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CRRAC 5 LEER CON LOS REPUBLICANOS RADICALES / READING WITH THE RADICAL REPUBLICANS ÁLVARO CEBALLOS VIRO Université de Liège Recibido: 03/05/2021 Resumen: El presente trabajo comienza enfatizando la pluralidad y la variedad de la cultura republicana española a princi- pios del siglo XX. Asumiendo el plantea- miento de historiadores políticos y sociales como Ángel Duarte, Pere Gabriel o Manuel Morales Muñoz, se proyecta la cultura re- publicana en el eje diastrático, identifican- do, junto a un republicanismo de prosapia intelectual, otro de extracción popular o «plebeya», que dio un respaldo masivo a los líderes llamados «radicales». Subsiguien- temente se propone el análisis de varios textos literarios vinculados a ese republica- nismo radical, y se aportan indicios sobre el modo en que su interpretación y su uso eran presumiblemente orientados por el contexto periodístico en el que esos textos vieron originalmente la luz. Palabras clave: republicanismo radical, recepción de la literatura. Blasco Ibáñez, Antonio Palomero, Miguel Echegaray. Aceptado: 05/07/2021 Abstract: This article emphasizes the plurality and variety of republican culture in Spain at the beginning of the 20th century. Following the approach of political and social historians such as Ángel Duarte, Pere Gabriel, or Manuel Morales Muñoz, I project republican culture on the diastratic axis, identifying, along with an intellectual republicanism, another of popular or «plebeian» extraction, which gave massive support to the so-called «radical» leaders. Subsequently, I will analyze several literary texts linked to this radical republicanism and suggest how their interpretation and uses were arguably guided by the journalistic context in which these texts originally appeared. Key words: radical republicanism, reader-response, Blasco Ibáñez, Antonio Palomero, Miguel Echegaray. Ceballos Viro, Álvaro. «Leer con los republicanos radicales». Cultura de la República. Revista de Análisis Crítico, 5 (diciembre 2021): 108-121. DOI: https://doi.org/10.15366/ crrac2021.5.006. ISSN: 2530-8238

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LEER CON LOS REPUBLICANOS RADICALES / READING WITH THE RADICAL REPUBLICANS

ÁLVARO CEBALLOS VIROUniversité de Liège

Recibido: 03/05/2021

Resumen: El presente trabajo comienza enfatizando la pluralidad y la variedad de la cultura republicana española a princi-pios del siglo XX. Asumiendo el plantea-miento de historiadores políticos y sociales como Ángel Duarte, Pere Gabriel o Manuel Morales Muñoz, se proyecta la cultura re-publicana en el eje diastrático, identifican-do, junto a un republicanismo de prosapia intelectual, otro de extracción popular o «plebeya», que dio un respaldo masivo a los líderes llamados «radicales». Subsiguien-temente se propone el análisis de varios textos literarios vinculados a ese republica-nismo radical, y se aportan indicios sobre el modo en que su interpretación y su uso eran presumiblemente orientados por el contexto periodístico en el que esos textos vieron originalmente la luz.

Palabras clave: republicanismo radical, recepción de la literatura. Blasco Ibáñez, Antonio Palomero, Miguel Echegaray.

Aceptado: 05/07/2021

Abstract: This article emphasizes the plurality and variety of republican culture in Spain at the beginning of the 20th century. Following the approach of political and social historians such as Ángel Duarte, Pere Gabriel, or Manuel Morales Muñoz, I project republican culture on the diastratic axis, identifying, along with an intellectual republicanism, another of popular or «plebeian» extraction, which gave massive support to the so-called «radical» leaders. Subsequently, I will analyze several literary texts linked to this radical republicanism and suggest how their interpretation and uses were arguably guided by the journalistic context in which these texts originally appeared.

Key words: radical republicanism, reader-response, Blasco Ibáñez, Antonio Palomero, Miguel Echegaray.

Ceballos Viro, Álvaro. «Leer con los republicanos radicales». Cultura de la República. Revista de Análisis Crítico, 5 (diciembre 2021): 108-121. DOI: https://doi.org/10.15366/

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Temo que la profusión de publicaciones sobre la política cultural de la Segunda República y sobre la efervescente vida literaria de los años 1930 haya tenido como consecuencia la construcción de una imagen excesivamente homogénea y anacrónica de lo que fueron, proyectadas en el tiempo, las actividades culturales del republicanismo español. En lo que atañe a la literatura —la expresión cultural a la que dedicamos la mayor parte del seminario que resumo en este artículo—, corremos el riesgo de considerar que autores como Federico García Lorca o Antonio Machado, por lo demás indudablemente progresistas y demófilos, son los más representativos de la tradición republicana española, a pesar de que hasta 1930 su republicanismo fue fundamentalmente privado, obliterando, en cambio, a aquellos que durante décadas alimentaron la prensa antidinástica con crónicas, poemas y cuentos.

