Ayala, Francisco - Relatos
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FRANCISCO AYALA Relatos
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La vida por la opinión............ 3San Juan de Dios.................26
El Hechizado .......................75El Inquisidor ..................... 105Historia de macacos........... 142Violación en California ........ 233Una boda sonada............... 251
Hora muerta .....................278
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La vida por la opinión
De La cabeza del cordero
Esto no son cuentos. Ocurre que, por sucarácter vehemente, o quizá por falta deexperiencia cívica, los españoles hanpropendido siempre a tomar la políticademasiado a pechos. La última guerra civil
los dejó deshechos, orgullosísimos, y con laincómoda sensación de haber sufrido unaburla sangrienta. Apenas les consolabaahora, rencorosamente, el ver a susburladores enzarzados a su vez en elmismo juego siniestro —pues habíacomenzado en seguida la que se llamaríaluego Segunda Guerra Mundial...
Yo soy uno de aquellos españoles.
Habiendo leído a Maquiavelo por curiosidadprofesional y aun por el puro gusto, noignoraba que la política tiene sus reglas;que es una especie de ajedrez, y nada seadelanta con volcar el tablero. Pero si
envidiaba —y cada día envidio más— laprudente astucia de los italianos, que saben
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vivir, también me daba cuenta de que, pornuestra parte, nos complacemos nosotrosen no tener remedio, y estamos siempre
abocados a abrir de nuevo el tajo y caer alhoyo. Ningún escarmiento nos basta, niamás aprendemos a distinguir la políticade la moral. Recién derrotados, ¿noestábamos cifrando acaso todas nuestras
esperanzas en el triunfo de aquellasmismas potencias que, atados de pies ymanos, acababan de entregarnos a lavoracidad fascista? Sí; como tantos otrosexiliados, esperaba yo desde la otra orilla
del océano lo mismo que esperaban en laPenínsula millones de españoles: la caídade la sucursal que el eje Berlín-Roma teníainstalada en Madrid; lo mismo que, contemerosa expectativa, aguardaban tambiénlos titulares, partidarios y beneficiarios deese régimen.
Unos y otros, los españoles de ambosbandos estábamos engañados en nuestros
cálculos. Podían ser éstos correctos, eirreprochables los razonamientos en que sefundaban; pero ¿a qué confundir lógica e
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historia, que son dos asignaturas tandistintas? Después de aniquilar a Mussoliniy Hitler, las democracias tendieron amorosa
mano a su tierno retoño, que setambaleaba; no fuera, ¡por Dios!, a caerse.En vista de lo cual, amigos, lasciate ogni esperanza.
Para entonces —año de 1945—vivía yo en
la ciudad de Río de Janeiro, por cuyo puertopasaban, rumbo al sur, algunos escapadosde aquel infierno. Tuve ocasión de hablarcon varios. Recuerdo, entre otros, a unoven de acaso treinta años, o no muchos
más, tan nervioso el infeliz que cuandoalguien lo interpelaba, saltaba con unrepullo. Y se comprende: nueve años habíavivido con la barba sobre el hombro, de unlugar a otro, bajo nombre supuesto. Era unmaestrito de Ávila, quien, al producirse lasublevación militar en 1936, escapó de laciudad, y huido había estado desdeentonces, prácticamente, hasta ahora. No
iba a ser tan cándido —me explicó— queestando inscripto en el Partido Socialista sequedara allí para que lo liquidaran. Su
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familia había tenido amistad con eldiputado don Andrés Manso, y así le fue asu familia. (No conseguí que me contara —
ni tampoco me pareció discreto, piadoso,insistir demasiado— lo que a su familia lehabía pasado. En cuanto al señor Manso, esbien sabido cómo su apellido sugirió a lasnuevas autoridades la idea de hacerlo lidiar
públicamente en la plaza de toros, y queesa muerte le dieron.) En fin, mientras nostomábamos nuestros cafeciños en un barde la avenida Copacabana hasta la hora enque salía su barco, el hombre me contó lo
que buenamente quiso, con miradas desoslayo a las mesas vecinas y siempre enpalabras medio envueltas, acerca de la queél llamaba su odisea —una odisea de tierraadentro cuyos puertos habían sidopoblachones manchegos o andaluces dondetrabajaba por nada, apenas por poco másque la comida (y esto era lo prudente), yde donde se largaba tan pronto como lo
juzgaba también prudente, casi todas lasveces a pie, hacia otro pueblo cualquiera,pues en todos ellos hay estudiantes
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rezagados a quienes preparar para losexámenes, u opositores al cuerpo decorreos o de aduanas, encantados de
aprovechar los servicios de profesor tanmenesteroso.¿Que por qué no había intentado salir
antes de España? Pues a la espera de queconcluyese la guerra mundial y, con el
triunfo de las democracias... ¿Que por qué,ahora que había terminado, se iba? Éstaera la cosa.
Sonrió con una sonrisa amarga, y sebebió de un trago el café dulzón (echaba a
sus jícaras una cantidad absurda de azúcar,las saturaba: años y años hacía que elazúcar faltaba en España). Me contó luegoque la noticia del triunfo laborista en laselecciones inglesas le había sorprendido(aunque, claro está, no fue sorpresa, loesperaba; la buena racha habíaempezado); en fin, cuando se supo lanoticia estaba él en cierto pueblo de la
provincia de Córdoba, creo que me dijoLucena, donde se ocupaba en llevarle loslibros a un estraperlista de marca mayor,
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aunque no del todo mala persona, a finalde cuentas. Aquella noche, en la oscuridaddel cine, se formó un tole tole colosal, con
gritos, vivas, mueras y palabras gruesas,hasta que encendieron la luz, y no pasónada. En lugar de las medidas naturales, seprodujo al otro día un fenómeno increíble:las gentes del régimen estaban
despavoridas en el pueblo. Es claro: enMadrid, ya los grandes capitostes estaríanliando el petate; pero los jerarcasprovincianos, con menos recursos, teníanque acudir a congraciarse por todos los
medios, y buscaban a los parientes de lasvíctimas, les daban explicaciones nopedidas, querían convidar, se sinceraban:«Ven acá, hombre, Fulano; anda, vamos atomarnos una copa de coñac, que tengoque hablar contigo. Mira, yo quiero quesepas... A ti te han contado que a tu padrefui yo quien... Sí, sí, no digas que no. Yo sémuy bien que te han metido esa idea en la
cabeza; es más, me consta que Menganoha sido quien te vino con el cuento. Pero,¿sabes tú por qué? Pues, precisamente,
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para sacarse él el muerto de encima.Escúchame, hombre: es bueno que estésenterado de cómo pasó todo. Resulta que
ese canallita de Mengano... Pero tómateotra copa de coñac.» Etcétera. Y a vueltade vueltas se producían protestas deamistad, ofrecimientos de un empleo«digno de ti» o de participación en algún
negocio, porque, «lo que yo digo, hoy por tiy mañana por mí»; mientras que los ahorasolicitados, que no se chupaban el dedo(¿quién, hoy día, no sabe latín en España?),callaban, asentían, se contemplaban la
punta de los zapatos, saltándoles dentrodel pecho el corazón de gozo a la vista deportentos tales.
Pero, ¿qué sucedió? Sucedió que, antesde que todo se fuera por la posta, le faltótiempo al compañero Bevin, ahora elevadoa ministro del Exterior, para levantarse enla Cámara de los Comunes y ofrecerle aFranco la seguridad de que el nuevo
gobierno británico no daría paso alguno encontra suya. Esto ocurrió en agosto; enseptiembre empezaron los juicios de
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Nuremberg, y también los camaradassoviéticos olvidaron magnánimamente quecierta División Azul los había combatido sin
declaración de guerra en el suelo mismo dela Santa Rusia.«Entonces yo —prosiguió el maestrito
socialista de Ávila— me eché a andar haciala frontera portuguesa, pude cruzarla, y
aquí estoy ahora rumbo a Buenos Aires,donde tengo parientes.»No he vuelto a saber nada de él; espero
que le haya ido bien, y que tenga a estashoras los nervios más tranquilos.
Esto, como antes decía, no son cuentos.Es que los españoles jamás terminamos deaprender las reglas del juego; somosincapaces de entender la política: latomamos demasiado a pechos, nosobcecamos, nos empecinamos, y...
Si cuestión fuera de escribir un cuento,bien podría ello hacerse a base de lo que
me relató otro fugitivo que, pocos mesesdespués, llegó a mi puerta con carta depresentación de uno de mis antiguos
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amigos. Se trataría de un «caso de honra»,y el cuento podría llevar un título clásico:La vida por la opinión. Pero ¿cómo
escribirlo, digo, cómo adobar en una ficciónhechos cuya simple crudeza resulta muchomás significativa que cualquier aderezoliterario? Me limitaré a referir lo que él medijo.
Mi nuevo visitante era un sevillanogordete, peludo y de ojos azules, tostadotodavía del sol y del aire marino. Llegó acasa, y se instaló en una butaca de la queno había de rebullir ni moverse en cinco
horas. Más que nada, quería orientarse,que orientara yo sus pasos primeros por elNuevo Mundo. Le ofrecí un cigarrillo, y lorechazó con una sonrisa. «Antes fumaba»,me explicó; y yo comprendí que ese antesera antes de la guerra, «pero dejé defumar, porque hubiera sido un peligroconstante. La colilla olvidada en uncenicero, el mero olor del humo, hubiera
bastado a delatar la presencia de unhombre en mi casa». Entonces me contó suhistoria.
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Pero al reproducirla debo adelantarme aadvertir que es una historia bastanteinverosímil. A la invención literaria se le
exige verosimilitud; a la vida real no puedepedírsele tanto.El gordete era también profesor (¡dichosa
actividad docente!); pero éste, no deprimeras letras como el maestro de Ávila,
sino de enseñanza secundaria; era de losque por entonces se llamaron cursillistas,profesores formados a toda prisa paracubrir las plazas de los institutos que laRepública había creado, y estaba destinado
en uno de Cádiz, o cerca de Cádiz, cuandoempezó la danza llamada GloriosoMovimiento tuvo que esconderse, claroestá: durante la pasada campaña electoralhabía trabajado con entusiasmo por uno delos partidos republicanos...
Catedrático reciente de un recienteinstituto, nuestro hombre estaba tambiénrecién casado: se había casado hacia pocas
semanas, al principio de las vacacionesestivales, y el susodicho movimiento odanza de la muerte sorprendió a los
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tórtolos anidados en casa de la madre delnovio, viuda, que vivía en Sevilla. Allí seencontraban en aquella fecha memorable.
Se recordará que en Sevilla la lucha fuelarga y la confusión grande. Ante laperspectiva del previsible desenlace, eloven profesor imaginó y puso en prácticaun ingenioso expediente que le permitiera
salvar el pellejo; y fue, conseguir de unalbañil vecino suyo que, con el mayorsecreto, le ayudara a preparar unescondite, especie de pozo excavado en elrincón oscuro de la sala interior donde el
nuevo matrimonio tenía instalada sualcoba; un agujero del ancho de cuatrolosetas, y lo bastante hondo para que él semetiera de pie; tras de lo cual, ajustandoen su sitio aquellas cuatro losetas pegadassobre una tabla a modo de tapadera, nohabía medio de que se notara nada debajode la cama.
Lo acordado era que nadie sino la madre
y la esposa, ellas y nadie más, conoceríansu presencia en la casa y su escondite. Elalbañil amigo, un buen hombre que nunca
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hubiera hablado, porque en ello le iba lavida, tampoco podía hablar ya, pues detodas maneras los fascistas lo liquidaron no
bien se hubieron apoderado del barrio; demodo que era secreto garantizado: lamadre y la esposa; el resto de la familia,hermanos, tíos, primos y demás parientes,cuando se interesaban por su paradero
obtenían de ambas mujeres la mismísimarespuesta que los vecinos curiosos y quelas patrullas falangistas: Felipe (Felipe sellamaba) desapareció el día tal sin dejardicho adónde iba, y desde entonces no
habían vuelto a tener noticias suyas; lomás probable era que en aquellosmomentos estuviese el infeliz bajo tierra.Esto, entre lágrimas y suspiros que elinteresado escuchaba, embutido allí comoun apuntador de teatro.
Su vida se redujo, pues, con esto a la deun ratón que a la menor alarma corre arefugiarse en su agujero; o mejor, a la de
un topo. En el agujero mismo, sólo semetía cuando alguien llegaba a la casa, yafueran falangistas husmeantes, y a veces
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otros imprecisos investigadores, que él oíatrajinar, rebuscar e interrogar, y amenazary hasta maltratar a su madre y a su mujer,
saltándosele el corazón de temor y de ira;no sólo —digo— se enterraba vivo cada vezque venían en su busca quienes quisieranmatarlo (y no tardaron poco enconvencerse y desistir), sino también
cuando acudían a preguntar por él quieneslo querían bien: sus hermanos mayores,casados, su suegro, algún temeroso amigo.Y las dos mujeres, que habían sabidomantenerse irreductibles en su negativa,
incluso las veces que las llevaron a declararen el cuartelillo dejándolo a él más muertoque vivo, irreductibles fueron tambiénfrente a los que se angustiaban por susuerte. Oculto a pocos metros de ellos,escuchaba esas conversaciones morosas enque se hablaba de lo que estaba ocurriendoy con indignada lástima se comentaba eldestino de algún conocido que había caído
en sus manos, volviendo siempre al temade nuestro pobre Felipe, y qué habría sidode él, mientras el pobre Felipe, a dos
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pasos, se distraía con su charla o, aburridopronto de los largos silencios, seimpacientaba, deseoso de que por fin
dieran término a la visita y se marcharanpara poder salir de su escondrijo.Pero si en éste se refugiaba tan sólo
cuando llegaba gente a la casa, vivía por lodemás encerrado en ella como un topo, sin
salir nunca de la habitación oscura. Habíandecidido, por astuta precaución, tenerabiertas de par en par las puertas de lacalle durante todo el santo día —era lamejor manera de disipar sospechas—, y él
se lo pasaba en la alcoba del fondo. Ahí hacía su vida, si vida podía llamarse asemejante confinamiento en el que, paraestar ocupado en algo y no volverse loco,se entretenía en tejer toquillas de lana, quesu madre vendía luego, o se aplicaba atareas increíbles, tales como la de redactar,con una letrita minúscula de cegato, ungalimatías exclusivamente compuesto por
nombres y adjetivos inusuales, expurgadoscon paciencia benedictina del diccionariocuyos volúmenes adornaban el estantito
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junto al rincón. A base de vocablos como«dipneo», «gurdo» y «balita», querebuscaba durante horas y cuyas más raras
acepciones retenía en la memoria, ibaescribiendo en un cuaderno —que, llegadoel caso, sepultaba consigo en el agujero—un absurdo relato ininteligible, a pesar dehallarse formado por palabras todas ellas
legítimas de la lengua castellana.Me tendió el cuaderno, que traía dentrode una cartera; me hizo leer dos o trespárrafos, y aguardó el efecto con sonrisasatisfecha. Yo estaba de veras fascinado:
aquello era un arcano; era poesía pura.«¿Cree usted que se podrá hacer algo coneste trabajo?», me preguntó. No supe quécontestarle. Agregó: «Me da pena la ideade destruirlo. Son casi nueve años deesfuerzo».
Casi nueve años, pronto se dice. ¡Qué noserá capaz de soportar el ser humano!Nueve años, casi. Primero, con la
esperanza de que el gobierno republicanoganara la guerra; después, con laesperanza de que las democracias
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triunfaran del eje Berlín-Roma. Como untopo, nueve años. Y no es que careciera elhombre de compensaciones durante ese
tiempo. Aunque los recursos económicos dela casa escaseaban, de un modo u otroprocuraban las mujeres prepararle platos'sabrosos (y él protestaba, divertido: «Vanustedes a hacer que me ponga gordísimo, y
un día no cabré en el agujero. Ha depasarme como al ratón de la fábula ', sinoque al revés: él se quedó preso dentro, yyo no voy a poder meterme cuando hagafalta.» Ellas se reían, y contestaban a su
broma con otras por el estilo). Sin trabajar,tenía Felipe las dos cosas por las cuales,según el libro del Arcipreste, trabaja elhombre: mantenencia, y fembraplacentera, pues a la noche disfrutaba elamor conyugal, sazonado por cierto con lasespecias picantes del furtivo, ya que másde una vez, empujado por alarmas que nosiempre resultaron falsas, tuvo que saltar
de la cama y esconderse a toda prisa bajoella, para meterse entero, de cabeza, en elseno de la tierra.
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Nueve años, uno tras otro, siempre a laespera de poder asomar sin peligro a la luzdel día. Hasta que, por fin, empezó a
parecer que se divisaba la salida del largotúnel: desembarco aliado en África, ídemen las playas de Normandía... El momentose acercaba; la hora iba a sonar; ya eracosa hecha: la democracia había destruido
al totalitarismo; y, para colmo, loslaboristas ingleses, en cuya propagandaelectoral se había usado con mucho efectoel tema de España, ganaban el gobierno.
Por Sevilla corrió esta noticia como
reguero de pólvora. Llorando de gozo lapobre vieja, la madre de Felipe le preparóaquel día a su hijo un frito riquísimo decriadillas y sesos con pimientos morrones,y trajo una botella de sidra; brindaron lostres alegremente. Y a la noche elmatrimonio se abandonó a las naturalesefusiones sin precaución, ni postcaución, declase alguna, puesto que la libertad, y la
felicidad, estaban a la vista.Eso pensaban ellos. Pero ya es sabido loque ocurrió. Expectativas que tan seguras
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parecían, se desinflaron en seguida. YFelipe volvió, rabiosamente, a sudiccionario, en busca de palabras raras con
que seguir hinchando el volumen de suabsurdo manuscrito; encarnizado y oscuro,procuraba no pensar en nada, ahora.
¡No pensar en nada! ¡Como si se pudieraacaso no pensar en nada! El cuaderno '
crecía y crecía, y seguía creciendo. Pero heaquí que también el vientre de ladescuidada esposa empezó muy pronto adar señales ostensibles de que el fugazmomento de la esperanza no había sido
infecundo.Y esto, que —de no haberse malogrado
aquella esperanza— hubiera completado elcuadro de su ventura, en las circunstanciasactuales debía traerle a nuestro pobre toposerias tribulaciones. Felipe era hombre dehonor. Si todo el mundo, si Sevilla entera lodaba por ausente, ¿con qué cara?..., ¿adónde iría a parar ese honor cuando se
hiciera notorio y no pudiera ocultarse másel embarazo de su esposa? Con todaclaridad —pues ya hemos podido darnos
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cuenta de que era persona tan lúcida como,a pesar de todo, razonablementeprevisora— se le planteó este problema no
bien el calendario, vigilado con ansiedadpor todos tres en la casa, autorizó losprimeros barruntos, confirmando lostemores de marido, mujer y suegra. De ahí en adelante sería una carrera desesperada
con el mismo calendario. No era posible, apesar de todos los desengaños, que losaliados triunfantes sostuvieran en España alengendro de Mussolini y Hitler. Los juiciosde Nuremberg habían comenzado, y el
comandante de la División Azul era, enMadrid, capitán general de la región.¿Cómo no iban los rusos, caramba...?
Pero, supongamos que no —se decíaFelipe—. Pongámonos en lo peor, ya queesa gente no da señales de tener prisaninguna. Digamos que, entre unas cosas yotras, siguen pasando semanas y meses,llega el momento en que ya no pueda
disimularse más la preñez de mi mujer.¿Quién va a adivinar entonces que el gallotapado es nada menos ni nada más que su
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legítimo esposo? Felipe está huido, Felipefalta de Sevilla hace dos años; y ahora suseñora nos sale con una barriga... No, eso
no, eso nunca. ¡Nunca! ¡Mejor la muerte!Aunque me dejen como al gallo de Morón',yo tengo que cantar en lo alto del palo yhacer que me vean antes de que nadiepueda figurarse cosas. ¡Bueno fuera!... Por
otro lado —pensaba Felipe—, si el tiempocorre y la situación no cambia, ¿hastacuándo voy a seguir yo agazapado aquí como un conejo, asustado como un ratón,metido en este agujero como un topo? ¿Es
que no voy a asomar ya nunca a la luz deldía? ¡De ningún modo! Correría su suerte;y si querían matarlo, que lo mataran.
Decidido, pues, a salir del escondite,nuestro hombre, que no carecía derecursos, urdió para ello una trama denegociaciones, con cierto tufillo acontubernio, que había de darle resultadopositivo. Descubriéndose a un cierto
pariente suyo que tenía vinculacionesoficiales, le encargó de sondear a lasautoridades. El momento era muy
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favorable: aún no se habían repuesto éstasdel susto pasado; todavía no las teníantodas consigo, y el régimen hacía títeres e
insinuaba divertidas morisquetas paracongraciarse a los vencedores de la guerramundial. Cómo se arregló, no lo sé a puntofijo. Mi visitante no se mostraba explícitoacerca de los detalles, eludía mis
preguntas. Pero el caso es que nuestrogordote, a quien un puntilloso sentimientodel honor había desalojado de su agujero,venía provisto de pasaporte en regla y traíaconsigo, para venderlos en América, unos
cuantos objetos preciosos, imágenes detalla, cofrecillos antiguos y no sé qué másme dijo. De objetos tales está lleno elmundo. El tesoro artístico de España hadebido de sufrir, en siglo y medio,considerables mermas. Si en el muro deuna iglesia un lienzo moderno, o primorosocromo, sustituye a algún viejo retablo, o sifalta un crucifijo de marfil, que era bastante
feo después de todo, el saqueo se atribuiráa las tropas de Napoleón o, ahora, alvandalismo de los rojos. No quise ver lo
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que se había confiado a la gestión de mivisitante, ni tampoco supe orientarlo en loque le interesaba. Tenía urgencia por
deshacerse de aquellas cosas; sólo cuandolas hubiera vendido podría sacar de Sevillaa su familia: madre, esposa y, ya, unahermosa niña de pocos meses.
«¡Ah! ¿Fue una niña?», dije yo. «Una niña
hermosísima, Conchita. Nombre bienespañol, ¿eh?: Concepción. Y biensevillano: Murillo no se cansaba de pintarInmaculadas. Sólo que yo —agregó— bajoesa inicial coloco siempre mentalmente
alguna otra palabra: si no Imprudente, oInoportuna, por lo menos la IncautaConcepción...»
Desde luego, él se había exhibidoampliamente por las calles de Sevilladurante más de un mes antes deemprender su viaje; todo el mundo pudoverlo, y nadie abrigaría duda alguna sobreel embarazo de su mujer; las habladurías
estaban eliminadas. «Los primeros días nopodía yo ponerme al sol, me dolían losojos, estaba deslumbrado, no veía, tuve
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que usar gafas verdes; y también mi caraestaba verde como las acelgas, detantísimos años en la oscuridad.»
Ahora, tras de cruzar el océano, lucía unsaludable color tostado. Con su manopeluda acariciaba todavía, al despedirse demí, su absurdo manuscrito. Estabaencariñado con él. «Nueve años de mi vida,
fíjese; lo mejor de la juventud. ¿Valía paraesto la pena...?»
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San Juan de Dios
De Los usurpadores
De rodillas junto al catre, en el rostro lasansias de la muerte, crispadas las manossobre el mástil de un crucifijo —aún meparece estar viendo, escuálido y verdoso, elperfil del santo. Lo veo todavía: allá en mi
casa natal, en el testero de la sala grande.Aunque muy sombrío, era un cuadrohermoso con sus ocres, y sus negros, y suscárdenos, y aquel ramalazo de luz agria,tan débil que apenas conseguía destacar enmedio del lienzo la humillada imagen... Hapasado tiempo. Ha pasado mucho tiempo:acontecimientos memorables, imprevistasmutaciones y experiencias horribles. Pero
tras la tupida trama del orgullo y honor,miserias, ambiciones, anhelos, tras laignominia y el odio y el perdón con suolvido, esa imagen inmóvil, esa escenamortal, permanece fija, nítida, en el fondo
de la memoria, con el mismo oscurosilencio que tanto asombraba a nuestra
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niñez cuando apenas sabíamos nadatodavía de este bendito Juan de Dios,soldado de nación portuguesa, que —una
tarde del mes de junio, hace de esto másde cuatro siglos— llegara como extranjero alas puertas de la ciudad donde ahora se levenera, para convertirse, tras no pocaspenalidades, en el santo cuya muerte
ejemplar quiso la mano de un artistadesconocido perpetuar para renovadaedificación de las generaciones, y acerca decuya vida voy a escribir yo ahora.
Hace, pues, como digo, más de
cuatrocientos años (no mucho después deque el reino moro, dividido en facciones,desgarrado en la interminable quimera desus linajes, se entregara como provincia ala corona de los Reyes Católicos), este Juande Dios, mozo ya avejentado y taciturno,enjuto de cuerpo, enrojecidos los párpadospor el polvo de la costa, entró a servir en laguarnición de la plaza. Por aquel entonces,
todavía el encono de las recíprocas ofensasy los rencores de familia no cedían enGranada a la nostalgia de una
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magnificencia recién perdida. Gómeles yZegríes habían tenido que abandonar latierra; los Gazules, los nobles Abencerrajes,
recuperaron en cambio sus bienes,recibiendo mandos militares en lascompañías cristianas, cargos concejiles enla ciudad. Pero la violencia —esa mismaviolencia que, más tarde, habría de
derramarse a borbotones desde lascumbres alpujarreñas para escaldar la pielde España entera en la cruel rebelión de losmoriscos— ahora, sofocada aún su furia,resollaba y gruñía en todos los rincones. A
la saña de los antiguos partidos habíavenido a agregarse la desconcertadaanimadversión y el temor hacia las gentesintrusas llegadas con el poder nuevo. Y así,cada mañana, las calles y plazas famosasde Granada, las riberas del río, amanecíansucias con los cadáveres que la turbianoche vomitaba...
En medio de estas banderías civiles que
doblan el odio de disimulo y la ferocidad dealevosía, supo nuestro Juan de Dios hallarsu vocación de santo. La encontró — ¿quién
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era él, el pobre, sino un simple soldado?—a través de la palabra docta, ardiente yflorida de aquel varón virtuoso e ilustre,
Juan de Ávila, más tarde beatificado por laIglesia, el cual, secundando la políticacristiana de Sus Majestades, predicaba porentonces a los granadinos el Evangelio, coninvectivas, apostrofes y amenazas que,
como granos de sal, crepitaban alderramarse sobre tanto fuego. El fervor deuno de sus sermones fue, al parecer, lo quehizo a Juan abandonar el servicio de lasarmas, repartir sus pertenencias entre los
pobres y, adquirido para sí el bien de lapobreza, consagrar su vida al alivio depesadumbres ajenas.
