Carta de una desconocida - CEA San Francisco Stefan - Carta De Una... · mente, dos docenas de...

51
Stefan Zweig Carta de una DESCONOCIDA

Transcript of Carta de una desconocida - CEA San Francisco Stefan - Carta De Una... · mente, dos docenas de...

  • Stefan Zweig

    Carta de una

    DESCONOCIDA

  • CARTA DE UNA DESCONOCIDA

  • Stefan Zweig

    Carta de unadesconocida

    http://www.edicionesdelsur.com

  • Ilustración de la portada: Collage con afiches de filmesbasados en esta novela.

    Publicado por Ediciones del Sur. Córdoba. Argentina.Marzo de 2006.

    Distribución gratuita.

    Visítenos y disfrute de más libros gratuitos en:http://www.edicionesdelsur.com

    http://www.edicionesdelsur.com

  • Después de una excursión de tres días por la monta-ña, el famoso novelista R. volvió a Viena por la mañanatemprano, compró un diario en la estación, y al hojearlose dio cuenta de que era el día de su cumpleaños. Cua-renta y uno pensó, y el hecho no le dio ni frío ni calor.Volvió a hojear ligeramente el diario, y en un taxi se di-rigió a su casa. El criado le informó de las visitas quehabía tenido durante su ausencia, así como de las llama-das telefónicas, y le entregó la correspondencia sobreuna bandeja. Él la miró distraído, abrió algunos sobres,cuyos remitentes le interesaban, y dejó a un lado uno deletra desconocida, que le pareció muy voluminoso. En-tretanto le habían servido el té, y sentado cómodamen-te en una butaca, hojeó nuevamente el diario y curioseóentre los sobres; encendió un cigarro y tomó otra vez lacarta que había apartado. La formaban, aproximada-

  • 6

    mente, dos docenas de carillas llenas de una escrituramuy estrecha, de letra femenina, desconocida y trazadacon alguna agitación; más bien parecía un original deimprenta que una carta. Casi inconscientemente apretóel sobre entre sus dedos sospechando que dentro habíaquedado alguna carta adjunta. Pero estaba vacío y ca-recía, lo mismo que la extensa epístola, de la direccióndel remitente y de la firma. Es curioso pensó, y tomónuevamente la carta entre sus manos. Arriba a manerade título, aparecía escrito: A ti, que nunca me has co-nocido. Muy extrañado, se detuvo. ¿Tratábase de unacarta destinada efectivamente a él, o a una persona ima-ginaria? De pronto, saciando su curiosidad, comenzó aleer:

    Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tresnoches he estado luchando con la muerte, queriendosalvar esta pequeña y tierna vida, y durante cuarentahoras he permanecido sentada junto a su cama, mien-tras la gripe agitaba su pobre cuerpo, ardiente de fiebredía y noche. Al final he caído desplomada. Mis ojos nopodían ya más, y se me cerraban sin que yo me dieracuenta. He dormido durante tres o cuatro horas en ladura silla, y mientras dormía se lo ha llevado la muerte.Ahora está allí ese pobre, ese querido niño, en su estre-cha camita, tal como murió: únicamente le han cerradolos ojos, aquellos ojos suyos, oscuros e inteligentes; lehan cruzado las manos sobre la camisa blanca, y cuatrovelas arden a los costados de la cama. No me atrevo amirarle; no tengo valor para moverme, pues cuandotiemblan las llamas de las bujías, las sombras se desli-zan sobre su cara y sobre su boca cerrada, dando la im-

  • 7

    presión de que sus rasgos se mueven, con lo cual podríayo pensar un momento que no había muerto, que podíadespertar para decirme con su voz clara alguna palabrallena de cariño infantil. Pero sé que está muerto y noquiero mirarle para no volver a abrigar una vana espe-ranza y verme de nuevo desilusionada. Lo sé, lo sé; mihijo ha muerto ayer y ahora no me queda en todo elmundo nadie más que tú; tú, que no sabes nada de mí;tú, que entretanto te distraes con tus asuntos o con otroshombres. Sólo te tengo a ti, que nunca me conociste, aquien siempre he querido.

    He tomado una quinta bujía y la he colocado en lamesa, sobre la cual te escribo. Hago esto porque no pue-do estar sola con mi hijo muerto sin gritar lo que pesasobre mi alma, ¿y a quién podría yo hablar en esta horaterrible sino a ti, que has sido y aún lo eres todo paramí? Quizás no pueda explicarme claramente, quizás nome comprendas; tengo pesada la cabeza, siento un lati-do en las sienes y me duelen los miembros. Creo quetengo fiebre; tal vez es la gripe que anda ahora de puer-ta en puerta, y esto último sería lo mejor, pues así meiría con mi hijo sin necesidad de hacer nada contra mímisma. De vez en cuando, algo oscuro se me pone de-lante de los ojos, y acaso no pueda acabar esta carta;pero quiero reunir todas mis fuerzas para hablar conti-go esta sola vez, contigo, mi amor, que no me has cono-cido nunca.

    Sólo a ti quiero hablarte, decírtelo todo por primeravez; debes conocer toda mi vida, que ha sido siempretuya y de la que nada has sabido jamás. Pero este secre-to mío, deberás conocerlo sólo después de mi muerte,cuando ya no necesites contestarme, cuando esto que

  • 8

    sacude mis miembros, este escalofrío, signifique real-mente el fin. Si he de continuar viviendo haré pedazosesta carta y continuaré callando, como he callado siem-pre. Cuando la tengas en tus manos será una muerta laque te cuente su vida, su vida, que fue tuya desde suprimera hasta su última hora. No debes temer mis pa-labras; una muerta no quiere ya nada: ni amor, ni com-pasión, ni consuelo. Sólo deseo algo de ti, y es que creastodo lo que mi dolor, que en ti se refugia, te dice. Crée-me todo; sólo ése es mi ruego; no se miente a la hora dela muerte de un hijo único.

    Quiero contarte toda mi vida, esta vida mía que enrealidad comenzó en día en que te conocí. Antes no huboen ella sino algo turbio, y fue como un rincón cualquieralleno de cosas y hombres torpes, cubierto de polvo y te-larañas, de los cuales mi corazón no sabe nada. Cuandotú llegaste, yo tenía trece años y vivía en la misma casaque habitas tú ahora, en la misma casa en la que tienestú ahora esta carta entre tus manos, como el último alien-to de mi vida; vivía en el mismo pasillo, justamente en-frente de tu cuarto. Seguramente ya no te acuerdas denosotras, de la pobre viuda de un empleado (siempreiba vestida de luto) y de su delgada niña. Vivíamos tran-quilamente, casi sumergidas en nuestra pobreza de pe-queñas burguesas. Tal vez nunca hayas oído nuestrosnombres, pues no teníamos ninguna chapa en la puerta,y nadie nos visitaba ni preguntaba por nosotras. Es ver-dad también que ya hace mucho tiempo de esto: quince,dieciséis años; no, seguramente tú no lo recuerdas, que-rido mío; pero yo, yo me acuerdo apasionadamente decada detalle y tengo presente como si fuese hoy, el día,mejor dicho la hora, en que oí hablar de ti por primera

  • 9

    vez y en que por primera vez te vi; ¡y cómo no recor-darlo, si entonces empezó para mí la vida! Consiente,querido, en que te lo cuente todo, todo, desde el princi-pio, te lo suplico, y no te fastidies de oír mi relato, du-rante un cuarto de hora, pues yo no me he cansado dequererte durante toda mi vida.

    Antes que tú entrases en esa casa vivía en tu cuar-to gente mala y comprometedora. Por ser pobres, lo quemás odiaban, era la pobreza de los vecinos, la nuestra,ya que no queríamos tener nada en común con su bajabrutalidad. El esposo era un borracho y golpeaba a sumujer; a veces nos despertaban durante la noche ruidosde sillas derribadas y de platos rotos; una vez ella, co-rrió, ensangrentada y con el cabello revuelto, por la es-calera, y en su persecución, salió el hombre, hasta quelos vecinos se asomaron a las puertas y le amenazaroncon llamar a la policía. Desde el primer día mi madrequiso evitar toda relación con ellos, y me tenía prohibi-do hablar con sus niños, los cuales se vengaban de miorgullo siempre que se les presentaba alguna ocasión.Cuando me encontraban en la calle, me dirigían pala-bras obscenas, y una vez me pegaron con pedazos deuna nieve endurecida, de tal modo que la sangre corriópor mi frente. Por instinto, todos los demás vecinos dela casa odiaban a aquella familia, y cuando les sucedióalgo... creo que el marido fue encarcelado por robo ytuvieron que mudarse de casa, respiramos todos de sa-tisfacción. Durante algunos días estuvo colocado el avisoen la puerta que indicaba un cuarto desocupado, y luegolo quitó el portero, por quien se supo en seguida queestaba alquilado. Fue entonces cuando oí tu nombre porprimera vez. A los pocos días llegaron los pintores y

  • 10

    empapeladores para limpiar y decorar el cuarto sucio yse pasaban todo el día martillando; pero mi madre esta-ba muy contenta de que aquella gente sucia y escanda-losa se hubiera mudado. A ti, en persona, no te vi enton-ces, ni durante la mudanza, pues el traslado de mueblesfue vigilado por tu sirviente, pequeño y serio, de pelogris, que dirigía todo de una manera silenciosa. El hom-bre nos infundía respeto; en primer lugar, porque unsirviente era algo nuevo en nuestro barrio, y luego, porla cortesía con que trataba a todos, sin dar confianza niestablecer familiaridad con las sirvientas. Desde el pri-mer día saludó a mi madre con respeto, como si se tra-tase de una gran dama, e incluso con nosotros, los chi-cos, era siempre serio y cortés. Cuando pronunciaba tunombre lo hacía también muy respetuosamente, y alpunto se echaba de ver que su afecto hacia ti, era másque el corriente de un sirviente vulgar. Por eso queríayo al buen viejo Juan, a pesar de envidiarle el que pu-diera estar cerca de ti y servirte.

    Te cuento toda esta historia, querido mío, para dartea entender cómo desde el principio ejerciste una pode-rosa influencia sobre aquella tímida niña que era yo.Antes de que tú mismo te hicieras presente en mi vida,había ya un nimbo alrededor de ti, una aureola de ri-queza, de un ser especial y misterioso. Todos, en aque-lla casa del barrio bajo quienes llevan una vida estre-cha sienten curiosidad hacia un recién llegado, espe-rábamos con impaciencia tu aparición. Y esta curiosidadaumentó en mí cuando una tarde, al volver del colegio viun carro de mudanzas delante de la puerta. Me detuvepara poder admirarlo todo, pues tus cosas eran tan di-ferentes a las nuestras, que no las había visto nunca.

