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Capítulo I

Una vorágine de pensamientos se habían comenzado a agolparse en su mente mientras

observaba el enorme mar de arena que ante él se manifestaba. De un semblante enérgico, ojos claros pero muy fríos, pelo corto y canoso. Bastante robusto, alto, de miembros vigo-

rosos movidos por músculos de hierro a pesar de rondar ya los cincuenta años. Lucía una boina negra que constantemente tenía que acomodarse debido a la fuerte brisa que rec ibía por viajar en el asiento trasero del vehículo.

─¿Estás seguro de qué sabes en verdad llegar hasta dónde se encuentra nuestra división Mayor?

─¡Por supuesto! —Aunque ya te lo dije, debes de tener un poco de paciencia ─le contestó un ser de cuarenta y cinco años, bastante efusivo como alegre. Miraba la vida de una forma diametral opuesto a su compañero que venía atrás. Portador de una frente amplia,

cabello oscuro, ojos perspicaces los que denotaban una innata intrepidez la que ya había puesto a prueba en muchas ocasiones.

─Eso ya nos dijiste hace veinte minutos y aún no observamos nada. Solo aquellas monta-ñas de piedra del fondo. ─Descuide Mariscal. Todo lo tengo bien controlado.

─¡Mientras que no sea como aquella última vez! ─le contestó otro personaje que lo iba acompañando en los asientos delanteros del veloz vehículo. Lucía un uniforme verde

como sus dos compañeros. Era alto, bien formado con los ojos casi horizontales, nariz recta y de abundante cabello negro y lacio el cuál, protegía del aire inclemente como del sol, no con una boina sino con un pañuelo blanco con varios símbolos orientales.

─Si piensas que puedes sacarme de mis casillas con tus sarcásticos comentarios, déjame decirte que pierdes tu tiempo mi estimado capitán Ikuro. Recuerda que yo también co-

nozco de yoga como de meditación. ─¿Y por casualidad algo de navegación? ─ ¡Por supuesto!

─Oh, oh. ─¿Podrias explicar lo que quieres decir con ese oh, oh? ─expresó el Mayor volviéndolo a

ver atentamente. ─A qué esos aviones que se nos aproximan no son nuestros ─repuso Ikuro señalándolos. ─ Rápido, toma a la derecha ─dijo el Mariscal.

─¿No se suponía que nuestros amigos norteamericanos eran los que se iban a encargar de eliminar toda la resistencia aérea enemiga? ─argumentó el Mayor.

─¡Así es! ─Sin embargo, tal parece que no hicieron un excelente trabajo para variar. Habrá que reclamarles ─le contestó el oriental. ─¿Creen que nos hayan determinado? ─repuso el Mayor al tiempo que volteaba su rostro

a fin de poder ubicarlos. Un conglomerado de nutridos disparos en ese instante empezaron a hacer impacto en la

arena, los que se les iba acercando lentamente. ─¡Me parece que eso responde a tu pregunta! ─Vamos vira rápido, pero ésta vez hazlo a la izquierda. Quizás podamos llegar hasta aquella vegetación que se divisa ya que al

campamento por el momento va a ser un poco difícil ─expresó el Mariscal.

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─Realmente no entiendo que pudo haber sucedido. Siempre seguí al sol. Es un excelente marco de referencia.

─¿No hubiese sido más atinado el que usaras una sofisticada brújula? ─le repuso el ca-pitán.

─Los antiguos mercaderes nunca las ocuparon en sus caravanas. ─Por eso nunca llegaban y los que lo hacían, eran con varias semanas de atraso ─expresó el Mariscal.

─¿Por qué no pueden ver lo simple y hermoso que es la vida sin asirse a esa tecnología mundana que enferma y corrompe toda nuestra mente?

─Por todos los cielos, creo que se le fue la mano en sus lecturas ─le susurró el capitán al voltearse hacia el Mariscal, quién observaba en ese momento como los aviones empeza-ban a dar vuelta para volver a atacarlos.

─Vamos apresúrate a llegar. ─Treinta segundos nada más Mariscal ─argumentó el Mayor quien realizando una extra-

ña maniobra, condujo al vehículo a través de varias palmeras en donde frenó finalmente delante de varias enormes y extrañas rocas. Para entonces, ante el asombro de los fugitivos, los aviones extrañamente optaron por

dejar caer sus bombas, las cuáles hicieron algunos sonoros destrozos entre un grupo de palmeras que se encontraba un poco más lejos de dónde se ubicaban las extrañas rocas.

─Definitivamente esa acción confirma que nuestros enemigos no son excelentes pilotos de caza ─expresó el oriental. ─Estoy completamente seguro de que muy pronto todo el ejército enemigo vendrá hasta

este sitio a darle una revisada ─exclamó el Mayor. ─¡No lo creo! ─Y sí planearan hacerlo sería con un pequeño contingente, ya que conocen

de sobra que un movimiento de tropas de gran envergadura puede ser detectable fácil-mente por los satélites nuestros ─argumentó el Mariscal mientras empezaba a bajarse del vehículo y tras luego de observar el sitio, preparó y prendió su pipa. Al menos tendremos

un poco de agua ─recalcó finalmente. ─Afortunadamente el vehículo no sufrió daño alguno, podremos irnos cuando así lo est i-

mes conveniente ─repuso el Mayor luego de revisarlo cuidadosamente. ─No esperes que te demos las gracias, ya que todo esto es por tu culpa ─le contestó Iku-ro.

─Estamos con vida, ¿verdad? ─Además, ¿no puedes negar que éste es un bonito lugar? ─Y el cuál no aparece en los mapas, a excepción de que no estemos en dónde creemos

que debemos de estar, y eso es gracias a ti ─le contestó el oriental al tiempo que observa-ba con cuidado el mapa y lo comparaba con lo que estaba viendo. ─Definitivamente asombroso ─expresó el Mariscal.

─¿El que no aparezca este sitio en el mapa? ─volvió a verlo con asombro el oriental. ─¡Por supuesto que no! ─Yo me estaba refiriendo a esta extraña piedra tallada con tanta

delicadeza. Es sumamente extraño que haya pasado desapercibida, máxime en un sitio que reúne a muchos viajeros. ─Los cuáles en una gran mayoría fácilmente se pueden deducir que son analfabetos, ig-

norantes, patanes, simples camelleros. El arte tal como lo conocemos le es indiferente por qué no saben apreciarlo ─argumentó el Mayor.

─Dame papel y lápiz, voy a calcar esos signos ─repuso el Mariscal. ─¿Para qué? ¿Sí es que podemos saber? ─le preguntó el oriental.

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─Simple curiosidad. ─¿Crees que pueda ser valiosa?

─Hasta tanto no conocer lo que en verdad es y significa Mayor, sería prematuro darte una respuesta ─le contestó el Mariscal al tiempo que empezaba a calcar los signos con sumo

cuidado.. ─¿No te parece que deberíamos entonces de esconder mejor la piedra? ─Sólo por sí las dudas.

─Si ha pasado desapercibida todo este tiempo, supongo que puede seguir haciéndolo un rato más. ¡Terminé! ¿Pudiste ubicar ya nuestra posición? ─expresó el Mariscal volviendo

a ver al Capitán. ─¡Sí señor! ─Considero que estamos a lo sumo a veinte minutos de nuestras líneas, al lado contrario hacia dónde nos dirigíamos, o sea hacia allá ─argumentó señalando el sitio

al tiempo que observaba al Mayor, quién en ese momento se rascaba tranquilamente su nuca.

─¡Ya déjalo! ─No hay necesidad de molestarlo ─dijo el Mariscal al pasar cerca del orien-tal. ¿Nos vamos Mayor? ─Realmente no deseo ver la puesta del sol con unos cua ntos enemigos alrededor.

─Pero sí todavía falta mucho para que oscurezca. Hey... ¡Un momento! ─¿Acaso están insinuando que yo... ? ¡Vaya, pero qué falta de confianza y de apoyo! ─Pero está bien, ya

entendí, y no tienes por que hacerme esa cara Ikuro ─finalmente argumentó.

Capítulo II ─¿Podemos saber en quién vas a confiar para que haga el estudio respectivo de todo lo

que hallamos? ─preguntó con sumo interés el Mayor. Opino que debe ser bastante reser-vado pero sobre todo, muy inteligente. ─Sinceramente no tengo aún la menor idea, sin embargo coincido como tú en que debe

de poseer un amplio conocimiento sobre la historia antigua de toda esta zona ─respondió el Mariscal.

─Yo tengo algunos conocidos que laboran para el museo del Cairo y otros en el de Ku-wait ─dijo Ikuro. Quizás alguno de ellos puedan ayudarnos. ─Detesto confiar en sabelotodos, más si estos son civiles. Sólo buscan como alcanzar la

fama y ver así sus fotos publicadas en los diarios ─expresó el Mayor. ─¿Tienes otra idea mejor? ─le preguntó Ikuro.

─¡Realmente no! ─Si no me equivoco, me parece que uno de los científicos que fue transferido hace casi dos meses a nuestra división posee un doctorado en historia macedónica ─expresó el Ma-

riscal. ─¿A nuestra división mandaron un historiador? ¡Por todos los cielos! ¡Con razón está

coalición no ha podido avanzar lo suficiente como para ganar la guerra! ¿Y qué está haciendo ese científico con nosotros? ¿Les está dando acaso clases de alfarería de aque-lla época a nuestros hombres?

─Trabaja en el Proyecto Shiva. ─¿Y qué Proyecto es ese? ─preguntó el Capitán.

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─No estoy enterado de todos los pormenores ─repuso el Mariscal. Aparentemente es un cañón bastante sofisticado que se puede transformar efectivamente en un instrumento de

desplazamiento multifuncional de tropas por medio de ondas. ─¡Vaya, vaya! ─Como que el tipo después de todo conoce su oficio. No cabe duda de

que sí logra su cometido va a revolucionar definitivamente el arte de la guerra al trasladar las tropas a cualquier lugar sin tener que utilizar ningún medio de transporte de los ya conocidos ─repuso Ikuro.

─¡Esa es la idea! ─Sin embargo el problema que Roudane últimamente me ha comenta-do, es que se divierte más cuando habla de su otro proyecto.

─Pero es un verdadero genio. ¿Qué es lo que intenta hacer en esta ocasión? ─Hallar la capa de la invisibilidad. Tanto el Mayor como el Capitán se miraron entre sí al escuchar la anterior respuesta, al

punto que el vehículo en que viajaban comenzó a aminorar su velocidad. F inalmente, el Mayor, volvió su rostro hacia el Mariscal y le dijo:

─Estás bromeando con nosotros, ¿verdad? ─¡Para nada! ─El hombre está convencido como los antiguos germanos, de que los elfos o enanos, descendientes del hijo de la oscuridad, podían hacerse invisibles por medio de

una capa. Por cierto Mayor, quiero llegar rápido a la base así que sube la velocidad y por favor, ten la vista al frente que no deseo terminar en una bolsa plástica ─finalmente le

dijo el Mariscal. ─Soy un conductor bastante experimentado, además no hay ningún posible obstáculo a la vista. ¿Saben que creo? ─expresó al rato el Mayor ─De seguro ese pobre “genio” es faná-

tico de las exageradas películas de hechicería, magia y demonios que abundan en el cine y la televisión.

─Podría ser, sin embargo hay que reconocer que él se ubica en el mismo punto de partida de la leyenda en que se basan los distintos directores y escritores. ─¿No me van a decir ahora que existió esa capa? ─preguntó intrigado Ikuro.

─¡Por supuesto que no! ─Todo está en la mente imaginativa de algún loco trastornado que inició la leyenda, tal como lo dice el Mariscal, y bien sabes que en este mundo siem-

pre han abundado esos tipos. ─¿Y saben quién inicio lo de la capa mágica? ─expresó el oriental abriendo todo lo que podía sus rasgados ojos.

─Está relatado en el Cantar de los Nibelungos. Se dice que el héroe conocido como Sigi-fredo logra apoderarse de la capa del rey de los elfos, Alberico, la cual va a usar con bas-

tante éxito en infinidades de oportunidades. Desgraciadamente no le ayudó cuando más lo necesitaba. ─¿Qué le pasó?

─Lo asesinaron con una lanza ─le contestó el Mariscal. ─Pobre tipo, de nada le sirvió apoderarse de tan valioso tesoro ─le argumentó el oriental.

─El no ser visto, no es sinónimo de inmortalidad ─repuso el Mayor. ─¿Pero qué sucedió con la capa del rey nilungo?, ¿la logró recuperar el enano, una vez que despacharon al ladrón de este mundo? ─expresó el oriental.

─Para su desafortunada suerte, no. Supuestamente desapareció y se llaman Nibelungos para la próxima vez ─le contestó el Mariscal.

─Si esa es toda la historia, es una búsqueda infructuosa la que intenta realizar el científico ese ─expresó el oriental.

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─A excepción de que tenga algo que nosotros desconozcamos ─le contestó el Mariscal asomando una leve sonrisa.

─¿Ya lo ven?, ¡estábamos cerca! ─No sé cómo no pude divisarlo con anterioridad. ─No será por que pasamos de largo, a unos 40 kilómetros ─le contestó el oriental mie n-

tras encendía un cigarrillo. ─Intenta contactarte con la base Ikuro. Hay que avisar que hay gavilanes cerca de los gallineros ─expresó el Mariscal al tiempo que guardaba con sumo cuidado los dibujos

que había calcado. No pasó mucho tiempo para que el vehículo ingresara a la base.

─Alabado sea la providencia Mariscal, todos estábamos preocupados. ¿En dónde se hallaba? ─Asoleándonos un poco comandante. ¿Alguna novedad en el frente?

─Realmente ninguno. El teniente general Sheerko ordenó que nos detuviésemos en nues-tro avance por seis horas así como el cese de la operación mandíbula.

─¿Por qué rayos haría eso? ─expresó el Mariscal. ─No quiso referirse al tema y desgraciadamente, usted no se encontraba presente como para preguntárselo ─exclamó el comandante.

─Es increíble que le dé tantas oportunidades al enemigo. ¿Encontraron si hay más gavila-nes en la zona por lo menos?

─Los norteamericanos una vez que les avisamos, han expresado que eliminaron a todos. Qué nosotros debemos de estar confundiendo los aviones posiblemente con algún vuelo comercial.

─¡Por supuesto! ─Los chocolates y confites de lujo que nos lanzaron, de seguro nos fue-ron obsequiados por ser unos magníficos clientes frecuentes ─argumentó el Mayor vo l-

viendo a ver a Ikuro, quién empezó a sonreírse. ─¿Fueron atacados? ¿Pero no están heridos? ─expresó el comandante un poco asustado luego de escuchar el anterior comentario.

─Para la gran desgracia de los que lo quieren eliminar a él ─señalando al Mariscal ─aún no ─repuso el Mayor.

─El Mayor tiene mucha razón, debe tener mucho cuidado Mariscal. Las fuerzas rebeldes harían lo que fuese por eliminar al que últimamente llaman el Ángel Mortal del desierto. Han puesto una enorme recompensa por su cabeza.

─La que alguien desea cobrar, ya que confirma plenamente que los fundamentalistas hicieron todo lo posible por saber cuál era la ruta que supuestamente debería de seguir el

Mariscal para llegar hasta la base ─expresó en ese instante el oriental. ─Oh vamos capitán, eso no es posible ─repuso el comandante volviéndolo a ver. ─¿Por qué dices eso? ─le preguntó el Mariscal a Ikuro.

─Cuando bajaba nuestros implementos del vehículo, unos se me cayeron. Al recogerlos fortuitamente observé un pequeño aparato que sobresalía en el armazón del vehículo y

que al tomarlo para observarlo mejor, me di cuenta de que era un localizador aéreo ─el cuál lo colocó sobre la mesa en ese momento. Eso no llegó por accidente, alguien deb ió de haberlo colocado.

─Pero con este aparato, los aviones que nos atacaron pudieron habernos eliminado fácil-mente con alguna bomba dirigida cuando nos guarecimos en aquel sitio ─expresó el Ma-

yor observando el objeto detenidamente luego de que el Mariscal lo observase.

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─La diosa fortuna nos acompañó. Por casualidad, ¿recuerdan algunas de las piedras que abundaban en la zona? ─les preguntó el oriental.

─¡Muy someramente! ─le contestó el Mayor. ¿Por qué? ─Habían unas de masas granuladas, de color negro, y todas con un brillo metálico. ¡Una

similar a ésta! ─expresó el oriental al tiempo que la mostraba y se la lanzaba al Mayor. ─¿Carbón? ─repuso el Mayor luego de revisarla y dársela al Mariscal. ─¡No! ─Es magnetita, un mineral con magnetismo natural y en tal cantidad debajo del

chasis del vehículo que alteró el localizador y por ende la señal que le llegaba a los avio-nes, lo cual hizo que sus sistemas no pudieran enfocarnos adecuadamente.

─¿Entonces no fue por que tuvieran mala puntería? ─expresó el Mayor. ─¡Exactamente! ─Hay que avisar al Alto Mando. Hay un espía en la ciudad ─expresó el comandante en

ese momento. ─Miles diría yo.

─Estoy hablando en serio Mayor. ─¡Yo también comandante! ¿Acaso no hemos invadido un país en nombre de la libertad de sus habitantes, los que en una gran mayoría desean asesinarnos? ¿Cómo vamos a evi-

tar entonces que no seamos las víctimas? ─Inculcándoles a ellos que van a estar mejor con las nuevas oportunidades que les ofre-

cemos ─le contestó. ─¡Vamos comandante! ─No va a creer en todas esas simples y estúpidas utopías que por generaciones, los líderes, políticos o dirigentes han estado abrumando a los pueblos que

tienen sometidos, ¿o sí? ─ expresó el Mariscal. ─Vivimos un nuevo milenio, con otras ideas.

─¡Pero con las mismas palabras! ─repuso el Mariscal finalmente al tiempo que preparaba su pipa y la encendía. ¿No hallaste otro localizador? ─preguntó luego de expeler una bo-canada de humo volviendo a ver a Ikuro.

─No señor y busqué muy bien. ─Lo que indica que no tuvieron mucho tiempo para trabajar en el vehículo.

─El cuál para fortuna de todos nosotros siempre estuvo a mi alcance visual ─expresó el Mayor. ─No tenés que decírnoslo. De sobra sabemos como cuidas y adoras a esa futura basura

reciclable sobre todas las cosas mundanas ─le contestó el oriental. ─Te recuerdo que nos salvó la vida por sí lo olvidaste.

─Y yo te recuerdo que por tu culpa estuvimos a punto de ser eliminados, borrados, erra-dicados. ─Ya dejen de discutir los dos.

─¡Él empezó! ─repuso el Mayor señalando a Ikuro. ─Necesitamos saber en que momento, por cinco o diez segundos, el vehículo estuvo fue-

ra de tu eficiente alcance visual como sonoro ─le dijo el Mariscal. ─¡Nunca! ─expresó el Mayor. Yo estuve siempre en él y... ─¿Qué fue lo qué sucedió? ─le preguntó el Mariscal.

─Ahora que lo recuerdo, una hermosa mujer que desgraciadamente trastorné a límites extremos de la codicia sexual, me miró cuando daba la vuelta cerca de la zona do nde se

hallaba usted e Ikuro. Fue en ese momento en que varios niños que estaban enfrente, co-rrieron hacia ella, la atacaron lanzándola al suelo.

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─Ya no sigas, podemos suponer lo que sucedió a continuación. Tú como buen caballero en su flamante corcel metálico intentaste rápidamente socorrerla, ¿verdad? ─inquirió Iku-

ro. ─Estoy seguro de que hubieras hecho lo mismo si las chicas te miraran como lo hacen

conmigo. ─Continua tu relato ─expresó el Mariscal. ─Detuve el auto, rápidamente me bajé y sacando mi arma hice algunas descargas al sue-

lo. ─¿Y qué más?

─ A lo sumo di cuatro pasos. Fue entonces cuando la mujer de hermosos y soñadores ojos color miel me miró, se puso de pie y levantó su mano para luego marcharse rápidamente. Los niños para entonces ya habían desaparecido.

─¿Y al menos lograste ver el rostro de la mujer perfectamente como para poder recono-cerla otra vez? ─expresó el Mariscal.

─Bien sabes que todas lo ocultan detrás de esos tontos velos. ─Entonces podrías explicarnos, ¿cómo dedujiste al principio de que era una hermosa mu-jer, cuando podía haber sido un completo adefesio? ─preguntó Ikuro.

─Por mi sexto sentido. Éste nunca me engaña. ─Lástima que no tenga uno para detectar todas las posibles trampas o emboscadas en que

a veces se mete ─alegó el oriental. ─Si sabían que el Mayor pasaría por ese sitio, lógicamente también conocían que iría por usted ─expuso el comandante.

─¡Así es! ─Por eso tiene lógica lo que dice el Mayor, existe más de un espía y lo que es peor, dentro del propio Alto Mando quién fue el que solicitó una reunión en esa ciudad

con el fin de definir toda una serie de pautas que deberían de implementarse una vez que la capital de este país se rinda. ─Pero lo que está expresando, ¿no es acaso una conspiración para uno de los mejores

hombres que tienen los aliados? ─argumentó con asombro el comandante. ─Precisamente y al que le tienen un enorme miedo por que consideran que puede llegar a

descubrir negros intereses ─alegó el Mayor. ─¿Y quién es el que puede estar involucrado? ─Eso es lo que vamos a averiguar comandante. Mientras tanto quiero que ordene que una

patrulla revise los límites periféricos de la posición que le va a decir Ikuro ─expresó el Mariscal.

─¿Y las órdenes del teniente general? ─Ya nos detuvimos ¿o no? ─Estamos realizando una inspección de rutina. Allá él si le gusta o no.

─Será todo un privilegio dar esa orden ─expresó el comandante marchándose rápidame n-te.

─Mayor, busca al científico, el nuevo. Quiero que vea lo que obtuvimos ─expresó el Ma-riscal. ─¿Y en dónde lo encuentro?

─En su laboratorio, cerca de la enfermería. ─¿Puedes llegar sin problema hasta ahí o necesitas un guía? ─le dijo el oriental al tiempo

que asomaba una sonrisa. ─Muy gracioso.

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Capitulo III ─¿Mandó a buscarme señor? ─expresó en ese momento un personaje de cuarenta años, cabello negro, ojos de igual color, cabeza erguida, bastante vigoroso y fuerte, con un as-

pecto bondadoso y honrado que no ocultaba empero cierta inteligencia y sagacidad. ─La última vez que hablamos ─expresó el Mariscal ─usted me relataba acerca de su doc-

torado en historia antigua, la cual no pudo finalizar debido a otros problemas que en ese momento se habían suscitado y a los que necesitaban mi presencia. ─Lo recuerdo muy bien señor como también sé que usted es una persona muy ocupada,

es lógico. ─Por favor siéntese. ¿Gusta una taza de café?

─Si no es mucha molestia, con dos de azúcar le manifestó a Ikuro, cuando éste se le acercó. ─¡Vamos al grano! Lo mandé a llamar por que quisiera que observe detenidamente estos

bocetos y nos dijera, por supuesto sí lo sabe, su significado ─le dijo el Mariscal ofrecién-doselos.

─Será un placer el poder ayudarlo ─y tomando los papeles empezó a mirarlos activamen-te. Pero es increíble, ¿puedo saber en dónde dibujó esto? ─Se podría decir que en un oasis a 30 o 40 minutos de distancia ─le contestó el Mayor

acercándose. ─¡No, no! ─Lo que quise expresar realmente es sí estos símbolos que dibujó, ¿estaban en

una estatua o en una piedra? ─¿Hay alguna diferencia? ─le replicó el Mayor. ─¡En una piedra! ─le contestó el Mariscal.

─¿Y no había ninguna estatua cerca? ─A excepción de que ésta fuese muy pequeña ─exclamó el Mayor. ─Entre 50 y 60 cm cuando mucho ─repuso Roberts.

─Si posiblemente estaba, realmente no la llegamos a observar. Es muy posible que tal vez estuviese oculta por la maleza, ¿por qué? ¿es importante? ─expresó el Mariscal finalmen-

te. ─Debe de complementarse con los dibujos que me muestran. Aunque claro, no estoy del todo completamente seguro. Sí puedo decirles que las inscripciones copiadas fueron rea-

lizadas alrededor del año 430 antes de nuestra era. Hablan del enorme poder de Cronos y de su envestidura más sagrada que usaba para escuchar a los dioses sin llegar a ser visto y

que... ─¿Qué más? ─Faltan algunos signos ─expresó Roberts al tiempo que empezaba a observar las otras

hojas con suma avidez. ─¿Y quién es ese Cronos? ─preguntó Ikuro luego de darle el café a Roberts. ¿Algún rey

de la localidad? ─Es el dios del tiempo para los griegos, Saturno para los romanos ─le contestó Roberts luego de darle las gracias y sorber un poco de café.

─Por casualidad, ¿ese ser que nombraste no tiene relación con lo que llamamos cronóme-tro? ─le dijo el Mayor.

─Así es. De él proviene ese nombre.

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─No estoy tan mal en historia. Ahora, ¿qué tan valioso puede ser este descubrimiento?, ¿de millones de dólares?

─Bueno no en esa cantidad. ─¿Miles? ─alegó el Mayor.

─Realmente hay que verlo desde otra perspectiva. ─¿Sólo cientos? ─La humanidad estará más que agradecida de ser partícipe de este maravilloso descubri-

miento. ─O sea, casi nos hacen desaparecer y realmente todo por nada ─repuso el Mayor al tiem-

po que movía negativamente su rostro. ─Claro, si la estatua sí la hubiese, ésta guarda toda una fortuna. ─¿Adentro de ella?

─¡Por lo que representa! ─Quizás sea toda de oro, cubierta de diamantes, zafiros, aunque no es descartable que en su interior pudiese existir algo valioso.

─Habrá que realizar una nueva expedición cuando la patrulla regrese ─expresó el Maris-cal. ─Espero que me tome en cuenta.

─Descuide así será ─le dijo el Mariscal. ─Muy amable. Bien, si ya no me necesita, quisiera...

─¡Por supuesto! Luego de que se retiró Roberts, los tres se observaron entre sí, fue el Mayor el que rompió el silencio al preguntar:

─¿Qué crees? ─¿Sobre qué? ─le dijo el Mariscal desinteresadamente.

─De lo que nos relató el señor Roberts. ─Sinceramente es muy interesante ─le contestó aquel. Sin embargo, considero que real-mente no nos quiso decir todo lo que aparentemente descubrió en los bocetos que estaba

observando. Se notaba en sus ojos. ─¡Y en el movimiento de sus manos! ─argumentó Ikuro. Se notaba que estaba sumamen-

te nervioso. ─¿Oh vamos? ─¿Qué podría ser lo que no habr ía querido decirnos? ─argumentó el Ma-yor.

─Lo que oculta la estatua en sí, sí es que ésta existe. ─¿El poder de Cronos? ─preguntó el Mayor.

─Yo diría más bien la indumentaria que él usaba para pasar desapercibido entre los dio-ses y escuchar así lo que ellos hablaban entre sí. Aunque claro, hay que tener en cuenta de que desconocemos las verdaderas fuentes que originaron el relato. Mitología, leyenda o

verdad, nosotros escogemos. ─¿Y de verdad piensas volver a ese sitio? ─preguntó Ikuro.

─Hay que admitir que tengo ahora un poco de curiosidad en saber como termina esto ─le contestó el Mariscal. ─Y con respecto a Roberts, ¿piensas llevarlo a pesar de todas las incongruencias que us-

tedes percibieron? ─acotó el Mayor. ─Ya veremos que sucede cuando ese momento en verdad llegue ─repuso el Mariscal con

una ligera sonrisa. Mientras tanto, ¿qué tal sí vamos al comedor?, ¡tengo un poco de ape-tito!

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Capitulo IV ─¿Para que te llamó el Mariscal, Roberts? ─preguntó uno de los científicos al verlo llegar al laboratorio al tiempo que le ofrecía una taza de café. ¿Quiere acaso que termines tu

proyecto para así llevarse toda la gloria? ─¡Realmente no! ─Solo deseaba saber si yo podía descifrar unos símbolos que él e n-

contró al parecer en un oasis. ─Es sumamente interesante lo que estas expresando ya que ignoraba por completo que fueses también arqueólogo.

─¡Así es! ─Prácticamente puede decirse que poseo dos profesiones, una totalmente dis-tinta a la otra, las cuáles he sabido alternar afortunadamente para mis propósitos persona-

les. ─Me vas a perdonar, pero realmente no creo que con ninguna de las dos puedas lograr llegar a ser un tipo poderoso económicamente hablando y mucho menos en un árido y

desolado sitio como lo es éste. Seremos pronto unas ciruelas pasas si no cambiamos de clima.

─Hay que saber valorar la oportunidad que podemos obtener de estar en un sitio en dónde el dinero fluye a manos llenas, así como también comprender que debajo de todas esas olas de arena que se mecen con el viento, existen incalculables fortunas aguardando por

su libertador. ─¿De verdad, estás bien?

─¡Magníficamente! ─le contestó Roberts al tiempo que su rostro iba sufriendo una mar-cada transformación. Sus ojos irradiaban ya una ambición desmedida y a través de sus labios entreabiertos se asomaban sus dientes apretados.

Su interlocutor prefirió rascarse su sien y observar la enorme extensión de arena que se manifestaba hasta el horizonte. Era bastante alto, de mirada audaz, penetrante, cejas muy juntas y espesas. A lo anterior se complementaba una marca horizontal y profunda que

prácticamente dividía su quijada. ─¿Conoces por casualidad si existe algún oasis que se halle a unos 30 minutos de distan-

cia? ─le preguntó Roberts. ─Escuché no hace mucho que una patrulla de reconocimiento salió hace poco hacia un lugar como el que me estás preguntando. ¿Acaso sabes qué es lo que hay ahí exactamen-

te? ─Además de algunos rebeldes, ruinas.

─¿Si ya sabes todo lo que puede encontrarse ahí para qué deseas saber sobre ese sitio en particular? ─¡Simple curiosidad! ─le contestó Roberts. Por supuesto, sí pudiese ir personalmente

sería bastante beneplácito para el que me condujera. ─Si hablas de dinero, creo que vamos a entendernos muy bien, ya que el salario que rec i-

bo no es el más acorde a mis necesidades, las cuáles son muchas. ─¿Y qué haces para remediarlo? ─le preguntó Roberts. ─Lo usual ─y mirando a ambos lados para ver si no era escuchado ─mercado negro, co n-

trabando, incluso, venta de información. ─¡Quién lo diría! ─argumentó Roberts. Te consideraba uno de los más fieles abanderados

de la honradez.

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─Hay que engañar a la gente que nos rodea y conocer así sus virtudes para nuestra propia conveniencia.

─¿Todos los demás son como tú? ─le preguntó Roberts. ─¡No todos realmente! ─El Doctor Whimore por ejemplo, el qué está a cargo de todos

los proyectos que se realizan en este lugar es un tipo insobornable, sin embargo para be-neficio de uno, sumamente inexperto en lo que se refiere a lo que hacen sus subalte rnos. Él sí es el ideal de la honradez. Sus allegados como la Doctora Nell y el Doctor Crashton

son hechos de la misma madera, incorruptibles. ─La doctora no está nada mal. Tiene una mirada seductora y un buen cuerpo ─le dijo

Roberts. ─Cuidado con ella, es más fácil acercarse a un escorpión negro que al aguijón de la araña del carbón como muchos la llaman.

─¿Y sabes la razón del porqué de ese extraño nombre? ─le preguntó Roberts bastante intrigado.

─Por qué para que ella llegue a fijarse en uno como persona, hay que hacerle notar de que se posee el suficiente caudal económico que le pueda permitir estar en la mejor disposi-ción de obsequiarle a ella y sin pensarlo dos veces, todas esas gemas valiosas que se re-

flejan muy sutilmente en los hermosos collares de diamantes. ─Una mujer exuberantemente costosa. Lo tendré presente ─expresó Roberts asomando

una leve sonrisa. ─Los otros colegas que ves en el campamento son tipos muy normales, hay algunos chismosos como otros muy reservados. Tienes que tratarlos a todos para poder llegar a

conocerlos. ─Lo que has hecho muy bien, ¿verdad? ─le contestó Roberts.

─Mi negocio es amplio y el tiempo me lo ha permitido ─le contestó asomando una alegre risa en su rostro. ─¿Y qué puedes decir del Mariscal y sus allegados? ─le preguntó Roberts.

─Es verdaderamente difícil llegar a dar una definición cualitativa de ellos. Es un círculo cerrado que se protege muy bien. De él se puede decir que es uno de los mejores estrate-

gas en el campo militar. Asesino para algunos, héroe para otros. Se le considera un sujeto frío, insensible, calculador, egocéntrico, megalómano entre sus muchos defectos. Ta m-bién se dice que es un filósofo y muy bueno, dado que puede acomodar según lo que he

leído y observado, los pensamientos de sus hombres a la naturaleza, como también la eficacia de los medios hacia el éxito rotundo de los que lo acompañan y el fracaso de to-

dos aquellos que lo adversan. Realmente un verdadero genio militar si lo deseas ver de otra manera. ─Considero que los avances de la tecnología actual lo ayuda en sumo grado ya que el

genio militar no existe como tal en este tiempo ─repuso Roberts reflejando una pequeña risa irónica en su rostro.

─Fuese o no un triunfador en el ámbito bélico, sabe escuchar y actuar. ─No obstante, considero que cualquier mediocre estratega de la antigüedad lo derrotaría y muy fácilmente ─le dijo Roberts.

─Lástima que eso sea prácticamente un pronóstico imposible de poder llegar a verificar por razones obvias.

─¿Y qué me dices de los otros dos? ─acotó Roberts. ─En realidad siempre son tres los que están cerca de él.

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─¿Quién es el otro que no observé? ─expresó Roberts con duda. ─El doctor Roudane, quien está en este momento en la división del general Mondet reali-

zando una serie de operaciones para aquellos pobres desgraciados que fueron víctimas del niño bomba.

─Fueron ocho, ¿verdad? ─argumentó Roberts. ─Nueve si contamos al tonto niño que quedó desperdigado en toda la habitación. Since-ramente fue sumamente espantoso el observar las noticias que nos llegaron de ese sitio.

Piernas, brazos, vísceras desperdigadas por todo el lugar, de solo recordarlo me dan esca-lofríos. Ahora, sobre Ikuro podría decirte que es un especialista en navegación con o sin

instrumentos. Se rumora de que es capaz de perseguir y acosar a un fantasma hasta obli-gar al pobre a rendirse. Experto en artes marciales, además de conocer seis idiomas. El mayor Atzel, por el contrario, es de esos tipos creativos, imprescindible en todas aquellas

situaciones desesperadas. Carismático, bromista e igualmente de frió como es el mismo Mariscal. Muchos dicen que son hermanos.

─¿Y es verdad que lo son? ─le preguntó Roberts bastante interesado en conocer la res-puesta. ─Sería más fácil averiguar si Dios y el diablo lo son.

Una sonrisa apareció en el rostro de Roberts cuando oyó la anterior afirmación y saca n-do de su bolsillo una cajetilla de cigarros, tomo uno y le ofreció otro a su interlocutor

quién al ver la marca, tomó dos, poniéndose uno sobre la oreja. ─Noto que le gustan los placeres finos ─expresó luego de expeler una bocanada de humo.

─¡Soy ambicioso! ─le contestó Roberts. ─Salir de la base no será problema alguno, sin embargo, habrá que aguardar a que regrese

la patrulla. ─Me parece bien. ─No es por menospreciar la interesante plática que pueden estar sosteniendo en este pre-

ciso momento, pero les sugiero que se pongan a trabajar de inmediato ─repuso una voz detrás de ellos.

─Por supuesto doctor Crashton ─expresó Ducka. Por cierto, ¿ya conoce a nuestro nuevo colega, el doctor Roberts? ─¡Así es! ─Ya tuve ese privilegio ─le contestó el doctor Crashton. Desafortunadamente

no puedo decir lo mismo del trabajo que debería de estar desarrollando en este preciso momento.

─¡Oh vamos doctor! ─Nuestro compañero viene de hablar con el Mariscal, quién lo mandó a llamar hace poco. Podría decirse que está reponiéndose de la primera impresión de haber podido conversar con tan ilustre y afamado personaje. A cualquiera le pasaría lo

mismo. ─No hay que exagerar.

─Usted lo dice por qué ya está acostumbrado a intercambiar algunas frases con él, pero debe tener en cuenta de que nosotros no tenemos esa extraña oportunidad ─le contestó Ducka.

─Bueno, hay que admitir realmente que tienes un poco de razón en todo lo que estás ma-nifestando ─le repuso Crashton luego de haberlos mirado fijamente por un breve momen-

to. Ayuda en ese caso al doctor a reponerse de sus impresiones, quizás un trago o un café

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bien cargado pueda serle de mucha utilidad. Ahora, si me disculpan, tengo mucho que hacer.

Capitulo V

─¡Mariscal! ─La patrulla que fue enviada al oasis fue atacada, al parecer un pequeño

grupo de enemigos se encontraba en la zona y opusieron una fuerte resistencia ─le dijo Ikuro quien portaba en ese momento en su oído un receptor con señal de radio. ─¿Bajas?

─Sólo heridas muy superficiales en dos soldados ─le contestó. La zona es toda nuestra en estos instantes ─expresó Ikuro.

─¡Excelente! ¿Prisioneros? ─¡No señor! ─Los sobrevivientes huyeron en sus vehículos. Nuestra patrulla esta solici-tando su permiso para poder seguirlos.

─¡Negativo! ─Ordena que aseguren toda la zona y ve qué me alisten un helicóptero para desplazarnos hasta allá.

─¿Vas a ir volando? ─le preguntó el Mayor quién también se encontraba en el lugar. ─Me parece que es el medio más idóneo para ir lo más rápido. ─¡Pero muy peligroso! ─Hay tormentas de arena, aviones y sobre todo misiles ─le alegó

el Mayor. ─También en tierra se sufre de eso ─le contestó el Mariscal sonriéndose.

─Pero en ella es más fácil poder pasar desapercibido, además de que es más seguro tener el duro suelo bajo nuestros pies. ¿No lo crees así? ─Vamos, si no quieres ir, puedes quedarte aquí ─le dijo Ikuro en ese momento.

─Que les esté haciendo ver ciertas circunstancias que no toman en cuenta a causa de su desmedida impaciencia, no quiere con ello que crean que no los voy a acompañar. Lo haré, ¿está bien? ─protestó el Mayor.

─¿Y qué estás aguardando? ─le contestó el oriental al tiempo que le abría campo para que pasase.

─¿Es un buen piloto el que va a conducir esta batidora gigante? ─le preguntó el Mayor al Mariscal cuando esté hacia su ingreso en la nave. ─Prácticamente uno de los mejores. Prepara unos excelentes platillos y que decir de los

postres. ─¡Por todos los cielos! ─Se trajo al cocinero.

─Lo que le hayas dicho, lo puso muy pálido ─expresó Ikuro una vez que se acomodó el comunicador luego de observarlo. ─Y te aseguro que no va a decir nada durante un buen rato ─le contestó el Mariscal luego

de volver a ver al Mayor, quién sentado y con la mirada perdida se aferraba fuertemente al asiento con sus dos manos.

Tras varios minutos de vuelo, pronto llegaron al lugar donde anteriormente habían esta-do. ─Con razón no pudieron detectarnos desde arriba y prefirieron confiar en sus instrumen-

tos ─argumentó Ikuro observando el sitio. ─¿Ya llegamos? ─preguntó el Mayor.

─Así es. ─¿Y aterrizamos?

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─En estos momentos. Como una exhalación, el Mayor se apresuró a abrir la portezuela y de inmediato se

lanzó de la nave. ─Espera, aun no... ─intentó decirle el Mariscal.

─Creo que tenía algo de prisa por sentir nuevamente el polvoriento suelo en su rostro. Debería hacer algo al respecto con su fobia a volar. La ultima vez terminó totalmente inmerso en aquel charco de petróleo ─comentó Ikuro.

─Sabe que debe de evitar estas naves, pero no sé porque no quiere aceptarlo. Avisa que manden su vehículo y el Doctor Roberts.

─No sé realmente para qué traes a un tipo que nos miente ─repuso Ikuro moviendo en forma negativa su rostro. ─Lo hacemos mientras te comunicas y llegan tus amigos.

─A los que ya llamé. Estarán en este sitio en cuatro días. ─Excelente.

─Señor, ¡todo en orden! ─expresó un sargento saliendo a su encuentro mientras que va-rios soldados ya habían ayudado a levantarse al Mayor del suelo. ─¿Ubicación del enemigo?

─Hacia sus propias líneas señor ─le contestó señalando al horizonte unas manchas que apenas sobresalían.

─¿Tiene lumbre? ─agregó el Mariscal luego de haberse palpado sus bolsillos. ─El Mariscal necesita fuego ─exclamó el sargento. ─¿No es muy temprano para realizar una fogata? ─expresó el Mayor mientras terminaba

de sacudirse el polvo que aun quedaba en su uniforme. ─Lumbre, cerillos, fósforos ─le contestó Ikuro.

─¡Ah eso! ─Aquí tengo estos. ─¡Pero sí estos eran los míos! ─expresó el Mariscal luego de observarlos y acto seguido, encendió la pipa para posteriormente irse acercando a un enorme cúmulo de piedras que

sobresalían. ─Entramos tan rápido en la zona que no nos dimos cuenta que dónde nos detuvimos eran

los rastros arqueológicos de una pared de piedra y no de un conjunto de piedras acumula-das al azar ─repuso Ikuro al agacharse y observar más detenidamente el sitio. ─Es lo que pensaba ─expresó el Mariscal mientras empezaba a observar en forma dete-

nida la pared. ─Estamos sobre algo sólido ─repuso el Mayor desde otro sitio mientras golpeaba el suelo

con su pie. La arena al parecer lo ha cubierto. ─¿De qué estás hablando? ─le preguntó Ikuro. ─¡Simple! ─Aquí hay algo, por lo que hay que excavar.

─A excepción de que lo hagamos con palas, por que no he visto aún una excavadora en buen estado, sólo los restos humeantes que usaron como barricada para detenernos en

aquella ciudad hace dos días. ─Sabía que no había que destruirla ─expresó el Mayor. ─No es por amargarte el día, sin embargo te recuerdo que fuiste tú quien ordenó a los

tanques que tomaran la ciudad ─le dijo Ikuro. ─Pero en ningún momento que destruyeran tan valioso objeto, lo que confirma que el

pensar y el hacer a veces no van de la mano ─le contestó el Mayor con una pequeña son-risa.

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En ese preciso momento, seis gruesos y robustos hombres portando unas pequeñas pa-las se hicieron presentes en el lugar con el sargento quien preguntó:

─¿Adónde quieren que cavemos? ─Aquí pero con mucho cuidado ─repuso el Mayor al tiempo que se hincaba y empezaba

con sus manos a hacer un agujero en la arena. No tardaron mucho en llegar a escuchar el sonido seco característico cuando se haya un obstáculo entre la arena.

Todos se miraron en ese momento y al rato, no había nadie que no estuviese excavando. Unos enormes y lisos bloques de piedras empezaron a hacer lentamente su aparición

mostrando en algunos de ellos, unos jeroglíficos que comenzaban a tener una extraña forma cuando se les observaba en conjunto. ─Sea lo que sea esto, no cabe duda que estamos en su parte superior ─expresó Ikuro

acercándose en dónde se hallaba el Mariscal. ─Un descubrimiento bastante grande por lo que vemos ─repuso aquel luego de expeler

algunas bocanadas de humo. ─Y lo que es peor ─intervino el Mayor ─difícil de ocultar para no decir que imposible. En una semana toda esta zona va a estar plagada de hambrientos civiles que nos van a

despojar de nuestro tesoro. ¡Nos van a robar! ─¿De que tesoro estás hablando? ─Son simples piedras las que hemos hallado hasta el

momento. Ni oro, plata o gemas valiosas ─expresó el Mariscal volviéndolo a ver fijamen-te. ─Paciencia, que ya van a aparecer.

─Evita hacerte ilusiones Mayor, puede que no haya absolutamente nada, o quizás algún ladrón afortunado mucho antes que tus ancestros hubiesen nacido, se lo llevó todo ─le

recalcó Ikuro con una gran sonrisa. Fue en ese instante en que el Doctor Roberts llegaba al sitio conducido por dos solda-dos.

─¡Es verdaderamente increíble! ─expresó al caminar sobre los bloques que habían sido desenterrados.

─¿Qué cree? ─Posiblemente estamos ante un templo o palacio de la época el cual fue salvaguardado al ser oculto por las arenas. Todo un gran descubrimiento.

─¿No se los dije? ─expresó el Mayor. La llegada de más hombres en un camión de transporte, cerca de donde estaba uno de

los excavadores, hizo que se oyera un crujido y tres hombres casi de seguido desaparecie-ron. Un bloque había colapsado dejando una abertura por donde habían caído los ho m-bres.

─Rápido, traigan sogas y retiren ese maldito vehículo ─expresó uno de los soldados quién se metió por la ancha grieta, alumbrando con una linterna el fondo, el cuál no logró

percibir. ¡Está muy alto! ¡Vamos a necesitar muchas luces! ─Mayor, comunícate con la base. Qué envíen todo lo necesario para el rescate de esos hombres incluso algunos del personal médico.¡ Rápido! ─expresó el Mariscal.

─¡Sí señor! ─A ver, limpien todo el área pero sin acercarse a la abertura. Caminen con sumo cuidado,

no queremos que todo vaya a colapsar. Sargento, que varios hombres formen un períme-

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tro de defensa, lo último que deseo es una confrontación con nuestros enemigos en este momento ─argumentó el Mariscal.

─Ya lo oyeron, muevan esos desnutridos cuerpos, que esto no es ninguna pasarela. Ráp i-do! ¡Muévanse!

─¿Cuánto falta para que anochezca? ─preguntó el Mariscal luego de haber movido nega-tivamente su cabeza debido a los anteriores comentarios del sargento. ─Cuatro horas ─le contestó Ikuro mirando al cielo.

─Debemos de sacarlos en ese tiempo, de lo contrario seríamos un objetivo bastante ape-tecido si encendemos algún reflector.

Capitulo VI Un helicóptero y dos vehículos que escoltaban a un tanque, hicieron precisamente en ese momento su arribo.

─¿Pediste por casualidad un tanque? ─expresó Ikuro al Mayor cuando lo observó dete-nerse no muy lejos de donde se encontraban ellos.

─Es para estar un poco más protegidos. ─¡Sin duda! ─repuso al tiempo que movía negativamente su cabeza el oriental. ─Traigan acá las luces fluorescentes, pero rápido ─gritaba el soldado que se había que-

dado cerca de la abertura. Una docena de luces se dejaron caer y tras unos breves segundos, pronto el suelo e m-

pezó a mostrarse y en él a los soldados que se habían caído. Ninguno aparentemente se estaba moviendo. ─Aseguren las cuerdas, vamos a bajar.

Pronto seis hombres se desplazaban entre los escombros revisando a los tres caídos. ─¿Cómo se encuentran? ─Dos están todavía vivos, el tercero no tuvo suerte, se quebró el cuello ─repuso por radio

uno de los soldados que habían bajado. ─Habrá que abrir un poco más la abertura para que puedan bajar las camillas ─expresó

en ese momento la doctora Nell luego de observar el lugar. Traigan esa cuerda que yo quiero bajar. A lo sumo, media hora después, el movimiento que se mostraba al inicio en la superfi-

cie ahora se manifestaba dentro del recinto. ─Bien Doctor Roberts, ¿alguna nueva que nos pueda decir sobre este sitio?

─Al parecer es un templo dedicado a varias deidades antiguas: Afrodita, Hera, Cronos que es precisamente aquella estatua que ven. ─Siempre había pensado que los antiguos les daba por construir solo templos a una dei-

dad en particular ─argumentó el Mayor. ─Es lo normal, por eso es lo más extraño y fascinante en esta edificación. Por lo que se

desprende en los escritos que sobresalen en esta pared ─mientras se aproximaba a una. Al parecer los reyes que viajaban hasta esta morada venían a ofrecer sus posesiones más apreciadas con el único fin de que les fuera concedida una nueva oportunidad de redimir-

se. El Sumo Sacerdote se encargaba de ungir sólo a aquellos verdaderos merecedores, los que desaparecían bajo el aliento del inmortal poco después ─terminó de leer finalmente la

inscripción el doctor.

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─Muy encantador el relato, lo que viene a confirmar sin lugar a dudas que debe de existir una fortuna encerrada en este sitio ─argumentó el Mayor mientras se tocaba con suavidad

la barbilla con su mano derecha. ─¿Otra vez con esas ideas?

─¿Qué entiendes por posesión más apreciadas? ─le preguntó el Mayor asomando una sonrisa. ─¡Demasiadas cosas! ─Es una frase que si la analizas detenidamente es bastante ambi-

gua. ─¡Es oro Ikuro, oro! ─El dinero de ese entonces ─le replicó el Mayor.

─Lo que me preocupa un poco, es a lo que se refiere sobre las desapariciones, no me queda muy claro a qué se puede referir ─expresó el Mariscal. ─Estoy completamente seguro de que eso viene a describir una puerta secreta, camuflada,

muy útil para estas baratas demostraciones ─repuso el Mayor quién observaba detenida-mente los alrededores.

─Aquella es la puerta de acceso hasta este sitio ─argumentó el Mariscal señalándola. ─Parece que sí ─le contestó Roberts volviéndola a ver. Esa viga de roble muestra que cuando la cerraron lo hicieron muy bien.

─¿Quiénes lo hicieron? ─expresó el Mayor. ─El Sumo sacerdote y sus hombres más fieles, ¿quién más? ─repuso Roberts.

─¿Y dónde están sus cuerpos? ─argumentó el Mariscal ─¿Pero de qué rayos estás hablando? ─le preguntó el Mayor volviéndolo a ver un poco desconcertado.

─Si te encierras dentro de este sitio, prácticamente estás condenado a perecer dado que no hay otra forma de salir. ¿Correcto?

─A excepción de que exista otro pasadizo secreto ─ le respondió Ikuro. ─¡Exactactamente! ─Y es ahí en dónde se halla todo el oro escondido y con ello por su-puesto, también la salida. ─¡Muy lógico! ─Solo tenemos que buscar y muy bien. Voy a

ordenar que traigan algunos detectores de metales, no hay duda de que nos serán de mu-cha utilidad ─expresó el Mayor.

─Tal vez solo así se de cuenta de que no existe nada de valor en este sitio ─le susurró el Mariscal a Ikuro mientras iban caminando observando lo que ante ellos se estaba mani-festando.

─¡Señor! ─Hay tres recámaras más y no existe ninguna otra salida al exterior ─le dijo un soldado acercándosele.

─¿Encontraron algo más? ─Telas viejas, vendas, rollos de piel con algunos jeroglíficos y unos extraños papeles ─le contestó el soldado.

─¡Se llaman papiros! ─le dijo el doctor Roberts. ─Usted es el experto señor. Velas, teas, aceite, algunas provisiones en mal estado y ta m-

bién algunos adornos. ─¿De oro? ─preguntó el Mayor en ese momento. ─¡Bronce diría yo! ─Tienen forma de hipopótamos, caballos, cocodrilos, ibis, en fin toda

una enorme variedad señor. ─¿Pero qué clase de comercio, se daba en este sitio? ─alegó el Mayor contrariado por el

hallazgo.

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─Un amuleto por el posible favor celestial a cambio de especies cotidianas. Un excelente negocio sin duda ─repuso Ikuro con una enorme sonrisa.

─¿Observaron si en esas recámaras hay osamentas? ─¿Cómo dice señor? ─expresó el soldado.

─¡Huesos! ─¿Si había algún cadáver en ese sitio? ─es lo que te está preguntando el Ma-riscal ─expresó el Mayor. ─¡No señor! ─El lugar puede decirse que está totalmente vacío.

─¡No es lógico! ─Debe de existir una salida ─repuso el Mayor completamente desco n-certado.

─Habrá que aguardar a que el lugar esté totalmente desenterrado para observar si existe algún pasadizo en los alrededores ─repuso Ikuro. ─¿Cuánto tiempo? ─preguntó el Mayor.

─Calculo que una semana cuando mucho ─le contestó Ikuro. ─Bien Mayor ─argumentó el Mariscal. Me parece que ese es el lapso que te confiero para

que busques el enorme tesoro antes de que la prensa mundial se llegue a enterar de todos los pormenores de este lugar. ─Más que suficiente ─le contestó marchándose hacia un nuevo contingente de ho mbres

que llegaban, pero mientras se retiraba podía escucharse que hablaba en voz alta. Las ofrendas las escondieron en un lugar seguro. Es lógico. Además de que ese es el principio

de un negocio lucrativo. No sé porque no pueden llegar a analizar, “que las especies” vienen siendo un sinónimo de dinero. ─¿El Mayor se encuentra bien? ─expresó la doctora Nell luego de aproximarse al Maris-

cal mientras miraba como aquel se iba alejando. Realmente se comporta de muy extraña manera.

─¡Lo usual en él, no debe de hacerle caso! ─le contestó el Mariscal con una sonrisa. ¿Y los heridos? ─Ambos fueron inmovilizados antes de que pudieran ser rescatados. Uno tenía tres cost i-

llas rotas y laceraciones fuertes en su rostro, mientras que el otro, sufrió fracturas en a m-bas piernas. No hay que descartar un daño en la columna para ambos. El occiso al parecer

se rompió el cuello al caer sobre la estatua, además de que sufrió una serie de fracturas en el resto del cuerpo al caer sobre la base rectangular y pulida del centro. ─Esto no tenía que suceder. ¡Maldición! ─expresó el Mariscal.

─Pero sucedió ─repuso la doctora que en ese momento observó al doctor Roberts quien con una enorme sonrisa la saludó. ¿Qué hace él aquí?

─Nos está asesorando con sus conocimientos en historia antigua acerca del sitio en que nos encontramos ahora ─le expresó Ikuro. ─¡Ya veo! ─ Sabe por casualidad Mariscal, ¿cuando va a regresar el doctor Roudane?

─Supuestamente el arribo estaba previsto para hoy ya que había terminado con la inter-vención quirúrgica. Realmente lo necesitamos en nuestros proyectos y no realizando ese

tipo de operaciones. ─¿Lo dice acaso por mí también? ─¡En general por todos doctora! ─Ustedes pueden cambiar el curso de una batalla al sa l-

var muchas vidas y no unas cuántas como lo están haciendo hasta ahora. Y que conste, agradezco el empeño que poseen por tan loable labor, sin embargo, otros exigen resulta-

dos tangibles y cuantitativos, no cualitativos.

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─Caramba Mariscal no estoy yo en la base y suceden cosas impresionantes ─expresó una conocida voz. Alrededor de cincuenta años, sin embargo, vigoroso y fuerte. De un aspec-

to bondadoso muy alegre. Con grandes ojos por debajo de su áspera frente que albergaba un ralo cabello castaño.

─¡Vaya doctor! ─Me alegra volver a verlo. Precisamente estábamos hablando de su per-sona. ─Espero que no mal ante tan bella colega ─le repuso aquel besando en ese momento la

mano de la doctora. ─Siempre tan caballeroso ─expresó Nell sonrojándose un poco al tiempo que prefería

marcharse de inmediato. ─¿Cuando llegaste Doctor? ─expresó Ikuro luego de saludarlo. ─Alrededor de una hora. Una gran conmoción había en la base por todo lo acontecido. Es

cierto lo que escuché cuando venía, ¿qué un soldado murió? ─¡Desgraciadamente! ─Se cayó por aquella abertura sobre la estatua, rebotó y terminó en

esta plataforma de piedra ─le recalcó Ikuro. No se le salió por suerte, el cerebro. ─¿No podrías haber sido un poco menos explícito? ─Me bastaba con que mencionaras solo la caída. ¿Pero cómo encontraron este enorme lugar?

─El Mayor por ocultarse de unos aviones enemigos nos hizo terminar en esta zona ─le dijo el Mariscal.

─Y no es por preguntarlo, ¿pero qué estaban haciendo en este sitio? ¡Me parece que está un poco fuera de cualquier ruta! ─Seguía su instinto natural ─expresó Ikuro.

─¡Los perdió otra vez! ─repuso el Doctor sonriéndose. ─¡Así es! ─Luego el Mariscal dibujó unos bocetos que encontró en unas piedras y nos

fuimos a la base. Posteriormente, mandamos una avanzada al lugar y el resto ya puede suponerlo para no ahondar en muchos detalles. ─¿Y qué hace el doctor Roberts aquí? ─preguntó el Doctor al verlo revisando una estatua

que se encontraba cerca. ─Es el que conoce un poco de historia relacionada con esta construcción ─le dijo el Ma-

riscal. ─¡Muy interesante! ¿Y el Mayor? ¿En dónde está? ¡No lo he visto aún! ─¿Te sirve aquél que viene? ─señaló el Mariscal.

─Doctor llega a tiempo para convertirse en un hombre millonario. ─¿Está él bien? ─expresó el Doctor en susurrante voz volviendo a ver al Mariscal.

─Lo que sucede es que tiene el pequeño delirio de poder obtener una rápida fortuna en este sitio ─repuso el Mariscal. ─¡Para eso son los implementos que lleva! ─Detectores de bombas ─le expresó Ikuro.

─¿Pero es que hay bombas aquí? ─argumentó el Doctor mirando al suelo. ─Por supuesto que no, lo que sucede es que piensa que pueden llegar a ser útiles para

buscar oro ─le contestó el oriental. ─¡Comprendo! ─argumentó el Doctor asomando una sonrisa y acercándose al Mayor le levantó uno de los audífonos que llevaba en sus dos oídos. ¿Ya encontraste algo?

─¡Aun no! ─Pero no me rindo fácilmente. Estoy plenamente convencido de que los que edificaron este sitio eran ambiciosos por consiguiente de seguro ocultaron parte de sus

ganancias millonarias en pasadizos secretos, dobles fondos. Solo hay que saberlos hallar y con esta ayuda ─alzando el detector ─verá que lo encuentro.

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─Por supuesto, claro. ─Estoy captando una leve señal por aquel sitio, ¿me acompaña Doctor?

─Déjame hablar primero un poco con el Mariscal de algunos asuntos importantes, luego te alcanzo. ¿Te parece?

Haciéndole una señal con el dedo pulgar levantado, finalmente el Mayor se sonrió y siguió su camino. ─¡Por todos los dioses! Está convencido de que hay oro. ¿No será por casualidad de que

tiene razón? ─les preguntó el Doctor volviendo a ver al Mariscal y a Ikuro. ─Lo único que hemos encontrado en este sitio hasta el momento, han sido unas cuantas

figuras de bronce, nada más. Realmente dudamos que hallemos algo valioso ─ le repuso el Mariscal al tiempo que empezaba a preparar su pipa para encenderla. ─Ya deberías dejar ese vicio. Es malo para la salud.

─Bueno o malo, de algo habrá que morir Doctor. Los placeres hacen que nuestra vida al menos tenga un pequeño significado. Quitarlos si bien es cierto aumentan nuestras expec-

tativas, van minando muy lentamente nuestra propia existencia vital ─finalmente expresó mientras observaba como el humo que había expirado iba elevándose y haciendo extrañas figuras grotescas en el aire.

─¿Ya vieron eso? ─expresó Ikuro señalando hacia arriba. ─Siempre que fuma hace lo mismo ─le dijo el doctor.

─¡No! ─Yo me refiero a aquellos dibujos que sobresalen en aquel bloque que si lo de-terminan bien, son muy similares a los que pueden verse en los costados de los que está enfrente de nosotros ─y se fue acercando. ¡Estos son iguales! ─agregó finalmente, aun-

que algunos trazos están un poco borrados. ─¿Y qué dicen?

─El doctor Roberts hasta el momento sólo ha logrado descifrarnos algunas pequeñas ins-cripciones. ─¡Eso tengo que verlo! ─expresó el Doctor no muy convencido de lo que había expresa-

do Ikuro quién le hizo señas a Roberts a fin de que éste se acercara. ─Doctor Roudane, es un privilegio volverlo a ver.

─¡Gracias Roberts! ─Me cuentan que ahora eres un especialista en leer piedras y nos gustaría conocer lo que ésta puede relatarnos. ─¡Son jeroglíficos griegos! ─Hablan que más allá de la luna detrás de la estrella que osci-

la en su viaje y que... ─¡Continúa! ¿Qué más? ─expresó el Doctor un poco interesado.

─Pensé que conocía todo los jeroglíficos griegos pero estos que siguen realmente no los comprendo ni los puedo descifrar ─expresó asombrado Roberts. No lo entiendo, nunca me había pasado esto.

─Despreocúpese Roberts ─le contestó el Mariscal. No creo que lo que pudiese decir esa piedra oblonga fuese de mucha importancia para nosotros. Es más, todo este recinto oscu-

ro, terrible y lúgubre no nos ha aportado ninguna luz al esclarecimiento del verdadero descubrimiento que creíamos en un principio que teníamos. ─¡Señor! ─expresó un soldado en ese momento acercándose.

─¿Qué sucede? ─El sol está por ocultarse. Hay que aumentar el perímetro defensivo si vamos a quedar-

nos.

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─Realmente no hay necesidad. Mejor regresamos a la base. Mañana es un nuevo día. Qué se realicen los preparativos.

─¡Sí señor! ─y se alejó. ─Bien capitán, ya sabe lo que hay que hacer ─expresó el Marisca l observando a Ikuro.

─No creo que el Mayor quiera irse. ─¡Tendrá que hacerlo! ─No deseo sacrificar inútilmente más hombres y mucho menos vigilando unas simples ruinas ─argumentó el Mariscal al tiempo que se acomodaba la

boina y se dirigía al andamio lentamente. ─A simple vista, realmente no parece el abominable personaje que todos me describían

que era ─expresó Roberts. ─La gente habla por hablar, se deja llevar por las intrigas y envidias que tejen alrededor de cualquier persona que haya demostrado una capacidad extraordinaria en su campo. El

Mariscal no es la excepción, es uno de los mejores estrategas de este siglo, su reputación se la ha ganado en diversos campos de batalla con base en resultados asombrosos. Derro-

tar a un ejército de cincuenta mil hombres con solo diez mil con solo valor, disciplina y exigencia no lo hace ninguno de los encopetados generales norteamericanos en la actuali-dad, mucho menos acompañar a sus hombres en el campo de batalla. Él no se oculta a

millas de distancia en una oficina con todos los lujos posibles mientras da las órdenes por un inalámbrico.

─¿Cómo que conoce muy bien a los generales y coroneles de la coalición, doctor Rouda-ne? ─¡A una gran mayoría! ─Los ingleses, alemanes y franceses, por cierto, éstos últimos son

los que le dieron ese rango de Mariscal y a fe mía que ellos no están defraudados por tal distinción. El único problema ahora, es que los tres lo reclaman como un miembro nativo

de su país. ─¿Y de donde es oriundo él? ─¡Es difícil saberlo! ─Su nacionalidad se pierde con el tiempo, además de que hay nume-

rosas madres que le reclaman su maternidad hoy día. ─Como sucede con todos aquellos que llegan a ser famosos y optan por no hablar del

pasado ─repuso Roberts. ─En fin... ─¿Terminaron con su conversación caballeros? ─expresó Ikuro acercándosele en com-

pañía del Mayor. ─Le daba una pequeña introducción al doctor Roberts de cómo es en realidad el Mariscal.

─Me parece que hubieses comenzado mejor describiendo al valeroso y único equipo que siempre lo acompaña, a esos verdaderos héroes anónimos, fantásticos, luchadores, ague-rridos, soldados carismáticos y emblemáticos personajes y portadores de los rostros más

hermosos y famosos del mundo, ¡nosotros! ─argumentó el Mayor. ─Pienso que te faltó una característica y muy importante ─le dijo el oriental un poco se-

rio. ─Qué raro, ¿creí que las había dicho todas? ─argumentó el Mayor. ─¡Pues no!

─¿Cuál me faltó? ─expresó el Mayor luego de meditar un rato en todo lo que anterior-mente había expresado.

─Tremendamente millonarios. ─¡Por supuesto! ─Qué cabeza la mía. Había olvidado ese pequeño detalle.

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─¡Es increíble! ¡Lo que hace la fama y sus efectos! ─le repuso Ikuro riéndose al tiempo que le colocaba su mano en el hombro y ambos se marchaban

─Entre un Mayor y un Capitán no deben de existir esas formas de confianza. Se pierde el significado para lo que fue creado el ejército y sus rangos ─expresó Roberts que venía

más atrás con el Doctor. ─Tanto el honor como la amistad y el valor individual dentro de un grupo de personas que comparten juntos sus sueños, ideales, triunfos y derrotas son los que originan que

exista un verdadero grupo, equipo, escuadrón, batallón, legión o ejército como quieras verlo. Ahora sí lo que buscas es que exista alguna marcada diferencia digna de los pre-

sumidos aristócratas de la realeza, debes aprender entonces a inclinarte, a besar el trasero o simplemente a saludar emulando de esta forma a una desgastada y derrotada marioneta y que va a representar de por vida tu pobre existencia. Tu escoges el camino ─expresó

finalmente el Doctor Roudane al tiempo que llamaba la atención del Mayor y del Capitán para que lo aguardaran, dejando a Roberts inmóvil, perplejo y atónito. Nunca nadie le

había hablado de esa manera.

Capitulo VII ─Mariscal, quiero presentarle al arqueólogo Rod Cernny quién amablemente aceptó a

darle un vistazo a nuestro descubrimiento ─expuso Ikuro. ─¡Señor!

─¿Espero que haya tenido un buen viaje? ─le preguntó el Mariscal inclinando un poco su cabeza. ─Un poco sacudido pero lo normal ─le contestó al tiempo que se acomodaba sus gafas.

Era bastante alto, delgado, de unos cuarenta años, pelo muy corto y portador de un espeso bigote. Es un verdadero placer el poder conocerlo en persona Mariscal, es toda una ver-dadera leyenda, sus hazañas inundan las noticias.

─No crea en todo lo que los periódicos expresan, puedo asegurarle que en ocasiones les gusta exagerar.

─El que lo acompaña es el Mayor Atzel ─repuso Ikuro señalándolo en ese momento. ─Se escribe con A ─argumento aquél dándole la mano. ─¡Por supuesto! ─Realmente dudo en verdad…que pueda ser con otra letra ─expresó

Cernny mientras miraba con el entrecejo arrugado a Ikuro quién solo le sonrió y alzó sus hombros.

─Aquél es el doctor Roudane, el cual ya conociste anteriormente ─argumentó finalmente Ikuro. ─¡Doctor! ─expresó alzando su mano ya que éste estaba sentado en un extremo de la

tienda bebiendo un café como para acercársele. Le comentaba a Ikuro que no hay duda alguna de que es una gran obra la que ustedes encontraron ─agregó finalmente observan-

do al Mariscal. ─Yo diría más bien que fue ella la que nos encontró prácticamente ─expresó el Mayor. ─Si, sí, seguro ─repuso nerviosamente Cerrny volviéndolo a ver.

─Estuve acompañando al doctor para que inspeccionara todo los alrededores ─expresó Ikuro al Mariscal.

─¿Y qué le parecieron?

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─Un calculo preliminar nos lleva a diagnosticar que pudieron haber sido erigidas unos 3500 años antes de nuestra era.

─En ese caso, hay que admitir que soportó maravillosamente el paso de los muchos im-perios que existieron por toda esta zona, incluso aquellos que estaban acostumbrados a

destruir todo lo que no fuese erigido por ellos mismos ─repuso el Mariscal mientras asentía con su cabeza. ─¿Y eso es lo que la hace grande? ¿El qué haya pasado bajo la arena tanto tiempo?

─¿Por qué dice eso? ─le preguntó Cernny. ─Muy simple, solo de esa forma se podría explicar que no fuese destruida antes por las

otras civilizaciones ─repuso el Mayor. ─Para su información, me permito decirle que esa obra atrajo y existió con todos los im-perios de la época hasta el 600 después de nuestra era. Eso es lo que la hace un hecho

fantástico. ─¡Verdaderamente increíble! ─expresó el Mayor en una forma marcadamente desintere-

sada. ─¡También, también! ─le argumentó de inmediato extasiado el arqueólogo. En sus pare-des pueden encontrarse algunas referencias de personajes importantes tales como: Ale-

jandro, Ciro, Darío, Julio, incluso hasta el mismo Atila. ─No sabía que nuestros hombres tenían nombres tan extraños, aunque hay que reconocer

que fueron sumamente inteligentes, debí hacer lo mismo cuando ingresamos aquella pri-mera vez. ─Él se refiere a hombres que vivieron en el pasado ─le dijo Ikuro masajeándose la frente

en forma más que disimulada. ─¿En aquellos tiempos y con esos nombres? ¡Por todos los cielos! Dudo realmente que

alguno de ellos haya tenido una larga existencia ─expresó el Mayor con una enorme son-risa. ─Debe disculparle la enorme ignorancia, su fuerte como puede observar jamás fue la

historia ─expresó el Doctor Roudane al pasar cerca del Mayor y ponerle la mano en el hombro.

─¡Oh vamos! ¿Puedo saber de qué nos podría servir conocer en donde nació?, ¿qué ve-neno se tomó? ¿o qué crimen ejecutó directa o indirectamente? ─Realmente lo único que nos puede llegar a interesar conocer muy bien, es la exacta ubicación del tesoro que deb-

ían de haber dejado como agradecimiento a los dioses los antiguos moradores de esta zona, y que sin duda alguien se benefició. Desgraciadamente, las inscripciones por lo que

hasta ahora veo, nada nos dicen por lo visto. ─¿Le sucede a él algo? ─expresó el arqueólogo mirando al Mariscal, a Ikuro y poste-riormente al Doctor, quién de seguido le repuso:

─No le haga caso, es una deficiencia que sufre de vitamina A y U, la que es muy común padecer en estas tierras para algunas personas.

─¡Cielos! ¿Y eso no es peligroso? ─argumentó Cernny sumamente preocupado. ─En absoluto y tampoco es contagioso ─argumentó el Mariscal al tiempo que le hacía señas a Ikuro con su cabeza a fin de que se llevara al Mayor a otro sitio.

─Espero que se recupere ─expuso el arqueólogo al Mayor, cuando éste salía. ─¡Claro, claro! ─le contestó aquél. ¿Y de qué rayos me tengo que recuperar? ─le pre-

guntó a Ikuro un poco extrañado al rato.

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─¿De qué va a ser? ¡Del agotamiento extremo que tienes por el simple hecho de pensar en donde se puede hallar el tesoro!

─¡Caramba, no lo había pensado de esa forma! ─Por cierto, hay que reconocer que nues-tro doctor tiene un excelente ojo. Supo de inmediato describir los síntomas que sufre el

pobre arqueólogo Cernny acerca de su clásica deficiencia vitamínica. Yo le noté dema-siado pálido. ¿Qué crees? ─Es lo que sucede con las personas que viven en Egipto y muy cerca del puerto. Adquie-

ren un virus que se origina de una alga del mar Muerto y que es transmitida por un za n-cudo ─le contestó el oriental.

─¡Un momento! ─expresó el Mayor deteniéndose y meditando en las anteriores palabras del oriental. ─¿Ahora qué sucede? ─expresó Ikuro creyendo que le habían descubierto su intencional

error geográfico. ─¿Él lo sabe?

─¿Si padece esa enfermedad? ¡Creo que sí!¡Bueno, supongo! ─repuso Ikuro displicente-mente. ─¡No, no! ─Yo estoy hablando de nuestro tesoro. ¡Creo que sospecha algo! ¿Quizás se lo

quiera dejar todo para sí? Creo que habrá que vigilarlo, a todo esto, ¿hacia adónde nos dirigimos?

─Había que evitar que siguieras hablando, no deseamos que el arqueólogo le pase por la mente que estás enfermo a causa de encontrar el oro. ─¿Sabes? ¡He pensado que pueden ser joyas también! ─Está bien, ¡me callo! ─repuso

luego de notar el semblante que el oriental le estaba haciendo. Iré a continuar con mis excavaciones y descuida, que no pienso decir ninguna palabra.

─Y dígame doctor Cernny, ¿está seguro acerca de la posible fecha en fue erigida ese lu-gar? ─Años más o años menos.

─¿Por qué lo preguntas? ─expresó el Doctor Roudane. ─El Doctor Roberts mencionó que en el año 830 antes de nuestra era fueron hechas éstas

inscripciones ─mostrando en ese momento los papeles. También nos comentó acerca de una estatua. ─¡Y qué es pequeña! ─expresó Ikuro asomándose en ese momento e ingresando dentro

de la temporal tienda. ─Posiblemente lo que quiso expresar era el mecanismo que representa el poder de la sa-

biduría y el tiempo, la que ubicada en cierta posición y en algún lugar de la construcción, debe de abrir la puerta mágica que solo aquellos ungidos y bendecidos por el sumo sacer-dote o sacerdotisa, desconocemos el sexo, serían capaces de llegar a traspasarla.

─¿Entonces no existe una estatua en particular? ─Es difícil expresar con exactitud lo que el jeroglífico quiere decir. Cada uno de los co-

nocedores lo interpreta de la mejor manera posible. Para este señor Roberts, el mecanis-mo en sí puede tomar forma de estatua y ¿quién dice que no lo sea? ─¿Eso implica entonces que lo que supuestamente hemos buscado puede haber estado

frente a nosotros sin saberlo? ─preguntó el oriental. ─Es lo que hace maravilloso y fantástico su descubrimiento. No les parece que es fasc i-

nante.

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─Tanto como ver un juego final y decisivo de campeonato en diferido ─expresó Ikuro sacando un cigarrillo de la cajetilla.

Capitulo VIII ─Vaya Roberts, ¿sigue buscando esa ansiada estatua? ─expresó el Mayor al verlo frente a

una enorme columna cerca de la puerta, revisando los jeroglíficos que se encontraban en ese sitio. ─¡No! ─Realmente busco algún indicio nuevo que nos pueda ayudar. Por cierto, escuché

que arribó un famoso arqueólogo. ─¡Así es! ─Es el Doctor Cernny, amigo de Ikuro. Ya estuvo por aquí y le dio algunas

opiniones al Mariscal pero realmente nada importante, tan sólo algunos relatos similares a los que ya nos habías dado anteriormente. ─Los detectores de metal que has usado, ¿aún no perciben nada? ─preguntó Roberts.

─Solo algunas puntas de lanza como de flechas. También numerosos escudos así como cascos y espadas oxidadas que de seguro fueron usados en sus gloriosos tiempos.

─¡Realmente no lo entiendo! ─Un lugar como éste debería de tener una inconmensurable fortuna por todo lo que representaba en esos días ─expresó Roberts un poco abatido. ─Quizás la clave se encuentra en aquellos símbolos que no pudiste descifrar. Habrá que

aguardar entonces si lo puede realizar Cernny. ─¡Es posible! Por cierto, todos esos escudos y cascos que lograste encontrar, ¿en qué sitio

ordenaste que los colocaran? ─Están en la tercera recámara. Ahí se hallaron todos, lo único que se hizo por lo tanto, fue el de colocarlos juntos, en un rincón. Supongo que esa habitación estuvo relacionada

en su tiempo con los utensilios usados en la guerra. ─¡Puede que tengas algo de razón! ─le contestó Roberts volviéndose y tras luego de dar unos cuantos pasos, se quedó inmóvil, observando fijamente y sin pestañear, la piedra

pulida que sobresalía y de la que por un breve momento le pareció que había irradiado una extraña luz.

─¿Pasa algo? ─preguntó el Mayor Atzel mirando detenidamente hacia la recámara tam-bién. ─¡Nada, nada! ─argumentó Roberts con una aviesa sonrisa. Creo que daré un vistazo a

esa sala, principalmente a los escudos, quizás en alguno de ellos encuentre lo que busco. ─Dudo que entre toda esa chatarra pueda hallar algo importante e incluso, dentro de todo

este cascarón de piedra ─expresó el Mayor al tiempo que se volteaba y empezaba a ale-jarse. ─¿Se fue ya ese tonto? ─expresó una voz al tiempo que Roberts ingresaba en la habita-

ción y que salía de la oscuridad. Pensé que también entraría. ─¿Qué haces ahí? ─le dijo Roberts cuando notó a Ducka saliendo lentamente de la cons-

trucción. ─Quise observar con mis propios ojos la famosa edificación de la que tanto se ha habla-do.

─¿Y qué te parece? ─Sinceramente nada extraordinario. He visto cuevas más sofisticadas. No le veo la razón

de tanto alboroto, máxime que no se ha encontrado riqueza alguna.

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─Ya el simple hecho del descubrimiento en sí es una importante noticia para los arqueó-logos, independientemente del resultado económico que se le pueda encontrar ─y acto

seguido ingresó más adentro de la construcción. ─¿Pero qué piensas hallar entre toda esa simple y oxidada basura? ─expresó Ducka al

verlo agachado revisando y separando ansiosamente varios escudos. ─La respuesta que ha estado a la vista pero que quizás debido a su simplicidad, hemos sido víctimas posiblemente de la arrogancia de nuestro intelecto. ¿Cómo pude haber sido

tan tonto? ─expresó al rato luego de advertir y mostrar como sólo dos escudos de todos los que había revisado tenían un símbolo muy similar al que se encontraba en la base de

la piedra pulida. ─¿Simple coincidencias? ─le preguntó Ducka sin darle mucha importancia al descubr i-miento realizado.

─¡Sólo obsérvalos detenidamente! ─Estos dos escudos pueden ser capaces de reflejar la luz condensándolo en un solo haz gracias a los pequeños cristales que sobresalen en su

superficie. Estoy seguro que colocados en cierta forma pueden ser capaces de enviar ese haz hasta la base rectangular de piedra en la que se nota el símbolo que luce n. Rápido, ayúdame antes de que alguien se acerque.

─¿Pero qué vamos a hacer? ─expresó Ducka todo confuso como asombrado. ─Simplemente colocar estos escudos cerca de la puerta a fin de que el sol logre reflejarse

en ellos y ver que pasa. Rápidamente cada uno tomó el escudo y fueron con mucho cuidado de no ser vistos hasta la puerta.

─Muy bien, enfoca el rayo de luz hasta el centro del símbolo ─le dijo Roberts. ─¡No sucede nada!

─Quizás lo estamos haciendo al revés, cambiemos de posición. En ese momento cuando los rayos del sol se reflejaron en el símbo lo, una enorme luz inundó la habitación.

─¿Pero qué sucede? ─expresó asustado Ducka. ─No lo sé, pero pase lo que pase, no sueltes el escudo ni abandones tu posición.

Para entonces, a la ya brillante luz que los estaba embargando, se le sumaron unos en-sordecedores zumbidos que iban acompañados por un fuerte viento frío que procedía ex-trañamente de la misma base rectangular.

Los fuertes retumbos que se iban sucediendo, motivaron finalmente que dos soldados que se encontraban cerca se aproximaran a la construcción un poco extrañados, sin em-

bargo, cuando llegaron éstos hasta la puerta, observaron que no existía nada extraño, a excepción de dos escudos que yacían en el suelo a ambos lados de la puerta. ─¿Pasa algo? ─preguntó Atzel luego de observarlos a distancia y acercárseles rápidame n-

te. ─Nos pareció ver unos resplandores y unos extraños sonidos que al parecer provenían de

este sitio. ─Yo también los vi y los escuché ─repuso el otro soldado. Incluso un fuerte viento se manifestó levantando un poco de arena.

─¿Dentro de esta estructura? ─¡Sí señor! ─le contestaron los dos al mismo tiempo.

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─Ambos de seguro lo imaginaron ─expresó el Mayor observando toda la recámara. Tan-to luz del sol así como el excesivo calor a veces nos llega a afectar y... ¿y esos escudos

que hacen en ese sitio? ─Estaban ahí cuando ingresamos.

─De seguro Roberts es el responsable del desorden. Vayan y díganle que olvidó regresar-los a su lugar. ─¡Sí señor! ─expresó uno de los soldados e l cual se adentró dentro de la estructura un

poco nervioso. ─¿Y bien? ─exclamó el Mayor.

─No hay nadie más que nosotros ─se oyó decir desde adentro, apareciendo luego los dos soldados. ─Es bastante extraño. Él me dijo que iba a ver los escudos. ¿Seguro que no había nadie

en ninguna de las otras recámaras? ─A excepción de que se hubiese convertido en fantasma, por que no había nadie ─le re-

puso el soldado. ─Insólito. En fin recojan esos escudos y llévenlos dónde deberían de estar.

Capítulo IX

─¿Qué es este sitio? ─preguntó Ducka todo asustado. ─¡Ni idea! Pero es muy agradable la sensación que se experimenta.

─¿Crees que morimos? ─¡Por supuesto que no! ─Al parecer fuimos succionados o quizás trasladados a otra d i-mensión que se halla en paralelo con la nuestra. Creo que hemos encontrado la puerta de

los dioses ─expresó Roberts al tiempo que se pasaba por la barbilla su mano. ─¿Acaso lo dices por qué esa rara niebla que es lo único que se observa, está formando una especie de arco a nuestro alrededor? ─Más que un apacible sitio, éste me resulta

lúgubre. ¿No será más bien la antesala del mismo infierno? ─Lo dudo mucho.

─¿Y crees que seremos capaces de poder regresar…a nuestro tiempo? ─preguntó Ducka. ─Esperemos. ─¡Saludos! ¡Sean bienvenidos! ─se oyó decir en ese momento entre las brumas.

Roberts y Ducka observaron los alrededores, sin embargo no lograron determinar a nadie, razón por lo cual ambos se miraron entre sí como buscando una respuesta al tiem-

po que se acercaban entre ellos. ─¿Quién dijo eso? ─Identifíquese o de lo contrario nos veremos en la obligación de dis-parar ─exclamó Roberts al tiempo que ambos intentaban sacar sus armas, dándose cuenta

que ya no las portaban. ─¡Mi persona! ─Y empezó lentamente una figura a materializarse delante de ellos. Soy e l

Emisario del Inmortal ─expresó el recién personaje que estaba cubierto con una larga capa gris que ocultaba todo su cuerpo, el cual, parecía que flotaba. De ojos profundos y dulces al igual que su mirada, su rostro irradiaba una enorme paz para el que lo observa-

ra. ¡Sean bienvenidos! ─Al cielo o al infierno ─preguntó Ducka luego de recuperar su aliento.

─A la morada que ustedes quieran viajar ─le contestó el recién llegado mostrando una gran sonrisa en su rostro.

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─¿Otro mundo? ─preguntó Roberts. ─El de una nueva oportunidad en sus mortales vidas. Arreglar lo que pudo haber sido de

su existencia pero que no lo fue por una mala o errónea decisión ─les manifestó el Emisa-rio.

─No hay duda de que este tipo está totalmente trastornado ─le susurró Ducka a Roberts, pero casi de inmediato, luego de haber expresado esa oración, aquél se fue desvaneciendo en forma lenta.

─¿Pero adónde se fue? ─expresó Roberts en forma tímida y nerviosa al Emisario. ─Donde nunca debió haber estado para comenzar, pero no temas por él, regresó al sitio

de donde partieron. Está sano y a salvo, sin embargo un poco confundido dado que no sabe que está haciendo en ese sitio ─le contestó el Emisario con una sonrisa. ─¿Pero por qué?

─Cuando hablamos sin conectarnos con la mente llegamos a mostrar lo que en verdad somos. Él con su incredulidad así como el miedo que lo estaba embargando, exhibió dos

situaciones que evitarían que pudiese decidir en una forma atinada la época que le hubie-se querido regresar. ─¿Estás diciendo que puedo viajar a través del tiempo? ─expresó Roberts asombrado.

─¡Así es! ─A cualquier sitio en particular y regresar con un chasquido de tus dedos o una simple palmeada.

─¿El que yo quiera? ─exclamó Roberts. ─El que fuese tu deseo. Luego de meditar por un breve rato sobre los posibles lugares a los que podría regresar

Roberts finalmente se decidió y argumentó: ─Creo que me gustaría estar en la época en que el manto de la invisibilidad era llevado o

mejor dicho en el preciso instante antes de que éste se extraviase en las eras del tiempo. ─¿Extraviado? ─Francamente me parece que vives una confusión en tus conocimientos, ya que el manto siempre ha estado presente, lo único es que no puede ser visto por aque-

llos ojos humanos comunes ─le argumentó la figura asomando una sonrisa en su rostro. Debes de saber que han habido magos, hechiceros e incluso algunas selectas brujas así

como reyes a las que se les ha permitido utilizarlo, sin embargo, la gran mayoría lo hicie-ron para saciar sus propias ambiciones personales, las que finalmente los condujeron a su propia destrucción más temprano que tarde, ya que es una característica propia que posee

el manto cuando es usado de esa forma. ¿Espero que eso sí lo sabías? ─Sinceramente no. Pero no me afecta en nada, ya que no pienso disfrutar el éxtasis del

poder que podría ostentar al usarla. ─Sin embargo, deseas con ahínco la capa ─le contestó la figura quién luego de realizar un movimiento con su mano al acercarse a una superficie pulida, ésta se empezó a ilumi-

nar mostrando escenas de una época antigua en donde los habitantes de un pueblo eran sometidos por la fuerza de un ejército. Posteriormente apareció un enorme castillo, en la

que en una de sus habitaciones estaba siendo destinada para guardar las numerosas rique-zas acumuladas y bajo un bloque de piedra del piso, un cofre, es lo último que la superfi-cie finalmente reflejó.

─¡Por todos los cielos! ¿Ahí es en donde se encuentra? ─le preguntó Roberts. ─¡Así es! ─Y me parece que ya debes de tener presente también que el poderoso dueño

de todo lo que has observado, no va a estar de acuerdo en desprenderse en una forma vo-luntaria lo que buscas obtener.

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─¿A quién pertenece el castillo? ─expresó Roberts. ─Se hace llamar Goreard.

─Conozco algo de su historia, sin embargo ignoraba que hubiese tenido alguna relación con el manto. ¿Y no puedes trasladarme por un breve momento hasta esa recámara? ─le

dijo finalmente Roberts. Creo que puedo encontrar ese bloque y el cofre. ─No es de tomar el manto y regresar al tiempo actual como lo estás pensando. ─¿Entonces? ─exclamó Roberts.

─Primero debes de apoderarte de ella personalmente y para eso tienes que entrar al casti-llo y del cuál tendrás que salir una vez que lo hayas hecho.

─Con la capa, el huir va a ser muy fácil. ─repuso Roberts. ─Posteriormente, tienes que regresar al mismo sitio en donde llegaste, el resto ya lo sa-bes.

─¡Una palmada o un tronar de dedos y regreso a mi época! ─acotó Roberts. ─Exactamente al momento en que irradiabas con tu compañero la luz de los escudos al

centro del símbolo, pero para esta vez, nada va a llegar a suceder. Además, cuando regre-ses, sólo vas a recordar como si fuese un sueño lo que sucedió en la época, más no en el cómo llegaste.

─Pero tendré la capa que es lo más importante ─le contestó Roberts. Estoy totalmente listo.

─¡Un consejo más! ─Deberás de ingeniarte el suministro de otra ropa de esa época dado que la que vistes no es la más idónea, llamarías mucho la atención. ─ Descuida, que así lo haré ─le dijo Roberts. Pero ¿cómo haré para comunicarme con las

personas de ese tiempo? ¿Con señas? ─Mientras estés en esa época, entenderás como si fueras un nativo del lugar cualquier

lengua que se hable. ¡Suerte viajero! Una fuerte luz en ese momento bañó en su totalidad al cuerpo de Roberts el cual fina l-mente lo hizo desaparecer.

─A pesar de los siglos que se han sucedido, como que el ser humano no deja de ser codi-cioso y sumamente ambicioso. Es lamentable que la paz espiritual y la armonía sólo se

puedan llegar a encontrar en la hora de su extinción. ¡No sabes cómo me molesta eso en verdad! ─¿Sucede algo? ─preguntó el Emisario.

─Las ondas del tiempo han sufrido una marcada deformación. ¿Sabes quiénes fueron los visitantes?

─¡Dos uniformados! ─Envié uno de vuelta a raíz de sus comentarios sarcásticos. No va a recordar nada ─le repuso el Emisario. ─¿Y el otro?

─Al parecer quería sólo la capa de la invisibilidad ─le contestó el Emisario. ─¿Le mostraste en donde estaba?

─La época y el castillo así como las posibles dificultades que podría hallar. De seguro logró apoderarse de ella, aunque no comprendo por qué la capa pudo haber motivado la dispersión de las ondas.

─¡La capa no es la culpable! ─expresó el recién llegado al tiempo que se acercaba y ob-servaba lo que la pared pulida reflejaba.

─¿Entonces? ─le preguntó el Emisario.

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─¡Ahí tienes la respuesta! Al parecer uno de los futuros descendientes de ese viajero, va a eliminar por accidente al que iba a ostentar el nombre de César en un tiempo posterior.

Una grave situación que hay que corregir. ─¿Seguro?

─La muerte de ese tipo que estás observando nunca debió de haber sucedido para empe-zar, por consiguiente, es a partir de ese momento en que la dispersión temporal del tiem-po va a empezar.

─¡No podemos traerlo de regreso! ¿Cómo lo piensas arreglar entonces? ─expresó el Emi-sario.

─Una solución sería el de eliminar a todas las mujeres que hayan podido relacionarse con él lo que no sería lo más justo para ninguna de ellas o simplemente lo más razonable, eliminar la causa que va a originar la consecuencia, el viajero.

─Me parece que ninguna de las dos soluciones son plausibles de poder ejecutar. Nuestra forma de energía impide que podamos francamente llevar a cabo cualquiera de esos abe-

rrantes actos. ─¡Ya lo sé! ─Por eso la única opción que nos queda como ha sucedido en otras ocasio-nes, es enviar a alguien a la misma época para que éste sea quién restablezca el orden

establecido. ─¿Y si nadie utiliza el canal tridimensional?

─En ese caso y a pesar de que no es lo más aconsejable, habrá que hacer una excepción y ayudar obligatoriamente a ese alguien a venir. ─Y puede saber en dónde vamos a encontrar entre tanta población como la que abunda

actualmente, ¿a ese supuesto favorecido? ─le preguntó el Emisario. La pared pulida a un ademán del recién llegado empezó esta vez a reflejar lo que estaba

sucediendo dentro de la construcción. El rostro de un personaje acaparó la atención de ambos. ─¿Y quién es ese? ─preguntó el Emisario.

─¡Nuestra respuesta! ─El que aparentemente está impidiendo que el tiempo haya logrado formar un universo paralelo. De una forma u otra, él está ligado al futuro del viajero a

pesar de que éste se halle en el pasado ahora por lo que debemos de aprovecharnos de esta coyuntura. ─¿Y qué sucedería sí por casualidad el primer viajero lo llega a eliminar? ─expresó el

Emisario ya un poco preocupado. ─Los sutiles hilos de la existencia siempre están sujetos a un principio y un fin de los que

no podemos, mucho menos impedir, el intentar frenar esa realidad. Si nuestro elegido es asesinado, es simplemente por que el epílogo de su existencia así estaba escrito, sin e m-bargo, esa situación nos podría permitir utilizar otro personaje de la misma época que

finalmente eliminara al viajero o su descendencia como último fin, que es lo único que nos puede interesar en estos momentos.

─Si piensas transportarlo, habrá que hacerlo entonces muy rápidamente. Al parecer, nues-tra edificación esta siendo atacada y muy fuertemente según se observa ─alegó acercá n-dose a la piedra pulida ─repuso el Emisario.

El recién llegado no le contestó, solo asomó una pequeña sonrisa y expresando unas palabras en un dialecto extraño, cerró sus ojos y casi de seguido, se materializó el Maris-

cal, el cuál, se encontraba bastante polvoriento.

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Capitulo X ─Rápido Atzel, ordena una retirada que... ¿Y este sitio?. ¿En dónde están todos mis hom-bres?

─Descuide Mariscal. ¡Todo está bien! ─¿Bien? ─Pero si nos están atacando salvajemente. ¿Y cómo sabe mi rango? ¿Quiénes

son ustedes? ¿En dónde estamos? ─Tantas preguntas a un mismo tiempo como que no es posible responder las todas, sin embargo y si logra calmar su convulsionada mente, nos dará la oportunidad de saciar

todas sus interrogantes. Él es Aart el Emisario, y yo soy Ambros. Podría decirse que a m-bos somos una especie de guardianes del tiempo.

─Me parece que no hay relojes en este lúgubre sitio ─le argumentó el Mariscal al tiempo que observaba detenidamente todos los alrededores. ─Una perspicaz y atinada respuesta ─le contestó Ambros con una enorme sonrisa. De

cejas espesas, ojos cafés que los resaltaba una mirada que revelaba un amplio conoci-miento como sabiduría que solo el transcurrir del tiempo puede ofrecer. Lucía un impe-

cable manto semiblanco con algunas incrustaciones doradas. ─¿Desea algo de tomar Mariscal? ─expresó Aart en ese momento. ─Por favor y que sea lo bastante fuerte. Sería mucho mejor que fuese doble o quizás tri-

ple,. ─¡Claro! ─Tuvo un día bastante agitado, máxime con la explosión que ocurrió ─le co n-

testó Aart. ─¿Estoy muerto entonces? ─¿Por qué no dejas que sea yo el que hable? ─le dijo Ambros al acercársele a Aart. Y no

te atrevas en esta ocasión ─agregó al pasar junto a él ─a realizar la aparición de su bebida delante de él. Conozco que te gusta ver la reacción de asombro en sus caras cuando lo haces.

─¿Y cómo piensas entonces que voy a obtener la bebida que él solicitó? ─¡Muy simple! ─Te alejas y la traes, así de sencillo. Entiende, estos simples mortales

como que no logran comprender el oculto arte que poseemos. Trae lo que pidió ─expresó en voz alta esto último, al tiempo que se le acercaba al Mariscal. Tenemos mucho que hablar y no está herido ni muerto ─finalmente expresó.

─¿Entonces que sitio es este? ─El que otorga a los viajeros la oportunidad de volver sobre sus propias huellas. El sueño

de Cronos. ─Usted habla como Roberts y Cernny, el amigo de Ikuro. No soy arqueólogo Ambros, por consiguiente no sé de lo que está hablando.

─Del sitio que su persona descubrió cuando huían de los pájaros de metal que en su tie m-po llaman aviones pero que usted muy acertadamente, llamó gavilanes.

─¿Pero cómo es que sabe tanto? ─¡Por qué es el Inmortal! ¡Su bebida Mariscal! ¡Puede servirse usted mismo! ─expresó Aart mostrándole un carrito repleto de todo tipo de envases de licor, algunos muy ant i-

guos. No sabía que tan fuerte lo deseaba. ─Ya voy entiendo, son espías, ¿verdad?

Ambros al principio le sostuvo una mirada larga, casi astuta a un dubitativo Mariscal, quién optó mejor por servirse un trago y beberlo en una forma rápida. Posteriormente, la

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risa que empezó a inundar al anciano como al mismo Aart, finalmente hizo que los ob-servase fijamente.

─¿Dije algo gracioso? ─¡Para nada Mariscal! ─Es la forma en que su mente intenta justificar lo que no puede

aceptar. Y es lógico que lo haga. Ahora, permítame decirle que estamos en una d imensión que es paralela a la que usted pertenece y que la construcción que descubrió, es un templo que viene a fungir como una especie de puerto entre los dos mundos. En épocas antiguas,

los sumos sacerdotes eran los encargados de elegir a todos aquellos viajeros. Por supues-to, la codicia del mundo en que usted vive, también los fue consumiendo y a cambio de

poder, riquezas, fueron tergiversando el fin para lo que el templo fue edificado. Usurpa-dores, reyes despóticos entre muchos tuvieron una segunda oportunidad de cambio en sus vidas, aunque no en su destino final.

─¿Qué quiere decir cuando habla de un cambio? ─Volver a su pasado e intentar variarlo ─expresó Aart.

─¿Así de simple? ─expresó con una incrédula sonrisa el Mariscal. Ambros levantó en ese momento la mano y detrás de ésta, fueron apareciendo imágenes borrosas que cuando se aclararon, hicieron que el mismo Mariscal quedara estupefacto al

observar lo que exactamente sucedió con los aviones días atrás desde el mismo punto de enfoque como él lo experimentó.

─Pero es imposible. ─¿El poder ver una acción ya sucedida o creer que el tiempo es invariable? ─Supongo que ambas ─repuso el Mariscal sirviéndose otro trago esta vez triple en su

vaso. ¡Definitivamente un excelente licor! ─expresó volviendo a ver a Aart, quién inclinó levemente su cabeza. Ahora lo que no me ha quedado muy claro, es la razón del por qué

yo me hallo en este sitio con ustedes y conste que no me estoy quejando de ello. ─Está aquí por que creemos que eres el único que nos puede ayudar. El Mariscal empezó a carcajearse sonoramente al escuchar todo lo anterior mientras que

Ambros y Aart se empezaban a mirar entre sí sin comprender, finalmente éste último argumentó:

─Sin duda la felicidad de poder ayudarnos se está reflejando en su extraño comporta-miento. ─¡Oh vamos! No es para que me lo tomen a mal ─expresó al rato el Mariscal. Pero sólo

díganme, ¿cómo podría un sencillo mortal plagado de muchos defectos ayudar a aquellos que logran dominar el tiempo y se hacen llamar sus guardianes?

─¡Muy fácil! ─En todos aquellos aspectos en los que no podemos intervenir ─le repuso Ambros. ─Bromea, ¿verdad?

─¡No Mariscal! ─Lo que sucede realmente es que un viajero al parecer prefirió quedarse en un tiempo que no le corresponde ─le contestó Ambros.

─¿Y eso es malo? ─La idea de viajar en el tiempo es cambiar sustancialmente al menos lo que pudo haber sido de lo que fue, no es radicar en él por simple conveniencia dado que múltiples aspec-

tos podrían presentarse, los cuáles podrían llegar a generar una desviación de la curvatura original, emplazando de esta manera todo el futuro hacia una dimensión paralela ─repuso

Ambros.

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─Con lo que me ha explicado, sospecho que no es lo más idóneo ─expresó el Mariscal sirviéndose nuevamente otra copa.

─¡Así es! ─Por eso es menester eliminar a ese viajero o borrar simplemente todos aque-llos lazos que éste pudiese haber originado desde su llegada. Situaciones ambas, que no

podemos llevar a cabo nosotros. ─¿Están pensando acaso que yo sea el que lo elimine? ─Si no acepta las razones, me temo que así debe de ser ─repuso Aart sirviéndole esta vez

un trago. ¡Es vino! ─Una excelente cosecha de uno de los mejores viñedos de una época verdaderamente antigua, lástima que el volcán explotó arruinando toda la región.

─¿No me digan que están hablando del volcán Vesubio que se encuentra en Italia y que destruyó varias ciudades romanas? ─De otro vecino muy cerca de la zona, el Acrotil, sin embargo con un gran poder devas-

tador nunca antes visto hasta nuestros días. Se lo puedo asegurar ─le dijo Aart. ─No creo haber escuchado de ese volcán anteriormente.

