Por su forma de hablar, daba la sensacin de que incluso deseaba que se produjese algn incidente de aquel tipo.

    Estudiad cuidadosamente los mapas de vuestras zonas sigui. Esta noche no quiero errores. Vais a ensearles a

  • esos soldaditos de pacotilla lo que significan las palabras profesional y disciplina. Adelante!

    Seis policas se desplegaron.

    Hans Apfel, el sargento de cabello rubio rojizo al que Hauer haba encargado hacer la guardia itinerante, camin unos veinte metros y luego se detuvo y se volvi a mirar hacia su superior. Hauer, con un cigarro sin encender entre los labios, estaba examinando un mapa de la prisin. Hans estuvo a punto de volver sobre sus pasos, pero el sargento norteamericano apareci de pronto por detrs del furgn policial y se puso a hablar en voz baja con Hauer.

    Hans se volvi y ech a andar por la nieve siguiendo en paralelo el curso de la Wilhelmstrasse, que quedaba a su izquierda. Malhumorado, aplast con la bota un cristal cado en el suelo. De golpe y porrazo, aqul se haba convertido en uno de los das ms incmodos de su vida. Cuando estaba a punto de salir de la comisara de polica de la Friedrichstrasse, dispuesto a volver a casa con su esposa, el sargento de guardia lo toc en el hombro, le dijo que necesitaba a alguien de confianza para una misin confidencial, y prcticamente lo arroj al interior del furgn que se diriga a la prisin Spandau. Eso, en s mismo, ya resultaba un soberano fastidio. Los turnos dobles eran una maldicin, en especial cuando haba que cumplirlos a pie y entre la nieve.

    Pero aqul no era el autntico motivo del disgusto de Hans. El problema radicaba en que el comandante del destacamento de guardia, el capitn Dieter Hauer, era el padre de Hans. Gracias a Dios, ninguno de sus compaeros estaba enterado de este hecho, pero Hans tena la sensacin de que tal circunstancia no tardara en cambiar. Se haba pasado todo el trayecto hasta Spandau mirando por la ventanilla del furgn, abstenindose de participar en la charla general. No comprenda lo ocurrido. Su padre y l haban llegado haca tiempo a un acuerdo, un sencillo acuerdo para solucionar una compleja situacin familiar, y Hauer deba de haberlo roto. Era la nica explicacin. Tras unos minutos de contrariado desconcierto, Hans decidi enfrentarse a la situacin como siempre lo haca. desentendindose de ella.

    Apart de una patada un montn de nieve que se interpona en su camino. Hasta el momento, slo haba dado dos cautelosas vueltas al permetro. Le produca un considerable nerviosismo caminar por una zona de seguridad en la que los soldados blandan fusiles de asalto con la misma indiferencia con la que llevaban calderilla en los bolsillos. Ote el oscuro terreno protegindose los ojos de la nieve con una mano enguantada. Dios mo, qu bien han hecho los ingleses su trabajo, se dijo. Fantasmagricas montaas de hierros retorcidos y cascotes se alzaban sobre la nieve arremolinada, como los bombardeados restos de los edificios no restaurados de Berln. Suspir profundamente y sigui avanzando entre las sombras.

    Era un extrao recorrido. Durante quince o veinte pasos no vea ms que el brillo de las lejanas farolas. Luego se mate

    rializaba un soldado, un negro espejismo recortndose contra la nieve que caa. Algunos le daban el alto, pero la mayora no. Cuando se lo daban, Hans se limitaba a responder Versalles, que era la contrasea impresa al pie de su mapa del sector, y le permitan pasar.

    No lograba librarse de una ligera sensacin de inquietud. Segn pasaba frente a los soldados, trataba de identificar el arma que cada uno de ellos portaba. En la oscuridad, todos los uniformes se parecan, pero las armas los identificaban perfectamente. Los rusos permanecan inmviles como estatuas, con las culatas de los Kalashnikov firmemente apoyadas en el suelo, como extensiones de sus brazos. Los franceses tambin permanecan inmviles, aunque no en posicin de firmes. Sujetaban entre los brazos sus fusiles FAMAS e intentaban en vano fumar contra el fuerte viento. Los britnicos no llevaban fusiles, ya que, en beneficio de la discrecin, se les haban asignado armas cortas.