  • 11

    Había ídolos indios, esculturas italianas, grandes cuadrosde vivos colores, y al final venían los libros, tantos y tanbonitos como nunca había podido imaginarme. Los colo-caron en la puerta, y allí mismo el sirviente les fue qui-tando el polvo uno por uno. Me acerqué curiosa ydisimuladamente al montón que seguía creciendo; él nome despachó de allí, pero tampoco me animó, y en talsituación no me atreví a tocarlos, aunque me daban ga-nas de pasar los dedos por las encuadernaciones de blan-co cuero. Me limité a mirar tímidamente los títulos: eranlibros franceses e ingleses y de algunos no conocía el idio-ma. Me hubiera quedado mirándolos horas enteras, perome llamó mi madre.

    Toda la tarde me la pasé pensando en ti, aun sinconocerte todavía. Yo no tenía más que una decena delibros baratos, encuadernados en cartón, usados y ro-tos; los quería mucho y los leía muchas veces. Y enton-ces me preguntaba cómo sería el dueño de todos aque-llos libros soberbios, que los había leído todos, que com-prendía tantos idiomas y que era, al mismo tiempo querico, tan instruido. Recordando aquel montón de librossentía hacia su dueño una especie de respeto sobrena-tural. Trataba a solas de imaginarme tu figura: tú erasun viejo de gafas y larga barba blanca, parecido a nues-tro viejo profesor de geografía, sólo que más bondadoso,más hermoso y de más suave trato, pues no sé por quéya entonces se me había metido en la cabeza que debíasser buen mozo a pesar de tomarte por un viejo. Aquellanoche, sin conocerte, soñé contigo por primera vez.

    Al día siguiente comenzaste a habitar tu nuevo cuar-to; pero aunque yo andaba espiándote no te pude ver, locual aumentó mi curiosidad. Pero fin, al tercer día te vi,

  • 12

    y la sorpresa me emocionó, pues eras completamentedistinto a la idea que de ti me había hecho. Yo había so-ñado con un viejo de barbas, bondadoso, y te me apare-cías tal como hoy todavía eres tú el invariable, enquien el tiempo no cambia. Llevabas un encantador tra-je deportivo gris, y subías las escaleras deprisa, con losmodales de un chico, saltando de dos en dos los escalo-nes. Llevabas el sombrero en la mano, y esto me permi-tió ver tu cara llena de viveza, tu pelo rubio y tu rostrojoven; en realidad, quedé impresionada de admiraciónal comprobar hasta qué punto eras buen mozo, ágil yelegante. Y ¿no es eso extraño? desde aquel primerinstante percibí que había en ti dos hombres: uno joven,ligero, ardiente aficionado al juego y a la aventura, y otroserio hasta el extremo, devoto de su arte, infinitamenteinstruido. Sentí, sin darme cuenta, lo que todos sientenante ti: que tienes una doble vida, una de superficie cla-ra y visible para todo el mundo, y otra oculta que sólo túconoces. Y tal dualidad, tal secreto de tu vida, me atrajoyo tenía trece años de manera profunda.

    Comprenderás, querido, ¡qué milagro, qué enigmalleno de interés significabas para mí, todavía una niña!¡Ver a un hombre por el cual sentía respeto, que escri-bía libros, que era célebre en un mundo extraño al mío,y presentarse este hombre en la figura de un joven deveinticinco años, elegante y alegre! Debo decirte quedesde aquel momento nada de la casa ni de mi pequeñomundo infantil me interesó más que tú; que con la firmetenacidad de una chica de trece años sólo me ocupé detu existencia. Vigilaba tu persona y observaba todas tuscostumbres, examinaba a los hombres que te visitaban,y todo ello, lejos de disminuir mi curiosidad, no hacía

  • 13

    sino acrecentarla, ya que la dualidad de tu vida se hacíacada vez más evidente en lo diversos que eran tus visi-tantes. Llegaban jóvenes amigos tuyos en cuya compa-ñía te reías con satisfacción; llegaban estudiantes pobreso señores en automóvil, y una vez llegó el director de laOpera, el gran director de orquesta, a quien yo, conmucho respeto, había visto desde lejos ante su atril; otrasveces eran chicas jóvenes que todavía iban a la escuelade comercio, y entraban en tu casa furtivamente y lle-nas de timidez; de una o de otra clase, eran muchas lasmujeres que te visitaban. Yo no me figuraba nada departicular, ni siquiera cuando una mañana en que medirigía al colegio, vi salir de tu cuarto a una señora conun espeso velo pues sólo era una niña y tampoco medaba cuenta de que la misma apasionada curiosidad conque me dedicaba a seguirte era ya amor.

    Pero recuerdo, querido mío, el día y la hora en quequedé para siempre enamorada de ti. Acababa de darun paseo con una amiga del colegio y estábamos las doscharlando delante de la puerta. Llegó un auto y descen-diste tú para entrar en tu cuarto. Algo dentro de mí meimpulsó a abrir la puerta, y nos cruzamos el uno con elotro. Me lanzaste una suave, cálida y envolvente mira-da, llena de ternura, me sonreíste sí, no puedo decirlode otra manera afectuosamente, al mismo tiempo quedecías en voz baja y casi familiar: ¡Muchas gracias, se-ñorita! Eso fue todo, querido, pero desde el instante enque sentí la suavidad y ternura de tu mirada quedé lo-camente enamorada de ti. Sólo más tarde he compren-dido que esa mirada atrayente, y al mismo tiempo des-nuda; esa mirada de seductor nato que diriges a cual-quier mujer que se halle junto a ti, a la vendedora de

  • 14

    tienda o a la sirvienta que abre la puerta; esa mirada noes en ti consciente ni significa ninguna especial inclina-ción, sino que tu ternura hacia todas las mujeres hace tumirar siempre dulce y agradable. Pero yo, una niña detrece años, lo ignoraba: me hallaba sumergida en fuego.Pensaba que aquella ternura estaba dedicada a mí sola-mente, y en aquel instante, en mi derredor, en lo íntimode aquella criatura todavía a medio formar, se despertóla mujer, una mujer enamorada de ti para siempre.

    ¿Quién es? preguntó mi amiga.Al punto no puede contenerme. Me resultaba im-

    posible pronunciar tu nombre; desde aquel momentohabíase convertido para mí en algo sagrado, en un se-creto, y le contesté fríamente:

    ¡Uno de los tantos que viven aquí!¿Y por qué preguntó mi amiga en un son de

    burla y con toda malicia de una niña curiosa te haspuesto roja cuando te ha mirado?

    Yo sentí que sus burlas rozaban mi secreto y mepuse aún más sofocada. La turbación me impulsó a lagrosería:

    ¡Idiota! le dije furiosamente.Me dieron ganas de matarla. Pero ella se echó a reír

    más burlonamente todavía, yo sentí que lágrimas de iraimpotente se me agolpaban en los ojos. Me separé deella y subí las escaleras.

    Te quiero desde aquella hora. Sé que muchas mu-jeres te han dicho esto mismo y que estás acostumbra-do a manjares deliciosos. Pero cree que nadie te ha amadocon un amor tan de esclava, tan desinteresado, comoaquella niña que yo era y que siempre he seguido siendopara ti, pues nada en el mundo se parece al amor, inad-

  • 15

    vertido para todos, de una chiquilla oscura; amor sinesperanza, y tan servil, tan modesto, tan vigilante y apa-sionado como jamás puede llegar a ser el de una mujerya hecha que, aunque sin quererlo, está llena de deseosy exigencias. Únicamente los niños solitarios pueden iracumulando todos sus amores; los demás van gastandosus sentimientos en charlas mundanas; los van perdien-do en confidencias mutuas, pues han oído y leído muchoacerca del amor como un juguete, y de él se jactan comolos chicos de su primer cigarrillo. Pero yo no tenía a na-die a quien confiarme, nadie podía instruirme o guiar-me: era una inexperta sin cuidado, y por lo mismo ibaprecipitada hacia mi destino. Todo cuanto en mi interioriba brotando aspiraba sólo a ti, como hacia el ser másíntimo. Mi padre había muerto hacía muchos años, mimadre me parecía una extraña, siempre en sus eternosrecuerdos de viuda pensionista; odiaba el trato con lasamigas del colegio, que tomaban a broma lo que para míera una pasión. Por lo mismo, todos mis sentimientosconcentrados, no compartidos con nadie, eran para ti.Tú significabas para mí ¡cómo podré explicarme, sicualquier comparación resulta pobre! tú eras para mími única vida. Nada en mi existencia cobraba sentidosino refiriéndome a ti. Cambiaste toda mi existencia.Distraída y mediocre colegiala hasta entonces, pasé a serla primera; por la noche leía y leía libros, pues sabía quea ti te gustaban, y un día, con asombro de mi madre,comencé mis ejercicios de piano, pensando que quizá teagradara la música. Yo misma hacía mis vestidos parapresentarme con agradable aspecto, y un delantal decolegio (un antiguo vestido de mi madre), que tenía enel lado izquierdo un remiendo cuadrado, me resultaba

  • 16

    odioso. Temía que lo vieses, y lo ocultaba bajo la bolsade los libros, al subir la escalera. ¡Qué tontas precaucio-nes, pues casi nunca me veías!

    A pesar de todo, yo no hacía otra cosa que esperar-te y vigilarte. Había en nuestra puerta una ventana re-donda por la cual yo veía la tuya. Aquella ventana nosonrías, querido, que aun hoy mismo no siento vergüenzade aquellas horas era el ojo del mundo para mí; enaquella antesala fría, con miedo de que mi madre lo sos-pechase, permanecía sentada, con un libro en las ma-nos, tardes enteras, durante meses y años. Me hallabasiempre cerca de ti, esperándote o siguiéndote; pero túno podías darte cuenta, no podías prestarme más aten-ción que a la cuerda de tu reloj, que en la oscuridad de tubolsillo va contando pacientemente las horas; que teacompaña a todas partes con sus imperceptibles lati-dos, semejantes a los del corazón y al que sólo muy decuando en cuando lanzas una hojeada entre millones desegundos. Sabía cuanto a ti se refería; conocía todas tuscostumbres, cada una de tus corbatas, cada uno de tustrajes; distinguía a cada uno de tus muchos conocidos ylos iba clasificando en dos grupos: los que me eran sim-páticos y los que no me agradaban. Desde mis trece hastamis dieciséis años todas las horas de mi vida han sidopara ti. ¡Ah, que tonterías hacía! Besaba el pestillo quetu mano había tocado, levantaba la colilla de un cigarrotuyo como cosa sagrada, porque había estado en tus la-bios. Cien veces cada tarde corría con un pretexto cual-quiera a la calle, para ver en qué lugar de tu habitaciónhabía luz y sentir mejor tu presencia invisible. Durantelas semanas en que andabas viajando se me paraba elcorazón cada vez que veía al buen Juan con tu bolso de

  • 17

    viaje amarillo, durante aquellas semanas, mi vida notenía sentido y era como si estuviese muerta... me vol-vía loca, me aburría y enfermaba, esforzándome al mis-mo tiempo porque mi madre no notase mi desespera-ción ni mis ojos irritados, deshechos de llorar.

