Daniel Link Montserrat

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Montserrat, a novel by Daniel Link

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Colección FICCIÓN

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Consejo editorial: Alberto Díaz Rodríguez Gabriel Fuentes González Édgar Clímaco Martínez Ángel Montiel Martínez Sergio Téllez-Pon

Diseño de la colección: Benito LópezFotografía de portada: Palacio Barolo (2005), Sebastián Freire (www.sebastianfreire.com.ar)

Daniel Link / Montserrat

Primera edición: Octubre de 2007

D.R. © 2007, Daniel LinkD.R. © 2007, Editorial Thélema S.C. de R.L.

Versalles 65, mezanine, Juárez, 06600, Cuauhtémoc, México.

www.edthelema.blogspot.com [email protected]

ISBN

Queda totalmente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el trata-miento informático, el alquiler, el almacenamiento o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa por escrito de los titulares de los derechos reservados.

Impreso y hecho en México / Printed and made in Mexico

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AdvertenciA:

La mayoría de las entregas que integran esta novelita fueron publicadas previamente en Linkillo (cosas mías) (www.linkillo.blogspot.com) en las fechas que se indican en cada caso. Los hechos y personajes son ficcionales y cualquier semejanza con la realidad es mera homonimia o coincidencia.

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23/12/2004, 9:50 PM

Hace un rato, después de todo el día encerrado, bajé a comprar ci-garrillos en el quiosco de la esquina. Había un móvil de Canal 13, uno de Crónica y uno de Canal 26. Aparentemente a la vuelta vive la chica a quien, en el subte, dieron una pastilla (¿de qué tipo, con qué excusa?), la durmieron y le robaron su hijo/a (algo de eso escuché en la tele sin prestarle demasiada atención). Inmediatamente pedí fotó-grafo para que el momento quedara registrado. No siempre la esqui-na de la casa de uno es la estrella del momento.

05/01/2005, 1:07 PM

Ayer, después de haber trabajado toda la tarde frente a la máquina (terminé con una reseña, terminé una evaluación de un proyecto de investigación), bajé a comprar cigarrillos. Como estaba embotado, elegí el kiosco más lejano, para pasear un rato. La belleza del barrio me salvó. Pero antes, casi me muero: dos ancianos iban saliendo del edificio al mismo tiempo que yo y, entre los dos (no sé qué parentesco los unía), arrastraban a una mujer todavía más anciana, la madre de uno de ellos. La muñeca senil trastabillaba.

Me sentí obligado a ayudarlos y gentilmente tomé del brazo a la madre (seguramente centenaria) de uno o dos de esos ancianos. Era un brazo blandísimo, que uno podía romper sin darse cuenta. Me impresionó la fragilidad de esa mujer, condenada a ser el juguete de esos otros niños-viejos. Balbuceé: «debe ser que con este calor no le dan las piernas» (¿por qué las piernas habrían de tener una tonicidad de la que los brazos carecían?). El hombre contestó, acordando con la mujer (¿su esposa, su hermana?): «es que no le da la cabeza». Como el trámite duraba ya más de los que esos niños-viejos podían soportar, la

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mujer le dijo a la muñeca: «¿No ves que así no se puede, Mamina?». Y el hombre le dijo: «preguntale, primero, si se siente bien».

Salí a la calle un poco trastornado: de pronto, de inmediato, sentí que el presente de esa gente me tocaba y me contagiaba. Yo iba a ser uno de ellos y, si la suerte no estaba de mi lado, también podía correr el riesgo de convertirme en una muñeca-senil.

Desde hace tiempo me atormenta el pensamiento de mi propia ve-jez: dentro de veinte años voy a tener 65 y arrastraré por el mundo una madre de 90 (algo perfectamente posible). Conozco amigos que están en esa situación y envidio que sus madres, en esos casos, tengan una pasión externa a la familia (el juego, por ejemplo). Pero, además, me da miedo mi propia senectud. Más de una vez he escrito sobre la vejez, el pro-blema de la duración y la conexión indefinida de nuestros cuerpos a la maquinaria químico-farmacológica. El otro día, comentando la Trilogía marciana, Bárbara y yo coincidíamos en la pertinencia de la pregunta por el amor, una vez que las formas de vejez se modifiquen por completo. Pero, por ahora, lo que tenemos a nuestro alcance es el espectáculo de la decrepitud física y anímica: «Me siento bien, me siento bien», repetía con monotonía maníaca la muñeca-senil de este exemplum.

Tampoco me hace gracia la idea de llegar a ser Thomas Mann, es-cribiendo más allá de sus 70 años una suerte de Cómo escribí algunos libros míos. Es, también, el problema del pop, sobre el que vengo reflexionan-do: su ya evidente e irreversible ingreso en la tercera edad.

Por algo cada tanto insisto, en comidas con amigos, en la necesidad de fundarnos un geriátrico a la medida de nuestros deseos, nuestras ne-cesidades y nuestros intereses. Todo esto buen puede leerse en la línea del candor de las comunidades utópicas y está bien que así sea: el deseo de no convertirnos, para nadie, en muñecas seniles.

Después salí a la calle, donde todo era un vértigo veraniego de sen-saciones. Lamenté no tener una escoba para salir a barrer la vereda (la-menté no estar en Pringles). Curiosamente, en ningún momento de estas elucubraciones completamente inconducentes, lamenté no ser joven. Una pesadilla, al menos, amortiguada.

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21/01/2005, 3:25 PM

Esta mañana, a las 8.30, un grito atravesó a la vez la persiana baja del dormitorio y nuestras remotísimas conciencias y deshizo nuestro abrazo: «¡Tiáaaaaaaaaaan, Tiáaaaaaaaan! ¡Sebaaaaas!»

Era la abuela de S., pidiendo ayuda desde su casa, un piso arriba del nuestro. S. se vistió a los apurones, murmuró una respuesta que en modo alguno podía ser escuchada fuera de nuestro dormitorio y partió rápidamente en auxilio de su abuela. Cuando volvió me con-tó que la mujer, de 95 años, sola en su casa, se había desmayado. Cuando él intentó abrir la puerta de servicio la encontró trabada por dentro y, como la radio estaba puesta a toda marcha, la abuela no lo escuchaba. Tuvo que bajar a pedir otro juego de llaves a una vecina para poder entrar por la puerta principal. ¿Deshidratación, golpe de calor? No es posible, con estos días de temperatura benigna. ¿Baja de presión? Tal vez... Habrá que esperar la respuesta del médico. «Suerte que tiene carne», dijo la vecina, porque de otro modo la abue-la podría haberse quebrado algunos huesos en la caída.

Lo cierto es que ese grito que partió en dos nuestra mañana (y que, dije yo, bien podría ser el mío dentro de unos años) venía desde el fondo de la soledad y el desamparo. Era el miedo.

Después, dormitamos un poco más todavía, con sueños intranqui-los (creo que soñé, una vez más, que uno de mis hijos había muerto).

El weather channel anuncia tiempo despejado para el fin de semana, lo que es una suerte porque tenemos fiesta en la terraza de Bárbara. Me comprometí a llevar gazpacho (que voy a preparar esta tarde).

Antes, miré las plantas: la desventaja de las macetas es que no conservan la humedad y la lluvia de los días previos no deja resto en ellas. En cuanto deje de darles el sol, voy a tener que regarlas. El mis-terio de la enamorada del muro: aparentemente es por falta de sol que no se pega a la pared (dijo Viole, que en su jardín tiene una dichosa y saludablemente enamorada). El error fue nuestro, la pusimos en un

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lugar equivocado: en la ventana del dormitorio, donde efectivamente pega poco sol (por algo dormimos ahí) y por donde entran gritos des-templados a cualquier hora.

Por alguna razón, me dejo dominar por la melancolía. Dudo que esta tarde trabaje en «las cosas pendientes». Aprovecharé para leer, después del gazpacho. A las 4, dijo B., pasa a buscar mesas y sillas para llevar a su terraza. La vida puede, en efecto, ser dulce. Pero es más frágil que nuestras plantas de maceta.

08/02/2005, 1:04 AM

A propósito de uno de sus chistes fotográficos, S. recibió un correo elec-trónico inquietante, que él supone falso, de una mujer desesperada por conocer a ese medium televisivo, John Edward, para poder comunicarse con su marido muerto hace siete años. Bien mirado, lo más falso del mensaje es su registro lingüístico: la firmante se dice mexicana pero es-cribe «ayudenmén» (barbarismo más argentino, no se conoce). En todo caso, la mujer está mal de la cabeza (el punto al que quería llegar).

Hemos visto el programa de John Edward, cuyo método infali-ble no deja de cautivarme. La videncia, en el caso de Edward, opera por aproximación: «¿Quién es Rob?», pregunta al azar y empieza a tirar de un hilo embrollado hasta que sale una historia lineal (com-pletamente banal e intrascendente) y los vivos lloran y se perdonan a sí mismos el rencor, la indiferencia o el daño que sienten haber inflingido a los muertos que quieren convocar. No importa lo que la invocación traiga a la boca de pescado de John Edward, lo cierto es que siempre, siempre, el mensaje de los muertos es: «Quédense tran-quilos, está todo bien».

Yo, que durante 20 años de carrera profesional estuve repitiendo co-sas un poco más sofisticadas que las del vidente (y seguramente también más inútiles), ahora me doy cuenta de una sola cosa: quiero ser John

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Edward (no quiero poseerlo, no quiero ser como él: ninguna identificación narcisista: quiero ocupar su lugar, funcionar como él). Quiero que mi palabra tenga el mismo poder persuasivo y curativo, el mismo valor de verdad por aproximación. Quiero que mi discurso se sostenga como el aire en el cielo y que los locos y dañados del mundo compren entradas para mis seminarios privados y lloren y aplaudan y se asombren como efecto sólo de mi sintaxis y de mi performance. Quiero que las viudas del mundo enloquecidas de culpa se olviden de sus duelos y entierren a sus muer-tos de una vez y para siempre. Si esa felicidad estuviera a mi alcance aceptaría, como el vidente, hasta usar cadenitas en la muñeca y spray en el pelo. Eso sí, al final de todo el proceso terminaría devolviendo la plata, ¿o no responde el bien a la lógica del don?

jueves, febrero 10, 2005, 5:25 PM

Uno de mis vecinos, Oliverio Coelho, no sabe en qué club de los del barrio practicar sus calistenias matutinas. Yo no elegiría el «Club social y deportivo Miriñaque» (lo veo muy formal), ni el «Club social y depor-tivo Sin rumbo» (no me da confianza), ni el «Club social y deportivo Mandrake» (me suena a cosa de tarambanas). Me pegaría una vuelta por el «Club de divorciados» (pero suena más a lugar de swingers o de resentidos), aunque lo más probable es que me inscribiera en el «Club social y deportivo Como Mil» o en el «Club atlético Piraña» (dependien-do, claro está, de las instalaciones). Remember Wilde (Oscar).

13/02/2005, 7:20 PM

Ayer, cuando fui a bajar la persiana para ir a lo del hermano de S., vi a unos tipitos en la puerta descargando un camión de mudanzas.

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Eran jóvenes (incluso hice contacto visual con uno de ellos). En-traban, entre los bártulos de rigor, plantas, lo que en el barrio es algo bastante insólito. Deduje que algunos de los ancianos que habitan en este edificio debe de haber pasado a mejor vida, pero no alcanzo a saber cuál. El departamento del tercer piso sigue en venta (por lo menos eso parece sugerir el cartel colgado del balcón) y los viejitos blandos con los que me cruzo parecen ser los mismos de siempre (no podría asegurarlo, porque todos se parecen mucho).

Lo que pasa en el barrio es curioso, porque hay muchas casas vacías (las que estaban ilegalmente ocupadas fueron desalojadas hace tiempo), lo que quiere decir que muchos de sus habitantes fueron trasladados al cementerio de la Chacarita y que nadie los ha reemplazado. Algo del barrio debe hacerlo resistente a la es-peculación inmobiliaria, y eso explica en parte su encanto. Es como si en el centro de Buenos Aires se hubiera instalado un pueblo fantasma.

En el fondo es una tranquilidad, pero a veces resulta un poco inquietante.

MArtes, febrero 15, 2005, 1:27 PM

Malas noticias en el barrio (algún día tendré que explicar sus pre-cisas coordenadas). Murió el perro de Andi, al que todos conocía-mos de sus paseos conjuntos. Nunca se sabía bien quién paseaba a quién porque Andi andaba con ese aire tan de poetisa prerrafaelis-ta, yendo al videoclub o volviendo de la panadería.

En otro momento, cuando tenga menos trabajo, contaré algo de lo que me enteré a propósito de los nuevos vecinos que tenemos. El relato de nuestra portera me erizó la piel.

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15/02/2005, 10:58 PM

Confirmé mi sospecha de que alguna viejita del edificio había pasa-do a mejor vida, porque había visto gente nueva bajando cosas de un camión. Ayer me crucé con Beba (se llama Genoveva, pero le decimos Beba: es una costumbre típica del barrio, acortar los nom-bres hermosos para neutralizarlos), la mujer del portero y le pregunté «casualmente» por los nuevos vecinos. Me confirmó que sí, que se habían mudado, que eran «dos muchachos solos», y revoleó los ojos en señal de complicidad, gesto que, justo es decirlo, no sabría exac-tamente cómo interpretar. No porque en este edificio exista algún tipo de censura moral o prejuicio ideológico: tenemos a una negra completamente auténtica (dominicana, la imagino) con una hijita hermosísima que usa trencitas. Ella es madre soltera, pero además ejerce la prostitución en alguna de sus formas (al menos, eso fue lo que S. me contó, sin permitirme dudar de tal hipótesis). Somos una comunidad completamente indiferente a la conducta (privada o pública) de sus integrantes, con la sola excepción del pago de las expensas, los servicios y esas cosas.

De hecho, mi buena relación con Beba y su marido se fundan en una «atención» que tuvimos para con ellos en las últimas navi-dades. Yo les expliqué que desde mi mudanza al edificio se habían triplicado por lo menos las obligaciones cotidianas a los que esta unidad habitacional los sometía, y que me parecía justo una com-pensación monetaria. Aceptaron (maravillados) mi gesto y ahora todo es miel entre nosotros.

Lo cierto es que Beba me contó sobre «los nuevos muchachos», comillas que todavía no he podido desentrañar (bien pueden ser tra-ficantes, homosexuales o artistas de variedades: el sentido común es bastante ambiguo en este caso y, si bien yo podría haber protestado contra un rasgo de homofobia, no tenía ganas de que eso diera pie a más murmuraciones). Lo que sí quería saber era a quién o quiénes

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venían a reemplazar, por mi preocupación por los ancianos de los que estoy rodeado.

Resultó que en noviembre pasado, aparentemente (y todavía no sé cómo no nos enteramos en su momento, qué ausencia o distrac-ción nos impidió participar del drama, aunque fuera a la distancia), una señora del tercer piso fue encontrada muerta en su departa-mento (por una hija que no la visitaba lo suficiente, y que tal vez deba algún día recurrir a los consuelos de John Edward). Pero hacía días que la anciana había muerto y al deterioro del cuerpo previ-sible hacia fines de noviembre en Buenos Aires había que sumar la nostalgia, curiosidad o gula de su gato, que fue mordisqueando allí donde hubiera posibilidad ya de estimular el sistema nervioso central de su dueña, ya sus propias papilas gustativas.

Como no podía ser de otra manera, el episodio impresionó viva-mente a los integrantes de la comunidad (y no sólamente a los que tenemos gatos, que somos varios) y a algunos de sus allegados.

De hecho, la unidad habitacional que ocupan los «nuevos mu-chachos» no tiene nada que ver con el del episodio (es el depar-tamento del tercero, parecido al nuestro pero con otro sistema de circulación interna, que sigue en venta), sino con el de otra an-ciana que vivía sola y cuyos hijos, enterados del final de la del tercero (que si fue plácido ya no importa, por el toque gore que le agregaron su gato y la indiferencia de su hija, que no supo durante cuatro días que su madre estaba muerta), decidieron que no sería prudente que su madre pasara por lo mismo (como la señora no tenía gato, ni perro, ni nada, es de suponer que se referían al aban-dono) y por eso la sacaron de su departamento y la internaron en la «casa para personas mayores» que está sobre Solís, acá a la vuelta. Las cuotas de la institución las amortizan con el alquiler que pagan «los nuevos muchachos».

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jueves, febrero 17, 2005, 9:15 AM

El barrio donde vivimos es extremadamente tranquilo y su paz se ve apenas perturbada por uno que otro incidente de ésos destinados a refrendar el sentido de pertenencia cuando uno habla con personas de otra parte: «Ah, sí, enfrente del Bar Mágico», me han dicho más de una vez cuando doy mi dirección a algún proveedor que tiene que traerme algo a casa (una silla retapizada, o un pedido de verdulería para el Guacamole Open en el que vamos a participar en unos días en el vecino barrio de San Telmo).

El Bar Mágico, como su nombre lo indica, es un bar con per-formances de magia (disciplina que el éxito de Harry Potter parece haber revalorizado), donde también se dictan cursos (algunos días) y se organizan convenciones de magos (a puertas cerradas, para que no se conozcan los secretos de las ilusiones). La de mago no debe de ser una profesión poco rentable, porque he visto a sus cultores (imposibles no reconocerlos: vestidos con trajes negros y chalecos de fantasía con muchos brillos), mientras riego las plantas, bajando de autos caros y nuevos (pero es cierto que tal vez se trate de otra de sus habilísimas ilusiones).

Varias veces me he quedado mirando, amparado por el matorral de cañas que cultivo, las cajas y equipos que descargan de camio-nes, con la esperanza de tener algún atisbo de ese mundo prohibido para el común de los mortales. Una vez, el invierno pasado, hubo un choque estúpido (o apenas una maniobra imprudente) y un cajón de madera voló por los aires para caer destrozado diez metros más ade-lante y revelar su precioso contenido: una partida de conejos blancos destinados a una de las clases de magia de los niveles avanzados. Los conejos son animales un poco tontos, pero no tanto como para no darse cuenta de que debían aprovechar la oportunidad para escapar. Y la calle se pobló de manchas blancas saltarinas y gritos desespe-rados de sus dueños. Finalmente, la participación felicísima de los

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chicos del barrio en la cacería permitió que todos los conejos fueran recuperados, salvo uno que, por debajo de los autos estacionados, consiguió llegar hasta Solís y, cuando intentó cruzar la calle sin mirar el semáforo (hábito poco desarrollado en la especie), fue aplastado por un colectivo (rojo) de la línea 150.

Me acordé de todo esto anoche, cuando fuimos a comer a la cevi-chería peruana de Virrey Cevallos, con amigos de mi anterior trabajo, y yo pedí el conejo a la cacerola para recibir la lacónica respuesta de que no les quedaba.

Cada tanto, el barrio salta a la fama (como sucedió en el caso de la madre a la que, luego de drogarla, le robaron su criatura) y llegan la policía, la prensa, los curiosos. Pero no sucede con frecuencia.

Hasta hace poco, había en la esquina una guardia policial perma-nente porque la justicia había desalojado a unos ocupantes ilegales de la bella casona que no sé qué mente siniestra dejó abandonada hace años. Un policía quedó de consigna para evitar nuevas intrusio-nes, pero hasta las fuerzas del orden se toman vacaciones. Hace unos días, S. recibió el llamado de la madre de una vecina de la vuelta (no la misma familia que protagonizó el secuestro de la niña, sino otra) que le decía que «de nuevo estaba entrando gente en la casona» (no sé por dónde, porque tapiaron con ladrillos todas sus aberturas, lo que además de inmoral es un atentado al buen gusto). «¿Y qué que-rés que haga?», preguntó S. «Que llames a la policía». Ni falta hace que diga que S. se negó terminantemente a intervenir en un conflic-to absurdo e injusto (y en el que, en todo caso, nosotros estaríamos del lado de los ocupantes).

La alarma, por otro lado, resultó falsa, así que retomamos nues-tras ensoñaciones. Anselmo, el hermano de S., pretende que instale-mos un bar en la planta baja y un hotelito en los pisos altos. ¡Como Boquitas Pintadas, que está acá a la vuelta! Me encantaría que un proyecto semejante se realizara, pero no creo que seamos nosotros los más indicados para llevarlo a cabo.

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jueves, febrero 17, 2005, 3:52 PM

Interrumpo mi trabajo (de todos modos, hoy funciono a media má-quina porque estoy con dolor de garganta y la cabeza embotada. Hablé con Chiquita ayer y me dijo que ella también se levantó mal-trecha, con lo cual sospechamos que se trata de uno de esos resfríos generalizados que son antes el producto de la cohabitación y el haci-namiento en las ciudades de hoy en día que otra cosa), para anotar las novedades sobre «los nuevos muchachos» del tercer piso.

Hace un rato, cuando volvía del correo, me encontré con uno de ellos en el palier de entrada. Él bajaba del ascensor y, al verme, me dijo muy amablemente: «¿Sube?». Lo primero que se me ocu-rrió fue cruzarle la cara de un sopapo, pero después me dije que el estado ruinoso en el que me encuentro, con la barba crecida, las ojeras y la mirada intensa de los afiebrados seguramente me avejentó ante su mirada de joven insolente. «No, gracias», le con-testé. «Subo por las escaleras, de paso hago ejercicio». «Yo voy a lo mismo», me dijo, ya más descontracturado. Efectivamente, estaba vestido deportivamente y el pantalón le marcaba graciosamente los glúteos. «Ah, ¿vas al gimnasio?», le pregunté. «Sí, soy profesor de gimnasia», me contestó. Y eso fue todo. Tendría que cotejar información con Beba o su marido, a ver si sacamos algo en lim-pio, pero las suspicacias que intuyo en las conversaciones (o mis propias fantasías) me desmoralizan.

Por otro lado, tengo en muy bajo concepto a los «profesores de gimnasia» porque el 75 % de los «modelos masculinos» que desfilan por el estudio de S. declaran esa especialidad o la de «masajista profe-sional». Por las fotos que encargan y el vestuario que traen, sabemos que en realidad alquilan o en el mejor de los casos prestan sus cuer-pos para la satisfacción de deseos que, si bien tienen que ver con la salud, difícilmente serían prescriptos por la medicina moderna.

De hecho, mi reluctancia a entablar conversaciones en los pasillos

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de la comunidad tiene que ver con mi sospecha de que las murmura-ciones sobre nuestos hábitos deben ser muchas y que en modo alguno deben favorecernos, con el desfile constante de «profesores de gimna-sia» y «masajistas profesionales» (algunas veces, «actores») al que los tenemos acostubrados.

jueves, febrero 17, 2005, 6:18 PM

Dirección de Comunicación InstitucionalSecretaría de Gestión InstitucionalFacultad de Ciencias Sociales

Apertura de los sobres del llamado a licitación para el inicio de las obras en el nuevo edificio de Sociales1.

El 1 de febrero de este año se abrieron los sobres de las empresas que se presentaron a la licitación para el comienzo de las obras de remodelación del nuevo edificio de la Facultad de Ciencias Sociales, ubicado en el barrio de Montserrat.

Para la «Primera etapa de la obra nueva y remodelación de la Fa-cultad de Ciencias Sociales», según el nombre que llevó la licitación, se presentaron dos empresas. E.C.M.A SRL. y ARDAS SRL, cuyas ofertas fueron de $3.497.325,80 y $3.438.418,96, respectivamente.

Las mencionadas ofertas ya comenzaron a ser analizadas y eva-luadas por una comisión creada por la Universidad de Buenos Aires a tal efecto. A través de la resolución número 60, del 3 de febrero de 2005, el Rector de la UBA, Guillermo Jaim Etcheverry, creó la comi-sión evaluadora, que será la encargada de determinar cuál de las dos empresas llevará adelante la primera etapa de la remodelación del edificio de Ciencias Sociales.

1 Se trata de la ex-fábrica Terrabusi, ubicada en la manzana comprendida por las calles

San José, Santiago del Estero, Carlos Calvo y Humberto Primo y que fue adquirido por la

UBA por $2.500.000.

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Esta comisión es interdisciplinaria y está conformada por re-presentantes de las áreas legal, contable y de infraestructura de la Universidad y por un representante del Ministerio de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios de la Nación. Su primera re-unión tuvo lugar el 8 de febrero y el siguiente encuentro se realizará el jueves 17 de este mes.

El 2 de marzo deberá expedirse la comisión evaluadora acerca de cuál será la empresa que llevará adelante la primera etapa de la obra. Se estima que, luego de cumplir con todos los pasos administrativos, entre abril y junio se iniciará la obra que deberá realizarse en el trans-curso de 180 días hábiles.

viernes, febrero 18, 2005, 6:16 PM

Es cierto que nuestro portero, Mario, tiene cara de pícaro, pero nunca sospeché que fuera capaz de involucrarse con dos mujeres al mismo tiempo y, todavía más, satisfacerlas a ambas.

Hoy, mientras yo dormitaba y rumiaba mi infelicidad gripal, S. fue a saludar a su abuela, que cumplía 96 años. Se encontró con un nutrido grupo de cuasi-parientes a los que no veía desde hacía mucho tiempo: su madrina, que vive del otro lado de «la avenida» (así se de-nomina a la Av. Entre Ríos en el barrio), Laura, que fue novia de su padre, acompañada de su hija (una contadora de 30 años que alguna vez lo pretendió), y que ejerció (Laura, una viuda temible) la presi-dencia del consejo de administración del edificio en el que vivimos.

De hecho, fue la señora Laura la que reveló los secretos de la vida extra-matrimonial de Mario cuando S. intentó aflojarles la lengua en relación con nuestros nuevos vecinos y, con tal propósito, contó a la rueda de ancianas (hasta su ex-pretendienta, en ese contexto, lo era) lo que me había contado Beba y lo que yo mismo había averigüado. No sabían nada de los recién llegados, pero no tuvieron inconvenien-

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tes en explayarse sobre la conducta de Mario, para mí completamente encantador, pero a quien la señora Laura odia con todas sus fuerzas porque lo responsabiliza por haber perdido su lugar de privilegio en lo que a las decisiones comunitarias en esta casa se refieren.

Aparentemente la señora Laura descubrió por casualidad las ma-nobrias amatorias que Mario destinaba a otra integrante del Conse-jo de Administración en la terraza común del edificio, y pensó que podía usar esa información en su favor (por la vía del chantaje o di-rectamente a través de una denuncia pública). Contó los hechos que había presenciado, a sus ojos «una inmoralidad total», en una reunión del Consejo de Administración, no tanto para dejar mal parado al portero sino para desbancar a la «separada» que lo «distraía de sus obligaciones» (maritales y, también laborales, dado que las clandes-tinidades que ella había descubierto sucedían en horario de trabajo). Grande fue su sorpresa cuando el Consejo de Administración en ple-no le expresó fríamente su desdén por su natural tendencia a meterse en asuntos que no le concernían y de la cual ya estaban todos tan can-sados que se veían obligados a pedirle su renuncia al alto cargo que desempeñaba. Iban a hacer un discreto apercibimiento a Mario, el portero, pero en modo alguno estaban dispuestos a tolerar que nadie pretendiera obtener algún rédito político fundándose en las debilida-des de la carne de los demás.

Humillada, la señora Laura renunció inmediatamente pero siguió guardando un profundo rencor hacia los demás miembros del Con-sejo, que se habían disciplinado en defensa de su sempiterna rival en las cosas de esta comunidad (como la disposición de los maceteros o el presupuesto que debería destinarse a los adornos navideños). Y así fue como la despechada dama empezó una campaña de murmuracio-nes acusando a todos (hombres y mujeres) de haber conocido las más profundas intimidades de «ésa», sin darse cuenta que de ese modo más se hundía en la vergüenza (sobre todo porque, como muchos lle-garon a saber por entonces, un tiempo muy anterior a mi mudanza, a Beba la tenían por completo sin cuidado las atenciones que su marido

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suministrara a las demás mujeres de la casa, siempre y cuando Mario mantuviera «las apariencias»). Incluso comenzó a correr la hipótesis (casi una certeza) de que, en verdad, el episodio de la terraza, contado con lujo de detalles por la señora Laura, no era sino una excrecencia de su imaginación de menopáusica.

De modo que S. no trajo ninguna noticia nueva sobre los objetos de nuestra curiosidad y seguimos sin saber a qué atenernos, pero con-fiamos en que la máquina chismógrafa que pusimos en movimiento arrojará algún resultado en pocos días. Si yo no estuviera atravesando esta agonía completamente inmerecida ya podría haber agregado una pieza más a este rompecabezas.

lunes, febrero 21, 2005, 12:10 AM

Algunos profesores de universidades extranjeras, metódicos como son, objetarían mi sistema de referencias urbanas. Es verdad que, hasta el momento, he usado laxamente al concepto de «barrio». Aquí van algunas precisiones.

Montserrat (donde decimos que vivimos), está hacia el sur del cen-tro de la ciudad de Buenos Aires, justo encima de San Telmo. Es un barrio bastante plácido, como he dicho en más de una oportunidad, lo que sumado a su ubicación privilegiada lo vuelve doblemente ade-cuado para la vida ciudadana.

Muchas personas suelen corregir nuestra afirmación de que vivi-mos en Montserrat diciendo que en Independencia empieza Cons-titución, y como nosotros estamos, respecto de Independencia, dos cuadras hacia el sur, sería más lógico que nos adscribiéramos a esa circunscripción. Según la topología municipal el dato es cierto, pero cualquiera que conozca Constitución comprenderá que su ecología es radicalmente diferente de la nuestra, de modo que es un poco injusto meter todo en una misma bolsa: Constitución (donde vive Andrea

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G.) está dominado por la gigantesca estación de trenes que van hacia el sur (del país y del mundo), sus urinarios y la prostitución callejera (que aquí existe pero en cuotas más bien módicas). Si bien en algún momento me pareció que era justo que S. y yo fuéramos reconocidos como «las locas de Constitución» (en oposición a «las locas de Paler-mo», que son tantas que es lo mismo que decir todos los habitantes de ese barrio, es decir: ningún rasgo distintivo), nuestra timidez y el estilo de vida completamente recatado que llevamos nos alejó de una denominación tan... perlongheriana. Modificamos los límites del ba-rrio según nuestra sensibilidad, porque en realidad el barrio empezó a moldearnos a nosotros.