    Eran los norteamericanos los que ms preocupaban a Hans. Algunos permanecan recostados contra rotas placas de hormign, sin que sus armas se vieran por ninguna parte. Otros permanecan en cuclillas entre los cascotes, inclinados sobre sus M16 Armalite, como si apenas lograran mantenerse despiertos. Ninguno de los norteamericanos se haba molestado en darle el alto. Al principio le enfureci que unos soldados de la OTAN se tomaran tan poco en serio sus deberes. Pero al cabo de un rato comenz a recelar. Quiz aquella indiferencia formara parte de algn tipo de estratagema. Para una misin como aqulla, los norteamericanos habran escogido sin duda a un pelotn de lite.

    Al cabo de tres horas de patrulla, los recelos de Hans se confirmaron. El alemn estuvo a punto de tropezar con el sargento norteamericano de color, que estaba inspeccionando los terrenos de la prisin a travs de un protuberante visor telescpico montado sobre su M16. Para no sobresaltarlo, Hans susurr.

    Versalles, sargento. El norteamericano no respondi y Hans pregunt. Qu ves?

    Todo, desde el remolque de mando por el este, hasta ese Ivn que est meando sobre un montn de ladrillos por el oeste replic en alemn el sargento sin apartar el ojo del visor.

    Pero yo no veo nada de todo eso!

    Esto es un reforzador de imgenes murmur el norteamericano. Vaya, vaya... No saba que en el Ejrcito Rojo permitieran a los centinelas orinar estando de guar... Tcht... El suboficial se apart bruscamente el fusil del rostro.

    Qu pasa? pregunt Hans alarmado.

    Nada... maldita sea. Este chisme no funciona por infrarrojos, sino por amplificacin de la luz. Ese listo de ah me ha enfocado con una linterna y me ha velado el visor. Qu cabrn.

    Hans asinti. A l tampoco le caan nada bien los rusos.

    Bonito visor telescpico dijo con la esperanza de tener oportunidad de mirar a travs de l.

  • Vosotros no los tenis?

    Algunas unidades s. Los de antinarcticos, sobre todo. Tuve oportunidad de usar visores de stos durante el perodo de instruccin, pero a los que patrullamos las calles no nos los dan.

    Lstima. Mirando las ruinas, el norteamericano coment. Extrao lugar, no?

    Hans se encogi de hombros simulando indiferencia.

    Esto era un cementerio. Aqu haba seiscientas celdas y slo una de ellas estaba ocupada. por Hess. El tipo deba de conocer un montn de secretos para que lo tuvieran encerrado tan a cal y canto. El sargento lade la cabeza y frunci los prpados. Amigo, tu cara me suena. S... te pareces a ese tipo, a ese jugador de tenis.

    Becker dijo Hans con la vista en el suelo.

    Becker, eso es. Boris Becker. Supongo que todo el mundo te lo dice, no?

    Hans alz la cabeza.

    Una vez todos los das, por lo menos.

    Supongo que eso ser una ventaja con las Fruleins.

    Preferira tener los ingresos de Becker a tener su cara replic Hans sonriendo. Era su respuesta habitual. El norteamericano se ech a rer. Adems aadi, estoy casado.

    S? El norteamericano le devolvi la sonrisa. Yo tambin. Desde hace seis aos. Tengo dos chicos. Y t?

    Hans neg con la cabeza.

    Lo estamos intentando, pero no hay manera.

    Qu putada dijo el americano moviendo la cabeza. Algunos de mis amigos tienen ese problema. Caray, antes de que se les ponga dura tienen que mirar el calendario y la temperatura de su mujer y qu se yo cuntas cosas ms. Menudo rollo. Al advertir la expresin de Hans, el sargento dijo. Oye, lo siento. Supongo que no te estoy contando nada que t no sepas. Alz de nuevo el fusil y lo apunt contra otro blanco invisible. Bang dijo, y baj el arma. Ser mejor que nos movamos, Boris. El hombre desapareci entre las sombras con el visor.