    Sé que todo esto son excesos; que son tonterías in-fantiles todo lo que te cuento. Debía darme vergüenza;pero no me da porque nunca mi amor por ti ha sido máspuro y más apasionado que en aquellos excesos de niña.Muchas horas y muchos días podría estar contándotede qué manera viví junto a ti en aquella época, sin quetú me vieses; pues cuando te encontraba en la escaleray no podía huir a tiempo, el miedo a tu ardiente miradame hacía bajar los ojos como quien se arroja al agua parano ser abrasado por una llama. Muchas horas y muchosdías podría pasar contándote la historia de aquellos años,repitiendo todo el calendario de tu vida; pero no quieroaburrirte ni atormentarte. Sólo te voy a contar el máshermoso momento de mi infancia, pidiéndote antes queno te rías de su pequeñez, pues para mí, tan niña, signi-ficó algo infinito. Me parece que era domingo. Tú esta-bas de viaje y tu sirviente iba arrastrando unas pesadasalfombras que acababa de limpiar, hacia la puerta de tucuarto. El pobre se fatigaba en su trabajo, y en un mo-mento de audacia me acerqué a él y le pregunté si mepermitía ayudarle. Me miró a sombrado, pero me lo acep-tó, y así pude ver imposible expresarte con qué res-peto y hasta con qué piadosa veneración el interior detu cuarto, tu mundo, el escritorio ante el cual solías sen-tarte y sobre el cual había una jarra de cristal azul conflores; tus armarios, tus libros, tus cuadros. No pasó deser una fugaz ojeada a tu vida, pues tu fiel Juan no me

  • 18

    hubiese permitido seguramente un examen minucioso;pero en aquel rápido mirar aspiré toda la atmósfera tuyaque deseaba para respirar y alimentar mis sueños du-rante día y noche.

    Ese instante fugaz fue el más feliz de mi niñez. De-seaba contártelo para que comprendas cómo se perdióuna vida que de ti dependía. También quiero relatartelo que pasó en otro momento, poco después del ante-rior. Por tu causa, como ya lo he dicho lo había olvi-dado todo, incluso a mi madre, ya nada ni nadie me in-teresaba fuera de tu persona. No prestaba la atención aun señor de cierta edad, un comerciante de Innsbruck,algo pariente de mi madre, que venía a casa frecuente-mente y en ocasiones se quedaba bastante tiempo. Me-jor dicho me alegraba que viniese; pues a veces llevabaal teatro a mi madre, y así me quedaba yo sola, librepara pensar en ti y observarte, lo cual constituía paramí la única felicidad. Un día me llamó mi madre con cier-tos modales enojosos; tenía que hablarme. Palidecí ycomencé a sentir los latidos de mi corazón; ¿Había sos-pechado o adivinado algo? Mi primer pensamiento fuis-te tú, el secreto que me unía al mundo. Pero mi madre,un poco turbada ella misma, me besó cosa que nuncahacía, me sentó en el sofá y empezó, con vacilacionesy con cierta vergüenza, a decirme, que su pariente, queera viudo, había pedido su mano. Ella había decidido ca-sarse sobre todo por mí. Toda la sangre se me subió a lacabeza, sólo pensaba en ti.

    Pero le pregunté, ¿nos quedaremos aquí?No; iremos a Innsbruck, ¡Fernando tiene allí un

    chalet muy bonito!

  • 19

    No oí más. Algo muy oscuro se me puso delante delos ojos. Más tarde supe que sufrí un desmayo, y que mimadre le había contado a mi padrastro quien aguar-daba detrás de la puerta que me había dado un ata-que, que empecé a retorcerme con los dedos muy sepa-rados, y que al fin caí desplomada sin conocimiento. Esimposible expresarte lo que pasó en los días siguientes;cómo me debatí contra una voluntad superior. Aún hoy,al recordarlo, me tiembla la mano. Como no podía reve-lar el secreto, mi resistencia parecía únicamente terque-dad, malévola obstinación. Ya nadie me dio cuentas denada; todo sucedió a espaldas mías. Aprovechaban lashoras en que yo estaba en el colegio para ir haciendo lamudanza, y cada vez que regresaba a casa, todos losmuebles de ésta o de la otra pieza habían sido traslada-dos o vendidos. Vi cómo nuestro cuarto, y con él mi vida,iba quedándose vacío, hasta que un día los encargadosdel traslado sacaron lo último que faltaba. En las habita-ciones vacías sólo había ya baúles y dos camas plega-bles, para pasar la última noche, pues al día siguientesería la partida.

    Ese último día sentí, sin tener que pensarlo, que yano podría vivir sino próxima a ti. Tú sólo eras mi salva-ción. No podré decir exactamente lo que pensaba enaquellas horas de desesperación; pero si que de prontomi madre había salido me levanté tal como estaba,con mi vestido de colegio y fui hacia tu puerta. No, no esque fui por mi voluntad; algo empujó mis piernas queparecían sin movimiento, con las rodillas temblorosashasta tu puerta como hasta un imán. Ya te había dichoque no sabía exactamente lo que quería: tal vez caer atus pies y pedirte que me tuvieras junto a ti, como cria-

  • 20

    da, como esclava. Temo que te rías de este inocente ca-riño de una chiquilla de quince años; pero no reirías,querido, si te dieses cuenta de cómo crucé el pasillo he-lado, con un miedo que me impedía andar, y sin embar-go, sintiéndome empujada por una fuerza inexplicable;cómo mi brazo tiraba casi de mi cuerpo inerte, cómo lolevanté temblando y fue una lucha en una eternidadde terribles segundos apreté el botón del timbre. To-davía hoy tengo en mis oídos su agudo sonido, y recuer-do también el silencio que siguió y durante el cual separó mi corazón y toda mi sangre, como aguardando tullegada. Pero no viniste; no acudió nadie. Probablemen-te tú habías salido y Juan estaba haciendo algunos reca-dos; entonces, a tientas, vibrando aún en mis oídos elsonido del timbre, me volví a nuestro cuarto vacío y medejé caer sobre un baúl, tan abatida de los cuatro pasosque había dado, como si hubiese andado por la nievedurante varias horas. Pero bajo aquella extensión ardíaaún la decisión de verte, de hablarte antes de que meseparasen de ti. Te juro que no había en mí ni un solopensamiento voluptuoso; era todavía inocente, precisa-mente porque sólo pensaba en ti; lo único que queríaera verte por única vez, asirme a ti. Toda la noche, todaaquella noche terrible te esperé, querido mío. Apenasse hubo acostado y dormido mi madre, caminé hasta laantesala para oírte regresar. Estuve aguardando toda lanoche, una noche helada de enero. Me sentía cansada,me dolían los miembros y no había una silla para sen-tarme; entonces me acosté en el suelo frío. Tenía puestoun vestido muy delgado y no había querido llevar allí niuna manta, temerosa de dormirme y dejar de oír tuspasos. Encogía los pies y brazos temblando; a cada ins-

  • 21

    tante tenía que levantarme, tal era el frío que hacía enaquella oscuridad terrible. Pero te esperaba como a midestino.

    Al fin serían las dos o las tres de la madrugada, oíque se abría la puerta, y momentos después, pasos en laescalera. Dejé de sentir frío; cierto calor me invadió elcuerpo, y silenciosamente abrí la puerta dispuesta asalirte al encuentro y caer a tus pies... No sé, tan niñacomo era, lo que hubiese hecho en aquel instante. Lospasos se aproximaban y la luz de una bujía temblaba.Agarraba el pestillo con mis manos, también tembloro-sas. ¿Eras tú el que venía? Sí tú eras, querido mío, perono venías solo. Oí una risa contenida y alegre, el frufrúde un vestido de seda, y a ti, que hablabas en voz baja.Volvías a casa con una mujer.

    No sé cómo he podido sobrevivir a aquella noche. Ala mañana siguiente, a las ocho, me arrastraron a Inns-bruck; ya no tenía fuerzas para resistir.

    Mi hijo murió anoche; ahora me quedaré sola nue-vamente. Mañana vendrán unos hombres vestidos denegro, extraños y toscos, trayendo un ataúd, y dentrode él colocarán a mi pobre, mi único hijo. Quizás lleguentambién algunos amigos para ponerle encima unas po-cas flores. Pero ¿qué significan las flores en un ataúd?Intentarán consolarme con palabras, palabras y pala-bras. Pero ¿de qué sirven las palabras? Sé que he dequedarme otra vez sola, y nada hay más terrible que lasoledad entre la gente. Bien lo he experimentado en losdos años que he pasado en Innsbruck, desde mis dieci-séis hasta mis dieciocho años, en que he vivido como unadesterrada en el seno de mi familia. Mi padrastro, hom-bre serio y de pocas palabras, era bueno para mí y en

  • 22

    cuanto a mi madre, accedía como si quisiera reparar unainjusticia, a todos mis deseos. Se me acercaban algunosjóvenes, pero los despreciaba a todos con terquedadapasionada. Lejos de ti no quería vivir feliz y contenta, yvoluntariamente me enterraba en un mundo oscuro, detormento y de soledad. Me negaba a estrenar vestidosde colores variados, así como ir al teatro, a conciertos ode excursión en alegre compañía. Apenas salía a la calle,y ¿puedes creerme, querido mío, que viviendo en unapequeña ciudad durante dos años, no llegué a conocerde ella más que unas diez calles? Deseaba estar triste, ylo estaba; me castigaba en privaciones que yo mismame imponía. No quería distraerme de mi pasión, y miúnico deseo era pensar en ti. Permanecía sola en casadurante horas y días, sin más quehacer que pensar, re-novando siempre mil pequeños recuerdos; cada uno denuestros encuentros, cada una de mis esperas, pasandorevista a todos ellos, como en un teatro. Y así, de repetira cada instante, mil y mil veces cada uno de ellos, se meha quedado en la memoria toda mi infancia y puedo sen-tir ardientemente todos los minutos de mi pasado comosi ayer mismo hubiesen ocurrido.

