El eulogio y la juana

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Page 1: El eulogio y la juana

El Eulogio y la Juana:

Un día ardiente de verano caminaba el Eulogio por la calle principal del pequeño pueblo, era

una calle de arena caliente que molestaba al entrar un poco de ella en sus gastadas y

bigotudas alpargatas negras de suela de yute, vestía una camisa de color rojo, mangas largas y

arremangadas hasta encima de los codos, y una bombacha campera de color negra desteñida y

zurcida con unos partes con paños de color parecido, y cargaba sobre sus encorvadas espaldas

una bolsa de arpillera, en ella traía unas dulces naranjas, un queso criollo, dos rapaduras y una

botella de litro con miel de caña,

Venía silbando tranquilo, era en pleno mediodía, el sol le hacía picar la cabeza y arderle el

lomo, su piel estaba curtida de todas las jornadas en que preparaba la tierra de su media

chacra. Él era un joven esbelto, de piel color morena, bastante bien parecido, a lo lejos divisó

una figura que apenas distinguía, a medida que se acercaba recién se dio cuenta que era

muchacha, que venía por ese arena que quemaba, ella era una moza joven tal vez tendría unos

diez y seis, una fiel representante de la raza criolla de tez cobriza, y de largos cabellos de color

azabache, atados en una larga trenza que colgaba a sus espaldas y que en la puntas tenía una

cinta de color celeste su largo era tal que casi le llegaba hasta el límite de la cadera con la

cadera.

La muchacha vio al mozo e instintivamente pronunció su fatal femineidad, en un cimbrar de

caderas sugestivo.

El Eulogio al verla se irguió y sacó pecho desapareciendo la curvatura de su espalda, y tomando

coraje se cambió hacia la misma huella del camino arenoso, cortándole el paso a la moza,

quedando los dos muy cerca y frente a frente.

Intercambiaron las miradas, y ella le brindó una sonrisa coqueta, ante esta situación en la que

él había a propósito buscado, le habló en su tosco lenguaje, “que calor chamiga” eso le dijo

para un comienzo de un diálogo que en el poco tiempo sería el inicio de un bello idilio que

terminaría en la pequeña iglesia, en dónde los dos enamorados, en una simple ceremonia

enlazaron sus vidas en matrimonio.

No hubo luna de miel, no podían darse ese lujo, así que ella dejó su casa paterna con la

bendición de su padre, y con el llanto de su madre que sabía que ella ya no volvería a ese

rancho en dónde su madre con cariño, esmero y dulzura le dio la criación, su progenitora sabía

que algún día ella debía irse y formar su propia familia, y por eso con paciencia le había

enseñado todo aquello que debía hacer una mujer en su casa.

Partieron hacia el rancho que el Eulogio tenía en la chacra, su morada de techo paja raleada, y

de paredes de adobe y de piso de tierra.

Al poco tiempo la Juana quedó embarazada de su primer hijo, y llegó el primer niño varón, al

que le dieron el nombre de Leoncio Florencio, anotado con el apellido paterno completando

los datos exigidos por la ley, así que el niño primero llevó el apellido Paredes.

Luego vino una seguidilla que acrecentó la familia y fueron cuatro los que se sumaron, y en un

total fueron cinco los niños de esa humilde familia.

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Esto hizo que el padre tuviera que buscar otra forma de rebuscarse para mantener a su esposa

y a su prole numerosa.

Eulogio Paredes tuvo que buscar empleo en una estancia en dónde podía cobrar unos pesos

que le daría más tranquilidad a su mujer y para que no falte el pan en la mesa de sus hijos, así

que el hombre orgulloso de esa su familia, no sentía para nada las inclemencias del tiempo en

su ruda tarea rural.

A veces pasaba dos o tres meses en el medio del campo, su familia podía encuentarse en el

almacén de don Cipriano Galarza, que sabía que el Eulogio, al volver al poblado lo primero que

hacía era pagar esa cuenta, y tomarse en el mostrador unos tragos de aguardiente, y luego un

poco entonado, rumbeaba para el rancho para pasar unos días con su esposa y los niños.