    Durante las seis horas siguientes, Hans deambul por la oscuridad sin hablar con nadie, salvo para decir el santo y sea en las ocasiones en que los rusos le dieron el alto. Advirti que los soviticos parecan tomarse la operacin bastante ms en serio que los otros. Como si se tratase de algo personal.

    A eso de las cuatro de la madrugada decidi echarle un segundo vistazo a su mapa. Se acerc al remolque de mando para leer a la luz del foco situado sobre la puerta. De pronto oy voces. Asom la cabeza por la esquina del remolque y vio a un sargento francs y a otro ingls sentados en los improvisados peldaos de la puerta. El francs era sumamente joven, como la mayor parte de los 2700 soldados que formaban la guarnicin francesa destacada en Berln. El ingls era mayor, un veterano del ejrcito profesional ingls. Este era el que ms hablaba; el francs se limitaba a fumar en silencio. De cuando en cuando, el viento le traa a Hans algunas palabras sueltas de lo que decan los dos hombres. Hess fue una de ellas, y teniente y malditos rusos fueron otras. De pronto, el francs se puso en pie, arroj a las sombras la colilla de su cigarrillo y sali del blanco crculo de luz. El ingls lo sigui pisndole los talones.

    Hans dio media vuelta, dispuesto a irse, y se qued paralizado. A un metro de l se alzaba la imponente silueta del capitn Dieter Hauer. La brasa de un cigarro reluca con anaranjado resplandor entre las sombras.

    Hola, Hans dijo una voz grave y bien timbrada. Hans no contest. Hace un fro de todos los demonios, no?

    Qu hago yo aqu? pregunt Hans. Has roto nuestro acuerdo.

    No es cierto. Esto tena que ocurrir tarde o temprano, incluso con una fuerza policial formada por veinte m hombres.

    Tras reflexionar sobre las palabras de su padre, Hans admiti.

    S, supongo que tienes razn. No importa. Esto no es ms que una misin como cualquier otra, no?

    Hauer asinti con la cabeza.

    Segn me cuentan, ests haciendo un gran trabajo. El sargento ms joven de Berln.

    Hans, ligeramente sonrojado, se encogi de hombros.

    Te he mentido, Hans dijo de pronto Hauer. S que he roto nuestro acuerdo. Ped que te asignaran a esta misin.

    Hans frunci el entrecejo.

    Por qu?

    Porque era un trabajo tranquilo, con tiempo de sobra, y pens que tendramos oportunidad de hablar.

    Con la vista en el encharcado suelo, Hans replic.

    Bueno, pues habla.

  • A Hauer parecan faltarle las palabras.

    Hay mucho que decir.

    Mucho o nada.

    Hauer suspir.

    La verdad es que me gustara saber por qu viniste a Berln. Hace ya tres aos. Supongo que deseabas una reconciliacin de algn tipo... o respuestas... o algo.

    Secamente, Hans replic.

    Entonces, por qu eres t el que est haciendo las preguntas?

    Hauer mir fijamente a los ojos de Hans.

    Muy bien murmur. Esperar a que ests dispuesto a hablar.

    Antes de que Hans pudiera decir nada, Hauer desapareci entre las sombras. Hasta el brillo de su cigarro se esfum. Hans permaneci unos momentos inmvil. Luego agit la cabeza contrariado y se apresur a continuar su recorrido.

    El tiempo discurra ahora con rapidez. El silencio slo era roto ocasionalmente por alguna sirena o por el rugido de un reactor procedente del aerdromo militar ingls de Gatow. La nieve le empapaba ya el uniforme, y Hans apret el paso para combatir el fro. Esperaba tener suerte y llegar a casa antes de que Ilse, su esposa, se fuera a trabajar. A veces, tras un trabajo nocturno particularmente fatigoso, ella, aunque tuviera prisa, le preparaba un desayuno de Weisswurst y bollos.