    Sólo en ti viví entonces. Compré todos tus libros; eldía en que tu nombre aparecía en algún periódico, erapara mí el día festivo. ¿Quieres creerme que sé de me-moria, línea a línea tus obras? Si alguien me despertaseuna noche y me señalase una línea cualquiera, hoy, des-pués de trece años, sabría continuar yo como en sueños:te digo que cada una de tus palabras ha sido para mí unevangelio y una oración. El mundo entero no existía sinoen cuanto se refería a ti: leía en los diarios de Viena lasreseñas de los conciertos y obras de teatro, pensando

  • 23

    únicamente cuáles te interesarían, y al llegar la noche,mis pensamientos te acompañaban; ahora me decíaentra en la sala; ahora se sienta. Lo imaginaba mil ve-ces, porque te había visto una sola vez en un concierto.

    Pero ¿a qué relatarte este frenético cariño trágico ydesesperado de una niña abandonada? ¿A qué contár-selo a quien nunca se lo imaginó? Pero, realmente, ¿erayo entonces una niña? Tenía diecisiete, dieciocho años,y los jóvenes comenzaban a mirarme al pasar por la ca-lle, lo cual me disgustaba, pues un sentimiento de amorhacia otro que no fueras tú me parecía tan inconcebible,tan absurdo, que la sola idea se me figuraba un crimen.Mi pasión por ti era la misma que años atrás, con la soladiferencia de que al pasar el tiempo se había hecho másardiente, más física, más femenina, y aquello que nopodía presentir la criatura que apretó el timbre de tupuerta, llegó a ser mi pensamiento fijo: entregarme vi-vamente a ti.

    Los que me rodeaban me juzgaban tímida puesguardaba mi secreto apretando los dientes, pero seiba desarrollando en mí, una voluntad de hierro. Todosmis pensamientos y propósitos se dirigían a lo mismo:volver a Viena, volver junto a ti. Y conseguí que mi vo-luntad prevaleciera sobre la de los demás. Mi padrastroera rico y me consideraba como a una hija suya. Pero yoinsistía tenazmente en ganarme la vida, y al fin obtuvepermiso para marcharme a Viena, empleada en una casade confección, cuyo dueño era un pariente nuestro.

    ¿Tendré que decirte hacia dónde dirigí mis prime-ros pasos al llegar a Viena? Dejé los baúles en la esta-ción, subí precipitadamente a un tranvía se me figu-raba que andaba muy despacio y me irritaba cada una

  • 24

    de sus paradas y corrí hasta ponerme delante de tucasa. Tus ventanas estaban iluminadas, y mi corazón sepuso a cantar. Sólo en ese momento vivía la ciudad yvivía yo, pues estaba cerca de ti, tú, mi sueño eterno. Nopodía imaginarme que, en realidad, tan lejos de ti esta-ba en aquel instante, como antes, cuando nos separabanríos y montañas, no obstante ser un cristal delgado loque se interponía entre tu persona y mi brillante mira-da. Me limitaba a mirar hacia arriba: allí estaba la luz,estaba la casa, estabas tú, estaba mi vida. Durante dosaños había soñado aquella hora que estaba viviendo.Permanecí allí toda la tarde, toda una larga tarde dulcey difuminada, hasta que la luz se apagó: entonces fui ami habitación.

    Así me pasaba todas las tardes delante de tu casa.Trabajaba en la tienda hasta la seis; el trabajo era duroy penoso, pero me gustaba porque la inquietud del ne-gocio me impedía sentir demasiado dolorosamente la mía.Y cuando al llegar la hora, se cerraban ruidosamente laspersianas, corría hacia mi amado puesto de observación.Mi único deseo era verte, encontrarte siquiera una vez,distinguir tu cara una sola vez desde lejos. Pasada unasemana, poco más o menos, te encontré precisamenteen un momento inesperado; cuando yo estaba mirandoa tu ventana, cruzaste tú la calle. Y de repente yo meconvertí en la niña de trece años, sentí que la sangre meafluía a las mejillas; involuntariamente bajé la vista, apesar de mi vivo deseo de contemplar tu rostro, de sen-tir tu mirada y pasé por tu lado apresurada. Luego mesentí avergonzada de aquella audacia infantil, pues medaba perfecta cuenta de mi propósito: quería encontrar-te, te buscaba, quería ser reconocida por ti después de

  • 25

    tantos años de ardiente anhelo; quería llamar tu aten-ción, quería ser tu amada.

    Pero durante mucho tiempo no te fijaste en mi per-sona, a pesar de acudir todas las tardes desafiando a vecesremolinos de nieve y el viento helado de Viena. Algunosdías esperé varias horas sin resultado; otros, salías acom-pañado por algún conocido; también te vi dos veces encompañía de una mujer, y entonces sentí algo nuevodentro de mí; un sentimiento, hasta entonces descono-cido, que se manifestaba en saltos bruscos del corazón;se me destrozaba el alma viéndote pasar tan seguro deti, del brazo de una mujer extraña. No es que me sor-prendiera, pues conocía desde mi infancia a tus eternasvisitantes; pero entonces sentía un dolor físico, nacía enmí algo nuevo mezclado de hostilidad y de deseo, pre-senciando tu intimidad con otra. Un día, llena de un or-gullo que todavía tengo, no fui a tu casa. ¡Pero qué ho-rrible fue aquella tarde! ¡Al día siguiente me encontrabaotra vez humildemente delante de tu puerta esperan-do, esperando, como lo he hecho siempre ante tu vida,oculta para mí!

    Al fin llegó una tarde en que te fijaste en mi presen-cia. Te había yo visto desde lejos y hacía esfuerzos devoluntad para no apartarme de tu camino. Quiso la for-tuna que un carro obstruyese parte de la calle, obligán-dote a pasar cerca de mí. Involuntaria y distraídamen-te, me miraste, notaste mi intención, y al punto aúnme asusta el recuerdo tu mirada fue esa que dedicas atodas las mujeres, esa mirada tierna y envolvente quedesnuda, la misma mirada fija y larga que me habíatransformado, de niña en mujer, en amante. Duranteuno, dos, tres segundos, tu mirada se cruzó con la mía,

  • 26

    que yo no podía apartar de tu persona, y desapareciste.Me palpitaba el corazón; inconscientemente debí retar-dar mi paso, y al volver la cabeza, presa de invenciblecuriosidad, te vi parado, siguiéndome con tu mirada. Ypor la manera de fijarte, con curiosidad e interés, com-prendí que no me reconocías.

    Ni me reconociste entonces, ni me has reconocidonunca. ¿Cómo podré, amor mío, describirte mi desilu-sión de aquel momento, de aquella primera vez en quesentí mi sino de no ser reconocida; este destino que acom-paña toda mi vida con el que muero al fin de serdesconocida, siempre desconocida para ti? ¿Cómo po-dré expresarte tal desilusión? Porque has de saber que,durante los dos años pasados en Innsbruck, donde pen-saba en ti a todas horas, siempre que me imaginaba elinstante de volver a verte, me lo pintaba de distintasmaneras: unas veces horrible y otras feliz, según mi es-tado de ánimo. Soñaba todas las posibilidades; en lospeores momentos me figuraba que tú no me aceptaríaspor demasiado insignificante, por demasiado fea, pordemasiado pretenciosa; como una visionaria apasiona-da me había representado todas las formas de tu frial-dad y de tu indiferencia; pero sólo una cosa no habíaentrado en mis cálculos, ni siquiera en las horas de ma-yor pesimismo: que ni te dieses cuenta de mi existencia.

    Sí, hoy lo comprendo tú en cambio, no has logra-do comprenderme; el rostro de una niña, de una mu-jer, tiene que ser forzosamente, para un hombre, algoextremadamente variable; a menudo no pasa de ser unespejo, bien sea de pasión, de ingenuidad o de cansan-cio, cuya expresión se borra pronto, como sucede contodas las imágenes de los espejos. A un hombre se le

  • 27

    puede ir de la memoria fácilmente la cara de una mujer,tanto más cuento que la edad hace cambiar las luces y lassombras, y cada nuevo vestido es un marco diferente.Las que se resignan son las verdaderamente iniciadas enel secreto de la vida. Pero yo, la mujer que yo era en aque-lla época, no alcanzaba a comprender tu falta de memo-ria, y a fuerza de ocuparme de ti había llegado a creer quetú también debías ocuparte de mí, pensar en mí y espe-rarme. ¡Cómo hubiese podido vivir con la verdad de queno significaba nada para ti; de que en tu memoria no ha-bía el menor recuerdo mío! Y aquel despertar ante tumirada que me indicaba tu olvido, que me decía que nin-gún hilo de recuerdo, siquiera fuera sutil como el de unatelaraña, ligaba tu vida a la mía, fue mi primera caída enla realidad, el primer paso de mi destino.

    Entonces no me reconociste; y cuando dos días mástarde tu mirada se posó sobre mí con cierta familiari-dad, tampoco viste en mí a la muchacha que te habíaamado y a la que tú habías despertado, sino a la bonitamuchacha de dieciocho años que hace un par de díashabías visto en el mismo lugar. Me miraste agradable-mente sorprendido, y una leve sonrisa anduvo jugandopor tus labios. Cruzaste y acortaste el paso; yo temblé,y en mi interior hubo gritos de júbilo; recé para que medirigieses la palabra. Sentí que por primera vez era parati una mujer viva; retardé por mi parte el paso, y ense-guida te sentí a mis espaldas. Sin volverme tuve la cer-tidumbre de que por primera vez iba a oír tu voz tanquerida. Esta esperanza me paralizó y empecé a temerque iba a detenerme sin remedio, cuando tú te pusiste yaa mi lado. Me dirigiste la palabra de un modo sincero yalegre, tal como si fuésemos amigos de años atrás. ¡Ah,

  • 28

    tú no sabías ni has sabido nunca nada de mi vida! Mehablaste de una manera tan admirablemente limpia dereservas, que yo no podía contestar fácilmente. Cruza-mos toda la calle y me preguntaste si me gustaría quecomiésemos juntos, cosa que yo acepté. ¿Cómo hubiesepodido negarte nada?