Cuentan que obedeció para ello a unimpulso repentino: la voz del predicador,que tantas veces había oídodistraídamente, le taladró ésta los oídos yle escaldó el pecho, invadiéndole conrepentino espanto. Estaba —cuentan—
perdido ahí entre los fieles, recogido,acurrucado, ausente la imaginación, cuandode improviso sintió que le asaltaba una rara
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evidencia, tan rara, en verdad, que tardaríaun buen rato en rendirse a ella: laevidencia 'de que el Espíritu Santo se
estaba dirigiendo personalmente a suolvidada insignificancia, y que los trémolospatéticos de su voz le increpaban a él, a élen particular, a Juan, desde el pulpito delorador... Por lo que uno de sus discípulos —
empeñado más tarde en recoger de loslabios reacios del santo algún detalle deesta revelación— dejara escrito, sabemoscómo el corazón le había dado un vuelco alapercibirse —eran sus palabras mismas—
de que estaba descubierto. Fue, parece,una especie de sobresaltado despertar.Despertaba, sí, ahí, en aquel rincón umbrío,al pie de la columna, bajo el dedo acusadordel padre... Quiso entonces poner atención,y apenas si podía, al comienzo, distinguir elsentido de sus atronadoras frases; perosentía, ineludible, el índice tieso que leapuntaba sin vacilar, a él, precisamente a
él, arrodillado allí entre tantos y tantos,señalándolo en medio del rebaño,distinguiéndole, sin que le valiera de nada
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su intento de disimular, fingir inocencia yhacerse el desentendido: dispuesto aengancharlo, a extraerlo del suelo, izarlo en
el aire y —suspendido en medio de aquellaluz lechosa que, desde arriba, atravesaba elcrucero del templo— exponerlo como unguiñapo al ludibrio, el dedo inexorablevolvía sobre su triste insignificancia una vez
y otra, irritado, encarnizado, sañudo.Juan humilló la cabeza y, con ella baja,pudo ahora entresacar algo, alguna queotra frase centelleante, en la abundanciadel orador. «A ti me dirijo —clamaba—, a ti,
cristiano viejo, que has sucumbido...» Juande Dios, cristiano viejo del reino dePortugal, había sucumbido, y rodaba por eláspero despeñadero en que cada nuevopaso conduce hacia la oscura sima. Por laspuertas de la carne se le había entrado enel alma el pecado mortal. Y así, entregadoen cuerpo y alma al halago de lascostumbres moriscas, apegado como
gozque inmundo a los enemigos de la fe, sucriminal amistad le había hecho oír ensilencio, de sus bocas venenosas y dulces,
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atroces burlas contra Nuestro Señor y suIglesia. Lejos de salir en defensa delverdadero Dios —antes se hubiera
avergonzado de confesarlo— había oído lasinfamias mansamente, con falsas, cobardessonrisas... Y ¿cuánto tiempo no habíavivido en semejante abyección,revolcándose en las flores podridas de
aquella ciénaga? « ¡Ah, cuan largo, horriblesueño engañoso! Muchos son los que enmedio del sueño fenecen. ¡Despierta tú!¡Despierta, cristiano!...»
Juan de Dios se acercó después a pedir
confesión, y Juan de Ávila, notándole en losojos lágrimas de angustia, accedió aescuchar su culpa. «Durante años y añoshe vivido con una víbora oculta en el seno yhasta hoy no acordé al pecado mortal.Padre mío, vuestro grito me despierta.¡Salvadme del pecado! ¡Confesión, padre!»
«Expulsa ya, hijo, esa víbora; habla,confiesa: ¿de qué te acusas?», fue la
respuesta. Entonces comenzó Juan aacusarse. Declaró su pecado carnal. Y luegoechó también sobre sí las blasfemias en
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que tácitamente le hiciera consentir suapocamiento: había escuchado, habíaasentido, había acompañado a las risas.
¿No era acaso un apóstata?, preguntaba,deshecho en lágrimas, el soldado. Y aunqueel confesor hizo distingos y le otorgó suabsolución sin grave penitencia, Juan no sedaba por consolado ni se tenía por limpio:
un ansia insaciable de confesión se apoderóde él desde esa hora; quería confesarpúblicamente; quería proclamar laabominación de su culpa, gritar su crimen alos cuatro vientos, declararse vendedor del
Cristo, y sentir sobre su cabeza el horror, lapiedad y —si posible fuera— el perdón delmundo entero.
Se desprendió de sus humildes haberes y,después de muchos llantos y congojas, undomingo, a la hora de misa mayor, alzó suvoz en la iglesia colegiata. Hincado en elcentro de la nave, sus brazos en cruzparecían sostener con inaudito esfuerzo el
fardo de sus pecados. Y los fieles, sacadosde sus devociones por aquella voz ásperaque se incriminaba sin descanso, miraban
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para el penitente, más tomados desorpresa que de edificación: entre elesplendor del oro y los brocados, sus
andrajos; en medio de tanta dignacompostura, su cabeza rapada, su gargantareseca, sus manos implorantes. Conextrañeza lo contemplaban, casi conescándalo. Pero él seguía acusándose:
castigaba su flaqueza, golpeábase la caracon los puños, se arañaba el pecho...¿Hasta dónde habría de llegar en sufrenesí? Ahora reconocía habermenospreciado a Dios por idolatrar en
criaturas humanas: reconocía que,empujado por tal idolatría hasta la últimadebilidad de la razón, había llegado a poneren duda la Santísima Trinidad... Crecían suslamentos y, con ellos, la gravedad de lasculpas pregonadas y la estupefacción de losfieles. Hasta que, por fin, tras muchasvacilaciones y no sin algún revuelo, undiácono y dos acólitos se acercaron a
rogarle con firmeza que saliera del templo,pues que aquella penitencia pública más
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podía —como le explicaron— ser ocasión deescarnio que de piedad.
Pero ¿cómo hubiera podido contener el
infeliz la abundancia de su corazón? Unasemana más tarde aparecía en plena PuertaReal gritando ante la multitud el dolor de suinfamia. En medio de espeso corro, setundía los costados y lloraba: ¡en apostasía
había incurrido, abjurando de la religiónverdadera para seguir la del falsoprofeta!... La gente reunida a escucharlepasó pronto de la curiosidad a la burla, ycomenzó a alimentar su excitación con
preguntas malignas. Y después de aquel díaera frecuente hallarlo exponiendo sustribulaciones en cualquier lugar público dela ciudad: ya en el mercado, ya en unaplaceta, y aun ante el palacio episcopalmismo. Por último, fue recogido e internadoen una casa de orates.
Mas he aquí que su mansedumbrerompería luego sus cadenas, y su
resignación no tardaría en quebrar loscerrojos del manicomio: supo hacer de laprisión escuela de caridad; y cuando le
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abrieron sus puertas, no tuvo ya otra miraen el mundo que la de fundar con sutrabajo un hospital de pobres. A esta obra
consagró el resto de su vida.El pasaje de esa vida santa que sepropone sacar a luz el presente relato tienecomienzo una mañana de verano en queJuan de Dios había salido, como de
costumbre, a recorrer las calles implorandopiadosa ayuda. Cerca ya del callado,desierto y cálido mediodía, sintió, pues,acercarse por el Zacatín, a cuya entradaestaba apostado, un caballo que con
recortado paso hería las piedras del suelo.El bienaventurado mendigo le salió alencuentro y, tomándolo por la brida, suplicóal jinete con su habitual letanía: «Socorred,señor, a los pobres de Jesucristo. Unalimosna para...» Mas el caballero, dando untirón a la brida, levantó el rebenque ydescargó un golpe sobre la cabeza rapadadel pordiosero: «Señor, por el amor de
Dios, ¡una limosna!», repitió Juan, caído alos pies de la encrespada bestia. Con elarrebato de la ira, el caballero se había
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empinado en los estribos, dobló el cuerpoe, inclinado hacia adelante, golpeó y golpeóal mendigo hasta dejarle cruzada la cara de
sangrientos surcos. Juan se cubría los ojoscon las manos, defendía con los codossienes y orejas, en espera de que la furiase apaciguase; pensaba, al ver la bota delinete tensa en el estribo: Con mi
imprudencia lo asusté; venía desprevenido.Pensaba: Ya, ya va a cesar demaltratarme... Y antes de que hubieraacabado de pensarlo, volvió a oír lasherraduras del caballo, que se alejaban
batiendo el empedrado calle arriba.Recogió Juan de Dios sus alforjas, calzó
una alpargata que se le había salido deltalón y, secándose la frente con la manga,echó a andar despacio, al arrimo de lasparedes, hacia el carril, en busca de agualimpia con que lavarse las heridas. Más alláde las últimas casas la acequia se juntabaal camino para luego alejarse, siempre a su
vera, campo afuera. Ahí se detuvo Juan atomar descanso, en el espacio que el carrilabría a un vertedero de basuras; bajo el
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montón de estiércol, encendido en unchisporroteo de insectos, el agua searrastraba, mansa, clarísima y fresca...
Sentado en una piedra, el infeliz se distrajoun momento del dolor de sus magulladurascon observar los afanes de un muchachoque, obstinado contra la terquedad de unasno, sudaba por sacarlo del estercolero,
en la atmósfera caliginosa del mediodíaestival. «Ese triste animal —pensaba elmendigo ante la silenciosa pugna— ha dehaber ido cayendo año tras año en manoscada vez más pobres y más duras, hasta
que, del todo inútil, quedó abandonado ahí en el baldío, sin aparejo, sin ronzal; y ahí está ahora, olvidado de la muerte, lacabeza baja, secas las patas, hinchado elvientre, mientras las moscas, obstinadas ycrueles sobre sus mataduras, chupan suvieja sangre. ¡Bien podéis vosotras,florecillas celestes crecidas junto al agua,bien podéis sonreíros con picardía de
chicuelas, al alcance de su hocicoinapetente! ¡Y tú, muchacho bárbaro, vanoes que le tundas el espinazo: ya no hay
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nada que le haga andar!» Del fondo deestas reflexiones, su voz se levantó parapersuadirle:
—¿No estás viendo acaso que no puede nimoverse? ¿Por qué no le dejas en paz,muchacho?
—Ha de poder, ¡me!... —respondió sucólera, al tiempo que un nuevo garrotazo
caía sobre los lomos de la escuálidaalimaña.Juan no le replicó nada. Lo vio separarse
unos pasos, y agarrar un pedrusco, ylanzarlo contra las costillas del impasible
asno.—¿Ves cómo no puede, criatura? —insistió
ahora.—Pero es que yo me lo quería llevar...—¿Para qué, hombre?—Pues para llevármelo.—Anda, criatura: déjalo ahí, y ven por
caridad a darme un poco de ayuda.Desprendiéndose con alivio de su
empeño, por primera vez dirigió ahora elmuchacho una mirada
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El autor puso aquí, en la boca inocente,una blasfemia simple, directa, proferida connuevo valor de interjección.
A su interlocutor, para encontrar en élaquella cara manchada de sangre y polvo.—¿Qué fue ello, buen hombre? —le
preguntó con susto.—Bueno, sólo Dios lo es. Anda, ven,
acude, acércate, moja en agua este trapo,y me limpias la cabeza.Obedeció el chico. Bajó a la acequia,
empapó en su corriente el paño que letendía Juan, y volvió con él chorreando a
humedecerle la frente. El herido apretabalos dientes; le escocía.
—Despacio, hijo; con tiento. Dime: a ti¿cómo te llaman?
—Antón.—Despacio, Antoñico.En esto, al fondo del camino, entre una
polvareda y como suspendido en el airecálido, vieron aparecer un coche, que
avanzaba y crecía en la soledad del campo.Ambos, hombre y niño, se quedaron fijosen su lejanía: con el campanilleo de las
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muías, todo se agrandaba y adquiríavolumen ante ellos en la densa atmósfera,todo medraba hacia su tamaño natural.
Llegó, por fin, el coche al punto dondeestaban, y acordó la marcha en el recodo;pero, en vez de reanudarla con nuevaaceleración, se detuvo un poco más allá.¿Qué les gritaba ahora, erguido en lo alto
de su asiento, el cochero? —Preguntábalespor orden de su dueña si acaso les habíaocurrido algún accidente.
El santo mendigo corrió entonces hasta elcoche para pedir su limosna. « ¡Por amor
de Dios, señora!», imploró con la manoextendida. No cayeron en ella, sinembargo, las esperadas monedas;suavísimas palabras tintinearon en su oído:« ¿Cómo te has hecho esa herida,hombre?», a cuyo son acudieron en seguidalos ojos. Y hallaron, por cierto, de quémaravillarse: en el marco de la ventanillase veía, adornada de perlas y granates, una
cabeza cuya hermosura era reflejo fiel deun corazón amable.
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—Nada fue, por Dios. Eso no vale ni mipropio cuidado, cuando menos la atenciónde la señora —respondióle el mendigo—.
Este muchacho me ha lavado ya la herida—añadió señalando a Antón, que semantenía rezagado a sus espaldas—, yahora debo seguir procurando para el aliviode mis enfermos. ¿Querrá la señora
socorrerlos?—Quiero, sí. Más ¿de qué enfermos setrata y qué socorro necesitan? —volvió ainteresarse la dama.
—¡Ay, mi señora! Son enfermos que nadie
piensa en cuidar, porque no tienen otrosallegados que sus males y su pobreza. Aéstos recojo y cuido yo en la casa dondequiero curar, junto con sus plagas, mi alma.Algunos señores que lo saben y pueden,me prestan diaria ayuda; y los que al pasarse mueven a mi súplica, dan para el resto.
—De los primeros deseo ser yo, amigo; node la especie pasajera. Mándame cada día
a ese mozuelo, y cada día mandaré algocon él a tus enfermos.
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—El mozuelo no es mío, señora. Loencontré aquí mismo vagabundeando; meha hecho esa caridad que digo, y cuando
vuestra señoría acertó a pasar cavilaba yo,precisamente, llevármelo conmigo; pero...—En tal caso —atajó ella— he de ser yo
quien lo tome en mi compañía, si es que aél le conviene ser mi paje; de ese modo, te
lo podré enviar con el socorro diario,mientras él se nace hombre en mi casa.—¿Oíste muchacho? ¿Qué haces que no
corres a besar la mano de la señora?Besó Antoñico los dedos de la dama, tan
finos que el peso de las sortijas parecíaabrumarlos, y lleno de alegre presteza seencaramó junto al cochero, al tiempo quegrababa en su mente las señas del hospital,muy recomendadas a su memoria por Juande Dios. Un momento después, éste sehabía quedado solo: el coche se desvanecióen una nube de polvo; y cuando el santotornó la vista a su alrededor, hasta el
decrépito asno había desaparecido delestercolero.
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Fue necesaria la presencia del muchachoque —todo alborozado y con ropa nueva—golpeó al otro día a su puerta llevándole en
nombre de su ama una yunta de gallinas,para confirmarle que todo aquello no habíasido un sueño, como otros que enocasiones confundieron su magín. No; allí estaba Antoñico, importante y protector; y
mañana volvería a venir, y seguiría viniendouna semanaTras otra, un mes tras otro, con el
testimonio, siempre renovado, de una nobley lejana existencia.
—Mira, Juan, ¿ves? Ya mis manos novolverán a castigarte.
Juan levantó del suelo la turbada vista.Había salido a respirar: apoyado en elquicio de la puerta, daba al aire fresco delpatio sus mejillas palidísimas, fatigadas delvaho insidioso que, ahí dentro, loimpregnaba todo, sábanas, esterillos,vasos, ropas y manos. En ese instante,
cuando, casi desvanecido, trataba derecobrarse, le vino a sacar de su oscuroestupor la invocación inesperada de este
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infeliz tullido que, presentándole losmuñones todavía rojizos de unas reciénamputadas manos, le decía con énfasis
colérico, amargo, soberbio, desamparado:—¿Ves, Juan? Ya no te castigarán más.Juan le miró, espantado:—¿Cómo has perdido tus manos, hombre?—Las he perdido en el camino de mi
soberbia. Y ahora, desdichado de mí, aquí vengo a implorar tu perdón.Mientras hablaba así, Juan de Dios había
estado escrutando la cara del llegado: unacara afilada, nerviosa, móvil, cuyos ojos
ardientes se inundaron de lágrimas altiempo de pronunciar su fina boca la últimafrase.
—No te conozco, hombre; nada tengo queperdonarte. Perdóname tú a mí, si te veoafligido y no acierto a consolar tu duelo.Pasa, hermano; entra a beber conmigo untrago de vino, y dame parte de tu cuita.
El hombre le siguió, baja la cabeza, hasta
la cocina, donde se sentaron juntos a unamesilla de madera sobre cuya tabla habíaun jarro de vino.
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—Tú habrás de llevarme el vaso a loslabios, Juan de Dios, o tendré que bebercomo las bestias, pues aún no he aprendido
a remediar mi invalidez.Bebió el tullido, y cuando se huboserenado su ánimo, contó la historia de sudesventura, explicando cómo había venidoa caer, por terrible designio de la
Providencia, en la trampa que él mismo,con tan prolijo cuidado, dispusiera paraotro.
«Mi nombre —comenzó a decir— es donFelipe Amor. Provengo de una antigua
familia granadina que, por viejas discordiasde este reino, pasó a tierra de cristianos yfue a radicarse en Lucena, donde yo soynacido. ¡Nunca saliera de allí! ¡Nuncahubiera vuelto a este viejo solar de mispadres! Lo hice, impulsado por las dos alasde la ambición y de la soberbia. Soberbia,porque no me resignaba a la pérdida defortuna que mala suerte o mala cabeza
había infligido a mi casa, por más que lorestante bastase como bastaba para llevaruna vida honrada y decorosa; ambición,
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porque estaba resuelto a reclamar de misparientes granadinos los muchos bienes deque se habían apoderado tiempo atrás,
cuando mi familia se vio forzada aabandonar la tierra. Fijo en mi idea, nadaexcusé que pudiera llevarme al finperseguido. Y aun los vicios de mieducación: el haber sido criado como hijo
de señores, cuyos deseos son antesservidos que adivinados; el menospreciohacia mis semejantes; la desconsideraciónal prójimo y la sola consideración de mispropósitos, me ayudaron a salir adelante
con mi empeño. Hoy sería rico y poderoso,y respetado como tal a despecho deinsolencias, atropellos y crueldades, si ladureza de mi corazón no hubiera sidoasaltada y rendida por aquella única partede él que es vulnerable. Quiero decir que,en la carrera de mis logros, y habiendo yaconseguido rescatar los antiguos bienes demi casa, todavía quise redondear mi
fortuna con la de una heredera noble aquien venía cortejando el mayor de misprimos, y de cuyas prendas había tenido yo
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noticia de sus propios labios. No contento,pues, con haber privado a este parientemío, don Fernando Amor, de una parte de
su fortuna, resolví también privarlo de sudama; y ello se cumplió con tan buena,digo: con tan mala fortuna para mí, que eldestino parecía complacerse en allanar yhacer floridos los caminos por donde, sin
saberlo, caminaba a mi perdición: lo queFernando no había podido alcanzar en añosde galanteo, lo alcancé yo en días. No másde quince habían pasado desde que pudeconocer por vez primera a mi doña Elvira,
cuando ya nos habíamos prometido ensecreto como esposos.
Esos quince días vieron cambios muyprofundos en el ánimo de nosotros tres: nohablaré de los sentimientos de ella, pues loque en otras circunstancias hubiera sidopara mí ocasión de justificadoengreimiento, lo es ahora de doloracérrimo; en cuanto a mí mismo, baste
decir que una pretensión y bodapremeditadas por ambicioso cálculo setrocaron a presencia de doña Elvira en
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pasión tan frenética como para sacrificar enun momento, si preciso fuera, cuantasriquezas había conquistado con penoso
tesón en largos pleitos. Mi primo donFernando por su parte, que ya —maldisimulado el encono bajo actitudes decaballero— se había visto despojado debienes tenidos por suyos como herencia de
su padre, no pudo sufrir que, sobre aquellavejación, cayese ahora esta otra, en verdadinsoportable: la señora de sus amores,prefiriéndome en matrimonio. Y así, cuandoyo le comuniqué la noticia cuyo efecto
saboreaba anticipadamente, no dejé devislumbrar su ardiente rencor en el gestoque puso al felicitarme por mi nuevafortuna. Se mostraba efusivo y contento;pero en la estrechez del abrazo pudedivisar el relámpago cruel de su pupila. Eserencor debía trastornarle el juicio, a él queya de por sí era tan atravesado y torvo:loco de despecho, emprendió una acción
indigna de las maneras gentiles que tantose esforzaba por afectar, y en la que de unmodo abierto vendría a mezclarse su afición
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a doña Elvira en su deseo de ofenderme.Ello fue que, saltando una ventana de sucasa en ocasión que la dama se estaba
probando un vestido de fiesta para la denuestros desposorios, la abrazó por laespalda y, cruzándole el busto, estrujó suspechos con las manos mientras que lascriadas, atónitas, perdida el habla, no se
atrevían siquiera a moverse. En seguidahuyó por donde había venido. »No bien losupe —que tales desazones no carecennunca de mensajero—, me puse a cavilarcuál podría ser la reparación adecuada a la
ofensa, y vine a concluir que ninguna losería tanto como, cortadas las atrevidasmanos, hacer de ellas regalo a doña Elviraen nuestros desposorios. Sólo esta idea mesatisfacía. Resuelto ya a ponerla en obra,averigüé la oportunidad y dispuse las cosasde la mejor manera. Supe que, porhurtarse a las celebraciones familiares, seproponía don Fernando retirarse el día de la
fiesta a una finca que le ha quedado en lavega, más allá del pueblo de Maracena; ysobornando a uno de sus criados, aposté
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los míos en el camino, todo en orden paraque mi venganza fuera cumplida. Esto era,digo, el día mismo de los desposorios; y,
unto a los ejecutores del castigo, esperabael emisario que había de traerle a miesposa, en cofre de plata labrada, comorecién cosechados frutos, las manosinfames que se habían atrevido a su pudor.
«Comenzó, pues, la celebración y, durantesu transcurso, me desvivía yo esperando lallegada del terrible obsequio. A nada podíaatender; estaba lleno de ansiedad; y aunlas palabras de mi esposa eran incapaces
de forzar las puertas de mi oído, puesto enlos ruidos de la calle. Preguntóme, en fin,doña Elvira que qué me pasaba paramostrar tal desasosiego, y yo, por calmarsu inquietud sin desmentir la mía,demasiado visible, repuse que esperabahacerle un presente digno de ella y de mí, yque me sentía impaciente por su tardanza.
»—Pues ¿no son suficientes acaso los
regalos que ya me tenéis hechos? ¿Quéotra cosa queréis darme, y qué importa quellegue a tiempo o se retrase? —inquirió,
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alarmada sin duda por la oscuridad de mirespuesta.
»—Importa —repliqué—, pues sin ese
presente no me consideraré a la altura devuestros ojos, ni lo bastante honrado enesta fiesta. — ¡Imprudentes palabras, queno sé cómo no supe contener! Y todavía,lanzado ya: — ¿No habéis reparado —
agregué— que falta a ella uno de misparientes?»Oyendo esto, palideció doña Elvira por el
temor de lo que ignoraba; me tomó lasmanos y, entre suplicante y conminatoria,
apremió: —Vamos, Felipe, decidme de quése trata; decídmelo; sepa yo de qué setrata.
«Intenté reírme con evasivas; pero mecercó y estrechó en modo tan vehementeque, no pudiendo resistir más, cedí y le dijelo que tenía urdido y qué venganza habíadispuesto para rehabilitar mi honra.
«Hubiera querido yo que me tragase la
tierra al ver cómo su belleza expresaba elhorror; sólo en-tonces comprendí que elrepugnante obsequio no debería llegar
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nunca a poder suyo. Con los labiosexangües, y un tono de severidad quenunca hubiera sospechado en su garganta,
me dijo: —Sabed, don Felipe, que si esosproyectos se llegan a cumplir no seré jamásmujer vuestra. —Y luego, anhelante,añadió: —Corred, corred, por Dios, aimpedir la infamia.
»Salí de la fiesta, salté sobre mi caballo y,a galope tendido, acudí al sitio donde habíaapostado a mis criados, ansioso ahora deque aún no hubiera llegado mi primo parapoder darles contraorden. Pero cuando ya
frenaba a la bestia, salieron a atajarme dela oscuridad, me agarraron, cubriéndome lacabeza con un paño, me sujetaron lasmuñecas, y en un instante habían caído mismanos, segadas por sus alfanjes. En mediode la turbación espantosa y del dolor,todavía pude distinguir el galope del caballodel emisario que llevaba a mi esposa, encaja de plata, no las manos de don
Fernando, sino las mías propias, con elanillo de desposado al dedo.»
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Hizo una larga pausa. Luego concluyó: —Ésta es, Juan de Dios, la historia de midesventura. Durante muchos días he estado
dando vueltas en la cabeza a los designiosdel destino, sin poderme explicar por quétenían que caer las manos del esposo, enlugar de las manos alevosas y lúbricas delofensor. Mi cerebro estaba obcecado por la
desesperación; no me era posiblecomprender lo que hoy ya comprendo conentera claridad: que el verdadero criminalera yo, que lo he sido siempre, que lo hesido contra mí mismo, que he sido yo quien
me he mandado cortar mis propiasmanos... Y ahora veo bien cuál es mi debery la única vía de purificación que me resta:estoy obligado a hincarme ante Fernando, ysuplicarle que me perdone... Sin embargo,¡ay!..., ¡no puedo hacerlo! ¡Aún no puedo!Cien veces me he acercado a su puerta, yotras cien me he retirado de ella. Tendréque dar un rodeo, quizá muy largo, cuanto
más largo mejor: tendré que hacermeperdonar primero de cuantos otros heofendido o violentado. Por eso te pido
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perdón hoy a ti, Juan. ¿Recuerdas alcaballero que —hace ya tiempo: un tiempo,sin duda, más largo en la cuenta de mis
desgracias que en la del almanaque— tegolpeó cuando le pediste limosna en elZacatín? Es el mismo hombre que hoy sehumilla a tus plantas.
—¡Regocíjate, hermano, y da gracias a
Dios, cuya terrible cirugía ha amputado tusmiembros para salvarte la vida!Esta fue la exhortación de Juan cuando
hubo terminado de escuchar la historiaasombrosa de don Felipe Amor.