Las manifestaciones culturales del republicanismo español fueron plurales y cambiantes. Para constatar esa variedad y esa variación basta con examinar atentamente algunas fotografías de militantes republicanos en fecha tan tardía como 1931, procedentes del Libro de oro del republicanismo radical —una obra miscelánea compuesta en loor de Lerroux a base de tijera, cuyos autores fueron, si no yerra Cansinos (1996: 254), Conrado Sánchez Escribano y Enrique Labado—.La primera de ellas (ilustración 1) presenta, según su pie, «las banderas de las

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organizaciones republicanas de Cataluña»: podemos contar más de veinte, todas distintas y ninguna, por lo que apreciarse puede, tricolor. La tricolor española sí aparece en las bandas que ostentan los niños de otra fotografía de la misma época (ilustración 2), aunque el orden de los colores no es el canónico. En ambas fotos hallamos pendones con triángulos de clara inspiración masónica. El triángulo se hallaba ya presente sesenta años atrás en el Vida y hechos del federal1, atravesado por una plomada, y fue ubicuo en las enseñas del republicanismo anteriores a 1931.

Pues bien, ¿y si la cultura de la República en España tuviera la misma variedad que encontramos en sus banderas? Para aprehender esa variedad se impone introducir clasificaciones y distingos a los que la historiografía política está más acostumbrada que la cultural o la literaria. No es raro que desde los

1 «Vida y hechos del federal» (c. 1869), reproducido por Josep Termes (1972: s.p.).

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estudios culturales se enfatice la importancia que tuvieron en la conformación de una cultura republicana —y en la vinculación de las actividades culturales con el republicanismo— la Liga de Educación Política, fundada por José Ortega y Gasset (1914), la Agrupación para el Servicio de la República, a la que se sumaron Marañón y Pérez de Ayala (1931), o Acción Republicana, que fue el partido de Azaña e incorporó a algunos miembros de la Liga. La primera de estas entidades se caracterizó por un programa esencialmente nebuloso; las demás fueron relativamente minoritarias y tardías. Eran, en definitiva, actividades en las que se manifestaba públicamente la ruptura de la élite intelectual con el sistema de la Restauración. Pero el brillo de los nombres que avalaron aquellas empresas no debería hacernos olvidar la existencia de otro republicanismo menos intelectual, más multitudinario, más próximo a la calle, a la pequeña burguesía, a los trabajadores menestrales. Aquellas eran las clases que habían sido cortejadas por los tribunos republicanos radicales durante los 30 años anteriores: Vicente Blasco Ibáñez, Alejandro Lerroux, Rodrigo Soriano... Aquellas eran, en fin, las bases de eso que Pere Gabriel y Ángel Duarte han denominado «republicanismo plebeyo», oponiéndolo al «republicanismo señor» de los catedráticos y de los profesionales liberales (2000: 18-19).

El republicanismo plebeyo

Ese republicanismo plebeyo prosperó en una serie de espacios institucionales que, sin serle privativos, tuvieron una importancia cuantitativa mayor que la de instituciones culturales y educativas burguesas como la Institución Libre de Enseñanza o la Liga de Educación Política. Pienso en los casinos y centros republicanos, que, con mayor o menor actividad, sumaban todavía varios centenares a mediados de los años 1920 (Ceballos 2021: 278-279). Desde allí se organizaban colonias escolares y escuelas «neutras», agrupaciones corales, representaciones teatrales de aficionados, conciertos, proyecciones cinematográficas, bailes, veladas, kermesses y banquetes —los cuales, señala Demetrio Castro Alfín, permitían burlar las limitaciones de libertad de reunión (2001: 31-33)—.