    Comimos en un pequeño restaurante. ¿Sabes dón-de? ¡Ah, no; tu memoria aquella tarde no se diferenciade otras muchas! Pues ¿qué significaba yo para ti? Unaentre ciento, una aventura más en una cadena de aven-turas. Y por otra parte, ¿qué recuerdo pude dejar en ti?Hablé poco, porque era demasiado feliz sintiéndome jun-to a ti, oyéndote hablar. No quería perder una sola pala-bra tuya, con ninguna pregunta, con cualquier palabratonta. Jamás olvidaré aquella hora deliciosa, en que mecolmabas de apasionado respeto, mostrándote tan deli-cado, tan desenvuelto, y con tal tino, lejos de toda vul-gar ternura, y tan lleno de segura, de amistosa familia-ridad, que hubieses ganado toda mi voluntad, de no ha-ber sido tuya de antemano. No puedes calcular lo felizque me hacías no echando por tierra los cinco años demi ilusionada espera infantil. Era tarde cuando salimos.A la puerta del restaurante me preguntaste si tenía pri-sa o disponía todavía de tiempo. ¿Cómo podía yo ocul-tarte que estaba a tu disposición? Te respondí que teníatiempo todavía, y entonces me preguntaste, tras una li-gera vacilación, si quería acompañarte hasta tu casa, paraconversar allí un poco. Con mucho gusto, dije delatan-do mis sentimientos, y pude notar que mi rápida acep-tación te sorprendía, no sé si penosa o agradablemente;de cualquier modo, te vi algo sorprendido. Hoy compren-do bien tu sorpresa; hoy sé que entre las mujeres es

  • 29

    costumbre, incluso cuando sienten un ardiente deseo,comenzar por negar, fingir temor o indignación; dejarseconvencer por medio de súplicas conmovedoras, dementiras, de juramentos y promesas. Hoy sé que acasoúnicamente las profesionales del amor, las prostitutas,aceptan sin dudar, alegremente tales invitaciones, yquizá también las niñas cándidas, las ingenuas adoles-centes. Pero en mí ¿cómo podrías dudar de ello? eraúnicamente la voluntad reconociéndose a sí misma, eldeseo ardiente y contenido durante miles de días, quese manifestaba en un solo instante. El caso es que túestabas sorprendido, y que yo empezaba a interesarte.Yendo a tu lado me di cuenta de que me mirabas concuriosidad. Tu intuición tan segura para todo lo huma-no, te decía que estabas ante algo excepcional, que al-gún secreto había en aquella linda jovencita. Despertétu curiosidad y me di cuenta de ello por tu manera depreguntar, por aquella forma envolvente, hecha paraadivinar mi secreto. Llegamos a tu cuarto. Perdona que-rido, si te digo que tú no puedes comprender lo que fueprimero aquel paseo y luego aquella escalera para mí:un vértigo, una confusión, una frenética felicidad, unadicha deliciosa que casi me mataba. Todavía hoy me esimposible recordarlo sin lágrimas, a pesar de que ya nome queda más que llorar.

    Pero yo me defendía y me ocultaba; prefería pare-cer una tonta a sacrificar mi secreto.

    Imagínate que todo cuanto veía se hallaba impreg-nado de mi pasión, y cada cosa se me aparecía como unsímbolo de mi infancia, de mi anhelo; la puerta donde tehabía aguardado miles de veces; la escalera en la queresonaban tus pasos y en la que te vi por primera vez; la

  • 30

    ventana a través de la cual toda mi alma te había estadoespiando; la estera de delante de tu puerta, sobre la cual,en una ocasión, me había arrodillado; el ruido de la llaveque me había despertado; toda mi infancia, toda mi pa-sión animada en aquellos pocos metros: allí estaba todami vida y toda ella caía sobre mí como una tempestaden aquel instante, en que todo lo soñado se realizaba,porque iba contigo, ¡Contigo a tu casa, a nuestra casa!Considera parece una simpleza, pero no puedo expli-carme de otro modo que para mí, la realidad, el mun-do me habían parecido cosas torpes y banales durantetoda la vida hasta llegar a tu puerta y que, traspasandoaquel umbral, comenzaba el país encantado de los ni-ños, el reino de Aladino; considera que miles de veceshabía mirado con ardientes miradas aquella puerta porla que entraba entonces vacilante. Tú puedes presentirpero nada más que presentir, pues nunca lo sabrásdel todo, querido las horas de mi vida que palpitaronen aquel brevísimo instante. Pasé contigo toda la noche.No te diste cuenta de que ningún hombre antes que túhabía contemplado y tocado mi cuerpo jamás. ¿Cómohubieras podido sospecharlo, amor mío, si yo no te opo-nía ninguna resistencia, si reprimía toda pudorosa inde-cisión, con el solo propósito de que no adivinases el se-creto de mi amor, que te hubiera asustado seguramen-te? Porque tú no concibes el amor sino como una cosaligera y juguetona, sin ninguna importancia; temes mez-clarte en el destino de una extraña; quieres gustar sinmedida todas las alegrías del mundo, pero rehuyes elsacrificio. ¡Amado mío, si ahora te declaro que era puray virgen cuando me entregué a ti, no tomes en mal sen-tido mis palabras! No te acuso de nada, puesto que no

  • 31

    me sedujiste, no me mentiste; fui yo misma la que meofrecí, la que me lancé a tu pecho, la que me arrojé a midestino. No te acusaré nunca, no; por el contrario, te loagradeceré siempre pues aquella noche fue para mí in-finitamente hermosa y resplandeciente de alegría y meencontraba como sumergida en felicidad. Al abrir los ojosen la oscuridad y sentirte a mi lado me pareció extraño,no ver arriba estrellas, pues sentía tan cerca el cielo. No,mi adorado, nunca, nunca me he arrepentido de aquellahora. Todavía recuerdo que, mientras tú dormías y sen-tía yo tu aliento y me veía tan cerca de ti en la oscuri-dad, lloraba de alegría.

    Me fui por la mañana temprano. Tenía que ir a latienda, y, además, quería salir antes de que entrara elsirviente. Una vez vestida ante ti, me abrazaste y tequedaste mirándome fijamente durante mucho tiempo;¿era, quizás, que pasaba por tu memoria algún borrosorecuerdo, o únicamente que yo te parecía bonita y feliz?Enseguida me besaste en la boca, yo me alejé y quiseirme. Entonces me peguntaste: ¿No quieres llevartealgunas flores? Dije que sí. Tomaste cuatro rosas blan-cas de la jarra de cristal azul, que estaba sobre tu escri-torio ¡ah, la conocía bien desde aquella única ojeadafurtiva que, siendo niña, pude lanzar a tu cuarto! Yme las diste. Las estuve besando durante varios días.

    Antes de separarnos habíamos convenido en reunir-nos otra tarde. Volví a tu casa y todo volvió a parecermedelicioso. Todavía me concediste una tercera noche, ydespués me dijiste que tenías que ausentarte ¡oh, cómoodiaba tales viajes desde mi infancia! y me prometisteavisarme a tu regreso. Te di una dirección en la lista deCorreos, pues no quería decirte mi verdadero nombre.

  • 32

    Guardaba mi secreto. De nuevo al despedirnos me distealgunas rosas.

    Día por día, durante dos meses, iba yo a pregun-tar...; pero no, ¿Para qué pintarte aquel tormento infer-nal, aquella espera desesperada? No creas que te acuso:te quiero tal como eres, ardiente, olvidadizo, generoso einfiel; te quiero sólo así, como eras y como eres todavía.Habías regresado hace mucho tiempo, pues me lo de-cían tus ventanas iluminadas, y no me escribías. No tengouna sola palabra escrita por ti, ni una sola palabra enesta mi última hora, ni una palabra de ti, a quien he de-dicado toda mi vida. No he hecho más que esperar, es-perar y no conseguir nada. Pero ni me has llamado, nime has escrito una sola palabra..., una sola palabra...

    Mi hijo ha muerto ayer...; era también tuyo. Era tuhijo también, querido mío; hijo de aquellas tres noches;te lo juro y nadie miente a la sombra de la muerte. Erahijo nuestro, pues ningún hombre me tocó desde aque-lla vez en que me entregué a ti, hasta el día en que salióde mi vientre. Consideraba mi cuerpo como sagrado porel contacto tuyo. ¿Cómo hubiera podido dividir mi per-sona entre tú, que lo eras todo para mí, y los demás quepasaban junto a mí, banalmente? Era hijo nuestro, ado-rado niño, fruto de mi amor consciente y de tu incons-ciente y disipada ternura; hijo nuestro, nuestro únicohijo. Tú te preguntarás tal vez asustado, sólo asom-brado por qué te he ocultado la existencia de ese niño,mientras en efecto existía, y por qué sólo hoy te hablode él, hoy, cuando está ya en la inmensidad, durmiendo,durmiendo para siempre; cuando se ha marchado parano volver más, ¡nunca más! Nunca me hubieras creído,nunca hubieras creído a la mujer extraña que se te ha-

  • 33

    bía entregado sin reparo, sin resistencia alguna durantetres noches; nunca hubieras creído a aquella anónimacapaz de tanta fidelidad hacia ti, que eras tan infiel, yjamás le hubieses reconocido, sin desconfianza, como hijotuyo.

    Ni aun en el caso de que mi afirmación te hubieseparecido sincera, jamás hubieras podido desechar la se-creta sospecha de que se tratara de un intento de su-plantar el hijo de un cualquiera por el de un hombre rico.Hubieses tenido la sospecha y una sombra, una ligeradesconfianza hubiérase interpuesto entre tú y yo. En cuyocaso, yo te conozco, te conozco mejor que tú mismosé que hubiera significado un peso en tu amor pues sóloquieres lo alegre y lo descuidado el pensamiento deser padre y de sentirte responsable de la suerte de otroser. Tú, que no has conocido más que la libertad, te hu-bieses sentido ligado a mí. Y me hubieras sí, contra tuvoluntad odiado por esa misma ligadura. Quizá du-rante algunas horas, quizá durante algunos minutos memaldecirías, y eso no podía aceptarlo mi orgullo; yo que-ría que tú pensases en mí durante toda la vida, sin unasola nube que ensombreciese el recuerdo. He preferidoecharlo todo sobre mí, antes que convertirme en unacarga para ti y ser la única, entre todas las mujeres quehas conocido, en la que puedas pensar con amor y grati-tud. Pero nunca has pensado en mí, me has olvidado.

