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Mal radical y banalidad del mal Pensar el mal tras la huella de Hannah Arendt Claudia Hilb

Quiero empezar esta charla con una cita de Hannah Arendt, del prefacio

de Los Orígenes del Totalitarismo. Arendt escribe ahí (cito): “¿Qué sucedió?

¿Por qué sucedió? ¿Cómo pudo haber sucedido? Estas son las preguntas con

las que mi generación se había visto forzada a convivir durante la mayor

parte de su vida adulta”. Y quiero poner esta charla bajo el signo de esas

palabras, porque esas preguntas “¿Qué sucedió? ¿Por qué sucedió? ¿Cómo pudo

haber sucedido?” son también las preguntas con las que mi generación, y la de

muchos de los que veo aquí en la sala, se ha visto forzada a convivir durante la

mayor parte de su o de nuestra vida adulta.

Estas preguntas llaman, para Arendt y también para nosotros, a una

multiplicidad de interrogantes. Pero en la charla de hoy solo quiero

concentrarme en uno de ellos, que refiere, como lo indica el título de mi

presentación, a la necesidad de pensar ese Mal advenido. Arendt supo desde el

principio que el mal del totalitarismo, el exterminio en masa, los hornos

crematorios, los millones de judíos muertos en campo de concentración, que

esos crímenes ya no podían explicarse como estábamos acostumbrados a explicar

los crímenes corrientes, esto es, en sus palabras, que esos crímenes “ya no

puede(n) explicarse por motivos de interés propio, codicia, ambición o

resentimiento”. Y entendió también que por eso mismo desafiaban todas las

categorías con que solíamos comprender y juzgar, y que por lo tanto ella se

enfrentaba al desafío de intentar comprenderlas por fuera de las categorías

morales o jurídicas que le proveía la tradición. En otras palabras, había algo en

la forma de ese Mal, que no podía entenderse de ningún modo tratando

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deremontar a sus causas, ni tampoco sirviéndose de las categorías morales

habituales. De ese mal, solía decir Arendt, solo podemos decir “eso no debería

haber sucedido nunca”. Del mismo modo, creo que también nosotros tenemos

algo para pensar, en el Mal advenido entre nosotros: ¿cómo pudo suceder que

aquí, en Argentina, en los años setenta, pudieran desaparecer miles de personas,

retenidas en condiciones infrahumanas, tiradas vivos de aviones, enterradas en

fosas clandestinas? Hay algo, a mi modo de ver, que no puede explicarse a partir

de explicaciones causales, ni diciendo, como dicen algunos, que se quiso poner

fin a un proyecto de liberación, ni argumentando, como quieren justificar otros,

diciendo que era la única forma de derrotar a las fuerzas subversivas, para usar

el término que usan, pero que tampoco puede explicarse, creo yo, calificando

sencillamente a quienes lo hicieron de monstruos sádicos. Hay, para mí, un

enigma –un enigma ético o ético político– a profundizar en la cuestión de que

grandes cantidades de hombres, o de hombres y mujeres, básicamente normales,

puedan en un momento poner sordina a todas sus convicciones morales para

hacer cosas horrorosas, o para avalarlas: algo habrán hecho.

Pero quedémonos, por el momento, en Arendt. El primer camino que se le

presentó a Arendt ante la avasalladora evidencia de un mal más allá de lo

imaginable fue el de enfrentar ese mal con la idea de que se trataba de un mal

diabólico, de un mal radical, esto es, de una voluntad de hacer el mal (esa es la

idea del mal radical, un mal enraizado en la voluntad de hacer el mal, de desafiar

la norma moral, de aquel que lo comete). Pero si bien Arendt adoptó por

momentos el lenguaje del mal radical, e incluso podría decir que se nutrió de

algunas intuiciones que pertenecen a esa dirección del pensamiento, ella rechazó

en realidad desde el inicio ese camino. Es decir, desde el principio Arendt

afirma, en una frase que repetirá a lo largo de su obra, que estamos frente a

crímenes que, por su naturaleza monstruosamente inédita, escapan a nuestra

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comprensión, y que entonces “no podemos juzgar ni perdonar”, pero también