Mención aparte merece la prensa periódica republicana, cuya importancia como elemento de cohesión doctrinal, cultural y aun estética es difícil de sobrevalorar. En palabras de Ángel Duarte, «[e]l diario pasa a ser consustancial a lo republicano: es su mecanismo de relación, el espacio en el que maduran y

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se difunden los principios democráticos y los horizontes sociales alternativos, el instrumento que hace visibles a quienes han de aprender a moverse con prudencia» (2013: 47). El aparato de orden público de la Restauración era bien consciente de ello cuando ponía un empeño digno de mejor causa en «perseguir á los chicos / que viven de la venta [de periódicos] / y El País, La Justicia / ó La Igualdad vocean»; el autor de estos versos, Antonio Palomero (1895: 61-65), no menciona tres periódicos cualesquiera, sino que selecciona algunos de los de más predicamento en el ala «plebeya» del republicanismo español: el primero tuvo como directores a Alejandro Lerroux y a Joaquín Dicenta —el autor de la celebérrima pieza Juan José—; el segundo difundió, junto con La Libertad, las crónicas de Antonio Zozaya, al que varios testimonios de época identifican como el «escritor periodístico que mayor número de lectores tiene» (Portillo, 1926); el tercero, subtitulado «diario democrático-republicano», venía divulgando el ideario federal desde la Septembrina.

Esta prensa republicana —que, como recuerda Manuel Morales Muñoz, era a veces objeto de lectura pública (2001: 97 y 112)— no solo ofrecía claves discursivas sobre la actualidad, sino que también proponía modelizaciones literarias con una estética poco o nada vanguardista. Piénsese, por ejemplo, en quien sin duda es hoy el más conocido de los autores del republicanismo radical, Vicente Blasco Ibáñez, cuyos cuentos se publicaron en El Pueblo de Valencia; o en los versos que el ya citado Palomero publicaba en El País; o en los poemas satíricos que Luis de Tapia compuso para La Libertad y España Nueva. También los romances y las aleluyas callejeras encontraban nueva difusión en esas cabeceras, las cuales, al mismo tiempo, seriaban en sus folletines las novelas de los autores franceses predilectos del republicanismo: Eugène Sue, Alexandre Dumas, Victor Hugo... (Castro Alfín 2001: 24-25).

Estos son solo algunos de las más notorios y divulgados de los muchos periódicos de filiación republicana que existieron durante la Restauración; su alcance era, en ocasiones, únicamente regional, pero ello no significa que su relevancia cultural sea menor, habida cuenta de que el ala federal del republicanismo llevaba varias décadas trabando lazos dialécticos entre el municipio y la nación.

Leer en el contexto

Dentro de la larga genealogía del republicanismo español, la familia «radical» es la que, en el cambio de siglo, recupera los tonos insurreccionales de la facción zorrillista y los aúna con una retórica marcadamente populista. Sus principales

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líderes, como ya queda dicho, fueron Lerroux, Blasco y Soriano. Cada uno de ellos tuvo su periódico, y cada uno de esos periódicos acogió regularmente textos literarios. Ahora bien, extraídos de las planas periodísticas en las que vieron la luz, los rasgos semióticos y las relaciones pragmáticas de esos textos se ven radicalmente alteradas. Aun a sabiendas de la imposibilidad de reconstruir con exactitud cómo leían textos ficticios los republicanos radicales del 1900, resulta interesante el ejercicio de releerlos en su primer contexto de difusión, y observar el diálogo que mantienen con otros contenidos.

Acabo de referirme, sin ir más lejos, a los poemas satíricos de Antonio Palomero, más conocido por su pseudónimo, Gil Parrado. En el volumen Versos políticos recogió una selección de sus poemas menos coyunturales, entre los cuales se encuentra el titulado «Cuaresma». No es tan largo como para que resulte enojoso reproducirlo aquí íntegramente:

Ha llegado, lectores, la Cuaresma, con su acompañamiento de vigilias,penitencias, ayunos,abadejo, espinacas y judías. El Tiempo lo ha dispuestoy ese anciano sus leyes no varía: después del Carnaval, con sus jolgorios, sus bailes y sus risas, nos manda la Cuaresma, con sus rezosy sus meditaciones piadosísimas,que lava nuestras culpas y pecadoscon el agua bendita. ¡Bueno! Hay que conformarsey hacer ejemplar vidaen las cuarenta noches, con sus cuarenta días,que nos manda el Señor omnipotentepara limpiar la broza de la vida. Yo bailé en Carnaval; pasé sus horasen el revuelto lecho de la orgía(como un amigo míodijera un tiempo en varias poesías),pequé modestamente,eso sí, mas no quita...que, aunque tuvo modestiami modo de pecar, ¡pecado había!Pero hoy, arrepentido, sincero llanto abrasa mis mejillas,y de mis labios brotanoraciones purísimasque harán que Dios perdonemis faltas cometidas.Ahora ya, ¡que me quiten lo bailado!y he bailado la mar, ¡quién lo diría!

