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Texto Litúrgico Exégesis Comentario Teológico Santos Padres 11 septiembre Domingo XXIV Tiempo Ordinario (Ciclo C) – 2016

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Texto Litúrgico

Exégesis

Comentario

Teológico

Santos Padres

11septiembre

Domingo XXIV Tiempo Ordinario (Ciclo C) – 2016

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Aplicación

Directorio

Homilético

Información

Textos Litúrgicos· Lecturas de la Santa Misa· Guión para la Santa Misa

Domingo XXIV Tiempo Ordinario (C)

(Domingo 11 de Septiembre de 2016)

LECTURAS

El Señor se arrepintió del mal con que había amenazado

Lectura del libro del Éxodo 32, 7-11. 13-14

El Señor dijo a Moisés:

«Baja en seguida, porque tu pueblo, ese que hiciste salir de Egipto, se ha

pervertido. Ellos se han apartado rápidamente del camino que Yo les había señalado,

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y se han fabricado un ternero de metal fundido. Después se postraron delante de él, le

ofrecieron sacrificios y exclamaron: "Este es tu Dios, Israel, el que te hizo salir de

Egipto"».

Luego le siguió diciendo: «Ya veo que este es un pueblo obstinado. Por eso,

déjame obrar: mi ira arderá contra ellos y los exterminaré. De ti, en cambio, suscitaré

una gran nación».

Pero Moisés trató de aplacar al Señor con estas palabras: «¿Por qué, Señor,

arderá tu ira contra tu pueblo, ese pueblo que tú mismo hiciste salir de Egipto con

gran firmeza y mano poderosa?

Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Jacob, tus servidores, a quienes juraste por ti

mismo diciendo: "Yo multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo, y les

daré toda esta tierra de la que hablé, para que la tengan siempre como herencia"».

Y el Señor se arrepintió del mal con que había amenazado a su pueblo.

Palabra de Dios.

SALMO Sal 50, 3-4. 12-13. 17.19 (R.: Lc 15, 18)

R. Iré a la casa de mi Padre.

¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad,

por tu gran compasión, borra mis faltas!

¡Lávame totalmente de mi culpa

y purifícame de mi pecado! R.

Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,

y renueva la firmeza de mi espíritu.

No me arrojes lejos de tu presencia

ni retires de mí tu santo espíritu. R.

Abre mis labios, Señor,

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y mi boca proclamará tu alabanza.

Mi sacrificio es un espíritu contrito,

Tú no desprecias el corazón contrito y humillado. R.

Jesucristo vino para salvar a los pecadores

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo 1, 12-17

Querido hijo:

Doy gracias a nuestro Señor Jesucristo, porque me ha fortalecido y me ha

considerado digno de confianza, llamándome a su servicio a pesar de mis blasfemias,

persecuciones e insolencias anteriores. Pero fui tratado con misericordia, porque

cuando no tenía fe, actuaba así por ignorancia. Y sobreabundó en mí la gracia de

nuestro Señor, junto con la fe y el amor de Cristo Jesús.

Es doctrina cierta y digna de fe que Jesucristo vino al mundo para salvar a los

pecadores, y yo soy el peor de ellos. Si encontré misericordia, fue para que Jesucristo

demostrara en mí toda su paciencia, poniéndome como ejemplo de los que van a

creer en Él para alcanzar la Vida eterna.

¡Al Rey eterno y universal, al Dios incorruptible, invisible y único, honor y gloria por

los siglos de los siglos! Amén.

Palabra de Dios.

ALELUIA 2Cor 5, 19

Aleluia.

Dios estaba en Cristo

reconciliando al mundo consigo,

confiándonos la palabra de la reconciliación.

Aleluia.

EVANGELIO

Habrá alegría en el cielo por un pecador que se convierta

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+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 15, 1-32

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los

fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y

come con ellos».

Jesús les dijo entonces esta parábola: «Si alguien tiene cien ovejas y pierde una,

¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había

perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno

de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense

conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido".

Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo

pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan

convertirse».

Y les dijo también: «Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende

acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la

encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: "Alégrense conmigo, porque

encontré la dracma que se me había perdido".

Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo

pecador que se convierte».

Jesús dijo también: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre:

"Padre, dame la parte de herencia que me corresponde". Y el padre les repartió sus

bienes.

Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país

lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo,

cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones.

Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su

campo para cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que

comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos

jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de

hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo

y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus

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jornaleros". Entonces partió y volvió a la casa de su padre.

Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió

a su encuentro, lo abrazó y lo besó.

El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado

hijo tuyo".

Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo,

pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y

mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida,

estaba perdido y fue encontrado".

Y comenzó la fiesta.

El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y

los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó

que significaba eso.

Él le respondió: "Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero

engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo".

Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le

respondió: "Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola

de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y

ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres,

haces matar para él el ternero engordado!".

Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es

justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la

vida, estaba perdido y ha sido encontrado"».

Palabra del Señor.

O bien más breve:

+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 15, 1-10

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los

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fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y

come con ellos».

Jesús les dijo entonces esta parábola: «Si alguien tiene cien ovejas y pierde una,

¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había

perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno

de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense

conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido".

Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo

pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan

convertirse».

Y les dijo también: «Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende

acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la

encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: "Alégrense conmigo, porque

encontré la dracma que se me había perdido".

Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo

pecador que se convierte».

Palabra del Señor.

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GUION PARA LA MISA

Guión Domingo XXIV Tiempo Ordinario

Ciclo C

Entrada La pasión y muerte de Cristo renovada sacramentalmente en la

Eucaristía es llamada Sacrificio de reconciliación, pues por él hemos sido liberados

del pecado para vivir la comunión de gracia con Dios.

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1° Lectura Éx 32, 7-11. 13-14

La historia de la salvación es la historia admirable de la reconciliación por la que Dios,

que es Padre, reconcilia al mundo consigo.

2° Lectura 1Tim 1, 12-17

El infinito misterio de la piedad que es Cristo, es capaz de suscitar nuestra

conversión, para que alcancemos la vida eterna.

Evangelio Lc 15, 1-32

Jesús refleja en su parábola la acogida festiva y amorosa de Dios Padre, que está

siempre dispuesto a perdonar con misericordia a sus hijos.

Preces Domingo XXIV

Acogiendo el don del Padre, que ha querido reconciliarnos consigo por la

muerte de Cristo, acudamos a Él, llenos de fe.

A cada invocación respondemos…

+ Por la salud e intenciones del Santo Padre, especialmente por los frutos de este

año jubilar de la Misericordia para que todos os hombres acojan su mensaje de

salvación. Oremos.

+ Para que crezca en los fieles de la Iglesia el deseo de buscar a Dios y conocer su

voluntad, en la lectura atenta y meditada de las Sagradas Escrituras. Oremos.

+ Para que reconciliados con Dios y entre sí en un solo cuerpo y un solo espíritu,

puedan los cristianos revivir la experiencia gozosa de la plena comunión. Oremos...

+ Para que la paciencia y misericordia de Dios se muestre en aquellos que violan los

derechos de etnias y pueblos, despreciando sus culturas y tradiciones religiosas, y les

otorgue la conversión. Oremos...

+ Para que poniendo nuestra confianza en Aquel que tiene el poder de “escrutar el

corazón y la mente” seamos obradores de paz y misericordia con nuestros

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pensamientos, palabras y obras. Oremos...

Señor Dios, Padre nuestro, que por medio de tu Hijo nos has pedido amar

a todos los hombres, perdona nuestras culpas y concédenos la gracia de

ayudar a curar las heridas presentes en los hombres a causa del pecado,

participando así en la obra de Cristo. Por Jesucristo nuestro Señor.

Ofertorio

Presentamos ante el altar del Señor:

+ Incienso, y en él nuestra oración por todos los enfermos, de cuerpo y alma.

+ El pan y el vino que significan la unión que supera todas las divisiones por la

caridad.

Comunión Jesús nos dice en cada Eucaristía: “Yo estaré con vosotros hasta el fin

del mundo”.

Salida Que la presencia materna de María, nos haga experimentar que no

estamos solos cuando anunciamos y vivimos el Evangelio de la caridad.

(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _

Argentina)

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Inicio

Exégesis · Alois Stöger

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Gozo por hallar al descarriado

a) El escándalo (Lc/15/01-02)

1 Íbanse acercando a él, para escucharlo, todos los publicanos y pecadores. 2 y tanto

los fariseos como los escribas murmuraban, diciendo: ¡Este hombre acoge a los

pecadores y come con ellos!

Grandes multitudes del pueblo acompañan a Jesús, pero también se le acercan todos

los publicanos y pecadores. Los publicanos se cuentan entre la gente más

despreciable. Se enumeran juntos: el publicano y el ladrón; el publicano y el bandido;

el publicano y el gentil; cambistas y publicanos; publicanos y meretrices; bandidos,

engañadores, adúlteros y publicanos; asesinos, bandidos y publicanos. Son

designados como pecadores todos aquellos cuya vida inmoral es notoria y los que

ejercen una profesión nada honorable o que induce a faltar a la honradez, como los

jugadores de dados, los usureros, los pastores, arrieros, buhoneros curtidores.

También pasa por pecador el que no conoce la interpretación farisea de la ley, pues si

no conoce la interpretación de la ley, tampoco la observa.

Jesús es profeta, poderoso en obras y palabras (24,19). Los publicanos y los

pecadores han visto sus obras y le han visto a él. Vienen a él para escucharlo. Lo que

han visto se hace comprensible por la palabra. Jesús ofrece la salud y exige

conversión, reforma de las costumbres. Escuchar es el comienzo de la fe, y la fe es el

comienzo de la conversión y del perdón. La coronación del hecho de escuchar es la

obediencia que se cifra en la fe, y la fe que se cifra en obedecer. Los pecadores se

acercan a Jesús y por él, el profeta, a Dios. El profeta es portador del oráculo de Dios.

Se acercan para oír a Dios. De ellos se puede decir: «Buscadme y me hallaréis. Sí.

Cuando me busquéis de todo corazón, yo me mostraré a vosotros... y trocaré vuestra

suerte, y os reuniré de entre todos los pueblos y de todos los lugares a que os

arrojé... y os haré volver a este lugar del que os eché» (Jer_29:12 ss).

Los fariseos y los escribas hablan despectivamente de Jesús: Este hombre. Lo

observan en toda ocasión, pues se sienten responsables de la santidad del pueblo.

Descontentos, murmuran: Tolera que se le acerquen los pecadores, los acoge y se

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sienta con ellos a la mesa (Lc.5:29). Con tal manera de proceder hace vano el

empeño que tienen por la santidad del pueblo escogido.

Su lema es: «El hombre no debe mezclarse con los impíos.» Hay que aislar a los

transgresores de la ley y a los pecadores. Hay que expulsarlos de la comunidad del

pueblo santo de Dios. Así es como se ha de castigar el pecado, estigmatizar el vicio,

proscribir al pecador, restaurar el orden y conservar la santidad. Lo que hace Jesús

debe parecer necesariamente escandaloso. Además él se presenta como profeta que

pretende obrar y hablar en nombre de Dios.

Jesús responde a los fariseos con una trilogía de parábolas. Las dos primeras

responden al reproche de que acoge a los pecadores; la tercera, que culmina en el

banquete festivo, responde al reproche de que Jesús come con ellos. Jesús tiene

conciencia de proclamar el mensaje de Dios y no tiene nada de qué retractarse. Los

pobres reciben la buena nueva, el Evangelio, y entre los pobres se cuentan también

los pecadores que están dispuestos a convertirse.

b) Gozo por hallar al extraviado (Lc/15/03-10)

3 Entonces les propuso esta parábola: 4 ¿Quién de vosotros, teniendo cien ovejas y

habiendo perdido una de ellas, no abandona las noventa y nueve en el desierto, y va

en busca de la que se le ha perdido, hasta encontrarla? 5 Y cuando la encuentra, se

la pone sobre los hombros, lleno de alegría, 6 y apenas llega a casa, reúne a los

amigos y vecinos, y les dice: Alegraos conmigo, que ya encontré la oveja que se me

había perdido. 7 Os digo que igualmente habrá más alegría en el cielo por un solo

pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de

conversión.

Palestina es una tierra en que abundan los rebaños de ovejas y de cabras. Todo el

mundo conoce al pastor y su género de vida. Lo que Jesús enfoca e ilustra en el

ejemplo del pastor es su solicitud por el rebaño y su amor a los animales. Desde

antiguo, en el pueblo de Israel, es presentado Dios bajo la imagen del pastor por

profetas, poetas y sabios (Isa_40:11; Isa_49:10; Zac_10:8; Sal_13:1-4; Sal_78:52;

Eco_18:13.).

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La parábola comienza con una pregunta (cf. 14,28.31). El que la oye juzgará por su

propia experiencia. El pastor obra como dice Jesús. Toma sobre sí toda solicitud y

fatiga por cada animal descarriado de su rebaño, como si no tuviera otro, como si no

contaran los otros noventa y nueve. Ninguno le es indiferente, no quiere perder ni uno

solo. Que le queden noventa y nueve no le resarce de la pérdida de uno. El pastor

pone sobre sus hombros la oveja hallada. Esto está observado de la vida misma.

Cuando la oveja se extravía del rebaño, va corriendo sin meta de una parte a otra, se

echa al suelo sin fuerzas y es preciso cargar con ella. El pastor la trata con más

delicadeza que a las otras. Sin embargo, la búsqueda por un terreno montañoso y

pedregoso le impone esfuerzos y fatigas. Pero todo lo olvida cuando recobra la oveja

perdida.

Su alegría es tan grande que no puede guardarla para sí. La anuncia a los amigos y

vecinos. Una y otra vez tiene que repetir: Ya encontré la oveja que se me había

perdido.

Como se alegra el pastor por una única oveja que se había perdido y se ha vuelto a

encontrar, así se alegra Dios por uno solo que era pecador y se convierte. Así es

Dios. Ni un solo pecador le es indiferente. No se consuela con los muchos justos.

Busca al pecador, también éste es suyo; nunca lo abandona. Le causa preocupación

y dolor, aun cuando va por caminos extraviados.

Cuando el pecador extraviado se convierte y se deja encontrar, no le aguardan

reproches, recelos ni duras prescripciones. Dios salva, perdona, recibe en casa con

alegría y con toda clase de demostraciones de amor. «Tanto amó Dios al mundo, que

entregó a su Hijo único, para que el que cree en él no perezca, sino que tenga la vida

eterna» (Jua_3:16). Habrá alegría en el cielo, cerca de Dios. La alegría se pone en

futuro. Dios se alegrará en el juicio final cuando a uno de los más pequeños notifique

su sentencia de absolución. Dios se goza en perdonar, no en condenar. La historia de

la salvación hasta el juicio final está penetrada de la misericordia de Dios.

Más alegría habrá por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve

justos que no tienen necesidad de conversión. También los doctores judíos

contraponen a los «hombres de la conversión» (que hacen penitencia y se convierten)

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los «justos perfectos». Unos y otros pueden decir: «Bien haya el que no ha pecado y

aquel a quien se ha perdonado el pecado.» Jesús dice más. También el Antiguo

Testamento sabe que Dios no se complace en la muerte del pecador, sino más bien

en que se convierta y viva (Eze_18:23). Jesús se esfuerza por hallar palabras cuando

quiere describir el amor de Dios que perdona y que salva. Los hombres hablamos de

mayor alegría cuando ésta viene de donde no se esperaba. El pecador se había

perdido y ha sido encontrado. Grande, serio, incomprensible es el amor de Dios, su

voluntad de perdonar. La mayor alegría celebra la omnipotencia creadora del amor

cuando éste pone un nuevo comienzo.