—¡Regocíjate!Luego, le sostuvo el ánimo:—¿Qué es lo que te impide, ahora que tu
corazón lo ha reconocido, seguir el caminousto? ¿Quién te desvía de él, di, haciafalsos y artificiosos vericuetos? ¿Qué vozinsidiosa quiere disuadirte, entretenerte,ganar tiempo a tu perdición? ¡Cumple tupropósito sin demora! Piensas que vienes a
pedirme perdón; ¿no será ayuda lo que demí pretendes? Creo que sí. Pero ayuda, niyo ni nadie podría dártela; te daré
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compañía. Compañía, sí te la daré. Vamos,hermano; vamos juntos a la puerta de donFernando, y esperemos allí hasta que entre
o salga: cuando lo veas, te adelantas y lepides perdón, sencillamente.Así fueron a hacerlo. Todo un día debió
pasar don Felipe Amor aguardando,mientras Juan de Dios mendigaba, ante la
casa de su primo. Y cuando apareció por fineste caballero en la puerta, y echó a andar,distraído, calle abajo, le cortó el paso elsobresalto de un cuerpo arrodillado, unosmuñones tendidos y unas palabras
destempladas: «¡Detente, Fernando! ¿Nome conoces?... Soy yo, sí; yo soy: FelipeAmor. ¡Yo, yo mismo! ¿Te enmudece elasombro? Soy yo; aquí me tienes, tullido yharapiento. Explicaciones, no hacen falta;lo sabes todo; y ahora, aquí me tienes,postrado a tus pies. Vengo a implorarteperdón por el mal que te quise hacer y mehice. Dame, pues, tus manos, Fernando,
que las bese; déjame que, como un perro,lama sus palmas afortunadas!»
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—Temería si te las diera, que, como unperro, las habías de morder. ¡Aparta! —replicóle con voz temblona don Fernando.
Al volver de su asombro, se habíaencontrado preso de la ira, agarrotado porella. Se sacudió y, dando un empellón alcuerpo rendido que le cerraba el camino, loderribó por tierra.
Ahora, escapaba, demudado elsemblante; pero al separarse de su primo,divisó entre los relámpagos de la cólera lacabeza rapada de Juan de Dios que acudíacorriendo en socorro del caído. Por dos
veces todavía giró la cabeza; y, a punto yade doblar la esquina, se detuvo, deshizosus pasos, y volvió a arrimarse al grupo, atiempo de enjugar con su pañuelo unaslágrimas que escaldaban la cara de Felipe.
—¡Desdichado! —Le increpó—: ¿Acaso nopudiste haberme dejado en paz, tras detantas amarguras? —Y luego, coninesperado acento de queja: —me quitaste,
Felipe, cuanto tenía en el mundo; y ahoravienes a pedirme la única cosa que por laviolencia no me hubieras podido sacar: mi
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perdón. Pues... ¡a la fuerza también te lollevas! Por ti, nunca te lo hubieraconcedido; pero este hombre, aquí, es la
causa de que no te lo niegue: ¡perdonadoseas!Y dejando a su primo en la calle, arrastró
por el brazo a Juan de Dios hasta el zaguánde su casa, le hizo trasponer la cancela y.
encerrado a solas con él en una saleta, leasedió:—¿Quién eres tú, hombre, que siempre te
voy tropezando en la senda de misdesventuras? ¿Qué nueva calamidad me
vienes a anunciar hoy, motilón del diablo?¿Qué han leído en el libro de mi
destino esos ojos pitañosos y arteros,hechos a descifrar embelecos?
—Señor, por vez primera os veo. Y si algoconozco de vuestras desventuras, no hasido ello por obra de artes secretas —respondióle Juan—. Ni entiendo de magias,ni soy portador de avisos. Yo, don
Fernando, soy un pobre pecador que andapidiendo limosna para sostener un hospitalde...
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—-¡Inútil astucia! ¡Acaso no han sido mispropios oídos quienes escucharon laconfesión de esa boca hipócrita? ¿No eres
tú acaso el insensato aquel que en ciertaocasión estaba gritando en las escalinatasde la Real Cancillería, y echaba sobre si'todos los crímenes del mundo? Todos:también el de hechicería, seguro estoy...
Recuerdo bien que me detuve un instante;pero sólo un instante, porque otroscuidados me llevaban; sí, tenía prisa porconocer la resolución del pleito que mepromoviera don Felipe. Mas, a la salida,
cuando ya iba cargado con la pesadumbrede la sentencia contraria, y la saliva se mehacía amarga, allí estabas tú, vociferandocomo un loco. Hablabas —eso no se meolvida, no— del oro que se convierte enhumo, dejando sucias las manos y el alma.¿Por qué me miraste al decirlo? ¡Sabías! —¿Cómo podía saber, señor? — ¡Sabías! Mifortuna se había hecho humo, dejándome
sucias las manos de halagos, de sobornos,sucia el alma de cuitas, de rencores, devenenos... ¿No sabías tampoco, di, cuando,
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casi un año más tarde, me saliste alencuentro en el puente nuevo, que yocruzaba impaciente por llegar a casa de
doña Elvira? Me pediste limosna; me decíasque no era tiempo perdido el que se gastaen socorrer a los pobres; insistías. Mas yono te escuché; tenía prisa esta veztambién, una prisa desatinada por oír
palabras que sellarían mi infortunio. Ycuando hube recibido el fallo de sus labios(y en modo tan discreto, ¡ay!, que realzabael valor de mi pérdida, redondeando midesgracia), volví a pasar el puente, ya con
pies de plomo, y abandoné mi bolsillo entus manos... Si nada sabías, ¿por qué,entonces, callaste besando las monedas?
—Señor: acostumbro besar lo que poramor de Dios me dan.
—Dime, hombre. Por favor, habla claro:¿qué aviso me traes hoy?, ¿qué nuevadesgracia me aguarda? Dímelo ya.
—¿Cómo podría? Si mi presencia es un
aviso, alguien guía el azar de mis pasospara fines que se me ocultan, y que miboca no sabría declarar.
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—Pues no he de separarme de ti,¡óyeme!, hasta que no los conozca. Estavez obedezco al llamado y tuerzo mi
camino.—¡Alabado sea el Señor! Por vuestrapropia lengua se están declarando esosfines —exclamó Juan, lleno de júbilo. Yrompiendo en lágrimas de piedad, abrazó al
caballero.Desconcertado, aterrado casi, quedósedon Fernando, oyendo sus propias frasessonar en el aire
como una rara explosión, extrañas,
ajenas. ¿Verdaderamente habían salido desu boca? En un impulso se le escaparían; lohabía dicho sin pensar, sin calcular sualcance; y sólo fue capaz de medirlodespués, en las alborozadas y gravespalabras con que Juan de Dios lo recogiera.Ahí estaba, en el aire: era dicho... y ¿porqué no? —Todo lo había perdido, y encamino estaba de perder asimismo el alma;
pues ¿acaso puede esperar perdón el que loniega? Y él lo había negado un poco antes auno que se lo imploraba de rodillas; más
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aún; había hecho rodar por los suelos alinválido que pedía besarle las manos,cuando en verdad era él quien estaba
obligado a suplicar perdón de su hermano,pues él era quien, desencadenando su furorcon la injuria que en carne de su esposa lehiciera, habíale cortado las manos, y lohabía sumido en la peor miseria...
Corrió, pues, en busca de Felipe, y sereconciliaron.—¿No ves? —le decía luego, en la efusión
de los corazones—. Han tenido quehundirse en lodo tu arrogancia y la mía,
rotas la una contra la otra, para quenuestra sangre se junte y reconozca deveras su hermandad. Ahora que no somossino el despojo de nosotros mismos, ahoranos reunimos y nos abrazamos; sólo ahoravenimos a recordar que nuestro comúnapellido dice amor y no odio.
De esta manera fue como amboscaballeros, cuya vida había quedado
trabada, mutilada e impedida en lasagitaciones adversas de un común destino,resolvieron consagrarse juntos, siguiendo a
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Juan de Dios, al oficio de la caridad en queesperaban elevarse y salvarse. Seagregaron, pues, a la compañía del santo, y
le acompañaron con abnegación en sustrabajos, hasta probar en su dureza eltemple de los ánimos; en su bajeza, elrenunciamiento de los corazones. Quienesdesde la cuna habían sido servidos,
sirvieron con pronta, mansa y solícitaobediencia; quienes jamás hasta entonceshabían tenido otro ejercicio que el de lacaballería, música y amables juegos, seagotaron en enojosos, míseros quehaceres;
quienes vistieron siempre ricos paños,hubieron de defenderse con harapos de laintemperie; quienes tenían el paladar hechoa los manjares finos y el olfato a perfumesde Oriente, tuvieron que tratar con laspústulas hediondas, la carne lacerada ypobre, los excrementos... Tras su ejemplo,muchos serían, por generaciones ygeneraciones, los que, desengañados del
mundo, acudieran a aquella nueva ordenhospitalaria; pero nadie, nunca, con fervortan delicado como estos dos nobles
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granadinos que, olvidados de sí mismos, nohallaban empleo demasiado ruin para suanhelo de mortificación: y en ésta, de
espaldas a un mundo que con tan insensatorigor se flagelaba, hallaron una alegríapura, secretísima a fuerza de patente yfácil.
Con todo, faltábales aún triunfar de una
ocurrencia tan cruel que hubo de sacudirleshasta las más hondas raicillas del alma.Véase cómo este golpe descargó sobre suscabezas. Fue el caso que, para castigo deviolentos y perfección de piadosos, quiso el
cielo enviar una plaga sobre loscontumaces crímenes en que Granadahervía: su terror disolvió de repente elencono que exhortaciones y amenazas nohabían logrado apaciguar en años; su iratremebunda anonadaba las viles rencillasde enemigos irreconciliables; adelantábasela muerte a la muerte, disputando presas ala venganza; las premeditadas víctimas
sucumbían antes a la peste que al acero, y¡cuántas veces no irían a encontrarse allí,en la hacinada multitud de la fosa común,
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con sus defraudados enemigos!... Laspuertas y ventanas estaban atrancadas,contenidos los alientos, en tregua de
ambiciones y faenas. Y aquel puñado dehermanos hospitalarios que, unidos a Juande Dios, habían hecho profesión de aliviarlas flaquezas de los dolientes, debíandescuidarlos ahora, muchas veces en la
peor necesidad, para aplicar su misericordiaal entierro de los muertos. Eran ya días ysemanas sin reposo, sin respiro, sinesperanza.
—¡Hasta cuándo, Señor! —había
exclamado Juan de Dios cierta mañana,alzando los ojos hacia el azul indiferentedesde el espeso gentío que acarreaba hastasus puertas la miseria. Una gran multitudreunía allí sus mil imploraciones, atraída enla necesidad por la fama de una dedicaciónqué, siendo infalible, había cobrado nombrede milagrosa. « ¡Hasta cuándo, Señor!»,fue su plegaria. Y al bajar los ojos y
derramar de nuevo su mirada sobreaquellos desdichados que se disputaban laasistencia y el consuelo de una bendición
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del santo, distinguió entre la turba,pugnando por abrirse paso, extendidos losbrazos y gritándole algo que la algarabía de
los suplicantes no dejaba oír, a aquelmuchacho, Antón, que después de haberseprestado a curarle una herida, fue portadordurante algún tiempo de las limosnasenviadas por su dueña al hospital. ¿Cuándo
hacía que dejara de venir con el regalo desus mandatos y su risa ufana? ¿No habíasido la última vez, aquella en que trajo unespléndido presente, ofrecido por ella envísperas de su boda?; luego, había
desaparecido. ¿Cuánto tiempo hacía deeso?... Y ¡cómo estaba cambiado suaspecto —no, no podía hacer mucho—,cómo estaba cambiado de entonces acá!También ahora llegaba a tender las manos;pero ya no con ofrendas, sino flaco,menesteroso y angustiado. Juan de Dios letomó de ellas, le atrajo hacia adentro yescuchó sus cuitas. ¿Qué había sido de su
vida? ¿Y qué quería, qué necesitaba?¡Dijera por favor!
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Pero el muchacho no tenía más que unasola frase. Clamaba, consternado: — ¡Miseñora, Juan! ¡Se me muere!
Bebió agua, sosegóse al fin un poco.Después contó de qué manera habíapenetrado el mal en la casa de sus amos y,tras de cebarse en algunos de lossirvientes, para igualar a pobres y ricos
atacó también al anciano dueño, cuyasfuerzas tuvieron pronto término.—Muerto mi señor, todos los criados
huyen, despavoridos; por salvar la vida,largaron el lastre del agradecimiento... Y,
ahora, Juan, ahora es ella, doña Elvira, midueña, quien está a la muerte... Mientras alpadre le quedó aliento, se mantuvo en piela hija; mas ahora... Y ¿qué puedo haceryo, solo? ¡Socórreme, Juan! ¡Vamos, anda,ven conmigo!
—Pero aguarda un momento, escucha;dime ¿nadie de la familia ha quedado? ¿Y elesposo?
—¿Qué esposo, Dios me valga? ¿Pero nosabes que ni siquiera llegó a desposarse midoña Elvira? ¡Ay! No lo sabes, es cierto-.
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Pues habrás de saber que desde aquellafiesta de los desposorios ya no hubo díabueno en la casa... Vamos, Juan: por el
camino te contaré.—Cuenta, cuenta: ¿qué ocurrió?—¿Qué? Llegó la fiesta, y todo era
maravilla. ¡Qué fiesta, Juan! Músicas,dulces, cohetes, refrescos, perfumes... Tú,
Juan, de seguro no has visto nunca nadasemejante.—Gran casa la tuya, ¿no?—¡Grande! ¿Qué te podría decir?... A cada
momento procuraba yo entrar de nuevo a
la sala, llevando una garrafa, pasando unabandeja, retirando las copas sucias... Pero,¡ay de mí!, ¿qué importa ahora todo eso?La fiesta se estropeó, y éstas son las fechasen que aún no hemos sabido a punto fijo elporqué. Murmuraciones, claro es que nohan faltado. Pero lo único seguro es que elnovio salió de improviso; quedó la noviademudada, y no valió ya el disimulo de su
turbación para evitar cuchicheos.Proseguía, sí, la fiesta; pero desdeentonces nada iba concertado; algo había
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sucedido. Hasta que, un rato después —nosabría yo decir cuánto: mucho me pareció amí—, vinieron a entregar un cofrecillo de
parte de don Felipe, el novio ausente, y lopusieron en manos de doña Elvira... Ahí sí fue el disolverse la reunión; pues ella —aúnla veo— lo apretó contra su pecho y, sin tansiquiera abrirlo, huyó hacia su cuarto.
Interrumpiéronse las músicas y, un pocomás tarde, el viejo señor (¡que gloriahaya!) encargada a un pariente despedir alos convidados con el anuncio de que suhija estaba indispuesta... Ha habido —
¡imagínate!— muchas habladurías acercadel cobrecillo: de cierto, cosa alguna. Tansólo que desde ese punto y hora no quedóya sino silencio, suspiros y duelos en lacasa; tristeza, cansancio. La joven,esforzándose por aparecer serena; el viejo,recorriendo las galerías, paseos arriba,paseos abajo, un día y otro, las manossiempre a la espalda, que parecía írsele a ir
el sentido... Hasta que esta peste vino acortar su vida y sus pesares... Y ahora
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¡también ella! ¿Por qué, por qué ella, Juan,sin otro pecado que su hermosura?...
—No otro, en verdad, hijo mío —confirmó,
sentencioso, Juan de Dios. Y como Antón,con un destello de susto entre las lágrimas,quisiera penetrar la palabra del santo, letranquilizó en seguida, puesta una mano ensu cabeza: —No llores, criatura. Escucha:
yo no podía irme ahora contigo y dejar atoda esa gente que espera a la puerta;pero te daré quienes te acompañen y velenmejor que yo a tu enferma.
Fue, pues, en busca de Felipe y Fernando
Amor, y a ellos les encomendó cuidar de laapestada cuya vivienda les indicaría aquelmuchacho. Sin demora, se pusieron enmarcha los tres. Mal hubiera podido, en suapresuramiento y ansiedad, reconocerAntoñico al caballero soberbio desaparecidoen plena fiesta de desposorios, bajo laapariencia miserable e inválida de uno delos humillados mozos que ahora seguían
sus pasos hacia la morada de doña Elvira.En cuanto a don Felipe, jamás, ni entoncesni nunca, había reparado en el pa e de su
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abandonada novia. Juntos iban sinconocerse ni sospecharse. En cambio, donFernando, que por primera vez lo veía,
experimentaba a su presencia algunaespecie de inexplicable, confuso,angustioso, presentimiento...Ensimismados, taciturnos, atravesaron laciudad solitaria. Sus pasos resonaban en
las callejuelas, ante las cerradas ventanas;por las esquinas huían los perros; sólo aguay cielo y los pajarillos del aire parecíaninocentes en Granada. Andaban ellos sincambiar palabra; avanzaban y, conforme
avanzaban, crecía la opresión de suscorazones. Casi que les estallan en el pechocuando, llegados a una calle que le era atodo familiar, el guía se detuvo ante latemida puerta, y entró en el zaguán, yempujó la cancela y se metió en el patio.Miradas de espanto se cruzaron entre losdos hombres. Pero su vacilación no durómás de una centella: ninguno de ellos
ñaqueó en la prueba. Escaleras arriba,siguiendo juntos hasta llegar a la alcoba
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por la que un tiempo habían batido deacuerdo sus corazones enemigos...
Inútil parece proseguir: lo que importa,
queda dicho. Encontraron muerta ya a doñaElvira en la casa desierta. Al verla, cayeronde rodillas a ambos lados de su cuerpo yencomendaron su alma a Dios, mientrasque, a los pies de la cama, se retorcía
Antoñico en alaridos y sollozos. A donFernando correspondió el triste privilegio deamortajarla con sus manos; entre tanto,colgados los inútiles brazos, contemplabadon Felipe el horrible estrago de la muerte.
¡Qué dolor!... Sobre el macilento pecho,una crucecita de oro relucía.
Pasó la peste, dejando a Granada en másdesolación que arrepentimiento. Fue baldede agua volcado sobre una hoguera furiosa:lleno de escoceduras y llagas, se queja elfuego y ya dimite: cede, parece que va asucumbir; pero es sólo para recobrarseluego con mayor ferocidad. Todo aquel
encarnizamiento, apenas contenido por laplaga, debía explotar años más tarde en lasublevación de los moriscos, a cuyas
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resultas se remonta la postración en quetodavía, hasta hoy, languidece el antiguoreino. Pero, con todo, algunos pocos
escarmentados, desengañados oadvertidos, acudieron por entonces enbusca de nueva vida junto al maestro Juande Dios, engrosando así aquella pequeñacomunidad que, bajo su ejemplo, había
luchado contra la plaga, vencido el terror ysalvado el nombre de humanidad, sin quela peste misma se atreviera contra suheroísmo piadoso: pues ninguna de lasabnegadas cabezas —como se refería con
admiración, achacándolo a milagro— habíasido marcada por su dedo. Y esta señal debendición fue lo que más movió a la genteen favor de la santa compañía. Entre todossus seguidores, Juan de Dios prefiriósiempre en secreto a aquellos doscaballeros de quienes aquí se habla, donFelipe y don Fernando Amor, asistentessuyos en los más rudos trabajos; y cuando
sintió acercársele la hora del tránsito, aellos eligió para testigos únicos de sumuerte: los llamó a su lado y les pidió su
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ayuda para levantarse del lecho, pues habíaperdido sus últimas fuerzas. Abrazado alcuello de Felipe, sostenido en los brazos de
Fernando, irguió su cuerpo flaco; ehincándose de rodillas sobre la estera deesparto, apoyados en el jergón los codos, yentre las manos juntas un crucifijo, talcomo se lo puede ver en el cuadro, estuvo
orando hasta el final, mientras los doshermanos lloraban en silencio, apartados aun rincón...
La fama del santo cundió pronto, a partirde Granada, por toda la Cristiandad,
llegando también hasta el lugar de sunacimiento. Monte mayor el Nuevo, enPortugal. Allí recordaron entonces contestimonios varios que. El día de la venidaal mundo de este bienaventurado Joao deDeus, entre otros prodigios, se había vistouna gran claridad en el cielo, y lascampanas de la iglesia repicaron sin quenadie las tañese.
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El Hechizado
De Los usurpadores
Después de haber pretendido inútilmenteen la Corte, el Indio González Lobo —quellegara a España hacia finales de 1679 en laflota de galeones con cuya carga de oro secelebraron las bodas del rey— hubo de
retirarse a vivir en la ciudad de Mérida,donde tenía casa una hermana de su padre.Nunca más salió ya de Mérida GonzálezLobo. Acogido con regocijo por su tía doñaLuisa Álvarez, que había quedado sola alenviudar poco antes, la sirvió en laadministración de una pequeña hacienda,de la que, pasados los años, vendría a serheredero. Ahí consumió, pues, el resto de
su vida. Pasaba el tiempo entre laslabranzas y sus devociones, y, por lasnoches, escribía. Escribió, junto a otrosmuchos papeles, una larga relación de suvida, donde, a la vuelta de mil prolijidades,
cuenta cómo llegó a presencia del
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Hechizado. A este escrito se refiere lapresente noticia.
No se trata del borrador de un memorial,
ni cosa semejante: no parece destinado afundar o apoyar petición ninguna. Diríasemás bien que es un relato del desengañode sus pretensiones. Lo compuso, sin duda,para distraer las veladas de una vejez toda
vuelta hacia el pesado, confinada entre losmuros del recuerdo, a una edad en que yano podían despertar emoción, ni siquieracuriosidad, los ecos —que, por lo demás,llegarían a su oído muy amortiguados— de
la guerra civil donde, muerto eldesventurado Carlos, se estaba disputandopor entonces su corona.
Alguna vez habrá de publicarse el notablemanuscrito; yo daría aquí íntegro su textosi no fuera tan extenso como es, y tandesigual en sus partes: está sobrecargadode datos enojosos sobre el comercio deIndias, con apreciaciones críticas que quizá
puedan interesar hoy a historiadores yeconomistas; otorga unas proporcionesdesmesuradas a un parangón —por otra
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parte, fuera de propósito— entre loscultivos del Perú y el estado de laagricultura en Andalucía y Extremadura;
abunda en detalles triviales; se detiene enincreíbles minucias y se complace enconsiderar lo más nimio, mientras deja aveces pasar por alto, en una descuidadaalusión, la atrocidad de que le ha llegado
noticia o la grandeza admirable. En todocaso, no parecía discreto dar a la imprentaun escrito tan disforme sin retocarlo algo, yaliviarlo de tantas impertinentesexcrecencias como en él viene a hacer
penosa e ingrata la lectura.Es digno de advertir que, concluida ésta a
costa de no poco esfuerzo, queda en ellector la sensación de que algo le hubierasido escamoteado; y ello, a pesar de tantoy tan insistido detalle. Otras personas queconocen el texto han corroborado esaimpresión mía; y hasta un amigo a quienproporcioné los datos acerca del
manuscrito, interesándolo en su estudio,después de darme gracias, añadía en sucarta: «Más de una vez, al pasar una hoja y
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levantar la cabeza, he creído ver al fondo,en la penumbra del Archivo, la miradanegrísima de González Lobo disimulando su
burla en el parpadeo de sus ojosentreabiertos.» Lo cierto es que el escritoresulta desconcertante en demasía, y estácuajado de problemas. Por ejemplo: ¿a quéintención obedece?, ¿para qué fue escrito?
Puede aceptarse que no tuviera otro finsino divertir la soledad de un ancianoreducido al solo pasto de los recuerdos.Pero ¿cómo explicar que, al cabo de tantasvueltas, no se diga en él en qué consistía a
punto fijo la pretensión de gracia que suautor llevó a la Corte, ni cuál era sufundamento?
Más aun: supuesto que este fundamentono podía venirle sino en méritos de supadre, resulta asombroso el hecho de queno lo mencione siquiera una vez en el cursode su relación. Cabe la conjetura de queGonzález Lobo fuera huérfano desde muy
temprana edad y, siendo así, no tuvieragran cosa que recordar de él; pero es locierto que hasta su nombre omite —
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mientras, en cambio, nos abruma conobsesiones sobre el clima y la flora, noscansa inventariando las riquezas reunidas
en la iglesia catedral de Sigüenza... Seacomo quiera, las noticias anteriores al viajeque respecto de sí mismo consigna sonsumarias en extremo, y siempre aportadaspor vía incidental. Sabemos del clérigo por
cuyas manos recibiera sacramentos ycastigos, con ocasión de un episodioaducido para escarmiento de la juventud:pues cuenta que, exasperado el buen fraileante la obstinación con que su pupilo
oponía un callar terco a sus reprimendas,arrojó los libros al suelo y, haciéndole lacruz, lo dejó a solas con Plutarco y Virgilio.Todo esto, referido en disculpa, o mejor,como lamentación moralizante por lasdeficiencias de estilo que sin duda habíande afear su prosa.
Pero no es ésa la única cosa inexplicableen un relato tan recargado de explicaciones
ociosas. Junto a problemas de tanto bulto,se descubren otros más sutiles. Lotrabajoso y dilatado del viaje, la demora
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creciente de sus etapas conforme ibaacercándose a la Corte (sólo en Sevillapermaneció el Indio González más de tres
años, sin que sus memorias ofrezcanustificación de tan prolongadapermanencia en una ciudad donde nadahubiera debido retenerle), contrasta,creando un pequeño enigma, con la
prontitud en desistir de sus pretensiones yretirarse de Madrid, no bien hubo visto alrey. Y como éste otros muchos.
El relato se abre con el comienzo delviaje, para concluir con la visita al rey
Carlos II en una cámara de palacio. «SuMajestad quiso mostrarme benevolencia —son sus últimas frases—, y me dio a besarla mano; pero antes de que alcanzara atomársela saltó a ella un curioso monitoque alrededor andaba jugando, y distrajosu Real atención en demanda de caricias.Entonces entendí yo la oportunidad, y meretiré en respetuoso silencio.»
Silenciosa es también la escena inicial delmanuscrito, en que el Indio González sedespide de su madre. No hay explicaciones,
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ni lágrimas. Vemos las dos figurasdestacándose contra el cielo, sobre unpaisaje de cumbres andinas, en las horas
del amanecer. González ha tenido quehacer un largo trayecto para llegardespuntando el día; y ahora, madre e hijocaminan sin hablarse el uno al otro, haciala iglesia, poco más grande, poco menos
pobre que las viviendas. Juntos oyen lamisa. González vuelve a emprender eldescenso por las sendas cordilleranas...