─Ese es el problema de cómo enfocan en algunas ocasiones ustedes la historia Mariscal. Muchas veces omiten verdaderas circunstancias que sucedieron por que a alguien impor-tante en el tema no le puede parecer posible ─expresó Ambros mientras que la imagen

que se desarrollaba a sus espaldas, mostraba en ese momento, horripilantes escenas de caos, aflicción y muerte ocasionada por la furia de la montaña.

─¿Fue de esa manera en que sucedió? ─Desgraciadamente para los ojos de los que la vivieron en carne y hueso, así fue como pasó .

─Pero es como observar un programa televisivo o una película. ─Solamente que en esta precisa ocasión, esos actores que usted percibe, desdichadamente

todos son reales ─le argumentó Ambros volteándose y viendo la escena. Me entristece el ver morir a tanta gente inocente y más aún, si son tan jóvenes, como ese pobre que sos-tiene la cabra en sus brazos.

─¿Y cómo hacen para decidir que época quieren observar? ─¡Con nuestro pensamiento! ─La energía mental simplemente se logra canalizar en o n-

das las que son absorbidas por el reproductor tridimensional originando un enlace entre dos tiempos, el cual permite desplazarnos finalmente a la época deseada ─le contestó Ambros.

─Un poco complicado. ─Teniendo los dos sistemas, es verdaderamente muy simple ─expresó Ambros.

─¿Dos? ─preguntó el Mariscal. ─¡Sí! ─Uno se ubicó al principio de su tiempo que fue asimilando ondas electromagnéti-cas desde entonces, mientras que el segundo, reproduce esas imágenes y permite enlazar-

nos con ellas. ─Es como interactuar con un sueño, pero con más realismo ─expresó Aart al tiempo que

le ofrecía una nueva copa. ─¿Más vino? ─le preguntó el Mariscal al tiempo que la tomaba. ─¡No! ─Es una bebida que a usted le gusta mucho. Whisky y con muchos años de añe-

jamiento, cuatro mil para ser exactos. ─Y estas ondas por casualidad, ¿no les advirtieron que se equivocaron de hombre? ─El

ser un militar me parece que no es sinónimo de que yo fuese un asesino, mucho menos un

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mercenario. Como guardianes del tiempo, creo que debieron de haber dado un vistazo al futuro.

Ambros solo se sonrió, juntó sus dos manos y casi de seguido hizo aparecer una bolsa que posteriormente se la ofreció al Mariscal.

─Es el mejor tabaco de pipa y sabemos que le gusta por que hemos observado su pasado. El futuro por el contrario como el de cualquier ser, es una quimera, un arco iris, una pro-mesa que solo debe ser develada con el transcurso del tiempo y de nuestras propias ac-

ciones. Por supuesto, no vamos a negar que afortunadamente existieron numerosos guar-dianes en distintas épocas que prefirieron compartir desinteresadamente sus dotes proféti-

cos con el fin de ayudar a todos aquellos que los llegaban a escuchar, de la misma manera como nosotros lo llegamos a hacer desde el sitio que sin querer ustedes llegaron a descu-brir nuevamente.

─¡Un momento! ¿Quiere decir que todas las profecías famosas que conocemos o hemos escuchado en nuestro tiempo fueron ocasionadas por seres que prácticamente salieron de

este sitio? ─Ni más ni menos ─repuso Aart. ─¡Vaya!

─¿Sorprendido Mariscal? ─le preguntó Aart. ─Ya decía yo que no eran simples seres que se les ocurrió escribir ni lo que observaban

era a través de una esfera de cristal ─expuso acercándose en ese momento a la pared pu-lida. ─¿Esfera? ─expresó bastante confundido Aart.

─¡No me haga caso! ─Tan solo estaba pensando en voz alta. Por cierto, ese tipo que se observa tiene mucha similitud con uno de mis subalternos. Su nombre es Roberts, es uno

de los científicos, ¿es acaso él su antecesor? ─¡No Mariscal! ─¡Ese es el viajero del que hemos estado hablando! ─le contestó Am-bros. Por alguna extraña razón el futuro de él y el suyo están muy relacionados, dado que

no se ha podido generar un universo paralelo a pesar de que el tiempo fue variado cons i-derablemente.

─¿Y no pueden regresar el tiempo antes de que él llegase a este sitio y de esta forma de-tener lo que va a suceder, está sucediendo o sucedió? ─Desafortunadamente me temo que no es posible, nosotros tan sólo abrimos las puertas y

no las cerramos. Cuando él ingresó en el canal del tiempo puede realizar el camino que desea y quizás ese fue nuestro gran error, el ignorar que sus verdaderas intenciones eran

el de quedarse en esa época. ─¡Lo entiendo! ─Sin embargo me están pidiendo que elimine a uno de mis propios hom-bres y eso es sumamente difícil, no soy verdugo, mucho menos asesino. Ya se los dije

anteriormente. ─Comprendemos su situación y se la respetamos, no obstante debe tener presente que

aunque usted se lo ordene, quizás él no quiera aceptar las sugerencias de volver a su épo-ca voluntariamente y si eso no llega a suceder, el desplazamiento temporal se mantendrá a un punto en que su misma existencia Mariscal podría estar en juego, dado que el tiempo

empezará a cambiar. ─Si tengo presente lo que ustedes anteriormente me han mencionado considero entonces

que es imposible que...

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─¡Exactamente Mariscal! ─lo interrumpió Ambros. Cómo ve no hay nada más que decir. Simplemente ese sujeto...

─¡Roberts! ─Como sea que se llame ─prosiguió Ambros. Tenga presente que ese sujeto va a realizar

todo el proyecto que se propuso desde un principio a toda costa y si lo ve a usted, no le quepa duda alguna que hará todo lo posible por llegar a eliminarlo, sabe perfectamente cuáles van a ser sus intenciones al verlo en esa época también. No le podemos decir nada

más por que realmente ignoramos cuál de los dos podría salir adelante en un posible en-frentamiento, dado que eso está enmarcado en el futuro de ambos a pesar de que están

viviendo en un pasado. ─Tiene mucha ventaja si ya está en ese lugar ─expresó el Mariscal. De seguro con sus amplios conocimientos para estas alturas comanda todo un ejército y supongo que bastan-

te fuerte. ─Realmente eso no es muy importante, además, usted podrá hacer lo mismo co n las tri-

bus circunvecinas. ─¿Deben de estar bromeando? ─No estoy en edad como para empezar a formar un ejérc i-to y menos en un sitio en donde los jóvenes por lo que he podido observar en esas imáge-

nes, son los que mandan, ¿acaso no las ha visto? ─Difícilmente lo que podría llegar a reunir sería como una chusma de guerreros... seniles.

─Los que serían más sabios a causa de la experiencia que solo los años les podrían haber otorgado ─expresó Ambros con una sonrisa. ─¡No lo sé! ─Díganme, si me decidiese a ir, ¿tendría la posibilidad de llevar alguna de

nuestras sofisticadas tecnologías en lo que se refiere a armas? ─Me temo que no Mariscal, aunque nada impide que no pueda llegar a construirlas en ese

tiempo. ─Sin ningún adelanto tecnológico dado que la época es muy anterior y basado en que no es mi campo el ser inventor, como que no me deja muchas alternativas para ser analiza-

das ─repuso mientras comenzaba a preparar y encender la pipa para seguir observando con bastantes dudas lo que la pantalla exponía.

─Si persiste en la incertidumbre que lo está embargando, no me cabe ninguna duda de que vamos a estar pronto en otra dimensión. Habrá que idear algo y rápido ─le dijo Aart al Inmortal.

─¡Tienes mucha razón! ─le contestó Ambros. Y dígame Mariscal, sí lo acompañase al-guno de su entera confianza ¿se decidiría a ir? ─finalmente le preguntó Ambros volvién-

dolo a ver. ─Existen excepciones y tal parece que ésta es una de ellas ─argumentó Aart de inmedia-to.

─En ese caso y por tener el derecho de volver a nacer, que sea el Mayor Atzel. ─¡Así será! ─Y casi de inmediato una deslumbrante luz empezó a rodear al Mariscal

quién desapareció. ─¿Cree que podrá lograrlo? ─preguntó Aart. ─Espero que sí.

─No le explicamos el cómo regresar. ─¿Importa eso en este momento? ─le contestó Ambros moviendo negativamente su ca-

beza y acercándose a la piedra pulida a la que con un movimiento de su mano hizo que otro tipo de imágenes empezaran a mostrarse en ella.

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Capitulo XI Un sol radiante se manifestaba en el cenit y sin embargo unas amenazantes nubes que comenzaban a levantarse pronunciadamente hacia el este, presagiaban que se acercaba

una tormenta, al menos eso es lo que podría observar cualquier caminante alerta, pero éste en particular iba sin rumbo fijo y continuamente se detenía a mirar afanosamente los

alrededores. Divagando, quizás optó por abandonar las tierras anchas y cubiertas de pas-tos y se dirigió hacia una zona boscosa que sobresalía y que comenzaba a hacerse más densa y frondoso conforme si iba adentrando.

Troncos de diversas formas y tamaños, algunos derechos como también inclinados em-pezaban a obstruirle su camino al tiempo que algunos árboles retorcidos y encorvados

empezaban a simular extrañas formas. De pronto, el viajero se detuvo debido a las nume-rosas raíces entrelazadas y retorcidas que le evitaban seguir avanzando lo que motivó a que retrocediera y analizara la situación en que se encontraba.

El murmullo de un sonido que le era muy familiar hizo finalmente que se dirigiera a él. Pronto el ruido se hizo más estruendoso y pudo observar a través de las ramas, el resplan-

dor de la corriente de un río. Ayudado por un manojo de ramas que descollaban comenzó a descender hasta un pe-queño prado verde que apenas sobresalía antes de que el estrecho río se perdiese tras una

curva. Observando la majestuosidad del sitio en donde se encontraba, de pronto el viajero vo l-

teó su rostro y advirtió como una pequeña columna blanca se elevaba detrás de unos enormes bloques de piedra así como empezaba a inundar el ambiente el aroma peculiar de la carne que se dora.

Acercándose con sumo cuidado al tiempo que intentaba sacar su arma, se percató que en lugar de una sofisticada pistola, pendía en su cinturón una flamante y filosa espada, la que luego de desenvainar, notó que era extrañamente liviana.

Respirando hondo, se fue asomando muy lentamente, sin embargo se fue tranquilizando al notar que sólo era un sujeto el que estaba sentado y le daba su espalda, además de que

parecía estar hablando solo. ─¡Con un poco de rapidez creo que puedo sorprenderlo! ─pensó para sí, más cuando se decidió a actuar, los sonidos de una piedras que resbalaban en ese momento delataron su

presencia. A pesar de lo anterior, se abalanzó, sin embargo se detuvo a mitad del trayecto al notar

claramente quién era su contendiente. ─¿Mayor? ─Mariscal, ¿me podría decir que hace con ese arcaico artefacto en la mano? ─Se nota un

poco peligroso, podría herir a alguien. ─¿Con esto? ─¡Ni filo tiene! ─repuso aquel mientras envainaba nuevamente la espada en

la funda. ─Deberías entonces deshacerte de ella ya que no te va a servir ni para pelar una simple papa.

─Posiblemente, pero con un poco de filo creo que se arregla todo, además, es mejor que no tener nada ─le contestó.

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─No sé por que en mi sueño a ti te doy una flamante espada aunque fuese de baja calidad y yo que soy el protagonista principal, tengo que ideármelas por conseguir cualquier ar-

ma. ─¿Sueño?

─¡Por supuesto! ─Solo de esta forma se puede explicar el que haya logrado cambiar el infernal calor del desierto por un clima y lugar tan agradable como el que nos encontra-mos en un santiamén. Hasta el aire se respira más limpio, sin contaminantes.

─¿Y sabes por casualidad en dónde estamos? ─le preguntó el Mariscal. ─¡Ni falta que hace! ─Ya te lo dije, es mi sueño y de seguro pronto me despertaré, aun-

que ¿no sé por qué estas tú en él? ─¡Muy simple! ─Para qué me invitaras a comer ─repuso el Mariscal observando lo que se cocinaba en la fogata. ¿Qué son por cierto?

─Aunque no lo creas, conejos. Jugosos y apetitosos conejos. ─¿Y cómo los agarraste? ¿Tienes acaso un rifle?

─¡Por favor! ─Para lograr captar el verdadero sabor de la carne Mariscal, es imprescind i-ble no usar armas de fuego ya que la pólvora adereza horripilantemente nuestra presa. Por eso, es que simplemente confeccione una ligera lanza con la rama de aquel árbol que está

allí ─señalándolo, y simplemente aguardé a que se aproximaran. Sabía que se acercarían, después de todo, ¿no es este mi sueño?

─¿El cazar liebres? ─¡No! ─Me refiero a todo esto que yo he creado en mi mente. Es fantástico. Y son cone-jos lo que cacé.

─Liebres o conejos, lo que sea, sabrían un poco mejor si los hubieses adobado con algu-nas cuantas especies ─argumentó el Mariscal luego de servirse un pedazo y haberlas pro-

bado. ─Pero qué amables son al prepararnos nuestra comida ─se oyó decir en ese momento detrás de ellos. Tenemos días de no probar un bocado caliente ─argumentó con sonora

voz un personaje de treinta años, cabello rojo y no muy cuidado. Robusta complexión, ojos cafés. Vestía un atuendo de pieles y estaba armado con una pesada espada. Lo

acompañaban cuatro hombres que lucían igual traje y que en forma amenazante los ob-servaban. ─¡Vaya amistades! ─Estoy seguro de me saqué a todos estos cavernícolas de lo más pro-

fundo de mi subconsciente. Habrá que desaparecerlos ─argumentó el Mayor al verlos y finalmente con una sonrisa empezó a chasquear los dedos.

─Creo que deberías saber algo y me parece que es bastante importante ─le dijo el Maris-cal. ─¿Qué lo que estoy haciendo no funciona a distancia? ¿Cómo no se me ocurrió? ¡Real-

mente puede que tengas razón! ─Así que me acercaré un poco más. ─¡Yo no haría eso! ─le manifestó el Mariscal mientras empezaba a desenvainar nueva-

mente su espada y en una forma bastante sutil. ─¡Descuida! Si bien es cierto que se ven bastantes agresivos, pronto serán un recuerdo fugaz en mi imaginación. Y empezó a tronar nuevamente los dedos prácticamente enfre n-

te de la cara del que había hablado. ¡Qué extraño! ─Quizás si le jalo un cachete funcione. ¡No! ─ Todavía sigue ahí.

─¡Vas a morir maldito bastardo! ─argumentó la figura muy molesta por el pellizco rec i-bido en la cara ─y sacando su arma apresuradamente le lanzó una peligrosa estocada, la

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cuál hizo que el Mayor gracias a sus rápidos reflejos lograra esquivarla pero con alguna dificultad ya que hizo que terminase en el suelo.

─¿Aún piensas que es un hermoso y fantástico sueño el que estás experimentando? ─le dijo el Mariscal mientras comenzaba a protegerlo con su espada.

─Quizás quiera convertirse en pesadilla, sin embargo leí en un artículo que nunca hay que permitir que la mente gobierne nuestras acciones ─expuso el Mayor tomando su lan-za, la cuál la arrojó fuertemente, ensartándole en el pecho de otro de los recién llegados

que cayó pesadamente. Ahora sólo quedan tres. De seguro deben de querer desaparecer de esa manera. Le están poniendo un poco de emoción a la situación.

El Mariscal no le contestó, prefirió arremeter en contra del guerrero que había intenta-do agredir al Mayor al inicio y extrañamente para él, se d io cuenta de que podía manejar muy eficientemente la espada a pesar de que era la primera vez que la utilizaba. Repelía

los ataques profundos y certeros que su contrincante le lanzaba con su enorme espada con una técnica especial, la que empezó aparentemente a molestar a su oponente ya que no le

dejaba acercársele para acabar la pelea de un solo golpe como quería hacerlo, parecía que estaba buscando como impresionar a alguien. Realizando su pelea a su modo, el Mariscal evitó al agacharse el ataque que le había

lanzado su desesperado rival, con la suerte de que éste quedó en una posición idónea para arremeterlo, lo que no dudo en hacerlo en una forma rápida al cercenarle su cuerpo a la

mitad. Luego de observar como la sangre del cuerpo inerte empezaba a derramarse en el suelo, miró al otro guerrero, quién asustado al percatarse de todo lo que le había aconte-cido a sus amigos, prefirió lanzar su arma al suelo a efectos de que no le estorbase en su

veloz huida. Mientras tanto el Mayor, luego de sacar un cuchillo de piedra que se había confeccio-

nado así como de evadir los amagos infructuosos de su rival, logró asirlo por la espalda y finalmente le cercenó la garganta de un solo corte. ¡Cielos! ¿No vas a negar que fue indu-dablemente emocionante? ─expresó finalmente volviendo a ver al Mariscal quién obser-

vaba detenidamente a los cadáveres. ─Realmente no me quejo.

─¿Buscas algo en particular? ─le preguntó el Mayor. ─Algún indicio que nos diga quienes son o de donde venían. ─¡De mi mente!. ¿De dónde si no?

─¡Vamos Mayor! No vas a creer después de todo lo que nos ha sucedido, ¿qué todavía estás experimentando un simple y tranquilo sueño?

─¿Por qué no? Para comenzar, es la única forma en que podría explicarse que manejaras tan eficientemente ese instrumento de la manera que lo observé. Prácticamente se podría decir que naciste con una espada en la mano y hasta donde yo sé, nunca recibiste una sola

clase. Por cierto Mariscal, ¿no me mencionaste anteriormente que no tenía filo la inofen-siva y pequeña arma?

─Así es, de seguro adquirió un poco a raíz de los golpes con las otras espadas enemigas que le dieron. ─Eso debido haber sucedido, ¡sí! ─repuso el Mayor al tiempo que observaba la fogata y

se dirigía a tomar un poco de carne que aún se mantenía sobre ella, sin embargo, unos pequeños ruidos provenientes de la floresta, lo detuvo súbitamente. Creo Mariscal que

tenemos aún algunos invitados un poco rezagados. ─En ese caso, habrá que darles la correspondiente bienvenida.

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Ambos se acercaron rápidamente de dónde había provenido el ruido y al abrir las tupi-das ramas, hallaron a una mujer que protegía en ese instante a dos niñas.

─¡No por favor! ─expresó levantando sus manos. ─¡Es una mujer! ─argumentó el Mayor bastante asombrado.

─Una observación muy acertada ─repuso el Mariscal aunque en realidad me parece que son tres. ─Misericordia mis señores, por favor no nos maten. Haré lo que ustedes quieran pero no

les hagan daño ─expresó la mujer abrazando fuertemente a las dos niñas. ─¿Serán rehenes?

─¡Esclavas! ─le contestó el Mariscal luego de ver en el hombro de una de las niñas, una extraña marca como de una “O”. ─¿Estás seguro?

─¡Completamente! ─mostrándole las marcas de las dos jóvenes al Mayor. Se las hicieron al parecer con un hierro candente como si fuese simple ganado hace dos o tres días cuan-

do mucho. ─Pero esos tipos son unos miserables desgraciados. Habrá que dar aviso a las autoridades para que el cómplice que logró escapar y que de seguro también participó en esos abe-

rrantes actos, pase unos largos años encarcelado. Afortunadamente, ya estos tres no ocu-parán de ningún juicio ─argumentó finalmente observándolos.

─Mayor, ¿sabe en verdad el tiempo en que nos ubicamos? ─Según mi reloj, apenas un poco después de la 1 de la tarde, de un lunes 28 de agosto. ─No pedí el día, ni el mes, mucho menos la hora, simplemente el año.

─¿El año? ¿Te sientes bien? ─preguntó sumamente extrañado el Mayor luego de obser-var nuevamente el reloj y advertir que no tenía ese importante dato.

─¿Acaso no vistes las ropas de ellos o la que usan estas mujeres? ─le preguntó el Maris-cal. ─¡Por supuesto! Se nota que no van a ninguna buena tienda, por eso visten un poco anti-

cuado o quizás no portan mucho dinero como para costearse otra indumentaria mejor. ¿Qué crees?

─ Mayor, por casualidad, ¿no se te ha ocurrido que es muy probable que no sean de nues-tra época? ─Además, ¿no te resulta extraño, que no tengas ninguna de tus favoritas armas a la mano y hayas tenido que defenderte con una pequeña lanza?

─¡Mataste a Obitán! ─le dijo en ese momento una de las niñas al tiempo que se quitaba el cabello de la frente que el fuerte viento le había empujado.

─¿De quién hablas pequeña? ─le preguntó el Mariscal volviéndola a ver. ─¡De ese maldito desalmado! ─expresó la mujer acercándose a uno de los cadáveres al que pateó salvajemente la cara y posteriormente le escupió.

─No sé por qué tengo la ligera impresión de que lo detestaba y bastante ─expresó el Ma-yor.

─Y este Obitán, ¿quién era? ─¡El difunto cadáver! ¿No te lo acaba de expresar la pequeña? ─le contestó el Mayor. ─Me refiero a cuando estaba con vida ─expresó el Mariscal observándolo.

─No sé por qué me lo preguntas a mí ─exclamó el Mayor al tiempo que le ofrecía a las mujeres un poco de la carne.

─¿Qué dices?

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─Acerca de la vida de ese tipo. Sinceramente Mariscal ignoro por que apareció en mi sueño.

─Yo no te lo he preguntado a ti, sino a ellas ─señalándolas. ─¡Ah!

─¡Era el líder de los Velkin! ─le contestó la mujer. Llegaron al amanecer en sus barcos. Mis hijas y yo estábamos recogiendo leña con otras mujeres cuando los vimos acercarse a nuestra aldea. No hubo salvación para ninguno. Al verlos, corrimos hacia la seguridad de

la Diosa que vive en el bosque, sin embargo, los vigías, nos descubrieron y se pusieron tras de nosotras. Pasamos escondidas mucho tiempo sin poder prender un fuego, pasando

frió y hambre, hasta que finalmente, nos sorprendieron en un claro no muy lejos de aquí. ¡Somos ahora sus esclavas mis señores! ─e inclinándose las tres, pusieron la frente en el suelo en señal de sumisión.

─Si quieres saber mi opinión, no hay duda de que está totalmente trastornada ─le susurró el Mayor al Mariscal. Habrá que seguirle la corriente hasta que la podamos encerrar en

algún centro psiquiátrico. Se dice que este tipo de gente es sumamente peligrosa máxime cuando se enojan o se les contradice. ─Si lo que ella dijo es verdad, es mejor que nos alejémonos de esta zona lo más pronto

posible. Sus amigos ─observando a los cadáveres ─pronto vendrán a buscarlos. ─¿Y si tiramos los cadáveres al rió? ─alegó el Mayor.

─Eso no va a evitar para nada que vengan a buscarlos. ─Por favor, ¡háganlo! ─Así no tendrán cuerpos que sepultar y sus almas vagarán eterna-mente por los bosques ─argumentó la mujer con una sonrisa. Alabado sea la diosa de la

Naturaleza para con sus hijas. ─Estoy seguro por la forma en que se expresó, que definitivamente no es musulmana

como también tengo la ligera impresión de que no estamos donde creo que deberíamos de estar ─expresó el Mayor luego de haber lanzado al rió uno de los cadáveres y advertir como la corriente se lo llevaba.

─¿Y qué te ha hecho variar tan acertadamente tu pensamiento? ─le dijo el Mariscal. ─¡Este maldito cauce! ─Está totalmente cristalino, no se parece en lo más mínimo al que

conocemos, además de que la geografía del lugar, como que no sé, me parece que es to-talmente distinta. ─Me alegro que ya lo hayas notado ─expresó el Mariscal mientras observaba la posición

del sol en ese momento y preparaba su pipa. ─¿No sabía que habías cambiado de marca de tabaco? ─argumentó el Mayor señalándole

la bolsa. ─Es un obsequio. ─¿Me permites? ¡Excelente, huele bastante bien! ─expresó luego de olerlo y de devolver-

le la bolsa. ─Me aseguraron que era el mejor que hay. ¿Listo para movernos Mayor?

─¿Hacia dónde? ─Subiremos aquella colina que sobresale y una vez en ella, ahí decidiremos. ─¿Qué vamos a hacer con esa mujer y sus pequeñas traviesas? ¿Llevarlas acaso con no-

sotros? ─alegó el Mayor. ─¿Tienes alguna idea mejor?

─¡Efectivamente! ¡Dejarlas en este sitio! ─le contestó el Mayor. ─¿Aquí?

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─¡Por supuesto! ─No creo que les hagan nada los que vengan a buscar a nuestros húme-dos fantasmas dado que no los van a hallar en los alrededores. Ellas, supongo, podrían

pasar por simples residentes de este sitio. ─¿Ya olvidaste que eran las esclavas de un jefe y por ende los seres que vienen las tienen

que conocer? ¡Tienen su marca! ─Además, no vamos a perder nuestro valioso y escaso tiempo intentando construirle a ellas un pequeño refugio. Quizás hallemos más adelante algún sobreviviente de su tribu, así que en marcha ─y llamando a la mujer les hizo una

señal para que los siguiera, acción que efectivamente comprendió ya que no tardó mucho tiempo en alcanzarlos.

Capitulo XII Un terreno bastante accidentado empezó a mostrarse conforme iban ascendiendo y tras un largo caminar, finalmente lograron alcanzar el pequeño monte aislado de porfido en

donde dirigieron sus miradas hacia todos los puntos del horizonte. Un enorme y profundo valle se manifestaba ante ellos. Verdes llanuras se perdían en el

horizonte en donde las sinuosas e imponentes montañas se ocultaban levemente tras un pequeño y denso velo blanco. ─Bien Mariscal, a excepción de que tengas un excelente mapa, da lo mismo tomar cua l-

quier dirección ─argumentó el Mayor observando el panorama al tiempo que con las dos manos, sujetaba alzada a la niña más pequeña.

─Seguiremos la ruta serpenteante del río hasta alcanzar aquella zona boscosa. En él esta-remos más protegidos que lo podríamos de estar si atravesáramos la zona de la margen contraria.

─Por qué simplemente, ¿no aguardamos en este majestuoso mirador a que yo me despier-te?, así no gastaríamos energía inútilmente. ─Debido a que no estamos viviendo ningún sueño. ¡Entiéndelo!

─¡Está bien, te creo! Pero si no es un sueño, ¿podrías entonces decirme que hacemos en un lugar como éste? ─le preguntó el Mayor.

─Tenemos que encontrar a Roberts y obligarlo a regresar. ─¿Es que se perdió o desertó? ─¡En cierta forma! ─expresó el Mariscal.

─¡Quién lo diría! ─La última vez que lo vi, me dijo que iba a observar más de cerca los escudos que estaban en la construcción de piedra.

─¿Estás totalmente seguro de que te dijo que iba a ver eso? ─¡Completamente! ─Incluso me parece que dejó muy extrañamente dos escudos, los que estaban muy mal puestos cerca de la puerta. Podría decirse que cuando se fue tenía mu-

cha prisa. ─Los escudos estaban cerca de la cámara principal, ¿verdad?

─¡Exacto! ¿Pero cómo diablos lo supiste si no estuviste ahí? ─Me lo imaginé solamente. ─Pero sí Roberts estaba en la construcción, ¿cómo rayos es que llegó hasta este sitio? ¿En

avión o helicóptero? ─¡Como nosotros!

─O sea de la nada, simplemente aparecimos ─le contestó el Mayor sarcásticamente mien-tras movía en forma negativa su rostro.

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─Me da gusto que ya lo hayas comprendido. ─Bromeas ¿verdad? ─Definitivamente, la caminata te afectó junto con la altura.

─Pon atención a lo voy a decirte. ─Pero...

─¡Y sin interrupciones! ─le repuso el Mariscal seriamente. ─¡Está bien! ─Aquella construcción que descubrimos, funciona como un pasadizo tridimensional que

era usada antiguamente por unos sumos sacerdotes, los cuáles permitían sólo a ciertos viajeros de distintas épocas, lograr tener una segunda oportunidad para rehacer su propia

vida. Roberts al parecer descubrió de alguna manera la forma de ingresar en ese canal y por tanto logró hacer realidad su sueño. ─¿Ser rey o algún importante noble en una alejada tierra?

─Podría decirse que el status así como la enorme riqueza que adquirió lo deslumbró men-talmente al punto que prefirió renunciar al mundo de la tecnología por adoptar el de la

simplicidad. ─Deberías de ser escritor de ciencia ficción Mariscal. ¡Qué estupenda y avivada imagina-ción! ─expresó el Mayor sonriéndose en el preciso instante que las dos niñas se le acer-

caban y los miraban detenidamente admirando sus extrañas vestimentas. ─Estoy completamente seguro de que pertenecen a esas tribus escondidas de las mo nta-

ñas que nunca han visto soldado alguno, menos uno tan gallardo como lo soy yo. Déje n-me ver si tengo algo para ustedes ─y luego de revisar detenidamente sus bolsillos, e n-contró finalmente lo que buscaba, una goma de mascar, la cual compartió con ellas al

dividirla en dos. Las dos niñas abrieron más sus pequeños ojos y se miraron entre sí intentando salir de

su asombro al tener en su mano tan extraño pero oloroso artículo, sin embargo, empeza-ron a realizar lo que el Mayor les decía que hicieren, que se lo pusieran en sus bocas y empezaran a masticar.

Para cuando la madre llegó al poco rato, se horrorizó al ver como de la boca de la hija mayor, una extraña envoltura blanca y transparente le estaba saliendo.

─¡Un genio maligno se apoderó de mi hija! ─logró finalmente expresar. ─Es un simple caramelo señora, un chicle, no hay por qué preocuparse ─le repuso el Ma-yor.

─Quiero a mi hija sana. ─¡Ella está bien! ─le dijo el Mariscal. Las dos como puede ver lo.

─El mal actúa de extrañas maneras ─expresó la mujer. ─Pero en este momento no lo hace por aquí, así que tenga confianza en nosotros. Embelesada la mujer por la forma en que le había hablado el Mariscal, se le quedó ob-

servando detenidamente, se encontraba prácticamente deslumbrada. Aquel extraño ser sin habérselo propuesto, le había conquistado aparentemente su corazón.

─Se puede decir que la impactaste ─le susurró el Mayor mientras percibía como la mujer abrazaba en ese momento a sus dos hijas pero sin quitarle para nada la vista al Mariscal. Y está bueno, míralo del lado positivo, te ganaste toda una familia y de verdad que te

hace falta. ─¡No la necesito y sabes que tengo mucha razón! ─le contestó el Mariscal al tiempo que

empezaba a descender hacia el valle, sin embargo, pronto tuvo que detenerse súbitamente

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ya que una cornisa bastante amplia finalizaba al borde de un pequeño acantilado. Mayor debes sujetar a las mujeres ─expresó devolviéndose. Iremos por aquél sendero.

─Y del qué solo las cabras salvajes de seguro las utilizan. ─¡No lo creas! ─Hay huellas recientes de seres humanos ─le contestó el Mariscal luego

de observar detenidamente el terreno. Entre diez y quince hombres a lo sumo y ligera-mente armados pasaron. ─¿Pero en dónde aprendiste a hacer eso? ─expresó todo asombrado el Mayor luego de

colocar a la niña menor sobre el suelo e ir a observar detenidamente lo que el Mariscal había visto. Nunca mencionaste, me parece, que hayas sido en tu juventud un niño explo-

rador. ─¿Yo? ¡Por favor! ─alegó el Mariscal. ─Entonces, ¿cómo rayos explicas que observando nada más el terreno puedas decir el

número de hombres que pasaron por él? ¿Lo aprendiste acaso de las películas de indios y vaqueros que recordaste en tu tiempo mozo?

─Realmente lo ignoro, ¡no lo sé Mayor! ─Vi simplemente el suelo y se me vino espontá-neamente a la mente lo que anteriormente te expresé. Fue como si estuviese en este sitio cuando toda esa gente pasó.

─Es sumamente extraño, como todo lo ha sido desde que estamos en estos parajes. En ese momento, la niña menor se acercó a dónde se hallaba el Mariscal momentánea-

mente descansando, lo observó y se le sentó a la par. ─No eres brujo, ¿verdad? ─Por el Dios en que creas, ¡no! Ni él ─señalando a Mayor ─ni yo lo somos, puedes estar

totalmente seguro de eso. ─¿Saben que ustedes dos pelean mucho mejor que los Velkin? ─Deberían de ayudar a

nuestra gente a exterminarlos ─dijo la otra niña mayor. ─Y esos sujetos Velkin, ¿de dónde provienen? ─le preguntó el Mariscal. ─De un lugar al otro lado de aquellas montañas contrarias a nuestro recorrido que apenas

se divisan ya. Ocupan muchos esclavos para sus trabajos por eso a menudo invaden nues-tras tierras ─repuso la niña menor.

─¿Y por qué no se han unido todas las tribus en contra de ellos? ─le preguntó el Mayor. Sería muy fácil el derrotarlos. ─Sus armas son muy extrañas y poderosas, además de que el dios del rayo y del trueno

los acompaña en algunas ocasiones. ¿Cómo pelear entonces? ─expresó con un marcado sentimiento de tristeza la niña mayor.

─Considero que siempre hay que defenderse de la injusticia que pueda provenir de todos aquellos seres abusivos y malignos, sean estos d ioses o no ─le repuso el Mariscal. ─¿Es qué no le tienes miedo al poderoso dios del trueno y del rayo? ─le preguntó asom-

brado y con horror la niña menor. El Mariscal miró al Mayor y luego con una sonrisa observó a la niña y tras una breve

pausa le dijo: ─¿Cómo te llamas? ─¡Ibian!

─Y dime Ibian, ¿por qué le tienes miedo a ese dios? ─¡Mata!

─Generalmente cuando un rayo le cae a alguien ese es el resultado ─expresó el Mayor. Aunque en ocasiones queda solo un poco quemado, pero afortunadamente con vida. Eso

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me recuerda que conocí a un tipo al que le había caído dos rayos y llegó a ser muy famo-so.

─Lógico, no es común sobrevivir a dos descargas producidas por los rayos y poder con-tarlo nuevamente ─le contestó el Mariscal.

─No fue por eso. ─¿Entonces? ─preguntó el Mariscal. ─Fue por haber sido prácticamente desintegrado por ese tercer rayo. Se podría decir que

solo quedó una enorme mancha gris oscura en el húmedo campo. Fue bastante grotesco. Aunque claro, los familiares se economizaron el funeral ya que no hubo cuerpo que ente-

rrar. ─Gracias por afianzar más a la niña sus propios temores a los rayos ─le contestó el Ma-riscal.

─¡Monta un caballo gris! ─Mató a nuestro abuelo, tío, varios primos y dos esclavas por simple gusto.

─Pero qué interesante forma tiene de relacionar las nubes con el caballo ─argumentó el Mayor con una gran sonrisa, la que se le fue desapareciendo lentamente al percatarse que tanto la mujer como la otra niña con ojos de terror en su semblante, prácticamente esta-

ban afirmando todo lo que Ibian había expresado. ─Por la reacción que exhiben en sus rostros, no tengo ninguna duda de que ese dios del

trueno y del fuego del que están hablando posee una forma física, por ende es un mortal como tú y yo ─expresó el Mariscal. ─Sí es así, lo que todavía no logro entender, ¿es el por qué no les cae en sus pobres cere-

bros de que es un simple impostor? ─protestó el Mayor. ─¿Y qué esperabas de una época en que el conocimiento no es el símbolo más apreciado

de las personas? ─le contestó el Mariscal. ─Tengo la ligera sospecha por lo que acabas de expresar, que las tarjetas de crédito nos van a ser inservibles ─acotó el Mayor.

─Como el mismo dinero que puedas portar dentro de tu billetera. ─Ese punto no me preocupa por qué nunca ando efectivo, pero el no poder adquirir algu-

na que otra bagatela en los mercados a los que podemos dirigirnos, vamos Mariscal, es para ponerse a pensar. ¿Cómo piensas que vamos a desenvolvernos económicamente hablando? ─argumentó el Mayor.

El Mariscal no le contestó, simplemente con su mano derecha se tapó su rostro y e m-pezó a mover negativamente su cabeza.

─¿No qué? ─le preguntó la otra niña acercándosele. ─Es mi hermana mayor Reija. ─¡Y heredera de las tierras del norte! ─expresó la madre con sumo orgullo desde su pos i-

ción. ─¿Esta bella adolescente es una futura reina? ─argumentó el Mayor un poco asombrado

al tiempo que la señalaba. ¡Quién lo diría! ─Eso explica el por qué de las marcas que Obitán les puso en sus cuerpos ─le dijo el Ma-riscal.

─¡Así es! No le bastó con asesinar a su padre y parte de la aldea, sino que también busca-ba vengarse de la forma más atroz con ellas. Nos conducían a su ciudad principal cuando

ustedes afortunadamente nos hallaron.

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─Debieron haber tomado otra ruta ─expresó el Mayor quien empezó a observar atenta-mente como una espesa niebla empezaba a extenderse detrás de ellos la que ya había cu-

bierto la cima de la primera montaña que habían pasado. ─Mejor nos apresuramos a alcanzar el valle antes de que nos alcance esa niebla. Podría-

mos despeñarnos fácilmente. ─alegó el Mariscal. ─¡Tengo miedo madre! ─expresó Reija mientras abrazaba fuertemente a Ibian. ─¡Descuiden! ¡No nos va a pasar nada! ─Ellos nos podrán defender valerosamente como

lo hicieron con Obitán. ─¿De qué estarán hablando? ─expresó el Mayor al Mariscal.

─Supongo que tienen algún temor de lo que posiblemente nos pueda estar siguiéndonos. Me parece que alcanzando el bosque quizás ya se sentirán un poco más seguras. ─No es por decirlo, pero yo también.

Capitulo XIII El sol bajaba lentamente en el horizonte cuando alcanzaron los pastos que rodeaban las

montañas y que se extendían hasta la zona boscosa. La penumbra crepuscular empezaba a cerrarse cuando un extraño y fuerte aleteo hizo que miraran hacia el cielo y asombrados, lo vieron venir: una enorme figura alada, inmensa y aciaga les pasó cerca con rumbo

hacia el bosque. ─Rápido, ocultémonos tras aquellas piedras ─repuso el Mariscal.

─¡Nos va a comer! ─expresaba entre sollozos Ibian. ¡Es inútil! ¡Todos vamos a morir! ─Lo será si nos quedamos tranquilamente observándola. Vamos, muévanse, que va a volver ─con voz enérgica expresó el Mariscal.

─Si tuviera tan siquiera una bazuka ─expresó el Mayor al rato luego de observar el ex-traño ser detrás de las piedras. Lo desplumaría de un tiro ─Me parece que no es un ave ─le contestó el Mariscal.

─No vas a decirme ahora que eso es una simple lagartija que se alimentó con un exc eso de vitaminas ─le dijo el Mayor.

─Quizás proceda de la misma rama biológica ya que por sus características, me parece que es un reptil. ─¡Oh vamos Mariscal! ─Que yo sepa, esos especimenes en una época fueron grandes,

pero de ahí a que volaran y echaran fuego como éste, cielos, la madre naturaleza creó una verdadera máquina asesina. ¿No estaremos más bien en algún estudio de filmación? ─y

de inmediato se levantó para observar detenidamente los alrededores. ─¿Pero qué rayos estás haciendo?, ¿acaso quieres llamar su atención? ¡Ocúltate ya! ─le repuso el Mariscal jalándolo del brazo y obligándolo a agacharse nuevamente. Debes ya

de entender, comprender, que esto no es una película ni tampoco un sueño. ¡Es la vida real!

─Vamos Mariscal, ese fenómeno volador no existe en nuestra época y lo sabes ─protestó el Mayor. ─Pero en el de ellas sí ─le contestó observando las mujeres ─y eso es lo que cuenta, por-

que es dónde actualmente nos encontramos. En ese momento, la figura alada determinó en la lejanía a varios aldeanos que intenta-

ban escapar con varias ovejas hacia la parte boscosa que apenas sobresalía, por lo que en una forma veloz batiendo sus alas, se dirigió hacia ellos. Prácticamente con un simple

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soplido y desde una regular distancia los incineró a todos y una vez que engulló los humeantes despojos, rápidamente alzó el vuelo nuevamente para dirigirse hacia las den-

sas nubes que ya cubrían en toda su totalidad a las montañas en dónde finalmente desapa-reció.

─Tal parece que a los demonios del infierno se les escapó su mascota preferida ─expresó el Mayor levantándose y observando hacia las montañas. ─¡Es Cutlán! ─repuso la mujer. Cada tres días o menos baja de las montañas en busca de

comida atragantándose con todos los rebaños que logre divisar así como de los mismos campesinos que intentan vanamente en defenderlas y tienen la tonta osadía de enfrentarlo.

─Con todas las ventajas que ese ser posee como el de ser un lanzallamas volador amb u-lante y fuerte piel, es un suicidio realmente intentar hacerlo. Definitivamente este sitio no me está gustando nada ─argumentó el Mayor volviendo a ver al Mariscal.

─Mientras más rápido encontremos a Roberts, podremos regresar a nuestra época. ─¿Pero es qué acaso no piensan eliminarlo? ─le preguntó Reija al Mayor agarrándolo del

brazo. ─Bueno, me parece que lo más condescendiente es hablarle antes de actuar ─le contestó el Mayor volviéndola a ver con una sonrisa.

─¿Es que piensan hablar con él? ─asombrada expresó Reija. ─¡Por supuesto! ¿No sabes que en ocasiones el diálogo puede ser bastante constructivo?

─¡Pero sí es un animal! ─acotó Ibian. ─Todos los somos en cierta forma ─repuso el Mayor con una sonrisa. S in embargo, hay que tener presente que el hechizo que emana del poder de la ambición nos hace cambiar

radicalmente nuestra imagen. ─¿Hablas de una maldición? ─argumentó Reija agrandando sus ojos.

─En cierta forma podría decirse. ─¿Y si no logran hacerlo cambiar? ─expresó Ibian. ─Si ese fuese el caso, quizás con esto ─alzando su arma ─lo llegue a hacer ─le dijo el

Mayor. ─¡Gracias, gracias! Mi pueblo estará totalmente agradecido de haberle eliminado su mal-

dición y yo también ─le dijo Reija abrazándolo fuertemente. ─¿Qué sucede? ─expresó el Mayor luego de observar que el Mariscal lo estaba mirando en una forma bastante seria. Sabes que en numerosas ocasiones por la forma en que me

expreso llego a cautivar a niveles extraordinarios e independientemente de la edad, al sexo débil.

─Por simple curiosidad, ¿distingues en verdad que es lo que acabas de expresarles? ─¡Oh vamos Mariscal! Cualquiera lo haría. Simplemente les comentaba lo que le podría suceder a Roberts si no nos llega a acompañar.

─¿Y qué me dices de ellas? ─Que lo entendieron claramente. ¿Lo ves?

─¡Sí, por supuesto! ─Mientras que tú le hablabas acerca de Roberts, ellas te hablaban de ese pequeño monstruo que hace poco vimos y que al final heroicamente tú les dijiste, que vas a asesinarlo con tu pequeña lanza. En menudo embrollo nos has metido.

─¡Cielos! ─argumentó el Mayor. ─¿No crees que sería recomendable que a la hora de enfrentarte con Cutlán, lo hagas con

otro tipo de arma? ─le dijo Ibian luego de haberle tomado al Mayor la lanza y observarla cuidadosamente.

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─Coincido contigo, creo que preferiría hacerlo con un simple tanque, sería lo más seguro para mí ─le contestó el Mayor.

─¿Y qué es eso? ─le preguntó Ibian. ─Es una máquina cubierta con laminas de acero y que...

─Me parece Mayor que no tiene idea de lo que estás intentando expresar ─le interrumpió el Mariscal en ese preciso momento. ─¿Cómo rayos le hago entonces para aclararle, más o menos la idea de la arma que voy a

intentar construir? ─le preguntó el Mayor. ─Un momento, ¿es que quieres construir un tanque en ésta época? ─Para comenzar Ma-

yor, he de recordarte que aún falta mucho tiempo para que se valore todas las potenciali-dades del simple petróleo, sin contar el uso mismo del acero. ─Ciertamente sé que tiene algunos pequeños inconvenientes Mariscal, sin embargo con-

sidero que pueden ser subsanados con algunos reemplazos entre los materiales que se pueden ocupar,

─Si tú lo dices, eres el de la idea. Ahora, con relación a ella, me parece que se lo puedes explicar con algún ejemplo fácil. Te recomiendo que uses la fauna de la región, es lo más simple y creo que así lo podrá entender.

─¡Ya lo tengo! ─El tanque viene siendo similar a una enorme tortuga ─empezó a decirle a la niña ─en el lugar en donde tiene su cabeza posee un enorme tronco hueco por donde

con un mecanismo especial expulsa fuertemente unas poderosas bolas de fuego. ─Pero Cutlán va a escaparse muy fácilmente ya que tu aparato definitivamente se moverá muy lentamente. No me parece que le puedas entonces hacer daño alguno ─expresó la

niña con una radiante sonrisa. ─Nada que unos potentes motores no llegue a solucionar. Ya verás cuando logre realizar

mi proyecto, aunque desgraciadamente llevará un poco de tiempo poder hacerlo realidad. ─¡Me muero por ver cómo piensas llevar a cabo todo eso! ─le susurró el Mariscal mien-tras movía su cabeza negativamente y se ponía de pie a fin de estirar todos sus miembros

y continuar de esa forma la marcha. ─¿Y en tu aldea hay escuelas? ─le preguntó el Mayor volviendo a ver a la niña en ese

momento, haciendo caso omiso a las anteriores palabras de su compañero. ─Sólo una, y es para los varones en donde aprenden el arte de guerra y la defensa ─le contestó la niña al tiempo que recogía una pequeña flor silvestre que le había llamado la

atención. ─ Yo hablo de las otras escuelas que verdaderamente enseñan otras cosas más importa n-

tes y no sólo lo militar. En mi ciudad hay muchas y asisten tanto niños como niñas. ─¿De verás? ¿Y qué enseñan? ─le preguntó Reija acercándosele. ─Para comenzar, leer y escribir, el verdadero conocimiento en sus manos y en sus men-

tes. ─En el templo enseñan esas actividades y sólo los elegidos por los sacerdotes tienen ese

privilegio. ¿Ustedes son acaso...sumos sacerdotes? ─¡Por supuesto que no! ─Somos simples soldados. Él es un Mariscal, uno de los mejores estrategas del mundo y yo, por supuesto, el Mayor que le ayuda a que pueda comandar su

ejército. ─¿Cómo puedes ser tú mayor que él? ─Más bien diría que es al revés. Tú eres bastante

joven y muy apuesto. Muchas mujeres debes de tener en tu tierra esperándote ─le dijo Reija mientras jugaba con sus manos coquetamente con su propio cabello.

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─¡No, no! ─Yo me refiero a que son rangos que se usan en nuestras fuerzas armadas y no tienen nada que ver con la edad que ostenta cada uno de nosotros ─le contestó el Mayor.

─¿Y en dónde está? ─le preguntó Ibian. ─¿Qué?

─La fuerza armada, el ejército que dices tiene él ─le dijo Reija. ─Si no me equivoco, en este momento en un campamento ─le contestó el Mayor. ─¿Y se encuentra muy lejos? ─le preguntó Ibian dándole a él en ese instante el pequeño

ramo de flores silvestres que ya había recogido ─Si él tiene razón, a muchos siglos de distancia ─argumentó el Mayor en el preciso mo-

mento en que el grupo comenzaba a llegar a los linderos de un enorme y frondoso bos-que. ¿Y ahora? ─le preguntó al Mariscal quien atentamente estaba observando el paisaje que lo rodeaba.

─Acamparemos en aquél claro que se abre entre los árboles. Prepara un buen fuego que la noche será oscura y fría. Y por lo que se ve, también será bastante neblinosa ─agregó

finalmente al percatarse de la cercanía de las nubes. ─¡Mi señor! Nosotros podemos recoger alguna leña para el fuego ─expresó la mujer. ─Siempre y cuando no se alejen mucho ni se internen dentro del bosque ─argumentó el

Mariscal. ─¡Pierda cuidado!

─¿Temes por casualidad que se encuentren con Robin Hood por accidente? ─en forma de broma le preguntó el Mayor. ─Ignoramos en que época realmente nos encontramos Mayor, así como de los múltiples

peligros que pueden esconderse en la floresta, animales, forajidos, o... ─¿O qué?

─Extrañas criaturas de origen desconocido como la que ya tuvimos el placer de conocer hace poco. ─Y nosotros sin armas.

─¡Ni tanto! ─Las que tenemos aunque sean un poco arcaicas al menos son de alguna uti-lidad.

─Sin embargo, sí son muchos los enemigos, nos va a costar bastante defender a las muje-res. ─¡Al menos estaremos en una buena forma física! ─le repuso el Mariscal con una sonrisa

al tiempo que sacaba nuevamente la bolsa de tabaco para preparar la pipa. Podrías apresu-rarte a realizar un buen fuego, como que lo voy a necesitar pronto.

─No sé que es lo que más detesto de esta pesadilla, no contar con nuestras armas o pren-der la fogata con yesca y pedernal. Si al menos tuviésemos un encendedor o unos simples cerillos sería otra cosa ─argumentó el Mayor dirigiéndose hacia donde las niñas y la mu-

jer estaban depositando las ramas que ya habían recogido. No se tardó mucho tiempo para que el fuego empezara a iluminar las sombras que

prácticamente ya los habían cobijado, dejando ver unos inmensos árboles altos y de cor-pulentas ramas, las que en algunas ocasiones empezaban a mecerse amansadas por el breve murmullo del viento que se discurría a través de las hojas y que originaban un ex-

traño sonido. Las niñas cansadas por el arduo día, optaron muy pronto por recostarse sobre una cama

de musgos que sobresalía al pie de un frondoso árbol al tiempo que la madre les cantaba una suave canción.

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─Habrá que buscar alimentos cuando amanezca ─expuso el Mariscal mientras observaba la anterior escena. Quizás del río que no debe de encontrarse muy lejos se puedan obtener

algunos peces como también en sus riberas sea posible cazar algún animal salvaje que busque refrescarse. ¿Rifamos la guardia?

─¡No hace falta Mariscal! ─Yo haré la primera velada, así estaré un poco más descansa-do para cuando salga el sol. ─¡Ya qué insistes! ─expuso el Mariscal tendiéndose en el suelo, un poco soñoliento. No

dejes que el fuego se apague ─dijo finalmente antes de dormirse. Al cabo de un largo rato el Mayor se sentó junto a la hoguera a la que ya había alimen-

tado con más madera y tranquilamente empezaba a observarla. Mientras meditaba sobre todo lo acontecido, sintió un fuerte escalofrío que lo hizo levantar su cabeza, logrando determinar como un haz de brillante luz que iba en aumento empezaba a manifestarse del

otro lado de la fogata. Dubitativo como asombrado, el Mayor logró reponerse logrando expresar una palabra:

─¡Mariscal! Aquél a pesar de la somnolencia que aún lo embargaba, rápidamente se sentó y empezó a abrir sus ojos constantemente hasta que pudo dejarlos bien abiertos.

─¿Quieres hacer acaso un gran incendio en este bosque por hacer dos fogatas a la vez? ¡Ya apaga una! ─expresó el Mariscal quien luego de levantarse y observar como del otro

lado de la fogata se estaba manifestando la brillante luz, se le fue acercando lentamente. ─¡Cuidado! ¡Puede ser peligroso! ─exclamó el Mayor. La luz resplandeció más y súbitamente dos figuras aparecieron y de pronto sólo era la

fogata la que los alumbraba. ─¿Pero qué hacen aquí? ─les dijo el Mariscal.

─¿Los… conoces? ─¡Son los guardianes! ─¿De este sitio? ─preguntó el Mayor.

─¡No! ¡Del tiempo! ─¡Tenemos mucho!

─¡Creo que no entiendes! ─replicó el Mariscal acercándosele. ¿Recuerdas la construc-ción que hallamos? ─¿La que no había nada de valor en ellas? ─Espera nada más a que regrese, voy a...

─¡Ellos son los artífices! ─le dijo el Mariscal interrumpiéndolo. ─¡Pintarla! ─Unos cuantos retoques son necesarios, el calor al parecer y todo este tiempo

la afectó, no obstante, es una excelente obra como siempre te lo he mencionado. ¡Mucho gusto señores! ─finalmente expresó levantando la mano. ¿No desean calentarse un poco? Realmente les ofrecería algo de comer, sin embargo ustedes comprenderán que debido a

la premura con que salimos, olvidamos aprovisionarnos correctamente. ─No se preocupe Mayor y más bien permítanos ser quienes les ofrecemos una muestra de

nuestro agradecimiento por tan agradable hospitalidad ─replicó Aart y de inmediato en la fogata aparecieron dorándose varias aves. ─¿Magos?

─No en el concepto tradicional y al que estás acostumbrado a observar normalmente en un teatro o en la televisión ─le dijo el Mariscal.

─¡Así es Mayor! ─No desaparecemos conejos o ballenas, tampoco recurrimos al arte de sacar el número que usted piensa en una baraja.

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─¿Es que pueden ver el futuro? ─¡Sólo lo que ya está escrito! ─le contestó Aart.

─¿Entonces cómo saben mi rango? ¿el Mariscal, acaso se los dijo? ─¡No! ─Sin embargo me parece que él te lo va a explicar todo más adelante. Por ahora,

¿por qué no vas a despertar a la mujer y a sus dos hijas a fin de que el desagradable ayuno que han tenido soportar por tanto tiempo, termine? ─¡Ni tanto! ─Antes de iniciar el recorrido, tomaron unos cuantos pedazos del alimento

que logre cazar y que les... ─¡Mayor! ─expresó el Mariscal viéndolo fijamente e interrumpiéndolo. Solo haz lo que

él te sugirió. ─¡Esta bien! ─exclamó y cuando iba a retirarse se detuvo súbitamente ¿Tan difícil les resulta ver nuestro futuro? ─preguntó volviéndose, sin embargo, al ver la mirada que le

hacia el Mariscal, optó por asomar una sonrisa en su rostro y proseguir en su camino. ─Simpático, aunque un poco... despistado ─expresó Aart.

─Pero eficiente en el campo de la batalla ─repuso el Mariscal. Sin embargo, no creo que la presencia de ustedes sea por conversar acerca de las cualidades del Mayor o el de reali-zar una simple visita social.

─Es bastante perspicaz Mariscal ─le contestó Ambros acercándosele. ─En mi profesión ayuda a mantenerse con vida. Usted mejor que nadie debe de saberlo.

─¡Son las mujeres! ─¿Y qué pasa con ellas? ─¡Todo! ─Para comenzar, al salvarlas eliminando a los captores originales, la relación de

Reija que se iba a suscitar con uno de ellos y que iba a permitir a la postre que ella adqui-riese una enorme madurez, la que posteriormente le va a servir como lo que llegará a ser,

una flamante, vengativa como destructiva reina, no va a llegar a suscitarse. ─Eso implica entonces que el tiempo sin querer, ¿lo hemos variado? ─Considero que un poco a partir de ese momento, sin embargo, habrá que aguardar el

desarrollo de los acontecimientos finales, aunque ese no es el verdadero problema que me trajo

─¿Ah no? ¿Entonces? ─Son los extraños seres que abundan en este bosque y de los que deben de tener mucho cuidado cuando los vean.

─¿Parecido acaso al raro ser que vimos y que lanza fuego? ─¡No Mariscal! ─Similar a usted y al Mayor en su forma física, más no deje que sus ojos

les engañen. ─¿Pero de qué está hablando? ─De la famosa mitología que de seguro escuchó alguna vez en su época de estudiante ─le

dijo Ambros. ─¡Así como lo está escuchando Mariscal! ─Ellos transforman sus cuerpos a su propia

conveniencia ─argumentó Aart en ese momento. Generalmente por las noches, aunque si lo desean, lo hacen también de día. ─¿Podrían ser más explícitos? ─les propuso el Mariscal.

─Ciertos hombres como mujeres sufren transformaciones grotescas a su propia voluntad. Una situación que los ha alejado de sus clanes respectivos y los ha confinado a resguar-

darse por su propia seguridad en ciertos bosques ─le contestó Ambros. ─Y qué desgraciadamente por lo que dice, estamos en uno de ellos, ¿verdad?

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─Me temo que sí. ─¿Y qué causa esas transformaciones tan inusuales? ─le preguntó el Mariscal.

─¡La experimentación! ─repuso Ambros. ─¿Cómo dice?

─Los hombres que ustedes eliminaron, eran aliados de un reino que se encuentra a poca distancia de la costa, en una enorme isla, la cuál posee un enorme adelanto tecnológico sin precedentes sobre las demás culturas de toda la zona y que es la culpable de tales mu-

taciones ─repuso Ambros. ─¿Está diciendo que en esa isla son capaces de trabajar genéticamente a las personas al

punto de obtener resultados que podrían enfatizar que es verdad que existieron en la his-toria, los seres mitológicos que se hablan en la antigüedad? ─No lo pudo haber expresado mejor Mariscal ─le dijo Ambros.

─¿Roberts está por casualidad en esa isla de la que habla? ─¡No! ─El se halla a cuatro días de camino, en el pequeño pueblo ubicado en la desem-

bocadura del río que se escucha. Por cierto, a un día de camino está la aldea de un parien-te de esas mujeres ─le contestó Ambros. ─¡Magnífico! ¿Y Roberts obtuvo ya lo que él estaba buscando? ─expresó el Mariscal.

─¡Todavía no! ─Para hacerle más fácil la misión, decidí enviarlo a usted con apenas va-rios minutos de diferencia con respecto al viaje de él, lo que quiere decir que sólo tiene

un pequeño tiempo de haber llegado. ─Pero las mujeres que había que eliminar posiblemente y todo lo que anteriormente me mencionó, ¿qué sucedió?

─Eso está en el futuro, el cuál esperamos que nunca llegue a concretarse dado que esta-mos enfrentando la causa ─le repuso Ambros.

─De esa forma el tiempo en sí jamás habrá variado ─expresó Aart. ─Sólo sí Roberts se queda cambiará sustancialmente.. ─¡No se preocupe Mariscal! ─Puede asegurarle a esos simpáticos Guardianes que por las

buenas o por las malas nos llevamos a ese desgraciado ─argumentó el Mayor acercándo-se. De eso yo me encargo personalmente.

─Él no me preocupa realmente. Son las bestias de las que habla Ambros ─le dijo el Ma-riscal.. ─¡Pero sí son unas encantadoras mujeres! ─expuso el Mayor volviéndolas a ver mientras

que ellas sentadas en el suelo devoraban con suma ansiedad lo que él les había llevado. ─No estamos hablando de las damas ─le contestó el Mariscal.

─¡Ah! ¿Entonces? Fue en ese pequeño instante que empezaron a escucharse en la lejanía unos extraños ruidos, que en ocasiones parecía que se acercaban, sin embargo, era debido a las fuertes

ráfagas del aire que soplaba desde el este. ─¡De ellos estamos hablando! ─expresó Aart. Y no son lo que estás pensando, simples

animales que salen en la noche en busca de alimento. ¡Son los condenados! ─¿Y son peligrosos? ─le preguntó el Mayor mientras observaba los alrededores un poco displicente.

─Generalmente fatales, aunque claro, también va a depender del humor en que ellos se encuentren en ese momento, quizás se topen con suerte ─repuso Aart.

─Sin embargo, se les puede herir incluso asesinar ─expresó el Mariscal. No te preocupes, solo hay que tener un poco de cuidado.

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─¿De qué? ─De no encontrarnos muy cerca de ellos, principalmente cuando empiezan a transformar-

se a su voluntad. ─¿Es que acaso se cambian de indumentaria? ¿No vas a decir ahora que son simples tra-

vestís? ─expresó el Mayor. ─Ojalá fuese eso, pero no. Simple se convierten en unos verdaderos monstruos ─contestó el Mariscal.

─¡Realmente creo que eso no nos asusta! ─Si hemos podido sobrevivir contra esos e nco-petados generales que abundan en el ejercito aliado, unos cuántos monstruos más que

aúllan, será pan comido ─expresó el Mayor. ─Es sumamente agradable escuchar que el verdadero valor aún no se ha perdido con el transcurso del tiempo ─expresó Ambros. Me parece que nos estábamos preocupando por

nada Aart ─agregó finalmente volviéndolo a ver. ─¡Así parece! ─y alzando su mano en forma de despedida, chasqueó sus dedos desapare-

ciendo al instante. ─¡No! ─exclamó el Mariscal haciéndole señas a Ambros. ¡Aguarde! ─¿Para qué?

─Necesitamos más apoyo. ─¿Más del qué tiene?

─A veces él ─señalando al Mayor y acercándosele ─exagera con las situaciones. Rea l-mente considero que estamos en una clara desventaja. Para comenzar, ignoro si vamos a encontrarnos con la gente de esa isla que posee una vasta tecnología, los ejércitos que nos

puede estar aguardando, sin contar con todos los seres horripilantes que nos rodean. ─Distingo acaso en sus palabras, ¿una futura solicitud?

─Me gustaría ver la posibilidad de que otro miembro de mi grupo se nos una ─expresó el Mariscal. ─¿En quién está pensando?

─¡Ikuro! ─¿Y para qué quieres que él venga? ─preguntó el Mayor al acercarse y escuchar el no m-

bre. ─¡Por su arte! ─¡No hace falta! ─Yo también sé karate. Fui cinta negra, incluso adiestré a un ejército de

comandos por si lo habías olvidado. ─Me habla del oriental, ¿el amigo de ustedes? ─expresó Ambros sonriéndose.

─¿Es qué lo conoce? ─le preguntó el Mayor. ─¡No personalmente! ─repuso Ambros. ─No se ha perdido de mucho. Es un asiático sumamente extraño ─le contestó el Mayor.

─¡Japonés! ─¡Viene siendo lo mismo Mariscal! ─le contestó el Mayor. Japón está en Asia y Asia

está en Japón. Además, te recuerdo que todos los habitantes de esa fecunda zona gene-ralmente son así. ─¿Puedo saber porque dices que todos ellos son extraños? ─le preguntó Ambros mientras

asomaba en su rostro una leve sonrisa. ─¡A sus costumbres, idiosincrasia, alimentación! ─También que siempre están peleando

con los vecinos, eso sin contar que en ocasiones por ciertas zonas, les da por autodestruir-

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se en nombre de su Dios. Lo malo de ésta acción, es que buscan que el mayor número de personas los acompañen en tan desagradable determinación.

─En realidad Mayor, la mayoría de los pueblos que han inundado las distintas épocas que a través del tiempo se han sucedido, se podría decir que se comportan de la forma en que

usted lo menciona ─argumentó Ambros. ─Pero más los de esa zona, ¿verdad? ─enfatizó el Mayor. ─Creo que comprendo la decisión de su pedido Mariscal ─agregó Ambros volviéndolo a

ver. ─¿Entonces?

─Su compañero los va a aguardar cerca del río ─expresó finalmente con una sonrisa Am-bros. ¡Suerte! ─y enseguida desapareció.

Capitulo XIV

─¿Pero ustedes hablan con los dioses? ─expresó la mujer con rostro asombrado al tiempo que miraba alternativamente al Mariscal y luego al Mayor.

─Me parece que tú también tuviste la valiosa oportunidad tanto de verlos como el de escucharlos ─le contestó el Mariscal displicentemente. ─Pero ellos...

─Son considerados ciertamente y tienes mucha razón Mayor ─expresó interrumpiéndolo el Mariscal ─poderosos magos y aliados con todos aquellos que son amistosos con noso-

tros. ─¡No comprendo nada! ─masculló entre dientes el Mayor al tiempo que asomaba una enorme sonrisa.

─¡Es muy simple! ─Ellas van a expresar a sus congéneres todo lo que les ha sucedido, lo que nos puede llegar a beneficiar, ya que una característica del comportamiento humano es la de tender a exagerar los acontecimientos experimentados y ellas no van a ser la ex-

cepción. ─Seré un completo y total ignorante Mariscal, sin embargo no veo ¿en qué nos puede

ayudar el que hablen sobre esos dos tipos? ─Tanto mental como académicamente, somos superiores a todos esos habitantes que puedan encontrarse en esta área y si tus aprecia-ciones con respecto al tiempo son correctas, podría decirse incluso que conocemos lo que

va a suceder en un futuro. ─Sólo si éste fue trascendental para la historia, lo que aún ignoramos desgraciadamente,

por eso considero importante obtener toda la ayuda que podamos necesitar. ─Por eso fue que le solicitaste a Ambros, ¿qué Ikuro se nos una? ─¡Exacto! ─repuso el Mariscal. Tiene una faceta que nos puede ayudar y no es precisa-

mente la de los golpes. ─¿Cuál?

─¡La de la magia! ─Pero si sólo es capaz de realizar unos cuántos trucos y bastantes mediocres dicho sea de paso.

─Los que no has visto todavía, ¿verdad? ─le repuso el Mariscal con una sonrisa. ─¡Ni falta que me hace! ¿Qué extraordinario puede tener el verlo sacar la misma carta de

un mazo que anteriormente y sin que la hubiese observado hemos colocado en él? Empe-

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ro, comprendo adónde quieres llegar, buscas poner a toda esa gente cuando lo llegue a observar con sus baratos trucos, nerviosos, asustados, aterrorizados.

─¡No exactamente! ─Prefiero hacerles creer que somos elegidos de los dioses y que tendrán bendiciones de éstos si nos prestan su ayuda. ¡Vamos! ─Hay que hallar a Ikuro y

salir de estos parajes. Mientras lo anterior sucedía dentro del bosque, a unos kilómetros de distancia se susci-taba otro diálogo similar, pero en un pequeño salón de un castillo que dominaba amplia-

mente las márgenes del río que lo circundaba. Era el castillo del rey Goreard, un siniestro y ambicioso personaje que había alcanzado

tan alta posición basándose en intrigas, terror y asesinatos aunado al beneplácito que le prodigaban varios militares influyentes que vivían en una enorme isla. De abundante cabellera blanca, ojos pequeños como su boca, la que enseñaba de vez en

cuando una sonrisa lasciva y cínica. Una prominente quijada hacía finalmente llamativo su rostro.

─Es un verdadero privilegio poder ser el anfitrión del famoso Elegido que es enviado por nuestro poderoso y aliado vecino. Espero que se haya sentado a gusto con nuestra humil-de hospitalidad.

─Lo estoy, no me quejo. ─¿Y podría conocer la razón del motivo de su visita?

─¡Eliminar a los rebeldes! ─Son sólo unos cuantos hombres los que pertenecen a varias tribus. Francamente no hay por qué preocuparse de la forma en que lo están haciendo.

─Quizás no, sin embargo las runas han predicho que entre algunos de ellos se va a mani-festar una increíble fuerza que finalmente ayudará a derribar y destruir en su totalidad el

vasto imperio construido en la isla, aún punto tal, en que incluso la misma tierra, toda morirá. ─Todos los hechiceros, brujos o magos, son simples seres humanos que buscan saciar sus

ansias personales. No confiaría tanto en ellos, mucho menos si son seres que provienen del norte. Realmente no sé como los sabios de tan poderosa isla, les han honrado con su

atención. ─No soy quién para contestar lo que piensan los sabios, sin embargo, por los comentarios que he escuchado, se dice que la mayoría de las predicciones que han hecho los que in-

terpretan las runas, todas en su totalidad, se han cumplido. ─¿Y en dónde va a empezar a buscar a esos rebeldes si se puede saber?, ¿acaso en los

bosques malditos? ─¡Dudo realmente que estén ahí! ─Los habitantes de esos sitios por sus numerosas diver-gencias nunca llegarán a complementarse en una sola unidad, lo que implica que es muy

fácil el eliminarlos cuando son normales. ─¿Piensa entonces que puede hallarse en mi aldea?

─¡Muy probablemente! ─Escondidos, aguardando el momento idóneo para actuar. ─¿Y cómo sabe que podrá encontrar finalmente al que las runas predicen? ─No los cono-ce, ¿oh sí? ─le preguntó con suma curiosidad mientras se servía un poco de muslo de ave

que en ese momento, un siervo le ofrecía en un platón de oro. ─Se dice que una pequeña pero extraña fama lo precederá.

─¡Como todos los revoltosos! ─Realmente tiene una difícil tarea. ¿Gusta? ─y le hizo señas al siervo para que se le acercara. Es fresca. Yo mismo lo cacé hoy.

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─¿Con flecha o lanza? ─¡Nada de eso! ─Con mis dos manos lo sujeté y posteriormente con un cuchillo le de-

gollé el cuello. ─¿Está diciendo que logró acercarse a un animal que tiene excelente vista sin que éste lo

determinarse? ¿Cómo? ─Ya usted lo dijo, no me vio. ─¿Era un animal ciego?

Goreard empezó a reírse, lo que indispuso un poco al Elegido, quién arrugó visiblemen-te su ceño. No le veo la gracia ─finalmente aquél argumentó.

─Quizás por que su persona no está al tanto de la majestuosidad y exquisitez de los pre-sentes que nuestro amado rey ha recibido a lo largo de todo su reinado ─expresó una voz desde atrás.

─¡Es mi sumo sacerdote y sabio consejero! ─le dijo Goreard sin volverlo a ver. ─Realmente es un privilegio para mi persona el poder interactuar con tan importante fi-

gura estas simples palabras y acto seguido se inclinó levemente. ─¡Exageradamente lisonjero! ─repuso el Elegido. ─Como la gran mayoría de los seres que rodean al que ostenta el poder. Ya tú debes de

estar acostumbrado ─le dijo Goreard. ─No me gustan esos personajes, son sumamente traicioneros ─le argumentó el Elegido.

─Pero útiles en cierta forma y necesarios a veces cuando interrelacionamos con nuestros súbditos. ─¡Por supuesto! ─Tanto como lo es una mangosta para la cobra ─comentó para sí el Ele-

gido al tiempo que movía negativamente su cabeza. ─Cuando me conozca un poco mejor mi señor, estoy totalmente seguro que cambiará su

forma de pensar. ─¡Lo dudo mucho! ─repuso seriamente el Elegido sin darle mucha importancia. ─Mi señor cazó al animal con la ayuda de la capa que permite a los dioses estar entre

nosotros sin observarlos ─expresó el sacerdote. ─¿Dijiste una capa?

─¡Así es! ─Cuándo mi señor se la coloca, ¡desaparece! ─Un objeto de mucha utilidad sin duda. ─Principalmente para mis enemigos que buscan eliminarme, por eso cuando me entero de

sus intenciones, me les adelanto y simplemente soy quién les brinda una misteriosa muer-te dentro de sus propias fortificaciones ─expresó el rey riéndose.

─Por esa razón y por otras mucho más que no vale la pena mencionar, es que nadie osa dentro del pueblo levantarse contra el Dios Goreard ─exclamó el sacerdote, quién toman-do una copa y alzándola, se bebió rápidamente el contenido de ella.

─Si como habla, bebe, de seguro llegará muy lejos ─le dijo el Elegido al rey quién siguió devorando ávidamente su pieza de carne.

─¡Dale todo lo que él necesite! ─apuntó el rey al sacerdote luego de eructar fuertemente y limpiarse la grasosa boca con su mano. Me retiro a mis habitaciones, cuida de que nadie me moleste.

─Las esclavas que solicitó lo aguardan ansiosamente ─expresó el sacerdote hincándose en el suelo.

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─¿Ves lo que te dije? ─argumentó el rey con su lasciva sonrisa al Elegido y volviéndose empezó a caminar hasta una puerta que un guardia le abrió y posteriormente trancó

quedándose finalmente en medio de ella.

Capitulo XV

─¿El Elegido me dirá que es lo que necesita? ─Un pequeño grupo de hombres fuertemente armados. ─¿Y para cuándo desea salir?

─Cuando estén listos. Mientras más rápido, mejor. ─¿Por qué la prisa? ─Claro, sí se puede saber y no es mucha la indiscreción ─le preguntó

el sumo sacerdote ansioso por la respuesta mientras empezaba a rascarse la barbilla. ─¡Enormes riquezas ofrecidas! ─repuso el Elegido displicentemente mientras se asomaba por la ventana y observaba el paisaje.

El sol en ese momento empezaba a manifestarse en el horizonte, reflejándose con la naciente luz, como unos pequeños navíos pesqueros empezaban a navegar rápidamente

hacia aguas más profundas con todas sus velas desplegadas. De pronto, unos gritos desga-rradores que se escucharon fuertemente, motivó que el Elegido volviese su cabeza ráp i-damente hacia el sacerdote.

─¿Pero qué fue eso? ─expresó. ─¡No hay por qué preocuparse! ─Son simplemente los juegos de nuestro rey con sus es-

clavas. A veces son... usted comprende, un poco grotescos como sanguinarios e incluso en ocasiones, llegan a ser mortales. Afortunadamente nuestro soberano cuenta con mu-chas mujeres para sustituir a las que lesiona o simplemente asesina ─repuso el sumo sa-

cerdote sirviéndose otra copa. ─Había escuchado acerca de las rarezas del rey, sin embargo no creí que éstas fuesen tan crueles.

─Privilegios de los que goza el poder. ─Me parece que no todos los reyes se llegan a comportar de esa despiadada manera.

─De una u otra forma análoga lo son todos, mi señor ─le contestó el sacerdote. El poder finalmente llega a corromper el pensamiento. ─¿Lo dice acaso por experiencia propia?

El sacerdote luego de observarle y sonreírse le contestó: ─Soy un simple súbdito que ha logrado sobrevivir adecuadamente al contar con una serie

de beneficios que me ha brindado mi propio conocimiento, el cual me ha permitido poder sugerir a otros seres más influyentes, mis humildes ideas. ─¿Pero no me va a negar que goza con el poder que actualmente posee? ─apuntó el Ele-

gido. ─Como usted lo hace también con el que tiene, sin embargo considero que ambos lo apli-

camos sin llegar a esos extremos excesivos ya que sabemos que tenemos que dar cuentas a otros que están por encima nuestro, que es lo que marca la diferencia. ─Pero nos regimos por leyes ─expresó asombrado el Elegido.

─¡Así es mi señor! ─Las que son creadas y eliminadas a su propia conveniencia por los mismos soberanos ─le contestó el sumo sacerdote al tiempo que volteaba el rostro hacia

adónde había pasado anteriormente el rey. Una situación que ninguno de los dos puede evitar y en la cuál, creo que coincidirá conmigo.

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─¿Y llevas mucho tiempo a su servicio? ─El suficiente para saber que si no le soy útil me eliminaría sin dudarlo, por eso me co m-

porto en la bizarra forma que de seguro ya ha notado. ─Para mantener la vida en épocas como ésta, es todo un arte lo que haces, aunque hay

que ser sincero que es muy poco decente la forma en que lo lisonjeas. ─Y que me parece que aún no ha tenido la oportunidad de escuchar a los otros súbditos en acción.

El Elegido simplemente movió su cabeza negativamente y se sonrió. En ese instante, ingresó un soldado ayudado por otro en el recinto y al que colocaron en

un rincón. ─¿Qué pasó? ─Sufrieron una emboscada.

─¿Sufrieron? ¿Cuantos lo acompañaban? ─preguntó el Elegido. ─¡Alrededor de veinte! ─Él fue el único que logró escapar ─le contestó el soldado. Es

menester dar aviso al rey de que numerosos foráneos han invadido el reino. ─¿Y de cuánto es la supuesta fuerza de la qué estamos hablando? ─expresó el sacerdote quién no le dio mucha importancia a la situación.

─Posiblemente cincuenta, cuidado si no son más. Huyeron en dirección a la gente del bosque ya qué se internaron en él.

─¿No se podría coincidir de que más bien estaban escapando esos foráneos? ─preguntó el Elegido. ─¿Escapar? ¿Y de quién?

─¡Muy simple! ¡De ellos! ─señalando al herido. ─¿Por qué cree eso? ¿y qué le hace pensar de que puedan ser foráneos? ─dijo el sumo

sacerdote. ─Para comenzar, sí hubiese sido una emboscada planificada por una fuerza superior, es-toy convencido de que este pobre diablo tendría unas profundas heridas que lo habrían

matado en el sitio y nosotros jamás nos habríamos enterado. ─Suena plausible, más...

─¿Lo de foráneo? ─¡Sí! ─repuso el sumo sacerdote. ─Los súbditos como ya lo ha manifestado su persona, temen al rey pero sobre todo a su

furia y al odio que éste pueda llegar a generar si lo agravian con una posible rebelión. Viven conscientes de ello y lo más importante...

─¿Qué? ─exclamó el sumo sacerdote. ─Nadie que conozca la zona se adentraría en los peligros que guardan los bosques mald i-tos.

─Entonces no hay por qué preocuparse. Lo intrusos están condenados quizás a ser engu-llidos por los dragones o simplemente despedazados por los lobos y osos ─expresó rién-

dose el sumo sacerdote. ─¡Los matarán! ─expresó en ese instante el herido. ─¡Si ya lo sabemos! ─acotó el soldado mientras e l sumo sacerdote asentía con su cabeza

y se sonreía. ─No, no me entienden. Ellos..., ellos los eliminarán si llegan a encontrarlos ─repuso el

herido.

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─¿Pero qué estás diciendo? ¿Deliras acaso? ─Un mayor número en la fuerza no significa que con ella puedan llegar a destruir fácilmente las criaturas que deambulan en los bos-

ques malditos. Cuando ya recuperes todas tus fuerzas iremos a buscar los huesos de tus enemigos ─argumentó el soldado.

─¡Creo que tienes mucha razón! ─Por eso me parece que no hay que molestar a nuestro soberano. Llévame mejor a las barracas ─expresó el herido luego de beber lo que el sa-cerdote le ofrecía quién rápidamente argumentó:

─Una sabia y segura elección es la que acabas realmente de escoger, después de todo, quizás el rey cuando se hubiese enterado de todo lo sucedido finalmente te habría asesi-

nado con sus propias manos. ─¿A mí? ¿pero por qué? ─repuso el convaleciente. Si con mucha suerte logré escapar para dar aviso.

─He hiciste lo correcto, nadie te lo reprocha soldado. Sin embargo para nuestro rey, el huir del campo de batalla es similar a un acto de cobardía, el cuál debe de pagarse con la

vida. Simplemente se gana en la batalla en la que te invo lucras, o mejor, es no volver sí deseas seguir con vida. Tenlo presente siempre, por si hubiese una segunda vez. ─¡Descuide!

Capitulo XVI ─Hemos caminado más de un kilómetro y no encontramos aún a Ikuro. Me parece que

nuestro anciano guardián no logró realizar muy bien su truco Mariscal. ─Si él dijo que Ikuro estaría, descuida ya pronto lo encontraremos, debes de tener un po-co de paciencia.

─¿Y a quién van a encontrar? ─preguntó intrigada Reija que venía atrás y los había esc u-chado. ─¡Un compañero nuestro! ─le contestó el Mayor.

─¿Un amigo del bosque? ─Más bien un compañero que se extravió ─repuso el Mariscal.

─¿Y está con más hombres? ─preguntó la mujer. ─Solo él con sus pequeños ojos rasgados ─expresó el Mayor con una sonrisa. ─Fue en una batalla, ¿verdad? ─preguntó Ibian en ese momento.

─¿Qué dices? ─expresó el Mayor volviéndola a ver. ─Lo que le sucedió a los ojos del hombre que buscas.

─¡No, no! ─Los tiene así de nacimiento. ─¿Y ve bien? ─¡Por supuesto! ─Él los tiene así ─y colocando sus manos en ambos lados de la frente

estiró la piel hacia atrás. ─Tú estás hablando de los hombres que viven más hacia el este ─argumentó la mujer

riéndose. ─¿Quiénes? ─preguntó el Mariscal. ─¡Es un pueblo nómada! ─Sus caballos son más pequeños que los nuestros pero mucho

más veloces. Viven en unas enormes llanuras allá por dónde sale el sol a mucha distancia en grandes chozas de cuero.

─¿Y cómo sabes tanto de ellos?

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─¡Por los mercaderes! ─En ocasiones cuando visitaban el pueblo para comerciar, por las noches en las fogatas les gustaban contar hermosos e interesante relatos de las distintas

tribus con los que tenían tratos. ─En pocas palabras, la televisión de este tiempo ─expresó el Mayor con una sonrisa.

─¡Podría decirse! ─le dijo el Mariscal deteniéndose. ─¿Y qué es la televisión? ─les preguntó con curiosidad Ibian. ─Es un simple aparato, en el cuál, las personas se sentaban a su alrededor para enterarse

de los adelantos, chismes, entretenimientos. En nuestras ciudades, incluso hay dos o tres en cada hogar y con cable.

─¿Tantos mercaderes en una sola casa y con látigos además? ─Deben de ser palacios donde habitan, lo que no puedo comprender ¿para qué quieren que les peguen? ─repuso Ibian a la que se le iluminaron sus ojos.

─A decir verdad... ─¡Mayor! ─Por favor, mejor evita darle una explicación, sabes que no la va a compren-

der. ─Pero se va a llevar una imagen que no corresponde de nuestro tiempo. ─¿Importa eso? ─expresó el Mariscal.

─Realmente no, ¿verdad? En ese momento, el Mariscal observando el suelo notó unas huellas que seguían el cau-

ce del río hasta una pequeña ensenada que sobresalía y que estaba oculta por una tup ida floresta. ─¡Creo que lo hallamos!

─¿En dónde? ─acotó el Mayor. ─¿Te sirve aquél humo que empieza a salir? ─le contestó el Mariscal señalándolo.

─Puede ser originado por los habitantes del bosque ─argumentó la mujer tomando de la mano a Ibian y arrimando hacia ella a Reija. ─Dudo que usen botas de talla nueve y medio ─expresó el Mariscal.

Acercándose paulatinamente pronto alcanzaron la floresta, el Mayor de un momento a otro y por hacer una especie de aparición triunfal, se adelantó a pesar de que el Mariscal

le dijera que no lo hiciese. ─¡Sorpresa! ─exclamó el Mayor atravesando tranquilamente la floresta. Una pequeña fogata encendida fue lo único que pudo lograr observar en ese momento

ya que unos extraños sonidos que se suscitaron hicieron que pronto viera el panorama pero de cabeza. Una fuerte liana lo tenía colgado de los pies.

─¿Pero qué pasó? ─expresó Reija con una sonrisa en su rostro al ver al Mayor como os-cilaba lentamente en el aire. ─Tal parece que el sorprendido fuiste tú. No digas que no te lo advertí ─expresó el Ma-

riscal. ─Si ya sé, ¿pero quieres ayudarme a bajar? ─repuso el Mayor.

─Ikuro, puedes salir, somos nosotros ─expresó el Mariscal en voz alta. Un sonido seco de un cuerpo cuando cae en la tierra fue lo que se oyó posteriormente. Alguien había cortado la liana que sostenía al Mayor.

─Es sumamente agradable volver a ver rostros conocidos ─argumentó Ikuro luego de bajar de un árbol cercano.

─¡No opino lo mismo! ─le contestó el Mayor levantándose al tiempo que se sacudía la arena que tenía en su rostro y ropa. ¿Podrías explicar por qué rayos ideaste esa trampa?,

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¿no sabes qué puede ser muy peligrosa? ¡Podría haberme quebrado la cabeza o la misma columna!

─Para comenzar, ignoraba que eras tú el que iba a caer en ella, además, debes de recono-cer que rompiste todos los cánones de seguridad al ingresar en la forma en que lo hiciste,

máxime en un área totalmente desconocida para ti. Un enemigo te hubiese asesinado fácilmente. Por último, ¿de qué te quejas? ─Si sabes que tienes la cabeza muy dura. ─Posiblemente, pero es sólo gracias a mi sueño ─y se alejó a limpiarse la cara con el

agua del río. Ikuro asombrado, sólo abrió sus ojos todo lo que pudo y se tocó ambas zonas de las

orejas a fin de verificar que había escuchado bien, luego observó al Mariscal quien al acercarse le dijo: ─Todavía piensa que vivimos una especie de sueño.

─Yo pensé lo mismo al principio, pero todo lo que nos rodea es demasiado real. ─¡Y peligroso! ─acotó el Mariscal.

─¿Lo dices por las mujeres que vienen con ustedes? ─preguntó al observarlas tomando agua muy cerca del Mayor ─las veo bastante inofensivas. ─No hablo de ellas, sino a los peligros que encierra toda esta zona.

─¿Te refieres a los habitantes de la localidad? ─Principalmente.

─¿Y en dónde nos hallamos? ─Lo último que recuerdo era la batalla que sosteníamos en las ruinas. Nos estaban atacando con todo. Una fuerte explosión y luego que se disipó el humo me encontré en este apacible sitio, totalmente desarmado.

─¡Ni tanto! ─Me parece que tienes una espada, un arco y varias flechas e incluso una lanza, ¿cómo puedes decir eso? ─le comentó el Mariscal.

─¡Pero es como sí no los tuviese! ─Está bien que mis antepasados, supongo, supieron manejar algunos de esos aparatos y en excelente forma ya que la situación lo amer itaba, sin embargo en mi caso tuve todas las comodidades que la tecnología del siglo XX brin-

daba a fin de que la vida resultara cómoda, placentera y bastante sedentaria. ─¿Por esa razón ingresaste en el ejército? ─le preguntó el Mayor.

─Había que agregarle un poco de emoción a nuestra existencia, además, las batallas no son como lo fueron antes. Ahora aprendemos a pelear con la realidad virtual. ─Espero que te haya servido de mucho ese aprendizaje, debido a que vas a experime ntar

en este sitio una realidad real y salvaje. Es totalmente distinto a lo que se da en un campo de entretenimiento ─expresó el Mayor en ese instante.

─¿Qué quieres decir? ─Asesinar a nuestro oponente. ─Ya lo hemos hecho en anteriores ocasiones ─le contestó Ikuro.

─¿A punta de espada, lanza o cuchillo? ─Si tuviese que escoger, sabes que optaría por lo último.

─¿Qué harías contra una enorme espada o lanza, además de la coraza que lleva nuestro oponente? ─le dijo el Mayor. ─Bueno en ese caso en particular, con un certero disparo, importa poco la protección y el

arma que lleve. ─Ese es el problema. ─le dijo el Mariscal.

─¿Cuál? ─Que aún no se ha inventado la pólvora ─repuso el Mariscal.

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─Bromean, ¿verdad? ─expresó Ikuro riéndose, sin embargo al ver las caras tanto del Ma-yor como del Mariscal que no mostraban ninguna sonrisa, el semblante le fue cambiando.

Estamos entonces en él... ¿pasado? ─No pudiste haberlo expresado mejor ─argumentó el Mariscal.

─¿Y cómo rayos llegamos? ─En tu caso, el Mariscal solicitó tu presencia, mientras que nosotros, por que realmente nos necesitaban.

─¿Así? ¿ Y quiénes? ─expresó Ikuro. ─Los guardianes del tiempo, nuestros amigos ─expresó con sumo orgullo el Mayor.

─Esos tipos de los que hablas, tal vez sí lo sean del Mariscal, pero tuyos, perdóname, realmente lo pongo en duda. Ahora ─volviendo a ver al Mariscal ─que tal si me explicas acerca de esos guardianes.

─Son los encargados al parecer de vigilar una especie de canal interdimensional que permite desplazarse en el tiempo y que se halla ubicado dentro de las ruinas que encon-

tramos. Roberts, logró de alguna manera, descifrar o encontrar la forma de utilizarlo y se transportó hasta este sitio omitiendo a los guardianes sus verdaderas intenciones. ─¿Y saben ellos ahora cuáles son?

─El muy cretino desea quedarse en un sitio como éste ─expresó el Mayor. ─¿Y cuál es el problema que lo haga? ─De seguro es el tipo de persona que detesta los

adelantos modernos y desea establecerse en sitios en donde la naturaleza aún abunda en su estado salvaje ─le contestó Ikuro. ─Sus propias acciones así como las que hará su propia descendencia van a marcar un

cambio en la historia que llegará a afectar el tiempo tal como lo conocemos ─le dijo el Mariscal.

─¡Exactamente! ─Es como si los romanos hubiesen conquistado Italia ─repuso el Mayor. Tanto el Mariscal como Ikuro se miraron entre sí con un marcado signo de sorpresa e incredulidad en sus rostros al escuchar el anterior comentario. Era difícil de creer lo que

habían escuchado y así se lo hizo ver el propio Mariscal al Mayor tras un breve insta nte de silencio.

─Me parece que estás un poco confundido con lo que quisiste expresar. ─¿Los italianos fueron entonces los que conquistaron a los romanos? ─corrigió el Mayor confiado en sus propias palabras.

─¡Me temo que no! ─Definitivamente en el arte del conocimiento de la historia de la humanidad eres un

completo ignorante ─alegó Ikuro. Deberías de cultivarte un poco antes de expresar una simple palabra. ─Cuántas veces he de decirte que no me llaman la atención esos árboles enanos que cul-

tivabas en la base, son faltos de desarrollo, no se como te atrevías a lucirlos en tu oficina. Prefiero una refrescante palmera.

─¿Pero qué tiene que ver el pasatiempo de Ikuro con lo que estamos hablando? ¡No lo comprendo! ─expresó el Mariscal. ─Ikuro fue el que habló, mencionó la palabra cultivar y me parece que el sembrar plantas

viene siendo casi lo mismo.¿No? ─¿Por qué no usas un poco al menos tu cabeza? ─expreso Ikuro un poco fuera de sí.

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─De seguro que la fuerte explosión dentro de las ruinas afectó su mente, ¿cómo podría ponerme una palmera sobre la cabeza? ─Realmente está bastante desquiciado ─le dijo en

voz queda al Mariscal, quién solo movía negativamente su cabeza. ─¡Los romanos e italianos vienen siendo lo mismo! ─expresó finalmente con voz pausa-

da el Mariscal observando fijamente al Mayor. Tal vez lo que realmente querías decir, era que los persas se apoderaron de toda Grecia o que los romanos conquistaron fácilmente la Germania. Son hechos históricos que de haber sucedido en verdad, prácticamente hubie-

ran cambiado la historia tal como la conocemos actualmente. ─No sé por qué se comporta de esa forma, cualquiera puede cometer esos pequeños erro-

res ─contestó el Mayor. ─¿Pequeños? ¡Por favor! ─Es como decir que mi país ganó la segunda guerra Mundial y en forma contundente ─expresó Ikuro.

─¿Y no lo hizo? ─Entonces aquellos amigos tuyos que nos presentaste cuando estuvimos en Japón se equivocaron al decir que ellos provienen del país que ha sido el único que ha

vencido a las barras y a las estrellas. ─Ellos no eran japoneses ─le contestó Ikuro. ─¿Ah no? ─expresó el Mayor un poco confundido.

─¡Eran vietnamitas! ─Perdona Ikuro, pero realmente todos ustedes son como una copia generalizada. No exis-

ten diferencias marcadas en sus rostros, cualquiera puede equivocarse con solo verlos. ─¿Pero cómo te atreves a expresar eso? ─Nosotros somos... ─Mira mamá, ya logramos encontrar al amigo de ellos, el que viene de las enormes llanu-

ras ─expresó Ibian ¿En dónde dejaste tu caballito?, ¿detrás de las rocas o fuiste también atacado y te escondiste permitiendo que tus enemigos se lo llevaran?

─¿Podría alguien explicarme sobre que está hablando ella? ─preguntó Ikuro observando al Mariscal como al Mayor. ─Ella simplemente se refiere al medio de transporte que supuestamente utilizaste para

llegar de tu lejana tierra hasta este sitio ─le ac laró el Mariscal acercándosele. Te sugiero, que la respuesta que vayas a darle sea lo bastante increíble.

─¿Qué tanto? ─expresó Ikuro. ─Inverosímil, imaginativa, locamente exagerada y si puedes más, todavía mejor. Ikuro arrugó un poco su entrecejo, sin embargo entendió el mensaje, finalmente se vol-

teó y le sonrió a la niña que lo miraba fijamente. Se agachó y tomando unas cuántas hojas caídas, empezó a frotarlas entre sus dos manos mientras se acercaba lentamente a la foga-

ta. ─¿Así qué quieres ver a mi corcel? ─¿El qué? ─preguntó Ibian.

─¡Caballito! ─¡Oh sí! ¡Claro!

─¡Muy bien! ─Observa con mucho cuidado ─expresó Ikuro. Y tirando las hojas tritura-das a las llamas, al poco rato de éstas, empezó a brotar un humo blanco que paulatina-mente fue tomando la forma de un caballo.

Los ojos de la niña como los de Reija y la madre no daban crédito a lo que estaban ob-servando. Con unos movimientos de su mano, Ikuro finalmente materializó un caballo de

color castaño oscuro. Su figura emanaba fuerza, vigor, resistenc ia, agilidad pero sobre todo majestuosidad. Comenzó al golpear el suelo con sus delgadas patas delanteras y fi-

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nalmente el caballo se acercó a Ikuro, quien le acarició su alargada y fina frente, a la que le sopló finalmente, haciéndolo desaparecer convirtiéndolo nuevamente en el humo que

se fue confundiendo con el que emanaba la fogata. ─¡Detesto cuando hace eso! ─expresó el Mayor.

─¿El truco del caballo? ─Me parece que es bastante bueno, mejor que el del elefante. ─¡No Mariscal! ─El de ignorar como hace esas ilusiones. ─Dudo que vaya a compartir sus secretos, además ya lo dijiste antes, son simples trucos

baratos. ─Pero que el muy desgraciado sabe hacer excelentemente bien. No creo que los magos

que puedan existir en esta época logren superarlo. ─¡Sinceramente eso es lo que espero! ─le contestó el Mariscal mientras observaba como Ikuro gentilmente les obsequiaba una rosa que aparecía de su puño, a cada una de las mu-

jeres.

Capitulo XVII

─¿Qué tal lo hice? ─¡Sencillamente perfecto! ─Ellas hablarán maravillas de ti con todos sus congéneres ─le dijo el Mariscal.

─¿Lo que no entiendo es para qué quieres que eso llegue a suceder? ─¡Muy simple! ─Para qué cuando las escuchen, ellos se decidan a ayudarnos ─contestó

el Mariscal. ─¿A qué?, ¿no creo que sea para volver a casa? ─¡Por supuesto que no! ─Es a enfrentar lo que de seguro Roberts ha creado para quedar-

se en esta época, quizás su propia fuerza ─le dijo el Mariscal. ─¿Y crees que ésta sea numerosa? ─¡No importa! ─Eso no va a evitar que nos lo llevemos ─expresó el Mayor muy seguro

de sus palabras en ese momento. ─Ya conoces las razones del por qué, por eso si fuese sumamente necesario, vamos a

tener que llegar a eliminarlo. No importa quién lo haga, pero debe hacerse y eso debe quedar bien claro, es una orden que no se puede discutir ─finalmente argumentó el Ma-riscal.

─¡Eres el que manda, nosotros simplemente obedecemos! ─Ahora, cambiando un poco de tema, ¿cómo son esos guardianes de los que hablan? ─expresó Ikuro.

─¡Muy simpáticos! ─le repuso el Mayor. ─Yo me refiero a su físico. ─Podrían pasar como cualquier persona común de nuestra época ─le contestó el Maris-

cal. ─¡Sí! ─Uno es de mediana edad mientras que el otro es todo lo contrario. Es como ver al

Mariscal dentro de diez o quince años. ─¿Me estás llamando por casualidad viejo? ─¡En lo más mínimo señor! ─Sólo es para que Ikuro se de una correcta visión de cómo

son ellos, principalmente del que parece ser el jefe. ─¿Y no pudiste tomar otro ejemplo?

─Yo me pondría Mariscal, pero cómo puedes notar soy muy apuesto, de cuerpo perfecto, simpático, elegante y de gran porte, características que bien sabes no tenían esos simples

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guardianes, aunque claro, después de observarme detenidamente, de seguro van a desear parecerse a mí.

─¿Y para qué querrían ellos hacerlo? ─Después de todo, me parece que no interactúan con muchas personas ─le dijo Ikuro.

─Como que la simplicidad es una característica que nació en el oriente ─contestó el Ma-yor. ─Muy posiblemente, como de igual forma la humildad y la modestia provienen del mis-

mo sitio ─repuso Ikuro. ─Insinúas que...

─¡Ya basta por favor! ¿No creen que es mejor evitar las peleas entre nosotros mismos y avocarnos a lo que venimos? ¡Debemos continuar, aprovechar la luz! ─argumentó el Ma-riscal.

─¿Y podría saber hacia adónde nos dirigimos? ─preguntó Ikuro. ¿Acaso al poblado de ellas? ─volviéndolas a ver con una sonrisa.

─¡Lo destruyeron los Velkin! ─le dijo Reija cuando ella estuvo cerca. ─Siento mucho escuchar eso. ─¿No puedes hacer con tu magia aparecer otra vez nuestro hogar y algunos seres queri-

dos, aunque fuese sólo por un pequeño instante? ─le preguntó Ibian observando fijamente a Ikuro.

─Realmente me gustaría complacerte, pero me temo que lo que pides está más allá de mis conocimientos ─le contestó. ─¡Es una lástima! ─repuso desanimada Ibian.

─¿Y quiénes son esos Velkin de los que estás hablando? ─expresó Ikuro. ─Guerreros ignorantes, ávidos de poder y traficantes de esclavos ─le contestó el Mayor.

No muy buenos peleadores, por cierto. ─¿Ya te enfrentaste a ellos? ─¡Así es! ─Y a todos los liquidé fácilmente. El Mariscal hizo lo mismo con los pocos

que le dejé ─repuso el Mayor. ─Es muy interesante.¿Y lo hicieron con esas armas? ─preguntó Ikuro al tiempo que las

señalaba. ─¡Ni más ni menos! ─Por supuesto, pero si no te sientes capaz de lograr identificarte con las que llevas, puedes ocultarte detrás de mí cuando la acción llegue.

─Descuida que eso sí no llegará a suceder. Ya aprenderé a manejar todos estos anticua-dos artefactos ─le contestó el oriental mientras empezaba a observar una de las flechas

que se encontraba en su carcaj. ─Pero qué son bastantes efectivos, ya lo verás ─expresó el Mariscal luego de sonreírse un poco. Y empezando a caminar se puso rápidamente a la cabeza del pequeño grupo.

─¿Sabes qué es lo que está buscando en particular? ─expresó Ikuro al Mayor al tiempo que le permitía a la mujer junto con Ibian y Reija que se colocaran entre él y el Mariscal,

quien iba más adelante poniendo atención a todo lo que lo rodeaba, principalmente al suelo que pisaba. ─¡Huellas!

Ikuro se detuvo y volvió a ver incrédulo al Mayor. ─¡Sí, sí! ─Es un experto aunque no lo creas ─le contestó al tiempo que lo empujaba sua-

vemente. Ya irás aprendiendo todas las maravillas escondidas que nos tenía el Mariscal. Realmente no lo creerías.

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─¡Mató al poderoso Obitán! ─volviéndose le dijo Ibian ya un poco recuperada y con una enorme sonrisa.