    Mir su reloj. Eran casi las seis de la maana. Ya no tardara en amanecer. La proximidad del final de su guardia lo reconfortaba. Lo que realmente le apeteca era ponerse un rato a cubierto y fumarse un cigarrillo. En la parte posterior del solar haba un enorme montn de cascotes que tal vez ofreciera un grato refugio, y hacia all se dirigi. El centinela ms prximo era un ruso, pero se encontraba a ms de treinta metros de distancia. Mientras el centinela no miraba, Hans se escurri por una estrecha abertura.

    Se encontr en un pequeo y cmodo nicho, totalmente al abrigo del viento. Le quit el polvo con la mano a una losa de cemento, se sent en ella y se calent el rostro echndose el aliento contra los guantes. En aquel angosto escondite, los soldados de las patrullas no podan verlo, pero l, sin embargo, divisaba una amplia panormica de los terrenos de la prisin. Al fin haba dejado de nevar, e incluso el viento se haba calmado un poco. En el silencio que preceda al amanecer, a Hans la demolida prisin le recordaba las fotos de Dresde despus del bombardeo que le haban enseado en el colegio. centinelas inmviles en medio de la destruccin, vigilantes de la nada.

    Hans sac los cigarrillos. Estaba intentando dejar el tabaco, pero segua llevando una cajetilla siempre que iba a enfrentarse a situaciones potencialmente estresantes. A veces, slo el saber que poda fumarse un cigarrillo ya le calmaba los nervios. Pero no ocurra as aquella noche. Se quit un guante con los dientes y rebusc las cerillas en los bolsillos. Apartndose lo ms posible de la entrada de su pequea cueva, roz el fsforo contra el rascador y ahuec las manos para ocultar la luz. No sin dificultad, pues las manos le temblaban, encendi el cigarrillo y aspir profundamente.

    Cuando la llama ya le llegaba a los dedos, advirti un blanco destello en el pequeo nicho. Al apagarse la cerilla, el destello desapareci. No deba de ser nada ms que un poco de nieve, pens. Pero el aburrimiento le hizo sentir curiosidad. Aun a riesgo de que el centinela ruso lo descubriese, encendi una segunda cerilla. Ah estaba. Ahora poda ver el objeto con claridad cerca del suelo de su cubculo. No era cristal, sino papel. Un pequeo pliego adherido a un ladrillo largo y estrecho. Se inclin y acerc ms la cerilla.

    Desde ms cerca advirti que, en vez de estar adherido al ladrillo como haba pensado al principio, el papel sobresala del interior del propio ladrillo. Agarr el pliego doblado y tir de l con suavidad. El papel cruji secamente y se solt. Hans meti el dedo ndice en el ladrillo. No logr tocar el londo. La segunda cerilla se extingui y encendi otra. Rpidamente despleg el arrugado fajo de papel cebolla e inspeccion su hallazgo a la fluctuante luz del fsforo. Parecan papeles personales, un testamento o quiz un diario escrito a mano con gruesa caligrafa.

    este es el testamento del prisionero n. 7. Ya soy el ltimo, y me doy cuenta de que nunca me concedern la libertad que yo merezco mucho ms que todos los que han sido liberados hasta

    ahora. La nica libertad que voy a conocer es la de la muerte, cuyas negras alas oigo ya batir. Mientras viva mi hijo no me es posible hablar, pero aqu dejar constancia de la verdad. Ojal logre expresarme con coherencia. Entre las drogas, los interrogatorios, las promesas y las amenazas, a veces me pregunto si no habr perdido ya la razn. nicamente aspiro a que, una vez estos sucesos dejen de tener consecuencias inmediatas para nuestro loco mundo, alguien encuentre estas letras y se entere de la espantosa verdad, no slo acerca de Himmler, Heydrich y los otros, sino acerca de Inglaterra, acerca de los que han vendido el honor de la nacin y, en ltimo extremo, su propia existencia...

    El crujir de la nieve bajo unas botas devolvi a Hans a la realidad. Alguien se acercaba. Asomando la cabeza por un hueco entre los ladrillos, cerr las manos sobre la an encendida cerilla y mir hacia el exterior.