Poco más adelante, lo encontraremos enmedio del ajetreo del puerto. Ahí su figura
menuda apenas se distingue en laconfusión bulliciosa, entre las idas yvenidas que se enmarañan alrededor suyo.Está parado, aguardando, entretenido enmirar la preparación de la flota, frente alocéano que rebrilla y enceguece. A su lado,en el suelo, tiene un pequeño cofre. Todogira alrededor de su paciente espera:marineros, funcionarios, cargadores,
soldados; gritos, órdenes, golpes. Doshoras lleva quieto en el mismo sitio el IndioGonzález Lobo, y otras dos o tres pasarán
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todavía antes de que las patasinnumerables de la primera galeracomiencen a moverse a compás,
arrastrando su panza sobre el agua espesadel puerto. Luego, embarcará con su cofre.—Del dilatado viaje, sólo esta sucintareferencia contienen sus memorias: Latravesía fue feliz.
Pero, a falta de incidentes que consignar,y quizá por efecto de expectativasinquietantes que no llegaron a cumplirse,llena de folios y folios a propósito de losinconvenientes, riesgos y daños de los
muchos filibusteros que infestan los mares,y de los remedios que podrían ponerse enevitación del quebranto que por causa deellos sufren los intereses de la Corona.Quien lo lea, no pensará que escribe unviajero, sino un político, tal vez unarbitrista: son lucubraciones mejor o peorfundadas, y de cuya originalidad habríamucho que decir. En ellas se pierde; se
disuelve en generalidades. Y ya novolvemos a encontrarlo hasta Sevilla.
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En Sevilla lo vemos resurgir de entre unlaberinto de consideraciones morales,económicas y administrativas, siguiendo a
un negro que le lleva al hombro su cofre yque, a través de un laberinto de callejuelas,lo guía en busca de posada. Ha dejadoatrás el navío de donde desembarcara.Todavía queda ahí, contoneándose en el
río; ahí pueden verse, bien cercanos, suspalos empavesados. Pero entre GonzálezLobo, que ahora sigue al negro con sucofre, y la embarcación que le trajo deAmérica, se encuentra la Aduana. En todo
el escrito no hay una sola expresiónvehemente, un ademán de impaciencia ouna inflexión quejumbrosa: nada turba elcurso impasible del relato, pero quien hallegado a familiarizarse con su estilo, ytiene bien pulsada esa prosa, y aprendió asentir el latido disimulado bajo la retóricaentonces en uso, puede descubrir en susconsideraciones sobre un mejor arreglo del
comercio de Indias y acerca de algunasnormas de buen gobierno cuyaimplantación acaso fuera recomendable,
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todo el cansancio de interminablestramitaciones, capaces de exasperar aquien no tuviera tan fino temple.
Excedería a la intención de estos apuntes,destinados a dar noticia del curiosomanuscrito, el ofrecer un resumencompleto de su contenido. Día llegará enque pueda editarse con el cuidado erudito a
que es acreedor, anotado en debida forma,y precedido de un estudio filológico dondese discutan y diluciden las muchascuestiones que su estilo suscita. Pues ya aprimera vista se advierte que, tanto la
prosa como las ideas de su autor, sonanacrónicas para su fecha; y hasta creoque podrían distinguirse en ellasocurrencias, giros y reaccionescorrespondientes a dos, y quién sabe si amás estratos; en suma, a las actitudes ymaneras de diversas generaciones, inclusoanteriores a la suya propia —lo que seríapor demás explicable dadas las
circunstancias personales de GonzálezLobo. Al mismo tiempo, y tal como suele
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ocurrir, esa mezcla arroja resultados querecuerdan la sensibilidad actual.
Tal estudio se encuentra por hacer; y sin
su guía no parece aconsejable lapublicación de semejante libro, quenecesitaría también ir precedido de uncuadro geográfico-cronológico dondequedara trazado el itinerario del viaje —
tarea ésta no liviana, si se considera cuántaes la confusión y el desorden con que ensus páginas se entreveran los datos, sealteran las fechas, se vuelve sobre loandado, se mezcla lo visto con lo oído, lo
remoto con lo presente, el acontecimientocon el juicio, y la opinión propia con laajena.
De momento, quiero limitarme a anticiparesta noticia bibliográfica, llamando denuevo la atención sobre el problema centralque la obra plantea: a saber, cuál sea elverdadero propósito de un viaje cuyasmotivaciones quedan muy oscuras, si no
oscurecidas a caso hecho, y en qué relaciónpuede hallarse aquel propósito con laulterior redacción de la memoria. Confieso
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que, preocupado con ello, he barajadovarias hipótesis, pronto desechadas, noobstante, como insatisfactorias. Después de
darle muchas vueltas, me pareciódemasiado fantástico y muy mal fundado elsupuesto de que el Indio González Loboocultara una identidad por la que se sintierallamado a algún alto destino, como
descendiente, por ejemplo, de quién sabequé estirpe nobilísima. En el fondo, esto noaclararía apenas nada. También se meocurrió pensar si su obra no sería una merainvención literaria, calculada con todo
esmero en su aparente desaliño parasimbolizar el desigual e imprevisible cursode la vida humana, moralizandoimplícitamente sobre la vanidad de todoslos afanes en que se consume la existencia.Durante algunas semanas me aferré conentusiasmo a esta interpretación, por laque el protagonista podía incluso ser unpersonaje imaginario; pero a fin de cuentas
tuve que resignarme a desecharla: esseguro que la conciencia literaria de la
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época hubiera dado cauce muy distinto asemejante idea.
Mas no es ahora la ocasión de extenderse
en cuestiones tales, sino tan sólo dereseñar el manuscrito y adelantar unaapuntación ligera de su contenido.
Hay un pasaje, un largo, interminablepasaje, en que González Lobo aparece
perdido en la maraña de la Corte. Describecon encarnizado rigor su recorrer el dédalode pasillos y antesalas, donde la esperanzase pierde y se le ven las vueltas al tiempo;se ensaña en consignar cada una de sus
gestiones, sin pasar por alto una solapisada. Hojas y más hojas están llenas deenojosas referencias y detalles que nadaimportan, y que es difícil conjeturar a quévienen. Hojas y más ho as, están llenas depárrafos por el estilo de éste: «Paséadelante, esta vez sin tropiezo, gracias aser bien conocido ya del jefe de laconserjería; pero al pie de la gran escalera
que arranca del zaguán —se está refiriendoal Palacio del Consejo de Indias, dondetuvieron lugar muchas de sus gestiones—,
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encontré cambiada la guardia: tuve, pues,que explicar ahí todo mi asunto como endías anteriores, y aguardar que subiera un
paje en averiguación de si me seríapermitido el acceso. Mientras esperaba, meentretuve en mirar quiénes recorrían lasescaleras, arriba y abajo: caballeros yclérigos, que se saludaban entre sí, que se
separaban a conversar, o que avanzabanentre reverencias. No poco tiempo tardó envolver mi buen paje con el recado de quesería recibido por el quinto oficial de laTercera Secretaría, competente para
escuchar mi asunto. Subí tras de unordenanza, y tomé asiento en la antesaladel señor oficial. Era la misma antesaladonde hube de aguardar el primer día, yme senté en el mismo banco donde yaentonces había esperado más de hora ymedia. Tampoco esta vez prometía serbreve la espera; corría el tiempo; vi abrirsey cerrarse la puerta veces infinitas, y varias
de ellas salir y entrar al propio oficialquinto, que pasaba por mi lado sin darseñales de haberme visto, ceñudo y con la
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vista levantada. Acerquéme, en fin,cansado de aguardar, al ordenanza de lapuerta para recordarle mi caso. El buen
hombre me recomendó paciencia; pero,porque no la acabara de perder, quisohacerme pasar de allí a poco, y me dejó enel despacho mismo del señor oficial, que notardaría mucho en volver a su mesa.
Mientras venía o no, estaba yo pensando sirecordaría mi asunto, y si acaso no volveríaa remitirme con él, como la vez pasada, ala Secretaría de otra Sección del RealConsejo. Había sobre la mesa un montón
de legajos, y las paredes de la piezaestaban cubiertas de estanterías, llenastambién de carpetas. En el testero de lasala, sobre el respaldo del sillón del señoroficial, se veía un grande y no muy buenretrato del difunto rey don Felipe IV. En unasilla, junto a la mesa, otro montón delegajos esperaba su turno. Abierto, lleno deespesa tinta, el tintero de estaño
aguardaba también al señor oficial quintode Secretaría... Pero aquella mañana ya nome fue posible conversar con él, porque
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entró al fin muy alborotado en busca de unexpediente, y me rogó con toda cortesíaque tuviera a bien excusarle, que tenía que
despachar con Su Señoría, y que no eralibre de escucharme en aquel momento.»Incansablemente, diluye su historia el
Indio González en pormenores semejantes,sin perdonar día ni hora, hasta el extremo
de que, con frecuencia, repite por dos, tres,y aun más veces, en casi iguales términos,el relato de gestiones idénticas, de maneratal que sólo en la fecha se distinguen; ycuando el lector cree haber llegado al cabo
de una jornada penosísima, ve abrirse antesu fatiga otra análoga, que deberá recorrertambién paso a paso, y sin más resultadoque alcanzar la siguiente. Bien hubierapodido el autor excusar el trabajo, ydispensar de él a sus lectores, con sólohaber consignado, si tanto importaba a suintención, el número de vistas que tuvo querendir a tal o cual oficina, y en qué fechas.
¿Por qué no lo hizo así? ¿Le procurabaacaso algún raro placer el desarrollo delmanuscrito bajo su pluma con un informe
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crecimiento de tumor, sentir cómoaumentaba su volumen amenazando cubrircon la longitud del relato la medida del
tiempo efectivo a que se extiende? ¿Quénecesidad teníamos, si no, de saber queeran cuarenta y seis los escalones de laescalera del palacio del Santo Oficio, ycuántas ventanas se alineaban en cada una
de sus fachadas?Quien está cumpliendo con probidad latarea que se impuso a sí propio: recorrerentero el manuscrito, de arriba abajo, líneapor línea y sin omitir un punto,
experimenta no ya un alivio, sino emociónverdadera, cuando, sobre la marcha, sucurso inicia un giro que nada parecíaanunciar y que promete perspectivasnuevas a una atención ya casi rendida altedio. «Al otro día, domingo, me fui aconfesar con el doctor Curtius», ha leído sintransición ninguna. La frase salta desde lalectura maquinal, como un relumbre en la
apagada, gris arena... Pero si el tiernotemblor que irradia esa palabra, confesión,alentó un momento la esperanza de que el
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relato se abriera en vibraciones íntimas, essólo para comprobar cómo, al contrario, lacostra de sus retorcidas premiosidades se
autoriza ahora con el secreto delsacramento. Pródigo siempre en detalles, elautor sigue guardando silencio sobre loprincipal. Hemos cambiado de escenario,pero no de actitud. Vemos avanzar la figura
menuda de González Lobo, que sube,despacio, por el centro de la amplísimaescalinata, hacia el pórtico de la iglesia; lavemos detenerse un momento, a sucostado, para sacar una moneda de su
escarcela y socorrer a un mendigo. Másaún: se nos hace saber con exactitudociosa que se trata de un viejo paralítico yciego, cuyos miembros se muestranagarrotados en duros vendajes sin forma. Ytodavía añade González una largadigresión, lamentándose de no poseermedios bastantes para aliviar la miseria delos demás pobres instalados, como una orla
de podredumbre, a lo largo de las gradas...Por fin, la figura del Indio se pierde en laoquedad del atrio. Ha levantado la pesada
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cortina; ha entrado en la nave, se hainclinado hasta el suelo ante el altar mayor.Luego se acerca al confesionario. En su
proximidad, aguarda, arrodillado, a que lellegue el turno. ¿Cuántas veces han pasadopor entre las yemas de sus dedos lascuentas de su rosario, cuando, por último,una mano blanca y gorda le hace señas
desde lo oscuro para que se acerque alSagrado Tribunal? —González Loboconsigna ese gesto fugaz de la manoblanqueando en la sombra; ha retenidoigualmente a lo largo de los años la
impresión de ingrata dureza que causaronen su oído las inflexiones teutónicas delconfesor y, pasado el tiempo, se complaceen consignarla también. Pero eso es todo.«Le besé la mano, y me fui a oír la santamisa junto a una columna.»
Desconcierta —desconcierta e irrita unpoco— ver cómo, tras una reserva tancerrada, se extiende luego a ponderar la
solemnidad de la misa: la purezadesgarradora de las voces juveniles que,desde el coro, contestaban, «como si,
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abiertos los cielos, cantasen ángeles lagloria del Resucitado», a los graves latinesdel altar. Eso, las frases y cantos litúrgicos,
el brillo de la plata y del oro, la multitud delas luces, y las densas volutas de inciensoascendiendo por delante del retablo, entrecolumnatas torneadas y cubiertas de yedra,hacia las quebradas cupulillas, todo eso, no
era entonces novedad mayor que hoy, niocasión de particular noticia. Con dificultadnos convenceríamos de que el autor no seha detenido en ello para disimular laomisión de lo que personalmente le
concierne, para llenar mediante ese recursoel hiato entre su confesión —donde sinduda alguna hubo de ingerirse un temaprofano— y la vista que a la mañanasiguiente hizo, invocando el nombre deldoctor Curtius, a la Residencia de laCompañía de Jesús. «Tiré de la campanilla—dice, cuando nos ha llevado ante lapuerta—, y la oí sonar más cerca y más
fuerte de lo que esperaba.»Es, de nuevo, la referencia escueta de unhecho nimio. Pero tras ella quiere adivinar
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el lector, enervado ya, una escena cargadade tensión: vuelve a representarse lafigura, cetrina y enjuta, de González Lobo,
que se acerca a la puerta de la Residenciacon su habitual parsimonia, con su triste,lentísimo continente impasible; que, enllegando a ella, levanta despacio la manohasta el pomo del llamador. Pero esa mano,
fina, larga, pausada, lo agarra y tira de élcon una contracción violenta, y vuelve asoltarlo en seguida. Ahora, mientras elpomo oscila ante sus ojos indiferentes, élobserva que la campanilla estaba
demasiado cerca y que ha sonadodemasiado fuerte.
Pero, en verdad, no dice nada de esto.Dice: «Tiré de la campanilla, y la oí sonarmás cerca y más fuerte de lo que esperaba.Apenas apagado su estrépito, pudeescuchar los pasos del portero, que venía aabrirme, y que, enterado de mi nombre,me hizo pasar sin demora.» En compañía
suya, entra el lector a una sala, dondeaguardará González, parado junto a lamesa. No hay en la sala sino esa mesita,
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puesta en el centro, un par de sillas, y unmueble adosado a la pared, con un grancrucifijo encima. La espera es larga. Su
resultado, éste: «No me fue dado ver alInquisidor General en persona. Pero, ennombre suyo, fui remitido a casa de labaronesa de Berlips, la misma señoraconocida del vulgo por el apodo de La
Perdiz, quien, a mi llegada, tendríainformación cumplida de mi caso, según measeguraron. Mas pronto pude comprobar —añade— que no sería cosa llana entrar a supresencia. El poder de los magnates se
mide por el número de los pretendientesque tocan a sus puertas, y ahí, todo elpatio de la casa era antesala.»
De un salto, nos transporta el relatodesde la Residencia jesuítica —tansilenciosa que un campanillazo puede caeren su vestíbulo como una piedra en unpozo— hasta un viejo palacio, en cuyo patiose aglomera, bullicioso, un hervidero de
postulantes, afanados en el tráfico deinfluencias, solicitud de exenciones, comprade empleos, demanda de gracia o gestión
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de privilegios. «Me aposté en un codo de lagalería y mientras duraba mi antesala,divertíame en considerar tanta variedad de
aspectos y condiciones como allí concurrían, cuando un soldado,poniéndome la mano en el hombro, mepreguntó de dónde era venido y a qué.Antes de que pudiera responderle nada, se
me adelantó a pedir excusas por sucuriosidad, pues que lo dilatado de laespera convidaba a entretener de algunamanera el tiempo, y el recuerdo de la patriaes siempre materia de grata plática. Él, por
su parte, me dijo ser natural de Flandes, yque prestaba servicio al presente en lasguardias del Real Palacio, con la esperanzade obtener para más adelante un puesto deardinero en sus dependencias; que estaesperanza se fundaba y sostenía en elvalimiento de su mujer, que era enana delrey y que tenía dada ya más de unamuestra de su tino para obtener pequeñas
mercedes. Se me ocurrió entonces,mientras lo estaba oyendo, si acaso no
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sería aquél buen atajo para llegar máspronto al fin de mis deseos; y así, le
manifesté cómo éstos no eran otros sino
el de besar los pies a Su Majestad; peroque, forastero en la Corte y sin amigos, nohallaba medio de arribar a su Real persona.Mi ocurrencia —agrega— se acreditó feliz,pues, acercándoseme a la oreja, y después
de haber ponderado largamente el extremode su simpatía hacia mi desamparo y sudeseo de servirme, vino a concluir que talvez su mentada mujer —que lo era, segúnme tenía dicho, la enana doña Antoñita
Núñez, de la Cámara del Rey— pudieradisponer el modo de introducirme a su altapresencia; y que sin duda querría hacerlo,supuesto que yo me la supiese congraciar ymoviera su voluntad con el regalo delcintillo que se veía en mi dedo meñique.»
Las páginas que siguen a continuaciónson, a mi juicio, las de mayor interésliterario que contiene el manuscrito. No
tanto por su estilo, que mantieneinvariablemente todos sus caracteres: unacaída arcaizante, a veces precipitación
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chapucera, y siempre esa manera elusivadonde tan pronto cree uno edificar loscircunloquios de la prosa oficialesca, tan
pronto los sobreentendidos de quienescribe para propio solaz, sin consideracióna posibles lectores; no tanto por el estilo,digo, como por la composición, en queGonzález Lobo parece haberse esmerado. El
reino se remansa aquí, pierde su habitualsequedad, y hasta parece retozar condestellos de insólito buen humor. Secomplace González en describir el aspecto ymaneras de doña Antoñita, sus palabras y
silencios, a lo largo de la curiosanegociación.
Si estas páginas no excedieran ya loslímites de lo prudente, reproduciría elpasaje íntegro. Pero la discreción me obligaa limitarme a una muestra de sutemperamento. «En esto —escribe—, dejóel pañuelo y esperó, mirándome, a que loalzara. Al bajarme para levantarlo vi reír
sus ojillos a la altura de mi cabeza. Cogió elpañuelo que yo le entregaba, y lo estrujóentre los diminutos dedos de una mano
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adornada ya con mi cintillo. Diome lasgracias, y sonó su risa como una chirimía;sus ojos se perdieron y, ahora, apagado su
rebrillo, la enorme frente era dura y fríacomo piedra.»Sin duda, estamos ante un renovado
alarde de minuciosidad; pero ¿no seadvierte ahí una inflexión divertida, que, en
escritor tan apático, parece efecto de laalegría de quien, por fin, inesperadamente,ha descubierto la salida del laberinto dondeandaba perdido y se dispone a franquearlasin apuro? Han desaparecido sus
perplejidades, y acaso disfruta endetenerse en el mismo lugar de que antestanto deseaba escaparse.
De aquí en adelante el relato pierde suacostumbrada pesadumbre y, como sireplicase al ritmo de su corazón, se acelerasin descomponer el paso. Lleva sobre sí lacarga del abrumador viaje, y en losincontables folios que encierran sus
peripecias, desde aquella remota misa enlas cumbres andinas hasta este momentoen que va a comparecer ante Su Majestad
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Católica, parecen incluidas todas lasexperiencias de una vida.
Y ya tenemos al Indio González Lobo en
compañía de la enana doña Antoñitacamino del Alcázar. A su lado siempre,atraviesa patios, cancelas, portales,guardias, corredores, antecámaras. Quedóatrás la Plaza de Armas, donde
evolucionaba un escuadrón de caballería;quedó atrás la suave escalinata de mármol;quedó atrás la ancha galería, abierta a laderecha sobre un patio, y adornada a laizquierda la pared con el cuadro de una
batalla famosa, que no se detuvo a mirar,pero del que le quedó en los ojos laapretada multitud de las compañías de untercio que, desde una perspectiva biendispuesta, se dirigía, escalonadas enretorcidas filas, hacia la alta, cerrada,defendida ciudadela... Y ahora la enormepuerta cuyas dos hojas de roble se abrieronante ellos en llegando a lo alto de la
escalera, había vuelto a cerrarse a susespaldas. Las alfombras acallaban suspasos, imponiéndoles circunspección, y los
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espejos adelantaban su vista hacia elinterior de desoladas estancias sumidas enpenumbra.
La mano de doña Antoñita trepó hasta lacerradura de una lustrosa puerta, y susdedos blandos se adhirieron al relucientemetal de la empuñadura, haciéndola girarsin ruido. Entonces, de improviso, González
Lobo se encontró ante el Rey.«Su Majestad —nos dice— estaba sentadoen un grandísimo sillón, sobre un estrado, yapoyaba los pies en un cojín de seda colortabaco, puesto encima de un escabel. A su
lado, reposaba un perrillo blanco.» Describe—y es asombroso que en tan breve espaciopudiera apercibirse así de todo, y guardarloen el recuerdo— desde sus piernas flacas ycolgantes hasta el lacio, descoloridocabello. Nos informa de cómo el encaje deMalinas que adornaba su pecho estabahumedecido por las babas infatigables quefluían de sus labios; nos hace saber que
eran de plata las hebillas de sus zapatos,que su ropa era de terciopelo negro. «Elrico hábito de que Su Majestad estaba
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vestido —escribe González— despedía unfuerte hedor a orines; luego he sabido laincontinencia que le aquejaba.» Con igual
simplicidad imperturbable siguepuntualizando a lo largo de tres folios todoslos detalles que retuvo su increíblememoria acerca de la cámara, y del modocomo estaba alhajada. Respecto de la visita
misma, que debiera haber sido,precisamente, lo memorable para él, sóloconsigna estas palabras, con las que, porcierto, pone término a su dilatadomanuscrito: «Viendo en la puerta a un
desconocido, se sobresaltó el canecillo, ySu Majestad pareció inquietarse. Pero aldivisar luego la cabeza de su Enana, que seme adelantaba y me precedía, recuperó suactitud de sosiego. Doña Antoñita se leacercó al oído, y le habló algunas palabras.Su Majestad quiso mostrarmebenevolencia, y me dio a besar la mano;pero antes de que alcanzara a tomársela
saltó a ella un curioso monito que alrededorandaba jugando, y distrajo su Real atenciónen demanda de caricias. Entonces entendí
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yo la oportunidad, y me retiré enrespetuoso silencio.»
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El Inquisidor
De Los usurpadores
¡Qué regocijo! ¡qué alborozo! ¡Quémúsicas y cohetes! El Gran Rabino de laudería, varón de virtudes y ciencia sumas,habiendo conocido al fin la luz de la verdad,prestaba su cabeza al agua del bautismo; y
la ciudad entera hacía fiesta.Aquel día inolvidable, al dar gracias a Dios
Nuestro Señor, dentro ya de su iglesia, sólouna cosa hubo de lamentar el antiguorabino; pero ésta ¡ay! desde el fondo de sucorazón: que a su mujer, la difunta Rebeca,no hubiera podido extenderse el bien deque participaban con él, en cambio,felizmente, Marta, su hija única, y los
demás familiares de su casa, bautizadostodos en el mismo acto con muchasolemnidad. Esa era su espina, su ocultodolor en día tan glorioso; ésa, y -¡sí,también!- la dudosa suerte (o más que
dudosa, temible) de sus mayores, líneailustre que él había reverenciado en su
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abuelo, en su padre, generaciones dehombres religiosos, doctos y buenos, peroque, tras la venida del Mesías, no habían
sabido reconocerlo y, durante siglos, seobstinaron en la vieja, derogada Ley.Preguntábase el cristiano nuevo en
méritos de qué se le había otorgado a sualma una gracia tan negada a ellos, y por
qué designio de la Providencia, ahora, alcabo de casi los mil y quinientos años de unduro, empecinado y mortal orgullo, era él,aquí, en esta pequeña ciudad de la mesetacastellana -él sólo, en toda su dilatada
estirpe- quien, después de haber regido conejemplaridad la venerable sinagoga, debíadar este paso escandaloso ybienaventurado por el que ingresaba en lasenda de salvación. Desde antes, desdebastante tiempo antes de declararseconverso, había dedicado horas y horas,largas horas, horas incontables, a estudiaren términos de Teología el enigma de tal
destino. No logró descifrarlo. Tuvo querechazar muchas veces como pecado desoberbia la única solución plausible que le
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acudía a las mientes, y sus meditaciones lesirvieron tan sólo para persuadirlo de quetal gracia le imponía cargas y le planteaba
exigencias proporcionadas a su singularmagnitud; de modo que, por lo menos,debía justificarla a posterior¿ con sus actos.Claramente comprendía estar obligado paracon la Santa Iglesia en mayor medida que
cualquier otro cristiano. Dio por averiguadoque su salvación tenía que ser fruto de untrabajo muy arduo en pro de la fe; yresolvió --como resultado feliz y repentinode sus cogitaciones- que no habría de
considerarse cumplido hasta no merecer yalcanzar la dignidad apostólica allí mismo,en aquella misma ciudad donde habíaostentado la de Gran Rabino, siendo así asombro de todos los ojos y ejemplo detodas las almas.