─Tu magia quizás pueda ayudar también a eliminar a Cutlán ─le dijo Reija en ese mo-mento a Ikuro.

─¿Y ahora de quién está hablando ella?¿De acaso otro poderoso Velkin? ─preguntó Iku-ro. ─¡No! ─Es una pequeña y miserable salamandra de colores ─le contestó el Mayor. Como

son tan escurridizas éstas son muy difíciles de agarrar y de eliminar. Nada difícil rea l-mente. Yo voy a hacerlo, me rogaron mucho, después de todo, es un trabajo sólo para

hombres. ─Tal parece que le tienen pánico y en sumo grado ─alegó Ikuro mientras les observaba sus rostros.

─¿Y qué esperabas? ─Usualmente es lo que sucede cuando una mujer ve un horrip ilante y enorme roedor desplazándose entre sus pies.

─No me está quedando muy claro lo que dices ─alegó Ikuro. ─¿Qué dices? ─¡Qué me estás confundiendo! ¿De qué hablas?, ¿de una salamandra o de un roedor? ─le

preguntó Ikuro. ─¿Sabes? ─Creo que viene siendo como una mezcla de las dos. Debes de entender que

no soy un experto en reptiles. Ikuro solo arrugó su entrecejo al escuchar la anterior frase y antes de que pudiese pre-guntar nuevamente, Reija se le adelantó y tomándole el brazo y agrandando sus ojos le

expresó: ─Con tu magia puedes ayudar fácilmente a tu amigo a matarlo.

─No se necesita de ella para hacer esa labor ─le contestó el oriental. ─Y tampoco te la he pedido. Además, ya te lo dije antes. Pienso efectuar ese trabajo yo y sólo ─le argumentó el Mayor.

─¡Dirás que ibas! ─repuso Ikuro. Tal parece que ellas se han dado cuenta de que no eres el más capacitado para ejecutar tan difícil labor.

─¡Pero! ─ fingiendo protestó el Mayor. ─No hay pero que valga. Yo lo haré. Prácticamente lo desapareceré. ─¡Lo creo totalmente! ─De un bocado y asado ─susurró el Mayor asomando una peque-

ña sonrisa. ─¿Así que en dónde puedo encontrar a ese insignificante y pequeño ser? ─preguntó vol-

viendo a ver a Reija. ─¡En la montaña de la muerte! ─le contestó al tiempo que la señalaba y su rostro se rego-cijaba.

─¿Hasta allá arriba? ─Como que al extraño ratón le gusta los lugares altos e inhóspitos. Seguro de que no soporta un largo y frío invierno. Lo que no entiendo, ¿es el por qué

desean eliminarlo si vive tan alejado del poblado? ─Matar... ─¡Las cosechas! ─expresó rápidamente e l Mayor interrumpiendo a Reija. Debes de com-

prender que son una verdadera plaga, similar a las langostas en África, arrasan con todo como si fuese un enorme fuego.

─¡Sí, fuego! ─le contestó Reija asintiendo con su cabeza al tiempo que hacia unos extra-ños ademanes con sus manos.

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─Por la forma en que se expresa entonces no es uno solo, sino varios, quizás cientos, mi-llones.

─¿De qué habla él? ─preguntó Reija al Mayor. ─Me parece que se refiere al número de flechas que de seguro piensa que va a utilizar, o

posiblemente a las estocadas que tendrá que dar con su lanza para acabar definitivamente con la dichosa criatura. ─¡Oh ya veo!

─La mejor manera de acabar con toda esa molesta plaga que tanto les aflige, creo que es con un potente veneno, aunque francamente considero que el principal problema a solu-

cionar es evitar el mal olor de la carne descompuesta que se va a desatar ─repuso Ikuro finalmente. ─¡Por eso no se preocupe! ─Después de matar a Cultlán, nosotros destazamos el cuerpo,

lo salamos y tendremos mucha comida. La piel va a servir para confeccionar escudos así como numerosos vestidos.

─Había escuchado que mucha gente devora la carne, pero me parece que nunca sobre el uso que se le pueda dar a la piel ─replicó bastante extrañado Ikuro mientras se rascaba lentamente la nuca. ¿Escudos y vestidos? ¿Pero qué tipo de técnica habrán usado para

unir tantas pequeñas pieles? ─Por qué la desconozcamos no implica que no se halla hecho ─le contestó el Mayor d i-

simuladamente mientras seguía caminando. Parece que el Mariscal encontró algo, vamos rápido. ─Una gran aldea de pescadores ─expresó aquél cuando todos se le acercaron a dónde se

hallaba aguardándolos sobre un pequeño promontorio de piedras y desde el cual, se podía divisar como el río se abría formando una ensenada en donde varias canoas navegaban

tranquilamente. ─¿Crees que sean amigos? ─argumentó Ikuro. ─¡Muy posiblemente! ─repuso el Mariscal.

─Y si hay algún problema, los eliminamos a todos con nuestras armas ─expresó el Ma-yor.

─¿Así de fácil? ─preguntó el Marisca l volviéndolo a ver. ─¿Cuántos pueden ser ellos? ¿Veinte, treinta, cuarenta? ─Es un número bastante aceptable desde cualquier punto de vista en que se mire ─le re-

puso Ikuro. ─Mayor, por tu forma de expresarte parece que olvidaste por casualidad que ya no tienes

la ametralladora ─le dijo el Mariscal. ─¡Eso ya lo sé! ─Yo me refiero a que Ikuro puede encargarse de todos ellos, sabes que no soy nada egoísta.

─¿Qué crees que soy yo? ─¡El que juega de mago por lo tanto puedes llegar a desaparecerlos con algún movimien-

to mágico! ─Además, hay que aceptar que te defiendes muy bien con tus manos y pies. Se podría decir que eres la reencarnación del mismo Bruce Lee, aunque claro, con menos músculos y lo más importante, él podía batallar con un número incluso más alto de ene-

migos que los que se ven en este sitio. ─Para comenzar, él era chino y yo no lo soy.

─Solo falta que digas que no tienes los ojos rasgados.

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─¿Cuándo vas a entender que chino no es sinónimo de tener ojos rasgados? ─exclamó Ikuro.

─¿Entonces? ─preguntó el Mayor. ─Chino es de la China.

─Hablas de una nación y creo que en la época en que nos hallamos dudo que exista como tal, de igual forma tu país. Podría decirse que nosotros somos huérfanos de patria. ─Hay que admitir que tienes un poco de razón en ese punto ─le contestó Ikuro.

─Al no existir fronteras, me parece entonces irracional que vengas a molestarte, si te lla-mo chino.

─Llámame capitán entonces y evitamos mal entendidos. ─¿Ya terminaron? ─expresó el Mariscal observándolos. ─¡Sí señor! ─ Realmente sólo nos poníamos de acuerdo en algunas pequeñas diferencias

que teníamos ─repuso sonriéndose el Mayor. ─Espero que las hayan aclarado totalmente, no deseo discusiones una vez que ingresemos

en esa aldea. ─¿Es qué vamos a entrar ahí? ¿Todos? ─preguntó el Mayor. ─Si quieres puedes quedarte aquí. Ya mandaremos por ti con algunas de las niñas que

encontremos ─le contestó Ikuro con una enorme sonrisa en su rostro. ─¡Muy gracioso!

Los aldeanos al observar como un grupo de extraños salía del bosque y empezaba n a acercarse lentamente detuvieron de inmediato sus quehaceres, algunos tomando unas lan-zas, otros, enormes palos comenzaron a salir a su encuentro formando una especie de

pared humana en donde se iban colocando las mujeres y los niños en la parte posterio r, protegiéndolas.

Sus ropas eran muy simples. Algunos solo usaban taparrabos de piel debidamente pre-parados, mientras que otros, vestían mantos largos hechos de una fibra especial, la que estaba adornada con plumas de aves. Lucían altos y bastante bien formados.

─Afortunadamente para ellos, no se ven muy agresivos ─susurró el Mayor al Mariscal mientras se les iba acercando.

─Sin embargo, sus armas sí. ─¿Desenvainamos nuestras espadas? ─¡Aún no! ─le contestó el Mariscal.

─Aguarda a estar un poco más alejado de nosotros Ikuro ─expresó el Mayor volviéndolo a ver ─no vayas a ser que nos cortes con tu espada o accidentalmente nos atravieses con

una de tus flechas al intentar lanzarla, por cierto, por si no lo sabes, se usa el arco para eso. ─¡Descuida!

En ese momento, uno de los aldeanos que lucía unas plumas muy llamativas se abrió paso entre la muralla humana y observando detenidamente a la mujer como a sus hijas,

las reconoció, por que empezó a hacerles señas y llamarlas. Aquellas al verlo se dirigie-ron hacia él en veloz carrera. ─Supongo que conocen a ese enorme avestruz ─expresó el Mayor al verlas correr hacia

él. ─Me alegra por ellas, parece que volverán a tener un hogar ─repuso Ikuro al observar

como todos se abrazaban.

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─Agradezco sinceramente lo que hicieron por ellas ─argumentó el personaje en ese mo-mento con sonora voz acercándoseles.

El personaje podría tener cuarenta años, de cabello un poco gris, pequeños ojos cafés, nariz ancha, pómulos salientes ancho de hombros y de una mediana estatura. Tenía un

semblante inteligente como enérgico así como un temperamento capaz de soportar pena-lidades, de afrontarlas pero sobre todo el de vencerlas. Poseía además, una enorme cica-triz en el cuello, resultado de alguna anterior batalla en la que había participado.

─Fue un verdadero placer el poder ayudarles ─expresó el Mayor. Se veían tan indefensas que yo mismo le sugerí al Mariscal quién no daba crédito a lo que escuchaba, que las

llevásemos con nosotros, realmente no podían quedarse en dónde las hallamos ya que podrían volver los miserables que anteriormente las atacaron. ─Hicieron bien y por ello serán recompensados.

─¿Con oro, diamantes, plata, piedras preciosas? ─expresó rápidamente el Mayor al tie m-po que frotaba sus manos.

─¡Por favor! ─El insultarlos jamás ha pasado por mi mente, por eso les ofrezco mis más sagrados tesoros como lo pueden ser la comida y el refugio. Pueden quedarse todo el tiempo que deseen, descansar tranquilos sin los peligros que habitan en los bosques y

comer abundantemente de todos los productos que tenemos en nuestras mesas. ─Yo no me hubiese enojado por unos cuántos e innumerables insultos, es más, estaría

más que alegre ─expresó el Mayor volviéndose y susurrándole al oído a Ikuro. ─Aceptamos gustosamente tan magnifica hospitalidad ─le contestó el Mariscal inclinan-do levemente su cabeza.

─Acompáñenme, les mostraré la aldea. Por cierto yo soy Baelk, el jefe de este lugar. ─Él es el Mayor Atzel y el capitán Ikuro ─le dijo el Mariscal al tiempo que los empezaba

a señalar. ─Y él, el Mariscal, el que acabó con el poderoso Obitán ─se apresuró a decir Reija tomándole la mano.

─¿Pertenecen a la guardia de un rey en particular? ─preguntó Baelk con alguna curiosi-dad mientras empezaba a observar en forma detenida los extraños trajes que los tres ex-

traños vestían. ─¡Al de la coalición! ─expresó el Mayor. ─Por ese nombre, no creo haberla oído antes ─le repuso Baelk. Debe ser de un reino muy

lejano. ─Muy pero muy lejano, no le quepa duda alguna ─le contestó Ikuro.

─¿Y llegaron a este sitio por tierra o por mar? ─Por donde va a ser, por tierra, caminando hasta aquí. ¿Acaso no nos vio llegar hace po-co? ─le contestó el Mayor. Como qué no es muy brillante el plumífero éste ─le dijo en

voz baja al Mariscal volviéndose. ─Él se refiere al medio de transporte que supuestamente utilizamos para llegar a este lu-

gar o sea cuando nos encontramos con las mujeres. ─¡Ah eso! ─Se hubiese expresado un poco mejor. ─Él monta un brioso corcel que vive en el humo de las fogatas ─expresó Ibian en ese

momento al tiempo que le tomaba la mano a Ikuro, quién solo se sonrió un poco. ─¿Corcel? ─expresó Baelk confundido.

─¡Caballito! ─le dijo Ibian. ─¡Ah! ¿Y por qué no vinieron en él? ─le preguntó Baelk.

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─Lo hubiésemos cansado al pobre, todos en uno solo por eso él lo dejó en la fogata ─le dijo la niña.

─¡Por supuesto, suena muy lógico todo lo que expresas! ─dijo Baelk. ¿Pero es verdad todo lo que están diciendo tus hijas sobre el caballo? ─preguntó Baelk volviendo a ver

bastante confundido como asombrado a la mujer. ─¡Así es! ¡Yo también vi todo lo que ellas te han relatado, apareció y finalmente lo hizo desaparecer! También hablan con los mismos dioses.

─Si es así, pueden sernos de mucha utilidad ─expresó Baelk volviéndolos a ver en forma disimulada.

─¡Realmente de mucha! ─Estoy segura de que si hubiesen estado en nuest ra aldea, los Velkin no habrían podido destruirla de la forma en que lo hicieron, ni mis hijas sufrir el maltrato a que fueron sometidas.

─¿Y crees qué se quedarán mucho tiempo? ─Hasta que hallen a un tal Roberts. Vinieron por él y por lo que oí se lo llevarán vivo o

muerto ─expresó Niyel mientras solapadamente observaba al Mariscal que miraba en ese momento unas conchas que Reija e Ibian les estaban mostrando. ─¿Te gusta? ¿Verdad?

─¡Es un excelente guerrero! ─Enérgico, firme, maduro y me sentiría privilegiada que me correspondiera. Estoy segura de que podría hacerle muy feliz y a la vez darle un heredero

digno de él. Mató a Obitán con una suma facilidad. ─¡Me lo supongo! ─Ahora mujer, todos los guerreros que acompañaban a Obitán, ¿mu-rieron?

─Creo que uno logró escapar. ─¿Cómo? ─exclamó en voz alta Baelk.

─¿Sucede algo? ─le preguntó el Mariscal. ─Niyel me dice que un guerrero de Obitán logró huir. ─Desgraciadamente así es ─le contestó el Mariscal.

─Corría más rápido que un conejo, nunca lo pudimos alcanzar. Supongo que rompió el record mundial de velocidad.

─¿El qué? ─preguntó Reija volviéndolo a ver. ─Es... olvídalo, no tiene importancia. ─Confiemos en la sabiduría de los dioses y recemos para que los Velkin no se decidan a

venir hasta aquí ─expresó Baelk. ─¿Y cómo podrían saber ellos que nosotros llegamos hasta ésta perdida aldea, pudimos

haber tomado cualquier otra ruta? ─argumentó el Mariscal. ─No veo cuál es el problema, si no nos hayan aquí, los Velkin no les quedará otro camino que marcharse, así de sencillo ─repuso el Mayor.

─A los lugares que los Velkin generalmente llegan, lo arrasan destruyéndolo todo a su paso, nada ha podido llegar a detenerlos, ya sea el océano, murallas infranqueables o el

miedo a lo desconocido. Se puede decir que no les gusta prácticamente que quede algo con vida. ─Si ese fuese el caso, lo más lógico sería que emigraran entonces antes de su arribo a otra

zona lo bastante lejos de este río ─expresó el Mayor. ─¿Abandonar ese sito? ¿Pero qué estás diciendo? ─Esta es la tierra de todos mis antepa-

sados.

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─Bueno, si tanto le preocupa, me parece que podrían trasladarlos también, aunque eso sí, tendrían que cavar un poco a fin de mover las tumbas.

─No vamos a despertar la furia de nuestros ancestros Mayor, debido a qué no pensamos huir, vamos a quedarnos.

─¡Y haces bien! ─repuso el Mariscal. Realmente el huir no sería la solución idónea ya que tarde o temprano tendrán que enfrentarlos, quizás no a los Velkin, sino a otra fuerza similar.

─¡Es exactamente lo que he querido decirles pero ha habido una enorme confusión con las palabras! ─expresó el Mayor. Por supuesto, sabemos que cuando ese momento llegue,

lo harán muy bien, al punto que sobra decirles que les deseamos mucha suerte. ¿No lo cree así Mariscal? ─¿No piensan quedarse mucho tiempo con nosotros? ─expresó Baelk.

─Sólo el tiempo suficiente como para encontrar a Roberts, al punto que para cuando le hallemos se podría decir que al hacerlo prácticamente desapareceríamos ─le repuso el

Mayor con una enorme sonrisa. ─A pesar de que no nos agrada la forma tan displicente en que en el Mayor se acaba de expresar, desgraciadamente él tiene mucha razón. Vinimos sólo por Roberts y no a ser

partícipe en batalla alguna ─exclamó el Mariscal. ─¡Entiendo! ¿Y saben en dónde se puede hallar a ese importante personaje que están bus-

cando? ─Lo pregunto porque esta zona es muy extensa ─le dijo Baelk. ─¡Por supuesto! ─se apresuró a expresar nuevamente el Mayor. Al parecer está co n un tal Goreard en su castillo si la información que nos brindaron y que es de buena fuente, es la

correcta. ─¡Qué extraño! ─Ese castillo nunca ha tenido fuentes que yo sepa ─le dijo seriamente

Baelk luego de observar a Niyel. ─¡Yo me estaba refiriendo a la información! ─le contestó el Mayor sonriéndose. ─¿No sé por qué no aprendes entonces primero a hablar en una forma clara? ─le reclamó

Ikuro. De esa forma se evitan las confusiones con las palabras como la que acaba de su-ceder.

─Para tu información yo hablo excelentemente bien, primer lugar en oratoria, Univers i-dad de Yale ─le contestó el Mayor. ─No estamos en ningún debate estudiantil mucho menos en algún concurso y lástima que

ese lugar que obtuviste, no fue en Historia. ─Tiene mucha similitud, ya que hablar de la importancia de una política económica en

función del desarrollo social que beneficia al pueblo, es parte fundamental de la historia, ¿o no? ─No rueda por qué las orejas y su enorme nariz se lo impiden ─expresó Ikuro al Mariscal

al acercársele, pero luego de advertir como una joven intentaba preparar una fogata optó por ir a ayudarla. ¡Ya regreso!

─Tengo el ligero presentimiento de que nuestro querido capitán se molestó por alguna razón, aunque yo le recomendaría que debe de cuidar un poco su carácter. Realmente no tengo la culpa de tener un mayor coeficiente intelectual que el de él.

─Por supuesto Mayor, por supuesto. ¡Ah, por cierto! ─Ikuro se estaba refiriendo a la ma-teria de Historia por si lo ignorabas ─le contestó el Mariscal mientras continuaba cami-

nando. ─¿Qué me habrá querido decir?

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Capitulo XVIII ─Realmente quisiera que disculparan a mis dos compañeros, muchas veces se comportan de una manera sumamente extraña ─expresó el Mariscal al estar nuevamente con Baelk e

Niyel. ─Lo entiendo muy bien y no debe de preocuparse por ello, aunque sí hágalo por lo que

voy a decirle ─le argumentó Baelk mientras lo tomaba suavemente del brazo y le invitaba a que lo acompañara. El hombre que logró escapar lo más probable es que se haya dirigi-do a dar aviso de lo todo lo acontecido a su más fiel aliado y que es el señor de todo el

reino que colinda en la gran bahía no muy lejos de aquí y que tiene como nombre Gore-ard.

─Es en dónde supuestamente se encuentra Roberts. ─Exactamente ─le dijo Baelk. ─Eso cambia totalmente las perspectivas.

─Así es ─repuso Baelk. Es muy posible que los vigías para estos momentos pueden estar aguardando la visita de cualquier extraño en estos días.

─Un riesgo que no pienso tomar. ─¿Me perdí de algo? ─expresó el Mayor en ese momento al alcanzarlos. Te noto un poco preocupado.

─Baelk me está expresando que posiblemente el sujeto que escapó y que estaba con Obitán, pudo para estas horas haber comunicado todo lo sucedido a las fuerzas de Gore-

ard. ─¿Pero qué extraña e insólita coincidencia? ─Tiene el mismo nombre del castillo a que nos dirigimos.

─¡Será por qué estamos hablando de la misma persona! ─No sé por qué tengo el ligero presentimiento de que nuestra estadía se acaba en estos precisos momentos de alargar un poco para no decir que mucho ─expresó el Mayor al

tiempo que empezaba a mover en forma negativa su rostro. ¿Qué es lo que piensas que debemos hacer ahora?

─Por los momentos, descansar, recuperar un poco las fuerzas perdidas y hacer nuevas amistades ─le contestó el Mariscal tranquilamente mientras observaba a Ikuro hablando con la joven.

─¡Una excelente decisión es la que has tomado! ─repuso Baelk y al que la felicidad se le estaba reflejando en sus ojos. Pueden quedarse en aquél lugar, es un excelente refugio,

van a tener suficiente madera para las fogatas además de que el agua dulce va a estar cer-ca y lo más importante, es que Niyel y sus hijas les cocinarán además de que los aten-derán muy bien.

─¡Un momento! ¿Es que ellas van a quedarse también con nosotros? ─preguntó aso m-brado el Mayor señalándolas.

─¿Y por qué no? ─Todo hombre necesita de una familia que los pueda cuidar y ustedes en estos precisos momentos me parece que no tienen ninguna ─expresó Baelk con una enorme sonrisa. Quizás cuando lleguen a regresar a sus lejanos hogares, no solo partan

con ese Roberts. ─¿No sería fabuloso? ─dijo Reija abrazando tiernamente al Mayor del brazo, quien su-

tilmente hacia todo lo posible para liberarse de ella.

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─Cuídalos muy bien, pero sobre todo, ¡vigílalos muy de cerca! ─le susurró Baelk al pasar cerca de Niyel luego de advertir de que no era observado.

─¡Descuida, que así lo haré! ─Me gustaría poder discutir las posibles acciones que ambos, usted y yo, podamos con-

cretar juntos. Por los momentos, no hay duda de que estamos unidos en contra de un mismo enemigo y sus aliados a los que hay que destruir, ¿qué le parece si lo hacemos durante la cena? ─expresó Baelk posteriormente mirando al Mariscal.

─Será un honor. Baelk se sonrió para finalmente darse media vuelta saludando a Ikuro cuando éste pasó

cerca de él. ─Tiene otra expresión en su rostro. ¿Qué fue lo que le dijiste? ─le preguntó el oriental al estar frente al Mariscal y observar como Baelk se estaba alejando.

─Realmente nada en particular ni importante, tan solo qué podemos analizar algunas po-sibilidades de realizar un ataque coordinado durante la cena.

─¿Podemos? ─¡Así es! ─Sucedió un cambio ligero en los planes que teníamos. Debemos ir primero a los dominios de Goreard, sin embargo, antes de hacerlo me gustaría ver las perspectivas

de poder hablar con la gente que habita el bosque. ─¿Qué fue lo que sucedió?

─Al parecer y debido a causa del hombre que escapó, es muy posible que para estas horas ya nos deben de estar aguardando en el pueblo así como en el castillo. ─¡Entiendo! ─repuso Ikuro.

─Afortunadamente todavía contamos con el elemento sorpresa ya que desconocen quie-nes somos o de cuanto puede ser en verdad la fuerza que atacó a Obitán.

─Por cierto Mariscal, ¿qué le sucede al Mayor con su ferviente admiradora? ─expresó Ikuro al verlo intentando infructuosamente alejarse de Reija. ¿Acaso por remembrar su época como estudiante es que se decidió a protagonizarla nuevamente? ─Al menos se

hubiese buscado una alumna un poco más desarrollada. ¡Que se le noten sus sensuales atributos!

─¿Cómo la que ayudaste hace poco? ─repuso el Mariscal. ─¡Por supuesto! ─Podría empezar por una similar ─le contestó el oriental con una pícara sonrisa, aunque claro, que no pida milagros, no va a tener los mismos resultados que yo

obtengo. No posee lo que llamamos, ese encanto natural. ─¡Ya veo! ─le repuso el Mariscal sonriéndose mientras observaba como se estaba acer-

cando el Mayor a espaldas del oriental. ─No es por desilusionarte mi anoréxico compañero, pero si yo lo quisiera, fácilmente podría conquistar a todas las mujeres de este encantador sitio con mi avasallante persona-

lidad, las encandilaría prácticamente hablando, al punto que caerían bajo mi poderoso magnetismo personal.

─Y no lo dudo Mayor, ya nos acabas de dar hace poco un adelanto de tu magnética técni-ca ─señalando disimuladamente a Reija ─aunque claro, me pareció que debió de ser un ensayo muy pero muy pequeño, nada difícil para tu complicado, poderoso, fino y selecto

gusto. ─¡Muy pero muy gracioso! ─Para tu información, esas tres mujeres que cuchichean entre

ellas, ríen y fugazmente nos miran, además de que aparentemente van a cuidarnos en todo lo que es relacionado con la alimentación, se han propuesto como objetivos: comernos,

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coartarnos la libertad, atraparnos en sus sutiles telarañas, ser sus trofeos en exhibición entre otras cosas.

─Toda una amplia confabulación es lo que están tramando, ¿pero por qué lo harían? ─le preguntó Ikuro con una sonrisa en su rostro.

─Si pudieras abrir un poco más tus ojos, situación ya muy poco probable para los de tu raza por que siempre están dormidos, advertirías fácilmente que las intenciones van dir i-gidas a un solo punto: matrimonio.

─Oh vamos Mayor, quizás la madre pueda haberlo estado pensando, ¿sin embargo ellas dos? ─Son sumamente tiernas como para llegar a pensar en tener una relación tan seria

como la que estás mencionando. ─¡Me temo que el Mayor tiene mucha razón Ikuro! ─expresó el Mariscal en ese momen-to asintiendo con su rostro. En la época en que nos encontramos, las mujeres son los ins-

trumentos de fertilidad que sirven para aumentar la población de la aldea y con ello su fuerza bélica, la que es muy útil para la defensa como para el ataque, también para la

economía y el comercio. ─Si lo que dices es cierto, entonces la chica que yo ayudé… ─volviendo a ver el lugar en donde estaba la fogata.

─Continua. En ese preciso momento Ikuro pudo advertir como la joven empezaba a llamar a dos

niños, quienes alegres, uno le llevaba un enorme perol mientras que el otro, un cubo con mucha agua, el cual iba derramando en pequeñas cantidades con cada paso que intentaba dar.

─¡Está en contra de la planificación familiar! ─repuso finalmente el oriental mientras empezaba a sacar en forma lenta del bolsillo de su camisa una caja con cigarrillos, el cual

luego de golpear suavemente, tomó uno, el cual rápidamente encendió, lanzando varias volutas de humo posteriormente al cielo. ─¿Cómo lo hiciste? ─le preguntó el Mayor.

─¿Qué? ─Prender el cancerígeno tan rápido.

─¡Muy simple! ─Usando los cerillos ─repuso Ikuro un poco extrañado al tiempo que le mostraba la caja. ─¿Tenías cerillos y no habías dicho nada? ─protestó el Mayor.

─Bien sabes que fumo al igual que el Mariscal y que para encender nuestros vicios se ocupa ya sea un encendedor o un simple cerillo. ¿Por qué entonces había que decirte lo

que de sobra ya conoces? ─Muy simple, a falta de ellos, una fogata es lo ideal ─expresó el Mariscal en ese momen-to.

─No lo pongo en duda, pero me parece que es lo más complicado además de ser bastante tedioso ─le contestó Ikuro.

─Me lo dices a mí que era el encargado de tener que encenderlas ─le argumentó el Ma-yor. ─No sé por qué protestas tanto, ellas lo hacen muy bien ─le dijo Ikuro observando el

enorme fuego que ya habían logrado hacer y sobre el que colocaban unos pescados atra-vesados a través de sus aletas por un palo. Al menos ya sabemos el menú que nos aguada

el día de hoy ─expresó finalmente.

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Capitulo XIX ─¿Me mandaste a llamar? ─¡Así es! ¿Quisiera saber si conseguiste los hombres que te pedí? ─le preguntó el Elegi-

do ─Cien robustos y experimentados guerreros te aguardan ya. Puedes partir mañana muy

temprano si así lo deseas. ─¡Magnífico! ─¡Por todos los cielos!, ¿qué le sucedió a ese pobre tipo? ─preguntó el sacerdote al ver a

dos soldados que conducían a otro sumamente golpeado. ─Creo que lo recuerda ─le dijo el Elegido.

─Se parece a... ─¡Exactamente! ─Es el sobreviviente de una ficticia emboscada realizada por una fuerza que nunca existió.

─¿Pero qué estás diciendo? ─Lo que oye.¡ Él nos mintió!

─¿Y por qué lo haría? ─Para comenzar, quiso aparentar que su poderoso líder murió peleando valientemente cuando en realidad fue vencido al parecer por un decrépito anciano, el cuál, estaba aco m-

pañado por otro hombre y entre ellos dos, vencieron prácticamente a Obitán y sus hom-bres, que para ese momento, solo eran cuatro.

─¡Increíble lo que estás expresando! ¿Y cómo lograste averiguarlo? ─argumentó el sa-cerdote con un rostro que reflejaba una total sorpresa. El Elegido lo miró con una sarcástica sonrisa, era la primera pregunta inteligente que

aquel ser le estaba realizando por lo que luego de meditar unos instantes en silencio la respuesta finalmente le contestó: ─El alcohol en sumo grado inhibe el comportamiento del ser humano, soltando y afloran-

do tanto sus sentimientos como emociones que en circunstancias normales, el cerebro no lo permitiría, y si a lo anterior se le agrega una compañía bastante sensual como bella, se

puede averiguar cualquier cosa. ─Una magnifica estrategia sin duda alguna mi señor, ¿pero qué motivó realmente a que la ideara?

─Simples comentarios ─apuntó el Elegido. Numerosos chismes así como habladurías que cualquiera puede llegar a escuchar en los alrededores de la aldea y a los que no les pone-

mos la debida atención cuando lo hacemos por que la mayoría de las veces, no sabemos escuchar. ─¿Qué oyó?, ¿bueno escuchó?

─Para comenzar que Obitán mandó de regreso a toda su fuerza luego de la victoriosa incursión que realizó, sin embargo, se quedó extrañamente de último luego de que varios

exploradores que iban acompañados por su hombre de confianza, le llegaron a comunicar que habían visto a una mujer y sus dos hijas internándose en el bosque. ─¿Y eso le llegó a parecer extraño? No tiene mucho sentido. Todos sabemos que siempre

hay numerosos sobrevivientes en batalla, máxime en las circunstancias en que se dio. ¡Se atacó una aldea!

─Totalmente estamos de acuerdo en lo que expresa, eso no se lo discuto, sin embargo, analícelo, ¿por qué el líder de los poderosos Velkin opta por seguir a esa mujer en parti-

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cular, a pesar de que ésta se internó en la periferia de los bosques malditos? ¡Eso no es muy lógico!

─Realmente es sumamente extraño. ¿Pero supongo que descubrió el motivo? ─preguntó el sacerdote luego de observar al prisionero.

─La identidad de ella no, tan sólo que Obitán y su segundo, una vez que las capturaron, estuvieron hablando a solas con la prisionera, mientras que ellos se encargaban de vigilar a las dos niñas. Posteriormente con un hierro candente las marcaron a todas con el símbo-

lo de su amo e iniciaron el camino de regreso. Fue cuando se encontraron con sus verd u-gos quienes al parecer se llegaron a comportar de una extraña manera al verlos.

─¿Que quiere decir con extraña? ─Uno se les acercó y se jactaba de su poder al jalarle al mismo Obitán los cachetes de la cara.

─Realmente un extraño comportamiento el que tuvieron, lo que viene a confirmar tu vi-sión de que eran totalmente foráneos.

─Y muy valientes yo agregaría, ya que nadie en sus cabales haría acciones de ese tipo. Esa debe ser la razón principal por lo que nuestro sobreviviente amigo pensaba que los habitantes del bosque maldito podrían encontrarse en problemas si los llegaban a encon-

trar. ─¿No va a creer que ellos están aún vivos si entraron en ese bosque? ─le preguntó el su-

mo sacerdote. ─Difícil es de saber lo que ha podido suceder con ellos como también de poder llegar a verificarlo ─le repuso el Elegido. También he escuchado en el pueblo sobre un tal Baelk.

Se rumora de que es el maldito jefe de una aldea de pescadores y que es sumamente peli-groso, además de ser un malagradecido, aunque claro, tengo que ser sincero que ignoro el

por qué. ─Es lo mismo que he escuchado por mucho tiempo ─le contestó el sacerdote sin mostrar su rostro.

─Esa aldea en dónde él vive, ¿sabe exactamente en dónde se ubica? ─le preguntó el Ele-gido.

─Al rey Goreard nunca le interesó conocer la ubicación exacta porque al parecer debía de encontrarse rodeada de los bosques malditos y mandar excelentes guerreros a atravesarlo, como que sería un completo desperdicio.

─Sin embargo, me parece que habrá que hacerlo si queremos eliminar a todos los rebe l-des, además, ¿quién no nos garantiza ahora, de que éste Baelk no tiene unos nuevos y

peligrosos huéspedes? ─¿Cree que ellos en verdad lograron alcanzar esa aldea en particular? ─preguntó el sa-cerdote.

─Si bien es cierto para todos ustedes en general es una locura lograr hacerlo, una aventu-ra sumamente arriesgada no se puede sin embargo considerar como imposible de realizar.

Máxime que es muy viable poder suponer que la mujer que había capturado Obitán por alguna situación en particular conocía como llegar a la aldea de Baelk y los pudo haber conducido hasta ella.

─Estás hablando de que atravesaron el bosque maldito. ─¡No exactamente! ─Según el prisionero, ellos conocedores de la zona siempre se man-

tuvieron muy cerca del río incluso cuando se toparon con sus verdugos, éstos venían en forma paralela, lo que me lleva a sospechar que se si pudiese seguir el cauce del río o sus

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riberas, tierra adentro, quizás se pueda encontrar a Baelk, su pueblo, la mujer y los dos asesinos.

─Vas entonces a necesitar algunos botes si piensas realizar una expedición hasta ese lu-gar ─le dijo el sacerdote.

─Así es, de poco calado realmente ─Espero que entre los guerreros que conseguiste, haya algunos feroces lobos de mar, serán de mucha utilidad. ─Vas a tener bastantes y te sobrarán todavía más cuando sepan de tus verdaderas inten-

ciones. Los Velkin prácticamente consideran como una verdadera religión, la venganza y estoy seguro que el nuevo líder buscará hacerla efectiva con los cuerpos de esos dos co-

bardes. Cierto, quizás podría ser que no los encuentren en la aldea, pero no será motivo de preocupación. Habrán obtenido su compensación de sangre aunque ésta sea de inocen-tes.

─Un poco sangrientos ─expresó el Mayor. ─Espera a ver las torturas que hacen con todos los desdichados que capturan o se llegan a

rendir ─le contestó el sumo sacerdote. ─Por todos los dioses, que motiva ese enorme escándalo, ¿nos invaden? ─expresó una voz en ese instante.

─¡No mi soberano! ─Es solo el Elegido que pronto iniciará una expedición por el río y muchos de los habitantes buscan como acompañarlo.

─¡Ya! ¿Y puedo saber cuántos hombres enviaste a la muerte con él? ─Recuerda que pueden sernos muy necesarios para nuestra defensa. ─¿De qué o de quién si me disculpa la pregunta? ─le repuso casi de seguido el Elegido

un poco molesto por el anterior comentario. Le recuerdo que sólo por mar lo pueden ata-car y la fuerza invasora sería avistada primero por la fortificada isla, la que destruiría con

sus potentes reflejos todas las naves enemigas antes de que éstas pudiesen llegar a tocar tierra y si alguna lo llegase a realizar, prácticamente tendría muchos esclavos a su dispo-sición.

─Pero no mujeres y quisiera ya sangre fresca, cuerpos ardientes, poderosos, sensuales de otras latitudes pero sobre todo muy jóvenes ─expresó Goreard.

─Si mi señor desea vírgenes, podemos buscarle algunas ─agregó el sumo sacerdote al tiempo que inclinaba su cabeza. ─¿En dónde? ─Los propios aldeanos visten de hombres a sus propias hijas jóvenes cuan-

do éstas son bonitas para ocultarlas de esa manera a mis hombres y las que nos enseñan, son unos adefesios y tú lo sabes muy bien.

─¡Lo que sucede es que son sumamente proteccionistas mi señor! ─le contestó el sumo sacerdote. ─¿Pero de qué? ─Es un honor para cualquier padre que su hija viva en este castillo dis-

frutando de la compañía de un semidiós como lo soy yo. Cierto que no van a estar exe n-tos del cobro de impuestos por que lo que dan es para mantener a su hija bien alimentada

y vestida, sin embargo, se les permite que pueden venir a visitarlas una vez cada seis me-ses. ¿Qué más pueden solicitar a su buena suerte? El sumo sacerdote no le contestó solo se sonrió.

─Creo que puedo ayudarle en sus deseos ─expresó el Elegido. ─¿Ah sí? ¿Dígame, qué propone?

─¿Le interesaría dos bellas jovencitas que harían que cualquier poderoso jefe Velkin las deseara tener, al punto de luchar por ellas e incluso morir?

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─¡Por supuesto! ¿Y en dónde tiene escondidas a esas preciosuras? ¿Aquí? ─expresó ávi-damente Goreard.

─En la aldea que pienso encontrar río adentro, la guarida de Baelk. ─¡Es muy interesante! ¿Pero cómo sabe que son hermosas? ¿Las conoce acaso? ¿Y por

qué cree que un jefe Velkin moriría por ellas? ¿Acaso el poderoso e invencible Obitán lo haría? ─le preguntó Goreard al tiempo que se rascaba la barbilla mientras caminaba alre-dedor del Elegido.

─Me temo que hay unas desagradables noticias mi señor y que usted desgraciadame nte ignora ─le dijo el sumo sacerdote.

─Pero que tú me comunicarás ahora, así que habla. ─Obitán fue muerto, mi señor ─le dijo el sumo sacerdote. ─¿Cuando?

─Al parecer hace unos cuantos días ─repuso el sumo sacerdote. ─¿En alguna batalla?

─Por tener las bellezas de las que le hablé hace poco ─acotó el Elegido mientras que le tomaba el brazo a Goreard y lo conducía afuera de la estancia al tiempo que le guiñaba un ojo al sacerdote.

─Pero como sabe que son... ─¿Néctares de los dioses? ─expresó el Elegido interrumpiéndolo mientras le sonreía. ¿Ve

a aquél pobre tipo que está acompañado de dos guerreros? ─¿Acaso es un prisionero que torturaron los enemigos? ─preguntó Goreard. ─¡No! ─Él es el único sobreviviente de la emboscada que sufrió Obitán. Gracias a su

insigne valor y deseos de conservación, pudimos conocer la forma salvaje y heroica en que su jefe peleó por su vida y por mantener el tesoro femenino que no hacía mucho hab-

ía obtenido. ─Quiero escuchar de sus propios labios como son ellas en verdad ─repuso Goreard diri-giéndose al herido. ¿Puede oírme? ─le preguntó al estar frente a él.

─¡Despierta! ¡El rey te habla! ─dijo uno de los guerreros que se encontraban vigilándolo, y que posteriormente empezó a zarandearlo levemente.

─¡Ya dije todo lo que sé! ¡No oculté nada! ¡Por favor! ─repuso el herido con endeble voz. ─¡Las dos jóvenes que capturaron! ─Háblanos un poco de ellas, ¿cómo son? ─le dijo

Goreard inclinándose un poco. ─Obitán era el que estaba muy interesado en ellas, nosotros debíamos simplemente de

vigilarlas ─expresó entre susurros el herido. ─Sus cuerpos, cara, ¿cómo eran? El herido jadeó un poco, su boca temblaba, aún así, intentó responder, sin embargo, sus

fuerzas le fallaron y solo pudo expresar una única palabra, “amanecer”, luego se desvane-ció.

─Que mejor manera de responderle lo que usted le preguntó con una sola palabra que representa la majestuosidad y belleza virgen que se observa en la naturaleza en un mo-mento idóneo, ¡al amanecer! ─Este hombre tiene verdaderos sentimientos ─expresó el

Elegido. ─Ellas van a calentar mi cuerpo con mis deseos. ¡Sí! ¿Y tú que estás aguardando? ─Dale

al Elegido más hombres y naves para que haga el viaje sin ningún contratiempo. ─Pero mi señor, hace poco dijiste que..

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─Cambié de opinión y prepárate tú también ─le dijo Goreard. ─¿Para qué?

─¡Irás con él! ─Quiero que protejas a mis dos mujeres. ─¿Yo? ─protestó el sumo sacerdote.

─¡Por supuesto! ¿No vas a pensar que voy a ir yo personalmente? ─Puede ser muy peli-groso. ¿Verdad? ─preguntó Goreard volviendo a ver al Elegido. ─Me sentiría muy honrado con contar con su presencia, pero sería irresponsable por parte

mía el permitirlo. El viaje tiene sus peligros como ya lo dijo sabiamente su persona y muchos.

─Pero mi señor, yo no soy guerrero, prácticamente sería un estorbo en las pretensiones que el Elegido pudiese tener en su expedición, podría incluso sin quererlo, poner la mi-sión en peligro.

─¡Exageras! ─Estoy seguro de que el Elegido te ayudará. ─Será un gusto el poder tenerte en mi expedición y no te preocupes, ya encontraré algún

oficio que puedas desempeñar en el viaje ─le repuso el Elegido. ─Creo que todo está arreglado. ─¡Solo falta una situación más! ─expuso el Elegido.

─¿Cuál? ─¿Qué pago podré recibir por traerte con vida a esas dos bellezas? ─No pienso poner en

peligro mi existencia ni la de todos los hombres por un simple gracias ─le manifestó el Elegido. ─Y tienes toda la razón, ¿qué pides a cambio de ellas?

─¿Qué ofreces? ─expresó el Elegido. ─Puedo darte mucho oro, todo una habitación como ésta repleta. También tierras hasta

donde tu vista pueda alcanzar. El Elegido simplemente se rió. ─¿Qué es lo gracioso?

─¿En tan poco catalogas el tener no una, sino dos manjares que los mismo dioses te se-ducirán cambiar al saber de su existencia? ─Podrías pedirles a ellos incluso la misma

inmortalidad. ─¿Seguro? ─inquirió Goreard. ─¡Totalmente!

─Pero no se me ocurre que puedo más ofrecerte. ¿Que sugieres? ─Sin que lo tome a mal ni crea que me estoy aprovechando, me gustaría su capa de la

invisibilidad. ─¡Pides en verdad mucho! ─protestó Goreard al oír la proposición. ─Pero ofrezco de igual manera. ¿Qué decides? ─repuso el Elegido.

─¿Puedo saber para qué deseas la capa? ─Si no es por las riquezas que se puedan obte-ner, entonces ¿por la fama? ¿por el poder?

─¡Es por satisfacción personal más que todo! ─le repuso sonriéndole el Elegido. Por su-puesto, no niego que los distintos tesoros a los que puedo tener acceso en forma indiscr i-minada en mi lejana tierra no sean también un verdadero aliciente aunque en forma muy

disimulada. ─Me caes bien y alabo tu sinceridad. Me convenciste, la capa estará esperando a tu regre-

so siempre y cuando ellas no sean otros adefesios más de los que ya tenemos de sobra aquí ─expresó al tiempo que miraba al sacerdote que de inmediato bajó su cabeza.

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─Es justo y le aseguro que no se arrepentirá. ─¿Cuándo te marchas?

─¡Mañana a primera hora! ─Excelente.

Capitulo XX ─Debes de hablarle, convencerle de que mi presencia no es recomendable en esta exped i-ción. No me hizo caso anoche ─le argumentó el sumo sacerdote.

─¿Y por qué crees que a mí si lo hará? ─Eres el Elegido y le simpatizas.

─¿Pero a qué le temes tanto? ─Francamente el viaje no es tan peligroso ─le dijo el Elegi-do. ─¿Olvidas que yo estaba presente cuando le decías todo lo contrario, no puedes engañar-

me. ─Lo que hice en ese momento, fue a efectos de que él no se decidiese a venir con noso-

tros, no va con mis planes. ─¿Y puedo sabes cuáles son tus supuestos planes ya verdaderamente hablando? ─expresó el sumo sacerdote. ¿Alcanzar la gloria al eliminar al rebelde de Baelk para as í poder vol-

ver a la isla fortificada como todo un héroe y sentarte en la misma mesa y compartir con los grandes maestros?

─¡No! ¡Realmente sólo deseo obtener esa capa, únicamente! ─le repuso el Elegido. El robarla, hubiese sido harto difícil dado que Goreard es el único que sabe bajo que bloque de piedra de su enorme salón de tesoros la oculta y nadie entra con él, al punto que cuan-

do lo hace en su bóveda particular el guardia que está adentro debe de salir. ─Hay que admitir que para el escaso tiempo que tienes entre nosotros y perdone mi sin-ceridad como atrevimiento, conoce excelentemente la rutina de nuestro soberano. ¿Cuál

es su secreto? ─¡Simple historia! ─le manifestó el Elegido sonriéndose.

─No creo comprender su respuesta. ─¡Aunque le suene extraño lo que voy a decirle, vengo del futuro! ─Conozco lo que va a suceder. Por eso me es fácil describir todo lo que hace tu rey por que ya es pasado en mi

época. ¿Tal parece que no me cree? ─preguntó el Elegido deteniéndose al ver el rostro sumamente dubitativo del sacerdote.

─Claro que sí, todo lo que usted diga. ¿Por qué no debería de hacerlo? ─le contestó el sacerdote ya un poco recuperado de su desconcierto. ─¿Y?

─¿Y qué señor? ─repuso el sacerdote observándole fijamente al tiempo que empezaba a sonreírle.

─¿No tienes alguna pregunta? ¿Ninguna? ¿Nada de curiosidad por lo que ha de venir o pudiese suceder? ─¿Debería acaso? ─Francamente me es indiferente la fortuna, las glorias banales de la

victoria e incluso los placeres mundanos a lo que estamos sometidos en nuestra caótica existencia, ¿qué podría entonces interesarme conocer del futuro incierto? ¿Acaso el cuán-

do moriré o el modo en que lo haré? ─Una respuesta que aquellos que le temen a nuestra inseparable compañera buscarían saber para evadirla, aunque no se percatan de que es

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imposible variar ese acontecimiento. Nacemos cuando morimos y morimos cuando na-cemos, es una dualidad indivisible que nos afecta.

─Pero qué puede ayudarnos para preparar ese desafortunado momento ─le contestó el Elegido.

─¿Tú sabes cómo morirás y cuando? ─¡No! ─expresó el Elegido. ─Entonces no conoces tu propio futuro a pesar de que estás viviendo en un pasado que de

sobra dices conocer, ¿no es esto totalmente contradictorio? ─alegó el sumo sacerdote al tiempo que reflejaba en su rostro una leve sonrisa sarcástica.

─¡Por qué no soy parte de este tiempo! ─Hablas de una manera muy similar a como lo hacen los sabios de la isla cuando expre-san que están por delante en el tiempo y la tecnología, sin embargo, debes de reconocer

que has interactuado con mi rey, el pueblo, conmigo e incluso me atrevo a expresar de que has matado con o sin justificación, poco importa, por eso no puedes decir que no

formas parte de este tiempo, alguien puede herirte y por que no, matarte. ─Agradezco tu sabio consejo sacerdote. Voy a tener mucho cuidado en esta ultima expe-dición ─le dijo el Elegido.

─¿Piensas regresar a tu hogar entonces cuando todo esto acabe? ─expresó el sumo sacer-dote.

─No lo he decidido aún. ─Me parece que le expresaste todo lo contrario al rey ─a legó el sumo sacerdote volvién-dolo a ver.

─Tenía que hacerle creer que no iba a ser su rival al quedarme en estas tierras a fin de que accediera a darme la capa.

─Conozco al rey y sé que él no te la va entregar tan fácilmente ─le dijo el sumo sacerdo-te. ─Lo hará ya lo verás.

─Eres el que conoce el futuro, debes entonces de saberlo ─repuso el sacerdote sonriéndo-le.

─Lo que el rey vaya a realizar será por iniciativa mía y no porque conozca de antemano su reacción, ya que este episodio nunca sucedió anteriormente. ─¡Voy comprendiendo! ─Se puede decir entonces de que estás reescribiendo el pasado

que conoces. ─Éste no va a variar sustancialmente con algunos cambios que se le vaya a hacer como

son las mujeres que vamos a traer, ya que la capa según la historia prácticamente hará honor a su nombre, desaparecerá. ─Y según el futuro del que vienes, ¿mi rey llega a morir en su lecho? ─le preguntó el

sumo sacerdote. ─Así es, pero no de vejez, sino a causa de las numerosas heridas. Se cree que fue en una

batalla. ─Perdona que te contradiga, pero estoy seguro de que le dijiste a mi rey de que no tenía porque preocuparse por un ataque de un ejército, entonces, ¿cómo vienes a decir ahora de

que morirá a consecuencias de uno? ─expresó el sumo sacerdote. ─Cuando dije batalla no me refería erróneamente como piensas que fue originada por un

ejercito, a excepción de que este fuese de un solo hombre.

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─¿Insinúas acaso que mi rey será vencido por un simple hombre? ─argumentó el sumo sacerdote. ¡No lo puedo creer!

─Según las tradiciones escritas, claro está las que se han logrado encontrar, éstas afirman que será herido al ser atravesado por una lanza en un levantamiento que hubo ─expresó el

Elegido. ─De seguro el culpable de tal evento se lo hará por la espalda, solo así podría explicarse, ya que el rey es un excelente guerrero. ¡El mejor! Además de contar con su numerosa

guardia que lo cuida ─Y dime, ¿al menos logramos agarrar a ese maldito cobarde y lo torturamos hasta morir?

El Elegido solo se sonrió, no le contestó lo que comenzó a exasperar al sacerdote que insistía en saber la respuesta. ─Debes de saber que el pueblo festejó con beneplácito la muerte de su propio rey. Al

punto que hicieron muchas celebraciones en honor de sus libertadores, héroes o como quieras llamarlos. La mayoría de la gente presumían que los extraños acontecimientos

que habían experimentado en ese momento, eran la señal de la desaparición del tirano y el inicio de una nueva oportunidad de vida. ─Estás hablando de señales, ¿cuáles?

─¡Esa es una! ─expresó el Elegido observando en ese momento al levantar y asomarse en el umbral de la puerta como el amanecer en el horizonte reflejaba un sol de inusual color

lavanda. ─¡Bastante extraño! ¿Me gustaría saber desde cuando sucede eso? ─expuso el sacerdote al salir y notar el espectáculo.

─¡Alrededor de cinco amaneceres mi señor! ─le contestó un aldeano que pasaba y había escuchado sin querer la pregunta. Y debería mi señor, de ver últimamente la luna, tiene

un color azul marino en algunas ocasiones. Estoy completamente seguro de que son las manifestaciones provenientes de los mismos dioses, ellos están muy enojados con todos nosotros.

─Por supuesto que es todo lo contrario, los dioses están satisfechos y alegres, por eso nos regalan esos hermosos espectáculos. No lo habías pensado de esa forma, ¿verdad? ─le

dijo el sumo sacerdote. ─La pesca ha disminuido considerablemente. ─De seguro porque tiran las redes en el lado equivocado ─alegó con una sonrisa el sumo

sacerdote. ─No mi señor, somos expertos y...

─¿Será que los peces son más inteligentes que todos ustedes y se alejan del sitio cuando los oyen acercarse? ─le argumentó interrumpiéndolo el sumo sacerdote quién a su vez mostraba un rostro enojado debido más que todo a que lo habían corregido, algo inacep-

table para un descendiente de una noble familia. Vete ya a intentar de verdad pescar con el resto de tus ignorantes amigos y no vuelvas a justificar los fracasos obtenidos de todos

ustedes echándoles la culpa a nuestros dioses, los que siempre han escuchado mis súpli-cas a fin de que continúen siendo benevolentes con los habitantes de esta aldea. Anda, dile a los demás lo que te he expresado, no vaya a ser que los dioses se enfurezcan por las

habladurías que erróneamente ustedes expresan. ─¡Sí mi señor y gracias, gracias! ─expuso el aldeano prosternándose humildemente al

tiempo que le besaba una orilla del traje del sumo sacerdote.

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─Considero que más que un simple respeto, es horror, miedo, temor lo que sienten hacia su persona ─le dijo el Elegido mientras observaba como se alejaba el aldeano.

─Sinceramente no necesito que ninguno de esos pobres seres me brinden respeto alguno, me basta y sobra saber que transpiran y viven con el miedo, debes de reconocer que es

más útil en esa circunstancia ─le manifestó el sumo sacerdote. ─Si bien es cierto que la igualdad de clases nunca dejará de existir ya que el ser humano por esencia es egoísta y siempre tenderá a que cada uno es superior a su semejante, exis-

tirán algunas ocasiones mi querido sacerdote, en que se va a necesitar para poder ver un nuevo día de la ayuda incondicional de los menos privilegiados.

─No me gusta para nada el sólo imaginar que así va a ser el futuro del que vienes. Ese sí es un mal augurio. Por cierto, ¿siempre existirán sumos sacerdotes que dominen a las masas?

─Me parece que no en el sentido en que lo estás pensando ─acotó el Elegido. Ellos más bien van a predicar la tolerancia, la paz basada en sus propias religiones, las cuáles van a

ser muchas. ─¡Toda una enorme basura! ─De seguro que reciben de recompensa mucho oro por decir esas barbaridades ─argumentó el sacerdote riéndose.

Antes de que el Elegido pudiese contestar, la proximidad de una persona que se les iba acercando y que por su porte no parecía ser un simple aldeano, llamó poderosamente su

atención. De una fuerte complexión y elevada estatura, cabellos largo oscuro que le llegaba a los hombros. Ojos grises que irradiaban una fría mira. Vestía un manto de color café, botas

de cuero y un llamativo cinturón hecho con piel de serpiente. ─Soy Argone, hijo de Obitán y quiero acompañarlos en su viaje. Quiero asesinar a los

que dieron fin a mi padre y traer sus cabezas para exhibirlas. ─Tu sinceridad me conmueve enormemente ─alegó el sacerdote con una sonrisa. Eres bienvenido.

─ Prepara entonces todas tus cosas que saldremos dentro de muy poco ─expresó el Ele-gido.

─¡Sí mi señor! ─Sólo voy por mis armas y los aguardo en el muelle ─les contestó bastan-te emocionado. ─¿Lo conoces? ─preguntó el Elegido al verlo partir rápidamente.

─¡Un poco! ─¿Qué puedes decir de él?

─Es un joven bastante impetuoso, muy impaciente, pero eficiente en el manejo tanto de la espada como del hacha, un verdadero gran guerrero en ese aspecto. Ambicioso y con una sed de poder enorme.

─Extraño que no sea el líder de la aldea con tan excelentes referencias ─le repuso el Ele-gido.

─Será porque no es nada carismático como si lo fue su padre en vida y en estos tiempos se necesita un líder que verdaderamente llegue a motivar a sus hombres, al punto de que no les importe sacrificar su propia existencia.

─¡Ya veo! ─Sin embargo no me parece que Obitán fuese ese modelo ideal del que tanto estás hablando, muchos de sus propios colaboradores más cercanos lo detestaban en sumo

grado ya que no aprobaban la relación tan sumisa que tenía con el rey ─expresó el Elegi-do.

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─Lo que sucede es que es un odio emanado simplemente por unos disconformes celosos a los que nunca el rey les quiso favorecer.

─¡Si tú lo dices! ─repuso el Elegido al tiempo que observaba en la ribera las naves que utilizaría en su viaje.

─¿No irá a venir a despedirnos el rey? ─expresó el sumo sacerdote mirando a su alrede-dor. ─¿Por qué habría de hacerlo?

─Estamos embarcándonos en una peligrosa misión, quizás mortal para muchos de noso-tros, unas palabras de aliento no caerían nada mal. Además de que tú y yo formamos par-

te de la expedición ─repuso el sumo sacerdote. ─Los únicos que van a encontrarse en un verdadero peligro mortal van a ser nuestros anfitriones cuando nos vean desembarcar frente a sus propios campamentos. Una acció n

radicalmente sorprendente como inesperada ─exclamó el Elegido. Menuda sorpresa se van a llevar.

─Y sobre todo muy singular, aunque no comprendo por qué si nosotros podemos llegar hasta dónde se encuentran los rebeldes, ¿qué es lo que ha evitado el que ellos no hallan hecho lo mismo? ¿Falta de capacidad táctica por parte de ellos? ¿Pensamientos en con-

flicto? ─¡Nada de eso! ─repuso el Elegido. Simplemente una barrera natural, una cascada a la

mitad del trayecto que les ha hecho creer erróneamente de que no es factible un ataque por el cauce del río. ─¿Y cómo piensas solucionar ese pequeño obstáculo? ¿Vas a hacer acaso que los botes

floten en el aire? ─le dijo con un marcado sarcasmo el sumo sacerdote. ─¡Muy simple! ─Llevaremos los botes alzados a través del bosque rodeando la cascada.

Una vez logrado ese objetivo, nos dirigimos nuevamente al cauce del río para así seguir tranquilamente hasta la aldea enemiga. ─Hay que reconocer que es excelente tu idea, un poco ortodoxa pero efectiva, sin embar-

go, ¿será seguro atravesar los linderos del bosque maldito? ─Considero que será muy pequeño el riesgo que pueda estar involucrado. Somos basta n-

tes guerreros, además, estamos excelentemente armados, no así los habitantes del bosque que ni líder tienen. ─Y por cierto, ¿cuánto va a durar la travesía que nos propondremos realizar? ¿algunos

días? ─Debido al desplazamiento terrestre que habrá que realizar, tres cuando mucho. Se puede

decir que en una semana estarás siendo vitoreado como todo un héroe. ─Es realmente reconfortante escuchar tan proféticas palabras. ─¡Mi señor, estamos listos! ─expresó uno de los guerreros al acercársele al Elegido en

ese momento. ─¡Grandioso! ¡Vamos! ─No hay que hacer esperar a nuestros enemigos ─argumentó el

Elegido subiéndose en el bote. ─¡Tiene bastante prisa! ─argumentó el sumo sacerdote. ─¿Y quién no? ─le contestó secamente el guerrero al tiempo que lo observaba y asomaba

en su rostro una mordaz mueca. Pronto un enorme contingente de cuarenta embarcaciones, fuertes y livianas empezaba

a surcar el rápido cauce gracias fundamentalmente a la fuerza vigorosa de los casi ciento dos hombres que las impulsaban armoniosamente con los remos.

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Capitulo XXI000 ─¿Seguro de lo que hacemos es una buena idea Mariscal? Haber salido a hurtadillas del campamento cuando todos dormían no me parece una buena idea, a pesar de que comen-

taste de antemano con Baelk cuales eran tus intenciones. ─Sinceramente no lo sé Mayor, sin embargo considero que es la única alternativa que

tenemos si deseamos volver a casa. ─No sé en que nos pueden ayudar, son bestias, animales. ─¿De quienes están hablando? ─les preguntó el oriental.

─¡A los que buscamos! ─le contestó el Mayor volviéndolo a ver. ─¿Son en verdad animales?

─¡No en el sentido en que lo estás imaginando Ikuro! ─Son simples seres humanos que son un poco distintos de los demás debido principalmente a unas pequeñas características que los aquejan ─le contestó el Mariscal.

─Bestias salvajes que se trasmutan en inofensivas personas y viceversa. Así lo expresó uno de los guardianes ─argumentó el Mayor. Y lo escuché muy bien gracias a mi perfec-

to sentido de audición, por aquello que intentes decirme que me lo imaginé ─finalmente agregó observando en ese instante al Mariscal, quién simplemente se sonrió y tras una breve pausa le contestó:

─Quizás tengas un buen oído, ¿pero no vas a negar que en ocasiones tiendes a tergiversar las palabras?

─¿Yo? ─Déjame decirte que estás completamente equivocado. ─¡El Mariscal tiene razón! ¿Ya olvidaste aquella ocasión en que por vanagloriarte de que supuestamente dominabas el idioma de aquella avanzada alemana a la que llegamos por

que nos extraviaste para variar, casi nos vuelan cuando fuimos atacados por las fuerzas enemigas? ─le dijo Ikuro. ─Será porque ellos no entendían la forma perfecta en que yo les hablaba. Tenían marca-

dos errores en su comunicación oral. Estoy totalmente seguro de que eran unos rústicos y simples campesinos. Además te recuerdo que fue gracias a mi percepción que pudimos

repeler el ataque y fundamentalmente porque yo tomé la iniciativa de bajar de aquella torre y con mi heroico acto, les enseñé prácticamente lo que sucedía a esos incultos ale-manes.

─Porque cuando estuviste en la torre vigilando al observar al enemigo, empezaste a gr i-tarles desaforadamente, ¡gracias!, ¡gracias! o sea ¡dank!, ¡dank o thank! en inglés, cuando

en realidad tenías que haberles expresado tanke o panzer en el caso de ellos. ¡Valiente héroe! ─le manifestó Ikuro con una amplia y enorme sonrisa al tiempo que encendía un cigarrillo.

─Déjame decirte que... ─fue en ese momento en que el Mayor observó como el Mariscal miraba detenidamente la maleza que los circundaba y de pronto alzaba un pequeño mo-

rral de cuero que había encontrado. ¿Es de las mujeres? ─se apresuró a preguntar al acercársele. ─¿De las nuestras o de la aldea de Baelk? ¡Lo dudo mucho! ─le contestó el Mariscal al

tiempo que sacaba un peine de concha y una pequeña daga en la que la hoja estaba teñida de sangre solidificada.

─Solo esas dos cosas había. ¿Nada de dinero?, ¿oro, plata, piedras preciosas? ─preguntó el Mayor.

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─¡Parece que no! ─Debe haber sido el morral entonces de algún pobre y descuidado atorrante.

─Esa faceta tuya de ser todo un miserable ambicioso como que nunca lo habías manifes-tado anteriormente ─le dijo Ikuro.

─¿Lo dices sólo porque me preocupo un poco por nuestra parte económica? ─Realmente ignoramos en que momento vamos a necesitarlo. Y hay que estar preparado, máxime que no contamos en estos instantes con nada. Imagina solo si tuviésemos que pagar un resca-

te. ─¡Ojalá fuese el tuyo! ─le dijo Ikuro.

─Creo que más bien será el de los tres ─repuso el Mariscal. ─¿Por qué dices eso? ─expresaron casi al unísono los dos volviéndolo a ver. ─Por que en lugar de haberse puesto a discutir por situaciones sin sentido, hubiesen al

menos vigilado los alrededores no estaríamos en la posición en que pronto nos vamos a encontrar.

─De tus nebulosas palabras, ¿se puede desprender que muy posiblemente vamos a estar en problemas? ─alegó el Mayor. ─¡Depende de la reacción que tengan ellos! ─repuso el Mariscal al tiempo que realizaba

un ademán con su cabeza que señalaba hacia la floresta. ─Después de todo veníamos a buscarlos, nos evitaron entonces el realizar una exhaustiva

búsqueda. Hay que reconocer que tienen un buen olfato aunque unos rostros bastantes desagradables ─expresó el Mayor luego de observar a varios amenazantes seres enfrente de él.

─No veo nada anómalo en ellos, parecen hombres comunes y corrientes ─expresó Ikuro mirándolos en forma detenida. Incluso, algunos reflejan un profundo temor hacia noso-

tros. ─Posiblemente el odio y el temor juntos, en todo caso, debemos mostrarles que somos sus amigos y no sus enemigos.

─Coincido contigo Mariscal, ya que no me gustaría ser su cena. ─Ellos no parecen que sean antropófagos ─le dijo Ikuro.

─Realmente no me interesa su religión ─le contestó el Mayor, sin embargo al notar dis i-muladamente la reacción de asombro por parte de Ikuro como del mismo Mariscal, sim-plemente optó por sonreírse. Vamos, ¿no van a pensar que yo estaba hablando en serio

verdad? Conozco perfectamente el significado de esa palabra, tan solo los estaba ponien-do a prueba ─finalmente acotó.

─Por un instante pensé en como llegaste a ser Mayor siendo tan, tan... ─¿Inteligente? ─Si lo ves de esa manera.

─¡Simple genética! ─le contestó muy ufano. ─Sinceramente es vergonzoso.

─¿Lo que dije? ─expresó el Mayor. ─Saber que la mayoría de los occidentales tienen una forma muy similar de pensar igual que tú. No entiendo como es que perdió mi pueblo entonces la guerra pasada. Realmente

es inexplicable ─repuso el oriental quien optó mejor por seguir observando a los foraste-ros.

─Debe de estar muy mal, no coordina con propiedad. ¿Qué tiene que ver lo que expresa con mi fantástica e inigualable inteligencia? ─le susurró al Mariscal.

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─Quizás está preocupado por nuestra situación ─le contestó aquél. ─¿Por ellos? ¡Poca cosa! ─Yo me haré cargo de todos ellos ─argumentó el Mayor obser-

vando a los recién llegados. ─Me parece que sería...

─¡Por favor! ─Haré lo humanamente posible para que no tengan el mismo fin que aque-llos cavernícolas con que nos topamos al inicio de mi sueño. Además, te recuerdo que yo era prácticamente el encargado de la diplomacia en nuestra compañía ─y acto seguido

empezó a dirigirse hacia los recién llegados. ─¿Vas a dejarlo ir? ─le preguntó Ikuro.

─Dudo que podamos detenerlo, está muy decidido. Quizás después de todo pueda mane-jarlos. ─¡Tengan saludos desde el tiempo! ─expresó el Mayor levantando su mano izquierda.

Buscamos a..., a... ¿a quién buscamos? ─argumentó volteando su rostro adónde se hallaba el Mariscal.

─Al líder, al que manda ─le contestó aquél. ─Ya oyeron al Mariscal ─expresó fuertemente el Mayor. Neces itamos saber en donde podemos encontrar al jefe de esta manada.

─¿Pero cómo te atreves a decirnos que somos animales? ─expresó uno de los seres bas-tante enojado. Ustedes son como todos los demás ─y sorpresivamente se abalanzó sobre

el Mayor cayendo los dos enfrascados en una pelea sobre el pasto. ─¿Crees que debamos separarlos? ─preguntó Ikuro mientras los observaba rodar sobre el suelo.

─ Ya conoces como es el Mayor. Siempre se está vanagloriando de lo excelente peleador que es y me parece que es una buena oportunidad para que lo demuestre ahora ─le con-

testó el Mariscal con una sonrisa.@ ─En una lucha convencional, pero la que está realizando, no sé. Ese sujeto es bastante grande, además de que tiene una fuerte pegada. Tal parece que es como enfrentarse a un

poderoso y enorme roble, el cual por cierto, le está suministrando al Mayor un fuerte cas-tigo.

─Es muy probable, aunque creo que más bien el Mayor busca cansarlo con su forma de pelear ─le dijo el Mariscal. ─Si es así, en verdad aplica tácticas muy extrañas. Bueno, hay que reconocer que él lo es

también. ─¡Ya no te preocupes! ─Intervendremos sólo cuando él así lo solicite ─repuso tranqui-

lamente el Mariscal al tiempo que se arrecostaba a una enorme piedra y comenzaba a preparar su pipa. ¿Podrías prestarme los cerillos? ─¡Por supuesto!

─Oigan ustedes dos, ¿es qué no piensan hacer nada? ─les dijo el Mayor en ese momento desde el suelo luego de haber sido lanzado por el enorme ser.

─Pero sí ya lo estamos haciendo, ¿es qué acaso no lo ves? ─ le repuso el Mariscal encen-diendo un cerillo y acercándolo al tabaco, luego comenzó a exhalar un poco de humo. Todos los presentes al ver al Mariscal encender por arte de magia una pequeña rama

que permitía que un extraño aparato que sostenía en la boca inundara el ambie nte con olorosas y pequeñas nubes, quedaron atónitos e inmóviles, incluso el enorme ser que ya

había alzado nuevamente al Mayor y lo sostenía con sus dos brazos arriba de su cabeza.

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─Por la reacción que tienen en este momento, creo que nunca habían visto a alguien fu-mando pipa ─repuso el Mariscal apagando el cerillo y observando como era admirado

por todos. ─¡Una oportuna como excelente idea tuviste! ─expresó el Mayor en ese instante. Ahora

serías tan amable de decirle a este armario de dos patas que me ponga en el suelo pero suavemente, no vaya a ser que me lance de nuevo. El Mariscal con un ligero movimiento de su mano le hizo ver al enorme ser que debía

poner en el suelo y con cuidado, al sujeto que tenía alzado. ─Sinceramente el gorila ese, sin duda te debe la vida. Estaba a punto de asesinarlo, de

destrozarle su cara ─argumentó el Mayor cuando estuvo cerca del Mariscal. ─¡Perdona que te contradiga! ─Pero me parece que nosotros observamos todo lo contra-rio, ¿o es que ya olvidaste que pediste que hiciéramos algo? ─le argumentó Ikuro.

─Simplemente quería evitar el hacerle daño, después de todo, el Mariscal necesita de ellos cierta información. ¿Crees que nos la habrían dado voluntariamente si algo le suce-

de a su gigantón falta de cerebro? ─¡Ese gigante te puso en aprietos! ─¿A mí? ¡Vamos capitán! ¡Por favor! ¿Qué pasa contigo? ─Fue simple estrategia, no lo

olvides. ─Oh gran maestro del fuego y de las nubes. Humildemente rogamos por que su corazón

no abrigue la venganza por haberle atacado a uno de sus siervos ─expresó en ese instante un misterioso ser que a pesar de estar encapuchado, se le observaba parte de su rostro. Cejas tupidas, mirada penetrante emanada por dos luceros negros, recta nariz y boca pe-

queña. Soy Akis, hijo de Dactor y protector de la sabiduría de la sagrada piedra que fue depositada en nuestra tierra por los dioses en una noche anaranjada.

─Totalmente desquiciado. ¿Desde cuando una piedra es sabia? ─le susurró el Mayor a Ikuro. Creo que no fue buena idea el venir hasta aquí ─finalmente agregó mirando al Ma-riscal.

─Por favor, permítannos ofrecerles nuestra humilde hospitalidad ─expresó el enorme ser que había enfrentado anteriormente el Mayor. Era de porte atlético a la que se le sumaba

una enorme fuerza hercúlea. ─Vaya como que no le bastó que la diosa fortuna fuese benévola contigo y te haya permi-tido salir ileso de las consecuencias mortales de enfrentar a estas poderosas e inigualables

armas ─tocándose sus dos brazos ─como para venir ahora a usurpar las palabras que de-ben de ser expresadas por su líder, rey, presidente o como quieran llamarlo, si es que lo

tienen ─expuso el Mayor finalmente sonriéndose al tiempo que observaba al Mariscal y luego a Ikuro. ─Kerso es nuestro guerrero más experimentado que guía a nuestro pueblo en la batalla y

yo soy el responsable de la seguridad en tiempos de paz ─argumentó Akis en ese instante apagando súbitamente la sonrisa que hasta ese momento mostraba el Mayor.

─Lo que nos estaba faltando, un completo desesado como jefe en una batalla y lo peor que no podremos hacer absolutamente nada ─argumentó el Mayor al acercársele al Ma-riscal.

─Por favor síganos. Nuestra aldea no está muy lejos ─expresó Akis mientras acompaña-ba a Kerso que ya se había puesto en movimiento y se les había adelantado unos pocos

pasos.

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Capitulo XXII ─¿Qué le parece? ─Hay que reconocer que es bastante interesante su aldea. No hay fortificaciones, ni mu-

ros defensivos ─expresó el Mariscal. ─¡Porque no los necesitamos realmente! ─El bosque nos da toda la protección que se

requiere para enfrentar cualquier evento. Además, de que nuestros vecinos por ciertas razones han preferido llegar a evitarnos ─le argumentó Kerso asomando una sonrisa en su rostro.

─Por lo que sé, ¡les temen! ─le contestó tranquilamente el Mariscal. Cambiar su aspecto y en la forma en que lo hacen, logra eficazmente el objetivo que se han propuesto que

nadie se les acerque. ─No es posible, ¿cómo lo supo? ─le inquirió bastante asombrado Kerso al tiempo que miraba a Akis quien tampoco daba crédito a lo que había oído.

─¿Supo qué? ─preguntó el Mayor en ese momento. Por supuesto, sí es que se puede sa-ber sin que me tomen por curioso.

─La verdadera razón del por qué nunca hemos sido atacados por nadie ─le repuso Akis volviéndolo a ver. ─¡No es nada difícil! ─Es demasiado claro, lógico, elemental. Está a simple vista ─ rep u-

so el Mayor con una marcada seguridad. ─¿Sí? ─repuso Kerso totalmente confundido.

─¡Por supuesto! ─Ustedes se ocultan sobre todo gracias al medio ambiente que los rodea, haciendo que los invasores no los puedan detectar y si las fuerzas fuesen proporciona l-mente menores a las de ustedes, simplemente los hacen desaparecer, las aniquilan con sus

armas. ─Solo hay un pequeño problema en tu simple observación ─le susurró Ikuro en ese mo-mento. Hay pocos hombres como mujeres, no observo ancianos, así como solo a lgunos

niños además de que no abundan las armas. ─De seguro porque están siendo vigiladas por los que no has visto ─le contestó el Mayor

con una sonrisa. ─¿Y puedo saber para qué harían eso? ─Para, para... ¿Puedo saber por qué tienen al resto de sus hombres vigilando todas las

armas capturadas? ─preguntó el Mayor volviendo a ver a Akis, quién extrañado por la pregunta, agrandó todo lo que puso sus ojos y rápidamente miro a Kerso, quizás él si en-

tendía lo que aquél había expresado, sin embargo, éste solo empezó a mover negativa-mente su cabeza. ─Por mera casualidad Mayor, ¿en verdad conoces de lo que estás hablando? ─le dijo

Ikuro. ─Insinúas acaso capitán ¿que no sé de lo que yo hablo?

─¡Generalmente! ─Por eso es que te lo pregunto. ─Hago para tu información lo mismo que el Mariscal siempre hace en cualquier situa-ción, observar y analizar.

─¿Si estás haciendo eso, entonces como es que llegaste a una errónea conclusión? ─le contestó Ikuro.

─¿Por qué permites que ellos hablen de esa forma delante tuyo? ─preguntó Akis mientras miraba como ambos empezaban a discutir fuertemente entre sí.

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─¡Es una forma de liberar ambos sus tensiones! ─repuso el Mariscal con una sonrisa. Rompe en ocasiones la aburrida monotonía.

─Realmente se comportan de una forma bastante extraña ─expresó Kerso al tiempo que los observaba como seguían discutiendo acaloradamente detenidos a la so mbra de un

frondoso y tupido árbol. ¿Quiere que los llame? ─¡No! ¡Déjelos! ─Cuando acaben o perciban que no estoy con ellos, entonces nos bus-carán.

─Ya que hablas de buscar, ¿cuál es la razón para qué el poderoso mago haya desafiado las prohibiciones de los sabios de la Gran Isla y atravesaran los bosques donde hab itan los

malditos? ─Muy simple, necesitamos de su ayuda. ─El que logra crear fuego de una diminuta astilla de madera, ¿nos necesita? ─expresó

asombrado Kerso. ─A veces esos pequeños trucos no son los más recomendables para enfrentar a una fuerza

destructiva y avasalladora. ─Y qué le hace creer simplemente que nosotros, todos esos seres despreciables y malig-nos, ¿vamos a empuñar las armas a fin de proteger a algunos de esos desgraciados pue-

blos a los que nos han exiliado hasta este lúgubre bosque? ─argumentó Akis observándo-lo fijamente.

─Por que no será por ellos que lo harán, sino por el bien de todos ustedes ─exclamó el Mariscal. Es hora de que dejen de estar lamentándose y aprendan a ser valorados, pero más que todo, respetados, y la mejor manera de poder hacer eso, es atacando a los que les

ocasionaron su desgracia. ─No deseo que tome a mal este atrevimiento, ¿pero por qué debemos de enfrentar a una

de las fuerzas más temibles y poderosas que habitan en la zona con nuestros pocos ho m-bres y ningún navío? ─No podremos llegar nadando por que no sabemos, además de que la zona es vigilada celosamente por los guerreros que siempre están en las atalayas que

rodean a la isla. ─Hay que admitir que a simple vista la situación se percibe un poco difícil ─repuso el

Mariscal. ─Imposible, diría yo ─alegó Kerso. ─No con ayuda.

─Comprendo su estratagema. Si ayudamos, otros nos ayudarán. ¿Es así? ─Todos tienen el mismo enemigo en común del cuál hay que deshacerse si quieren que

sus descendientes vivan siempre en absoluta libertad, aunque claro esto último no siem-pre estará garantizado, ya que muerto el tirano, otro en algún lugar, intentará ocupar su vacío sitio.

─¿Y para qué? ─No vamos a variar en nada el secreto en que hemos estado viviendo. Tendremos que soportar la maldición.

─Eso es lo que pueden sufrir todos aquellos personajes que viven escondidos en los bos-ques ─expresó acercándoseles el Mayor. De espantosas formas que bailan en las noches poseídas por fuerzas sobrenaturales y que acechan tranquilamente a fin de devorar a los

pobres incautos que caen en sus garras. Por cierto, ¿cómo han logrado para que esos seres no los lleguen a molestar?

Fue en ese preciso momento en que Kerso comenzó a sufrir una transformación en todo su cuerpo, haciendo que el Mayor prácticamente asombrado por lo que estaba observan-

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do, tan solo acatara a mirar al Mariscal y finalmente empezara a retirarse unos cuantos pasos.

─¿Sabes qué le sucede? ─preguntó Ikuro al Mariscal al ver como Kerso se retorcía sobre el suelo y expelía unos sonidos guturantes.

─¡Sólo se está transformando! ─¿No será más bien que está sufriendo de un ataque epiléptico? ─Yo tenía un pariente que cuando le daba uno, prácticamente podría decirse que todo su cuerpo comenzaba a

desfigurarse ─repuso el Mayor al tiempo que se volteaba y miraba al Mariscal y al Ca-pitán, quién este último le dijo:

─Por mera casualidad, ¿a tu pariente le crecían los dientes en esos ataques epilépticos que sufría? ─¿Crecían los dientes? ¿Pero de qué rayos estás hablando? ─Me parece que eso nunca

llega a suceder en esos ataques. ─Exactamente, por eso te recomiendo que te des vuelta y tranquilamente observa ─le

dijo el Mariscal. Una figura grotesca, mezcla de animal y humano estaba frente al Mayor. Lucía dos marcadas protuberancias en su frente, una a cada lado. Sus ojos eran amenazantes y teñi-

dos de rojo. La mandíbula se había alargado dejando entrever varios enormes colmillos que empezaban a sobresalir.

─¿Qué te parece mi nueva personalidad? ¿Repugnante acaso? ─expuso Kerso en un le n-guaje poco perceptible. ─¡Ni tanto! ─argumentó el Mayor luego de una breve pausa. Conozco un excelente ciru-

jano plástico que prácticamente realiza unos verdaderos milagros en el rostro humano. Podría ayudarte.

─¿Te ríes acaso de mí? ─¡Claro que no! ─Es un excelente doctor, aunque claro, un poco caro, sin embargo por ser un buen amigo mío, estoy seguro de que podría hacerte un precio especial ─le dijo el

Mayor. ─Nada bueno vamos a obtener de ellos si los seguimos escuchando, es mejor eliminarlos,

así nuestro secreto estará a salvo ─repuso Kerso mirando a Akis. ─¿Y cómo puedes estar seguro que con nuestra desaparición así será? ─alegó el Mariscal al tiempo que preparaba y encendía su pipa, ocasionando con ello nuevamente el asombro

entre todos los presentes que los observaban. ─¡El Mariscal tiene razón! ─repuso Akis mientras empezaba a asentir con su rostro. Des-

conocemos en verdad, el número de personas que saben nuestro secreto. Además, hay que reconocer el enorme valor mostrado por ellos, pocos realmente sabiendo a lo que verdaderamente se iban a enfrentar, se hubiesen atrevido a intentar siquiera el querer

hallarnos. ─La destrucción de nuestro pueblo se puede observar en sus rostros, lo percibo ─expresó

Kerso. ─En cambio yo nuestra liberación, por eso no se les hará daño alguno. Es mi última pala-bra, así que ve a refrescarte al río y regresa cuando tengas tu forma natural otra vez. Bien

sabes que detesto que me estén recordando continuamente la pesadilla en que nos erigie-ron.

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─La que se puede revertir ─masculló para sí el Mariscal mientras observaba como Kerso malhumorado y gruñendo se comenzaba a alejar pero que a cada paso que daba conti-

nuamente volteaba su rostro. ─Dentro de un tiempo, todo se le habrá olvidado ─dijo Akis a efectos de tranquilizar

tanto al Mayor como al Capitán al tiempo que le hacía señas a una aldeana para que se les acercara. ─Así lo esperamos, sin embargo quisiera que le quedara claro para evitar mal entendidos

que ya no pienso ayudarle con mi amigo, él perdió su oportunidad por mal agradecido y poco educado ─contestó el Mayor.

─¿No crees que es muy seria nuestra situación como para que estés alardeando con tus alejadas amistades? ─Un ataque por parte de alguno de ellos y posiblemente no regrese-mos completos a nuestro tiempo.

─¡No temas! ─Mi amigo nos podrá ayudar. ─¡Ya lo sabemos! ─Sin embargo, éste no va a servirte nada si a tu cuerpo le falta una

extremidad. ─Un momento, ¿estás hablando de amputaciones? ─Desgarrado, cortado, separado o simplemente engullido, devorado. No importa el cómo,

dado lo que se pierde no hay forma de recuperarlo o de reemplazarlo, eso sin contar el agobiante dolor que se puede experimentar al no contar con ningún suministro médico

que nos pueda aliviar. ─¿No tenemos nada? ─Ni un simple analgésico ─dijo Ikuro.

─Ese sí es un verdadero problema. ─Lo cual indica que deberás de cuidar lo que engulles a fin de evitar tus característicos

problemas... ─¡Demasiado tarde! ─expresó el Mayor tocándose en ese momento el estómago. Y alejándose rápidamente se perdió entre varios árboles.

─¿Adónde va con tanta prisa? ─ le preguntó el Mariscal a Ikuro mientras le daba un vaso que contenía cerveza casera y que la aldeana le había ofrecido.

─¿Tu qué crees? ─Había tardado ─expuso el Mariscal riéndose. ─¿Le sucedió algo a su amigo?

─¡En absoluto! ─Solo desea encontrarse con su propia naturaleza ─le repuso Ikuro so n-riéndose y levantando su vaso brindó a la salud de Akis quien cortésmente le devo lvió su

saludo. ─Realmente agradecemos su hospitalidad y su protección, sin embargo, no es por apresu-rarlo pero nos gustaría conocer cuál ha sido su decisión en lo que respecta a acompañar-

nos. ¡Usted sabe! ─expresó al poco rato el Mariscal mientras observaba a Akis quien tranquilamente se había sentado sobre el tronco de un derruido árbol que se encontraba

muy cerca. ─¡Cuente con nuestra ayuda! ─le contestó aquel luego de un breve momento de re-flexión.

─Excelente, ¿cuándo podemos partir? ─preguntó el Mariscal. ─¿Por qué la prisa? ─inquirió Akis. Me parece que los enemigos no se van a ir de dónde

están.

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─¡Eso ya lo sé! ─Sin embargo, no sé porque tengo el presentimiento que uno de sus próximos movimientos y que muy posiblemente van a intentar realizar, será el de atacar a

la aldea de Baelk. ─¿La que se encuentra a orillas del gran río? ─expresó Akis.

─¡Así es! ─¿Conoce el sitio? ─Un pequeño feudo entre mis vastos dominios ─repuso Akis. Por supuesto que conozco el lugar.

─Cuando estuve con Baelk, éste me comentaba que la única manera de poder ser atacado por una fuerza enemiga, era por la zona que sigue el margen del río ─le manifestó el Ma-

riscal. ─Sinceramente no estoy de acuerdo con ese pensamiento ─repuso Akis levantándose del tronco.

─¿Por qué?´ ─Habría que atravesar las grandes tierras, lo cual dudo mucho que una fuerza se atreva a

realizar ya que es un camino largo y harto difícil. Muy accidentado y sumamente ventajo-so para todas las criaturas que vivimos en el bosque, o sea nosotros. ¡No! ─De querer atacar a Baelk, lo más perfecto es llegar por el mismo río, incluso, yo lo haría de esa ma-

nera. ─Pero él no espera para nada esa opción ─alegó el Mariscal.

─No sería paradójico, el río le brinda la vida a su pueblo y también desgraciadamente se las llegará a quitar ─le contestó Akis. ─¿Por qué no habría tomado todas las previsiones del caso?, ¡no es nada lógico esa acti-

tud! ─expuso el Mariscal. ─Baelk no lo ha tomado en cuenta de seguro por el fuerte ímpetu de las aguas en un

enorme trayecto, el área sagrada de las ninfas, además del pequeño salto de agua que existe. Por tal razón, supongo que pensaron que nadie iba a franquear esa zona y es lógico que lo hayan hecho, sin embargo para alguien decidido y bastante arriesgado, no lo es del

todo. Basta transportar los botes siempre y cuando estos no sean muy pesados y rodear todo ese sitio. Calculo que un día cuando mucho es lo que se tardaría para ir de un lado a

otro. ─Más que ninfas, parece que habla de los rápidos que se forman en los ríos ─expresó el Mariscal.

─Lo que conlleva a que Baelk va a tener un serio problema si la fuerza enemiga hace lo que Akis ha sugerido ─expresó Ikuro.

─¿Quién va a estar como el Apollo XIII? ─preguntó el Mayor acercándose al tiempo que asomaba una enorme sonrisa en su rostro. ─Nosotros desde que llamamos a Houston desde este hermoso y lindo sitio perdido en el

tiempo ─le contestó sarcásticamente Ikuro. ¡Por todos los cielos! ─Y todavía se atreve a preguntarlo haciéndose el gracioso. Definitivamente de seguro evacuó todas las pocas

neuronas que todavía tenía en su cuerpo ─alegó finalmente viendo al Mariscal, quien se sonrió un poco mientras que Akis solo los empezaba a observar sin comprender absolu-tamente nada.

─¿No sé por qué tengo el pequeño presentimiento de que mi jocosa intervención te ha molestado?

─¡Me alegra que seas bastante receptivo!

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─Dadas las actuales circunstancias, ¿me parece que es justificable nuestra prisa? ─le dijo el Mariscal volviendo a ver a Akis.

─¡Y lo comprendo perfectamente! ─le contestó aquel. Ordenaré que hagan los preparati-vos.

─¡Mi señor, mi señor! ─se oyó decir en ese instante. ─¿Qué sucede? ─Este niño acaba de comunicarme que divisó muchas naves navegando río arriba en di-

rección a los remolinos sagrados ─expresó Kerso. ─¿Y cómo logro él llegar aquí tan rápido? ¿Acaso la impetuosidad del río no está lo bas-

tante alejado de este lugar? ─De seguro el pequeño quiere parecerse al joven superman dado que por la distancia, sólo volando pudo haber llegado, sin embargo no le veo ningu-na capa, aunque sí muchas plumas, ya sé, quizás quiso asemejarse al hombre ave de las

historietas ─expresó el Mayor con una sonrisa al tiempo que intentaba con esas palabras, restar importancia a las palabras que Kerso había manifestado.

─¿Por qué no nos dijeron desde un principio que tuvieron compañeros que también fue-ron víctimas de los experimentos de la Isla Maldita? ─No me hubiera comportado de la manera en que lo hice. Por favor acepten mis sinceras disculpas ─alegó Kerso bastante

arrepentido. ─¿Tú sabes por casualidad de qué rayos estará hablando? ─repuso el Mayor al tiempo

que volvía a ver sumamente extrañado al Mariscal. ─Por supuesto, de Ícaro y los héroes de las caricaturas cómicas. ─¡Pero sí yo estaba hablando en broma!

─¡Él no! ─Así que para la próxima le sugiero Mayor que tenga un poco más de cuidado a final de evitar inmiscuirnos en futuros enredos como es su gran especialidad ─le dijo en

voz baja el capitán con una pequeña sonrisa al pasar cerca de aquél. ─¿Sabe a cuentos hombres logró observar el joven surcando el río? ─le preguntó el Ma-riscal a Kerso.

─Tantos como árboles tienen aquella parte del bosque ─intervino el joven al tiempo que los señalaba.

─¡Genial! ─No pudo haber sido más explícito ─expresó el Mayor luego de observar el bosque. Definitivamente, la matemática no nacerá en este sitio. ─Esa fuerza es mucho más numerosa que los hombres que pueden estar acompañando a

Baelk en la aldea ─argumentó el Mariscal. ─Dada la situación futura, ¿para qué vamos entonces a regresar? ─Los van a masacrar y

no creo que los guardianes se hayan molestado por hacernos venir para que terminemos nuestros días en una lúgubre aldea olvidada en el tiempo y la historia. ─Fríamente el Mayor tiene razón. Nuestro principal y único objetivo es encontrar a Ro-

berts ─expresó el Mariscal en ese momento. ─¿De quién hablas? ¿Acaso de un ser de extraño nombre procedente de tierras muy leja-

nas y aliado también de Goreard? ─Podría decirse, aunque yo le agregaría que es un ambicioso e insensible desgraciado que tiene sus días contados en este tiempo ─le contestó el Capitán Ikuro.

─Lo extraño es que Goreard no es decidido mucho menos arrojado en lo que se refiere a atacar ─argumentó Akis al tiempo que observaba al joven. ¿Reconociste por casualidad

quien los dirige? ─¡El Elegido!

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─Eso lo explica ─expresó Akis. ─¿Y quién es ese Elegido? ─preguntó el Mayor.

─Un personaje violento, calculador, se dice que es muy sanguinario y sumamente ambi-cioso.

─Hay que reconocer que para estar aislados dentro de este bosque, realmente están bas-tante informados de todo lo que sucede en sus alrededores ─argumentó Ikuro. ─Siempre he mantenido que hay que sacar provecho de aquellas circunstancias pos itivas

que se puedan generar de nuestras situaciones, por desastrosas que estás fuesen ─le dijo Akis.

─Lo que siempre he dicho ─expresó el Mayor. ─Y este amenazador Elegido, ¿de donde proviene? ─preguntó el Mariscal. ─De las mismas entrañas de los demonios ─alegó Kerso.

─De seguro se refiere a la isla maldita ─rápidamente le dijo el Mayor a Ikuro. Una carac-terística metafórica de los pueblos de la antigüedad. ¿Ves que si sé algo de historia des-

pués de todo? ─¡Te desbordas en conocimiento! ─le contestó Ikuro. ─Éste Elegido en verdad, tiene un nombre muy singular, un poco extraño ─exclamó el

Mariscal en ese instante. ¿Es acaso uno de los hombres de Goreard en busca de fama o proviene de la isla maldita como está suponiendo el Mayor? ─finalmente le preguntó a

Kerso. ─¡Ignoramos realmente de dónde él procede! ─Simplemente apareció supuestamente de la nada, irradiando una fuerte luz según se ha rumorado en medio de dos fuerzas que es-

taban a punto de combatir, lo que vino a causar caos y confusión entre ellos. También que...

─Un momento, ¿dijiste que apareció de la nada? ─argumentó el Mariscal bastante exc i-tado. ─Si nos atenemos a lo que se dice, así es. ¿Por qué? ─preguntó extrañado Akis.

─¿Crees que sea Roberts? ─preguntó Ikuro. ─¡Es lo más probable! ─expresó el Mariscal.

─¿Y qué aguardamos entonces aquí? ─Él se está dirigiendo adónde se encuentra Baelk. Podríamos sorprenderlo ─alegó el Mayor. ─Lo dudo, él sabe que estamos aquí.

─¿Y cómo? ─No me parece que cuente con la amplia y sofisticada técnica tecnológica de información que posee Akis, quien para ese momento, no comprendía absolutamente

nada de lo que aquellos estaban hablando. ─¡Tiene algo mejor! ─repuso el Mariscal. ─¿Qué puede ser?

─¡Al tipo que escapó! ─acotó el Mariscal. De seguro éste le pudo haber relatado acerca de nosotros y no hay que ser un genio para llegar a relacionarnos, vestimos muy llamati-

vamente para ellos. De tal suerte, eso justificaría el inusual ataque que va a sufrir la aldea de Baelk. ─Lo que implica que el muy maldito quiere llegar a eliminarnos ─alegó Ikuro.

─Muy posiblemente. ─Por ese acto de insubordinación podemos hacerle un juicio cuando volvamos ─repuso

el Mayor.

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─¡Por supuesto! ─Sólo tenemos que decir cuando nos llamen a declarar que simpleme nte nos atacó con una lanza o pensándolo mejor con una reluciente espada, dado que no en-

contró por ningún lado una decente arma de fuego ya que afortunadamente para nosotros, no se habían inventado. ¿A quién crees que mandarían a encerrar en verdad en una ado-

rable casa de campo? ─Por eso digo que Roberts al único juicio que logrará asistir próximamente ─es que no me dejaste acabar ─es cuando le dé explicaciones de sus acciones al creador ─expresó el

Mayor al tiempo que miraba su reloj. ─¿Todavía te funciona ese aparato? ─le preguntó Ikuro.

─¡Por supuesto! ─Septiembre 5, 4:45 pm. ─Creo que está un poco atrasado ─le contestó Ikuro tras luego de observar la posición del sol.

─¡Hora de marcharnos! ─dijo el Mariscal observando a Akis. ─Pero nos quedan muchas horas de luz ─repuso el Mayor al tiempo que observaba si en

verdad su reloj se había detenido. ─El camino de regreso es largo y deseo encontrar a Roberts si es posible antes de que logre destruir la aldea de Baelk, aunque por la ventaja que nos llevan actualmente, lo du-

do. ─Conozco un atajo a través del área pantanosa, ganaríamos bastante tiempo aunque no

prometo que lleguemos antes que ellos. ─¿Y no es muy peligrosa esa zona? ─preguntó el Mayor. ─Siempre y cuando respetemos los dominios de las formas de vida que habitan en él,

considero que podemos pasar sin problema alguno ─le contestó Akis. ─¿Qué nos habrá querido decir?

─Usualmente de los reptiles que abundan siempre en todas esas áreas ─le repuso Ikuro displicentemente. ─¿Se refiere a las serpientes venenosas? ─un poco nervioso expresó el Mayor mientras

observaba en forma disimulada el suelo. ─¡Generalmente es lo más común de esos lugares! ¿No vas a decir ahora que les tienes un

poco de miedo? ─¿Yo? ¡Por favor! ─Lo que sucede es que simplemente respeto las toxinas que emanan de esas indeseables y abominables... lombrices en pleno desarrollo, máxime que todavía

no se han inventado aún los sueros antiofídicos. Una mordida y cruzamos en forma segu-ra el umbral pero hacia la eternidad.

─Entonces, te aconsejo que comiences a mirar el lugar en que pisas, no vayas a ser que engroses la funesta estadística ─le contestó Ikuro al tiempo que se sonreía y empezaba a caminar.

─¡Muy gracioso! ─expresó entre dientes para sí el Mayor al verlo alejarse. Sin embargo, hay que reconocer que tienes mucha razón por eso estaré detrás de ti ─agregó luego de

beber un poco de agua que una aldeana amablemente le había ofrecido al pasar cerca de él y que lo miraba extrañamente en ese instante. Me gusta hablar solo de vez en cuando, es excelente para analizar situaciones difíciles, me ayuda para poder resolverlas satisfac-

toriamente ─le dijo al tiempo que le sonreía y le intentaba devolver el vaso de barro, que aquella finalmente optó por no tomarlo, prefirió alejarse rápidamente. La época puede

que sea distinta, pero el comportamiento femenino sigue siendo el mismo. ¡Mujeres! ─y comenzó a caminar también tras Ikuro.

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Capitulo XXIII ─¡Mi señor! ─¿Cómo les fue?

─¡Todos los centinelas que habían fueron eliminados debidamente! —Estaban asombro-samente en donde su persona predijo que posiblemente los hallaríamos. Fue demasiado

sencillo. ─¡Excelente! ─Podremos atacar sorpresivamente ahora la aldea desde dos flancos. Nadie debe de escapar.

─¡No lo harán! —Todos deben de ser eliminados de una vez por todas ─afirmó el sumo sacerdote al tiempo que expelía una sonora carcajada que finalmente contagió al guerrero

que estaba junto a él. ─Toma la mitad de los hombres y ataca solo cuando veas el fuego en la aldea principal. ¿Comprendiste? ─expresó el Elegido.

─¡Sí mi señor! ─Antes de que te marches a cumplir con las órdenes, comunica a todos los hombres que

si ven a seres extraños en su forma de vestir o qué les parezcan extranjeros en la aldea, qué intenten traerlos con vida. Tendrán una bolsa de oro como premio. ─¿Y si ellos no quieren rendirse o presentan alguna dura resistencia? ─inquirió el guerre-

ro. ─En ese caso, me conformo con que me traigan sus cabezas.

─¿Se desprende por tu solicitud que esperas encontrar a alguien en especial? ─le pre-guntó el sumo sacerdote una vez que el guerrero se había alejado. ─Sólo deseo a los que mataron a Obitán.

─Y por qué si se puede saber, ¿el Elegido muestra tanto interés por ellos? ¿Acaso los conoce? ─Si son los que creo, provienen del mismo tiempo y lugar que supuse haber dejado atrás

hace mucho. ─¿Quieres decir que las sombras de un pasado intentan manifestársele nuevamente? ─le

dijo el sumo sacerdote. ─Es muy difícil que no lo hagan ya que todos estamos supeditados a una causa y a un efecto en nuestras vidas.

─Hablas en forma muy extraña en verdad. ¿No entiendo realmente que es lo que tiene que ver las sombras con lo que llamas causa o el afecto? ─exclamó el sumo sacerdote.

─No es afecto, sino efecto, que quiere decir, consecuencia, resultado final de todas aque-llas acciones que hayamos realizado previamente. ─¡Comprendo! ─repuso el sumo sacerdote. Te estás refiriendo a las respuestas que ema-

nan de los sentimientos de los dioses y que nos hacen expresarlas finalmente en nuestro diario vivir.

─La forma en que muchos lo conocerán ─musitó el Elegido. ─¿Cómo dijo? ─¡Nada importante! ─le repuso. La gloria nos espera, vamos por ellos ─finalmente ex-

presó el Elegido al ver como un grupo de hombres lo aguardaban ya impacientemente. No hay duda de que el guerrero fue lo bastante eficiente a la hora de separar nuestras

fuerzas. ─Ya tú lo dijiste, ansían enfrentarse a los que asesinaron a Obitán.