Dado que a Dios causa alegría perdonar a los pecadores y volverlos al hogar,

también Jesús debe cuidarse de los pecadores y sentarse a la mesa con ellos. El

tiempo de salvación que él anuncia es tiempo de misericordia y de alegría. Dios se

alegra cuando perdona, los pecadores se alegran cuando son perdonados; ¿habrán

de murmurar los «buenos»? ¿Repudiarán ellos cuando Dios busca? ¿Se amargarán

cuando alborea el tiempo de júbilo? Jesús justifica su amor a los pecadores al

justificar el amor que les tiene Dios. Defensa paradójica: tener que defender al Dios

santo contra los reproches de los hombres... Sólo el que cree que se ha inaugurado el

reino de Dios y que Dios reina por su misericordia, puede creer que el amor a los

pecadores puede santificar al pueblo. Los fariseos no comprenden que ha llegado la

gran mutación de los tiempos, porque no aceptan el mensaje de Jesús.

8 ¿O qué mujer que tenga diez dracmas, si se le pierde una, no enciende una

lámpara y barre la casa, y la busca cuidadosamente hasta encontrarla? 9 Y cuando la

encuentra, reúne a las amigas y vecinas y les dice: Alegraos conmigo, que ya

encontré la dracma que se me había perdido. 10 Igualmente -os digo- hay gran

alegría entre los ángeles del cielo por un solo pecador que se convierte.

Hay un cambio de escena. Al lado del hombre aparece la mujer, al lado del que posee

bienes, la pobre. Así piensa y obra el ser humano, ya sea hombre o mujer, rico o

pobre. Dos testigos confirman la verdad cuando concuerda su testimonio (Deu_19:15).

E1 inaudito amor de Dios a los pecadores es verdad, no es exageración, no es un

error. Lo que se ha dicho se ve ahora confirmado. El que recita dos veces los mismos

versos los graba más hondamente en el oyente, induce a recapacitar. Las canciones

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repiten el tema en diferentes estrofas. Dios es con toda seguridad tal como Jesús lo

pinta. No como creen saberlo y lo dicen los piadosos, los doctores de la ley, los

sabios de Israel. Una dracma tiene el valor de un denario de plata, que es el jornal de

un trabajador (Mat_20:2). Diez dracmas no representan un capital, pero para la pobre

mujer eran mucho. La mujer no dispone de dinero para los gastos de la casa, pues el

que compra es el hombre. Quizá tenía cariño a aquella moneda porque formaba parte

de las arras de su boda, que durante largos años llevaba cosidas en una especie de

turbante para no perderlas. Ahora se le ha perdido una dracma.

La mujer busca con gran diligencia. Faena difícil en una casa de Palestina. En una

habitación estaba reunido todo. Había poca luz. La mujer enciende una lámpara,

alumbra todos los rincones, barre la casa, busca por todas partes hasta que aparece

la moneda. La alegría es grande y no se puede contener: tiene que comunicarse. Los

que han participado de su aflicción tienen también que conocer su alegría. Una y otra

vez repite la mujer lo que en aquel momento la emociona: «Ya encontré la dracma

que se me había perdido.»

Así se alegra Dios por un pecador que se convierte. La alegría de Dios se hace visible

en la alegría de los ángeles, en el gozo de la corte celestial. Su alegría es el reflejo de

la alegría de Dios. En la primera parábola se decía: Habrá alegría en el cielo; ahora se

dice: Hay alegría entre los ángeles. No se pronuncia el nombre de Dios. Las palabras

de Jesús sobre la alegría de Dios por los pecadores que se convierten, son atrevidas

y al mismo tiempo reservadas, revelan y velan a la vez. El amor misericordioso de

Dios no ha de borrar la soberana santidad de Dios...

En las dos parábolas se dice que Dios se alegra por el pecador que se convierte. No

se suprime la distinción entre pecador y justo, no se pasa expresamente por alto, y

menos aún se trata irónicamente, Jesús no habló nunca como si el pecado no fuera

pecado. Si también, como los profetas, reclama conversión y penitencia. La exige más

radicalmente que cualquier profeta de los que le precedieron. Llamar a la conversión

lo considera como la razón de su misión: «El reino de Dios está cerca, haced

penitencia» (Mar_1:15). Todos deben hacer penitencia, porque todos son pecadores

delante de Dios. Al llamar a penitencia y conversión amenaza con el juicio y la

perdición. También la predicación del amor de Dios a los pecadores es predicación de

conversión, predicación de salud y predicación de penitencia.

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Jesús anuncia el alborear del tiempo de salvación: «El reino de Dios está cerca.» De

este reino de Dios que se inicia forma parte la gozosa misericordia de Dios con todos

los que se vuelven a su gracia salvadora. El rasgo más original e incomparable del

anuncio del reino de Dios por Jesús es la revelación del amor que Dios tiene a los

pecadores.

Los doctores de la ley pretenden saber que el pecador no era amado por Dios antes

de su conversión. Sólo cuando ha abandonado las malas obras y las ha reparado, le

otorga Dios su amor. «Convertíos, y os acogeré... Si una persona se convierte

perfectamente, entonces le perdona Dios.» Jesús habla de otra manera: La iniciativa

parte de Dios. El pastor va en busca de la oveja perdida, la mujer busca la moneda.

La alegría se expresa así: «Encontré lo que se me había perdido.» «En esto consiste

el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que el nos amó y envió

a su Hijo como sacrificio de purificación por nuestros pecados... Nosotros amamos

porque él fue el primero en amarnos» (/1Jn/04/10/19). El pecador no puede volver por

sí mismo, sino que Dios debe volverlo al hogar (Jer_24:7).

c) El hijo pródigo (Lc/15/11-32)

11 Añadió luego: Un hombre tenía dos hijos. 12 Y el más joven de ellos dijo al padre:

Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde. Entonces el padre les

repartió los bienes. 13 No muchos días después, el hijo más joven lo reunió todo, se

fue a un país lejano y allí despilfarró su hacienda, viviendo licenciosamente.

Las dos parábolas relativas a la búsqueda de lo que se había perdido han puesto de

manifiesto el proceder de Dios con los pecadores; la parábola del hijo pródigo

mostrará también lo que pasa en el que se ha perdido. Antes se habían perdido una

oveja y una moneda, aquí se ha perdido el hijo... Anteriormente se ha hablado de

retorno, de conversión, pero sin decir lo que ésta significa. Ahora se descubre el

sentido de esta palabra. En ambos casos se trata de defender Jesús el proceder

misericordioso de Dios con los pecadores.

El hombre que tiene dos hijos es un labrador hacendado: tiene muchos jornaleros, a

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los que no les falta nada (v. 17) y criados (v. 22); tiene inmediatamente a su

disposición un becerro cebado (v. 23). Los dos hijos son solteros, aún no han

cumplido veinte años. El padre mismo explota su granja. El hijo menor ruega -así

habrá que entender el imperativo después de la cordial interpelación como «padre»-

que le sea entregada la parte de la herencia que le corresponde por la ley. La granja

misma, siendo bien inmueble, era inalienable y debía recaer en el hijo mayor

(Lev_25:23 ss). De los bienes muebles recibe el primogénito dos terceras partes, el

resto, por partes iguales, los demás (Deu_21:17). En esta narración el hijo menor

pidió la tercera parte de los bienes muebles. Aunque la parte de los bienes que

correspondía a cada uno se transmitía ya en vida del padre, esto no implica, sin

embargo -además del derecho de propiedad-, derecho de disposición y de usufructo.

El padre otorga la petición. Reparte el capital entre los hijos. El mayor es designado

como propietario futuro absoluto (v. 31), pero el padre ejerce el usufructo (v. 22s.29).

El hijo menor pide la propiedad y el derecho de disponer, pues quiere ser

independiente. Ambos derechos le son otorgados. El padre no lo trata ya como menor

de edad. Es un riesgo que se afronta.

La vida en la casa paterna, con sus reglamentos y obligaciones, ha venido a ser una

carga para el hijo, que aspira a la autonomía y quiere vivir a su arbitrio. Pocos días

después el hijo menor lo reúne todo, lo liquida y se va al extranjero, a la tierra al este

del Jordán. Palestina no podía alimentar a sus habitantes. Quien quisiera prosperar,

tenía que abandonar el país. En la diáspora vivían cuatro millones de judíos, en la

patria, en Palestina, medio millón. La patria es una atadura, el extranjero promete una

libertad e independencia que seduce. En el extranjero acaba pronto por gastarse el

capital en una vida de libertinaje y despilfarro. «EI que ama la sabiduría alegra a su

padre, el que frecuenta rameras pierde su hacienda» (Pro_29:3).

14 Después de haberlo malgastado todo, sobrevino un hambre muy grande por toda

aquella región, y él comenzó a sufrir privaciones. 15 Y fue a ponerse al servicio de

uno de los ciudadanos de aquella región, que lo mandó a sus campos para apacentar

puercos. 16 Y ansiaba llenar su estómago siquiera de algunas algarrobas que comían

los puercos, pero nadie se las daba.

En períodos de hambre y de carestía lo pasa mal incluso quien posee capital. ¿Qué

decir del que no tiene nada? ¿Qué haría el hijo que se lo había gastado todo y no le

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quedaba ya nada? Los doctores judíos de la ley dirían que debía andar hasta

destrozarse los pies para llegar a la próxima comunidad judía e implorar allí ayuda y

trabajo. ¿Qué hace, en cambio, el «hijo pródigo»?. Lo más insoportable para un judío

piadoso. Se presenta a un ciudadano de aquel país pagano y se agarra a él como un

pordiosero importuno. Quiere trabajar para poder vivir, quiere hacer todo lo posible

para no perecer, quiere sacrificarlo todo para poder siquiera «ir tirando», y nada más.

Se halla en una tierra pagana, en la que no existe el reposo sabático, no hay comidas

rituales, no se observan leyes de pureza. Vive en medio de pecadores y de gentes sin

ley. El trabajo que asume es intolerable para un judío piadoso: «Maldito el hombre

que cría puercos.» Tiene que tratar constantemente con animales impuros

(Lev_11:7), con lo cual reniega de su religión. El hijo pródigo se vuelve pecador,

apóstata, impío. ¿Qué le queda ya?

En el hijo pródigo se demuestra la verdad del proverbio: «El bebedor y el comilón

empobrecerán» (Pro_23:21). Se ve privado de todo lo que necesita el hombre para

poder vivir como hombre. Pasa hambre. La comida que se le da es tan escasa, que

suspira por el pienso de los puercos. Ansiaba llenarse el estómago con las algarrobas

a medio madurar que se daban a los puercos. él vale menos que los animales; nadie

le da de ese pienso; es un forastero. Tiene que vivir como bajo la maldición de Dios...

«El Altísimo aborrece a los pecadores y les hará experimentar su venganza»

(Eco_12:6). ¿Los odia Dios siempre y para siempre?

17 Entrando entonces dentro de sí mismo, se dijo. ¡Cuántos jornaleros de mi padre

tienen pan de sobra, mientras yo estoy aquí muriéndome de hambre! 18 Ahora mismo

iré a casa de mi padre, y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; 19 ya no soy

digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.

Los judíos tienen un refrán que dice: «Cuando los israelitas tienen necesidad de

algarrobas, entonces se vuelven (a Dios).» En el hijo pródigo se verifica el refrán.

Entra dentro de sí mismo, recapacita. Todo lo que se arremolinaba en torno a él, se le

ha escapado. Su miseria le trae a la memoria la casa paterna con su abundancia. Las

algarrobas de los puercos le hacen pensar en el pan de los jornaleros, el extranjero

tan poco acogedor le traslada a la casa de su padre. No quiere consumirse, sino vivir.

Ni Dios ni su padre ocupan el centro de sus reflexiones, sino en primer lugar salir con

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vida del hambre que padece en país extranjero. «Si el impío entra dentro de sí» -

hacen decir a Dios los doctores judíos de la ley- «le ceñiré una corona a la hora de la

muerte (la corona de la vida eterna)... Si el impío entra dentro de sí, podrá entrar cada

vez más (en la proximidad del Santo).» El camino del que entra dentro de sí conduce

a Dios...

El hijo pródigo entra dentro de sí, se vuelve a su padre y va a acabar en Dios. Las

palabras de su conversión están inspiradas en la Sagrada Escritura: «El faraón llamó

en seguida a Moisés y Aarón, y dijo: He pecado contra Yahveh, vuestro Dios, y contra

vosotros» (Exo_10:16). Y en los Salmos se hallan estas palabras: «Contra ti, sólo

contra ti he pecado, he hecho lo malo a tus ojos para que sea reconocida la justicia

de tus palabras y seas vencedor en el juicio» (Sal_51:6). El recuerdo de la casa

paterna, de su abundancia, de su vida religiosa -y el recuerdo del que está por encima

de todo, el padre- le hace acordarse de Dios, despierta en él la conciencia del pecado

y le mueve a volverse a Dios. La imagen del padre amoroso hace nacer en él la

seguridad del perdón. De lo contrario, ¿cómo se resolvería a emprender la marcha

hacia su padre? A través de la imagen de su padre se le ofrece la imagen de Dios.

«Vuelve, apóstata Israel, palabra de Yahveh, que quiero dejar de mostrarte rostro

airado, porque soy misericordioso..., que no es eterna mi cólera, siempre que

reconozcas tu maldad al pecar contra Yahveh» (Jer_3:12 s). El hijo pródigo se da

cuenta de su culpa y reconoce que con su modo de vivir ha perdido sus derechos de

hijo. Sólo quiere ser tratado como uno de los jornaleros.

20 Partió, pues, y volvió a la casa de su padre. Todavía estaba lejos, cuando su padre

lo vio venir y, hondamente conmovido, corrió a abrazarse a su cuello y lo besó

repetidamente. 21 El hijo le dijo entonces: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya

no soy digno de llamarme hijo tuyo.

La reflexión se traduce en acción. La conversión interior reclama «frutos de

penitencia», ruptura con la vida pasada, retorno a Dios. El padre sale al encuentro a

su hijo. El amor y la nostalgia del hijo aguza su vista. Se siente hondamente

conmovido cuando ve su miseria. Corre a su encuentro, cosa nada corriente e indigna

para los antiguos orientales. El padre olvida su dignidad y le prodiga todas las

muestras de su amor paterno. Besándolo en la mejilla lo acoge como hijo antes de

que él haya podido pronunciar sus palabras de arrepentimiento. Comienza la

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«frasecita» de confesión, pero no la termina. El padre no aguarda para perdonar a

que se cumplan todos los requisitos de la penitencia. A través de la imagen de este

padre se nos presenta la imagen del Padre celestial, que nos ama anticipadamente.

22 Pero el padre ordenó a sus criados: Inmediatamente, traed el vestido más rico y

ponédselo; ponedle también un anillo en su mano y sandalias en sus pies. 23 Luego

traed el becerro cebado, matadlo, y vamos a comer y a celebrar alegremente la fiesta.