    Ya haba amanecido, y a la cruda luz del alba vio a un soldado ruso a menos de diez metros de su escondite, avanzando cautelosamente con el AK47 en ristre. El resplandor de la tercera cerilla lo haba atrado. Estpido!, se maldijo Hans. Se meti el pliego de papel en la bota, sali del nicho y camin con naturalidad hacia el soldado que iba en su direccin.

    Alto! exclam el ruso reforzando la orden con un amenazador movimiento de su Kalashnikov.

  • Versalles replic Hans con todo el aplomo que logr reunir.

    Or el santo y sea pronunciado con tanta calma desconcert al ruso.

    Qu hacas ah, Polizei? pregunt el soldado en aceptable alemn.

    Estaba fumando replic Hans ofrecindole la cajetilla. Echando un cigarro sin que el viento me molestase. Agit en amplio arco el mapa de su sector, como para abarcar el propio viento.

    No hay viento dijo el ruso secamente sin apartar los ojos del rostro de Hans.

    Era cierto. En los ltimos minutos, el viento haba cesado.

    Un cigarrillo, camarada repiti Hans. Versalles. Un cigarrillo, tovarich.

    Sigui ofrecindole al otro la cajetilla, pero el sovitico inclin la cabeza hacia el cuello de su propia guerrera y habl en voz baja. A Hans se le cort la respiracin al advertir que el centinela llevaba un pequeo transmisor sujeto al cinturn. Los rusos estaban intercomunicados por radio! Los cmara das del soldado no tardaran en acudir a toda prisa. Hans sinti una oleada de pnico. La idea de que los rusos descubrieran los papeles le produca una desazn casi exagerada. Se maldijo por no haberlos dejado en el pequeo nicho en lugar de metrselos en la bota como un incauto ladronzuelo de tiendas. Ya estaba casi a punto de echar a correr con toda su alma cuando se oyeron varios estridentes toques de silbato.

    El caos se desat en los terrenos de la prisin. La larga y tensa noche de vigilia los tena a todos con los nervios de punta, y los toques de silbato fueron como el detonador que hizo que todos se pusieran en accin a la vez. Saltndose las rdenes recibidas, todos los soldados y policas abandonaron sus puestos para dirigirse al lugar en el que haba sonado la alarma. El centinela ruso volvi vivamente la cabeza hacia el sonido y luego volvi a mirar a Hans. Voces y gritos sonaban por doquier.

    Versalles! grit Hans. Versalles, camarada! Vamos!

    El ruso pareca desconcertado. Titubeante, baj un poco su fusil.

    Versalles murmur.

    Mir fijamente a Hans por unos instantes y luego ech a correr.

    Clavado al suelo, Hans lanz un lento suspiro de alivio. Notaba las sienes baadas en sudor. Con mano temblorosa se guard los cigarrillos y volvi a doblar el mapa de su sector. Al hacerlo se dio cuenta de que el papel que sostena no era el iniipa, sino la primera pgina de los papeles que haba encon

    trado ocultos en el ladrillo hueco. Como un estpido, haba estado agitando en las narices del ruso justo lo que deseaba ocultar! Menos mal que el muy idiota no puso ms atencin, se dijo. Se guard la pgina en la bota izquierda, se baj bien la pernera del pantaln y ech a correr hacia el punto en que haba sonado el silbato.

    En los breves instantes que Hans tard en responder a la llamada, un asunto policial de rutina iba camino de convertirse en un incidente potencialmente explosivo. Junto a la destruida entrada de la prisin, cinco soldados soviticos formaban un estrecho crculo en torno a dos hombres de cuarenta y tantos aos bien trajeados. Los rusos los apuntaban con los AK47, mientras en las proximidades el jefe del grupo sovitico discuta acaloradamente con Erhard Weiss. El ruso insista en que los intrusos fueran conducidos a una comisara de polica de la RDA para ser sometidos all a interrogatorio.

    Weiss haca lo posible por calmar al vociferante ruso, pero saltaba a la vista que no lo estaba consiguiendo. Al capitn Hauer no se lo vea por ningn lado y, si bien el resto de los agentes formaba un compacto grupo detrs de Weiss, Hans saba que, de producirse un enfrentamiento, las pistolas Walther que llevaban los alemanes no podran competir con los fusiles de asalto de los soviticos.