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─Esperemos que esas ganas se logren verdaderamente cristalizar en realidades a la hora de la batalla ─le dijo el Elegido

─¿Es que dudas? ─Es sólo una línea delgada la que separa el cobarde del héroe, el problema es saber quién

la cruzará primero ─le contestó el Elegido mientras se dirigía apresuradamente hacia dónde estaban los hombres aguardándolo. He tenido la oportunidad de ver a muchos hombres llegar a huir del combate sin razón aparente. El terror realmente es un disolvente

mortal ─finalmente expresó. ─¿Disolvente? ¿De qué clase de arma estará hablando? ─se dijo para sí el sumo sacerdote

mientras iba atrás. Luego de un rato de recorrido y amparados por la floresta, pronto llegaron a un sitio en que desde su posición acechaban tranquilamente los movimientos que se desarrollaban en

la confiada aldea que iban a atacar. ─Parece que los pobres ilusos van a tener una fuerte impresión al vernos llegar. Ninguno

de sus guardias pudo dar la voz de alarma ─argumentó un guerrero que estaba al lado del sumo sacerdote mostrándole una sonrisa al tiempo que miraba el lugar. El sumo sacerdote no le contestó, prefería observar como el Elegido impartía una serie

de órdenes a los hombres quiénes se habían colocado en posición. Un grito fue la señal y un clamor generalizado entre los guerreros fue lo que se oyó. Se

había iniciado el ataque. Las huestes de Baelk, si bien es cierto se sintieron sorprendidos por un instante, muy pronto lograron reagruparse, propiciando una columna doble que empezó a hacerle frente

a los invasores, los cuáles algunos ya había logrado alcanzar el centro de la aldea y en dónde combatían podría decirse que contra mujeres y jóvenes quienes valientemente les

hacían frente, sin embargo, la llegada de unos arqueros y lanceros posteriormente, dieron por terminada esa efímera pero agresiva incursión. ─¡Toma el bote y vete de aquí! ─dijo en ese instante Baelk a la mujer. Debes salvar a tus

hijas. ─Ellos van a venir, no queremos irnos ─repuso Reija al tiempo que cruzaba sus brazos y

se negaba a subirse. ─Admiro tu fe ciega en ellos, sin embargo, considero que esta vez no podrán cumplir con lo que te expresaron al partir. El bosque es peligroso y mortales las criaturas que lo hab i-

tan. ─¡Son poderosos magos! ─protestó la otra hermana.

─No lo pongo en duda Ibian, pero ellos no vendrán y no contamos con tiempo suficiente como para esperarlos. Son muchos los enemigos que nos atacan, así que suban a ese bote y ya. ¡Rápido!

Ni las hijas ni la madre protestaron, resignadas hicieron lo que Baelk les solicitaba y mientras lo observaban como empujaba la canoa para que ésta se fuera adentrando en el

lago, empezaron a advertir como aquél iba desapareciendo entre las humeantes nubes que ya circundaban la zona. Finalmente tomaron los remos, pero antes de que los pudieran usar, se vieron pronto

detenidas al chocar con otra canoa que se le había acercado sigilosamente. ─¿Ya vieron lo que acaba de regalarnos nuestros poderosos Dioses? —Las hermosas

damiselas del río.

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─Nuestro deber es llevar todas las mujeres que encontremos al Elegido para que él decida su futuro.

─¡Y lo haremos! ─Únicamente vamos a demorar un poco la presencia de ellas ante él. Nosotros las encontramos primero, lo que nos otorga ciertos derechos o mejor dicho pla-

ceres que yo como todos mis compañeros, sabremos reclamar. ─¿Qué piensan hacer? ─¡Muy simple! ─Poner nuestras manos sobre ese tesoro. Acariciarlo, sentirlo ─alegó al

tiempo que se pasaba a la canoa en dónde se encontraba la madre con las dos hijas y a la que le arrebató el remo luego de golpearle su rostro. Descuida, no tenemos ninguna in-

tención de perder la oportunidad de asesinar a los que mataron a Obitán. Quizás los dio-ses nos vuelvan a favorecer nuevamente ─finalmente argumentó mientras empezaba a dirigir la canoa a una saliente de tierra seguida muy de cerca por sus ansiosos compañe-

ros. ─¿No va a impedirlo?

─Enfrentarse con Volman por esas insignificantes mujeres no vale la pena. Recuerda que es un experto con el hacha. Continúen remando que la gloria y el triunfo está a muy poca distancia. ¡Prepárense!

Mientras tanto, la batalla en tierra firme era sangrienta y despiadada a pesar de la férrea defensa que mostraban los hombres de Baelk, los cuales empezaban a comprender que al

final del día el ocaso de sus existencias posiblemente habría llegado. El propio Baelk también lo sabía, sin embargo peleaba con una marcada furia que ema-naba del mismo interior de una acongojada alma. Había observado cuando el humo se

levantó a causa de una fuerte brisa como su propia hermanastra era capturada nuevamente por sus enemigos, los que las conducían prácticamente lejos de él y sin posibilidad de

poder rescatarlas. ─Mi señor, debemos retirarnos a los bosques. Ahí quizás podremos tener una oportuni-dad.

─Quiero quedarme, pelear aquí. Saldar mi estúpido error. ─Ellas estarán totalmente perdidas si usted muere ─le contestó el guerrero. Mientras que

vivo, tendrían al menos una oportunidad de ser salvadas. ─¿De la fortaleza de Goreard? ¡Bien sabes que no es posible que las volvamos a ver mu-cho menos con vida!

─¡Los magos cuando vuelvan, ellos de seguro podrán ayudarnos! ─Además, la continui-dad de su existencia es primordial para la supervivencia de nuestro pueblo.

Frases que repercutieron en el pensamiento de Baelk quien se le quedó observando fi-jamente al tiempo que asentía con su rostro. ─¡Tienes razón! —Ordena una retirada hacia los bosques.

Mientras tanto, las cautivas y sus captores, llegaban a una lengüeta de tierra rodeada por frondosos árboles y de dónde se podía observar en la lejanía las acciones del combate que

se realizaba. ─¡Cobardes! ─les gritó en ese momento Ibian. La más pequeña se siente con suerte, debemos de premiarla siendo la primera en sentir

los dones de un verdadero hombre ─dijo Volman mientras le sujetaba fuertemente del cuello.

─¡Todavía es una niña! —Hagan conmigo todo lo que quieran pero no a ella ─le dijo la madre con angustiada voz.

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─¡Conmigo también! ─repuso Reija al tiempo que empezaba a quitarse lentamente la camisa de piel que llevaba.

─Definitivamente hoy es nuestro día de suerte. Sujétenla bien. Comenzaremos con este tierno y apetitoso manjar ─argumentó Volman acercándosele a Reija al tiempo que e m-

pezaba a poner sus armas en el suelo, sin embargo, unos ruidos procedentes de la vegeta-ción hizo que se detuviera por un instante y observara detenidamente los alrededores. ¿Qué fue eso? ¿Animales?

─¡Muy probablemente! —Estamos un bosque ─le contestó despreocupadamente uno de los hombres que sujetaba a la mujer y en donde su rostro no ocultaba las ansias sexuales

que sentía por ella. La maleza en ese momento comenzó a sacudirse fuertemente al tiempo que se empeza-ban a escucharse una serie de extraños gritos, mezcla de aullidos y gruñidos.

─Habrá que ahuyentar a esas malditas bestias si es que queremos divertirnos un poco con ellas ─expresó uno de los hombres sacando su espada y avanzando confiadamente hacia

la tupida floresta. ─¡Mucho cuidado! ─No conocemos las clases de animales que podrían prodigar en esta zona.

─¿Importa eso acaso? ─Una estocada con mi espada y quizás nos sirva de alimento ─y se adentró entre la maleza.

Unos desgarradores gritos fueron lo que se escuchó posteriormente, haciendo que los guerreros se observaran entre sí y dudaran de las posibles acciones futuras. ─Ustedes cuatro vigilen a las mujeres, el resto vengan conmigo ─expresó Volman.

Precavidos como sigilosamente se fueron acercando a la floresta con las espadas desen-vainadas unos, mientras que otros iban con sus lanzas.

Sin cabeza y sin brazo, con un horrendo y enorme mordisco cerca de la clavícula iz-quierda, además de profundos cortes es lo que finalmente llegaron a observar claramente cuando los hombres traspasaron la maleza y llegaron a una especie de claro.

Definitivamente era una aberrante escena que motivó que algunos de los guerreros al ver el cuerpo destrozado de su compañero optaran mejor por alejarse hacia la floresta a

vomitar, una decisión que a la postre sería la última que tomarían ya que unas sombras similares a la forma humana y que los estaban acechando, esperaban esa valiosa oportu-nidad.

Ninguno de los que se acercó a la floresta pudo defenderse, prácticamente podría decir-se que las carnes de sus cuerpos fueron totalmente desgarrados en un solo ataque ante los

ojos incrédulos de sus compañeros, quienes lejos de ayudarlos, prefirieron por abandonar el lugar en forma despavorida hacia dónde se hallaban los botes que los habían traído. Los cuatro guardias no se quedaron a averiguar que había sucedido, corrieron tras sus

compañeros al ver a éstos escapar, dejando a las asustadas y maniatadas mujeres a su suerte.

─¡Rápido remen con fuerza y por sus vidas! ─expresaba Volman desde la proa al tiempo que observaba como la orilla empezaba a alejarse. En ese momento, una lluvia de flechas empezó a caer sobre los integrantes del bote,

quienes indefensos ante tal ataque escogían por cubrirse con sus escudos, sin embargo, a algunos de nada les sirvió hacerlo. Finalmente, la corriente los alejó del lugar y fue e n-

tonces cuando observaron desde la distancia a sus atacantes, los que alegres y victoriosos salían del bosque con gritos de júbilo y algarabía que prácticamente inundaban en ese

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instante el ambiente, no obstante, a pesar de lo anterior, se podía escuchar vagamente los alaridos de terror que expelían las mujeres al verse rodeadas por los nuevos captores.

─De una u otra forma, las mujeres finalmente resultaron ser alimento ─expresó Volman irónicamente con una sonrisa. ¡Lástima que no las pudimos tener!

─Habrán otras en la aldea. Apresurémonos para ver que obtenemos ─ le dijo uno de los guerreros mientras remaba fuertemente.

Capitulo XXIV

─Hay que reconocer que Baelk no se equivocaba en lo que se refería a que los Velkin no iban a dejar nada en pie ni con vida ─repuso el Mayor observando lo que quedaba de la

aldea. ¿Hallaron el cuerpo de alguien conocido? ─Va a ser sumamente difícil, les cortaron a todos los caídos sus cabezas. Una extraña acción para nosotros aunque para ellos supongo que nada inusual ─argumentó Ik uro lue-

go de expeler un poco de humo de su cigarrillo. ─¡Los primeros coleccionistas! ─expresó el Mayor en ese instante.

─¡No comprendo! ¿Qué es lo que quieres decir? ─le preguntó el Capitán volviéndolo a ver. ─¡Cazadores de cabezas! ─De seguro eran sus antecesores. ¿No crees que es una explica-

ción lógica? ─La mutilación ocurrió sólo en los hombres y no en las mujeres ─le contestó el Mariscal.

─¿Y entre esos cadáveres están... ? ─¡Ni la mujer ni las dos hijas! ─expresó el Capitán rápidamente. Quizás lograron ocultar-se con alguno de los sobrevivientes o las capturaron.

─Hay que averiguar si la fuerza invasora volvió a la fortaleza de Goreard ─argumentó el Mariscal. ─Por supuesto, es imprescindible ir al rescate de las mujeres ─argumentó el Mayor.

─Me parece que primero debemos asegurarnos de que Roberts sea ese Elegido para así agarrarlo y de esa forma podamos volver a casa. Si está dónde Goreard se encuentra

magnífico, si no, debemos seguir nuestra búsqueda. ─Pero si hacemos eso, entonces no las vamos a rescatar ─expresó el Mayor observándolo atónitamente.

─Si las mujeres están dónde Goreard, sólo hacemos un pequeño salto en la secuencia de acción a fin de poder liberarlas.

─¿Y si no están ahí? ─Tienes dos alternativas entonces Mayor. Intentar buscarlas y formar parte de la historia al lado de ellas cuando las halles, o encontrar en algún registro arqueológico en nuestro

tiempo lo que pudo haberles sucedido ─le dijo tranquilamente el Mariscal al tiempo que observaba detenidamente el suelo.

─¿Y desde cuándo te preocupa lo que pueda sucederle a esas personas? ─le preguntó Ikuro. Nacieron y murieron mucho antes de que nosotros pensásemos siquiera en venir a este mundo.

─¡Porque yo sí tengo sentimientos! ─¿Insinúas acaso que el Mariscal y yo carecemos de esas emociones? ─expresó Ikuro.

─No lo están demostrando aparentemente con sus acciones.

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─Lo que sucede es que quizás no somos tan expresivos como si lo eres tú ─repuso el Mariscal sonriéndose.

─¡Sí! ─Pareces un marinero, un amor en cada puerto, aunque en tu caso, es un romance en cada ciudad a la que llegábamos —le manifestó Ikuro.

─Debes de tener en cuenta de que son situaciones ajenas a mi persona. Mi elegancia, por-te, facilidad de palabra, siempre se están confabulando para que las chicas pierdan su estabilidad emocional y prácticamente caigan rendidas a mis pies. Yo no tengo la culpa

de ser un verdadero Adonis. ─Y sin embargo, te aprovechas de esa circunstancia. En verdad eres bastante despreciable

en ese aspecto ─le reprochó Ikuro. ─Ahora yo soy el monstruo, ¡qué bonito! ─De una u otra forma todos lo somos y no vamos a iniciar una discusión intrascendental.

¡Preparen sus armas! ─les dijo el Mariscal. ─¿Descubriste algo?

─Había una embarcación aquí, tres abordaron, dos jóvenes y un adulto, el otro prefirió quedarse en tierra y fue el qué los empujó. Finalmente el que se quedó en tierra se dirigió hacia aquella zona boscosa acompañado de un grupo de hombres.

─¿Crees que pelearon allá? ─Si no pudieron esconderse, es lo más probable.

─¿Y todo eso llegas a concluir con solo ver esas simples pisadas en el suelo? ─le pre-guntó el Mayor señalándolas. ─Son como un libro abierto, sólo tienes que saber interpretar lo que las hojas expresan.

Lo usual en esta época. ─Prefiero lo tradicional.

─No creo que se haya inventado la escritura en la forma en que la conocemos ─le dijo Ikuro. ─En ese caso, creo que por los momentos vamos a quedar como verdaderos analfabetas

ante la experiencia manifiesta de nuestro maestro ─argumentó el Mayor al tiempo que ingresaba dentro del tupido y exuberante bosque y tomaba un fruto de un árbol cercano.

¿Será comestible? ─finalmente expresó luego de darle un mordisco. ─Si caes muerto, supongo que no ─le contestó tranquilamente el Capitán. En ese momento, muchos ojos atentos los estaban observando, protegidos todos por un

enorme y extraño muro de piedra el cuál era ocultado en su larga extensión por muchas tiesas e inmóviles ramas, no obstante al percatarse de quienes eran los intrusos, comenza-

ron a salir tranquilamente de su posición. ─¡Vaya! —Tal parece que lograron su cometido y se escondieron muy bien evitando la pelea. ¡Qué aliados! ─repuso el Mayor al verlos salir de la floresta.

─De no haberlo hecho de esa forma ─explicó el Mariscal ─no habrían tenido posibilida-des de un nuevo encuentro. Los superaban en número, además de que fueron atacados por

dos frentes. Todo esto que logras contemplar, es lo único que queda del campamento ori-ginal que observamos cuando llegamos, el resto está tendido o yace sobre el campo. ─No veo a las mujeres que salvamos ─expresó el Mayor luego de haber determinado

cuidadosamente a todos los sobrevivientes. ¡Rayos y truenos! ─¡Saludos! ─les manifestó Baelk.

─De verdad que nos alegra el que haya podido salir con vida del ataque sufrido ─le dijo el Mariscal.

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─Valientes hombres que conocí desde niño yacen ahí al igual que otros de mi misma edad. A todos los mutilaron y por ello, sus almas vagarán eternamente, incluso, la mía les

acompañará. ─¿Lo hirieron? ─preguntó el Mariscal observándolo.

─¡Mortalmente! ─Para ser un moribundo a punto de dar ese gran paso, lo noto con un buen aspecto ─le comentó el Mayor.

─No necesariamente las heridas cuyo desenlace final lleva a la muerte deben de ser fís i-cas, en ocasiones pueden existir también en los sentimientos.

─¿Y que puede motivar que usted decida optar por tan dura decisión? ─le preguntó el Mariscal. ─Francamente no pude hacer nada para evitarlo, mi hermanastra cayó en manos de ellos.

¡Yo personalmente la entregué! ─le contestó Baelk al tiempo que escondía su rostro en sus dos manos.

─Las puso en el bote y luego lo empujó, ¿no es así? ─Sí.¿pero cómo lo supo? ─Solo lo imaginé. ¡Por favor continué! ─repuso el Mariscal.

─¡Realmente no hay mucho que decir! —Poco después que el humo se disipó, solo cano-as enemigas eran lo qué se podía observar en la lejanía.

─Lo que indica que de seguro Goreard las va a tener prisioneras en su castillo ─expresó el Mayor. ─¡Quizás no! ─le contestó Ikuro.

─¿Cómo? ¿No estás oyendo lo que él dice? ¡Las mujeres estaban totalmente rodeados por canoas enemigas!

─¡Efectivamente! ─Sin embargo, él ─señalándolo ─no vio cuando las capturaban. ─¿Piensas que están entonces libres? ¿Qué lograron escapar escondiéndose en la tupida floresta? ─exclamó el Mayor.

─Yo no dije eso y me parece que estás simplemente dándote falsas expectativas. ─¿Pero no es lo qué supones?

─¡Pudieron haber sido también asesinadas! —Nada de prisioneros ─repuso Ikuro. ─¡Eres un desgraciado salvaje! ─Deberías de tener un poco más de delicadeza al hablar. ¡De sentimientos!, ¿pero qué estoy diciendo? ─Si no conoces ni sabes de esos apreciados

valores éticos occidentales. ─Hay que ser lógicos Mayor. Son meras posibilidades las que estamos analizando. Lo

que pudo haber simplemente sucedido, nos guste o no hay que llegar a aceptarlos. ¡Esa es la vida! ─le dijo el Mariscal. ─¡Monstruos! ─expresó alejándose y bastante enfadado en el preciso momento en que

pasaba a la par de Akis, el cual venía acompañado con varios de sus hombres. ─¿Pero que le pasa a él? —No podríamos haber enfrentado al poderoso enemigo con

nuestra forma original ─le comentó al Mariscal un poco enojado cuando estuvo enfrente de él. ─No lo está diciendo por ustedes, es por nosotros ─repuso Ikuro sonriéndose.

─Pero ustedes no se transforman, ¿oh sí? ─¡Por supuesto que no! —El Mayor está molesto debido a que unas personas al parecer

no lograron ponerse a salvo de las fuerzas de Goreard. ─Comprendo y entiendo ese sentimiento.

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─Quiero que conozca al jefe de la aldea que intentamos salvar —expresó el Mariscal en ese momento. ¡Él es Baelk! —quién debido más que todo a la presencia del Mariscal

mostraba una singular naturalidad en ese instante pero que rápidamente expresó: ─¡Señor! ─e inclinó un poco su cabeza.

─Él es Akis, el líder de los hombres que viven en el bosque maldito. Confío que a partir de ahora puedan comprenderse y ayudarse mutuamente como si fueran una única unidad. ─Es un poco difícil que en un abrir y cerrar de ojos podamos olvidar los oscuros pensa-

mientos de desconfianza, odio, temor que por años nos hemos estado inculcando el uno contra el otro. ¡Sólo el tiempo lo hará! ─expresó Akis.

─Hablas en forma muy sabia, creí que... ─y prefirió Baelk quedarse callado. ─¿No éramos capaces de expresarnos correctamente? ─La mayoría de las personas cree eso. Nos consideran unos verdaderos animales. Ven la parte externa del físico, no la sab i-

duría que podamos tener oculta en nuestros cuerpos. Cierto, en nuestro grupo hay buenos y malos hombres que nos denigran, ¿pero qué civilización no las tiene? El rey Goreard

nos ha dado una demostración de lo ruin que se puede llegar a ser y quizás él no en forma personal, sino sus hombres. ─Se comportaron sanguinariamente ─dijo Baelk. Sinceramente le agradezco su oportuna

intervención. ─No es a mí a quien deben dar las gracias, sino a ellos por que fueron los que nos co n-

vencieron ─repuso Akis sonriéndose. ─Las niñas tenían una enorme fe en ustedes, sin embargo el miedo hizo que yo dudase y ya ve.

─¡No se atormente! ─Cualquiera hubiese hecho lo que usted decidió, era por el bien de ellas ─le argumentó Ikuro.

─Supongo que hablan de las mismas personas que hizo que el Mayor se comportara de la forma en que lo hizo. ─¡Así es! ─contestó el oriental.

─¿Bonitas? ─Creo que sí, pero ¿por qué lo pregunta? ─le dijo el Mariscal.

─El comportamiento humano es muy predecible, más cuando se refiere y está involucra-da la atracción física. ─Definitivamente, el Mayor no creo que vaya cambiar ─repuso Ikuro sonriéndose.

─¿Qué pueden decirme de la fuerza invasora? ─preguntó el Mariscal al rato. ─¡Lo normal! ─Regresaron todos en los botes hacia la cascada, considero que si nos

apresuramos podemos enfrentarlos en el campo espacioso antes de que logren llegar y cruzar el puente ─le dijo Akis. ─Entonces ahí será. Por cierto, ¿sabe si llevaban...?

─¡Todo está bajo control! ─exclamó con sonora voz Kerso llegando en ese instante inte-rrumpiendo el diálogo que se desarrollaba. Unos cuantos botes que nos pueden sernos

útiles es lo único que queda como mudos testigos de lo que aconteció, ah y dos prisione-ros heridos que ignoro la razón del por qué no se los llevaron, posiblemente, estaban desmayados y sus compañeros los dieron por muertos.

─¿Y ellos están todavía... con vida? ─le preguntó Akis. ─La última vez que los vi, sí.

─¡Me gustaría interrogarlos! ─dijo el Mariscal. Tal vez nos digan que es lo que estaban buscando.

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─Asesinar, matar, destruir, ¿qué más da? ─expresó Baelk un poco deprimido. ─No es lógico lo que expresas. Estos hombres venían por alguien en especial, era mascu-

lino al punto que ninguno particularmente lo conocía, solo de esa manera se justificaría llevarse todas las cabezas ─dijo el Mariscal.

─Las quieren para adornar sus atalayas ─d ijo Baelk. ─El Mariscal tiene razón, uno exhibe a su enemigo poderoso, no un simple e insignifican-te ser, de igual forma es cuando se caza a un animal, mostramos su fuerza, agresividad y

coraje, pero sobre todo el peligro que se experimentó por vencerlo ─expresó Akis. Trae a los prisioneros antes de que sea muy tarde.

─Enseguida ─le contestó Kerso.

Capitulo XXV ─¿No es que eran dos? ─preguntó Ikuro cuando observó que sólo traían a un pobre suje-

to, bañado en sangre con numerosas y profundas cortadas en su pecho. ─¡Así es! ─ No obstante el otro parece que intentó escapar y no tuvo mucha suerte al

hacerlo ─repuso Kerso con una lasciva sonrisa. ─¿Ya saben lo que le sucedió a uno de los prisioneros? ─expresó en ese momento el Ma-yor acercándose.

─¡Kerso nos lo acaba de contar! ─Al parecer pretendió escapar con las consecuencias funestas de su acción. No llegó muy lejos ─le dijo Ikuro.

─¿Y adónde podría ir si tenía las piernas fracturadas? ─¿Y tú cómo lo sabes?,¿lo revisaste acaso personalmente? ─alegó Ikuro con un poco de asombro.

─No había necesidad, tengo ojos. ─Quizás entonces te pareció ─expresó el oriental. ─¡No! ─Simplemente ellos lo eliminaron. Prácticamente se podría decir que fue total-

mente engullido, tragado. ─¿Y de qué te preocupas? ─le contestó Ikuro con una amplia sonrisa. Es un enemigo

menos, además, no es un asunto que nos incumba lo que los vencedores hagan con los vencidos. ─Vamos Capitán, esa paupérrima fuerza que hallamos en el bosque maldito está com-

puesta de seguro por miserables vándalos o simples desertores en busca de una nueva vida.

─Lo que la mayoría finalmente halló ─repuso el Mariscal. ─Viéndolo de ese punto de vista, puede que tengas razón. Por cierto, ¿qué piensan que ese pobre prisionero pueda decirnos, sí es que todavía le dejaron lengua para poder

hablar? ─expresó el Mayor. ─¡Todo lo que sepa! ─contestó el Mariscal y acto seguido se dirigió adonde traían al pr i-

sionero. ─¡No es por decirlo, pero me parece que deberías ser tú quien lo interrogue! ─le dijo el Mayor a Ikuro en ese momento.

─¿Yo? ¿Y por qué? ─Leí que los orientales en las diferentes épocas de la historia, fueron grandes maestros en

llegar a sacar cualquier tipo de información que buscaban mediante sus prácticas pocas ortodoxas.

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─Ni tanto, los expertos en tortura tanto física como sicológica siempre han sido los occi-dentales ─le contestó aquel en forma seria.

─El artículo que leí no lo expone de esa manera. ─¿Desde cuando el que vende manzanas dice que su propia mercancía es mala? ─le pre-

guntó Ikuro. ─¿Y para qué quiero comprar manzanas? —Prefiero las uvas, aunque claro, se dice que una manzana diaria aleja las enfermedades.

Ikuro petrificado, solo acató a observarlo con sus ojos bien abiertos, comprendió el pe-queño error que había cometido y finalmente optó por alejarse a l mismo tiempo que mov-

ía negativamente su cabeza. ─¿Por qué habría mencionado las manzanas si al final éstas no le gustan? ─se preguntaba el Mayor mientras se rascaba la barbilla y lo observaba como se alejaba.

─¿Vinieron por alguien en particular? ─le preguntó el Mariscal al prisionero quien luego de observarlo en una forma fija por un largo rato, se sonrió pero prefirió no llegar a con-

testarle. Kerso al darse cuenta de la actitud silenciosa del prisionero se le fue acercando y tomándole su mano, se introdujo un dedo en su boca el cuál empezó a morderlo duramen-

te hasta llegar a arrancárselo, situación que hizo que el prisionero empezase a gritar de dolor.

─Hablaré, por favor, ya no más. ¡Foráneos! ─aulló mientras empezaba a sostenerse su sangrienta mano. Nuestras órdenes eran verdaderamente muy simples, asesinar a todos los malditos rebeldes, enemigos de nuestro rey y conducir de paso a todos aquellos que

lográsemos ver que vistiesen en forma extraña hasta el Elegido. Claro está, si no se podía hacerlo en una forma pacífica y segura para nosotros, podíamos llevar solo sus cabezas en

una cesta. ─Eso viene a explicar muchas cosas, pero nada más aguarden a que le ponga a ese Elegi-do en mis manos ─alegó el Mayor.

─Desde tu posición, ¿lograste ver si tus compañeros se estaban llevando a alguien en particular?

─Solo a varias mujeres. Baelk y el Mayor al escuchar lo anterior, mostraron un desmedido interés, no lo expre-saban pero se les manifestaba en sus rostros.

─¿Cuántas? ─¡Cinco!

─¿Eran hermosas? ─le preguntó el Mayor. ─Me parece que sí. ─¡Ellos las tienen! ─exclamó el Mayor apoyado de inmediato por Baelk quien agregó

rápidamente: ─Hay que ir tras ellos. No nos llevan mucha ventaja.

─¡Tómenlo con calma! ─expresó tranquilamente el Mariscal. Desconocemos si en verdad esas mujeres capturadas son parte de su familia. ─¿No escuchaste que eran bonitas? ─le dijo el Mayor.

─¿Te refieres a las cinco? ─le contestó el Mariscal. ─¿Qué quieres decir?

─Es la respuesta a la pregunta que realizaste que dicho sea de paso, es ambigua, ya que tal vez para él, las feas son bonitas ─le comentó el Mariscal.

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─¡Exactamente! ─Por eso antes de intentar realizar un acto de salvamento a fin de que puedas quedar como todo un gran caballero, hay que asegurarse, no vaya a ser que nos

topemos con una desagradable sorpresa ─le contestó Ikuro quien para ese momento se les había acercado.

─Detesto cuando el Mariscal tiene razón, pero se me hace insoportable cuando viene de ti. ¡Rayos y truenos! ─¿Adónde piensan llevarse a los prisioneros que obtuvieron en el ataque? ─le preguntó el

Mariscal. ─Las mujeres serán conducidas primero ante el Elegido quien finalmente va a decidir las

que serán esclavas de Goreard, todas las restantes, serán vendidas en el mercado junto con los jóvenes y niños. ─¿Esas mujeres que capturaron tus amigos en donde se encontraban? ─preguntó el Ma-

riscal al prisionero. ─Cerca de aquél lugar, habían unas chozas y estaban todas juntas.

─¡No son ellas! ─repuso Baelk un poco desilusionado. ─¿Seguro? ─alegó el Mayor. ─Ellas estaban en el bote y sé que éste se adentró en el lago ocultándose por el humo que

invadía la zona. ─Quizás podrían haber dado la vuelta, pudo suceder. ─le manifestó el Mayor.

Baelk sólo le sonrió fugazmente y prefirió retirarse bastante consternado donde el resto de su pueblo había hecho su refugio y descansaba tranquilamente. ─¿Goreard por casualidad fue el que ordenó el ataque y que se llevaran a las mujeres a su

castillo? ─inquirió el Mariscal nuevamente al prisionero. ─¡Fue el mismo Elegido quien lo ordenó!

─¡Bien! ─Eso lo decide. Habrá que apresurarnos si en verdad queremos hacer lo posible por intentar alcanzarlos en los mismos límites del castillo de Goreard —expresó el Maris-cal mientras pausadamente preparaba su pipa y la prendía.

─¡Tienes el mismo poder que el Elegido! ─expresó en ese momento el prisionero obser-vando con miedo al Mariscal.

─¿De qué hablas? ─le preguntó el Mariscal exhalando las primeras bocanadas de humo y apagando el cerillo. ─Del fuego mágico.

─¿Hace esto? ─y acto seguido prendió otro cerillo. ─Sí, sí, pero no me lo acerque. No quiero ser una antorcha humana.

─Con lo que nos acaba de expresar este tipo realmente podemos ubicar plenamente a nuestro objetivo. No cabe duda de que Roberts es el mismo Elegido ─expresó Ikuro al tiempo que asentía con su cabeza.

─¿Nos vamos entonces? ─repuso Kerso observándolos. ─De inmediato y no te aconsejo que te atrevas a detenerme ─exclamó el Mayor cuando

le pasó a la par. ─¿Qué pensarán hacer con el prisionero? ─preguntó Ikuro. ─Ya tú lo dijiste hace poco, no es un asunto que nos pueda a incumbir ─le dijo el Mayor.

Además ¡qué nos importa la suerte que tenga el maldito ese, por mí puede ser comido por las bestias!

─Descuide que eso sucederá cuando todos hayan partido ─le contestó uno de los aco m-pañantes de Kerso sonriéndole. ¡Y gracias por acordarse de nosotros!

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─¿Por qué me habrá dicho eso? ─expresó el Mayor mientras se rascaba la nuca y empe-zaba a caminar.

Capitulo XXVI ─¿Estás seguro que la fuerza que atacó la aldea de Baelk debe de pasar por este lugar y

no seguirán por el río? ─expresó el Mayor un poco inquieto. ─Basado en todas las distintas informaciones que ha recibido Akis por parte de sus explo-radores voladores, al parecer una serie de derrumbes ocurridos ayer obstruyen el trayecto

del río, lo que no les a permitir poder llegar a la aldea finalmente por él ─le contestó el Mariscal.

─Como que la diosa fortuna está con nosotros. ─Posiblemente, pero por las descripciones que han dado, no cabe ninguna duda de que fueron ocasionadas por movimientos telúricos los que por alguna razón no los hemos

sentido ─expresó el Mariscal. ─El lago y el castillo de Goreard se encuentran detrás de aquella colina ─repuso en ese

momento Akis ─señalándola ─al tiempo que venía acompañado por Kerso. ─¿Dispusieron de los hombres como lo sugerí? ─preguntó el Mariscal. ─¡Así es! ─Ikuro está con el grupo de Baelk, los cuáles se encuentran protegidos por la

tupida floresta de la hierba y los matorrales en aquella ladera. ─¡No veo absolutamente nada! ─dijo el Mayor al tiempo que observaba detenidamente el

lugar. ─Hay que tener ojos penetrantes, máxime que la situación exige estar inmóviles como atentos ─le dijo el Mariscal.

─¡Ya les enseñó a ser Ninjas! ─argumentó el Mayor. ─¿A ser qué? ─le preguntó Akis volviéndolo a ver un poco intrigado. ─A poder esconderse con el medio que lo rodea, o sea, llegar a ser parte de él sin ser de-

tectado. Una cualidad en la que soy todo un verdadero experto. ─¿Entonces son tus enseñanzas las que ellos están aplicando?

─¡Podría decirse! ─le contestó el Mayor. ─Y vaya que lo están haciendo excelentemente ─expresó Kerso interviniendo en la con-versación y observaba detenidamente el paisaje.

─ El enemigo pronto llegará, ¿cuál será nuestra posición? ─preguntó Akis. ─Aguardar cerca de los árboles que rodean el sendero y que está muy próximo a la cima

de la colina. Deberán evitar que lleguen los refuerzos del castillo así como impedir que alguno de los emboscados logren traspasar el puente. ─¡Es muy fácil!

─Una observación más, el que llaman el Elegido, es nuestro ─les argumentó el Mariscal seriamente.

─¿Es qué lo quieren con vida? ─preguntó Kerso. ─¡Preferiblemente! ─le repuso el Mariscal. ─De verdad que ustedes son sumamente extraños en sus costumbres ─dijo Akis. Real-

mente las tierras de las que provienen distan a mucha distancia de las que nosotros cono-cemos.

─¡Ni se lo imagina! ─le contestó el Mayor.

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Era mediodía, un silencio expectante era la característica que sobresalía en el ambiente que fue roto por el clamor de un contingente de hombres que despreocupados se venía

acercando. Al doblar el recodo y avanzar un poco más, una lluvia de flechas empezó a caerles.

Sorprendidos los hombres, sacaron sus espadas al tiempo que intentaban ocultarse utili-zando sus escudos de piel que llevaban sobres sus espaldas, los que difícilmente estaban deteniendo alguna de las extrañas y mortales flechas que se confundían con las que les

caía. Pronto el ruido de las espadas golpeando entre sí, los clamores salvajes y los gritos en-

sordecedores de los hombres al avanzar como de los heridos al caer se confundían en una especie de sinfonía macabra. ─Mi señor, nuestros implementos no pueden resistir los embates de las flechas que nos

atraviesan como si fuésemos simples hojas. Ésta mató a mi compañero. El Elegido tomándola la observó detenidamente, se sonrió y expresó posteriormente

unas palabras que el interlocutor entendió pero que sin embargo no comprendía de lo que hablaba aquél. ─¡Tal parece que no es sólo el Mariscal sino que también el Mayor y el Capitán son los

que integran la fuerza que predijeron las runas! ─Da la alarma, que suenen los cuernos, debemos resistir pero no en este lugar. El castillo de Goreard está detrás de la cresta de

esa colina, si logramos llegar hasta allá, estaremos prácticamente a salvos. ─Cómo que nuestro doctor en historia, supuestamente conoce un poco de estrategia mili-tar, ha dado órdenes de que comiencen a avanzar. Debimos de haber hecho más flechas y

arcos, así hubiese sido más fácil el vencerlos rápidamente ─argumentó en ese momento el Mayor.

─Te recuerdo que vinimos temporalmente y no precisamente a formar un poderoso ejér-cito. Lo que tenemos sirve para todo lo que hemos planeado y ahora vamos ─le dijo el Mariscal.

─¿Adónde? ─No vamos a permitir que ellos sigan peleando sin intervenir. Quinientos metros y esta-

remos en casa. ¡Adelante! ─y empezó a correr cuesta abajo con la espada desenva inada hasta saltar sobre varios adversarios a los que empezaba a abatir. ─Ni modo, me toco servir al lado de un apasionado y corajudo kamikase que no le teme

al peligro mucho menos a la muerte ─expresó el Mayor quién se fue detrás del Mariscal pero con tan mala suerte que se tropezó con un obstáculo que lo hizo caer de bruces en un

tupido helechal. ─El pecho a tierra se utiliza como estrategia cuando el fuego enemigo es muy nutrido, situación que no se está dando en este momento. ¿Quieres suicidarte acaso o quizás quie-

ras terminar tus días ensartado con una vara cual s i fueses un pollo? ─le reclamaba Ikuro mientras le ayudaba a levantarse. ¿En dónde está tu arma? ─finalmente agregó al tiempo

que la buscaba con su vista. ─¡Allá! ─expresó el Mayor y luego de ir por ella, la levantó rápidamente. ─Me parece que una lanza indígena es más arma que lo que tienes en tus manos, la tuya

parece más bien una jabalina. ─¡Las apariencias engañan! ─repuso el Mayor y luego de sonreírle, empuño fuertemente

su lanza, alejándose. ¡Feliz cacería!

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Mientras tanto, con el sonido de los cuernos, la voz de alarma en los linderos de la al-dea no se hizo esperar y muy pronto todos sus habitantes empezaban a correr a la segur i-

dad que podría depararles los gruesos muros del castillo. Goreard desde el balcón que tenía en su habitación en el castillo contemplaba la con-

moción que se estaba suscitando cuando llegó uno de sus soldados. ─¿Sabes que está motivando todo este escándalo? ¿Por qué suenan los cuernos? ─le pre-guntó.

─El enemigo mi señor ha llegado y muy posiblemente está detrás de esa colina. Al pare-cer se toparon con alguna de nuestras fuerzas quienes son los que han dado la vo z de

alarma. ─¿Enviaste alguna patrulla? ─Una pequeña avanzada.

─¡Excelente! —repuso Goreard. Ordena que traigan mis armas y que ensillen mi caballo, pero rápido. No te quedes ahí parado sin hacer nada.

─¿Piensa ir hasta allá su majestad? ¡Es posible que exista algún peligro! ─alegó el solda-do mientras lo comenzaba a ayudar con algunos de los criados que se acercaron a ponerse su coraza.

─¡Ellas están aquí! —Deben ver por sus propios ojos que el hombre con el que van a estar a partir de ahora, además de ser el rey, es agresivo, valiente, decidido pero sobre

todo muy viril. ─¿Ellas? ¿Pero de quién está hablando mi señor? ─Las doncellas que trae el Elegido, por eso los enemigos están evitando que pueda llegar

a terminar su misión, y a fe mía que no lo voy a permitir. Morirán antes de que me las puedan arrebatar. Prepárense, la gloria nos aguarda ─expresó cuando llegó al patio y sus

hombres lo aguardaban. Para ese instante, la avanzada que había salido del castillo se había topado con las fuer-zas que comandaba Akis, las que derrochando una enorme energía de coraje pero sobre

todo gracias a sus transformaciones en sus cuerpos, prácticamente estaban poniendo en fuga y en forma más que despavorida a todos aquellos guerreros que todavía no habían

entrado en combate. ─¡Peleen y no huyan! ─exclamaba Kerso exhibiendo un brazo ensangrentado que había arrancado a su oponente y que todavía sujetaba la espada.

─Esa nube de polvo que se está levantando presagia que vienen más guerreros ─expresó Akis acercándosele.

─Que vengan, los eliminaremos como a todos éstos ─le contestó Kerso dejando escapar un grito largo que podría haber paralizado de terror al más valiente de los hombres. Aún quedan más ─volviendo a ver el camino─ y en dónde se podía distinguir como los ho m-

bres de Baelk prácticamente perseguían y conducían a los hombres del Elegido hacia donde ellos se encontraban. La cena está servida, sáciense que quizás no haya un nuevo

amanecer ─finalmente expresó lanzándose a su encuentro. El Elegido apenas divisó que se acercaban otros seres por el frente, se percató que esta-ba en medio de dos frentes. Mirando la vista atrás, observó que las fuerzas guiadas por el

Mariscal y que lo acosaban, ganaban terreno extraordinariamente, así que ordenó avanzar con más rapidez.

Los hombres de avanzada al escuchar lo anterior y notar en contra de quienes eran con los que iban a enfrentarse dentro de poco, empezaron a ponerse sumamente nerviosos, sin

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embargo, el Elegido salió al paso y poniéndose al frente se quitó uno de sus morrales, lo prendió y lo lanzó hacia donde venían Kerso y su fuerza.

Una enorme explosión bastante estruendosa con una enceguedora luz y una brusca lla-marada ocurrió, los hombres de Baelk vacilaron y perplejos se volvieron a ver reflejando

en sus ojos el horror de lo desconocido. La magia del Elegido se había manifestado en todo su poder. ─¡Avancen! —La caballería de Goreard viene, nos hemos salvado ─expresó el Elegido.

Rápido, crucemos el puente que aquellos harán su trabajo. El intelecto es superior a la estrategia Mariscal ─ gritó finalmente al voltearse asomando una enorme sonrisa en su

rostro. ─Por todos los cielos, ¿qué rayos fue lo que sucedió? ─expresó el Mayor. ─Roberts de seguro fabricó algún tipo de explosivo ─le contestó el Mariscal.

─¿Y por qué no lo llegó a utilizar en nosotros? ─En comparación con Kerso, estábamos más alto, simple física, de bajada mayor distan-

cia ─le dijo Ikuro. ─¡Es lo que necesitaba escuchar! ─y tomando un poco de impulso, el Mayor lanzó su arma fuertemente la que cruzó con suma rapidez la distancia que los separaba en una es-

pecie de movimiento semi parabólico insertándose en la pierna del sorprendido Roberts que cayó aparatosamente.

─¡Sí, sí! ─expresó el Mayor moviendo continuamente los puños de arriba abajo. Estoy seguro de que nadie en su mejor época hubiese podido realizar un tiro de ésta envergadu-ra, realmente soy increíble, verdaderamente el mejor. ¡Vamos, muévanse rápido que lo

tenemos! ─finalmente agregó. Mientras tanto, el Elegido retorciéndose de dolor aligeró su peso quitándose el otro

pesado morral que llevaba e intentó ponerse en pie, sin embargo no lo logró debido a la herida. Afortunadamente para él, el sacerdote lo observó y en compañía de otros guerre-ros a quienes llamó, se devolvieron velozmente para ayudarle. Prácticamente llegaron en

el preciso instante en que el Mayor se lanzaba cuan largo era y lograba sujetarle al Elegi-do de uno de sus tobillos.

─¡Suéltame maldito! ¡Y ustedes jalen duro! ─expuso el Elegido defendiéndose en enér-gica forma. Un fuerte bastonazo en la cabeza hizo que el Mayor finalmente lo soltara y para cuando

llegaron el Mariscal e Ikuro, diez pasos ya los separaban pero eran suficientes, habían cruzado el puente.

─¡Púdranse en el infierno malditos! ─les gritaba el Elegido volteándose y más confiado dado que los corceles de Goreard estaban demasiado cerca. ─Mi cabeza, ¿qué me pegó? ─repuso el Mayor mientras era ayudado por Ikuro a levan-

tarse. ─¡Larguémonos de aquí! ─replicó el Mariscal.

─Cuanto daría por un fórmula 1 en estos precisos momentos ─expuso el Mayor al volte-arse ligeramente mientras corrían y observaba como se estaba acercando la fuerza de Go-reard.

─¿Para qué? ─le preguntó el Mariscal con una enorme sonrisa. ─¿Cómo que para qué? —Para...

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Otra enorme explosión que lanzó a los tres a varios metros de distancia le contestaba al Mayor su inquietud. El puente había desaparecido y con ello, la pelea habría concluido

temporalmente. El Mariscal levantándose observó adónde se encontraba el Elegido al que le sonrió

sarcásticamente motivando con ello, que aquél se disgustara enormemente.

Capitulo XXVII ─¿Cómo rayos supiste que ese morral tenía un explosivo adentro?

─Observé que cuando heriste a Roberts y una vez que éste cayó e intentó levantarse, su-pongo que por el peso extra, no lo logró, así que lo lanzó. También recordé que anterior-

mente había usado uno muy similar al que les lanzó a Akis y su gente, por eso cuando lo recogí y vi su contenido simplemente lo arrojé contra el puente ─le contestó el Mariscal mientras que Ikuro le revisaba la frente al Mayor.

─Tuvo mucha suerte, además de contar con una cabeza muy dura. ¡Vivirá! ─expresó el oriental luego de limpiarle con un poco de agua la herida.

─Los que no creo que tengan esa suerte, son ellos ─manifestó el Mariscal agachándose y observando las heridas de Akis. ─¡Una gran batalla es la que tuvimos! ─le repuso aquél tosiendo y emanando sangre cada

vez que lo hacía. ─¡No hable! —Pronto estará bien.

─¿Y cómo están los demás? El Mariscal observando a todos los caídos, la mayoría inertes, simplemente volvió a verlo y le dijo:

─¡Aguardan por usted! ─Y Kerso, ¿cómo está? ─¡Solo está desmayado! ─expuso el oriental cuando se le había acercado y le revisaba las

heridas e interponía con su cuerpo al mismo tiempo para que Akis no pudiese observar los restos de Kerso, quién estaba totalmente mutilado, irreconocible.

─¡Peleó bravamente! ─le dijo el Mariscal. ─¡Como todos! —Hicieron un gran trabajo, ¿pero... ganamos, agarraron al ser que esta-ban buscando, al Elegido? ─le preguntó Akis tomándole fuertemente la mano.

─¡Por supuesto, ya lo tenemos bajo nuestra custodia! Le hemos dado un duro golpe a las aspiraciones de Goreard, no se podrá nunca más recuperar. Tu pueblo podrá vivir en paz

y armonía. ─¡Soberbio! ─expresó Akis al que le costaba ya respirar. Los bosques de mis antepasados volverán a nacer y libres de la maldición, los niños correrán felizmente entre sus.. ─y en

ese momento ─empezó a toser fuertemente expulsando mucha sangre por la boca. ¡Qué extraño, tengo mucho frío y todo se oscurece!

─Debe ser por que el sol se oculta ─le dijo el Mayor. Pronto estará bien y brindaremos recordando este momento. ─¡Ustedes lo harán por mí! ─En ese instante, sus ojos se llenaron de agua, se sonrió y

mientras una lágrima caía por su mejilla finalmente cerró sus ojos por ultima vez. ─¡Maldición! ─Nada de esto debió de haber sucedido. Así él estaría aún con vida, como

todos ellos ─observando a los caídos ─ expresó finalmente el Ma riscal luego de ponerse

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de pie y posteriormente ver como el ejército de Goreard desaparecía tras la cresta de la colina.

─¿Piensas atacar el castillo? ─le preguntó Baelk en ese momento. ─Si él le está dando protección al Elegido puedes estar totalmente seguro que así lo

haremos, no quedará ni una sola piedra hasta que lo encontremos. Vamos, debemos que-mar los cadáveres. ─¿Quemarlos? ─preguntó extrañado Baelk.

─A excepción de que quiera que se inicie la peste, el cólera o algo mucho peor ─le con-testó el Mayor.

─¿Qué es la peste? ─exclamó Baelk. ─¡Olvídelo, no me haga caso! ─repuso el Mayor. ─Mariscal, parece que todavía hay algunos con vida ─le dijo Ikuro luego de haberse aga-

chado a revisar varios cuerpos. ─De seguro se transformaron en parientes de los gatos ─argumentó el Mayor sonriéndo-

se. ─¿Por qué lo dices? ─¿Acaso no sabes que los felinos tienen nueve vidas?

─Seguro que en otra dimensión, por que uno asesina a uno y ahí termina ─le contestó Ikuro.

─¿Matas gatos? ─Todo lo que se mueve es comida, lo que importa es la presentación ─le repuso el orien-tal. Aparte de que la carne es buena.

─¡Qué asco! ─Y bien que repetiste cuando estuvimos de paso por el Perú en aquella misión ─le dijo

Ikuro. ─¿Era? ─Sólo te faltó maullar.

─¡Por todos los cielos! ¿Por qué rayos no dijiste que era lo que estábamos comiendo cuando nos lo sirvieron? ─protestó el Mayor.

─¡Pensé que ya lo sabías! —Fue cuando el Mariscal se refirió aquella vez a las ratas. Qué es más suave su carne. ─¿Qué las del gato?

─No, la de las ratas. ─¿Ahora me vas a salir que también en Perú comimos ratas? ─expresó el Mayor aso-

mando en su rostro una repulsión de asco. ─¡No! ─Ah, bueno. ─exclamó el Mayor.

─¡Fue en la India! —Te comiste creo que seis hamburguesas antes de que aquel sargento pudiese advertirte.

─Si estás hablando del sujeto obeso y amplio bigote, él nunca me dijo nada ─alegó el Mayor. ─¿Para qué iba a hacerlo? ─Si ya prácticamente te habías engullido tres. Además, estó-

mago lleno, corazón contento. Ojos que no ven, estómago que no vomita ─le contestó Ikuro.

─¿Pueden dejar de hablar de sus vastas experiencias culinarias por un momento? ─les interrumpió el Mariscal. Necesitamos saber exactamente con que fuerza contamos,

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además de que hay que buscar la forma de trasladar a todos los heridos hasta la parte bos-cosa y luego a la seguridad de la aldea de Baelk.

─¡Ni tanto! ¿Ésta ya no fue atacada? ─comentó el Mayor. ─Primera y única vez, ya que hay que tener presente de que fue el Elegido quien lo plani-

ficó ─le dijo el Mariscal. ─Creo que es posible elaborar algunas camillas de madera que servirán para transportar-los, aunque me parece que habrá que atravesar nuevamente el bosque maldito ─contestó

Ikuro. ─En donde ya no hay muchos habitantes ─expresó el Mayor observando en ese momento

como se levantaba en un claro una enorme hoguera y en la cual ardían los cuerpos de todos los caídos independientemente del bando a que hubiesen pertenecido. ─¿Crees que el pueblo de Akis desapareció por completo?

─¡Totalmente no! —Sin embargo, quizás antes de que nos marchemos de este tiempo sepamos sí ese fue el destino de ellos.

─Por los momentos, me gustaría saber, ¿cómo habrá conseguido todo ese explosivo que tenía el maldito ese? ─preguntó el Mayor. ─Básicamente con los conocimientos de química que todos poseemos y los elementos

adecuados a nuestro alrededor, no es una tarea muy difícil de realizar ─le dijo el Maris-cal.

─¿Por cómo lo estás expresando, todo implica que también vamos a realizar fuegos arti-ficiales? ─Exactamente Mayor y dado que eres todo un experto en esa área tan específica, por

unanimidad se te encomienda esa explosiva misión ─le contestó Ikuro. No pedimos mu-cho, nos conformamos con una simple bomba de hidrógeno o una vulgar e inofensiva

atómica, realmente una simple bagatela para cualquier aficionado. ─Con los adelantos de la época y a falta de uranio enriquecido en el mercado, tendría que hacer la misma simplicidad que hizo Roberts y me disgusta sobremanera ya que saben

que me gusta la originalidad. ─Y no lo ponemos en duda Mayor, más vamos a necesitar un poco más de ese valioso

polvo negro si queremos entrar dentro del castillo ─argumentó el Mariscal. ¿Crees que puedes hacerlo? ─Haré algo mejor.

─¿Qué? ─le preguntó Ikuro. ─¡Dinamita! ─Es más fácil de maniobrar e idónea para atacar un fuerte muro de piedra.

¿O que les parece Nitroglicerina? —Voy a necesitar eso sí una semana cuando mucho, varios utensilios y una hermosa colaboradora ─al notar en ese momento a una nativa que atendía a uno de los heridos ─y por supuesto, una cueva solitaria en donde se pueda tra-

bajar. ─¡Mayor!

─Calma Mariscal, no es lo que estás pensando, la ocupo por qué en esos lugares es donde posiblemente hallaré ciertos elementos primarios que voy a necesitar ─le co ntestó el Ma-yor.

─Conozca una y no se encuentra muy lejos de aquí. Está por allá, al pie de la montaña y está rodeada de un exuberante bosque ─expresó en ese momento Baelk.

─¿Qué esperamos? ¡Manos a la obra!

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Capítulo XXVIII ─Verdaderamente es una extraña arma la que te atravesó la pierna ─ le dijo el sumo sa-cerdote mientras la observada detenidamente tras luego de haberla extraído de la pierna.

Definitivamente no pertenece a ninguna de este reino. ─¡Concuerdo contigo! ─le contestó el Elegido al tiempo que se colocaba un poco de po l-

vo negro que sacó de una pequeña bolsa en la herida. ─¿Para qué hace eso? ─¡La desinfecto! —Evito que los gérmenes portadores de enfermedades puedan ingresar

por ahí. ─¿Con ese polvo?

─Por supuesto que no, ¡con esto! ─y tomando una candela acercó la llama a la herida, la que brilló fugazmente. ─¡Cielos! ─Eso debe de doler.

─Es preferible soportar este pequeño dolor que experimentar el que ocasionaría si hubie-se que cortar la pierna. ─le dijo el Elegido.

─Bueno, en eso tienes mucha razón. La amputación es sumamente terrible. Y en tu caso, estarías confinado a un solo sitio y a la misericordia de las almas caritativas. ─Y observando a los habitantes de este mugroso sitio, es muy fácil augurar que el futuro

no sería nada placentero ─le contestó el Elegido. ─Espero que la herida recibida, no sea nada grave ─expresó Goreard al ingresar en la

habitación en ese momento. ─¡Un simple tiro de suerte! ─le contestó el Elegido. Un rasguño totalmente insignifican-te.

─Me dicen los hombres que nuestros enemigos traían al parecer un poderoso mago que fue quien hizo que el puente prácticamente desapareciera en pedazos como si un podero-so rayo hubiese caído en él, impidiendo de esa manera que nosotros pudiéramos extermi-

narlos al atravesarlo. ─Tienen uno mi señor, sin embargo despreocúpese no es tan poderoso como nuestro Ele-

gido. Yo mismo presencie cuando uno de ellos tomó el morral que el Elegido tuvo que botar cuando fue herido y posteriormente fue el que lanzó al puente. La magia que obser-vaste como puedes notar, es del propio Elegido ya que en un acto muy similar, destruyó a

varios enemigos que por su forma, estoy seguro de que eran habitantes del Bosque Maldi-to.

─¿Quiénes eran entonces los enemigos? ─intrigado preguntó Goreard. ─¡Los hombres del rebelde Baelk! ─Para aliarse con los seres infernales, no cabe duda que las doncellas que me trajiste son

muy valiosas. Ya las vi y todas realmente son muy hermosas. ¿Son vírgenes? ─expresó Goreard.

─¡Hasta que usted decida lo contrario! ─le contestó el Elegido intentando dar unos cua n-tos pasos sin apoyo. ─¿Creí que había dicho que eran dos?

─Un rey de su porte necesita alternabilidad en el placer sexual ─le dijo el Elegido. Estoy completamente seguro de que pasará momentos imborrables con cada una o con las cinco

al mismo tiempo. ─Fantástico, fantástico. Haré los preparativos. ¿Puedo ordenarlo ya?

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─¡Son suyas! ─le contestó el Elegido. ─Ve que las bañen y las preparen debidamente ─dijo Goreard observando al sumo sacer-

dote. ¡Bebida rápido! ─al tiempo que golpeaba entre sí sus dos manos. Casi de seguido, salió un joven de sana constitución que llevaba encima únicamente un

pequeño taparrabo confeccionado de piel de cordero y sujeto a la cintura. Llevaba en sus manos una bandeja de oro y sobre ésta, una garrafa incrustada con diamantes en su parte superior las que eran mojadas por el contenido del envase al derramarse. Otro joven de

menos edad que el primero pero vestido de igual manera, llevaba una pesada cesta en la que habían varias copas, todas de oro.

─Cuidado, no derrames la bebida ─expresó Goreard al joven. ─¡Lo siento mi señor! Tomando una copa de la cesta, aguardó a que el joven mayor se la llenara y posterior-

mente probó el contenido con un pequeño sorbo. ─¡Sublime! ─Apresúrense, no se queden en ese lugar como estatuas, sírvanle un poco al

Elegido. Ya es difícil de conseguir esclavos que sean verdaderamente eficientes ─les dijo Goreard. ─¿Qué pasó con los otros?

─No quisieron deleitarme con unos actos que les exigí hacer, por eso los convertí en teas humanas y de esa manera, han dado un hermoso ejemplo de lo que les puede suceder a

todos aquellos que no me obedezcan. ─Eso explica los despojos humanos que están en la entrada del castillo y en donde gene-ralmente en ese lugar, hay teas ─dijo el Elegido.

─Alumbran bien si se les aplica una resina que hace que ardan excelentemente ─expuso Goreard al tiempo que observaba la reacción que pudieran expresar los dos esclavos a

consecuencia de sus palabras. ─¡Sus órdenes fueron obedecidas! ─expresó el sumo sacerdote al ingresar nuevamente en el recinto.

─Tengo importantes asuntos que discutir ─manifestó Goreard tirando la copa vacía al suelo y que rápidamente el más joven levantó, limpió y puso en la cesta nuevamente.

─¿No olvida algo? ─le dijo el Elegido. ─¿Qué? ─Teníamos un trato, ¿ o es que ya lo olvidó? ─le dijo el Elegido quien en ese momento

empezaba a sonreír con placidez. Transpiraba satisfacción sin duda por el pronto disfrute de alcanza un sueño.

─¡Sí! ¡Por supuesto! ¡Ordenaré que lo traigan! ─Dudo que usted permita eso. ─¡Muy listo en verdad! ─argumentó Goreard sonriéndose. ¿Puede caminar hasta la sala

del tesoro? Hay que subir muchas gradas. ─No se preocupe por mí, estaré bien, ¿nos vamos?

Pronto estuvieron en la puerta de acceso a la cámara de tesoro de Goreard. Los dos guardias que la custodiaban la abrieron y simplemente aguardaron. ─¡Iré yo solo! ─expresó Goreard una vez que el guardia que estaba adentro de la habita-

ción se colocó a la par de sus compañeros. ─Me parece que por el día de hoy, podría hacer una excepción ─le manifestó el Elegido

en ese momento.

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─Sí, por supuesto ─le contestó Goreard ingresando en el recinto después de permitir que el Elegido ingresara de primero.

─¿Y bien en dónde la tiene oculta? ─expresó el Elegido quién a pesar de la maravillosa y exuberante fortuna que estaba frente a él, no mostraba ningún signo de codicia ni amb i-

ción en sus ojos. ─¡Sígame! ─contestó Goreard e hincándose ante un enorme bloque y sin que el Elegido lo observase en ese instante, pulso un jeroglífico que hizo que el bloque empezase a

abrirse lentamente. ─¡A prueba de robos! ─le dijo el Elegido al notar lo sucedido.

Del interior del bloque, Goreard sacó un pequeño cofre que abrió con una de las llaves que guardaba en su cinto y una vez éste abierto, apareció un impecable manto azul, de muy fina textura.

─¿Esa es la capa? ─preguntó asombrado el Elegido. ─¡Así es! ─le contestó Goreard sacando con mucho cuidado el manto.

─Pero lo puedo ver y tocar ─argumentó desconcertado el Elegido. ─¡Por que no está en uso! ─Su poder solo se manifiesta cuando la tela se sobrepone a algún objeto. Y extendiéndolo lo puso sobre un arcón repleto de joyas el que casi de for-

ma inmediata, desapareció, dejando en su lugar un espacio vacío como si nunca hubiese estado el arcón. Ahora lo ves ─repuso Goreard finalmente recogiendo el manto ofrecién-

doselo al Elegido con sumo cuidado. ─¡Extraordinario! ─repuso aquél al tiempo que sus manos acariciaba suavemente el ma n-to al que extendió sobre su cabeza, posteriormente desapareció. ¡Soy ahora totalmente

indestructible! ─¿Satisfecho? ─He cumplido con mi parte ─exclamó Goreard mientras se acercaba tra n-

quilamente a la puerta. El manto es todo tuyo, disfrútalo. ─Así lo haré y si no le molesta, creo que me llevaré puesto no vaya a ser que cambie su persona de opinión.

Goreard no le contestó, solo se sonrió y echando atrás su cabeza, emitió un largo y agu-do silbido.

La puerta pronto se vio cubierta por los tres guardias a los que se le habían sumado otros cuatro, que hacían prácticamente imposible el poder salir de la habitación a través de la puerta.

─No creo que esa fuerza pueda llegar a detenerme. No me ven, puedo golpearlos e inclu-so asesinarlos con mi espada ─expresó el Elegido bastante confiado.

─¿Y quién ha dicho que ellos lo detendrán? ─expresó Goreard. ─¿Entonces? Rápidamente, tres enormes y robustos perros que se abrieron paso entre las piernas de

los guardias, se sentaron sobre sus patas traseras a la par de Goreard. ─¡Mis pequeños son los que se encargarán!

─No lo comprendo. ─¡Es muy simple! ─Si bien es cierto, ante los ojos de todos noso tros su persona pasa des-apercibido, no lo es así al poderoso olfato de ellos ─los que empezaron en ese momento a

ladrar. Ya lo detectaron, así que usted decide, me devuelve el obsequio que hace poco le di y que nunca fue suyo o intenta atravesar esa puerta.

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En ese momento, los hombres sacaron sus espadas y las agitaban frente a ellos en forma reguladamente creando de esa forma una especie de barrera cortante, muy difícil de su-

perar para no decir que imposible. Y así de seguro lo observó el Elegido, pues no duró mucho tiempo siendo invisible, se

quitó el manto y lo empezó a doblar cuidadosamente. ─No pensaba que se iba a salir con la suya, ¿verdad? ─le argumentó Goreard acercándo-sele.

─Lo pensé, sin embargo, hay que ser sincero de que no contaba que usted me saldría con sus caninos amigos. ¿Cómo se le ocurrió?

─¡En sueños! ─le dijo Goreard. ─¿Bromea? Al principio eran imágenes confusas y sin sentido. Después me observaba en esta hab i-

tación rodeado de una extraña bruma en la que aparecía un poderoso y extraño a nciano que con sus poderes hizo que el bloque de piedra que protege el arcón del manto, flotara

en el aire. Se sonreía y me advertía que si no quería que el manto volara a extraños sitios, los perros de caza serían la solución. ¡Qué los adiestrara! ─Un sueño en verdad profético ─expresó el Elegido a quien una oscura nube le ensom-

brecía la mirada haciéndole arrugar su entrecejo. ─¡Así es! ─exclamó Goreard al tiempo que guardaba el manto dentro del cofre, el cual

una vez ubicado en su recinto, el bloque de piedra que lo cubría se cerró automáticamen-te. ─¿Lo encerramos en el calabozo? ─expresó uno de los guardias acercándose al Elegido

en forma amenazante. ─No creo que haya motivo para hacerlo. El manto ya está con el verdadero dueño, lo cuál

me produce una enorme felicidad, además de que el paraíso con cinco ángeles me aguar-da. Y como no deseo que digan que soy un malagradecido o que tratamos mal a los pro-tegidos de los sabios de la Gran Isla, vamos a permitirle que se divierta y disfrute de

nuestra hospitalidad. Por supuesto, sí lo vuelven a ver husmeando la puerta de acceso a mi sala del tesoro, lo rebanan en pedazos, los que van a ser utilizados como alimento para

los cerdos del pueblo. El Elegido solo se sonrió un poco y tranquilamente salió del lugar, dirigiéndose a su habitación en donde el sumo sacerdote había retenido para su propia diversión particular

a los dos jóvenes. ─Espero no haber interrumpido ninguna celebración ─manifestó el Elegido al abrir la

puerta y notar como los jóvenes salían corriendo sosteniéndose la ropa. ─En absoluto, ya se marchaban ─le contestó el sumo sacerdote arreglándose un poco sus ropas como el cabello. ¿Y cómo le fue? ¿Le dio el manto como usted esperaba que lo

hiciese? ─Por un momento me sentí el dueño del mundo, más éste fue muy efímero.

─¿Qué pasó? ─Lo que usted presagió antes de irnos, que él no me daría la capa a pesar de que le trajera lo prometido.

─Una acción que era de esperar de un ser codicioso como ambicioso ─ le manifestó el sumo sacerdote asomando una pequeña sonrisa en su rostro mientras comenzaba a reco-

ger del suelo los implementos que los jóvenes en su alocada huida habían olvidado. Lue-

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go de sacar de la cesta dos copas las que posteriormente llenó con el licor, le ofreció una al Elegido.

─No creo que por el momento sea idóneo para realizar un brindis, así que simplemente bebamos ─le dijo el sumo sacerdote. El futuro nos aguarda.

─¡Así es! ─Goreard ganó la primera mano pero yo, el Elegido ganaré la partida. La capa será mía. ─¿Y yo qué podría obtener además de haberte salvado tu vida, ayudarte y también por mi

silencio? ─expresó el sumo sacerdote. ─¿Qué es lo que deseas?

─¡Realmente no pretendo mucho! —Tú te quedas con su capa y yo con todo el oro de la habitación.. ─¡Me parece que es muy razonable!

─Ahora si me parece oportuno el que debamos de brindar ─exclamó el sumo sacerdote llenando nuevamente las copas

Capítulo XXIX ─¿Sabes por casualidad cuánto tiempo más deberemos de aguardar para que el Mayor obtenga lo que necesitamos?

─¡Realmente no mucho! ─La última vez que hablé con él me dijo que estaba a punto de lograrlo. ¿Sabes si por casualidad lograron llevarle los nativos la grasa de animal que

estaba solicitando? En ese instante, una fuerte explosión sacudió toda la zona y una enorme columna de humo que se confundía con el polvo se empezó a observar cerca de la ladera de la monta-

ña. Al verla, tanto el Mariscal como el Capitán corrieron hacia dónde se había originado, encontrándose cuando llegaron como una figura grisácea totalmente intentaba levantarse

entre varios escombros. ─¿Estás totalmente bien? ─le preguntó Ikuro apartando varios escombros luego de

aproximársele. ─¿Y por qué no habría de estarlo? ─Estoy maravillosamente ─le contestó el Mayor al tiempo que le apartaba los brazos que intentaban solo ayudarlo y comenzaba a sacudirse

todo el polvo que tenía. ─¿Qué desastre? ─expresó el Mariscal.

─Y eso qué no has visto como quedó todo lo demás ─le contestó el Mayor con una enorme sonrisa. ─¡Yo me refiero a ti!

─Creo que un buen baño me dejará como nuevo ─le repuso mientras empezaba a revisar los escombros cuidadosamente.

─¿Buscas algo en particular? ─le preguntó el Mariscal. ─¡Prácticamente a alguien podría decirse! ─¿Vas a decirnos que también había otro desdichado en la cueva cuando sucedió la e x-

plosión? ─le preguntó Ikuro asombrado al tiempo que observaba detenidamente todos los alrededores.

─Así es y no era un él, sino por el contrario, una ella. Me estaba ayudando y se encontra-ba detrás de mí cuando sucedió lo previsto.

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─Creo que hay un pequeño error en tu expresión, ¿no habrás querido decir más bien lo imprevisto? ─le dijo Ikuro.

─Para tu conocimiento Capitán, yo sabía que se iba a dar una fuerte explosión cuando esas dos sustancias se unificaran como así sucedió. Un imprevisto por el contrario hubie-

se sido, que nada de lo que yo habría planeado se hubiese cumplido. ¿No lo crees de esa manera? ─Si tú lo dices.

─¿Y por qué me miras tan extraño? ─le dijo el Mayor. ─¡Es tu cabello!

─¿Qué tiene? ─preguntó el Mayor. ─Hay unas cuantas partículas incandescentes que expelen humo en él ─le manifestó Iku-ro quien intentaba mantener su marcada seriedad.

Un poco asustado el Mayor observó en ese instante que una aldeana que fue atraída por la curiosidad de todo lo sucedido y que lo estaba mirando tenía a sus pies un cubo con

agua, por lo que rápidamente fue a agarrarlo para que casi de inmediato se derramara todo el contenido sobre su humeante cabeza. ─Supongo que lo que te sucedió ahora, sí podría catalogarse como el verdadero imprevis-

to o ¿también tenías calculado de quemarte una parte de tu cabello? ─le preguntó Ikuro con una enorme sonrisa al tiempo que le ofrecía un pedazo de piel para que se empezara a

secar. ─¡Muy gracioso! ─Acuérdame invitarte a la próxima detonación. Te aseguro que vas a tener el mejor lugar.

─Conociéndote, me lo imagino, primera fila o quizás la zona vip. ─Me parece que tu acrobática ayudante, terminó en las ramas de aquel árbol ─le dijo el

Mariscal en ese momento. ─No quiero ver, de seguro debe de estar muerta, destrozada ─repuso el Mayor tapándose toda la cara con la piel en ese momento.

─¡Está viva y acaba de sonreírse! ─le contestó Ikuro al observarla mejor, luego de trepar-se sobre una rama.

─Después de lo que le pasó, dudo que vaya a quererme ayudar más ─argumentó el Ma-yor un poco desilusionado. ─A excepción de que sea una de esas mujeres de tipo masoquista ─le contestó el Maris-

cal sonriéndose. ─No me ayudes tanto con tus palabras de aliento. Bien sabes que es muy difícil tener

buenos ayudantes ─expresó el Mayor. ¿Cómo se ve la nativa Ikuro? ¿Puede bajar por sí sola? ─finalmente agregó. ─¡Luce bien desde aquí! ─Sin embargo subiré más para poder ayudarla.

─¡Sí ayúdala! ─Es un verdadero alivio, al menos está completa ─argumentó el Mayor al tiempo que dejaba ir un suspiro.

─¡Creo que existe un pequeño contratiempo, no está del todo presentable! ─se oyó de pronto. ─¡Lo sabía! ─Soy hombre muerto. Asesinado por la plebe enfurecida ─expresó el Mayor

un poco alterado. ─¿Pero de qué éstas hablando? ─le preguntó el Mariscal.

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─La nativa es una especie de aspirante a sacerdotisa, ávida de conocimientos, enamorada totalmente de los muchos trucos que hacía Ikuro y que por tal razón deseaba poder apren-

derlos. ─Ya voy entendiendo el asunto. ¿Me supongo que tu muy amablemente le dijiste que la

ibas a ayudar a aprender todo? ─¡Exactamente! ─alegó el Mayor. ─Pero tú no sabes nada de magia ─expresó el Mariscal moviendo en forma negativa su

cabeza. ¿Cómo es que pudiste ofrecerte a enseñarle algo que prácticamente desconoces en su totalidad?

─Ella no necesita aprender todas esas ilusiones baratas que Ikuro realiza, le ofrecí por el contrario, la indiscutible sabiduría del conocimiento que se puede hallar en la química. Verdaderas pócimas, venenos poderosos, el arte de curar las fiebres así como toda clase

de enfermedades, el alargamiento de la vida, ¡solo lo elemental! ─¡Claro sin olvidar el volar también por los aires sin paracaídas! ─agregó el Mariscal

sonriéndose. ─Bueno, tengo que admitir que la embarazosa situación del vuelo accidentado no estaba del todo contemplado en mis planes ─le contestó el Mayor también riéndose.

─¿Podrías aclarar lo de una plebe frenética? ─¿Sabías que la gente de este lugar escalpela al que osase dañar a una de sus elegidas

para sacerdotisa? ─¡Sí! ─También que le cortan, ya sabes que, le insertan una vara por detrás, lo cubren con barro y a fuego lento hacen del pobre un objeto de alfarería para adornar el templo,

eso si no lo lanzan primero a las hormigas o con suerte, es la cena del dragón ─le agregó el Mariscal. Pero alégrate, que ella no está herida.

─No presentable puede entenderse de muchas maneras, como un ser mutilado. Quizás le falta un brazo o las dos piernas. ─Si así fuese, ya se hubiese caído de esas ramas hace rato, además, no se observa ningún

charco de sangre por todo el lugar ─agregó el Mariscal mientras observaba el suelo. ¿Llegaste hasta dónde ella Ikuro?

─¡Prácticamente! ─se oyó decir. ─¿Y cómo la vez? ─¡Estupendamente diría yo!

─Nos estamos refiriendo al estado físico de ella Capitán ─le gritó el Mayor casi de se-guido.

─Sólo unos cuantos rasguños. Se puede decir que las hojas de los árboles aminoraron el golpe. ─¿Entonces a qué te referías a que no estaba presentable? ─le preguntó el Mayor.

─¡A su ropa! ─¿Sabes? ─Ahora que lo menciona Ikuro, es un verdadero problema típico el que tienen

todos los habitantes de este lugar, presentan muy poca variedad a la hora de diseñar sus prendas de vestir. Me parece que habrá que enseñarles un poco acerca de las fibras a fin de que no estén tan supeditados a las pieles de los animales.

─¿De qué rayos estás hablando? ─le dijo Ikuro a quién ya le faltaba poco para llegar al suelo.

─¡De su vestimenta! ─expresó el Mayor acercándose junto con el Mariscal a fin de ayu-darlos a bajar.

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─Yo me refería a que ella estaba sin ropa allá arriba ─le contestó Ikuro sosteniendo a la nativa por la cintura y poniéndola en tierra. Tuve que darle mi camiseta para llegar a cu-

brirla. ─O ella empequeñeció o tu camiseta creció y bastante ─argumentó el Mariscal al ver la

nativa y notar que la prenda le llegaba hasta casi a las rodillas. ─Es sumamente cómoda a la hora de dormir cuando estábamos en la base ─le dijo el oriental.

─¡Eres el mago más poderoso que haya conocido! ─Qué sensación más estimulante, pla-centera, salvaje, lograste realizar. Hiciste vibrar mi corazón de emoción ─expresó en ese

instante la nativa mientras abrazaba fuertemente al Mayor. ─Quizás se golpeó la cabeza con alguna rama cuando cayó afectándole con ello su perso-nalidad. ─expresó el Mayor.

─¡Por supuesto! ─le contestó el Mariscal. ─¿Cuándo volveremos a experimentar otra vez el soplo ardiente de la montaña? ¡Descan-

saré y estaré lista cuando el sol vuelva a salir! ─y se marchó en compañía de otras muje-res del mismo culto que se habían acercado, atraídas primero por la curiosidad como to-dos, pero luego al enterarse y percatarse de lo que le había sucedido a su compañera bus-

caban solo ayudarle. ─Mira a ver si la asesinas en esa próxima ocasión ─le dijo Ikuro.

─Para tu información no va a haber una próxima vez. Tengo ya el explosivo así como las mechas. ─Lo que indica que es hora de movernos ─repuso e l Mariscal. Ikuro comunícale a Baelk

que aliste a sus hombres y Mayor, prepara la carga. ─¿Y si cambió de opinión? ─preguntó el Mayor.

─Iremos los tres únicamente. ─¿Contra todo ese enorme ejército? ─No nos esperan, ¿verdad? ─Si no desean acompañarnos, usa remos el factor sorpresa

entonces. ─Pero Roberts podría idear algún plan.

─Qué lo haga. ─¿Y si... ? ─Mayor, ¿puedo preguntarte algo? ─le dijo el Mariscal interrumpiéndolo.

─¡Por supuesto! ─¿Estás con nosotros? ─preguntó el Mariscal.

─Totalmente. ─¡Entonces cállate! ─le contestó el Mariscal bastante enfadado. Tienen sus órdenes, va-yan a cumplirlas. Quiero estar solo ─y empezó a preparar su pipa.

─Solo le enumeraba algunos contratiempos que se podrían presentar atentando al buen éxito de la misión. No era para que se llegara a molestar de esa forma ─le dijo el Mayor

al Capitán mientras iban caminando los dos juntos. ─Nuestra victoria dependerá de lo que nosotros propiamente hagamos así como los pos i-bles errores que cometan nuestros enemigos. Indiferente es el número de efectivos que se

tenga siempre y cuando contemos con un buen estratega, y en nuestro caso Mayor, tene-mos al mejor, eso sin olvidar a sus dos asistentes ─le contestó el oriental.

─Caramba. No lo había pensado de esa forma.

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─¿Ya lo vez? ─Quizás hagamos finalmente un poco de historia ─le contestó Ikuro quién tomó hacia dónde estaba Baelk, mientras que el Mayor se dispuso ir a la cueva a recoger

todo el explosivo elaborado.

Capítulo XXX

Ayudado por varios hombres, el Mayor fue acomodando en diversos morrales todo el explosivo elaborado así como un fardo que ató y en donde colocó las mechas mie ntras que finalmente guardaba en los bolsillos de su camisa varios diminutos cilindros de me-

tal. Ya revisando el sitio a efectos de evitar dejar algo olvidado, un extraño sonido que ven-

ía en aumento llamó su atención, posteriormente empezó a sentir como la tierra comen-zaba a moverse bruscamente y las paredes de la cueva empezaban lentamente a colapsar. Todo estaba derrumbándose.

Como pudo, el Mayor logró salir de la cueva y ya en el campo exterior, observó como algunos árboles caían aplastando a unas desprevenidas personas que corrían intentando en

dónde ponerse a salvo, sin embargo, ignoraban que camino tomar. ─Los dioses están molestos y sacudir la tierra ─expresó una de las aldeanas al chocar con el Mayor en su veloz carrera al intentar ponerse de pie.

─Vaya, eres muy amable, no lo había notado ─le dijo ayudándola. ─¡Hay que correr!

─Si quieres estar en forma ─le contestó el Mayor sonriéndose. Aunque verdaderamente no lo necesitas ─agregó posteriormente para sí al verla alejarse. El movimiento cesó tan abruptamente como empezó, trayendo con ello, la calma entre

todos los habitantes. Un extraño silencio empezó a inundar el ambiente, aunque los lamentos de los heridos rompían el murmullo del viento entre las hojas.

─Se sintió bastante fuerte, más que los que aquejan en mi país ─expresó el Capitán en ese instante.

─Realmente fue muy movido en verdad, a un punto en que la cueva totalmente se de-rrumbó. ─¿Lograste sacar todo el explosivo? ─le preguntó Ikuro.

─¡Justo a tiempo! ¿Pero qué crees que sucedió? ─preguntó el Mayor. ¿Un fuerte te m-blor?

─Diría que por la magnitud que se experimentó, se podría considerar como un fuerte te-rremoto. Debemos de estar cerca posiblemente de alguna falla local. ─¡Es a causa de un volcán! ─se oyó decir en ese instante detrás de ellos.

─¿Y por qué crees eso? ─preguntó volteando su rostro el Mayor y observando que era el Mariscal el que había hablado.

─Hay numerosos rastros de ceniza que se confunden con la tierra y que son traídas de seguro por las nubes que se desplazan por el cielo. ─¡Y yo que pensaba que iba a llover! ─le contestó el Mayor.

─¡También! ─Si es un volcán como lo estás expresando, éste se debe de hallar sumamente un poco

alejado de este sitio ya que no he visto ninguno cerca ─repuso Ikuro.

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─Quizás estaba extinguido y le dio por despertarse. ¿Sabías que ha ocurrido muchas ve-ces en la historia? ─Mi madre me contaba el relato del Vesubio, el volcán de una colonia

francesa que destruyó aquellas dos ciudades bíblicas en una espantosa erupción y como si eso no fuese poco, los sobrevivientes si es que quedó alguno, fueron exterminados por las

olas de mar que inundaron el lugar. ─¿Estás totalmente seguro de que tu madre te la contaba textualmente y de la misma forma en que acabas de relatárnosla? ─le preguntó el Mariscal volviéndolo a ver con bas-

tante asombro. ─¡Totalmente! ¿Por qué lo preguntas?

─¡No por nada! ¡Sólo simple curiosidad! ─le contestó el Mariscal al tiempo que miraba con el rabillo del ojo a Ikuro quién empezaba a menear continuamente en forma negativa su cabeza.

─Por el semblante que están luciendo ustedes dos, no me cabe duda alguna de que los he impresionado con los relatos que me contaba mi madre ─expresó el Mayor con sumo

orgullo. ─¡Y no sabes cuánto! ─le contestó Ikuro mostrándole una sonrisa. Creí que fue al nacer, pero no, que va, es ¡genético! ─agregó en voz baja al pasar cerca del Mariscal mientras

que el Mayor volteaba su rostro al advertir que alguien se les acercaba apresuradamente, era Baelk.

─¿Todos se encuentran bien? ─Completamente y listos para partir ─le repuso el Mariscal. ─En ese caso, para cuando caiga el sol ─repuso Baelk ─estaremos prácticamente obser-

vando el castillo de Goreard. ─Una escena para la posterioridad ya que le queda poco tiempo de pie ─argumentó el

Mayor con una sonrisa. ─¿Es que piensan tomarlo? ─le preguntó Baelk. ─Mejor que eso, ¡lo vamos a demoler piedra por piedra! ─le contestó con una seguridad

el Mayor. ─En una ocasión hace ya un tiempo, los hombres de donde nace el sol con sus poderosas

armas intentaron golpear sus muros lanzándoles piedras, sin embargo éstos soportaron el asedio y finalmente quedaron triunfantes y de pie cuando el ejército invasor tuvo que huir para no ser destruido por las fuerzas de la Isla que llegaron a ayudarles ─argumentó Ba-

elk. ─¿Y cómo rayos los de la isla supieron que estaban atacando a Goreard? ─expresó el

Mayor. ─Él les avisó. ─¿De qué forma? ─le preguntó el Mariscal.

─Bueno no creo que haya sido por teléfono o fax, mucho menos por radio o celular de eso estamos totalmente seguros ─expresó jocosamente el Mayor. ¡Mejor olvídalo!, ¡No

me hagas caso, tan sólo estaba bromeando! ─finalmente tuvo que argumentar luego de advertir como Baelk lo miraba en forma muy extraña y con el entrecejo totalmente frun-cido.

─Él envió el mensaje a los sabios de la isla con una especie de ave multicolor que tiene un enorme pico que es curvo y negro, lo más importante es que tiene el don de repetir

extrañamente todas las palabras que uno desea comunicar ─repuso después de un rato Baelk.

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─¡Muy interesante! ─¿Puedo saber cómo lograste conocer todos esos pequeños pormeno-res? ─le preguntó el Mariscal luego de haber encendido la pipa y de exhalar una serie de

bocanadas de humo. ─¡Sí! ─Son sumamente detallados, de seguro algún prisionero que lograste capturar te lo

relató, ¿no es así? ─expresó el Mayor. ─¡No realmente! ─les repuso Baelk asomando una pequeña sonrisa en su rostro. ─¿Entonces? ─preguntó Ikuro.

─Yo precisamente estaba en ese momento, porque viví en el castillo mucho tiempo ─le contestó displicentemente Baelk.

─¿Cómo esclavo? ─le preguntó el Mayor. ─No, mucho peor. ─¿Prisionero? ─volvió a preguntarle el Mayor.

─¡Tampoco! ─¿Guardia? ─insistió el Mayor.

─¡Cómo uno de sus numerosos hijos! ─Es todo un verdadero deshonor recordar que es-toy ligado a ese ser debido a las múltiples atrocidades que ha realizado, tanto con las ma-dres de mis hermanos a las que brutalmente ha asesinado de distintas maneras, así como a

la desaparición de muchos de ellos, eso sin llegar a mencionar lo sucedido con mis her-manas que no es nada digno de llegar a comentar ─expresó Baelk torvamente al tiempo

que bajaba su vista al suelo. Tanto el Mayor, Ikuro, como el Mariscal al oír lo anterior intercambiaron sus miradas, los dos primeros estaban sorprendidos, sin embargo, el tercero no mostraba asombro a l-

guno. ─¿Por tu clásica y fría reacción, suponemos que sabías del secreto que escondía nuestro

príncipe heredero? ─le dijo Ikuro volviéndolo a ver. ─Del parentesco sanguíneo francamente no, pero sí que debía de existir alguna conexión entre Goreard y él.

─¿Y qué pudo motivar a qué llegaras a esa conclusión? ─le preguntó Ikuro un poco vac i-lante.

─No es difícil llegar a eso, sabemos por lo que nos han relatado que Goreard es el líder de este sitio y que está apoyado por los sabios de la isla, además posee un numeroso ejér-cito, ¿verdad?

─No tienes que decirlo ─alegó el Mayor. Prácticamente casi logramos sentir la respira-ción de su caballería en el puente.

─¡Exactamente! Con tan poderosa fuerza a su disposición, si él así lo hubiese querido destruye la aldea de Baelk sin problema alguno y de paso, tala todo el bosque maldito, eliminando a todos sus habitantes.

─Bueno, después de todo, eso fue lo que prácticamente él llegó a realizar ─repuso el Ma-yor

─¡Error Capitán! ─le contestó el Mariscal. ─¿Si él no lo hizo, entonces quién nos atacó? ─A lo que me refiero Mayor ─volviéndolo a ver ─es que el Elegido o sea Roberts, in-

fluyó intensamente en la decisión de Goreard como de igual forma nosotros lo hicimos con Alkis y con Baelk.

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─¿Y qué hay de malo en todo ello? ─No íbamos a permitir que el maldito ese se saliese con la suya y regresara triunfalmente al castillo como todo un héroe. ¡Por supuesto que

no! ─Y coincidimos contigo, sin embargo al hacerlo, pudimos haber distorsionado el tiempo

sin querer ─le contestó el Mariscal. ─No creo que sea un serio problema el que llueva o no el día de hoy ─expresó el Mayor mirando al cielo.

─El Mariscal no se está refiriendo al tiempo atmosférico ─le dijo con pausada voz Ikuro mientras que intentaba mantener su calma. Se refiere a que si el ambicioso Roberts no

hubiese arribado, no habría tenido éste la oportunidad de variar el comportamiento de Goreard para con su hijo y por ende, las últimas batallas que hemos observado no habrían sucedido.

─¿Sabes? Eso es exactamente lo que iba a expresar pero te me adelantaste ─le manifestó el Mayor.

─No comprendo nada de lo que están hablan ─expresó en ese instante Baelk adelantán-dose y poniéndose entre el Mayor y un colérico Ikuro al que se le notaba su enojo en su rostro.

─Es difícil que lo pueda creer, lo sé, pero en pocas palabras le diré que venimos del futu-ro e intentamos regresar a él, eso sí, sin llegar a hacerle ningún cambio, por eso nos pre-

ocupa todo lo que hasta el momento ha ocurrido y sus posibles consecuencias ─le con-testó el Mariscal. ─Ustedes son poderosos magos, amigos de los dioses, tienen un enorme poder, ¿por qué

no habría de creerles? ─expresó Baelk sonriéndose al tiempo que comenzaba a rascarse la nuca. Es preciso partir, el tiempo es bueno.

─Coincido contigo ─le contestó el Mariscal. ─¿Pero y todos los muertos que el temblor ocasionó? ─repuso el Mayor al tiempo que los empezaba a señalar.

─¿Qué hay con ellos? ─le dijo Ikuro. ─¿Van a dejarlos así?

─No creo que se molesten o vayan a protestar ─argumentó Ikuro tranquilamente al pasar junto a él. ─Merecen ser sepultados dignamente.

─Posiblemente, sin embargo los hombres de Baelk no piensan de igual forma ─le con-testó el oriental.

─¿Por qué? ─Según Baelk ─expresó el Mariscal a la par de aquel ─los numerosos dioses que habitan en las entrañas de la tierra se han despertado con hambre y han reclamado algunas vícti-

mas, las cuales vendrán por ellas una vez que nos hayamos marchado todos. ─¿Dioses? ¡Ja! ─Un festín es lo que van a tener los buitres y todos los carroñeros del

bosque ─agregó el Mayor mientras empezaba a caminar, sin embargo en un momento que volteó el rostro hacia la floresta, le pareció ver unas formas sinuosas que se asemeja-ban a humanos y que se perfilaban entre los árboles que lo hizo detenerse.

─¿Qué sucede Mayor? ─le dijo Ikuro quien también se había detenido al volverse y ver a aquel estático.

─Pensé que... ─y comenzó a señalar a los árboles al tiempo que los observaba detenida-mente.

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─¿Y bien? ─¡Nada! ─Debe haber sido mi imaginación. Tu sabes, los fantasmas verdes que fluyen en

los bosques y esas cosas ─le dijo al estar junto a él.

Capítulo XXXI

─¡Imponente sitio! ─expresó Ikuro al Mariscal mientras observaban e l lugar detrás de un macizo de desnudas rocas. No va a ser nada fácil el entrar en ese sitio. ─¡Así es! ─Los muros se notan que son muy gruesos y sobre todo con numerosos aguje-

ros a su alrededor como para poder disparar de seguro flechas envenenadas a los invaso-res que se le acercaban. La base de la defensa del lugar como ya lo han podido notar, es la

ramificación del caudaloso río que prácticamente rodea todo el castillo hasta la desembo-cadura en el mar ─expresó el Mariscal. ─Definitivamente hay que reconocer que quién decidió construir la fortaleza en este lu-

gar, de verdad que supo explotar todas las ventajas estratégicas que la misma naturaleza le brindaba ─exclamó Ikuro.

─¡Y de algo estoy completamente seguro! ─expresó el Mariscal tranquilamente mientras seguía observando el sitio. ─¿Sobre qué? ─intrigado le preguntó el Mayor.

─El que la construyó definitivamente no llegó hasta aquí atravesando ese circo de esca-brosas y altas montañas rocosas cortadas a pico, mucho menos se tomó la molestia de

abrirse paso a través de la tupida y horripilante maleza que emerge de ese inconmensura-ble manto verde por el que hemos pasado. Tuvo que haber venido por la parte más fácil, o sea, el océano ─finalmente expuso el Mariscal.

─¡Los sabios de la isla! ─dijo Baelk. ─¿Qué hay con ellos? ─le preguntó Ikuro volviéndolo a ver. ─Ellos fueron los que mostraron y decidieron en dónde se iba a edificar el castillo,

además de que transportaron los enormes bloques de piedra en una época en que Goreard era aún muy joven.

─¡Muy fascinante! ¿Y has estado alguna vez en esa isla de la que hablas? ─le interrogó el Mariscal. ─¡Solo una vez! ─le contestó aquel bastante emocionado. El castillo principal brilla co-

mo si fuese todo de oro y los pisos son totalmente lisos sin ninguna protuberancia. Las habitaciones del complejo no son alumbradas con fuego alguno, sino que desde el techo

pequeñas aberturas se encargan de irradiar rayos como si el mismo sol estuviese dentro del recinto. ─¡Oh vamos! Por la descripción que nos está dando de esas habitaciones en ese castillo,

habla de bombillas y posiblemente del uso de la luz eléctrica, realmente muy exagerado para la época en que nos encontramos actualmente ─argumentó el Mayor. ¿No les parece

así? ─Si los pobladores de la isla son capaces de realizar experimentos genéticos al punto de variar la constitución propia del ADN de su víctima, creo que hacer un poco de luz artifi-

cial no va a ser nada complicado ─le contestó el Mariscal. ─Sin embargo, la magnitud de tales adelantos tecnológicos no han sido mencionados en

ninguna fuente histórica hasta el momento, bueno de los que yo haya podido leer ─repuso Ikuro.

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─Lo que sucede es que muchos manuscritos originales se perdieron a consecuencia de voraces incendios ─argumentó el Mariscal. Algunos de ellos fueron provocados injusta-

mente en nombre de la fe, otros por la ignorancia egoísta de quienes podían haber sido sus protectores. Pudiese ser que en alguno de esos numerosos holocaustos de la sabiduría

se perdiese todo lo referente a ese lugar en específico. ─Interesante pero muy aburrida es su charla, ya que no hay acción. Por cierto, ¿por mera casualidad ya ideaste la forma en que vamos a entrar en esa construcción? ─expresó el

Mayor mientras seguía observando detenidamente la aldea así como el castillo y todos sus alrededores. Coincido con Ikuro, no va a ser nada pero nada sencillo entrar en ese

sitio. ─¡Baelk podría atacar de noche la aldea llegando por aquél punto! ─argumentó el Maris-cal al tiempo que lo empezaba a señalar. Los aldeanos al ver toda la destrucción y el fue-

go que se ha desatado, lógicamente entrarán en pánico y se dirigirán en busca de su an-helada seguridad hacia la única ruta posible que existe en ese momento, el castillo.

Quizás, disfrazados como ellos, podremos aprovecharnos de la situación y así poder en-trar en la fortaleza. Finalmente, nuestro enjambre de hombres que suscitaron toda la ante-rior revuelta, deberán de perderse en la oscuridad de la noche a fin de no ser perseguidos,

aunque dudo que lo hagan. ─Porque todos pensarán que los invasores arribaron por el río y huyeron por éste nueva-

mente, ¿verdad? ─expresó Ikuro ─¡Exacto! ─¿Y qué te hace pensar que ese tipo Goreard va a arriesgarse a abrir las puertas de su

fortaleza para que toda esa pobre gente entre? ─preguntó el Mayor no muy convencido por el plan sugerido.

─¿Y por qué no? ─Para comenzar, Goreard debe proteger a los artífices que le brindan a él su sustento diario así como a todos sus hombres, de lo contrario, ¿quién cultivaría la tierra?, ¿acaso sus propios guerreros? ¡Eso sí sería muy difícil de creer! ─Además, por la

configuración que tiene la construcción, si observas bien, el castillo principal goza de total independencia de los muros que lo circundan, por esa simple razón es que él abrirá

sus puertas, ya que se sentirá seguro de saber que sus guardias lo cuidarán de que nadie se le pueda acercar. ─En ese caso cuando estemos ingresando, ojalá que algún guardia intente el detenernos,

para que así pueda aprender a dar sus primeros pasos entre las nubes ─expresó el Mayor con una enorme sonrisa al tiempo que tocaba suavemente uno de los morrales que lleva-

ba. ─¡Queremos nada más a Roberts! ─le contestó el Mariscal indolentemente mientras em-pezaba a bajar la colina en compañía de Baelk.

─¿Por qué será que no le gusta la sana diversión? ─Bien es sabido que un poco no cae nada mal en ocasiones ─protestó el Mayor.

─Al Mariscal le gusta mucho, pero en nuestro tiempo ─le contestó Ikuro al pasar cerca de él. ─Vaya, otro amargado, qué club ─repuso para sí mientras veía a ambos como iban ba-

jando la colina. Mientras eso sucedía afuera de la fortaleza, adentro de ésta se respiraba tranquilamente

momentos de paz, sin embargo, los primeros acontecimientos que se iban a desarrollar empezaron a inundar la atención del lugar.

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─¡Mi señor! ─entró un guerrero corriendo en el gran salón en dónde estaban Goreard, el Elegido y el sumo sacerdote disfrutando de una ovípara cena.

─¿Cómo te atreves a interrumpirnos? ¡Guardias! ¡Saquen a ese gusano de aquí! ─ordenó Goreard.

Sin embargo, antes de que los guardias empezasen a acercársele al guerrero, éste ex-presó: ─¡Están atacando la aldea mi señor!

─¿Pero qué estás diciendo insensato? ¡Eso es totalmente imposible! ─repuso Goreard al tiempo que con un movimiento de su mano ordenaba a los guardias que volviesen a su

sitio. ─Los vigías han observado como un grupo de hombres al parecer se fueron acercando por la parte sur de la aldea y con sus teas han comenzado a incendiar las casas. Los gritos

de las mujeres que llegan hasta las torres nos hace creer que son víctimas del característi-co saqueo.

─Los puentes, ¿lógicamente están colocados en su lugar? ─expresó Goreard. ─¡Sí mi señor! ─Le aconsejo entonces, que no los mantenga de esa forma ─le manifestó el Elegido in-

terviniendo en la conversación. ─Si hacemos lo que acaba de expresar, prácticamente estaríamos condenando a todo el

pueblo a una muerte segura y en este momento considero de que es cuando necesitan la protección de los muros como de los hombres del rey ─le contestó el sumo sacerdote volviéndolo a ver.

─Si fuese un verdadero ataque real, sin embargo en este caso en particular, éste no lo es. Es un simple ardid, una trampa, una estratagema.

─¿Pero de qué está hablando? ─le argumentó Goreard sumamente extrañado y confundi-do mientras lo observaba fijamente. ─¡Lo que dije, el ataque es una simple distracción! ─le contestó el Elegido al tiempo que

se asomaba por una de las ventanas y dejaba ver una leve sonrisa en su rostro. ─No comprendo lo que quiere decir. ¿Insinúas acaso que lo que está sucediendo es pura-

mente una artimaña para que alguien en particular logre penetrar las defensas confundido entre los aldeanos? ─le preguntó Goreard. ─¡En pocas palabras, así es!

Una estruendosa carcajada en ese instante fue la reacción inusual que exper imentó Go-reard ante un asombrado Elegido y un desconcertado sumo sacerdote que no se explicaba

ese extraño comportamiento que exhibía su amo, quién luego de calmarse, firmemente expresó: ─Es qué es ridículo el tan sólo llegar a pensar que alguien pudiese tener la osadía de in-

tentar, mucho menos, penetrar los muros de mi fortaleza. ─Considero que hay uno que lo hará y dos que lo seguirán sin pensarlo mucho ─expresó

el Elegido. ─Entonces los tres son los que morirán si eso llegase a ocurrir. Quiero que dejen los puentes en su sitio y si los aldeanos desean pasar, permítanselos ─dijo finalmente Gore-

ard al guerrero mientras le mantenía la mirada puesta al Elegido. ─¡Sí mi señor!

─Y que se envié también una patrulla tras los malditos saqueadores y no quiero ningún prisionero. Traigan sólo sus cabezas.

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─¡Como usted ordene! ─expresó el guerrero e inclinando su cuerpo en señal de sumisión se retiró rápidamente.

─¿Éste es el momento en que una vez hablaste? ─preguntó el sumo sacerdote en voz baja acercándose al Elegido al tiempo que le daba una copa repleta de bebida.

En ese momento, un fuerte resplandor se reflejó a través de la ventana acompañado de un sonoro estrépito que hizo estremecer prácticamente los muros de la habitación en que se encontraban. Recuperados de la primera impresión de pronto advirtieron unas voces en

la lejanía que manifestaban: ─¡Fuego! ─Se están incendiando los establos.

Unas enormes nubes de gases incandescentes empezaban a emerger levantándose hasta las grandes alturas debido más que todo a los techos de hierba seca como de la madera que los soportaba.

─Rápido hay que sacar los caballos, tú encárgate de los de aquél lado que yo haré lo mismo con los de este lado. Apresúrate ─expresó uno de los hombres. El techo pronto se

derrumbará. ─¿Vamos a dejar que la armadura real arda? ─Déjala, no tenemos mucho tiempo.

─¡Yo la salvaré! ─Me la pondré y saldré en el caballo del rey. ─Por el simple hecho de intentar poner tus manos en los utensilios que pertenecen al rey

puedes morir y lo sabes. ─Si se queda en este sitio arderá y se llegará a perder finalmente. El rey estará sumamen-te complacido de no haberla perdido ─y sin discutirlo más, el hombre se colocó la arma-

dura y como pudo, se subió al caballo en el preciso instante en que el techo empezaba a colapsar.