De modo que «nuestro Montserrat» no es el mismo que el de la Municipalidad de Buenos Aires (que en esto, como en todo, se equi-voca). Nuestro Montserrat, históricamente, albergó la Plaza de Toros de Buenos Aires (en Belgrano y la 9 de Julio) y la adyacente «Calle del Pecado». También se lo conoció como «Barrio del Tambor» por el alto porcentaje de negros que lo poblaban antes de morir masivamen-te en las sucesivas pestes que azotaron Buenos Aires. En ese punto, casi nada ha cambiado: Montserrat sigue siendo un barrio de negros, sólo que en este caso se trata de nuestros hermanos latinoamericanos (peruanos y bolivianos, mayoritariamente), que han hecho aquí su segunda patria. En cuanto al pecado, nuestras calles, además de las más tradicionales ofertas en artículos para la vida cotidiana, están pintoresca y módicamente puntuadas por trabajadoras de la carne y hoteles por hora.

«Nuestro Montserrat», entonces, encuentra sus límites en la ave-nida San Juan hacia el sur, la avenida Rivadavia hacia el norte, la avenida 9 de Julio hacia el Este (pretender extender la denominación hasta la calle Bolívar es otro despropósito de nuestros gobernantes, como si la 9 de Julio no fuera capaz de separar un país, un mundo, de otro) y, hacia el Oeste, la avenida Entre Ríos (que nosotros llamamos «la Avenida», como si fuera la única del planeta).

Sobre la Avenida está la sede central de Partido Comunista, que

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hoy no corta ni pincha pero que supo ser importante en la política de países como el nuestro y que, como todo el mundo sabe, avaló el sangriento golpe de Estado de 1976. Dentro de los límites de nuestro barrio están la discoteca Cemento (clausurada para siempre), la sede de una universidad privada (Uade) y la futura sede de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, lo que hace prever que la zona se llenará de librerías y bares para estudiantes. Además están el grupo editorial Planeta y el grupo editorial Norma, a pocos pasos de casa, casi en-frente de Boquitas Pintadas, donde tantas noches deliciosas hemos pasado en otro tiempo.

Más allá de la Avenida viven Andi y Oliverio, pero los consi-deramos parte del «barrio afectivo», con el mismo derecho de re-sidencia que tienen Bárbara y Anselmo, el hermano de S., quienes comparten una misma manzana cerca del Departamento Central de Policía, o Leonor Silvestri, cuyos dominios se asientan en Santiago del Estero y Chile.

A vuelo de pájaro, ése es nuestro barrio: una porción tranquila de la ciudad de Buenos Aires, sin la fama de San Telmo (donde viven Laura y Martín, entre tantas otras personalidades de nuestra cultura), pero también sin la sombra que la violencia pone sobre otras divisio-nes catastrales (Constitución o, sin decir tanto, San Cristobal).

No tenemos hipermercados ni complejos cinematográficos, pero nadie echa en falta esas invenciones menemistas. Por otra parte, tene-mos las mejores verdulerías de Buenos Aires y famosísimas casas de alquiler de películas a las que acuden personas de otros barrios.

Nuestras instituciones son sólidas, al igual que nuestro modo de vida. Yo no tengo auto, pero cuando me estaba mudando solía usar el de mi madre para transportar libros (y más libros). Dejaba la exqui-sita voiture en la cochera de la vuelta, por consejo de Anselmo. Una noche, exhausto, me olvidé de guardar el vehículo, que quedó estacio-nado en la esquina, enfrente del quiosco. A la mañana encontré una ventanilla rota y el dispositivo electrónico del «estéreo» había des-aparecido. Puteando, llevé el auto al garage. La cuidadora me dijo:

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«Qué pena, a veces por ahorrarse cinco pesitos, después uno tiene un disgusto». Era una lección que el barrio me estaba dando. Tenemos instituciones sólidas. Conocemos perfectamente el valor del dinero.

MArtes, febrero 22, 2005, 11:40 AM

Resultado de algún trauma infantil que no conozco, S. no come frutas (en absoluto), lo que constituye un problema en la economía domésti-ca. O mejor dicho, dos problemas: el primero es que de la provisión de frutas me tengo que encargar yo porque él nunca se acuerda (ade-más, no confiaría en sus elecciones). En segundo lugar, siendo un manjar «de temporada», la fruta es altamente perecedera y se termina pudriendo si no me apuro a comerla (nunca compro menos de 3 kg. porque me gusta hacerlas rotar y la opción de pedir menos de un ki-logramo de cada variedad, si bien debe ser completamente usual, no se me cruza por la cabeza en el momento de estar parado frente a los cajones exultantes de la verdulería).

Si tuviera tiempo podría dedicarme a la fabricación de dulces ca-seros con mis excedentes, como mi madre, y hasta pienso que mi verdulera me cedería gratuitamente y con algarabía su fruta pasada a cambio de algunas mermeladas que ella podría comercializar duran-te los meses de invierno. Nunca se lo pregunté ni creo que lo haga, porque, en el fondo, sé que no sería capaz de encarar seriamente tal industria (aunque esos pesos adicionales no le vendrían nada mal a mi magro presupuesto).

Como tantas otras veces, ayer me sentía desasosegado, con un ma-lestar estomacal que no llegaba a ser hambre (tampoco había razón para que lo fuera) ni enfermedad alguna. No me conformaba nada de lo que había en nuestra heladerita modelo «bajo mesada» (de la que muchas de nuestras amigas se burlan inmoderadamente: un día habré de cansarme y escucharán de mí la verdad de que más ridículas son

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ellas, con esas heladeras de familia americana y la vida de solteronas que en definitiva llevan) hasta que, de un golpe, me dí cuenta. «¡Quie-ro comer fruta!», pensé en un grito.

Del dicho al hecho, en este caso, hubo poco trecho, porque los que conocen el barrio saben que aquí hay una densidad de verdulerías probablemente sin punto de comparación con cualquier otra ciudad del mundo. Además, desde el episodio con el auto de mi mamá decidí gastar en los negocios vecinos la mayor cantidad de plata posible (y no me equivoqué en mi decisión).

Al supermercado vamos solamente a comprar «lo que aquí no se consigue». Como las antiguas familias que compraban sus ajuares y vajillas en catálogos londinenses, nosotros nos costeamos hasta más allá de todas las fronteras y nos vamos a Jumbo para comprar vinos, gaseosas (ya que estamos), vinagre de jerez para el gazpacho, tés im-portados y rarezas de ese tipo.

Antes, la única razón que nos llevaba a Almagro era alguna ver-nissage en Belleza y Felicidad. Pero el estado civil todo lo cambia. La primera vez que fuimos a Jumbo, S. tramitó, mientras yo hacía la cola en la caja, la tarjeta Jumbomás, que nos permite aspirar, según los puntajes acumulados, a premios en algunos casos nada desdeña-bles (a la larga, es como si se tratara de un descuento diferido). Le dijeron que podían emitirle tarjetas adicionales para otros miembros del grupo familiar, pero él no sabía qué vínculo poner en el casillero correspondiente a mis datos. Cuando me vino a preguntar no titubee un instante: «cónyuge», le dije que pusiera. A ver si además de dejar-nos estafar con sus precios delirantes íbamos a permitir que nos inti-midaran. Por supuesto, mi bravata careció por completo de sentido: aceptaron sin protesto el formulario y nos dieron las tarjetas.

Además de que en el barrio venden más barato y aprecian mejor nuestro dinero, lo que nunca haría es comprar esas frutas modificadas genéticamente que fabrican los proveedores de Jumbo.

De todas las verdulerías entre las que podíamos elegir nos queda-mos con «la de la esquina», que está siempre bien provista (venden

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berro, cilantro, lechuga morada, paltas hass, entre otras rarezas para una verdulería de barrio). Hay dos en «la otra cuadra», una en «la otra esquina» y una cuarta «a la vuelta», pero «la de la esquina» es defi-nitivamente la mejor. Nos cuesta conseguir limas pero, en ese único caso, las pedimos a la verdulería de Solís al 200, que tiene delivery (lo que no significa que los pedidos lleguen, porque el muchacho que reparte es un poco... lento, y se confunde las direcciones, pero ésa es otra historia).

De modo que en cuanto me dije a mí mismo «¡Quiero comer fru-ta!» me puse una remera y bajé a comprarla. De paso, pensé, salía un poco del atontamiento que me produce el encierro. Para aprove-char mejor la expedición, junté unos viejos suplementos literarios que quería mandar a encuadernar. Y es ahí donde se nota hasta qué punto el encierro me entontece porque yo sé (pero entonces olvidé) que el kiosco de diarios y revistas está abierto sólo hasta las 2 de la tarde. Al llegar a la esquina me dí cuenta de mi error, pero en fin, tampoco era tan grave. Elegí mi provisión de frutas: uvas, pelones y ciruelas coloradas. Había papayas, pero no me sentía particular-mente inclinado al exotismo.

En el momento de sacar del bolsillo las monedas necesarias para pagar mi suculenta merienda, hice un movimiento mal calculado y los suplementos (todos, todos) se me cayeron en la vereda y el viento (que soplaba del norte) empezó a arrastrarlos hacia San Juan.

«¡La puta madre!», grité, solté la fruta y empecé a tratar de levan-tar las hojas de papel, sabiendo que jamás encontraría el tiempo (ni la energía ni los deseos) para reponer esas páginas en las que, alguna vez, había dejado la vida.

Quiso la fortuna que, en ese instante cruzara la calle uno de nues-tros nuevos vecinos, el profesor de gimnasia con el que ya había inter-cambiado cuatro palabras. Solícito ante la persona mayor que consi-dera que soy y habiéndome reconocido, Marcos me ayudó a juntar los suplementos y, después, las frutas que, también ellas, habían deci-dido salir a retozar en la vereda.

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La situación me resultó tan humillante que, mientras estábamos entregados a semejante cosecha callejera, me puse a hablar sin ton ni son, explicándole lo que había pasado, por qué cometía yo la teme-ridad de encuadernar esos productos perecederos y otras cosas que a nadie podían importarle pero que al chico parecían hacerle gracia porque se reía. Fue después que levantamos todo cuando me dijo su nombre, mirándome a los ojos, y yo le dije el mío. Mientras em-pezábamos a caminar juntos hasta la puerta de la comunidad en la que vivimos escuché la frase más temida por mí: «sí, ya sé», me dijo, «Álvaro fue alumno tuyo».

Miércoles, febrero 23, 2005, 1:38 PM

Would you get it on at the gym?

Yes, I’m always looking for someone checking me out. 21% Yes, but only if he made the 1st move. 49% Yes, but only if there was no one around. 26% No way. Get your eyes off my package. 2%

No soy fanático de las compulsas; pero a veces, algo dicen. En una de esas encuestas que circulan por Internet los hombres reconocen que, en el gimnasio, aceptarían «proposiciones deshonestas» pero no las formu-larían. La eterna quinceañera: ¿nos sacan a bailar o «planchamos»?

El tópico adquiere una relativa importancia en estos días, porque S. ha decidido empezar a ir al gimnasio, gracias a los excedentes mo-netarios que sus sesiones fotográficas le han permitido acumular en estos meses y aconsejado firmemente por Marcos, nuestro vecino. Yo soy celoso. ¿Deberé acompañarlo, como una tía, para alejar de él a los indecentes que pretendan seducirlo?

S. insiste en que me haría bien (coincide en esto con Richard,

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mi médico, y con el sentido común), pero yo digo que para invertir tiempo en cosas del cuerpo, preferiría tirarme en una camilla como masa amorfa de carne molida y aceptar los servicios de un masajista o de un acupuntor.

S. contraataca y argumenta que de ese modo sería más divertido para él, una garantía de «adherencia» a las sesiones de autotortura. Además, argumenta que hay promociones especiales para dos personas.

Yo no sé qué hacer en este trance porque es cierto que, imaginando a S. en esos lugares de perdición y pecado que son los gimnasios, voy a echarme encima un sufrimiento inútil, pueril y sin fundamentos. Además: ¿salir a buscar gimnasios? ¿Recurrir al listado de Oliverio? ¿O quedarme en casa y aceptar después, ante los hechos consumados, la excusa «yo no hice nada, fue él»? ¿En qué razones habría de fundamentar la tranquilidad (estadísticamente insignificante) del «No way»? ¡Son todos iguales!

viernes, febrero 25, 2005, 3:09 PM

Oliverio, enterado de mis tormentos afectivo-calisténicos por canales que no son los de la charla franca, porque de otro modo no habría tantos presupuestos y malosentendidos, me escribe: «M.: tengo la so-lución para que los celos no cundan. Convencé a S. de que el yoga es más sano que la gimnasia; en esas clases cristalinas el instructor/a es raquítico, habla solo y no te mira a los ojos, y además está lleno de señoras desaliñadas, alguna que otra mozalbeta calentona que se equivocó de sitio y se destaca por la hiperelasticidad, y algún que otro cincuentón trasnochado -dado el caso, éste sería el único espé-cimen peligroso. Y si no obtené en esta página (http://www.arrakis.es/%7Ejmselva/cint4.htm), donde venden cinturones de castidad, el modelo Alfio, que no parece incómodo para acompañar a S. en una clase aeróbica... Volverá intacto, te lo aseguro. Naturalmente, ten-drías que guardar la llave en un lugar seguro y seco... Abrazo, OLV».

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lunes, febrero 28, 2005, 11:33 AM

S. está enojadísimo conmigo (razón no le falta) porque dice que lo hago quedar mal ante nuestros amigos, quienes luego de mis que-jas lo imaginarán desenfrenado, lúbrico, botarate. La carta que recibí cuando expresé mis reservas para con su proyecto de entrenamiento físico (reproducida más arriba) parecería avalar sus temores. Yo le digo que: a) nuestros amigos nos conocen suficientemente bien a los dos como para llamarse a engaño por un delirio mío y cambiar su opinión sobre él; b) la carta que recibí a propósito del tema habla an-tes de los terrores de quien la escribió que de los míos propios.

Hace unas semanas, cuando mi hijo estaba planeando su viaje de mochilero por el norte argentino, recibí incontables llamadas de mi madre, quien me pedía que lo convenciera de que desistiera de su propósito loco, teniendo en cuenta los rigores climáticos del estío en aquellas latitudes. Cada vez, le dije a mi mamá que mi hijo tenía edad suficiente como para calcular esos y otros riesgos y que en modo al-guno quería yo involucrarme en sus decisiones. En el mismo sentido, por más cartas que me manden mis madres sustitutas, jamás se me ocu-rriría interferir en la (por otro lado sanísima) decisión de S. de hacer de su cuerpo un templete de fibras, músculos y flexibilidad (todo lo que, a la larga, se me contagiaría por ósmosis, supongo).

Si expresé mis temores fue sencillamente para conjurarlos, por-que son como los terrores nocturnos: en nada se sostienen sino en el discurso y la única manera de sobreponerse a ellos es situarlos más allá de la conciencia. No hace falta que yo, como otros novelistas argentinos, me ponga a hablar de los celos, sobre los cuales (como sobre tantas otras cosas) ya nos enseñó Proust prácticamente todo y, en especial, el carácter completamente imaginario (es decir: literario) de las fuerzas que desencandenan.

Además, si bien es verdad que S. y yo aspiramos a la libreta ma-trimonial española (a la que tenemos derecho por su nacionalidad),

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la reivindicación es antes política que ideológica y en modo alguno se nos ocurriría aferrarnos a un sistema de «valores conyugales» en los que no sólo no creemos sino que además nos parecen la letrina a la que fueron a parar las posibilidades de dicha de más de una gene-ración. Cada cual hace, en esta casa, de su cuerpo lo que quiere, y si hasta ahora el rumbo de uno se ha topado inevitablemente con el del otro, eso es un motivo de celebración y nunca de amenaza.

¿Cómo habría yo de disponer el uso de un dispositivo que garan-tizare la castidad extra-conyugal? ¡En modo alguno! ¿Cómo iba yo a sancionar a qué gimnasio y a qué método habría S. de entregar su cuerpo para su transformación? Mis únicas dudas al respecto sólo te-nían que ver con mi participación en la empresa. Afortunadamente, el asesoramiento de nuestro nuevo vecino ha dado resultados inmediatos en lo que a este dilema se refiere y tanto S. como yo (luego de visitar-lo) hemos decidido que le conviene el gimnasio en el que funge de trainer uno de los modelos que participaron de los portfolios de Rocca-Cherniavsky que se televisaron por canal 13 con el título Fantasías. Por supuesto, fue S. quien lo reconoció, con la vasta cultura sobre cosas inservibles que no ceso de envidiarle, pero a mí (que soy cholulo) me pareció que esa presencia inesperada era una virtud más que había que sumar al consejo de Marcos y a lo más decisivo del caso: el hecho de que el tal gimnasio quede prácticamente en nuestro barrio (y no por las hipócritas razones que podría suponer algún corresponsal sino por pura y llana comodidad). Lo que suceda de aquí en más en los vestua-rios de la calle México no saldrá de mi boca: le he prometido a S. no volver a poner en duda su discreción y su honorabilidad.

MArtes, MArzo 01, 2005, 2:21 PM

«Ricos y famosos» encierra una verdad profunda. Sólo se puede ser famoso si se es rico, porque la fortuna permite tender entre uno y

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el mundo una red de contención, un colchón de invisibilidad sin el cual los tímidos no podríamos sobrevivir. No busques la fama sin fortuna: te será adversa. Y la riqueza sin fama... existe, claro que sí, pero los ricos, por el solo hecho de serlo, serán objeto de toda la curiosidad antropológica.

Abandoné la pedagogía por timidez, que fue paradójicamente lo que me permitió ser relativamente exitoso en ese rubro. Porque soy tímido, cada clase que tuve que dar en mi vida (y fueron muchas a lo largo de 15 años de carrera) me provocaba un pánico escénico que ni los mejores terapeutas (Nicolás Peyceré, a la cabeza de ellos) consiguie-ron aplacar. Por supuesto, para que no se me notara el terror, mis clases siempre fueron «un poco» sobreactuadas. Fui un profesor famoso por su antipatía y los sarcasmos con los que respondía las preguntas de sus alumnos (de más está decir que era el único mecanismo de defensa que podía desarrollar para no desmoronarme frente a las generaciones ávidas de conocimiento que pasaban por mis clases). Con el tiempo, la ironía y el sarcasmo fueron cediendo y, si bien los alumnos dejaron de tenerme miedo, de todos modos se mantenían a la distancia que yo les imponía con mis arrebatos operísticos, mis coreografías improvisadas, el ritmo de ametralladora loca con el que pronunciaba las lecciones que la suerte o mi temeridad me habían deparado. Pese a todo, la do-cencia me hizo feliz: terminaba agotado, traspirado como un boxeador del conourbano bonaerense (mitad por nervios, mitad como efecto de mis acrobacias que, no pocas veces, incluyeron utilería y técnicas de iluminación), pero consciente de haber sobrevivido a la penosa tarea de pararme delante de una «audiencia de masas» para decir cosas me-dianamente inteligibles y medianamente verdaderas.

Y, sin embargo, no dejé de ser tímido. Y como no dejé de ser tími-do (lo que los partidarios de las plegarias psicoanalíticas llaman «fó-bico»), con el tiempo mis males se fueron agravando. Con el tiempo y la cantidad de clases dictadas. La universidad para la que trabajé toda mi vida y a la que le debo todo lo que sé es una de las más grandes y masivas del mundo. En el Ciclo Básico Común, en la Facultad de

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Ciencias Sociales, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universi-dad de Buenos Aires los auditorios oscilan entre 300 y 2.500 alumnos por año. Como mi precaria situación económica me obligó siempre a disimular mi pobreza (en primer término) y a multiplicar mis trabajos (en segundo lugar), se dio el caso de que yo tuviera al mismo tiempo esas cantidades de alumnos. Mi razonamiento era de hierro: me da lo mismo preparar una clase para 20 personas que para 2.000. En eso, no me equivocaba.

Pero con el tiempo y con el correr de las generaciones de alum-nos yo, como mis congéneres, fuimos acumulando ex-alumnos por la vida: en 15 años de carrera docente llegué a tener, a un promedio de 2.000 por año, 30.000 escuchas atónitos. Y, con el tiempo, la frase «Yo fui alumno tuyo», que para mi desesperación se fue convirtiendo en «Yo fui alumno suyo» y hasta en, horror de horrores, «Mi hija fue/ es tu alumna/ o», empezó a pudrir la poca confianza que alguna vez pude tener en mis pobres dotes de sociabilidad.

Una vez, en Ave Porco (un reducto bailable de la calle Corrien-tes a donde había ido porque Rubén Szuchmacher tenía, por la vía del Centro Cultural Ricardo Rojas, entradas gratis), se me acercó un jovenzuelo que arañaba apenas el metro setenta, acompañado de una «chica hormiga» (las chicas-hormiga son esa clase de chicas que abundan en la noche porteña: son todas diminutas, andan en ban-dadas y se mueven con gran rapidez entre la gente. S. sostiene que, cuando joven, B. S. debe de haber sido una chica hormiga y por eso se refiere a ella como «la hormiga reina»).

El jovenzuelo me interpeló y yo deduje (sin haber visto todavía a la chica-hormiga que lo secundaba) que debía estar completamente seductor, esa noche. Cuando me dijo «Yo fui alumno tuyo», me di cuenta de mi error. Él quería volver a tocar no sé qué tópico, retomar una duda que le había quedado a partir de algo que yo dije en una clase, y no había manera de que yo le dijera que no eran esas las horas ni el lugar apropiado para un requerimiento semejante. Tuve que ser guarango y le dije: «Me tengo que ir». Y me fui.

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El episodio se fue repitiendo, lo que me llevaba a frecuentar luga-res cada vez más marginales (más elitistas, o más sórdidos) para evi-tar esos encuentros que desbarataban mis noches de cacería sexual o diversiones tóxicas. El alumnado de Letras (no masivamente, pero sí en un porcentaje nada desdeñable) gusta de los lugares margi-nales de diversión, así como el alumnado de Sociales gusta de los lugares mainstream.

Otra vez, en Dowtown, un bar de la calle Alsina ahora desapa-recido al que nos gustaba ir cuando éramos jóvenes, un chico me empezó a hablar diciendo «Yo fui alumno tuyo» e inmediatamente me contó cómo en las clases de trabajos prácticos el docente se en-cargaba prolijamente de demostrar que lo que yo había dicho en mi clase teórica estaba todo mal. Su relato tal vez era falso y él se dejaba llevar sólo por la maledicencia propia de su edad, pero el efecto sobre mí era en todo caso el mismo: me devolvía a mi ámbito laboral, y me devolvía al desamparo de mi timidez.

Dejé incluso de ir a las fiestas de cumpleaños a las que me invi-taban ocasionalmente mis amigos más jóvenes (Gabriela Bejerman, por ejemplo) porque sabía que iba a vagar entre la gente esperando la pregunta fatal sobre un examen futuro o una clase pasada.

Una vez, en Barcelona, mientras S. comparaba precios de cáma-ras de fotos, lentes y accesorios fotográficos (que no pensaba com-prar, lo que para mí hacía del paseo una tortura psicológica) en los negocios que rodean la Plaza de la Universitat, me crucé a un ciber-café para controlar correo. Quiso mi suerte que también allí se dejara oir la frasecita: «Hola, yo fui alumno tuyo». Y en Nueva York, y en México, y en Italia. No era una broma del destino, sino quince años ininterrumpidos de ejercicio de la docencia y 30.000 personas que habían sido objeto de la desesperanza a la que se somete en este país a las nuevas generaciones. ¿Cómo no iban a estar, gran parte de ellos, desparramados por el mundo?

Una vez, la amiga de un amigo, a quien me encontré en una fies-ta, me dijo: «Ayer no fuiste al dentista». Tenía razón, claro, pero no

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sabía yo cómo podía ella saberlo. Es que otro amigo de esta amiga de un amigo trabaja en el consultorio dental al que yo concurría por entonces y «había sido alumno mío» (además de un chismoso irredento). Estaba, por lo tanto, enteradísimo de las viscisitudes con mis dientes (llega una edad en la que todas las emplomaduras ceden y las muelas estallan y hay que tomar medidas drásticas). Nunca más volví a ese consultorio.

El último episodio, «la gota que colmó el vaso», como se dice, su-cedió hace dos años, en mi casa anterior, en La Lucila. Bajé a buscar la pizza que había encargado y el chico que hacía el reparto me dijo: «Oh, no sabía que Ud. vivía acá». «¿Pero a qué departamento venís a entregar?», le pregunté, pensando que se refería a una confusión refe-rida a su trabajo. «Yo fui alumno suyo», me dijo, y entonces comprendí que a ese lugar no podía pedir ya más pizza.

Yo no creo ser particularmente ciego, pero es imposible recordar las caras ante las cuales uno ha hablado cuando éstas son más de 30. De modo que no me quedaba sino andar por la vida sospechando que si alguien me miraba era porque había sido «alumno/ a mío» y nada más. En diez años más de docencia habría sumado otros 20.000 ex-alumnos y mi sociabilidad habría quedado reducida a la nada.

Sé que para muchos resultará una posición exagerada, pero re-pito: es que soy tímido (fóbico). Y nunca estoy seguro de lo que digo (lo que para un docente es como habitar un círculo del in-fierno, porque le pagan para que diga cosas con certeza). Lo que imagino que viene después de la frase «Yo fui...» es «Qué cantidad de boludeces que decís».

Después de aquella pizza, no pude más y decidí cambiar de vida.Por suerte ya estaba S. (quien, misteriosamente, no había sido

alumno mío, lo que explica la naturalidad con la que ligamos nuestras existencias), de modo que pudimos planear juntos los negocios inmo-biliarios que nos sostendrían (sumados a sus ingresos como fotógrafo y los míos como prologuista y colaborador free-lance de publicacio-nes extranjeras). Una vez resuelto ese problema, decidí renunciar a la

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pedagogía pensando que así podría caminar tranquilo por el barrio, siendo sólo una mirada invisible, el punto de vista del paisaje urba-no y nada más. ¡Cuánta razón tienen los escritores que no se dejan fotografiar! La violencia que el reconocimiento opera sobre nosotros aniquila toda conciencia posible, nos vuelve el objeto de otro relato, que no es el nuestro -»¿Sabés? Hoy lo vi a M., que fue profesor mío. Estaba comprando paltas en la esquina/ vendiendo ropa usada de mujer en la feria americana/ haciéndose una depilación de glúteos/ cambiando libros y cds promocionales en Parque Rivadavia/ jugan-do pésimamente al tenis con B. S.» (elíjase la opción que se prefiera: no es mi relato, es el relato de otro/a).

Y resultó que no: mi alejamiento de la pedagogía tendrá efectos en el futuro y me asegurará una vejez tranquila. Pero todavía... yo soy aquel que ayer nomás decía, el verso azul y la canción profana, en cuya noche un ruiseñor había que era alondra de luz por la mañana.

Marcos, el profesor de gimnasia que vive en nuestro edificio, con una sola frase («Álvaro fue alumno tuyo») me devolvía, una vez más, a mi lugar de objeto del relato de los otros. Así como S. y yo había-mos estado hablando de ellos, ellos habían estado hablando de noso-tros (la primera vez que me crucé con Marcos, él no sabía quien era. La segunda vez, sí). ¿Y quién es Álvaro? Álvaro vive con Marcos, y es su primo mayor (28 y 39 años, respectivamente). Álvaro fue alumno mío, en mis primeros cursos en el Ciclo Básico Común, cuando había empezado la carrera de Psicología, que después abandonó para dedi-carse a otros negocios. De estas pocas cosas me enteré la tarde misma en que los suplementos que quería encuadernar fueron arrastrados por la fuerza de los vientos (era como si mi pasado, que yo quería enterrar para siempre, se resistiera al disciplinamiento).

Volví a casa en estado de shock, naturalmente, porque nunca (sal-vo en el caso de la pizza) la frase había sonado tan cerca de mi puerta. S. estaba en sesión fotográfica, de modo que hasta la nochecita no pude ponerlo al tanto de las novedades. Temeroso de mis brotes de autoconmisceración, S. tomó el toro por las astas y me obligó a

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que subiéramos a confraternizar con nuestros vecinos. Lo hicimos. Los invitamos a comer. Aceptaron. Vinieron la noche siguiente y fue entonces cuando «se decidió» que S. retomara sus sesiones de calistenia y aparatos.

Miércoles, MArzo 02, 2005, 4:32 PM

Con la microscopía barrial pasa lo mismo que con las grandes pelícu-las de Warhol o la Recherche de Proust: modifican el régimen de per-cepción. Pareciera que en el barrio no pasa nada y basta una mirada para darse cuenta de que, en los últimos días, han sucedido graves acontecimientos que hay que registrar porque, en definitiva, compro-meten el curso de la historia.

Las alarmas de la vecina de la vuelta resultaron fundadísimas: la casona de la esquina ha sido ocupada otra vez. Nos dimos cuenta porque los postigos de las ventanas de los pisos altos aparecían al-ternativamente cerrados y abiertos de acuerdo con las condiciones climáticas y, sobre todo, porque una tarde de sol vimos unas bomba-chas colgadas en una ventana del segundo piso. Me alegro de que ese sombrío monumento a la mezquindad de quién sabe qué herederos sirva para que alguien ponga a descansar sus huesos. No están los tiempos para andar dejando casas vacías y la ciudad de Buenos Aires no merece ese destino para sus viejos y ruinosos palacetes.

Como ninguna buena nueva viene suelta, tenemos que consignar una catástrofe. El sábado a la tarde salimos a comprar regalo de cum-pleaños para Norita, una celebérrima fotógrafa de modas y amiga muy querida y nos pareció completamente adecuado (porque ella es muy exclusiva y sólo usa ropa que junta de la calle) recurrir a la oferta de la Feria Americana de la otra cuadra, antes de la Avenida. Profun-da fue nuestra pena cuando la vimos cerrada a cal y canto y con gi-gantescos letreros que anunciaban la venta del inmueble. Habíamos

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perdido una institución y, al mismo tiempo, la posibilidad de ho-menajear a un espíritu exquisito. Costearnos hasta el Ejército de Salvación, a esa hora, hubiera sido inútil, de modo que, después de unas vueltas a la manzana dominados por la desolación, volvi-mos a casa y, del cajón de cosas viejas, elegimos lo que nos pareció que podía halagar el gusto infalible de la cumpleañera (además de serle de alguna utilidad).