Ordenóse, pues, de sacerdote, fue a laCorte, estuvo en Roma y, antes de pasadosocho años, ya su sabiduría, su prudencia,
su esfuerzo incansable, le proporcionaronpor fin la mitra de la diócesis desde cuyasede episcopal serviría a Dios hasta la
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muerte. Lleno estaba de escabrosísimospasos -más, tal vez, de lo imaginable- elcamino elegido; pero no sucumbió; hasta
puede afirmarse que ni siquiera llegó avacilar por un instante. El relato actualcorresponde a uno de esos momentos deprueba. Vamos a encontrar al obispo,quizás, en el día más atroz de su vida. Ahí
lo tenemos, trabajando, casi demadrugada. Ha cenado muy poco: unbocado apenas, sin levantar la vista de suspapeles. Y empujando luego el cubierto a lapunta de la mesa, lejos del tintero y los
legajos, ha vuelto a enfrascarse en la tarea.A la punta de la mesa, reunidos aparte, seven ahora la blanca hogaza de cuyo cantofalta un cuscurro, algunas ciruelas en unplato, restos en otro de carne fiambre, laarrita del vino, un tarro de dulce sinabrir... Como era tarde, el señor obispohabía despedido al paje, al secretario, atodos, y se había servido por sí mismo su
colación. Le gustaba hacerlo así; muchasnoches solía quedarse hasta muy tarde, sinmolestar a ninguno. Pero hoy, difícilmente
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hubiera podido soportar la presencia denadie; necesitaba concentrarse, sin quenadie lo perturbara, en el estudio del
proceso. Mañana mismo se reunía bajo supresidencia el Santo Tribunal; esosdesgraciados, abajo, aguardaban justicia, yno era él hombre capaz de rehuir opostergar el cumplimiento de sus deberes,
ni de entregar el propio juicio a pareceresajenos: siempre, siempre, había examinadoal detalle cada pieza, aun mínima, de cadaexpediente, había compulsado trámites,actuaciones y pruebas, hasta formarse una
firme convicción y decidir, inflexiblemente,con arreglo a ella. Ahora, en este caso,todo lo tenía reunido ahí, todo estabaminuciosamente ordenado y relatado antesus ojos, folio tras folio, desde el comienzomismo, con la denuncia sobre el conversoAntonio Maria Lucero, hasta los borradorespara la sentencia que mañana debíadictarse contra el grupo entero de
udaizantes complicados en la causa. Ahí estaba el acta levantada con la detenciónde Lucero, sorprendido en el sueño y hecho
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preso en medio del consternado revuelo desu casa; las palabras que había dejadoescapar en el azoramiento de la situación -
palabras, por cierto, de significado bastanteambiguo- ahí constaban. Y luego, lassucesivas declaraciones, a lo largo devarios meses de interrogatorios,entrecortada alguna de ellas por los ayes y
gemidos, gritos y súplicas del tormento,todo anotado y transcrito con escrupulosapuntualidad. En el curso del minuciosoprocedimiento, en las diligencias premiosase innumerables que se siguieron, Lucero
había negado con obstinación irritante;había negado, incluso, cuando le estabanretorciendo los miembros en el potro.Negaba entre imprecaciones; negaba entreimploraciones, entre lamentos; negabasiempre. Mas -otro, acaso, no lo habríanotado; a él ¿cómo podía escapársele?- sedaba buena cuenta el obispo de que esasinvocaciones que el procesado había
proferido en la confusión del ánimo, entretinieblas, dolor y miedo, contenían a veces,sí, el santo nombre de Dios envuelto en
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aullidos y amenazas; pero ni una solaapelaban a Nuestro Señor Jesucristo, laVirgen o los Santos, de quienes, en cambio,
tan devoto se mostraba en circunstanciasmás tranquilas...Al repasar ahora las declaraciones
obtenidas mediante el tormento -diligenciaésta que, en su día, por muchas razones,
se creyó obligado a presenciar el propioobispo- acudió a su memoria condesagrado la mirada que Antonio María,colgado por los tobillos, con la cabeza a rasdel suelo, le dirigió desde abajo. Bien sabía
él lo que significaba aquella mirada:contenía una alusión al pasado, queríaremitirse a los tiempos en que ambos, elprocesado sometido a tortura y su juez,obispo y presidente del Santo Tribunal,eran aún judíos; recordarle aquella ocasiónya lejana en que el orfebre, entonces unmozo delgado, sonriente, se había acercadorespetuosamente a su rabino pretendiendo
la mano de Sara, la hermana menor deRebeca, todavía en vida, y el rabino,después de pensarlo, no había hallado nada
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en contra de ese matrimonio, y habíacelebrado él mismo las bodas de Lucero consu cuñada Sara. Sí, eso pretendían
recordarle aquellos ojos que brillaban a rasdel suelo, en la oscuridad del sótano,obligándole a hurtar los suyos; esperabanayuda de una vieja amistad y unparentesco en nada relacionados con el
asunto de autos. Equivalía, pues, esamirada a un guiño indecente, decomplicidad, a un intento de soborno; y loúnico que conseguía era proporcionar unanueva evidencia en su contra, pues ¿no se
proponía acaso hablar y conmover en elprelado que tan penosamente se desvelabapor la pureza de la fe al judío pretérito deque tanto uno como otro habían ambosabjurado?
Bien sabía esa gente, o lo suponían -pensó ahora el obispo- cuál podía ser sulado flaco, y no dejaban de tantear, consinuosa pertinacia, para acercársele. ¿No
había intentado, ya al comienzo -y ¡quémejor prueba de su mala conciencia! ¡quéconfesión más explícita de que no
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confiaban en la piadosa justicia de laIglesia!-, no habían intentado blandearlopor la mediación de Marta, su hijita, una
criatura inocente, puesta así en juego?... Alcabo de tantos meses, de nuevo suscitabaen él un movimiento de despecho el que así se hubieran atrevido a echar mano de lomás respetable: el candor de los pocos
años. Disculpada por ellos, Marta habíacomparecido a interceder ante su padre enfavor del Antonio María Lucero, reciénpreso entonces por sospechas. Ningúntrabajo costó establecer que lo había hecho
a requerimientos de su amiga de infancia y-torció su señoría el gesto- prima carnal, escierto, por parte de madre, Juanita Lucero,aleccionada a su vez, sin duda, por losparientes judíos del padre, el conversoLucero, ahora sospechoso de judaizar. Derodillas, y con palabras quizás aprendidas,había suplicado la niña al obispo. Unatentación diabólica; pues, ¿no son, acaso,
palabras del Cristo: El que ama hijo o hijamás que a mí, no es digno de mí?
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En alto la pluma, y perdidos los ojosmiopes en la penumbrosa pared de la sala,el prelado dejó escapar un suspiro de la
caja de su pecho: no conseguía ceñirse a latarea; no podía evitar que la imaginación sele huyera hacia aquella su hija única, suorgullo y su esperanza, esa muchachitafrágil, callada, impetuosa, que ahora, en su
alcoba, olvidada del mundo, hundida en elfeliz abandono del sueño, descansaba,mientras velaba él arañando con la plumael silencio de la noche. Era -se decía elobispo- el vástago postrero de aquella vieja
estirpe a cuyo dignísimo nombre debió élhacer renuncia para entrar en el cuerpomístico de Cristo, y cuyos últimos rastrosse borrarían definitivamente cuando,llegada la hora, y casada -si es que algunavez había de casarse- con un cristianoviejo, quizás ¿por qué no? de sangre noble,criara ella, fiel y reservada, laboriosa yalegre, una prole nueva en el fondo de su
casa... Con el anticipo de esta anheladaperspectiva en la imaginación, volvió elobispo a sentirse urgido por el afán de
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preservar a su hija de todo contacto quepudiera contaminarla, libre de acechanzas,aparte; y, recordando cómo habían querido
valerse de su pureza de alma en provechodel procesado Lucero, la ira le subía a lagarganta, no menos que si la penosaescena hubiera ocurrido ayer mismo.Arrodillada a sus plantas, veía a la niña
decirle: «Padre: el pobre Antonio María noes culpable de nada; yo, padre -¡ella! ¡lainocente!-, yo, padre, sé muy bien que éles bueno. ¡Sálvalol» Sí, que lo salvara.Como si no fuera eso, eso precisamente,
salvar a los descarriados, lo que seproponía la Inquisición... Aferrándola por lamuñeca, averiguó en seguida el obispocómo había sido maquinada toda la intriga,urdida toda la trama: señuelo fue, es claro,la afligida Juanica Lucero; y todos losparientes, sin duda, se habían juntado parafraguar la escena que, como un golpe deteatro, debería, tal era su propósito, torcer
la conciencia del dignatario con el sutilsoborno de las lágrimas infantiles. Peroestá dicho que si tu mano derecha te fuere
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ocasión de caer, córtala y échala de ti. Elobispo mandó a la niña, como primeraprovidencia, y no para castigo sino más
bien por cautela, que se recluyera en sucuarto hasta nueva orden, retirándose élmismo a cavilar sobre el significado yalcance de este hecho: su hija quecomparece a presencia suya y, tras haberle
besado el anillo y la mano, le implora afavor de un judaizante; y concluyó, conasombro, de allí a poco, que, pese a todasu diligencia, alguna falla debía tener quereprocharse en cuanto a la educación de
Marta, pues que pudo haber llegado a talextremo de imprudencia.
Resolvió entonces despedir al preceptor ymaestro de doctrina, a ese doctorBartolomé Pérez que con tanto cuidadohabía elegido siete años antes y del que,cuando menos, podía decirse ahora quehabía incurrido en lenidad, consintiendo asu pupila el tiempo libre para vanas
conversaciones y una disposición de ánimoproclive a entretenerse en ellas con más
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intervención de los sentimientos que delbuen juicio.
El obispo necesitó muchos días para
aquilatar y no descartar por completo susescrúpulos. Tal vez -temía-, distraído en loscuidados de su diócesis, había dejado quese le metiera el mal en su propia casa, y seclavara en su carne una espina de ponzoña.
Con todo rigor, examinó de nuevo suconducta. ¿Había cumplido a fondo susdeberes de padre? Lo primero que hizocuando Nuestro Señor le quiso abrir losojos a la verdad, y las puertas de su
Iglesia, fue buscar para aquella tristecriatura, huérfana por obra del propionacimiento, no sólo amas y criadas dereligión irreprochable, sino también unpreceptor que garantizara su cristianaeducación. Apartarla en lo posible de unaparentela demasiado nueva en la fe,encomendarla a algún varón exento detoda sospecha en punto a doctrina y
conducta, tal había sido su designio. Elantiguo rabino buscó, eligió y requirió paramisión tan delicada a un hombre sabio y
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sencillo, este Dr. Bartolomé Pérez, hijo,nieto y biznieto de labradores, campesinoque sólo por fuerza de su propio mérito se
había erguido en el pegujal sobre el quesus ascendientes vivieron doblados, habíasalido de la aldea y, por entonces, sedesempeñaba, discreto y humilde -trashaber adquirido eminencia en letras
sagradas-, como coadjutor de unaparroquia que proporcionaba a susregentes más trabajo que frutos. Convienedecir que nada satisfacía tanto en él alilustre converso como aquella su
simplicidad, el buen sentido y el llanoaplomo labriego, conservados bajo la ropatalar como un núcleo indestructible dealegre firmeza. Sostuvo con él, antes deconfiarle su intención, tres largas pláticasen materia de doctrina, y le halló instruidosin alarde, razonador sin sutilezas, sabiosin vértigo, ansiedad ni angustia. En labiosdel Dr. Bartolomé Pérez lo más intrincado
se hacía obvio, simple... Y luego, suscariñosos ojos claros prometían para lapárvula el trato bondadoso y la ternura de
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corazón que tan familiar era ya entre losniños de su pobre feligresía. Aceptó, en fin,el Dr. Pérez la propuesta del ilustre
converso después que ambos de consunohubieron provisto al viejo párroco de otrocoadjutor idóneo, y fue a instalarse enaquella casa donde con razón esperabamedrar en ciencia sin mengua de la
caridad; y, en efecto, cuando su patronorecibió la investidura episcopal, a él, porinfluencia suya, le fue concedido elbeneficio de una canonjía. Entre tanto, sóloplácemes suscitaba la educación religiosa
de la niña, dócil a la dirección del maestro.Mas, ahora... ¿cómo podía explicarse esto?,se preguntaba el obispo; ¿qué falla, quéfisura venía a revelar ahora lo ocurrido entan cuidada, acabada y perfecta obra?¿Acaso no habría estado lo malo,precisamente, en aquello -se preguntaba-que él, quizás con error, con precipitación,estimara como la principal ventaja: en la
seguridad confiada y satisfecha del cristianoviejo, dormido en la costumbre de la fe? Yaun pareció confirmarlo en esta sospecha el
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aire tranquilo, apacible, casi diríaseaprobatorio con que el Dr. Pérez tomónoticia del hecho cuando él le llamó a su
presencia para echárselo en cara. Revestidode su autoridad impenetrable, le habíallamado; le había dicho: «Óigame, doctorPérez; vea lo que acaba de ocurrir: hace unmomento, Marta, mi hija ... » Y le contó la
escena sumariamente. El Dr. BartoloméPérez había escuchado, con preocupadoceño; luego, con semblante calmo y hastacon un esbozo de sonrisa. Comentó:«Cosas, señor, de un alma generosa»; ése
fue su solo comentario. Los ojos miopes delobispo lo habían escrutado a través de losgruesos vidrios con estupefacción y, enseguida, con rabiosa severidad. Pero él nose había inmutado; él -para colmo deescándalo- le había dicho, se había atrevidoa preguntarle: «Y su señoría... ¿no piensaescuchar la voz de la inocencia?» El obispo-tal fue su conmoción- prefirió no darle
respuesta de momento. Estaba indignado,pero, más que indignado, el asombro loanonadaba ¿Qué podía significar todo
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aquello? ¿Cómo era posible tantaobcecación? O acaso hasta su propiacámara -¡sería demasiada audacia!-, hasta
el pie de su estrado, alcanzaban... aunque,si se habían atrevido a valerse de su propiahija, ¿por qué no podían utilizar también aun sacerdote, a un cristiano viejo?...Consideró con extrañeza, como si por
primera vez lo viese, a aquel campesinorubio que estaba allí, impertérrito,indiferente, parado ante él, firme como unapeña (y, sin poderlo remediar, pensó:¡bruto) a aquel doctor y sacerdote que no
era sino un patán, adormilado en lacostumbre de la fe y, en el fondo último detodo su saber, tan inconsciente como unasno. En seguida quiso obligarse a lacompasión: había que compadecer másbien esa flojedad, despreocupación tanta enmedio de los peligros. Si por esta gentefuera -pensó- ya podía perderse la religión:veían crecer el peligro por todas partes, y
ni siquiera se apercibían... El obispoimpartió al Dr. Pérez algunas instruccionesajenas al caso, y lo despidió; se quedó otra
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vez solo con sus reflexiones. Ya la cólerahabía cedido a una lúcida meditación. Algoque, antes de ahora, había querido
sospechar varias veces, se le hacía ahoraevidentísimo: que los cristianos viejos, contodo su orgulloso descuido, eran malosguardianes de la ciudadela de Cristo, yarriesgaban perderse por exceso de
confianza. Era la eterna historia, laparábola, que siempre vuelve a renovar susentido. No, ellos no veían, no podían versiquiera los peligros, las acechanzassinuosas, las reptantes maniobras del
enemigo, sumidos como estaban en unaculpable confianza. Eran labriegos bestiales'paganos casi, ignorantes, con una pobreidea de la divinidad, mahometanos bajoMahoma y cristianos bajo Cristo, según elaire que moviera las banderas; o si no,esos señores distraídos en sus querellasmortales, o corrompidos en su pacto con elmundo, y no menos olvidados de Dios. Por
algo su Providencia le había llevado a él -yojalá que otros como él rigieran cadadiócesis- al puesto de vigía y capitán de la
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fe; pues, quien no está prevenido, ¿cómopodrá contrarrestar el ataque encubierto yartero, la celada, la conjuración sorda
dentro de la misma fortaleza? Como unaviso, se presentaba siempre de nuevo a laimaginación del buen obispo el recuerdo deuna vieja anécdota doméstica oída milveces de niño entre infalibles carcajadas de
los mayores: la aventura de su tío-abuelo,un joven díscolo, un tarambana, que, en elreino moro de Almería, habría abrazado sinconvicción el mahometismo, alcanzandopor sus letras y artes a ser, entre aquellos
bárbaros, muecín de una mezquita. Y cadavez que, desde su eminente puesto, veíapasar por la plaza a alguno de aquellosparientes o conocidos que execraban sudefección, esforzaba la voz y, dentro de laritual invocación coránica, La ílaha illá llah,injería entre las palabras árabes una ristrade improperios en hebreo contra el falsoprofeta Mahoma, dándoles así a entender a
los judíos cuál, aunque indigno, era sucreencia verdadera, con escarnio de losdescuidados y piadosos moros perdidos en
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zalemas... Así también, muchos conversosfalsos se burlaban ahora en Castilla, entoda España, de los cristianos incautos,
cuya incomprensible confianza sólo podíaexplicarse por la tibieza de una religiónheredada de padres a hijos, en la quesiempre habían vivido y triunfado,descansando, frente a las ofensas de sus
enemigos, en la justicia última de Dios.Pero ¡ah! era Dios, Dios mismo, quien lohabía hecho a él instrumento de su justiciaen la tierra, a él que conocía elcampamento enemigo y era hábil para
descubrir sus espías, y no se dejabaengañar con tretas, como se engañaba aesos laxos creyentes que, en su flojedad,hasta cruzaban (a eso habían llegado, sí, aveces: él los había sorprendido, los habíainterpretado, los había descubierto), hastallegaban a cruzar miradas de espanto -unespanto lleno, sin duda, de respeto, deadmiración y reconocimiento, pero espanto
al fin- por el rigor implacable que suprelado desplegaba en defensa de laIglesia. El propio Dr. Pérez ¿no se había
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expresado en más de una ocasión conreticencia acerca de la actividad depuradorade su Pastor?
-Y, sin embargo, si el Mesías había venidoy se había hecho hombre y había fundadola Iglesia con el sacrificio de su sangredivina ¿cómo podía consentirse queperdurara y creciera en tal modo la
corrupción, como si ese sacrificio hubierasido inútil?Por lo pronto, resolvió el obispo separar al
Dr. Bartolomé Pérez de su servicio. No eracon maestros así como podía dársele a una
criatura tierna el temple requerido para unafe militante, asediada y despierta; y, talcual lo resolvió, lo hizo, sin esperar al otrodía. Aun en el de hoy, se sentía molesto,recordando la mirada límpida que en laocasión le dirigiera el Dr. Pérez. El Dr.Bartolomé Pérez no había pedidoexplicaciones, no había mostrado nidesconcierto ni enojo: la escena de la
destitución había resultado increíblementefácil; ¡tanto más embarazosa por ello! Elpreceptor había mirado al señor obispo con
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sus ojos azules, entre curioso y, quizás,irónico, acatando sin discutir la decisiónque así lo apartaba de las tareas cumplidas
durante tantos años y lo privaba al parecerde la confianza del Prelado. La mismaconformidad asombrosa con que habíarecibido la notificación, confirmó a éste enla justicia de su decreto, que quién sabe si
no le hubiera gustado poder revocar, pues,al no ser capaz de defenderse, hacerinvocaciones, discutir, alegar y bregar endefensa propia, probaba desde luego quecarecía del ardor indispensable para
estimular a nadie en la firmeza. Y luego, laspropias lágrimas que derramó la niña alsaberlo fueron testimonio de suaves afectoshumanos en su alma, pero no de esa sólidaformación religiosa que implica mayordesprendimiento del mundo cotidiano yperecedero.
Este episodio había sido para el obispouna advertencia inestimable. Reorganizó el
régimen de su casa en modo tal que la hijaentrara en la adolescencia, cuyos umbralesya pisaba, con paso propio;
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y siguió adelante el proceso contra suconcuñado Lucero sin dejarse convencer deninguna consideración humana. Las
sucesivas indagaciones descubrieron aotros complicados, se extendió a ellos elprocedimiento, y cada nuevo pasomostraba cuánta y cuán honda era lacorrupción cuyo hedor se declaró primero
en la persona del Antonio María. El procesohabía ido creciendo hasta adquirirproporciones descomunales; ahí se veíanahora, amontonados sobre la mesa, loslegajos que lo integraban; el señor obispo
tenía ante sí, desglosadas, las piezasprincipales: las repasaba, recapitulaba lostrámites más importantes, y una vez y otracavilaba sobre las decisiones a que debíaabocarse mañana el tribunal. Erandecisiones graves. Por lo pronto, lasentencia contra los procesados; pero estasentencia, no obstante su tremendaseveridad, no era lo más penoso; el delito
de los judaizantes había quedadoestablecido, discriminado y probado desdehacía meses, y en el ánimo de todos,
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procesados y jueces, estaba descontadaesta sentencia extrema que ahora sólofaltaba perfilar y formalizar debidamente.
Más penoso resultaba el auto deprocesamiento a decretar contra el Dr.Bartolomé Pérez, quien, a resultas de uncierto testimonio, había sido prendido lavíspera e internado en la cárcel de la
Inquisición. Uno de aquellos desdichados,en efecto, con ocasión de declaracionespostreras, extemporáneas y yainconducentes, había atribuido al Dr. Pérezopiniones bastante dudosas que, cuando
menos, descubrían este hecho alarmante:que el cristiano viejo y sacerdote de Cristohabía mantenido contactos,conversaciones, quizás con el grupo deudaizantes, y ello no sólo después deabandonar el servicio del prelado, sino yadesde, antes. El prelado mismo, por suparte, no podía dejar de recordar el modoextraño con que, al referirle él, en su día, la
intervención de la pequeña Marta a favorde su tío, Lucero, había concurrido casi elDr. Pérez a apoyar sinuosamente el ruego
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de la niña. Tal actitud, iluminada por lo queahora surgía de estas averiguaciones,adquiría un nuevo significado. Y, en vista
de eso, no podía el buen obispo, no hubierapodido, sin violentar su conciencia,abstenerse de promover una investigacióna fondo, tal como sólo el procesamiento laconsentía. Dios era testigo de cuánto le
repugnaba decretarlo: la endiabladamateria de este asunto parecía tener unaespecie de adherencia gelatinosa, sepegaba a las manos, se extendía yamenazaba ensuciarlo todo: ya hasta le
daba asco. De buena gana lo hubierapasado por alto. Mas ¿podía, en conciencia,desentenderse de los indicios que taninequívocamente señalaban al Dr.Bartolomé Pérez? No podía, en conciencia;aunque supiera, como lo sabía, que estegolpe iba a herir de rechazo a su propiahija... Desde aquel día de enojosa memoria-y habían pasado tres años, durante los
cuales creció la niña a mujer-, nunca máshabía vuelto Marta a hablar con su padresino cohibida y medrosa, resentida quizás
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o, como él creía, abrumada por el respeto.Se había tragado sus lágrimas; no habíapreguntado, no había pedido --que él
supiera- ninguna explicación. Y, por esomismo tampoco el obispo se había atrevido,aunque procurase estorbarlo, a prohibirleque siguiera teniendo por confesor al Dr.Pérez. Prefirió más bien -para lamentar
ahora su debilidad de entonces- seguir unatáctica de entorpecimiento, pues que nodisponía de razones válidas con queoponerse abiertamente... En fin, el malestaba hecho. ¿Qué efecto le produciría a la
desventurada, inocente y generosa criaturael enterarse, como se enteraría sin falta, ysaber que su confesor, su maestro, estabapreso por sospechas relativas a cuestión dedoctrina? -lo que, de otro lado, acasoechara sombras, descrédito, sobre la quehabía sido su educanda, sobre él mismo, elpropio obispo, que lo había nombradopreceptor de su hi a... Los pecados de los
padres... -pensó, enjugándose la frente.Una oleada de ternura compasiva hacia laniña que había crecido sin madre, sola en la
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casa silenciosa, aislada de la vulgarchiquillería, y bajo tina autoridaddemasiado imponente, inundó el p echo del
dignatario. Echó a un lado los papeles, pusola pluma en la escribanía, se levantórechazando el sillón hacia atrás, rodeó lamesa y, con andar callado, salió deldespacho, atravesó, una tras otra, dos
piezas más, casi a tientas, y, en fin,entreabrió con suave ademán la puerta dela alcoba donde Marta dormía. Allí, en elfondo, acompasada, lenta, se, oía surespiración. Dormida, a la luz de la
mariposa de aceite, parecía, no unaadolescente, sino mujer muy hecha; sumano, sobre la garganta, subía y bajabacon la respiración. Todo estaba quieto, ensilencio; y ella, ahí, en la penumbra,dormía. La contempló el obispo un buenrato; luego, con andares suaves, se retiróde nuevo hacia el despacho y se acomodóante la mesa de trabajo para cumplir, muy
a pesar suyo, lo que su conciencia lemandaba. Trabajó toda la noche. Y cuando,casi al rayar el alba, se quedó, sin poderlo
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evitar, un poco traspuesto, susperplejidades, su lucha interna, la violenciaque hubo de hacerse, infundió en su sueño
sombras turbadoras. Al entrar Marta aldespacho, como solía, por la mañanatemprano, la cabeza amarillenta, de peloentrecano, que descansaba pesadamentesobre los tendidos brazos, se irguió con
precipitación; espantados tras de las gafas,se abrieron los ojos miopes. Y ya lamuchacha, que había querido retroceder,quedó clavada en su sitio.
Pero también el prelado se sentía
confuso; quitóse las gafas y frotó los vidrioscon su manga, mientras entornaba lospárpados. Tenía muy presente, vívido en elrecuerdo, lo que acababa de soñar: habíasoñado -y, precisamente, con Marta-extravagancias que lo desconcertaban y leproducían un oscuro malestar. En sueños,se había visto encaramado al alminar deuna mezquita, desde donde recitaba una
letanía repetida, profusa, entonada ysutilmente burlesca, cuyo sentido a élmismo se le escapaba. (¿En qué relación
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podría hallarse este sueño -pensaba- con lacelebrada historieta de su pariente, el falsomuecín? ¿Era él, acaso, también algún falso
muecín?) Gritaba y gritaba y seguíagritando las frases de su absurda letanía.Pero, de pronto, desde el pie de la torre, lellegaba la voz de Marta, muy lejana, tenue,mas perfectamente inteligible, que le decía
-y eran palabras bien distintas, aunqueremotas-: «Tus méritos, padre -le decía-,han salvado a nuestro pueblo. Tú solo,padre mío, has redimido a toda nuestraestirpe» En este punto había abierto los
ojos el durmiente, y ahí estaba Marta,enfrente de la mesa, parada, observándolocon su limpia mirada, rnientras que él,sorprendido, rebullia y se incorporaba en elsillón... Terminó de frotarse los vidrios,recobró su dominio, arregló ante sí loslegajos desparramados sobre la mesa, y,pasándose todavía una mano por la frente,interpeló a su hija: -Ven acá, Marta -le dijo
con voz neutra---, ven, dime: si te dijeranque el mérito de un cristiano virtuoso
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puede revertir sobre sus antepasados ysalvarlos, ¿qué dirías tú?
La muchacha lo miró atónita. No era raro,
por cierto, que su padre le propusieracuestiones de doctrina: siempre habíavigilado el obispo a su hija en este puntocon atención suma. Pero ¿qué ocurrenciarepentina era ésta, ahora, al despertarse?
Lo miró con recelo; meditó un momento;respondió: -La oración y las buenas obraspueden, creo, ayudar a las ánimas delpurgatorio, señor.