que esos crímenes no pueden entenderse apelando sencillamente a la voluntad

de hacer el mal. Que no entenderemos nada de lo que sucedió si creemos que

podemos circunscribirlo a una voluntad diabólica de hacer el mal. Curiosamente,

la primera vez que refiere a que no podemos juzgar ni perdonar esos crímenes es

en un artículo de 1946 que se llama, ni más ni menos, “La imagen del Infierno”;

pero también en ese mismo año escribe a su profesor y amigo, Karl Jaspers, que

si bien está convencida de que esos crímenes no se dejan captar con las

categorías del interés propio o la codicia, también es necesario evitar otorgarles

grandeza diabólica. O sea, como ven, invoca la imagen del infierno pero a la vez

rechaza la apelación a lo diabólico...

En todo caso, para lo que me interesa aquí, entre 1946 y 1963 –es decir,

entre sus primeros escritos sobre el nazismo y su presencia en el juicio de

Eichmann– Arendt no cesa en su esfuerzo de comprensión de aquello que ha

sucedido (hay importantes artículos del periodo centrados precisamente en la

comprensión, como “Comprensión y política”) y en ese esfuerzo vuelve varias

veces sobre la idea de mal radical, es decir, de un mal que encuentra su fuente en

él mismo, en la voluntad de Mal. Pero siempre que vuelve a dar vueltas a la idea

del mal radical nos transmite la insatisfacción de que no encuentra allí las claves

para pensar aquello que intenta comprender. Porque allí donde este mal es

nombrado o percibido siempre vuelve a toparse Arendt con la imposibilidad de

la filosofía de decir algo más al respecto, en Kant, quien le provee el término de

Mal radical, o también en el Evangelio, que nombra ese mal más allá del mal

venial como crimen imperdonable contra el Espíritu Santo (Lucas 17:2), crimen

imperdonable que no sabemos, dice Arendt, en qué consiste, pero ante el cual

sabemos solo que Jesús habría respondido que sería mejor para quien lo comete

“que no hubiera nacido o que le ataran una piedra alrededor del cuello y lo

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echaran al mar”. Y porque allí donde más encuentra desarrollada la posibilidad

de un mal más allá del mal venial, en la literatura, en el Iago de Shakespeare o

en los personajes de Dostoievski, encuentra en esos personajes una grandeza

diabólica y una conciencia desgraciada que, precisamente, son los que declara ya

en 1946 considerar inadecuados, ya que no le parecen dar cuenta de la forma del

mal que se abatió sobre el mundo con la barbarie nazi, ni dar cuenta tampoco de

los agentes ordinarios de esa barbarie.

No tengo tiempo aquí para detenerme en los distintos textos en que

Arendt vuelve, una y otra vez, sobre la dificultad de pensar ese mal, imposible

de circunscribir con nuestras categorías morales heredadas, ese mal que sigue

llamando aún mal radical y del que escribe, en La Condición Humana, que solo

podemos decir –siempre en la senda de Kant o del Evangelio– que es

imperdonable. Pero lo quiera Arendt o no, tanto en su referencia a Kant como en

su referencia al Evangelio, el carácter imperdonable de ese mal sigue asociado a

lo incomprensible: a la voluntad de hacer el mal, al mal hecho adrede por

voluntad de hacer el mal, que es precisamente aquella manera de pensar el mal

que le resulta insatisfactoria. No lo podemos comprender, no lo podemos juzgar,

no lo podemos perdonar; sería mejor entonces, volviendo a la cita del Evangelio,

“que no hubiera nacido o que le ataran una piedra alrededor del cuello y lo

echaran al mar”. Algo no muy distinto dice la propia Arendt, todavía al final de

Eichmann en Jerusalem: Eichmann debe ser colgado porque no quiso compartir

el mundo con nosotros, y nosotros, entonces, no queremos compartir el mundo

con él.