Me alarmé cuando vi que estaban pasando cosas (la toma de una casa, la desaparición de un negocio imprescindible) de las que no me daba cuenta. ¿Es que todo sucede con una velocidad de vértigo que nos pone siempre ante hechos ya consumados? ¿O es que miramos poco y mal los dramas pequeños que nos involucran?

Vimos que la construcción de los departamentos sobre la verdu-lería de la otra esquina ha avanzado considerablemente, vimos que el departamento que estaba a la venta enfrente del Bar Dante (y con cuya compra alguna vez soñé) fue retirado del mercado, vimos que hacia Ba-rracas, donde vive Norita, el cielo se vuelve más ancho, más profundo y estrellado. Vimos, cuando volvíamos de su fiesta, tarde, a las trabajado-ras de la carne de nuestro barrio prácticamente arrojándose contra los taxis, en su intento por salvar la noche, el mes, la vida.

jueves, MArzo 03, 2005, 12:46 PM

«Mi querido Manuel:¿Vos sabés que viví cerca de diez años en Solís 1005, en la

esquina de Solís y Carlos Calvo? ¡Estás en mi viejo barrio, en la misma cuadra que la Asociación Argentina de Ilusionistas! Tengo buenos recuerdos de esas cuadras, a las que con Andi Na-chon, que vive a dos cuadras de ahí, habíamos rebautizado «Villa Ballesta», por un poema suyo. ¡Y ahora vos sos vecino de Villa Ballesta! Congratulaciones.

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AbrazoR.»

viernes, MArzo 04, 2005, 3:00 PM

El vidrio y los insectosPor Raúl Antelo

A diez cuadras del Departamento de Policía, en la sucursal de Correos de San Martin y Viamonte, por esa misma época, Marcel Duchamp escribe en un formulario de cablegrama:

Hacer:/ Varios cristales / o cartones / pegados / los unos encima de los otros / y de diferentes dimensiones / (esquema) x visor / un di-bujo lineal (en la medida / de lo posible) - como / dibujado sobre una superficie / plana -y que visto / desde un punto x, de un visor, parece / un dibujo plano./ Es decir, que una linea / recta desde el visor, y / quebrada en varios planos desde / otro punto totalmente distinto -

Buscar un buen / uso

se puede llegar hasta: / Problema: trazar una linea recta sobre / el «beso de Rodin» visto desde un visor»

viernes, MArzo 04, 2005, 4:12 PM

«Spitz querido:Cuando llegue a casa te paso más información sobre Villa Ba-

llesta. Por ejemplo: a metros de donde vivís tuvo el taller durante décadas Demetrio Urruchúa. Un poco más para el sur (a una diez cuadras) vivió Alfredo Hlito. A tres cuadras (enfrente de Boquitas

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Pintadas) se suicidó H.A. Murena2. A unas ocho (Alsina y Solís) vi-vió casi los nueve meses que estuvo en Buenos Aires Duchamp. En fin, es un barrio muy potente.

AbrazosR.»

viernes, MArzo 04, 2005

En nuEstro barrio no hay suicidios

Escribe Sebastián Álvarez Murena: H. A. Murena se casó dos veces. Su primera mujer fue Alicia Jus-

to; la segunda, mi madre, Sara Gallardo, que tenía ya dos hijos de su primer matrimonio, Paula y Agustín, de hecho mis medio herma-nos, pero afectivamente mis hermanos. Durante toda su vida él bebió mucho, probablemente demasiado. Y por cuanto yo sé, bebió aún más durante sus últimos días, en su departamento de Buenos Aires, en la calle San José. Allí fue a buscarlo mi madre un día y lo llevó a nuestra casa en la calle Carlos Pellegrini, donde el cinco de mayo de 1975, a las diez de la noche, murió de un paro cardíaco. Por lo que yo y cuantos estaban presentes en el momento de su muerte sabemos, no se trató de un suicidio. El suicidio se define como un acto letal y voluntario cometido sobre uno mismo en un período de tiempo relativamente breve. Así, el fin de Edgar Allan Poe (muy admirado por mi padre, por cierto), quien fue hallado borracho e inconsciente en las calles de Baltimore pocos días antes de morir sin recuperar la conciencia, no suele ser calificado como suicidio. Acercándonos un poco más en el tiempo, la muerte de Dylan Thomas (cuyas últimas

2 «Héctor Alberto Murena no se suicidó: murió de un ataque cardíaco tras un período de au-

toabandono físico gradual. Esa actitud me la mencionó gente que lo conoció; las circunstancias in-

mediatas de su muerte ya las explicó su hijo Sebastián, periodista, en http://www.fce.com.ar/fsfce.

asp?p=http://www.fce.com.ar/detallesnotaprensa.asp?IDN=90»

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palabras fueron I’ve had eighteen whiskies I think that’s a record) es descrita en sus biografías como consecuencia de «una sobredosis de alcohol» o un «envenenamiento de alcohol». Es humana la tendencia a mitificar a los artistas, más aún en el caso de Murena, autor de una obra com-pleja y atormentada que fácilmente puede inflamar la imaginación, así como es comprensible la tendencia a convertir la realidad, a veces indescifrable, en un mito más simple y atractivo. Sin embargo, creo que el mínimo epitafio debido a un escritor al relatar su muerte es el de hacerlo con precisión de lenguaje y, en particular, intentar que la luminosa verdad que Murena persiguió no degenere en su antítesis, la cómoda penumbra del mito.

lunes, MArzo 07, 2005, 12:08 AM

Marcos es profesor de gimnasia pero el abanico de sus intereses es tan amplio que cada día nos enteramos de algo nuevo. Sabemos, por ejem-plo, que como cosa secundaria da clases de esgrima. En el cumplea-ños de Ariel le preguntamos a Carlos, un amigo suyo que practica ese deporte en el mismo club donde Marcos dicta sus clases de «esgrima de bastón» (Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires), si lo conocía. Nos contestó que no porque, si bien son pocas las personas que se entregan a los rigores de la espada y el florete, él se ejercita en otra variedad (sobre las que, justo es decirlo, sé muy poco; ya me pondré al tanto). Nuestro vecino tiene una pequeña cicatriz en la cara producto de su propio entrenamiento (lo que, lejos de afearlo, le agrega ese no se qué de aventurerismo que solemos asociar con las clases bajas). A él le pre-gunté si lo conoce a Rafael (el primo de Andrés, el hijo de Guido), que supo reportar en la selección argentina de esgrimistas y llegó a ganar alguna medalla en juegos olímpicos (o cosa así). Lo conocía de nombre pero no personalmente, lo que es lógico, porque Rafael vive desde hace años en Cambridge, donde da clases en la Harvard Business School.

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Yo pensaba que la esgrima, por sus características, era un deporte que podía practicarse más allá de los estrechos límites de la juventud, pero parece que en eso también me equivocaba y, como todos los demás, los esgrimistas se convierten en otra cosa después de los 35 años. Marcos lo sabe pero no se hace problema porque no pretende practicarlo competitivamente, sino por el puro placer y la elegancia de los movimientos que induce.

Hace unos días, leí en un blog que frecuento y que festejaba su primer aniversario: «Bueno, para ese entonces tenía un amigo que se llamaba Marcos, persona que, por razones que desconozco, se lo ha chupado el planeta tierra, gracias a Dios. Señor que, seguramente, enamorado corrió a los brazos de una mujer no correspondida, como ha de sucederle a cualquier idiota». Entendí perfectamente el resenti-miento que puede leerse en esas líneas. Pero lo que pasó con Marcos es un poco diferente: no corrió a los brazos de una mujer, sino que volvió a los de un hombre, Álvaro. Y se ve que. incómodo (no intenta-mos tirar de la cuerda más de lo que una primera cena lo permitía, y además quedamos presos de otro hilo narrativo), abandonó su ante-rior círculo de relaciones.

La mudanza de Marcos y Álvaro a nuestro edificio fue decidida un poco por ese drástico cambio de intereses afectivos y otro poco por razones económicas.

La historia de Álvaro Bustos (que no es «exactamente» el primo de Marcos) ocupó casi toda la sobremesa (comimos cus-cus, que es la nueva estrella de nuestra cocina, y después lomo al horno con papas, batatas y manzanas asadas). Oriundo de la ciudad de Caucete, su familia es aparentemente víctima de la furia de los dioses y es por eso que su biografía está puntuada de una serie de catástrofes que, si bien es cierto que individualmente no impresio-nan, todas juntas parecen, antes que una vida, un argumento me-lodramático o, peor aún, una mala versión de un complot cósmico (paranoia que, creo, a Álvaro le cuadra).

S. sostiene que no me cae bien Álvaro, pero está equivocado: lo

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que en todo caso me provoca una cierta inquietud es su aparente pre-dilección afectiva por su propia desdicha, como si el único modo de existencia posible fuera la contrariedad (en eso, se parece mucho a mi madre). Además, es de esas personas que nos vuelven supersticiosos, contra todos nuestros principios. S. sostiene también (porque dije que «no me parece que Álvaro sea un tipo como para Marcos») que lo digo porque Marcos me gusta. En eso, no se equivoca: si bien tengo muchas más afinidades intelectuales con Álvaro, el rencor que expresa contra el universo me agobia un poco. Menos torturado, Marcos se coloca frente al mundo con una gracia por un lado envidiable y por el otro reconfor-tante. El placer que se deduce de su compañía, sin embargo, no es de índole erótica (lo considero un chico) sino puramente estético.

Álvaro Bustos nació en Caucete, de donde su familia es oriunda. Su abuelo, en algún momento de su vida, hizo alguna cosa mala y ahí empezó la lista de calamidades. Enfermo de los riñones, el abuelo de Álvaro debía someterse a las por entonces costosísimas sesiones de diálisis, que no se hacían sino en los grandes hospitales, lo que lo obligaba a viajar frecuentemente, acompañado de su mujer. Su prole (cuatro hijos separados con regularidad matemática por dos años de edad cada uno del otro) quedaba a cargo, durante largos períodos, de los empleados de la pequeña finca vitivinícola de la que era propieta-rio, con lo cual terminaron adoptando el estilo de vida, los prejuicios y las supersticiones de los sectores populares.

A Álvaro le contaron (o lo inventó él, en todo caso resulta vero-símil) las sesiones de espiritismo, los exorcismos caseros y las fre-cuentes peregrinaciones a la Difunta Correa a las que la familia se entregaba con la ilusión de obtener una cura milagrosa para los padecimientos del abuelo, que se decía descendiente directo de esa muerta, y que aspiraba, por lo tanto, a un tratamiento de privilegio por parte de la Difunta.

Como yo pasé mi infancia en la zona de influencia de la Difunta (que comienza más allá de la antigua Aduana Seca del Virreinato, la ciudad de Córdoba) y hasta recuerdo haber concurrido alguna vez a

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su santuario (debo de tener en alguna carpeta vieja alguna foto), re-construimos con Álvaro la desdichada historia de su antepasadísima: en 1835 un criollo de apellido Bustos fue reclutado para las mon-toneras de Facundo Quiroga y llevado por la fuerza a La Rioja. Su mujer, María Antonia Deolinda Correa, desesperada, decidió seguir a pie y con el fruto de su amor en brazos las huellas de la leva. Murió en el intento, agotada, deshidratada y ya sin esperanzas. Varios días después, unos arrieros encontraron el cadáver, que iba siendo víctima de los caranchos y otros animales carroñeros, y al niño vivo, alimen-tándose (inverosímilmente) del pecho de la madre, que fue enterrada en el cementerio Vallecito, en la cuesta de la sierra Pie de Palo. Que su marido (que no vuelve a aparecer en la historia) se llamara Bustos parece antes una broma del destino que una corroboración de las doctrinas psicoanalíticas del siglo pasado.

Sucedió que el abuelo de Álvaro, porque no podía, una vez, cum-plir la promesa hecha a la Difunta de ir caminando a pie, descalzo, hasta su santuario, ofreció a cambio una recompensa dineraria que fue aceptada por los administradores del ya por entonces un próspero y mítico destino de peregrinación.

La Difunta, en cambio, parece haberse sentido menos conforme con el arreglo, porque al día siguiente de la espuria transacción desen-cadenó, el 15 de enero de 1944, a las 20 horas y 50 minutos, un terre-moto de proporciones épicas como resultado del cual prácticamente todos los Bustos (con la sola excepción de la madre de Álvaro, que por circunstancias que no me fueron comunicadas no estaba acom-pañando a su familia en un viaje a la capital provincial) murieron aplastados por los escombros y hierros retorcidos de un silo cerealero. La cabeza del abuelo, limpiamente cortada por un alambre o algo semejante, no apareció nunca y el cuerpo debió ser enterrado sin esa pieza fundamental.

Álvaro dice que cada tanto sueña con esa cabeza, que viene del pasado a atormentarlo, pero yo sé que miente porque su descrip-ción se parece demasiado al delirio de Mansilla («Esa cabeza toba»).

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También cuenta (y esto me parece más creíble) que las dificultades con las que la Iglesia local se ha encontrado a la hora de pretender la canonización de la Difunta tienen que ver precisamente con su carácter vengativo, porque el mismo terremoto que convirtió a casi toda su familia en una papilla indescifrable terminó con la vida de 10.000 personas. Y es difícil de aceptar en un santo un comporta-miento semejante.

Salvada por milagro, la madre de Álvaro, que entonces tenía ape-nas 6 años, fue a parar a un colegio católico regenteado por una con-gregación de monjas poco hábiles para lidiar con niñas traumatiza-das. Cada tanto se escapaba del internado, con el secreto proyecto de volver a su casa familiar, donde se acostaba desnuda sobre la tierra a llorar la muerte de sus tres hermanos, sus padres, sus tíos y, segura-mente, sus compañeros de juegos. Al principio, los cuidadores de la finca (que fueron arruinándola paulatinamente en su propio benefe-cio) avisaban a la Congregación y la devolvían a su encierro. Pero en aquella época se ve que no era fácil administrar los servicios sociales y los departamentos de protección a la infancia. Después de la última escapada, la (entonces ya) joven quedó librada a su propia suerte. Vol-vió a su casa natal, donde una nueva generación se había hecho cargo de aquello que por derecho sucesorio le correspondía pero que por intervención de abogados y apoderados inescrupulosos había pasado ya a otras manos. Esta vez, la echaron sin miramientos, pero con la promesa de un resarcimiento futuro. La madre de Álvaro fue a parar a la finca de uno de los tiranuelos de la localidad, que consideró que entre las obligaciones domésticas de la niña, además del tutelaje sobre las tareas escolares de sus hijos (se conoce que las monjitas algo le enseñaron), era fundamental que ella supiera satisfacer las demandas sexuales que su esposa (dama católica y antiperonista) le negaba sistemáticamente.

lunes, MArzo 07, 2005, 1:50 PM

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Ayer, domingo, tendimos al mediodía la mesa en el balcón y pusimos cubiertos para tres. Bárbara almorzó con nosotros y hablamos de gatos y de plantas, de amigos en común y del año del mono (que acaba de terminar) y del año del gallo (que recién comienza). En realidad yo no hablé nada, porque no domino el tema, pero escuché atentamente lo que Bárbara decía porque no sé si puedo seguir sosteniendo la misma incredulidad que hasta hace poco en los sistemas esotéricos de expli-cación del universo. Le contamos a Bárbara las últimas noticias que teníamos sobre la Difunta Correa y la incidencia de los astros en los movimientos sísmicos. Después vino Pablo Pérez a charlar sobre su libro nuevo y, más tarde, Marcos pasó a devolver unas películas que S. le había prestado. Nos agotó la intensa (y no frecuente) sociabilidad do-minguera y, cuando nos fuimos a dormir, dejamos la mesa y las sillas en el balcón. Por supuesto, esta mañana llovía y se habían empapado. Releo la descripción en el cablegrama que envió nuestro vecino Du-champ hace muchos años y siento que encierra un sentido secreto que se me escapa. No quiero inquietarme más allá de la cuenta, porque ten-go mucho trabajo pendiente, pero es evidente que las conversaciones de ayer me dejaron resaca y me va a costar concentrarme.

MArtes, MArzo 08, 2005, 12:15 AM

La madre de nuestro vecino, Álvaro Bustos, tuvo una infancia des-dichada y una juventud desesperante. Nadie sabe (ni su propio hijo) de dónde sacó fuerzas para seguir viviendo. Supongo que había, en épocas pasadas, una inercia que obligaba a la gente a recomponerse pese a todo. Una aceptación del «sentimiento trágico de la vida» que se perdió en épocas más hedonistas.

A los 19 años tuvo un primer hijo ilegítimo, al que llamó como a su padre muerto: Jorge Bustos. Y ocho años después (en 1965) otro (para el que eligió el nombre de su patrón y responsable de sus em-

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barazos extramaritales: Álvaro). Parece que, como todos sus congé-neres y coterráneos, era devota de la Difunta Correa, y cierta vez le hizo un pedido especial a cambio del cual se comprometía a entregar a su primer hijo al Seminario para que se convirtiera en sacerdote católico, en primer término, y, como objetivo último, en guardián del Santuario y de la memoria de su hipotética e ilustre antepasada.

Conmovida, la Difunta debe de haber aceptado el trato, porque las desdichas de la madre de Álvaro (que, en última instancia, había vivido prácticamente toda su vida presa de diferentes instituciones que hicieron de ella una persona temerosa de todo lo que ella inter-pretaba como un mensaje esotérico) amainaron. Primero murió su patrón, y su viuda, que no quería tenerla cerca ni a ella ni a esos hijos «producto del pecado», le dio una suma de dinero con la condición de que se perdiera en el anonimato. Y el anonimato, en aquella época como en casi todas, era venirse a Buenos Aires.

La madre de Álvaro, con los dos paquetes que eran el fruto de las debilidades de la carne, viajó a la gran ciudad y empezó una nueva vida. Decía que era viuda y, como era muy trabajadora, no tuvo in-convenientes en salir adelante en una ciudad que ya era muy competi-tiva y bastante hostil respecto de las migraciones interiores (a diferen-cia de la década anterior, dominada por la Beneficencia Peronista).

Cuando su hijo mayor terminó, con esfuerzos (porque no era pre-cisamente una lumbrera), la secundaria, decidieron viajar (nadie sabe bien por qué) a Montevideo, como premio por el milagro inesperado de una graduación de la cual todos desconfiaban.

Yo pienso que la elección del destino encuentra su origen en un deseo de exotismo que tuvo que acomodarse a un presupuesto tan módico como el que tenían. Hacia mediados de la década del setenta (cuando ocurrieron los terribles acontecimientos que me dispongo a contar), las revistas del corazón, las radios y la televisión empezaban a pudrir la cabeza de la gente con fantasías de «viajes inolvidables» y «escapadas de fin de semana».

Cruzaron el río hasta Montevideo y parece que la pasaron bien.

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De todo ese viaje funesto (y por razones obvias) el niño de 10 años que entonces era Álvaro conserva sólo un recuerdo, pero lo pone en el alto pedestal de las cosas capitales y decisivas en su formación: las tardes que pasaban merendando en la cervecería La Pasiva.

Las cosas se complicaron a la vuelta. Unos vientos cruzados, completamente inesperados, arrastraron a la nave Ersi 2 (o Iersi 2) en la que viajaban hasta el Río de la Plata exterior, hasta el lugar donde se hundió el Graf Spee, contra cuyos restos habría chocado antes de dar una vuelta de campana (algo similar a lo que le ocurrió al pesquero Teléfono diez años después). La embarcación en la que los Bustos volvían a Buenos Aires naufragó irremediablemente sin que se sepan, todavía hoy, las causas precisas del siniestro, aunque la cantidad de embarcaciones cuyos cascos semihundidos puntúan las traicioneras aguas del Río de la Plata hablan a las claras de la di-ficultad de navegación, sobre todo cuando los vientos se arremolinan caprichosamente y transforman un espejo de agua que algunos pue-den considerar inocente en una trampa imprevisible. Todo sucedió con tanta rapidez que la gente no tuvo tiempo siquiera de ponerse los salvavidas reglamentarios, que en aquella época eran de corcho.

La madre y sus dos hijos cayeron al agua embravecida. De más está decir que ninguno sabía nadar: ni tan siquiera mantenerse a flote, aunque dudo que alguna pericia natatoria sirviera en circunstancias semejantes. En la desesperación, la madre consiguió aferrarse a algo que flotaba (una puerta de madera, un cajón, no sabemos: un vínculo con el mundo de los sólidos). Pero sus hijos se le iban, arrastrados por los vientos infames y chupados hacia abajo por su propio peso. La madre les gritaba y trataba de alcanzarlos pero no podía ir hacia los dos, que habían tomado rumbos diferentes. Tuvo que elegir a quién salvar (o no eligió, pero la fatalidad le señaló lo que debía hacer) y aferró con fuerza la mano de su hijo más pequeño, Álvaro, con la es-peranza de que el mayor consiguiera salvarse por sus propios medios. Pero no fue así y Jorge se perdió en las profundidades del Río de la Plata. Cuando Álvaro y su madre fueron rescatados de las aguas no

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había rastros del futuro sacerdote (los detalles de su ingreso al Semi-nario Diocesano de San Martín habían sido resueltos antes del funesto viaje). Volvieron a Buenos Aires sin pronunciar una palabra, atónitos, al borde del colapso nervioso y, naturalmente, muertos de frío.

MArtes, MArzo 08, 2005, 3:00 PM

Tita Merello, nuestra gata de Bombay, no perdió su vivacidad des-pués de que la mandamos a castrar. Sigue haciendo cosas de gata y no se convirtió, como era mi temor, en un bibelot decorativo. Se pasó todo el verano cazando moscas y cualquier insecto que cayera dentro de su radio de actividad. Y si se ponen fuera de su alcance (por esa tendencia de las moscas a dormir en los techos) nos llama para que la ayudemos. Somos una manada bien entrenada en cacerías grupa-les. Sólo una vez sus manías nos resultaron asquerosas y fue cuando apareció, una mañana, con algo en la boca que depositó, orgullosa, sobre la cama. Quería, ella, compartir su presa: una cucaracha que no sé de dónde sacó porque en casa no las hay. S. dice que seguramente era una cucaracha voladora que entró por la ventana.

Esta mañana, mientras S. dormía (porque se había quedado gran parte de la noche arreglando unas fotos que tenía que entregar hoy), yo me puse a mirar los diarios por Internet. De pronto, escuché un estrépito de cosas rotas que sonaba dentro de la casa. Lo que pensé, mientras corría a ver qué había pasado, es que en sus cacerías matuti-nas, la gatita había tirado las sillas que, desde el domingo, habíamos dejado en el balcón esperando inútilmente que se secaran. Para mi sorpresa, no fue así. Nos encontramos, S. (que se despertó con los ruidos) y yo, con tres palomas blancas que revoloteaban en un ataque de pánico entre los muebles. O mejor dicho, dos, porque la tercera ya había sido cazada por Tita Merello, que le había clavado los colmi-llos en el cuello y nos miraba como pidiéndonos que nos hiciéramos

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cargo de la presa así ella podía seguir persiguiendo a las otras, cosa que en modo alguno estábamos dispuestos a hacer. Conseguimos, después de un rato, atrapar las dos palomas que quedaban vivas y las pusimos en una caja de cartón. Ofendida, Tita se llevó el cadáver, que seguramente pensaba compartir con nosotros, al estudio fotográfico, donde suele acumular las cosas que caza (moscas o bolsas de plástico, hasta ahora) detrás del fondo blanco que usa S. en sus sesiones.

Lo siguiente fue averigüar qué había pasado y cómo cuernos esas palomitas (pequeñísimas) fueron a parar a nuestra casa. Bastó aso-marnos al balcón. La cuadra era un revuelo, y una vez más el Bar Mágico sacaba al barrio de su atonía y sus rutinas. Como empieza la temporada, mañana 9 (a las 19.30) hay una clase demostrativa gratui-ta para quienes quieran inscribirse en los cursos regulares de magia e ilusionismo y hoy habían traído las palomas que usarían los magos instructores. Todo eso nos explicó Ben, el encargado, cuando baja-mos a devolverle las palomas, lamentando la suerte de una de ellas. El hombre se hizo mucha malasangre porque, nos dijo, una caja para aparición y desaparición de palomas cuesta $ 130 y se le habían roto 2 en el percance. Además, son aves alimentadas con dietas rigurosí-simas para que puedan entrar en los bolsillos especiales que tienen los magos en sus trajes, lo que las vuelve particularmente onerosas. Nos quedamos charlando un rato, porque nos fascina el mundo de la magia (además el encargado intentaba a toda costa hacernos sentir culpables para que le pagáramos la paloma muerta). Así nos ente-ramos de los precios de otros artículos para magos que venden en la tienda, muchos de los cuales tienen (por razones obvias) nombres completamente herméticos, como «El gran Joquini. Nueva versión del rey encarcelado» o «El zapatito de Copperfield». La comunidad de magos e ilusionistas es muy celosa de su fuente de trabajo y es por eso que desde fuera parece una logia secreta o una mafia. En las páginas de Internet, incluso, suelen tener un «área secreta» a la que se accede mediante claves que sólo conocen personas iniciadas en el oficio y que pueden contestar preguntas como «¿Cuál es el nombre

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del fabricante más conocido mundialmente del artículo FP?».Nos enteramos, además, de que durante marzo presenta su show

«Los juegos de la mente» el «reconocidísimo mago argentino» Michel. Aparentemente, Argentina, como en tantos otros rubros, descolla en el campo del ilusionismo: además del pionero Fantasio, brillan en los escenarios del mundo Carlos Barragán (campeón mundial de Gran-des Ilusiones), Adrián Guerra (campeón mundial en Cartomagia y, a la sazón, propietario del Bar Mágico) y Henry Evans (campeón de la FISM). Volviendo a las palomas, también es argentino el conferen-cista internacional en la materia Ray Francas y varios compatriotras trajeron trofeos del último Flasoma (que es como una olimpíada de magos). «En este momento la magia en Argentina está muy fuerte», nos dijo Ben. Yo le pregunté si conocía la novela El mago de César Aira, pero me dijo que no e inmediatamente me arrepentí de mi tor-peza porque la charla perdió impulso y el señor volvió a quejarse de la «catástrofe» de las palomas. Le pregunté si le acercábamos el cadáver de la que había caído bajo las garras de Tita Merello (y otra vez estuve torpe porque se me escapó el nombre completo de la gata, y el hom-bre debe de haber pensado que lo estaba cargando) pero me dijo que no, que a él no le servía para nada. ¡Como si nosotros pudiéramos encontrarle alguna utilidad!

Sombrío, el regente del Bar-Escuela nos saludó diciéndonos que «están pasando cosas muy raras», lo que me alarmó y me obligó a preguntarle a qué se refería. «No sé, no sé», dijo. «Desde hace algunas semanas hay una energía rara... Todo sale mal o pasan cosas que nun-ca debieron suceder». Como yo mismo atravieso un período esotérico y me dejo llevar por cualquier brote paranoico, el hermetismo y el tono amargo de esa despedida me quedaron clavados en la garganta. No sé muy bien a qué se deberá, pero yo también siento un clima opresivo últimamente.

En definitiva, nos volvimos a casa, después de haber hecho dos reservas para la clase demostrativa de mañana y de haber dado a en-tender que, seguramente, íbamos a hacernos asiduos a los shows de

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marzo. Hay que resolver qué hacemos con el cadáver de paloma, por-que de ningún modo podemos dejárselo a la gata para que juegue.

MArtes, MArzo 08, 2005, 8:16 PM

Los titulares del diario La Nación de hoy, que recibo por correo, fun-cionaron otra vez como texto único para mi conciencia paranoica y me alarmaron porque me devolvían a un mundo que se presentaba hostil e, incluso, desconocido, desde el principio hasta el final. Es cierto que los diarios suelen abundar en noticias catastróficas pero a eso estoy acostumbrado. En cambio, es más difícil procesar al mismo tiempo la afirmación de un gobernador bonaerense: «El oficialismo soy yo» y la pregunta «¿Y si Bush tuviera razón?». Alarmas, malestar, reclamos, piquetes, neonazismo, el problema colonial de las Malvi-nas, un narcogate y 9138 años de condena es mucho para lo que mi actual hiperestesia me permite. ¿Y a qué se debe esta sensación apo-calíptica? ¿Será sólo el cansancio? ¿O es que los acontecimientos que mi vecino me contó y que poco a poco estoy volcando en estas pági-nas me han dejado con un humor amargo porque no alcanzo a proce-sarlos correctamente? Si tuviera que describir lo que siento, la verdad es que se parece al miedo. Y la paloma muerta de esta mañana me parece un presagio de feos acontecimientos por venir que el llamado de dos amigos, en los últimos días, confirma retrospectivamente. En fin, no quiero dejarme dominar por este estado, pero S. no termina de editar sus fotos. Me gustaría proponerle que nos fuéramos, un día o dos, a cualquier parte.

jueves, MArzo 10, 2005, 12:07 AM

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Cuando mi hermano murió tenía 18 años y yo cinco y medio más que él. Empezábamos a llevarnos bien, después de la mutua ignorancia a la que nos condenaba la diferencia de edad. Aunque murió de cáncer (teratoma embrionario), me sentí culpable por sobrevivirlo. Sólo con los años, y después de muchos años de terapia y muchísimos libros leídos, pude decidir que mi hermano se había muerto porque quería morirse (o porque no sabía qué hacer con su vida). Hoy tendría cua-renta años recién cumplidos (el pasado 10 de febrero) y no sé qué ha-ría, porque fue bien poco lo que alcanzamos a entrever de su posible futuro. Mi mamá, cada tanto, saca a relucir al que yo llamo «el niño muerto». Es nuestro propio fantasma familiar y todos sabemos que nos será imposible liberarnos de su presencia inmoderada.