-Sí, sí -arguyó el obispo---, sí, pero... ¿a
los condenados?Ella movió la cabeza: -¿Cómo saber quién
está condenado, padre?El teólogo había prestado sus cinco
sentidos a la respuesta. Quedó satisfecho;asintió. Le dio licencia, con un signo de lamano, para retirarse. Ella titubeó y, en fin,salió de la pieza.
Pero el obispo no se quedó tranquilo; a
solas ya, no conseguía librarse todavía,mientras repasaba los folios, de un residuode malestar. Y, al tropezarse de nuevo con
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la declaración rendida en el tormento porAntonio María Lucero, se le vino de prontoa la memoria otro de los sueños que había
tenido poco rato antes, ahí; vencido delcansancio, con la cabeza retrepada tal vezcontra el duro respaldo del sillón. Ahurtadillas, en él silencio de la noche, habíaquerido -soñó- bajar hasta la mazmorra
donde Lucero esperaba justicia, Paraconvencerlo de su culpa y persuadirlo a quese reconciliara con la Iglesia implorando elperdón. Cautelosamente, pues, se aplicabaa abrir la puerta del sótano, cuando -soñó-
le cayeron encima de improviso sayonesque, sin decir nada, sin hacer ningún ruido,querían llevarlo en vilo hacia el potro deltormento. Nadie pronunciaba una palabra;pero, sin que nadie se lo hubiera dicho,tenía él la plena evidencia de que lo habíantomado por el procesado Lucero, y que seproponían someterlo a nuevointerrogatorio. ¡qué turbios, qué insensatos
son a veces los sueños! El se debatía,luchaba, quería soltarse, pero sus esfuerzos¡ay! resultaban irrisoriamente vanos, como
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los de un niño, entre los brazos fornidos delos sayones. Al comienzo había creído queel enojoso error se desharía sin dificultad
alguna, con sólo que él hablase; perocuando quiso hablar notó que no le haciancaso, ni le escuchaban siquiera, y aqueltrato tan sin miramientos le quitó de prontola confianza en sí mismo; se sintió ridículo
entonces, reducido a la ridiculez extrema, y-lo que es más extraño- culpable. ¿Culpablede qué? No lo sabía. Pero ya considerabainevitable sufrir el tormento; y casi estabaresignado. Lo que más insoportable se le
hacía era, con todo, que el Antonio Maríapudiera verlo así, colgado por los pies comouna gallina. Pues, de pronto, estaba yasuspendido con la cabeza para abajo, yAntonio María Lucero lo miraba; pero lomiraba como a un desconocido; se hacia eldistraído y, entre tanto, nadie prestabaoído a sus protestas. Él, sí; él, el verdaderoculpable, perdido y disimulado entre los
indistintos oficiales del Santo Tribunal,conocía el engaño; pero fingía,desentendido; miraba con hipócrita
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indiferencia. Ni amenazas, ni promesas, msuplicas rompían su indiferencia hipócrita.No había quien acudiera a su remedio. Y
sólo Marta, que, inexplicablemente,aparecía también ahí, le enjugaba de vezen cuando, con solapada habilidad, el sudorde la cara...
El señor obispo se pasó un pañuelo por la
frente. Hizo sonar una campanilla de cobreque había sobre la mesa, y pidió un vasode agua. Esperó un poco a que se lotrajeran, lo bebió de un largo trago ansiosoy, en seguida, se puso de nuevo a trabajar
con ahínco sobre los papeles, iluminadosahora, gracias a Dios, por un rayo de solfresco, hasta que, poco más tarde, llegó elSecretario del Santo Oficio.
Dictándole estaba aún su señoría el textodefinitivo de las previstas resoluciones -yya se acercaba la hora del mediodía-cuando, para sorpresa de ambosfuncionarios, se abrió la puerta de golpe y
vieron a Marta precipitarse, arrebatada, enla sala. Entró como un torbellino, pero enmedio de la habitación se detuvo y, con la
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mirada reluciente fija en su padre, sinconsiderar la presencia - del subordinado nimás preámbulos, le gritó casi, perentoria: -
¿Qué le ha pasado al Dr. Pérez? -y aguardóen un silencio tenso.Los ojos del obispo parpadearon tras de
los lentes. Calló un momento; no tuvo lareacción que se hubiera podido esperar,
que él mismo hubiera esperado de sí; y elSecretario no creía a sus oídos ni salía desu asombro, al verlo aventurarse despuésen una titubeante respuesta: -¿Qué es eso,hija mía? Cálmate. ¿Qué tienes? El doctor
Pérez va a ser.. va a rendir unadeclaración. Todos deseamos que no hayamotivo...
Pero -se repuso, ensayando un tono detodavía benévola severidad-, ¿qué significaesto, Marta?
-Lo han preso; está preso. ¿Por qué estápreso? -insistió ella, excitada, con la voztemblona-. Quiero saber qué pasa.
Entonces, el obispo vaciló un instanteante lo inaudito; y, tras de dirigir una flojasonrisa de inteligencia al Secretario, como
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pidiéndole que comprendiera, se puso aesbozar una confusa explicación sobre lanecesidad de cumplir ciertas formalidades
que, sin duda, imponían molestias a vecesinjustificadas, pero que eran exigibles enatención a la finalidad más alta demantener una vigilancia estrecha endefensa de la fe y doctrina de Nuestro
Señor Jesucristo... Etc. Un largo, farragosoy a ratos inconexo discurso durante el cualera fácil darse cuenta de que las palabrasseguían camino distinto al de lospensamientos. Durante él, la mirada
relampagueante de Marta se abismó en lasbaldosas de la sala, se enredó en lasmolduras del estrado y por fin, volvió atenderse, vibrante como una espada,cuando la muchacha, en un tono quedesmentía la estudiada moderacióndubitativa de las palabras, interrumpió alprelado:
-No me atrevo a pensar -le dijo- que si mi
padre hubiera estado en el puesto deCaifás, tampoco él hubiera reconocido alMesías.
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-¿Qué quieres decir con eso? -chilló,alarmado, el obispo.
-No juzguéis, para que no seáis juzgados.
-¿Qué quieres decir con eso? -repitió,desconcertado.-Juzgar, juzgar, juzgar -ahora, la voz de
Marta era irritada; y, sin embargo,tristísima, abatida, inaudible casi.
-¿Qué quieres decir con eso? -amenazó,colérico.-Me pregunto -respondió ella lentamente,
con los ojos en el suelo- cómo puedeestarse seguro de que la segunda venida
no se produzca en forma tan secreta comola primera.
Esta vez fue el Secretario quien pronuncióunas palabras: -¿La segunda venida? -murmuró, como para sí; y se puso amenear la cabeza. El obispo, que habíapalidecido al escuchar la frase de su hija,dirigió al Secretario una mirada inquieta,angustiada. El Secretario seguía meneando
la cabeza.-Calla -ordenó el prelado desde su sitial.Y ella, crecida, violenta:
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-¿Cómo saber –gritó- si entre los que adiario encarceláis, y torturáis, y condenáis,no se encuentra el Hijo de Dios?
-¡El Hijo de Dios! -volvió a admirarse elSecretario. Parecía escandalizado;contemplaba, lleno de expectativa, alobispo.
Y el obispo, aterrado: -¿Sabes, hija mía,
lo que estás diciendo?-Sí, lo sé. Lo sé muy bien. Puedes, siquieres, mandarme presa.
-Estás loca; vete.-¿A mí, porque soy tu hija, no me
procesas? Al Mesías en persona lo haríasquemar vivo.
El señor obispo inclinó la frente, perladade sudor; sus labios temblaron en unaimploración: «¡Asísteme, Padre Abraham!»,e hizo un signo al Secretario. El Secretariocomprendió; no esperaba otra cosa.Extendió un pliego limpio, mojó la pluma enel tintero y, durante un buen rato, sólo se
oyó el rasguear sobre el áspero papel,mientras que el prelado, pálido como unmuerto, se miraba las uñas.
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Historia de macacos
De Historias de macacos
ISi yo, en vista de que para nada mejor
sirvo, me decidiera por fin a pechar con taninútil carga, y emprendiera la tarea decantar los fastos de nuestra colonia —revistiéndolos acaso con el purpúreo ropajede un poema heroico-grotesco en octavasreales, según lo he pensado alguna vez enhoras de humor negro—, tendría que
destacar aquel banquete entre los másseñalados acontecimientos de nuestra vidapública. Memorable, de veras memorableiba a ser en efecto, por razones varias, esacena de despedida; y, en su caso, no
resultaría exagerada la habitual fraseologíadel periodiquín local, ni las hipérboles yponderaciones con que pudiera el inefableToñino Azucena reseñar en la radio el socialevento. Ya el mero hecho de reunirse, oreunirnos, los capitostes para festejar a unode los nuestros con motivo de su regreso
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«al seno de la civilización», bastaba ysobraba; era de por sí toda una sensaciónen el empantanado tedio de nuestra
existencia, aunque no hubiera habidodetrás lo que había, ni hubiera descubiertolo que descubrió, ni tenido lasconsecuencias que tuvo. Pero es que,además, este banquete de despedida
presentaba desde el comienzocaracterísticas muy singulares. Por lopronto, era el propio director deExpediciones y Embarques quien ofrecía alos demás el agasajo en lugar de recibirlo.
Había insistido en su deseo de retribuir así las innumerables atenciones que, durantesu «campaña africana», recibieron denosotros tanto él, Robert, como, sobretodo, su esposa. Y no hay que decir elefecto que esta idea —un pocoextravagante de cualquier manera— debíaproducirnos a todos y cada uno denosotros, dados los antecedentes del caso.
Como bien podía preverse, dio pábulo a lachacota general, y en este sentido sedistinguió, amparado en su jerarquía, el
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inspector general de Administración, RuizAbarca, incapaz siempre de aguantarse lasocurrencias violentas o mordaces y
reducirse a los límites —no demasiadoestrictos, al fin y al cabo, pues vivíamos enuna colonia—, pero, ¡caramba!, mantenersesiquiera dentro de los límites mínimosexigidos por el decoro de su cargo. Lejos de
eso (eso no estaba en su genio), incurrióen impertinencia al provocar y prolongar,para ludibrio, un cortés altercado conRobert sobre quién invitaba a quién,durante cuyo debate no cesó de emitir, con
miradas oblicuas a la divertida galería,frases de estilo, tales como: «¡En modoalguno, amigo Robert! Nosotros somosquienes tenemos recibidas excesivasatenciones de ustedes y, muy en particular,de la señora. Creo poder afirmar en nombrede todos que nuestra doña Rosa ha sidouna bendición del cielo para este inhóspitopaís. Tanto, que no sé ni cómo vamos a
arreglárnoslas ahora sin ella. Usted,querido colega, de seguro que no puedeimaginarse cuánto vamos a echarla de
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menos»; y otras pesadeces semejantes,que el director de Embarques escuchaba,elusivo, complacido en el fondo o irónico,
medio asintiendo a ratos, con el vaso dewhisky empuñado y protestas en los labioscontra la amable exageración del queridoamigo. Aseguraba, sin embargo —y a losespectadores agrupados alrededor de
ambos jerarcas se les reían los ojos—,aseguraba muy serio —y algunos queríanreventar de risa—, que no; que las ventajasdel trato fueron recíprocas, lo reconocía;pero que ellos, su esposa y él, resultaron
sin duda los más gananciosos; de maneraque por favor, no pretendiera nadie ahoraprivarle de este placer; no se hablare másdel asunto: definitivamente, él pagaría lafiesta de despedida... Ruiz Abarca fingióentonces darse por vencido, aunque demala gana, en la porfía. Y Toñito Azucena,entrometido profesional, se atrevió a terciarcon una gracieta que tuvo poca aceptación;
nadie le hizo caso, y el propio Robert lomiró como a un sapo. Los demás seregodeaban ya en su fuero interno,
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anticipándose opima cosecha decomentarios jocosos y de risotadas sin quefaltara tampoco —sospecho yo— alguno
que, con un residuo de vieja caballerosidadapenas reprimida por la obsecuencia,sintiera bochorno y hasta un poco desublevación moral ante lo que ya parecía enverdad demasiado fuerte. En cuanto a mí,
que asistía a todo con ánimo neutral (mismotivos tenía para considerarme neutralhasta cierto punto), estaba un pocoasombrado y me preguntaba cómo aquelsujeto, Robert, de quien tanto hubiera
podido decirse, pero no que fuese ni tontoni un infeliz, no captaba el ambiente desoflama que lo envolvía. Ya era mucho quedurante un año largo no se hubierapercatado de nada. Con razón dicen que losmaridos son siempre los últimos enenterarse, aunque de mí sé decir...Demasiado engolfado en amasar dinero porcualquier medio, y quizás también
demasiado poseído de sí —pues era un tíosoberbio si los hay— para que le pasarasiquiera por las mientes la posibilidad de
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que alguien osare hollar su honorprofanando el santuario de su hogar, menosaún podía notar el director de Embarques la
sorna alrededor suyo en esos momentos.Yo lo contemplaba y me hacía cruces.Aunque el tipo tenía cara de palo, se meantojaba a ratos descubrir en su expresiónun no sé qué de forzado y violento, o de
irónico, o de triste. Sea como quiera, seveía un poco pálida su cara de palo. Oquizás eran sólo mis aprensiones deobservador neutral.
Llegó la fiesta. Cómodo en esa mi actitud
de espectador, me instalé en una esquinade la mesa (mi empleo en la compañía esmás bien modesto, y tampoco soy yo de losque se desviven por destacar), muydispuesto, eso sí, a presenciarlo todo desdela penumbra, mientras que las miradasconvergían hacia la cabecera, ocupada,como es natural, por el gobernador, con lareina de la fiesta a su derecha y, a
continuación —lo que ya no es natural,sino, por el contrario, inaudito, indignante—, ese títere de Toño Azucena, ¡un locutor de
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radio! Al otro lado, oficiaba nuestroanfitrión y director de Embarques, y, sinorden, seguían luego por las dos bandas los
jefes principales de la colonia.La señora de Robert era la única mujerpresente. Consistía la fiesta en una cena«para hombres solos» que ofrecía elmatrimonio, ahí en el Country Club, la
víspera de su partida a Europa. Otraextravagancia, si se quiere; pero, bienmirado, resultaba lo más discreto. Desdeluego,' Robert era persona que sabíaapreciar las circunstancias, que hilaba fino;
y el haber hecho «invitación de caballeros»eliminaba de entrada muchas cuestiones.Piénsese: en la colonia es bastanteirregular la situación doméstica de casi todoel mundo. La mayor parte de losfuncionarios que manda la compañía,resignados por necesidad extrema a esteexilio en el África tropical, vienen solos; yaun cuando la mayor parte acaban, o
acabamos, por dejarnos aquí el pellejo,cada cual piensa y calcula que su«campaña» será breve, un sacrificio
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transitorio, lo indispensable para juntaralguna plata y salir de penas y rehacer suvida; pero los meses pasan, y los años, las
cartas a casa ralean, los envíos de dinerotambién se hacen raros y, mientras tanto —sin llegarse al caso extremo de Martín, eseextrañísimo y abyecto personaje,encenegado en su negrerío—, va brotando
en la colonia una ralea mestiza al margende situaciones más o menos estables, peroamás reconocidas ni aceptadas. Enresumen: que la mayoría somos aquí «hombres solos». Y de otro lado, las
mujeres de aquellos pocos que, por fas opor nefas, se trajeron consigo a la familia,suelen, las muy necias, desarrollar aquí enÁfrica una soberbia intratable, que da risacuando se consideran las penurias yaprietos pasados antes de ahora por estaspretendidas reinas en el destierro, y hastala ínfima extracción que, acaso, traiciona ensu lenguaje, gustos y maneras la digna
consorte de algún que otro ilustreperdulario. Así, pues, en este corral degallinas engreídas, la señora doña Rosa G.
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de Robert, nuestra encantadora directorade Expediciones y Embarques, habíallegado a tener demasiado mal ambiente,
no sólo por obra de la envidia hacia susbuenas prendas, belleza, mundo, etc., sinotambién —justo es confesarlo— porque lascosas trascienden, y ¿qué más quiere laenvidia sino encontrar manera de
dignificarse en escandalizada virtud?...Convidar hombres solo evitaba, en todocaso, complicaciones y enojos, o los reducíaal mínimo inevitable; era medida prudente.
Por lo demás, a ella, a la encantadora
Rosa, poco le importaban los chismes, lashabladurías de la gente, ni el «qué dirán»;buenas pruebas tenía dadas del másimpávido desprecio hacia la opinión ajena.Ahí estaba ahora, sonriente y feliz, tanfresca cual su nombre, presidiendo la mesaa la diestra del gobernador. ¡Admirableaplomo el suyo! Sonriente y feliz, lucía enmedio de todos nosotros, autorizada por las
barbas venerables de su excelencia, con undominio pleno de la situación. Y no puedenegarse que fuera emocionante el
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momento, aun para quien, como yo,apenas si tenía otro papel que el defigurante y comparsa en aquella comedia
absurda. Había oscurecido ya, y caía sobrenosotros esa humedad fresquita que, lamayor parte del año, viene a permitirnosvivir y respirar, siquiera por las noches,después de las atroces horas de sol.
Estábamos sumidos en la penumbra; lossirvientes del Club iban y venían, descalzos,oscuros, por la terraza, desde donde seveía el dormido rebaño de automóviles,agrupados abajo, en la explanada. Del
fondo de la selva nos llegaban a vecesgritos de los monos, perforando con suestridencia el croar innumerable, continuo ycerrado de las ranas, mientras que ahí, aun lado, muy cerca, encima casi, perfilabaen el puerto su negra mole el Victoria II,que zarparía de madrugada llevándose aRosa y a su dichoso marido...
La cena comenzó en medio de gran
calma, y así discurrió, un poco fantasmal,apacible, hasta los postres, sinparticularidad de ninguna especie, aunque
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no sin una creciente expectación.Estábamos en penumbra; no teníamosluces sobre la mesa; para evitar la molestia
de los insectos, nos conformamos con lailuminación lejana de los focos, a cuyoalrededor se agitaban espesos enjambresde mosquitos y mariposones. Comíamos,hablando poco y en voz baja, y no dejaba
de haber emoción en el ambiente. Pues eslo cierto que todos esperábamos,barruntábamos, algo sensacional; y, porsupuesto, lo deseábamos. Nos hubiéramossentido defraudados sin ello, y fue un alivio
cuando, al final, ya con el café servido yprendidos los cigarros, explotó —y ¡de quémanera!— la bomba.
Hubiera podido apostarse que a lamajadería de Ruiz Abarca, el inspectorgeneral, correspondería provocar elestallido. Lo vimos alzarse de la silla,pesadamente, y, en alto la copa de vinoque tantas veces había vaciado y vuelto a
llenar durante la comida, farfullar un brindisdonde salían a relucir de nuevo, conreiteración insolente, las bondades de que
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la señora había sido tan pródiga, y dondeotra vez se proferían insidiosas y torpesquejas por el desamparo en que a todos
nos dejaba. Entonces Robert, que habíaescuchado sonriendo, un poco pálido y, alparecer, distraído o ensimismado, selevantó de improviso a pronunciar eldiscurso de réplica que tan famoso haría
aquel evento social. Me limitaré areproducir aquí, sin muchos comentarios, lacuriosa pieza oratoria; y no se piense quees mérito de mi sola memoria la fidelidadtextual con que lo hago, pues, aun cuando
ha pasado ya algún tiempo, todavía sale arelucir de vez en vez en nuestrasconversaciones, después de haber dadomateria durante semanas y meses adebates, discusiones y disputas. La fijaciónde sus términos exactos es, por lo tanto,obra del trabajo colectivo.
Pidió, pues, silencio nuestro director deEmbarques con un gesto de la mano, cuya
imperiosa decisión tuvo la virtud deinterrumpir el ya enrevesado, farfullento,interminable brindis del borracho, y se paró
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a contestarle; no se diga ante quéexpectación. Todavía se dio el gustazo deaumentarla al concederse una pausa, ya en
pie, para prender su cigarro y sacarle unpar de lentas chupadas; y luego, con vozbajita y despaciosa, algo vacilante, aunquecontrolada, rompió a hablar. He aquí lo quedijo: «Señor gobernador, señores y amigos
míos: Pocas horas faltan ya para nuestrapartida; el barco que ha de restituirnos aEuropa ahí está, con nuestros equipajes,esperando a que amanezca para levaranclas. Cuando dentro de un rato nos
separemos, será acaso para no vernos yanunca más, y sólo de la casualidad puedeesperarse que concierte nuestro futuroencuentro con alguno de ustedes, Diossabe dónde ni cuándo, pero desde luego encondiciones tan distintas a las actuales queseríamos como de nuevo extraños, comoprácticamente desconocidos. Y, sinembargo, ¡qué enlazadas han estado
nuestras vidas durante este último año demi permanencia en África! Ahora, al dejarla colonia y separarme de ustedes, siento
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una especie de íntimo desgarrón, y nopuedo resistir el deseo de comunicarles misocultas emociones, que hasta hace un rato
dudaba todavía si descubrirles o, por elcontrario, reprimirlas y reducirme aofrecerles en tácito homenaje a su amistadesta modesta despedida. Pero he pensadoque tal vez incurriría en deslealtad hacia
excelentes amigos si me llevara conmigo unpequeño secreto, un secreto insignificante,quizá ni siquiera un secreto, pero queconcierne a nuestras respectivas relacionesy cuya declaración puede aplacar la
conciencia de algunos, confortándome a mí,cuando menos, con la sobria alegría de laverdad desnuda».
Hizo aquí una pausa, y volvió a chupar elcigarro calmosamente. Nadie respiraba;más allá, tras los criados que, apartados,respetuosos, escuchaban junto a lascolumnas, se oía el áspero y seguido croarde las ranas y, de vez en cuando, el chillido
de algún simio.Continuó diciendo el director deembarques con voz ya afirmada y en la que
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ponía ahora un cierto matiz decomplacencia nostálgica: «Permítanme,queridos amigos, recordar la hora de mi
primera llegada a la colonia. Circunstanciasazarosas de mi pasado me habíanempujado a este exilio donde esperabareponerme de muchos desengaños y —¿porqué no decirlo?— de muchos quebrantos
económicos. Sí, ¿por qué no decirloabiertamente, entre compañeros? Eshumano y es legítimo; y todos nosotros, sinexcluir al propio señor gobernador (aunreconociendo sus altas preocupaciones e
intereses superiores, voy a permitirme noexcluirlo —agregó con una mirada de retocordial, que el dignatario acogióbenévolamente—); todos nosotros, digo,incluso él, afrontamos la expatriación, lasfiebres, las lluvias torrenciales, la aprensiónde los indígenas, el castigo del sol, lamosca tsé-tsé, en fin, cuanto a diarioconstituye motivo de nuestras quejas, y,
sobre todo, ese implacable deterioro delque nunca nos quejamos para no pensar enél; afrontamos todo eso, y ¿por qué? Pues
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porque, en cambio, el dinero corre aquí enabundancia, con aparente abundancia,aparente no más; pues, bien mirado,
constituye mísero precio para nuestrasvidas; y si así las malbaratamos, es por noestimarlas gran cosa en el fondo denosotros mismos, de modo que hastacreemos realizar un buen negocio y nos
hacemos la ilusión de recibir pagagenerosa... Más vale eso; todoscontentos... Pero, señores, les pido perdón;estoy divagando. Decía que a mi llegadasentí una entrañable solidaridad con todos
ustedes. En cierto modo, todos estábamosaquí proscritos, con la nostalgia de aquellopor amor de lo cual hemos caído en estepantano, hundido el cuerpo en medio de laselva y yéndose el alma hacia allá.Entonces pensé cuánto bien podría traernosa todos la presencia de Rosa. Esta no estierra para nuestras mujeres, cierto; peroella —ustedes bien lo saben— no es ni
pusilánime, ni abatida, ni agria; sabe llevara cabo con la sonrisa en los labios cualquiersacrificio; a nada le hace ascos... En fin,
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resolví traérmela conmigo en el viajesiguiente; regresé, pues; se lo propuse,aceptó ella, y en estos momentos, cuando
nos aprontamos a regresar de nuevo a lapatria, creo que ya puedo darme porcontento de mi iniciativa y de nuestraresolución. Ustedes por su parte —ya seve—, sólo saben lamentar la ausencia y
orfandad en que esta excepcional criaturales deja. Y lo comprendo, señores, amigosmíos; lo comprendo perfectamente. Nopiensen que ignoro lo que ella ha sido paraustedes durante este año; la idea de que
pudiera estarlo ignorando me produce a mí tanta vejación como debe producirlesregocijo o —acaso— vergüenza a ustedesmismos. Pero, no; por suerte, no lo ignoro,ni tampoco veo motivos para lamentarlo.Sé muy bien cuáles han sido losparticularísimos favores que Rosa hadiscernido a cada uno de ustedes, y con nomenor precisión estoy informado de la
esplendidez exhibida por cada uno alretribuírselos. ¿Cómo hubiera podidoignorarlo, si ella acostumbra depositar en
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mis manos el cuidado de todos susintereses, tanto materiales comoespirituales?... Y, al llegar a este punto,
sería una falta de hidalguía por mi parte norendir el justo tributo al desprendimientocon que todos ustedes han sabidocorresponder a las bondades de esta mujeradmirable. Desprendimiento —debo
decirlo— hasta excesivo en ciertos casos.Que el señor gobernador, quien fue —según corresponde a su eminenteposición— el primero en honrar con susasiduidades nuestro humilde hogar, quisiera
colmar de dádivas a la mujer en cuyo senole era dado olvidar un poco lasabrumadores responsabilidades de sucargo, santo y bueno. Pero es, amigos, queha habido conductas muníficas, aun enmayor grado, si cabe; y yo me siento en eldeber de proclamarlo. Resulta conmovedor,por ejemplo, el caso de algunos colegas,que no nombro por no herir su modestia,
quienes, cuando les llegó el turno yoportunidad de mostrarse a la altura de sussuperiores jerárquicos, no escatimaron
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sacrificios, ni han vacilado siquiera enempeñarse y contraer deudas para que sunombre quede escrito en nuestra memoria
con letras de oro. Rosa, cuyo corazón es delmismo metal precioso, a duras penas se hadejado persuadir por mí de que devolverlesparte de sus obsequios hubiera podido serofensivo para quienes con tan devoto
sacrificio los hicieran...»Puede calcularse la estupefacción queeste discurso —tímido al comienzo, y ahoraya emitido con indignante aplomo y clarasinflexiones burlescas— suscitaba en los
oyentes. Era inaudito semejante cinismo;nadie sabía cómo tomarlo. Las dosalusiones a su excelencia, a cuál másaudaz, fueron golpes maestros calculadospara paralizarnos. Había atraído en seguidael rostro del señor gobernador las miradas,sin encontrar la suya; pues los ojos de suexcelencia, habitualmente vivaces,inocentes, reidores y en modo extraño
muchachiles en aquella su cara barbuda, seconcentraban ahora, fijos en la fuente defrutas que ocupaba el centro de la mesa.