24 Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido

hallado. Y comenzaron a celebrar la fiesta con alegría.

Hasta aquí había guardado silencio el padre. Ahora comienza él a hablar. Antes había

estado lleno de solicitud vigilante y amorosa, ahora estallan sus palabras rebosantes

de alegría. No pide cuentas, no pone condiciones, no fija período alguno de prueba.

No se pronuncian palabras de perdón, pero más significativas que estas palabras son

las obras de perdón. El padre restituye al hijo pródigo sus derechos de hijo. El vestido

mas rico lo constituye en huésped de honor, el anillo lo capacita de nuevo para

proceder como hijo.

Las sandalias lo declaran hombre libre; es otra vez hijo libre de un labrador libre, no

uno de los jornaleros que van con los pies descalzos. Sacrificando el becerro cebado

se inicia una fiesta de alegría; el hijo es admitido de nuevo en la comunidad de mesa

de la casa paterna. La alegría festiva en el corazón del padre no puede contenerse y

llena toda la casa.

La alegría de la fiesta desborda de las palabras: «Este hijo mío estaba muerto y ha

vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.» Este júbilo festivo es el júbilo del

tiempo de salvación. El Evangelio de la misericordia es el Evangelio de la alegría.

Jesús salva de la perdición y de la muerte, puesto que vino para «iluminar a los que

yacen en tinieblas y sombra de muerte» (1,79). Las palabras cierran como un

estribillo la primera y la segunda parte de la parábola, a saber: la narración de la

magnanimidad amorosa del padre y la narración de la severidad sin piedad y de la

estrechez de espíritu del hijo mayor. Dios es como el primero, el fariseo como el

segundo. «Sed misericordiosos, como misericordioso es vuestro Padre» (6,36).

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25 Pero el hijo mayor estaba en el campo. Y al volver, cuando se acercó a la casa,

oyó música y danzas, 26 y llamando a uno de los criados le preguntó qué significaba

aquello. 27 El criado le respondió: Es que ha vuelto tu hermano, y tu padre, como lo

ha recobrado sano y salvo, ha mandado matar el becerro cebado. 28a Entonces él se

enfadó y no quería entrar.

El hijo mayor es fiel en el servicio, día tras día. Ahora vuelve a casa del trabajo del

campo. El banquete ha terminado, y ha comenzado la alegre danza. Desde fuera se

oye la música y el rumor de la danza. El hijo que se dedica al cumplimiento

escrupuloso del deber se ve envuelto en el júbilo festivo y en la algazara. El criado

que le explica la razón del júbilo, ve sólo lo exterior: el regreso del hermano, el

sacrificio del becerro cebado, la salud del que ha vuelto a casa. Pero ¿cómo podía ver

también lo que había sucedido en el interior del padre y del hijo vuelto al hogar? Este

drama del retorno, de la conversión, la transformación que había tenido lugar, la

resurrección del muerto... ¡cuántas cosas habían sucedido! La penitencia es un

comienzo de los acontecimientos escatológicos. Lo que allí sucede entre el hombre y

Dios es imagen del acontecimiento que abarca al mundo entero, que se había

aguardado y que ahora se produce. El tiempo de salvación es tiempo de alegría.

Lo que siente el hijo mayor tiene también lugar con los fariseos. Su imagen es la

imagen de los piadosos de Israel. Enfadado se revela contra el proceder de su padre.

Protesta contra el peligro en que se pone el orden moral, murmura contra esta

increíble misericordia. El día de Dios, en el que se erigirá el reino de Dios, es sin

embargo «día de ira», en el que los transgresores de la ley recibirán su castigo.

¿Entrar en la sala del festín? Esto sería entrar en comunión con un pecador, sentarse

a la mesa con uno que se ha contaminado con meretrices, con paganos y con

puercos... El hijo mayor se comporta como los «justos», los piadosos, los fariseos...

«Este hombre acoge a los pecadores y come con ellos» (15,2).

28b Pero su padre salió para llamarlo. 29 El contestó a su padre: De modo que hace

ya tantos años que te vengo sirviendo, sin haber quebrantado jamás ninguna orden

tuya, y nunca me diste un cabrito para que yo celebrara alegremente una fiesta con

mis amigos; 30 pero, cuando llega ese hijo tuyo que ha devorado tus bienes con

meretrices, has mandado matar para él el becerro cebado.

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El padre sale a ver a su hijo mayor; éste no le es indiferente. Le habla con ruegos y

exhortaciones. Sin embargo, del alma del hijo mayor irrumpe como una corriente

impetuosa que ha roto la presa que la contenía. Lo que está sucediendo en casa le

parece provocador: el justo es preterido, el pecador desencadena la alegría. A sus

ojos se contraponen «tantos años» de servicio fiel y «devorar tus bienes»; «no haber

quebrantado jamás ninguna orden» y despilfarrar «con meretrices»; «nunca me diste

un cabrito para celebrar alegremente una fiesta con mis amigos» y «matar para él el

becerro cebado». También la misericordia de Dios y su amor son misterios que no se

pueden apreciar con criterios humanos. Jesús anuncia el reino de Dios que se

acerca, que trae perdón y salvación, y lo anuncia revelando a Dios como Padre

misericordioso.

31 Pero el padre le contestó: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son

tuyas; 32 pero había que hacer fiesta y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba

muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado.

El padre se justifica. ¿Ha considerado el mayor lo que tiene recibido de su padre? Es

para él un hijo querido -«hijito» se dice en el texto original-, ha gozado siempre del

amor del padre, ha vivido en comunión con él. él no pierde nada de la parte que le

corresponde, se le ratifica la propiedad de lo que era de su padre. ¿Se le hace acaso

injusticia porque el padre sea bondadoso con el otro hijo? (Mat_20:15) ¿Pierde él

acaso algo con esta bondad?

Por los tres bienes que enumera el padre se deja entrever la alianza de Dios con su

pueblo: hijo mío, pueblo mío; yo contigo, tú conmigo; comunidad de bienes. La nueva

economía de la salud que trae Jesús vuelve a restaurar la primera, ahondándola y

perfeccionándola. Su sangre establece la nueva alianza (Mat_22:20) que confiere el

perdón de los pecados: «Les perdonaré sus maldades, de las que no me acordaré

más» (Jer_31:34). La voluntad de Dios exige que se celebre la fiesta con júbilo. Se

trata del hermano. El mayor sólo se preocupa por la ley, pero carece de amor

fraterno. Ahora bien, según el mensaje de Jesús, este amor es el núcleo de la ley y de

la voluntad de Dios. Una vez más vuelve a emerger lo que habían descubierto ya los

conflictos sabáticos (Jer_14:5). Los fariseos guardan el reposo sabático, pero

descuidan el amor fraterno. Dios, en cambio se glorifica con las obras de misericordia

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y de amor.

Si se perdona demasiado fácilmente el pecado, ¿no se impondrá éste como una

oleada que todo lo inunda? El anuncio del gozo del Señor por la conversión del

pecador ¿no será una catástrofe para la moralidad? ¿No es cierto que la predicación

de Jesús que proclama la misericordia de Dios con los pecadores representa una

amenaza para el orden moral? En las palabras de Jesús se muestran dos poderes de

orden: la conversión y el amor fraterno. El hijo pródigo efectúa la conversión, el

retorno al padre; el hijo mayor es conducido al amor fraterno. En la conversión y en el

amor fraterno se revela el comienzo del reino de Dios y del tiempo de la salud. La

predicación de los apóstoles, bajo el impulso del Espíritu Santo, lleva a la conversión

e incorpora a la comunidad de los que están congregados en el nombre de Jesús y

forman un solo corazón y una sola alma (cf. Hec_2:37-47). La conversión a Dios y el

amor fraterno son las fuerzas fundamentales del orden moral.

También la antigua Iglesia hubo de preocuparse por esta cuestión: ¿Cómo hay que

tratar a los pecadores en el santo pueblo de Dios? En el Evangelio de Mateo hay un

orden de este procedimiento, que es de naturaleza jurídica: corrección fraterna en

privado, presentación de testigos, juicio ante la comunidad reunida, exclusión de la

comunidad (Mat_18:15-17). Lucas muestra el camino de la misericordia y de la

bondad con amor. Ambos caminos tienen en común que se remontan a Jesús, ambos

están arraigados en la proclamación del alborear del reino de Dios. La realeza de

Dios es juicio y misericordia. En la parábola del hijo pródigo se menciona tres veces

el banquete festivo. Cuando la comunidad se congrega para celebrar el banquete

eucarístico hace memoria de la acción salvadora y perdonadora de Dios por Jesús

(Mat_22:10; 1Co_11:26) en el júbilo de la salvación (Hec_2:46). La comunidad era

una vez «no pueblo», ahora en cambio es pueblo de Dios; una vez estaba sin gracia,

ahora en cambio está agraciada (1Pe_2:10). En el banquete del Señor se da la

sangre del Señor «para el perdón de los pecados» (Mat_26:28) y con gozosa acción

de gracias se celebra la nueva economía salvadora y la reintegración en la filiación

divina.

La narración de la parábola se interrumpe sin decir lo que piensa hacer el padre con

el hijo mayor. Jesús no celebra juicio, sino que ofrece la salvación. Quiere también

salvar a los fariseos. Todos tienen necesidad de conversión, los pecadores y también

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los que se tienen por justos (Mat_18:9-14). «Todos estamos bajo pecado» (Rom_3:9).

(GH El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial

Herder, Madrid, 1969)

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Comentario Teológico· Benedicto XVI

La parábola de los dos hermanos

(el hijo pródigo y el hijo que se quedó en casa) y del padre bueno (Lc 15, 11-32)

Esta parábola de Jesús, quizás la más bella, se conoce también como la «parábola

del hijo pródigo». En ella, la figura del hijo pródigo está tan admirablemente descrita, y

su desenlace —en lo bueno y en lo malo— nos toca de tal manera el corazón que

aparece sin duda como el verdadero centro de la narración. Pero la parábola tiene en

realidad tres protagonistas. Joachim Jeremías y otros autores han propuesto llamarla

mejor la «parábola del padre bueno», ya que él sería el auténtico centro del texto.

Pierre Grelot, en cambio, destaca como elemento esencial la figura del segundo hijo y

opina —a mi modo de ver con razón— que lo más acertado sería llamarla «parábola

de los dos hermanos». Esto se desprende ante todo de la situación que ha dado lugar

a la parábola y que Lucas presenta del siguiente modo (15, ls): «Se acercaban a

Jesús los publícanos y pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados

murmuraban entre ellos: "Ése acoge a los pecadores y come con ellos"». Aquí

encontramos dos grupos, dos «hermanos»: los publícanos y los pecadores; los

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fariseos y los letrados. Jesús les responde con tres parábolas: la de la oveja

descarriada y las noventa y nueve que se quedan en casa; después la de la dracma

perdida; y, finalmente, comienza de nuevo y dice: «Un hombre tenía dos hijos» (15,

11). Así pues, se trata de los dos.

El Señor retoma así una tradición que viene de muy atrás: la temática de los dos

hermanos recorre todo el Antiguo Testamento, comenzando por Caín y Abel, pasando

por Ismael e Isaac, hasta llegar a Esaú y Jacob, y se refleja otra vez, de modo

diferente, en el comportamiento de los once hijos de Jacob con José. En los casos de

elección domina una sorprendente dialéctica entre los dos hermanos, que en el

Antiguo Testamento queda como una cuestión abierta. Jesús retoma esta temática en

un nuevo momento de la actuación histórica de Dios y le da una nueva orientación. En

el Evangelio de Mateo aparece un texto sobre dos hermanos similar al de nuestra

parábola: uno asegura querer cumplir la voluntad del padre, pero no lo hace; el

segundo se niega a la petición del padre, pero luego se arrepiente y cumple su

voluntad (cf. Mt 21,28-32). También aquí se trata de la relación entre pecadores y

fariseos; también aquí el texto se convierte en una llamada a dar un nuevo sí al Dios

que nos llama.

Pero tratemos ahora de seguir la parábola paso a paso. Aparece ante todo la figura

del hijo pródigo, pero ya inmediatamente, desde el principio, vemos también la

magnanimidad del padre. Accede al deseo del hijo menor de recibir su parte de la

herencia y reparte la heredad. Da libertad. Puede imaginarse lo que el hijo menor

hará, pero le deja seguir su camino.

El hijo se marcha «a un país lejano». Los Padres han visto aquí sobre todo el

alejamiento interior del mundo del padre —del mundo de Dios—, la ruptura interna de

la relación, la magnitud de la separación de lo que es propio y de lo que es auténtico.

El hijo derrocha su herencia. Sólo quiere disfrutar. Quiere aprovechar la vida al

máximo, tener lo que considera una «vida en plenitud». No desea someterse ya a

ningún precepto, a ninguna autoridad: busca la libertad radical; quiere vivir sólo para

sí mismo, sin ninguna exigencia. Disfruta de la vida; se siente totalmente autónomo.

¿Acaso nos es difícil ver precisamente en eso el espíritu de la rebelión moderna

contra Dios y contra la Ley de Dios? ¿El abandono de todo lo que hasta ahora era el

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fundamento básico, así como la búsqueda de una libertad sin límites? La palabra

griega usada en la parábola para designar la herencia derrochada significa en el

lenguaje de los filósofos griegos «sustancia», naturaleza. El hijo perdido desperdicia

su «naturaleza», se desperdicia a sí mismo.

Al final ha gastado todo. El que era totalmente libre ahora se convierte realmente en

siervo, en un cuidador de cerdos que sería feliz si pudiera llenar su estómago con lo

que ellos comían. El hombre que entiende la libertad como puro arbitrio, el simple

hacer lo que quiere e ir donde se le antoja, vive en la mentira, pues por su propia

naturaleza forma parte de una reciprocidad, su libertad es una libertad que debe

compartir con los otros; su misma esencia lleva consigo disciplina y normas;

identificarse íntimamente con ellas, eso sería libertad. Así, una falsa autonomía

conduce a la esclavitud: la historia, entretanto, nos lo ha demostrado de sobra. Para

los judíos, el cerdo es un animal impuro; ser cuidador de cerdos es, por tanto, la

expresión de la máxima alienación y el mayor empobrecimiento del hombre. El que

era totalmente libre se convierte en un esclavo miserable.

Al llegar a este punto se produce la «vuelta atrás». El hijo pródigo se da cuenta de

que está perdido. Comprende que en su casa era un hombre libre y que los esclavos

de su padre son más libres que él, que había creído ser absolutamente libre.

«Entonces recapacitó», dice el Evangelio (15, 17), y esta expresión, como ocurrió con

la del país lejano, repropone la reflexión filosófica de los Padres: viviendo lejos de

casa, de sus orígenes, dicen, este hombre se había alejado también de sí mismo,

vivía alejado de la verdad de su existencia. Su retorno, su «conversión», consiste en

que reconoce todo esto, que se ve a sí mismo alienado; se da cuenta de que se ha

ido realmente «a un país lejano» y que ahora vuelve hacia sí mismo. Pero en sí

mismo encuentra la indicación del camino hacia el padre, hacia la verdadera libertad

de «hijo». Las palabras que prepara para cuando llegue a casa nos permiten apreciar

la dimensión de la peregrinación interior que ahora emprende. Son la expresión de

una existencia en camino que ahora —a través de todos los desiertos— vuelve «a

casa», a sí mismo y al padre. Camina hacia la verdad de su existencia y, por tanto, «a

casa». Con esta interpretación «existencial» del regreso a casa, los Padres nos

explican al mismo tiempo lo que es la «conversión», el sufrimiento y la purificación

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interna que implica, y podemos decir tranquilamente que, con ello, han entendido

correctamente la esencia de la parábola y nos ayudan a reconocer su actualidad.