Perder a un hermano en una catástrofe acuática como la que se lle-vó la vida del hermano de Álvaro debe de ser mucho más traumatizan-te, sin embargo. Para él, que lo sobrevivió por el capricho de los aconte-cimientos, y para su madre, que seguramente (y no sin cierta razón) se habrá considerado responsable de la muerte de su primogénito.

¿Qué iban a hacer, sino huir cuanto pudieran del recuerdo atroz que los perseguiría por los siglos de los siglos? La madre de Álvaro decidió volver a San Juan, de donde nunca debió salir, pensaba, ol-vidando que allí había perdido en un instante todo lo que la ataba a la vida, cuando un terremoto provocado por la cólera de la Difunta Correa atravesó las montañas y desmoronó sobre su familia entera y 10.000 personas más una lluvia de concreto, hierros y alambres retor-cidos. A la cabeza de su padre, literalmente, se la tragó la tierra.

Volvieron a Caucete, donde apenas si fueron reconocidos por sus antiguos vecinos, y se instalaron en los fondos de una fábrica de pastas caseras, donde tanto Álvaro como su madre podían trabajar a cambio de una módica remuneración y el alojamiento.

Álvaro ha investigado las circunstancias que rodearon su regreso a su ciudad natal desde todos los puntos de vista y pone a ese viaje «Bajo el signo de Saturno» porque en noviembre de 1977 Saturno es-taba en conjunción exacta con el Sol. Y, como Urano (en conjunción

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con Venus y en cuadratura con Marte) era, por esos días, regente del cielo de Caucete, interpreta que su uranismo pasó de la virtualidad (o la latencia) al acto por la fuerza de los astros.

El 22 de noviembre, Álvaro había acompañado a su madre al San-tuario de la Difunta Correa para dejar unas flores en conmemoración del cumpleaños de su abuela, quien de haber estado viva, ese día habría cumplido 90 años. Almorzaron en uno de los chiringuitos que ya en-tonces se desparramaban por el valle, y volvieron a Caucete a tiempo para que su madre cumpliera con sus obligaciones de media jornada en la fábrica de pastas y él pudiera aceptar el convite de Martín, un apren-diz de albañil mayor que él (tenía 17 años, cinco más que Álvaro), que desde hacia semanas venía tratando de convencerlo de que se fueran a pescar a una represa cercana (con carpa, para pasar la noche).

Álvaro aceptó sobre todo porque desde el mediodía su madre se mostraba «saturnina», presa de una melancolía completamente com-prensible pero que a veces se les hacía a los dos un escollo insalvable para la convivencia. «Hay tanta muerte, hay tantos acontecimientos funerarios», murmuraba su madre en esas ocasiones en que se ponía a amasar, junto con la pasta, su pasado funesto. Además, como él no era creyente o lo era de un modo vago, irresponsable, había acompañado a su madre al Santuario cediendo a sus ruegos, pero se había aburrido durante todo el trayecto y también mientras permanecieron en la cola de los fieles, los que venían a cumplir promesas o a reclamar pedidos incumplidos. Aunque miró con curiosidad adolescente (es decir: mal-sana) las montañas de muletas y sillas de ruedas que la gente dejaba como señal de agradecimiento y recordatorio de los milagros que a la Difunta se debían, sintió él también algún desasosiego del espíritu (o de la carne: a sus 12 años edad no tenía manera de ser mucho más preci-so) que confundió con mero aburrimiento y pensó que la excursión que su amigo le proponía era la solución para un día amargo.

Salieron poco después de las 5 de la tarde con sus cañas y mochi-las y al atardecer ya estaban instalados en medio de la nada (la gran represa de Ullum sería inaugurada años después y por entonces la

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zona estaba dominada por pequeños embalses que usaban los agri-cultores para el riego de sus fincas).

No importa sobre qué hablaron (y tampoco lo sé). Lo cierto es que la madrugada del 23 de noviembre de 1977, Álvaro se encontró a si mismo aullando de placer, ensartado por el culo por su amigo, dueño de una verga escandalosamente gruesa y una pericia para la penetración anal que era exactamente lo que Álvaro, el pequeño uranista, necesitaba para liberar la mala energía acumulada duran-te el día previo. Después de las primeras aproximaciones, hacia la medianoche, el albañil empezó a darle con todo y no parecía que fuera a parar en mucho tiempo. Álvaro cerró los ojos y vio sucesiva-mente la cabeza de su abuelo muerto (al que nunca había conocido sino por fotos viejas) y una esfera del tamaño de una pelota de golf que empezó a crecer hasta convertirse en una bola incandescente de 12,50 metros de radio.

En ese preciso instante (las 6 y 26 minutos con 23 segundos), que coincidió con la detonación de la verga de su amigo, que gritaba que le iba a llenar, por puto, el culo de leche, la tierra empezó a temblar y la cólera de la Difunta Correa se abatió, por segunda vez, sobre los Bustos. Caucete quedó destruida (hay una foto en la que se ve a Mar-tín acompañado de un compañero de cuadrilla, fuera de una grieta gigantesca que atraviesa una calle desolada) y, una vez más, fue por la intervención de la Difunta vengativa, que no le iba a perdonar a la madre de Álvaro que no hubiera sabido o querido rescatar a su pri-mogénito del naufragio en el Río de la Plata, que le hubiera negado el privilegio de que uno de sus descendientes tomara los hábitos y se encargara de hacerle compañía en ese lugar de locos donde todo el mundo venía a pedirle cosas y siempre fuera poco, para ella (que mu-rió de sed y se manifestaba como un ser sobrenaturalmente sediento), lo que a cambio le ofrecían.

La madre de Álvaro murió en su cama, aplastada por la raviolera industrial que cayó, junto con el techo del cuarto, desde la planta alta donde funcionaba.

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De todo esto se enteró Álvaro poco después, durante el día, cuan-do comprendió que el estremecimiento de la tierra nada tenía que ver con los goces que había experimentado esa madrugada en la que Sa-turno y Urano, Venus y Marte se habían divertido en la preparación del escenario para una nueva actuación de la Difunta.

jueves, MArzo 10, 2005, 6:04 PM

S. y yo nos cortamos el pelo en la academia de Llongueras, que queda en el barrio (Alsina y Virrey Cevallos), porque nos parece que toda inversión (de tiempo y plata) en peluquería es algo de lo que más tarde o más temprano uno termina arrepintiéndose. En realidad, el que más problemas tiene en el rubro pelo soy yo, porque S. se hace cortar siempre con máquina, de modo que puede recurrir a cualquier peluquería (incluso canina), pero yo no tengo esa suerte y necesito de un mínimo de pericia en el manejo de la tijera. En Llongueras, si bien el corte no es gratis como en otras academias de peluquería, hay que pagar un precio sensiblemente menor a los vigentes en el exigente mercado del cabello. Además, no me gusta cambiar de pelu-quero porque no conozco demasiados casos que hayan resultado en mejoras evidentes (el caso de Charlie Gamerro es uno de ellos, y es la excepción que confirma la regla). Hay que atenerse siempre al corte de costumbre y para eso nada es mejor que el peluquero de siempre (o la escuela en la que los forman).

Hoy nos fuimos caminando despacito mirando las vidrieras de los negocios del barrio y comentando lo bellamente anacrónicas que son. En ninguna otra parte podrían conseguirse tantos productos previos a la era del diseño como en nuestro barrio. Además, son negocios completamente eclécticos, y el mismo escaparate exhibe veladores, productos de tocador, herramientas ligeras o artículos de librería. Sospecho que todo eso debe venir de contenedores

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abandonados en el puerto. Siempre es un placer detenerse a tratar de adivinar la historia de cada uno de esos objetos, muchos de los cuales nos devuelven a la infancia.

Cuando llegamos al Centro Llongueras, nos dimos cuenta de que algo raro estaba pasando por la cantidad inusual de gente, sobre todo a esa hora temprana de la tarde. Yo tenía que hacer varias cosas en la calle y había elegido la peluquería como primer destino. En cuanto entramos, confirmaron nuestras sospechas. Aparentemente, produc-to de la crisis de seguridad edilicia que atraviesa Buenos Aires, están cerrando a razón de 60 locales por día porque no cumplen con las nuevas normas contra incendios y otras catástrofes urbanas. Varias de las sucursales de Llongueras fueron clausuradas hace poco por deficiencias de ventilación y sus empleados debieron ser trasladados, en la emergencia, al instituto de capacitación de la firma, donde no están acostumbrados a recibir a tantos clientes.

Nos sentaron en sendas sillas giratorias en el salón de los trabajos prácticos, que queda al lado del aula de las clases teóricas (que nunca pude ver por dentro, pero donde no se puede fumar ni comer, según rezan los carteles de su puerta), nos entregaron una pila de revistas (Caras, Gente y otras abominaciones) y nos abandonaron a nuestra suerte sin decirnos nada. Después de haber mirado dos revistas de ésas (lo que me llevó a preguntarme cómo es posible que la gente las com-pre y a contestarme que en realidad la gente no las compra y todas ellas van a parar a las peluquerías y salas de espera de quinesiólogos, podólogos y otros lugares donde las personas aburridas se entretienen con ellas), me dejé dominar por el malhumor y empecé a decirle a S. que no sabía si tenía ganas de esperar tanto. Del dicho al hecho no hubo prácticamente tránsito (nauseabundo como me sentía por haber tenido que compartir la intimidad de Bernardo Neustadt, por haber-me enterado de la reconciliación de Moria y Florencia de la V y por haber tenido que mirar con indignación creciente la foto de Tarantini y su nuevo amor, una abogada vieja como él que se levantó en un pub de Palermo, al borde de una pileta los dos y con una mucama en uni-

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forme y con una bandeja en la mano como fondo) y, hecho un basilis-co, me levanté, atravesé el salón preso de una cólera completamente fuera de lugar, informé a los empleados administrativos que no tenía tiempo para perder en esperas como ésa y me retiré como una diva a la que sus admiradores han silbado en el Colón porque desafinaba.

Obviamente no podré volver nunca más a ese lugar, no tanto por-que me hicieron esperar, sino por la vergüenza que me daría que me recordaran tan desencajado. En la esquina de Alsina y Virrey Ceva-llos me despedí de S. y partí en un taxi a mi segundo destino (tenía que cambiar un cheque que había cobrado en concepto de honorarios y que se me había vencido), en Barrio Norte, de los más detestables de todo Buenos Aires (ruidoso, abigarrado, siempre lleno de gente overdressed que nos hace pensar que salimos a la calle como pordiose-ros: un verdadero asco). Cumplido el trámite administrativo, decidí buscar en la zona (ya que abundan) una peluquería donde acabar con mis penurias de una vez y para siempre. Elegirlas por el aspecto habría sido un despropósito (ningún ambiente puede ser más desan-gelado que una peluquería, ni siquiera el consultorio de un dentista), y la cantidad de clientes tampoco es un buen indicador: si hay mucha gente, habrá que esperar mucho; si no hay nadie, es porque cortan mal el pelo. Terminé, para mi pesar, en Staff Cerini Hair System, donde el tumulto era tal que me sentí completamente arrepentido de haberme propuesto cortarme el pelo, esta mañana. Hice, como se dice, de tripas corazón, y me sometí a un muchacho con cara de pescado que parecía dominar su oficio pero no la psicología elemen-tal, porque con la cara de pocas pulgas que yo tenía de todos modos insistió en preguntarme a qué me dedico e inmediatamente me pidió diagnósticos sobre el estado actual de la cultura en Argentina. Salí de ahí (después de haber pagado el triple de lo que tenía calculado) rum-bo a mi tercera obligación del día, más arriba por la calle Marcelo T. de Alvear. En el camino me topé con una santería y entré a preguntar si tenían un San Sebastián, para reponer el que Tita Merello rompió en su reciente avatar de cazadora de palomas. La chica que me aten-

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dió ni lo conocía: «me voy a fijar en la estampita», me dijo. «Es uno que está atado y atravezado con flechas», le dije. No lo tenía. Seguí camino, hice lo que tenía que hacer y me volví a casa, donde me en-contré a S. con el pelo recién cortado y a Anselmo, que había venido a ayudarlo a cortar unas maderas para instalar un nuevo sistema de iluminación en el estudio de fotografía. Me puse las bermudas, me enjuagué la cabeza para sacarme el gel y me puse a trabajar con ellos a ver si se me pasaba el hair stress.

lunes, MArzo 14, 2005, 3:52 PM

La primera vez que llevamos a Tita Merello a la Veterinaria Franklin, para desparasitarla, era tan chica que cabía en una mano. Desde aquel episodio debe de haber pasado cerca de un año. Hoy fui nuevamente a por lo mismo, sin suerte, dado que no sé bien por qué urgencia el ne-gocio estaba cerrado. Uno de los dueños de la veterinaria, creo que el Dr. Roca (el otro es el Dr. Rosa), es hijo de los viejitos que tienen, tam-bién sobre la Avenida, y en la misma cuadra, un bazar fabuloso (Grill Fogata) donde siempre nos gusta detenernos a mirar lo que exhiben, porque la vidriera está dominada por el anacronismo y el eclecticismo, que son los rasgos de los negocios del barrio. Más de una vez hemos comprado ahí cosas para la cocina (una sartén, un secador de verduras centrífugo, una tabla ovalada de madera para cortar carnes) y cada vez aprovechamos para quedarnos charlando con Don Félix, quien, por otra parte, es amigo de una de las abuelas de S.

Entre los dos (por la cantidad de años que hace que viven en el barrio) conocen vida y misterios de varias manzanas a la redonda. De más está decir que el gato de esta abuela también se atiende en la Veterinaria Franklin, que sin embargo no goza de las simpatías de la señora Laura, nuestra vecina, que alguna vez acusó a los Dres. Roc/sa de «carniceros». Es cierto que cuando nuestra Tita volvió de

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su operación parecía un personaje de película gore, pero me dicen los que saben que eso pasa siempre. Yo no tengo motivos de queja, sino todo lo contrario.

Esta otra abuela no es de la que ya he hablado, la que cada tanto nos despierta con sus gritos; y tal vez no vuelva a mencionarla, por-que una tía de S., que vive en Panamá, le prohibió terminantemente que reprodujera fotos de su madre, de ella misma o cualquiera de sus familiares directos en su página de Internet, preocupada por su carácter marcadamente uranista (más vergüenza debería darle que su hijo, como descubrió S. en la red, milite en una asociación masónica centroamericana, pero eso es harina de otro costal). Ya que la prohi-bición no se hizo extensiva a mi persona, veré a qué atenerme con el tiempo, pero por ahora me llamo a cautela porque no quiero crearle a S. problemas familiares.

Entre las personas que los dueños del Bazar conocieron, debo ocuparme, por razones que ahora parecerán capricho pero que se entenderán más adelante, la más notoria es Álvaro Yunque, uno de los grandes escritores argentinos (hoy un poco olvidado), que vivió en una casa de la calle Estados Unidos, circunstancia que un letrero proclama con justificado orgullo en la puerta que lleva el número 1822 y frente a la cual pasamos cada vez que vamos a la florería de Estados Unidos y Combate de los Pozos, justo enfrente de la gomería donde, dice Andi (yo no he podido comprobarlo nunca, pero le creo), trabajan los chicos más lindos del barrio.

Álvaro Yunque (1889-1982) era el mayor de nueve hermanos (en realidad, los viejitos del Bazar Grill Fogata conocieron mejor a los más jóvenes) cuyos nombres (por capricho, falta de imaginación o espíritu lúdico de los padres) comenzaban todos con la letra A: Ál-varo, Arístides, Ángel, Adrián, Angelina, Augusto, Ada, Alejandro y Alcides. Ángel adoptó el seudónimo de Ángel Walk y fue pionero, junto con su esposa, Olga Casares Pearson, del radioteatro argenti-no. En aquella época, los vecinos se sentían orgullosos de esas dos celebridades de los medios (lo mismo sucedió con la desaparecida

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actriz paraguaya Nelly Prono, que también fue vecina de este barrio y amiga de Don Félix).

De todos modos, la estrella de los Yunque siempre fue Álvaro, quien a partir de 1922 fue un gran animador de las letras argentinas y tuvo un papel decisivo en la constitución del grupo Boedo, del que participaban escritores de «intención social», ideales izquierdistas y (dicen sus detractores) escaso talento literario. Militantes, antifas-cistas cuando tocó el turno, perseguidos por la Dictadura los que llegaron a vivirla, simpatizantes y promotores de las expresiones de la cultura urbana popular, los boedístas fueron enemigos acérri-mos de los escritores de Florida (Borges, Girondo y otros nombres igualmente célebres de las letras argentinas), tal como se nota en el siguiente poema de Álvaro Yunque, uno de los más logrados que escribió en este registro:

Retruque a un poeta de Floridapor Álvaro Yunque

¿Pa’ vos es una blasfemiaque yo afile versos rantes?Seguí vos con tu Academia,yo me junto con Cervantes.

¿Vos le negás tu versadaa las chusmas del suburbio;vos sos agua filtraday ellos son arroyo turbio?

No esperaré que apadrinesnuestro canyengue, es bastardo;vos seguí con tus latines,yo me quedo en mi lunfardo.

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Veremos, a fin de cuentas,quién de los dos era el turro,si vos con tus ornamentaso si yo con mi champurro3 .

Ya alumbraremos la vidasi nos da fósforo el genio;vos, poeta de Florida,yo del arrabal porteño.

MArtes, MArzo 15, 2005, 12:18 AM

El más intransigente de los críticos de este diario personal vive en casa. Cada vez que las lee, S. me reprocha que el carácter pormenorizado de mis comunicaciones sobre los acontecimientos del barrio atenta contra la verosimilitud de lo que digo. Al mismo tiempo, se queja de que intro-duzco detalles de color que no agregan sino una apariencia vicaria de literatura a fragmentos de vida cotidiana, cuyo único encanto debería ser el que tuvieren «en bruto». La segunda crítica la acepto de buen gra-do, pero si no me tomara esas libertades no sé si me divertiría contar las cosas que me cuentan o las que me pasan. La primera, por el contrario, me parece injusta. Voy ordenando los fragmentos de una historia (que por el momento se me escapa) de la manera más clara para el lector y con los recursos (limitados, lo sé) a mi alcance. Si la vida de Álvaro, nuestro vecino, resultó un cúmulo de calamidades no es culpa del na-rrador, sino del modo en que los hechos le fueron transmitidos.

Es verdad que en la primera cena con nuestros vecinos y en los encuentros que después se fueron sucediendo (y de los que apenas he dejado aquí registro por falta de tiempo), lo que Álvaro fue contando

3 champurrear: 1 NOArg coloq Hacer algo con descuido. / 2 coloq Expresarse mal en una lengua extran-

jera por no dominarla suficientemente. (Diccionario del español de Argentina, Claudio Chuchuy, coord.)

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de su vida (y que, en resumidas cuentas, podría resumirse en cuatro frases) formó parte de una estructura argumentativa y no de un relato autobiográfico. No es así como funcionan las charlas de so-bremesa y si me abstuve del rigor testimonial fue, como dije antes, porque me pareció más ordenado.

Ya dije que Marcos se dedica a diversas disciplinas relacionadas con el cultivo del cuerpo. Es además un excelente cocinero aficionado. Esas dos razones, más su simpatía arrolladora, alcanzaron para que yo me convirtiera en incondicional escucha de cada una de sus peregrinas aventuras en el universo del cuidado de sí, de las que un día de éstos haré un resumen. Varios de nuestros viejos amigos, en sucesivas visi-tas, han coincidido conmigo en esta predilección, lo que demuestran preguntándome antes por nuevos pormenores en la vida de mi joven vecino que por mis cosas.

Debo ser justo: nada se presta menos al relato que mis días, que por ahora son una sucesión aburrida de combates con el índice de un libro, la estructura rítmica de una frase, el sentido y los límites de una cate-goría o las puntuales actividades que demanda la vida cotidiana (una excursión a la peluquería que sólo la monotonía de mis actividades habituales puede transformar en una aventura, el estado de las plantas del balcón, etc.), de modo que el regalo que me hace Marcos al darme temas de conversación con mis amigos no puede ser más precioso.

Diferente es el caso de Álvaro, porque hay algo negrísimo y atemo-rizante en su existencia, al menos para mí: S. dice sencillamente que está loco. Yo no soy supersticioso y tiendo a descreer enfáticamente de todos los sistemas esotéricos (incluidas, claro está, las religiones). Álvaro, sin embargo, no sólo los defiende sino que además los en-carna: vive en estado de comunión con principios extra-terrenales. Y como es un individuo inteligente y relativamente culto, consigue que mis pretéritas convicciones cedan paso a una duda turbia que en nada me hace bien. Yo, que creía haber conquistado el paraíso sobre la Tierra desde que me mudé a este barrio, ahora ya no me siento tan cómodo y temo que alguna de las catástrofes que Álvaro parece nece-

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sitar como garantía de que existe también a nosotros nos arrastre.Todo esto empezó porque Álvaro, como tantas otras personas en

este mundo, «fue mi alumno». Se dio esa circunstancia al comienzo de mi carrera docente, cuando yo daba clases de Semiología en el Ciclo Básico Común. Quisieron determinadas circunstancias que yo quedara a cargo de la coordinación de la materia en la Sede San Isi-dro del CBC y que, celoso como siempre fui de los aprendizajes de los alumnos que se me encomendaban, si bien no tenía obligación de hacerlo, dictara unas «clases teóricas» optativas los sábados por la mañana. Hermética como siempre fue esa disciplina para el común de los graduados secundarios (más por el conjunto de categorías en la que se funda que en la complejidad de los conceptos que propo-ne), mis clases se poblaban más allá de lo esperado y los auditorios multiplicaron siempre por varios dígitos (más o menos variables) el módulo 100 que era (y es) la base de asistencia a cada curso. Álvaro recuerda particularmente una clase que yo daba sobre «La clave de los sueños» para explicar algunos aspectos dogmáticos sobre la teoría de los signos (el vínculo convencional entre el signo y la cosa, la tipo-logía de los signos que debemos a Peirce, la diferencia entre signo y señal urdida por un argentino, esas delicias).

Esa clase, dice, le cambió la vida (¡a él, tan luego a él, que es el producto de mil calamidades sucesivas, mis palabras adormecidas y protocolares le cambiaron la vida!), al menos en lo que al aspecto profesional se refería. Álvaro comenzaba sus estudios de Psicología (para los cuales la Universidad de Buenos Aires obliga a sus alum-nos, con justicia, a iniciarse en los rudimentos de la semiología y el análisis del discurso). Siguió en carrera, pero después de dos años de-cidió abandonar esas «chapucerías pseudo-científicas», «homófobas», «falocéntricas» y «burguesas» para dedicarse de lleno al estudio de aquello para lo cual tenía verdadero feeling y para lo que yo le había suministrado, con mis clases (¡en su perspectiva! Me declaro inocen-te), los rudimentos para construir una teoría racional y consistente: las Ciencias Ocultas.

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Álvaro no sólo es devoto de la Difunta Correa y un conocedor profesional de la Astrología Sistemática (de hecho, se dedica profe-sionalmente al estudio de cartas natales y a atender desesperadas con-sultas de personas a las que la vida trata mal), sino uno de esos usua-rios de cualquier sistema pseudocientífico basado en la influencia de fuerzas más o menos supraterrenales sobre los acontecimientos. En eso, es una excrecencia no típica de la ideología new age de la cual todos alguna vez participamos y maneja un vocabulario que incluye palabras como «Caosmos», «Pacto Mágico» y «Kia» sobre las cuales es poco lo que yo sé.

Discutíamos eso, precisamente, en la sobremesa de nuestra pri-mera cena y Álvaro, para vencer mi escepticismo, introdujo como ejemplos los pormenores en los que antes me detuve.

Lo que en ese momento mi vecino quería demostrarnos era algo a lo que yo mismo le había dedicado más de una lectura y en relación con lo cual había hecho más de una «explicación de textos» (Bowles, Pasolini, Carrera): la numerología. Siempre entendí que el pitago-rismo, como sistema filosófico, venía a resolver las estériles disputas políticas entre los partidarios de Parménides y de Heráclito. Por el lado del orden matemático me resulta (ba) más fácil explicar el ser (o su imposibilidad). De ahí a la numerología hay sólo un paso (requiere atravesar un abismo, pero es sólo un paso). Y Álvaro pretendía que yo lo diera con el sencillo argumento de que él ya lo había dado.

Discutíamos la potencia del número, para demostrar lo cual, claro, Álvaro barajó una cantidad de ejemplos completamente ar-tificiales. Harto de mi resistencia, recurrió a su propia vida porque es verdad que contra la vida de los otros no hay argumentos que podamos esgrimir.

Todo lo que la familia de Álvaro tuvo que sufrir (desde los pro-blemas de riñón del abuelo que murió decapitado hasta el accidente acuático que se llevó la vida de su hermano y el terremoto que aplastó a su madre) responde, según él, a un orden oculto de las cosas, orden que se manifiesta en una sencilla operación algebraica: el terremoto

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de San Juan se produjo el 15.1.44 a las 20.50.35 horas, con la con-junción Marte/ Urano en una casa angular. El terremoto de Caucete ocurrió el 22.11.77 exactamente a las 6.26.23. Sumados todos esos números, se llega a un resultado idéntico: 165.

¿Y con eso qué (es lo que yo pregunté)? Sumados los dígitos de ese resultado se obtiene la cifra de 12. ¿Y? Y 12 eran los años que Álvaro tenía cuando aceptó con una explosión de dicha el regalo de su amigo (albañil, pescador en sus ratos libres y habilísimo en el delicado arte del encule). O, dicho con las palabras y el sistema de categorización de Álvaro, «todo estaba escrito desde el fondo de los tiempos para llegar a eso: Marte (Martín) como dispositor de Urano».

Miércoles, MArzo 16, 2005, 1:43 PM

Finalmente, Tita Merello consiguió reunirse con su médico veteri-nario. La llevó S., en su jaula de paseo, para que la desparasitaran. Me contó, cuando volvió, que la veterinaria estaba atestada de perros moribundos. De hecho, parece que uno de ellos (de gran porte) murió en la camilla en circunstancias poco claras. Sus dueños lloraban en la sala de espera, lo que conmovía y atemorizaba a los portadores de los demás perros enfermos. Aparentemente, la enfermedad que terminó con los días de Iván, el perro de Andi, no fue un caso aislado y son muchas las mascotas enfermas en el barrio. Cuando por fin atendie-ron a Tita, S. interrogó al veterinario, que pretendió tranquilizarlo diciéndole que no se trataba de una epidemia, sino de algo más raro: todas enfermedades diferentes, la mayoría de ellas muy improbables estadísticamente, pero que aparecieron al mismo tiempo en las úl-timas semanas. De hecho, varias veces tuvieron que dejar la clínica cerrada (cosa que comprobé hace un par de días) porque las emer-gencias obligaron a los doctores Roc/sa a concurrir a los domicilios donde los animales agonizaban.

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Tita Merello recibió las inyecciones contra los parásitos (que esta vez no fueron aplicadas preventivamente, porque revisando sus de-posiciones habíamos encontrado unos gusanos) y, al mismo tiempo, un diagnóstico inesperado pero para nada sorprendente (basta mirar la última foto que le hizo S. para darse cuenta de que nuestra gata se parece cada vez más a un lobo marino): sufre de un desorden alimen-ticio («Binge Eating Disorder»).

Ahora tenemos que someterla a una dieta rigurosa: durante los próximos tres meses sólo podrá comer Obesity, un alimento adelga-zante. Y después, alimento light de por vida.

Aunque tratamos de minimizar la angustia típica de los comedo-res compulsivos (llamándola «gorda chancha», «Porcelandia», «balle-nita», «Homera» o «Medigrand», como si todo fuera una comedia), no descartamos una futura consulta psicológica.

lunes, MArzo 21, 2005, 5:33 PM

El misterio de los túneles coloniales de Buenos Aires� Por Jorge LarrocaNadie se ha puesto de acuerdo sobre el significado de los túneles co-

loniales que recorren buena parte de la zona sur y céntrica de Buenos Aires. Proliferan las explicaciones y ninguna de ellas alcanza a descartar a las demás con la fuerza de lo demostrado. La historia quiere docu-mentos. Y en esta cuestión de túneles, que por eso mismo, quizá, es tan oscura como oscuros e impenetrables a la luz son los pasadizos que co-rren bajo tierra, nadie ha encontrado todavía el ignorado manuscrito que ilumine una penumbra que tiene ya una larga proyección de tres siglos.

La frecuente aparición de túneles y de recintos subterráneos como consecuencia de derrumbamientos o construcciones ha determinado que un grupo de especialistas se ocupe, por primera vez oficialmente,

4 Este artículo fue publicado en la revista Todo es historia, 2 (Buenos Aires: junio de 1967)

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de todos los aspectos relacionados con su existencia. Se trata de esta-blecer, en primer lugar, qué inconvenientes pueden crear a la pobla-ción y, además, de considerar esas construcciones bajo nivel desde un punto de vista eminentemente histórico, proponiendo las soluciones más adecuadas. En nuestra búsqueda de antecedentes hablamos con el arquitecto Héctor Greslebin, tal vez el primero que se ocupó de es-tas cuestiones con metodología científica; declinó formular cualquier tipo de referencias, aunque admitió haber hecho entrega al ingeniero Krieger [que preside el grupo de especialistas], a pedido de éste y cuando se iniciaban las tareas de la comisión, de gran parte de su archivo sobre la materia. No ha pasado inadvertido que las autori-dades encargadas de designar a los miembros del organismo oficial hayan olvidado el nombre del arquitecto Greslebin, alta autoridad en túneles coloniales.

A la espera del funcionamiento de la comisión comunal y de la publicación del trabajo mencionado haremos una reseña de los ha-llazgos más importantes que se dieron a conocer, periodísticamente, desde el 1900 a la actualidad. Insistimos: ahora, en junio de 1967, to-davía no se ha publicado libro alguno sobre el tema. El ex director del Museo Etnográfico, señor F. F. Outes, anunció en 1928 la inminente aparición de una obra suya. Si así fue, nadie se enteró. Tampoco se han hallado documentos en los archivos.