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Nadie sabía cómo tomar aquello. Por lodemás, era dato bien conocido el dequienes tenían embargado el sueldo, y por
qué; mencionar deuda o empeño eranombrarlos. Hubo rumores, alguna risa; yel irritado susurro que se oía en varioslugares de la mesa estaba a punto deelevarse hasta rumor y clamor; mas ya el
orador, cerrando su pausa, retomó lapalabra a tiempo para concluir en tonoingenuo, amable, bonachón, con la tracafinal que nos dejaría tambaleantes. Estasfueron sus últimas palabras: «Por supuesto
—dijo—, de igual manera que yo he sabido,durante este, ¡ay!, largo término, aparentardistracción, ustedes han tenido también eltacto de fingir que continuaban creyendo aesta mujer esposa mía, según yo me habíapermitido presentarla, usando de unapequeña superchería, a mi llegada. Unapequeña superchería, sin consecuencias;pues estoy seguro de que, el conocerla más
de cerca y poder apreciar su modo deconducta, su habilidad y experiencia, susentido de las conveniencias y su
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escrupuloso respeto de las jerarquías, tanalejado todo ello de la necia arbitrariedad einsipidez que suele caracterizar a nuestras
mujercitas burguesas, les permitiría austedes advertir en seguida y darse cuentainmediata de lo que en realidad es ella: unaprofesional muy eficiente, en la tradición delas antiguas cortesanas. Y no otro es,
señores, el pequeño secreto que, aunseguro de que ya lo habrían adivinadotiempo ha, me he creído en el deber derevelarles. Largo e intensivo entrenamientohabía preparado a nuestra amiga —y señaló
hacia Rosa con el cigarro— para estasarduas lides cuando, hace poco más de unaño, le propuse que se asociara conmigo ycorriera la aventura tropical a la que hoyponemos feliz término y coronación. No meresta, por consiguiente, apreciados colegas,sino informales por encargo de nuestraquerida Rosa de que, con sus ahorros, sepropone —ya que su juventud triunfante le
desaconseja la sosegada existencia delrentista— instalar un establecimiento degalantes diversiones que, seguro estoy, ha
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de ser modelo en su género, y donde, pordescontado, serán recibidos ustedes comoen su propia casa cuando alguna vez
deseen visitarlo. Entretanto, que el Señorles colme de prosperidades». Y nada más.Hizo una reverencia, y volvió a sentarse.
¡Qué desconcierto, Dios mío! Aquello eraun mazazo. Nadie sabía qué pensar, ni qué
decir, ni qué hacer. Rosa, encantadora,enigmática, ajena, distante, impertérrita,sonreía, muy digna en su puesto. ¡Si eracosa de frotarse los ojos para creerlo!...
Y otra vez fue Abarca, nuestro nunca bien
ponderado inspector general deAdministración, quien, al sentirse así burlado, se dejó llevar impetuosamente desu primer impulso: levantó el puño y, rojode ira, lo descargó sobre la mesa, a la vezque su oscuro vozarrón profería: «¡Ah, lagrandísima...!» El insulto fue como unpedrusco lanzado con violencia enorme a lacara tan compuesta de la ninfa. Mudos,
aguardamos el impacto... Lo sucedido hastaese instante había tenido, todo, un raro airede alucinación; daba vértigo. Pero lo que
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ocurrió entonces... Sin perder su aposturani alterar el semblante, la dama contestó ala injuria de aquel bestia presentándole,
tieso, el dedo de en medio de su manodiestra, que se mecía en el aire con suave,lenta, graciosa oscilación, mientras lasiniestra, apoyada en el antebrazo, refulgíade joyas. Tal fue su respuesta, la más
inesperada. Y el ademán obsceno, en cuyaresuelta energía no faltaba la delicadeza,vino a romper definitivamente la imagenque, a lo largo de un año seguido, nosteníamos formada de la distinguida, aunque
ligera, señora de Robert.Sin embargo, una vez más hubimos de
rendirnos y reconocer su tino, y admirarlade nuevo cuando, más adelante y ya enfrío, se discutió el asunto., Pues ¿hubierapodido acaso dar más sobria respuesta a lainsolencia de un borracho que el silenciosopero concluyente signo mediante el cualcorroboraba al mismo tiempo, confirmaba,
refrendaba y suscribía el informe rendido invoce un momento antes, acerca de suverdadera condición y oficio, por el director
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de Embarques? Éste —¡qué habilidad la delhombre!— evitó lo peor; consiguió que latormenta se disipara sin descargar, y
disolvió la reunión después de habersedespedido en particular en cada uno denosotros, desde el gobernador para abajo,sin excluir al propio Ruiz Abarca («Vamos,Rosa, que el señor inspector general quiere
besarte la mano, y no son momentos éstospara rencores»), dejándonosdesconcertados, divididos en grupitos, sinque nadie escuchara a nadie, mientras quela pareja se iba a dormir a bordo ya esa
noche.II
Un mazazo, capaz de aturdir a un buey:eso había Sido la revelación de Robert. Su
famoso discurso nos había dejado tontos.Ya, ya irían brotando, como erupcióncutánea, las ronchas que en cada cuallevantaría tan pesada broma; pues —aunos más y a otros menos— ¿a quién nohabía de indigestársele el postre que enaquella cena debimos tragarnos? Cuando al
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otro día, pasado el estupor de la sorpresa ydisipados también con el sueño los vaporesalcohólicos que tanto entorpecen el
cerebro, amaneció la gente, para muchosera increíble lo visto y oído; andábamostodos desconcertados, medio huidos, raboentre piernas. Tras vueltas, reticencias ytanteos que ocuparían las horas de la
mañana, sólo al atardecer se entró de llenoa comentar lo sucedido; y entonces, ¡quécosas peregrinas no pudieron escucharse!Por lo pronto, y aunque parezca extraño(yo tenía miedo a los excesos de la
chabacanería), aunque parezca raro, lareacción furiosa contra la mujer, de queRuiz Abarca ofreciera en el acto mismo unprimer y brutal ejemplo, no fue la actitudmás común. Hubiera podido calcularse queella constituiría el blanco natural de lasmayores indignaciones, el objeto de losdicterios más enconados; pero no fue así.La perfidia femenina —corroborada, una
vez más, melancólicamente— no sublevabatanto como la jugarreta de Robert, esecanalla que ahora —pensábamos— estaría
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burlándose de nosotros, y riendo tantomejor cuanto que era el último en reír.Durante meses y meses nos había dejado
creer que le engañábamos, y los engañadoséramos nosotros: esto sacaba de tino,ponía rojos de rabia a muchos. Pues, enverdad, la conducta del señor director deExpediciones y Embarques resultaba el
bocado de digestión más difícil; pensar quese había destapado con desparpajo inaudito—mejor aún, con frío y repugnantecinismo— como un chulo vulgar, rufián yproxeneta, suscitaba oleadas de rabia y
tardío coraje, quizás no tanto por el hechoen sí como por la vejación del chasco.¡Señor director de Embarques! ¡Buenembarque nos había hecho! Eran varios ya,y crecían en número, los que pretendíanhaber sospechado algo, callado porprudencia algún barrunto o pálpito, acasotener pronosticado (y no faltarían testigos)cosa por el estilo. Otros, no menos
majaderos, se aplicaban a urdir —¡a buenahora!— remedios ilusos; y tampoco dejabande oírse voces que reprocharan al
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gobernador su lenidad en permitir queaquella pareja de estafadores («estafadoresde la peor calaña») embarcara tan
ricamente, sin haber recibido su merecidoo, al menos, vomitar los dineros que,sorprendiendo la buena fe Ajena, se habíanengullido.
Pero hay que decir que la opinión sensata
acogía con reserva y aun con ironíadesahogos semejantes, y que, muy por elcontrario, se sintió un general aliviocuando, en la emisión de las cinco y media,cerró Torio su noticiario radial mediante las
palabras sacramentales: «...y un servidorde ustedes, Toñito Azucena, les desea muybuenas tardes», sin haber hecho menciónalguna del acontecimiento que ocupabatodas las mentes y alimentaba todas lasconversaciones. Y es que la manera comoEl Eco de la Colonia traía la noticia aquellamañana resultaba inquietante por demás.«Anoche, según lo anunciado — informaba
el diario—, tuvo lugar en la eleganteterraza del Country Club el banquete dehomenaje y despedida al señor director de
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Expediciones y Embarques, don J. M. IRobert, y a su digna consorte, la señoraRosa G. de Robert. Al cerrar esta edición,
adelantamos la noticia sin que nos seaposible relatar en detalle las interesantesincidencias del destacado acto. En nuestronúmero de mañana encontrará el lector,reseñados con la debida amplitud y
comentarios pertinentes, los sabrososdetalles del evento». No decía más; y¡bueno fuera —me había dicho yo aquellamañana, leyendo la insidiosa gacetilla,mientras se enfriaba mi taza de café—,
bueno fuera que, tras el chaparrón deanoche, nos enfangáramos todavía en uninnecesario escándalo! Por mí, eso meimportaba poco. Le importaría algobernador, le importaría al jefe de laPolicía colonial, le importaría al secretariode Gobierno, le importaría al propio RuizAbarca, tan inspector general deAdministración, después de todo; y, fuera
de estos dignatarios responsables, leimportaría a los pocos empleados, altos obajos, que tienen aquí la familia. A mí, en
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el fondo, me traía muy sin cuidado. Peroesto no quiere decir que fuera indiferente alasunto; no lo era; me interesaba, desde
luego, aunque apenas me sintieraimplicado, y lo viviera un poco enespectador. Recuerdo que aquella mismanoche, caldeado sin duda mi caletre, habíafabricado un sueño, tan absurdo como
todos los sueños, pero que reflejaba laimpresión recibida durante la escena delbanquete. Soñé que me encontraba allí, yque Rosa ocupaba, tal cual en realidad lahabía ocupado, la cabecera de la mesa,
junto al gobernador. Discurría la comida, yyo me sentía acongojado por la inminentepartida de nuestra amiga, cuando, depronto, el inspector general, Abarca,sentado en sueños al lado mío —aunque larealidad nos asignara puestos algodistantes en la mesa; pero en sueñosestaba a mi lado—, se me inclina al oído y,muy familiarmente, me susurra: «Mire,
compadre, qué ajada se ve Rosa. Pensabaella irse tan fresca; pero, camarada, en eltrópico...» La miré entonces, y vi con
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asombro que su cara se había cubierto dearrugas, apenas disimuladas por elmaquillaje; tenía bolsones bajo los ojos
embadurnados, marcadas las comisuras delos labios, y los hombros vencidos; unaruina, en fin. Me limité a comentar en laoreja peluda de Ruiz Abarca: «AmigoAbarca: es el trópico; aquí no hay quien
levante cabeza...» Un sueño de sentidotransparente —reflexioné mientras apurabael café de mi desayuno—: el deterioroinfligido en él a la dama de nuestros afanessimboliza, es fácil darse cuenta, el
hundimiento repentino de su prestigiosocial ante nuestros ojos. Por lo demás, eradicho corriente en la colonia —y nadiemejor que yo sabe cuán cierto— que eltrópico desgasta a hombres y mujeres, lostritura, los quiebra, muele y consume...
Más curioso de oír lo que se hablara sobreel caso que dispuesto a trabajar, di unúltimo sorbo a mi taza y salí en dirección a
la oficina. Mi despacho está en los bajos delPalacio del Gobierno, frente a la PlazaMayor; hacia allá me encaminé. La
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mañana, ya un poco avanzada, estabaagradable, luminosa, pero todavía sin eseexceso de reverberación que hace insufrible
el centro del día. Bordeando el malpavimentado arroyo, apartando a veces lascriaturitas desnudas que pululaban junto alos barracones, y sorteando montones debasura, nubes de moscas, seguí mi habitual
trayecto hacia la Avenida Imperial y PlazaMayor (prefería atravesar aquella inmundapero breve zona en vez de emprender derodeo y llegar sudado); y ya había pasadopor delante de Martín, ya le había dado los
«buenos días», y él, desde su hamacasempiterna, me había retribuido con suacostumbrada combinación de un gruñiditoy un levísimo movimiento de la mano,cuando se me ocurrió —fue una idea—comprobar si ya había trascendido elsuceso de la noche antes fuera del quepudiera llamarse «mundo oficial» de lacolonia, y bajo qué colores. Martín
pertenecía y no pertenecía al mundo oficial:flotaba en una especie de limbo indefinido.Era, sin lugar a dudas, el europeo más
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antiguo aquí; todos le recordábamosinstalado ya en su hamaca, al tiempo dellegar cada uno de nosotros... Sí, él estaba
ya ahí, desde antes, en su casita de tablasverdes mal ensambladas. Y, por supuesto,cobrada —aunque un sueldito muypequeño— de la compañía, en cuyopresupuesto figuraba bajo el título, que
significaría algo una vez, de ayudante deCoordinación, pero que actualmente,desaparecido desde hacía años el cargo decoordinador, no respondía a otra actividadvisible que la de balancearse en la hamaca
—enorme araña blancuzca colgada entrelos postes que sostenían el techo de cinc—.Me detuve, pues, y retrocedí con suavidadun paso para, apoyada mi mano en laapolillada baranda, preguntarle si se hablaenterado del escándalo de anoche.«¿Anoche?», preguntó, inexpresivo, con lapipa en la boca. Aclaré: «Anoche, en elbanquete del director de Embarques».
Fumó él, y luego dijo, despacio: «Algo heoído contar por ahí dentro; pero no me hedado bien cuenta». Ahí dentro era el fondo
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sórdido de la casita, donde bullía,desbordando, una parentela indefinida, lavieja, azacaneada siempre, con sus
descomunales pies descalzos de talón claroy las tetas sobre la barriga, muchachos ymuchachas de todas las edades, sobrecuyas facciones negras lucían de pronto losojillos azules de Martín, o rebrotaba el color
rojizo de su ya encanecido cabello,floreciendo ahora en los ricitos menudos deuna cabeza vivaz... ¡Que no se había dadobien cuenta! ¿En qué estaría pensado aquelbendito? Adormilado en su hamaca, con la
pipa entre los dientes, sólo en formaimprecisa llegaría hasta él lo que charlaban,en su lengua, las gentes de aquella ralea ysus amigotes, lo que tal vez refirió, a lamañanita, alguno de los critados del Clubacodado en la baranda mientras la viejalavada ropa junto a los tallos lozanos delbananero. Ni se había dado bien cuenta niparecía interesarle, pues tampoco me
preguntaba a mí, que me había parado aconversarle de ello. ¡Estrambótico sujeto!Me tenía allí pegado y no decía nada. Ganas
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me dieron de volverle la espalda y seguirmi camino; pero todavía le sonsaqué: «Y¿qué le parece nuestro ilustre director de
Embarques, cómo se ha destapado?» Va yme contesta: «¡Pobre hombre!» Semejanteincongruencia me contestó. Le eché unamirada y —¿qué ha de hacer uno? «Bueno,Martín; hasta luego» —seguí adelante. ¡En
el mismísimo limbo!Seguí adelante, pero no llegué la oficina,pues en la plaza, al pasar por la puerta deMario, el cantinero, vi que estaban allí, detertulia, instalados entre las hileras de
botellas y las columnas de conservas enlata, buena parte de mis colegas. Lavecindad de la cantina era tentaciónfrecuente para los funcionarios del Palaciode Gobierno, y hoy, naturalmente, habíaasamblea magna. Entré a enterarme de loque se decía y me incorporé al grupo; lastareas del despacho podían aguardar: nohabla pendiente nada de urgencia. Cuando
me acomodé entre mis compañeros, estabaen el uso de la palabra ese payaso deBruno Salvador, quien, haciendo guiños y
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moviendo al hablar todas sus facciones,desde la arrugada calva hasta la barbillapuntiaguda y temblona, comentaba —
¡cómo no!— las implicaciones del discursode Robert, y pretendía convencer a la gentede que él, Bruno Salvador, se habíapercatado de los puntos que Robertcalzaba, le tenía muy calado al tal director
de Embarques, «pues aquí, si uno quierevivir, tenemos que guardarnos el secretounos a otros, es claro; pero, ¡caramba!,quien tenga ojos en la cara, y vea, yobserve, y no se chupe el dedo...»
«Entonces, tú estabas al tanto, ¿no?», leinterrumpió con soflama, entornados susojos bovinos, Smith Matías, quien, comooficial de Contaduría, entendía en lospagos, anticipos y préstamos, y conocía aldedillo las erogaciones extraordinarias deaquel mamarracho. Pero él no se inmutaba.«Lo que yo te digo es —respondió— que amí no me ha causado tanta sorpresa como
a otros caídos del nido. ¡Si conocería yo altal Robert!». Perdidos sus ojuelos vivosentre los macerados párpados de abuelo, y
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tras estudiada vacilación, se decidió aconfirmarnos cómo, en cierta oportunidad,a solas y mano a mano, él, Bruno, le había
hecho comprender al ilustrísimo señor donCuernos que con él no había tustús,«porque, señores —concluyó muy serio—,una sola mirada basta a veces paraentenderse». Fingimos creer el embuste y
dar por buena la bravata; y Smith Matías,sardónico, reflexionó, meneando la cabeza:«Ya, ya me parecía a mí que el director deEmbarques te trataba a ti con demasiadasconsideraciones. Y era eso, claro: que te
tenía miedo... Pero entonces —agregó entono de reproche, tras una pausameditativa, y sus ojos bovinos expresaroncómica desolación—, entones tú, Bruno,perdona que te lo diga, tú eres suencubridor... No; entonces tú no te hasportado bien con nosotros, Bruno Salvador;has dejado que nos desplumen, sinadvertirnos tan siquiera...»
«¿Saben ustedes...? —tercié yo, un pocopor interrumpir la burla y aliviar al pobrepayaso, pues a mí esas cosas me
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deprimen—. ¿A que ustedes no adivinan —dije— cuál ha sido el comentario de nuestrodistinguido colega Martín al conocer las
granujadas del tal Robert?» Y les conté queel pintoresco sujeto, con su pipa y susbarbas de mendigo, había exclamado:¡Pobre hombre!, por todo comentario.«¿Pobre? —rió alguno—. ¡Precisamente!» Y
una vez más despertó ira la idea de que,por si fuera poco el producto de su cargo,no hubiera vacilado aquel canalla en robartambién a sus compañeros, redondeándosea costa nuestra. «¿Pobre hombre, ha dicho?
Ese Martín está cada día más chiflado.» «Esun lelo; vive en el limbo —dije yo, y añadí—: Lo que resulta asombroso es la rapidezcon que las noticias corren. Ahí metidosiempre, revolcándose en su roña, con sunegrada, el viejo estaba más enterado de loque parecía. Yo creo que esas gentes losaben todo acerca de nosotros; no son tanprimitivos ni tan bobos como aparentan;
nosotros representamos ante ellos unaentretenida comedia; miles de ojos nosacechan desde la oscuridad. A lo mejor, los
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negros estaban muy al tanto de la tramadesde el comienzo; y muertos de risa,viendo cómo Robert nos metía el dedo en la
boca sin que se percatara nadie». «BrunoSalvador se había percatado —puntualizó,burlesco, Smith Matías—. ¡Pobre hombre!Sí que tiene gracia. En el momento mismoen que se hace humo con el dinero y con la
buena moza. ¡Bandido! ¡Pobre hombre!»,bisbiseó Matías con la boca chica y los ojosen blanco...
En estas y otras pamplinas se nos fue lamañana, para satisfacción de Mario, el
cantinero, que sacaba de ello honra yprovecho, diversión y ganancia; escuchaba,servía, y no se privaba de echar su cuarto aespadas cada vez que le daba el antojo dealternar. Varios se quedaron a comer allí mismo; alguno se fue para casa. Yo preferí hacerlo en el Country Club; siendo socio, secomprenderá que no había de almorzar enla cantina. La cuota del Country resulta
desde luego un tanto subida para mibolsillo, pues mi empleo no es de los quepermiten granjearse demasiados ingresos
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extra; pero, con todo, el Club ofrecegrandes ventajas, y vale bien la pena. Allí estaban, cuando llegué, los principales
personajes de la farsa. El insoportable RuizAbarca tenía sentada cátedra ydespotricaba, en un casi fastuoso alarde degrosería, poniendo a los pies de los caballoel nombre de la Damisela Encantadora o —
como otras veces la llamaban algunos (y nopuedo pensar sin desagrado que fui yo,¡literato de mí!, quién lanzó el mote a lacirculación)— la Ninfa Inconstante. Dichosea entre paréntesis: el nombrarla nos
había ocasionado dificultades siempre,desde el comienzo de la aventura, cuandollegó a la colonia y se la designaba como laseñora de Robert o como la directora deEmbarques, según los casos («¿Haconocido usted ya a la señora de Robert?»,o bien: «¿Qué te ha parecido ladirectora?»). Mas ¿cómo mentarla después?Azorante cuestión, si se considera cuánto
había ido cambiando el tipo de lasrelaciones tejidas alrededor suyo a partir delas primeras murmuraciones, cuando
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empezó a susurrarse lo que muchos nocreían: que se entendiera con elgobernador; si se piensa en lo cuestionable
y diverso de su respetabilidad social segúncircunstancias, personas y momentos. El dedoña —doña Rosa— había sido un títulohonorable que, sin embargo se prestabaalgo a la reticencia y que, por eso, se
mantuvo muy en curso como valorconvenido. Pero aun éste se haría inserviblecuando, a la postre, descubierto el pastel,cualquier ironía se tornaba en seguidacontra nosotros mismos, como burladores
burlados, y cuando, aun que mentiraparezca —¡enigmas de la condiciónhumana!—, comenzáramos a sentirnosdesamparados 3 extraños por la ausenciade Rosa, como si esta ausencia nos pesaramás que la burla sufrida. A partir deentonces, se haría costumbre aludirla por elsolo pronombre personal ella, que, demodo tácito y por pura omisión realzaba la
importancia adquirida por su persona ennuestra anodina existencia.
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De momento, las invectivas delenergúmeno, cuyo algo cargo, en lugar demoderarle el lenguaje, lo hacían aún más
desenfrenado e indecente, seguían cayendocomo lluvia de pesado cascote sobre ladelicada cabeza de la mujer que, ausente,no podía rechazarlas ahora con eeficacísimo gesto de anoche; de modo que
Abarca estaba en condiciones de disparar amansalva, y lo hacía con tan furiosa ybrutal saña, que era ya vergüenza elescucharlo. Dijérase que sólo él teníaagravio y motivos de resentimiento. En
verdad, todos habíamos sido víctimas delmismo engaño, de todos se había reído.
En un aura de desconcierto, entreapreciaciones más o menos insensatas,prosiguió durante varias horas laconversación con alternativas de humorrisueño y violento; hasta que en la radio,que se había mantenido susurrandocanciones y rezongando anuncios en su
rincón, la voz inconfundible de ToñoAzucena inició el cotidiano informativomundial y local. Alguien elevó el volumen a
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un grado estentóreo, y todos los diálogosquedaron suspendidos; nos agrupamos aescucharlo. Pero Toñito —ya lo he
anticipado— no hizo en esta emisión lamenor referencia al caso; ni mus; ni resollósiquiera. Se redujo de nuevo la radio a sumúsica lejana entreverada de publicidad, yahora la discusión fue sobre las causas de
tal silencio. Se descontaba que el joven ybrillante locutor no hacía nada deimportancia sino bajo la inspiración directade la Divina Providencia, esto es, porindicaciones expresas o tácitas del
gobernador, quien tenía en Toño un perrofiel y protegido, quizá hijo ilegítimo suyo,según afirmaban, atando cabos, los muyavisados. Sea como quiera, nadie dudabaque este silencio respondiera a los altos ysecretos designios del Omnipotente; y lacuestión era: ¿a qué sería debido? Comosiempre ocurre, se aventuraron toda clasede hipótesis, desde las más simples y
razonables (que se desearía, y era lógico,echar tierra al asunto impidiendo quecundiera el escándalo; no se olvidara que
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había sido el propio gobernador quienempezó el pastel), hasta suposicionesdescabelladas y maliciosas por ' estilo de
éstas: que, en el fondo, el viejo sátrapa sehabía quedado enamorado de la DamiselaEncantadora; o en: que su excelencia seríacómplice de la estafa urdida por la siniestrapareja de aventureros, pues, si no, cómo
podía explicarse?..., etc.Por cierto que cuando Azucena, diligentesiempre y gentil, se apeó de su autito azul-celeste e hizo su entrada en el círculo, laprudencia nos movió a mudar de
conversación —muchos le despreciaban porchismoso—, y hubo una pausa antes de queyo le preguntara con aire indiferente quéhabía de nuevo. Pero el muy bandidoconocía la general curiosidad, y le gustabadarse importancia; emitió dos o tres frasesque querían ser sibilinas, alegó ignoranciapara hacernos sospechar que sabía algo, ynos dejó convencidos —hablo por mí— de
que estaba tan in albis como los demás,sólo que le habrían dado instrucciones decerrar el pico, no decir ni pío, no mentar
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siquiera el asunto, de no bordar, siquierapor esta vez, los previsibles escollos en elcañamazo de su emisión noticiosa
vespertina.III
Después de eso, comenzaron a pasar díassin que se produjera novedad alguna.Pasaron dos, tres, una semana, y ¡nada!Pero ¿qué hubiera podido esperarse,tampoco? Es que la gente andaba ansiosa ydesconcertada, como quien de prontodespierta. No en vano habíamos estado
metidos de cabeza, todo un año, en aquelladanza. Ahora, se acabó; un momento deconfusión, y se acabó. Habían volado lospájaros. ¿Por dónde irían ya? ¿Qué haríandespués? ¿Desembarcarían en Lisboa, o
seguirían hasta Southampton? De nadavale avizorar, volcados sobre el vacío.Desistimos pronto; debimos desistir,acogernos al pasado; y nos pusimos arumiarlo hasta la náusea.