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Para España, estas fechasson eternas, y están bien definidas: Cuaresma, los de abajo;Carnaval, los de arriba.¡Siempre llevan careta los Gobiernosy siempre come el pueblo de vigilia!

Los lectores actuales pueden preguntarse cuánto de literalidad había en el acto de contrición, hasta qué punto era sincero el llanto que abrasaba la mejilla del poeta. Estas dudas acaso comiencen a disiparse si, regresando a las primeras páginas del volumen, se relee la dedicatoria: «Al fundador, director y redactores de El País». Aquel País, subtitulado «Diario republicano progresista», había sido fundado por Antonio Catena en 1887 y dirigido desde muy pronto por Alejandro Lerroux (Gómez Aparicio 1971: 484 y 493). La redacción, en la calle Sacramento de Madrid, sería ocupada desde 1919 por La Libertad, órgano de otro republicano radical, Rodrigo Soriano. Pues bien, era en una sección de El País titulada «La comedia humana» donde firmaba Gil Parrado sus poemas de comentario político; el que se titulaba «Cuaresma» pudo leerse por primera vez el 8 de febrero de 1894 (ilustración 3).

En el diario, la red semiótica del poema se funde con la de los artículos colindantes. La ironía de la conversión resulta allí mucho más evidente. La oposición entre los de arriba y los de abajo deja de ser un viejo tópico moral y se convierte en una de las claves doctrinales del populismo radical. El poema mantiene en la incógnita cuál es el interlocutor político, cuál es el cuerpo social que se esconde detrás de la palabra «pueblo», pero podría inferirse de la circular del Partido Republicano Progresista con la que se abría aquel mismo número: en ella se diagnostica que «[l]os productores ven sus productos sin salida» y «[l]a industria agota sus esfuerzos» mientras escapan a la general debacle los agiotistas, es decir, los especuladores. El significante «pueblo», en este contexto, no solo remitiría a unas gramscianas clases subalternas, sino que incluiría, como era habitual en la retórica populista del republicanismo radical, a la pequeña burguesía industrial y comerciante. Este nexo con el republicanismo sería subrayado por el artículo que sigue inmediatamente al poema de Palomero, y que versa sobre las celebraciones del 11 de febrero, aniversario de la proclamación de la Primera República.

El carnaval constante de la oligarquía encuentra eco pocos párrafos más allá en un artículo titulado «El último día de Antruejo»: en él se observan las tensiones que han acompañado las carnestolendas de ese año, y se concluye que

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tras ellas continuará «el eterno Carnaval político, que aniquila y degrada». Quien lea el periódico incluirá seguramente entre «los de arriba» al obispo titular de una diócesis de nueva creación, considerada un lujo inútil y un agravio para «el pobre pueblo español, que no puede ya con los impuestos», según sentencia la vehemente y anónima columna «Asuntos eclesiásticos». ¿Qué decir, en fin, de Los miserables, de Victor Hugo, seriado por aquel entonces en el folletín del mismo diario, y de la comprensiva mirada que arroja sobre esa clase que ya entonces Marx y Engels habían bautizado como Lumpenproletariat? El razonamiento miserabilista de Palomero difícilmente podía encontrar mejor correlato novelístico2.

Veamos un segundo ejemplo de esta articulación entre los contenidos literarios y los contenidos informativos o doctrinales de la prensa republicana: «La paella del roder», de Vicente Blasco Ibáñez. El protagonista de este cuento es un roder, un bandolero valenciano con numerosos asesinatos a sus espaldas que ha terminado especializándose en quitar de en medio a los rivales políticos de don José, el «eterno representante del distrito», diputado cunero que vive en Madrid y solo por excepción visita su feudo.

El salteador, transformado por los años en un patriarca, convertido en objeto de la admiración y del temor reverencial de sus paisanos, es disculpado por el clero y protegido por don José. Este delicado equilibrio se rompe cuando el roder, cansado de pedirle al diputado que le consiga un indulto para poder retirarse a disfrutar de su vejez con su familia, llega hasta la intimidación: entonces, don José hace que la guardia civil le tienda una emboscada y lo fusile sin proceso ninguno en un naranjal.