El padre ve al hijo «cuando todavía estaba lejos», sale a su encuentro. Escucha su

confesión y reconoce en ella el camino interior que ha recorrido, ve que ha

encontrado el camino hacia la verdadera libertad. Así, ni siquiera le deja terminar, lo

abraza y lo besa, y manda preparar un gran banquete. Reina la alegría porque el hijo

«que estaba muerto» cuando se marchó de la casa paterna con su fortuna, ahora ha

vuelto a la vida, ha revivido; «estaba perdido y lo hemos encontrado» (15, 32).

Los Padres han puesto todo su amor en la interpretación de esta escena. El hijo

perdido se convierte para ellos en la imagen del hombre, el «Adán» que todos somos,

ese Adán al que Dios le sale al encuentro y le recibe de nuevo en su casa. En la

parábola, el padre encarga a los criados que traigan enseguida «el mejor traje». Para

los Padres, ese «mejor traje» es una alusión al vestido de la gracia, que tenía

originalmente el hombre y que después perdió con el pecado. Ahora, este «mejor

traje» se le da de nuevo, es el vestido del hijo. En la fiesta que se prepara, ellos ven

una imagen de la fiesta de la fe, la Eucaristía festiva, en la que se anticipa el banquete

eterno. En el texto griego se dice literalmente que el hermano mayor, al regresar a

casa, oye «sinfonías y coros»: para los Padres es una imagen de la sinfonía de la fe,

que hace del ser cristiano una alegría y una fiesta.

Pero lo esencial del texto no está ciertamente en estos detalles; lo esencial es, sin

duda, la figura del padre. ¿Resulta comprensible? ¿Puede y debe actuar así un

padre? Pierre Grelot ha hecho notar que Jesús se expresa aquí tomando como punto

de referencia el Antiguo Testamento: la imagen original de esta visión de Dios Padre

se encuentra en Oseas (cf. 11, 1-9). Allí se habla de la elección de Israel y de su

traición: «Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; sacrificaban a los Baales,

e incensaban a los ídolos» (11,2). Dios ve también cómo este pueblo es destruido,

cómo la espada hace estragos en sus ciudades (cf. 11, 6). Y entonces el profeta

describe bien lo que sucede en nuestra parábola: «¿Cómo te trataré, Efraín? ¿Acaso

puedo abandonarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las

entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín; que soy

Dios y no hombre, santo en medio de ti.» (11, 8ss). Puesto que Dios es Dios, el

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Santo, actúa como ningún hombre podría actuar. Dios tiene un corazón, y ese

corazón se revuelve, por así decirlo, contra sí mismo: aquí encontramos de nuevo,

tanto en el profeta como en el Evangelio, la palabra sobre la «compasión» expresada

con la imagen del seno materno. El corazón de Dios transforma la ira y cambia el

castigo por el perdón.

Para el cristiano surge aquí la pregunta: ¿dónde está aquí el puesto de Jesucristo?

En la parábola sólo aparece el Padre. ¿Falta quizás la cristología en esta parábola?

Agustín ha intentado introducir la cristología, descubriéndola donde se dice que el

padre abrazó al hijo (cf. 15, 20). «El brazo del Padre es el Hijo», dice. Y habría podido

remitirse a Ireneo, que describió al Hijo y al Espíritu como las dos manos del Padre.

«El brazo del Padre es el Hijo»: cuando pone su brazo sobre nuestro hombro, como

«su yugo suave», no se trata de un peso que nos carga, sino del gesto de aceptación

lleno de amor. El «yugo» de este brazo no es un peso que debamos soportar, sino el

regalo del amor que nos sostiene y nos convierte en hijos. Se trata de una explicación

muy sugestiva, pero es más bien una «alegoría» que va claramente más allá del

texto.

Grelot ha encontrado una interpretación más conforme al texto y que va más a fondo.

Hace notar que, con esta parábola, con la actitud del padre de la parábola, como con

las anteriores, Jesús justifica su bondad para con los pecadores, su acogida de los

pecadores. Con su actitud, Jesús «se convierte en revelación viviente de quien El

llamaba su Padre». La consideración del contexto histórico de la parábola, pues,

delinea de por sí una «cristología implícita». «Su pasión y su resurrección han

acentuado aún más este aspecto: ¿cómo ha mostrado Dios su amor misericordioso

por los pecadores? Haciendo morir a Cristo por nosotros "cuando todavía éramos

pecadores" (Rm 5,8). Jesús no puede entrar en el marco narrativo de su parábola

porque vive identificándose con el Padre celestial, recalcando la actitud del Padre en

la suya. Cristo resucitado está hoy, en este punto, en la misma situación que Jesús

de Nazaret durante el tiempo de su ministerio en la tierra» (pp. 228s). De hecho,

Jesús justifica en esta parábola su comportamiento remitiéndolo al del Padre,

identificándolo con Él. Así, precisamente a través de la figura del Padre, Cristo

aparece en el centro de esta parábola como la realización concreta del obrar paterno.

Y he aquí que aparece el hermano mayor. Regresa a casa tras el trabajo en el

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campo, oye la fiesta en la casa, se entera del motivo y se enoja. Simplemente, no

considera justo que a ese haragán, que ha malgastado con prostitutas toda su fortuna

—el patrimonio del padre—, se le obsequie con una fiesta espléndida sin pasar antes

por una prueba, sin un tiempo de penitencia. Esto se contrapone a su idea de la

justicia: una vida de trabajo como la suya parece insignificante frente al sucio pasado

del otro. La amargura lo invade: «En tantos años como te sirvo, sin desobedecer

nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete

con mis amigos» (15,29). El padre trata también de complacerle y le habla con

benevolencia. El hermano mayor no sabe de los avatares y andaduras más recónditos

del otro, del camino que le llevó tan lejos, de su caída y de su reencuentro consigo

mismo. Sólo ve la injusticia. Y ahí se demuestra que él, en silencio, también había

soñado con una libertad sin límites, que había un rescoldo interior de amargura en su

obediencia, y que no conoce la gracia que supone estar en casa, la auténtica libertad

que tiene como hijo. «Hijo, tú estás siempre conmigo —le dice el padre—, y todo lo

mío es tuyo» (15, 31). Con eso le explica la grandeza de ser hijo. Son las mismas

palabras con las que Jesús describe su relación con el Padre en la oración

sacerdotal: «Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío» (Jn 17, 10).

La parábola se interrumpe aquí; nada nos dice de la reacción del hermano mayor.

Tampoco podría hacerlo, pues en este punto la parábola pasa directamente a la

situación real que tiene ante sus ojos: con estas palabras del padre, Jesús habla al

corazón de los fariseos y de los letrados que murmuraban y se indignaban de su

bondad con los pecadores (cf. 15, 2). Ahora se ve totalmente claro que Jesús

identifica su bondad hacia los pecadores con la bondad del padre de la parábola, y

que todas las palabras que se ponen en boca del padre las dice El mismo a las

personas piadosas. La parábola no narra algo remoto, sino lo que ocurre aquí y ahora

a través de El. Trata de conquistar el corazón de sus adversarios. Les pide entrar y

participar en el júbilo de este momento de vuelta a casa y de reconciliación. Estas

palabras permanecen en el Evangelio como una invitación implorante. Pablo recoge

esta invitación cuando escribe: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis

con Dios» (2 Co5, 20).

Así, la parábola se sitúa, por un lado, de un modo muy realista en el punto histórico en

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que Jesús la relata; pero al mismo tiempo va más allá de ese momento histórico,

pues la invitación suplicante de Dios continúa. Pero, ¿a quién se dirige ahora? Los

Padres, muy en general, han vinculado el tema de los dos hermanos con la relación

entre judíos y paganos. No les ha resultado muy difícil ver en el hijo disoluto, alejado

de Dios y de sí mismo, un reflejo del mundo del paganismo, al que Jesús abre las

puertas a la comunión de Dios en la gracia y para el que celebra ahora la fiesta de su

amor. Así, tampoco resulta difícil reconocer en el hermano que se había quedado en

casa al pueblo de Israel, que con razón podría decir: «En tantos años como te sirvo,

sin desobedecer nunca una orden tuya». Precisamente en la fidelidad a la Torá se

manifiesta la fidelidad de Israel y también su imagen de Dios.

Esta aplicación a los judíos no es injustificada si se la considera tal como la

encontramos en el texto: como una delicada tentativa de Dios de persuadir a Israel,

tentativa que está totalmente en las manos de Dios. Tengamos en cuenta que,

ciertamente, el padre de la parábola no sólo no pone en duda la fidelidad del hijo

mayor, sino que confirma expresamente su posición como hijo suyo: «Hijo, tú estás

siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». Sería más bien una interpretación errónea si

se quisiera transformar esto en una condena de los judíos, algo de lo no se habla

para nada en el texto.

Si bien es lícito considerar la aplicación de la parábola de los dos hermanos a Israel y

los paganos como una dimensión implícita en el texto, quedan todavía otras

dimensiones. Las palabras de Jesús sobre el hermano mayor no aluden sólo a Israel

(también los pecadores que se acercaban a Él eran judíos), sino al peligro específico

de los piadosos, de los que estaban limpios, «en regle» con Dios como lo expresa

Grelot (p. 229). Grelot subraya así la breve frase: «Sin desobedecer nunca una orden

tuya». Para ellos, Dios es sobre todo Ley; se ven en relación jurídica con Dios y, bajo

este aspecto, a la par con Él. Pero Dios es algo más: han de convertirse del Dios-Ley

al Dios más grande, al Dios del amor. Entonces no abandonarán su obediencia, pero

ésta brotará de fuentes más profundas y será, por ello, mayor, más sincera y pura,

pero sobre todo también más humilde.

Añadamos ahora otro punto de vista que ya hemos mencionado antes: en la amargura

frente a la bondad de Dios se aprecia una amargura interior por la obediencia

prestada que muestra los límites de esa sumisión: en su interior, también les habría

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gustado escapar hacia la gran libertad. Se aprecia una envidia solapada de lo que el

otro se ha podido permitir. No han recorrido el camino que ha purificado al hermano

menor y le ha hecho comprender lo que significa realmente la libertad, lo que significa

ser hijo. Ven su libertad como una servidumbre y no están maduros para ser

verdaderamente hijos. También ellos necesitan todavía un camino; pueden

encontrarlo sencillamente si le dan la razón a Dios, si aceptan la fiesta de Dios como

si fuera también la suya. Así, en la parábola, el Padre nos habla a través de Cristo a

los que nos hemos quedado en casa, para que también nosotros nos convirtamos

verdaderamente y estemos contentos de nuestra fe.

Benedicto XVI, Jesús de Nazaret (1), Planeta Chile 2007, 243-53

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Santos Padres· San Agustín

El hijo pródigo

(Lc 15,11-32)

1. No es necesario detenernos en las cosas ya expuestas. Más, aunque no es

necesario demorarnos en ellas, sí conviene recordarlas. No ha olvidado vuestra

prudencia que el domingo anterior tomé a mi cargo hablaros en el sermón sobre los

dos hijos de que hablaba el Evangelio de hoy, pero no pude terminar. Dios nuestro

Señor ha querido que, pasada aquella tribulación, también hoy os pueda hablar. He

de saldar la deuda del sermón, puesto que hay que mantener la deuda del amor.

Quiera el Señor que mi poquedad llene los deseos de vuestro anhelo.

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2. El hombre que tuvo dos hijos es Dios, que tiene dos pueblos. El hijo mayor es el

pueblo judío; el menor, el gentil. La herencia recibida del padre es la inteligencia, la

mente, la memoria, el ingenio y todo aquello que Dios nos dio para que le

conociésemos y alabásemos. Tras haber recibido este patrimonio, el hijo menor se

marchó a una región lejana. Lejana, es decir, hasta olvidarse de su creador. Disipó su

herencia viviendo pródigamente; gastando y no adquiriendo, derrochando lo que

poseía y no adquiriendo lo que le faltaba; es decir, consumiendo todo su ingenio en

lascivias, en vanidades, en toda clase de perversos deseos a los que la Verdad llamó

meretrices.

3. No es de admirar que a este despilfarro siguiese el hambre. Reinaba el hambre en

aquella región: no hambre de pan visible, sino hambre de la verdad invisible. Impelido

por la necesidad, cayó en manos de cierto príncipe de aquella región. En este príncipe

ha de verse el diablo, príncipe de los demonios, en cuyo poder caen todos los

curiosos, pues toda curiosidad ilícita no es otra cosa que una pestilente carencia de la

verdad. Apartado de Dios por el hambre de su inteligencia, fue reducido a

servidumbre y le tocó ponerse a cuidar cerdos; es decir, la servidumbre última e

inmunda de que suelen gozarse los demonios. No en vano permitió el Señor a los

demonios entrar en la piara de los puercos. Aquí se alimentaba de bellotas, que no le

saciaban. Las bellotas son, a nuestro parecer, las doctrinas mundanas, que alborotan,

pero no nutren, digno alimento para puercos, pero no para hombres; es decir, con las

que se gozan los demonios e incapaces de justificar a los hombres.

4. Al fin se dio cuenta en qué estado se encontraba, qué había perdido, a quién había

ofendido y en manos de quién había caído. Y volvió en sí; primero el retorno a sí

mismo y luego al Padre. Pues quizá se había dicho: Mi corazón me abandonó, por lo

cual convenía que ante todo retornase a sí mismo, conociendo de este modo que se

hallaba lejos del padre. Esto mismo reprocha la Sagrada Escritura a ciertos hombres

diciendo: Volved, prevaricadores, al corazón. Habiendo retornado a sí mismo, se

encontró miserable: Encontré la tribulación y el dolor e invoqué el nombre del Señor.

¡Cuántos mercenarios de mi padre, dice, tienen pan de sobra y yo perezco aquí de

hambre! ¿Cómo le vino esto a la mente, sino porque ya se anunciaba el nombre de

Dios? Ciertamente, algunos tenían pan, pero no como era debido, y buscaban otra

cosa. De éstos se dijo: En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. A los

tales se les debe considerar como mercenarios, no como hijos, pues a ellos señala el

Apóstol cuando escribe: Anúnciese a Cristo, no importa si por oportunismo o por la

verdad. Quiere que se vea en ellos a algunos que son mercenarios porque buscan

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sus intereses y, anunciando a Cristo, abundan en pan.