Resulta curioso comprobar que pasara tanto tiempo sin que al-guien escribiese sobre las galerías subterráneas. ¿Eran, acaso, un tema tabú? Se cree que los primeros subterráneos datan de fines del 1600, es decir, un siglo después de la fundación de la ciudad por Garay. Durante todo el 1700 y la mayor parte del 1800, ni una sola mención cuya existencia sea pública y notoria. ¿Existiría una especie de tácita censura acerca de estas cuestiones? Lo cierto es que la primera noticia data de 1865, o sea, una fecha dos siglos posterior a la que se presu-me que se construyeron las galerías del subsuelo porteño. Doscientos años durante los cuales muy pocos habrán tenido conocimiento de esa red oculta y vedada. Quienes la conocieron, o supieron de su exis-

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tencia, no demostraron interés en dejarlo documentado. De esa cir-cunstancia deriva, probablemente, el halo de misterio, la sensación de sobre lacrado que ha rodeado siempre toda referencia sobre el tema. Por otra parte, es sabido que muchos profesionales de la construcción ocultan eventuales descubrimientos de túneles en la creencia de que una intervención oficial ante el hallazgo provocaría retrasos en los plazos de construcción y el consiguiente encarecimiento de la obra. Prefieren no dar aviso y hacer desaparecer la galería (con más sentido práctico que conciencia histórica) borrando cada vez más la posibili-dad de precisar el verdadero alcance y extensión de los subterráneos coloniales porteños.

El jueves 19 de agosto de 1909 el diario La Nación publicaba un artículo titulado «Los subterráneos de Buenos Aires», en torno a los hallazgos hechos por el ingeniero Carlos E. Martínez en el curso de trabajos de saneamiento del subsuelo ciudadano dispuestos por la Asistencia Pública. «Se sabía por antigua tradición», dice la nota, «que debajo del ‘mercado viejo’ (Alsina y Perú) existían subterráneos, afirmándose que ellos formaban parte de las comunicaciones miste-riosas que en la época colonial servían entre convento y convento, así como con algunos templos. Algo más había, como dato preciso, pues cuando hace muchos años, en 1865, se construyó la puerta de entrada al mercado, al excavar para fundar cimientos de los pilares, los obre-ros encontraron una ¡bayoneta y cabellos de mujer!»

Se dice en esa nota que al hacerse la perforación pudo reconocerse la entrada a una vasta cámara abovedada, obstruida a esa altura por gruesas vigas. «No se trataba», expresa el cronista, «de un subterráneo reducido. A los 14 metros de profundidad había una sala enorme con bóveda y muros gruesos.»

Se encontraron varias cámaras, con medidas aproximadas a los 12 metros de largo por 8 de ancho y situadas a unos catorce me-tros de profundidad. Nada había en ellas que pudiera dar indicios acerca del objetivo para el que fueron construidas. Apenas «¡un esqueleto de perro, una aceitera, un pito, un estuche, una jeringa y

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una calavera de gato!». Los descubrimientos de 1885 y la aventura vivida por un soldado

inglés en 1887 -dijo haber recorrido una galería subterránea desde la iglesia del Socorro hasta la Recoleta, unos 1.300 metros en línea recta5 constituyen los más antiguos antecedentes conocidos acerca de la existencia de túneles en Buenos Aires. Y antes del mencionado artículo de La Nación, en el número de Caras y Caretas correspondiente al 26 de marzo de 1904, un señor que firma Blas Vidal había publica-do «Una excursión por los subterráneos de Buenos Aires». Algunos párrafos de la nota de Vidal: «Hemos comprobado la existencia de pasajes subterráneos, cuyo fin no deja de ser sugestivo, puesto que obedecen a un plan general de comunicaciones entre los conventos que datan de la época colonial. No debe suponer que hayan servido para el desagüe de la ciudad, pues esos subterráneos nada tienen que ver con los ‘terceros’ que en aquella época hicieron oficio de cloacas, siendo el principal de ellos el que va de la calle Chacabuco a la de Chile y que mide cuatro metros de ancho por dos y medio de alto, mientras que los subterráneos en cuestión tienen de ocho a diez me-tros de alto por siete de ancho, capacidad exageradísima que impide admitir hayan sido construidos para el desagüe. Uno de ellos va de la calle Piedras y Alsina, donde está el convento de San Juan, hasta la calle Defensa, atravesando el Museo Nacional, la Facultad de In-geniería y las iglesias de San Ignacio y San Francisco». Sigamos el itinerario de Vidal: «Este mismo camino corta en ángulo recto con la iglesia de San Francisco, atraviesa por la calle Victoria entre Defensa y Bolívar y sigue en dirección a la calle Viamonte; y es posible que por el sur tenga otra comunicación que una el citado convento con el de Santo Domingo, que dista dos cuadras» (Belgrano y Defensa). Relata a continuación parte del recorrido que pudo hacer por esas galerías durante tanto tiempo ignoradas y dice que pudo comprobar «que esa comunicación se extiende por el oeste, partiendo de Piedras y Alsina en dirección al convento del Salvador (Callao y Tucumán);

5 Manuel Bilbado. Traducciones y recuerdos de Buenos Aires (1954), pág. 437.

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siguiendo de allí por la esquina de Riobamba y Paraguay hasta el antiguo convento de las irlandesas. Cuando quemaron el Salvador 6, el doctor Antelo libró de la muerte a cuatro frailes que salieron de entre los cimientos del edificio por una puerta solamente por ellos co-nocida». Y agrega otra noticia: «En la calle Ecuador entre Paraguay y Mansilla se produjo un derrumbe en el año 1873 y su dueño, señor Colombo, vió un subterráneo que quedó al descubierto».

La breve descripción que hace de su viaje por una de las galerías nos ha parecido interesante: «La brújula señalaba el NNE, suponiendo que iba en camino de la calle San Martín, cortando transversalmente la Plaza de Mayo. Quizá pasáramos por debajo de la Catedral. Bajamos después a la cripta de la capilla de San Lorenzo y a la catacumba de San Francisco (Alsina y Defensa) en la que se conservan las momias de la señora viuda del virrey del Pino y del general chileno Mackenna muerto en duelo a pistola por el coronel Carrera, también chileno, que yacen encerradas en dos arcas de las que se usaban para guardar cau-dales en tiempos del virreinato».

La Nación del 17 de agosto de 1909 informa sobre unos subterráneos en casa del señor Aguirre, en Bolívar 102, esquina Victoria, donde hoy nace la diagonal Sur. Trancribamos el relato del cronista, ya ubicado dentro del recinto, a seis metros bajo tierra: «La impresión de soledad se impuso sin rumores y dentro de una construcción de otra época que parecía hablarnos con sus líneas y sus silencios, nos sentimos como transportados a ‘aquel entonces’. Todo nuestro horizonte era ese cua-dro con sus muros gruesos y elevados, sus bóvedas y sus nichos miste-riosos, sus revoques perfectamente conservados, parte de sus pinturas y algo extraño y nuevo sorprendía: la luz no irradiaba allí».

La revista Caras y Caretas se ocupa nuevamente de los subterráneos de Buenos Aires el 28 de agosto de 1909.

Vicente Nadal Mora, en el número 8 de la revista Historia (abril/junio 1957, páginas 132/137), publicó un trabajo sobre las galerías subterráneas «que, intercomunicadas entre sí, se extendían bajo la

6 28 de febrero de 1875.

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parte céntrica de antaño». Luego de aludir al entubamiento del an-tiguo zanjón de Granados, una especie de arroyo que se iniciaba en vecindades de la actual plaza Constitución y desembocaba en el río por la calle Chile, recuerda que mientras se construía el actual Cole-gio Nacional Central descubrió un pequeño hoyo junto a la puerta de servicio que hoy lleva el número 233 de la calle Bolívar. Relata cómo se deslizó por la pendiente hasta encontrarse en una galería subterrá-nea y todos los pormenores de su cuidadoso avance por túneles que de tanto en tanto se bifurcan en distintas direcciones.

En este punto creemos oportuno citar el testimonio del arquitecto Héctor Greslebin, publicado por La Prensa el 9 de diciembre de 1964. Siendo estudiante, en 1912, se produjo un hundimiento en el antiguo edificio de la Facultad de Arquitectura, en Perú entre Alsina y Moreno. El fue uno de los que bajaron a reconocer «un túnel de bien delineados contornos» así descubierto. Recuerda que en 1915 el ingeniero E. Toper-berg realizó un relevamiento parcial de esas galerías y sobre su croquis, archivado bajo el N° 261 en la Dirección General de Arquitectura del Ministerio de Obras Públicas, comenzó su investigación. En sus descen-sos, allá por 1917 y 1918, utilizaba dos entradas: una ubicada en los sótanos del Colegio Nacional Buenos Aires y otra, hoy tapiada, en los sótanos del antiguo Museo de Historia Natural, Perú 208. En síntesis: descubrió y recorrió tres galerías principales y varias de menor impor-tancia o extensión por debajo de la célebre «Manzana de las Luces». Una, de sur a norte, atravesaba el colegio, la iglesia de San Ignacio y quedaba interrumpida, bajo la calle Alsina, debido a un derrumbamien-to. Otra, desde el sudoeste hacia el norte, desde la calzada de Perú, muy cerca de Moreno, hasta concluir en un trazado paralelo a la acera, unos 6 o 7 metros de ésta, donde desemboca otro túnel. La tercera galería avan-za de oeste a este, atravesando la primera de las mencionadas y desde ella surge, además, otro túnel en dirección a la calle Alsina.

En distintos relatos que no parecen obedecer a fuentes «de muy buena tinta», se asegura que existía todo un sistema de galerías que unían el Fuerte con zonas estratégicas de la ciudad. Incluso se ha di-

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cho que había ramales que llegaban hasta lo que es hoy Villa Crespo, otros hasta Palermo y, por el lado sur, casi hasta el Riachuelo.

Nadal Mora (obra citada) no arriesga opinión al decir que [los túneles de Montserrat] fueron «comunicaciones secretas con un fin aún desconocido, cuya historia queda librada a las investigaciones del pasado de la ciudad vieja». Y del arquitecto Héctor Greslebin to-mamos, como final de este trabajo, la siguiente expresión de deseos: «Los subterráneos no deben destruirse. Son una parte esencial de la historia argentina y de la vida secreta y antigua de Buenos Aires».

Miércoles, MArzo 23, 2005, 1:25 PM

Anoche comimos con Bárbara, para festejar su cumpleaños. Como justo ayer llegó Silvia desde Berlín, y tiene que renovar su DNI, se quedó a dormir en casa para no tener tanto viaje. Esta mañana, cuan-do se fue, la acompañé hasta la esquina y, volviendo, me topé con Ben, el encargado del Bar Mágico. Lo saludé amablemente y apro-veché para contarle que Tita Merello, después de la cacería que ter-minó con una de sus palomas, había entrado en un cono de sombra o en un brote psicótico. «No es la única», me contestó, sombrío. E inmediatamente me preguntó: «¿No vio lo de los perros de la cua-dra?». Como yo no estaba enterado de nada, me dijo que varios de los perros habían también sido presa del delirio y habían perdido su cordura. Había intervenido incluso el departamento sanitario corres-pondiente, temeroso de que se tratara de un brote de rabia. Pero no: era un trastorno mental lo que estaba afectando a los perros que, an-tes cariñosos, ahora se volvían contra sus dueños. Algunos somatiza-ban y habían desarrollado enfermedades extrañísimas, me dijo. «¡Es verdad!», le contesté, acordándome de lo que me había contado S. cuando fue a la veterinaria. «¿Y las palomas?», le pregunté. «Atonta-das», me dijo. «Como si tuvieran miedo».

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doMingo, MArzo 27, 2005, 9:14 PM

Álvaro Bustos se dedica a la astrología sistemática como una forma (pienso yo) de ordenar de acuerdo con algún principio los padeci-mientos a los que tres generaciones de su familia fueron sometidas por el capricho de María Antonia Deolinda de Bustos, conocida como la Difunta Correa y, según el astrólogo profesional y arqueólo-go aficionado que vive en mi edificio (le conozco otros pasatiempos que pasaré por escrito en cuanto tenga tiempo), su antepasada más famosa. Ese sino catastrófico provocado por la ira vengativa de una Palas tercermundista ha terminado por resultarme amenazante y a él vengo atribuyendo (sin ninguna razón, piensa S.) las catástrofes que últimamente se suceden en Montserrat, nuestro barrio.

El otro día, estaba yo en la puerta de calle a punto de partir a hacerle una visita terapéutica a mi madre, que sufrió una caída tonta y ahora debe guardar reposo, cuando apareció el radiante Marcos, que salía a la calle sin rumbo fijo, agobiado, me contó después, por el encierro en el que vive Álvaro, quien no sólo sale poco de su casa sino que rara vez está fuera de su estudio (donde atiende sus consultas o trabaja en sus esotéricos proyectos). Carezco, como se sabe, de toda forma de resistencia a la simpatía arrasadora de Marcos (he notado que lo mismo le sucede a la mayoría de las personas que con él se cru-zan, con la excepción de S., que se burla de él cada vez que puede). Al verme, ofrecerse a ayudarme se unió en una sola frase a la manifesta-ción de la alegría que le provocaba nuestro encuentro. Naturalmente, cuando le expliqué el accidente de mi mamá y el propósito de mi par-tida se ofreció a acompañarme, aclarándome el favor que yo le haría aceptando su compañía, con lo mucho que a él le gustaba el campo y lo bien que le caía a su cuerpo respirar aire fresco, sobre todo en un día vacío de compromisos laborales como aquél.

Cuando terminamos de acomodar la silla de ruedas que yo había alquilado para mi madre en el baúl (operación no imposible, pero

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extremadamente complicada para una sola persona) ya habíamos arreglado los pormenores de la excursión. Quise volver a avisarle a S. el cambio de planes (tenía sesiones de fotos pactadas y que por eso no me acompañaba), porque sabía que no le iba a caer bien el improvi-sado picnic campestre en que se convertía mi visita terapéutica, pero después pensé que era infantil que me sintiera culpable, o en todo caso: era más inquietante que el hecho mismo de que estuviera lleván-dome (como después se me reprochó) a Marcos al campo.

Charlamos mucho. O mejor: Marcos habló mucho, interrumpi-do por mis carcajadas o mis gorgoreos de complicidad y de placer ante algunas de sus frases y mis incrédulos pedidos de aclaración en relación con otras.

Cuando llegamos, mi mamá, que estaba feliz con la visita, tardó cinco segundos en tratar a Marcos como uno más de sus hijos adopti-vos. El día estuvo delicioso y Marcos me rogó que destapáramos la pi-leta para poder nadar un poco, cosa que hice porque de todos modos quería controlar los niveles de cloro y el índice de alcalinidad antes de que viniera el invierno.

Marcos nadó mientras yo ordenaba los asuntos de mi mamá y de la casa. Hablé con Remigia, la mujer que va a venir a hacerle la comi-da cada mediodía y con Jorge, su nuevo chofer y mandadero, quienes sumados a los servicios de Dante, el jardinero, completan la red de contención que me permitirá vivir durante los próximos veinte días, antes que todo vuelva a la normalidad.

El placer de Marcos en el agua parecía sacado de Azul profundo o, si se prefiere una referencia menos maricona, Crónica de un niño solo. Esta película viene a cuento sobre todo porque Marcos, como su «primo», fue también un niño sin familia. De su infancia y de su relación con Álvaro hablamos en el viaje de vuelta. Durante el via-je de ida hablamos de cosas menos comprometoras, como nuestros mutuos antepasados (algo que para mí constituye una obsesión desde hace un par de años).

Marcos también tenía una antepasada famosa, aunque de menor

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rango que la de Álvaro (a la que Marcos podría perfectamente haber aspirado, porque después de todo su apellido es también Bustos). A Marcos no le simpatizaba decirse descendiente de la Difunta Correa (cuyo poder teme, es decir, en cuya potencia vengadora cree a pie jun-tillas), y prefiere decirse descendiente de la mujer más linda del siglo XIX («¿quién fue el gaucho que no la quería?», canturreó Marcos).

Ramona Bustos nació y se crió en lo que hoy es Barracas y era dueña de una clase de hermosura que no suele ser frecuente en las mujeres criollas (famosas ya entonces por su belleza): era rubia y can-taba bellamente. Era una mujer feliz (Marcos cuenta esto como si lo hubiera vivido, como si la estuviera viendo. Y lo entiendo, porque yo también, como casi todos mis compatriotas, hemos vivido con la pregnancia de esa imagen).

Hacia finales de 1840, uno de los años de represión política más sangrienta en la historia argentina del siglo XIX (el siglo XX se en-cargaría de demostrar que, al menos en eso, los argentinos podíamos batir nuestras propias marcas), Ramona Bustos atendía un expendio de ramos generales, una tarea infrecuente para las mujeres de la épo-ca (en los censos de 1778 son 2/ 200, y 25/ 500 en los registros de 1825). Es probable que durante la guerra con Brasil (el tratado de paz se firmó en 1828) la leva consecuente haya dejado a un porcentaje mayor de mujeres al frente de los negocios de sus maridos, pero hacia 1840 la profesión seguía siendo predominantemente masculina.

Un día, un payador de las tropas de Lavalle le dijo que se fuera con él. Harta del autoritarismo de la Mazorca, ella preguntó: «¿a qué hora salimos?». «Al mediodía», le contestó él. Como iban hacia el Noroeste, una zona dominada por las montoneras de Quiroga, in-franqueable sin la asistencia del ejército, ella pensó que podía llegar a visitar a los parientes que, sabía, tenía en algún lugar de la árida pro-vincia de San Juan. «Eso fue lo segundo», dice Marcos. «Lo primero es que el payador le gustaba».

«Y así fue como dejó Buenos Aires mi abuelita célebre, una de las mujeres más lindas del sur de la ciudad, en la grupa del caballo de un

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payador lindísimo», cuenta Marcos. ¿Cómo no entender que, antes que decirse descendiente de la Difunta Correa, él prefiera reconcerse tataranieto (o algo así) de la pulpera de Santa Lucía?

Era rubia y sus ojos celestesreflejaban la gloria del díay cantaba como una calandriala pulpera de Santa Lucía.

Era flor de la vieja parroquia¿quién fue el gaucho que no la quería?Los soldados de cuatro cuartelessuspiraban en la pulpería.

Le cantó el payador mazorquerocon un dulce gemir de vihuelas.En la reja que olía a jazminesen el patio que olía a diamelas:

«Con el alma te quiero, pulperay algún día tendrás que ser mía»,mientras llenan las noches del barriolas guitarras de Santa Lucía.

La llevó un payador de Lavallecuando el año cuarenta moría;ya no alumbran sus ojos celestesla parroquia de Santa Lucía.

No volvieron los trompas de Rosasa cantarle vidalas y cielos;en la reja de la pulperíalos jazmines lloraban de celos.

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Y volvió el payador mazorqueroa cantar en el patio vacíola doliente y postrer serenataque llevábase el viento del río :

«¿Dónde estás con tus ojos celestesoh pulpera que no fuiste mía?¡Cómo lloran por ti las guitarras,las guitarras de Santa Lucía!».

MArtes, MArzo 29, 2005, 7:15 PM

Héctor Pedro Blomberg es otro de los hijos célebres del barrio: nació un 18 de marzo de 1890 en la calle Santiago del Estero 236. Su madre fue una dama de la sociedad paraguaya, Ercilia López (descendiente directa del mariscal paraguayo Francisco Solano López). Su padre, el ingeniero sueco Pedro Blomberg, trabajó a comienzos del siglo XX en las investigaciones de los túneles de Montserrat, que por entonces no estaban tan vedados a la curiosidad común como ahora. Gran parte de la infancia de Héctor Pedro Blomberg transcurrió entre su Montserrat nativo y frecuentes viajes al Paraguay. Comenzó a estu-diar Derecho en Buenos Aires y estaba a punto de convertirse en un abogado cuando sintió el llamado a la aventura que había heredado de su padre. A los 20 años, abandonó la carrera para dedicarse a la literatura y al periodismo (diríamos hoy), a la «vida bohemia» (se decía entonces). Se hizo habitué del café Los Inmortales, donde se reunían escritores y artistas de la época. Murió el 3 de abril de 1955 (hace exactamente 50 años).

Una mañana paseaba por el puerto, vio un barco aprestándose a zarpar y preguntó «¿A qué hora salimos?». «Al mediodía», le contesta-

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ron. Fue corriendo a su casa, preparó una valija y, cuando su madre le preguntó a dónde iba tan precipitadamente contestó: «A Noruega».

Volvió dos años después con un cartapacio repleto de relatos y poemas que quedaron relegados a un segundo plano cuando decidió invertir su genio en la canción popular (Blomberg fue promotor y ani-mador de la peña que funcionaba en el local de Los Dos Chinos).

Entre fines de la década de 1920 y comienzos de la de 1930, cuan-do creó y publicó sus más famosas composiciones, Blomberg era co-nocido como «precursor de la canción histórica de la República», ya que la mayoría de sus letras arqueológicas se refieren a personas y acontecimientos de la época en que Juan Manuel de Rosas gober-naba la provincia de Buenos Aires y era Canciller de la Confedera-ción Argentina. Interpretadas y popularizadas en su momento por Ignacio Corsini, la mayoría de esas composiciones lamentablemente hoy no integran el repertorio más fatigado de la música ciudadana («La Guitarrera de San Nicolás», «La Mazorquera de Monserrat», «La que murió en París», «Los Jazmines de San Ignacio», «Rosa mo-rena», «Barrio viejo del 80»), con excepción del muy logrado valsecito «La pulpera de Santa Lucía» en el que, según los biógrafos, Blomberg habría volcado, además de sus investigaciones históricas, su propia pasión por el viaje y la aventura.

Como puede comprobarse en el mapa de la ciudad de Buenos Aires, numerosos barrios conservan el nombre de las parroquias for-madas alrededor de los diferentes templos. Siguiendo estas antiguas de-nominaciones, Blomberg concibió una serie de historias relacionadas con mujeres que habrían vivido en esas parroquias, como una hermosa niña que en 1840 «cumplió quince años la primavera del año rojo de la ciudad», una artesana que atendía la quinta de San Benito de Pa-lermo: «Fue la bordadora del viejo San Telmo la que vino al patio del Restaurador», una eximia contrapuntista de los alrededores de Plaza Mayo: «Guitarrera, guardé tu guitarra, porque nadie sus cuerdas jamás pulsará como tú las pulsabas, en las noches de San Nicolás» o la célebre rubia de ojos celestes que cantaba como una calandria, la tatarabuela

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de mi vecino Marcos, la pulpera de Santa Lucía.Creada a partir de un oratorio del siglo XVIII, la parroquia de

Santa Lucía se ubica actualmente en la esquina de Caseros y Martín García, en el barrio de Barracas (sede histórica, también, de la «Casa de los expósitos», que ocupa un lugar destacado en la historia de Ál-varo Bustos). En las cercanías del templo había, hacia 1835 (el año en que que Deolinda Correa, intentando seguir las tropas de Quiroga, encontró la muerte por deshidratación y el año en que fueron pro-hibidas las corridas de toros en Buenos Aires) una pulpería atendida ¡por una mujer!

Marcos, mi vecino, insiste en que el nombre de esa pulpera fue Ra-mona Bustos, su antepasada. Consultado sobre el punto, Edgardo Co-zarinsky me escribe perentorias líneas en la que desmiente la hipótesis: la inspiradora de los versos de Héctor Pedro Blomberg fue Dionisia Miranda, dice su billete electrónico, en el que por otra parte me felicita por la lección «No volvieron los trompas de Rosas» (en lugar de la co-rrupta «No volvieron las tropas de Rosas»), que alude a los trompeteros que transcribían musicalmente las órdenes del campo de batalla.

Marquitos niega la refutación de Edgardo. «Tengo pruebas», me dice. Espero verlas. Mientras tanto, me recuerda que el poeta Miguel Ángel Bustos, recordado por Juan Gelman como uno de las víctimas de la última Dictadura, desciende de la misma rama familiar que él. Miguel Ángel, de todos modos, no ignoraba las líneas que lo ligaban con la difunta, como lo demuesra el poema 53 de Visión de los hijos del mal (1967)7 , donde se lee: «¿Quién se ha puesto en mí como un sol moribundo, quién hace la noche en mi cuerpo? ¿Quién mama en los pechos de mi madre?».

Las referencias a la pulpera de Santa Lucía que hay en la obra de Gelman seguramente provienen de las historias que le contara su amigo, piensa Marcos.

Intrigado, le escribo a mi colega Miguel Dalmaroni, experto pla-

7 Bustos, Miguel Ángel. Visión de los hijos del mal, 1965-1967. Buenos Aires Editorial

Sudamericana, 1967.

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tense en la obra de Gelman, que me contesta: «Este modo de vérselas con la cultura a través de una exploración desregulada de la lengua tiene, naturalmente, un efecto creciente que podríamos calificar como político o, mejor, ideológico. Preguntas como las que se leen en versos de Gelman («¿Y si Dios fuera una mujer? alguno dijo» o «¿era rubia la pulpera de santa lucía»?) son consecuencia de esa desregulación del idioma, es decir de una escritura que ignora el orden del mundo que se nos impone mediante el orden del discurso (es decir mediante el sentido común cultural)»8 .

viernes, Abril 01, 2005, 12:04 AM

Hace meses que estoy obsesionado con dos experiencias estéticas que no puedo sacarme de la cabeza y que en algún sentido son contradictorias. La primera es la música dodecafónica, que no me interesa pero que me he impuesto conocer para entender mejor Doktor Faustus, la novela de Thomas Mann en la que un músico inventa el sonido del infierno des-pués de haber hecho un pacto con el Diablo. La segunda es el Pequeño Vidrio de Duchamp. He leído y releído hasta la memorización el cable-grama que mandó desde Buenos Aires explicando la obra planeada. He llegado a aceptar que el «buen uso» del que habla Duchamp debe enten-derse en relación con la posibilidad de ver lo invisible (el reverso exacto de las ilusiones que practican nuestros vecinos de enfrente).

Para Raúl Antelo, se trata de lo mismo y por eso postula que el Pe-queño Vidrio y las estereoscopías son el testimonio de Duchamp sobre la Semana Trágica, durante la cual vivió en Buenos Aires. Duchamp hace la experiencia de la Semana Trágica (y al hacerla, inventa el arte).

8 Copio un mensaje que me llega con información preciosa: «Por lo que cuenta mi familia, mi

abuela Maria Helena Borraga de Blomberg de 100 años y mi padre Helios Enrique Blomberg de 69,

hijo de Julio Felipe Blomberg (fallecido en 1995 a los 101 años, fundador de LT8 Radio Rosario) y

primo hermano de Hector Pedro Blomberg, cuentan que sus padres eran argentinos. Saludos. Julio

Blomberg».

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Pero también me doy cuenta de que lo que leo y lo que me inquie-ta de ese texto (aunque no sería capaz de explicar cómo ni por qué) es la noción de comunidad (imposible).

En algún sentido, Marcel Duchamp, Álvaro Yunque y Héctor Pe-dro Blomberg fueron contemporáneos (en otros muchos, no): habita-ron, incluso, nuestro barrio y caminaron por las mismas calles. Nos consta que Yunque habló con algunas personas con las que nosotros hemos hablado últimamente. ¿Somos, todos nosotros, contemporá-neos? ¿En qué sentido?

Un comentarista me escribe desde Palermo diciendo que «Spitz llena con pop aquello que Álvaro Yunque llenó de marxismo inge-nuo» y por un instante tiemblo porque me doy cuenta de que no se equivoca: lo que yo creo estar viendo, extático, cada vez con más nitidez, es un aleph pop.

No es extraño que se trate del pop, precisamente porque Du-champ es el que suministra el aparato óptico que me permite mirar a través de «varios cristales» de «diferentes dimensiones». Y tampo-co es extraño que se trate del aleph: Borges ubicó ese «artefacto» (en el cual todo lo que existe aparece reunido sin mezclarse) aquí cerca, en Barracas, a pocos pasos de la Casa Cuna (antigua Casa de Expó-sitos), en la avenida Juan de Garay, la institución en la que Álvaro Bustos, el «primo» de Marquitos, pasó años de su vida investigando los archivos para encontrar precisamente a esa rama perdida de su familia. «Todavía», cuentan los historiadores, «llegan a Casa Cuna personas que buscan sus orígenes biológicos y procuran recuperar sus referencias familiares, pues ellos o algunos de sus antepasados fueron expósitos de la Casa; afortunadamente en no pocas ocasio-nes se los puede ayudar».

Es el mismo barrio donde también quedaba la pulpería de Ramo-na Bustos, la antepasada de Marcos, y donde (en la calle Río Cuarto, cerca de la avenida Montes de Oca) vivió Alejandra Vidal Olmos, última brizna alucinada de una familia patricia devastada por la en-dogamia y la locura.

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Barracas, si se quiere, fue la sede de un aleph. Hoy es nuestro ba-rrio, Montserrat, el que esconde otro en sus entrañas. Y soy yo, ayu-dado por los aparatos ópticos que soñó Duchamp entre nosotros, el que quiere sacarlo a la luz, mostrarlo al mundo.

Diego de Palermo se equivoca, sin embargo, cuando me dice que a quien realmente admiro y temo es al grupo Florida. A quien real-mente he empezado a temer (hasta la pesadilla ocasional), después de mis iniciales sospechas y resquemores, es a Álvaro Bustos, porque conozco la dirección de sus investigaciones esotéricas y arqueológicas. Y digo «la dirección» porque precisamente lo que se me escapa (todavía) es el «dibujo plano». Lo que alcanzo a ver es una línea «quebrada» y no encuentro el punto de vista que aclare la imagen que el «visor» me ofrece (ni siquiera sé si alguna vez podré lograrlo).

Álvaro Bustos se burla de lo que denomina «masonería situacio-nista», entre cuyas falanges me coloca por mi predilección, a la vez, por teorías vagamente contestatarias y por el arte modernista.

En su perspectiva, las actuales condiciones de producción capi-talista se derivan de la concurrencia de dos fenómenos opuestos y complementarios: el ocultismo clásico, del que él se ha apartado por completo, y la avant-garde artística (que jamás le interesó). Le recuer-do que posiciones semejantes han sido defendidas desde los sectores neoconservadores del pensamiento norteamericano, pero él se enco-ge de hombros y no admite relación alguna con esos vicios de pensa-miento. De lo que se trata, para él, es de acentuar las contradicciones del capitalismo por la vía del ocultismo (debidamente reformulado).