La caracterización del roder no es parca en rasgos positivos: se le describe como un «caballero andante de la sierra»; los chicos de la comarca tocan su trabuco «como si fuese una santa imagen»; uno de sus admiradores concede que es un malhechor, pero entiende que «más pillo es el que huye», refiriéndose al diputado don José, que se había apresurado a abandonar el pueblo tras su traición. En la pluma de Blasco Ibáñez, el roder parece devenir uno de esos bandidos populares, esproncedianos, sobre los que escribió Eric Hobsbawm (2000). Solo que sus fechorías no aspiran en absoluto a la redistribución de las riquezas ni a la justicia social: inconsciente del alcance que tienen los sangrientos encargos que ejecuta, el roder no deja de ser «una garra del gran pólipo electoral que se agitaba allá lejos en el Ministerio de la Gobernación».

Este relato sería recogido en el volumen La condenada y otros cuentos, pero donde vio la luz originalmente fue en la primera plana de El Pueblo, de Valencia,

2 Empleo el término en el sentido de Claude Grignon y Jean-Claude Passeron (1989).

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el 1 de agosto de 1898. Las diferencias textuales respecto de ediciones posteriores son bastante anecdóticas: la versión del diario, infrapuntuada, carece de muchas de las comas que se le añadirán después, y presenta un par de variantes morfosintácticas sin importancia. Lo verdaderamente interesante es observar cómo el contexto periodístico desenfoca su estatuto ontológico: parece menos cuento y más documento, confundiéndose con los editoriales, los anuncios y las noticias que pueblan esa misma plana. Se establece, asimismo, un juego de ecos con las demás columnas: en dos de los artículos de la primera página se habla de los gobernantes como ineptos egoístas, que es lo menos que puede decirse del don José del relato. El bandido entregado a la represión revanchista de la guardia civil debe de repugnar a los espíritus democráticos del mismo modo que el militarismo y el brazo de hierro de Bismarck, cuyo fallecimiento se comenta en estos términos inmediatamente después de la colaboración blasquiana. Roberto Castrovido firma un artículo de fondo sobre la censura de la prensa y, al dorso, una nota advierte: «Suspendidas las garantías constitucionales y sometida la prensa á la previa censura, este número de el pueblo se publica después de haber sido examinado por la autoridad militar, la cual ha suprimido lo que ha tenido por conveniente»: la suspensión de garantías que sufren los lectores del periódico es, si no la misma, por lo menos análoga a la que conduce al fusilamiento expeditivo del roder. Algo más allá, un suelto anónimo sobre la incapacitación de un concejal lamenta que la justicia se amilane ante los personajes influyentes, y ¿acaso la ficción no acaba de ofrecer a los lectores un ejemplo meridiano de cómo la legalidad se pliega a las conveniencias de un «señorón de Madrid»?

En la sección de noticias —todas ellas locales, como local es la ambientación de «La paella del roder»— se denuncia que las procesiones del «rosario de la Aurora» degeneren frecuentemente en manifestaciones carlistas. La hipocresía de esta práctica supuestamente piadosa subraya lo que el cuento de Blasco tiene de sátira anticlerical, por cuanto los curas le bailan el agua al diputado al tiempo que se congracian con el roder y le quitan hierro a sus fechorías, de las que sacan un rédito indirecto.

Es en esa confluencia entre el análisis del discurso y el close reading donde podemos empezar a hacer hipótesis fundadas sobre los valores, el gusto y las preocupaciones principales del republicanismo radical. Era este más activamente anticlerical que el republicanismo de cátedra o el liberalismo político de la ILE; conservaba, igualmente, muchos reflejos patriarcales, y mantenía una relación difícil con la democracia representativa... tal y como existía entonces.

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Ni que decir tiene que estos sencillos experimentos de restitución de la literatura a su contexto primigenio tienen algo —y aun mucho— de artificioso, puesto que un número de periódico rara vez se lee de manera completamente aislada, sino que forma parte de una serie de experiencias proyectadas en el tiempo y establece una relación dialéctica con otros medios del sistema periodístico3. No obstante, considero que la riqueza semiótica que hallamos sin salir de un único número posee un fuerte potencial demostrativo.

Lectura plural

Consideremos, para concluir, cómo el periódico pone en contacto —y en comunicación hermenéutica— formas de ficción en apariencia antagónicas.