5. Se levantó y retornó. Había permanecido o bien en tierra, o bien con caídas

continuas. Su padre lo ve de lejos y le sale al encuentro. Su voz está en el salmo:

Conociste de lejos mis pensamientos. ¿Cuáles? Los que tuvo en su interior: Diré a mi

padre: pequé contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo, hazme

como uno de tus mercenarios. Aunque ya pensaba decirlo, no lo decía aún; con todo,

el padre lo oía como si lo estuviera diciendo. A veces se halla uno en medio de una

tribulación o una tentación y piensa orar; con el mismo pensamiento reflexiona sobre

lo que ha de decir a Dios en la oración, como hijo que por serlo solicita la misericordia

del padre. Y dice en su corazón: «Diré a mi Dios esto y aquello; no temo que al

decirle esto, al gemirle así, tapone sus oídos mi Dios». La mayor parte de las veces

ya le está oyendo mientras dice esto, pues el mismo pensamiento no se oculta a los

ojos de Dios. Cuando él se disponía a orar, estaba ya presente quien iba a estarlo

una vez que empezase la oración. Por eso se dice en otro salmo: Dije, declararé al

Señor mi delito. Ved cómo llegó a decir algo en su interior; ved su propósito. Y al

momento añadió: Y tú perdonaste la impiedad de mi corazón. ¡Cuán cerca está la

misericordia de Dios de quien se confiesa! No está lejos Dios de los contritos de

corazón. Así lo tienes escrito: Cerca está el Señor de los que atribularon su corazón.

Este ya había atribulado su corazón en la región de la miseria; a él había retornado

para quebrantarle. Por soberbia había abandonado su corazón y lleno de ira había

retornado a él. Se airó para castigar su propia maldad; había retornado para merecer

la bondad del padre. Habló airado conforme a aquellas palabras: Airaos y no pequéis.

Todo penitente que se aíra contra sí mismo, precisamente porque está airado, se

castiga. De aquí proceden todos aquellos movimientos propios del penitente que se

arrepiente y se duele de verdad. De aquí el tirarse de los cabellos, el ceñirse los

cilicios y los golpes de pecho. Todas estas cosas son, sin duda, indicio de que el

hombre se ensaña y se aíra contra sí mismo. Lo que hace externamente la mano, lo

hace internamente la conciencia; se golpea en el pensamiento, se hiere y, para

decirlo con verdad, se da muerte. Y dándose muerte ofrece a Dios el sacrificio del

espíritu atribulado. Y Dios no desprecia el corazón contrito y humillado. Por tanto,

angustiando, humillando e hiriendo su corazón le da muerte.

6. Aunque aún estaba en preparativos para hablar a su padre, diciendo en su interior:

Me levantaré, iré y le diré, éste, conociendo de lejos su pensamiento, salió a su

encuentro. ¿Qué quiere decir salir a su encuentro sino anticiparse con su

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misericordia? Estando todavía lejos, dice, le salió al encuentro su padre movido por la

misericordia. ¿Por qué se conmovió de misericordia? Porque el hijo había confesado

ya su miseria. Y corriendo hacia él se le echó al cuello. Es decir, puso su brazo sobre

el cuello de su hijo. El brazo del Padre es el Hijo; le dio, por tanto, el llevar a Cristo,

carga que no pesa, sino que alivia. Mi yugo es suave, dijo, y mi carga ligera. Se

apoyaba sobre el erguido y apoyándose en él no le permitía caer de nuevo. Tan ligera

es la carga de Cristo, que no sólo no oprime, sino que alivia. Y no como las cargas

que se llaman ligeras: aunque ciertamente son menos pesadas, con todo, tienen su

peso. Una cosa es llevar una carga pesada, otra llevarla ligera y otra no llevar carga

alguna. A quién lleva una carga pesada se le ve oprimido; quien lleva una ligera, se

siente menos oprimido, pero siempre oprimido; a quien, en cambio, no lleva carga

alguna se le ve que anda con los hombros desembarazados. No es de este estilo la

carga de Cristo. Conviene que la lleves, para sentirte aligerado; si te la quitas de

encima te encontrarás oprimido. Y, hermanos, no os parezca esto cosa imposible.

Quizá encontremos algún ejemplo que haga palpable lo dicho. Tiene las dos cosas:

maravilloso e increíble. Vedlo en las aves. Toda ave lleva sus alas. Mirad y ved cómo

las pliega cuando desciende para descansar y cómo en cierto modo las coloca sobre

los costados. ¿Crees que le son un peso? Quítaselo y caerán; cuanto menos peso de

ese lleve el ave, tanto menos volará. Tú, pensando ser misericordioso, le quitas ese

peso; pero si verdaderamente quieres ser misericordioso con ella, ahórrale tal cosa; o

si ya le quitaste las alas, aliméntala para que crezca esa su carga y vuele sobre la

tierra. Carga como ésta deseaba tener quien decía: ¿Quién me dará alas como de

paloma y así volaré y descansaré? El haber echado el padre el brazo sobre el cuello

del hijo le sirvió de alivio, no de opresión; le honró, no le abrumó. ¿Cómo, pues, es el

hombre capaz de llevar a Dios, a no ser porque le lleva Dios, que es a su vez

llevado?

7. El padre manda que se le ponga el primer vestido, el que había perdido Adán al

pecar. Tras haber recibido en paz al hijo y haberlo besado, ordena que se le dé un

vestido: la esperanza de la inmortalidad que confiere el bautismo. Manda asimismo

que se le ponga anillo, prenda del Espíritu Santo, y calzado para los pies como

preparación para el Evangelio de la paz, para que sean hermosos los pies del

anunciador del bien. Todo esto lo hace Dios mediante sus siervos, es decir, a través

de los ministros de la Iglesia. Pues ¿acaso dan los ministros el vestido, el anillo y los

zapatos de su propio haber? Ellos cumplen su ministerio, se entregan a su oficio, pero

quien otorga es aquel de cuya despensa y tesoro se toman estas cosas. También

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mandó matar un becerro bien cebado, es decir, se le admitió a la mesa en la que el

alimento es Cristo muerto. A todo el que viene a parar a la Iglesia desde una región

lejana se le mata el becerro cuando se le predica la muerte de Jesús y se le admite a

participar de su cuerpo. Se mata un becerro bien cebado porque quien había perecido

ha sido hallado.

8. El hermano mayor, cuando vuelve del campo, no quiere entrar, airado como está.

Simboliza al pueblo judío que mostró esa animadversión incluso contra los que ya

habían creído en Cristo. Porque los judíos se indignaban de que viniesen los gentiles

desde tanta simplicidad, sin la imposición de las cargas de la ley, sin el dolor de la

circuncisión carnal, a recibir en pecado el bautismo salvador y, por lo mismo, se

negaron a comer del becerro cebado. Ciertamente, ya ellos habían creído, y

explicándoseles el motivo, se tranquilizaron. Pensad ahora en cualquier judío que

haya guardado en su corazón la ley de Dios y vivido sin tacha en el judaísmo, como

dijo que había vivido Saulo, Pablo para nosotros, tanto mayor cuanto más pequeño se

hizo y tanto más ensalzado cuanto en menos se tuvo—Pablo, en efecto, significa

poco, pequeño; de aquí que digamos: «Poco después te hablaré o poco antes». Ved

lo que significa paulo ante: un poco antes. ¿Qué significa, pues, Pablo? El mismo lo

dijo: Yo soy el menor de los apóstoles—. Este judío, pues, quienquiera que sea, que

se tenga por tal y sea consciente de ello, que haya adorado desde su juventud al

único Dios, al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios anunciado por la ley y

los profetas, y que haya observado los preceptos de la ley, comienza a pensar en la

Iglesia al ver que el género humano corre tras el nombre de Cristo. El pensar en la

Iglesia equivale a acercarse a casa desde el campo. Así está escrito: Al venir el

hermano mayor del campo y acercarse a casa. Del mismo modo que el hijo menor

aumenta diariamente entre los paganos que creen, así el hijo mayor, aunque

raramente, vuelve a casa entre los judíos. Piensan en la Iglesia y se llenan de

admiración ante ella: ven que la ley es suya y nuestra; que los profetas son suyos y

nuestros; que ellos carecen de sacrificios y entre nosotros se ofrece el sacrificio

cotidiano; ven que estuvieron en el campo del padre y, sin embargo, no comieron del

becerro cebado.

9. Oyen asimismo la sinfonía y el coro que suena y canta en la casa. ¿Qué es la

sinfonía? La concordia de las voces. Quienes no tocan al unísono, disuenan; los que

concuerdan, tocan a la vez. Esta es la sinfonía que enseñaba el Apóstol cuando

decía: Os ruego, hermanos, que digáis todos lo mismo y que no haya entre vosotros

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divisiones. ¿A quién no deleita esta sinfonía santa, es decir, el ir de acuerdo las

voces, no cada una por su lado, sin nada inadecuado o fuera de tono que pueda

ofender el oído de un entendido? La concordia pertenece a la esencia del coro. En el

coro lo que agrada es la única voz que es el resultado de muchas otras, que,

procediendo de todas, guarda la unidad, sin disonancias ni tonalidades discordantes.

10. El hijo mayor, al oír esa música en casa, enojado, no quería entrar. ¿No es

frecuente que un judío, benemérito entre los suyos, se pregunte cómo pueden tanto

los cristianos? «Nosotros tenemos las leyes paternas; Dios habló a Abrahán, de quien

hemos nacido. Y la ley la recibió Moisés, quien nos libró de la tierra de Egipto,

conduciéndonos a través del mar Rojo. Y he aquí que éstos, con nuestras Escrituras,

cantan nuestros salmos por todo el mundo y ofrecen a diario un sacrificio, mientras

que nosotros perdimos no sólo el sacrificio, sino también el templo». Pregunta a un

siervo: «¿Qué sucede aquí?» Pregunte el judío a cualquier siervo, abra los profetas,

abra al Apóstol, pregunte a quien quiera: ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento

callaron sobre la vocación de los gentiles. Veamos en el siervo al que pregunta el

libro examinado. Ahí encontrarás la Escritura que te dice: Tu hermano volvió y tu

padre mató un becerro bien cebado, porque lo recobró sano. Dígale esto el siervo. ¿A

quién recibió con salud el padre? A quien había muerto y revivió: a éste recibió para

salvarle. Se debía la matanza de un becerro cebado a quien se marchó a una región

lejana, pues habiéndose apartado de Dios se había convertido en un impío. Responde

el siervo, el apóstol Pablo: En efecto, Cristo murió por los impíos. Malhumorado y

airado, no entra; pero ante la invitación del padre entra quien no quiso hacerlo ante la

respuesta del siervo. En verdad, hermanos míos, también ahora acontece esto. Con

frecuencia, sirviéndonos de las Escrituras, convencemos de error a los judíos, pero

quien habla es todavía el siervo; se enoja el hijo, y de esta forma, a pesar de estar

vencidos, no quieren entrar. «¿Qué es todo esto?» Las voces de la sinfonía te han

afectado, el coro te toca el corazón, la fiesta de la casa, el banquete y el becerro

cebado te han conmovido. Nadie te excluye. Más ¿a quién dices esto? Mientras el

siervo habla, se enfada el hijo y no quiere entrar.

11. Vuelve al Señor, que dice: Nadie viene a mí sino aquel a quien el Padre lo

atrajere. Sale, pues, el padre y suplica al hijo; esto significa atraer. El superior puede

más suplicando que obligando. Esto es lo que sucede, amadísimos, cuando algunos

hombres, entregados al estudio de las Escrituras, oyen esto y, teniendo conciencia de

sus buenas obras, llegan a decir al padre: Padre, no traspasé tu mandato. Entonces,

al quedar convictos por las Escrituras y no teniendo qué responder, se aíran y oponen

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resistencia como queriendo vencer. Luego les dejas solos con sus pensamientos, y

Dios comienza a hablarles interiormente. Esto es salir el padre y decir al hijo: «Entra y

come».

12. Con todo, el hijo le responde: Mira, tantos años ha que te sirvo y jamás traspasé

tu mandato y nunca me diste un cabrito para comerlo con mis amigos. Más he aquí

que viene este hijo tuyo que malgastó su patrimonio con meretrices y le mataste un

becerro cebado. Son pensamientos interiores en los que ya Dios habla de ocultas

maneras; él reacciona y en su interior responde, no ya contestando al siervo, sino la

súplica del padre que le amonesta con dulzura: «¿Qué es esto? Nosotros poseemos

las Escrituras de Dios y no nos hemos apartado del único Dios; a ningún dios extraño

hemos elevado nuestras manos. Siempre le hemos reconocido como el único,

siempre hemos adorado al mismo: al que hizo el cielo y la tierra, y, sin embargo, no

hemos recibido el cabrito». ¿Dónde encontramos el cabrito? Entre los pecadores.

¿Por qué se queja este hijo mayor de que no se le dio un cabrito? Buscaba pecar y

tomar el pecado como alimento; de aquí su amargura. Esto es lo que duele a los

judíos: que volviendo en sí comprenden que no se les dio a Cristo porque le juzgaron

cabrito. Reconocen su propia voz en el Evangelio, en la de los judíos sus

antepasados, que decían: Sabemos que éste es pecador. Era becerro, pero al

tomarle por cabrito, te quedaste sin ese alimento. Jamás me diste un cabrito: porque

el padre no tenía por cabrito a quien sabía que era un becerro. Te hallas fuera; y

dado que no has recibido el cabrito, entra ya al festín del becerro.

13. ¿Qué le responde el padre? Hijo, tú siempre estás conmigo. El padre atestiguó

que los judíos siempre estuvieron con él, ya que siempre adoraron al único Dios.

Tenemos el testimonio del Apóstol, que dice que los judíos estaban cerca y los

gentiles lejos. Pues hablando a los gentiles, dice: Al venir Cristo os anunció la paz a

vosotros que estabais lejos y también a los que estaban cerca. A los que estaban

lejos como si fuera al hijo menor, mostrando que los judíos, puesto que no huyeron

lejos a cuidar puercos, no abandonaron al único Dios, no adoraron a los ídolos ni

sirvieron a los demonios. No hablo de la totalidad de los judíos; no penséis, pues, en

los perdidos y sediciosos, sino en aquellos que son reprendidos por estos otros que

guardan los preceptos de la ley y, aunque todavía no han entrado al festín del becerro

cebado, ya pueden decir: No traspasé tu precepto; aquel a quien, cuando comience a

entrar, dirá el padre: «Tú estás siempre conmigo. Ciertamente estás conmigo, ya que

no marchaste lejos, pero, sin embargo, para tu mal, estás fuera de casa. No quiero

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que estés ausente de mi festín. No envidies al hermano menor. Tú estás siempre

conmigo». Dios no confirmó lo que, quizá con más jactancia que prudencia, aseguró:

Nunca traspasé tu precepto, sino que le dijo: Tú estás siempre conmigo. No le dice:

«Tú jamás traspasaste mi precepto». Lo que Dios le dijo es verdad; no, en cambio,

aquello de lo que él temerariamente se jactó. Pues, aunque quizá traspasó algunos de

los mandamientos, no se apartó del único Dios. Es, por tanto, verdad lo dicho por el

padre: Tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. ¿Acaso porque es tuyo no es

también de tu hermano? ¿Cómo es tuyo? Poseyéndolo en unión con él y no

dividiéndolo con disputas. Todo lo mío, dijo, es tuyo. Al decir que es suyo, parece

indicar como que se lo dio en posesión. ¿Acaso le sometió el cielo y la tierra o las

excelencias angélicas? No conviene entenderlo así, pues nunca se nos someterán los

ángeles a cuya igualdad hemos de llegar, según promesa de la generosidad del

Señor: Serán, dijo, iguales a los ángeles de Dios. Hay, sin embargo, otros ángeles a

quienes juzgarán los santos. ¿No sabéis, dice el Apóstol, que juzgaremos a los

ángeles? Hay ángeles santos desde siempre, pero también los hay pecadores.