La bestia asustada por el fuego, prácticamente se desbocó a causa del pánico que la embargaba a pesar de que el jinete hacía todo lo posible por intentar controlarlo, pero con tan mala suerte que cuando salió a los muros exteriores en su loca y desesperada carrera,

se dirigió rápidamente con dirección hacia el puente en donde varios niños, muy despre-ocupadamente se encontraban jugando bajo la lluvia que para ese entonces caía copiosa-

mente. Sin poder evitarlo a pesar de que el jinete hizo todo lo humanamente posible, el caballo mantuvo su frenética carrera atropellando a las pobres criaturas. Dos fueron empujados

cayendo en las crecidas aguas que rodeaban la fortaleza, mientras que a otra, los cuartos traseros del animal en su huida, le lesionaron las dos piernas al pasarle por encima.

Los aldeanos al observar la bizarra como grotesca acción, corrieron a fin de ayudar a los niños, mientras que otros, enardecidos más que todo por la rabia, intentaban como detener al desbocado animal pero sobre todo al jinete, los que ambos finalmente y para

sorpresa de los que lo observaban al doblar el recodo del camino, resbalaron cayendo aparatosamente en el río.

─¿Alguno de ustedes vieron quién fue el que lastimó a mi hija? ─expresó una aldeana que sujetaba y acariciaba amorosamente el cabello de la niña accidentada. ─¡El jinete me pareció que lucía la armadura del rey! ─fue la respuesta de otro aldeano

que intentaba lanzar una cuerda a uno de los niños que habían caído en el agua y que des-esperadamente se sujetaba de unos escombros que por suerte la corriente había conduc ido

y que momentáneamente evitaba que el cauce del río se lo llevara.

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La llegada repentina de numerosos aldeanos que en ese momento se dirigían al castillo le permitió al aldeano con su ayuda poder lograr sacar al niño del agua. Desgraciadamen-

te, el otro, había desaparecido entre las caudalosas aguas. ─Alguien que me ayude, por favor ─expuso la madre al ver la gente indiferente pasar a la

par de ella y de su lastimada hija. ─¡Déjenos ayudarle! ─expresó uno de los tres personajes que se había detenido y al que no se le notaba claramente el rostro debido a la capucha del traje que se la ocultaba en ese

momento parcialmente. ─¡Es muy amable mi señor! ─Un caballo lastimó sus piernas ─dijo la mujer luego de

advertir como el forastero alzaba en sus brazos a la niña. ¿Pero, ...adónde la está llevan-do? ─A un lugar seco dentro de la fortaleza y despreocúpese, le aseguro que ella va a estar

bien. Una vez dentro del recinto, encontraron un pequeño refugio en un agujero detrás de las

gradas que conducían a los guardias hacia las partes altas de las murallas. ─El lugar es ideal para ratas, pero al menos va a estar seca ─adujo el Mariscal al verlo. ─¡Pero necesita un doctor Mariscal!

─Habrá que buscarle entonces uno ─le contestó aquel. Ikuro me parece que puedes en-cárgate de esa misión.

─¿Y crees que haya alguno en este esplendoroso sitio? ─le preguntó el oriental al tiempo que se quitaba la capucha y se sacudía el cabello con sus manos. ─Señora, ¿sabe usted quién atiende a los heridos en tiempos de guerra? ─le interrogó el

Mariscal volviéndola a ver. ─¿Cómo dice?

─¿Que quién cura a los heridos? ─le aclaró el Mayor. ─En ocasiones el que forja los metales. ─No me parece que sea el más idóneo en estas circunstancias ─dijo el Mariscal. ¿Y quién

atiende al rey cuando éste se siente mal por ejemplo? ─Él es tratado únicamente por el sumo sacerdote. Un ser muy sabio que conoce muchas

pócimas secretas. ─¡Un charlatán de seguro! ─argumentó el Mayor. ─¡No hay más opciones! ─Debes de buscar entonces a ese sacerdote, Ikuro. De seguro

debe hallarse dentro de la fortaleza principal. ─Él no va a querer venir a ver a mi hija ─les comentó la mujer.

─De verdad que no conoce el poder de convencimiento de Ikuro mi estimada señora. Estoy seguro de que una vez que halle a ese sacerdote, como por arte de magia éste le va a insistir, es más, prácticamente le va a suplicar de que lo traiga hasta este lugar, se lo

puedo asegurar ─le contestó el Mayor acariciando en ese momento la frente de la niña. Y mientras que ese chamán viene, ¿qué vamos a hacer con ella? ¡Creo que tiene un poco de

fiebre! ─argumentó mirando al Mariscal. ─Encárgate de ella. ─¿Yo? Estás bromeando, ¿verdad? ¿Olvidaste que fue atropellada por un... caballo? ─le

dijo el Mayor. ─¿Y tú que recibiste un curso de primeros auxilios hace menos de un mes, además de

haberle ayudado al Doctor Raudane en varias de sus intervenciones quirúrgicas? ¿Acaso no decías que siempre habías querido practicar la medicina desde que eras un niño? Pues

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bien, ya tienes tu valiosa oportunidad, ¡así que me parece que puedes aprovecharla! ─le contestó el Mariscal.

─Estoy de acuerdo en lo que dices, pero bien sabes que con el doctor eran heridas norma-les, cotidianas: balas, bombas, granadas y minas explosivas, pero nada parecido al acci-

dente que la niña sufrió, quién es además, una civil, ¿es que acaso no lo ves? ─¡Necesita de tu ayuda, así que haz lo que puedas para aliviarla de su dolor! ─argumentó el Mariscal alejándose un poco.

─¿Vas a algún sitio? ─A echar un vistazo por los alrededores y conseguir si puedo un poco de agua ─le mani-

festó aquél. ─¿No te basta con la que cae? ─Yo me refiero a la que se puede tomar ─le dijo el Mariscal.

─Por supuesto, lógico. ─¡Mamá!

─¡Aquí estoy mi amor! ¿Dime? ─No siento mis piernas y me duela mucho la mano. ¿Quién es él? ─señalando al Mayor quién le guiño un ojo en ese instante.

─Alguien que sólo desea ayudarte. ─Soy Atzel pero puedes decirme Mayor.

─Tienes un nombre muy extraño, no parece que hayas vivido muchos inviernos ─le con-testó la niña intentando asomar una leve sonrisa en su rostro. ─Es el rango que ostento en mi unidad.

─¿Estás entonces en el ejército de nuestro rey? ─le preguntó la mujer. ─¡Por supuesto que no!

─¿Entonces debes de pertenecer al ejército de nuestros enemigos? ─Escuché el rumor de que estábamos siendo atacados cuando corríamos hacia el castillo. Eres de seguro un in-formante, un espía ─expresó la mujer empuñando un cuchillo que sacó de su cinturón y

que movía en forma amenazante. ─Con calma señora, podría herir a alguien con ese pequeño instrumento ─repuso el Ma-

yor retirándose un poco hacia la puerta. ─¿Pero qué rayos le dijiste para que se comportara de esa forma? ─argumentó el Maris-cal cuando ingresó en el lugar y observó los amagos amenazadores que le hacía al Mayor

la furiosa mujer y posteriormente a él, pero que calmó finalmente desmayándola con un golpe en la cara. ¿No te dije que atendieras a la niña? ─expresó luego de lanzarle una

bolsa de cuero que contenía agua en su interior. Dale al menos un poco. ─¿Crees que es seguro despertarla? ─Me refiero a la pequeña.

─¡Oh! ─¿No va a hacerme daño? ─preguntó la niña mientras que el Mayor le levantaba un poco

la cabeza para que pudiera sorber un poco del líquido. ─¡Por supuesto que no! ─Lo que pasó es que mi amigo es un poco nervioso y ya tú lo vistes, tu madre estaba un poco alterada por todo lo que ha sucedido además de que había

que quitarle el arma a fin de que no lastimase a nadie. ─¡Principalmente a él! ─expresó en ese momento el Mariscal al tiempo que observaba a

la niña a quien le regaló una momentánea sonrisa. Posteriormente optó por vigilar aten-tamente lo que realizaba la gente que se encontraba cerca del lugar.

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Fue en ese momento, en que varios jinetes a galope pasaron cerca de dónde se encon-traban, al parecer se dirigían rápidamente hacia la puerta.

─Es sumamente extraño que no hayan reforzado con más hombres los muros ─expresó el Mayor.

─Por que no lo creen necesario. Saben que es sumamente difícil por las condiciones at-mosféricas momentáneas en que se halla todo este lugar de que sean atacados. Además de que la lluvia apagará finalmente el fuego y hará sumamente intransitable a través del

campo que una fuerza se desplace normalmente contra la fortaleza.

Capítulo XXXII

─¿Cómo te fue? ─le preguntó el Mariscal al ver llegar a Ikuro muy tranquilamente y ma-nejando una especie de carreta repleta de heno, la que detuvo enfrente del lugar en dónde estaban.

─Diría que muy bien. ¡Traje esto! ─Me parece que le será muy útil a la niña para que no esté acostada en el frío suelo ─contestó al tiempo que se bajaba y tomaba un poco de

heno. ─Si no me equivoco, tus órdenes eran traer al brujo ese y no una maldita carreta repleta de alimento para engorde del ganado ─expuso el Mayor mientras le ayudaba a bajar la

carga y la acomodaba sutilmente alrededor de la niña. ─Sin ese medio de transporte, creo me hubiese sido prácticamente imposible traerlo sin

que nadie lo notase ─y sumergiendo la mano en la carga, incorporó el cuerpo de un ho m-bre totalmente desmayado. Hay que llevarlo adentro. ─¿Y ahora qué? ─le preguntó el Mayor luego de colocar al inconsciente cuerpo arrecos-

tado sobre la pared con ayuda de Ikuro quien de inmediato le contestó: ─Simple, lo despertamos ─y recogiendo la bolsa de cuero se acercó y le descargó sobre el rostro una buena parte de su contenido.

─¡Se va a enojar! ─¿Nos debe de importar acaso el que lo haga? ─le repuso Ikuro con una enorme sonrisa.

─¿Qué pasó? ¿Dónde estoy? ─expresó en ese preciso momento el hombre enderezándose y limpiándose la cara con la mano. ─Por las circunstancias en cómo lo hallamos, se podría decir que fue víctima de los ban-

doleros que atacaron la aldea ─le contestó el Mayor. ─Yo no trabajo los campos ni soy pastor, no estaba en la aldea sino dentro de la fortaleza

hablando con el rey como lo estoy haciendo con ustedes. Recuerdo vagamente las luces, el humo y el bajar las gradas atropelladamente a fin de intentar mezclarnos con los solda-dos, los que, algunos le hacían frente a un fuego en los establos mientras que los caballos

se desbandaron, caos, confusión. ─Y tu maldito rey montado en uno de esos caballos, fue el que atropelló a mi hija.

─¿Pero qué dices mujer? ¿El rey? ¡Es totalmente imposible! ─argumentó el sumo sacer-dote. ─¡Sí ese maldito! ─expresó con enojo la mujer.

─Creo que está equivocada. Él no pudo haber sido ─le repuso con una marcada seguridad el sumo sacerdote.

─¡Yo lo vi al igual que todo el pueblo cuando la atropelló con su caballo! Su armadura es inconfundible ─le rebatió con furia la mujer.

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─¡No, no! Lo que sucede es que viste a alguien que se atrevió a montar su caballo y tam-bién se colocó su armadura, sin embargo puedo asegurarte mujer que no era el rey Gore-

ard. De eso estoy completamente seguro ya que se hallaba a unos cuántos pasos delante de mí.

─Sin embargo, el pueb lo no va a creer en nada de lo que estás argumentando y desgra-ciadamente es lo que va a importar ─le dijo el Mariscal en ese momento. ─Así es, ciertamente es un verdadero problema el que ese pusilánime desconocido logró

meter al rey con su acción. ¿Y puedo saber quién eres tú, pareces extranjero aunque la indumentaria que luces no lo dice? ─preguntó el sumo sacerdote mientras lo observaba

fijamente. ─Un simple comerciante como mis dos compañeros y a los que nos preocupa únicamente la salud de esta pequeña.

─Déjenme verla quizás le podría ayudar. ─¡Es lo menos que le pediríamos! ─le dijo Ikuro.

─¿Conoce por casualidad el extraño arte de curar? ─preguntó el Mayor. ─Para su información soy el sumo sacerdote de toda esta región y mis dotes curativas preceden mi reputación y cerrando sus ojos, entró en un profundo estado de meditación y

luego de salir de éste, estiró las manos sobre las piernas de la niña sin tocarlas y a las que les empezó a irradiar una especie de extraña luminosidad.

─Porque lo estoy viendo personalmente, lo creo. Hay que aceptar que este charlatán co-noce su oficio ─dijo el Mayor. ─¿De médico?

─¡Que va! ─De querer llegar a impresionar, de ser un mago barato igual que tú. Aunque me parece que debes de buscar algún buen truco para superarlo.

─Me parece que no es ningún truco lo que él está haciendo. ─Vamos Mariscal, es un simple... ─Puedo mover las piernas, el dolor se fue ─expresó la niña con marca felicidad en ese

preciso instante. ─¡Excelente médico sin lugar a dudas! ─repuso el Mayor terminando la incómoda frase.

─¡Gracias, muchas gracias! ─argumentó la madre abrazando fuertemente a Ikuro. ─¿Puedo saber por qué la mujer le agradece a él si yo fui quién curó a la niña? ─le pre-guntó con curiosidad el sumo sacerdote al Mayor.

─Será por que él se encargó de traerlo. ─¿Pero qué está diciendo?

El Mayor al notar el semblante sombrío que le hacía el Mariscal comprendió de inme-diato el error que había cometido, el cuál, rápidamente intentó solucionar al expresarle al sacerdote:

─Que después de todo, él fue quien lo encontró en una carreta totalmente desmayado, lo habían intentado ocultar bajo mucho heno.

─¡Comprendo! ─repuso el sumo sacerdote asintiendo con su rostro. Ignoro francamente como llegué a esa carreta, sin embargo creo que soy muy afortunado en no haber caído en malas manos. Parte del pueblo me detesta por estar con el rey y ejecutar sus órdenes.

─En ocasiones la nobleza se extralimita en sus acciones ocasionando en sus súbditos un marcado odio hacia ellos ─le dijo el Mariscal.

─Por eso es que quiero solicitarle su valiosa ayuda a fin de que pueda ir a buscar a algu-nos soldados para que vengan hasta este sitio y puedan así escoltarme hasta la seguridad

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del propio castillo. Realmente sería muy poco acertado de mi parte que me fuese cami-nando tranquilamente entre tantos aldeanos.

─¿Estás solicitando que nosotros busquemos a los soldados? ─Sinceramente no desea-mos ningún problema con ellos ya que son muy susceptibles cuando se les habla, quizás

nos quieran llegar a arrestar por simple gusto. Sencillamente preferimos continuar con nuestro camino mientras podamos hacerlo, además, no quisiéramos experimentar la horrible situación de lo que es un asedio como que se desprende puede llegar a ocurrir en

este lugar ─le contestó el Mariscal. ─Despreocúpense, eso nunca llegará a suceder en este sitio. El rey Goreard tiene podero-

sos aliados además de un eficiente ejército y él que lo comanda momentáneamente, es el Elegido. ─De tu rey hemos escuchado algunos pormenores, sin embargo, de ese Elegido que yo

recuerde, nada en verdad. ¿Quién es? ─le preguntó el Mariscal. ─Seguro que han pasado mucho tiempo viajando por lejanas regiones debido a sus nego-

cios y lógicamente eso les ha impedido enterarse de todo. ─¡No se imagina cuánto! ─expuso el Mayor con una singular sonrisa a la que el sacerdo-te no logró por su semblante interpretar su significado, solo se le quedó observando y

luego optó por dirigir su vista al Mariscal. ─Deben de saber de que el Elegido es un emisario de los mismos dioses.

─¡Es muy interesante! ¿Y qué nueva les trae de ellos? ─le dijo el Mariscal muy displi-centemente. ¿Acaso el de alguna futura catástrofe? ─Si no se hacía lo que debía de hacerse por obstinación de nuestro rey que prefería ma n-

tener sus intenciones personales que los de su pueblo, así es. Afortunadamente, el rey escuchó la voz de la razón y ordenó con la incursión realizada sacrificar a uno de sus mu-

chos primogénitos ─le dijo finalmente el Elegido. ─Repetitivo, nada original, refritos de la antigüedad. ¿Acaso no se cansarán de expresar lo mismo? ─argumentó el Mayor al tiempo que movía negativamente su cabeza.

─¿Podría alguien explicarme de lo que él está hablando? ─¡Incoherencias! ─replicó Ikuro. ¡No le haga caso! ─Generalmente siempre se comporta

de esa manera. Es su forma de ser. ─¡Entiendo! ─La incursión que usted hace poco mencionó y por los acontecimientos que se han susci-

tado en la aldea, supongo que no fue del éxito que se aguardaba, ¿o me equivoco? ─le preguntó el Mariscal un poco interesado en la respuesta.

─Ciertamente mi estimado comerciante, por cierto, ignoro el nombre a quién me estoy dirigiendo. ─Llámame simplemente Mariscal.

─Un extraño nombre. ¿Qué significa? ─El que lidera a los hombres ─le contestó el Mayor.

─Es un nombre entonces digno para un rey. ─Se podría decir. Por cierto yo soy... ─¡Atzel! ─Se apresuró a decir el Mariscal interrumpiendo lo que aquél iba a expresar. Y

el que lo halló Ikuro. ─Mi nombre se escribe con A ─replicó el Mayor al rato.

─¿Y qué es una A? ¿Una joya? ¿Un caballo? ¿Un arma? ─le preguntó el sumo sacerdote. ─Una letra. Del abecedario. ¿Lo tiene? ─le contestó el Mayor.

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─¿Y puedo saber que es un abeceda... ? ─Mejor olvide lo que yo haya expresado ─repuso el Mayor interrumpiendo lo que aquél

iba a preguntar. ─¡No diga que no se lo advertí! ─expresó Ikuro al observar como asombrado le miraba el

sacerdote y que finalmente pudo preguntar: ─Consigan lo que les solicité que yo mismo en agradecimiento les compraré toda la mer-cancía que tengan ─argumentó el sumo sacerdote.

─Una oferta bastante atractiva, sin embargo, no tiene por qué hacerlo ─le contestó el Ma-riscal.

─¿Duda acaso de que no poseo nada? ─¡En absoluto! ─¡Apuesto a que tiene mucho oro! ─Una valiosa oportunidad que no debemos de des-

aprovechar ─le susurró el Mayor disimuladamente al Mariscal que lo volvió a ver con una penetrante mirada para posteriormente decirle al sumo sacerdote:

─No se preocupe, le diremos al primer guardia que nos topemos en donde se encuentra su persona y tómelo como un simple favor de sus humildes y honestos comerciantes. ─¿Pero es qué no quieren ser recompensados por sus servicios?

─Ya lo fuimos con su valiosa información. Por los momentos le recomiendo que no se asome y simplemente aguarde ─y acto seguido se marcharon Ikuro, el Mayor y el Maris-

cal del sitio en que se hallaban. ─¡Extraños seres! ¿Los conoce acaso? ¿Sabe por casualidad de que aldea provienen las personas que se marcharon hace poco? ─empezó a preguntarle el sumo sacerdote a la

mujer luego de un enorme rato de silencio entre ellos dos. ─¡De la diosa protectora!

─Me parece que no la comprendo. ¿Qué quiere decir con eso? ─Ellos dijeron que usted vendría y vería a mi hija y a fe mía que cumplieron con su pala-bra.

─¡Un momento! ─¿Me está diciendo acaso que ellos sabían que yo vendría hasta este sitio?

─¡Así es! ─El que se hace llamar Mariscal le dijo al de ojos rasgados que fuera por ti, una vez que supo quién era el que curaba las heridas de los nobles y del rey. ─¡El muy maldito! ¡Me engañaron! ─sentenció el sumo sacerdote y al que su semblante

no ocultaba la enorme molestia que sentía. En cuanto le ponga las manos encima a esos tres, los degollaré personalmente. Nadie se ríe de mí y puede seguir con vida jactándose

de su hazaña. ─Perdóneme mi señor y no me lo tome a mal pero... ─¿Qué mujer? ─expresó interrumpiéndole el sumo sacerdote lo que ella iba a decir.

Habla antes de que se agote la poca dulzura de carácter y te haga pagar a ti y a tu hija por la humillación recibida.

─¡No! ─Ellos solo querían ayudar a mi hija, no le haga daño ─argumentó al tiempo que la abrazaba. ─¿Secuestrándome? ¡No mujer! ─Para comenzar ellos nunca se preocuparían por la salud

de tu hija o la de nadie, es más, esa fue la forma en que lograron engañarte. ─¿Por qué lo harían?

─Es lo que voy a averiguar ─repuso el sumo sacerdote al tiempo que echaba una mirada al exterior por la abertura, sin embargo, desechó la idea que en ese instante pasó por su

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mente: la de intentar llegar por sus propios medios hasta donde se hallaban los hombres del rey. Creo que tendré que esperar a que amanezca ─finalmente expresó sentándose en

un rincón.

Capitulo XXXIII

─¿Por cierto Capitán cómo hizo para entrar en esa parte de la fortaleza? ─Los muros al parecer son bastantes altos ─le preguntó el Mayor al observar el tamaño de las paredes de estos. ¿Acaso llamaste a la puerta y cuando los guardias la abrieron, los hipnotizaste a

todos con tu varita mágica o... te convertiste en un simple y vulgar batracio para poder así saltar las paredes? ─finalmente expresó con una enorme sonrisa.

─¡Exactamente! ─¿Qué? ─preguntó el Mayor bastante desconcertado. ─¡Lo que dices!

─¿Vas acaso a decirnos de qué te convertiste en... ? ─¡Por supuesto que no Mayor! ─le contestó el oriental sonriéndose. Me refiero a los sa l-

tos que da ese animal. ─¿Cómo lo hiciste? ─le preguntó el Mariscal. ─¡Verdaderamente muy simple! ─Con una larga vara, precisamente aquella que se ve

tirada en el lodo, la usé como garrocha. Todos podríamos intentarlo, realmente no es nada complicado.

─¡Ni se te ocurra llegar a pensar en eso! ─Estos muros de piedra se ven muy resistentes como para que mi hermosa humanidad quede estampada en uno de ellos. ¿Qué les parece más bien si usamos lo tradicional? ¡Una simple escalera!

─Habría que buscar primero una y me parece que no tenemos mucho tiempo ─expresó el Mariscal. ─No nos aguardan.

─Estoy completamente seguro de que el sacerdote para este momento ya se habrá perca-tado de que nosotros somos los responsables de que él estuviese en aquél agujero revi-

sando a la niña ─le dijo el Mariscal. ─Por cierto Ikuro, ¿noqueaste al sacerdote con alguno de tus clásicos golpes o con ayuda de algún instrumento que te encontraste mágicamente?

─Con mis manos y solo le di un golpe. ─¿Nadie te observó? ─inquirió el Mayor.

─¡No! ─¿Y cómo supiste sin equivocarte que era él el sujeto que tenías que encontrar? ─le pre-guntó el Mariscal.

─¡Sí! ¿Cómo? ─No hay nada que indique su nombre en su ropa y no creo que lo hayas conocido anteriormente, tampoco es aceptable como que hayas ido muy tranquilamente a

preguntarle su nombre ─le dijo el Mayor. ─Totalmente coincido contigo ─le contestó el oriental. ─¿Entonces?

─Escuché simplemente cuando un guardia de las caballerizas lo llamó para que auxiliara a uno de los caídos a causa del fuego que se desarrollaba y al que finalmente no quiso

revisarlo. Ubicado el objetivo, sólo tuve que acercármele y realmente lo demás fue muy fácil, había mucha confusión a causa de la enorme conflagración.

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─Ese fuego del que hablas no me parece que hubiese sido originado por los hombres de Baelk, ya que ellos estaban del lado opuesto ─argumentó el Mariscal.

─¡Estás totalmente en lo correcto! ─El fuego al parecer fue producto de un rayo casual o intencional que logró caer cerca de las caballerizas.

─Bueno, no nos interesa averiguar la circunstancia ─repuso el Mariscal con una sonrisa. ¿Y lograste ingresar propiamente al palacio? ─A una parte y hay que decir que lo que observé muestra una estructura bastante sofisti-

cada en relación con las otras construcciones que hemos podido notar antes ─exclamó Ikuro.

─¡Oh vamos! Todas esas edificaciones son construidas simplemente con piedras, barro y arena. Realmente nada insólito en ello ─argumentó el Mayor. ─¡Déjalo que se explique! ─le dijo el Mariscal.

─Va a serle muy difícil. Está acostumbrado a observar que todas las casas tengan esas sólidas paredes, ¡claro está, de papel! ─expresó el Mayor con una enorme sonrisa.

─El palacio es una estructura de tres pisos como ya lo pudieron observar. De paredes altas y delgadas de piedras. ─¡Ya lo dije yo! ─se apresuró a decir el Mayor.

─Con marcos de madera incrustada en ellas lo que le da a la pared una fuerte y sólida flexibilidad ─finalmente expresó Ikuro al tiempo que la señalaba.

─¡Interesante el adorno! Ahora, ¿cómo vamos a entrar? ─argumentó el Mayor displicen-temente alzando su vista. ─Yo me pongo abajo, tu sobre mí lo que va a permitir de esa forma que el Mariscal pue-

da alcanzar el borde. ─Ajá. ¿Y luego?

─Estando el Mariscal arriba, él podrá ayudarnos a subir. Simple, ¿no? ─le contestó Ikuro mientras se colocaba en posición. ─¡Es tenebroso! ─repuso el Mayor volteándose y observando al Mariscal, quién de se-

guido miró al cielo y luego le agregó: ─Las nubes se están disipando, la noche pronto partirá y la luz del amanecer aparecerá.

No hay por qué preocuparse. ─¡Yo me refería al plan de Ikuro! ─le susurró el Mayor disimuladamente. ─¿Es que olvidó algún detalle?

─No y eso es lo preocupante. Está aprendiendo a ser tan buen estratega como lo eres tú y yo.

─¡Ya veo! ─¿Pasa algo? ─expresó Ikuro en ese instante al verlos conversar y demorarse. ─El Mayor que admira tu eficiente forma de planificar las acciones. Prácticamente se

podría decir que lo impactaste. ─Eres muy amable al pensar así ─y levantándose inclinó su cuerpo cortésmente para dar-

le de esa forma las gracias. ─Después de ti Mayor ─repuso el Mariscal con una sonrisa. Muy fácilmente los tres amparados todavía por la oscuridad de la noche lograron trepar

la empalizada sin ser observados, dado que los encargados de vigilar, despreocupadamen-te charlaban y se calentaban cerca de una amplia fogata.

─¡Con razón pasaste sin problema! ─expresó el Mayor. Éstos guardias realmente no están en nada.

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─Yo no pasé por aquí, caí sobre el techo de aquel lado. ─¡La ventaja de ser flaco!

─Perdona pero es peso correcto en función de la masa corporal ─le contestó Ikuro. Hay que saber cuidarse.

─¿Arroz, algas y pescado en la dieta? ¡Cualquiera lo hace con ese simple menú pero yo paso! ─le dijo el Mayor. Realmente prefiero el verdadero placer que puede brindar una verdadera, suculenta y ovípara cena... occidental. Deberías...

─Realmente no quisiera que me consideraran un aguafiestas en el ámbito gastronómico pero ¿qué tal si nos avocamos a la posible solución del problema que nos tiene en este

horripilante y lúgubre sitio? ─argumentó el Mariscal mientras observaba con atención y extrañeza la desprotegida puerta de ingreso al castillo. ─Con razón los reyes eran presa fácil de los asesinos, los guardias que tenían que cuidar-

los, simplemente los abandonan a su suerte. ─En ese caso, no hay por qué desaprovechar la oportunidad, entremos.

Capitulo XXXIV Mientras eso estaba sucediendo en la puerta principal del castillo, en la parte de las ca-ballerizas se sucedía otro diálogo.

─¿Nadie ha visto al sumo sacerdote? ─preguntó Goreard. ─¡Sí mi señor! ─Yo lo vi en aquella..., ¡pero qué extraño! ─Al inicio del fuego cuando

bajaban ustedes, él estaba ahí precisamente bajo aquella columna. Uno de mis hombres había sufrido unas quemaduras y yo le pregunté que si le podía... ─¿Pero cómo te atreves a sólo pensarlo? ─expresó interrumpiéndolo el rey. Él no puede

atender a simples vasallos, sólo a mí o al que yo permitiera que lo haga. Debería mandar-te a cortar la lengua por la insensatez expresada. ─Piedad mi señor, no fue mi intención el llegar a ofenderlo. El hombre estaba quemado

en su mayor parte del cuerpo y nadie sabía como ayudarlo. ─¡Simple! ─Atravesándole una espada en su corazón ─le dijo el Elegido en ese instante

acercándosele. ─¿Matarlo? ─Al menos ya no sufriría ─expresó el Elegido. Por qué si logra vivir, va a tener un cuer-

po desfigurado totalmente de por vida y no va ser solo lo físico lo que deberá de enfre n-tar, sino lo mental también.

─Los vasallos no tienen por qué pensar, para eso tienen al rey que lo hace muy bien por ellos. Y ya no hablemos de insignificancias, busca al sumo sacerdote y tráemelo ─le dijo Goreard. ¡Pero rápido!

─¡Sí mi señor! ─¿Mi caballo? ¿Se salvó del incendio?

─¡Sí y no! ─le contestó uno de los soldados. ─¿Qué quieres decir? ─se volvió Goreard mirando fijamente al interlocutor que había expresado el comentario anterior.

─Mi compañero logró sacarlo junto a su armadura. ─¡Excelente! ─¿Y en dónde está él? ¡Quiero felicitarlo!

─¡Murió! ─¿Y mi armadura y caballo dónde los dejó?

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─¡En el río! ─Amable en verdad. Le dio de beber a mi hermoso corcel y limpió de paso la armadura.

No hay duda de que mis hombres me aman de verdad ─repuso el rey. De seguro por hacer eso, algún inconforme envidioso lo asesinó.

─Suele suceder a menudo eso. Aunque creo que debería de escuchar la par te del relato que este hombre todavía no concluye ─expresó el Elegido al observar como aquél se mordía los labios fuertemente.

─Francamente no me hace falta escucharlo más ─repuso Goreard. Quiero ver a mi caba-llo, tráiganmelo.

─¡Va a ser imposible! ─masculló apenas el soldado. ─¡Te di una orden! ¡Cúmplela! ¡No la voy a repetir! ¿ Y bien? ¿qué aguardas? ─le dijo al verlo cómo el soldado se quedaba inmóvil.

─¡Por qué no se puede mi señor! ─Ambos cayeron en el río, la corriente se los llevó ─le contestó el soldado.

─Tal parece que el destino en ocasiones se confabula en contra de uno ─argumentó Go-reard. ¿Quién iba a pensar que perdería tan valioso animal en una simple tormenta y no en una batalla como hubiese sido lo más digno y justo?

─¡Son circunstancias que suceden! ─le contestó el Elegido, quién al observar hacia la entrada de la empalizada como varios aldeanos empezaban a señalarlos en forma amena-

zante y a los que se les iba conglomerando otros, su tranquilo rostro empezó a cambiar reflejando una latente preocupación que crecía conforme el número de aldeanos iba en aumento.

─Es hermoso el llegar a ser tan amado ─manifestó Goreard con una sonrisa al ver la cre-ciente masa ignorando por completo la reacción que hasta ese momento tenía el Elegido

en su semblante. ─Me parece que sería muy conveniente el retirarnos mejor al Palacio, no vayan a ser que...

En ese preciso instante, la turba ya lo suficientemente enfurecida se lanzó en carrera atravesando la entrada de la empalizada, eliminando a los pocos guardias que intentaron

impedirlo. ─¿Pero qué les sucede a todos ellos? ─expresó Goreard confundido por el inusual com-portamiento que mostraban. Están como molestos.

─¡Rápido mi señor! ─le manifestó uno de los guardias que se encontraba muy próximo a ellos. Refúgiese rápido en el castillo hasta que el enojo les haya pasado, aquí afuera corre

peligro. ─Si crees qué voy a huir de los rebuznos que emanan de esos malditos asnos mal agrade-cidos estás totalmente equivocado. Iré por mi espada con la que pienso cercenar las cabe-

zas de todo aquél que me encuentre. ─Quizás para ese momento los aldeanos puedan encontrarse un poco más calmados y se

pueda saber que fue lo que exactamente los pudo haber enfurecido al extremo de no lle-gar a importarle las consecuencias de sus acciones ─le contestó el Elegido. ─Sea lo que haya sido, puede estar seguro de que alguien deberá de pagarlo con su propia

existencia ─expresó Goreard al tiempo que ingresaba tranquila y pausadamente en su castillo con el Elegido y el guardia, que lo primero que hizo fue apuntalar y asegurar la

robusta puerta con ayuda de otros soldados que se unieron y que venían huyendo también del exterior, antes de que aquél la hubiese cerrado.

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─¡Fue una verdadera suerte el que lográramos llegar! ─Sinceramente no hubiésemos po-dido sobrevivir mucho tiempo afuera con toda esa enojada turba ─expresó uno de los

soldados sentado en el suelo mientras apoyaba su espalda en la pared. ─¿Alguno de ustedes sabe lo que pudo haber motivado que la gente se llegara a compor-

tar de esa forma? ─les preguntó el Elegido. ─¡Francamente, no! ─Todo se encontraba muy tranquilo. Vimos a la gente entrar en for-ma ordenada en la fortaleza cuando venían huyendo, luego empezaron unos clamores que

pedían justicia. ─¿Sobre la nada? ¿Así de simple? ─alegó el Elegido.

─Me parece que hubo un pequeño incidente, aunque no estoy seguro y fue cuando nues-tros caballos huían despavoridos por el fuego de la caballeriza y se dirigían al puente un poco antes de que la gente pasara por él ─repuso el mismo guardia que había hablado

anteriormente. A pesar de la oscuridad, los resplandores del cielo me permitieron fugaz-mente creer haber visto unas figuras que jugaban en ese sitio. No sé después que pasó, ya

que realmente todos los que estábamos en las empalizadas fuimos llamados para contro-lar el fuego. Fue en ese preciso momento en que empezaron a escucharse los fuertes golpes sólidos

que los aldeanos le estaban dando a la puerta y que motivó que Goreard optara por orde-nar que se refugiaran en el segundo nivel, ya que las puertas de metal y único acceso po-

sible, podría soportar más tiempo el enojo del tumulto, además de que tendrían más tiem-po a fin de que las fuerzas defensivas se percataran de todo lo que le estaba sucediendo a su rey.

─¡Qué extraño! ─Aquí tenían que haber cuatro guardias en este lugar y no los observo por ningún lado ─es lo primero que manifestó Goreard cuando logró llegar al segundo

nivel. ─¿Quizás bajaron a ayudar también? ─argumentó el Elegido. ─Los que cuidan este lugar conocen que si abandonan su puesto, simplemente lo pagarían

con su propia vida ─le contestó Goreard. ─¡Y si no lo hacen, también! ─Ciertamente los pobres vivían un difícil dilema ─comentó

uno de los soldados. ─Agradece a los dioses que la situación por la que estamos pasando te permita mantener tu lengua en su sitio original, más te aconsejo que evites futuros comentarios mordaces

que puedan llegar a indisponer a nuestro amado rey ─le manifestó el guardia que lo había dejado entrar anteriormente. Podría yo no ser muy benevolente y atravesarte con mi es-

pada. ─¿Cómo ellos tuvieron la misma oportunidad? ─le dijo el soldado al tiempo que señalaba debajo de una enorme mesa y abría un poco la tela que la cubría.

─¿Pero qué es lo que estás diciendo? ─expresó el guardia al tiempo que se agachaba y lograba observar a varios cadáveres. ¡Cielos!

─¿Qué hay debajo de la mesa? ─exclamó Goreard mientras se iba acercando con el Ele-gido. ─Los hombres que supuestamente deberían de encontrarse aquí mi señor ─le contestó el

guardia. ─¿Están?

─¡Totalmente!

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─No me parece que los hombres que han atacado la aldea hayan logrado podido llegar hasta aquí ─expresó Goreard.

─Ellos no, sin embargo los que idearon el plan, sí ─le contestó el Elegido al tiempo que miraba detenidamente los alrededores de la habitación.

─¿Pero de quién hablas? ─Creo que de nosotros ─expresó una voz detrás. ─¡La maldita chimenea! ─Por supuesto. La noche fue fría y olvidé que había estado en-

cendida ─argumentó el Elegido al verla totalmente apagada y salir a tres personajes de ésta.

─¿No nos vas a presentar a tus amistades Roberts o es que son tan bajos como el insecto inservible que eres y no vale la pena el llegar a conocer sus nombres? ─le manifestó el Mayor.

─¿Es que conoces a estos... bufones? ─expresó Goreard volviendo a ver al Elegido quién solo mostró una leve sonrisa en su rostro.

─¿Qué tienen que ver los animales llamados búfalos en todo esto? ─le susurró el Mayor a Ikuro disimuladamente. ─Él no se refiere a lo que crees, sino a cierta gente que era la encargada de entretener y

hacer reír a la nobleza. ─¿Se atrevió a llamarnos payasos ese miserable gordo mantecoso? ─exclamó en voz alta

el Mayor. ─¿Cómo te atreves a insultar así a nuestro rey? ─le contestó uno de los soldados sacando su espada.

─¡Guarda tu arma soldado! ─No venimos a pelear ni queremos hacerles daño alguno. Sólo deseamos que él ─señalando al Elegido ─nos acompañe y nos iremos tranquilame n-

te ─le dijo el Mariscal. ─¡Sólo si vencen al fruto de sus pesadillas! ─repusieron los otros soldados emulando al primero.

─¿Cuándo vas a aprender a quedarte callado y evitarnos así tantos problemas? ─expresó Ikuro al pasar cerca del Mayor.

─¿Pero qué hice ahora para ser yo e l culpable? ─Pierden totalmente su tiempo si creen que los voy a acompañar voluntariamente. Pienso quedarme y ustedes no lo podrán evitar ─les contestó Roberts y alejándose rápidamente,

atravesó un corredor que desembocaba en un rectángulo que permitía que la luz pudiese reflejarse entre los tres pisos de la fortaleza. Sin dudarlo, saltó con la suerte de que pudo

asirse a una de las ramas altas del único árbol que adornaba un florido jardín en el primer nivel. Roberts prácticamente logró bajar cuando los enfurecidos aldeanos se abrían paso a

través de la derruida puerta y debido a su alocada carrera hacia el segundo nivel, no lo pudieron observar, lo que permitió finalmente que el Elegido o Roberts sin premura al-

guna, lograse salir al exterior en donde posteriormente alcanzó a llegar a la empalizada en el preciso instante en que las patrullas de reconocimiento se comenzaban a acercar. ─¡Rápido diríjanse al castillo! ─Tres traidores de extrañas ropas han incitado a los aldea-

nos a rebelarse en contra del rey. Yo voy a conseguir más ayuda por lo que necesito un caballo. ¡Vamos, estoy esperando!

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Uno de los hombres que conformaban la patrulla desmontó y le ofreció las riendas de su cabalgadura al Elegido, quien de seguido montó y espoleó al caballo, el cuál empezó a

alejarse rápidamente de la zona.

Capitulo XXXV

─¿Por qué no hiciste nada por evitar que escapara? ─¿Y qué se supone que debería haber hecho Mayor? ¿Acaso correr tras él con una espada atravesada en mi pecho? ─le contestó Ikuro luego de repeler varias estocadas que le había

mandado su contrincante. ─Ese sería un verdadero y magnífico truco digno de aquél que quiera llamarse un regular

mago ─contestó el Mayor mientras lograba proporcionar un golpe por el rostro a su ad-versario no sin antes primero esquivar el ataque de que era objeto. Como me fascina últimamente las acciones violentas que nos depara mi sueño, aumentan su intensidad y

emoción, ¿no lo crees así Mariscal? ─Por enésima vez Mayor, comprende que no estamos viviendo un sueño, esto es real

como la sangre que corre por las venas de este pobre desgraciado ─dijo el Mariscal mien-tras sacaba la espada del pecho del occiso. ─Yo diría más bien por la alfombra, la que por cierto me parece que acabas de ensuciarla.

Esperemos que nuestro simpático y obeso rey no se disguste. Por cierto, ¿adónde se mar-charía? ─finalmente expresó el Mayor después de haber insertado en el cuello la la nza a

su rival. ─Con estilo Mayor, hazlo con estilo ─repuso Ikuro. ¡Así! ─y rechazando el ataque de su oponente, le cercenó la parte superior de la cabeza a su adversario al que le desparramó

prácticamente los sesos sobre la mesa. ─Si quieres quitarme el apetito, vas por buen camino. Además como que el manchar o salpicar ya es una característica de ustedes dos ─le contestó el Mayor. Prefiero lo con-

vencional, usual y normal entre seres civilizados. Una estocada y ya. ─El rey se dirige hacia aquél lado. Debemos evitar que escape, puede sernos útil ─les

gritó el Mariscal. ─Antes de que nuestros amigos pudiesen reaccionar, Goreard ya había llegado a la puerta la que extrañamente no estaba asegurada, más cuando la abrió y observó como la muche-

dumbre se le venía encima, intentó devolverse, sin embargo, una lanza le atravesó tota l-mente su espalda.

─¡Eso sí debe de doler! ─argumentó e l Mayor al mira al rey caer. ─Y si no nos vamos pronto de este sitio podríamos estar como él dentro de poco. Los refuerzos llegan ─dijo el Mariscal luego de mirar por la ventana y advertir como enormes

columnas de hombres llegaban a caballo. ─¿Y puedo saber cómo vamos a salir? ─expresó el Mayor.

─Claro está, por la misma ruta que usó Roberts. ─Bromeas ¿verdad? ¡ por que él creo que saltó! ─¡Tu decides! ─le dijo el Mariscal empezando a correr.

─Sí tienes dudas, puedes tomarte todo el tiempo que quieras. ¡No hay prisa! ─le repuso Ikuro palmeándole el hombre y alejándose rápidamente.

─Si creen que esa gente me va a asustar o vayan a creer que voy a saltar están totalme n-te...

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─¡Muerte al villano! ─gritaban los aldeanos en ese momento exaltados por el odio a su rey al que uno y otra vez le ensartaban en su cuerpo inerte, lanzas, espadas, flechas, todo

lo que tuviese una punta de metal. ─¡Abran paso! ─fueron las dos palabras que escucharon el Mariscal e Ikuro antes de ver

como un cuerpo caía estrepitosamente entre los arbustos. ─¿No era mejor haber utilizado el árbol? ─le dijo el Mariscal al Mayor mientras le ayu-daba a levantarse.

─¿Y qué me descubrieran? ¡Oh no! ─Esos aldeanos ya me dieron un adelanto de lo que son capaces con los heridos y sinceramente, no es nada halagador.

─Pero al menos hay que agradecerles que hicieran que tomaras una pronta y sabia dec i-sión, la que... rápido, ¡al suelo! ─expresó Ikuro. ─Ahora ¿qué?

─Los hombres de Goreard acaban de entrar. ─¿Y vienen hacia acá? ─preguntó el Mariscal intentando observar, sin embargo, una gran

hoja le estorbaba. ─Se dirigen al segundo nivel. ─No es por decirlo, pero me parece que estamos atrapados como vulgares y simples ratas

en un agujero. Deben haber muchos gatos uniformados aguardándonos allá afuera ─dijo el Mayor.

─Es muy posible, por eso es recomendable que busquemos crear otra salida a fin de de-fraudar a nuestros gatitos ─le contestó el Mariscal asomando una sonrisa en su rostro. ─¡Sólo hay una puerta!

─Dos cartuchos en ese lado prácticamente podría decirse que harían un buen agujero en la pared ─le contestó el Mariscal.

─Y una vez que salgamos, ¿adónde iremos? ─preguntó Ikuro. ─Regresar con Baelk y sus hombres. Quizás alguno de ellos logró observar hacia dónde se dirigió Roberts ─dijo el Mariscal.

─De seguro a cualquier lugar bien lejos de aquí ─expresó el Mayor luego de haber colo-cado los explosivos en un lugar señalado.

─¿Cuánto tiempo le pusiste? ─le preguntó Ikuro. ─¡Trece, doce, once! ─comenzó a contar el Mayor. En ese momento empezaron a escucharse numerosos gritos de júbilo provenientes del

segundo nivel que hicieron que Ikuro, el Mayor y el Mariscal entrecruzaran sus miradas, las que no ocultaban el asombro que los embargaba.

─¡Descuiden! ─Estoy seguro de que volverán a la realidad cuando escuche n la pequeña explosión ─repuso el Mayor. Por cierto Mariscal, ¿cómo sabes que será seguro salir por ese agujero y no vamos a caer prácticamente en la boca del león?

─¿Quién dijo que íbamos a salir por ahí? ─le contestó aquél. ─¿Entonces para qué vamos... ?

El Mayor no tuvo oportunidad de terminar su pregunta ya que fue interrumpido en ese instante por una fuerte explosión, la cuál hizo estremecer prácticamente los cimientos del palacio, originando que algunas de las columnas comenzaran a colapsar cayendo estrepi-

tosamente y con ellas una pequeña parte del techo finalmente se desprendió, dejando caer un pequeño cofre de metal, el cual se pudo observar claramente una vez que las nubes de

polvo se hubiesen asentando nuevamente.

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─¡Vaya, vaya! ─La buena suerte como que nos acaba de sonreír y ha optado por caer del cielo ─expresó el Mayor observando el cofre. De seguro está repleto de fabulosas y caras

joyas. ─Cómo también puede estar completamente vacío ─le contestó Ikuro.

─¿En dónde tienes tu espíritu imaginativo, soñador y aventurero? ─¿Contigo? ¡En una taza de té! ─¡Debemos irnos rápido! ─Los hombres que están arriba no tardarán en bajar ─expresó

el Mariscal. ─¿Y nuestro tesoro? ¿No puedes pensar que lo vaya a dejar en manos de esos desgracia-

dos? ─argumentó el Mayor mientras tomaba el cofre y miraba rápidamente a los alrede-dores. ─Jamás pasaría por mi mente esa idea ─le contestó el Mariscal. ¿Pero es que piensas

quedarte ahí aguardando? ─¡Por supuesto que no! ─Solo quería ...

─¡Lo abres después! ─le contestó e l Mariscal al pasarle cerca. ─¿Pero los tipos de afuera? ─Estarán observando a causa de la curiosidad el pequeño agujero que tu explosivo oca-

sionó ─le contestó el oriental que avanzó en una forma rápida pero cautamente hacia la puerta de acceso en donde finalmente con un ademán de su mano, daba a entender que se

podían acercar sin problema. ─¿Sabes Mariscal? ─Si los soldados hubiesen estado esperándonos cuando salimos afue-ra, para estas alturas todos ellos estarían muertos ─le comentó el Mayor luego de voltear

la vista atrás y observar como la enorme edificación se iba haciendo más pequeña con-forme se iban alejando.

─No hay problema alguno, si así lo quieres puedes volver ─le contestó Ikuro. Nosotros cuidaremos el... ─¡Por favor Capitán! ─rápidamente expresó el Mayor interrumpiéndolo. Ya ellos perdie-

ron su oportunidad como para permitirles otra, además, hay que admitir que lo que bus-camos ya lo obtuvimos.

─No creo que Roberts esté ahí ─le dijo el oriental con una sonrisa al tiempo que señalaba el cofre. ─Cómo que te gusta hacerte el muy gracioso, ¿verdad? ─Yo me refiero a la parte econó-

mica, a la manutención que podemos tener mientras dura mi sueño. ─¿Todavía sigues con esa idea?

─Sabes lo que pienso acerca de la importancia del factor económico Mariscal. No me gusta ser un mantenido como algunos lo han sido en su juventud ─mirando a Ikuro quién no le prestó atención.

─¡Yo me refiero al sueño! ─le dijo el Mariscal. ─Realmente sé que es muy difícil, sin embargo confía en mí, haré todo lo posible por

salir del estado en coma que de seguro me encuentro. Tu sabes las heridas. Rayos, ¿cómo es que se abrirá esta porquería? ─y comenzó a sacudir fuertemente el cofre mientras se-guía caminando.

─No es ni capaz de llenar un crucigrama con las respuestas a la par, menos va a abrir un cofre que está cerrado de seguro con una simple cerradura trabada ─expresó Ikuro luego

de observarlo. ─Puedes ayudarle.

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─¿Y perder la oportunidad de observar como se va a devanar lentamente el minúsculo seso que puede poseer? ¡No lo digas ni en broma!

─Evitemos comentar todos los pormenores que sucedieron en el castillo, considero que hay que manejarlo con mucho tacto. Tal vez será mejor que otros sean los que lleven las

noticias ─expresó el Mariscal tranquilamente al tiempo que ignoraba el anterior comenta-rio de Ikuro. Y luego de haber hecho un alto en el camino y observado una serie de hue-llas en el suelo. Baelk y sus hombres están cerca ─finalmente expresó.

─No tienes por qué decirnos eso ─le dijo el Mayor.

Capitulo XXXVI

─Viéndolos a ustedes nuevamente, parecen que no tuvieron el éxito que esperaban en sus pretensiones. ¿Salió algo mal? ─les preguntó Baelk al verlos llegar a su temporal ca m-pamento.

─Estuvimos a punto de lograrlo pero el desgraciado es muy escurridizo, alcanzó a esca-par prácticamente lanzándose desde una parte del nivel superior que le permitió caer so-

bre las copas del único árbol que había en un estúpido jardín en el nivel inferior. ¿A quién se le habrá ocurrido el ridículo de sembrarlo? ─El árbol proviene de la tierra de mi abuela materna ─le contestó Baelk con una sonrisa.

Ella lo plantó junto con mi madre. ─Por eso digo que es sumamente grotesco el no expresar la exquisitez, frondosidad y

majestuosidad del colorido que emana de la simpleza del verde objeto que adorna el mít i-co jardín que madre y abuela quisieron enfocar tan sabiamente. Realmente es increíble, digno de los sentimientos de tan grandes señoras ─repuso finalmente el Mayor al tiempo

que volvía a intentar afanosamente a abrir el cofre. ─No creo que haya sido muy convincente ─le susurró Ikuro al Mariscal quién de seguido le dijo:

─Pero muy conveniente. Prácticamente dejó a Baelk bastante confundido con todo lo que expresó.

─¿Y a quién no? ─Lo toma a uno por sorpresa cuando comienza a hablar de esa manera. Claro, muchas veces le da resultado no hay que negarlo, pero en otras ocasiones que son desgraciadamente la mayoría, no. Y ahí es cuando deseo mostrarle mi afecto incondicio-

nal, ¡estrangulándolo! ─¡Te comprendo! ─le contestó el Mariscal sonriéndose. Por cierto Baelk ─volviéndolo a

ver ─¿sabe por casualidad si alguno de sus hombres observó a alguien salir de la fortaleza antes de que nosotros lo hiciéramos? ─Lo que sé, es que antes del gran estruendo, los hombres que fueron enviados tras nues-

tras fuerzas regresaron y sí efectivamente al rato, al parecer un jinete salió apresurada-mente.

─¿Hacia adónde se dirigió? ─Al muelle principal. ─¿Y no hay más información que nos pueda ser útil? ─expresó el Mariscal.

─Solo que los navíos que salieron del puerto, al parecer todos iban en dirección hacia la gran isla ─le contestó Baelk finalmente al tiempo que le solicitaba a una aldeana que le

ofreciera un pedazo de carne que se estaba preparando sobre una fogata. Coman, les ayu-dará a recuperar sus fuerzas.

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─Las que he perdido enormemente intentando infructuosamente de abrir este cofre, el cuál puso en el suelo. Quizás podría ponerle un poco de explosivo en la tapa a ver sí aca-

so se abre ─recalcó el Mayor luego de haber tomado el alimento que le ofrecía sobre un plato de barro cocido la aldeana.

─¡Podrías desaparecerlo y quedarte sin nada! ─le contestó Ikuro. ─¡De verdad que ustedes son dioses poderosos! ─Lograron ingresar en el recinto del te-soro y hallar el lugar secreto del rey Goreard ─expresó Baelk señalando y posteriormente

alzando el cofre. ─¡Un momento! ¿Creo que dijiste algo sobre un recinto de un tesoro? ─le preguntó el

Mayor abriendo sus ojos desmedidamente. ─Donde hallaron el cofre, así es ─le dijo Baelk con mucha naturalidad. ─Nosotros no estuvimos en ningún recinto ni habitación alguna ─le contestó el Mariscal

tras luego de mirar a Ikuro y al asombrado Mayor. ─Si no estuvieron en el cuarto de l tesoro como están diciendo, ¿cómo entonces lograron

obtener esto? ─preguntó Baelk mostrando el cofre. ─Prácticamente podría decirse que cayó del cielo o mejor dicho del techo del piso supe-rior cuando una parte de éste, empezó a colapsar ─le repuso Ikuro.

─Eso quiere decir que el cofre debía de encontrarse bajo el piso en la propia sala del teso-ro, la cuál, se encontraba arriba de nosotros ─expresó el Mayor reflejando en su rostro

una inconmensurable mirada codiciosa. Podríamos volver y echar un fugaz vistazo a esa parte del castillo. ─Confórmate con lo que ya tienes ─le manifestó el Mariscal, ya que no vamos a regresar.

─¿Con lo que tengo? ─Vamos Mariscal, si lo analizamos debidamente, ignoramos aún lo que hay dentro del cofre ya que el desgraciado no se abre.

─Por qué está protegido por una sencilla combinación ─le dijo Baelk. ─La qué por esas cosas del destino para variar no la sabes, ¿verdad? ─expresó el Mayor volviéndolo a ver.

─¡Asombroso! ¿Cómo lo supiste? ─exclamó Baelk. ─¿Y de dónde obtuvo ese cofre Goreard? ─le preguntó el Mariscal.

─Tanto lo que está en su interior como el cofre en sí, se dice que fue un regalo de los sabios de la isla. ─¿Y de cuánto podemos estar hablando? ─expresó el Mayor sacudiendo un poco el cofre

luego de tomarlo nuevamente. ─¿Cómo dice? ─ le argumentó Baelk extrañado por la pregunta dado que no la co m-

prendía ─Me refiero a la cantidad de gemas preciosas que de seguro guarda en su interior, ya que oro por su peso, lo dudo mucho ─le dijo el Mayor.

─Yo no estaría tan seguro de ello ─le contestó Baelk. Una característica de Goreard en su cámara del tesoro, era que la tenía muy bien dividida. Había numerosos cofres mucho

más grandes que el que tienes en tus manos, totalmente repletos de joyas de todo tipo y tamaño. Otra zona, es donde estaba todo lo relacionado con el oro, desde monedas y ba-rras, collares, anillos, cetros, coronas hasta encontrar espadas, armaduras y estatuas.

─¿Es...ta...tuas? ─¡Sí! ─Como de tu tamaño.

El Mayor quedó totalmente boquiabierto, paralizado al punto de que el plato que sos-tenía se le cayó rompiéndose en numerosos pedazos.

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─¿Se siente mal? ─le preguntó Baelk un poco asustado, pero a l ver que aquél no le res-pondía, se volvió hacia dónde se hallaba el Mariscal e Ikuro, quien sonriendo y acercá n-

dosele le dijo: ─Sólo está un poco conmocionado, no es nada grave.

─Es un alivio escuchar esas palabras. Por un instante creí que había sido her ido en la for-taleza. ─¡En absoluto! ─Lo que sucede es que acaba de enterarse que aún en los mejores sueños,

no todo sucede como uno lo desea ─le contestó el Mariscal. ─Millones, billones, trillones ─logró expresar por fin el Mayor luego de recuperarse de la

impresión en ese momento al tiempo que Ikuro le ofrecía un poco de agua en un morral de cuero. ¿Cómo es que los dejamos ir? ─¿De quién está hablando? ─ preguntó Baelk.

─No de quién, sino de qué ─le repuso el Mariscal. ─Me parece que no lo comprendo.

─Es mucho mejor que continué de esa manera, créame ─argumentó el Mariscal al tiempo que empezaba a sacar la pipa y comenzaba a prepararla. ¿Sabe en dónde podemos hallar un navío que nos pueda conducir a la gran isla? ─le preguntó finalmente.

─Hay una pequeña aldea de pescadores no muy lejos de aquí ─le contestó Baelk. Si está Kzuk él podrá llevarnos.

─¿Y éste tipo es de fiar? ─preguntó Ikuro. ─Para mí él sí, aunque hay que destacar que ignoro como son los hombres de su tripula-ción. Considero en ese caso, que lo más recomendable sería el de omitir todos los porme-

nores intrínsecos que originan su viaje. ─¡Turístico! ─repuso el Mayor ya repuesto.

─¿Pero de qué habla? ─¡De placer y trabajo! ─le contestó el Mariscal luego de lanzar algunas bocanadas de humo al ambiente y verlas flotar.

─Si lo desean podemos partir inmediatamente. Si topamos con suerte, para cuando caiga el sol nuevamente, estaremos en la Gran Isla.

─¿Por sus palabras percibo la idea de que nos piensa acompañar? ─le preguntó Ikuro mirándolo. ─Si no tienen inconveniente, claro está.

─¿Y sus hombres también nos acompañarán? ─alegó el Mayor. ─¡Por supuesto que no! ─repuso con una sonrisa Baelk. Ellos volverán a nuestro pueblo

en la costa. ─¿Pero para qué? ─Si ahora eres el gran rey, el heredero de toda la fortaleza y por ende del pueblo que lo circunda. Realmente no tienen necesidad de volver a esa floresta ─dijo

el Mayor con una enorme sonrisa. ─¿Qué es lo que quieres decir? ─expresó Baelk deteniéndose al tiempo que se volteaba y

miraba confusamente a los tres ─¡Déjeme asesinarlo! ─le susurró Ikuro al Mariscal. ─Pero si es nuestro guía ─le contestó el Mayor.

─No hablo de él, sino de ti. ¿Por qué rayos no aprendes a mantener la boca totalmente callada?

─¿Qué le pasó al rey?

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─Tuvo al parecer una marcada diferencia de opinión con sus propios súbditos, los que enojados, decidieron prescindir de sus servicios. Atravesaron su cuerpo con cuanto objeto

punzante hallaron ─le contestó el Mayor. ─¡Te felicito en verdad! ─Realmente no pudiste haber encontrado una mejor manera de

decírselo ─le susurró Ikuro. ─¿Lo crees? ─Entonces no pueden decir ahora que no usé muy bien el tacto ─le alegó el Mayor con una sonrisa.

─Era de prever que tarde o temprano el pueblo tomaría su propia venganza ─expresó al poco rato Baelk resignado. Vivían bajo un reinado de terror en dónde la codicia, avaricia

y egoísmo eran los pilares fundamentales del rey y que distan de la solidaridad y unión que debe de existir para que un pueblo logre su desarrollo. ─Es una verdadera lástima que los líderes de dónde venimos no piensen de la misma ma-

nera en que lo haces tú. No cabe duda de que viviríamos en un mundo mejor ─le dijo el Mayor.

─Quizás nosotros no tengamos la oportunidad de vislumbrar la majestuosidad de esa quimera, pero confío en que nuestros descendientes si lo harán realidad ─expresó Baelk y dándose media vuelta, empezó a seguir nuevamente su camino.

─Ni se te ocurra Mayor intentar rebatir esa idea ─le dijo el Mariscal al advertir que aquél le iba a expresar unas palabras. ¡Te conozco!

─Pero él debe de conocer que el futuro no va a ser como él lo imagina─protestó el Ma-yor. ─¿Y acaso nosotros podemos decir que lo conocemos verdaderamente? ─le expresó el

Mariscal volviendo a ver mientras continuaba su camino. ─Venimos de él, ¿no?

─Sólo conocemos lo que ya sucedió como una prolongación en el tiempo con respecto al de Baelk, ¿pero qué me dices del futuro tuyo, mío, el de Ikuro o de nuestros hombres cuando volvamos?

─Es lo que siempre te he manifestado, que no tenemos una bola de cristal ni muc ho me-nos somos o queremos llegar a representar a ninguno de esos numerosos charlatanes que

abundan por el mundo, principalmente el latino, al que le gusta estafar a las personas con su fantasmal arte de clarividencia, presagios, augurios, trucos baratos y dignos de la no-che de brujas.

─Hablan de los adivinos, ¿verdad? ─Los protegidos de los dioses como ustedes ─expresó Baelk deteniéndose por un instante a fin de ingerir un poco de agua del morral que lleva-

ba. ─¡Ni tanto! ─Son seres que el único fin que tienen son para confundir a las personas del camino que cada uno debe elegir ─le contestó Ikuro.

─Así es como nos ponen a prueba. De verdad que son sabios los dioses ─finalmente ex-presó Baelk mientras se sonreía y movía negativamente su cabeza al tiempo que co nti-

nuaba su camino. ─¿De cuáles pruebas está hablando? ─le preguntó el Mayor en voz baja volviendo a ver al Mariscal quien tranquilamente en ese momento, contemplaba como un mar inmenso,

indómito, libre y centellante se manifestaba frente a la sinuosa costa que empezaba a ma-nifestarse en todo su esplendor conforme iban descendiendo de la colina en que se enco n-

traban.

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─Creo que habla de las situaciones cotidianas en que ellos involucran a los dioses ─le contestó.

Capítulo XXXVII ─¿Crees que faltará mucho para llegar hasta dónde nos dirigimos? ─expresó el Mayor al

Mariscal. ─¡Realmente no! ─La aldea de los pescadores está bastante cerca, poseen seis vacas y alrededor de quince ovejas ─finalmente le contestó el Mariscal luego de detenerse y

haber observado el paisaje, posteriormente siguió su marcha. ─¡Vamos! ¿No vas a decir que vistes todos esos animales desde aquí? ─ le preguntó el

Mayor con curiosidad devolviéndose y ubicándose exactamente en donde el Mariscal se había detenido anteriormente. ─¡Aunque no lo creas, así es!

─Pero desde este sitio sólo se ve el mar por un lado y la costa con toda su maleza por el otro, nada de lo que anteriormente dijiste ─protestó el Mayor.

─Sin embargo, ahí está y muy claro, sólo tienes que observarlo ─le contestó el Mariscal deteniéndose y volviéndolo a ver. ─El único problema que yo vislumbro es que si aguardamos a que él pueda lograr “ob-

servar algo”, prácticamente llegaríamos nuevamente a nuestro tiempo como fósiles y te aseguro que aún así no lo lograría.

─¡Vaya! ─Muchas gracias por tus palabras de aliento Capitán. ─Lo que sucede Mayor es que eres muy predecible ─le contestó aquel con una sonrisa luego de prender su cigarrillo.

─¿Por qué se detuvieron? ¿Vieron acaso algo? ─preguntó Baelk quién se había devuelto de su camino. ─¡Es lo que él intenta! ─le repuso Ikuro con una sonrisa señalando al Mayor.

─¿Y qué es lo que mira? ─inquirió Baelk con suma curiosidad.. ─Sólo seis vacas y quince ovejas ─le contestó de seguido el Mayor.

─¡Pero no se ve nada de eso! ─expresó luego mirar hacia el mismo sitio que aquél con-templaba. ─Por eso mismo, porque desgraciadamente no observas con cuidado ─le dijo el Mayor.

Primero, debes concentrarte, liberarte de todo pensamiento para que al final puedas visua-lizar en tu mente... lo que todos nosotros ya hemos experimentado.

─Es denigrante notar como se aprovechan de situaciones en la que no se es experto apa-rentando todo lo contrario ─le comentó Ikuro al Mariscal quién solo asintió con su cabeza y optó por continuar su camino.

─¡Es inútil! ─No advierto lo que ustedes visualizan, quizás debe ser por que soy un sim-ple mortal que no tiene los dones que poseen los elegidos de los dioses en sus ojos. Agra-

dezco tu generosidad ─le dijo Baelk al Mayor y rápidamente se marchó al notar que el Mariscal ya iba más adelante. ─¿Ya ves lo que hiciste con todos tus trucos baratos? ─Lograstes que él crea que somos

dioses ─le argumentó el Mayor luego de que se le acercó Ikuro. ─Para tu información por sí ya lo olvidaste, tan solo cumplía órdenes cuando los realiza-

ba. ─Pero te puliste cuando los hacías y eso no vas a poder negarlo.

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─No tengo la culpa de que una de las cualidades naturales que me embargan, ¡sea la ex-quisitez! ─le repuso Ikuro con una sonrisa al tiempo que empezaba a caminar rápidame n-

te dejando en ese instante al Mayor pensando en una respuesta. Luego de rodear unas altas rocas que se erigían soberbiamente, desembocaron en una

pequeña llanura desde donde podían observarse como las numerosas palmeras se mecían con la brisa marina que apaciblemente las acariciaba. ─Hay que apresurarse ─expresó Baelk mirando al horizonte en donde se destacaban unas

nubes las que señaló. ─¿Qué hay con ellas? ─le preguntó el Mayor.

─No tienen buen aspecto. Son nubes de tormenta y desgraciadamente el viento las caba l-ga. ─En ese caso, aprovechemos el buen tiempo y encontremos rápido un navío ─dijo el Ma-

riscal. ─Allá en aquella choza que está cerca del corral vive Kzuk, el pescador que nos puede

llevar. ¡Vamos! ─¡Asombroso! ─expresó en ese instante el Mayor deteniéndose. ─¿Qué el pescador viva ahí? ─preguntó Ikuro.

─¡No! Lo que está pastando allá. ¿Ya lo vistes? ─¡Son vacas! ─le contestó el oriental luego de mirarlas displicentemente.

─Como si no supiera, grandioso observador de lo obvio. Me refiero a que son cuatro ─le dijo el Mayor. ─¿Y?

─El Mariscal expresó ese número. ¿Tú crees que... en verdad? ─Él dijo seis y me parece que no es lo mismo, lo que indica claramente que es una simple

coincidencia ─le repuso Ikuro sin darle mucha importancia al asunto mientras miraba detenidamente los alrededores. La aldea era relativamente pequeña, la componían en total quince chozas debidamente

alineadas, las que en su mayoría se alzaban sobre bases de troncos que extraían de las numerosas palmeras que inundaba la zona.

Los aldeanos al advertir a los recién llegados, detenían momentáneamente sus quehace-res y con desconfianza justificada debido a los acontecimientos bélicos que se habían suscitado por la zona, los miraban pasar, solo los inocentes niños en su algarabía y curio-

sidad se les acercaban, eso sí, manteniendo una segura distancia. ─Un pueblo fantasma es más amigable ─expresó el Mayor luego de intentar saludar a un

aldeano quién al notar que se le acercaba, optó por subir los cuatro escalones de su choza ocultándose en ella. Sin embargo, tuvo mejor suerte con unas niñas que le regalaron una corona de flores de luminosas tonalidades y aromas.

─Realmente simpáticas aunque un poco extrañas ─finalmente expresó al verlas como se inclinaban y se incorporaban sucesivamente mientras se iban alejando lentamente. ¡Qué

raro! ─Vienen unos ajos entre las flores que me dieron ─alegó mostrando el regalo ¿será acaso una especie de culto o una receta en que el futuro canibalismo va a estar presente? ─¡Nada de eso! ─Es simplemente una forma para alejar a los malos espíritus ─le dijo

Baelk dirigiéndose posteriormente hacia una aldeana que se encontraba cerca. ─En ese caso, te sugiero que tengas mucho cuidado, podrías desaparecer ─le dijo Ikuro

con una enorme sonrisa ─¡Gracioso! ¿No será que te carcome la vulgar envidia?

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Capitulo XXXVIII En ese momento un corpulento ser se les fue aproximando, topándose con un distraído Mayor que no le había determinado pero que al chocar y voltearse un corpulento y robus-

to pecho frente a él fue lo que únicamente pudo observar. Alzando lentamente el Mayor su mirada, pudo lograr advertir en toda su inmensidad

con el gigante con que se había tropezado, el cual lo estaba mirando fijamente a través de unas pupilas brillantes que emanaban unos ojos sumamente fríos y hundidos que le daban un aspecto dominante pero a la vez feroz.

─¡Kzuk! ─Gusto en verte nuevamente. Qué la gracia de los dioses se derrame entre tu pueblo y descendencia ─expresó en ese momento Baelk. Quiero que conozcas a unos

poderosos magos que buscan como ir a la Gran Isla. ─¡Qué hagan su magia entonces! ─le contestó aquél en forma sarcástica al tiempo que los observaba.

─¡Gracioso! ─Hay que reconocer que tiene un excelente sentido de humor ─expresó el Mayor con una sonrisa que le fue desapareciendo de su rostro al ver la cara que el gigante

le estaba haciendo. ─¡Tu no me simpatizas! ─le reclamó aquél. ─¡Eso es por que no me conoces! ─le dijo el Mayor. Soy un tipo bastante divertido, el

alma de las fiestas y... ─¡Cállate! ─expresó el gigante.

─Realmente ese tipo tiene un serio problema de personalidad. Con ese carácter dudo que pueda tener un solo amigo que lo estime ─le susurró el Mayor a Ikuro luego de acercárse-le a aquél.

─¡Es el jefe! ─Totalmente de acuerdo, pero eso no le viene a quitar que es un completo ogro, un ver-dadero pedante ─expresó el Mayor.

─Baja la voz, que no queremos causar ningún problema. ─¿Desde cuando andas con bufones? ─Eres de la realeza como para que estés con esa

patética y miserable gente ─le repuso Kzuk a Baelk señalándolos al tiempo que lo tomaba del brazo y lo alejaba un poco. ─Me parece que no le hemos causado una grata impresión ─dijo el Mayor volteándose

donde estaba el Mariscal, quién simplemente preparando su pipa sacó un cerillo y la em-pezó a encender causando el asombro de todos aquellos que los estaban mirando en ese

momento. ─Si están enojados por lo relacionado con la magia y lo que ésta representa, ¿no crees que lo que acabas de hacer podría indisponerlos más de lo que ya están? ─expresó el Ma-

yor. ─Yo diría que el disgusto que lo embarga, es debido más que todo a una mala experien-

cia que ha tenido con alguno de los llamados magos que posiblemente abundan por estos sitios y no del truco que éste sea capaz de realizar. Además, recuerda que toda esta gente es muy impresionable.

─El fuego brotó de sus propias manos ─expresó Kzuk quién a pesar de su enojo que lo abrumaba, mostraba en su rostro una admiración por lo que había observado.

─¡Son formidables, es cierto! ─Sin embargo te suplico que no los llegues a ver como magos, sino como mis invitados dado que yo fui quién les sugirió venir hasta este sitio

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debido más que todo a los problemas bélicos que se han suscitado en las tierras de Gore-ard y también por que necesitan de un navío ─expresó Baelk.

─Ya escuché de las dificultades que se suscitaron dentro de la fortaleza. Es lamentable saber que Goreard fue víctima de su propio pueblo.

─¿Pero cómo lo supiste tan pronto? ─preguntó sumamente extrañado Baelk. ─No fue muy difícil. Un pasajero que conduje hasta la Gran Isla me comentó acerca de lo que había sucedido.

─¿Por casualidad, el nombre del viajero que mencionas no era aquél que llaman el Elegi-do? ─le preguntó el Mariscal.

─¡Extraordinario! ─expresó Kzuk observándolos. ─Supongo que eso significa un sí ─comentó el Mayor. ─Desgraciadamente ese era el nombre del maldito, quién además de no pagar lo que

ofreció cuando arribamos a nuestro destino, sacó su espada y prácticamente cortó en tres a uno de mis marineros que estaba en ese momento descuidado, ya que ponía la tabla para

que él pudiese desembarcar. Cuando intentamos atraparlo, varios soldados de la isla que se acercaron en lugar de apoyarnos, prácticamente se pusieron de su lado y de no ser por que logramos escabullirnos entre la multitud de gente, para este momento estaríamos de

seguro pudriéndonos en las mazmorras de la isla. ─Eso explica el que estuvieses sumamente molesto, sin embargo no viene a justificar la

reacción hacia mis invitados ─le reclamó Baelk. ─El Elegido es el mejor de los magos según he escuchado. Sus conocimientos y poderes se asemejan al de los mismos sabios de la isla. Todo un importante personaje que oculta

su verdadera faceta interior, la de un simple asesino. ¿No serán acaso todos los magos igual?

─¿Quién lo diría? —En la base aparentaba todo lo contrario─alegó el Mayor en ese mo-mento. ─El ser humano, cambia radicalmente cuando sabe que está por encima de las leyes que

rigen al territorio en que se encuentra y por lo que sabemos, hay una ausencia de éstas en estos sitios —le contestó el Mariscal.

─¡No existen diría yo! ─Es la ley del más fuerte, el del que ostenta el poder. Por eso el muy desgraciado desea fervientemente quedarse en este tiempo, sin embargo, ni como cadáver lo va a lograr ─alegó el Mayor.

─Primero habrá que encontrarlo —le dijo Ikuro. ─¿No oíste al gigantón? ¡Está en esa isla! ¡Yo mismo lo hallaré!

─¿Tú? ─una mueca de sonrisa empezó a asomarse en el rostro de Ikuro la que paulatina-mente fue aumentando hasta estallar en una sonora carcajada que hizo que tanto como Baelk como Kzuk se miraran bastantes confundidos.

─¿Por tu reacción se desprende la remota posibilidad de que crees que yo no puedo hacerlo? ─protestó el Mayor un poco enojado.

─Es que eres gracioso, tú no encuentras una simple ballena en una piscina para niños a pesar de que estés a 5 metros de ella. ─Por que ésta de seguro no se movería.

─¿Qué tiene que ver el movimiento? ─preguntó Ikuro un poco más calmado y extrañado por la anterior respuesta.

─Es lo que utiliza mi mirada de búho para ubicar y encontrar el objetivo. ─¿Tu mirada de qué?

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─¡Búho! ¿Por qué te asombra? ¡Sabes que tengo una visión perfecta! ─exclamó el Ma-yor.

A pesar de que Ikuro intentaba por todos los medios de fingir un rostro un poco serio, sabía de antemano que le sería imposible el seguir disimulando, razón por lo cual optó

mejor por alejarse del sitio para poder reírse libremente a sus anchas. Y vaya que así lo hizo dejando perplejos a todo aquél que lo observara pero sobre todo a quién lo pudiera oír.

─¿Pero qué fue lo que le dijiste para que se comportara de esa forma tan extraña? ─Jamás lo había visto así ─le dijo el Mariscal

─¿Yo? ¡Por favor!, ¡Nada! ─Simplemente comentábamos acerca de Roberts y de pronto empezó a reírse sin razón. ─¡Realmente muy insólito! ─repuso el Mariscal exhalando algunas bocanadas de humo y

mirando hacia donde el oriental se encontraba. ─Es lo que siempre he dicho de él, sin embargo tú nunca me haces caso ─le argumentó el

Mayor. ─Me parece que tus amigos se comportan déjame decirte que de una forma bastante ex-traña —le comentó Kzuk a Baelk.

─Así es, ¿pero qué mago no lo hace de esa forma? ─Yo ya tuve suficiente con uno y no deseo inmiscuirme más con otro, así que no me in-

sistas ─le dijo Kzuk. ─Puedo asegurarte que ellos no son como el Elegido, mucho menos como los sabios de la isla —le repuso Baelk.

─Por qué de seguro con su magia te hechizaron para que creyeras eso. Sabes que ese tipo de personas no son nada tontos se aprovechan de sus extraños poderes. ¿Desde hace

cuánto los conoces?, ¿años? ─¡Solo algunos días! ─Y en tan poco tiempo como el que has tenido para conocerlos, ¿puedes llegar a expresar

sin lugar a dudas todo lo que estás afirmando? —argumentó Kzuk. ─Ayudaron a Niyel y a sus hijas.

─Realmente no dices nada nuevo ya que ese engaño es de sobra muy conocido. De segu-ro las curaron con alguna de sus extrañas pócimas las que prepararon delante de ti, pero que sin embargo nadie logró observar cuando previamente se le acercaron sigilosamente

y les echaron un brebaje en su bebida que fue el que verdaderamente las enfermó. ¿Ver-dad que así sucedió?

─¡Me temo que estás totalmente equivocado! ─Ellos las rescataron de las propias manos de los Velkin. ─¡Por favor! ─le argumentó Kzuk. Si sucedió de esa forma y así te lo relataron con sus

lenguas bífidas, no es de extrañar que de seguro estaban acompañando a un ejército al que intentaban robar y cómo no lo lograron, se les presentó la oportunidad de querer apa-

rentar engañar a las mujeres y de esta forma llevarse la gloria de lo que otros realizaron en verdad. ─¡Ellos son el ejército del que hablas! ─El que echa humo con ese extraño artefacto, la

misma Niyel me dijo que asesinó al mismo Obitán y muy fácilmente. ─¿Qué él mató a Obitán? ¿Seguro de que no se equivocó? ─Me parece que está un poco

viejo como para ser el guerrero desconocido ─repuso Kzuk observando en ese momento al Mariscal.

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─¡Totalmente! —¿Pero qué tiene que ver él con ese guerrero desconocido del que estás hablando?

─Cuando estuve en la aldea de Goreard aprovisionándome varios días antes del suceso con el Elegido, me encontré con un ser que bebía desaforadamente en una taberna y que

juraba ser el único sobreviviente del grupo que acompañaba a Obitán. Comentaba de co-mo todos ellos se habían tenido que enfrentar a una fuerza superior y como el mismo Obitán finalmente sucumbió ante la arrogancia, técnica y espíritu de un guerrero de ex-

traña ropa, que lo llegó a cercenar de un solo golpe la cintura, prácticamente lo cortó en dos sin misericordia.

─Si el borracho no lo imaginó y Niyel no se equivocó, entonces el Mariscal es el guerrero desconocido ─argumentó Baelk con una sonrisa. ─No lo sé, me parece que los otros dos que están con él tienen mejores cualidades que

pudieron haber dado fin a Obitán. Después de todo, si lo analizas, ambos también lucen extrañas ropas.

─Si así lo crees, por qué no se lo preguntas a ellos ─expresó Baelk. ─¡Pueden engañarnos! ─le contestó Kzuk. ─¿Y qué interés podrían tener al hacer eso?

─¡Confundirnos! —Todos los magos son especialistas en embaucar a la gente ─expresó Kzuk.

─¡Ellos son distintos! —Déjame mostrártelo. Ambos finalmente empezaron a acercarse adónde se encontraba el Mariscal hablando con el Mayor, quién al verlos acercarse, rápidamente optó por ponerse detrás del Maris-

cal. ─¡Mariscal! ─Kzuk quisiera saber acerca de una situación que sucedió con Niyel y sus

hijas cuando las rescataron de los Velkin. ─¿Y qué es lo que él desea saber? ─se apresuró a preguntar el Mayor. ─Si en verdad, ¿alguno de ustedes mató a Obitán? ─le contestó Kzuk.

─¿Y por qué quiere saberlo? ¡De seguro era su gran amigo y ahora busca como vengarlo! ¿Verdad? ─dijo el Mayor.

─Tienes una lengua bastante impulsiva la que posiblemente un día te pondrá en serios problemas, por lo que me parece que debe de ser extraída de tu boca ─le contestó Kzuk seriamente.

─Este tipo con tan poco tiempo de tratarte prácticamente ya te ha caracterizado y muy bien dicho sea de paso. ¡No puedes negar que es un ser bastante simpático! ─le susurró

Ikuro cuando se le acercó al Mayor quién simplemente no le contestó, sólo lo miró fija-mente. ─Realmente nunca nos ha preocupado conocer el nombre de los enemigos a quienes por

una u otra forma hemos tenido que eliminar, por eso, afirmar categóricamente quien es el responsable de la muerte de Obitán no es posible contestárselo ─le repuso el Mariscal.

Ahora, por comentarios posteriores que se suscitaron luego de ese desenlace final, se me ha identificado como él que lo asesinó. Si puedo decir que mi rival era alto, mal encarado y poseedor de una enorme espada con una empuñadora de oro.

─Olvidaste también mencionar que no tenía modales, que nos quiso quitar nuestra comi-da, además de que era un castigador de mujeres y que..., un momento, ¿dijiste que la es-

pada tenía oro? ─le preguntó volviéndolo a ver asombrado el Mayor. ─¡Así es! ─le dijo el Mariscal. Pensé que lo habías advertido.

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─Si así hubiese sucedido, no la habría dejado ahí tirada como si nada. ¡Cielos! ¡Es un verdadero desperdicio el que se hizo! —Otros se hacen de riquezas a costillas de noso-

tros. Es sumamente triste cooperar de esa forma. ─¡No sé francamente de que te estás preocupando, todavía tienes el cofre! ─le repuso

Ikuro. ─El cuál todavía sigue como lo hallamos, ¡bien cerrado! ─¿Por qué no dijiste primero lo que ellos habían hecho? ─¡Por todos los dioses! No me

hubiese comportado de la forma tan estúpida y miserable en que lo hice ─le reclamó Kzuk volviendo a ver a Baelk.

─Yo te dije que eran poderosos magos, sin embargo, no quisiste creerme. Pensabas erró-neamente que eran como el que llevaste a la isla. ─¡Está bien! ─Admito que me equivoqué, sin embargo intentaré al menos solventar mi

enorme error conduciéndolos hasta la gran isla y gratis —repuso Kzuk en voz alta al tiempo que los observaba.

─¡Vaya que amabilidad! ─le respondió con un tono bastante sarcástico el Mayor al esc u-charlo. Eso sí que olvide la propina también. ─¿Puede llevarnos al mismo sitio en que el Elegido desembarcó? —le preguntó el Maris-

cal. ─¡Por supuesto!

─Y por casualidad, ¿sabe hacia dónde se dirigía el Elegido una vez que arribara en la isla? ─le volvió a preguntar el Mariscal. ─En la travesía comentó que pensaba visitar a su amigo, al poderoso Dardano en su pala-

cio. ─El tipo como que se está acostumbrado sólo a la buena vida y a la que se puede obtener

en tan lujosos y selectos sitios ─argumentó el Mayor. ¿Saben? ─Estoy seguro de que seis meses en una mazmorra acompañado de ratas, cucarachas y escorpiones, quizás lo hagan recapacitar de las cosas simples que tiene la vida y de que seguro debido a la ávida cod i-

cia, olvidó. ─Coincido contigo, sin embargo no hay ser tan extremista. El doctor Raudane puede

ayudarte, piénsalo. Sobre todo que ya diste tu primer paso al aceptar tu situación ─le con-testó Ikuro finalmente mientras se dirigía hacia unas grandes palmeras que le ofrecieran el abrigo suficiente contra los fuertes rayos de sol que para entonces eran bastantes fuer-

tes. ─¿De qué rayos estará hablando? ¿Por qué cree él que le pediría ayuda al doctor a fin de

que cure a Roberts? ─se preguntaba a sí mismo el Mayor mientras se rascaba la nuca y miraba posteriormente al cielo. ¿Sabías que... ? ─intentó preguntarle al Mariscal cuando lo vio a la par, pero éste rápidamente le interrumpió lo que iba a expresarle, contestándo-

le: ─Es bueno preocuparse por el tiempo, sin embargo puedes estar tranquilo, la tormenta

todavía tardará en llegar. Las altas temperaturas que de seguro se han sentido en estos días no han engendrado la suficiente cantidad de masas de vapores que se requiere para unirse a las nubes de tormenta que se divisan ─le dijo el Mariscal mientras exhalaba una

bocanada de humo de su pipa y paseaba su mirada por el firmamento. ¿Vienes? ¿O pien-sas broncearte mientras juegas a ser estatua? ─finalmente le dijo al tiempo que continua-

ba su camino.

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Capitulo XXXIX Casi ocho horas después de haber abordado la nave de Kzuk y que ésta navegara en un océano tranquilo como si se deslizara en una larga pradera, se oyó la voz del vigía que

alertaba la presencia de tierra a lo lejos. ─¡Ya era hora! ─expresó el Mayor levantándose y mirando el horizonte. No se como

pueden viajar en estas simples cáscaras de nuez. Vale que el mar no estuvo agitado, de lo contrario estaríamos haciendo una visita al fondo del mar y no precisamente en un sub-marino.

─¿Y qué esperabas en una época como en la que estamos? ¿Acaso un flamante crucero de lujo? ─le dijo Ikuro volviéndolo a ver.

─¡Me parece que es lo mínimo que merecemos por nuestro rango! ─Tanto la aldea de Kzuk como él mismo, son humildes pescadores y viajamos en una nave hecha para tal fin ─le dijo el Mariscal.

─¡Así es! ─Creada y moldeada por mis propias manos ─le contestó aquél al acercarse en compañía de Baelk y había logrado escuchar el anterior comentario.

─Nos gustaría saber, ¿si dónde piensa desembarcar hay guardias por casualidad? ─le preguntó el Mariscal a Kzuk. ─¿En los muelles? ─¡En ocasiones hay! ─Sin embargo, usualmente todos están siempre

en la ciudad. ¿Por qué lo preguntas? ¿Son buscados acaso por algún crimen por los sabios de la isla?

─Puede estar totalmente seguro que ellos mismos ni saben que existimos ─le contestó el Mayor. ─¡No esté tan seguro! ─Ellos poseen el oculto poder que da el conocimiento ─le repuso

Kzuk. ─Nuestro mundo está lleno de esos tipos y puedo asegurarle que sólo alardean ─le co n-testó el Mayor con una enorme sonrisa.

─¡Oigan! ─¿Ya vieron que la apariencia física del lugar a que nos dirigimos ─expresó Ikuro en ese momento mirando el horizonte ─como que es muy similar a la que se obser-

va cuando uno llega por mar a mi país? ─¿Física? ─Pero si no se ve nada, tan solo unas cuántas nubes alrededor de aquél peque-ño punto ─le contestó el Mayor acercándose a la borda mientras intentaba escudriñar

mejor el horizonte. ─A pesar de que aún nos separa mucha distancia Mayor, ese punto que apenas observas

es el de una montaña, la cuál es bastante grande ─alegó el Mariscal quien tranquilamente desde su sitio observaba el firmamento mientras que fumaba su pipa. ─Así es, solo que no es una montaña, sino dos ─le contestó Kzuk.

Horas después empezaban a destacarse en negro sobre el resplandeciente fondo del cie-lo rojo por los rayos del sol naciente, dos majestuosos y elevados conos los que en su

cúspide, un manto blanquecino los cubría en su totalidad. ─¡Son volcanes! ─alegó el Mariscal. ─¿Seguro? ─preguntó el Mayor. Sinceramente no lo parecen.

─¡Totalmente! ─Al punto que las nubes que erróneamente creímos ver, eran del producto de las fumarolas que se desprenden del mismo cráter.

─¡Vaya que es interesante! ─Una montaña con sus propios volcanes ─argumentó el Ma-yor con una sonrisa.

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─Ahora, si los dos son volcanes, ambos me parecen que no están del todo dormidos y dado que no recuerdo en nuestro tiempo, acerca de una isla con tan majestuoso espectác u-

lo que hubiese sido explotado fácilmente por el turismo, podría decirse que la isla no existe en nuestra época actual ─comentó el Mariscal.

─En ese caso, para ser un simple espectro, luce en una buena forma ─le contestó el Ma-yor ─El Mariscal se está refiriendo a lo que pudo haberle sucedido a la isla ─le argumentó

Ikuro. ─¡Un momento! ¿No van a decirme que hacia donde nos estamos dirigiendo en este pre-

ciso instante posiblemente se desintegró de tal forma que no quedó vestigio a lguno de su existencia? ─vociferó sumamente asustado el Mayor al tiempo que señalaba la isla en ese instante.

─Me parece que no hay por qué alarmar a todos los de la nave gritando de esa manera, así que por favor, baja la voz ─le manifestó el Mariscal. Es sólo una pequeña probabili-

dad lo que he expresado. ─Si es así, ¿entonces para qué vamos ahí? —Roberts con seguridad va a desaparecer así como toda su posible y maldita descendencia. No tiene caso ni razón llegar a emular a los

famosos kamikaze ─expresó el Mayor. ─Dije que puede existir esa pequeña probabilidad Mayor. Ahora, si lo llegas a analizar

bien, si efectivamente eso llegó a suceder, desgraciadamente no tenemos forma de saber cuando va a pasar, puede ser precisamente cuando pongamos un pie en tierra, pasada una hora, mañana, ¿o por qué no? ─dentro de algunas semanas, meses e inclusive años ─le

contestó el Mariscal. ─En pocas palabras, ¿estás diciendo qué vamos a tener que comprobar lo que se siente al

vivir sobre una bomba de tiempo? ─¡Exacto! ─le contestó el Mariscal. ¿Pero no sé de qué te preocupas? ─Si ya estamos acostumbrado a eso.

─¡A vivir toda una pesadilla! ─expresó para sí el Mayor. Pronto la nave empezó a ingresar en una enorme bahía que tenía dentro unos extraños

círculos concéntricos de rocas de diferente color y que permitía en elevadas calzadas des-cargar productos, riquezas como personas a través de la mayor parte de la isla. Un enor-me templo se levantaba en el centro y más allá de ésta, una verde y cuidada planicie que

albergaba construcciones de distinta índole y en donde sobresalían aquellas de dos o tres pisos.

─¡Bienvenidos a la Gran Isla! ─les dijo en ese momento un joven quién sentado y con un palo y una cuerda en un extremo, intentaba pescar. ¿De dónde provienen? ─¡Son amigos! ─le contestó Kzuk luego de que el navío fue asegurado al muelle y se

bajaba. ─No tienen características de ser pescadores.

─¿De verás? ¿Y cuáles son los rasgos que lo acreditan a uno como tal? ─le preguntó el Mayor al desembarcar. ─Para comenzar sus manos.

─¿Qué tienen? ─ expresó el Mayor al tiempo que se las empezaba a observar. ─No lucen marcas de los sedales o de las redes, tampoco se ven encarnizadas mucho me-

nos maltratadas por el calor o la brisa marina.

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─¡Eres un chico bastante observador! ─le dijo el Mariscal al tiempo que le sacudía el cabello con su mano al joven. Lo que sucede, es que nos cansamos de ser soldados y de-

cidimos buscar nuestro sustento como futuros pescadores. ─¿Y a quién servían?

─¡Al rey Goreard! ─dijo Baelk. ─Un gran sujeto, lástima que fue asesinado según se dice por su propio hijo con ayuda de unos desalmados brujos que se convierten en monstruos.

─¿Y quién te contó eso? ─exclamó Baelk. ─¡El redactor de noticias! —Todas las noches afuera en el templo, él provee la informa-

ción necesaria de todo lo importante que ha sucedido como en los alrededores más leja-nos a todos los habitantes de la isla. ─Y sabes por casualidad ¿quién fue el que le llegó a suministrar al redactor tan desagra-

dables noticias? ─le preguntó el Mariscal luego de determinar atentamente los alrededo-res.

─El propio Elegido, quién gracias a su valor, coraje y determinación logró escabullirse de tan traicionera situación. ─¿Y qué de seguro le habrán dado la bienvenida como todo un valiente héroe? ─le pre-

guntó el Mayor. ─El pueblo se la hará, pero cuando regrese otra vez.

─¿Y de dónde? ─Los sabios de la isla le otorgaron la oportunidad de dirigir un pequeño ejército con el que aplastará la revuelta originada por Baelk y sus aliados a los que finalmente traerá

para que sean enjuiciados y ejecutados. ─Lo que implica que nos arriesgamos por nada. ¡Qué suerte! ─Por qué no se quedará

quieto en su solo lugar y deja de imitar a las malditas pulgas ─argumentó e l Mayor a Iku-ro quien se sonrió al oír la comparación. ─¿Y hace mucho que se fue el Elegido de la isla? ─le preguntó el Mariscal al joven quién

entonces estaba enfrascado en una lucha personal con un pez que se había enganchado en la cuerda. Luego de sacarlo y asirlo fuertemente le desprendió el anzuelo de la boca al

que lanzó nuevamente al agua mientras que su presa recién capturada se la ofrecía al Ma-yor, quien en ese preciso momento estaba mirando como otros navíos descargaban su carga.

─¡Tome! ─Para qué se vaya acostumbrando ─le dijo el joven con una enorme sonrisa. ─¿Y qué piensa que voy a hacer con eso? ¿Acaso sushi? —Sabes que no me gusta frito,

asado mucho menos en ceviche, es más me repugna su olor. Sólo los parientes de los ga-tos ─mirando a Ikuro ─son capaces de poder digerir... eso ─argumentó entre dientes al pasar cerca del Mariscal quién rápidamente le contestó.

─Solo sé educado con él. ─¡Gracias! ─le dijo el Mayor al joven y ocultando el enorme asco que lo invadía tomó lo

que aquél le ofrecía magnánimamente. ─El Elegido se marcha con la flota invasora hasta mañana por la tarde ─finalmente le dijo el joven al Mariscal.

─¿Sigue con Dardano? ─le preguntó Kzuk. ─¡Sí! —Está en su casa. Precisamente hoy por la noche tendrá un enorme agasajo con

baile, comida y bebida.

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─Me parece que estás muy bien informado de todos los pormenores que suceden y no creo que sea a causa de éste relator de noticias ─le dijo el Mariscal sonriéndose.

─¡Así es! ─Sí en verdad uno quiere enterarse de todo lo que sucede en la ciudad, el mejor sitio es el mercado o los muelles ─le relató el joven.

─Y sabes por casualidad, ¿con cuántos hombres piensa ir el Elegido a buscar a los rebe l-des? ─le preguntó Baelk. ─Realmente con muy pocos.

─¡Cómo que no es muy lógico ese extraño proceder por parte de él! ─argumentó el Ma-riscal al rato luego de observar como Ikuro y el Mayor al oír lo anterior externaban en sus

rostros una marcada duda. ─El ejército de Goreard todavía existe y ahora es comandado, según el redactor de las noticias que divulgó ayer por la tarde, por el sumo sacerdote que dicho sea de paso, es un

excelente amigo del Elegido. ─No es por preguntar, ¿pero cómo están tan enterados de lo que está aconteciendo en

tierra firme? ─expresó el Mayor. Es un viaje bastante largo. ─No para las parlanchinas aves multicolores que Goreard antes usaba para comunicarse con los sabios de la isla y ahora el sumo sacerdote lo hace ─le contestó el joven.

En ese instante, un pequeño estruendo que iba en aumento empezó a experimentarse en todo el muelle hasta que finalmente los cimientos de éstos, comenzaron a moverse fuer-

temente, lo que motivó que todos se miraran entre sí un poco preocupados, pero más que todo, debido a los gritos que algunos de las pasajeras de los navíos que se encontraban cerca y ya se habían bajado emitían nerviosamente.

─¡Realmente no existe razón por qué alarmarse! —Los sabios ya han comunicado que los movimientos que se han sentido últimamente y por cierto muy frecuente, son los asenta-

mientos normales que realiza la corteza terrestre. ─¡Es todo lo contrario! ─El movimiento que acabamos de sentir y del cuál no fue tan leve, me parece que es a consecuencia del volcán. ¡Está en plena actividad! ─expresó el

Mariscal luego de agacharse y con su mano tomar un puñado de arena la que acercó a su nariz.

─¿Seguro? ─preguntó Kzuk. ─Los sabios saben más ─repuso el joven. ─No lo ponemos en duda, sin embargo ignoro la razón por lo cuál ellos no han expresado

lo que en verdad sucede ─le contestó el Mariscal. ─Quizás la desconozcan ─dijo el Mayor. A veces eso pasa.

─Sólo en las películas Mayor ─le contestó el Mariscal. ─¿Por qué te llama Mayor? ¿Qué clase de nombre es ese? ¿Qué significa? ¿Tiene algo que ver con las estrellas? ─le preguntó el joven bastante entusiasmado.

─Es mi grado en el ejército. ─¡Ah! ─expresó un poco desanimado.

─Ellos son el Mariscal e Ikuro el Capitán ─dijo el Mayor posteriormente señalándolos. Baelk y supongo que ya conoces a Kzuk. ─¡Así es! ─Es todo un gran navegante, el mejor que existe. Pienso cuando crezca, ser

como él y visitar todos los lugares que abundan detrás de este manto líquido y tal vez con un poco de ayuda, crear una gran ciudad más grande y poderosa que la de ésta isla. Un

imperio.

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─Un sueño bastante ambicioso, el cuál espero que lo puedas llegar a cristalizar ─le dijo el Mariscal.

─¡Gracias! Yo soy Filip. En ese momento, un séquito de guardias se desplazaba por las calzadas atraído por el

movimiento que había azotado los muelles a fin de revisar posibles daños y al notar que todo se hallaba bien, se dio a la tarea de ir inspeccionando los navíos que habían llegado así como a las personas que estuviesen en ellos.

─¡A ellos no les simpatizan los desertores! ─les dijo el joven luego de observar como Ikuro al advertirlos le expresaba unas palabras al o ído del Mariscal. No es buena idea

quedarse aquí ─y poniéndose de pie, tomó una cesta en la que habían varios pescados. Si me siguen les mostraré como evadirlos. ─Espera, ¿por qué quieres ayudarnos? ─expresó el Mariscal.

─Ellos mataron a mi padre. ─¿Esos hombres? ─le preguntó el Mayor.

─¡No! —Lo que ellos representan. Mi padre también fue un soldado como ustedes, pero alguna circunstancia en particular en una batalla, él se vio en la necesidad de huir debido al numeroso grupo de enemigos que tenía que enfrentar en ese instante. Posteriormente

por ello, fue juzgado, condenado y muerto por el Kraem. Desde entonces tengo que velar por mi madre y hermanos ─finalmente sentenció el joven.

─¡Tu decides! ─le dijo Baelk al Mariscal en ese momento.. ─No son muchos quizás podríamos... ─intentó expresar el Mayor. ─¿Alertar a todos pero sobre todo a Roberts de nuestra presencia en la isla? —le contestó

el Mariscal. ─Ya debe de saberlo.

─¡Muy posiblemente Mayor! ─No obstante, considero que la incertidumbre momentánea en la que actualmente vive lo hará portarse de distinta forma en que lo podría hacer si en verdad supiera que ya estamos aquí ─le contestó el Mariscal siguiendo al joven quien

alegre por la confianza que le estaban mostrando aquellos seres, irradiaba un enorme or-gullo en su rostro.

─Por casualidad, ¿sabes que es un Kraem? ─le preguntó el Mayor a Ikuro cuando éste iba a la par. ─Supongo que así es como llaman al verdugo en esta isla.

─Por supuesto, muy lógico. ¿Cómo no se me habrá ocurrido? ─finalmente expresó el Mayor.

─Suban por aquella calzada que se observa, ésta los llevará a un camino que los condu-cirá a la gran ciudad, sin embargo, asegúrense salirse del camino para que puedan llegar a la zona boscosa ─expresó en ese momento el joven.

─¿Pero qué es lo qué piensas hacer? ─le preguntó el Mariscal. El muchacho solo se sonrió luego de mirarlos, sacó posteriormente varios pescados de

la cesta y empezó a correr hacia los guardias quienes tranquilamente revisaban a varias personas en ese instante. ─¡Cómo que la costumbre en este lugar es la de obsequiar pescados! ─expresó el Mayor

al verlo alejarse. ─Mientras no seamos nosotros ─alegó Baelk.