En el mismo número de El Pueblo en el que leíamos «La paella del roder» se anunciaban novilladas, partidos de pelota y el programa de la banda de música que había de amenizar esa noche la velada del Círculo Valenciano, todo lo cual tiene una relevancia evidente a la hora de reconstruir los intereses culturales y los hábitos de ocio de esa familia política. El concierto de la banda de música comenzaría y terminaría con sendos pasodobles; entre uno y otro, el público podría escuchar un tema de Wagner, un popurrí de género chico («a petición») y —esto es lo interesante— casi todos los números de La viejecita, la zarzuela en un acto que Miguel Echegaray y Manuel Fernández Caballero habían estrenado el año anterior.

El Círculo Valenciano era un espacio de sociabilidad burguesa, y ello hace tanto más interesante que el anuncio se halle en un prominente diario de la oposición extraparlamentaria. Decir que el género chico es un teatro implantado por y para la burguesía es, en el mejor de los casos, una simplificación, y en el peor, una mistificación. Cuando Erwin Piscator visitó Barcelona, en diciembre de 1936, la CNT se había hecho cargo de los teatros y había igualado los sueldos de los trabajadores, pero, para escándalo del teórico alemán, eran las obras «ligeras», con coristas, las que vendían más localidades (Jiménez León, 1999). También Christopher Cobb constataba la afición de los milicianos de 1936 por las zarzuelas y por otras piezas que él consideraba «de pésimo gusto» (1980: 100-101).

3 Pienso en lo que escribe Santiago Díaz Lage sobre las distintas formas de leer un periódico (2020: 57).

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Con independencia de que halaguen o no el gusto de los historiadores culturales, algunas de esas obras fueron, según recuerdan Ángel Duarte y Pere Gabriel, vectores de identidad del republicanismo plebeyo (2000: 26 y 29). Como caso paradigmático mencionan a Frederic Soler (más conocido por su nom de plume, Serafí Pitarra), quien entre 1856 y 1894 pergeñó innumerables piezas teatrales, en catalán; una de ellas, La esquella de la torratxa, daría nombre a la revista satírica homónima. Se trataba, con frecuencia, de zarzuelas paródicas, pero no faltan en su producción dramas históricos sobre, por ejemplo, Jaume I o los famosos segadors.

Recordemos también aquí que hubo comedias líricas tan afines al anticlericalismo de los republicanos radicales como Ruido de campanas, de Antonio Martínez Viérgol y Vicente Lleó: su estreno, en 1907, dio lugar a una sonada polémica, recientemente reconstruida por Marta Palenque (2017).

¿Es incompatible leer un cuento de Blasco y asistir a la representación de una zarzuela cómica de Miguel Echegaray? En absoluto. Los historiadores de la literatura conocen bien estos fenómenos de lectura plural. Luis Fernández Cifuentes, por ejemplo, mencionaba que Ricardo León «fue el novelista recomendado por los directores espirituales a cierta juventud femenina de la clase media que —se decía— leían [sic] en secreto, al mismo tiempo, las novelas de Felipe Trigo» (1982: 94). Ahora, ¿cómo se armoniza esa pluralidad de lecturas en un mismo individuo, o en una comunidad de lectores? El cuento de Blasco y la zarzuela de Miguel Echegaray ¿cumplen distintas funciones y se prestan a usos diferentes en la vida de esas clases «plebeyas» que nutrían el republicanismo popular? ¿O, por el contrario, era posible leer uno en otra, el cuento en la zarzuela, la zarzuela en el cuento? Creo que la respuesta a ambas preguntas puede ser afirmativa. Quizá los republicanos que asistían al concierto de la banda se decían, como en la zarzuela, que «[d]espués de tantas tristezas, / un poquito de expansión / no es nada que á nadie ofenda» (Echegaray, 1897: 7). Y quizá esos muchachos que, en el cuento de Blasco, contemplaban boquiabiertos el retaco del roder habrían admirado también el carácter bravucón y calavera de Carlos, el héroe de La viejecita —tanto más por cuanto se burla de un marqués—. Por lo demás, tampoco el patriotismo y la exaltación castrense que rezuma la zarzuela eran ajenos al republicanismo popular, ni en 1898, ni en 1936.

Podría argumentarse, en fin, que no existen documentos de ficción intrínsecamente republicanos: lo que existe son formas de leer construidas socialmente en comunidades de geometría variable. Es verosímil pensar que los espacios institucionales y la prensa periódica del republicanismo radical

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de la Restauración conformaban una comunidad de interpretación en la que se jerarquizaban los textos, se les añadían adherencias semánticas y se orientaba axiológicamente su recepción.

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