Seremos iguales a los ángeles buenos y juzgaremos a los malos. ¿Cómo puede decir

todo lo mío es tuyo? Ciertamente, todo lo de Dios es nuestro, pero no todo nos está

sometido. Una cosa es decir: «Mi siervo» y otra diferente decir: «Mi hermano». Al

decir «mío» afirmas algo verdadero, puesto que aquello de lo que lo dices es tuyo,

pero no puedes decirlo de la misma forma aplicado al hermano que al siervo. Una

cosa es decir: «Mi casa» y otra «Mi mujer», como una cosa es decir: «Mi hijo», otra

decir «Mi padre» o «Mi madre». Excluido yo, oigo decir todo es tuyo… «Dios mío»,

dices. Pero ¿es lo mismo decir «Dios mío» que decir «Siervo mío»? Digo «Dios mío»

igual que «Señor mío». Tenemos, pues, a alguien superior: nuestro Señor, de quien

podemos gozar, y tenemos las cosas inferiores, de las que somos dueños. Todo, por

tanto, es nuestro si nosotros somos de él.

14. Todo lo mío, dijo, es tuyo. Si fueres obrador de paz, si te calmas, si gozas del

regreso del hermano, si nuestro festín no te entristece, si no permaneces fuera de

casa, aunque vengas del campo, todo lo mío es tuyo. Nos conviene, pues, festejarlo y

alegrarnos, ya que Cristo ha muerto por los impíos y ha resucitado. Este es el

significado de: Pues tu hermano estaba muerto y revivió; se había perdido y fue

recuperado.

SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 112A,

1-14, BAC Madrid 1983, 805-17

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Aplicación· P. Alfredo Sáenz, S.J.. S.S. Francisco p.p.· San Juan Pablo II· S.S. Benedicto XVI· P. Gustavo Pascual, I.V.E.

P. Alfredo Sáenz, SJ..

LA MISERICORDIA DE DIOS

El evangelio de hoy nos ofrece las tres "parábolas de la misericordia" de Dios para

con los hombres, que ocupan el capítulo 15 del evangelio de San Lucas, "el escritor

de la mansedumbre de Cristo", como lo llamó San Jerónimo. Son las parábolas de la

oveja perdida, de la dracma extraviada y del hijo pródigo. Las tres coinciden en

exaltar la misericordia de un Dios que no se cansa de buscar a los pecadores para

exhortarlos a la conversión. Bien se ha elegido como primera lectura, a modo de

umbral de la perícopa evangélica, aquel texto del Éxodo en que Dios muestra su

indignación frente al pueblo sobre el que había derramado tantos beneficios, y que

ahora se fabrica un becerro de oro para prosternarse delante de él y ofrecerle

sacrificios, como si ese becerro fuese el que los hubiera sacado de Egipto y la

consiguiente esclavitud. Dios pide a Moisés que "le permita" enojarse con ellos y

destruirlos. Pero Moisés logra aplacar al Señor recordándole sus antiguos y

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abundantes favores. Podríamos decir que esa "paciencia" de Dios con su pueblo

prevaricador, tal cual se manifestó en el Antiguo Testamento, reflorece ahora en

Cristo, en su inmensa misericordia.

Oveja, dracma, hijo pródigo: he aquí tres semejanzas que nos propone el Señor para

visibilizar, por así decirlo, la misericordia de Dios. Las tres parábolas concluyen con

una especie de estribillo, prácticamente idéntico, donde siempre aparecen los

términos "perdido" y "encontrado": "encontré a la oveja que se me había perdido",

"encontré la dracma que había perdido", "tu hermano estaba perdido y ha sido

encontrado". No es extraño, ya que, como lo afirmara el mismo Cristo en otra ocasión,

si el Hijo de Dios vino al mundo, fue para "buscar y salvar lo que se había perdido".

La parábola de la oveja perdida describe con toda naturalidad una escena pastoril

bien conocida por los oyentes de Jesús. Todos los días, los habitantes de Palestina

veían cómo los pastores conducían su rebaño hacia los pastos; fácilmente alguna

oveja se extraviaba en esos terrenos salpicados de espinosos matorrales, y plagados

de rocas y de cuevas. Igualmente familiar era la imagen de la moneda perdida: un

accidente doméstico frecuente en cualquier hogar humilde de Palestina, en aquellas

casitas compuestas de una sola habitación, iluminada únicamente por la puerta de

entrada, y que tenían por suelo la roca o tierra apisonada. La pobre mujer, presa del

sobresalto, busca minuciosamente su moneda; la oscuridad de la habitación explica

que encendiera en pleno día la lámpara de tierra cocida; luego barre, metro por metro,

cambiando de lugar los muebles y enseres de la casa para ver si la moneda se

hallaba debajo de alguno de ellos. No es improbable que al relatar esta escena tan

familiar, Jesús se acordase de su propia Madre, en Nazaret... Y qué decir de la

parábola del hijo pródigo, una escena quizás más infrecuente, pero no menos

impactante y conmovedora, que podía suceder en cualquier familia. Allí resalta la

figura del padre, siempre a la espera del hijo perdido, siempre dispuesto a ofrecerle el

abrazo de la reconciliación.

Dios ha extraviado una moneda, un alma, ha perdido su imagen. Porque así como la

moneda romana llevaba representada la efigie del César, de manera semejante el

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alma lleva en sí la imagen del Señor. Para encontrarla, Dios prende la lámpara,

encendiendo en el barro de nuestra humanidad el fuego del Verbo que en ella se

encarna. Y de este modo se ilumina de nuevo la imagen empañada por el polvo del

piso.

Asimismo el Señor ha querido compararse con un pastor que, perdiendo una de sus

ovejas, deja a las noventa y nueve restantes en el redil para abocarse a su búsqueda.

Y también con un padre que sale todos los días a la puerta de la casa solariega, para

ver si en lontananza llega a vislumbrar la figura del hijo que retorna.

El tema de la misericordia de Dios es uno de los llamados "temas bíblicos", es decir,

uno de esos temas que se reiteran a lo largo de toda la Sagrada Escritura. Como nos

lo mostró el texto del Éxodo que hoy hemos escuchado, ya en el Antiguo Testamento

se revela "rico en misericordia". Con inmensa ternura habla así de su pueblo a través

del profeta Oseas: "Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Yo

le enseñé a caminar, lo tuve en mis brazos, lo atraje con cuerdas humanas, con lazos

de amor; fui para él como quien alza una creatura hasta tocar sus mejillas, y me

inclinaba hacia él para darle de comer". Más que padre parece casi una madre, o

mejor, es padre y madre a la vez. No en vano en una de las parábolas de la perícopa

evangélica que nos ocupa, el Señor se personifica en un hombre que pierde una

oveja, y en otra en una mujer que busca su moneda. Dios no tiene sexo, tiene algo de

padre y algo de madre. Asimismo quiso revelarse bajo la forma del pastor que

apacienta a su pueblo elegido: "Los conducirá el que ha tenido misericordia de ellos

—dice Isaías— y a manantiales de agua los guiará". Y también bajo la imagen del

esposo que se compadece de su esposa, adúltera y pecadora, que es Israel.

Todo esto resulta ya advertible en el Antiguo Testamento. Pero es en Cristo en quien

Dios revela sin ambages sus entrañas de misericordia, en ese Cristo que no disimula

su predilección por los humildes, en ese Cristo que se muestra amigo de los

publicanos y pecadores. Precisamente las tres parábolas que integran el texto

evangélico de hoy fueron pronunciadas a raíz de que los fariseos y escribas

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murmuraban al ver cómo acogía a los publicanos y pecadores que se acercaban a Él

para oírle. Cuando el Evangelio quiere destacar la bondad de Jesús, sobre todo cuan-

do describe las acciones misericordiosas que proceden de su misión mesiánica,

emplea con frecuencia la expresión "se conmovió hasta las entrañas, tuvo piedad",

como por ejemplo al ver a las multitudes que lo seguían como ovejas sin pastor. En la

parábola del deudor sin entrañas, Él es el que se apiadó; pastor., es el Buen

Samaritano que "se movió a compasión"; El es el padre que, al ver regresar a su hijo

pródigo, se "conmovió profundamente" y corrió a abrazarlo. ¡Admirable filantropía

divina, increíble amor de Dios por el hombre!

El poeta inglés Francis Thompson, en su poesía "El lebrel del cielo", uno de los

poemas más geniales de la lengua inglesa, concibe a Dios al modo de un galgo que

persigue al pecador fugitivo. Dios corre tras él con la perseverancia de un lebrel. A

veces la liebre se cree segura pero, al escuchar los ladridos que se acercan, retoma

su huida. El lebrel no abandona la presa, una presa que propiamente no es tal, ya que

huye sin darse cuenta de que quien la persigue busca su propio bien, inconsciente de

la felicidad que la acosa. Así busca el Señor a su oveja, a su moneda, hasta

cansarse, hasta el extremo, hasta llegar incluso a dar la vida por ella.

Admiremos la comprensión que el Señor muestra por el pecador, por la oveja perdida,

por el hijo pródigo que retorna. No es, por cierto, una comprensión como la nuestra.

Nosotros únicamente comprendemos bien a aquellos que obran como nosotros

mismos obramos o como seríamos susceptibles de obrar. Comprendemos la flaqueza

de los demás porque tenemos experiencia de la nuestra. Nuestras compasiones

encubren una suerte de complicidad más o menos declarada. En cambio la misericor-

dia de Cristo está libre de estas turbias inferencias, porque Él no conoció el pecado.

Por eso nadie es capaz de comprender como Él, con mayor fuerza que Él. Así es el

Cristo que me comprende, me busca, me carga sobre sus hombros, me da el abrazo

de la reconciliación. Pero sólo con una condición: que yo no me resista. No quiere

forzarme. A un padre no le agrada forzar la voluntad de su hijo. De mi parte debo

convertirme, es decir, darme vuelta, enfilar en otra dirección, volverme totalmente

hacia Él.

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Si así lo hago, el Señor no vacilará en cargarme sobre sus hombros. Y se alegrará

intensamente, dispondrá una fiesta con el becerro. Es el misterio de la Alegría de

Dios, al que hace eco la liturgia, al cantar gozosamente: O felix culpa, quae talen ac

tantum meruit redemptorem (Oh feliz culpa, que nos mereció un Redentor tal y tan

grande). Alegría y gloria en el cielo: gloria del Padre porque ve que su imagen,

grabada en la moneda, ha recuperado su prístino esplendor; gloria del Hijo, porque en

la oveja encontrada triunfa su obra redentora; gloria del Espíritu, porque ha florecido

el amor entre el padre y el pródigo. Gloria universal, gozo cósmico.

Dentro de pocos instantes nos acercaremos a la mesa de la Eucaristía, para recibir a

Jesucristo, provocando la alegría de los ángeles de Dios. Pidámosle entonces que

nos afirme sólidamente sobre los hombros de su misericordia, para que ya desde

ahora podamos entonar el cántico de la gratitud que perdurará por una eternidad,

repitiendo una y otra vez con el salmista: Misericordias Domini in aeternum cantabo,

cantaré eternamente las misericordias del Señor.

(SAENZ, A., Palabra y Vida, Ciclo C, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1994, p. 260-

264)

Volver Aplicación

S.S. Francisco p.p.

En la liturgia de hoy se lee el capítulo 15 del Evangelio de Lucas, que contiene las

tres parábolas de la misericordia: la de la oveja perdida, la de la moneda extraviada y

después la más larga de las parábolas, típica de san Lucas, la del padre y los dos

hijos, el hijo «pródigo» y el hijo que se cree «justo», que se cree santo. Estas tres

parábolas hablan de la alegría de Dios. Dios es alegre. Interesante esto: ¡Dios es

alegre! ¿Y cuál es la alegría de Dios? La alegría de Dios es perdonar, ¡la alegría de

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Dios es perdonar! Es la alegría de un pastor que reencuentra su oveja; la alegría de

una mujer que halla su moneda; es la alegría de un padre que vuelve a acoger en

casa al hijo que se había perdido, que estaba como muerto y ha vuelto a la vida, ha

vuelto a casa. ¡Aquí está todo el Evangelio! ¡Aquí! ¡Aquí está todo el Evangelio, está

todo el cristianismo! Pero mirad que no es sentimiento, no es «buenismo». Al

contrario, la misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al

mundo del «cáncer» que es el pecado, el mal moral, el mal espiritual. Sólo el amor

llena los vacíos, las vorágines negativas que el mal abre en el corazón y en la

historia. Sólo el amor puede hacer esto, y ésta es la alegría de Dios.

Jesús es todo misericordia, Jesús es todo amor: es Dios hecho hombre. Cada uno de

nosotros, cada uno de nosotros, es esa oveja perdida, esa moneda perdida; cada uno

de nosotros es ese hijo que ha derrochado la propia libertad siguiendo ídolos falsos,

espejismos de felicidad, y ha perdido todo. Pero Dios no nos olvida, el Padre no nos

abandona nunca. Es un padre paciente, nos espera siempre. Respeta nuestra

libertad, pero permanece siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos acoge como a

hijos, en su casa, porque jamás deja, ni siquiera por un momento, de esperarnos, con

amor. Y su corazón está en fiesta por cada hijo que regresa. Está en fiesta porque es

alegría. Dios tiene esta alegría, cuando uno de nosotros pecadores va a Él y pide su

perdón.

¿El peligro cuál es? Es que presumamos de ser justos, y juzguemos a los demás.

Juzguemos también a Dios, porque pensamos que debería castigar a los pecadores,

condenarles a muerte, en lugar de perdonar. Entonces sí que nos arriesgamos a

permanecer fuera de la casa del Padre. Como ese hermano mayor de la parábola,

que en vez de estar contento porque su hermano ha vuelto, se enfada con el padre

que le ha acogido y hace fiesta. Si en nuestro corazón no hay la misericordia, la

alegría del perdón, no estamos en comunión con Dios, aunque observemos todos los

preceptos, porque es el amor lo que salva, no la sola práctica de los preceptos. Es el

amor a Dios y al prójimo lo que da cumplimiento a todos los mandamientos. Y éste es

el amor de Dios, su alegría: perdonar. ¡Nos espera siempre! Tal vez alguno en su

corazón tiene algo grave: «Pero he hecho esto, he hecho aquello...». ¡Él te espera! Él

es padre: ¡siempre nos espera!

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Si nosotros vivimos según la ley «ojo por ojo, diente por diente», nunca salimos de la

espiral del mal. El Maligno es listo, y nos hace creer que con nuestra justicia humana

podemos salvarnos y salvar el mundo. En realidad sólo la justicia de Dios nos puede

salvar. Y la justicia de Dios se ha revelado en la Cruz: la Cruz es el juicio de Dios

sobre todos nosotros y sobre este mundo. ¿Pero cómo nos juzga Dios? ¡Dando la

vida por nosotros! He aquí el acto supremo de justicia que ha vencido de una vez por

todas al Príncipe de este mundo; y este acto supremo de justicia es precisamente

también el acto supremo de misericordia. Jesús nos llama a todos a seguir este

camino: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36). Os

pido algo, ahora. En silencio, todos, pensemos... que cada uno piense en una

persona con la que no estamos bien, con la que estamos enfadados, a la que no

queremos. Pensemos en esa persona y en silencio, en este momento, oremos por

esta persona y seamos misericordiosos con esta persona.