Fue en ese momento en que observaron como el joven luego de que se les había acerca-do a los soldados a quienes saludó muy cortésmente y luego de pasar entre ellos, les lanzó

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los pescados que llevaba en sus manos, con tal suerte o quizás a propósito, de que uno logró acertar en el rostro de quién los dirigía.

Éste furioso por tal acción, rápidamente ordenó a los hombres que intentaran agarrar al pequeño insolente, sin embargo, la distancia que para entonces ya les había sacado era lo

suficientemente grande como para mantenerlos a distancia y a fin de que los so ldados no perdieran las intenciones de poder atraparlo, en ocasiones volteaba su rostro y les hacían muecas, incluso, ademanes con sus manos.

─Si logran apoderarse de él, estoy seguro que lo va a pasar muy mal ─expresó el Mayor sonriéndose.

─Realmente dudo que puedan hacerlo ─le argumentó Baelk. Sólo mírenlo como cor re. ¡Disfruta de su juventud!

Capitulo XL

Luego de que los soldados se habían alejado, nuestros amigos disimuladamente y sin llamar la atención de nadie de los presentes, abandonaron los extraños muelles. Pronto

estuvieron sobre un pavimentado camino que si lo seguían los conducirían hasta la ciudad pero optaron por seguir las instrucciones que les había expresado el joven, así que aban-donaron el camino y se adentraron por un sendero que desembocaba en una ladera y en la

que algunos antílopes pastaban tranquilamente hasta que sobresaltados por la presencia humana, huyeron rápidamente.

─Es una lástima que no tengamos tiempo para cazar algunas de esas piezas. Su carne es muy suave y deliciosa ─dijo Kzuk una vez que había alcanzado la cima de la colina y se sentaba bajo la sombra de varios árboles frutales y miraba hacia abajo.

─Máxime si las hacemos acompañar de una buena porción de legumbres asadas ─le co n-testó Baelk. ¿Ustedes qué dicen? ─preguntó volviendo a ver a Ikuro y al Mayor quién se notaba un poco cansado por la subida y que finalmente luego de tomar un poco de aire

logró responder: ─Me he topado con algunas que son más duras.

─Es muy extraño, aunque a veces eso llega a suceder. Simplemente lo que buscamos no resulta como lo deseamos, sin embargo hay que insistir ¿no puedes negar que bien vale la molestia? ─le dijo finalmente Baelk sonriéndose al tiempo que se servía un poco de agua

del morral de cuero que transportaba y se regaba posteriormente un poco cerca de la nu-ca.

El Mayor no le contestó, sólo lo miró en una forma bastante dubitativa y esperó sim-plemente a que aquél finalizara para tomar un poco de agua también. Luego de pasarle el morral a Ikuro para que éste bebiera, se lo llevó al Mariscal quien para ese momento ob-

servaba como los conos se erguían frente a las frondosas selvas que los circundaban y en los que se destacaban unas poderosas aves que batían el aire con sus enormes alas, las que

traspasan con suma facilidad las cimas. ─¿Por qué te llaman la atención esos buitres? ─le dijo el Mayor con una sonrisa al acercársele.

─No son buitres como lo crees, sino cóndores, aves que eran veneradas en tiempos remo-tos por los incas. Se dice que es el rey de los Andes Meridionales. Ahora, por la forma en

que vuelan, no sé, se podría decir que están como asustadas.

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─Seguro que se comportan de esa manera a consecuencia de que algún animal les está rondando el nido. Por cierto, ¿ya qué mencionas a los Andes, eso significa que esta isla

por lo que dices entonces forma parte del continente americano? ─Los Andes por si lo ignoras es el nombre que se le da a una enorme cordillera que atra-

viesa varios países ─le contestó Ikuro. Esa extensión montañosa desgraciadamente no está presente en ninguna de las islas que forman parte de ese continente. ─Supongo que con toda esa disertación geográfica que acabas de expresar, intentas de-

cirnos algo importante. ─¡Así es! ─ repuso Ikuro.

─¿Y bien? ─ preguntó el Mayor luego de un rato de silencio. ─¿Bien qué? ─¿Qué es lo importante? ─exclamó el Mayor.

─Lo que ya expresé. ─Ikuro lo que quiso decir en pocas palabras, es que no estamos en el continente amer ica-

no a pesar de que las características de esas aves que sobrevuelan displicentemente en el ambiente, sean las de un cóndor ─le contestó el Mariscal. ─¿Qué hace entonces un cóndor fuera de su hábitat natural? ─argumentó el Mayor no

muy convencido de la anterior disertación. ─Esa es una buena pregunta ─le contestó el Mariscal.

─Tal parece que nuestro joven corredor logró evadir con extrema facilidad a sus perse-guidores ─expresó Ikuro en ese momento viendo hacia abajo y notando como una figura venía tranquilamente subiendo la loma. Es muy probable que vaya a querer acompañar-

nos. ─No lo vas a permitir, ¿verdad? ─expresó el Mayor mientras lo observaba subir.

─Habrá que hacerlo a excepción de que alguno de ustedes conozca como conducirnos a salvo hasta la casa de Dardano quien amablemente se decidió a invitarnos a su fiesta pr i-vada.

─¡Simpático el tipo! ─Por cierto, ¡no sabía que lo conociéramos! ─expresó el Mayor al tiempo que se observaba parte de su vestimenta la que sacudía levemente al notar que

esta estaba un poco polvorienta. ¿Qué pasa? ─finalmente expresó al advertir que lo mira-ban muy extrañamente tanto el Mariscal como Ikuro. ─El Mariscal habla en sentido figurado ─le dijo el oriental.

─¡Claro! ¡Lógico! ¡Por supuesto! ─No sé por qué me lo aclaras, si ya lo sé. ─Es por si te has confundido dado que es más de una ocasión te sucedió ─le contestó el

Mariscal. ─¡Vaya! ─Muchas gracias por tan valerosas palabras de aliento. Realmente se ve que no me conocen, sólo falta que me digan que también soy un despistado.

─Ha estado cerca pero no es para tanto ─le susurró Ikuro al Mariscal quien intentó no mostrar sonrisa alguna en su rostro, razón por lo cual optó por aguardar a que el joven

alcanzara la cima y mientras tanto preparaba tranquilamente su pipa la que finalmente encendió. ─A pesar de que no se parecen en nada a los sabios de la isla tienen ciertas características

que pueden presagiar que son como ellos. ─¿Por qué lo dices? ─expresó el Mariscal.

─A unos les gusta experimentar el mismo placer que tú realizas al quemar ciertas plantas en objetos muy similares al que tienes, otros por el contrario, les gusta inhalar simple-

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mente el polvo blanco de los dioses, el cuál es suministrado por los sumos sacerdotes del templo.

─¡Muy interesante! ─Ahora cambiando de tema, ¿sabes por casualidad llegar a la casa de Dardano?

─¡Sí! ─ No está muy lejos. ─¿Puedes conducirnos sin llamar la atención de nadie? ─¿Por qué quieren pasar desapercibidos ocultándose entre las sombras? ¿No van a decir-

me ahora de que son ladrones o peor aún, asesinos? ─preguntó el joven. ─¡Ninguno de los dos! ─Simplemente queremos darle una sorpresa al Elegido. Una per-

sona que verdaderamente lo merece ─le repuso el Mariscal. ─¡Sí! ─No sabes lo feliz que lo vamos a hacer cuando nos vea. Prácticamente se quedará sin aliento ─le argumentó el Mayor.

─Llorará pero de alegría ─dijo Ikuro también. ─Siendo de esa manera, me parece que podremos darle esa inesperada sorpresa y de paso,

quizás pueda obtener yo algo de recompensa, sinceramente la necesito. Bueno, mi fami-lia. ─Por supuesto, ten la plena seguridad de que si él no te nada, nosotros sí ─le contestó el

Mariscal. ─¡Vaya! ─expresó el joven abriendo sus ojos y luego de imaginar un sinnúmero de posi-

bles riquezas otorgadas se puso inmediatamente en camino seguido muy de cerca por Kzuk, Baelk e Ikuro. El Mariscal y el Mayor cerraban la fila cuando éste ultimo le pre-guntó al Mariscal

─No es por decirlo, ¿pero podrías decirme de dónde vamos a obtener la pasta económica que ese pobre chico espera recibir?

─Llegado el momento ahí veremos, mientras tanto disfruta del paisaje. ─De seguro estás bromeando, ¿verdad? ─repuso el Mayor. ¿Qué es lo que se puede dis-frutar cuando por falta de buenos caminos, debemos contentarnos con tropezarnos en las

numerosas piedras que abundan en estos senderos, eso sin contar, el que quizás haya que franquear algún que otro talud que se nos presente y cuidado, sí es que no tenemos que

alcanzar la cúspide de esas dos dichosas montañas? ─Al menos un carruaje o una simple cabalgadura haría que el trayecto fuese un poco más ameno, pero sobre todo, menos can-sado. ¿Sabes? Realmente jamás pensé en que llegaría a extrañar la ventaja de volar en un

helicóptero. Al rato, una fértil comarca de grandes llanuras y de espesos bosques cuyo límite no

alcanzaba la vista se manifestaba ante los ojos de nuestros amigos mientras la iban reco-rriendo con su mirada. La serpenteante y luminosa cinta líquida que resplandecía bajo los rayos del sol y que provenían de las altas montañas en las que se distinguía en su base

una sucesión de altas selvas finalmente les llamó la atención, principalmente al advertir que en una parte de su recorrido final en su ruta hacia el mar ingresaba caudalosamente

entre dos altos muros de roca desembocando en un enorme lago y en donde trabajos crea-dos por la mano del hombre eran evidentes. ─No sé ustedes, ¿pero no les parecen tubos los que se observan desde aquí? ─expresó el

Mayor bastante asombrado. ─¡Definitivamente! ─le contestó el Mariscal haciendo un alto.

─Son los que se encargan de transportar el agua hasta los propios lugares de los habita n-tes de la isla ─expresó el joven tranquilamente.

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─¿Caliente o fría? ─le preguntó el Mayor en forma bastante sarcástica volviéndolo a ver. ─¡De las dos maneras! ─le contestó el joven sin prestarle atención mientras continuaba

su descendente camino. ─¿O ese chico está bromeando o realmente ya no hay duda alguna de que vivimos en mi

sueño? ─Ya que no es posible que esta gente pueda tener una tecnología más sofisticada que la que nosotros poseemos en pleno siglo XXI ─le dijo el Mayor volviendo a ver al Mariscal, quién únicamente empezó a sonreírse al tiempo que examinaba rápidamente el

terreno, sin embargo en una ocasión se agachó para ver mejor unas huellas que sobresal-ían.

─¿Y ahora qué vistes? ¿Las huellas de alguna vaca perdida? ─preguntó el Mayor riéndo-se al tiempo que también se inclinaba un poco. ─¡Peor! ─Y me parece que no te va a agradar para nada saber a quién pertenecen.

─¿Qué quieres decir? ─le preguntó el Mayor interesándose. ─Al parecer estas huellas que se ven ─señalándolas ─son las de una gacela posiblemente

enferma y que... ─dijo el Mariscal. ─Esta bien, admito que soy un poco sentimental ─expresó el Mayor interrumpiendo al Mariscal, pero creo que no es para tanto. Realmente no me interesa lo que vaya a suce-

derle a ese pobre animal tal como lo estás pensando. Además, considero que si tenemos la suerte de encontrarla, al menos sabremos que no se nos puede ocurrir la idea de comer su

carne ─agregó finalmente el Mayor. ─Yo no me refería a lo que estás pensando y si me hubieses dejado terminar sabrías de lo que estoy hablando. Ahora, en el hipotético caso de hallarla puedo asegurarte que sólo

huesos son lo que vamos a poder encontrar y cuidado si nada ─argumentó el Mariscal irguiéndose nuevamente y mirando hacia la zona boscosa. Está siendo acosada por un

tigre, un oso, varias hienas y como si no fuese poco, una pantera. ─¿No te faltaron los leones y los elefantes? ─expresó el Mayor sonriéndose. ─Sobre los leones no puedo decirte nada, no veo sus huellas. Sin embargo, acerca de los

elefantes, éstos pasaron hace tres o cuatro días y se dirigían hacia el río por aquella parte del bosque ─le contestó el Mariscal gravemente mientras le señalaba una parte del suelo

en el que se podía distinguir claramente hierbas pisoteadas, ramas bajas rotas y malezas hundidas. ─Quieres por favor ya hablar en serio Mariscal y decirnos en verdad, ¿qué animales son

los que persiguen a esa... gacela? ─Pero sí ya lo dije ─le contestó tranquilamente mientras miraba alternativamente al Ma-

yor y a Ikuro. ─¡Oh vamos Mariscal! ¡Bien sabes que todos esos son animales que acabas de enumerar, viven... en África! ─protestó el Mayor.

─Menos el tigre que es de Asia y el oso ─le contestó Ikuro tranquilamente. ─¿Ya lo ves? ─Es imposible que en una simple isla como en la que nos hallamos, se en-

cuentren todos esos ejemplares y juntos. De seguro no leíste muy bien las huellas ─le dijo el Mayor. ─Si bien es cierto que estoy tan sorprendido como tú lo estás, me temo que desgraciada-

mente los animales que te acabo de mencionar, están ahí ─señalando el bosque. Las hue-llas no mienten ─ le contestó el Mariscal seriamente.

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─En ese caso, entonces no vamos a ingresar, a ese sitio, ¿verdad? ─Sólo imagina si nos sale el oso y peor sí es polar ¿con qué vamos a enfrentarlo? ¿Con las armas que lleva-

mos? ¡Nos despedazaría fácilmente! ¡Si al menos tuviésemos una basuka! ─¿No crees que desear volarlo es demasiado para el pobre animal? ─le preguntó Ikuro.

Me parece que los esquimales antiguamente lo enfrentaban con una simple lanza. ─Si me decido a tener una alfombra en la sala de mi futura casa, entonces bien que lo pensaré. Mientras tanto, no quiero ser su cena así que creo que hay que avisarle a nuestro

núbil guía para que esté enterado. ─¿De qué? ─le contestó aquél acercándose.

─De las múltiples y salvajes bestias que nos acechan en este momento y que están dis-puestas todas a devorarnos. ─Vamos Mayor, ¿no estás exagerando las circunstancias? ─le dijo Ikuro.

─Muy bien Capitán. Si tuvieses que decidir, con ese arco y flecha que llevas en tus ma-nos ¿qué prefieres enfrentar? ¿Al oso, tigre o pantera?

─¡Olvidaste a las hienas! ─le contestó Ikuro mientras asomaba una pequeña sonr isa en su rostro. ─Me parece que tu cerebro oriental no está advirtiendo correctamente la magnitud del

problema mortal en que nos encontramos ¿no es así? ─Y el tuyo que se enfoca en construir situaciones carentes de lógica y déjame decirte que

muy ridículamente por cierto ─le contestó Ikuro al tiempo que acercaba su rostro al del Mayor. ─¿Pero qué les sucede? ¿por qué están discutiendo? ─argumentó Filip luego de observar-

los. ─Sienten sólo la emoción de que posiblemente lleguen a ser copartícipes en lo que podría

ser una caza mayor ─le dijo el Mariscal. ─¿Lo dicen acaso por las huellas que vieron? ─Realmente, no hay por qué preocuparse, ¡no son nada peligrosos! ─expuso Filip sonriéndose.

─Por supuesto que no en lo que se refiere de nosotros para ellos, sin embargo, qué me dices, ¿de ellos para nosotros? ─le contestó el Mayor.

─¡Ningún animal que camina sobre esta isla ha atacado al ser humano! ─expresó el jo-ven. ─¡Claro, no lo pongo en duda! ─Pero déjame decirte, que siempre hay una primera vez y

no deseamos lógicamente ser los que inauguren ese fatídico privilegio ─le acotó el Ma-yor.

─Creo que no me he sabido explicarme muy bien. Los animales no atacan al ser humano en la isla, debido a los cristales ─repuso Filip. ─¡Formidable! ─Ahora estamos en una jaula de cristal y no advertimos el momento en

que ingresamos dentro de ella ─argumentó el Mayor volviendo a ver los alrededores de-tenidamente.

El joven se sonrió al tiempo que movía negativamente su cabeza, finalmente argu-mentó: ─Cuando hablo de cristales, me refiero a esos tipos de objetos que ubicados estratégica-

mente en todo el bosque, logran emanar una energía al cerebro del salvaje animal que le va a incapacitar su característica reacción de ataque en contra de cualquier ser humano

que se halle dentro de sus dominios. ¡Miren allá hay uno!

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─Y si al animal se le ocurre por casualidad salir de ese bosque domesticado y darse una vuelta por la ciudad, ¿qué sucede? ¿O es que también hay cristales dentro de ella? ─le

preguntó el Mayor no muy convencido de lo que el joven estaba expresando. ─Que yo sepa, nunca ha sucedido eso ─le contestó Filip. Para comenzar los guardias se

encargarían de ahuyentarlo, además ¿para qué un animal se acercaría a la ciudad? ¡Lo que dices es un poco absurdo, no tiene sentido! ─Iría en busca de desperdicios, comida fácil, la que puede hallarse en los rellenos que de

seguro tiene la ciudad en las afueras. ─¿Y qué son rellenos? ─preguntó Filip al tiempo que arrugaba su entrecejo.

─Dónde botan todos aquellos excedentes de comida que no utilizan en sus hogares así como otros objetos que les estorba ─le contestó el Mayor. ─¿Y por qué haríamos algo así? ─Para comenzar, utilizamos todo lo que vamos a con-

sumir, máxime si estamos hablando de alimentos, incluso, le ofrecemos un poco así como de bebida a los fantasmas de los muertos. Ahora en relación con los objetos, ¿la pregunta

que te haría sería ¿para qué los adquiriste si al final los vas a desechar? ─repuso el joven ufanamente. ─Así son las personas en general, pero un momento, ¿ustedes les dan comida a los fan-

tasmas? ─expresó el Mayor un poco desconcertado. ─¡Y bebida! ─Ya qué si no les socorremos con esos ofrecimientos, se convierten en un

peligro que irá acechando a los propios parientes, ya que buscarán algo de alimento entre ellos, para poder mantenerse “vivo” en el otro mundo. Después de todo, un fantasma hambriento constituye en sí un verdadero problema, el cuál es originado únicamente por

la irresponsabilidad de los hijos o parientes masculinos al no brindarles esos ofrecimien-tos en sus tumbas para mantenerlos así de buen humor. A raíz de lo anterior se deben las

apariciones fantasmagóricas que suceden en muchos sitios. ─¡Quién lo diría! ¡Tiene mucha lógica! ─argumentó el Mayor luego de analizar lo expre-sado por el joven. Ahora voy entendiendo por qué alguno de ustedes en tu país ponen la

comida en una especie de altar con la foto del fallecido y le brindan su respeto ─le s u-surró a Ikuro al voltearse ─y tienen la menor tasa de mortalidad en ataques cardíacos.

─Me alegra el qué hayas podido comprender el valor de nuestras costumbres pero ¿qué tiene que ver lo último? ¡Sinceramente no lo comprendo! ─le contestó en voz queda Iku-ro.

─Sólo imagina los semblantes de pocos amigos que tienen todos esos occisos, si se le aparecen a un vivo es un ataque cardíaco seguro para el que lo vea ─le contestó. En la

tierra de él, sí hacen lo mismo que ustedes ─expresó el Mayor mirando a Filip al tiempo que señalaba a un disgustado oriental. Sin embargo, volviendo al tema que nos interesa, ¿no vas a decir que esa comida no se pierde? ¿O lo qué es igual, un desperdicio?

─¡Por supuesto que no! ─Ellos llegan y se la comen. Lo que sucede es que como no prac-ticas esa forma de respeto hacia las fuerzas del otro mundo, no lo puedes entender aunque

quisieras ─le contestó Filip. ─El chico conoce de lo que habla, ¿por qué mejor no olvidas el asunto? ─le argumentó el Mariscal.

─Déjame explicárselo de esta otra manera ─expresó el Mayor ─y volviendo a ver a Filip obvió la sugerencia que le había dado el Mariscal. Por ejemplo los pescados que atrapas-

te. ─¿Qué con ellos?

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─A eso voy, ¡calma! ─le dijo el Mayor. ¿Qué sucede con todos aquellos que no se pue-den consumir porque tu madre y hermanos ya tienen satisfechos sus estómagos? ─En ese

caso en particular, ¿ no los botas? ─¿Por qué? ¡Sí se pueden salar o ahumar! ─Además, considero que sí hay un exceso de

alimentos, lo lógico es compartirlo con aquellos que desgraciadamente no tuvieron la suerte de ser favorecidos en ese momento. Una simple norma social que llegará a benefi-ciar a todos. ¿No le parece?

─¡No es posible! ¡Es la utopía social de cualquier civilización moderna! ¡Una sociedad sin hambre! ─repuso el Mayor bastante asombrado al tiempo que obse rvaba a Ikuro y al

Mariscal. ¡Increíble! ─¿Por qué se notan tan sorprendidos? ─De dónde vienen ustedes, ¿acaso no hacen lo mismo o es que se parecen también a todos nuestros vecinos? ─argumentó el joven mien-

tras observaba a Kzuk y Baelk al expresar lo anterior. ─¡Desgraciadamente a esos últimos! ─le contestó el Mariscal.

─¿Pero ustedes no sienten una tristeza que alguien independientemente de la edad o sexo, se acueste con hambre? ─le dijo el joven un poco horrorizado. ─Nunca has salido de la isla, ¿verdad? ─le preguntó el Mariscal.

─¿Y cómo lo sabes? ─El mundo que está afuera o que rodea este sitio, es pletórico de incongruencias que cho-

ca lamentablemente con alguno de nuestros principios básicos, que aunque suene inve-rosímil, preferimos ocultar dentro de nuestra coraza que llamamos personalidad y que sólo en ciertos pocos momentos o épocas, los liberamos.

─¡Así es! ¡Cómo en navidad! ─repuso el Mayor. ─¿Y qué es eso? ─preguntó Filip.

─Una época en que se le da regalos principalmente a los niños como también a los adul-tos. ─Hay una tribu que practica esa costumbre hacia una de sus deidades y que tiene que ver

con las cosechas. Si no me equivoco, me parece que adoran al Sol. Viven en el otro lado de la isla.

─¿Son egipcios por casualidad? ─preguntó Ikuro. ─¡No! ─Los que hablas viven a jornada y media al sureste de acá. ─Las tierras de los grandes monumentos como las pirámides y la Gran esfinge ─repuso el

Mayor. ─¿Qué dices? ─Ellos que yo sepa, no tienen grandes monumentos ni pirámides, todavía,

por que están construyendo por lo que he escuchado una, en cambio nosotros sí. Ahora sobre una gran esfinge, ignoro que es eso. ¿ Será acaso un animal sagrado? ¡A ellos les da por esas extrañas ideas!

─¿No vas a decirnos que ustedes son los que tienen las pirámides? ─preguntó el Mayor totalmente desconcertado.

─¡Tres! ─Se ubican en una gran llanura. Desde el palacio de Dardano las van a poder admirar y quizás más tarde, si así lo desean, puedan visitar. Realmente, es un sitio magní-fico como imponente. Fueron construidas por los primeros pobladores de la isla en s i-

metría perfecta con las tres estrellas que brillan en el espacio, lugar de su procedencia y en las que se conservan en su interior todo el conocimiento previo proveniente de los

mismos dioses.

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─Deberían de guardar toda esa valiosa información en un lugar adecuado como lo son las bibliotecas ─le dijo el Mayor al Mariscal, quién simplemente le contestó:

─Parece que ya olvidaste nuevamente que nosotros en el transcurso del tiempo hemos destruido, asolado, arrasado y quemado en la hoguera en nombre de la religión dominante

como de los movimientos revolucionarios de cada momento, los valiosos manuscritos que hayan poseído las distintas civilizaciones que tuvieron la desgracia de ser conquista-das. Pérgamo, Jerusalén, Alejandría con sus millones de volúmenes perdidos, irrecobra-

bles son los primeros simples ejemplos de nuestra irracionalidad. ─Siempre he dicho que los que viven en tierra firme son seres bastantes extraños y por lo

que se desprende de su conversación no estaba muy equivocado, pero en verdad, ¿ince n-diaron la genealogía de su propia historia? ─Lamentablemente, así es. Todo un cúmulo de conocimientos simplemente se esfumaron

en nubes de humo ─le contestó el Mariscal. ─Por eso nosotros no usamos los papiros ni las tablillas para dejar anotado todo nuestro

conocimiento, simplemente lo grabamos en las columnas, paredes y techos de las pirámi-des utilizando por supuesto, símbolos propios de nuestra escritura de modo que solo fue-sen comprensibles para los que la conocieran. Alquimia, medicina, astrología, misticismo

son algunos de los temas que perdurarán mientras que la construcción siga en pie y lo mejor es que no puede ser afectada por el fuego como ha sucedido con ustedes ─repuso

orgullosamente el joven. ─¿Saben que lo que ha expresado este chico al principio de su charla es sumamente inte-resante para nosotros? ─expresó Ikuro.

─¡Por supuesto! ¡Qué sus pirámides estén repletas de historias grabadas en piedra a prue-ba de fuego! ─le dijo el Mayor.

─Dije al principio y no al final. ─¡Ya! ─¿Y qué puede ser para nosotros lo interesante? ─le preguntó el Mar iscal.

─Simplemente que la posición geográfica que nos suministró, nos ubica en una isla del Mediterráneo Central, probablemente con Grecia al norte y las costas africanas al sur.

Incluso me atrevería a expresar que Creta está muy cerca, al sur en línea recta. ─Eso es sumamente importante si navegáramos hacia esos lugares, sin embargo, me pa-rece que una vez que tengamos a Roberts en nuestras manos no habrá necesidad de más

expediciones, ¿no es así Mariscal? ─repuso el Mayor. ─¡Esa es la idea!

─Y por cierto, ¿ ya sabes cómo regresaremos a nuestro tiempo? ─preguntó Ikuro mien-tras prendía un cigarrillo y admiraba en ese momento una pequeña laguna que ante ellos se manifestaba.

─Supongo que los guardianes cuando lo crean pertinente nos lo harán saber. ─¡O simplemente cuando yo despierte! ─ expresó el Mayor en ese momento mientras se

acercaba a la orilla. ¡Hermoso sitio! ─La casa de Dardano se encuentra detrás de aquella colina. Tiene un pequeño continge n-te de guardias.

─¿Y para qué los necesita? ─preguntó el Mayor quien tranquila y despreocupadamente se lavaba la cara en el agua.

─Yo no haría eso si fuese usted ─le dijo Filip.

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─De seguro el arte de la pulcritud no es una de las principales características que enseñan o promueven en esta isla. Me gusta la limpieza y si me dan un poco de tiempo, tomaré si

no les molesta un refrescante baño, por supuesto un poco más adentro de la laguna, dado que el agua que está más cerca de la orilla está un poco turbia. Además ¿qué podría suce-

der en este apacible sitio? ¡Y menos con aquél simpático y gracioso venado que también tuvo la misma idea mía del refrescamiento y que a cada sorbo de agua que lame, levanta su esbelta cabeza con una vivacidad, husmeando el apacible ambiente con las móviles

ventanillas de sus narices al aire y que... En ese momento una enorme mandíbula repleta de filosos dientes, salió de improviso a

la superficie, agarrando a la pobre criatura fuertemente y luego de zarandearla cuál si fuese una hoja, la condujo a aguas más profundas en donde desapareció. El Mayor boquiabierto por lo acontecido, simplemente se retiró a una distancia segura

del agua volviendo a ponerse la camisa al tiempo que observaba a sus compañeros, aguardaba a que alguno de ellos le explicara que es lo que había sucedido.

─Me parece que por la pequeña dentadura en donde sobresalían los dientes cónicos y agudos, hocico largo, cuello corto, de piel dura y rugosa, diría que es un insignificante y pequeño cocodrilo el que se comió a tu venado, el que por cierto y para una próxima en

que vuelvas a observar a uno de esos ejemplares magníficos, de color azul pálido con el vientre y el interior de las patas de blanco, sepas de que son gacelas ─le dijo Ikuro. Aho-

ra, si todavía piensas remojarte, considero que ahora es el momento.¡Va a estar ba stante ocupado! ─Pensándolo bien ─y mirando hacia el despejado cielo ─como que se ha puesto un poco

frío el clima. Es mejor evitar las corrientes de aire por aquello de las enfermedades. Por cierto, me hubieses comentado al menos acerca de la mascota que t ienen en este apacible

remanso ─finalmente argumentó viendo a Filip. ─No es sólo uno, generalmente hay unos cinco, quizás más. Sin embargo, puedo decirte que más arriba en la ribera del río, abundan excesivamente ─le contestó el joven mientras

seguía su camino. Muy pronto estuvieron sobre la colina de dónde se podía observar claramente la man-

sión de Dardano. Un pequeño y manso riachuelo de aguas muy cristalinas y limpias regaban las tierras cultivadas, las que alternaban en vistoso orden con un jardín multicolor que colindaba

con un pequeño bosque que había que atravesar para ingresar en la propiedad. ─Realmente las edificaciones de este sitio son bastantes extrañas. Las paredes brillan

como si fuesen de plata ─argumentó el Mayor. ─Afortunadamente, la tarde ya empieza a declinar y pronto los últimos rayos de sol se irán extinguiendo lentamente. Sin embargo, el problema es que por la noche, va a haber

luna llena ─expresó el Mariscal. ─Si logramos acercarnos si que nos vean, el elemento sorpresa seguirá con nosotros ─le

dijo Ikuro. ¿Crees que habrán muchos invitados dentro de la casa? ─Si el tipo es influyente como parece y por la estructura que tiene la mansión, diría que bastantes.

─No creo que eso sea muy importante ya que a excepción de Roberts, ninguno de los presentes tiene el privilegio de conocernos ─exclamó el Mayor.

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─Opino igual que tú, sin embargo, para entrar en ese sitio me parece que necesariamente tendremos que cambiarnos de ropa, las nuestras llamarían mucho la atención ─argumentó

el Mariscal mientras observaba detenidamente el lugar. ─¿Pero es acaso piensan participar en la propia fiesta que se va a dar en la casa de Darda-

no? ─preguntó asombrado Filip. ─No creemos que Roberts salga a tomar el aire, así que habrá que ir por él y para eso, habrá que ingresar ─repuso el Mariscal.

─¿Yo pensé que querían darle una sorpresa al Elegido? ─les dijo el joven un poco des-concertado.

─¡Y se la vamos a dar! ─Lo que sucede es que los dos son la misma persona ─le repuso el Mariscal. ─¿Están diciendo que el Elegido es Roberts? ─expresó asombrado Filip.

─Yo diría más bien que es al revés. Roberts usurpó un nombre que no le corresponde simplemente ocultando el propio.

─¿No comprendo por qué él haría eso? ─expresó Kzuk. Si nuestro propio nombre es lo que nos llega a identificar ante los demás. ─¡Por simple codicia! ─Una faceta que todo ser humano oculta en forma latente en su

propia personalidad. Desgraciadamente, en ocasiones se despierta llegándolo a dominar ciegamente a un punto en el que cualquier sacrificio inclusive humano es justificable para

obtener lo que busca ─repuso el Mariscal. ─¡Pero si él ya lo tiene todo! ─Poder, fama, honor, ¿qué más puede buscar un ser huma-no? ─expresó Baelk al tiempo que movía negativamente su cabeza.

─Los primeros invitados al parecer van ingresando en el bosque ─argumentó en ese ins-tante Ikuro.

─¿A pie? ─Como que en este sitio no tienen un poder adquisitivo acorde a su status. Podrían llegar al menos en un buen carruaje o sobre un simple caballo a falta de limosina. ─¿Y qué es eso?¿Un fruto? ─le preguntó Filip.

─Es un medio de transporte que no es movido por caballo alguno ─repuso ufanamente el Mayor quién creía que con su respuesta lograba explicarse satisfactoriamente. Tiene unos

asientos muy reconfortables que hacen que el viaje sea agradable y ameno. ─¡Ya sé de qué estás hablando! ─expuso Kzuk. Yo los he visto. ─¿De verás? ─expresó desconcertado el Mayor volviéndolo a ver.

─¡Sí! ─Es un carruaje que es tirado por burros e incluso en otros lugares lo hacen los bueyes. Lo único malo que yo noto en ambos casos, es la lentitud con qué se llega a des-

plazar uno. ─Tal parece que la rapidez no es parte característica de tu pueblo ─le dijo Filip al Mayor al tiempo que emitía una fuerte carcajada.

─Como que nuestro joven amigo es sumamente paciente. Debes de reconocer que sí sabe aguardar su momento oportuno para devolver todas las indirectas que les has expresado

últimamente ─le dijo Ikuro. ─¡Nosotros también! ─Esperaremos en el bosque a que pasen nuestros trajes. ¿Me s i-guen? ─expresó el Mariscal al tiempo que reanudaba el camino. ¡Tenemos una fiesta a la

que hay que asistir! ─¿Se sentirá bien? ─dijo el Mayor al verlo alejarse.

─¿Por qué lo dices? ─preguntó Ikuro. ─Es la primera vez que lo noto que se comporta en una forma tan sarcástica.

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Capitulo XLI ─Realmente me está preocupando que piensen asaltar a los invitados que se dirigen a la casa de Dardano ─le argumentó Filip al acercarse al Mariscal. El robo no se acostumbra

en esta isla. ─¡Es de esperarse!

─¿Y qué van a hacer con los perjudicados? ─pregunto Filip. Sabes que darán la voz de alarma en cuánto puedan. Seríamos descubiertos al final. ─Sería lógico que actuasen de esa manera, si se percataran por supuesto de lo que les

hicimos ─repuso el Mariscal asomando una leve sonrisa en su rostro. ─Con lo que expresas, ¿no sugieres que los vamos... ? ─argumentó el Mayor.

─¡Por supuesto que no! ─repuso el Mariscal interrumpiendo lo que aquel iba a expresar. Simplemente vamos a tomar prestadas sin que lo noten, que es la idea, algunas prendas que puedan llevar extras en su equipaje.

─Me parece que uno no va a una fiesta con ropa de más ─le expresó Ikuro. ─¡Sí! ─ Es totalmente ilógico ─agregó el Mayor.

─En nuestro tiempo probablemente, pero en el de ellos, no. Ya tú lo dijiste hace poco, algunos vienen a pie y estoy seguro que las celebraciones duran hasta muy tarde, lo que implica por consiguiente que deberán de quedarse hasta el nuevo día.

─¡Así es! ─La tradición de nuestra isla exige que el anfitrión debe brindarle alojamiento a sus invitados ─expresó Filip.

─Eso no indica que no se marchen con la misma ropa con la que llegaron ─repuso el Mayor. ─La vanidad de los mismos invitados lo impedirá ─repuso el Mariscal.

─Hay que reconocer que desde el punto de vista que admirablemente enfocaste basado en la envidia occidental, tienes mucha razón. ¿No lo piensas igual Mayor? ─expuso Ikuro con una enorme sonrisa en su rostro. Aquel sólo lo miró y no en muy buena manera.

─¿No existe algún plan, estratagema o algo parecido que nos tengan que explicar? Por qué sinceramente nosotros no entendemos que es lo que hacemos en este sitio ─expresó

Baelk en ese instante. ¿Qué es lo que sigue? ─Es una buena pregunta ─repuso el Mayor viendo al Mariscal que observaba tranquila-mente si su pipa estaba perfectamente encendida.

─Vamos a deslumbrar a nuestros paseantes viajeros y mientras ellos están atónitos, tú y yo nos vamos a encargar de revisar sus pertenencias sigilosamente, tomando únicamente

lo que nos pueda servir ─agregó el Mariscal finalmente luego de exhalar un poco de humo. ─Podemos ocultar nuestros trajes, pero no nuestros rostros y Roberts apenas los vea, se

pondrá en completo resguardo enviando de seguro a los lacayos de Dardano para que nos ataquen dándole así la oportunidad incluso de escapar nuevamente ─argumentó Ikuro.

─Es exactamente lo que iba a decir yo ─expresó el Mayor. ─Por eso es que Baelk y Filip entrarán de primero. ─Yo puedo también acompañarlos ─expresó Kzuk.

─¡Por supuesto! ─Y apenas él logre divisarte sabrá que vienes a cobrarle la deuda no pagada así como la muerte del marinero. Me parece que no es nada recomendable ─le

dijo el Mayor.

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─Entrarás con nosotros una vez que Baelk haya advertido en donde está el Elegido y nos lo haga saber con Filip.

─Y una vez que todos estemos adentro, nos abalanzamos contra él, lo agarramos y zás, en casa ─argumentó el Mayor. ¡Suena bien el plan!

─¿Va a ser como lo dice él? ─preguntó Ikuro no muy convencido. ─En resumidas cuentas es lo que debe suceder al final, sin embargo, hay que tener cuida-do con algunos imprevistos que se nos puedan presentar una vez que estemos dentro de

los muros de la mansión. ─¿Y cuál va a ser la idea tuya acerca de deslumbrar a esos viajeros? ─expresó el Mayor

al rato. ─Ikuro dará un espectáculo con ayuda de Kzuk, Baelk y Filip como simples espectado-res. La gente que viene llegando al pasar se irá acercando atraídos por la curiosidad de lo

que aquellos están observando. Nosotros mientras tanto, una vez que notemos que hay mucha gente, salimos de aquella parte del bosque y nos confundimos entre los espectado-

res. ─¿Cuánto tiempo tengo que durar? ─Todo el que puedas darnos o hasta que te demos una señal ─le dijo el Mayor. Es tu

oportunidad de ser famoso, así que no desperdicies la oportunidad que se te presenta. ─¿Crees que puedas hacerlo? ─le preguntó el Mariscal.

─Haré lo que pueda. ─Habrá que hacerlo entonces rápido, ahí se acercan unos viajeros. Dame tu chamarra Ikuro, no deben de ver esa parte del traje. ¡Ustedes siéntense ahí! ─les dijo finalmente el

Mariscal a los otros tres. ─¡Espera! ¡Dejé el cofre con ellos! ─argumentó el Mayor.

─Ya no hay tiempo. ¡Déjalo! ─ Ellos lo cuidarán. ─Pero no como yo. Ikuro mientras tanto, empezó a buscar algunos objetos que estaban en el suelo a los que

puso sobre un pedazo de tronco que en días pasados había sido cortado en el preciso mo-mento en que los viajeros con cierta curiosidad al ver sentados a tres personas que aguar-

daban, se quedaron inmóviles esperando lo que podría acontecer. El oriental hizo varios trucos con los que sacaba risas y aplausos, pero él que más llamó la atención de los presentes fue cuando hizo encender una fogata aparentando que lo hac-

ía con su dedo pulgar. Para ese momento, el Mariscal y el Mayor ya habían logrado su cometido.

─Hazle la señal ─le dijo el Mariscal. ─Ya se la hice pero tal parece que le fascina ahora ser quién llame la atención. ¿Piensas ponerte eso? ¡Pareces un oso!

─¡Es para Kzuk! ─¿Pero qué rayos?

─¿Qué sucede? ─preguntó el Mariscal mirando adónde estaba la multitud. ─Ha tomado el cofre. De seguro va a intentarlo abrirlo aunque vanamente. Yo lo intenté todo. El pobre va a quedar muy...

─¡Satisfecho! ─Mira que lo abrió en el primer intento ─repuso el Mariscal con una sonr i-sa.

─De seguro la cerradura ya estaba muy cansada. Eso sucede en ocasiones ─expresó el Mayor un poco molesto. ¿Qué irá a hacer con las joyas que hay dentro?

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─No sabemos nada de su contenido así que acerquémonos para ver lo que había ─le dijo el Mariscal.

─¿Y los trajes? ─Déjalos ahí, no creo que venga alguien a llevárselos. ¿Quién podría hacer tal bajeza?

─Yo podría darte una idea ─expresó el Mayor con una sonrisa. ─Para terminar este espectáculo ─expresó Ikuro luego de observar lo que había adentro del cofre. Quiero que ─fue en ese instante en que extendió el manto el que se puso sobre

su cuello y ante el asombro de todos, el cuerpo del oriental desapareció, haciendo que el miedo embargara a todos los presentes que prefirieron marcharse rápidamente. Si todavía

no hago nada ─repuso aquél finalmente. ─Era distraerlos, no ahuyentarlos en estampida como lo hiciste ─argumentó el Mayor al acercársele. Aunque realmente esta vez te puliste.

─¿Pero de qué estás hablando? ─argumentó Ikuro. Sólo iba a desaparecer algunos obje-tos con ayuda del manto.

─No tienes que decirlo, vaya que lo hiciste ─le dijo Baelk aún un poco nervioso mientras evitaba verlo a la cara. ─¡Ya te felicité! ─argumentó el Mayor. Así que no tienes por qué seguir insistiendo en

mantener ese truco todavía. ─Sigo aún sin comprender absolutamente nada ─y fue cuando en ese preciso momento

en que Ikuro bajó su mirada para observar que su cuerpo a pesar de que lo sentía, no lo veía. ¡Mi madre! ─¿No vengas a decir que vas a aparecerla aquí y ahora? ─le argumentó el Mayor mirá n-

dolo y observando al mismo tiempo a su alrededor. ─Me refiero a mi cuerpo ─le repuso Ikuro tocándose en donde creía tener su pecho. ¿En

dónde está? ─¡Eres en verdad muy gracioso! ─Me preguntas a mí, si el mago eres tú ─le contestó el Mayor.

─Para tu información, este truco no está en mi repertorio. No sé como lo hice. Simple-mente abrí el cofre y me puse el manto que en el había.

─¿En dónde fue que te pusiste el manto? ─le preguntó el Mariscal. ─¡Aquí! ─tocándose el cuello y luego de sentirlo, lo agarró quitándoselo de su cuerpo, el cuál, de inmediato apareció como de igual forma en su mano, el manto.

─¡Realmente asombroso! ─¡Ni tanto! ─No oíste que no supo como hizo el truco para desaparecer su cuerpo, lógi-

camente mucho menos va a saber ahora como éste apareció nuevamente ─le dijo el Ma-yor. Este es un mago tirando a charlatán. ─Yo me refería a que Roberts tenía razón ─respondió el Mariscal.

─¿En qué sentido? ─le dijo Ikuro doblando cuidadosamente el manto al tiempo que lo ponía sobre el cofre.

─De querer quedarse en este sitio, ¿qué más puede ser? ─Aunque realmente no veo la relación ─expuso el Mayor. ─El vino hasta esta época en búsqueda de la capa de la invisibilidad, la que al parecer y

sin querer, nosotros obtuvimos. ─¿Cuándo? ─exclamó el Mayor.

─Estaba en el cofre ─le respondió Ikuro.

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─¡Un momento! ─¿Van a decirme que estuve cargando un pesado cofre todo este largo tiempo, atravesando mares, montañas y exponiendo constantemente la vida a múltiples

peligros por llevar una simple capa la que al final ya no estaba? ─expresó el Mayor. ¿Se-guro de que no habían joyas, algún artículo de valor cuando lo abriste? ─finalmente

agregó viendo a Ikuro y luego de poner el manto desdeñosamente sobre el suelo, alzó el cofre y empezó a buscar en su interior. ─Realmente no creo que vaya a encontrar nada más, sólo el manto se hallaba cuando lo

abrí ─le dijo. ─Por cierto, esa capa que debía de encontrarse aquí, ¿por qué es tan importante? ¿Estaba

hecha acaso de filamentos de oro? ─expresó el Mayor luego de una breve pausa de silen-cio. ─¡No es posible! ─expresó Ikuro tapándose la cara con su mano mientras movía negati-

vamente su cabeza. ¿Lo haces tú o lo hago yo? ─Importa quién, pero que la respuesta sea como dicen ustedes, diáfana, clara, comprens i-

ble ─le contestó el Mayor. ─Tu vistes lo que le sucedió a Ikuro hace poco, ¿verdad? ─le dijo el Mariscal. ─¡Por supuesto! ─Simplemente le salió mal el truco por qué olvidó como es que se hacía.

La mediocridad en su punto más alto. ─¡El manto! ─expresó el Mariscal al tiempo que lo tomaba y lo acariciaba suavemente.

─No es la gran cosa, es bonito, aunque con otra tonalidad en su color considero que se vería mejor ─rápidamente le repuso el Mayor. ─No lo has comprendido, ¿verdad? ─El manto hace que las cosas cuando son tapadas por

él, invisible a nuestros ojos, por eso el cuerpo de Ikuro desapareció. ─O sea, ¿el manto es la capa que buscaba Roberts? ─expresó el Mayor tronando los de-

dos.. ─¡Gracias señor cualquiera que fueras! ─repuso Ikuro viendo hacia el cielo. ¡Aleluya! ¡Sólo estaba agradeciendo en voz alta! ─finalmente agregó al notar que tanto Baelk como

Kzuk lo observaban en una forma bastante extraña. ─¿Será seguro usarla? ─Mira que posiblemente los efectos secundarios hacen que uno no

se comporte muy racionalmente ─alegó el Mayor al Mariscal luego de ver a Ikuro, aun-que en él, ya es normal. ─Tomen las cosas y pongámonos en camino ─argumentó el Mariscal.

─Con la ayuda extra que tenemos, ¿no vas acaso a variar los planes? ─le preguntó el Ma-yor al tiempo que los otros se le iban acercando.

─¡Relativamente un poco! ─Ikuro, usarás el manto y entrarás de primero en la casa anali-zando la situación. ─Pero tápate esta vez la cara también. No queremos inventar la leyenda de la cabeza que

flota en el aire en busca de un cuerpo ─le dijo el Mayor volviéndolo a ver. Por supuesto, una vez dentro, lo buscas y lo agarras fuertemente hasta que nosotros lleguemos.

─Mantendremos el plan original ─le contestó el Mariscal. ─Pero si nadie lo podrá ver, ni siquiera Roberts aunque él sentirá una fuerza desconocida que lo inmoviliza ─argumentó el Mayor.

─Lo hará solo si Roberts intenta evadirnos nuevamente ─expresó el Mariscal. ─Apenas nos vea, no hay que ser un Nostradamus para profetizar que es lo que va a s u-

ceder ─le dijo el Mayor.

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─¿Y qué es lo que vamos a hacer ahora? ─Un pequeño contingente de hombres del due-ño de la mansión vigila celosamente el perímetro de la casa ─expresó Ikuro al doblar el

recodo y notar como eran revisados los invitados que se iban aproximando. ─Sin invitación, no creo que podamos entrar ─le dijo Kzuk.

─Despreocúpense. Tenemos. ─¿Pero de qué hablas? ─¡El cofre! ─Va a ser el pretexto para llegar al Elegido.

─¿Es que acaso piensas dárselo? ─alegó el Mayor. ─¡Por supuesto que no! ─Es lo que vamos a decir a esos guardias. Qué es un regalo tra í-

do de la tierra de Goreard enviado por el Sumo Sacerdote. ─¡Comprendo! ─Vamos a hacerles creer que somos sus enviados ─argumentó Baelk. ─¡No! ─Sus representantes. Si hay que aparentar hay que hacerlo a lo grande ─expresó el

Mariscal. ─Una interesante y ambiciosa forma de ver las cosas ─le dijo Filip.

─Me parece que si quieres llegar a ser un poderoso líder, debes usar esa premisa. La gen-te común se encandila fácilmente ─le dijo el Mayor. ─Saludos forasteros. ¿Vienen a la gran celebración? ─les dijo un soldado de complexión

vigorosa, tez blanca, de mirada insolente, dura y de un largo cabello castaño que ocultaba bajo un casco dorado. Una armadura protegía su pecho y una espada dorada pendía de su

cinto. ─¡Así es! ─Hemos realizado una larga travesía para tan gran evento. Traemos un obse-quio para el Elegido de parte de su amigo el Sumo Sacerdote ─le dijo el Mariscal.

─Son... ─¡Sus embajadores! ─se apresuró a expresar el Mayor.

─ ¿Todos? ─¡No señor! ─Sólo ellos tres ─le contestó Baelk. ─¿Y supongo que ustedes son su escolta?

─¡Sólo nosotros dos! ─repuso Baelk al tiempo que señalaba a Kzuk. El pequeño sólo nos ha servido de guía.

─Tienes una apariencia que se asemeja con uno que es buscado. Por casualidad, ¿estuvis-te en el muelle esta mañana? ─expresó el soldado al tiempo que rodeaba al joven ob-servándolo detenidamente.

─Estaba con nosotros ─expresó el Mariscal. ¿Sucede algo? ─Un chico al parecer agredió a varios soldados que se encontraban en ese lugar y la des-

cripción que nos suministraron coincide precisamente con la de él ─dijo el soldado seña-lando al joven. ─¿No van a decir que las travesuras de un insignificante pequeño logra poner en alerta a

todos los soldados en esta isla? ─le preguntó el Mayor. ─Si no los educamos desde muy pequeños, ¿cómo podremos hacer de ellos verdaderos

hombres? ─Guerreros valerosos que mantendrán un férreo ataque así como una heroica defensa en los muros de la ciudad, aunque esto último, jamás puede llegar a suceder ─Está muy seguro de lo que pueden hacer realmente sus enemigos para hablar tan modes-

tamente de la forma en que lo hace ─le contestó el Mariscal. Sabemos que todo imperio que nace, se añeja hasta que finalmente llega a extinguirse.

─¿Está insinuando acaso que nuestra civilización llegará a desaparecer? ─expresó el so l-dado riéndose, acción que hizo que los otros tres que estaban cerca, hicieran lo mismo.

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─¡En absoluto! ─Solamente repito lo que los sabios han expresado, acerca de cómo son las cosas en la vida.

─No los de esta isla que están por encima de todas esas figuras famosas que ustedes en sus tierras admiran y escuchan a pesar de que no saben nada de lo que dicen. Son unos

fatuos. ─No sé por qué estoy llegando a considerar que los que viven en esta isla son unos harta-dos y pusilánimes habitantes que no podrían vivir en otro sitio por que nadie sensato lle-

garían a tolerarlos ─le susurró el Mayor a Ikuro. Por supuesto, lógicamente hay sus ex-cepciones ─finalmente agregó al notar que Filip se le quedaba observando.

─¿Qué hablan ustedes en voz baja? ─preguntó el soldado acercándosele al Mayor. ─¡Nada importante! ─Sólo le comentaba a mi amigo que ustedes tienen una gran tierra, una isla interesante, fantástica ─repuso el Mayor con una enorme pero fingida sonr isa.

─¡Muy bien! ─Pueden continuar con su camino, sin embargo, si llevan alguna arma de-ben dejarlas en aquella parte, se les devolverá cuando regresen a sus hogares. También

deben de mostrar todo lo que llevan en sus morrales ─dijo el soldado quitándole en ese momento el que llevaba el Mayor. ¿Qué es esto? ─expresó finalmente al abrirlo. ─Son simplemente mechas.

─¿Y para qué sirven? ─preguntó el soldado sacando algunas las que observaba minucio-samente.

─¡Funcionan como velas! ─le dijo el Mariscal. Prende un extremo y dura un intervalo de tiempo en apagarse. Todo depende del tamaño. ─¡Comprendo! ¿Y esto? ─expresó el soldado sacando del fondo del morral otro similar

pero doblado cuidadosamente, acción que hizo que el Mariscal e Ikuro entrecruzaran sus miradas de preocupación y asombro dado que ese morral era el que supuestamente co n-

tenía los explosivos. ─Lo llevo por aquello de que se estropeara el que uso, usted sabe los accidentes suelen ocurrir ─le contestó el Mayor.

─¿No será más bien que escondió su contenido en otro sitio para que nosotros no lo vié-semos? ─repuso el soldado mirándolo fijamente. ¡Por supuesto! ¡El cofre!

─¿Qué hay con él? ─ le dijo el Mayor volteándose adonde éste se encontraba. ─¡Quiero que lo abra! ─A mí me gustaría también, sin embargo, me parece que no podemos ─le alegó el Mayor

muy tranquilamente. ─¿Se está negando?

─¡No soldado! ─le repuso el Mariscal interviniendo en la conversación. Lo que sucede es que nosotros no tenemos la llave, además de que el cofre es el regalo que se le lleva al Elegido.

─¿Y en dónde está? ─Bueno, él se supone que en la casa de Dardano. Hoy es su agasajo y por eso estamos

aquí ─le contestó el Mayor. ─¡Quiero decir la llave! ─argumentó el soldado un poco enojado al ver que la mayoría de los presentes se sonreían incluso sus propios compañeros por la anterior respuesta del

Mayor. ─Le fue enviada en una de las aves que los sabios de esta isla le dieron a l rey Goreard y

que ahora el Sumo Sacerdote las utiliza ─les dijo Baelk en ese momento.

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─¡Continúen su camino! ─repuso el soldado haciéndose a un lado y acercándose donde estaban sus compañeros que ya habían comenzado a registrar a otros invitados.

Capitulo XLII ─¿En dónde pusiste los explosivos? ─le preguntó el Mariscal acercándosele al Mayor una

vez que se habían alejado lo suficiente de los guardias. ─En el lugar más seguro. ─¿En dónde? ─le preguntó Ikuro.

─¿No adivinas? ─y alzó el cofre en ese momento. ─¿Ahí?

─¡Qué mejor sitio que éste! ─le repuso el Mayor. ─¿Y qué hubiese sucedido si el soldado se le ocurre abrir el cofre? ─le preguntó Filip con suma curiosidad.

─Simplemente el pobre no habría encontrado nada. Envolví el explosivo con el manto y abriendo el cofre ─éste estaba aparentemente vació en su totalidad. El problema hubiese

sido explicar que le sucedió entonces al regalo que supuestamente llevábamos, aunque claro, al final ellos entonces ya no estarían. ─¿Y para dónde se irían? ─le preguntó Filip.

─¿Adónde crees? ─le repuso con una sonrisa bastante maliciosa. A dar una visita a sus ancestros. ¿No es así Ikuro?

─Exactamente ─le contestó el oriental sonriéndose también. ─Hay que reconocer Mayor que su estrategia de camuflaje fue bastante soberbia, lo feli-cito.

─¡Muchas gracias Mariscal! ─Y ahora sólo tengo que devolver el explosivo a su verda-dero sitio. ─¡Yo le ayudo! ─le dijo Filip agachándose ─y abriendo el morral sacó de éste el que

estaba doblado al que empezó a trasladar con sumo cuidado todo el explosivo. Es una lástima que no pudieron hacer lo mismo con las armas que portaban, así no los habrían

desarmado ─finalmente expresó. ─Yo no estaría tan seguro ─le dijo Ikuro quién tranquilamente empezó a quitarse el abr i-go que llevaba, el cual puso posteriormente sobre el suelo.

─¿Pero de qué está hablando? ─expresó Filip sumamente confundido y sin comprender nada.

─Vamos Capitán, me parece que no estamos como para un día de campo ─le dijo el Ma-yor al observar la escena anterior con una pequeña sonrisa, además de que dudo de que alguno de los presentes tengan un poco de apetito como para comer sobre eso.

Ikuro no les contestó a ninguno de los dos, simplemente siguió en lo suyo. Movió sus manos sobre el abrigo el que luego levantó rápidamente apareciendo en el suelo todas las

armas. Inicialmente se sonrió pero luego le dijo al Mayor: ─Me parece que este suculento platillo, es lo suficientemente especial como para que todos cambien de opinión, ¿no lo crees así?

─¡Salvajemente asombroso! ─argumentó Kzuk luego de recuperarse de la fascinación que lo embargaba mientras que Filip quedaba boquiabierto y prácticamente sentado en el

suelo. ─¡Es formidable! ─agregó Baelk.

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─Hay que aceptar que es un buen truco, nada complicado por supuesto como para llegar a los límites del histerismo colectivo en que nuestros compañeros se han sumergido tonta-

mente ─expresó el Mayor a Ikuro luego de agacharse y tomar su arma como la del Maris-cal, quién para ese instante fumaba la pipa como perdido en su pensamiento. Si bien es

cierto que parecía tener los ojos cerrados observaba la enorme construcción de piedra tallada entrecerrando los párpados. ─Traje tu arma, por si estabas intranquilo ─le dijo el Mayor al acercarse. Ikuro logró re-

cuperarlas. ─Es una verdadera maravilla, podría decirse que es representativa de una época ciclópea.

¿No lo crees así? ─le dijo el Mariscal luego de volverse y tomar el arma. ─Si tú lo dices, aunque sinceramente no es la gran cosa. Me parece que todavía le falta un poco más de refinamiento, encanto, quizás sentimiento ─le contestó el Mayor a un vac i-

lante Mariscal, quién no lograba comprender claramente lo que aquél le había contestado y quién al retirarse, le dio la oportunidad a su interlocutor, de poder observar tranquila-

mente a la distancia la enorme construcción que se erigía en ese momento ante él. ¿Sabes que pienso? ─¿Qué?

─No hay duda de que el dueño que vive ahí o el que la diseñó, despertaría la envidia de todos aquellos millonarios que verdaderamente se catalogan como excéntricos en nuestro

tiempo y vaya que son muchos. Realmente es una insólita choza la que se imaginó y construyó. Por cierto, ¿de qué época crees que sea? ─finalmente expresó el Mayor lo que hizo que el Mariscal prácticamente se detuviese en forma súbita y le volviese a ver en una

forma bastante extraña y que a la postre éste le respondiera: ─¿Para qué preguntas lo que ya te contesté?

─¿Cuando? ─Hace poco. Fue en ese momento en que la tierra empezó a moverse. Al principio suavemente pero

fue incrementándose con el tiempo hasta llegar al punto de que varias enormes acacias que se encontraban cerca de ellos, sus raíces finalmente no las soportaran, derrumbándo-

se. Luego de transcurrir a lo sumo dos minutos, la intensidad del movimiento comenzó a decrecer hasta que finalmente cesó por completo. ─Estuvo bastante fuerte, más que el que experimentamos en aquélla ocasión en tierra

firme. ¿Crees que se vaya a poner peor? ─¡Totalmente! ─Desgraciadamente los próximos serán mucho más fuertes ─le contestó

el Mariscal al tiempo que observaba como Filip quién luego de recuperarse de todo lo sucedido se colocaba un morral en cada hombro, fue en ese preciso instante en que se le vino a la mente, las terribles escenas que logró mirar en la piedra pulida de los guardianes

y advirtió por un momento, que el rostro que estaba mirando era el del joven que sucumb-ía trágicamente en aquella ocasión.

─¿Sucede algo? ─le preguntó Ikuro. ─Es mejor que él vuelva y lleve a su familia a la seguridad del navío de Kzuk ─repuso el Mariscal una vez que salió de su ensimismamiento.

─Creo que le estás dando un exceso de protagonismo a una simple suposición ─dijo el Mayor observándolo. Estamos totalmente de acuerdo de que hay que tomar las debidas

precauciones, pero el de sugerirle a Filip que prácticamente se aliste a huir de la isla, con-

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sidero que es una acción un poco apresurada, máxime si es ocasionada por los pequeños sobresaltos que la madre naturaleza últimamente nos ha hecho experimentar.

─La isla va a desaparecer ─le replicó el Mariscal mirándolo fijamente. ─Es una posibilidad, no olvido que ya lo dijiste antes.

─Por qué no había experimentado antes lo que vi. Ahora estoy seguro de lo que va a su-ceder. ─¡Un momento! ¿Qué quieres decir con qué ya lo vistes? ─De seguro estás hablando de

un sueño, ¿ verdad? ─preguntó nerviosamente el Mayor. ─Cuando estuve la primera vez con los guardianes, ellos me mostraron una zona en don-

de se fabricaba el mejor vino. ─En ese caso, no creo que haya que preocuparse, no nos hemos topado con ningún viñe-do y ese palacio que está frente a nosotros, difícilmente podría catalogarse como una des-

tilería digna de procesar vino ─le argumentó el Mayor con una sonrisa. ─El vino procedía de esta isla. Ahora todo coincide, por supuesto. Recuerdo claramente

el rostro de Filip cuando se encontraba en un pozo de agua y le daba de beber, no sé si era a una cabra u oveja, pero lo que fuese tenía dos colores, blanco con rojo. Luego alzó la vista y su rostro sufrió un marcado horror al observar como una enorme nube gris que

provenía del volcán se le venía encima. Todo desapareció. ─Pero los chicos se parecen, incluso está aquello de que todos tenemos dobles, pudo

haber sido eso ─le alegó el Mayor. ─Difícilmente ─le contestó el Mariscal. ¡Filip! ─¿Sucede algo?

─¡Simple curiosidad! ¿En tu casa hay algún pozo con agua cerca? ─le preguntó el Maris-cal.

─Por supuesto que no. Tenemos agua dentro de ella gracias a la tubería. ─Me parece que eso descarta que lo hayas visto a él con un animal rojo y blanco dándole de beber ─repuso el Mayor emitiendo un gran suspiro de alivio y observando a Ikuro

quién también se tranquilizaba. ─¿Cómo lo supiste?

─¿Qué? ─expresó el Mayor volviéndolo a ver. ─¡De Cleo! ─Podrías por favor explicarte ─le dijo Ikuro.

─¡De la cabra favorita de mi hogar! ─Él acaba de mencionar el color de ella. Nació hace seis días y es muy llamativa. Mi madre quiso ofrecerla a los dioses, sin embargo, uno de

los sacerdotes se le acercó y le dijo que el oráculo había expresado que gracias a esos colores, mi linaje tendría la oportunidad de mantenerse. Por eso entre todos la cuidamos bastante, aunque no soy muy dado a creer en esas extrañas predicciones. Ahora, el rebaño

de mi familia pasta en los valles que circundan entre las dos cimas, ¡allá! ─señalándolo. Se suponía que mañana iría a relevar a mi hermano y ahora que lo mencionas, hay un

pozo cerca de los árboles ─le dijo finalmente mirando al Mariscal. ─¿Y cuánto tiempo tardas para llegar allá arriba? ─Generalmente, saliendo al amanecer llegó cuando el sol está en lo más alto.

─Bien, ese es el tiempo que tenemos, hasta mañana al mediodía para salir de aquí sin problemas ─contestó el Mariscal volviendo a ver a sus compañeros.

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─¡Formidable! ─Por casualidad en tu gran gama de trucos baratos, ¿no habrá alguno que haga aparecer un miserable hidroavión o una lancha de velocidad? ─le dijo el Mayor a

Ikuro que le contestó con una sonrisa: ─Desafortunadamente me temo que no.

─Miren a la gente, salió al jardín ─expresó Baelk. ─Podemos mezclarnos entre ellos, vamos, pasaremos desapercibidos ─ les dijo Filip in-tentando avanzar.

─¡Aguarda! ─ Quiero que hagas algo más importante ─le argumentó el Mariscal luego de detenerlo.

─¿De verás? ¿Y qué es? ─Simplemente que te dirijas a tu hogar y conduzcas a toda tu familia al navío de Kzuk lo más rápido que puedas. ¿Crees que podrás hacer eso?

─¿Deseas que me vaya? ¿Ya? ─¡Sinceramente no! ─Sin embargo haz lo que te pido. Es imprescindible por tu bien y el

de los tuyos. Haz caso al augurio. ─Pero... ─Sé que deseas estar con nosotros Filip, sin embargo en esta vez confía en mí cómo yo lo

hice contigo cuando arribamos a esta isla. Debes ir por tu familia y abandonarlo todo. No te apegues por lo material que al final no importará, ya que todo se puede reemplazar de

una forma u otra y sobre todo no les debes a mencionar absolutamente a nadie el porqué de tus acciones. ─Mi familia no querrá acompañarme quizás lo llegue a hacer si al menos les doy una

buena razón ─repuso Filip. ─¡Yo podría darte dos muy buenas! ─argumentó el Mayor al tiempo que observaba la

montaña, pero no me lo creerías. ─Mientras menos sepas, será lo mejor para ti ─le dijo el Mariscal. Dame esas bolsas y vete ya. No tienes mucho tiempo para hacer lo que te pido, tan sólo hasta mañana cuando

el sol esté en lo más alto. Nos veremos si la decisión que tomas es la correcta, sino que los dioses te acompañen.

Filip no le contestó, con las lágrimas en sus ojos dejó caer las bolsas y antes de que alguno de los otros compañeros pudiese expresar nada, empezó a correr. Se sentía herido pero también muy confundido.

─¿Crees que estará en el muelle? ─le preguntó Ikuro al verlo como se alejaba rápidamen-te.

─Es muy difícil llegar a saberlo, sin embargo me parece que él deberá de escribir su pro-pio futuro. ─El cual va a estar muy caliente si decide quedarse, al menos va a ser rápido el desenlace

final ─dijo el Mayor. ─No tienes que ser tan sarcástico ─le contestó Ikuro volviéndolo a ver al tiempo que

movía en forma negativa su rostro. ─¡Mira quién lo dice! El que disfruta solo de saber que la lava nos puede rodear... ─¡Miren! ¡Ahí está el Elegido! ─expresó en ese preciso momento Kzuk mientras lo seña-

laba. ─En carne y hueso el desgraciado ─dijo el Mayor.

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─Rápido Ikuro, ponte el manto y llévate todo el explosivo. Coloca oculto solo una parte en la pared lateral del pabellón central de aquella zona ─al tiempo que la señalaba. Espe-

remos que ese sea el lugar en donde supuestamente se va a desarrollar el banquete. ─ ¿No vas a pensar volar esa pared estando nosotros también ahí dentro? ─argumentó el

Mayor. ─Estaremos del lado opuesto para cuando eso suceda. ─¡Lógico! ─Ikuro prende la mecha cuando Roberts esté cerca de la pared. Un final per-

fecto para ese miserable. ─No lo vamos a eliminar de esa forma.

─¿Ah no? ─Nos lo llevaremos. ─Ya voy entendiendo. La explosión abre el agujero en la pared y cuando eso suceda, to-

mamos a Roberts y salimos por..., un momento. ¿Ya vistes que la puerta principal de ese palacio está hecha de madera oblonga, la que está labrada en ángulos que se alzan uno

tras otro formando un completo triángulo en sus contornos? ─El solo abrirla no va a ser nada fácil a pesar de que vamos a estar adentro. ¿Por qué me miras así? ¿Dije algo inco-rrecto?

─No Mayor. Lo que sucede es que no saldremos por la puerta como crees sino por el agujero que Ikuro hizo.

─Que yo sepa fue por mi explosivo ─protestó aquel. ─Está bien. Gracias a tu colaboración saldremos por ahí. ¿Conforme? ─¡Justo! ─le contestó el Mayor mientras le sonreía a Ikuro.

─Ya todos saben lo que tienen que hacer. Mezclémonos entre los asustados visitantes, oídos atentos y dentro del salón sólo aguarden la explosión.

─¿Y cuál será la señal para detonar las cargas? ─le preguntó Ikuro a quién solo se le veía la cabeza. ─Que me ponga la boina ─repuso el Mariscal al tiempo que la mostraba y la volvía a

guardar. ─En ese caso, les deseo suerte, nos veremos después ─les dijo finalmente Ikuro tapándo-

se su rostro y a excepción de unos matorrales que cedían bajo su peso al marcharse éste, nadie podría haber advertido de su presencia. ─¿Pasa algo Mayor? ─le preguntó el Mariscal al verlo observar primero el pasto en una

forma bastante meditabundo y preocupada, para posteriormente mirar luego los rostros que no ocultaban el asombro de Baelk como el de Kzuk. Las botas de Ikuro han hollado

la tierra y a medida que el inexorable tiempo comience a carcomer sus huellas, la tradi-ción oral que contarán estos tipos, aumentará su estatura ensanchando su nombre hasta niveles que él nunca soñó, abarcando incluso toda una época entera. ¿Cómo crees que

puedo llegar a superar eso? ¡Realmente es un verdadero desastre! El Mariscal no le contestó, al pasar cerca del Mayor simplemente le palmeó la espalda,

sin embargo, luego de analizar lo sucedido se detuvo en su andar. Es lo que tú sabes pero nada garantiza que él también llegue a saberlo, después de todo, ¿no dices que es tu sue-ño?

─Por supuesto, lógico, tienes toda la razón. Es mi sueño y no el de él ─finalmente argu-mentó el Mayor motivado nuevamente por todas esas palabras y asomando una sonrisa

aceleró el paso intentando alcanzar a los que iban adelante.

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Capitulo XLIII ─No los había visto en el salón, ¿acaban de llegar? ─expresó un personaje de nariz recta, ojos separados, tez colorida y cabellera negra rizada. Su cuerpo no era vigoroso por el

contrario, era un templo al buen comer. El abultamiento de su estómago así lo manifesta-ba, sin embargo, intentaba o aparentaba ocultarlo tras una túnica de lino no muy corta,

ceñida por la parte superior con mangas cortas guarnecidas de franjas. Llevaba un calza-do de cuero. ─¡Realmente hace muy poco! ─le contestó el Mariscal quien venía acompañado por el

Mayor. ─Tu esclavo no viste a la usanza tradicional.

─Será porque no lo soy. ─Los dioses del valle me protejan. Espero no haberte ofendido. Lo dije por que no es normal que un invitado a tan magnánimo evento ande cargando un cofre que bien puede

verse un poco pesado. ─En lo más mínimo mi ilustre...

─¡Tutmó! ─Prominente comerciante de todo el Bajo y Alto Egipto. Soy dueño de una pequeña flota la que quizás vieron una parte anclada en los muelles, tres de los quince barcos que poseo. Abarco y realizo toda una serie de ventajosos negocios en la mayoría

de los puertos estados que abundan en este océano. Ustedes ¿me supongo que también comercian?

─Podría decirse, aunque claro no en la forma en que usted lo hace ─le contestó el Ma ris-cal. ─Por supuesto caravaneros. Los representantes de los barcos que navegan sobre el desier-

to ─repuso Tutmó sonriendo y luego de levantar su copa que todavía sostenía en su ma-no, la cual lucía anillos de oro en todos los dedos, finalmente bebió todo su contenido. ¿En donde estará el esclavo con la bebida? ─finalmente expresó mientras observaba hacia

todo lado. ─Este tipo tal parece que ya está ebrio y no sabe ni lo que dice. Cualquier bruto sabe que

los barcos se desplazan por agua y no por tierra ─susurró el Mayor al Mariscal quién de seguido le contestó: ─Habla del dromedario y el camello.

─¿Los de las jorobas? ─No creo que haya alguno por aquí cerca ─le contestó el Mayor luego de haber observado todos los alrededores. ¿Pero qué tienen que ver esos animales

con todo lo que está expresando? ─Lo que sucede es que quienes utilizan esos animales en el desierto los llegan a conocer con el nombre que él mencionó.

─¡Bastante ignorantes, déjame decirlo! ─Parece que ya se calmó la situación ─expresó Tutmó. Nuestros anfitriones han vuelto a

ingresar al palacio y estoy seguro de que pronto nos dirán que es seguro regresar a la dan-za, bebida y comida. Por supuesto, esta última está maravillosamente adobada y para po-nerlos al tanto deben de saber que la lengua de cordero está un poco dura, sin embargo

los ojos están más que deliciosos, se los recomiendo, como también los hígados y pulmo-nes así como la carne de cabra, que está bastante fresca, aunque ésta no me llama mucho

la atención. ─¿Comer ojos de cordero? ¿Bromea, verdad? ─expresó el Mayor.

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─¿No me va a decir que usted nunca los ha probado? ─Francamente no existen palabras en esta tierra como para que le pueda describir ese sabor tan peculiar y maravilloso ─le

contestó Tutmó. ─Realmente ni falta que hace ─le respondió el Mayor mientras arrugaba toda la cara de

tan solo imaginar el llegar a comerse uno. Espero que no se moleste si prefiero seguir en la ignorancia del buen comer. ─Lo que sucede es que no tiene mucho apetito ─expresó Tutmó sonriéndose. Yo le mos-

traré los diferentes platillos que son verdaderamente sabrosos, van a aprender a comer y muy bien

─No se preocupe después de todo no será por mucho tiempo. ─¿Cómo dice? ─Me refiero hasta que venga el próximo temblor─se apresuró a aclarar rápidamente el

Mayor. ─Tienes mucha razón. Últimamente se han sentido muchos y lo peor, de distinta intens i-

dad, además, no sé si a ustedes les pasa, pero hay una extraña sensación en el ambiente como si algo importante fuese a suceder ─les dijo observando primero al cielo y luego los dos conos que ante ellos se manifestaban imponentes.

─Se presagia la muerte. Tutmó se le quedó viendo totalmente asombrado mientras abría sus ojos todo lo que

podía. ─De la estación seca con la llegada de la lluvia ─expresó el Mayor luego de advertir que el Mariscal lo observaba fijamente.

─Su amigo es bastante gracioso ─le dijo Tutmó volviendo a ver al Mariscal al tiempo que alegraba su rostro con una enorme sonrisa. Por un momento, creí que hablaba en se-

rio. ─Le sucede muy a menudo. Es un bromista empedernido ─le contestó el Mariscal al tiempo que volvía a ver al Mayor seriamente.

─¡Me simpatizan! Quiero tener la posibilidad de brindar con ustedes dos, así de paso van a tener la oportunidad de probar la excelente cosecha del vino de este año. No cabe duda

que será la mejor. ─Y no tenga duda alguna, va a ser sumamente inolvidable ─expresó el Mayor. ─¿Es que ya la probaron?

─No hace falta hacerlo. La gente que conoce de bebidas, han mencionado que el licor que se produce en esta isla es uno de los más cotizados en el mercado ─le contestó el Maris-

cal. ─Y realmente no se equivocan. ─No creo que sea una buena idea el aceptar esa copa ─le susurró el Mayor al voltearse

disimuladamente al Mariscal quién le contestó de inmediato: ─¡Todo lo contrario! Esa acción nos va permitir tener la oportunidad de poder ingresar

tranquilamente en el salón y pasar un poco desapercibidos al no tener que buscar un lu-gar para acomodarse como hubiese sido si entráramos solos, evitamos de esta manera que el mismo Elegido pueda llegar a observarnos antes de tiempo.

─¿Están hablan del agasajado? ─preguntó Tutmó. ─¡Así es! ¿Lo conoce?

─Personalmente no he tenido el gusto. Y aquí en confianza ─mientras miraba los alrede-dores para observar si alguien lo pudiese escuchar ─prefiero que siga así. Los comenta-

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rios de las personas que han tenido el privilegio de tratarlo afirman que para tener una vejez más que garantizada, es mejor tenerlo a una distancia prudente, entre más lejos,

mucho mejor. ─Tal parece que el propio anfitrión no piensa de la misma forma en que otros lo pueden

estar haciendo ─le argumentó el Mayor con una sonrisa. ─Lo que sucede es que Dardano es un ser bastante influyente, económicamente poderoso al igual que su hermano Jasión que es un lobo con las mujeres, ambos son dueños de las

tierras que producen los mejores viñedos y por ende, del vino. ─Es muy lamentable que con toda la riqueza que puede ostentar la avanzada tecnología

de la isla, no lo haya podido ayudar a curar tan desagradable enfermedad ─repuso el Ma-yor. Es verdaderamente horrible cuando empiezan a transformarse en esas bestias y ya tuvimos una desagradable experiencia con esos tipos de seres.

─Esa es una de las grandes desventajas que siempre he mencionado de los que comercian en tierra ─le dijo Tutmó. En ocasiones y sin querer se van adentrando peligrosamente en

zonas en las que desgraciadamente llegan a ser víctimas mortales debido a la facilidad con que las emboscadas se llegan a dar, por eso prefiero el inmenso y amplio horizonte que nos regala el océano, permite observar al enemigo acercarse siempre. Ahora déjame

aclararte ─asomando una sonrisa en su rostro ─que Jasión no sufre de ninguna transfor-mación como lo estás pensando. Yo sólo me estaba refiriendo a su lascivo comportamien-

to que generalmente manifiesta cuando se halla en compañía de hermosas mujeres y aquí abundan, aunque claro, sobra decir que nos les ganan en belleza a las que hay en mi tie-rra.

─¡Por supuesto! ─dijo el Mayor. ¿Quién no conoce la historia de la famosa reina Cleopa-tra que conquistó al poderoso Julio César? ─Lástima el final, ¿verdad?

─Me vas a disculpar pero no conozco nada sobre esas personas de la que estás hablando, mucho menos de que exista una reina en mi tierra ─le manifestó Tutmó con aspecto sombrío.

─¿Pero qué dices? ─Ellos fueron los protagonistas de una verdadera historia de amor que se desarrolló en las propias arenas regadas por el Nilo. Por todos los cielos, ¿puedes creer

que ignora de lo que estoy hablando? ─agregó finalmente observando al Mariscal. ─No se te ha ocurrido Mayor, de que tal vez será por que te adelantaste un poco en el tiempo ─le contestó el Mariscal.

─Años más o años menos, me parece que no va a influir mucho en la situación ─repuso el Mayor.

─Me temo que en esta ocasión sí podría decirse, dado que tu adelanto fue de unos cuan-tos siglos. ─¡Vaya! ─¡Lo volví a hacer!

─¿Por casualidad tu sabes de quién está hablando él? ─le preguntó Tutmó al Mariscal disimuladamente cuando se le acercó.

─De un romance idílico que no llegó a terminar en un final feliz entre un poderoso mer-cader que adoraba a una privilegiada mujer que se hacía llamar la reina y quién solo bus-caba en él, una forma de afianzar un poder que no ostentaba y a las que unas ansias de

codicia la embargaba. ─¡Eso lo explica! Desgraciadamente ese es un defecto característico de muchas mujeres

cuando saben que en verdad son hermosas, sean independientemente de su status como

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de la ciudad a que pertenezcan. ¡Albricias! ─ya podemos ingresar nuevamente, ¿me acompañan?

Capítulo XLIV Conforme los invitados se iban acercando al umbral de la puerta se iban encontrando

nuevamente con la jaula de oro colgada y dentro de ella, a la urraca de varios colores que los saludaba con un marcado frenesí cuando iban pasando. Posteriormente los invitados se adentraban en la enorme galería en la que enormes estatuas de oro y algunas con in-

crustaciones de gemas preciosas contrastaban con los finos lienzos que finamente acaba-dos estaban adornando las pulidas paredes, las que algunas exhibían un marcado resque-

brajamiento por los movimientos suscitados anteriormente. Un enorme salón que estaba siendo iluminado por coloridos vitrales no tardó mucho en hacer su aparición y en dónde se podía observar fácilmente: muebles de extrañas made-

ras, doradas esteras y tapices así como vasos de elegante trabajo. Estaba dividido por sec-ciones y en cada una de ellas, ya se encontraban dos esclavos que se encargarían de aten-

der con una exagerada delicadeza a los comensales que se fuesen a encontrar ahí. ─¿Esas estatuas que acabamos de observar por mera casualidad eran de oro? ─preguntó el Mayor a Tutmó.

─Así es. ─Increíble.

─Y eso no es nada en comparación a las que se pueden encontrar en el templo central que son gigantes y con incrustaciones de diamante ─le repuso Tutmó manteniendo su enorme sonrisa en su rostro.

─Me parece que con tanta deslumbrante riqueza en la que viven, los amigos de lo ajeno de seguro han visitado a menudo esta isla ─expresó el Mariscal. ─¿Amigos de lo ajeno? ─inquirió Tutmó.

─¡Ladrones! ─Una excelente frase, bastante diplomática, la tendré en cuenta siempre ─repuso Tutmó

al tiempo que asentía con su cabeza. Y sí, algunos por lo que sé lo han llegado a intentar, claro está sin resultados positivos, los que han sido capturados con vida, terminan, uste-des ya saben con quién.

─Por supuesto con el famoso Kraem, o sea el verdugo ─expresó el Mayor. No nos lo tiene que decir.

─¿El verdugo? ─Sí, ese mismo, el que se llega a encargar prácticamente del pobre desgraciado en su última momento.

─¡Y qué lo diga! ─No deja rastro alguno ─le contestó Tutmó luego de carcajearse mien-tras que el Mayor simplemente lo miraba con su rostro ceñido. Ustedes francamente son

increíbles, me agradan en verdad. En qué iba, así ya. Acerca de los robos, déjenme decir-les que en esta isla son muy difíciles de realizar para no decir que imposibles, debido a que los sabios han implementado una serie de extraños instrumentos alrededor de los

muelles, único sitio en donde se puede atracar con plena seguridad en toda la isla y lógi-camente sin peligro de encontrarse a ese “verdugo”. Esos instrumentos emiten una luz

señalando aquellos navíos que llevan exceso de oro como de gemas preciosas ─agregó aquél finalmente.

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─Es sorprendente la sofisticada tecnología que exhiben en este sitio ─expresó el Mariscal al rato.

─Así es. Lo que indica claramente que habrá que arreglar los libros de la historia ─dijo el Mayor

─¿De qué libro están hablando? ─argumentó Tutmó luego de haber saludado a varias personas que se topó. ─¡Nada importante! De seguro recordó alguno cuenta que estaba mal en nuestros apun-

tes. ─¡Cielos! ¿Pero este tipo hasta en las grandes celebraciones sigue pensando en su traba-

jo? ¿Es que no descansa en ningún momento de sus labores cotidianas? ─expresó todo asombrado Tutmó. Estoy totalmente de acuerdo de que el trabajo es vital para nuestra existencia principalmente por las comodidades que de él podamos obtener, sin embargo,

me parece que existen ocasiones en que debemos dedicar un poco de tiempo pero para nuestra propia diversión. ¿No lo piensa igual?

─¡Se lo he mencionado en reiteradas ocasiones, pero ya lo ve, así es él! ─le contestó el Mariscal al tiempo que se sonreía y advertía con sumo interés como un pequeño tumulto se estaba suscitando entre las numerosas personas que se hallaban de pie no muy lejos de

ellos. ─¡Tenemos mucha suerte! ¡Miren! El propio Dardano está saludando a todos los invita-

dos, una gran oportunidad que no pueden perder para que ustedes puedan afianzar sus vínculos comerciales con uno de los más influyentes habitantes de la isla ─le argumentó Tutmó al tiempo que empezaba a adelantarse unos cuántos pasos. Vengan, síganme yo se

los presentaré. ─¡Mi buen amigo Tutmó! Realmente ignoraba que estuvieses en la isla nuevamente.

Había escuchado que habías ampliado las actividades comerciales con algunos pueblos del norte. ¿Cómo van esos negocios? ─En amplio crecimiento, mi hijo actualmente está visitando esos fríos pueblos. Puedo

decir que los dioses están siendo bastante benévolos con mi persona y bien sabes que prefiero mil veces el cálido clima del mediterráneo ─le contestó Tutmó al tiempo que

inclinaba levemente su cabeza. ─Me alegra en verdad escuchar eso. ─Muchas gracias mi señor.

Ante Tutmó estaba un ser de una fisonomía agradable, de estatura elevada, cabellos castaños, ojos azules, labios abultados, un pecho ancho y del cuál exhibía una musculatu-

ra vigorosa como hercúlea. De un aspecto serio, en la que se reflejaba tanta la audacia como la astucia y que generalmente cuando se le cuestionaba, se mostraba violento y furibundo.

─Por cierto Tutmó, no creo que conozcas a mi buen amigo, un gran guerrero, es conocido como el Elegido ─expresó Dardano.

─Personalmente no mi señor, lo que aún me honra mucho más ─le contestó Tutmó incli-nando nuevamente su cabeza hacia dónde aquél se hallaba, pero podría decirse de que le fue ignorado su saludo por aquel.

─Si no es mucha la molestia, quisiera presentarle a mis dos... ─argumentó Tutmó quien al volverse notó que aquellos personajes con los que había estado ya no estaban detrás de

él. ¡Es sumamente extraño! ─Hace poco estaba yo hablando con ellos, ¿qué les habrá sucedido?

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─¡Lo normal! ¡Tuvieron miedo de mi persona Tutmó! ─A veces eso llega a suceder o quizás es que sean un poco tímidos ─le manifestó Dardano con una enorme sonrisa mien-

tras proseguía su camino con el Elegido al tiempo que empezaba a saludar con su mano levantaba enorme concurrencia que lo estaba aguardando.

─¡Vaya! ─Estuvimos realmente cerca de que nos descubriera ─le argumentó el Mayor al Mariscal luego de ponerse detrás de uno de las enormes columnas que sostenían el techo del recinto. Tutmó debe de estar buscándonos.

─Realmente no lo creo ─le contestó el Mariscal. Le hice ver que eras un amante egocén-trico de tu trabajo.

─¿Pero qué estás diciendo? ─expresó el Mayor bastante extrañado por la respuesta reci-bida, sin embargo al percatarse de que el Mariscal ya había empezado a caminar con el fin de confundirse entre las personas que aún se hallaban de pie, tuvo que apresurarse a

fin de alcanzarlo, lo que logró cuando aquél y en una forma bastante disimulada final-mente se detuvo a fin de dirigirle unas palabras a Baelk y Kzuk. ¿Creí que habías expre-

sado que era mejor estar separados? ─expresó posteriormente entre dientes luego de habérseles acercado. ─Hay que intentar separar al Elegido de Dardano así como de sus guardias, obligarlo

prácticamente a que se ubique en aquél sitio en donde al parecer están colocando los re-galos que todos han traído.

─¿Y puedo saber cómo piensas realizar eso? ─inquirió el Mayor mientras lo volvía a ver en forma fija. ─Aligerando tu carga.

─¿Es que estás pensando en darle la capa? ─le replicó de inmediato el Mayor. ─El cofre está vacío.

─Cierto, lo olvidé. La tiene Ikuro. Por cierto, ¿en dónde crees que él se puede encontrar en este momento? ─Cerca de aquellas cortinas ─repuso el Mariscal.

─No es por preguntarlo, ¿pero cómo sabes que está en ese sitio si no se puede ver? ─le dijo el Mayor observando atentamente el lugar.

─Quizás a él no, sin embargo un movimiento inusual de aquellas cortinas así lo demues-tran. ─Y sí fue ocasionado por el viento.

─Éste no dobla la cortina haciéndole un pliegue. Dale el cofre a Baelk para que sea quién se lo lleve.

─¿No lo reconocerá? ─Habrá que arriesgarse, además me parece que no tenemos otra alternativa, ¿o quizás quieras ir tú?

─Ganas no me faltarían. ─¿Y qué le digo cuando esté ante él? ─dijo Baelk.

─Si eso llegase a suceder, sólo dile que eres un enviado que tiene como fin de brindarle el obsequio que el propio rey Goreard en su agonía le dejó al Elegido. ─Comprendo.

─Excelente. Ve ahora ─¿Y qué vamos a hacer mientras tanto nosotros?

─Simplemente aguardar con nuestro amigo Tutmó, ya que si nos quedamos aquí, muy pronto seríamos advertidos por Roberts.

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Capítulo XLV ─¿Pero en dónde se habían metido?

─¡Trabajo! ─le contestó el Mariscal poniéndole en ese preciso instante su mano en el hombro a Kzuk.

─¡Definitivamente es un comprador! ─inquirió Tutmó apenas perceptiblemente para sí al ver la anterior acción, al tiempo que le ofrecía y señalaba un lugar para sentarse al Maris-cal, quién de seguido le dijo:

─Espero que no sea molestia alguna el atrevimiento de... ─¡Por favor! ─Realmente es un verdadero honor poder ser útil a un compañero de nego-

cios ─le contestó Tutmó con una enorme sonrisa mientras le señalaba a Kzuk en dónde debía de sentarse. Si hubieran estado aquí antes habrían tenido la oportunidad de conocer personalmente a Dardano y al Elegido, quien lo estaba acompañando..

─Lastimosamente fue una enorme pena no haber podido conocer al primero aunque no así al segundo ─expresó el Mayor. ¿Recuerda lo que nos dijo aquí entre nos?

─¿Cómo podría olvidarlo? ─le manifestó Tutmó con una enorme sonrisa. Por cierto, ob-servo que ya se deshizo de su pequeño cofre, de seguro alguno de los invitados que se hayan en este lugar le hizo una oferta difícil de no aceptar.

─Hubiese sido lo más idóneo, sin embargo ese apetecido cofre era un presente el cuál se lo dio a uno de sus hombres para que fuese éste quien se lo entregara al Elegido ─le con-

testó en ese instante Kzuk. Realmente es una pieza hermosa que no quisieron vendérmela a pesar de que la cantidad que les ofrecí no era nada desconsiderable. ¿Qué le parece esa actitud?

─¡La de muy honrados pero un poco tontos! ─le argumentó Tutmó manteniendo siempre su enorme sonrisa en su rostro. Aunque claro, eso es lo que viene a diferenciar a un ver-dadero comerciante en su arte del que nunca lo será. Por mera casualidad, si todavía usted

está interesado, yo podría suministrarle un cofre bastante similar en acabados al que bus-ca por un buen y justo precio. ¿Cuándo parte, si no es mucha la indiscreción?

─Mañana por la mañana, antes de que el sol alcance su cenit. ─¿Y no podría atrasar... ? ─¡Realmente no! ─le contestó Kzuk rápidamente interrumpiendo lo que Tutmó fuese a

decir. Compromisos previos me lo impiden. ─¡Precisamente dos! ─ expresó el Mayor sonriéndole. ¿Sabes? ─Es bastante inteligente

Kzuk. Nos siguió la corriente y hay que agregar que muy bien. Realmente un verdadero actor ─finalmente expresó disimuladamente y en voz baja al voltearse dónde se hallaba el Mariscal, quién para ese preciso momento, estaba observando detenidamente como Baelk

se dirigía tranquilamente hacia dónde estaba Dardano conversando con el Elegido, los que estaban cómodamente sentados en unos sillones de piel de cebra mientras varios es-

clavos les servían abundante vino, platos con carne de vaca, de pescado, de caza así como coloridas legumbres, también una agua que servían en vasijas de barro ligerísimas las que son muy útiles para refrescar el líquido.

Cuando el Elegido se percató del conocido cofre y que un extraño aparentemente se lo traía como presente, rápidamente intentó levantarse de dónde se encontraba, sin embargo,

Dardano simplemente lo detuvo y le hizo una señal a uno de sus guardias para le mostrara al emisario en dónde debía colocar la ofrenda que traía.

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─Hasta el momento todo marcha según lo planeado ─argumentó el Mariscal. Pero qué... ¡rayos!

─Al menos Ikuro ésta vez no va a poder alegar que fue por mi culpa que al final todo hubiese salido mal ─expresó el Mayor luego de observar como Baelk después de haber

colocado el cofre en el lugar señalado, posteriormente se abalanzó contra unos guardias que tenía como única misión vigilar lo que hacían los esclavos que suministraban las viandas a los que cuidaban el salón y que al parecer se estaban ensañado violentamente

con uno en particular, una mujer. ─En ocasiones se nos hace sumamente difícil poder disimular todas las bárbaras injust i-

cias que sufren en ocasiones los que tienen la desgracia de ser esclavos en esta isla, por eso entiendo la actitud de su mensajero, quizás si yo fuese más joven e impetuoso como él, haría lo mismo, pero al igual que la mayoría de los que estamos compartiendo este

agasajo, me aferro a la vida, principalmente a todos los lujos que ésta pueda brindarme gracias a la riqueza que genera mis lucrativos negocios.

─Comprendemos todos esos sentimientos encontrados, a veces nos sucede lo mismo ─le contestó el Mariscal. ─¿De verás? ─argumentó el Mayor con un arqueo elocuente en sus cejas.

─Es un decir. ─¡Comprendo! ¿Y qué vamos a hacer?

─¡Nada! ─¿Vas a permitir entonces que él sea tomado prisionero? ─le preguntó asombrado el Ma-yor.

─Kzuk me parece que debió de haber meditado en las consecuencias que tendría su acto heroico aunque sin ningún sentido ─le contestó el Mariscal quién no perdía de vista el

comportamiento que mostraban tanto el Elegido como Dardano ante lo que estaba suce-diendo. ─Soy del criterio que la mujer que intenta defender ese mensajero aparentemente es muy

conocida por él ─expresó Tutmó en ese instante al tiempo que alzaba una copa con vino y la empezaba a beber sin perder detalle alguno. ¡Por todos los dioses del Egipto! Esto se

va a poner muy interesante. ─¿Por qué lo dice? ─argumentó el Mariscal volteando rápidamente el rostro percatándose en ese preciso momento como el Mayor y Kzuk habían optado por ir a ayudar a Baelk en

su pelea. ¡Maldición! ¡Lo que me faltaba! ─finalmente expresó un poco furioso mientras sacaba la boina de su bolsillo y se la ponía.

Roberts para ese preciso instante, seducido totalmente por la presencia del cofre a pocos pasos de él sumado a la enorme confusión que se estaba desarrollando y a la que no le prestaba atención alguna, se había decidido en forma disimulada acercarse sin que nadie

lo notase a la mesa en donde se encontraba el cofre. Una sensación de triunfo experimentó finalmente cuando sus manos lograron asir con

fuerza el cofre, sin embargo muy poco le duro ese efímero instante, ya que una poderosa mano en el cuello lo sacó de su trance y al volverse se dio cuenta que quien prácticamente lo tenía sujetado, era el Mariscal.

─Puedo explicarlo señor. ─Y no dudo que lo pueda hacer, pero no será en este sitio y tiempo. Así que tú escoges,

venir voluntariamente o simplemente te conviertes en una especie de mártir para que toda la gente de este miserable sitio logre vestirte con la mortaja y puedan así hacerte algunos

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honores póstumos ─finalmente expresó el Mariscal al tiempo que empezaba a apretar fuertemente más su mano. ¿Qué decides?

─¡No podrá escapar Mariscal! ─Los hombres de Dardano vigilan el lugar celosamente y jamás van a permitir que yo lo llegue a acompañar, mucho menos en víspera de uno de

los preparativos de una gran invasión. ─Y de la que eres el único responsable. Ya estoy enterado. ─¡Tan solo hago lo que puedo! Mi deseo es o era quedarme en este tiempo ─argumentó

Roberts mientras sostenía fuertemente el cofre. Francamente no hice nada malo, tan sólo encontrar lo que siempre quise tener utilizando todos los medios disponibles a mi alca n-

ce. ─¡Por supuesto! ─Para lo cual no te importó ponernos a todos nosotros en peligro. ─Nunca pasó por mi mente que su persona, el Capitán o mucho menos el Mayor, fuesen a

venir a esta época también, ¿por qué para empezar por qué lo harían? ─¡Muy simple! ─Alteraste al parecer significativamente la curvatura en nuestro tiempo

lo que motivó a que los Guardianes intentaran a su manera, devolverla a su estado origi-nal. ─¿Yo?

─No directamente, sino uno de tus descendientes. ─¿Por qué entonces los Guardianes no decidieron solucionar ese problema a partir de

dónde se cambió el tiempo? ¡Sería lo más justo! ─¿El culpar a un simple inocente que nada tuvo que ver con las acciones realizadas de uno de sus antepasados es lo que llamas justicia? ─Tú iniciaste todo, por ende eres el

único responsable ¿o es que eres partidario debido a tus estudios, de esas extrañas cos-tumbres religiosas de los pueblos de la antigüedad que nos han hecho vivir en el oscuran-

tismo del razonamiento humano por simple ignorancia y conveniencia? ─Al menos me habría evitado tener que ser testigo de observar como el Mayor a pesar de su apoteósica defensa en la escaramuza en la que está interviniendo por ayudar al estúpi-

do mensajero que fue quién la originó, caiga finalmente peleando. Mejor suélteme Maris-cal, quizás lo medite y decida salvarlo.

El Mariscal simplemente no le contestó, solo lo miró y sarcásticamente le sonrió, poste-riormente volteó su rostro hacia una determinada pared, la que un instante después, prácticamente desapareció debido a una fuerte explosión.

─Me parece que para cuando Dardano y sus hombres puedan recuperarse de lo sucedido ya estaremos bastante lejos, ¿así que nos vamos? ─argumentó el Mariscal conduciendo a

un asombrado Roberts siempre sujeto del cuello a través de las nubes de polvo y de es-combros que se levantaban en ese momento. ─¿Pero cómo rayos hizo eso? ─logró expresar Roberts una vez que el Mariscal lo liberó

y pudo masajearse el cuello suavemente con sus dos manos. ¿Volar la pared con su mira-da?

─Yo no lo hice. ─¿Entonces quién? ─El Mayor creó el explosivo e Ikuro fue el que lo detonó.

─¡Por supuesto! ─De seguro lo puso cerca de la mesa que tenía el enorme mantel de seda rojo, pero ¡un momento! ─no se pudo haber acercado lo suficiente como para prender la

mecha, lo hubiera visto.

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─Sin embargo, lo hizo ─le contestó el Mariscal deteniéndose y mirando los alrededores. Aquí esperaremos a los demás.

─No tiene que engañarme, ya conozco esa rutina, tan solo pido que sea rápido ─dijo Ro-berts.

─¿Pero de qué estás hablando? ─Ya obtuviste lo que viniste a buscar y has decidido ahora que es tiempo de terminar en un lugar apartado como lo es éste, mi existencia y está bien, me lo tengo merecido y lue-

go de arrodajarse en el suelo, agachó su cabeza y con los ojos cerrados aguardó. ─Lo haremos pero a mí manera, además ahí viene el Mayor.

─Uno de los que lo acompañan es el que trajo mi obsequio, ¿acaso lo conocen? ─Es el hijo de Goreard ─le dijo el Mariscal. ─¿El traidor?

─¿A quién le está diciendo así? ─argumentó bastante enojado el Mayor al escuchar la anterior observación.

─¿Cómo se le dice al que levanta al pueblo es armas contra su propio padre? ¿Héroe? ─¡Libertador! ─Si la causa es justa ─le contestó Baelk quien traía alzado en brazos un cuerpo desmayado y que por su forma parecía el de una mujer.

─Debes de saber algo muy importante ─alegó el Mayor al notar que el Mariscal extraña-do observaba con atención lo que Baelk estaba transportando.

─Definitivamente conocer la razón por la que verdaderamente pusiste en peligro toda la operación ─le contestó aquel volviéndolo a ver serio como fijamente. ─Había que salvarla ─fue su respuesta.

─¿A quién? Baelk poniendo el cuerpo cuidadosamente sobre el suelo, reveló de esa forma de quién

estaba hablando el Mayor. ─¡Es Niyel! ─expresó el Mariscal al notarla un poco mejor. ─¡Así es! ─Afortunadamente la logré ver cuando puse el cofre sobre la mesa. Al parecer

ella intentó llamar mi atención, sin embargo los guardias creyeron que se aprestaba a es-capar atravesando el gran salón. Por eso intervine, la estaban castigando y brutalmente.

Kzuk y el Mayor me ayudaron sabia y oportunamente. ─¿Y en dónde está Kzuk? ─Decidió quedarse atrás atrayendo a los guardias que se nos acercaban ─le contestó el

Mayor. ─El que seguro para estas alturas ya es un prisionero más, otro esclavo ─expresó Roberts

asomando una risa sarcástica en ese momento. ¿Quizás ahora sí quieran realizar un inter-cambio? ─Ya lo quisieras ─le contestó el Mayor volviéndolo a ver.