    No te acuso, querido mío, no te acuso. Perdona si devez en cuando una palabra hiriente hacia tu corazón sedesliza en mi pluma, perdóname; mi hijo, nuestro hijo,está muerto bajo la luz vacilante de las cuatro velas; heamenazado con mis puños a Dios y le he llamado asesi-no, pues tengo mis sentidos locos y turbados. ¡Perdóna-

  • 34

    me la queja! Sé que en el fondo eres bondadoso y com-pasivo y que ayudas a cuantos reclaman tu auxilio, in-cluso al más desconocido, pero tu bondad es muy curio-sa; es una bondad que, en efecto, está abierta para to-dos y al alcance de lo que cada uno pueda tomar, puesella es infinita, pero al mismo tiempo es indolente. Quie-re que vayan hasta ella a tomarla. Tú ayudas cuando sete quiere, cuando se te pide; concedes tu auxilio por pu-dor, por debilidad, no por la alegría que da el hacerlo.Más amor sientes te lo digo francamente por el hom-bre feliz que por el atormentado.

    Y a los hombres como tú, incluso a los mejores en-tre ellos resulta difícil pedirles nada. Una vez siendo yoniña, vi a través del vidrio de mi puerta cómo le dabaslimosna a un mendigo. Se la diste apresuradamente,mucho antes de que el mendigo te hubiera pedido nada.Se la diste con cierta preocupación temerosa, como sihuyeras de ver sus ojos. No he podido olvidar aquellamanera inquieta y a la vez tímida de dar limosna, hu-yendo de la gratitud. Por eso nunca me he dirigido a ti.Tengo la seguridad de que me hubieras ayudado en aque-lla época, aun no teniendo la seguridad de que se trata-ba de tu hijo; me hubieras consolado, me hubieras dadodinero... mucho dinero, pero siempre con el inquieto afánde apartar de ti lo desagradable. Sí, creo que hubierasllegado a persuadirme de que me separase de mi hijo, yyo lo hubiese hecho, porque, ¿qué podría negarte? Peroeste hijo lo era todo para mí por ser tuyo; eras tú mis-mo, pero no tú el feliz, el despreocupado que podríaescapárseme a cada momento, sino el dedicado así locreía para siempre a mí, el ligado de por vida a mí. Enél podía sentir crecer tu vida en mis venas, podía ali-

  • 35

    mentarte, darte de beber, hacerte caricias, besarte cuan-do en mi alma ardiera tal deseo. Ya ves, querido; portodo eso me sentía tan dichosa al saber que iba a tenerun hijo tuyo, y por ello lo callaba; así ya no te me podríasescapar.

    Si he de decirte la verdad, no todo fue felicidad du-rante algunos meses, como antes lo había imaginado.Pasé también tormentos, y me llené de asco ante la ba-jeza de los hombres. No era fácil la vida para mí. Duran-te el último período de mi embarazo tuve que dejar de ira la tienda para no llamar la atención de mis parientesque podían avisar a mi familia. No quería pedir dinero ami madre, y viví, hasta dar a luz, vendiendo algunas al-hajas. Una semana antes del parto la lavandera me robódel armario las últimas y pocas coronas que me queda-ban, y me vi precisada a entrar en un hospital público.Allí, hasta donde se arrastran las más pobres, las repro-badas, las olvidadas, allí, en medio de la miseria, nació elniño, tu hijo. Aquello era para morirse; todo era extra-ño, extraño a todo; estábamos ahí, extrañas entre noso-tras; todas solitarias y llenas de odio las unas contra lasotras, sin que nos uniera más que la común miseria y eltormento, hacinadas en aquella sala de cloroformo y desangre, de gritos y de quejidos. Todas las humillacionesy vergüenzas físicas y morales que tiene que sufrir lapobreza, las sufrí yo, mezclada con mujeres de la vida yenfermas en comunidad de suerte. Sufrí a aquellos mé-dicos, jóvenes y desvergonzados, que levantaban son-riendo sarcásticamente las sábanas de las mujeres in-defensas para tentarlas bajo pretexto de una falsa cien-cia; sufrí la avaricia de las enfermeras. ¡Oh, allí el pudorhumano es crucificado por las miradas, y amenazado por

  • 36

    las palabras! Allí no éramos más que rótulos en que seleían nuestros nombres, pues lo que quedaba en la camase reducía a un trozo de carne contraído de convulsio-nes, manoseado por los curiosos, objeto de exhibición yde estudio. ¡Ah, las mujeres que en sus propias casasdan hijos a sus maridos, que aguardan con impacienteternura, no saben lo que significa dar a luz, sola, inde-fensa y como sobre una mesa de experimentos! Toda-vía hoy, cuando leo en algún libro la palabra infierno,no puedo menos de pensar inmediatamente, y bien a mipesar, en aquella sala llena de gemidos, de risas y degritos sangrientos en que sufrí como en un mataderodel pudor.

    Perdóname que hable de esto. Pero es sólo esta vez,nunca más. He callado durante once años, y dentro depoco estaré muda para toda una eternidad. Tenía quegritar una vez, gritar una vez lo caro que me ha costadoese hijo de mi dicha y que ahora está ahí sin aliento. Habíaolvidado hacía mucho tiempo aquellas horas de tortura,por la sonrisa, por la voz de mi hijo, por la felicidad; pero,ahora muerto él, revive el tormento y tengo que gritarlosiquiera esta única vez. Pero no te acuso a ti; no acusomás que a Dios, sólo a Dios, que ha permitido este supli-cio sin sentido. No te acuso a ti, te lo juro; jamás, ni enmomentos de ira, me he rebelado contra ti. Ni en aque-lla hora en que mi cuerpo se retorcía de dolores y ardíade vergüenza bajo la mirada de los estudiantes de la clí-nica, ni en aquel segundo en que el dolor desgarró mialma, te acusé ante Dios; nunca me he arrepentido denuestras noches de amor; siempre he bendecido la horaen que te cruzaste en mi camino; jamás he tenido unreproche para mi amor por ti, y te he amado siempre...

  • 37

    y si por ser tuya nuevamente tuviese que volver a pa-sar por este infierno, iría a ti otra vez, aun sabiendo deantemano lo que me esperaba; ¡iría a ti, mi adorado, otrasmil veces más!

    Mi hijo ha muerto ayer... tú no le has conocido. Nuncani en el casual y fugaz encuentro nuestro se ha posadotu mirada sobre este pequeño ser en que tu ser florecía.Durante mucho tiempo, mientras tenía un hijo tuyo, meescondí de ti; mi anhelo era menos doloroso, y llegó aparecerme que te amaba con menos pasión; al menosno me hacía sufrir tanto desde el instante en que tuve atu hijo. No quería dividirme entre tú y él, y por eso meconsagré, no a ti, al hombre feliz y que vivía lejos de mí,sino a la criatura a la que debía alimentar; a la que debíabesar y abrazar. Me parecía como si me encontrara asalvo de las pasadas inquietudes de mi destino, salvadapor este segundo tú, que era, en realidad, el mío; rarasveces mis sentimientos me empujaban humildementejunto a tu casa. Sólo hacía una cosa: siempre al llegar tucumpleaños te enviaba un ramo de rosas blancas exac-tamente iguales a las que me diste después de nuestraprimera noche de amor. En estos diez u once años trans-curridos. ¿Te has preguntado alguna vez quién te lasenviaba? ¿Has recordado alguna vez a aquella a quiendiste unas rosas iguales? No lo sé ni lo sabré jamás. En-viártelas desde un oscuro anonimato, hacer revivir aque-lla hora una vez cada año, era para mí suficiente.

    No has llegado a conocer a nuestro pobre hijo; hoyme acuso de habértelo ocultado, pues lo hubieses queri-do. No le has llegado a conocer, y no le has podido versonreír, cuando abriendo sus párpados, dejando ver susojos negros e inteligentes tus ojos, lanzaba una luz

  • 38

    alegre sobre mí y sobre el mundo entero. ¡Ah, era tanalegre, tan encantador! Toda la gracia ligera de tu ca-rácter renovábase en él de manera infantil y en él sehallaba también toda tu vida y tu ágil fantasía; durantehoras enteras podía estar jugando, como un enamora-do, con un objeto cualquiera, como tú has jugado siem-pre con la vida, y luego se le podía ver sentado ante suslibros en una actitud seria, con las cejas fruncidas; cadadía se parecía más a ti; incluso comenzaba a desarro-llarse en él esa dualidad de carácter propicia a la laborseria y al juego, que tú tienes, y cuando más se te pare-cía, más lo quería. Aprendía con rapidez y charlaba enfrancés como una cotorrita; sus cuadernos eran los máslimpios de la clase. ¡Estaba tan encantador y tan elegan-te con su traje de terciopelo negro, o con el otro, blanco,de marinero! Por todas partes donde íbamos resultabasiempre el más distinguido. En Grado, cuando paseába-mos por la playa, todas las señoras se paraban y acari-ciaban sus largos cabellos rubios, y en el Sennering, cuan-do iba en trineo, todo el mundo se paraba para admirar-le. ¡Era tan bonito, tan suave, tan cortés! Cuando el añoúltimo entró como interno en el Theresianum, llevabasu uniforme y su espada como un soladito del siglo XVIII;ahora el pobre no tiene más que su camisa, y está allícon los labios pálidos y las manos cruzadas.

    Pero tal vez te preguntes cómo he podido criar a mihijo con tanto lujo, cómo he podido darle esa vida alegrede los niños ricos. Querido mío, te hablo desde la oscuri-dad y no me avergüenzo de decírtelo; pero no te asus-tes: querido mío, me he vendido. No he llegado a ser esoque se llama una chica del arroyo, una mundana, perome he vendido. Tenía amigos ricos y galantes. Primera-

  • 39

    mente los busqué yo, y después me buscaron ellos, por-que yo era ¿no lo habías notado? una mujer muybonita. Cada uno de aquellos a quienes me entregabame tomaba cariño; todos se enamoraban, todos se mos-traban adictos y me querían todos, excepto tú, amor mío.

    ¿Me desprecias desde que te he dicho que me hevendido? No; sé que no me desprecias, sé que eres com-prensivo, y entenderás también que lo he hecho sola-mente por ti, por tu otro yo, por tu hijo. Desde que estu-ve en el hospital probé el tormento que significa la mi-seria, me di cuenta que en este mundo, el pobre siem-pre será el maltratado, el humillado, la eterna víctima, yno quise, me costara lo que me costara, que tu hijo, ra-diante de belleza, creciese en los bajos fondos de los pa-tios humildes: sus tiernos labios no debían emplear ellenguaje del arroyo, ni su cuerpo tan blanco, ponerse esatriste ropa enmohecida de los pobres. Tu hijo debía te-nerlo todo: riqueza, facilidades, para elevarse hasta ti,hasta tu esfera de vida.