Invoquemos ahora la intercesión de María, Madre de la Misericordia.

(Ángelus, Plaza de San Pedro, Domingo 15 de septiembre de 2013)

Volver Aplicación

Juan Pablo II

"Me levantaré e iré a mi padre" (Lc 15,18). En esta profunda parábola de Cristo se

contiene de hecho todo el eterno problema del hombre: el drama de la libertad, el

drama de la libertad mal utilizada.

El hombre ha recibido de su Creador el don de la libertad. Con su libertad puede

organizar y configurar esta tierra, realizar las maravillosas obras del espíritu humano

de las cuales está lleno este país y todo el mundo.

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Pero la libertad tiene un precio. Todos los que son libres deberían preguntarse:

¿hemos conservado nuestra dignidad en la libertad? Libertad no significa capricho. El

hombre no puede hacer todo lo que puede o le agrada. No hay libertad sin lazos. El

hombre es responsable de sí mismo, de los hombres y del mundo. Es responsable

ante Dios. Una sociedad que convierte en bagatela la responsabilidad, la ley y la

conciencia hace tambalear los fundamentos de la vida humana. El hombre sin

responsabilidad se precipitará en los placeres de esta vida y, como el hijo pródigo,

caerá en dependencias, perdiendo su patria y su libertad. Abusará con egoísmo

desconsiderado de los otros hombres o se aferrará insaciablemente a bienes

materiales. Donde no se reconocen el ligamen con los valores últimos, fracasan el

matrimonio y la familia, se minusvalora la vida del otro, sobre todo de los que aún no

han nacido, de los ancianos y de los enfermos. De la adoración a Dios se pasa a

adorar el dinero, el prestigio o el poder.

¿No es también toda la historia de la humanidad una historia de la libertad mal

usada? ¿No siguen muchos también hoy el camino del hijo pródigo? Se encuentran

ante una vida rota, amores traicionados, miseria culpable, llenos de miedo y de

dudas. "Han pecado y han perdido la gloria de Dios" (Rom 3,23). Se preguntan:

¿Donde he caído? ¿Dónde hay una salida?

En la parábola de Cristo, el hijo pródigo es el hombre que ha utilizado mal su libertad -

es decir, ha pecado-: las consecuencias que pesan sobre las conciencias del

individuo así como las que van en perjuicio de la vida de las diferentes comunidades

humanas y en su entorno, en perjuicio, incluso, de los pueblos y de la entera

humanidad (cfr. G et S 13). El pecado significa una depreciación del hombre:

contradice su auténtica dignidad y deja, además, heridas en la vida social. Ambas

oscurecen la visión del bien y arrebatan a la vida humana la luz de la esperanza.

Con todo, la parábola de Cristo no permite que nos quedemos en la triste situación

del hombre caído en pecado con toda la postración que ello comporta. Las palabras

"me levantaré e iré a mi padre" nos permiten percibir en el corazón del hijo pródigo el

ansia del bien y la luz de la esperanza infalible. En esas palabras se le abre la

perspectiva de la esperanza. Tal perspectiva se presenta siempre ante nosotros, dado

que todo hombre y la entera humanidad pueden levantarse conjuntamente e ir al

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Padre. Esta es la verdad que está en el núcleo de la Buena Nueva.

Las palabras "Me levantaré e iré a mi padre" revelan la conversión interior. Pues el

hijo pródigo continúa: "Le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti" (Lc 15,18).

En el centro de la Buena Nueva aparece la verdad sobre la metanoia, la conversión: la

conversión es posible; y la conversión es necesaria.

¿Y por qué esto es así? Porque aquí se revela lo que hay en lo más profundo del

alma de cada hombre y que, a pesar del pecado, incluso mediante el pecado,

continúa vivo y en acción: Ese hambre insaciable de verdad y de amor que testimonia

cómo el espíritu del hombre tiende hacia Dios por encima de todo lo creado. Este es

el punto de partida de la conversión por parte del hombre.

A él corresponde el punto de partida por parte de Dios. En la parábola se presenta

ese punto de partida con una sencillez impresionante y, al mismo tiempo, con una

gran fuerza de convicción. El padre espera. Espera la vuelta del hijo pródigo como si

estuviera ya seguro de que tendría que volver. El padre sale a las calles por donde

podría regresar el hijo. Quiere salir a su encuentro.

En esa misericordia se revela el amor con que Dios ha amado al hombre desde el

principio en su Hijo eterno (cfr. Ef 1,4-5). El amor que, oculto desde toda la eternidad

en el corazón del Padre, se ha manifestado en nuestros días a través de Jesucristo.

La cruz y la resurrección constituyen el punto culminante de esa revelación.

En el signo de la cruz continúa siempre presente el punto de partida divino en cada

una de las conversiones que acontezcan en la historia del hombre y de la humanidad.

Pues en la cruz ha descendido a la humanidad de una vez para siempre el amor del

Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; un amor que nunca se agota. Convertirse

significa entrar en contacto con ese amor y acogerlo en el propio corazón; significa

construir sobre la base de ese amor nuestra conducta futura.

Es esto precisamente lo que ocurrió en la vida del hijo pródigo cuando decidió: "Me

levantaré e iré a mi padre". Pero al propio tiempo tuvo conciencia clara de que, al

volver al padre, debía reconocer su falta: "Padre he pecado" (Lc 15,18). Convertirse

es reconciliarse. Y la reconciliación se realiza únicamente cuando se reconocen los

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propios pecados. Reconocer los propios pecados significa dar testimonio de la verdad

de que Dios es Padre; un padre que perdona. A quien testimonia esta verdad al

reconocer su pecado lo vuelve a acoger el Padre como hijo suyo. El hijo pródigo es

consciente de que sólo el amor paternal de Dios puede perdonarle los pecados. En

esta parábola la perspectiva de la esperanza está estrechamente unida al camino de

la conversión. Meditad todo aquello que forma parte de este camino: examinar la

conciencia -el arrepentimiento acompañado del firme propósito de cambiar-, la

confesión y la penitencia. Renovad en vosotros la valoración de este sacramento,

denominado también "sacramento de la reconciliación". Se halla estrechamente unido

al sacramento de la Eucaristía, sacramento del amor: la confesión nos libera del mal;

la Eucaristía nos otorga el don de la comunión con el bien supremo.

Tomad en serio la invitación que os dirige la Iglesia con carácter obligatorio a

participar todos los domingos en la Santa Misa. Aquí debéis encontrar continuamente,

en medio de la comunidad, al Padre y recibir el don de su amor, la santa comunión, el

pan de nuestra esperanza. Configurad todo el domingo con esa fuente de energía

como un día consagrado al Señor. Pues a Él pertenece nuestra vida; a Él se debe

nuestra adoración. Así podrá permanecer viva en la existencia cotidiana vuestra unión

con Dios y convertirse todas vuestras acciones en testimonio cristiano.

Todo esto significan también las palabras: "Me levantaré e iré a mi padre". Un

programa de nuestra esperanza, más profundo y simple que el cual no puede

imaginarse otro (cfr. "Dives in Misericordia" 5 y 6).

(Homilía en el Parque del Danubio, Viena 11 de Septiembre de 1983)

Volver Aplicación

Benedicto XVI

Hoy la liturgia vuelve a proponer a nuestra meditación el capítulo XV del evangelio de

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san Lucas, una de las páginas más elevadas y conmovedoras de toda la sagrada

Escritura. Es hermoso pensar que en todo el mundo, dondequiera que la comunidad

cristiana se reúne para celebrar la Eucaristía dominical, resuena hoy esta buena

nueva de verdad y de salvación: Dios es amor misericordioso. El evangelista san

Lucas recogió en este capítulo tres parábolas sobre la misericordia divina: las dos

más breves, que tiene en común con san Mateo y san Marcos, son las de la oveja

perdida y la moneda perdida; la tercera, larga, articulada y sólo recogida por él, es la

célebre parábola del Padre misericordioso, llamada habitualmente del "hijo pródigo".

En esta página evangélica nos parece escuchar la voz de Jesús, que nos revela el

rostro del Padre suyo y Padre nuestro. En el fondo, vino al mundo para hablarnos del

Padre, para dárnoslo a conocer a nosotros, hijos perdidos, y para suscitar en nuestro

corazón la alegría de pertenecerle, la esperanza de ser perdonados y de recuperar

nuestra plena dignidad, y el deseo de habitar para siempre en su casa, que es

también nuestra casa.

Jesús narró las tres parábolas de la misericordia porque los fariseos y los escribas

hablaban mal de él, al ver que permitía que los pecadores se le acercaran, e incluso

comía con ellos (cf. Lc 15, 1-3). Entonces explicó, con su lenguaje típico, que Dios no

quiere que se pierda ni siquiera uno de sus hijos y que su corazón rebosa de alegría

cuando un pecador se convierte.

La verdadera religión consiste, por tanto, en entrar en sintonía con este Corazón "rico

en misericordia", que nos pide amar a todos, incluso a los lejanos y a los enemigos,

imitando al Padre celestial, que respeta la libertad de cada uno y atrae a todos hacia

sí con la fuerza invencible de su fidelidad. El camino que Jesús muestra a los que

quieren ser sus discípulos es este: "No juzguéis..., no condenéis...; perdonad y seréis

perdonados...; dad y se os dará; sed misericordiosos, como vuestro Padre es

misericordioso" (Lc 6, 36-38). En estas palabras encontramos indicaciones muy

concretas para nuestro comportamiento diario de creyentes.

En nuestro tiempo, la humanidad necesita que se proclame y testimonie con vigor la

misericordia de Dios. El amado Juan Pablo II, que fue un gran apóstol de la

Misericordia divina, intuyó de modo profético esta urgencia pastoral. Dedicó al Padre

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misericordioso su segunda encíclica, y durante todo su pontificado se hizo misionero

del amor de Dios a todos los pueblos. Después de los trágicos acontecimientos del 11

de septiembre de 2001, que oscurecieron el alba del tercer milenio, invitó a los

cristianos y a los hombres de buena voluntad a creer que la misericordia de Dios es

más fuerte que cualquier mal, y que sólo en la cruz de Cristo se encuentra la

salvación del mundo.

La Virgen María, Madre de la Misericordia, a quien ayer contemplamos como Virgen

de los Dolores al pie de la cruz, nos obtenga el don de confiar siempre en el amor de

Dios y nos ayude a ser misericordiosos como nuestro Padre que está en los cielos.

(Ángelus, Domingo 16 de septiembre de 2007)

Volver Aplicación

P. Gustavo Pascual, I.V.E.

LA OVEJA PERDIDA

Mt 18, 12-14 (Lc 15, 4-7)

Esta parábola aparece en Mateo y Lucas.

La parábola resalta la misericordia de Jesús.

Mateo la incluye en un diálogo de Jesús con sus discípulos, en cambio, Lucas

como réplica a las murmuraciones de los fariseos. Mateo dice que el hombre deja las

noventa y nueve ovejas en los montes y se va a buscar la descarriada y si la llega a

encontrar se alegrará más que por las otras. Lucas dice que las deja en el desierto y

busca a la descarriada hasta encontrarla y la carga sobre sus hombros. Ambos

evangelistas hacen referencia a la alegría por haberla encontrado y Lucas agrega que

llamó a sus vecinos y amigos para que se congratulasen con él. Mateo concluye

diciendo “no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos

pequeños”, en cambio, Lucas “hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se

convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión”.

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Mateo la pone después de hablar del escándalo, Lucas como refutación a la

crítica de los fariseos, además, le agrega dos parábolas más: la de la dracma y la del

hijo pródigo.

Analicemos la parábola. Hay rasgos que parecen ilógicos, por ejemplo, Cristo

da como algo común el dejar noventa y nueve ovejas solas para ir a buscar una y no

la más tranquila supuestamente. La busca muchísimo por lo que se deduce del

Evangelio. Con alegría la carga sobre los hombros. Tiene más alegría por encontrar la

oveja perdida (Mt), convoca a los amigos para decirles la nueva.

La lógica divina es muy distinta de nuestra lógica. Los caminos de Dios son

distintos de los caminos del hombre.

Jesús habla con un lenguaje indirecto.

En Mateo dirigiéndose a sus discípulos les habla con humor para que dejen de ser

mezquinos en la confianza para con Él. Les enseña una confianza sin límites en Él

que por misericordia se ha hecho hombre para salvar a los hombres. Están hablando

con Jesús de que hay que hacerse como niños y el que se haga como un niño es el

mayor en el reino. Quiere que se hagan como niños confiando totalmente en Él y

aprendan de Él el amor a las almas.

En Lucas dirigiéndose a los fariseos que murmuran porque acoge a los publicanos y

pecadores les habla irónicamente, juntando a esta parábola la de la dracma y la del

hijo pródigo. La ironía quiere hacerles ver que Él ha venido como Salvador a perdonar

los pecados y a rescatar del extravío a los pecadores y que Dios se regocija por la

conversión del pecador y todo el cielo también se alegra con Dios. Tienen que dejar

de ver según sus pensamientos humanos y carnales apegados a la letra para dejarse

llevar por el Espíritu. Cristo es la misericordia de Dios hecha hombre. Jesús es la

divina misericordia.

Jesús nos llama a la conversión. Se presenta como el pastor que recorre infinidad de

caminos para buscar a la oveja descarriada, quiere que nos volvamos a Él. Ningún

hombre sobre la tierra en estado de viador está seguro como las noventa y nueve

ovejas de la parábola, esas no necesitan conversión, todos nosotros sí. De alguna

manera, en esta vida todos somos ovejas descarriadas.

Sobre la conclusión de Mateo: “no es voluntad de vuestro Padre celestial que

se pierda uno solo de estos pequeños”.

“Llama pequeños a los imperfectos en el conocimiento”.

“Hay un tiempo para perder y un tiempo para salvar. Hubo un tiempo en que el diablo

echó a perder al hombre: pero de nuevo vino el tiempo en que el Hijo de Dios salvó al

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linaje humano para la vida”.

“Son pequeñitos aquellos que hace poco tiempo que han nacido en Cristo, o aquellos,

que no pudiendo avanzar, están como si acabaran de nacer. No tuvo el Señor

necesidad de mandar que no se despreciase a los fieles más perfectos, sino a los

pequeñitos, como ya lo había mandado antes: Si alguno escandalizare a alguno de

estos pequeñitos (Mt 18, 6), etc. Además, bajo la palabra pequeñitos quizá quisiera

comprender aquí también a los perfectos, según el modo que tuvo de expresarse en

otro lugar (Lc 9, 48): El que fuere más pequeño entre vosotros, éste será el mayor,

etc.”.

“O también, porque los que son perfectos, son mirados por muchos como pequeñitos,

es decir, pobres y despreciables”.