Eso escribe Arendt, como digo, en el epílogo de su crónica sobre el

juicio de Eichmann. Pero no obstante este final de la crónica, será el impacto

que le produce el juicio de Eichmann, al que asiste como cronista, lo que va muy

pronto a conducirla a vislumbrar otra manera de pensar ese mal, lo que la

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pondrá, dice Arendt, en posesión del concepto de “la banalidad del mal”. Como

lo recuerda en un texto posterior, fue en efecto durante el juicio de Eichmann,

confrontada a lo que se le aparecía como la absoluta incapacidad del jerarca nazi

de pensar por sí mismo, ante lo que percibía como su increíble falta de

profundidad -su banalidad- que Arendt comenzó a interrogarse sobre la posible

relación del mal ya no con una voluntad diabólica, ya no con la voluntad de

hacer el mal, sino con la defección o la ausencia del pensar, con la renuncia al

diálogo del dos en uno de cada uno consigo mismo. En “El pensar y las

consideraciones morales”, conferencia publicada en 1971, Arendt rememora las

preguntas que habían surgido para ella en esa ocasión. Permítanme que la cite un

poco extensamente: “¿Es posible hacer el mal, no solo pecar por omisión sino

también pecar por comisión, sin que existan ya no solo ‘bajas motivaciones’

(como los llama la ley) sino cualquier tipo de motivación, cualquier impulso

particular del interés o de la voluntad? ¿Es posible que la maldad (wickedness),

sea como fuere que la definamos, no sea una condición necesaria para hacer el

mal?” (p. 160). Esas eran las preguntas, entonces, que le había suscitado su

asistencia al juicio de Eichmann, y como escribe una vez más Arendt, una vez

que había sido impactada por un fenómeno, esto es, una vez que había

comenzado a percibir que debía disociar Mal y maldad, o “hacer el Mal” y

“voluntad de hacer el mal”, una vez que se le apareció conceptualmente el

fenómeno de la banalidad del mal, sintió que debía intentar indagar sobre la

posible naturaleza de este fenómeno.

La pregunta que surge entonces para Arendt es si esa nueva forma

de Mal que cree percibir puede estar asociada no a una voluntad de hacer el Mal,

sino mucho más banalmente y también finalmente más tremendamente, a la

ausencia, o a la renuncia, por parte del agente del Mal, de la capacidad de pensar

y de juzgar por él mismo. El rumbo de la reflexión de Arendt se encamina a

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partir de allí a interrogar de qué modo puede el Mal ser el resultado de la acción

de hombres no impulsados esencialmente por el deseo de hacer el mal como tal;

como puede ser que hombres o mujeres no impulsados por el deseo de hacer el

mal por el mal, no impulsados por la maldad, puedan hacer las peores cosas sin

que ello despierte en ellos un sobresalto moral, un freno. En ese camino,

desarrollado en la segunda mitad de los años sesenta, en los textos posteriores a

su crónica del juicio de Eichmann, Arendt indagará sobre las condiciones en las

que los hombres renuncian a hacer frente a la pregunta sobre el bien y el mal,

sobre las condiciones en que los hombres y mujeres, de la noche a la mañana,

parecen haber abandonado sus convicciones morales como quien cambia de

hábitos de educación en la mesa, para adoptar como guías de su acción

principios criminales cualesquiera puestos a su disposición; y con esta nueva

dirección que toma su indagación, dará un nuevo impulso a la pregunta que

persigue desde el advenimiento del horror nazi: ¿cómo pudo suceder?

La búsqueda de Arendt tomará forma a partir de una reflexión sobre

un primer enunciado socrático que dice “es mejor sufrir el mal que hacerlo”, que

ella va a asociar a un segundo enunciado socrático que dice (cito del Gorgias):

“sería mejor para mí (...) que la mayoría no estuviera de acuerdo conmigo y me

contradijera, a que yo, siendo uno, (...) estuviera en contradicción conmigo

mismo”. Si yo hago el mal, interpreta Arendt, entro en contradicción conmigo

mismo, entre lo que hago y lo que debo hacer, y me veré obligado a convivir con

un asesino. Por eso, para no tener que convivir con un asesino, y no solo por

mandato ético o por altruismo, es que considero que es mejor sufrir el mal a

hacerlo. Soy mi compañero cuando pienso y mi testigo cuando actúo, conozco al

actor y estoy condenado a vivir con él (90). Ahora bien, agrega Arendt, la única

manera en que puedo librarme de la convivencia con un asesino cuando hago el

mal, el mejor si no el único modo en que el criminal puede no ser

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detectado ni siquiera por él mismo y puede escapar al castigo, incluso al castigo