Como entiendo poco lo que dice, lo tomo como chiste y le digo que no entiendo qué tiene todo esto que ver con la masonería. Para él, todo es masonería: el nacional-socialismo se habría propuesto supri-mir a la masonería sin realizarla. Los bolcheviques, por su parte, qui-sieron realizar la masonería sin suprimirla. Por esas vías, dice Álvaro, no se llegaría a nada (no se llegaría a terminar con el Eón Burgués, en su vocabulario).

Cuando le pregunto de qué está hablando, se retrae y cambia

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de conversación. Es obvio que, sobre ciertos temas, no quiere decir demasiado.

Volviendo a mis investigaciones sobre el barrio, hasta ahora lo que sé es que Álvaro Yunque y Héctor Pedro Blomberg se conocieron per-sonalmente. También ellos fueron testigos de la Semana Trágica y en su momento denunciaron la represión a cuya cabeza se puso el infame coronel Falcón: «Yo vi la Avenida de Mayo teñida de rojo», escribió Yunque, cuya casa familiar visitaba con frecuencia el autor de «La pul-pera de Santa Lucía» y de libros como Bajo la cruz del sur (1928).

También sé (porque lo vi) que Álvaro Bustos tiene en su estudio y laboratorio esotérico un esquema gigante del centro de la ciudad de Buenos Aires en el que aparecen nítidamente marcados con líneas de diferentes colores algunos de los túneles de Montserrat de cuyo catas-tro participó el padre de Blomberg. Según Álvaro, esos documentos (y otros tantos que integran un voluminoso cartapacio) le fueron le-gados por el mismísimo ingeniero Krieger, quien a su vez los había recibido del arquitecto Víctor Greslebin como parte de un pacto que incluyó la promesa de secreto para siempre. Álvaro juró idéntico silen-cio a quien fuera su tutor, Krieger (que tanta gratitud le profesara me impidió preguntarle el grado de parentesco de su «padrastro» con el economista Adalbert Krieger Vasena, el ministro de Onganía).

Entre los tramos de túneles que logré identificar en una apurada y (debo confesarlo) no autorizada exploración, había uno que unía los sótanos de la sede central del Partido Comunista con la casa familiar de los Yunque, de donde además partía una doble línea roja que atra-vesaba diagonalmente Montserrat hasta su mismo corazón, Avenida de Mayo y Santiago del Estero (creo, estoy casi seguro): una línea que corría a pocos pasos de la casa natal de Héctor Pedro Blomberg.

MArtes, Abril 05, 2005, 1:19 AM

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Hace un par de semanas almorzamos con una vieja amiga mía a quien hacía tiempo que no veía. Me contó sus nuevos proyectos, que involucran una de sus más envidiables posesiones: una de las cúpulas del Pasaje Barolo. Hace unos años, porque se había desocupado la unidad que entonces alquilaba a una ONG, y como sabía que yo que-ría mudarme a Montserrat, me ofreció que me fuera a vivir al Barolo, que es prácticamente el corazón del barrio. El lugar era absolutamen-te ideal para mí (mucho más que el Kavanagh, que también me gusta mucho), pero no pudimos cerrar la operación porque el reglamento de copropietarios en vigencia prohibe otro uso que el comercial para todas y cada una de las unidades del edificio.

Inaugurado en 1923, el Palacio Barolo (construido por el italiano Mario Palanti para Luis Barolo, un poderoso empresario textil) fue el más alto de Buenos Aires hasta la construcción del Kavanagh en 1935. Su cúpula central, a la altura de un piso 24, posee un faro de 300.000 bujías (aunque hoy no se use, se encuentra en perfecto estado: en su momento anunció a la costa de Uruguay los resultados de la pelea Dempsey-Firpo, de la que nada sé porque no me gusta el boxeo).

El arquitecto Palanti diseñó un edificio único en el mundo (para-dójicamente, porque construyó dos con similares características, con la idea rectora de que sirvieran de «columnas de Hércules» al estuario del Río de la Plata: el otro se encuentra en Montevideo y se llama Palacio Salvo). Además, obsesionado con la obra de Dante Alighie-ri como estaba, su más famoso edificio está plagado de alusiones y referencias a la Divina Comedia. La planta del edificio responde a la sección áurea y al número de oro (dictado por IHVH a David). Como la Divina Comedia, el Palacio se divide en tres partes: Infierno, Purga-torio y Paraíso . El faro del edificio (que representa los nueve coros angelicales) fue ubicado exactamente debajo de la constelación de la Cruz del Sur, que queda alineada con el eje del Barolo hacia finales de junio, a las 19.45 horas. La altura del edificio es de cien metros (como cien son los cantos de la Divina Comedia).

En la cosmología ideada por Dante, la esfera terrestre tiene dos

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accidentes principales: una depresión (mejor dicho, un cono inver-tido: el Infierno) y una montaña en cuyas laderas se ubica el Pur-gatorio. El infierno se abre bajo la montaña de Sión, simétrica de la del Purgatorio. Como se sabe, el Infierno se divide en nueve círculos concéntricos (decrecientes como las gradas de un anfiteatro) en cuyo centro se encuentra Lucifer: el Barolo tiene nueve bóvedas de acceso al edificio, cada una de ellas numeradas y descriptas en latín como pasos de una iniciación. En la ladera del Purgatorio, por el contrario, hay siete laderas (que representan a los siete pecados capitales) coro-nadas por el Edén. La torre del Barolo se divide en siete secciones.

La mayoría de los cantos de la Divina Comedia se componen de once o veintidos estrofas: los pisos del Palacio están divididos en once mó-dulos por frente, veintidós módulos de oficinas por bloque; la altura es de veintidós pisos: catorce de basamento, siete de torre, un faro.

Estos números representan símbolos sagrados para la naometría tradicional. 22/ 7 es la expresión aproximativa de la relación de la cir-cunferencia con su diámetro; el conjunto de estos números representa el círculo, la figura más perfecta para Dante como para los pitagóricos (de ahí mi fascinación con el edificio y la alegría que me dio la mera posibilidad de habitarlo). El número veintidós representa los símbolos de los movimientos elementales de la física aristotélica. Once represen-ta a la Fede Santa y a los templarios. 99 + 1 es la fórmula que expresa el total de los nombres de Dios (cien cantos, cien metros).

En torno a la Tierra giran nueve esferas concéntricas (los cír-culos de Ptolomeo). Las siete primeras son los cielos planetarios: Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter y Saturno. La octava esfera corresponde al Cielo de las estrellas fijas y la novena al Cie-lo Cristalino, rodeado por el Empíreo. El cielo de la Tierra (que oscila como un péndulo) se organiza alrededor de La Cruz del Sur (Purgatorio, 1:22:27)

Desde mediados del siglo XIX, el revival gótico engendró un vasto repertorio de formas neomedievales (El señor de los anillos, etc.). En arquitectura, el espíritu gótico influyó a Morris, Gropius,

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Wright, Gaudí, Palanti. Al mismo tiempo que buscas místicas, el renacimiento del gótico (filtrado por la imaginación tardorrománti-ca) determinó la formación de sociedades más o menos secretas (los prerrafaelistas ingleses, la comunidad del desierto de Wright, los ro-sacruces de Pélada, la Bauhaus, la Fede Santa de Palanti). Para estos arquitectos utopistas, sus edificios materializaban la hermandad del hombre (articulada en las fraternidades y sociedades secretas). Pa-lanti se formó en Brera (Milán), bajo el influjo de neogótico orien-talizante. Llegó a Buenos Aires en 1909. Trabajó con el arquitecto Prins en el edificio neogótico que es hoy la Facultad de Ingeniería de la UBA (edificio que, por errores en los cálculos estructurales, no pudo ser completado). Diseñó una gran cantidad de templos (a la voluntad, al héroe latino, etc.).

Su obsesión con Dante nunca fue mayor que en Buenos Aires, ciudad permanentemente alumbrada por la Cruz del Sur. Como él mismo, Dante había formado parte de la Fede Santa, una logia me-dieval que sobrevive hasta nuestros días.

De modo que cuando Palanti llegó a Buenos Aires para diseñar el Pabellón Italiano de la Exposición del Centenario de la Revolución de Mayo creyó estar bajo el llamado de un impulso contructivista y sobrenatural: crear un templo bajo la Cruz del Sur que representara el eje ascencional de las almas, un templo que celebrara el VI Cen-tenario de la «revelación de Dante» y en el cual (él quería) deberían descansar sus restos.

Tuvo que esperar a la aparición de Luis Barolo (empresario textil, también italiano, que había llegado a Buenos Aires en 1890) para poder concretar su proyecto.

Palanti convenció a Barolo de que, como las catedrales góticas (la puerta de la Catedral de París es una iniciación a la alquimia; la de Chartres, un manual astrológico), cada elemento del Palacio debería traducir el cosmos (al menos, tal como podía leerselo en la Divina Comedia). En esto, Palanti coincidió con sus contemporáneos Gaudí, Rudolf Steiner, Vladimir Tatlin.

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Que el Pasaje Barolo fue concebido como un templo es algo que se lee en las inscripciones que adornan su techo: Ut portet nomen eius coram gentibus (Para que lleve su nombre ante los gentiles) hace refe-rencia al templo de Salomón, modelo de toda la arquitectura templa-ria del cristianismo, el Islam y los hebreos.

El objetivo de Palanti era donar (a una ciudad fundada como San-ta María del Buen Ayre), una «obra marial» que reunificara las dos partes del nombre de Dios, bajo la Cruz del Sur (según los planos de Dante). Esa re-unión de cielo y tierra (de la carne y el espíritu enloquecido) aparece representada en la bóveda del edificio con dos dragones (uno macho y otro hembra) que son, además, principios alquímicos (las serpientes que los egipcios pintaron mordiéndose la cola, en círculos, porque no había ni principio ni final, las dos ser-pientes enviadas por Juno, las dos serpientes del caduceo de Mercurio o Hermes, el precursor de los círculos herméticos).

Barolo murió cerca de la fecha de inauguración del edificio. Palanti volvió a Italia a fines de la década del 20. Proyectó la Mole Littoria (un gigantesco rascacielos celebratorio del fascismo, que no llegó a cons-truirse pese a la aprobación de Mussolini). Con el tiempo abandonó la arquitectura, que había tomado derroteros que no lo incluían.

Sandra, mi amiga, conserva una de las torretas de su propiedad tal como la compró: todo el perímetro rodeado de espejos.

MArtes, Abril 05, 2005, 4:27 PM

El viernes empezamos a festejar temprano en casa de Anselmo, el hermano de S. Yo no sabía, cuando llegué a las 22, que había muerto Alsogaray, pero los demás sí, así que ya estaban bastante entonados. Pusimos el canal de las noticias esperando la noticia de la muerte del Papa, que tardó en producirse pese a nuestro entusiasmo (después nos enteramos de que ya estaba muerto y lo estaban embalsamando). A

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las cinco de la mañana abandonamos la vigilia para dormir un rato y después partimos raudamente a la quinta, a cumplir con mis obligacio-nes familiares y a esperar allí el inevitable desenlace. Todos nuestros amigos estaban invitados a ir cuando quisieran. Y fueron llegando. Mi mamá se enojó conmigo porque para ella, Wojtyla fue un «Papa bue-no». Por supuesto, cuando le pregunté en qué fundaba un juicio seme-jante no tuvo argumentos. De todos modos se negó a aceptar los míos. No era extraño: ella se atiende con médicos del Opus Dei. Lo extraño es que yo persistiera en tratar de convencerla de que estaba equivocada. Hicimos asado, seguimos brindando y planteando hipótesis sobre el futuro de la Iglesia (¡como si nos interesara!).

Después del mediodía llegaron Marcos y Álvaro, que estaba com-pletamente feliz por la terminación de la agonía del Papa, a quien odiaba tanto como yo, aunque no por las mismas razones. En primer término, para él había sido un error «histórico» la negativa vaticana a canonizar a la Difunta Correa: mientras se le negara ese honor, su sed de venganza correría como un mar desbocado entre nosotros. Otro tanto podía decir de la canonización de José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, esa «secta miserable», dijo Álva-ro, cuyo único propósito es reprimir las fuerzas supraterrenales y/o someterlas a la racionalidad instrumental que la Iglesia habría adop-tado desde hace siglos. Como me cuesta seguir a mi vecino cuando emprende estas líneas argumentales sobre las que no tengo nada que decir, preferí seguir las viscitudes del campeonato espontáneo de tru-co que se había armado en otro sector de la quinta y lo dejé charlando con unas amigas de S., todas ellas educadas en un colegio de monjas y, por lo tanto, mucho mejor dispuestas a discutir el más allá y sus avatares que yo (que fui educado en un estricto laicismo).

Cuando a la tarde anunciaron el deceso del Sumo Pontífice, des-tapamos una botella de champagne que reservábamos desde hacía meses para la ocasión. La gente empezó a irse a otras fiestas (apa-rentemente hubo muchas el pasado fin de semana y todas por la mis-ma razón). Marcos y Álvaro se quedaron hasta después de la cena.

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La conversación se volvió más íntima y obtuvimos detalles sobre el grado de parentesco que entre ellos había, el modo en que se en-contraron en el vértigo de sus respectivas orfandades y la relación que ahora los une. No volví a verlos desde entonces, lo que en cierto punto es una suerte porque me permite poner al día la historia que los tiene por protagonistas.

Volvimos el domingo al mediodía a Buenos Aires porque S. tenía que terminar unos trabajos fotográficos para el lunes a primera hora. Yo me sumergí en Internet para cotejar algunos datos de los muchos que había anotado en mi libreta. Después vimos por televisión la ma-cabra transacción que había realizado el Vaticano para exhibir el ca-dáver del momento durante una semana. Y escuchamos el reclamo de Polonia: ellos quieren que, al menos, les manden el corazón para conservarlo como reliquia en la catedral de Cracovia.

Seguramente el cónclave de purpurados, entre otras cuestiones, se encargará de tasar las diferentes vísceras del cadáver de Wojtyla para ver a dónde van a parar. No me extrañaría que alguna de ellas apareciera, en cualquier momento, en ebay.

lunes, Abril 18, 2005, 4:17 PM

Muchos amigos se han preocupado en los últimos días por Tita Me-rello y nos llegan preguntas cariñosas sobre su salud. No, Tita no se contagió de rabia palomil (supongo que, en primer término, porque está vacunada). Su carácter continúa tan errático como antes, si bien es cierto que su desorden alimentario está, por el momento, contro-lado. Antes era un encanto con las visitas y ahora, si la molestan mucho (y siempre es difícil saber qué entra, para ella, en la categoría de «molestia») inmediatamente gruñe y tira el zarpazo. Creemos que sus malos modales son la consecuencia de sus contactos periódicos con la gatita Mía (endemoniada como todo gato a rayas) de la que mi

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mamá es su dueña. Sabemos que por las noches tiene una vida de la que estamos excluidos (ya no duerme con nosotros). De todos modos no es nuestra mayor preocupación. Todo el mundo ha notado que los episodios que involucran animales fuera de control se han multipli-cado exponencialmente. Todo empezó en Montserrat, pero ahora el misterio ha llegado hasta la Paternal, donde una mujer fue devorada por 12 perros, y hasta Villa Elisa (partido de La Plata) donde Eva Ro-lón fue atacada por su propio perro, que le arrancó de cuajo el brazo izquierdo pese a la intercesión de su madre, Dora Pascua, que tam-bién resultó herida. Ya hay recomendaciones en todas las veterinarias en relación con los «rottweiler endemoniados». Cuando los animales con los que vivimos comienzan a comportarse extrañamente es por-que está sucediendo algo que los involucra más allá de nuestra com-prensión. Debemos seguir investigando.

jueves, Abril 28, 2005, 12:03 AM

El papa murió el 22 de marzo de 2005. Me entero por unos conocidos, que me mandan a consultar a la Wikipedia. Y es cierto. Sólo que no se trata de Juan Pablo II ni de su sucesor, Ratzinger (Palpatine), sino de Clemente Domínguez y Gómez, fundador de la orden religiosa de las Carmelitas del Rostro Sagrado, más conocido como Gregorio XVII y considerado en los círculos vaticanos como el Antipapa. Domínguez habría sido designado para su alto ministerio directamente por la Virgen María y Jesús, sin la mediación de las jerarquías eclesiásticas, y por eso debió crear su propio Colegio Cardenalicio para que lo coronaran (Papa y Emperador de la cristiandad). La novedad me confundió y me divirtió al mismo tiempo y subí a preguntarle a Álvaro qué pensaba del asunto.

Estaba en consulta por lo que tuve que esperar que se desocupara. Mientras lo hacía, hojee unos libros que tenía sobre la mesa de café, que versaban sobre aspectos de la masonería sobre los que habíamos

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estado discutiendo y que sostenían puntos de vista extremadamente críticos hacia esa institución.

Como la masonería actúa en defensa del orden establecido, la úni-ca manera de enfrentarla sería minarla desde dentro, sostenía el alu-cinado autor del folleto que revisé superficialmente y cuyo nombre ahora no recuerdo. Para eso, habría un proyecto de «infiltración» en las diferentes logias, para hacer circular por todo el mundo un men-saje de libertad irrestricta.

Nada de lo que leía me resultó demasiado sorprendente, salvo el léxico. Argumentaciones similares había yo leído en la teoría revolu-cionaria clásica, cuando el tema me interesaba: pero allá se hablaba de partidos, de clases, de ideología, y aquí, en cambio, del «Rito masónico del Arco Real» y de una hipotética (y, a mi juicio, despareja) trinidad formada por Marx, Cristo y Satán unidos en una misma lucha.

Me pareció que desde la teología de la liberación no escuchaba argumentos tan sorprendentes, esta vez enriquecidos por el dualis-mo de la gnosis, a la que alguna vez me vi obligado a prestarle aten-ción profesional (se trataba de Borges) sin conseguir entusiasmarme con ese sistema completamente cerrado y bastante elitista de expli-cación primera de las cosas de este mundo.

Cuando Álvaro se desocupó hablamos de los Papas y fue grata la charla porque competíamos en agudezas antipapistas. A Álvaro el Antipapa lo tiene sin cuidado y considera a la figura una invención de la Iglesia para perpetuar su política de terror reaccionario. Yo le mos-tré el folleto que había estado investigando, precisamente en la página donde se señalaba la antipatía de Gran Logia Unida por las vanguar-dias, a las que consideran disolventes, expresión de una cultura post-masónica que en nada podía favorecer la historia del mundo.

Álvaro se indignó y me dijo que ese librito estaba ahí porque se lo habían mandado pero que en modo alguno él compartía sus puntos de vista. Las conexiones entre el «anti-arte que a vos tanto te emocio-na» y la «Hermandad», siseaba, han sido desde siempre relativamente obvias. Sin ir demasiado lejos, Dadá se expresó por vez primera en

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un tal Cabaret Voltaire de Zürich: se puso, desde el comienzo, bajo la advocación de uno de los más célebres masones de la Ilustración.

Como yo había estado cavilando sobre Duchamp (el más ilustre de todos nuestros vecinos) y sobre Schönberg, me estremecí de solo pensar que pudiera haber algo de cierto en su pregunta retórica: «¿y a qué carajo vino Duchamp a Buenos Aires sino en misión secretísima de la Hermandad?»

doMingo, Abril 24, 2005, 5:07 PM

La semana que nací, la revista que mi mamá leía publicó un «horós-copo» y un perfil para los nacidos bajo el signo de Virgo. Me «reco-nozco» en todos los rasgos (físicos y caracterológicos) que propuso el astrólogo, salvo dos (y uno, porque no sé qué significa «temperamen-to linfático-nervioso»).

De las profesiones para mí previstas, cumplí con la mitad de ellas (incluido «lo contable») y las otras son evidentemente distractivas en su deliberada ambigüedad (¿en qué sentido puede uno «destacar en la geografía»? ¿Trazando mapas? ¿Viajando?).

¿Debo creer en la determinación astral de los caracteres y las expe-riencias? He discutido hasta los gritos sobre el tema con nuestro vecino, Álvaro Bustos. Sigo pensando que no y que, si hay misterio, merece otra explicación: todos y cada uno de nosotros hemos sido arrojados al mundo de las categorías y las propiedades. Hemos sido educados res-pecto de esas categorías que nos interpelaron aún desde antes que naciéra-mos. Hemos «adquirido» los rasgos supuestos por el calendario astral. No somos sino el efecto de actos de discurso: la nominación, en primer término, y la normalización según un sistema de diferencias puras que nos precedía. El poder de los signos es el poder del lenguaje. El resto de indeterminación que hubiere quedado en nosotros después de ese penoso proceso de determinación será luego objeto de identificaciones

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narcisistas. Por eso es que me obsesiona la relación de lo determinado y lo indeterminado (de lo Finito y lo Infinito).

Álvaro me tilda de relativista y sostiene que si soy capaz de acep-tar que existen determinaciones de lenguaje debería ser capaz de aceptar también que existen determinaciones del Cosmos. No hay forma de que entienda que para mí no hay Cosmos, sino Caos y que si aceptara las determinaciones del Caos estaría aceptando, al mismo tiempo, la existencia del Mal.

Para Álvaro, el Caos (la fuerza vital del universo) no tiene corazón humano. Por eso el brujo (ejemplifica, y yo no sé bien a cuento de qué introduce semejante ejemplo) abandona la humanidad al tratar de usar para sí la fuerza del universo: realiza actos monstruosos y ar-bitrarios precisamente para aflojar el dominio de las determinaciones de lo humano sobre sí.

Sin éxito, he llevado a Álvaro y a Marcos a ver las pinturas últimas de Alfredo Prior, donde me parece que queda claro que se trata, al mismo tiempo que se lucha contra la opinión corriente, de trazar un plano que corte el Caos y que, por eso mismo, saque al artista (y su experiencia) de todas las determinaciones a las que su humanidad lo condenan. Se trata de devenir Uno con el Cosmos y de eso hablan las pinturas majestuosas que Prior nos entrega como un don.

Es disparatado decir, como dice Álvaro que leyó en algún diario, que «en el principio fue Prior», precisamente porque Prior viene a se-ñalar que no hubo tal principio. El Arte, en Prior, se nos revela como lo que es: un momento previo a la toma del pincel, algo que ya estuvo siempre ahí (en la naturaleza, en el mundo de los animales que Prior viene registrando maniáticamente desde siempre). El Arte es un pla-no de composición encarnado (es decir: penetrado por las fuerzas cós-micas). No se trata de imponerle «un poco de orden» al Caos (eso es lo que hace el sentido común) sino de todo lo contrario: trazar líneas en el Caos que nos guien hacia el Cosmos infinito. Un artista es un vidente que inventa afectos desconocidos o mal conocidos, que añade variedades nuevas al mundo. Y, por eso, nos arrastra a no-

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sotros a esa misma zona de indeterminación donde ya no se sabe bien de qué lado del cuadro estamos ni si el Universo al que se nos convoca (para que de él participemos) es un universo abstracto o figurativo. La experiencia artística que Prior nos propone para que trascendamos a la vez el Caos y el Sentido Común bien puede ponerse bajo la rúbrica del «se» (una vez que han sido aniquiladas las personas de la «comunicación estética»): sucede lo que se ve (y si hay figuración es precisamente porque algo sucede, aunque ese algo sea del orden de lo indeterminado), absolutamente.

Para Álvaro, todo el arte (el que yo llamo arte de verdad, el que me gusta) es parte de un complot en el que la «organización ma-sónica» que conocemos como Situacionismo Internacional ocupa un lugar central. Busca en su biblioteca y encuentra un texto que yo desconocía, firmado por Iván Chtcheglov y titulado «Fórmula para un nuevo urbanismo» que comienza diciendo (lo que sería prueba decisiva, señala Álvaro, del origen masónico del situacio-nismo) que «ya no existe más un Templo del Sol».

Yo, por mi parte, que me pierdo en una marea de información que en el fondo no me interesa en lo más mínimo, y porque sé que Ratzinger (Palpatine) ha escrito contra el relativismo, contesto las burlas de Álvaro acusándolo de papista y, además, de cobarde, porque es capaz de sostener «absolutos determinantes», siempre y cuando sean ajenos al sistema ontológico propuesto por la Iglesia, a la que detesta con la misma fuerza que yo, pero sin método. De esa manera, elude el combate principal con la teología vaticana. «Vamos a ver», contesta, con una ironía que me irrita todavía más. «Vamos a ver qué pasa cuando suceda el combate».

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MAyo 2, 2005, 11:15 PM

Ayer fue lunes 1º de mayo, día del trabajador. La ciudad estaba quieta y desierta y la luz de otoño se desparramaba ilimitadamente por todos sus instersticios. Es evidente que quienes pueden hacerlo han optado por excursiones turísticas fuera de la ciudad y que, los demás, han preferido quedarse en sus casas. Supongo que, en otros barrios más transitados por el turismo receptivo, debe de haber más movimiento, pero en Montserrat todo está en calma. Casi estaba aburriéndome de leer algunos borradores que debía corregir para el viernes siguiente cuando recibí, a mediodía, una rara invitación de Álvaro. Cuando tocó el timbre de casa y lo hice pasar, Tita Merello lo atacó, con la cola hinchada como si hubiera visto a uno de sus peores enemigos (que no sabemos cuáles podrían ser, para esta gata atribulada y cada vez más loca) y un maullido ronco, persistente. Tuvimos que ence-rrarla en el estudio de S. mientras charlábamos con Álvaro. Quiso invitarnos a dar un paseo sobre el cual no quiso adelantarnos nada, salvo que duraría dos o tres horas.

Salimos a la calle y llegamos hasta la casa-museo de Álvaro Yun-que. Para mi sorpresa, Marcos abrió la puerta con una llave y nos invitó a pasar. Entre sus múltiples actividades dicta en el lugar unas clases de eutonía, lo que aparentemente le habría dado el derecho de tener acceso ilimitado al inmueble (lo que me resulta muy extraño). Una vez traspuesto el umbral, Álvaro se hizo cargo de guiarnos por las diferentes habitaciones de la casa y explicarnos el secreto propósi-to de nuestra irrupción. En el sótano de la casa de Yunque, Marcos y él habían encontrado (no por azar, sino por método ensayado durante años), disimulada por paneles de madera labrada y bastante enmohe-cida, una entrada a un túnel antiquísimo que conectaba con una red de comunicación entre diferentes viviendas de las inmediaciones y la sede del Partido Comunista, cuyo edificio, sin embargo, carecía de una entrada propia: bien porque había sido muy bien ocultada, bien

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porque parte del sistema de túneles se había desmoronado. Álvaro y Marcos no habían inspeccionado la casona para encontrar la aper-tura, pero era evidente, desde abajo, que no había conexión alguna. Como en la perspectiva de Álvaro el comunismo no es sino la con-tinuación de la masonería por otras vías no era raro, pensaba, que ese sistema de túneles, seguramente coloniales, haya seguido siendo utilizado a lo largo de todo el siglo xx en diversas ocasiones y con propósitos tal vez extravagantes pero siempre políticos.

Le pregunté si el plano que estaba en su estudio se correspondía con la red de la que ahora me estaba hablando y luego de un silencio durante el cual pareció dudar si contestarme o no, reconoció que es-taba yo en lo cierto.

Su plan era que recorriéramos juntos los túneles de Montserrat. Me negué de plano porque suponía que estábamos haciendo algo delictivo y además porque no estaba seguro de no sufrir un ataque de fobia o miedo, pero S. me convenció de que la experiencia tal vez no se repitie-ra nunca y, después de todo, ya habíamos llegado demasiado lejos.

Bajamos por una escalera ennegrecida por el humo de antorchas que, ahora, habían sido reemplazadas por hileras de lámparas de bajo voltaje que apenas si permitían ver dónde iba uno a poner el pie.

Yo no sé nada de túneles, ni de distancias, y carezco de toda ca-pacidad de orientación más allá de la que puede ofrecerme el cielo estrellado, de modo que es poco lo que puedo decir salvo que me sorprendió que nuestro descenso (que equivalía aproximadamente a la altura de dos pisos regulares, es decir 8 o 10 metros) no hubiera im-plicado ningún enrarecimiento del aire sino todo lo contrario. Corría una suave brisa que impedía que la humedad natural del pasadizo volviera irrerespirable la atmósfera subterránea. Y hacía frío, eso sí.

Una vez que llegamos a una camarita al pie de la escalera vimos un par de bifurcaciones marcadas con colores diferentes. Álvaro nos invitó a seguir por un túnel que aparentemente atravesaba la Avenida bajo la calle Estados Unidos en dirección al este. Mientras, nos ex-plicaba que los túneles fueron, desde el comienzo, utilizados por los

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jesuitas pero, sobre todo, por los contrabandistas, que los mantuvie-ron en buen estado hasta el centenario, cuando el salto modernizador volvió poco rentable el tráfico ilegal de mercancías.

Incrédulo, estaba comprobando bajo Buenos Aires la existencia de una siempre sospechada pero nunca verificada ciudadela subterránea sino previa, al menos conemporánea de la que fatigamos a diario. Los progresos urbanísticos (el subterráneo, los grandes edificios), habían ido destruyendo con el tiempo la compleja red de túneles, decía Álva-ro, y lo que estábamos recorriendo era una parte seguramente ínfima de algo cuyo alcance hasta ahora no había sido revelado a nadie. Las razones de ese silencio, que yo atribuí a la corrupción sempiterna de las plantillas municipales, para Álvaro tenía que ver con una conjura secreta que venía investigando desde hace mucho tiempo.

Con el siglo, con la modernización y el ocaso de jesuitas y con-trabandistas, los túneles pasaron a ser administrados por una confusa red de revolucionarios, anarquistas y comunistas (lo que explicaría que dos de los portales por Álvaro conocidos fueran las casas de Blomberg y de Yunque).

Habremos recorrido unos pocos centenares de metros (hasta don-de llegaban las hileras de lámparas), cuando ya ni S. quiso continuar. Era mucho el desasosiego que sentíamos como para seguir adelante con una aventura a cuyo término, a la luz del discurso febril de nues-tro guía, podríamos encontrar cualquier cosa.