“Debemos considerar por qué confiesa el Señor, que se alegra más por la conversión

de los pecadores, que por la estabilidad de los justos. Es porque los que tienen

seguridad de no haber cometido pecados graves, están perezosos muchas veces

para cumplir los deberes más elevados, mientras que, por el contrario, a los que

tienen conciencia de haber obrado mal, el sentimiento de su dolor los inflama más en

el amor divino y como ven que han andado errantes lejos de Dios, recompensan con

las ganancias posteriores las pérdidas anteriores; de esta manera el general prefiere

al soldado, que después de huir, vuelve al enemigo y le acomete con valor, a aquel

que no ha vuelto jamás la espalda, pero que jamás ha acometido ni ha hecho cosa

alguna con valor. Pero también hay algunos justos que causan tanta alegría, que bajo

ningún concepto se les puede posponer a ningún penitente; éstos, aunque no les

arguya su conciencia de falta alguna, sin embargo, desprecian hasta lo que les es

permitido y son humildes en todas las ocasiones. ¿Cuán grande alegría, pues, no

proporciona el justo cuando llora en la humillación, siendo tan grande la que causa el

pecador cuando condena el mal que ha hecho?”.

“Lo mismo puede exceder un inocente a un penitente que éste a aquél, porque, sea

inocente o penitente, el mejor y más amado es el que mayor caudal de gracia tiene.

Sin embargo, en igualdad de condiciones, la más digna y más amada es la inocencia.

Y si, a pesar de esto, se dice que Dios se alegra más por el penitente que por el

inocente, es debido a que, de ordinario, los pecadores arrepentidos son más cautos,

más humildes y más fervorosos [...] Puede decirse también que un mismo don de

gracia representa más para el penitente, que mereció castigo, que para el inocente,

que no lo mereció; como la misma cantidad de dinero constituye un don mayor

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cuando se da a un mendigo que cuando se entrega a un rey”.

* * *

¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no

dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si

llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las

noventa y nueve no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro

Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños.

“¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán

insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién

conoció el pensamiento del Señor?”.

“La Ciencia (de Dios) es misteriosa para mí, harto alta, no puedo alcanzarla

[...] Mas para mí ¡qué arduos son tus pensamientos, oh, Dios, qué incontable su

suma!”.

“¿Quién abarcó el espíritu de Yahveh, y como consejero suyo le enseñó?”.

“Cuya inteligencia es inescrutable”.

“Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la

debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres”.

“¿Quién conoció la mente del Señor para instruirle?”.

No podemos saber la razón última de los pensamientos y del obrar de Dios, ¿Por qué

obra de esta manera o de aquella? Nuestra mente es limitada, sólo podemos conocer

lo que nos supera por su revelación misericordiosa. Sólo podemos conocer su manera

de obrar y quizá podemos dar razones de conveniencia de su obrar pero siempre

desde el punto de vista de nuestra razón limitada.

Así podemos constatar su obrar en esta parábola de la oveja perdida y en muchos

pasajes del Evangelio, un obrar un tanto extraño al nuestro.

¿Por qué ir a buscar una oveja extraviada dejando noventa y nueve en los montes?

Se nota una solicitud extrema del pastor por cada una de las ovejas, es la solicitud de

Dios por cada alma. Dios quiere que todos los hombres se salven y se salvan en el

redil de Dios o por el redil de Dios. No hay salvación fuera de la Iglesia.

¿De dónde nace esa solicitud de Dios? Nace de su amor. Él por amor nos creó y

ama la obra de sus manos, en especial a los hombres. Su amor es eterno y gratuito.

Elige a los que Él quiere para que sean y los llama a la vida eterna.

Valemos mucho para Dios. Valemos la Sangre de su Hijo único, “nos amó y nos envió

a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados”. Dios nos conserva en el

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ser por su providencia y trabaja en todas las cosas y en nosotros mismos, sin violentar

nuestra libertad, para que nos santifiquemos, para que no nos perdamos lejos de Él.

Para Dios ninguno está perdido del todo en esta vida.

Dios busca a las almas. A lo largo de la vida de cada alma Dios se muestra un

pastor tras la oveja descarriada. Siempre la busca hasta que la encuentra, o más

bien, el alma a Él. Pero la conversión es una búsqueda de Dios hasta que el alma se

da cuenta que lo que ella busca es Dios. El alma extraviada se topa con Dios.

Muchas veces huye hasta que agotada y purificado su egoísmo se vuelve a Dios.

Hay almas que definitivamente se cierran a Dios, quieren voluntariamente estar

extraviadas, perdidas y Dios respeta su libertad.

Nosotros muchas veces damos por perdidos a los hombres, nos cansamos en

seguida de buscarlos porque nuestros criterios son mezquinos, pusilánimes. Los

dejamos perdidos, total... tenemos noventa y nueve ovejas. ¿Por qué esa falta de

solicitud? Por falta de amor. Lo que no cuesta no se valora y no cuesta lo que no se

ama.

Se valora más la ardua conquista, aunque sea pequeña, que la cómoda posesión

aunque sea grande, y la conquista ardua produce más gozo, “y si llega a encontrarla,

os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las noventa y nueve no

descarriadas”.

Ese arremeter con fuerzas para conquistar, aquí la búsqueda sacrificada de la oveja

extraviada, es generado por el amor al objeto amado que se quiere poseer. En el caso

de Dios para que el alma perdida se encuentre con Él que es el Bien que busca.

Dios parece interesadísimo por cada una de las almas y eso que nada le agrega la

criatura a Dios. Él es perfecto y quiere ser el objeto de amor de todos los hombres

para que los hombres alcancen la felicidad y la perfección que buscan. Ese amor es

el que lo lleva a desvivirse por nosotros y quiere que nosotros hagamos lo mismo con

nuestros hermanos.

Un detalle interesante en esta parábola y en todas las de la misericordia es

que los que son encontrados se han quedado solos, situación del pecador y de los

condenados.

La parábola de la oveja perdida manifiesta el fin de la Encarnación: la

salvación de los hombres y el nombre del encarnado: Jesús, el Salvador.

Jesús quiere salvar a todos y le importa mucho salvar al descarriado dejando para

ello a las ovejas que están en el redil. ¿Por qué? Porque “no es voluntad de vuestro

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Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños”.

Nosotros, si queremos ser como Jesús “Buen Pastor”, tenemos que buscar a los

pecadores, ayudarlos a salir de su pecado sin ahorrar esfuerzos ni fatigas, en

especial, a los más necesitados de la misericordia divina y no tenemos que hacer

difícil su retorno al redil trayéndolos a los golpes, regañando y con improperios porque

ya es difícil el volver y es una gracia quererlo. Aprendamos de Jesús. El cargó sobre

sus hombros a la oveja descarriada, cargó parte de su pecado o todo, aunque falta

cargar en cada una de las ovejas descarriadas su cruz, y la trajo alegremente de

regreso.

Esta actitud divina choca a nuestra lógica humana, la aniquila, porque debemos

empezar a pensar, querer y vivir como Dios y no querer que Dios piense, quiera y

viva como nosotros.

Ayudémonos unos a otros a llevar nuestras cargas, busquémonos entre nosotros para

vivir juntos en el redil de Jesús, no nos desentendamos de las ovejas errantes, de los

pecadores, porque si estamos entre las noventa y nueve ovejas del redil todavía no

estamos confirmados en ese estado, además, alguna o muchas veces nos trajeron en

hombros porque errábamos alejados ¿o acaso hay alguno que no fue oveja errante?

¿Y de las noventa y nueve cuál no fue rescatada por la Sangre de Jesús?

______________________________________________________________

Cf. Is 55, 8

Teodoro de Heraclea, La Biblia Comentada por los Padres de la Iglesia, Nuevo

Testamento (1 b), Ciudad Nueva Madrid 2006, 104.

Si 3, 6

Cromacio de Aquileya, La Biblia Comentada por los Padres de la Iglesia, Nuevo

Testamento (1 b)…, 105.

S. Tomás, Catena Áurea…, Orígenes a Mt 18, 10-14

S. Tomás, Catena Áurea…, San Juan Crisóstomo a Mt 18, 10-14

S. Tomás, Catena Áurea…, San Gregorio a Mt 18, 10-14

I, 20, 4 ad 4.

Rm 11, 33-34

Sal 138, 6.17

Is 40, 13

Is 40, 28

1 Co 1, 25

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1 Co 2, 16

1 Tm 2, 3

Catecismo de la Iglesia Católica nº 846. Asociación de Editores del Catecismo Bilbao

19979. En adelante Cat. Igl. Cat.

Rm 9, 29-30

1 Jn 4, 10

Cf. E.E. nº 235-6

Cf. Col 1, 24

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Directorio Homilético

Vigésimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario

CEC 210-211: Dios de la misericordia

CEC 604-605, 1846-1848: Dios tiene la iniciativa de la Redención

CEC 1439, 1700, 2839: el hijo pródigo, ejemplo de conversión

CEC 1465, 1481: el hijo pródigo y el Sacramento de la Penitencia

"Dios misericordioso y clemente"

143Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cf.

Ex 32), Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un

pueblo infiel, manifestando así su amor (cf. Ex 33,12-17). A Moisés, que pide ver su

gloria, Dios le responde: "Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y

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pronunciaré delante de ti el nombre de YHWH" (Ex 33,18-19). Y el Señor pasa

delante de Moisés, y proclama: "YHWH, YHWH, Dios misericordioso y clemente,

tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad" (Ex 34,5-6). Moisés confiesa entonces que

el Señor es un Dios que perdona (cf. Ex 34,9).

144El Nombre Divino "Yo soy" o "El es" expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de

la infidelidad del pecado de los hombres y del castigo que merece, "mantiene su amor

por mil generaciones" (Ex 34,7). Dios revela que es "rico en misericordia" (Ef 2,4)

llegando hasta dar su propio Hijo. Jesús, dando su vida para librarnos del pecado,

revelará que él mismo lleva el Nombre divino: "Cuando hayáis levantado al Hijo del

hombre, entonces sabréis que Yo soy" (Jn 8,28)

Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal

604 Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio

sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por

nuestra parte: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios,

sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros

pecados" (1 Jn 4, 10; cf. 4, 19). "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo,

siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8).

605 Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es

sin excepción: "De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que

se pierda uno de estos pequeños" (Mt 18, 14). Afirma "dar su vida en rescate por

muchos" (Mt 20, 28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la

humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla (cf. Rm 5,

18-19). La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles (cf. 2 Co 5, 15; 1 Jn 2, 2), enseña que

Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: "no hay, ni hubo ni habrá

hombre alguno por quien no haya padecido Cristo" (Cc Quiercy en el año 853: DS

624).

I LA MISERICORDIA Y EL PECADO

1846 El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los

pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: "Tú le pondrás por nombre Jesús,

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porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1,21). Y en la institución de la

Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: "Esta es mi sangre de la alianza,

que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados" (Mt 26,28).

1847 "Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros"

(S. Agustín, serm. 169,11,13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la

confesión de nuestras faltas. "Si decimos: `no tenemos pecado', nos engañamos y la

verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para

perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia" (1 Jn 1,8-9).

1848 Como afirma S. Pablo, "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm

5,20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir

nuestro corazón y conferirnos "la justicia para vida eterna por Jesucristo nuestro

Señor" (Rm 5,20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios,

mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

La conversión exige la convicción del pecado, y éste, siendo una verificación de

la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo

tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: "Recibid el Espíritu

Santo". Así, pues, en este "convencer en lo referente al pecado" descubrimos una

"doble dádiva": el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la

redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito (DeV 31).

1439 El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por

Jesús en la parábola llamada "del hijo pródigo", cuyo centro es "el Padre

misericordioso" (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de

la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado

su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún,

la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre

los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su

padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre:

todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y

el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría

que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia.

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Sólo el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo

revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de

belleza.

1700. La dignidad de la persona humana está enraizada en su creación a imagen y

semejanza de Dios (artículo 1); se realiza en su vocación a la bienaventuranza divina

(artícul o 2). Corresponde al ser humano llegar libremente a esta realización (artículo

3). Por sus actos deliberados (artículo 4), la persona humana se conforma, o no se

conforma, al bien prometido por Dios y atestiguado por la conciencia moral (artículo

5). Los seres humanos se edifican a sí mismos y crecen desde el interior: hacen de

toda su vida sensible y espiritual un material de su crecimiento (artículo 6). Con la

ayuda de la gracia crecen en la virtud (artículo 7), evitan el pecado y, si lo cometen,

recurren como el hijo pródigo (cf. Lc 15,11-31) a la misericordia de nuestro Padre del

cielo (artículo 8). Así acceden a la perfección de la caridad.

Perdona nuestras ofensas

2839 Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre.

Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez

más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de

pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a él,

como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante él como el

publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una "confesión" en la que

afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es

firme porque, en su Hijo, "tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados"

(Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los

sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).

1465 Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio

del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las

heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez

que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En

una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios

con el pecador.

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1481 La liturgia bizantina posee expresiones diversas de absolución, en forma

deprecativa, que expresan admirablemente el misterio del perdón: "Que el Dios que

por el profeta Natán perdonó a David cuando confesó sus pecados, y a Pedro cuando

lloró amargamente y a la pecadora cuando derramó lágrimas sobre sus pies, y al

publicano, y al pródigo, que este mismo Dios, por medio de mí, pecador, os perdone

en esta vida y en la otra y que os haga comparecer sin condenaros en su temible

tribunal. El que es bendito por los siglos de los siglos. Amén."

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iNFO - Homilética.ive Función de cada sección del Boletín¿Qué es el IVE, el porqué de este servicio de Homilética?

Función de cada sección del Boletín

Homilética se compone de 7 Secciones principales:

Textos Litúrgicos: aquí encontrará Las Lecturas del Domingo y los salmos, así

como el Guion para la celebración de la Santa Misa.

Exégesis: presenta un análisis exegético del evangelio del domingo, tomado deespecialistas, licenciados, doctores en exégesis, así como en ocasiones de Papaso sacerdotes que se destacan por su análisis exegético del texto.

Santos Padres: esta sección busca proporcionar la interpretación de los Santos

Padres de la Iglesia, así como los sermones u escritos referentes al texto del

domingo propio del boletín de aquellos santos doctores de la Iglesia.

Aplicación: costa de sermones del domingo ya preparados para la predica, los

cuales pueden facilitar la ilación o alguna idea para que los sacerdotes puedan

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aplicar en la predicación.

Ejemplos Predicables: es un recurso que permite al predicador introducir

alguna reflexión u ejemplo que le permite desarrollar algún aspecto del tema

propio de las lecturas del domingo analizado.

Directorio Homilético: es un resumen que busca dar los elementos que

ayudarían a realizar un enfoque adecuado del el evangelio y las lecturas del

domingo para poder brindar una predicación más uniforme, conforme al

DIRECTORIO HOMILÉTICO promulgado por la Congregación para el Culto

Divino y la Disciplina de los Sacramentos de la Santa Sede en el 2014.

¿Qué es el IVE, el porqué de este servicio de Homilética? El Instituto del Verbo Encarnado fue fundado el 25 de Marzo de 1984, en SanRafael, Mendoza, Argentina. El 8 de Mayo de 2004 fue aprobado como instituto devida religiosa de derecho Diocesano en Segni, Italia. Siendo su Fundador el SacerdoteCatólico Carlos Miguel Buela. Nuestra familia religiosa tiene como carismala prolongación de la Encarnación del Verbo en todas las manifestaciones delhombre, y como fin específico la evangelización de la cultura; para mejor hacerloproporciona a los misioneros de la familia y a toda la Iglesia este servicio como unaherramienta eficaz enraizada y nutrida en las sagradas escrituras y en la perennetradición y magisterio de la única Iglesia fundada por Jesucristo, la Iglesia CatólicaApostólica Romana.

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