por él mismo bajo la forma del arrepentimiento o la mala conciencia, es si

puede olvidar lo que hizo, si puede no pensar en ello. La renuncia a pensar por

sí mismo supone el silenciamiento del diálogo con uno mismo, propio, dice

Arendt, del pensar y del rememorar. Quien oblitera el diálogo consigo mismo

puede hacer las peores cosas porque no recordará lo que hizo en el diálogo

consigo mismo, del mismo modo que quien no siente dolor puede osar las

cosas más riesgosas porque no teme sentir dolor. Cito a Arendt: “Los peores

agentes del mal (evildoers) son quienes no recuerdan, puesto que nunca han

dedicado un pensamiento al asunto, y sin rememoración, nada puede detenerlos

(...). El peor mal no es radical, no tiene raíces, y porque no tiene raíces no

tiene límites, y puede llegar a extremos impensables” (ARENDT 2003, p. 95).

La tremenda banalidad del mal consiste en eso: en que es el resultado de

hombres o mujeres que –cuando las evidencias morales que ordenaban

automáticamente sus vidas entraron en crisis– aceptaron adaptar sus acciones a

cualquier principio, de manera in-interrogada, anulando su propia capacidad de

pensar, de rememorar y de juzgar. Y así fueron capaces de hacer o aceptar lo

inaceptable.

Hace un rato hablé del carácter imperdonable del mal radical para

Arendt. En sus escritos previos al juicio de Eichmann, ese carácter imperdonable

estaba asociado al carácter incomprensible, inédito, de los crímenes: no podemos

comprenderlos con las categorías de las que disponíamos, no podemos entonces

propiamente ni juzgarlos según las leyes habituales, ni considerarlos moralmente

-perdonarlos, o no- según los preceptos morales. La inflexión de la reflexión de

Arendt sobre el Mal que estoy restituyendo aquí, va a dar al carácter

imperdonable de los crímenes otra respuesta. En el perdón, dirá Arendt, se

perdona a una persona; esto es, no se perdona el “qué” sino el “quién”. Y esos

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crímenes son imperdonables, continúa ahora Arendt, porque detrás de ellos no

hay nadie, no hay propiamente una persona; detrás de esos crímenes no hay

nadie, no hay propiamente una persona, si entendemos –dice siempre Arendt–

por persona a quien se constituye como tal en la pluralidad del diálogo consigo

mismo. El autor banal de esos crímenes extremos ha desertado del mundo plural,

tanto en lo que concierne a su co-presencia entre hombres y mujeres que piensan

y juzgan, en una escena compartida, como en el plano de su relación consigo

mismo –del diálogo del dos en uno de la conciencia.

Querría entonces, para terminar, decir algo más sobre la relación

que, a partir de esta interrogación sobre el mal, podríamos establecer entre un

Mal extremo –no lo llamemos ya Mal radical– y el perdón. Si seguimos esta

huella trazada por Arendt entendemos que no puede perdonarse a alguien, que

no es nadie, que ha logrado acallar en él toda posibilidad de rememoración del

mal perpetrado, es decir, que al renunciar a pensar y a juzgar, al renunciar al

diálogo consigo mismo, ha logrado ocultarse a él mismo el horror de lo que ha

hecho: para decirlo más claramente, no se puede perdonar a alguien, que es

nadie porque ha cerrado todas las puertas al remordimiento y al arrepentimiento.

Vladimir Jankélévitch, el filósofo francés, en un texto que lleva por nombre “Lo

imprescriptible”, escribió lo siguiente: “¡El perdón! Pero ¿acaso han pedido

perdón alguna vez? Solo la angustia y el desamparo del culpable podrían dar un

sentido y una razón de ser al perdón (...). Para poder tener derecho al perdón,

sería necesario que se declararan culpables, sin reservas ni circunstancias

atenuantes”. Traducido a los términos de Arendt que hemos venido

persiguiendo, podríamos decir: solo quien se hunde en la angustia y el desamparo

porque se siente culpable, puede recuperar su cualidad de persona y puede, por

ende, pedir perdón... y quien sabe, ser perdonado.