    Por eso, y sólo por eso, querido mío, me vendí. Noera ello ningún sacrificio para mí, pues lo que se llamahonor y vergüenza me parecían cosas sin importancia.No me querías tú, tú a quien debía pertenecer mi cuer-po, y, por lo tanto, me era indiferente lo que se hicierade él. Las caricias de los hombres y hasta sus más pro-fundas pasiones no alcanzaban a rozar mi corazón aun-que llegase a estimar a algunos y su amor no correspon-dido me conmoviese pensando en mi propio caso. Todoseran buenos para mí. Todos me mimaban y todos merespetaban, especialmente un viudo, un marqués quese pasó las horas a las puertas del Theresianum paraconseguir la admisión de mi hijo sin padre, de tu hijo;

  • 40

    como a una hija me quería, por su parte. Tres o cuatroveces me ofreció su mano; hoy podría yo ser marquesa,dueña de un castillo encantador en el Tirol; podría vivirsin inquietudes; mi hijo hubiera tenido un padre cariño-so, capaz de adorarle, y yo un marido bondadoso y dis-tinguido; pero no acepté sus proposiciones, no obstantehabérmelas reiterado muchas veces y a pesar de quenegarle lo que me pedía me dolía a mí misma. Quizásfue una locura, pues de otro modo hubiera vivido tran-quilamente y mi hijo junto a mí; pero ¿por qué no con-fesarlo? no quería ligarme a nadie: quería conservar-me libre para ti, en todo momento. Vivía aún dentro demí, el sueño de mi infancia; acaso alguna vez me llama-ses, aunque sólo fuese por una hora. Y por esa posiblehora rehusé todo, con objeto de encontrarme en la li-bertad de acudir a tu primera llamada. ¡Toda mi vida noha sido otra cosa que una espera de tu voluntad!

    Y esa hora soñada llegó en realidad. ¡Pero tú no losabes ni puedes sospecharlo, querido mío! Tampoco en-tonces me conociste; nunca, nunca me has conocido. Yaantes te había encontrado a menudo en teatros, en con-ciertos, en el Prater, en la calle, cada vez que te veía mepalpitaba fuertemente el corazón; pero tú pasabas sinadvertirme. Es cierto que en lo exterior resultaba muyotra; la niña tímida de los primeros tiempos, habíaseconvertido en una mujer bonita, como decían mis ami-gos, cubierta de magníficas toilettes y rodeada de admi-radores. ¿Cómo podrías reconocer en mí a aquella tími-da muchacha que habías contemplado a la luz crepuscu-lar de tu pieza? A veces, alguno de mis acompañantes tesaludaba, y tú, al contestarle, me mirabas; pero tu mi-rada era la de un extraño: una mirada cortés y admira-

  • 41

    tiva, pero sin reconocerme jamás. En cierta ocasión, meacuerdo muy bien, ese olvido de mi persona fue para míun ardiente suplicio. Estaba yo en un palco de la Operacon algunos amigos, y tú te encontrabas en el palco ve-cino. Se apagaron las luces y ya no pude ver más tu cara,pero sentía tu aliento como en aquella otra noche, y so-bre el terciopelo de la barandilla descansaba tu mano;tu mano fina y elegante. Se apoderó de mí el vivo deseode inclinarme sobre ella y besarla humildemente. Lamisma música no hacía sino excitarme, mi anhelo eracada vez más intenso, y tuve que hacer terribles esfuer-zos para contenerme; tan poderosamente atraía a mislabios aquella mano adorada. Terminando el primer actole pedí a mi amigo que saliéramos. No podía soportarmás tenerte junto a mí en la oscuridad, tan cerca y tanlejano.

    Pero llegó la hora, llegó una vez, la última vez en mipobre vida. Hace un año, justamente en el día de tu cum-pleaños. Es curioso: había estado pensando en ti todo eldía, pues festejaba el aniversario de tu nacimiento comouna gran fiesta. Por la mañana temprano había salido acomprar las rosas blancas que todos los años te enviabaen memoria de aquella hora olvidada por ti. Por la tardesalí con mi hijo, fui al teatro, pues quería que no dejaseél de festejar el día, aunque no conociera su motivo. Eldía siguiente lo pasé con un joven y rico fabricante deBruenn, con quien vivía desde hacía dos años, hombreque me adoraba y deseaba casarse conmigo, como losotros, y cuyas proposiciones rechazaba yo, en aparien-cia sin razón, como las de los otros; nos colmaba de mi-mos a mí y a mi hijo, sin regatear nada, y era digno deser amado por su bondad, un poco torpe y servil. Fui-

  • 42

    mos a un concierto donde encontramos gente muy ale-gre, cenamos en un restaurante de la Ringstrasse, y enmedio de las risas y de la charla general le propuse ir aun dancing, el Tabarín.

    Esos salones de baile con su alegría artificial y alco-hólica no me gustaban nada, y siempre que se me propo-nía acudir a uno de ellos me negaba; pero esta vez eracomo un poder mágico el que me impulsaba a propo-nerlo yo sentía un inexplicable deseo, como si algo ex-traordinario me aguardase allí. Acostumbrados a com-placerme, todos los amigos se levantaron enseguida; fui-mos al dancing, donde comenzamos a beber champañay de repente se apoderó de mí una furiosa, casi dolorosaalegría, como no había sentido nunca. Bebía y bebía,acompañando las canciones frívolas de los demás, y sen-tía un ardiente deseo de bailar o de dar gritos de júbilo.Pero de pronto fue como si algo frío o caliente se posa-se sobre mi corazón tuve un sobresalto, como si reci-biese un golpe: en la mesa vecina estabas tú sentadocon algunos amigos y me dirigías una mirada admirativay deseosa, esa mirada que siempre me ha estremecidohasta el fondo de mi alma. Por primera vez, desde hacíadiez años me mirabas de nuevo con esa fuerza incons-ciente, apasionada de tu ser. Temblé; casi se me cayó elvaso de la mano. Por fortuna, mis compañeros no nota-ron mi turbación, que se perdió entre la risa general y lamúsica. Tu mirada se hizo más ardiente y me sumergióen fuego. Yo no sabía si al fin me habías reconocido o sime deseabas simplemente como a una mujer descono-cida para ti, como a cualquier otra, como a una comple-tamente extraña. Se me agolpó la sangre en la cabeza yempecé a contestar distraídamente a mis amigos. Indu-

  • 43

    dablemente tú te habías dado cuenta de la turbación queme producía tu mirada. Sin que los otros lo notasen, mehiciste una seña para que te siguiera hacia el vestíbulo.Enseguida pagaste muy gentilmente y te despediste detus camaradas, no sin indicarme nuevamente que meesperabas fuera. Yo temblaba como si tuviese fiebre, yya no podía contestar a las derechas ni dominar la exci-tación de mi sangre. Quiso la fortuna que una pareja denegros comenzara a bailar taconeando ruidosamente ylanzando gritos agudos. Todos se volvieron a mirarles, yyo aproveché aquel instante. Me levanté, dije a mi ami-go que volvería al poco rato y te seguí.

    Estabas esperándome, en la antesala. Cuando lleguése aclaró tu mirada y viniste a mi encuentro con una son-risa. Noté enseguida que no me reconocías, que no reco-nocías ni a la niña, ni a la mujer; me deseabas otra vezcomo a alguien nuevo para ti, como una desconocida.

    ¿También para mí puede usted disponer de unahora? me preguntaste con familiaridad. Pero el tonoseguro en que me hablabas, comprendí que me toma-bas por una de tantas mujeres vulgares.

    Sí respondí.Era el mismo sí de temblorosa complacencia con

    que te había respondido en la calle, hacía diez años, a laluz del crepúsculo, la muchacha que había sido yo.

    ¿Y cuándo podríamos vernos? me preguntaste.Cuando te parezca contesté sin ninguna clase

    de rubor ante ti.Me miraste un poco extrañado, con el mismo des-

    confiado asombro y la misma curiosidad que en la oca-sión pasada, cuando te sorprendió mi precipitación deaceptar tu pedido.

  • 44

    ¿Podría ser ahora? me preguntaste con un tonode duda.

    ¡Sí contesté, vamos!Quise ir al guardarropa para buscar mi abrigo. Me

    acordé que mi amigo se había quedado con el númerocorrespondiente a los abrigos de todo el grupo. No meera posible pedírselo sin darle explicaciones detalladas,y por otra parte, no quería desaprovechar aquella horaque desde hacía años esperaba con tanto ardor. No dudéni un segundo: me puse el echarpe y salí aquella nochehúmeda y brumosa, sin preocuparme del abrigo, sin pre-ocuparme de aquel hombre bueno y cariñoso con quienvivía desde hacía años y a quien iba a poner en ridículodelante de sus amigos, abandonándole a la primera lla-mada de un desconocido. ¡Oh! razonaba perfectamentede la bajeza, de la ingratitud, de la infamia que cometíacon aquel amigo sincero; sentía que mi atracción era co-barde y que con mi locura desgarraba mi vida; pero, ¿quésignificaba para mí la amistad, qué significaba la exis-tencia al lado de la impaciencia de sentir nuevamentetus labios y de oír de nuevo la suavidad de tu palabra?Así te he amado; ahora puedo decírtelo, ahora que todoha pasado ya y que todo se acaba. Y creo que si recibie-ra una llamada tuya en mi lecho de muerte, aún tendríafuerzas para levantarme y para correr a tu lado.

    Había un coche a la puerta y en él fuimos a tu casa.Oí otra vez tu voz, sentí otra vez la ternura de tu proxi-midad y tuve el mismo aturdimiento e infantil confusiónque en la ocasión pasada. Por primera vez, desde hacíadiez años, volví a subir aquella escalera... No, no puedoexpresarte cómo sentí todo dos veces en aquellos ins-tantes; los tiempos pasados y los presentes, y sobre todo

  • 45

    a ti, y siempre a ti. Poco había cambiado en tu habita-ción: algunos nuevos cuadros, más libros, algunos mue-bles nuevos; pero todo me saludó familiarmente. En elescritorio estaba la jarra de las rosas, con mis rosas, lasque yo te había enviado la víspera, día de tu cumplea-ños, como recuerdo de una a quien tú no recordabas, aquien no conocías ni siquiera en aquel momento en quetan cerca nos hallábamos, las manos en las manos, loslabios sobre los labios. Pero me alegré de que cuidasesmis flores: así, por lo menos, había cerca de ti un alientode mi ser, un hálito de mi amor.