    Los sargentos de los destacamentos de la OTAN evitaban que sus hombres intervinieran en la discusin, pues saban que aquel asunto poda tener graves repercusiones polticas. Mientras los soviticos seguan apuntando sus fusiles contra los dos aterrorizados prisioneros, el sargento ruso hablaba cada vez ms alto en defectuoso alemn, intentando amedrentar a Weiss y conseguir que les entregase a sus prisioneros. Weiss se mantena firme. Se negaba a hacer nada hasta que el capitn Hauer tuviera noticia de lo que ocurra.

    Hans se adelant, deseoso de apaciguar los nimos. Sin embargo, antes de que pudiese abrir la boca, un BMW negro se detuvo junto al bordillo con fuerte chirriar de frenos y el capitn Hauer se ape por una de las portezuelas traseras.

    Qu demonios pasa? grit.

    El vociferante ruso se encar ahora con Hauer, pero ste lo interrumpi alzando bruscamente una mano.

    Weiss! llam.

    Seor!

    Exlquese.

    Weiss sinti tal alivio porque le quitaran de los hombros el peso del problema que cuando habl lo hizo casi atropelladamente.

    Capitn, hace cinco minutos vi a dos hombres movindose a hurtadillas por el permetro. Debieron de entrar por algn

  • punto entre mi posicin y la de Willy. Los alumbr con mi linterna y les di el alto, pero ellos se asustaron y echaron a correr. Tropezaron con uno de los rusos y, antes de que yo tuviera tiempo de usar mi silbato, los rusos ya los tenan rodeados.

    Radios murmur Hauer.

    Capitn! grit el sargento sovitico. Estos hombres son prisioneros del gobierno sovitico! Cualquier intento de interferir...

    Sin decir palabra, Hauer se apart del ruso y se meti en el mortfero crculo formado por las armas automticas de los rusos que rodeaban a los detenidos. Comenz a interrogar rpida y profesionalmente a los dos hombres en alemn.

    El sargento negro norteamericano lanz un suave silbido.

    Ese polizonte tiene las pelotas muy bien puestas coment lo bastante fuerte como para que todos lo oyeran.

    Uno de sus hombres ri nerviosamente.

    Los aterrorizados detenidos parecieron sentir un gran alivio por el hecho de que fuera un compatriota el que los estaba interrogando. En menos de un minuto, Hauer obtuvo de ambos toda la informacin pertinente, y sus hombres se tranquilizaron considerablemente durante el intercambio. Lo que les ocurra a los dos hombres era algo quiz desagradable pero tambin muy corriente. Incluso los rusos que blandan los Kalashnikov parecieron tranquilizarse al or el sosegado

    tono con que hablaba el capitn Hauer. ste palme en el hombro al ms bajo de los dos intrusos y luego sali del crculo formado por las armas. Varios de los fusiles se bajaron perceptiblemente cuando Hauer se puso a hablar con el ruso.

    Son inofensivos, camarada explic. Un par de hornos, eso es todo.

    El ruso, que no haba entendido el trmino, sigui mirando recelosamente a Hauer.

    Cmo explican su presencia aqu? pregunt, imperioso.

    Son homosexuales, sargento. Maricas, Schwlle... Creo que ustedes los llaman chicos de oro. Buscaban un rinconcito para arrullarse, eso es todo. Hay tipos as por todo Berln.

    No importa! replic secamente el ruso comprendiendo al fin a qu se refera Hauer. Han entrado sin autorizacin en territorio sovitico, y deben ser interrogados en Berln Oriental.

    Hizo sea a sus hombres y los fusiles volvieron a alzarse inmediatamente. Ladr una orden y ech a andar con paso resuelto hacia la zona de estacionamiento.

    Hauer no tena tiempo para consultar tecnicismos legales con sus superiores, pero saba que permitir que unos soldados rusos se llevaran a dos compatriotas a la RDA sin juicio previo era algo que ningn berlins occiden