Sé que la expedición que acabo de poner por escrito resultará inve-rosimil y disparatada para cualquiera. También lo sería para mí. Pero los túneles están ahí, y yo los vi.

viernes 5 de MAyo, 10: 10 PM

Hoy fue el cumpleaños de mi mamá quien, como todos los años, invi-ta a comer locro a sus amigos y parientes. Este año cumplía setenta, lo

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que transformó el festejo en una de esas celebraciones multitudinarias. Temblé, porque yo me tenía que encargar de los traslados y algunas otras menudencias, ya que ella carecía de su movilidad acostumbrada. Imaginé que tendría que aceptar con estoicismo redoblado el habitual baño de inmersión en la mitología familiar y, por eso, decidí invitar a algunos amigos míos (los Bustos: Álvaro y Marquitos, Edgardo, Bárba-ra, Norita). Partiremos mañana a eso de las 10 de la mañana porque no sé con qué encargos de último momento voy a encontrarme.

sábAdo, MAyo 6, 2005, 11:45 PM

Fue, el de mi madre, un cumpleaños memorable para todos. Suelo aburrirme bastante en las sobremesas de eventos semejantes porque se habla de cosas que me interesan más bien poco (fútbol, recuerdos comunes, índices de delincuencia, estrellas de la televisión) y los que a mí me interesan difícilmente conseguirían concitar la atención de los invitados de mi mamá. Esta vez, sin embargo, pudimos sostener la sobremesa (conquistar al público, casi podría decirse) mediante la discusión del parentesco entre la Difunta Correa y la Pulpera de San-ta Lucía, asunto en el que me he vuelto sino experto al menos un conocedor privilegiado, gracias a la información de mis vecinos y, otro poco, a mis propias investigaciones. Edgardo quedó fascinado con nuestra demostración de que, de manera insospechada, la his-toria de la patria (de su cultura) todavía puede articularese con las respectivas novelas familiares. Le recordé el caso de Copi, a quien él llegó a conocer superficialmente, pero me contestó que esto le parecía infinitamente más rico en implicancias.

Volvimos al caer la tarde, melancólicos y abrumados por el siempre excesivo servicio de mi mamá, que además de postres incluye siempre dos o tres variedades de torta. Edgardo aprovechó para irse a Luján donde tenía programado tomar un micro que lo llevara a Pringles,

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donde pensaba verificar algunos datos para un relato que tenía entre manos. Inevitablemente, en el viaje de regreso discutí con Álvaro, aún cuando él viajara en el asiento de atrás junto con Marquitos. El error fue mío porque, no previendo el rumbo de la charla, lo dejé que se sentara detrás de S., con lo cual no podía dejar de ver su cara en el espejo retrovisor. Esencialmente, expuse mis interrogantes sobre las razones por las cuales Álvaro no da a conocer públicamente lo que de los túneles sabe (incluyendo su localización). ¿Qué gana con ello? En la media hora que duró el viaje, Álvaro pretendió convencerme de que se trataba, antes que de un dato de dominio público, de un secreto familiar que él no podía traicionar hasta tanto no develara sus misterios e implicaciones. Lo importante, argumentaba, no es por qué él no hubiera dicho nada desde que había accedido físicamente a esa red de túneles (lo que, naturalmente, explicaba desde un ángulo nuevo las razones que yo había atribuido a su mudanza a nuestro barrio y a nuestro edificio), sino por qué nadie lo había hecho hasta entonces. Después de todo, el suyo era un silencio de apenas pocos meses mientras que el de los otros (Greslebin, Yunque, Blomberg, quién sabe cuántos más) se extendía a lo largo del siglo. Las pocas re-ferencias que al asunto alguna vez se hicieron fueron inmediatamente silenciadas. El hecho de que, de los túneles de Montserrat se cono-ciera una ínfima parte, la que había utilizado la masonería entre la Manzana de las Luces y la Aduana vieja, no hacía sino ratificar su hipótesis de que algo raro había en el asunto y que, confiando el secreto emplazamiento de los túneles a la administración pública, no hacía sino renunciar a la posibilidad de investigar la verdad por su cuenta. ¿Qué garantías tenía él de que podía llegar a la verdad por sus propios medios? ¿No sería más conveniente permitir que mu-chos estudiosos expusieran sus verdades parciales sobre ese misterio? Marquitos opinaba lo mismo que yo, naturalmente, y señaló que Ál-varo no decía lo contrario sino que ya daría publicidad al tema, pero no por el momento. Ante todo, él tenía que resolver su propia rela-ción con el misterio, que, como yo tenía que ser capaz de comprender

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(y yo no podía resistirme a la adulación de Marcos), involucraba a la Difunta y a la Pulpera o, lo que es decir lo mismo, al misterio de la relación que había entre ellos.

S. me miró con cara de pocas pulgas y le retrucó a Marquitos que si tan íntimo iba a resultar el asunto de los túneles, no entendía por qué nos habían llevado a conocerlos. Yo admiro la lógica de hierro de S. y su intervención me permitió preguntar a los gritos: «Eso, eso. ¿Por qué confiar en nuestro silencio?» La respuesta de Álvaro coincidió con la llegada a casa y puede resumirse en unas pocas palabras que tanto podían funcionar como amenaza o como advertencia. Nosotros sabía-mos, y Marcos confiaba en que nosotros supiéramos entender cabal-mente, todo lo que estaba en juego. «Hay muchas cosas en juego».

Cuando entramos a casa, Tita Merello nos esperaba hinchada de odio, con los ojos fulgurantes y las garras dispuestas para el ataque.

doMingo, MAyo 7, 2005, 8:45 PM

Esta mañana, cuando nos despertamos, descubrimos que Tita Mere-llo había desaparecido de casa. Habitualmente le dejamos la puerta-ventana que da al balcón entornada, para que ella pueda salir a mirar la calle y el cielo, porque nada debe resultar más tedioso para un ani-mal (pienso) que tener siempre un techo sobre sí. Nunca conseguí que pasara del balcón al árbol cuyas ramas pasan a pocos centímetros de la balaustrada. O lo conseguí recién ahora, cuando estaba durmiendo y no pude ni disfrutar del espectáculo ni controlar los movimientos de la gata. Al menos eso es lo que piensa S., que siempre reprochaba mi temeridad. Yo sigo sosteniendo que otra debe ser la explicación, porque si no lo hizo antes de su operación no veo por qué ahora, con su carga hormonal disminuida, iba a comportarse con semejante intrepidez, pasar al árbol contiguo, bajar a la vereda y perderse en yo no sé qué aventuras ciudadanas.

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Por supuesto, salimos a buscarla por el barrio, ayudados por Bár-bara, Marquitos, y Anselmo, que salió con S. a dar vueltas por el barrio mientras nosotros íbamos a pie por las inmediaciones.

La busca, que no arrojó resultados positivos hasta ahora, me permitió charlar con Marcos sobre Álvaro. Me contó que ahora ya no está tanto tiempo encerrado pero que su preocupación es mayor. De hecho, si el mayor de los Bustos no se había unido a la cuadrilla exploradora no era por indiferencia sino porque había desaparecido desde la madrugada y Marquitos no sabía dónde estaba. No quiso abundar demasiado en el tema, y por cierto mis preocupaciones eran otras, pero creí entender en su vaga inquietud que las cosas habían ido demasiado lejos.

MArtes 16 de MAyo, 2:03 PM

Tita Merello no aparece. Hemos ido a la veterinaria y los negocios del barrio a pegar carteles con su imagen, ofreciendo una módica recompensa. Por supuesto sé que es en vano porque, aunque alguien la viera, y aunque yo haya aclarado que «responde al nombre de Tita Merello», ya sabemos cuan desafectos son los gatos a responder al llamado de cualquiera. Charlando con los doctores Roc/sa me entero de que continúa el mal de los perros. La municipalidad no se atreve a declarar la emergencia sanitaria, me cuentan, por la debilidad de la actual administración.

sábAdo 20 de MAyo, 10:15 AM

Hemos pasado una semana enloquecedora. No sin razón, pienso, S. me culpó desde el primer momento por la desaparición de Tita.

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Hemos estado recorriendo sin pausa las manzanas más inmediatas a nuestra casa y hemos hablado con todas las personas con las que nos cruzábamos, lo que nos obligó, en retribución, a escuchar una cantidad de historias que, en otro momento, habría incorporado con delicia al relato del pormenor de mis días. S. llegó a enojarse conmigo cuando pretendí convencerlo de que tal vez hubiera sido Ben el responsable de la desaparición de Tita, como venganza por lo que le había sucedido a su paloma. La teoría era descabellada, lo confieso, pero no se me ocurría otra explicación. Por supuesto, cuando hablamos con Ben, nos dimos cuenta de que es incapaz de hacer daño a ningún animal. Me dijo, con un tono de misterio y mucho movimiento de ojos y cejas, que le pregun-tara a mis vecinos. La debida cordialidad me impidió contestarle con el fastidio que sentía que eso era lo primero que habíamos hecho. Pareció leerme el pensamiento porque volvio a recomendarme que insistiera con nuestros vecinos. Por fortuna, hoy temprano recibí un llamado telefónico de Marcos. Me pidió que no le hiciera preguntas y aseguró que no debía preocuparme por nuestra gata. Dijo que estaba bien y a buen resguardo. No me dio oportunidad de contestarle cuando ya había colgado.

doMingo, MAyo 21, 2005, 8:45 PM

Ayer, después del llamado de Marcos, subimos inmediatamente a pedir explicaciones. Marcos no estaba y nos atendió Álvaro. Quiso simular que no sabía nada del asunto. Quiso que creyéramos que no sabía dónde estaba Marcos. Por supuesto, lo amenacé con revelar el secreto de sus túneles si no nos devolvían a la gata que, aún con todos sus defectos de carácter, nos sigue siendo necesaria para nuestra con-vivencia. El muy perverso se rió, creí yo (en un primer instante), de la textura mi frase. En realidad se reía de mi amenaza. «¿Por qué te crees que secuestramos a Tita, sino para garantizar tu silencio?», me dijo. Y nos cerró la puerta en la cara.

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lunes, MAyo 22, 2005, 10.04 PM

Ayer, apenas bajamos de lo de Álvaro, fijamos con S. un plan de ac-ción. Estábamos a merced de la voluntad de los Bustos, aunque era obvio que el llamado de Marcos revelaba una desavenencia entre ellos a propósito del secuestro de Tita Merello. Avisar a la policía hubiera sido un despropósito, tratándose de la desaparición de una gata. Hablamos con Anselmo, que decidió apoyarnos en todo, aún cuando nuestro plan fuera completamente absurdo. El único lugar en donde Tita podía estar (Genoveva, la mujer de nuestro portero y ocasional empleada de limpieza de nuestros vecinos, nos había ase-gurado que, en casa de «los muchachos», no estaba) tenía que ver con la casa de Yunque. Y allí fuimos, anoche tarde, munidos de linternas potentísimas, herramientas elementales y la caja de paseo de nues-tra gata, para poder transportarla en caso de encontrarla. Forzamos la cerradura de la casa de Yunque. S. y yo bajamos por segunda vez a los túneles, mientras Anselmo nos esperaba en el museo. En teoría, esperábamos poder comunicarnos con él por medio de te-léfonos celulares en caso de emergencia, pero fue evidente a pocos pasos que eso iba a resultar por completo imposible porque la señal se perdía (lo que habríamos debido suponer desde un primer momento). Llegamos al punto desde el cual, la vez anterior, habíamos decidido volvernos. Como no teníamos certeza de encontrar a Tita Merello, pero sí estábamos seguros de querer arruinar la vida de Álvaro Bustos, S. llevó su cámara fotográfica para registrar la excursión y dar a publicidad la red de túneles cuyo secreto nos imponían guardar de la peor forma.

Decidimos seguir por el desvío que se dirigía hacia el este, aproxi-madamente. Cada tanto, los flashes de S. iluminaban el pasadizo, lo que nos permitía examinar con un poco más de detenimiento el siste-ma constructivo, que combinaba ladrillos con esos cubos de piedra de los que alguna vez se destinaron al empedrado de las vías públicas. Es

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imposible imaginar cómo una obra semejante, que no pudo realizarse sin el concurso de una fuerza de trabajo más bien vasta, pudo quedar en el secreto tanto tiempo.

S., con su lógica de hierro, me recordó que la mayoría de las per-sonas que trabajaron en estos túneles, que a simple vista son muy viejos, debieron morir seguramente en la epidemia de Fiebre Ama-rilla de 1870. Si hubiéramos estado en otra situación habría pensado que estaba burlándose de mí, porque no sé de dónde saca un conoci-miento semejante: «morían más de quinientas personas por día», me dijo. Confieso que su hipótesis es perfectamente verosímil y al mismo tiempo permite datar aproximadamente los túneles. Al menos los que están hacia el oeste de la avenida 9 de julio, los que no son propiamente coloniales, habrían sido construidos en el segundo tercio del siglo XIX con motivos más o menos secretos, y el secreto sólo pudo ser guardado por la extinción de quienes podrían haber hecho perdurar el recuerdo. Además el período, previo a las grandes políticas sanitaristas, fue segu-ramente uno de los momentos culminantes del contrabando, porque fueron los criterios de sanidad internacional los que determinaron que la aduana adoptara algún rigor más allá de su función impositiva.

A mitad de camino, cuando habíamos recorrido aproximada-mente seiscientos metros, nunca en línea totalmente recta, como habríamos supuesto, vimos una nueva derivación de un tunel que llevaba, aparentemente, a una cámara de la cual podíamos ver, a la distancia, un tenue resplandor.

Cuando nos aproximamos vimos detrás de una puerta de barrotes de hierro cerrada con poderosísimos candados, un espacio de algo así como diez metros de diámetro y otros tantos de altura, iluminado en toda su circunferencia con hilos de lámparas, en el centro de la cual se levantaba algo como un altar de piedra sobre el cual podía verse un busto gigantesco de Dante.

Como la bóveda era circular podíamos ver prácticamente todo su contorno. Formando un ángulo de noventa grados respecto de nuestra ubicación, del otro lado de la puerta que impedía nuestro

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paso, vimos una escalera de mármol incrustada en la piedra y, al pie de ella, una caja de paseo para gatos desde la cual el gemido ronco, inconfundible, de Tita Merello hizo que yo estallara en sollozos. No podíamos pasar, pero al menos sabíamos donde estábamos. No ha-bía duda alguna: veíamos ante nosotros el vasto subsuelo del Barolo donde Palanti había decido enterrar los restos de Dante. Los ritmos de las columnas que sostenían el techo repetían, una vez más, la nu-merología de la Divina Comedia y una reproducción eléctrica de la cruz del sur brillaba en la bóveda, que mimaba la profundidad negrí-sima del cielo. Palanti nunca consiguió robar los restos del Dante de Ravenna ni aún con la asistencia de los caballeros de la Santa Croce, que reclamaban su devolución. Como la de Florencia, la cámara de Buenos Aires nunca fue utilizada y dada la naturaleza hermética de su construcción (relacionada con el sistema de creencias y el progra-ma de la Fede Santa a la que Palanti pertenecía), debe de haber caído en el olvido.

Sospeché que Álvaro se encargó de unir la bóveda con el sistema de túneles que conoció por Greslebin y compañía para propósitos pro-pios, pero igualmente esotéricos. Volví sobre mis pasos para examinar el tramo de túnel que acabábamos de atravesar y que desembocaba en el túnel principal y comprobé que, efectivamente, los materiales de éste eran más nuevos (por no decir novísimos), que carecía del sistema de ventilación que los otros tenían y que sus dimensiones, considerable-mente menores, revelaban que no había sido construido con el mismo propósito que los anteriores. Muy angosto, era imposible pensar que por aquí pudiera hacerse contrabando de carnes y mercaderías.

Por otro lado, resultaba evidente que Álvaro no pudo haber enca-rado una obra semejante de ingenieria sin más cómplice que Marcos, de modo que empecé a sospechar que detrás de su negativa a revelar el secreto de los túneles no es un misterio familiar lo que se guardaba.

Dispuestos a recuperar a Tita Merello como fuera, y conociendo ahora su paradero, decidimos volver con otro tipo de herramientas, porque con las que teníamos iba a ser imposible trasponer los hierros

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que nos separaban de la tumba vacía del Dante.Volvimos a casa después de haber desvalijado sin ton ni son la casa-

museo de Yunque con el propósito de que nuestra irrupción fuera in-terpretada con un sentido diferente del que tuvo. Incluso tuvimos el coraje de hacer que Anselmo llamara a la policía para denunciar ruidos y movimientos extraños en esa cuadra de la calle Estados Unidos. Pen-sando retrospectivamente, la decisión fue acertadísima porque el comi-sario interviniente decidió dejar un centinela por si acaso volvieran los hipotéticos vándalos. Eso nos serviría porque Álvaro también tendría franqueado el paso mientras durara la vigilancia policial.

Lo que importa de todo esto es que encontramos a Tita Merello. Imposible seguir contando, por ahora.

viernes 26 de MAyo de 2005

Ayer fue feriado. Se conmemoraba un nuevo aniversario de la inde-pendencia argentina. Una fiesta, imagino que habría dicho el inmun-do Álvaro Bustos, típicamente masónica. El acto central se realizó en Plaza de Mayo y nosotros hubieramos querido ir a comer locro a la Feria de Mataderos, a donde nos invitaron nuestros amigos, pero no queríamos dejar a Tita Merello sola, ahora que la habíamos recupera-do (fue el miércoles a la noche, cuando la consigna policial se retiró). En la plaza de mayo hubo suelta de palomas.

Pero cuando las soltaron, las palomas cayeron muertas al unísono sobre la multitud. Hay un escándalo en los medios. Se habla de enve-nenamiento del aire. Más que eso, me preocupa qué haremos con las fotos de los túneles (que Sebastián puso a resguardo en una página de yahoo que abrió a tal efecto, por si Álvaro decidiera asaltar nues-tro domicilio para recuperarlas), me preocupa la ponzoña del barrio. Hemos cortado toda relación con los Bustos y lo más probable es que nos vayamos a la quinta durante unos días para pensar en este episo-

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dio de película de clase B en el que nos vimos envueltos. Me crucé con Ben, el encargado del Club Mágico. Se alegró

por la recuperación de Tita Merello, a quien había visto en el bal-cón, bajo nuestra estricta supervisión. «Menos mal que me hicieron caso», dijo como si quisiera dar a entender algo. Como los sobre-entendidos me fastidian (y por lo general no alcanzo a compren-derlos), no le pregunté a qué se refería y le comenté que la gata sigue comportándose extrañamente (lo que es cierto), pero no le di detalles de su paradero. Suponemos que está en un ataque de stress, o al menos eso es lo que los doctores Roc/sa nos obligan a creer. Efectivamente, se le está cayendo el pelo.

lunes 29 de MAyo, 08.15 AM

Hace una hora, nos despertó un camión de mudanzas. El fin de se-mana pasado estuvimos en la quinta, donde el tiempo se nos fue en separar a Tita Merello de la gata de mi mamá, con la que se peleaba todo el tiempo. Para colmo, el relato pormenorizado de los hechos que tuve que hacerle a mi mamá, le sirvieron, a través de mecanis-mos argumentativos tan tortuosos que no tengo ganas de reproducir, como prueba para deducir una campaña de desprestigio contra las autoridades municipales. Pensábamos quedarnos en la quinta la se-mana entera pero el clima no era el adecuado (ya hacía demasiado frío, y adentro de la casa todo era tensión). Ahora, Marcos y Álvaro se mudan. Vimos que cargaban sus muebles en el camión de mudan-zas. Intuyo que una decisión tan precipitada tiene que ver con el mie-do a que revelemos su secreto y como no tendremos más remedio que involucrarlo, ha decidido huir para que no lo acosen las autoridades ni la prensa. Tanto mejor. De todos modos ya habíamos decidido con S. sacarnos de encima el problema haciendo público lo que sabíamos. No poder sacar ninguna ventaja económica de lo que el destino había

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puesto ante nuestros ojos era algo que desconsolaba sobre todo al her-mano de S., pero nosotros no queríamos siquiera demorar un día más en hacer pública una historia pegajosa, oscura y cuya revelación, sino beneficios monetarios, estoy seguro que me permitirá alguna apari-ción remunerada en los medios de comunicación.

jueves 1º de junio, 03.15 AM

La vida es una pesadilla de la que trato de despertar. No sé qué hemos hecho para merecer esto. Por fortuna no hay mal que dure cien años.

El martes a la mañana Tita Merello había desaparecido nueva-mente. Inútil es plantearse hipótesis sobre lo sucedido, porque todas las ventanas habían quedado cerradas para evitar tanto una fuga de su parte como un nuevo rapto (no teníamos razón para estar seguros de nada, aún cuando los Bustos ya no vivieran en nuestro edificio). Como no hemos llegado al punto de creer en la desmaterialización, fue obvio para los dos que alguien había entrado en nuestra casa mientras dormíamos, para llevársela. Si digo alguien no es porque quiera sostener ningún misterio: tenía que haber sido Álvaro y había sido Álvaro. Éramos víctimas, una vez más, de sus delirios paranoi-cos. O tal vez se tratara de otra cosa. No me importaba nada y, esta vez, decidimos ir, en primer término, a la comisaría. Lo que dijimos es que, además de nuestra gata, Álvaro se había robado otras cosas de valor porque el cuidado de la propiedad privada es lo único que puede movilizar a nuestras fuerzas policiales. Explicamos la situa-ción y la localización precisa de la entrada a los túneles en la casa de Álvaro Yunque. Como se trataba de los empleados de la misma comisaría que había intervenido la semana anterior, nos prestaron mayor atención que la que hubiera merecido la fantasiosa historia que íbamos deshilvanando entre los dos. El comisario y sus subordi-nados decidieron irrumpir en la casa para verificar nuestro relato y

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nos pidieron que los acompañáramos, algo que por cierto estábamos tan dispuestos a hacer que no hubieran podido impedirnos de ningun modo. Allí fuimos, en dos patrulleros. Cuatro policías en uno de ellos, dos policías y nosotros en otro. Era la primera vez que subía a una patrulla policial y mi angustia era tanta que ni siquiera pude disfrutar de la primicia. Llegamos con las fuerzas del orden hasta la puerta de la casa-museo de Álvaro Yunque, con un estrépito de sirenas que yo hubiera tratado de evitar, dado lo avanzado de la hora y la posibili-dad de alertar a los secuestradores. Pero era evidente que la ley había decidido montar un espectáculo a nuestra costa, porque inmediata-mente apareció un camioncito de exteriores del canal Crónica TV, a quienes sólo la policía podía haber alertado de la importancia de lo que íbamos a descubrir. Todos juntos, íbamos a entrar en la historia, es decir: en el vientre de Buenos Aires. Ahora me caigo de sueño, así que seguiré con el relato mañana.

viernes 2 de junio, 05.56 PM

Desde el martes pasado por la tarde, cuando fuimos al rescate de Tita Merello por segunda vez, el teléfono no ha dejado de sonar e incluso hay guardias periodísiticas en la puerta del edificio. Hemos conseguido burlarlas gracias a la generosidad de nuestro portero y su mujer, que nos traen de la calle todo lo que necesitamos y atienden a nuestros proveedores alimentarios. Los amigos han sido también de gran valor, porque si bien es cierto que todavía no podemos hablar con la prensa, necesitamos intercambiar opiniones y puntos de vista con personas de nuestra confianza. Lo que ocurrió el martes terminó en un bochorno del que no podremos escapar fácilmente. Un circo mediático completamente fuera de lugar, teniendo en cuenta los ries-gos que, imaginábamos, estaba corriendo Tita Merello. Cuando los policías ingresaron al lugar (por fortuna, no tuvieron que violentar

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la puerta, porque eso habría exigido una autorización judicial), ba-jamos al sótano donde sabíamos que estaba la entrada al túnel. Para nuestra sorpresa, y para escándalo de las fuerzas del orden, la entrada había desaparecido. Mejor dicho: podíamos señalar el lugar donde de-bía estar, pero ahora sólo se veía ahí un lienzo de pared seguramente recién levantado, pero firme e idéntico al resto de las paredes del sóta-no. Por supuesto, sólo nosotros podíamos adivinar lo sucedido. Para la policía (no para la prensa, que no había sido convidada a bajar con nosotros) se trataba de una estratagema nuestra, del delirio de dos locas (no nos lo dijeron, pero así nos lo hicieron sentir). Inútil fue que reclamáramos que continuaran la investigación hasta las últimas consecuencias. Desde su pespectiva, ya bastante lejos habían llegado. Ahora éramos nosotros quienes deberíamos enfrentar una demanda, no sólo por haber realizado una falsa denuncia, sino porque, a sus ojos, éramos seguramente los responsables de la anterior intrusión y el consiguiente vandalismo contra una de las casas más queridas del barrio. Yo apenas pude contener la ira creciente que me iba do-minando y que ahogaba progresivamente la pena que sentía por la suerte de Tita Merello. Nos llevaron a la comisaría. Esta vez sí pude disfrutar de la sensación de ser un reo y, como estaban las cámaras de televisión, me tapé como pude la cabeza con la ropa, porque había visto que eso hacían los delincuentes arrestados. Por supuesto, no era nuestro caso: se nos llevaba a la comisaría para tomarnos una nueva declaración y para verificar nuestras huellas digitales, que habrían de ser comparadas con las que los funcionarios de justicia habían re-levado días antes en lo de Yunque. Inútiles fueron nuestros ruegos: ningún juez prestaría sus oídos y su firma para demoler un lienzo de pared basado en suposiciones insustanciales e inverosímiles.

Volvimos caminando a casa, lo que fue un error, porque la prensa sensacionalista creyó que debía seguir investigando y, por lo tanto, los móviles que se habían apostado a la puerta de la comisaría pudieron averigüar nuestro domicilio sencillamente siguiendo nuestros pasos. En otras circunstancias les habríamos mostrado la colección de fo-

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tografías que teníamos (la policía hizo caso omiso de esas «pruebas» alegando que en tiempos de digitalización carecían por completo de valor jurídico), pero antes debíamos recuperar a Tita Merello, y nada más poderoso para azuzar el instinto periodístico de nuestros acosa-dores que nuestra reticencia henchida de promesas futuras.

Esta noche pensamos volver al rescate de Tita Merello. Hemos ideado un plan alternativo que no puede fallar.

sábAdo, junio 3, 2005, 10.23 PM

A la hora señalada, S. se encontró conmigo. Ató una especie de arpón al extremo de una cuerda, la hizo dar vueltas rápidamente como una honda, clavó los garfios de hierro y, uno detrás de otro, escalamos la pared. Cuando llegamon al primer piso, como el arpón se caía cada vez que S. lo tiraba, tuvimos que caminar por el borde de la corni-sa para descubrir alguna hendidura. La cornisa se iba estrechando a cada hilera de arcos de la casa de familiar de Blomberg donde, sabíamos, había otra entrada a los túneles de Montserrat. La cuerda se aflojó. Varias veces estuvo a punto de romperse. Por fin, llegamos a la plataforma superior desde donde fue fácil alcanzar el techo y, desde allí, el patio interior de la casa donde había una cisterna. S., de tanto en tanto, se agachaba para tantear las piedras con la mano.

«¡Aquí es!», susurró. «Comencemos». Valiéndonos de la palanca de hierro que traía conmigo conseguimos apartar una de las losas y S. se metió por el agujero que acababábamos de abrir. A una indicación suya, traté de recubrir el agujero. Pero por falta de espacio no podía mover los codos.

«Volveremos», dijo S. «Pasá adelante». Y los dos nos aventuramos dentro de la cisterna. Nos llegaba el agua hasta la cintura. Entramos por el conducto que, sospechábamos, nos llevaría nuevamente a la red de túneles. Muy pronto perdimos pie y tuvimos que nadar. Nuestros

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miembros tropezaban contra las paredes del canal, demasiado estre-cho. El agua corría casi tocando la losa superior. Nos desgarrábamos las rodillas, los codos y, cuando tratábamos de respirar (el agua me da miedo), también la cara. Luego la corriente nos arrastró. Un aire más pesado que el de un sepulcro nos oprimía el pecho, y con la cabeza bajo los brazos, las rodillas juntas y estirándonos cuanto podíamos, pasábamos como flechas en la oscuridad, jadeantes, dando boquea-das, casi muertos. De repente todo se volvió negro ante nosotros y aumentó la velocidad de las aguas. Caímos.

Cuando volvimos a la superficie nos mantuvimos durante unos minutos tendidos de espaldas, aspirando deliciosamente el aire y ver-ficando la integridad de nuestros equipajes, que habíamos envuelto en bolsas herméticas de plástico. Las arcadas, unas a continuación de otras, se abrían en medio de las anchas paredes que separaban los depósitos de aguas en los que estábamos. Todos estaban llenos y el agua formaba una extensa superficie a lo largo de las cisternas. Las cúpulas del techo dejaban pasar por un tragaluz una pálida claridad que se reflejaba en las ondas como medialunas de luz y las tinieblas del contorno, que se espesaban hacia las paredes, parecía alejarlas indefinidamente. El menor ruido producía un eco intenso9

Ahora sólo nos restaba encontrar, en ese laberinto cuyo dibujo yo había recordado de los planos en casa de Álvaro, la puerta que conectara el vasto dispositivo sanitario en el que nos encontrábamos con la cámara de Dante o, por lo menos, con alguno de los túneles que a ella podían llevarnos.