En ese momento una extraña niebla empezó a inundar el ambiente en que se encontra-ban, inquietando a todos los presentes que con asombro la observaban. Una fuerte y ra-

diante luz se originó de pronto cerca de un claro, haciendo aparición de dos conocidos personajes: Aart y Ambros. ─Saludos tengan todos ustedes. Hemos notado que la curvatura del tiempo se ha vuelto a

estabilizar lo que conlleva a que tuvieron el éxito esperado en su misión ─expresó Am-bros.

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─¡Así es! ─Ese era el personaje ─señalando a Roberts quién sentado sobre el suelo y con el cofre en sus regazos, simplemente acató a levantar la mano y a moverla un poco ─que

supuestamente había que eliminar o de traerlo voluntariamente. ─¡Excelente Mariscal! ¿Es él? ─le preguntó Ambros casi de seguido volviendo a ver a

Aart. ─Luce un poco más cansado y bastante demacrado, pero sí es el mismo tipo que llegó. ─Dado que toda ha vuelto a la normalidad aunque si bien es cierto con algunos pequeños

cambios en aquellos incidentes en que ustedes se vieron envueltos pero que se ma n-tendrán a partir de ahora en la línea del tiempo como si él nunca hubiese aparecido, me

parece justo que vuelvan a su época, ¿no les parece? ─acotó Ambros. ─Falta Ikuro, debió de haberse atrasado. ─No hay ningún problema Mariscal ─le contestó Aart. Al regresar ustedes, él también lo

hará siempre y cuando no esté muerto. ─Eso es más que difícil en ese oriental, ¿saben? ¡Es como la mala hierba! ─le contestó el

Mayor mirando a Aart. Mariscal, ¿me permite hablar con usted unas importantes palabras antes de que decida que partamos? ─¿Ahora qué sucede?

─¿Sabe que no podemos irnos todavía? ─dijo el Mayor. ─¿No sé por qué dices eso? ─Vinimos por Roberts y ya lo tenemos, nuestra misión ter-

minó ─le contestó al tiempo que miraba al prisionero. ─Lo sé, sin embargo... ¡es Niyel! ─Baelk la cuidará muy bien, por eso no debes preocuparte ─repuso el Mariscal.

─No me refiero a ella, si no a las hijas. Son prisioneras de Argoned y por lo poco que le explicó ella a Baelk antes de llegar a desmayarse, corren peligro y muy serios.

─¿Y qué supones que debemos de hacer? ¿Acaso ir a rescatarlas? ─expresó el Mariscal. ─Es lo que quiero sugerirle, después de todo, ellas se encuentran en tierra firme y me parece que para volver a nuestro tiempo tenemos que regresar al mismo sitio que llega-

mos. Supongo que eso es lo que van a comunicarte los guardianes. Solo sería un pequeño atraso, ¿qué dices?

─¿Están listos ya para el regreso Mariscal? ─le preguntó Aart acercándoseles. ¿Mariscal? ─El Mayor me estaba comentando que quizás fuese posible un pequeño desvío antes de regresar al sitio al que nos dirigimos ─le contestó aquél luego de meditar detenidamente

su respuesta volviéndolo a ver. ─¡Creo no entenderlo! ¿De qué sitio me está hablando? ─preguntó Aart al tiempo que

volteaba su rostro asombrado hacia dónde se encontraba Ambros, quién solo se sonrió al escuchar lo anterior. ─El Mariscal ─expresó rápidamente el Mayor ─se refiere a qué como hemos de tomar

supuestamente un navío para que nos conduzca a tierra firme y así poder dirigirnos fi-nalmente al lugar de nuestro arribo el cuál y dado que...

─No hay necesidad de hacer tan largo y cansado trayecto ─le dijo Aart interrumpiéndole mientas le sonreía y movía su cabeza negativamente. Simplemente como aparecieron en esta época así lo harán en su tiempo.

─Bromea, ¿verdad? ─¡Está vacío! ─expresó en ese instante Roberts. La capa ya no está.

─¿Lograste abrir la cerradura del cofre? ─expresó asombrado el Mayor.

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─¡Obviamente! ─De lo contrario no habría descubierto de que no hay nada en él ─le co n-testó Roberts.

─Sin duda alguna debe de estar muy dañada la cerradura, sólo así se explicaría que la hubiese logrado abrir tan fácilmente ─expresó el Mayor mientras observaba al Mariscal

quién a pesar de que no reflejaba en su rostro ninguna sonrisa, sus ojos expresaban todo lo contrario. ─¿Y puedo saber cómo supiste que era lo que contenía en su interior? ─le preguntó el

Mayor cambiando de tema. ─Goreard me la mostró en su castillo. ¿Pero cómo hicieron para hallarlo? ¡Estaba muy

oculto! ─Me parece que para estas alturas, sabes que para nosotros esa palabra no existe en nues-tro diccionario.

─Y...¿en dónde está? ─Si Ikuro no la ha perdido, él la debe de tener puesta.

─Lo que no me queda claro, ¿es que con todo el tiempo que tuviste para apoderarte de la capa, no lo hubieses logrado?, máxime que ya sabías de su ubicación ─le argumentó el Mariscal.

─¡Lo hice! Por un instante fue mía luego del regreso triunfante de la incursión realizada al campamento de Baelk. Yo sabía que ustedes estaban con él según pude constatar luego

de escuchar la descripción que dio el único sobreviviente de la matanza de Obitán, por eso es que motivé a Goreard a realizar una incursión en el campamento de Baelk, aunque hay que ser sincero y admitir que al principio a él no le gustaba la idea.

─¿Nosotros a cambio de la capa? ¡Es sumamente difícil creer eso! ─Además, ¡Goreard no tenía el privilegio de conocernos! ─dijo el Mayor.

─Las mujeres que los acompañaban, ¡por ellas era el cambio! ─Le hice creer que eran hermosamente bellas y que podía traérselas. ─Ni las conocías, mucho menos lograste obtenerlas ─repuso el Mayor.

─¿Importa eso en realidad? ─Fueron reemplazadas por otras que tomamos en la aldea, después de todo, Goreard nunca las había visto antes.

─Tal parece que algo salió mal al final ─expresó el Mariscal. ─El muy desgraciado y debido principalmente a unos sueños que tuvo en donde un an-ciano le manifestaba lo que debía de hacer, puso perros guardianes en la puerta de la

cámara así que cuando una vez que dio la capa en el cuarto del tesoro y me hice invisible, los llamó detectándome enseguida, no tuve otra opción que devolvérsela. Si no hubiese

sido por ese pequeño inconveniente, el encontrarme les hubiese sido sumamente difícil para no decir que imposible. ─En el mismo infierno, paraíso, limbo o como fantasmas, nosotros te hubiésemos enco n-

trado con o sin esa tonta capa ─le repuso el Mayor. ─¿Y qué piensan hacer con ella una vez que la tengan nuevamente? ─preguntó Roberts.

─Guardarla y a bastante distancia de tus garras, así que no te encariñes con ese cofre. Los ruidos que se suscitaron en la maleza en ese momento, hizo que el Mariscal sacase la espada de la funda, acción que emuló el Mayor, sin embargo Ambros que se había

acercado para observar las heridas de la mujer quien ya empezaba a despertarse, les dijo: ─No deben de preocuparse. Son el oriental y el pescador los que se están aproximando.

Los guardias tomaron otra dirección. ─Una verdadera suerte para ellos─contestó el Mayor.

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─Ella estará bien a pesar de los duros golpes que últimamente ha recibido y posiblemente recibirá ─expresó Ambros.

─¡Yo voy a protegerla! ¡No voy a permitir que nada ni nadie la dañe! ─protestó Baelk ya un poco recuperado del asombro que lo había embargado, primero de ver la extraña nie-

bla y poco después la aparición mágica de los dos seres. ─Sabiamente en una ocasión no hace mucho, expresaste sobre de las heridas del corazón cuando las noticias se convierten en armas punzantes ─ exclamó Ambros.

─¿Pero cómo sabes que dije eso? ¡No estabas presente! ─repuso Baelk bastante atónito volviéndolo a ver.

─¡Porque es un dios! ─dijo Niyel en ese instante señalando a Ambros con cierta dificul-tad. ─Eso lo explica ─expresó Baelk inclinándose de inmediato hasta poner su barbilla sobre

el suelo como una forma de respeto y sumisión. ─Decirle que no soy el ser con el que me confunde siempre de nada sirve, no me lo creen,

por el contrario generalmente me levantan un templo en donde lo adornan en ocasiones con extrañas y enormes estatuas.

Capitulo XLVI

─Por un instante pensé que los iba a alcanzar en el muelle ─expresó ese momento Ikuro al aproximárseles.

─¿Y dejarte a ti toda la posible gloria como de muertes? ¡Por favor, ni lo intentes llegar a soñar! ─expresó el Mayor. Aunque claro, con la capa, cualquiera puede llegar a ser un excelente samurái.

─Para tu información, es muy difícil atacar con una arma cuando se lleva puesta esa di-chosa capa, además de que solo fueron tres guardias los que pude eliminar antes de quitármela y acudir rápidamente en ayuda de Kzuk, para que juntos lográsemos escapar

antes de que llegasen los refuerzos, y vaya que éstos si eran numerosos. Por supuesto, si no hubiese tenido que llegar a ayudarlo, para estas alturas estoy seguro que a Dardano no

le quedaría ningún hombre con vida y tu tendrías un verdadero desagradable sinsabor en tu ya tonto y patético orgullo. ─No hay duda de que ambos se llevan muy bien ─expresó Ambros con una enorme son-

risa. ─¿Quiénes son ellos? ─preguntó Ikuro al ver dos nuevos extraños mientras se les iba

acercando. ─Los guardianes de tiempo ─le manifestó el Mariscal. No se lo llego a presentar porque ya saben quién es él como sus cualidades ─agregó finalmente volviendo a ver a Ambros

y a Art, los que solo asintieron con sus cabezas. ─¿Son los que supuestamente vienen por nosotros? ─inquirió Ikuro luego de haber baja-

do levemente su rostro en forma de saludo hacia los dos visitantes. ─Esa es la idea, la misión terminó. ─Pero no podemos hacerlo aún ─le susurró Ikuro mientras lo tomaba del brazo y se lo

llevaba a unos pasos de distancia. ─Es exactamente lo que ya le dije, pero no quiere aceptar argumentos ─expresó el Mayor

luego de acercárseles.

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─Aguarda un momento, ¿no vas a decirme ahora que también eres de la idea de salvar a las hijas de Niyel? ─preguntó el Mariscal sin dejar de observar lo que hacían los guardia-

nes en ese momento ─Comparto la idea del Mayor, claro está, así como también que tú le advertiste a Filip

que estuviese en el muelle con su familia para que nos acompañase en el navío de Kzuk y alejarlo así de la hecatombe que va a comenzar a sufrir la isla mañana al mediodía. Si él no nos llega a ver en el muelle, dudo realmente que se llegue a marchar y por ende va a

tener un final que intentaste cambiar. ─¡Cierto el chico! ─Lo había olvidado por completo ─expresó el Mariscal. ¿Pero qué le

digo a ellos? ─No soy yo quién decide ─le contestó Ambros acercándosele lentamente luego de haber-se percatado de que tanto el Mariscal, Ikuro y el Mayor lo estaba observando en una for-

ma fija. ─¿Podría saber qué desastre en particular va a sucederle a esta isla que tanto les está pre-

ocupando? ─les preguntó Roberts. ─¡Nada complicado! Sólo va a desaparecer cuando esos macizos ─repuso el Mayor mirándolos ─hagan erupción.

─¿Y cómo saben que eso va a suceder mañana al mediodía? ¿Lo vieron acaso en una bola de cristal?

─Por qué así está escrito ─le contestó Aart. ─Si fueron ustedes los que les avisaron, entonces me parece que debemos irnos lo más rápido de aquí, ¿qué estamos aguardando? ─argumentó Roberts levantándose del suelo

como si hubiese tenido un resorte. ─Primero que me devuelvas lo que tienes en tu mano ─expresó el Mayor arrebatándole el

cofre cuando se le había acercado. De inmediato comenzó a intentar infructuosamente abrir la cerradura. ─¿Me permites? ─le dijo Ikuro con una enorme sonrisa.

─Debiste haberlo descompuesto en la casa de Dardano ─exclamó el Mayor Ikuro no le contestó, lo abrió en una forma rápida y se lo devolvió.

─No tan rápido, la capa, ¿en dónde la dejaste? Ikuro abriéndose la camisa, sacó un pequeño bulto el cual estaba un poco húmedo y se lo ofreció.

─¿Pero qué le sucedió? ¿No me digas que se te cayó en algún charco o lo llegaste a mojar con alguna de las bebidas? ¡Realmente eres sumamente descuidado con lo que no te per-

tenece! ─expresó el Mayor mientras colocaba el manto cuidadosamente dentro del cofre y lo volvía a cerrar. ─¡Algo similar! ─le contestó aquel. Me parece que si le digo que es simple sudor, me

armaría un enorme escándalo ─finalmente expresó en voz muy baja al pasar cerca del Mariscal.

─Puedes estar totalmente seguro ─le contestó aquel. Súbitamente en ese momento, los murmullos y gritos provenientes de una enorme masa compacta de hombres fuertemente armados que salían abruptamente de la maleza hacia

ellos, hizo que nuestros amigos los miraran en silencio, inmóviles y dominados todos por una extraña expectativa conforme se les iban acercando: las de alcanzar una inesperada

victoria o una derrota anunciada.

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─Hicieron un gran esfuerzo Mariscal y eso hay que reconocerlo, sin embargo como sol-dado, sabe que no siempre se gana ─dijo Roberts con una lasciva sonrisa en ese momen-

to. ¡Aquí estoy mis amigos! ¡Sabían que me rescatarían! ─agregó saliendo al encuentro de los que se estaban acercando.

─¡Solo un disparo se necesita para liquidarlo! ─expresó Ikuro mientras alistaba lenta-mente su arco con una flecha. ─No si yo lo evito primero ─alegó el Mayor preparándose para lanzar su arma. Merezco

el honor. ─¡Por favor! ─repuso Ambros en ese instante. No hay por qué hacer un derramamiento

de sangre. ─Me parece que debe decírselos pero a ellos ─le dijo el Mayor al tiempo que señalaba al grupo de gente que continuaba acercándoseles.

─¡No les hagan caso, solo son sombras! ─expresó Aart. ─Las que son muy definidas y claras ─le contestó Ikuro mientras que tensaba fuertemen-

te su arco y apuntaba en ese momento la espalda de Roberts. Necesito que me de la orden Mariscal. ─¡No hay necesidad! ¡Créanme! ─expresó Ambros poniéndose al frente de Ikuro al tiem-

po que volteaba a mirar al Mariscal. ─¡Ya lo oyeron! ─Bajen sus armas los dos, no vamos a disparar, haremos lo que Ambros

propone! ─repuso aquél sin pensarlo dos veces. ─¡Vamos Mariscal! ¿Es qué no vamos a defendernos del ataque? ¡Considero que pode-mos eliminarlos y muy fácilmente si todos nos lo proponemos! ¡Francamente podemos

resistir, no es una situación desesperada! ─Es una orden ─acotó el Mariscal.

Pronto el grupo de hombres estuvo lo suficientemente cerca, sin embargo para asombro de quienes los aguardaban impacientemente, vieron que en lugar de aminorar su marcha, por el contrario la mantenían, al punto que los atravesaron finalmente como si se tratase

de una fuerte brisa. ─¿O somos fantasmas o ellos un simple espejismo? ¡Aunque para esto último no hay

nada de calor como para que eso hubiese sucedido, lo que es preocupante por las opcio-nes anteriormente expresadas ─argumentó el Mayor al tiempo que empezaba a tocarse primero su pecho, luego su cara.

─Descuide Mayor que no es lo que está pensando ─le contestó Ambros sonrientemente. Estamos en una zona paralela en el tiempo, creo que ustedes le llaman la cuarta dime n-

sión. ─¿Entonces no fuimos vistos? ─expresó Roberts bastante desanimado mientras observa-ba como se alejaban los hombres.

─Me temo que ni siquiera lo escucharon ─le contestó Aart. ─¿Ya decidió finalmente que hacer Mariscal? ─le preguntó Ambros.

─Creo que lo más recomendable y acertado. Ir por Filip y salvar posteriormente las hijas de Niyel. ─¿Y ponernos en peligro por personas que ni sabemos si sus propios descendientes podr-

ían haber logrado sobrevivir las pestes, guerras u odios que finalmente los van a rodear desde ahora hasta nuestros días? ¡De seguro está bromeando! ─argumentó sumamente

disconforme Roberts.

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─Es un riesgo, que para tu información, tanto el Mariscal como todos nosotros volunta-riamente vamos a tomar y que afortunadamente, ¿qué crees?, también te incluye─le repu-

so el Mayor. Así que prepárate a caminar. Una larga jornada nos espera. ─Tan simple que lo hacen ver. ¿Y ya pensaron como escapar del Kraem cuando llegue-

mos a los muelles? ─No permitiendo que nos atrape. ─Lo hace ver Mayor como si esa acción fuese muy sencillo de realizar ─le contestó Ro-

berts. ─¿Y acaso no lo es? ─le dijo Ikuro mirándolo tranquilamente luego de haber sacado un

cigarrillo de su bolsillo y haberlo encendido. Claro, si se llega a acercar mucho, para su desgracia será el Mayor si así el lo dispone o mi persona quién finalmente lo elimine de una vez por todas.

─Por los dioses que sería una bendición para todos el que pudieran hacerlo ─ les mani-festó Kzuk bastante asombrado al tiempo que los miraba.

─No cabe ninguna duda que la figura del verdugo como que impresiona sobremanera a toda esta pobre gente, de seguro la idea de cubrir el rostro nació en base a su histerismo colectivo ─repuso el Mayor en voz baja al acercarse a Ikuro.

─Es muy posible, sin embargo, ¿no crees que es un poco extraño el que Roberts se co m-porte de igual manera en que ellos también lo hacen? ¡Tal parece que estuviesen hablan-

do de un monstruo y no de un simple verdugo! ─Supongo que el vivir tanto tiempo entre seres ignorantes le afectó de alguna forma su visión contemporánea, sucede en ocasiones. Puede ser también que el tipo de arma que el

verdugo usa lo hace ver sumamente impresionable. ─¿Piensa igual que ellos Mariscal? ─le preguntó Roberts acercándosele al tiempo que

señalaba tanto al Mayor como a Ikuro sin ocultar en su rostro una severa incredulidad. ─Totalmente. ─¿Pero no siente temor ni siquiera por lo que quizás pueda suceder? ─Podemos ser eli-

minados fácilmente, creo que usted lo sabe. ─Hay que tener presente que el miedo es un enemigo que vive dentro de uno y que gene-

ralmente se alimenta de nuestra ignorancia, convirtiéndose en muchas ocasiones, en una poderosa fuerza que hace que toda proyección que tengamos de nuestra existencia, sea confusa, errónea e incluso caótica y que sí no somos capaces de borrarlos, tarde o tem-

prano nos van a conducir inexorablemente a un fatídico despeñadero─le contestó el Ma-riscal quien luego de haber preparado su pipa y el de haberla encendido, empezó a expul-

sar una olorosas bocanadas de humo. ─Elocuentes y sabias palabras ─le contestó Ambros. Es una lástima que el ser humano a través de los tiempos no se haya preocupado por afianzar la coraza del conocimiento en

su propia mente, sino que por el contrario, se ha lanzado en la búsqueda incesante, irra-cional y erróneo de un poder efímero sustentado en la fuerza que dan las armas. ¿Por qué

razón les cuesta tanto percatarse que el verdadero poder emana de la propia sabiduría y que el mejor guerrero es aquél que se conquista primero así mismo? ─Realmente este es un mundo sumamente extraño, el cual me parece que nadie podrá llegar a comprender del

todo ─finalmente expresó mientras se acercaba adónde se encontraba Aart. Por cierto, deben darse un poco de prisa si quieren rescatar con vida a las hijas de esa mujer, ya que

las sombras del pasado muy pronto harán su aparición en donde ellas se hayan.

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─¿Podría ser un poco más explícito en lo que está expresando? ─le preguntó el Mayor con curiosidad.

─¿Sabe quién es el que las tiene prisioneras? ─Según lo que Niyel le relató a Kzuk, está al parecer en poder de un tal Argoned ─le

contestó Ikuro. ¿Lo conoce acaso? ─¡Así es! ─Tiene su campamento principal en la faldas de las Montañas Sangrientas y también es...

─Y yo que pensaba que los nombres insólitos eran potestad exclusiva de los guionistas de las películas de misterio de nuestro tiempo, o de aquellos autores baratos que por vender

sus libros, inventan cada lugar que le eriza a uno el cabello al escucharlo ─argumentó el Mayor interrumpiendo las palabras de Ambros. ─¿Por qué rayos no permites Mayor que él pueda terminar sus observaciones, después de

todo eras el más interesado en lo que pudiese acontecerles a ellas ─le respondió el Maris-cal observándolo fijamente.

─Tienes razón, muy cierto, no sé en qué estaba pensando. Disculpe por favor mi enorme error ─expresó el Mayor. ─¿Sabían que Argoned es hijo de quien en vida fue Obitán? ─expresó Ambros.

─¿Bromea verdad? ─repuso el Mayor nuevamente. ─¿Cómo dice?

─Exagera, eso es imposible ─expresó el Mayor. ─¿Qué sea el hijo?, ¿por qué? ─le preguntó Ikuro volviéndolo a ver. ─¡No es eso! ─A lo que me refería, era el que hubiese podido existir una mujer pero so-

bre todo que haya podido fijarse en ese tipo. Era un completo cavernícola, una mutación insustancial de la mente. Toda una espeluznante pesadilla.

─Pero qué ya no existe, por consiguiente no nos interesa para nada lo que haya sido su caótica vida social. Ahora, sí Argoned es el hijo como Ambros lo expresa, entonces me parece que las jóvenes corren serios peligros ─argumentó el Mariscal.

─No creo que él haya tenido alguna oportunidad de conocerlas, mucho menos que hubie-sen tenido alguna relación con su padre.

─No hay necesidad Mayor. Ellas llevan en su cuerpo una marca muy significativa que creo que la recuerda. ─¡Por supuesto! ─Nadie sería capaz de olvidar tan aberrante acto.

─¿De qué están hablando? ─preguntó Ikuro. ─Obitan dejó plasmada en la piel de las mujeres la inicial de su nombre ─le dijo el Ma-

riscal. ─Relamente no es muy visible de lo que hablan ya que yo no les vi nada. ─Porqué la ocultaban bajo su ropa. El problema se va a presentar cuando se las despojen

frente a alguien inadecuado que dará el aviso y lo que presagia Ambros, eso es desgracia-damente lo que va a suceder ─repuso el Mariscal.

─¡Así es! ─Dentro de dos días se inicia una serie de festividades religiosas y en la s que por accidente lo que esconden va a ser revelado y lo que van a sufrir, les puedo asegurar que es totalmente indescriptible ─expresó Ambros.

─Un momento, habla como si eso ya hubiese sucedido ─repuso el Mayor volviéndolo a ver.

─En el tiempo futuro de ellas pero que puede posiblemente cambiar si es que logran res-catarlas como se proponen ─le dijo Ambros.

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─¿Por qué ese privilegio para con ellas? ¡Me parece que no es justo! ─expresó Roberts sumamente contrariado. El futuro según lo que usted ha manifestado, no puede ser modi-

ficado. ─Y es lo que intentamos preservar. Le recuerdo que usted por sus ansias de codicia, con-

quista y destrucción, las puso a ellas en un sitio en que no debían de estar ─le contestó Ambros. ─Ahora se atreve a decir que yo soy el único responsable ─protestó Roberts.

─¡Por supuesto! ─Desde que se te ocurrió en tu estúpida mente venir a este tiempo en busca de la maldita capa que paradójicamente nunca vas a llegar a tener. Así que hazme

el favor de callarte de una vez por todas o me veré obligado a romperte tu asquerosa boca y a sacarte todos tus dientes. ¿Entendiste? ─le dijo el Mayor bastante molesto al tiempo que se sentaba en el áspero suelo y golpeaba fuertemente la tierra con su mano.

─¡Está un poco enojado! ─le dijo Ambros como comentario al Mariscal quien al volverse y ver lo que hacía el Mayor, le contestó:

─Realmente no lo está. ─¿Entonces? ─Se pone de esa forma cuando se siente impotente ante las adversidades ─expresó Ikuro

al acercárseles. ─¿Por qué lo dice?

─El no poder hacer nada para cambiar una situación que le interesa, lo enfurece sobre-manera comportándose de la forma en que usted lo nota ─dijo el Mariscal. Realmente no lo culpo, las chicas eran, bueno son simpáticas, pero cree como de igual forma nosotros,

que el intentar rescatarlas va a ser una empresa prácticamente imposible debido más que todo al tiempo y a la distancia.

─Si se marchan ya, no creo que tengan ningún inconveniente. ─¿Olvida que hay que recorrer un largo trayecto para alcanzar llegar hasta los muelles, sin contar que hay que despistar a todas las patrullas que de seguro para estas alturas nos

han de estar buscándonos? Ambros sólo se sonrió, alzó un poco sus manos, cerró sus ojos y de inmediato una br i-

llante luz empezó a rodear toda la zona en que se encontraban y la que cuando empezó a disiparse dejaba ver claramente que se encontraban en los muelles, precisamente en la propia cubierta del navío de Kzuk.

Fue en ese momento en que el Mayor logró percatarse que sus manos en lugar de tener un puñado de tierra, sujetaban un húmedo pescado el cual rápidamente y luego de poner-

se de pie intentó lanzarlo fuertemente, sin embargo, se detuvo al observar un característ i-co día de mercado en los muelles. ─Por todos los cielos, ¿cómo llegamos hasta aquí? ─expuso al acercarse a la borda y de-

jando caer el pescado en el agua se limpió posteriormente las manos en un pedazo de tela que vio cerca de donde se encontraba.

─Simplemente, tómenlo como un pequeño presente por toda la ayuda que nos han sumi-nistrado muy desinteresadamente ─expuso Ambros. Considero que si no les quitamos más tiempo, pronto estarán listos para su última expedición y para la cuál les deseo buena

suerte dado las circunstancia especiales que la rodearán. Salga bien o mal lo que van a realizar, para el mediodía del cuarto día estarán nuevamente en su tiempo.

─¿Y no hay forma alguna de que se me permita quedar en esta hermosa época? ─le pre-guntó Roberts.

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─Ni para usted como a ninguno de sus compañeros ─le contestó Ambros. Estén en dónde estén o con quién estén, acabado ese lapso de tiempo, simplemente empezarán a desapa-

recer, una señal que podrán percibir de lo que muy pronto les acontecerá, es precisamente el manto que llevan y el que generó a la vez toda esta enorme aventura por la que pasa-

ron. ─¿Qué quiere decir? ─preguntó el Mayor. ─Perderá todo su poder antes de desaparecer y volver al lugar original al que debe de

estar. Y por cierto, no se preocupe Mayor, puedo asegurarle que no va a experimentar nada ─agregó finalmente manteniéndole la mirada.

─¿Cómo sabe que eso iba a preguntarle precisamente? ─Con tu asustado semblante realmente no era muy difícil llegar a tan sabia y acertada conclusión ─le repuso Ikuro con una sonrisa.

─Aguarda a que el mar tome un color que no es el usual así como un olor muy peculiar antes de salir en tu navío ─le dijo Ambros a Kzuk delante del Mariscal. Será el momento

idóneo para navegar sin problema hasta las tierras que fue de Obitán. ─¡Pierda cuidado! ─Estaré muy atento a esas señales tan especiales que me dice ─repuso Kzuk inclinando su cabeza.

─Creo que por ahora, es el momento de irnos. Cuídense bastante y adiós ─expresó Am-bros al tiempo que les sonreía apaciblemente. Finalmente un haz de luz lo empezó a

inundar a él y a Aart, quienes desaparecieron. ─¡Y sin capa alguna! ─Realmente son magos y hay que reconocer que excelentes, aun-que nos hubiesen dejado en tierra firme y bastante lejos de esta bomba flotante.

─Tal parece que nuestro joven amigo logró convencer a toda su familia ─expresó Ikuro al observarlos ubicados totalmente en el extremo opuesto al muelle en donde se encontra-

ban ─Habrá que hacerles señas para que nos vean y puedan así acercarse. ¿Puedes encargarte de ellos, Ikuro?

─¡Si señor! ─le contestó aquél y acercándose a la borda, la saltó cayendo en la platafor-ma de donde disimuladamente empezó a caminar entre las pocas personas que ahí se en-

contraban en ese momento. ─Capitán no lo oímos subir a bordo ─expresó uno de los hombres bastante asombrado al asomarse y ver a Kzuk en la cubierta arrecostado en la borda en compañía del Mariscal.

─Por la reacción que está mostrando, es una fortuna para él que tampoco nos haya visto llegar ─expuso el Mayor quién ya sentado y con el cofre en sus regazos simplemente se

disponía a descansar un poco. ─¿De qué está hablando él? ─preguntó el marinero. ─Es una historia muy larga la que en algunas ocasiones cuando todo esto termine te rela-

taré en alguna de las tantas tabernas en que siempre nos emborrachamos ─le contestó Kzuk con una sonrisa. Por ahora, haz los preparativos para salir en cuanto lo ordene. Avi-

sa al resto de la tripulación. Por cierto, ¿están todos abajo? ─Fueron a mirar todos los enormes destrozos que originó el fuerte sismo en la ciudad. ¿Acaso no lo llegó a sentir? ─Se comenta que mucha gente viva quedó atrapada entre los

escombros de lo que una vez fue su hogar. Es horrible y escalofriante el de solo pensar en una muerte de ese tipo, prefiero una rápida en donde no haya oportunidad de sufrimiento

alguno. ─Ve entonces a buscarlos, es necesario estar listos.

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─Sí capitán ─le contestó el marinero quién empezó a bajar la rampa en el preciso instante en que Ikuro llegaba acompañado en el otro extremo por lo que tuvieron que aguardar a

que el marinero hubiese bajado primero.

Capítulo XLVII

─¡Mariscal! ─expresó Filip, quién apenas lo determinó sobre la cubierta del navío corrió rápidamente hacia él para abrazarlo. Realmente es una alegría para mí notar que todos ustedes, de verdad se encuentran bien ─argumentó luego de separarse y observar a los

demás. ─¿Y por qué no habríamos de estarlo? ─le dijo el Mayor en voz baja a Ikuro. Tal parece

que nos tenía muy poca confianza. ─Principalmente a alguien en particular ─le contestó Ikuro con una sonrisa al tiempo que lo observaba fijamente.

─¡Vengan!, ¡vengan todos! ¡Quiero que conozcan a toda mi familia! ─dijo Filip suma-mente entusiasmado. Ellos son mis hermanos, el pequeño Timet y Clistos y aquellas mis

hermanas Tahis y Asilla ─y finalmente volviéndose con mucho orgullo agregó: ella es Kysta, mi madre. ¡Madre! ─volviéndola a ver, todos ellos son mis amigos, los que te hablé en la casa ─posteriormente dijo luego de haberlos señalado.

─Para mí es un verdadero placer el poder conocerlos a todos ustedes ─expresó la mujer en un tono bastante acongojado, sin embargo quiero que acepten de antemano mis más

sinceras disculpas por todas las molestias que de seguro mi hijo les pudo haber ocasiona-do, principalmente con nuestra presencia en este navío en este momento, ya que práct i-camente fuimos obligados a que lo acompañáramos. Realmente es un buen chico, pero

con una imaginación muy viva al que se le suma en ocasiones, un carácter inflexible, a veces hasta violento, por eso más que todo es que en ocasiones evito discutir con él, sin

embargo, el de querer tener que dejar todas nuestras humildes pertenencias con las que hemos podido apenas sobrevivir todos estos años luego de la muerte de mi esposo, por-que así simplemente él lo llegó a decidir, me parece que ya es demasiado. Considero que

usted sabiamente pensará como yo y así se lo hará notar ─mirando en ese momento al Mariscal. Estoy plenamente segura de que él sí lo va a escuchar debido a la gran admira-

ción que siente por su persona. ─Para comenzar señora ─le contestó el Mariscal con una pequeña sonrisa ─primero que todo, el navío no me pertenece como erróneamente cree. Es del capitán Kzuk a quien

volvió a ver y señaló. ─¡Señora!¡Es un verdadero honor contar con su presencia! ─le contestó de seguido aquél.

Le doy a usted la bienvenida así como a toda su simpática familia a mi humilde navío. Siéntanse todos por favor, como si fuese su propia casa ─les dijo finalmente asomando una enorme sonrisa en su rostro, ahora si me disculpan, debo retirarme a fin de iniciar los

preparativos de salida. ─¿Ya ve de lo que hablo? ─Tal parece que él no logra percibir correctamente la verdade-

ra realidad que lo está rodeando ─le contestó Kysta un poco cabizbaja mientras le acar i-ciaba suavemente el cabello a Filip, quien sólo la observaba sin decir absolutamente nada. ¿Qué se puede esperar de esa ávida imaginación?

─Para comenzar, el poder experimentar la hermosa sensación que se produce al observar un nuevo amanecer sabiendo que está acompañada de toda su familia ─le dijo el Maris-

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cal. Filip tan solo hizo lo que yo le solicité que hiciera, que salvara a sus seres queridos trayéndolos hasta este navío.

─¿Qué quiere decir? ─expresó Kysta bastante aturdida. ─La mayoría de sus conocidos para no decir que todos, desgraciadamente no tendrán más

esa suerte ─le contestó el Mariscal. ─¡Así como lo oye señora! Esta isla con todo los refinamientos y lujos que existen, envi-dia de muchos, para mañana al mediodía totalmente ya habrá desaparecido ─agregó el

Mayor desde su sitio. ─Y si no nos apresuramos por huir, también lo haremos nosotros. ¿Por qué no viene la

tripulación de Kzuk? ─¡Ya lo harán Roberts! ─Así que le sugiero que mantenga la calma ─le repuso el Maris-cal volviéndolo a ver.

─Ustedes...ustedes están totalmente equivocados. No puede ser. Los dioses no pueden castigarnos de la forma en que lo están expresando ─les contestó la mujer.

─Bueno, me parece que ellos personalmente no se van a preocupar por hacerlo, van a ser esas montañas volcánicas las que tendrán tan selecto honor, van a volar todo el lugar con una poderosa erupción de fuego y ceniza ─le dijo el Mayor.

─No hay razón para que los dioses nos castiguen de la forma en que ustedes lo quieren hacer ver, con el fuego proveniente de las entrañas de la tierra. Están, están... mintiendo,

además, los sabios de la isla, lo sabrían y harían algo por su pueblo, estoy completamente segura. ─Por supuesto que lo deben de saber y van a realizar la única alternativa que les queda,

huir como las ratas que son de este sitio rápidamente ─expresó el Mayor mientras limpia-ba muy tranquilamente el cofre.

─¡Eres un maldito blasfemo! ─exclamó de repente en el paroxismo del furor que sobre-excitaba en ella la marcada serenidad que hasta ese momento mostraba un displicente Mayor y al que intentó luego de no poder controlarse, abalanzársele para golpearlo, sin

embargo, no lo consiguió debido que Filip por hallarse en medio en ese momento se lo estaba evitando. ¡Ellos nos cuidan, nos protegen! ¡No tienes derecho de hablar de esa

manera! ─vociferó finalmente. ─Mayor, ¿por qué no intentas ayudar a Kzuk en sus preparativos ─le dijo el Mariscal en ese instante acercándosele.

─¿Yo? ─Pero si Ikuro es quién conoce mejor todo lo referente a estas flotantes naves de transporte, las que de seguro el origen de esas futuras descendencias, habrá provenido de

esta vulgar cáscara. ─Es muy posible, sin embargo, en esta ocas ión realmente prefiero que seas tú ─le dijo el Mariscal mirándolo seriamente al tiempo que realizaba un ligero movimiento de su cabe-

za ─¡Por supuesto! ¡Claro que comprendo lo que intentas decirme! ─de inmediato le dijo el

Mayor luego de verlo. Necesitas lógicamente de mis valiosos conocimientos como de mi presencia física. ─Podría decirse de esa forma.

─En ese caso, pierde cuidado ─y levantándose de su sitio se acercó hasta donde se enco n-traba Ikuro, a quién le dejó el encargo de vigilar el cofre. Debes cuidarlo mientras yo re-

greso ─le dijo finalmente.

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─Realmente no sé para que lo cargas si no vas a poder llevártelo hasta nuestro tiempo. Deberías de dejarlo, botarlo. ¿No escuchaste a Ambros?

─¡Ni se te ocurra pensar eso! ─Considero que por los momentos nos puede ser muy útil aún ─le contestó aquél mientras se retiraba.

─¿Estás totalmente seguro que es una buena idea que el Mayor ayude a Kzuk? ─le pre-guntó finalmente Ikuro al ver al Mariscal muy cerca de él mientras observaban ambos como aquél se estaba alejando muy tranquilamente. Soy del criterio que más bien va a

estorbarle. ─Es muy posible, sin embargo no lo será tanto como lo que él está haciendo, ¡pero a no-

sotros! ─le repuso aquél mientras intentaba preparar su pipa. ─¡Ya! Lo dices por todo lo sucedido con la mujer, ¿verdad? ─le preguntó el oriental en voz baja.

─¡Así es! ─En las circunstancias en que nos encontramos actualmente es preferible pasar desapercibidos ante la tripulación de Kzuk y no todo lo contrario ─le contestó el Maris-

cal. ─La isla en verdad, ¿va a desaparecer? ¿No existe nada que se pueda hacer para evita r tal catástrofe? ─argumentó la mujer ya un poco más calmada pero sumamente preocupada

mientras se les acercaba. ─Desgraciadamente señora, me temo que así es ─le repuso el Mariscal volviéndola a ver.

Filip, quiero que lleves a tu familia abajo, que descansen un poco y sobre todo que se alimenten bien. Deben de tener hambre. Tú también. ─¡Pero yo quiero ayudar! ─le protestó aquel.

─¡Y ya lo estás haciendo! ─Cuida de ellos hasta que hayamos zarpado, después puedes subir y darnos una mano. Estoy seguro que Kzuk te va a decir en que le puedes ser útil,

así que obedece. ─¡Descuide Mariscal! Acataré sus instrucciones ─le contestó el joven con orgullo mien-tras empezaba a retirarse.

─¿Qué crees que serán de ellos? ─le preguntó finalmente Ikuro al Mariscal mientras am-bos observaban como iban desapareciendo al bajar las gradas del navío.

─Quizás en la nueva tierra que logren establecerse en definitiva puedan llegar a concluir todas sus expectativas, aunque por supuesto, solo el tiempo y la perseverancia que tengan en sus metas, lo podrá decir. Sinceramente ignoro por los momentos si alguno de ellos,

fueron capaces de escribir algún acontecimiento histórico. ─Tú eres el especialista en época antigua. ¿Qué puedes decirnos de él? ─le preguntó Iku-

ro volviendo a ver a Roberts. ─Francamente va a ser sumamente difícil poder expresar algún comentario histórico ya sea de él o de toda la familia, es más coincido ampliamente con el Mariscal. Para comen-

zar, Filip es un nombre muy común en esta época muy similar como lo han sido otros en nuestro tiempo y si a eso le sumamos, que no poseemos alguna referencia más directa

como para lograr ubicarse al menos verdaderamente en que tiempo estamos, es poco lo que se puede hacer. ─¿Y qué me dices acerca de la época en que Goreard vivió?, ¿qué tiempo verdaderame n-

te es? ─Difícil de saberlo, se supone por las tradiciones orales que es a finales de la edad de

bronce, sin embargo, la espada que luce el Mariscal en este momento no pertenece a ese

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metal, lo que puede llevarnos a pensar erróneamente que no estamos en la época del bronce.

─¿Por qué dices erróneamente? ─le preguntó el Mariscal. ─¿Adónde encontraste la espada?, ¿en el campo de batalla?

─¡Realmente no! ─Que yo recuerde la tenía al llegar a este tiempo ─le contestó el Maris-cal. ─Por eso mismo, quizás los guardianes a fin de que lograras el objetivo deseado, te con-

cedieron un pequeño favor, una espada de más tecnología con respecto a todas las demás. Después de todo, es muy poco lo que realmente podría hacer un solo hombre contra todo

un ejército con esa espada. Si hubieses muerto, prácticamente se habría perdido entre la multitud. ─No hay duda entonces que conocían muy bien la capacidad bélica del Mariscal ─le co n-

testó Ikuro con una sonrisa. Estaban completamente seguros que no los iba a defraudar. Ahora, lo que no comprendo ni me queda claro todavía, es la razón que tú no sepas con

precisión la época a que decidiste viajar, eso es simplemente inaudito. ─La historia Capitán como ya anteriormente lo he expresado, se basa tanto en aconteci-mientos debidamente documentados como por los hallazgos arqueológicos que podamos

encontrar, sin embargo, hay veces que solo tenemos como referencia aquellas tradiciones orales las que lógicamente en ocasiones se pierden en la línea del tiempo. La historia de

Goreard es una de esas, en las que se incluye un análisis pormenorizado del campamento del Baelk así como la ubicación que tenían sus propios hombres que se encargaban de la vigilancia.

─Eso viene a explicar el que nos hubieras sorprendido en la forma tan fácil en que lo hiciste ─expresó Baelk.

Roberts solo le sonrió y bajó lentamente su cabeza encismado, sin embargo luego de una pausa al fin alzó sus ojos y después de mirar en forma detenida la montaña agregó finalmente:

─Sin embargo, una gran mayoría de los historiadores de nuestra época han contemplado toda esa tradición como simple mitología.

─Estás diciendo, que lo que hemos vivido hasta el momento, ¿es una simple fábula para todos esos historiadores de nuestro tiempo? ─argumentó Ikuro. ─Exactamente.

El tumulto que empezó a suscitarse en los muelles debido al color que estaba tomando el agua, además de un sinnúmero de especies marinas que estaban empezando a flotar

totalmente inertes, prácticamente rompió totalmente el diálogo que se suscitaba en ese momento. ─¡Son las señales de las que habló el guardián! ─expresó el Mariscal luego de expeler

algunas bocanadas de humo y mirarlas. ─Y los hombres de Kzuk que no llegan.

─Te sirven esos que vienen todos apresurados como asustados ─alegó el Mariscal mien-tras observaba como subían rápidamente por la escalinata. ─¡Se acaba de sentir un nuevo temblor! ─expuso uno de los marineros al llegar a cubier-

ta. ─Y más fuerte que el anterior. No creo que las edificaciones aguanten otro ─le contestó

otro marinero.

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─¡Vaya, por fin regresaron! ─expresó Kzuk al verlos sobre cubierta. Quiero que comie n-cen a realizar todos los preparativos para irnos lo más rápido posible. Vamos, apresúrense

que no tenemos todo el día. ─Pero Capitán, debemos de quedarnos, de ayudar a toda esta gente. Nos necesitan todav-

ía. Hay muchos heridos. ─Ya eso lo sé, no tienen por qué decírmelo. Por eso si alguno de ustedes desea quedarse para auxiliar a los pobladores puede hacerlo, yo realmente no me voy a oponer, ya que

esa es su decisión y muy loable por cierto, sin embargo, es imperativo que la nave aba n-done esta isla lo más pronto posible ─les contestó Kzuk mientras los miraba a todos fija-

mente. ─Despreocúpese Capitán, todos estamos con usted. Si usted así ya lo decidió nuestra obligación es simplemente acatar sus órdenes ─le dijo un marinero de regular estatura

con voz breve pero segura, de rostro atezado, ojos inyectados de sangre, barba bastante blanca y muy espesa, adelantándose unos pasos al tiempo que volteaba su rostro hacia sus

compañeros. A largar las amarras y soltar las velas, que la marea nos está favoreciendo. Vamos, tenemos un viaje que realizar y no tenemos todo el día ─finalmente les ordenó, no había duda alguna de que el personaje que había hablado, era quien estaba fungiendo

como el segundo del navío. Muy pronto, la nave ayudada por una fuerte brisa que la estaba empujando, empezó a

moverse lentamente, alejándose del muelle en una forma inadvertida por todos los pre-sentes, quienes preferían acercarse entre ellos y comentar acerca de todo lo que estaba sucediendo en la isla.

─Sinceramente no sé por qué todos ellos se están preocupando por esos heridos que están atrapados en sus viviendas, si lo vemos en una forma muy fría, muy pronto van a engro-

sar la lista de muertos, aunque, ¡aguarden un momento! ─pensándolo bien, va a ser el de desaparecidos ─expresó el Mayor en ese instante mostrando una leve sonrisa al acercár-seles a Ikuro y al Mariscal.

─¿No será porque ellos sencillamente no conocen todavía nada de lo que en verdad va suceder en esa isla? ─le repuso el Mariscal. Aunque considero que es mejor que sigan así,

luego de observarlos como ejecutaban eficientemente todos los distintos pormenores para que el navío pudiera desplegar todas sus incomparables cualidades en la mar tranquila que se extendía ya majestuosamente.

Fue en ese momento en que unas enormes columnas de fuego confundidas con ceniza hicieron abruptamente su ascensión en una forma estrepitosa hacia el cielo limpio, deto-

nando ruidosamente. ─¿Cielos santo pero qué es lo que está sucediendo? ─expresó asustado uno de los mar i-neros al voltear su rostro y mirar con horror hacia la isla y notar como una enorme cant i-

dad de piedras comenzaban a caer con furia sobre el océano así como a la misma ciudad, la que pronto estaría oculta totalmente entre los vapores y enormes nubes de ceniza y

gases que empezaban vertiginosamente a caer y que se precipitaban en forma amenazante hacia ella. Y como si lo anterior no fuese suficiente, un torrente de candente lava que empezaba a brotar en forma incontenible de ambos cráteres de los recién despiertos vo l-

canes, había empezado a descender hacia las laderas inferiores y por ende amenazando a la enorme ciudad que se hallaba ubicada a las faldas.

─El fin del mundo o el principio, aurora o crepúsculo, sin embargo, en cualquiera de esos casos, sólo los dioses conocerán si será para bien o para peor ─le repuso Kzuk quién ayu-

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daba al timonel a sostener fuertemente el remo al tiempo que observaba como las nubes negras se abalanzaban sobre el sol ensombreciendo todo el ambiente.

─Capitán, ¿no cree que al salir de improviso y en la forma en que lo estamos haciendo, no le damos motivo suficiente como para que el Kraem finalmente nos persiga y casti-

gue? ─Para estas alturas considero que ya él debe de hallarse muy lejos. ¡Descuida! ─le co n-testó Kzuk.

─¿Seguro? ─¡Totalmente!

─Ciertamente es un alivio escuchar esas palabras ya que...─fue en ese momento en que el marinero volteó su rostro y observó con suma atención a un personaje que estaba sentado con su espada arrecostado en uno de los mástiles. ¿No es ese el maldito que trajimos a la

isla y que asesinó a Hews? ─¡Así es! ─le contestó Kzuk

─¿Y no piensa hacer nada por vengar su muerte? ¡Él era un buen amigo nuestro! ─le ar-gumentó otro marinero que se hallaba cerca y que con marcado odio en su semblante mi-raba hacia donde se encontraba el personaje.

─En otras circunstancias, tengan plena seguridad que yo mismo hubiese buscado la forma de ejecutarlo con mis propias manos, a pesar de toda la fama que lo precede, sin embargo,

en esta ocasión, serán ellos quienes lo acompañan los que se van a encargar de él ─repuso Kzuk. ─Pero nada nos llega a garantizar que recibirá su merecido por tan baja acción ─protestó

el marinero. ─Bueno, tampoco lo contrario, así que te aconsejo que no interfieras. ¡Continúen en sus

labores! ─¡Sí señor! ─repuso el marinero retirándose en compañía del otro que casi de inmediato y seguro de no ser escuchado, agregó:

─Quizás eso lo dirás por ti, porque a ese maldito desgraciado yo me lo despacho en la primera oportunidad que tenga.

─Cuidado en la forma en que lo estás expresando, recuerda que todos ellos son seres muy poderosos, principalmente el que los lidera y que se acerca. Kzuk lo respeta mucho ─le dijo el marinero luego de observar como el Mariscal tranquilamente en ese momento les

pasaba cerca para dirigirse a las escaleras que lo llevarían bajo cubierta. ─Pero ninguno de ellos son inmortales ─finalmente le contestó aquél asomando una pe-

queña sonrisa en su rostro en el preciso instante en que ellos pasaban cerca de tres perso-najes que estaban en cubierta y que estaban hablando y a los que no ocultó al verlos, el marcado desprecio que principalmente por uno de ellos sentía.

─Si las miradas pudieran hablar para estas alturas, no me cabe ninguna duda de que estar-íamos haciendo un reconocimiento interno pero dentro de los cráteres de esas dos mo nta-

ñas ─expresó Ikuro luego de observar la forma en que los marineros al pasar los habían visto. ─El no ser bien recibidos como lo que somos simplemente se lo debemos a Roberts, que

fue quién liquidó cobardemente a uno de sus compañeros ─repuso el Mayor. Deberíamos de entregarlo al mismo Kraem para que sea él quien le dé su merecido.

─¡No por favor! ─Prefería mil veces enfrentar a un pelotón de fusilamiento que a él ─les contestó Roberts.

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─¿Pero qué rayos tendrá ese verdugo que logra atemorizar en la forma en que lo hace a todos? ─le susurró el Mayor al oriental quien sin dudarlo, inquirió:

─¿Una gran personalidad? ─¡Eso es! ¡Suena totalmente lógico lo que estás expresando! ─Debe de irradiarla a su

alrededor con su sola presencia, debe ser colosal muy similar a la mía ─expresó el Ma-yor. ─Francamente y sin que se ofendan por lo que voy a decirles, me parece que ustedes dos

realmente no saben en verdad de quién están hablando ─les dijo Roberts volviéndolos a ver muy fijamente.

─Claro que sí, del que se encarga el trabajo sucio de la isla, su verdugo ─le contestó el Mayor. ─Tienen una forma de verlo muy singular, pero ¿sabían que no es humano como lo están

pensando? El Mayor e Ikuro se quedaron observándose entre ellos al escuchar el anterior comenta-

rio, sin embargo, el primero rápidamente agregó: ─Es lo que normalmente alegan todos aquellos ignorantes seres cuando le tienen envidia a un personaje en especial que sobresale, incluso es lo que han dicho del mismo Mariscal

en muchas ocasiones, y hasta donde sabemos, él es de este mundo. ─Creo que no me han entendido, lo que yo quiero decir es que...

─¡Escuetamente qué yo tengo la razón! ─ expuso el Mayor interrumpiéndolo en ese mo-mento. ¿O es qué piensas acaso contradecir a un oficial de mayor rango? ─¡No Mayor! ¡Por supuesto que no! ─Usted tiene razón en todos sus argumentos. Es

como usted lo dice ─le contestó finalmente Roberts mesándose furiosamente los cabellos al tiempo que optaba por darles la espalda y observar cómo se destacaba en el horizonte

el perfil de una lengüeta de tierra que apenas sobresalía. ─¿Has pensado en la pequeña posibilidad de que él puede tener razón? ─repuso Ikuro al rato luego de ver la anterior reacción de Roberts.

─¡Descuida! ─Ya esa pequeña viabilidad de que el Kraem pudiese ser un alienígena la analicé perfectamente. Si bien es cierto, justificaría en alguna medida la arquitectura co-

mo los adelantos tecnológicos que hemos visto en la isla, venir a fungir como lo haría un vulgar verdugo, prácticamente lo eliminaría ya que realmente no sería muy lógico ese comportamiento para alguien de una adelantada civilización.

─Yo me refería más bien a que fuese un animal como lo está sugiriendo Roberts ─alegó el oriental.

─¿Crees que un animal puede obedecer los mandatos expresados por algún ser en espe-cial superior a fin de eliminar a todo aquel que éste le señale en cualquier momento? ¿Po-siblemente una especie de la familia de los caninos que es capaz de nadar, sumergirse y

ocultarse en las profundidades del océano? ¿Es lo que estás intentando decir? ─le pre-guntó el Mayor.

─Bueno, de la forma en que lo has expuesto, podría ser más bien entonces la mascota de algún alienígena, dado que no existe un animal terrestre que pueda llegar a cumplir con todo lo que has expresado y por cierto, los perros para tu información, puede que algunos

les guste sumergirse pero difícilmente respiran bajo el agua. ─¡Excelente humor capitán! ¡Excelente! ─le contestó con una enorme sonrisa el Mayor

mientras se frotaba fuertemente las manos. Realmente me parece que deberías trabajar en la comedia.

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Capítulo XLVIII

─¿Hacia qué tierra es a la que nos dirigimos? ─le preguntó Filip al subir a cubierta y acercarse a Kzuk.

─A las Tierras Sangrientas, aquellas que protegen la propia entrada del Desfiladero de la Muerte ─le contestó aquél con una amable y cálida sonrisa al volverse y notar quién se lo

estaba preguntando. ─Es un lugar realmente muy peligroso según los relatos que he podido lograr escuchar de aquellos marineros que han visitado ese lúgubre sitio. Una tierra de misterio que es go-

bernada por Argoned, un ser que dicen que es muy terrible como sanguinario, ¿lo cono-ces?

─¡Es un Velkin! ─Traté con él unas cuantas veces ─le contestó Kzuk volviendo su mira-da al frente, en la que hizo una pequeña pausa mientras reflexionaba. Sin embargo, no creo que llegue a superar la imagen de su progenitor, al que hay que agradecer el que esas

tierras tengan tan sugestivo nombre y del que si puedo asegurarte completamente, llegó a ser la esencia de la maldad misma, ¡Obitán!

─Un momento, ¿dijiste Obitán? ─¡Así es! ─Él es o mejor dicho fue, el padre de Argoned. La gran bestia salvaje. ¿Acaso nunca oíste hablar de él?

─Sobre las hazañas que él realizó y que hicieron su nombre en la forma en que lo expre-sas, ¡sinceramente no!

─Y realmente no me extraña de que fuese así, provienes de un sitio en que la represión de la verdad era muy común por los sabios de la isla para su propia conveniencia. Era prefe-rible callar y no expresar absolutamente nada en contra de aquellos a los que se les llama

aliados y verdaderos amigos ─repuso con una sonrisa Kzuk. ─Tienes mucha razón en tus palabras. Sin embargo lo que deseaba comentarte era que

cuando llevé a mi pequeña oveja al templo para que ésta fuese sacrificada a los dioses a fin de que éstos nos bendijeran con un año fructífero, pude escuchar accidentalmente porque no me vieron, claro está, los comentarios que realizaba un sacerdote anciano a

otro, acerca de los oscuros presagios que el oráculo le había manifestado en una especie de trance y que le mostraba que Obitán iba a ser muerto bajo el filo de la espada de la

justicia y que aquél que la ostentase, iba a ser el precursor de uno de los imperios más grandes jamás conocido. ─¿Quién lo diría? ─expresó Kzuk riéndose y volviendo su rostro adónde se hallaba el

Mariscal quién hablaba en ese instante con sus compañeros. Mi nave transporta a un futu-ro y poderoso rey.

─¿Por qué dices eso? ─Es lo que tú has expresado en tus palabras. ─No entiendo.

─Tu amigo, al que llaman Mariscal según se dice, fue quién eliminó al mismo Obitán en un combate muy singular.

─¿Él? ─Así como lo oyes. ¿Pero adónde vas? ─A darle mis respetos a mi nuevo y futuro soberano ─le contestó Filip con una enorme

sonrisa.

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─¿Todavía mantienes la ridícula idea de llegar a enfrentarte a las fuerzas de ese tal Argo-ned con lo que tenemos Mariscal? ─le argumentó el Mayor mientras se levantaba y apo-

yaba sus dos brazos sobre la borda del navío al tiempo que levantaba su vista y observaba con suma curiosidad, como unas enormes nubes negras tamizaban totalmente los rayos

del sol. ─Bien sabes que el tiempo está en contra nuestra como para intentar dirigirnos primero a la aldea de Baelk por unos cuantos hombres que a la postre no nos van a ayudar mucho.

Con sólo mirar el cielo lo sabrías. ─Un tiempo lluvioso no creo que sea un gran problema.

─Yo me estoy refiriendo a que los volcanes de la isla que abandonamos hace poco, muy pronto van a hacer su última explosión y las olas que van a generar cuando eso suceda, barrerán sin misericordia todos aquellos pueblos que se hallen cerca de las costas ─le

contestó el Mariscal quién se había acercado a la borda y admiraba el mar. ─No sé por qué hablas de enormes olas que barrerán la costa, cuando en realidad lo que

siempre ha sucedido en esos trágicos acontecimientos, es que el nivel de agua sube y se adentra solo un poco en la costa. Lógico que debido a ese exceso, algunas veces la mar ocasiona destrozos así como numerosas muertes, pero en ningún caso ha sido a conse-

cuencia del paraíso de cualquier surfista ─le dijo el Mayor. ─Sin embargo, en este caso en particular será totalmente diferente. Las olas de las que

hablo y que llegarán a medir hasta 200 o 300 metros, quizás más, harán que las que pro-vocó Krakatoa cuando hizo erupción sean en comparación una simple y pequeña mareja-da lo que azotó las costas.

─¿Quién? ─Vamos Mayor, ¿no vas a decir por tu semb lante que no conoces de lo que está hablando

el Mariscal? ─le preguntó Ikuro con una sonrisa mientras lo observaba y finalmente e n-cendía un cigarrillo. ─¿Pones acaso en duda mis conocimientos geográficos?

─¿Yo? ¡Para nada! ─Ya nos has dado muchas demostrac iones de tus amplias capacidades intelectuales.

─¡Vaya! ─Esperaba más bien escuchar alguno de tus sarcásticos comentarios que esas insólitas palabras, pero en fin, te diré que el Mariscal acaba de hablar acerca de un volcán que se encuentra en una isla del Caribe, es más si no me equivoco ahí los norteamerica-

nos tienen una pequeña base. ¿Satisfecho? ─¡Totalmente! ─le contestó el oriental intentando ocultar la sonrisa que se le dibujaba en

su rostro. ─Espero no importunar sus sabias conversaciones ─expresó una tímida voz en ese mo-mento.

─Para nada Filip, para nada. El Mayor sólo nos comentaba como es la geografía desde su punto de vista ─le dijo el Mariscal.

─Que no se asemeja a la realidad dicho sea de paso ─dijo Ikuro. ─¿Qué estás diciendo? ─protestó el Mayor. ─Me refiero al tiempo en que estamos ─se apresuró a decir Ikuro, luego de que el Maris-

cal en forma disimulada pero a propósito al dirigirse a otro punto de la cubierta de la na-ve, lo había majado al pasarle cerca.

─Falta mucho para avistar tierra ─preguntó el Mariscal volviendo a ver a Kzuk quién se acercaba.

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─¡Realmente no! ─Ya se divisa perceptiblemente la línea costera ─le contestó al tiempo que con sus manos extendidas la señalaba. ¿La observa?

─¡Muy claramente! ─Por cierto, ¿qué puedes decirnos de la ciudad de Argoned? ─¡Y qué realmente sea muy importante! ─argumentó el Mayor acercándoseles. Cielos

ustedes dos en verdad deben de ir a un buen oculista porque de seguro tienen algunas manchas en sus ojos, ya que yo no veo nada con mi potente vista ─finalmente expresó luego de haber observado la misma posición del horizonte.

─Será porque no deseas ver o porque en verdad eres el que necesita unos enormes bifoca-les. ¡Vas a ser el primer búho con lentes! ─repuso Ikuro riéndose.

─Si esperan encontrar una fortaleza como la de Goreard, de altos muros o de igual avance tecnológico como la de la isla en que estuvimos, no va a ser así ─expresó Kzuk. Posee un puerto bastante sencillo, nada sofisticado, sin embargo muy eficiente para el comercio

que se desarrolla con otras ciudades. Una larga empalizada de madera alrededor protege la aldea, la cual podría decirse que

no es muy grande, pero no por ello hay que subestimar la fuerza bélica que es capaz de presentar en caso de una verdadera necesidad. ─Ellos son capaces de enfrentarlos y vencerlos ─expresó Filip convencido de lo que de-

cía. ─Por supuesto que comparto tu opinión a pesar de que no los he visto aún pelear salva-

jemente de la forma en que la mujer ha expresado que lo hacen, sin embargo, a pesar del gran valor que los precede, considero que el número en verdad cuenta y los hombres de Argoned, son más que nosotros ─le contestó Kzuk.

─Si bien no me gusta aceptarlo, él tiene mucha razón en sus palabras. Realmente pode-mos ser muy diestros y eficientes con las armas, sin embargo desgraciadamente no somos

indestructibles ─le dijo el Mayor. ─No sé porque estás hablando de esa manera Mayor, si bien es cierto que sabes que no podemos enfrentar a todos los hombres de Argoned en una simple batalla porque sería

una imprudencia imperdonable por parte nuestra el hacerlo, pero si hipotéticamente al final llegase a ocurrir, tanto la disciplina como el valor que nos ha deparado nuestro en-

trenamiento por tanto tiempo, nos van a ayudar a que esa superioridad numérica no fuese tanta ─argumentó el Mariscal con una sonrisa mientras encendía su pipa. ─Hablan modestamente cuando en realidad saben que todos son magos y muy poderosos,

los elegidos de los mismos dioses ─les dijo Niyel acompañada de Baelk con una sonrisa mientras se recostaba a la borda y miraba fijamente el océano y fugazmente sin que nadie

lo percibiese, según ella, al Mariscal. ─Ella tiene mucha razón, ustedes pueden hacer que las armas de sus enemigos sencilla-mente lleguen a desaparecer todas ¿no es así? ─finalmente expresó Filip volviéndose a

dónde estaba Ikuro quién solo se sonrió. ─¡Por supuesto que él puede hacerlo con un chasquido de sus dedos! ─le contestó el

Mayor con un tono de voz bastante sarcástico. Anda, ¿por qué no le haces otro de tus trucos a Filip? ─Estoy completamente seguro de que quisiera ser encandilado nuevamen-te con tu arte. ¿Y todavía algunos dicen que yo soy el que ocasiona los problemas?

─¡Sinceramente me encantaría que hicieras tu prodigioso arte! ─le dijo Filip volviéndolo a ver.

─Está bien, haremos algo muy simple ─le contestó Ikuro. Mariscal, ¿me permitirías tu espada por un momento? ─volviéndolo a ver y luego que aquél se la dio, el oriental fi-

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nalmente la colocó en forma vertical entre las ranuras de las tablas de la cubierta y en la que aparentemente quedó totalmente suspendida sin moverse.

─No observo destreza alguna en poner una simple espada en forma vertical, cualquiera lo puede hacer ─expresó un marinero que estaba viendo la escena.

─¡Es muy posible! ¿De seguro también puedes sacar la espada de ese sitio? ─le contestó Ikuro volviéndolo a ver. ─Por supuesto que puedo hacerlo, ¿por quién me tomas?

Ikuro simplemente no le contestó, sino que se hizo a un lado con un rostro que reflejaba una enorme sonrisa y posteriormente con un ademán de sus manos, claramente, lo retaba

a que hiciese lo que aquel había expresado. ─No digas que no te lo advertí y no llores por tu fracaso ante todos tus amigos ─le re-plicó el marinero al tiempo que empezaba a acercarse muy envalentonadamente ante el

beneplácito y total apoyo de todos sus compañeros quienes empezaron a acercarse ta m-bién. Esta espada es verdaderamente una hermosa arma digna de rebanar la cabeza de

nuestro enemigo ─finalmente agregó al estar frente a ella y posteriormente mirar a Ro-berts. ─Si es así, ¿por qué no lo intentas? ─le dijo el Mariscal luego de lanzar varias bocanadas

de humo que le envolvían en nubes cada vez más densas. ─¿Pero señor que está diciendo?, ¡él piensa matarme sin duda! ─protestó Roberts po-

niéndose de pie en espera de poder al menos defenderse. ─Bueno, si así los dioses lo quieren, no somos nosotros quienes debemos de oponernos a sus designios, por eso reza a fin de que el truco no le falle a Ikuro. Anda marinero a mí

también me gustaría ver que lo intentes ─le dijo finalmente. ─No me lo tienes que pedir dos veces ─repuso el marinero al tiempo que su rostro se

reflejaba una verdadera satisfacción por lo que iba a realizar. Muy pausada y lentamente sus manos asieron fuertemente la empuñadura de la espada, sin embargo, cuando quiso levantarla para poder descargar el golpe vengativo, advirtió

como una poderosa fuerza invisible se le oponía haciéndole prácticamente imposible mo-ver el arma de su posición en la que Ikuro anteriormente la había colocado.

─Ya deja de jugar y mátalo de una vez ─le gritó uno de sus compañeros. ─Pero eso es lo que intento. No me es posible alzarla, tal parece que tiene vida propia. ─Si por supuesto y las gaviotas nos hablan de lo hermoso que son sus nidos. Hazte a un

lado, yo te mostraré lo que un verdadero hombre es capaz de realizar ─le dijo un robusto y fuerte marinero que estaba muy cerca y luego de empujarlo a fin de apartarlo, tomó la

espada con sus dos manos y tras una breve pausa, intentó moverla, sin embargo, a pesar de toda la fuerza que le aplicaba al arma sólo y muy ligeramente apenas logró desplazar-la, un total desconcierto y disgusto ensombreció al marinero que prácticamente no daba

crédito a lo que estaba sucediendo. ─ La espada está poseída por el poder de los espíritus de la isla ─expresó uno de los ma-

rineros presentes justificando de esa manera lo que todos sus compañeros habían obser-vado, lo que rápidamente prefirieron alejarse a sus labores. ─No sé cuál es tu idea de asustar a los hombres de Kzuk, pero sea cual sea, lo has conse-

guido y muy eficientemente ─le repuso el Mayor. ¿Podrías compartir lo que planeas con nosotros?

─¿Yo? ¡Nada! ─Ese marinero simplemente se adelantó al verdadero truco que intentaba demostrarle a Filip.

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─¿Y cuál era ? ─Uno muy sencillo aunque soy sincero, no lo he perfeccionado todavía. Y es el crear un

árbol con esta arma. ─¡Ya veo! ¿Y supongo que el árbol que estás por intentar implantar con la espada del

Mariscal al menos deberá poseer algunos jugosos frutos? ─le preguntó el Mayor sarcást i-camente mientras se le acercaba muy disimuladamente e intentaba mover la espada, sin conseguirlo tampoco.

─¡Exactamente! ¿Me permites? ─¿En estos parajes? ¡Hacedme el favor! ─A excepción de que el mar lo llegues a conver-

tirlo en un extenso bosque, no hay forma alguna que obtengas ni un simple arbusto en los alrededores. ─¿Eso crees?

─¡Así es! ¿No lo piensas igual Mariscal? ─repuso el Mayor volviéndolo a ver. ─No hay que subestimar las cualidades de Ikuro, además es un truco que aún no lo ha

perfeccionado, él sabrá por qué lo dice. ─Simples excusas que le sirven para justificar que no es un verdadero mago, es un aficio-nado y muy simple por cierto. ¿Un árbol en esta nave y a partir de esta espada? ─la que

intentó nuevamente mover sin conseguirlo. ¡Ja! ─¡Justamente! ─le contestó el oriental con el semblante un poco serio al tiempo que lo

apartaba suavemente. ¡Ahora tú observa! ─y realizando unos movimientos con sus manos cerca de la espada, ésta pronto comenzó a crecer al tiempo que se inundaba de ramas co-mo de tupidas hojas, las que dieron campo al final a la aparición de varios dorados y ju-

gosos frutos. Si quieres puedes tomar uno ─finalmente argumentó mirando a un aso m-brado Mayor con una sonrisa de triunfo, mientras empezaba a desprender unos que se los

lanzó a Baelk para que compartiese con Niyel y otro a Kzuk, finalmente se le ofreció uno a Filip, quien totalmente maravillado solo atinaba a abrir sus ojos. ─Me parece que deberías pensar seriamente cuando volvamos a nuestro tiempo en dejar

el ejército. Tienes unas enormes cualidades que podrías explotar económicamente para tu propio beneficio ─le dijo el Mariscal luego de servirse él mismo un fruto y empezar a

morderlo. ¡Y está bueno! ─Ni tanto, el que tomé estaba muy maduro, demasiado diría yo, seguro lo hizo a propós i-to, incluso tenía algunos gusanos ─repuso el Mayor.

Sin embargo, Ikuro no le tomó ninguna importancia, sólo se limitó a expresar con un gesto de disconformidad lo manifestado por el Mayor para posteriormente, comentarle al

Mariscal: ─Lo que hago es un simple pasatiempo, el cuál no me gustaría que decidiese mi vida, prefiero que siga así ─le dijo el oriental sonriéndose. Y finalmente moviendo sus manos,

con un pequeño ademán, las hojas y ramas desaparecieron dejando ver la espada erguida, la que posteriormente tomó dándosela al Mariscal para que la guardara en su cinto, sin

embargo, antes de que éste la pudiese guardar, las manos de Filip se interpusieron. ─¿Me permiten? ─Es un poco pesada para ti hijo, ten cuidado es bastante filosa ─le dijo el Mariscal

dándosela. Filip sonriendo, la tomó y la empezó a agitar en el aire violentamente al tiempo que la

hoja empezaba a silbar, sin embargo, la exclamación de la madre quien había salido a

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cubierta a tomar aire pero sobre todo a ver lo que estaba haciendo su hijo, hizo que final-mente él perdiese el equilibrio cayendo pesadamente sobre la cubierta del navío.

─¿No estás herido? ─le preguntó el Mariscal mientras lo ayudaba a levantarse y aguan-tando disimuladamente la risa que lo estaba embargando a causa de la carcajada estruen-

dosa que finalmente los compañeros que los rodeaban, expelieron. ─Descuide, estoy totalmente bien ─le contestó bastante acongojado Filip Lo siento mu-cho. Solo espero que su espada no haya sufrido daño alguno.

─No te preocupes. De seguro no le pasó nada ─le dijo Ikuro con una leve sonrisa mien-tras la levantaba, la limpiaba y se la daba al Mariscal nuevamente.

─¿Estás bien? ─le preguntó la madre en ese momento quien se había acercado rápida-mente al verlo caer. ─¡Me asustaste! ¿Pero por qué tenías que gritar tan fuerte? ─le protestó Filip.

─Sabes muy bien que no me gusta que juegues con la espada, ni con arma alguna, todas son muy peligrosas. Si tu padre no hubiese sabido usarla o me hubiese escuchado, al me-

nos quizás hoy estaría con nosotros. ─¿Y tú ya olvidaste que por saber usarla, muchas veces ahuyentó valerosamente sin im-portarle sacrificar su propia vida a los forajidos que buscaban como robar nuestros reba-

ños? ─Quiero aprender a manejarla y quien mejor que ellos para que me enseñen lo que mi padre no pudo hacer. Lo necesito, Tahis y Asilla merecen ser protegidas, soy su her-

mano mayor así como a ti madre. ─No es por decirlo señora, ni mucho menos quiero que crea que somos unos entromet i-dos en la educación que desea para su hijo, pero Filip tiene mucha razón en sus argumen-

tos ─le dijo el Mariscal. Habrán tiempos de guerra como de paz en la nueva tierra que ustedes dispongan habitar, y en ambos casos, se ha de poseer una verdadera convicción

que nos permita defender física como espiritualmente nuestros derechos así como la de nuestros seres queridos, los que en muchas ocasiones aunque no lo queramos, el uso de la fuerza será la única opción de sobrevivencia que posiblemente tendrá, por consiguiente,

él debe de estar preparado debidamente para enfrentar tales retos con éxito. ─¿Usted piensa educar a su hijos de esa manera?

─¡Por supuesto! ─Todo padre desea que sus hijos lleguen a poder disfrutar de todos los derechos que quizás él no logró obtener por no saberlos defender y que generalme nte da la tierra en que pisamos: amor, honor y la familia ─le contestó el Mariscal tranquilamen-

te. ─Debes de ser un gran padre en tu tierra. Conoces muy bien todo lo que un hijo debe en

verdad, saber ─le contestó la mujer quien alcanzaba ya casi los treinta años y quien a pesar de contar con seis hijos, todavía podía observarse en su rostro, rastros de una lejanía época juvenil.

La reluciente y abundante cabellera regularmente dividida en dos partes, y que estaba ceñida en la frente por una corona de flores silvestres dejaban mostrar claramente los

contornos de sus mejillas blancas. Sus ojos negros, límpidos, expresaban sin querer ni poder evitarlo las enormes vicisitudes por las que había pasado últimamente pero que sin embargo, a pesar del cansancio moral que la agobiaba, miraba la situación con una res-

plandeciente y contagiosa sonrisa. ─Me parece que sería una gran idea darle algunos frutos a tu madre para que los compar-

ta con el resto de tu familia ─le dijo Ikuro disimuladamente a Filip quién rápidamente

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asintió con su cabeza. En aquella parte de la cubierta, los encontrarás ─finalmente alegó señalándola. ¡Apresúrate! ¡Vamos!

─¡Gracias! ─le contestó dirigiéndose hacia donde le habían señalado. ─No quiero que sufra, creo que usted me entiende ─argumentó la madre en ese momento.

─Las distintas pruebas por las que él pasará lo irán madurando y ese duro aprendizaje lo llegaran a convertir sin duda en un verdadero hombre, basado sobre todo en esa gran ex-periencia acumulada. Por supuesto, no a estar exento del sufrimiento y del dolor por que

nadie lo está, sin embargo antes esas vacías sensaciones, ¿por qué no piensa mejor en aquellas que también se le oponen y vienen a complementarlas, como lo son la felicidad y

el amor? ─le dijo el Mariscal quien posteriormente y sin reflejar ninguna emoción en su impasible rostro, optó por dirigirse a la proa en ese instante debido a la conmoción y se-ñalamiento que mostraban varios marineros.

─Siento mucha pena ─argumentó la mujer un poco cabizbaja. ─No se preocupe, pronto se sentirá bien. A veces eso suele suceder ─le contestó el Ma-

yor al pasar cerca de ella a fin de seguir a Ikuro, quien ya lo aguardaba un poco más ade-lante junto con Baelk, los que intentaban seguir los mismos pasos del Mariscal. ─No lo digo por mí, sino por él.

─¿Pena por él? ─expresó asombrado el Mayor deteniéndose súbitamente. El Mariscal lo tiene todo en nuestro tiempo. Fama, poder, dinero, conocimiento, respeto, ¿qué más podr-

ía él necesitar? ¡Es ridículo que piense de esa forma! ─¡Está solo! ─Ni tanto, Ikuro y Baelk así como yo, pronto estaremos con él ─le contestó mientras

observaba lo que estaba haciendo el Mariscal en ese momento. ─No me entiende, yo me refiero a que él está vacío íntimamente ─le contestó la mujer al

tiempo que meneaba la cabeza negativamente y posterio rmente luego de sostenerle la mirada a Ikuro y de sonreírle, se dio media vuelta y empezó a hacer señas con su mano a fin de que sus hijos que ya estaban en cubierta, se reunieran con ella.

─¿Tu sabes por casualidad lo que ella quiso decir? ─le preguntó el Mayor al oriental cuando estuvo a la par de él.

─En su forma elemental de ver las cosas, se puede resumir prácticamente que ella consi-dera que no tiene conciencia, que es un ser frío, duro e insensible ─le contestó el oriental reanudando su camino y sin darle mucha importancia al asunto.

─¡Y yo que pensé que estaba hablando del Mariscal!─se dijo para sí el Mayor mientras se rascaba la nuca suavemente con mano izquierda. Definitivamente es una mujer muy

extraña, pero que ha llegado a conocer muy bien a Ikuro ─finalmente agregó luego de verla como abrazaba a su hija menor. ─¡Es mágica! ─se oyó decir en ese momento.

─¿Ella? ─preguntó un poco sorprendido luego de voltearse y mirar a Filip quién era el que le había hablado y estaba mordiendo un fruto.

─¡No! ─La espada del Mariscal. ─¡Creo que podría decirse! ─le contestó el Mayor ya un poco recuperado de su aso mbro. Mi compañero Ikuro solo nos ayudó a comprender lo que ese simple objeto cortante es

capaz de lograr hacer, aunque te diré el verdadero secreto. ─De verás, ¿y cuál es?

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─Qué todos nosotros poseemos escondido en nuestro corazón la verdadera y poderosa magia, lo único que en verdad necesitamos, es saber hallarla. Pocos, en realidad pueden

lograr hacerlo. ─Te aseguro que yo seré uno de ellos.

─¡Espero que sí! ─le contestó el Mayor con una sonrisa al tiempo que le frotaba suave-mente la cabeza y posteriormente se dirigía dónde estaban sus compañeros. ─Lo seré, se lo prometo.

El Mayor no contestó, simplemente se volvió parcialmente y con su mano extend ida levantó su dedo pulgar al tiempo que le mantenía su sonrisa.

Capítulo XLIX

─¿Qué fue lo que te prometió Filip? ─preguntó el Mariscal cuando el sonriente Mayor estuvo cerca de él.

─¿Es que lo escuchaste? ─Hubiese sido muy difícil no hacerlo ─le contestó Ikuro. Lo gritó a todo pulmón.

─Intentará hallar la magia en su corazón y sí es con tu espada, mucho mejor! ─le dijo el Mayor. ─No cabe duda de que es un ambicioso soñador ─argumentó Baelk.

─Sería una insensatez dejarle tan formidable tesoro en tan malas manos ─expresó Ro-berts.

─Al menos son sinceras y no codiciosas ─le contestó el Mayor. Entretanto Kzuk en ese momento, empezó a llamar la atención del Mariscal para que observara como varios navíos venían acercándoseles.

─¿No son enemigos verdad? ─expresó Baelk al acercarse a la borda y verlos. ─¡No! ─Son también pescadores como la mayoría de todos nosotros ─le dijo Kzuk. No

hay porque preocuparse. ─¡Kzuk!, ¿cómo estás? ─le gritó un marinero de cabeza desgreñada desde la proa de la nave vecina.

─Intentando sobrevivir Arlos. ─¡Como todos nosotros! ¿No quieres acompañarnos?

─Me gustaría mucho, pero llevo una encomienda. Será en otra ocasión. Suerte en la pes-ca. ─¡En ese caso que los dioses te acompañen! ─se oyó apenas perceptiblemente mientras

que con sus manos agitándolas, el marinero finalmente se despedía. ─Él me enseñó todo lo referente a la construcción de naves ─expresó Kzuk al ver cerca al

Mariscal al tiempo que observaba como los navíos empezaban a distanciarse. ─Si están en mar abierto para el mediodía, difícilmente se percatará de la magnitud del problema que debió de enfrentar su aldea.

─Nada agradable le espera entonces al finalizar su día de trabajo e intente al regresar en-contrarse con la alegría de sus seres queridos. Por todos los dioses, tiene una hermosa

familia, ¿acaso no podemos hacer nada? ─¿De qué habla Capitán? ─le preguntó el segundo del navío, quién se encontraba muy cerca.

─¡Nada! ─Comentaba con él ─observando al Mariscal ─que a todos nosotros nos habría gustado poder acompañar una vez más a Arlos en sus viajes de aprovisionamiento y re-

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membrar aquellas épocas doradas en las que realmente hacíamos algo espectacular y que le daba finalmente un sentido a la vida sedentaria.

─Va a disculparme que difiera un poco de lo que piensa usted, capitán. Yo prefiero la tranquilidad que últimamente hemos tenido y no es porque no me gusta la acción, es todo

lo contrario, pero él de enfrentarnos a gigantes de un solo ojo devoradores de hombres o las enormes arpías de los bosques tenebrosos, como que no es la mejor manera de llegar a tener una larga existencia.

─Hay que reconocer que todos estos marineros se atreven a lo impensable cuando es la imaginación la que habla por ellos ─le susurró el Mayor al Mariscal mientras se le dib u-

jaba en sus labios una sonrisa. ─¿Por qué lo dices? ─Es muy plausible acerca de los gigantes ─le contestó el Mayor. S in embargo el que

éstos solo tengan un ojo, como que no. De seguro alguna lanza o flecha perdida es la cau-sa de la consecuencia que finalmente el marinero logró observar en esos viajes, después

de todo, no van a negar que eran de seguro blancos muy fáciles de acertar debido a su enorme tamaño. Los hombres se aprovechan como es su característica y lógicamente aquellos seres se desquitaban a su manera y es muy natural que lo hicieran, aunque claro

no comparto la forma, ya que es bastante repugnante. ─No existe ninguna aldea cerca en donde los gigantes tienen sus moradas ─le contestó el

marinero. Ellos viven en el monte más alto de una isla y en lo más profundo de las entra-ñas de ésta, fabrican los poderosos rayos de los dioses así como sus más apreciadas pose-siones.

─¿Hablas de oro? ─inquirió el Mayor con cierta impaciencia y con un brillo que animaba sus pupilas.

─¡Así es! ─El metal que motiva a cualquier ser humano a realizar proezas a las que no está acostumbrado ─le dijo el marinero. ─Y que es el culpable de pervertir fácilmente a la gente conduciéndola a la codicia y la

ambición como destino final ─le acotó Ikuro. ─Tan sólo la que es débil de carácter ─repuso el Mayor ya un poco más tranquilo de la

excitación sufrida anteriormente. No es por cambiar de tema, ¿pero ya se dieron cuenta por casualidad que hacia dónde nos dirigimos, no se observa puerto alguno? ─señalando con el dedo la costa que ya se destacaba muy claramente.

─¿No vas a esperar hallar en esta época los puertos de avanzada tecnología que tienen los poderosos países industrializados de nuestro tiempo? ─le preguntó Ikuro.

─El puerto en la isla que estuvimos era bastante sofisticado, al menos esta gente pudo haberse tomado la molestia de imitarlos. ─Puedes bajarte cuando lleguemos e irles tranquilamente a reclamar, estoy seguro de que

te escucharían ─le contestó Ikuro. ─¡Solo comentaba!

─¿Piensa realmente desembarcar con estos tipos Capitán? ─le dijo el marinero en voz baja al acercársele a Kzuk. Realmente son un poco extraños y quizás más peligrosos que el mismo Elegido.

─Tengo aún un asunto pendiente con ellos. No te preocupes, que estaré bien. Concéntrate en vigilar atentamente la costa en busca de una posible señal mía, sin embargo, haz los

preparativos para levar anclas antes de que el sol esté en su cenit, estando yo o no en el

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navío, ya que ese será el momento en que deberás dirigirte lo más rápido que puedas a aguas profundas. Es la orden que te estoy dando.

─Ciertamente una disposición muy extraña si me permite decirlo Capitán, ya que me está solicitando que lo llegue a abandonar en este sitio y no creo que la misma tripulación

vaya a estar de acuerdo en que yo pueda cumplir ese deseo, aunque sea su segundo. Podr-ían fácilmente creer que es un motín el que estoy haciendo. Kzuk se sonrió. Sabía que lo que decía su segundo era cierto, sin embargo comprendía

también que no podía ser más explícito en sus argumentos sin despertar sospecha alguna en sus hombres de lo que iba a acontecer.

─Lo que sucede ─intervino el Mariscal acercándoseles al tiempo que expelía unas boca-nadas de humo, es que si Kzuk no puede acompañarlos en el momento en que zarpen, posteriormente lo va a hacer.

─¿Y podría preguntar cómo lo hará sin un navío? ─le argumentó el segundo. ─El irá en uno que los Velkin de seguro van a regalarle y que es especial para aguas ca l-

madas o mar abierto. Bastante ligero, de poco calado pero de gran maniobralidad. ─¿Y por qué ellos habrán de realizarle tan generoso gesto? ─No es lógico en seres que son muy traicioneros y que nunca han sido de fiar.

─Simplemente porque ellos no sabrán que lo harán ─le contestó el Mariscal con una son-risa.

─No comprendo. ─Sencillamente, nosotros en agradecimiento por toda la ayuda desinteresada de Kzuk vamos a ser quiénes robarán uno de esos navíos.

─Es una locura lo que dice, nadie en su sano juicio expone su propia existencia a las dis-tintas y espantosas formas de castigo de que serán objetos si los Velkin se dan cuenta de

lo que hicieron o los agarran en el intento. Son muy crueles, demasiado y sobre todo ex-tremadamente vengativos. ─Por eso mismas razones debes de efectuar todo lo que Kzuk te ha solicitado realizar, a

fin que no lo expongas a él como a ninguno de todos ustedes a una desagradable situación imprevista. Él va a estar bien, yo te lo puedo asegurar ─argumentó el Mariscal mientras

observaba el movimiento que se suscitaba en la playa. ─¡Pierde cuidad! ─Se hará como el Capitán lo ordenó, yo no lo defraudaré ─le contestó el segundo quién a pesar de sus facciones duras y mal disimuladas bajo la espesa barba

blanquecina, inspiraba una absoluta confianza sus palabras. Muy pronto el Mariscal acompañado por Ikuro, el Mayor, Roberts, Baelk, Kzuk, Niyel

y Filip quien a última hora logró convencer a su madre para que le permitiera bajar con ellos, iban caminando por la blanca y fina arena de la ancha playa. ─No es por decirlo Mariscal pero ahora tenemos dos problemas por solucionar. El prime-

ro, encontrar un navío que supuestamente nos pueden a regalar los simpáticos Velkin y que por lo que observo no hay ninguno que merezcamos.

─¿Nosotros? ─¡Vamos Mariscal! ¿No piensas darle un adefesio de nave a Kzuk y compañía para que regresen casa? ─Merecen algo bueno, un poderoso y hermoso yate por ejemplo, con mu-

chos caballos de fuerza. ─Preferiría un navío como aquél que está allá anclado en lugar de ese yate que tan ge n-

tilmente me estás ofreciendo ─le contestó Kzuk al tiempo que se lo señalaba. Espero que no me tomes por un malagradecido, sin embargo prefiero seguir viviendo del comercio

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como de la pesca, como hasta ahora lo he hecho y no empezar a hacerlo desde tierra a pesar de tener para ello muchos caballos.

Imposible describir la estupefacción que mostraba el Mayor al oír el anterior comenta-rio y luego de mirar sucesivamente, al Mariscal quién se mantenía serio, a Ikuro que se

sonreía y finalmente a Baelk quien permanecía totalmente impávido, simplemente optó por mover negativamente su cabeza al tiempo que exhalaba un enorme suspiro, poste-riormente agregó:

─Es todo tuyo, por supuesto. Tienes un excelente gusto. ¿Qué dicen lo robamos ahora o después ─al tiempo que observaba al navío, o cuando solucionemos el segundo problema,

las mujeres? ─Me parece que sí liberamos a las pequeñas en el tiempo adecuado y sin que nadie se percate, no habrá necesidad de robar nada, ya que podrán hacerle señas tranquilamente al

navío de Kzuk a fin de que los recoja en la playa ─le contestó el Mariscal. ─¿Y en dónde crees que se pueda hallar la casa de Argoned? ─le preguntó Ikuro al tiem-

po que observaba las numerosas construcciones, unas cónicas otras rectangulares que en forma simétrica se levantaban ante ellos. ─A falta de un enorme castillo, supongo que estarán en cualquiera de todas esas cons-

trucciones. ─¿Entonces que estamos aguardando?, ¡mejor para nosotros! ─Si las observan bien son

simples casas de barro, madera o adobe, nada que un buen colocado puntapié no logre derribar su puerta principal, construcciones muy fáciles de desbaratar ─repuso el Mayor luego de haberse acercado a una, a la que tocó sus cimientos. ¿Qué creen?

─Muchas son las casas sin contar con todas aquellas que están desparramadas por aquella área y muy poco el tiempo que tenemos. De seguro este sitio para nuestra desgracia es

una encrucijada de rutas terrestres como marítimas. Realmente pueden hallarse en cua l-quiera de todas esas casas ─argumentó Roberts. Vámonos mientras podamos hacerlo. ─Los que se van son ellos, nosotros simplemente desaparecemos ─le contestó Ikuro.

─Y como poco es el tiempo que tenemos y muchas las puertas que tocar ─observando al sol, yo voy a empezar por ésta choza ─argumentó el Mayor. Después de todo, quiero ya

despertar, démonos un poco de prisa, las sacamos de la pocilga en que deben de hallarse y nos vamos? ¿Les parece? ─No es por desilusionarlos, pero la construcción que era de Obitán y ahora es de Argoned

es la que está sobre aquella loma ─argumentó Kzuk luego de acercárseles al tie mpo que observaba el sitio. Tiene una doble muralla las que son dominadas por todas aquellas

torrecillas cuadradas que la circundan ─señalándolas ─las que desgraciadamente son vi-giladas noche y día constantemente por un pequeño grupo de selectos hombres que pre-ferían dejarse matar antes que abandonar el puesto al que le han sido confiados.

─Hubiera sido mejor encontrarse con un castillo. Es más fácil de introducirse en él que un sitio con tanto espacio abierto ─repuso el Mayor mientras determinaba el sitio.

Fue en ese momento en que una desconsolada Niyel entre sollozos optó por quedarse inmóvil en la arena, buscando con su mirada de izquierda a derecha entre las hileras de las casas que estaban frente a ella, algún indicio esperanzador que le permitiera determi-

nar la presencia de sus hijas en ese sitio y no dentro de la fortaleza. ─Animo, él hará algo. Ya lo verás ─le dijo Baelk quien al voltearse y verla detenida se le

había acercado.

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─¡No tienes por qué darme falsas esperanzas! ─le contestó Niyel mientras lo miraba fi-jamente y una vaga sonrisa melancólica se asomaba en su rostro. Tus nobles sentimientos

de generosidad los que son motivados por el pensamiento de cumplir con un deber para con tu hermana, no deben obstinarse con la fría razón de la situación. Sabes bien que ese

sitio es inexpugnable, ni con ayuda de todos tus hombres lograrían alcanzar con éxito pasar esas murallas. ─La fuerza en ocasiones no es lo más recomendable, máxime cuando la astucia puede

emplearse ─expresó el Mariscal con un tono muy amable pero con una formidable mira-da que hizo que ambos palidecieran al punto que se convirtieron en impasibles figuras

que solo acataban verse mutuamente. ─Lo que implica por tus palabras que ya tienes un posible plan, el cuál espero que sea muy bueno ─argumentó el Mayor mientras hacía con sus manos una especie de anteojo

que le permitiera apercibir mejor la fortaleza en la colina. El Mariscal no le contestó en ese momento, prefirió permanecer inmóvil con los brazos

cruzados contemplando también atentamente la construcción así como la colina y todos sus alrededores. Sus ojos recorrían el horizonte, tratando de descubrir la mejor, rápida y precisa forma de cómo ingresar en ese sitio. Además, había notado ya que el aspecto del

cielo comenzaba a presentar una forma bastante singular. Una extraña luz anaranjada impregnaba las brumas superiores del cielo, al tiempo que un cometa con su cola visible

en pleno día atravesaba el firmamento de oriente a occidente, lo que empezó a causar bastante asombro entre todos aquellos aldeanos que lo observaron y veían en él, malos augurios venideros.

Finalmente, numerosas nubes de peligrosa apariencia se observaban al sur, las que e m-pezaban a acercarse debido al fuerte viento que las empujaba.

De repente una ensordecedora explosión se dejó escuchar que hizo que todos volvieran a ver los diversos puntos del horizonte a fin de determinar qué fue lo que lo había ocasio-nado, sin embargo, nadie observó nada.

─¿Pero que ocasionó ese infernal ruido? ─No fue un trueno, más bien parece como si hubiesen volado una bodega con suficientes explosivos atómicos ─expresó el Mayor al

tiempo que se sacudía los oídos. ─Si no me equivoco, lo originó la isla en que estuvimos ─le dijo el Mariscal. ─De seguro la lava llegó hasta los depósitos de municiones que los sabios con su sofist i-

cada tecnología tenían. Los pobres habitantes si les había quedado un vidrio intacto a causa de las erupciones, definitivamente se puede decir que ahora ya no les quedó ningu-

no ─expresó el Mayor. ─¡Dudo que haya quedado ciudad! ─argumentó Ikuro luego de observar como el Maris-cal inquisitivo y pensativo marchaba por el camino del litoral. ¡Mucho menos isla!

─¿Desapareció ya? ─expresó el Mayor. ─¡Así es! ─le contestó el Mariscal dándose vuelta. Tenemos a lo sumo dos horas antes de

que este sitio se enfrente a las olas que de seguro se han originado debido a la destrucción de la isla. ─¿A plena luz quieres intentar alcanzar ese sitio? ─Un poco descabellado sin contar que

es muy poco el tiempo que se tiene. ─¿Alguno tiene una mejor sugerencia?

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Miles de aves de mar que pululaban por las orillas de la costa en ese momento, levanta-ron todas su vuelo y en un exaltado y extraño frenesí empezaron a revolotear en el cielo

para finalmente emigrar a un sitio más alejado, más seguro para ellas. ─¿Cuál es el plan? ─argumentó el Mayor luego de observar las partir.

─Lo primero, explorar si las niñas en verdad se encuentran ahí. Para eso, Ikuro usará nuevamente la capa. ─Y que no se te ocurra intentar devolvérmela mojada como la última vez? ─repuso el

Mayor mientras le ofrecía el cofre. ─Si ellas están adentro, ¿puedo eliminar a algunos guardias?

─Todos los que quieras, siempre y cuando esa acción no vaya a ponerlas en un peligro latente ─le contestó el Mariscal. ─¡Un momento! ¿No vas a dejar que se divierta el sólo y quede como todo un héroe

mientras nosotros simplemente lo aguardamos aquí? ─expresó el Mayor. ─Primero tendremos que esperar tranquilamente la señal que Ikuro nos pueda dar a fin de

ingresar en el área, claro está, si efectivamente ellas están ahí. ─¿Y cuál va a ser esa señal? ─preguntó el Mayor. ─¿Les parece bien esta pequeña paloma mensajera? ─alegó el oriental sacando una del

morral que llevaba en ese momento Filip, quien de la sorpresa al percatarse de lo sucedi-do solo pudo abrir sus ojos desmesuradamente, lo que ocasionó al menos una pequeña

sonrisa en el rostro melancólico y triste de N iyel. ─¿Si están las mujeres dentro de esa construcción como vamos a poder ingresar al per í-metro de la fortaleza? ─expresó el Mayor.

─Vamos a ir tranquilamente hasta la propia entrada y cuando los guardias se nos aproxi-men para averiguar lo que deseamos, Ikuro hará arder aquella torrecilla ─le contestó el

Mariscal al tiempo que la señalaba. Definitivamente eso los va a distraer, lo que nos per-mitirá adentrarnos en el área sin problema. Posteriormente y casi de seguido, la segunda torre de la izquierda, extrañamente prenderá fuego, lo que hará sin duda alguna, un pe-

queño caos momentáneo en el lugar. ─¿Y haremos lo mismo para llegar nuevamente la playa, avisar a mi nave o tomar otro

navío y alcanzar la seguridad que nos brinda el hogar? ─inquirió Kzuk. ─Mientras ustedes huyen, nosotros vamos a encargarnos de los que están en esa fortaleza a un punto en que todo el pueblo que lo circunda va a querer participar de la anticipada

fiesta sorpresa que les aguarda ─expresó tranquilamente el Mariscal. ─¡Va a ser un día rojo en sangre! ─expresó el Mayor.

─¡Es muy posible! ─le contestó el Mariscal. ─¡Formidable! ─repuso el Mayor frotando su arma levemente, esa es la única parte del plan que en verdad deseaba escuchar.

─¿Pero no estaremos cambiando el futuro al generar una pequeña matanza entre los hab i-tantes del área? ─argumentó Ikuro.

─¿Por qué tienes que arruinar la poca diversión que podemos obtener o es que acaso tie-nes miedo que yo elimine a más enemigos que tú? ─expresó el Mayor volviéndolo a ver. ─¡En absoluto! ─le dijo el Mariscal. Una gran mayoría posiblemente perecerá ahogada

después de todo. ─¿Ya lo ves? ¡Lo sabía! ¡Tenías que hablar! ¡Un momento! ─alegó el Mayor después de

unos segundos de reflexión. ¿Eso quiere decir que no te vas a oponer para nada que po-damos divertirnos un poco? ─finalmente agregó.

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─¡Precisamente! ─repuso el Mariscal. ─Ve preparándote para perder! ─le alegó Ikuro en ese instante.

─¿Es que acaso están pensando en sacrificarse por todos nosotros y aun así están suma-mente felices por ello? ¿Es que no le tienen miedo alguno a la muerte? ─preguntó Filip

bastante asustado como asombrado. ─¡Ella convive diariamente con nosotros desde que nacemos y como tal hay que aceptar-la, después de todo, es la compañera que estará a nuestro lado para guiarnos luego del

último de nuestros suspiros ─le contestó el Mariscal. Realmente Filip, no te preocupes por nosotros que todos vamos a estar muy bien. ¿Listo Ikuro? ─finalmente a rgumentó

volviéndolo a ver. ─Enseguida señor ─y desplegándose sobre su cuerpo el manto, despareció

Capítulo L

No tardó mucho tiempo en posarse una paloma sobre la cabeza del Mayor a la que le dejó un pequeño recuerdo en ella, antes de que aquél la pudiese tomar con sus dos manos.

─Me es totalmente indiferente que busque como exhibirse con sus trucos baratos, pero sabe que me exaspera y en sumo grado, cuando quiere hacerme partícipe con alguno de ellos ─expuso el Mayor dominado en su interior por una cólera sorda que iba en aumento

haciéndole hervir su sangre, pero nada más dejen que se quite la capa y pueda ponerle mis manos encima. ¡Lo asesino! ¿Y qué se supone que debo hacer con ella? ─finalmente

agregó mientras miraba a la paloma. ─Simple, liberarla ─le repuso el Mariscal intentando no asomar la risa que ya lo inunda-ba y empezando a caminar hizo un signo para que los demás lo siguieran.

─¡Alto! ¡No pueden seguir! ─argumentó uno de los dos centinelas poniéndose de pie al ver que se les acercaban varias personas, sin embargo, una espesa humareda proveniente

de la torre contigua hizo que tanto él como su compañero voltearan sus rostros. Fue en ese instante, que las enormes llamas empezaron a elevarse a una altura prodigio-sa, haciendo que las ramas que formaban parte de la estructura de la torre empezasen a

contraerse y crujir, lanzando rojizos reflejos, lo que hizo que ambos guardias optaran por dirigirse velozmente a ayudar a combatir el fuego que había empezado a desarrollarse.

De igual forma, los guardias de tres torres cercanas, rápidamente se apersonaron tam-bién a efectos de ayudar a sus compañeros, sin embargo, el inicio de otro fuego mucho más fuerte que el primero en otra de las torres cercanas, hizo que dudarán hacia cuál dir i-

girse. Mientras tanto, nuestros amigos al no tener ningún guardia ya enfrente, decidieron por

seguir tranquilamente su camino, no obstante, animaban con sus expresiones a los guar-dias que pasaban velozmente para luchar contra el siniestro, los que en algunas ocasiones, se les quedaban observando, empero, seguían finalmente su camino.

─¿No les llega un fuerte olor a combustible? ─argumentó el Mayor al poco rato mientras volteaba su rostro hacia las torres incendiadas.