    Me tomaste en tus brazos. De nuevo pasé contigotoda una noche encantadora; pero tampoco en la des-nudez de mi cuerpo me conociste. Me abandoné dichosaa tus caricias y pude comprobar que tu amorosa fogosi-dad no establecía ninguna diferencia entre una verda-dera amada y una mujer cualquiera; comprobé que tebrindabas con pródiga abundancia de tu ser. ¡Fuiste tancariñoso, tan tierno para mí, a quien habías encontradoen un lugar de recreo nocturno; tan distinguido y al mis-mo tiempo tan sencillo! Otra vez, ciega de felicidad, sen-tí la dualidad de tu persona, tu pasión intelectual y sexualque desde niña me había intrigado. Jamás he conocidoen ningún hombre tanta ternura, una tan grande explo-sión de su intimidad, apagada, sin embargo, después deun olvido infinito y casi inhumano. Pero también yo meolvidé. ¿Quién era yo en la oscuridad a tu lado? ¿Era laniña ardiente de otra época, era la madre de tu hijo, oera una extraña? ¡Ah, todo me resultaba tan familiar,tan ya vivido y al mismo tiempo tan nuevo en aquellaapasionada noche! Recé porque nunca terminase.

  • 46

    Pero llegó la mañana; nos levantamos tarde y meconvidaste a desayunar contigo. Tomamos el té que unamano invisible había servido en la antesala y conversa-mos. Y de nuevo hablaste con aquella franqueza tuya,evitando siempre toda indiscreción, sin curiosidad porconocer nada de mi vida. No preguntaste cuál era minombre ni dónde vivía: de nuevo era yo para ti una aven-turera, un ser anónimo, una hora apasionada que se pier-de en el humos del olvido sin dejar el menor rastro trasde sí. Me dijiste que te proponías ir al norte de Áfricapara pasar allí algunos meses; me eché a temblar enmedio de mi felicidad, pues de nuevo volví a sentir enmis oídos: todo pasado, y olvidada. Me dieron ganas dearrojarme a tus pies gritando: ¡Llévame contigo, paraque al fin me conozcas, después de tantos años! Pero fuitan tímida, tan cobarde, tan esclava, tan débil delantede ti, que me limité a decir:

    ¡Qué lástima!Me miraste sonriendo y dijiste:¿De verdad te da pena?Entonces se apoderó de mí una especie de furia

    amorosa. Me levanté y me quedé mirándote fija yprolongadamente. Enseguida te dije:

    También el hombre que yo adoro anda siemprede viaje.

    Miré fijamente tus pupilas. Todo mi ser temblaba.Ahora me decía, ahora me reconocerá. Pero vol-viste a sonreír y me dijiste en tono de consuelo:

    Se vuelve siempre.Sí contesté, se vuelve; pero cuando ya se ha

    olvidado.

  • 47

    Seguramente hubo algo extraño, algo apasionado enel tono con que lo dije, pues al oírme te levantaste y tepusiste a contemplarme asombrado y enternecido. Mepusiste las manos sobre los hombros y contestaste:

    Lo que es bueno no se olvida nunca; yo nunca meolvidaré de ti.

    Al decirlo sumergía tu mirada en mis ojos, como siquisieras fijar dentro de ti para siempre mi imagen. Y alsentir cómo me penetraba aquella mirada que buscabadentro de mí, que absorbía todo mi ser, creí que se ha-bía desgarrado el velo que te impedía ver. ¡Ahora mereconocerá, me reconocerá!; toda mi alma temblaba enese pensamiento.

    Pero no me conociste. No, no me reconociste; nun-ca te había sido más extraña que en aquel momento,pues de otro modo..., de otro modo no hubieses hecho loque hiciste minutos después. Me habías besado, besadoapasionadamente. Tuve que arreglarme el peinado, ymientras estaba delante del espejo vi al verlo creí queme iba a desplomar de vergüenza y horror, vi cómode una manera discreta metías algunos billetes en mimanguito. No sé cómo pude reprimir un grito y conte-ner el deseo de pegarte en aquel instante. ¡A mí, que teamaba desde la infancia; a mí, a la madre de tu hijo; a míme querías pagar aquella noche! Yo no era a tus ojosmás que una mujer del Tabarín. ¡Me habías pagado! ¡Noera bastante ser olvidada de ti y encima me humillabas!Tomé mi sombrero, que estaba sobre el escritorio, allado de la jarra en que se hallaban las rosas blancas, misrosas. Y entonces sentí el deseo irresistible de probarnuevamente a despertar tus recuerdos.

  • 48

    ¿No te molestaría darme una de esas rosas blan-cas?

    Con mucho gusto dijiste tomando algunas.Pero quizá sean regalo de una mujer que te quie-

    re dije.Tal vez me contestaste; no lo sé. Me las han

    enviado y no sé quién; por eso las quiero tanto.Me quedé mirándote.¿No será de alguna que tú has olvidado?Me miraste sorprendido. Y yo te miré silenciosa-

    mente. ¡Que me reconozca, que me reconozca!, gritabami mirada. Pero en tus ojos no había sino una especie deamable e inconsciente sonrisa. Me besaste otra vez. Nome reconociste.

    Gané precipitadamente la puerta, pues sentía quelas lágrimas se me agolpaban en los ojos y no quería quelas vieras tú. En la antesala tropecé con tu sirviente,debido a mi apuro. Se apartó él rápidamente, abrió lapuerta dejándome el paso libre, y entonces, en aquelúnico segundo, ¿entiendes?, en aquel único segundo, almirar con mis ojos arrasados de lágrimas a aquel viejo,él me reconoció, ese hombre que no me había visto nun-ca desde mi infancia. Me dieron ganas de arrojarme asus pies y besarle las manos. Saqué del manguito los bi-lletes que tú me habías metido y se los di. Se asustó ytembló; sólo en aquel instante, quizá, el viejo me com-prendió mejor que tú en una vida entera. Todos, todoslos hombres me han querido; todos han sido buenos paramí, menos tú, tú, que me has olvidado; sólo tú, ¡que nuncame has conocido!

    Mi hijo, nuestro hijo, ha muerto; ahora no puedoquerer a nadie en el mundo más que a ti. ¿Pero quién

  • 49

    eres tú para mí, tú que nunca me has conocido, que haspasado cerca de mí como se pasa a la orilla de un arroyo,o sobre una piedra a la cual se pisa; que siempre te vaslejos y me abandonas en una espera eterna? Una vezpensé poder retenerte a ti, el siempre fugitivo, en tu hijo;pero era muy hijo tuyo: durante la noche me ha aban-donado cruelmente para emprender un viaje; me ha ol-vidado y jamás volverá. Otra vez estoy sola, más solaque nunca, ya no tengo nada, nada de ti, sé que si al-guien pronunciase mi nombre en tu presencia no te lla-maría la atención. ¿Por qué no debo morir alegrementesi estoy muerta ya? ¿Por qué no he de abandonarlo todosi tú me has dejado? No, querido, no me quejo, no quie-ro lanzar mi tormento sobre la alegría de tu casa. Notemas que te moleste más; perdóname, pero siquierauna vez, en esta hora en que mi hijo está muerto y aban-donado, tenía que gritar mi dolor. Era preciso que estavez hablase contigo; pero en lo sucesivo vuelvo a sermuda, vuelvo a la oscuridad, como siempre, para ti. Peroeste grito no llegarás a oírlo mientras esté viva todavía;sólo después de mi muerte recibirás este legado mío, elde una mujer que te ha amado más que a nadie y a laque nunca has conocido, el de una que siempre te haesperado y a la que no has amado nunca. Tal vez mellames al oír mi grito, y yo te seré infiel por primera vez;no te oiré desde mi tumba; no te dejo ningún retrato,ningún recuerdo, como tampoco tú me lo has dejado;nunca me reconocerás, nunca. Ha sido mi destino en lavida y lo será en la muerte. No te quiero llamar en miúltima hora; me marcho sin que sepas mi nombre noconozcas mi rostro. Me muero en paz, pues tú te hallas

  • 50

    lejos y mi muerte no te hace sufrir. Si te doliese, no po-dría morir.

    No puedo continuar ya escribiendo...; tengo la ca-beza tan pesada...; me duele el cuerpo, y tengo fiebre...;creo que tendré que acostarme enseguida. Quizá todoocurra muy pronto, quizá la muerte se muestre benignay no me permita ver cómo se llevan al niño... ya no pue-do escribir más. Adiós, querido, te estoy agradecida... Apesar de todo, todo ha ocurrido bien... Te estoy agrade-cida hasta mi último aliento. Me siento mejor: te lo hedicho ya todo, lo sabes todo ya ya no solo es un pensa-miento en ti, sabes cómo te he amado y este amor note deja ningún sufrimiento. No notarás mi falta; eso meconsuela; nada cambiará en tu vida brillante y gozosa...;no te molesto con mi muerte..., eso me consuela, queri-do mío. ¿Pero quién?... ¿Quién te mandará las rosas blan-cas en tu cumpleaños? ¡Ah, la jarra estará vacía, el te-nue aliento de mi vida que allí estaba durante años, sehabrá apagado. Óyeme, querido, te lo suplico... es miprimer y último ruego...; hazme el favor de colocar ro-sas blancas en la jarra el día de tu cumpleaños. Hazlo,querido, como otros mandan a decir una misa por susdifuntos. Yo ya no creo en Dios y no quiero una misa;creo únicamente en ti, sólo te amo a ti, y sólo quiero con-tinuar viviendo en ti... ¡Ah, sólo un día cada año y muysilenciosamente, como he vivido a tu lado!... Te ruegoque lo hagas, querido...; es mi primero y último ruego...,te lo agradezco..., te quiero..., te adoro..., ¡adiós!

    Terminó la carta con manos temblorosas. Despuésreflexionó largamente. En su conciencia se clavó el re-cuerdo confuso de una niña de la vecindad, de una mu-

  • 51

    chacha, de una mujer en un establecimiento nocturno;pero el recuerdo era indeciso y vago como una piedraque brilla y tiembla en el fondo del agua sin que puedaconcretarse su forma. Sombras que van y vienen, peroque no dibujan ninguna imagen. Sentía reflejos de anti-guos sentimientos, pero no recordaba. Era como si hu-biese soñado algunas figuras, soñado muchas veces yprofundamente; pero sólo en realidad. Su mirada cayósobre la jarra azul puesta sobre el escritorio. Estaba va-cía, vacía por primera vez en su cumpleaños. Se asustó.Fue como si alguien invisible hubiese abierto de repentela puerta y una fría corriente de otro mundo atravesarala habitación. Sintió cerca una muerte y un amor inmor-tal: algo se extendió por su alma, y se quedó pensandoen la amante invisible, inmaterial y apasionada, comoen una música lejana.

    portadavirtual.pdfPágina1