Afortunadamente todo salió como planeábamos porque, si bien es verdad que tengo buena memoria, tampoco había prestado especial atención a esas trazas entrevistas sobre un mapa. Podríamos haber muer-to ahogados. Pero nos encontrábamos en un trance difícil de explicar: angustiados por la suerte de Tita Merello, indignados por el mal trato re-cibido por parte de la policía y hartos de una trama en la que estábamos involucrados sin ningún deseo. S. y yo éramos otros, éramos cualquiera,

9 Gustav Flaubert. Salambó, Madrid, Sarpe, 1984, (traducción de H. Giner de los Ríos), págs. 68-69.

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y sólo la desesperación nos estaba llevando a hacer lo que hacíamos.Yo supuse que el lugar en el que estábamos y que podíamos ver

apenas a la tenue luz de nuestras linternas, debía formar parte de los dispositivos de almacenamiento y distribución de agua potable de la ciudad. Eso significaba que eran, en algún sentido, propiedad pública y que, por lo tanto, por allí debía de pasar gente (cierto que por conductos un poco más ortodoxos que los que nosotros habíamos utilizado). La puerta o conexión que buscábamos no debía ser dema-siado evidente. Al mismo tiempo, S. calculó que habíamos atravesado la calle Santiago del Estero de modo que no más de cien metros nos separaban del sellado sótano del Barolo. Sugirió, al mismo tiempo, que debíamos bajar algunos metros porque estábamos apenas bajo el nivel del suelo, como los leves resplandores de luz lunar que entraban por los tragaluces permitía deducir. De modo que debíamos buscar una escalera. En las paredes de la cripta no descubrimos nada. Si había alguna chance todavía, debía estar en el suelo. Y así fue. En-contramos una losa cuyos contornos no coincidían del todo con el resto, y cuando la golpeamos con la barra de hierro que era a la vez mi herramienta y mi arma contra cualquier adversidad o enemigo, oímos un eco sordo: debajo había hueco.

No sin gran esfuerzo conseguimos mover la losa de piedra, apenas lo suficiente para deslizarnos por la abertura y apoyar los pies en los escalones de hierro que bajaban hacia una nada espesa y negrísima.

Bajamos con la mayor cautela y en absoluto silencio. Cinco me-tros más abajo (o algo así según lo que pudimos calcular por la can-tidad de escalones) el pozo terminaba en un túnel estrecho como el que, partiendo de la ruta de los contrabandistas, conducía a la cámara de Dante. Cincuenta metros más allá, llegamos a un tunel transversal con las características propias de los que habíamos identificado como ruta de contrabandistas: ancho, aireado, con techo abovedado empe-drado de ladrillos. Hacia allí fuimos y no tuvimos que pensarlo, casi: tomamos ese túnel hacia la derecha porque sabíamos que más tarde o más temprano íbamos a desembocar en la conexión que habría de

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llevarnos debajo del Barolo. Para nuestro desconcierto, la pesada puerta de hierro que pen-

sábamos violentar con las herramientas que habíamos cargado a lo largo de todo el peligroso trayecto estaba abierta. Pero ya está-bamos más allá de toda prudencia. Entramos a la carrera al lugar, cuya bóveda parecía brillar con más intensidad que antes. El dise-ño de la cruz del sur producía una suave luminosidad que bañaba toda la cámara pero que caía a pique sobre el altar que ocupaba su centro. Sobre ese altar, estaba Tita Merello, sentada, hierática, con la mirada perdida.

Cuando nos acercamos a ella nos miró sin reconocernos. S. identificó la jaula de paseo en un rincón de la bóveda, al lado de la escalera que habíamos visto la vez pasada y la trajo para guardar a la gata y poder huir a toda prisa. No sabíamos cómo íbamos a sacarla de ahí: imposible arrastrarla a través de las aguas hacia la casa de Blomberg y por la casa de Yunque iba a ser imposible salir, emparedada como estaba la entrada.

Por supuesto, debía haber otro pasadizo a través de la cual esca-parnos, pero no sabíamos dónde, ni cómo encontrarlo. Por el lado de Yunque habíamos visto una sola bifurcación y por el lado de Blomberg el túnel parecía continuar hacia el sur de la ciudad bajo Santiago del Estero. Nos pareció más sensato explorar la bifur-cación que ya conocíamos dado que los túneles parecían estar en buenas condiciones. Lo más probable es que los otros se cortaran en algún momento como consecuencia de algún derrumbamiento o alguna obra pública. Después de todo, era casi milagroso que estos túneles se hubieran mantenido relativamente intactos con los trabajos que seguramente habían implicado las construcciones de la Avenida de Mayo y, en su momento, la línea de subte más antigua de América Latina. ¡Ésa debía ser la respuesta! Casi con certeza habría una conexión de esa red secreta de túneles con los subterráneos. Y la salida más cercana que teníamos era la escalera de mármol que, incrustada en la pared, subía por las entrañas del Barolo.

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Nos precipitamos hacia ella con tal atolondramiento que no nos dimos cuenta de que había alguien bajando por ahí: era Mar-cos, a quien atropellamos. Atropellarlo es decir poco, porque no bien estuvo tirado en el suelo, empezamos a patearlo y a pegarle con la barra de hierro que todavía conservaba conmigo. Como ni S. ni yo tenemos inclinación natural por la violencia, bien pron-to nos cansamos de los golpes que, por otra parte, dábamos tan mal que apenas si molestaban al caído muchacho. Lo curioso es que él nos dejó hacer sin defenderse o, a lo sumo, acomodándose apenas para recibir mejor los golpes. Cuando nos cansamos de castigarlo por algo de lo que él, en última instancia, tenía una responsabilidad sólo indirecta, le grité en la cara que me indicara cómo podíamos salir de ahí. Marcos señaló hacia la escalera en la que habíamos puesto antes nuestras esperanzas y por la que él mismo había bajado cuando nos topamos unos y otro. «Rápido», fue lo único que dijo.

Debo ahora callar algunos pormenores de nuestra aventura. Sólo diré que corrimos, forzamos una puerta, subimos escaleras (no necesariamente en ese orden) hasta que finalmente salimos de ese laberinto hostil. La noche estaba estrellada, no hacía dema-siado frío y Tita Merello maulló lastimosamente por primera vez desde que la rescatamos.

lunes, junio 5, 2005, 02.11 PM

El sábado y el domingo dormimos prácticamente todo el tiempo en casa del hermano de S. Imposible volver a nuestra casa y tampoco podemos ir a la quinta, porque Álvaro conoce como llegar a ella. Ma-ñana martes tendremos una entrevista con él para tratar de averigüar que es lo que quiere de nosotros y cómo podemos liberarnos de su maléfico influjo.

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Miércoles 7 de junio de 2005, 03: 34 PM

Álvaro obtuvo de nosotros una promesa condicionada de silencio. No diré más, por lo tanto, de los graves acontecimientos en los que nos vimos involucrados. Esta mañana llamó Sandra, para contarme que está organizando en la terraza del Barolo una celebración de año nuevo mapuche para el solsticio (según el calendario indígena) del próximo 23 de junio. Sin demasiadas ganas, comprometimos nuestra presencia.

jueves 8 de junio de 2005, 10: 06 AM

Tita Merello mejora lentamente, con ayuda de drogas que nos rece-taron los doctores Roc/sa y la atención ininterrumpida que le brin-damos. Aparentemente, los perros de la zona no han mejorado sino todo lo contrario. En los diarios, sigue el escándalo por la contami-nación del aire.

doMingo 11 de junio de 2005, 08:06 PM

Cada tanto, a horas de lo más desconcertantes, volvemos a casa para buscar ropa hasta tanto termine nuestro exilio. Recibimos la visita de mi mamá, en casa del hermano de S. El relato pormenorizado de nuestra aventura corrobora su sospecha de que se prepara un gol-pe institucional contra las autoridades municipales. Me fastidia que mezcle de ese modo los niveles de sentido de mi relato, pero tampoco tengo autoridad sobre ella para impedirle que saque sus extrañas de-ducciones de lo que le cuento.

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sábAdo, junio 18, 2005, 05.43 PM

Mañana vence el plazo pactado con Álvaro. Como no hemos vuelto a tener noticias de él, el lunes ofreceremos una conferencia de prensa.

lunes, junio 19, 2005, 01.52 AM

Ayer, después del almuerzo dominical, fuimos con S. al Bar Mágico para hablar con Ben. Habitualmente él llega los fines de semana a eso de las cuatro de la tarde para preparar las funciones de la noche. Nuestra idea era pedirle que nos prestara el salón para la conferencia de prensa de hoy al mediodía, porque sabíamos que los lunes el Bar está cerrado y elegimos una hora que no lo importunara y que resul-tara cómoda para los periodistas.

Por supuesto, debíamos justificar nuestro pedido así que no nos quedó más remedio que contarle a Ben, sumariamente, la pesadilla que habíamos vivido en las últimas semanas y todo lo que habíamos averigüado sobre el submundo que se extiende bajo nuestros pies. Ben escuchó con mirada afiebrada mi relato y, para nuestro asombro, en ningún momento dudó de su veracidad. Cuando terminamos de con-tarle lo que habíamos vivido, me preguntó solamente de qué raza era Tita Merello. «Es una gata de Bombay», le dijo S. «Me parecía», contestó Ben, y entró en la habitación que le sirve de despacho a bus-car algo (lo oíamos revolver papeles). Al rato, volvió con unos folios que parecían antiquísimos, donde había unos grabados con textos en latín. En uno de ellos se veía a una pantera sobre un altar, a punto de ser sacrificada por un hombre que vestía ropajes estrambóticos pero a quien era fácil reconocer como mago por el largo bonete negro que tenía en su cabeza. Alrededor del altar, el grabado distribuía libre-

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mente pesonajes inspirados en la visión bíblica de Ezequiel. Ben nos fue mostrando los siete cielos, la luna, el sol y las estrellas y, en los án-gulos, los cuatro animales escatológicos: el gallo, el águila, el buey y el león. La escena, según Ben, debía interesarnos de modo particular porque marcaba el final de la historia de la humanidad. Representaba el momento previo al banquete mesiánico de los justos en el último día: el acto sacrificial. Lo sorprendente de la representación, nos hizo notar Ben, es que los justos no tenían semblante humano sino una cabeza sin duda alguna animal: a la derecha, tres figuras con el pico característico del águila, la morfología craneana del buey y la melena leonina; a la derecha, dos músicos con sus instrumentos, ambos con hocicos de simio. En el centro, el mago ocultaba sus orejas de burro bajo el bonete (pero no su rabo, que sobresalía bajo su manto). La pantera era, en realidad, también un justo: el justo de los justos, el que entregaba su vida para que el banquete fuera posible.

Era, dijo Ben, la reproducción de unas iluminaciones medievales tomadas de no recuerdo ya qué libro canónico. «El interés de Álvaro por Tita Merello», dijo, «sólo tiene que ver con el parecido evidente de los Bombay con las panteras».

Intenté explicarle que si Tita Merello había sido secuestrada dos veces era solamente para que guardáramos un silencio que a Álvaro le convenía por razones que yo no podía adivinar, y no por otra cosa. De hecho, después de nuestra última entrevista, Tita Merello había permanecido en paz con nosotros y, sino totalmente recuperada, mu-cho más tranquila.

Lo más probable, insistía Ben haciendo caso omiso de mis razona-mientos, es que Álvaro hubiera encontrado otro gato Bombay para ofre-cerlo en sacrificio ritual. Después de todo, era fácil localizarlos a través de Internet (que era precisamente lo que nosotros habíamos hecho).

¿Realmente Ben pensaba que Álvaro habría sido capaz de sacrificar a Tita Merello? ¿En qué podía fundar una hipótesis semejante? ¿Acaso lo conocía? «Por supuesto», dijo Ben, «desde hace mucho tiempo».

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MArtes, junio 20, 2005, 11.05 PM

S. insiste en que no debimos hacer caso a Ben: ni a su relato ni a su pedido de que confiáramos en su intercesión. S. quiere mudarse. Dice que no alcanzamos a liberarnos de un demente cuando ya estamos cayendo en los brazos de otro. Cree que si él no hubiera estado pre-sente, habría atribuido el relato de Ben a una invención mía, producto de mi necesidad enfermiza de entretener a nuestros amigos. Discuti-mos al respecto, porque nunca había imaginado que él considerara enfermizos mis patrones de sociabilidad. Más bien todo lo contrario, el payaso de las reuniones suele ser él. Le molestó la palabra «paya-so» tanto como a mí el adjetivo «enfermiza». Y no tanto porque me considerara inmune a cualquier «enfermedad» sino porque el sistema mismo de tipificación me resulta irritante. No creí, yo, que fuera él capaz de sostener patrones de salud y enfermedad como los que pa-recían sustentar su acusación. Después de todo, siempre lo consideré una de las personas más finas del mundo en ese sentido, incapaz por completo de categorizar en otros términos que no fueran los de la cultura chatarra que tanto consume y que, por su misma lógica, está fuera de toda moral. De pronto, sentí que se abría entre nosotros un abismo, y ese sentimiento se superpuso a la conciencia del carácter completamente irracional del mismo, en una proyección en abyme que, aún cuando la hubiera experimentado muchas veces, no dejaba de atraparme en un bucle irreparable de sinsentido.

Salí de casa, anoche, sin rumbo cierto. Mis pasos me llevaron casualmente a la casa de Andi, quien por fortuna estaba y además disponible para escuchar mis últimos partes sobre los extraños acon-tecimientos de Villa Ballesta.

Cuando le conté lo que Ben me había dicho, me dijo que tenía que hablar con R., una alta autoridad en patafísica y, por lo tanto, muy enterado en las cosas del Pacto Mágico.

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Miércoles, junio 21, 2005, 10.31 AM

Según el relato de Ben, Álvaro se formó en la doctrina gnóstica del Pacto Mágico de los Illuminates de Thanateros, una escuela u orden (yo diría secta) que se formó en 1977. Un año antes, la empresa había sido anunciada por dos magos (un inglés y un alemán) que se reunie-ron en un vaciadero de municiones abandonado en las profundidades de una montaña de las tierras del Rin para celebrar una Misa del Caos, en compañía de otros 24 magos. «Poco rato después de salir de los intestinos de la montaña», me dijo Ben como quien repite de memoria un fragmento de discurso, «un tornado localizado azotó el área inmediata. No era sino el augurio de las cosas por venir».

El Pacto Mágico, que actualmente cuenta ya con miles de adeptos alrededor del mundo, celebra una reunión anual (a la que ellos mis-mos califican de «experimental» y «desenfrenada»), casi siempre en un castillo austríaco.

El Pacto, a diferencia de otras órdenes, incorporó algunas certezas libertarias y pretende que sus miembros se interesen por la magia como una cosa viva antes que como el mero cumplimiento de ins-trucciones. Así, el único poder que se reserva sobre sus miembros es el derecho a la expulsión si se verifican comportamientos poco frater-nales. Uno de los dos objetivos explícitos del Pacto, según los textos ya canónicos de Peter Carroll, es la prosecución de la Gran Obra de la Magia y de los placeres y beneficios que se derivan de su busca. El otro, actuar como una Fuerza en la Batalla del Pandemonium (en realidad, ambos objetivos se superponen y suponen los mismos in-genios). Para llevar adelante la Gran Obra de la Magia, el Pacto no desdeña los aportes de otras tradiciones (como el Tecnochamanismo, la Goecia Tántrica o la Física Cuántica Grecoegipcia).

El Pacto se organiza en cuatro grados y cinco oficios que se ca-racterizan por cinco clases de actos, nos explicó Ben, al mismo tiem-po que revelaba el sentido trascendental de la asociación cuya filial

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local presidía. A diferencia de la mayoría de los ilusionistas, que son apenas entretenedores, él era miembro del Pacto Mágico, del cual también había formado parte Álvaro desde el momento mismo en que abandonó sus estudios de psicología (gracias a mi intercesión pedagógica). Si Ben había decidido trabajar como encargado de un Bar de Ilusionistas no era por intención proselitista alguna sino para poder experimentar lo más asiduamente posible sin despertar las sos-pechas de los neófitos los oficios de la magia: evocación, adivina-ción, encantamiento, invocación e iluminación. El más básico de los cinco oficios de la actividad mágica es la Hechicería (magia simple y mecánica que depende de las conexiones ocultas entre fenómenos físicos). La Magia Chamánica (muy peligrosa para la conciencia del mago) funciona a partir de trances, visiones, sueños. La Magia Ritual combina las habilidades de los oficios anteriores (el uso de disposi-tivos de hechicería con los poderes liberados por la vía chamánica). La Magia Astral opera exclusivamente a partir de visualizaciones y estados alterados de conciencia.

Ben se consideraba a sí mismo un mago ritual, pero sabía que Álvaro había alcanzado y disfrutaba de la magia astral, cosa que yo pude confirmarle por nuestras conversaciones, la mayoría de las cua-les han sido ya volcadas en estas titubeantes páginas. La Alta Magia, finalmente, supone un dominio total de los efectos mágicos de la pro-pia voluntad. Los portales de la Alta Magia (que garantiza estados de armonía y conciencia superior) se abren para la mayoría de las perso-nas en contadas ocasiones a lo largo de una vida. Son esos momentos en que la técnica cede paso al genio intuitivo.

Álvaro no había alcanzado ese estadio y, en opinión de Ben, ja-más lo alcanzaría porque era un ser atormentado por creencias que lo arrastraban en otra dirección: es imposible combinar la creencia en un fatalismo cósmico como el que Álvaro atribuía a la Difunta Co-rrea con el convencimiento de la posibilidad de las acciones mágicas y sus efectos. Muy pronto el Pacto había comprendido que Álvaro es-taba totalmente desquiciado y que sus convicciones encontradas y sus

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conductas poco éticas con sus compañeros no podían ser toleradas sin riesgo para los otros. Álvaro Bustos fue solemnemente expulsado de la orden y fue entonces cuando juró venganza.

Ben sostiene, además, que Álvaro no podía tolerar que la magia hubiera tomado partido en muchos campos contra toda forma de opresión. La paranoia de Álvaro, pensaban Ben y los suyos, lo había llevado a deducir del hecho de que la magia es responsable del origen y acción continuada de los eventos (la fuerza que hizo evolucionar la vida desde el polvo y que, al mismo tiempo que añade una dimensión al universo, revela su estructura), que la magia debía tener un funda-mento teleológico (como la historia).

No era extraño que Álvaro y yo hubiéramos discutido a gritos, pensaba yo mientras lo escuchaba a Ben, sobre la dialéctica y el pa-pel rector de la Iglesia de Roma en la interpretación de los asuntos supraterrenales. La magia se opone profundamente a las religiones de todo tipo, en el convencimiento de que la insensata adherencia a esos sistemas de creencias ha sido responsable de la mitad de las muertes violentas a lo largo de la historia. La familia de Álvaro había expe-rimentado el poder destructivo de la creencia pero él no había sido capaz de separarse de ella y atribuía a la resistencia de la Iglesia para institucionalizar el culto de la Difunta Correa (y no al hecho mismo de haber sostenido su memoria) todas sus acciones nefastas. En el fondo, era lo mismo que lo había indispuesto con sus compa-ñeros de «escuela», para quienes el único sentido de la magia estaba en su potencia de iluminación y emancipación personales. La liber-tad de expresión e intención de la magia que promovía el Pacto no tenía punto de contacto alguno con las formas anteriores (históricas) de magia. Era equivalente (las palabras no son exactamente las que pronunció Ben, pero la referencia sí) al «arte no retiniano» propuesto por Duchamp. Álvaro había quedado preso en un sistema caduco (y peligrosísimo) de creencias y de prácticas.

Cuando Ben vio que los Bustos se habían mudado a nuestro edifi-cio adivinó que no podía tratarse de una casualidad (en el Bar había

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organizado él más de una reunión de la filial local del pacto y allí se le había comunicado al díscolo su exclusión definitiva). Ben intuyó lo peor y no cesó de vigilar a los Bustos. Interpretó el asesinato de una de sus palomas como un indicio nefasto y en el mismo sentido se en-caminaron sus investigaciones sobre el mal de las bestias que a todos nos había estado afligiendo últimamente y que habíamos, torpemen-te, atribuido a circunstancias naturales. Naturales eran, claro, pero además provocadas deliberadamente por una voluntad maligna.

Creo que el discurso explicativo de Ben fue lo que irritó a S. po-niéndolo en mi contra. En su perspectiva, se trataba de una locura más y no hubo manera de que yo le hiciera ver el carácter en todo caso intrascendente (en sentido literal, estricto) del discurso un poco new age de Ben. En su doctrina yo no podía localizar otro mal, en todo caso, que la ingenuidad. Mientras que en el caso de Álvaro, bien sabía yo que su manía por torcer los destinos de los otros tenía que ver, en su alucinado mundito de milagros, predestinaciones y núme-ros, con el cumplimiento de un secreto plan maestro en el cual el resentimiento ocupaba un lugar centralísimo.

En definitiva, Ben también sospechaba que Álvaro tramaba algo y fue el relato que yo pude hacerle de los pormenores últimos de nues-tras vidas agitadas lo que, en algún sentido, le dio la clave. Entre to-dos (Ben, S., R., Andi y yo) llegamos, después de varias horas de de-bates que me costaría reproducir (un poco por incapacidad narrativa pero otro poco por el estado febril que nos dominaba), a conclusiones que no sólo juzgamos ciertas a partir de la evidencia que habíamos conseguido reunir sino también a partir de documentos que Ben y R. pusieron a nuestra disposición.

Los animales del barrio, Tita Merello, las palomas de Plaza de Mayo habrían sido víctimas de ataques mágicos. El ataque mágico asume dos formas: a larga distancia, se envía información telepática que hace que el destinatario se destruya a sí mismo; a corta distancia, se lesiona o drena el campo energético de un adversario usando el propio. En ocasiones más raras, la fuerza se puede proyectar a través

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de la voz o los ojos, o transmitir con el aliento. La fuerza tiene su ori-gen el área umbilical y se despierta mediante disciplinados ejercicios de respiración, concentración, visualización y determinadas prácti-cas sexuales (de donde, comprendíamos, el papel de Marcos Bustos en la ecología libidinal de Álvaro).

Más allá de la Iglesia, cuyas fuerzas considera irrisoria, nues-tro antiguo vecino manifestó reiteradamente una antipatía visceral hacia las fuerzas de la masonería (Ben recordaba la acusación en labios de Álvaro y sólo ahora fue capaz de vislumbrar el alcance de la amenaza) que, reaccionarias como son (y en este punto todos estuvimos de acuerdo) no harían sino complotar contra la realiza-ción de la historia, el banquete de los justos. Álvaro planeaba dar un golpe allí donde consideraba que los caminos de los diferentes dogmas se entrecruzaban: la Fede Santa, los revolucionarios del siglo XIX, la masonería británica que hasta bien entrado el siglo XX financió sus obras con el contrabando. En definitiva, se tra-taba de la cámara de Dante que descubrimos en las entrañas más secretas del Barolo y el sistema de túneles a través de los cuales Álvaro había dispersado sus miasmas envenenados para tener en vilo a la ciudad. Lo que él pudiera obtener como rédito del golpe que planeaba (cuyas características exactas se nos escapaban), no lo sabíamos, pero estábamos convencidos de que no sería bueno para el resto de nosotros.

Ben me había rogado discreción y S., después de la charla que habíamos tenido, se enojó conmigo por haber confiado en él, como si algo pudiera garantizar no ya la verdad de sus dichos completa-mente extravagantes sino, además, que estuvieramos enrolados en el mismo «bando». La sóla idea de que yo pensara ya en términos de bando fue lo que terminó con la infinita paciencia de S., a quien sólo Andi y R. pudieron convencer de que aceptara por el momen-to la precaria solución, «a ver qué pasaba».

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jueves, 22 de junio de 2005, 11.47 PM

Aunque nadie se dio cuenta (S. y yo jugábamos con Bárbara y su hermano al metegol), anoche fue la batalla entre el Bien y el Mal o, para ponerlo en palabras de Ben, la Batalla del Pandemonium. Álva-ro había previsto, para la medianoche que coincidía con el solsticio, la voladura del Palacio Barolo con el objetivo de destruir la obra de Palanti (y en consecuencia, de la Fede Santa) y sus efectos «inmun-dos» sobre la ciudad. El ritual incluía el sacrificio de un gato negro de ojos verdes que Ben y sus amigos, a los que convocó para que lo ayudaran en la empresa, no pudieron salvar. El reemplazante de Tita Merello tuvo menos suerte que ella.

Entre los muchos errores que cometió Álvaro, el más grave fue seguramente habernos involucrado en su conspiración, convencido de que podíamos adoptar también nosotros («en todo caso vos», me señaló tajante S.) su partido. El más estúpido, el más incomprensible, fue haber creído que el solsticio de invierno, cuando la Cruz del Sur queda perfectamente alineada con la cúpula del Barolo, sucede el 21 de junio (una fecha convencional provista por el calendario gregoria-no que, si bien corrigió los errores y deslizamientos del calendario juliano, en poco se ajusta a la realidad astral del hemisferio sur).

Por fortuna, Ben cometió el mismo error porque de otro modo el Barolo sería hoy un montón de escombros.

Siguiendo nuestras indicaciones, él y los suyos llegaron a la Cá-mara de Dante, donde Álvaro y una docena de discípulos se apres-taban, luego de haber matado al gato de Bombay del que se habían provisto para mejor suceso de su empresa, a encender las cargas que habían distribuido estratégicamente en los cimientos del edificio.

El combate fue largo y aparentemente tedioso, pero entre las hues-tes de Ben había, además de un chamán y varios magos rituales, dos altos magos contra quienes Álvaro y los suyos (meros legos en asun-tos de hechicería) poco pudieron. Nuestro amigo el mago no quiso

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abundar en detalles y se negó terminantemente a revelarnos la suerte de Álvaro. Marcos había sido el responsable de matar al gato con una de las dagas en cuyo manejo era un experto, pero durante la lucha se mantuvo apartado y en algún momento lo perdieron de vista. Intuyo que debe de haber comprendido que la locura de Álvaro, que lo había arrastrado hacia el desastre, no era la suya (según Ben, la concentra-ción de la fuerza mágica de Álvaro en la pelea con la cohorte de ma-gos del Pacto debilitó la influencia de su espíritu inmundo en la tenue conciencia del muchacho, que por eso había conseguido escapar).

Una vez que la suerte del combate ya había sido resuelta, los magos se encargaron de desmontar los dispositivos de explosión (con sus po-deres, no debe de haber sido complicado) y limpiaron el lugar de todo rastro de lo que alguna vez hubiera sucedido. Recuperaron, además, unos tubos de gas emponzoñado que Álvaro estaba dispuesto a hacer estallar junto con el edificio para intoxicar a la ciudad, al mundo.

Las palabras de Ben me llegaron como a través de una membrana algodonosa. El cansancio y la tristeza me arrastran. S. me mira con sus grandes ojos azules y sonríe. Acaricia a Tita Merello.

MArtes, junio 28, 2005, 9:45 AM

La resolución de los acontecimientos entre espantosos y tristes en los que nos hemos visto involucrados en los últimos meses me ha permitido salir de un clima de pesadilla del que pensé que no saldría nunca. Reviso mi libretita de apuntes y me doy cuenta de que todo está allí, salvo la conexión con la Rosa Mística (esa virgen falsamente milagrosa, según el Vaticano, que congrega cada vez más gente y ha llegado a tener 30.000 fieles al unísono), a la que en algún momento el siniestro Álvaro Bustos hizo referencia pero a la que no le presté la debida atención, obsesionado como estaba por la presencia del Mal en nuestro barrio.

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Si hoy me atrevo a borronear estas líneas apresuradas es para tranquilizar a nuestros amigos, a quienes no quisimos involucrar en un combate desigual, de resultado incierto y de consecuencias imprevisibles para la salud mental de los participantes. Amigos: todo ha terminado.

Varias veces en los últimos meses estuvimos en el Palacio Barolo, obligados por nuestras investigaciones arqueológicas a recorrer sus pasadizos menos turísticos. El viernes pasado, sin embargo, con un puñado de complotados tomamos por asalto una de sus terrazas para festejar el fin de una pesadilla que amenzaba extenderse por todo Buenos Aires. La circunstancia era más que propicia: celebrar el año nuevo mapuche (We Xipantu: se dice «hue tripantu») que, como todo el mundo sabe, corresponde al final del Rimungen (otoño) y coincide, por lo tanto, con el solsticio de invierno, el período durante el cual la Cruz del Sur queda en perfecta alineación con la cúpula del Palacio Barolo y que, de acuerdo con el calendario mapuche, corres-pondió este año a nuestro 23 de junio.

El día anterior S. y yo habíamos intentado convencer a una brigada municipal para que inspeccionara la casa de Yunque, donde yo decía que había una vía de acceso a la red de túneles de Montserrat, una red de la que nadie tenía noticias y que había sido tapiada no hace mucho. Ben y los suyos se opusieron al proyecto porque deseaban mantener un secreto que no sé en qué puede beneficiarlos pero que ya no me interesa develar. Lo mismo sucedió en la casa de Blomberg, cuya cisterna había sido removida, y ya sabíamos que desde el Barolo había sólo un acceso, cuya situación los magos habían envuelto en un halo de invisibilidad.

Si bien el viernes estuvo nublado y no fue posible ver el fenóme-no celeste, la influencia benefactora de los astros se dejó sentir sobre nuestras conciencias atormentadas, acunadas por las dulces melodías que los músicos mapuches que Sandra había convocado para la oca-sión sacaban de sus instrumentos (kull-kull, trutruka, pifilka, cultrun), invitándonos a la danza ritual (purrun) que celebra el comienzo de un nuevo ciclo solar.

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No es el momento, ahora, de retomar esta historia «diabólica» (como la llama S.), que tanto daño nos hizo y que me forzó a niveles de irreflexión en los cuales no pensaba yo que podía caer a esta altura del partido. Un poco por eso, me dejé llevar por impresiones erra-das, sobreinterpreté palabras de terceros (poseído como estaba por el demonio del sentido oculto) y me expuse a que, por defectos de mi prosa, mis propios dichos fueran malentendidos.

Ahora debo descansar de este episodio y ordenar mis ideas. Es el inicio, me dicen, de la re-conexión entre la materia y el espíritu, ade-mas de la reafirmación de la relación armónica entre hombre y Ñuke-Mapu (Madre Tierra). Ngnechen (Señor de los mapuches): purifica y bendice las aguas de los rios, lagos y vertientes.

fin

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Montserrat, de Daniel Link, se acabó de imprimir en septiembre de 2007 en la Ciudad de México. En su composición se utilizaron tipos: Helvética Neue, Calisto MT 10/14 pts. y Georgia.

El diseño y la diagramación fueron realizados por Benito López y Ricardo Castillo.

La edición consta de 1000 ejemplares y estuvo al cuidado de Sergio Téllez-Pon y el autor.

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