─¿Cómo crees que ardieron tan rápido? ─expresó una voz casi a la par de él. ─Ikuro, ¿eres tú? ─A excepción que estuvieses esperando a un hada o un gnomo, así es ─le repuso el

oriental quien al quitarse la capa, apareció súbitamente. Lucía un poco agitado, la cara

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con algo de tizne y sostenía en una de sus manos, un pequeño odre que contenía una res i-na líquida la que tenía un olor muy penetrante.

─¿Dónde obtuviste eso? ─le preguntó el Mayor. ─¡Dentro de la fortaleza! ─Un sirviente estaba preparando las teas que van a ser usadas

seguro por la noche y mientras fue a realizar otra actividad, la tomé prestada. Después de todo, no creo que llegue a molestarse, mucho menos lo llegue a utilizar. ─Espero que no me hayas aromatizado la capa con ese fuerte olor ─argumentó el Mayor

quien empezó a olerla antes de intentar guardarla en el cofre, lo que finalmente no pudo hacer debido a que el Mariscal le dijo que no lo hiciera.

─¿No vas a pensar que puede llegar a cubrirnos a todos? ─argumentó el Mayor. ─Ya lo sé, pero puede sernos útil aún. ─Si tú lo dices, toma Roberts ─repuso el Mayor.

─¿La capa? ─¡El cofre hombre, el cofre! ─le dijo el Mayor. Tengo que estar ya preparado por si hay

que entrar en acción. Por cierto Ikuro, cuantos guardias llevas ya eliminados? ─Voy con una cómoda ventaja, déjame ver... los dos primeros y luego cuatro, no...tres, cinco en total.

─¿Y habrá forma en que ya se hayan dado cuenta de su muerte o desaparición sus co m-pañeros? ─le preguntó el Mariscal cuando alcanzaron la puerta de acceso de la casa.

─A excepción de que se asomen a un balcón y miren hacia abajo. ─¿Vio a mis hijas?, ¿cómo están? ─le preguntó Niyel mientras un relámpago de alegría brillaba en sus ojos.

─¡Felices! ─le repuso el oriental observándola. Se ubican en una enorme habitación bas-tante aislada que desemboca en una pequeña ensenada en el fondo de la bahía. Para llegar

a ella hay que atravesar una pequeña galería que nos conducirá a los jardines que tiene la habitación ─finalmente agregó volviendo a ver al resto de sus compañeros. ─¿Estaban solas? ─preguntó el Mariscal.

─Guardias no habían si a eso te referís, más estaban acompañadas por otras diez personas más. ¡Todas mujeres! ─repuso el oriental.

─¿Bonitas? ─exclamó el Mayor. ─¡Lo bastante! ─Posiblemente la habitación funge como una especie de harén. Realmente yo debería de

haberme puesto la capa en esta ocasión luego de mirar al oriental ─alegó el Mayor. ─¿Notaste si ellas corrían algún peligro? ─expresó el Mariscal.

─¡Momentáneamente no! ─Sin embargo, unas mujeres adultas, por aquello de la curiosi-dad de nuestro querido Mayor, se preparaban a realizar un extraño rito. ─¿Por qué crees eso? ─le preguntó el Mariscal.

─Llevaban algunos cestos con flores de distintas tonalidades hacia la escalera que des-cendía hasta el mar.

─Lo que dices, implica que existe entonces una playa privada. Quizás desde ahí podría-mos hacer señas a mi navío a fin de que logren enviar un bote una vez que ya las halla-mos rescatado ─argumentó Kzuk.

─¿Qué clase de fiesta pagana y extraña estarán pensando celebrar en la playa esas muje-res? ─argumentó el Mayor en ese instante.

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─¡La de la purificación! ─le contestó Roberts. Esta gente tiene la errónea creencia que los fenómenos astronómicos como el que vimos hace poco, son claros presagios de muer-

te como de mala suerte. ─Viéndolo actualmente del punto de vista de lo que va a acontecer, no están muy equivo-

cados ─argumentó el Mayor con una sonrisa. ─Sin embargo, algunos también piensan que abonando el útero virgen de las doncellas, en momentos como éste, el fruto que retoñara será la del estirpe de una guerrero indes-

tructible como místico ─ indicó Roberts. ─Definitivamente son todos unos grandes ignorantes ─alegó el Mayor.

─¡Mis pobres pequeñas! ─musitó tristemente Niyel precipitándose y cayendo a las pier-nas del Mariscal. ─Si no fuese por la delicada situación por la que está atravesando ella, se podría decir que

la tienes rendida a tus pies. ─Ponte serio Mayor y evita tus sarcasmos ─le dijo el Mariscal mientras levantaba a la

mujer. ¿Cuántos guardias lograste contar dentro de la construcción? ─le preguntó final-mente volviendo a ver a Ikuro antes de atravesar la fuerte puerta de entrada. ─¡Un máximo de treinta! ─El mayor número como pudieron observar está afuera vigi-

lando. El tipo económicamente de seguro no cuenta con un enorme caudal como para tener un numeroso ejército similar al que poseía Goreard.

─No por ello hay que restarle méritos. Argoned es un excelente guerrero que quiere libe-rarse de la sombra de su padre al que ustedes ya conocieron fortuitamente en la ocasión en que lo eliminaron ─le dijo Baelk.

─En ese caso, si llega a tener la mala suerte de encontrarnos, desgraciadamente yo me encargaré personalmente de que siga los mismos pasos de su padre ─expuso el Mayor

mientras observaba una estatua. ¿Este es él? ─¡Sí! ─le contestó Kzuk. ─Definitivamente, este tipo es todo un completo narciso.

─¿Por qué habrá querido decir que Argoned es una planta? ─le susurró Kzuk volviendo a ver a Baelk, quien solo se atrevió a levantar sus hombros y mover negativamente su ca-

beza. ─¿Qué me dices de los sirvientes? ─El lugar debe de contar con bastantes ─inquirió el Mariscal.

─La mayoría por lo que noté, al parecer más bien son esclavos. Hay bastantes en las co-cinas y una regular cantidad en el segundo piso, los cuales estaban siendo vigilados celo-

samente por la guardia personal de Argoned. ─Nimiedades si lo comparamos a la buena alimentación que ellos deben de tener, podría decirse que comen lo mismo que su amo y eso es más que suficiente ─replicó el Mayor.

─Quizás sea de la forma en que lo dices, pero será cuando el propietario del sitio no se encuentre en este lugar ─le contestó Kzuk. Tanto Argoned como lo fue su padre, tratan

muy mal a sus esclavos, al punto que sienten un enorme placer cuando golpean sin tregua a aquellos desgraciados que caen agotados debido a las excesivas jornadas de dura labor a que los someten. Una vez me tocó observar hace ya un tiempo, como un esclavo que no

fue vendido en el mercado debido a la múltiples lesiones que había sido objeto, simple-mente fue rematado a cuchilladas por el padre de Argoned en los muelles y a vista y pre-

sencia de todos. ─Una familia muy sangrienta ─argumentó el Mayor.

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─¿Y lograste ver a nuestro anfitrión en la fortaleza? ─argumentó el Mariscal. ─¡Sinceramente no! ─Supongo que está en una de las enormes habitaciones de arriba, la

mayoría de su escolta estaba en una antesala hablando mientras que otros vigilaban la puerta.

─¿Y por qué no revisaste ese sitio? ─protestó el Mayor. ─Por que la capa sólo ayuda a ser invisible, no le da a uno el don de poder traspasar las paredes ─le contestó el oriental.

─¡Supongo que debe de existir otra capa para eso! ─ repuso al rato el Mayor. Por cierto, ¿en dónde crees que pueden encontrarse los que se encargaban de abrir esta enorme puer-

ta? ¿No creo que la hayan dejado abierta para nosotros cuando fueron a ayudar a los que combatían el fuego? ─Tienes toda la razón. ─le repuso Ikuro.

─¿Y qué les sucedió? ¿Se durmieron con alguno de tus trucos? ─preguntó el Mayor. ─¡Podría decirse que así fue! ─Eran dos guardias que tuvieron un compromiso ineludible

al que no pudieron resistir la tentación por asistir, al punto que por la prisa que tenían, no se dieron cuenta en que momento iniciaron el recorrido. Si puedo asegurarte que no sin-tieron nada, luego de que me dejaron entrar cuando abrieron la puerta ─y apartando un

poco un enorme lienzo que colgaba sobre la pared, dejó ver como dos cuerpos sostenidos por unas cuerdas alrededor de sus cuellos los mantenían de pie.

─Verdaderamente hay que reconocer que le pusiste un poco de creatividad al esconder los cuerpos, ¿aunque no era más fácil despeñarlos también? ─Cuando ingresé en este sitio ignoraba para comenzar que hubiese una terraza que iba a

desembocar en el acantilado, además hubiese sido un poco incómodo transportarlos hasta ese lugar sólo para lanzarlos. ¿No te parece?

─Los hubieras levitado con tu magia ─repuso el Mayor. ─¿Por dónde? ─dijo el Mariscal cambiando de tema. ─¡Por aquí! ─repuso Ikuro avanzando recelosamente por el estrecho túnel que tenía el

techo envigado y las paredes adornadas con pinturas como paneles. A pesar de que el pasaje no era largo se iban aproximando con la mayor cautela, dete-

niéndose en ocasiones para escuchar a su alrededor, al umbral que desembocaba en un enorme salón de techo bajo cuyas grandes vigas de roble estaban a la vista. Las paredes estaban soberbiamente estucadas, el suelo cubierto por grandes lozas de mármol pulimen-

tado, los que eran iluminados durante el día por varios cuadrados de vidrio que tamizaban parte del techo. Varias mesas regiamente esculpidas y del más refinado gusto, verdaderas

obras de arte en las que sobresalían sobre éstas abundantes y desordenados objetos de oro: collares, fíbulas, brazaletes, broches, aretes y pendientes. Numerosas sillas celosa-mente trabajadas y de múltiples formas, taburetes de distinta procedencia, así como un

diván, tamizado con un exquisito casimir de lana y seda en las que estaban incrustados diamantes de variados tamaños y que se destacaba a todo lo largo y adosado a las pare-

des, venía a complementar el mobiliario. Finalmente una labrada escalera ubicada tras dos gruesas vigas a un lado de la estancia era la que conducía a las habitaciones del piso superior.

─Vaya que a este tipo sí que le gusta vivir como todo un rey y exhibir sus tesoros a sus invitados ─expresó el Mayor mientras se acercaba a una de las mesas y tomando un co-

llar y tres brazaletes que centellaron entre sus dedos y que estaban en ella, los observó detenidamente, posteriormente se los introdujo en su bolsillo.

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─Por acciones como la que estás haciendo, se dice que Argoned ha mandado a mutilar a sus súbditos, oficiales, invitados, haciéndoles cortar la nariz, orejas, pies o las manos e

incluso con un poco de mala suerte para el desafortunado que se atrevió hacerlo, puede terminar desollado vivo ─le dijo Kzuk.

─Y está en su debido derecho. Es imperdonable que las personas tranquilamente abusen de su grata hospitalidad ─No te comprendo, tú...lo estás haciendo ─le dijo Baelk interviniendo también en la con-

versación. ─En lo más mínimo.

─Perdona, pero no comprendo lo que intentas decir ─le contestó Baelk. ─Déjenme explicárselo de esta sencilla manera ─argumentó el Mayor mientras observaba a ambos. Para comenzar, nosotros al no ser invitados para visitar este lugar, no estamos

sujetos a cumplir con ninguna de las normas que generalmente ustedes sí cumplen con tanta devoción. Ahora con respecto a lo que ya de seguro observaron ─tocándose sutil-

mente el bolsillo ─deben de tener en cuenta primero que todo, que este sitio por la cer-canía que tiene con la costa, va a ser duramente castigado y que todo lo que están mira n-do a sus alrededores muy posiblemente dentro de muy poco va a encontrarse bajo tonela-

das de barro, cieno ¿o por qué no? ─¡en las mismas profundidades del extenso océano con un poco de mala suerte para los que viven en la ciudad!. Por supuesto, sí es que a esto

se le puede llamar así. Por eso es que me adelanté a tomar algunos pequeños objetos que de seguro no van a ser notados mucho menos extrañados por todos aquellos saqueadores que vendrán sin lugar a dudas a excavar las ruinas en un futuro, atraídos por las riquezas

que tenía Argoned. Un ejemplo clásico de lo que te digo, son los tesoros de los incas, aztecas, faraones, babilonios y persas, tan sólo para mencionar algunos, también sin omi-

tir la búsqueda de los galeones españoles hundidos con sus tesoros escondidos por los piratas. ¿Ya ven? ─Como que ustedes no son los únicos dueños de la verdad con respecto a todas las aventuras históricas e interesantes ─agregó finalmente observando tanto a

Ikuro como a Roberts, quienes solo lo miraron. ─¡Pobres tipos! ─argumentó Ikuro cuando pasaba cerca del Mariscal luego de observar

disimuladamente tanto el rostro de Baelk como de Kzuk cuando se desplazaban a lo a n-cho de la estancia. Precisamente Baelk para ese momento empezaba a reflejar una leve mueca en su cara

sin embargo, prefirió evitar las preguntas y optó por mirar fijamente al Mayor con una enorme curiosidad, con los ojos desmesuradamente abiertos mientras que en su mente

prácticamente confundida la que se perdía en todo tipo de extrañas conjeturas, intentaba analizar detenidamente lo que aquél tan sabiamente le había expresado, sin embargo, no tardaría en llegar a la acertada conclusión, que realmente no entendió nada.

En ese instante, el fuerte sonido de unas pisadas que comenzaban a bajar por las escale-ras acompañada de voces de hombres que reían, hizo que nuestros amigos se miraran

entre sí y en completo silencio con ademanes en sus manos, hicieron que tanto Niyel co-mo Filip se ocultaran bajo una enorme mesa. El Mariscal con su espada desenvainada, Ikuro con su arco y flecha tensados listos para disparar y Roberts quién había tomado un

candelabro, se pusieron a la derecha sigilosamente mientras que por la izquierda, adosa-dos a la pared, el Mayor alistaba su lanza, Kzuk una espada corta y ancha ideal para el

cuerpo a cuerpo y Baelk con su hacha de bordes levantados y mango en forma de cayado, aguardaban a que los dueños de las pisadas y las voces cruzaran despreocupadame nte el

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dintel de acceso al salón para poder eliminarlos rápidamente a pesar de que sería hasta e l último momento en que podrían conocer el número exacto de adversarios, debido a que

las tres gruesas vigas por su extraña posición, interceptaban toda la posible visión que hubiesen querido tener.

Las voces empezaban a oírse más fuertes, habían llegado al pie de la escalinata. Los nervios iban en aumento reflejándose claramente en el rostro de Filip quien al asomarse por encima de la mesa, sus ojos asustados prácticamente estaban sumergidos en la angus-

tia que emana del terror. Mientras tanto, a ambos lados del umbral, el Mayor y el Mariscal como todos los demás

esperaban impacientemente, pero para asombro de ellos, los pasos en lugar de acercarse, más bien empezaban a alejarse quedando entonces rápidamente descubiertos como cuatro esclavos con bandejas de oro vacías en sus manos, se dirigían tranquilamente a las coc i-

nas ─Los dioses definitivamente están con nosotros ─expresó luego de un suspiro Baelk.

─Yo diría más que con ellos ─le replicó el Mayor. Y realmente espero que continúen haciéndoles ese favor, no me gustaría que esos pobres seres inocentes, hallaran su ansiada libertad con ayuda de la punta de mi espada..

─Despreocúpate, dudo que ellos lleguen a pelear ─le replicó Ikuro luego de haber dado un pequeño vistazo al área en donde se hallaba la escalera. Los Velkin no serían tan ton-

tos como para armar a todos aquellos que pueden de una u otra forma, eliminarlos cuando duermen. Cruzando aquella puerta ─señalándola ─estaremos en el patio y la galería que sigue es donde están las mujeres.

Capítulo LI

─¡Intrusos! ─gritó a toda voz Argoned cuando se asomó por una de las ventanas del se-

gundo piso que daban al patio y accidentalmente logró observar el movimiento que se estaba suscitando precisamente en ese momento. ¡No los dejen escapar! ─posteriormente empezó a sonar una especie de cuerno.

─¡Pero es formidable! ─Realmente me encanta el tipo de alarma que acaba de utilizar ese tipo, es sumamente sonora, lo que implica que va a conducir a muchos hombres para mo-

rir en este sitio ─expresó el Mayor al tiempo que volteaba su rostro hacia la ventana y observaba a su descubridor. ─¿No se te ha ocurrido que podríamos ser alguno de nosotros? ─le replicó el Mariscal.

─Somos soldados, excelentes guerreros, profesionales en el campo de la batalla. Ellos, por el contrario, simples bisoños, novatos sin experiencia. Sinceramente, me parece que

es mucha la diferencia. ─¿Qué me dices de Baelk., Kzuk, Filip e incluso las mujeres? ─argumentó Ikuro. ─Mientras estén en medio de nosotros, considero que nada les sucederá.

─Nadie va a pelear por mí las batallas en las que yo participe ─le alegó Kzuk con una marcada mirada de disgusto.

─¡Sí! ─No debes de ser tan egoísta, la gloria y el honor puede ser para todos nosotros por igual ─inquirió Baelk. ─¿Decías? ─repuso el Mariscal con una sonrisa volviéndolo a ver.

─Qué si quieren seguir los pasos de los que vayan a caer, ¡por todos los diablos! ─No pienso hace nada para evitarlo, ¡allá ellos! ─expresó el Mayor.

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Pronto lograron ingresar apresuradamente en una enorme habitación en donde la ba-rahúnda de voces era intensa como incesante, sin embargo, cesó totalmente de inmediato

al percatarse y ver a los recién llegados en la entrada, quienes, prácticamente con la boca entreabierta y las pupilas totalmente dilatadas contemplaban el impres ionante y agradable

espectáculo. Hermosas mujeres, casi en su totalidad tan jóvenes que podrían decirse que estaban a la mitad de su adolescencia. Unas, lucían faldas de un fino tejido apretadas a sus cinturas y

adaptadas individualmente a sus estrechas caderas, con camisas de seda sin mangas que dejaban observar parte de la cintura totalmente descubierta, mientras que otras, usaban

una corta túnica de lana y camisa de tela de algodón con mangas cortas. Todas en particular, lucían hermosos collares de oro, con sus respectivos aretes y pen-dientes, mientras que los brazaletes que eran también de oro pero cincelado tenían incrus-

taciones de diamantes. Habían por el contrario, otras que preferían exhibir collares triples de perlas con pendientes de tres magníficas perlas cada uno solamente.

─Tengan calma todas ustedes, no se asusten, hemos venido a rescatarlas ─expresó el Mayor luego de recuperarse de tan agradable impresión. ─¿Y de quién? ─exclamó en ese momento una joven con perspicaz sonrisa, de viva mi-

rada, negra cabellera y labios imperiosos que dejaban ver inquietantes dientes. ─De la esclavitud en que están viviendo todas ustedes, por eso les estamos ofreciendo su

libertad ─le replicó el Mayor al tiempo que se le acercaba, sin dejar de observarle en una forma bastante disimulada el valioso collar que lucía. ─¿Esclavitud? ─Pero sí todo esto es lo que nosotras anhelamos profundamente, ¿por qué

querríamos perderlo? ─le dijo otra joven de pelo castaño al tiempo que se tocaba las jo-yas que también lucía y señalaba a sus alrededores. Nos gusta ser tratadas como lo que

somos, verdaderas reinas. ─Hay que reconocer que estas inteligentes chicas han encontrado un excelente argu-mento ─admitió el Mayor mientras se rascaba la oreja y volvía a ver a sus compañeros

con una sonrisa. ─Por supuesto, el de su propia y temprana destrucción ─le contestó Ikuro.

Niyel mientras tanto mezclándose entre las agraciadas jóvenes, logró divisar finalmente a sus hijas en un rincón, quienes reclinadas sobre un d iván cubierto de una rica tela esta-ban observando con nostalgia los pequeños navíos que se encontraban en la bahía.

─Por las exclamaciones que acaban de oírse y que provienen de aquel lado, hemos en-contrado lo que veníamos a buscar ─expresó el Mariscal.

─Y me temo que desgraciadamente nuestros anfitriones también ─expresó Ikuro desde la puerta al tiempo que la cerraba y la aseguraba fuertemente. No creo que ésta aguante mu-cho.

─¡Kzuk! ─Baja rápido por las escalera y observa si puedes hacerle señas a tu navío de sde ese sitio ─le ordenó el Mariscal.

─¡Enseguida! ─¡Siempre mantuve la esperanza de que tarde o temprano ibas a venir por nosotras, que no nos ibas a olvidar! ─le dijo Ibian al Mariscal mientras lo abrazaba cariñosamente, lue-

go de haberse percatarse cuando venía con su madre de la presencia de él. ─¿Por qué tardaste tanto en venir a rescatarnos? ─le reclamó en ese momento Reija al

Mayor al tiempo que le agarraba fuertemente del brazo y lo jalaba para sí apartá ndolo de

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esta forma de las jóvenes que ya lo tenían totalmente rodeado. Él es el guerrero de quién yo les hablé, así que no lo olviden.

─Es bastante atractivo, aunque no se le observa que tenga muchos músculos ─expresó la joven de la cabellera negra al mismo tiempo que le acercaba y tocaba suavemente el pe-

cho al Mayor ¿De verdad puede pelear? ─¡Pequeña, hablas con el mejor! ─le repuso muy orgullosamente el Mayor mientras in-tentaba inflar todo su pecho cual si fuese un palomo.

─¡Y vino por mí especialmente! ─exclamó Reija suspirando al tiempo que empezaba a observar con ojos centellantes a las demás jóvenes, a quienes les quedó muy claro sin

lugar a dudas, el mensaje que les enviaba, luego de que ella prácticamente se abalanzó sobre el Mayor al que abrazó muy fuertemente mientras que éste intentaba por todos los medios desembarazarse de las tenazas que lo empezaban prácticamente a asfixiar.

─¿Ya vieron al oriental? ─Su figura es bastante elegante como arrogante y tiene una mirada que destella una ardiente pasión ─les dijo una joven de piel canela, de ojos negros

que cubría su cabellera con una tela bordada de oro ─al tiempo que lo señalaba. ─Es un mago y muy poderoso ─argumentó Ibian. ─¿Él? ¡no lo parece!

─¡Pero lo es! ─le contestó Ibian. ─Si es como lo afirmas, creo que a todas nosotros nos gustaría el poder obse rvar un poco

de esa ...poderosa magia ─le contestó la joven de cabello negro que sin ocultar en el tono de voz la antipatía que sentía por ella, que miraba a Ikuro con detenimiento. ─¿Por casualidad están hablando acaso de mí? ─preguntó Ikuro al notar que las miradas

de las jóvenes se concentraban sobre él, al mismo tiempo que le cerraba un ojo coqueta-mente a la que lucía en su cabello la tela bordada de oro, cuando le pasó cerca.

─No te hagas ilusiones ─le contestó el Mayor rápidamente ya libre de los brazos de Rei-ja.. ─Al parecer ellas desean que hagas uno de tus trucos ─le argumentó el Mariscal quién en

ese momento, un poco preocupado por no saber nada de Kzuk, le ordenó a Roberts y a Baelk que bajaran por la escalinata a ver que le había sucedido.

─¡Sí! ─expresó Ibian. Muéstrales a todas ellas como eres capaz de aparecer el caballito bonito que nace de las hojas que arrojas sobre el fuego de la fogatas. ─Con tan poderosa magia, quizás puede más bien, eliminar el augurio maligno que viaja

a través del cielo y que ha aparecido todos estos últimos días ─expresó otra jovencita que observaba el horizonte y que al volverse una triste sonrisa asomó en sus labios, presentía

que algo malo iba a ocurrirles. ─Estoy seguro que habla del cometa ─expresó el Mayor. ─Por el semblante que tiene, diría más bien que se preocupa por lo que pro nto les va a

acontecer y que la mayoría de ellas debido a su tierna edad, desgraciadamente ignora lo que en verdad va sucederles. Roberts ya nos dio hace poco una plausible idea ─repuso e l

Mariscal. ─Oh vamos, piensas entonces que todas ellas pueden ser... ─Muy posiblemente. Algunas de las jóvenes que vemos van a ser sacrificadas a su dios o

dioses, supongo que en la playa. ─Pero eso es terrible. Debemos...

─¡Mariscal! ─Kzuk está herido ─expresó Roberts luego de subir rápidamente por la esca-lera.

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─¡Fueron las sacerdotisas! ─expresó una de las jóvenes. Pronto Baelk hizo su aparición sujetando a Kzuk y quién exhibía una enorme mancha

roja en la camisa por el dorso y de la que abundante emanaba sangre ─Logré que mis hombres me divisaran y pronto arribarán ─ dijo Kzuk. Sin embargo, me

temo que caerán en una emboscada cuando logren finalmente desembarcar en la balaus-trada e intenten subir. Hay muchas aberturas entre las piedras que conforman la galería y en las que puede esconderse muy fácilmente el que me atacó. Tiene una posición idónea,

puede acecharnos y lo peor eliminarnos. ─De seguro son las mujeres que llevaban las flores ─argumentó Ikuro acercándose.

─¡Totalmente de acuerdo! ─expresó e l Mariscal. ─¿Y qué vamos a hacer? ─preguntó Roberts. ─¡Primero, averiguar su número! ¿Cuántas bajaron? ─preguntó el Mariscal ─volviendo

su rostro hacia dónde se hallaban las jóvenes con un porte que ninguna de ellas, iban a lograr olvidarlo jamás.

─¡Seis! ─le contestó una. ─Las suficientes para impedir que podamos bajar tranquilamente. Tan cerca de la libertad y a la vez tan lejos ─argumentó Baelk luego de poner a Kzuk sobre un diván.

─Ikuro, ponte la capa y mira que puedes hacer, rápido. ─¡Pero son mujeres! ─le repuso el Mayor.

─¡Así es! ─Pero en estos momentos, te recuerdo que son nuestros enemigos ─le contestó el Mariscal. Poniéndose la capa, el oriental desapareció a la vista de todo aquel que lo observase y

sin quererlo de este modo, había realizado un acto que hizo que todas las jóvenes prácti-camente pálidas de espanto y sin atreverse a pronunciar una sola palabra, simplemente

quedaran como estatuas mirándose entre ellas. ─Le fascina hacerse notar entre ellas ─expresó el Mayor. ─¡Mariscal! ─Los hombres de Argoned ya están aquí ─repuso Filip sujetando con su

espalda la puerta, la que era constante y fuertemente golpeada en ese momento. ─Roberts, reemplaza a Filip en la puerta y sujétala todo lo que puedas. Niyel que tus hijas

se queden contigo y se preparen a bajar por la escalera en cuanto se les diga que pueden hacerlo. Pronto varios gritos desgarradores provenientes del fondo de la escalera se dejaron oír.

─¡Ya las cazó! ─argumentó el Mayor mientras observaba la herida de Kzuk a la que le sacó un cuchillo de dos filos y luego de ver pasar a Filip, le dijo que le buscara y rasgara

unos vestidos para utilizarlos como vendas. ─¿Cómo está? ─El cuchillo afortunadamente no atravesó ningún órgano importante, por lo que conside-

ro que la herida que sufrió realmente no es nada seria. Logrará sobrevivir y en menos de una semana a lo sumo estará como nuevo, aunque sí puedo agregar a mi excelente dia-

gnóstico, que será el convaleciente más caro de la historia de la medicina. ─¿Por qué dices eso? ─preguntó el Mariscal. ─¿Es que acaso no lo estás viendo? ─Las vendas que tan dignamente me ha proporciona-

do Filip, al parecer provienen de vestidos que tenían incrustaciones de diamante ─le dijo el Mayor al tiempo que se levantaba y luego de observar uno que tenía en su palma de la

mano y posteriormente con dos de sus dedos vislumbró hacia la luz, se lo guardó en uno de sus bolsillos.

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─¿Podrían ustedes dos si ya se cansaron de verse en la forma tan embobada que tienen, la bondad de ayudarme a levantar? ─les dijo Kzuk mirando alternamente a Reija y a Filip,

quienes desde hacía un largo rato se estaban observando fijamente. Los dos al verse descubiertos, simplemente le sonrieron al mismo tiempo, luego se le

acercaron a efectos de abrazarlo y finalmente levantarlo, pero en ese preciso instante, las manos tanto de ella como las de él se unieron entrelazándose, causándoles a ambos de inmediato un sonrojo que no pasó desapercibido a los ojos del Mariscal como del Mayor,

quién asomando una pequeña sonrisa expresó: ─¿Quién iba a creer que estos dos jóvenes pudiesen llegar a tener algún romance en un

futuro? ─Es muy probable que esa hubiese sido la intención de los guardianes al final de cuentas y por supuesto muy afortunadamente para ti que eso suceda, a ver si así ella se ubica en la

realidad ─le contestó el Mariscal ─El problema fundamental Mariscal es que soy sumamente irresistible para ellas, no te n-

go la culpa de ser así. El mundo femenino me admira ─le repuso el Mayor con una sonri-sa.. ─¡Por supuesto Mayor, por supuesto! ─Mejor vámonos antes de que seas elegido juez en

alguno de los tontos certámenes de belleza de la antigüedad y provoques una estúpida e inesperada guerra, como aquella del caballo de Troya ─finalmente agregó el Mariscal

conservando su imperturbable seriedad. ─¿A qué caballo se habrá referido? ¿Será el que apareció Ikuro en la fogata? ─argumentó el Mayor mientras se rascaba la nuca y su mente comenzaba a ser prisionera por una de

las más punzantes inquietudes tras luego de mirar a los compañeros que lo rodeaban y que simplemente como respuesta, alzaron sus hombros.

─Muy bien jovencitas ─exclamó el Mariscal mirándolas a todas y golpeando sus dos manos a fin de llamarles la atención, ¿conocen ustedes si existe alguna otra forma de en-trar a esta habitación que no sea a través de esa puerta? ─señalándola.

─¡Por un sendero que se ubica cerca de la playa! ─¡Y qué de seguro todos los nativos de la zona conocen muy bien! ¡Formidable! ─Nos

van a atacar posiblemente por dos flancos ─expresó el Mariscal frunciendo sus cejas. ─¿Y qué vamos a hacer con todas estas bellezas, no podemos dejarlas aquí para que sie n-do exterminadas por estos salvajes? ─preguntó el Mayor mientras las observaba y poste-

riormente miraba en el suelo el sangriento cuchillo que le había sacado a Kzuk. ─No todas quieren irse o ¿ya olvidaste lo que te contestó la de la cabellera negra?

─Considero que las que piensan de esa forma, están encandiladas por el exceso de rique-za que de seguro las ha trastornado, sumado al engaño como a las múltiples mentiras de-bido más que todo a su precoz ignorancia en que se han visto sometidas, sin embargo, no

creo que sea motivo suficiente para no brindarle la pequeña oportunidad de redimirse y que conozcan al menos lo que pronto va a suceder en este lugar y finalmente decidan qué

hacer. ─¿Qué opciones quieres sugerirles Mayor? ─Todas aquellas que quieran irse con Kzuk que lo hagan y las que no, simplemente que

vuelvan temporalmente a la aldea y regresen si así lo disponen, cuando nosotros hayamos partido.

─Por mí no tengo ningún inconveniente. ¿Y bien que aguardas? ─preguntó el Mariscal luego de un breve silencio.

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─¿No sé qué hacer para que ellas reaccionen? ¡Están como paralizadas o muertas! ─¡Y así van a quedar dentro de poco si no les dices nada! ─argumentó Ikuro en ese ins-

tante al tiempo que se quitaba la capa apareciendo súbitamente, lo que causó una vez más que el terror empezara a dominar a las mujeres.

─¡Vete al diablo! ─inquirió el Mayor luego de haber recuperado el aliento a causa de la impresión que le causó ver de pronto al oriental. De verdad como que te fascina asustar a la gente, ¿no podías al menos silbar antes de aparecerte? ¡Agradece que tengo un corazón

muy fuerte! ─Lo tendré presente para una próxima ocasión.

─¡Mangos que habrá otra oportunidad! ¡Primero el infierno se congela! ¡Dame ya esa capa! ─argumentó el Mayor al tiempo que la guardaba con sumo cuidado en el cofre que había dejado Roberts en el suelo.

─¿Cómo te fue? ─le preguntó el Mariscal a Ikuro en ese instante. ─La zona está totalmente segura. Ya pueden bajar sin problema alguno.

─¿Inconvenientes? ─¡Absolutamente ninguno! ─En ese caso ─expresó el Mariscal volviendo a ver hacia dónde se hallan todas las muje-

res. Préstenme un poco de atención todas ustedes por que no pienso repetirlo, si quieren llegar a vivir quizás pobremente una larga existencia y no correr la misma suerte que las

sacerdotisas o la de los hombres que pronto van a entrar por esa puerta, les sugiero que se embarquen sin pensarlo en el navío que pronto arribará o en su defecto, que empiecen a correr y no se detengan hasta alcanzar las partes altas más altas de las colinas que se ob-

servan desde la aldea. Después aquellas que decidieron quedarse, pueden regresar a se-guir experimentando el efímero poder que sentían cuando lucían las joyas como los vesti-

dos, no les puedo asegurar eso sí que este sitio todavía se conserve totalmente intacto. Ahora, quizás hallan algunas que preferirán ignorar las dos opciones anteriores y elijan quedarse y están en su derecho, sin embargo, si lo hacen, háganlo en la aldea momentá-

neamente, porque aquí va a suceder una carnicería y no deseamos que ninguna de ustedes salga herida.

─¿Por qué hemos de creer todo lo que ha manifestado? ─le preguntó la nativa de negra cabellera. ─Si me creen o no ese es su problema, ustedes son las únicas que van a decidir el camino

que van a seguir, dado que son los jueces de su propio destino, por tanto lo que escojan me es indiferente. Así de simple es.

Las jóvenes luego de mirarse entre ellas un breve rato, y en la que quizás meditaron acerca de lo que el extraño les había expresado o posiblemente, impresionadas por la se-guridad que se reflejaba en sus ojos y cuya mirada incisiva, penetrante y sensible a las

más fugitivas impresiones, las había cautivado al punto de convencerlas, finalmente em-pezaron a dirigirse hacia la escalinata, la que comenzaron a bajar en el preciso instante en

que los marineros de Kzuk llegaban en el navío hasta la calzada. ─Me parece que es hora de que todos ustedes también se marchen ─les dijo el Mariscal al tiempo que observaba a Niyel, sus dos hijas, las que para ese momento ayudaban a Filip y

a Baelk, sostener a un débil Kzuk ─¡Yo no! ¡Quiero quedarme con todos ustedes a pelear! ─expresó Filip desembarazándo-

se en ese momento de Kzuk y acercándosele. El Mariscal sólo le sonrió, lo miró con cariño y luego de abrazarlo fuertemente le dijo:

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─Sabes en verdad que la hora de separarnos ha llegado, nuestros caminos son totalmente opuestos, el destino como la futura gloria te aguarda. Has logrado convertirte en todo un

verdadero hombre y como tal, tu misión es cuidarlas tanto a ellas ─mirando a Reija e Ibian como a tu propia familia. Encuentra la felicidad en el imperio que piensas forjar.

Nosotros sabremos de ti si lo llegas a lograr y nos sentiremos muy orgullosos de haberte podido llamar, nuestro amigo. ─¿Es que acaso no nos volveremos a ver nunca más?

El Mariscal no le contestó, sólo se sonrió. ─¡Capitán! ─expresó en ese momento el segundo de Kzuk asomando una sonrisa cuando

llegó a arriba de la escalinata. Las jóvenes que bajaron hace poco sí que tenían prisa por embarcarse, no pudimos evitar que... ¡pero por todos los dioses! ¡lo hirieron! ─finalmente asustado exclamó.

─Estaré bien, no te preocupes. ─Déjeme ayudarle, con cuidado, ¡vamos! ─le decía el segundo. ¿Y qué piensa hacer con

esas jóvenes? ¿Quiere que las bajemos? ─¡Por el momento no! ─Vamos a dejarlas en el primer puerto que ellas quieran dese m-barcar. ¿De verdad no desean acompañarnos? ──expuso finalmente Kzuk mirando en ese

momento al Mariscal. ─¡Estaremos bien, no te preocupes por nosotros!

─¡Adiós Mariscal! ─estrechándolo fuertemente y con lágrimas en sus ojos le expresaban tanto Ibian como Reija. Nunca lo vamos a olvidar. ─¡Ni yo a ustedes!

─Me da mucha tristeza saber que tienen en verdad que volver a su pueblo. Sinceramente voy a extrañarlos y no les exagero al decirles que tanto mi pueblo como yo, siempre les

estaremos agradecidos por todo lo que hicieron. Qué la benevolencia de los dioses los proteja siempre y guarde ─dijo Baelk. Niyel acercándose lentamente a pesar de la vergüenza que sentía por expresar el sent i-

miento que abrigaba en su corazón, se atrevió a decirle al oído mientras lo abrazaba fuer-temente:

─¡No quiero que me dejes! ─Quédate conmigo y mis hijas. Yo sabré hacerte el guerrero más feliz. ─¡Realmente sé que lo harías y si estuviese en mí la decisión, no lo dudaría, me quedaría

contigo ─le contestó el Mariscal mientras le acariciaba suavemente el cabello y luego de besarle en la boca se dio media vuelta, mientras Niyel tapándose la cara con sus dos ma-

nos y entre sollozos empezó a bajar conducido por Baelk la escalinata. ─Vamos Filip ¿ahora por qué te devolviste? ─le dijo el Mayor al verlo que subía con rapidez por la escalera..

─Viene un tropel de gente corriendo por la playa. No podrán contra tantos solo ustedes cuatro.

─Supongo que si somos cinco, ¿quizás sí? ─¡No! ─Considero que todavía hay tiempo para que todos huyamos, ustedes pueden con-vencerlo.

─Me parece que estás subestimando al Mariscal así como las habilidades de los hombres que están con él, además si hiciéramos eso, no llegaríamos muy lejos, las naves de ellos

son más rápidas que la de Kzuk ─le dijo Ikuro con una sonrisa mientras que lo hacía girar sobre sí. No los atrases más y llévate de paso a Ibian que ahí viene.

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─Recuerden que para escapar deben navegar a toda vela hacia aguas profundas ─les gritó el Mayor al tiempo que Kzuk levantaba su mano.

─¡Mariscal! ─expresó Ibian en un grito desgarrador que hizo que el Mayor volviese a ver a aquel y por primera vez, le pareció observar lo que nunca en tanto tiempo de servicio,

había visto en aquel frío líder, como pequeñas gotas de agua inundaban levemente sus ojos. Fue en ese momento en que los hombres de Argoned lograban abrir un boquete en la

fuerte puerta, la que desgraciadamente empezaba a estremecerse, pronto ésta cedería a su empuje.

─Definitivamente va a ser un poco interesante el abrirnos paso por ese lado ─expuso el Mayor. ─Y habrá que hacerlo antes de que lleguen los que vienen por la playa. No habría forma

de escape alguna ─alegó Ikuro. ─En ese caso, ¿qué esperamos?

Roberts mientras tanto, intentaba poner una pequeña resistencia atravesando simultá-neamente y tan rápido como podía su espada a través del agujero de la puerta, logrando acertar con ello a algunos invasores, quienes heridos emitían un desgarrador y mortal

lamento que se confundían con los aullidos de rabia que profusamente lanzaban los hom-bres de Argoned en su feroz ataque, los que finalmente lograron con un golpe de escudo

desviar la espada de Roberts haciéndolo retroceder rápidamente lo que motivó que cayese al suelo permitiendo de esta forma que dos soldados intentaran pasar por la abertura, sin embargo, ambos cayeron abatidos fulminantemente por las flechas provenientes del arco

de Ikuro. Para cuando la puerta prácticamente cedió y los soldados se preparaban para intentar

invadir el salón, el Mariscal volteó momentáneamente su rostro hacia la bahía y logró observar a la lejanía como la nave de Kzuk empezaba a alejarse de la costa ayudado por los vientos reinantes que golpeaban desde la popa inflando las velas que los marineros

sabiamente habían izado. ─¿Tienes un cerillo Ikuro? ─exclamó el Mariscal volviéndolo a ver ya recuperado y muy

tranquilamente. ─¿Acaso piensas ponerte a fumar en un momento como éste? ─argumentó el Mayor lue-go de ayudar a Roberts a levantarse y de paso atravesar por un costado a un enemigo que

intentó abalanzársele. ─Quizás más tarde, por ahora apártate un poco de ese sitio y sacando del morral una pe-

queña bolsa con una mecha, la encendió y finalmente se la lanzó a los soldados que en-traban saltando la puerta. Una enorme explosión sacudió prácticamente los cimientos de la habitación y luego de

que el humo se disipó observaron que habían eliminado la mayor parte de invasores que intentaron ingresar.

─Justo a tiempo logramos hacer una salida, porque la que da al océano por los ruidos que ya se escuchan, está totalmente abarrotada de hombres los que dudo que vayan a querer que escapemos ilesos por ese sitio ─expresó el Mariscal luego de preparar su pipa y en-

cenderla. Es muy probable que Argoned nos debe de estar esperando en el gran salón pero no en la forma en que le vamos a llegar, ¿cuántos hombres crees que les puede que-

dar? ─preguntó finalmente volviendo a ver a Ikuro.

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─A lo sumo, quizás veinte, máximo treinta ─le contestó Ikuro luego de haber observado detenidamente a los caídos y sacando en ese preciso momento la cajetilla de cigarros de

su bolsillo, se sirvió el último que le quedaba, arrugando luego la cajetilla la que lanzó hacia el abismo.

Capitulo LII

─¡Tal parece que los intrusos que se atrevieron a ingresar se llevaron algunos objetos de mi propiedad! ─expresó Argoned sumamente disgustado cuando se acercó a una de las

mesas que habían en el salón. Solo espero que mis hombres puedan traerme aunque sea solo a uno de ellos con vida, realmente haré que se arrepienta de haber nacido al punto

que maldecirá a sus propios padres. No le voy a dejar ni un solo hueso sano en todo su asqueroso cuerpo. ¿Hay alguna noticia? ─le preguntó en ese momento al guardia que vigilaba atentamente la galería que daba al patio.

─Todavía ninguna señor. ─Vigila bien y avísame de cualquier posible cambio.

─Así lo haré. Al rato, todos los que estaban en el gran salón, escucharon un estruendoso sonido como el de un fuerte trueno que vino a estremecer con fuerza todo el lugar, lo que hizo que to-

dos se miraran entre sí atónitos y con los ojos desorbitados. Sobrecogidos todavía se en-contraban, cuando advirtieron que el guardia que estaba afuera del salón vigilando, ingre-

saba tambaleándose al tiempo que intentaba con sus manos expresar algo, sin embargo se desplomó pesadamente en el suelo sin poder exhalar quejido ni palabra alguna. Cuando finalmente el resto de sus compañeros se aproximaron para ver lo que le había sucedido,

se percataron que tenía una flecha que le atravesaba la garganta. Recuperados prácticamente de todas las anteriores impresiones, los hombres de Argo-

ned como él mismo, empezaron a arrojar horribles vociferaciones, las q ue alentadas por el odio y la venganza motivaron a la postre que se decidieran salir a vengar a su compa-ñero.

El propio Argoned conduciría el grupo, sin embargo, tuvieron que detenerse todos súb i-tamente cuando notaron que su líder y jefe retrocedía lentamente ya que en ese momento

Ikuro amenazadoramente ingresaba apuntándolo con su arco y flecha. ─Yo que usted, le sugiero pensar dos veces sus acciones antes de intentar una descabella-da idea ─dijo el Mariscal en ese instante desde el umbral de la puerta al tiempo que ex-

pulsaba algunas bocanadas de humo. Mi compañero tiene una excelente puntería. ─Y a la distancia en que está, es sumamente imposible fallar ─agregó el Mayor con una

leve sonrisa en su rostro. ─¡No me lo explico! ¡Todos ustedes deberían de estar ya muertos! ¿Cómo hicieron para burlar a mis hombres? ¿Con magia?

─Realmente nosotros no hicimos nada, se podría decir que todos sus hombres simple-mente explotaron de la alegría al vernos ─le contestó el Mayor. No cabe duda de que los

impresionamos y bastante. ─¿Te crees muy gracioso? ─¡A veces lo intento! ─argumentó el Mayor mientras seguía asomando la sonrisa en su

rostro. Sin embargo, en ocasiones pierdo esa capacidad histriónica debido más que todo

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cuando el payaso oficial o bufón de la corte hacen su aparición como lo está haciendo su persona en este momento.

─Les puedo asegurar que nunca podrán salir con vida de este lugar y todos ustedes lo saben muy bien de que así será ─expresó Argoned asomando una sonrisa maliciosa en su

rostro y conteniendo a duras penas la ira que lo estaba embargando. ─Si bien es cierto que es una pequeña probabilidad, al menos nosotros tendremos la opor-tunidad de decidir, sin embargo, ustedes ni eso tendrán ─le repuso el Mariscal tranquila-

mente. ─Definitivamente hay que reconocer que todos ustedes son muy valientes o verdadera-

mente muy tontos ─expresó Argoned. Nadie en mis dominios se ha atrevido a realizar tanto y en tan poco tiempo como lo que ustedes han logrado hacer. Es una verdadera lástima que al final todo les haya salido mal y que tengan que sacrificarse para ganar un

poco de tiempo a fin de que aquellos que se hacen llamar sus amigos sigan disfrutando alegremente de la vida como de la libertad. Una actitud muy noble, sólo para quienes

buscan ser ensalzados y recordados en las plegarias cuando oren a los dioses. ─¿Por qué tendrían que rezar por nosotros? ─inquirió el Mayor con un tono bastante du-bitativo.

─Lo que sucede es que él cree que pronto estaremos totalmente en su poder ─le contestó el Mariscal mientras avanzaba hacia la puerta principal dejando un rastro de nubes oloro-

sas a su paso. ─¿Bromeas? ─Lo van a estar en cuanto su maldito amigo agobiado por el cansancio y que se reflejará

en su rostro deje de apuntarme con su arco. Tengo mucho tiempo, ¿lo tendrán ustedes acaso?

─¡Más del que cree! ─le dijo el Mayor. Sin embargo, le sugiero que no espere que Ikuro se canse, porque lo primero que va a perder si eso llega a suceder es la sensibilidad en sus dedos y eso sería sumamente perjudicial para su deforme cuerpo, ya que llegaría a lucir

una llamativa extremidad extra de madera y no necesariamente le va a funcionar como antena.

─¿Sabe a quién le está usted hablando pedazo de...? ─expresó en ese momento un guerre-ro sumamente alterado ante tanta falta de respeto pero que a una mirada de Argoned, prefirió callarse?

─¿De qué? ¡Vamos!¡Hazme el ser más feliz! ¡Dilo! ¡Termina la frase! ─expresó el Ma-yor al tiempo que reflejaba en ese momento una sonrisa bastante siniestra y unos ojos

desorbitados al guerrero y al que le puso la lanza en la barbilla en ese instante. ─Los hombres que estaban subiendo por la escalinata han tomado completamente la ga-lería, no tardarán mucho en llegar hasta acá ─ les dijo Roberts al ingresar corriendo en el

salón. ─¡Pero miren que sorpresa más agradable! ─Volver a encontrar a un aliado que al parecer

se ha transformado de la noche a la mañana en un enemigo más y en un simple saquea-dor. ─¿Es que ustedes ya han tenido oportunidad de conocerse? ─le preguntó el Mayor vo l-

viendo a ver a Argoned. ─¿Hablas del Elegido, el emisario de los sabios de la isla? ¡Por supuesto que sí! Aunque

sólo en una ocasión tuve el honor de tratarlo y fue cuando quise que me incluyeran en la fuerza expedicionaria que atacaría a una aldea, en la que supuestamente se encontraban

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los que ocasionaron la cobarde muerte de mi padre. Desgraciadamente cuando llegamos, los responsables ya habían escapado por lo que no pude completar mi venganza lo que

hace que siga latente mi obligación moral como espiritual en conseguir ese ansiado an-helo.

─¿Y qué estarías dispuesto a dar? ─le preguntó Roberts bastante interesado en la respues-ta. ─¡Lo que fuese!

─¿Para qué le estás preguntando por situaciones en las que no vas a obtener ningún pro-vecho propio? ─acotó el Mayor un poco intrigado.

─Si aún quieres redimir a tu padre, tienes la gran oportunidad, ellos son los que estabas buscando, ¡principalmente ese! ─repuso Roberts al tiempo que señalaba al Mariscal. Y acercándose rápidamente dónde estaba Ikuro y sin que éste pudiese hacer nada para evi-

tarlo, le bajó el arco, lo que permitió con ello que varios guerreros que estaban listos con sus espadas desenvainadas se le abalanzaran.

─¿Pero qué sucede contigo? ─inquirió el oriental mientras sacaba rápidamente su espada, logrando desviar apenas con ella el salvaje ataque a que fue sometido en ese preciso mo-mento.

─¡Sencillamente un pequeño cambio de planes pero de última hora! ─le argumentó Ro-berts.

─¡Eres un maldito traidor! ─expresó sumamente enojado el Mayor al tiempo que golpea-ba salvajemente con el cofre que tenía, el rostro del guerrero que tenía amenazado y lue-go, lanzándose hacia delante, atravesó con su lanza a otro enemigo a la altura de los pul-

mones cuando intentó aquel vanamente atacarlo. ¡Van dos y todavía quiero más! ─ y po-niendo el cofre sobre una de las mesas del lugar, se volvió hacia donde se encontraban los

demás guerreros con una mirada que reflejaba la furia del tigre cuando se encarniza sobre su presa. Roberts, al advertir en dónde el Mayor había colocado el cofre, visualizó la oportunidad

de apoderarse de él, razón por lo cual optó por desplazarse con suma cautela ocultándose bajo las mesas a fin de no llamar la atención de los guerreros, los que en ese momento,

exaltados prácticamente por un marcado frenesí y un desproporcionado furor justificado por el odio que los embargaba en contra de aquellos que habían asesinado a Obitán, los atacaban por todos los medios y formas, sin embargo, los defensores que luchaban en una

clara desventaja numérica simplemente lograban con su arte superarlos. No tardó mucho Roberts en llegar hasta la mesa que tenía el cofre y levantando lenta-

mente sus manos a fin de palpar sus alrededores, llegó a sentirlo, lo agarró fuerteme nte y lo bajó. Tras un breve rato, abrió la cerradura poniendo nuevamente sus manos sobre la capa. Finalmente, cuando se levantó de su temporal refugio, su rostro empezó a exhibir

una enorme y marcada transformación y tras luego de ponerse la capa, tranquilamente se preparó para salir del sitio en que se hallaba, no obstante, se detuvo al observar el arco y

no a mucha distancia la flecha que le había botado a Ikuro. Agachándose nuevamente, tomó ambas cosas y apuntó con cuidado hacia la espa lda del Mariscal, quien para ese momento batallaba con Argoned y otro de sus hombres, y dis-

paró. La flecha cortó silbando el aire en el preciso momento en que Argoned con una desme-

dida fuerza, desarmaba, botándole la espada al Mariscal, al que intentó rebanar cortándo-lo por la mitad, pero éste agachándose evitó ese fatal amago, permitiendo con ello que la

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flecha que justamente venía en camino, se clavase en el propio corazón de un sorprend ido Argoned que se estremeció con el ardor que comenzó a experimentar en su pecho, caye n-

do luego aparatosamente en el suelo con la inmovilidad de un cadáver entre varios tabu-retes que finalmente ocultaron su cuerpo

Los ojos de Roberts echaban chispas, estaba colérico e irritado por la oportunidad que se le había escapado, no obstante logró controlarse permaneciendo un momento en sile n-cio, sin embargo casi de seguido, su fisonomía comenzó a cambiar radicalmente debido

más que todo a una enorme incertidumbre que empezó a embargarle su pensamiento y que desgraciadamente para él nunca llegaría a comprender, tenía puesta la capa y sin e m-

bargo, todavía era visible lo que finalmente permitió que un guerrero lo determinara y luego de que se le acercó sigilosamente por la espalda, lo atravesó verticalme nte con un hacha en la parte posterior de su nuca. Roberts luego de sentir el frío golpe, quizás intentó

sonreír al recordar lo que Ambros había expresado del poder de la capa y que había olvi-dado por completo, pero tan solo una mueca macabra es lo que consiguió.

Para cuando el Mariscal terminó de dar varias vueltas con su cuerpo por el suelo evi-tando de esa forma los lances infructuosas del guerrero que todavía lo atacaba y pudo nuevamente recobrar la espada con la que atravesó finalmente a su atacante, se percató de

que una pequeña tregua se había suscitado en el lugar. Estaban totalmente rodeados por los refuerzos que habían llegado.

─¿Cuántos enemigos, pudiste eliminar? ─expresó el Mayor con agitada voz cuando estu-vo cerca de Ikuro, quién ese receso lo utilizó para limpiar con un pequeño trapo la hoja de su filosa espada sin quitarle la mirada a sus adversarios.

─¡Tan solo veinticinco! ─le contestó. Los desgraciados se defienden muy bien, deben de pertenecer de seguro a la elite de los guerreros..

─Rayos, vamos empatados. ─Y me parece que así se va a quedar ─les dijo el Mariscal. Entre los refuerzos que llega-ron, vienen algunos arqueros.

─¡Lo que implica que los que vinieron son unos grandes cobardes que no saben pelear eficientemente! ─alegó el Mayor. ¡Vamos! ─Todavía podemos atacarlos con una de

nuestras ofensivas sorpresa, de seguro no la deben de esperar. ─¿Sabes? ─Por los momentos no tengo prisa alguna por morir ─le contestó Ikuro luego de ver como los arqueros los estaban apuntando celosamente. Prefiero aguardar cual va a

ser la jugada que ellos van a proponer. ─Esto no es un juego.

─¿Acaso la vida no lo es? ─repuso el oriental ─¡Por supuesto que no! ─protestó el Mayor. Así que deja ya tu filosofía oriental guarda-da en algún baúl. Por cierto, ¿alguno de ustedes vio mi cofre? ─Estoy seguro que lo puse

en aquella mesa y no lo observo. ─¡Ni a él ni a Roberts! ─le contestó el Mariscal luego de observar someramente el gran

salón. ─Por cierto Mariscal, ¿cuál crees que pudo ser el motivo de que Roberts se comportara de la estúpida forma en que lo hizo? ─le preguntó el Mayor.

─¡Codicia! ¡Ambición! ─O lo que ya dijiste, ¡estupidez! ─le contestó. Sea cual sea la razón, no va a poder ir muy lejos.

─Espera que lo tenga en mis manos, le retorceré el cuello lentamente ─repuso el Mayor.

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─Ustedes van a morir, pero lo harán afuera en presencia de toda la aldea, así que sa lgan pacíficamente ─expresó un guerrero luego de avanzar unos pasos hacia ellos.

─¡En ese caso, no gracias! ─Creo que prefiero quedarme tranquilamente en este apacible y cómodo lugar.

─¿Cuántas flechas quieres lucir entonces en tu cuerpo? ─expresó el guerrero levantando su mano. ─Nunca me simpatizó el pavo real, mucho lujo poca carne, además que no sabe volar

muy bien. Y qué decir de los quesos, sin embargo y a fin de que no digan que soy un des-cortés como invitado, acepto gustoso el tener que asesinarlos a todos ustedes delante de

toda su propia aldea. El guerrero no supo que contestar, analizaba y solo acataba a observar a sus compañe-ros los que para ese momento también dudaban.

─Una respuesta que se puede decir impacta a cualquiera? ─repuso el Mariscal guarda ndo su espada en el cinto y colocándola en el cinturón en el lado derecho, al tiempo que pre-

paraba nuevamente su pipa, la encendía y empezaba a caminar tranquilamente hacia la puerta que ya estaba abierta, varios guerreros ya habían salido y los aguardaban fuera de la fortaleza.

Un denso nublado de apariencia muy siniestra había invadido la bóveda celeste, eclip-sando totalmente el fulgor que emanaba del sol. Parecía que las nubes debían de llevar

consigo mismas las fuerzas impulsoras, porque no soplaba en ese momento ni una sola ráfaga de viento, es lo primero que el Mariscal pensaba al salir de la fortaleza y observar el cielo.

─Si pensaban eliminarnos en una fogata como si fuésemos el tabaco en tu pipa, no sé para que les das tan sugestivas ideas, van a tener que aguardar a que pase la tormenta que

afortunadamente pronto caerá en este lugar ─expresó el Mayor al salir. ─Sería muy rápido una fogata para ellos y por sus semblantes no creo que sea lo que bus-can para nosotros.

─¡Oh vamos! ─Cierto que les robamos algunas doncellas que iban a ser sacrificadas al asteroide ese, como también que han desaparecido algunas pequeñas bagatelas de oro que

estaban mal puestas en las mesas, pero no es para tanto. Argoned de seguro lo va a com-prender. ─Yo no estaría tan seguro de ello ─le dijo el Mariscal.

─Por cierto, yo no vi a Argoned entre los guerreros allá adentro ─alegó Ikuro. ¿Y uste-des?

─La última vez que lo vi, lo enfrentaba a él y a uno de sus guerreros ─expresó el Maris-cal. ─El tipo como que no es un buen luchador, cualquiera se puede enfrentar dos contra uno,

sinceramente para mí el tipo es un cobarde. ¿Y qué pasó después Mariscal? ─acotó el Mayor.

─Recuerdo que una vez que me desarmó tuve que agacharme rápidamente a fin de evitar su mortal ataque. Luego di varias vueltas en el suelo a fin de recobrar mi espada, cuando lo hice y lo busqué, ya no lo observé. Supuse que quizás se fue a pelear con alguno de

ustedes. ─No conmigo.

─¡Yo lo hubiese atravesado! ─argumentó el Mayor. Un momento Mariscal, ¿estás di-ciendo que ese maldito desgraciado logró desarmarte?

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─No soy un gran espadachín, además hay que reconocer que el tipo es bueno con su ar-ma.

En ese preciso instante, varios guerreros salieron de la fortaleza transportando un cuer-po que conducían con mucho cuidado y que todos los que lo veían al pasar, inclinaban

levemente su cabeza en señal de postrero adiós. ─Por la reacción de la gente, creo que ya sabemos que le sucedió a Argoned ─expresó el Mariscal al tiempo que lanzaba unas cuántas bocanadas de humo. A ver, ¿quién de uste-

des fue el que lo hizo? ─¿Aquél guerrero que viene saliendo de último y nos está señalando muy efusivamente,

no lleva en su mano tu arco? ─le preguntó el Mayor a Ikuro volviéndolo a ver. ─Parece que sí. ─Eso implica entonces que tú lo despachaste ─alegó el Mayor.

─¡Yo no lo hice! ─Estaba sumamente ocupado intentando como defenderme. A lo mejor más bien eres tú el único responsable.

─¿Pero qué estás diciendo? ─El tipo ese habría valido por dos, lo suficiente como para ganarte, pero el muy desgraciado no me busco para brindarme esa dicha. Me tuvo miedo, pavor.

─¡Ya dejen de discutir los dos! ─les manifestó el Mariscal. Si ninguno de ustedes lo hizo y yo tampoco, eso quiere decir que alguien más está involucrado, el problema es saber

quién. Los tres se quedaron viendo entre sí. Fue en ese preciso instante, en que las nubes momentáneamente se rasgaron dejando

mostrar como los rayos perpendiculares del sol llegaban hasta el suelo y ante el asombro de todos los que estaban presentes, una radiante y fuerte luz empezó a rodear a los tres

extranjeros. ─¿Pero qué está sucediendo? ─¡Ya es mediodía! ─dijo el Mariscal tranquilamente.

─¿Estás seguro? ¡Pensé que era más temprano! ─repuso el Mayor al tiempo que observa-ba su reloj.

─Si todavía te funciona, ¿qué hora te da? ─le preguntó Ikuro. ─Las diez.. ─Bueno, fallar por dos horas, no está nada mal ─le argumentó el Mariscal con una sonri-

sa. ─¡De la noche!

─Es lo que siempre sucede cuando se utilizan relojes de segunda o de aquellos que vie-nen en las cajas de los cereales. Realmente Mayor, ya es hora de que seas menos misera-ble para tus propias cosas personales, aunque dejar atrás esa miserable avaricia que dis-

frutas va a ser sumamente difícil, toda una verdadera utopía diría yo, al punto que estoy seguro de que primero llegaría a caer nieve en los trópicos antes de que logres cambiar un

ápice ─le dijo Ikuro al tiempo que expelía una sonora carcajada. ─Agradece que me estoy despertando y por ende, volvemos a casa. Miren, ya parezco un fantasma ─repuso el Mayor mientras miraba como lentamente sus manos iban desapare-

ciendo. La luz brilló todavía aún más, sin embargo, desapareció tan súbitamente como llegó,

pero llevándose en esa ocasión a los tres extranjeros que anteriormente había envuelto. Tanto los guerreros como el resto del pueblo que había acudido al llamado de su señor

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Argoned y habían podido contemplar todo lo que sucedió, se miraban unos a otros tota l-mente confundidos como aterrados, no obstante, una fuerte y fría brisa que empezó a so-

plar en ese momento, hizo que algunos voltearan su rostro hacia el horizonte, aumentando en sus ya pálidos y latentes semblantes y sintiendo como un estremecimiento de espanto

se les iba deslizando hasta la propia médula de sus huesos, cuando pudieron divisar cla-ramente, como un enorme manto verde ascendía en forma amenazante a una altura jamás nunca antes visto frente a ellos.

Muchos quedaron inmóviles, mientras que otros, vanamente empezaron a correr por sus vidas, sabían que la muerte cabalgaba inexorablemente hacia ellos.

Capitulo LIII

─¿Regresaron a su tiempo? ─¡Así es! ¡Están iniciando el retorno a su época! ─le contestó Ambros mientras observa-

ba la pantalla pulida en la piedra. La curvatura del tiempo no ha sufrido modificación alguna lo que quiere decir que todo está como debería de estar.

─¿Y en qué período en especial los vas a dejar? ─En la de ellos, ¿en dónde si no? ¡Hicieron bien su trabajo! ─acotó Ambros volviéndolo a ver.

─Yo me refiero a que momento en particular, tú sabes. ─¡Ah! ─Eso es lo que vamos a preguntarle al propio Mariscal a fin de que sea él quien

decida, después de todo, creo que se ganó ese derecho. ─Estoy totalmente de acuerdo contigo, pero él está...─argumentó Aart volviendo a ver la pantalla.

─¡Aquí! ─le contestó Ambros y realizando un movimiento pasajero de su mano, hizo aparecer al Mariscal.

─¿Qué pasó? ¿Cometimos algún error al permitir que Roberts se nos escapara nuevamen-te? ─les preguntó aquél al verlos otra vez frente a él. ─En lo más mínimo. ¡Todo se encuentra perfectamente! ─le contestó Aart.

─¿Entonces qué hago otra vez aquí? ─Simplemente qué nos diga a qué momento del tiempo quiere en verdad volver, no se lo

preguntamos anteriormente. ─¡Oh no! ─Ya un viaje fue más que suficiente. No tengo ya la edad como para andar en busca de aventuras, mucho menos que ustedes me tomen como el tipo que les puede so-

lucionar los problemas que otros incompetentes llegan a cometer. Sencillamente, quiero volver a mi época que creo que fue el trato.

─¡Y lo va a hacer, despreocúpese! ─le repuso sonriéndose Ambros. Lo único que mi compañero Aart deseaba conocer es exactamente en qué momento de su vida quiere vol-ver a vivir.

─¿Se refiere a cualquier época de mi vida? ─La que desee ─le repuso Ambros.

Luego de un rato de profunda deliberación en donde los sentimientos más íntimos in-tentaban manifestárseles como la razón de su existencia, el Mariscal levantó su mirada y a pesar de que ésta reflejaba una lejana y remota esperanza irónicamente optó por expre-

sar finalmente:

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─Me gustaría volver en el preciso instante en que me subí al vehículo con Ikuro y el Ma-yor, por supuesto si se puede.

─Si esa es su voluntad, así será ─le contestó Ambros. ─¿Por cierto, al volver al momento que les dije, mis hombres y yo olvidaremos todo lo

que hemos pasado por qué nunca sucedió? ─expresó el Mariscal mirando a Aart y fina l-mente a Ambros quien se sonrió y fue el que argumentó: ─Tan solo a sus compañeros. Aunque ellos en el primer sueño que tengan así como los

sucesivos, remembranzas de todo lo que hicieron vendrán a sus mentes, sin embargo, quizás nunca lleguen a comentar nada por parecerles poco importante o irrelevante. Será

su persona la que decida el momento de compartir alguna de sus experiencias con ellos, las que finalmente quizás lleguen a relacionar que en verdad, algo posiblemente llegó a suceder.

─Si es que primero no creen que estoy trastornado ─argumentó el Mariscal asomando una sonrisa. Bien, si no tenemos más que decirnos, creo que va siendo la hora de que me

regresen a mi tiempo y de la despedida. ─Así es, pero antes de hacerlo, quiero agradecerle en verdad toda la ayuda que nos brindó, sin ella hubiese sido muy improbable el haber logrado el éxito como sabiamente

lo expresaría usted de la misión encomendada ─le dijo Ambros con una sonrisa. ─Yo soy más bien el agradecido, me enseñaron que la vida es hermosa ─repuso el Maris-

cal. Y Ambros levantando su mano como si lo estuviese despidiendo, finalmente hizo que el Mariscal desapareciera.

─¿A qué se debe tu presencia hoy en este sitio? ¿Sucedió algo en la base? ─En lo absoluto Ikuro, simplemente un cambio de vehículos ─le contestó el Mayor son-

riéndose luego de bajarse del automóvil y haberse acercado rápidamente para abrir la otra puerta en donde un meditabundo Mariscal lo aguardaba. ¿Listo señor? ¡Mariscal! ¿Maris-cal, se siente usted bien? ─finalmente expresó el voz alta.

─¡Por supuesto! ─No tienes porqué gritarme de esa forma, no estoy sordo ─finalmente le contestó mientras lo observaba fijamente.

─¡Lo siento mucho Mariscal! ─Como usted no estaba reaccionando, pensé que tal vez si...¿Sucede algo? ─le preguntó un poco inquieto el Mayor al ver como aquél lo estaba mirando.

─¡Nada en particular! ─y volteando su rostro hacia atrás en ese momento notó a Ikuro quien luego de ponerse su boina empezó a revisar unos mapas cuidadosamente. ¿Recuer-

dan algo de todo lo que ha sucedido últimamente? ─agregó al tiempo que los observaba detenidamente. Tanto Ikuro como el Mayor se volvieron a ver sumamente extrañados por la anterior

pregunta pero al final, el primero asomando una sonrisa nerviosa le contestó: ─¿Qué es lo que tenemos que recordar? ¿Acaso hemos olvidado algo en particular?

─¡Olvídenlo! ─les contestó el Mariscal al tiempo que les sonreía, acto seguido ingresó dentro del automóvil. ¿Qué crees que estás haciendo Mayor? ─ le preguntó luego de que aquel ingresó y se puso al frente del volante.

─Lo que siempre hago, intentar manejar, voy a conducirlos hasta la base ─le repuso con asombro al tiempo que volteaba disimuladamente a ver a Ikuro, quien prefirió no respon-

der, solo le hizo un gesto de duda.

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─¿Te molestaría que por esta ocasión fuese Ikuro el que maneje? ─Después del incidente que tuviste con la mujer y los disparos acaecidos, me parece que es mejor que él sea

quién lo haga y no es porque esté dudando de tus capacidades. ─¿Pero cómo supiste de ella y de los disparos, si todo sucedió a cinco cuadras de aquí?

¿Alguien se los comentó o estuvieron ahí? ─Ni lo uno ni lo otro. El Mariscal no ha salido del edificio ni yo tampoco ─le contestó el oriental.

─No vamos a discutir Mayor por insignificancias. La experiencia ha sido agotadora. Iku-ro antes de manejar, quiero que busques el localizador que le pusieron al vehículo bajo el

chasís, después si quieres puedes ponerte el pañuelo blanco que tienes escondido en el bolsillo, ese que luce varios símbolos orientales. ─¿No vas a negar que se comporta de un modo sumamente extraño? ─le comentó el Ma-

yor a Ikuro cuando éste empezó a sacar el pañuelo de su bolsillo. ¿Cómo supo que lo lle-vabas? ¿Y por qué habla de localizadores en el vehículo? ¿De qué era la reunión?, ¿acaso

de clarividentes? ¿o es cuando salía del edificio un rayo alienígena le cayó encima que le permite ahora, adivinar todo? ─Se comportó normalmente hasta que en un momento...

─¿Qué? ─preguntó el Mayor. ─Se quedó meditabundo, como ido de la realidad, precisamente en el instante en que par-

queaste el vehículo y te bajaste. ─Solo falta que digas que yo soy el culpable del extraño comportamiento que le esta su-cediendo.

─No sería extraño. ─¡Muy gracioso! ─Pero ya, hablando en serio, ¿cómo piensas que pudo averiguar acerca

de tu pañuelo, los disparos y de la mujer? ─Supongo que de la misma manera como supo del localizador bajo el chasis ─expresó Ikuro enseñándoselo al Mayor.

─¡Totalmente increíble! ─¿Hicieron lo que les dije? ─expresó el Mariscal al verlos que se sentaban dentro del

automóvil. ─¿Todo depende a lo que se refiera con esa palabra? ─le contestó el Mayor. ─¿A qué si encontraron el localizador?

─Así es. ─¿Y lo eliminaron?

─¡Totalmente! ─le dijo Ikuro al tiempo que lo miraba detenidamente. ─¡Una excelente noticia! ─Bien ¿qué tal si nos vamos? ─expresó el Mariscal mientras preparaba su pipa y finalmente la encendía.

─¿Es una nueva marca de tabaco la que estás usando? ─preguntó el Mayor luego de oler las espesas bocanadas de humo que el Mariscal estaba expeliendo. Hay que reconocer

que huele muy bien, tiene un bouquet muy especial. ¿Sabes por casualidad de qué país proviene el tabaco? ─Realmente lo ignoro.

─¿Y quién te dio tan magnífico y delicado presente? ─¡Ambros! ─le contestó el Mariscal mientras su mente se perdía en el paisaje que obser-

vaba.

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─¿Sabes de quién está hablando? ─le preguntó el Mayor a Ikuro en voz baja volviéndolo a ver. ¿Algún general?

─No. ─¿Coronel?

─Me temo que no. ─¿Algún presidente o primer ministro en busca de fama? ─Tampoco.

─¿Entonces? ─No tengo la menor idea Mayor de quién puede estar hablando, sin embargo estoy total-

mente seguro, de que no fue en el Comando Principal en que se lo dieron. Debía de traer-lo. ─Parecía una chimenea cuando salió de la base por la mañana y la estela de humo que

dejó no es la misma que estoy oliendo y sabes que soy todo un experto en ese campo. Realmente todo esto se está volviendo muy extraño en verdad. ¿En qué momento habrá

adquirido ese nuevo tabaco? Por cierto, me parece que acabas de tomar el camino equi-vocado, era el de la izquierda de la intersección que acabamos de pasar. Detente y da la vuelta.

─Por favor Mayor, ¿no ves que tanto la brújula como el mapa satelital del vehículo dicen todo lo contrario?

─¿Y quién te dice que no están del todo equivocadas? ─Sucede muy a menudo en estas tierras, por eso es que evito en ocasiones hacerles caso tan ciegamente ya que las interfe-rencias pueden llegar a afectarlas. Es preferible seguir ese instinto natural que cada uno

posee, así que hazme caso, sé por qué te lo digo. ¡Retrocede! ─expresó finalmente el Ma-yor alzando un poco la voz lo que hizo que el Mariscal saliese de su adormecimiento y

expresara: ─¡Déjalo Mayor! ¡Ikuro por el momentos va muy bien! ─Si hacemos caso a lo que estás proponiendo, vamos a desviarnos alcanzando una zona del desierto que no está plena-

mente en los mapas, aunque en esta ocasión no va a ser importante ya que sin la ayuda de los aviones enemigos no vamos a encontrar el oasis ─repuso el Mariscal mie ntras los

observaba. Tanto Ikuro como el Mayor se le quedaron mirando con las cejas fruncidas y aunque no lo expresaban, sus semblantes decían todo lo contrario.

─¿De verdad te sientes realmente bien? ─le preguntó el Mayor al rato. ─¡Totalmente! ¿Y saben? ─No me había percatado del hermoso tiempo que tenemos, es

idóneo para viajar, la temperatura está agradable, ¿no lo creen así? ─¡Si, claro! ─repuso el Mayor quien observando el mapa que Ikuro dejó en el asiento empezó a mirarlo, posteriormente comenzó a frotarse su cabello con sus manos mientras

buscaba una solución en su mente a todas las conjeturas que continuamente lo estaban embargando.

Finalmente, tras una hora de recorrido pronto divisaron el campamento central y luego de haber pasado el punto de vigilancia, se dirigieron a la tienda principal. ─¡Señor! ─dijo un soldado que se hallaba cerca y quién al percibir quién iba en el auto-

móvil presurosamente se acercó para abrirle la puerta cuando el auto se detuvo. ─Mariscal, ¿estás totalmente seguro de que existe un oasis por esta zona? ─Según este

mapa que pertenece a Ikuro, no lo hay ─expresó el Mayor acercándosele.

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─Puedes estar totalmente seguro que ese lugar existe aunque el mapa diga todo lo contra-rio ─le contestó el Mariscal con una expresión todopoderosa que solo da la confianza en

el conocimiento previo. Por favor, ¿puedes traernos un poco de café? ─le dijo volviendo a ver al soldado que mantenía una posición firme y que al recibir la orden se fue a cum-

plirla rápidamente. ─Con algunos bocadillos ─le gritó el Mayor. ─¡Simpático! ─Me recuerda a Filip por su ímpetu.

─¿Pero de quién estás hablando? ─le preguntó Ikuro con suma extrañeza luego de acercársele.

─Un muchacho que conocí. Se podría decir que hace mucho tiempo pero que es como si fuese ayer que hablé con él. ─A veces eso sucede.

─Mayor, ¿sabía alguien por casualidad que ibas a ser tú el que finalmente nos recogiese en la ciudad? ─le preguntó el Mariscal.

─Realmente me parece que no, ya que fue a última hora en que yo me decidí a venir, inclusive tu flamante jeep y chofer están todavía listos. ¿Sucede algo? ─Me temo que hay un informante.

─¿Aquí? ¿Un espía? ─argumentó el Mayor abriendo sus ojos. ¡Es verdaderamente in-creíble!

─Alguien en la base te vio partir y avisó a sus cómplices quienes aguardaron simplemen-te por ti en la ciudad a fin de detenerte, aunque fuese fugazmente y poner de esa forma el transmisor en el vehículo.

─¿Pero cómo supiste lo del trasmisor? ─le preguntó Ikuro. ─¿Quisiera más bien que aclararas acerca de la mujer? ─agregó e l Mayor mientras se

pasaba la mano por su cabello. ─Realmente es una historia muy larga de relatar y como ya lo dijo Kzuk a su compañero en una ocasión, el mejor momento de hacerlo va a ser en una mesa con algunas cervezas.

─¿Y sin nada de comer? ─Definitivamente es un pobre tipo que además de tener un nombre muy divertido, no conoce lo que es una verdadera conversación amena e intere-

sante en una mesa de tragos, realmente espero que nunca se le ocurra invitarnos ─expresó el Mayor. ─¡Ikuro! ─Quiero que ordenes una lista de todas las llamadas que salieron de los móviles

y fijos de la base aproximadamente en...¿Hace cuánto tiempo más o menos saliste a bus-carnos Mayor? ─le dijo el Mariscal volviéndolo a ver.

─¡Alrededor de dos horas! ─le contestó aquel luego de observar el reloj. ─¡Dos horas y media es el margen que vas a buscar! ─le dijo el Mariscal finalmente a Ikuro.

─Dalo por un hecho ─le contestó aquel retirándose de inmediato. No pasó mucho tiempo para que el oriental regresara nuevamente con varias hojas, las

que finalmente se las dio al Mariscal quién tranquilamente desde la ubicación en que se encontraba observaba las maniobras que varios soldados para pasar el rato, realizaban en el campo.

─¿Y bien descubriste algo significativo? ─le preguntó el Mayor a Ikuro. ─Sólo cincuenta llamadas se hicieron en el intervalo de tiempo especificado. Por simple

eliminación, se puede llegar a concluir que sólo un mismo número dentro de las instala-ciones fue el que llamó tres veces.

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─A la esposa, madre e hija ─Definitivamente toda una asombrosa lógica detectivesca, sin duda alguna, descubriste que hay soldados hogareños dentro de la base ─argumentó el

Mayor. ─Los que sin duda emanan un amor fraternalmente mortal ─le repuso Ikuro.

─¡Déjalo que termine! ─le repuso el Mariscal. ─Dos de esas tres llamadas fueron realizadas al campamento del propio comandante Sherko ─expresó Ikuro volviendo a ver al Mariscal.

─¡Por supuesto! ─Ese tipo tiene una cara de traidor que no se la quita nadie aunque sa-ben, yo tengo...

─Un amigo que hace verdaderos milagros en cirugía reconstructiva, sin embargo es un poco caro ─le dijo el Mariscal interrumpiéndolo. Ya no lo has dicho. ─¿De verás? ¡Debo tener lagunas mentales! ─dijo para sí el Mayor mientras fruncía sus

cejas. ─Ahora, desglosando más la información que tenemos, las llamadas las recibió el asisten-

te del comandante ─repuso Ikuro. ─Muy interesante el dato ─expresó el Mariscal. ─No tanto como la tercera llamada. Ésta se realizó a un teléfono de la ciudad.

─Tenemos al culpable. ¿A quién pertenece? ─A todos y a nadie ─repuso Ikuro.

─¡Lo sabía! ─Lógico. Un momento, ¿qué quieres decir con eso? ─replicó el Mayor. ─El teléfono es público. Se encuentra a solo 5 kilómetros de dónde estábamos ─le dijo Ikuro.

─Lo que nos conduce a un callejón sin salida ─alegó el Mayor. ─Si uno toma ese extremo, sin embargo podemos tomar el otro que nos conducirá al

número que hizo todas las llamadas ─expresó el Mariscal. ─¡Exactamente! ─argumentó Ikuro mientras empezaba a revisar otra vez las listas. ─¿Ya lo tienes?

─No me apresures Mayor. No soy calamar ni pulpo para tener tantos brazos. ─Y bien que te alimentas de ellos.

─¡Aquí está! ─Pertenece a Roberts ─dijo Ikuro volviendo a ver al Mariscal e ignorando completamente el comentario del Mayor. ─Me parece que habrá que tener una larga y amena charla con ese tipo. Que lo manden a

buscar ─argumentó finalmente el Mariscal. ─¡De eso yo me encargo! ─expresó el Mayor. Por cierto, ¿saben en dónde lo puedo en-

contrar? ─Próximo al área de la enfermería. ─¡Excelente! ─Me da la oportunidad de saludar a la doctora Nell. La pobre está locamen-

te enamorada de mí. ─Lo que disimula muy bien ─le dijo Ikuro.

─Es para no despertar sospechas. ─Realmente toda una maravillosa experiencia que sin duda nos hemos perdido al no co-nocerla ─le dijo el Mariscal.

En el momento en que el Mayor iba a abandonar el recinto, el soldado que hacía guar-dia dentro del sitio, se atrevió a expresar:

─Señor, si disculpa mi torpe intromisión, yo vi cuando el doctor Roberts se marchó en un vehículo al poco tiempo después que ustedes ingresaron en la base.

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─¡Gracias soldado! ─Acabas de economizarnos una pérdida de tiempo. ─¿Qué hacemos ahora? ─expresó el Mayor.

─Qué la seguridad se mantenga alerta por aquello de que Roberts regrese aunque lo dudo mucho ─le contestó el Mariscal. Ordena que se prepare un grupo especial de reconoc i-

miento para que nos acompañe. ─¿Puedo saber cuál es nuestro destino? ─inquirió el Mayor. ─¡A buscarlo! ─Debe de hallarse en la ciudad así de simple.

─La que te recuerdo que es muy grande ─expresó el Mayor. Podría encontrarse en cua l-quier parte y más si busca ocultarse como la rata que es.

─¡No lo hará! ─repuso el Mariscal. Primero intentará hablar con su cómplice quien con su clara influencia le proporcionará un salvoconducto que lo sacará de este sitio y ...¡todo tiene sentido!, ¡claro está! ¡Todo calza ahora! ─Esa fue la razón principal por la que el

comandante Sherko detuvo toda la operación. El tipo ese, por su cercanía de seguro le comunicó que habíamos muerto ─agregó finalmente el Mariscal tiempo que chasqueaba

los dedos. ─Un momento, ¡para ahí! ─Quisiera que me explicaras claramente acerca de esa broma de mal gusto sobre nuestra eliminación. ¿Supuestamente cuándo sucedió eso que no me

di cuenta? ─En el ataque de los aviones Mayor ─le contestó tranquilamente el Mariscal mientras

prendía la pipa. ─¡Por supuesto! ¡Hablas de ese inconfundible ataque! ¡No sé por qué razón lo había olvi-dado! ¡Qué cabeza la mía! ─argumentó el Mayor totalmente confundido.

Ikuro prácticamente disfrutaba contemplando todos los aspavientos y muecas que reali-zaba el Mayor, por lo que optó momentáneamente por sacar un cigarrillo, encenderlo y

arrojar rápidamente dos bocanadas de humo. ─¿Por casualidad sabes de que rayos está hablando? ─le preguntó el Mayor entre dientes y muy disimuladamente cuando se le acercó a Ikuro, mientras que con una sonrisa miraba

al Mariscal quien en ese momento observaba si su pipa se había prendido ─Sinceramente no entiendo nada, sin embargo, considero que quizás debe de tener a lguna

relación con el asunto del transmisor, el pañuelo y los disparos. ─¡Ya! ─No olvides a la mujer ─agregó el Mayor. ─También.

─¡Caballeros! ─expresó el Mariscal. Sé que están pensando que me comporto de una manera sumamente extraña, no obstante todo tiene una explicación lógica que después

vamos a poder analizar tranquilamente. ─¡En el asilo! ─susurró el Mayor. ─¿Dijiste algo?

─¿Yo? ¡Nada en particular! ─Simplemente comenté con Ikuro que si así lo quieres, de-bemos respetar tu espacio.

─¡Excelente! ─Ya que me comprenden, manos a la obra, tenemos un compromiso en la ciudad ─expresó el Mariscal observando como varios vehículos con personas se aparca-ban en ese instante.

─¡Bocón! ─dijo Ikuro muy disgustado cuando volvió a ver disimuladamente al Mayor y sin que el Mariscal se diese cuenta.

La tarde comenzaba a declinar para cuando el Mariscal y sus hombres llegaron a la ciu-dad y se dirigieron rápidamente hacia donde se hallaba el cuartel general de Sherko, del

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que salía en ese momento Roberts con un aire de triunfo y despreocupación por la puerta principal del complejo.

Los colores llamativos de unas plantas que se podían observar en el cuidado jardín que colindaban en la zona de parqueo, hizo que a Roberts le llamara la atención y se acercara

a fin de oler su fragancia, pero cuando estaba a punto de hacerlo, el ruido de frenado de las llantas en el pavimento hizo que volviese su vista y advirtiera para su desgracia que había sido descubierto por los hombres del Mariscal. Lleno de pánico, sacó su arma y

empezó a disparar continuamente hasta agotar todas sus municiones logrando impactar a tres de sus adversarios, posteriormente, lanzó el arma hacia los vehículos e intentó darse a

la fuga dirigiéndose no al complejo principal por que no tendría lógica, sino hacia la tu-multuosa ciudad. No le disparen, lo quiero vivo. ¡Persíganlo! ─gritó el Mariscal poniéndose de pie ayu-

dado por el Mayor e Ikuro, quienes prácticamente al inicio del tiroteo lo habían bajado al suelo a fin de protegerlo.

Casi de inmediato, tres robustos soldados obedecieron la anterior orden expresada y salieron tras el fugitivo. ─¡Revisen como se encuentran los heridos! ─dijo el Mariscal al ver los cuerpos tendidos

en el suelo. ¡Y ustedes! ─viendo a dos soldados ─diríjanse al cuartel general y encuen-tren al asistente de Sherko y eviten a toda costa, que éste pueda escapar, disparen si es

necesario. ─¡Sí señor! ─¿Y qué vamos a hacer nosotros? ─preguntó el Mayor.

─¡Muy simple! ─Hacer un poco de ejercicio, intentando alcanzar a los soldados que van detrás de Roberts ─le dijo el Mariscal sonriéndole. ¡Así que prepárate! ─al tiempo que

empezaba a correr seguido por el resto de los hombres que lo acompañaban. ─¿A correr? ─argumentó bastante asombrado el Mayor. Realmente eso no estaba en mis planes.

─A excepción de que puedas volar o te montes en esos aparatos que tanto detestas no le veo otra opción ─le contestó Ikuro al pasar cerca de él. Claro si ese fuese el caso, espero

que puedas superar la fobia que tienes a las alturas ─finalmente se pudo escuchar a la lejanía. ─Esos hombres necesitan ayuda médica en el hospital. Llamen a las ambulancias. ¡Pero

rápido! ¡Qué envíen también bastantes refuerzos a la ciudad! ─expresó el Mayor luego de notar que varios soldados del cuartel general se le aproximaban corriendo. Ni modo, si

ellos pueden hacerlo, ¿por qué yo no? ─finalmente agregó e inició la persecución de sus compañeros. Para ese momento, Roberts ya había alcanzado llegar hasta la alta y fuerte alambrada

que circundaba el cuartel general y trepándola pronto estuvo del otro lado. La ciudad según sus cálculos estaba bajando la colina liza, desnuda y redonda que observaba, por lo

que se dio prisa por llegar a ella, sin embargo, al voltear su rostro para asegurarse de que efectivamente había logrado despistar a sus perseguidores miró y vio, como un soldado primero, trepaba a lo alto de la cerca para posteriormente desde esa posición ayudar a

aquellos que venían más atrás a que subiesen fácilmente. Tendría que apresurar más el paso y muy pronto cuando el sol empezaba a ocultarse,

había comenzado a descender ya la colina y a pesar de que el aliento le faltaba no amino-raba la velocidad. Finalmente, un pequeño grito de triunfo expresó cuando vio claramente

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una especie de sendero o camino que lo conduciría a la c iudad y como a ambos lados de éste, numerosas casas de adobe muy simples como pobres, empezaban a proliferar.

El sonido de las alarmas dentro del cuartel general, habían hecho que algunas personas saliesen afuera y estuviesen comentando entre ellas mismas acerca de lo que posiblemen-

te podría estar sucediendo, no obstante, sólo algunos apenas se llegaron a molestarse en mirar furtivamente al extraño que con un paso rápido pasaba e intentaba confundirse en-tre la muchedumbre que debido a la hora crepuscular para entonces comenzaban a salir

de sus casas. Al cabo de un rato, Roberts llegó a una gran plaza y volteando su rostro, se percató por

el movimiento que hacían las personas, que sus perseguidores se le acercaban y muy rápidamente, razón por lo que inspeccionó detenidamente y con visibles muestras de im-paciencia el eje de las calles que lo circundaban.

El establecimiento de un café en la que sobresalían varias mesas afuera, las cuales esta-ban prácticamente colmadas de personas en el fondo de la plaza llamó su atención, sobre

todo una estrecha calle que se ubicaba casi en forma diagonal. Era la zona de los bazares, por lo que se adentró en ella, desgraciadamente para él, en uno de esos negocios, estaban reunidas varias personas fanáticas y enemigas de las fuerzas de ocupación de su tierra, los

que al percatarse como un soldado se les aproximaba y sólo, rápidamente optaron algunos por fingir que estaban comprando, mientras que otros, vendiendo.

A pesar de que Roberts pasó sin siquiera fijarse en ninguno de ellos, uno de los presen-tes, sin embargo optó por hacerle una zancadilla, la que lo hizo tropezar, cayendo de bru-ces fuertemente. Era un enorme tipo el que lo había hecho, llevaba en su mano un tubo

largo y sumamente filoso en su extremo y luego de abrirse paso entre las personas, se acercó rápidamente al cuerpo caído que intentaba apenas levantarse al que lo atravesó

finalmente por la espalda. Realmente Roberts no pudo hacer nada para evitarlo, es más, ni siquiera logró determinar cuando aquél sujeto se le acercó. ─¡Muere maldito perro infiel! ─expresaba el tipo bastante enfurecido al tiempo que mov-

ía e insertaba nuevamente en varias ocasiones, el filoso tubo en la espalda de Roberts. ─Cuidado, vienen más soldados.

─Nos matarán a todos por el acto que acabas estúpidamente de hacer. ─Muy posiblemente, pero sólo si ellos supiesen que fuimos nosotros, ¿pero quién se los va a decir? ¡Vamos! ─Disimulen y déjenme a mí hablar con ellos ─les dijo al tiempo que

lanzaba posteriormente hacia un oscuro rincón, el tubo ensangrentado. ─¡Santo Dios! ¿Pero qué le pasó? ─expresó el soldado un poco agitado como sudoroso

cuando se acercó con el arma desenfundada y finalmente se agachó a tocar el cuerpo. ─Un tipo de barba gris bastante tupida y larga que lucía un plegado caftán crema y un ancho y ahuecado turbante fue el que lo enfrentó y con ayuda de otros dos sujetos de s i-

milares ropas, aunque uno lucía un bonete oscuro, lo botaron y finalmente lo mataron. Huyeron hacia aquel lado ─expresó mientras hacía un gesto con su cabeza.

─¿Y nadie pudo hacer nada para evitarlo? ─Es la voluntad de Alá el único. Además de que portaban armas y de grueso calibres ─le repuso inclinando levemente su rostro.

─¡Por supuesto! ─contestó el soldado moviendo negativamente su cabeza mientras se levantaba y no muy convencido de la anterior respuesta miraba fijamente a todos los pre-

sentes.

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Para cuando el Mariscal, Ikuro y un poco después el Mayor llegaron al sitio en donde se encontraba el cuerpo, no había nada que hacer.

─Esa fue la razón por la que no estaba en la fortaleza cuando salimos de ella ─expresó en voz alta el Mariscal cuando alzó la manta que los soldados ya habían colocado para tapar

el cadáver. ─Me parece que esta es una zona de bazares, aquí no se observa por ningún lado fortaleza alguna ─le contestó el Mayor mientras miraba detenidamente a su alrededor. ¿Es el no m-

bre del establecimiento acaso? ─¿De quién es el cuerpo? ─expresó en ese momento una conocida voz detrás de ellos.

─Doctor Raudane, ¿pero qué hace aquí? ─argumentó el Mariscal al volverse y ponerse de pie. ─Ustedes salían cuando yo llegaba.

─¿Seguro? ¡Yo no lo vi entrar en la base por la puerta de acceso! ─le repuso el Mayor. ─Será porque llegué en helicóptero.

─¡Ya! ¿Y puedo preguntar en dónde aterrizaron, cerca de aquí? ─¡En la base Mayor! ─le contestó el doctor. Fue ahí en donde me enteré que se había presentado una extraña circunstancia en la que estaban involucrados y que solo ustedes,

para variar, podían resolver al venir a la ciudad y como no me gusta estar al margen de los acontecimientos, aquí estoy ─les dijo el doctor con una enorme sonrisa al tiempo que

se les acercaba y finalmente se inclinaba a fin de levantar la manta. ¡Rayos! ¡Eso debió de doler y bastante! ─agregó luego de observar la profunda herida. ¿Saben que alentó a Ro-berts a atreverse a ingresar en una calle que es peligrosa para cualquier uniformado y

sólo? ─Quizás en su caótica fuga se le ocurrió a última hora comprar un pequeño recuerdo en

uno de todos estos establecimientos y regateó como hay que hacerlo, el precio. Lógica-mente el dueño que se había levantado con el pie izquierdo, no le gustó para nada esa idea así que simplemente lo mandó al infierno.

─¿No vas a creer Mayor que así fue como llegó a suceder? ─le dijo Ikuro mirándolo fi-jamente.

─Muchos son los caminos que pueden haber Ikuro, pero todos nos van a llevar al mismo fin, a ese cadáver ─ le contestó tranquilamente el Mayor. Dependerá de cada uno de no-sotros que podamos envolvernos en la mente del criminal y expongamos finalmente la

mejor opción “lógica”, la que en algunas ocasiones puede resultar ser la incorrecta. En pocas palabras es lo que van a realizar nuestros colegas investigadores cuando nos den el

informe final de lo sucedido. ─Asombrosa disertación ─repuso el doctor. ─¡Y más viniendo de él! ─agregó finalmente Ikuro.

─¿Adónde debemos llevar el cadáver? ─preguntó en ese momento uno de los camilleros que se había bajado de la ambulancia que había llegado.

─A la base del que llaman el Lucero Azul de la mañana, ¿saben por casualidad donde encontrarla? ─les preguntó el doctor. ─Sí señor, por supuesto señor ─al unísono le respondieron los dos camilleros al tiempo

que saludaban con sumo respeto militar y observaban al Mariscal quién apenas devolvió el saludo displicentemente.

─¡Están bien adiestrados! ─argumentó Ikuro asomando una sonrisa luego de observarlos como se iban alejando llevándose el cadáver a la ambulancia.

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─¿Ordeno a nuestros hombres volver a la base? ─le dijo el Mayor al Mariscal quien para ese momento observaba detenidamente a una mujer que le parecía muy conocida entrar

en el café de la esquina y que antes se le había quedado viendo atenta y coquetamente como si también lo conociese. ¿Mariscal?

─Disculpa, estaba pensando ─le contestó aquel al salir de su meditación. ─¡Y en qué forma! ─expresó el doctor. Realmente me alegra notar que nuevamente estás interesado en volver a revivir la olvidada vida social que voluntariamente habías dejado

atrás. Ustedes por lo menos pudieron haberme comentado algo al respecto, ¿o de seguro sucedió en mi ausencia? ─agregó finalmente observando a Ikuro y al Mayor.

─¿Comentarle? ¿Acerca de qué? ─inquirió Ikuro sorprendido. ─De la mujer. ─¿Cuál mujer? ─preguntó el Mayor.

─La que estaba frente a la puerta de aquél café y que el Mariscal observaba cuando le hablaste. ¿Acaso no te diste cuenta de ella?

─Pero si no hay nadie ahí ─le repuso el Mayor luego de voltear su rostro. ─Por que entró en el establecimiento. ─¡Lógico! ─argumentó el Mayor al tiempo que observaba a Ikuro quién solo alzó sus

hombros y movió negativamente su cabeza. ─¿No tienes nada que decir Mariscal acerca de todo este asunto? ─le dijo el doctor

mirándolo fijamente. ─¡Mayor! Ordena que algunos de los hombres hagan una exploración interna de las insta-laciones de ese café en forma minuciosa y que el resto vigile toda la parte externa. Qué la

zona sea doblemente reforzada con ayuda de los soldados provenientes del complejo principal ─expresó el Mariscal.

─Es una lástima no haber traído a los cazafantasmas ─repuso el Mayor mientras se reti-raba y pasaba cerca del doctor, quién le dijo al Mariscal: ─Esperaba al menos un simple comentario relacionado con esa mujer que hace poco ob-

servaste. ─¿Cómo qué? ─le contestó el Mariscal volviéndolo a ver seriamente luego de expeler

algunas bocanadas de humo de su pipa recién preparada. ─Me hubiese conformado con que simplemente la conocías. ¡Es todo! ─No en el sentido en que lo estás pensando ─le contestó el Mariscal sonriéndose.

─El lugar es seguro ─expresó Ikuro al ver acercarse al Mayor. ─¡Excelente! ¿Qué tal si nos tomamos un merecido descanso y vamos a celebrar nuestra

buena suerte, en ese apacible y seguro café? ─les argumentó el Mariscal empezando a caminar. ─Esa es una magistral y soberbia idea. La apoyo totalmente ─manifestó el Mayor al es-

cuchar la pregunta a pesar de la distancia a que se hallaba. ─¿Y qué es lo que vamos a celebrar? ─preguntó Ikuro.

─La no existencia del informante y sobre todo que la misión encomendada fue todo un éxito. ─¡Sí, sí! ─Espero que tengan un excelente vino y sobre todo lonjas de carnero cortadas

en menudos pedazos, aceitunas negras, caviar, y...¡un momento!, ¿cuál fue esa exitosa misión? ¿No creo que te estés refiriendo a la carrera maratónica que nos hizo hacer el

cadáver ese? ─argumentó el Mayor al tiempo que empezaba a rascarse la nuca y los ob-servaba.

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─Por supuesto que no ─le dijo el Mariscal. Y ya que vamos a tener un poco de tiempo, tengo que contarles una historia, quizás fantástica e increíble, pero que ayudará a ente n-

der finalmente mi extraño comportamiento. Ustedes van a decidir al final del relato, si fue un sueño, una pesadilla o una realidad.

─Suena bastante interesante ─le dijo Ikuro. ─Comparto tu visión ─agregó el doctor. ─¿Habrá un poco de sangre en el relato? ─preguntó el Mayor.

─¡Bastante! ─Sublime.

Finalmente los cuatro comenzaron a caminar hacia el lugar señalado mientras que el sol desaparecía totalmente en el horizonte y la ciudad se vestía de luces multicolores. ─Por un momento me pareció que su mirada reflejó un poco de felicidad. ¿Crees que

llegará a encontrar lo que busca? ─¡Es difícil saberlo Aart! ─Estos seres son tan complejos en sus decisiones a causa de

sus extravagantes y esclavizantes emociones. ─En eso tienes mucha razón. Para mí él encontró el amor en aquella época y sin emba rgo prefirió sacrificarse a fin de volver a la vida a aquel hombre que cayó.

─Una actitud digna de rescatar, el sacrificio propio por los demás, lo paradójico es que de nada le sirvió ya que la única variación que hizo fue con respecto al espacio, el soldado

siempre iba a morir, el cómo se produciría su deceso poco importa en verdad, porque al fin de cuentas, es el medio que lo va a conducir a su inevitable travesía al más allá. ─Debimos haberle mencionado lo que iba a ocurrir, de seguro lo ignoraba, de esta forma

la decisión que tomó finalmente no nos habría condenado al olvido. ─¡No Aart! ─Si lo piensas bien, él no tuvo nada que ver. El mundo de los hombres lo

hizo ya hace mucho tiempo, él simplemente con su visita vino a darnos la oportunidad de recordar una breve pincelada de nostalgia por un ayer que no volverá. ─¿Y piensas que sus amigos le llegarán a creer cuando él les cuente todo lo que pasó?

─¿Importará eso al final? ─¿Supongo que no podríamos ver su futuro como para saberlo? ─expresó Aart con una

pequeña risa. ─Va a ser difícil hacerlo, ¿ya olvidaste que él lo está escribiendo? ─le dijo Ambros aso-mando una enorme sonrisa en su rostro.

FIN