Ese tipo de vida se tornó en una rutina, que poco a poco hizo que se fuera pronunciando la

distancia en la pareja, y ella se volvió cada vez más silenciosa, a él apenas dirigía su palabra.

Le cebaba el mate a su lado en un banquillo y miraba lejos pensativa la Juana. Algo había en

ella que no encajaba y que él no notó.

La mujer era joven y todavía buena moza y no faltó uno que le había echado el ojo y que fue

correspondido.

A cierta hora la Juana bajo pretexto dejaba su rancho dejando a cargo sus hijos en manos del

mayor de sus hijos, y se iba, dice qué “a visitar a sus padres”, pero esa visita era para

encontrarse con el camionero que había conocido cuando él hacía el reparto de mercaderías

en el almacén.

Y eso se fue haciendo carne en la Juana, ya no era lo mismo, pasó a ser su matrimonio solo un

engaño y figuración.

Un buen día al llegar el fin de mes ella sabía que al día siguiente llegaría al rancho el Eulogio y

sin decir nada, preparó un atado con sus pocas prendas, y en horas tempranas cuando sus

hijos todavía dormían, combinada con su amante que la esperaba en la entrada del portón

salió de prisa dejando su rancho, sus ojos miraron esa morada y dijo para sus adentros “

perdonen hijos míos me voy con otro hombre, os dejo espero y ruego que se críen bien, yo me

voy a otro lado para ser feliz”.

Así que Eulogio, llegó ese día al mediodía y pensaba que su mujer le estaba esperando, vio que

sus hijos recién se estaban levantando, “que raro esto” se preguntó será que la Juana enfermó

y nadie me avisó nada. Salió hacia afuera, miró hacia el patio y no encontró nada, sólo el

silencio y el cantar de un gallo.

A su hijo mayor le encomendó que se hiciera cargo de sus hermanos menores y que les diera

unas galletas y un chicharrón.

Él rumbeó para lo de sus suegros, y allí ni noticias tenían de dónde se había ido su hija, así que

su suegra preparó su sulky, y partió hacia el rancho para cuidar de los niños.

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El ya comenzó a pensar en que ella le había traicionado, y se dirigió sin más vuelta hacia la

garita de policía a la entrada del pueblo, y allí preguntó al agente encargado, si por las dudas

vio a su mujer pasar por allí. El uniformado le dijo que vio si a su mujer de acompañante del

camionero que traía mercadería de reparto para los almacenes del pueblo.

Eso fue suficiente entonces dando la media vuelta volvió a su chacra y abrazó a su suegra, y le

dijo la verdad, pero le pidió que guardara silencio sobre lo acontecido. El ya no volvió a la

estancia, sacó de una bolsa las herramientas de labranza, y miró a sus hijos que le rodearon

preguntando por su mamá, y les dijo “ella enfermó y se tuvo que ir a internar para hacer un

tratamiento para curarse de una enfermedad que había contraído y que mucho tiempo pasaría

ausente de la casa”.

Así pasaron largos años y el Eulogio pegado a la tierra, levantando en tiempo su cosecha y con

ello mantuvo a sus hijos, que ya entre ellos todos le ayudaban y solos concurrían a la escuela a

recibir la enseñanza.

Pasaron siete largos años, de vergüenza disfrazada y que ya no convencía con su explicación.

Y un día domingo, casi al ponerse el sol, vio una figura en la entrada del portón. Era la Juana

que con la cabeza gacha regresaba de esa larga aventura, él Eulogio salió a su encuentro, le dió

un abrazo y callado tomó sus maletas y sin decirle nada le dijo estas palabras “ pasá mujer que

este es tu rancho allí están tus hijos ya más criados y te esperan dile que te has curado, nada

más que eso”, ella asintió sin decir una palabra, y de allí en adelante todo volvió a ser como

antes.

El Eulogio en su silencio defendió su vergüenza y su orgullo y preservó por largos siete años el

buen nombre de su mujer.

Desde ese día los dos jamás hablaron de lo que pasó, y criaron a sus hijos que se hicieron

grandes.

La vida los volvió a colocar en el mismo camino en que comenzaron en un cruce en la entrada

del pueblo por ese arenal.

Autor: Muá.