¿Es posible que un criminal que ha realizado crímenes horrendos

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pueda recuperar esa cualidad de persona? ¿Es posible que pueda, en un criminal

de crímenes de lesa humanidad, disociarse el qué (el crimen), del quién (de

aquel que lo cometió)? En Eichmann en Jerusalem Arendt no observa, en

Eichmann, ninguna señal de una posible recuperación de la humanidad, de su

cualidad de persona. Más bien observa una repetición estremecedora de clichés

y frases hechas, que manifiestan su incapacidad, prolongada en el tiempo, de

reflexionar propiamente acerca de los crímenes monstruosos en cuya

organización tuvo una participación destacada. Y es precisamente esa

desoladora incapacidad la que la conduce a encontrarse con la idea de la

banalidad del mal, un mal sin espesor diabólico hecho de la renuncia, el rechazo

o el abandono de la capacidad de pensar, rememorar y juzgar. No obstante,

dotados de las reflexiones de Arendt, podemos también eventualmente intuir

otra posibilidad: si observamos la escena constituida en Sudáfrica por la

Comisión de Verdad y Reconciliación, en que los autores de actos criminales,

para ser amnistiados, debían proceder a una exposición exhaustiva de sus

crímenes, observamos también como, en no pocas ocasiones, el hecho de tener

que relatar esos crímenes públicamente antes las víctimas, las familias de sus

víctimas o sus propias familias, llevó a esos criminales, por primera vez, a

percibir verdaderamente el carácter horrendo de lo que habían hecho; tal vez,

por qué no, a sumirse, para decirlo en las palabras de Jankélévitch, en la angustia

y el desamparo, a arrepentirse y a pedir perdón. Dotados, como decía, de las

reflexiones de Arendt, podemos entrever que la disposición de una escena que

exigía, a quien quisiera acogerse a la amnistía, que tuviera que recuperar la

capacidad de rememorar, no dejó indemnes a muchos de quienes por allí pasaron.

Obligados, por interés propio, a recordar en voz alta y en detalle lo que habían

hecho, no pudieron ya seguir aferrados al olvido, a ese olvido del que Arendt

decía, como dije antes, que es la mejor manera que tiene el criminal de escapar

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de las consecuencias de sus actos; esto es, tuvieron que empezar a convivir con

el criminal que ellos mismos habían sido. Y el recorrido de las audiencias de la

Comisión de Verdad y Reconciliación, y también de muchos testimonios

posteriores, puede dar cuenta de la conversión de no pocos de aquellos antiguos

criminales... digamos en personas, para seguir diciéndolo con las palabras de

Arendt. Esto es, en personas que miraban hacia atrás, hacia sus propios actos de

no hace tanto, con horror y arrepentimiento, queriendo no haberlos cometido

nunca, o pidiendo perdón por sus actos.

Quiero por fin cerrar este recorrido volviendo a la Argentina.

Entiendo –a la luz de lo que han pensado otros, aquí, esencialmente Hannah

Arendt pero no solamente– que una reflexión sobre el Mal extremo, aquel que

desafía nuestras categorías habituales, y el perdón y la reconciliación, no puede

escapar a la necesidad de tomar muy en serio la exigencia del arrepentimiento de

quien ha cometido hechos horrendos –esto es, de su recuperación de la cualidad

de persona, o para traducirlo en términos más políticos, de ciudadano de una

comunidad plural. Solo quien se reconoce como miembro de una comunidad

plural –y que en tanto tal, ha recuperado la pluralidad del diálogo consigo

mismo– puede sentir arrepentimiento y demandar perdón y puede eventualmente

ser susceptible de ser perdonado. Hoy, y ya hace años, torna y retorna

periódicamente entre nosotros el tópico del perdón y la reconciliación. Ya sea

para negarle de plano toda pertinencia a estos términos, o para acudir a ellos con

la idea, según sospecho, de borrar casi mágicamente las huellas de un pasado

criminal. Mi propósito, con este recorrido, ha sido entonces sobre todo el de

contribuir a extraer ese discurso del perdón y la reconciliación de sus

manipulaciones interesadas, vengan de donde vengan, e invitar a que nos

detengamos a pensar con seriedad la relación –que tanto y tan bien han pensado

otros– entre el Mal extremo y su banalidad, entre el arrepentimiento y el perdón.