¡Qué difícil resulta a veces apurar laverdad de las cosas! Cree uno tenerla
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aferrada entre las manos, pero ¡qué va!: yase le está riendo desde la otra esquina.Incluso yo, que —por suerte o por
desgracia— me encuentro en condicionesde conocerlo mejor todo, y de juzgar conmayor ecuanimidad, yo mismo tengo quedebatirme a ratos en una imprecisióncaliginosa. El trópico es capaz de derretirle
a uno los sesos. Repaso lo quepersonalmente he visto y me ha tocadovivir, y —pese a no haber perdido enningún momento los estribos, cosa quequizá no puedan afirmar muchos otros—
me encuentro lleno de dudas; no digamos,en cuanto al resto, a lo sabido de segundamano... Y ¿qué es, en resumidas cuentas,lo que yo he visto y vivido personalmente?¡Pobre de mí! La cosa no resultará muylucida ni a propósito para procurarmesatisfacción o traerme prestigio; pero ¡quéimporta!, me decido a relatarlo aquí,aduciendo siquiera un testimonio directo
que entreabra en cierto modo a la luzpública los misterios de aquella tanfrecuentada alcoba.
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Es el caso que, por fin, me llegó a mí también el turno, y tuve que entrar en ladanza, y hacer mi pirueta. Me había llegado
el turno, sí; a mí me tocaba. Da risa, y eracuestión de no creerlo; pero ellaprotocolarmente había iniciado el baile conla primera autoridad de la colonia, cuyasrespetables barbas cedieron pronto el paso,
sin embargo, al no tan ceremonioso y, a lavez, menos discreto jefe superior dePolicía; siguió en seguida el secretario deGobierno, y así había continuado, escalafónabajo, con un orden tan escrupuloso que,
de una vez para otra, todo el mundoesperaba ya la peripecia inmediata,señalándose con el dedo al presuntofavorito del siguiente día. Tanta era suminuciosidad en este punto, y tan exquisitosu tino como si obrara asesorada por el jefede Personal de la compañía. A losimpacientes, sabía refrenarlos poniéndolosen su lugar, y a los tímidos o remisos,
hacerles un oportuno signo que losanimaba a dar el paso adelante. Resultadivertido el hecho de que en un momento
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dado se llegaran a cruzar apuestas apropósito de Torio Azucena, cuya posiciónoficial parecía más que dudosa, con
ingresos y, sobre todo, con una influenciaen las altas esferas que no correspondía asu puesto administrativo. De muchasmajaderías y disparates que hubo, no voy ahacerme eco; lo importante es que había
sonado por fin mi hora y tenía que cumplir.Me palmeaban la espalda, me gastabanbromas, me felicitaban, me jaleaban. Enverdad, no era menester que me dieran unempujón. Yo sé bien cuándo debo hacer
una cosa, y tampoco iba a echarme atráspara ser objeto de la chacota consiguiente.Se daba por descontado que yo, comotantos otros, solo en la colonia, me lasarreglaría de vez en cuando —fácilrecurso— con alguna de estas indígenasque me rodeaban por acá; y es lo ciertoque les tenía echado el ojo a dos o tresnegritas de los alrededores con intención
de, cualquiera de estos días en que elmaldito clima no me tuviera demasiadodeprimido... Pero ahora no se trataba de
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esas criaturas apáticas que contemplan auno con lenta, indiferente mirada de cabra,sino de una real hembra y, además, gran
señora, perfumada, ojos chispeantes. Enfin, yo había visto acercárseme el turno coninquietud, con deseo, y ¿qué mejoroportunidad, y qué justificación hubieratenido el no aprovecharla?
Estaba, pues, decidido, no hay quedecirlo; y —lo que era muy natural— algointranquilo, meditando mi plan decampaña, cuando ella misma vino a obviarlos trámites al saludarme con amabilidad
inusitada en ocasión de la Tómbola abeneficio de los Niños IndígenasTuberculosos. Charlamos; se me quejó delaburrimiento a que se veía condenada enesta colonia horrible, de la insociabilidad dela gente («unos hurones, eso es lo que sonustedes todos»), y me invitó, en fin, apasar por su casa «cualquier tarde;mañana mismo, si quiere», para tomar con
ella una taza de té y ofrecerle en cambio unrato de conversación. «Bueno, le esperomañana, a las cinco», precisó al
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separarnos. Era, pues, cosa hecha; SmithMatías, con su risita y sus ojos miopes, meobservaba desde lejos, y Bruno Salvador
palmeó en mi hombro, impertinente, susmás cordiales felicitaciones. Era cosahecha, y no voy a negar que me entró unarara fatiga en la boca del estómago, almismo tiempo que un fuego alentador por
todo el cuerpo. Aquella noche dormí mal;pero a la mañana siguiente amanecí muydispuesto a no dejarme dominar por losnervios; en estos trances nada hay peorque los nervios; si uno se preocupa, está
perdido.Procuré durante el día mantener alejado
cualquier pensamiento perturbador, ycuando, a las cinco en punto, llamé por fina su puerta, salió ella a recibirme con lanaturalidad más acogedora; para ella, todoparecía fácil. Le tendí la mano, y me tomóambas, participándome que mi llegada eraoportuna en grado sumo; pues la
encontraba un día de, «no spleen, pobre demí —regateó—, soy demasiado vulgar paraeso», pero en un día negro, y ya no
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aguantaba más la soledad: hubiera queridoponerse a dar gritos. En lugar de ello,siguió charlando en forma bastante amena
y voluble; y mientras lo hacía, meestudiaba a hurtadillas. Paso aquí porpersona leída; era una coqueteríaconfesárseme vulgar, a la vez que confiabaa spleen, la infeliz, el cuidado de
desmentirla. Sonreí, me mostré atento asus palabras. Y al mismo tiempo quepreparaba mi respuesta, medía para misadentros la tarea de desabrochar aquelvestido de colegiala, cerrado hasta el cuello
con una interminable hilera de botones, quehabía tenido la ocurrencia de ponerse pararecibirme. Sentado junto a ella, envuelto ensu perfume, en sus miradas, me invadía yaesa sequedad de garganta y esa dejadez,ese temblor de las manos, esa emoción, enfin, cuyo exceso es precisamente, creo,causa principal de mis fracasos. Diríase queella me leía el pensamiento, pues, un poco
turbada, se llevó la mano a la garganta ysus dedos finísimos empezaron a juguetearcon uno de los botones; quizás mi manera
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de mirar resultaba impertinente, y laazoraba. Yo ahora no sabía ya dónde ponerla vista. Me sentí desanimado de repente, y
casi deseoso de dar término, sea comofuere, a la aventura. Pero ella, al notar miembarazo (hoy veo claras sus tácticas),apresuró el asunto abriendo demasiadopronto y de golpe el capítulo de las
confidencias con una queja del mejor estiloretórico, pero a la que hubiera sidoimposible calificar de discreta, por elabandono en que su marido la tenía,seguida de la pregunta: «¿Es que yo
merezco esto?», cuya respuesta negativaera obvia. ¡Pues no otra resultaba ser, sinembargo, la triste realidad de su vida!Aquel hombre, no contento con el másdesconsiderado alarde de egoísmo, por sifuera poco el tenerla tan olvidada y omisa,el obligarla a pasarse la existencia sola eneste horrible agujero de la selva, todavía laprivaba con avaricia inaudita (duro era
tener que descender a tales detalles); laprivaba, sí, hasta de esas pequeñassatisfacciones de la vanidad, el gusto o el
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capricho que toda mujer aprecia y que, ensu caso, no serían sino mezquinacompensación a su sacrificio.
Así, de uno en otro, depositó sobre mí tanpesado fardo de conyugales agravios, quepronto no supe qué hacer con ellos, sinoasentir enfáticamente a sus juicios y ponercara de circunstancia. Arrebatada en su
lastimero despecho, apoyó sobre mi rodillauna de sus lindas manos, a la vez que medisparaba nueva serie de preguntas(retóricas también, pues ¿qué respuestahubiera podido darle yo?) acerca de lo
injusto de su suerte; de modo que me creí en el caso de cogerle esa misma mano yencerrarla como un pájaro asustado entrelas mías cuando, con toda vehemencia —y,en el fondo, no sin convicción— concedí lobien fundado de sus alegatos.
Digámoslo de una vez, crudamente: sustácticas triunfaron en toda la línea.Concertamos solemne pacto de amistad y
alianza, cuya sanción, sin embargo, quedóaplazada para el siguiente día a la mismahora, en que debía cobrar plena efectividad
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al llevarle yo, como le llevé, una gran partede mis ahorros. Por lo demás —tambiéndebo confesarlo—, ese dinero lo gasté en
vano. Pero mía fue la culpa, que meobstino, a prueba de desengaños, en loimposible, siempre de nuevo. Y es que¡sería tan feliz yo si, una vez siquiera, sólouna, pudiera demostrarme a mí mismo que
en esto no hay nada de definitivo ni deirreparable; que no es, como estoy seguro,sino una especia de inhibición nerviosacuyas causas tampoco se me ocultan! Pero¡pasemos adelante! La cosa no tiene
remedio. Gasté en vano mi dinero, y eso estodo. De cualquier modo debo reconocer,aún hoy, que esta mujer, a la que tantovilipendian, se portó conmigo de la maneramás gentil, lo mismo durante aquellaprimera tarde que en la penosa entrevistadel siguiente día, cuando el lujo de nuestrasprecauciones y la cuantía del obsequio quele entregué encerrado en discreta billetera
de gamuza, sirvieron tan sólo paraponerme en ridículo y dejar al descubiertola vanidad de mis pretensiones galantes. Ni
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una palabra de impaciencia, ni una alusiónburlesca, ni siquiera esas miradasreticentes que yo, escarmentado, me
temía. Al contrario, recibió mis disculpascon talante tan comprensivo y le quitóimportancia a la cosa en manera tanbenévola y hasta diría tierna, que yo,conmovido, agitado, desvariando casi, le
tomé los dedos de la mano con que meacariciaba, distraída, las sienes, y se losbesé, húmedos como los tenía del sudor demi frente. Más aún: viendo la asustadaextrañeza de sus ojos al descubrir en los
míos lágrimas, le abrí mi corazón y lerevelé el motivo de mi gratitud; ella —ledije— acariciaba suavemente las sienes,donde otra, con ínfulas de gran dama,había implantado un par de hermososcuernos tras de mucho aguijarme,zarandearme y torturarme a cuenta de midesgracia, debilidad nerviosa, o lo quefuera. Esa expresión usé: «un par de
hermosos cuernos»; y sólo después dehaberla soltado me di cuenta de quetambién ella, según entonces creíamos,
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estaba engañando a su marido. Pero yotenía perdido el control. Le conté todas mistristes, mis grotescas peripecias
conyugales, me desahogué. Nunca antesme había confiado a nadie, ni creo volver ahacerlo en el futuro. Aquello fue unaconfesión en toda regla, una confesióngeneral, desde el noviazgo y boda (aún me
da rabia recordar las bromas socarronas demis comprovincianos sobre el braguetazo —sí, «braguetazo», ¡qué ironía!—) hasta que,corrido y rechiflado, me acogí por fin alexilio de este empleo que, para mayor
ignominia, me consiguiera el fantasmón demi suegro. Esta buena mujer, Rosa, meescuchó atenta y compadecida; procurócalmarme y —rasgo de gran delicadeza—me confió a su vez otra tanda de suspropias cuitas domésticas que, ahora locomprendo, eran pura invención destinadaa distraerme y darme consuelo. Y, sinembargo pienso—, ¿no habría algo de
verdad, desfigurada si se quiere, en todoaquello? Pues el caso es que en esosmomentos, cuando ya ella no esperaba
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nada de mí ni yo de ella, depuestas todaclase de astucias de parte y parte,conversamos largo rato con sosegada
aunque amarga amistad, y su acento era, oparecía, sincero; estaba desarmada, estabaconfiada y un tanto deprimida, tristona.Nos separamos con los mejoressentimientos recíprocos, y creo que, en lo
sucesivo, fue siempre un placer para amboscambiar un saludo o algunas palabritas.Voy a referir aquí, abreviadas, las que
Rosa me dijo entonces, pues ello importamás a nuestra historia que mis propias
calamidades personales. En resumen —suprimo los ratimagos sentimentales ydigresiones de todo género—, me describióa su marido —entiéndase: Robert— comoun sujeto de sangre fría, para quien sólo eldinero existía en el mundo. Áspero comolas rocas, taciturno, y siempre a lo suyo,vivir a su lado resultaba harto penoso parauna mujer sensible. ¿Podría yo creer que
esa especie de hurón jamás, jamás tuvierapara ella una frase amable, una de esasfrasecitas que no son nada, pero que tanto
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agradan a veces? Se sentaban a la mesa, yeran comidas silenciosas; inútil esforzarsepor quebrar su actitud taciturna, aquel
adusto y malhumorado laconismo, quetampoco acertaba ella a explicarse, pues,señor, ¿no estaba consiguiendo cuanto seproponía, y no marchaban todos sus planesa las mil maravillas? Por otro lado —éste
era el otro lado de la cuestión, desdeluego—, por otro lado, para más complicarlas cosas, ahí estaba el pesado Ruiz Abarca,el inspector general, acosándola de unmodo insensato... Como quien se dirige a
un viejo amigo y consejero, me confió Rosasus problemas. Verdad o mentira (lasmujeres tienen siempre una reserva delágrimas para abonar sus afirmaciones), meinformó de que Abarca, con quien habíaincurrido en condescendencias de queahora casi se arrepentía, estaba empeñadonada menos que en hacerle abandonar aRobert para huir con él a cualquier rincón
del mundo, no le importaba dónde, a dondeella quisiera, y ser allí felices. «Por lo visto—explicó Rosa—, se le ha entrado en el
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cuerpo una pasión loca, o capricho, o lo quesea; el demonio del hombre es untorbellino, y si yo dijera media palabra se
lanzaba conmigo a semejante aventura,que a saber cómo terminaría». Eso mecontó, entre halagada y temerosa. Sisupiera, la pobre, que este adorador yrendido suspirante la pone ahora como un
guiñapo y no encuentra insultos lo bastantesoeces para ensuciar su nombre... Pero alas mujeres les gusta creérselo cuandoalguien se declara dispuesto a colocar elmundo a sus plantas; ella se lo había creído
de Abarca. «Hacerle caso, ¿no sería estartan loca como él?», se preguntaba, y quizáme preguntaba, con acento deperplejidad... Y lo cierto es que no daba laimpresión de mentir. Ya el día antes, enocasión de mi primera visita y, porsupuesto, con un tono muy diferente, mehabía ofrecido pruebas del entusiasmogeneroso del inspector general luciendo
ante mis ojos el solitario brillante de unasortija, regalo suyo. «Imprudencia que mecompromete», había comentado. Gracias a
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que el otro (es decir: Robert) prestaba tanescasa atención a sus cosas, que ni siquierarepararía, segura estaba, si se lo viese
puesto. «Sé que hago mal —reconoció—aceptando galanteos y regalos, pero soymujer, y necesito de tales homenajes; peorpara el otro si me tiene abandonada»,sonrió con un mohín que quería ser
delicioso, pero que a mí, francamente, mepareció forzado y ¡sí! un poco repulsivo. Enseguida había puntualizado, con laintención manifiesta de instruirme: «Detodas maneras, es una imprudencia
regalarle joyas a una mujer casada; yomisma sabré, llegado el caso, lo que hagocon el dinero, y cómo puedo gastarlodiscretamente». Por supuesto que tomébuena nota y procedí en consecuencia;pero cuando al otro día volvió a hablarmede Abarca y de sus requerimientosinsensatos, ya lo mío estaba liquidado, yano tenía ninguna admonición que hacerme
y, en cambio, conducida por el espectáculode mi propia miseria a un ánimoconfidencial, se abandonó a divagaciones
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sobre cómo son los hombres, y conflictosque crean, sobre lo peliagudo que esdecidirse a veces, en ciertas situaciones.
«Se presentan ellos muy razonables, con sugran superioridad y todo parece de lo mássencillo; pero luego muestran lo que en elfondo son: son como niños, criaturasindefensas, caprichosas, tercas, irritantes,
incomprensibles. Y la responsabilidadentera recae entonces sobre una. ¿Por quéno la dejan a una tranquila? ¡Quénecesidad, Señor, de complicarlo todo!»Recostada, algo ausente, hablaba como
consigo misma, sin mirarme, sin dirigirse amí; y yo, a su lado, observaba el parpadeode su ojo izquierdo, un poquito cansado,con sus largas pestañas brillantes. Si supropósito había sido distraerme de micongoja, lo consiguió. Un rasgo hermoso,un proceder digno, humano, que leagradeceré siempre, aun cuando hoy sepacuánto puede haber contribuido a esa
conducta la falta de interés en mi humildepersonal.
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Gasté, pues, mi dinero —el dinero quetenía reservado para comprar eseautomóvil que tanto necesito (soy uno de
los poquísimos socios del Country Club quetodavía no lo tienen)—, me lo gasté envano y, a pesar de todo, no me duele.Cuando menos, compré el derecho a figuraren la lista y en el banquete de despedida, y
a pasar inadvertido, como uno de tantos, loque no es poca cosa.Al fin y al cabo, me parece ser el único en
la colonia que puede pensar en Rosa sindespecho, y recordarla con simpatía.
IV
Sólo quien conozca o pueda imaginarse lavacuidad de nuestra vida aquí, los efectosde la atmósfera pesada, caliginosa y
consuntiva del trópico sobre sujetos que ya,cada cual con su historia a cuestas,habíamos llegado al África un tantodesequilibrados, comprenderá el marasmoen que nos hundió la desaparición delobjeto que por un año entero habíaprestado interés a nuestra existencia.
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Durante ese tiempo, nuestro interés habíaido creciendo hasta un punto de excitaciónque culminaría con el banquete célebre.
Pero vino el banquete, estalló la bomba, yluego, nada; al otro día, nada, silencio.Muchos no pudieron soportarlo, ycomenzaron a maquinar sandeces. Es ciertoque, al esfumarse, la dichosa pareja nos
dejaba agitados por demás,desconcertados, descentrados,desnivelados, defraudados, desfalcados. Yasí, tras haber derrochado su dinero,muchos se pusieron a derrochar ahora
caudal de invectivas, y a devanarse lossesos sobre el paradero de los fugitivos.Pero discutir conjeturas no da para mucho,y los insultos, cuanto más contundentes,antes pierden su efecto si caen en el vacío.Así, al hacerse ya tedioso el tema de purorepetido, Abarca cerró un día el debate a sumodo, y le puso grosera rúbrica repitiendoaquel gesto memorable con que ella había
rechazado la noche del banquete suinsolencia de borracho. «¡Bueno, para ella!—exclamó, furiosamente erguida la diestra
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mano—. Y ahora señores, a otra cosa». Fuecomo una consigna. Salvo alguna de otrarecurrente alusión, cesó en nuestro grupo
de mencionarse el asunto.Mas, no hay duda: a la manera de esosenfermos que sólo abandonan una obsesiónpara desplegar otro síntoma sin ningunarelación aparente, pero que en el fondo
representa su exacta equivalencia, losmuchos disparates que por todas partesbrotaron, como hongos tras la lluvia, eransecuela suya, y testimonio de la turbaciónen que había quedado la colonia.
También correspondió al inefable RuizAbarca la iniciativa en la más famosa decuantas farsas y pantomimas sedesplegaron por entonces. Abarca es, enverdad, un tipo extraordinario: loreconozco, aunque yo no pueda tragarlo; amí, los bárbaros me revientan. Siempretiene él que estar en actividad, de un modou otro, y nunca para desempeñar un papel
demasiado airoso. Esta vez la cosa erahasta repugnante. Existe por acá lacreencia, cuyo posible fundamento ignoro,
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de que para ciertas festividades que, pocomás o menos, coinciden con nuestrasNavidades, acostumbran los indígenas
sacrificar y asar un mono, consumiéndolocon solemne fruición. Los sabedoresafirman, muy importantes, que eso es unvestigio de antropofagia, y que estospobres negros devoraban carne humana
antes de fundarse la colonia; actualmentese reducían, por temor, a esos supuestosbanquetes rituales que, a decir verdad,nadie había presenciado, pero de los quevolvía a hablarse cada año hacia las
mismas fechas, con aportación a veces detestimonios indirectos o de indicios talescomo haberse encontrado huesos mondos ychupados, «parecidos a los de niño, que nopueden confundirse ni con los de un conejoni con los del lechón». También pertenecíaa la leyenda el aserto siguiente: que unsolo blanco, Martín, conocía de veras losrepugnantes festines y participaba en ellos.
Se contaba que en cierta oportunidad, sinprevenirlo, le habían dado a probar delinsólito asado, y como hallara sabrosa la
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carne, le aclararon su procedencia; él, sindejar de balancearse en la hamaca, habíaseguido mordisqueando con aire reflexivo la
presa, y de este modo ingresó, casi derondón, en la cofradía. Al infeliz Martín lecolgaban siempre todas las extravagancias;era su sino... Pues bien, este año salió arelucir, como todos, la consabida patraña, y
a propósito de ella se repitieron los cuentoshabituales; unos, dramáticos: ladesaparición de una criatura de cinco añosque cierto marinero tuvo la imprudencia detraerse consigo; y otros, divertidos: el
obsequio que al primer gobernador de lacolonia, hace ya muchísimos años, leofreció el reyezuelo negro, presentándoleingenuamente un mono al horno, cruzadoslos brazos sobre el pecho como niño ensarcófago. Volvieron a oírse las opinionessesudas: que toda esta alharaca no era sinoprejuicios, pues bien comemos sinextrañeza de nadie animales mucho más
inmundos, ranas, caracoles, los propioscerdos, etc.; se discutió, se celebraron lassalidas ingeniosas de siempre, se rieron los
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mismos chistes necios. Y fue en el curso deuna de tales conversaciones cuando surgióla famosa apuesta entre el inspector Abarca
y el secretario de Gobierno sobre si aquélsería capaz o no de comer carne de mono.Abarca, más bebido de lo justo, según
costumbre, se obstina en sostener que nohay motivo para hacerle ascos al mono
cuando se come cerdo y gallina, animalesnutridos de las peores basuras; cuando hayquienes se pirran por comer tortugas,calamares, anguilas, y quienes sostienenmuy serios que no existe carne tan delicada
como la de rata. ¿Por qué aceptar cabrito uoveja, y rechazar al perro? Los indioscebaban perros igual que nosotros cebamoslechones... Y al argumentarle uno con elparentesco más estrecho entre el hombre yel simio, él, con los ojos saltones de rabiacómica, arguyó: «Ahí, ahí le duele. Lo quepasa es que a todos nos gustaría probar lacarne humana, y no nos atrevemos. Por
eso tantas historias y tanta pamplina con lacuestión de los macacos.» «Usted,entonces —le preguntó el secretario de
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Gobierno—, ¿sería capaz de meterle eldiente a un macaco?» «¿Por qué no? Si,señor.» «¡Qué va!» «Le digo que sí, señor.»
«Eso habría que verlo.» «¿Qué seapuesta?»Resultó claro que Ruiz Abarca, no
obstante su estado, se las había arregladopara, con mucha maña, llevar de la nariz al
secretario de Gobierno a cruzar con él unaapuesta absurdamente alta; tanto que,luego, en frío, al darse cuenta del disparate(pues, ¿cuándo iba a cobrarle a Abarca, siganaba?; y si perdía...), quiso el hombre
volverse atrás. Pero ya era demasiadotarde. Al otro día, tanteó: «Bueno, amigoAbarca, no piense que le voy a tomar lapalabra con lo de anoche; quédese enbroma», con el único resultado de reforzartodavía la apuesta y establecer la fecha ydemás condiciones, para regocijo del ilustresenado, cuya expectación habíaaprovechado el inspector a fin de picar y
forzar a su contrincante. Abarca es, desdeluego, un tipo brutal, pero no tiene pelo detonto; y esta maniobra le salió de mano
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maestra. Por lo pronto, sugirió un plazoprudencialmente largo de modo que tuvieratiempo de crecer y cuajar la curiosidad de
la colonia entera ante la perspectiva delacto sacramental en que el señor inspectorgeneral de Administración se engullera, enla cantina de Mario y en presencia de todosnosotros, medio mono asado, pues en esto
consistía la condición: había de cenarsemedio monito, excluida, eso sí, la cabeza;lo cual, entiéndase, no supone cantidadexcesiva de carne; estos macacos de poracá son chiquitines y muy peludos; una vez
desollados, abultarán quizá menos que unaliebre. Mientras corría el plazo, la cantina seconvirtió casi en el centro de la moda, y elcantinero, que durante este tiempo hizo suagosto, en una especie de héroe vicario, dequien se solicitaban detalles buscándole lacara. «Oye, Mario, ¿cómo van lospreparativos? No le servirás al señorinspector un vejestorio de huesos duros...»
O bien: «Pero, dime, en el mercado no sevenden monos. ¿Cómo te va a conseguir lacarne?» «Él se subirá a los árboles para
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cazarlo, ¿verdad, Mario?» «Quién sabe sino se pone de moda ese plato.» «Y tú,como buen cocinero, tendrás que probar el
guiso...» A él, halagado, personajísimo, sele perdían de gusto los ojos menuditos conreticente sorna.
La cantina comenzó a funcionar pronto amanera de bolsa donde se concretaban las
apuestas; hasta llegó a publicarse allí,sobre una pizarra ad hoc, la cotización deldía. El apostar es (lo ha sido siempre) unade las pasiones y mayores entretenimientosde esta colonia; y, alrededor de la apuesta
inicial entre Abarca y su ilustre antagonista,se tejió en seguida una red cada vez mástupida de otras apuestas secundarias afavor de uno y otro; se formaron partidos,claro está, y tampoco faltaron discusiones,broncas, bofetadas. Aquélla había pasado aser ahora la gran cuestión pública, elmagno debate, y hasta parecía olvidado porcompleto el asunto de los esposos Robert.
No es de extrañar, pues, que Mario, elCantinero, individuo vivo si los hay,oliéndose el negocio, organizara en su
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propio beneficio el control de las apuestas yse hiciera banquero de aquella especie detimba por cuya momentánea atracción
quedaron desiertas incluso las habitualesmesas del Country Club. De dónde sacódinero efectivo para hacer frente a lasdiferencias de cotización, o cómo salióadelante, es cosa que nadie sabe; había
oscilaciones temerosas, verdaderosvuelcos, provocados en gran parte —hayque decirlo—, o acicateados por laintervención de Toñito Azucena desde laradio. Manejado el tema en el tono
semihumorístico y pintoresco de su amena«Charla social del mediodía», actuabasobre la impresionante atmósfera de lacolonia, e inclinaba las preferenciaspúblicas ya en un sentido, ya en otro. Eraaquél, desde luego, un modo escandalosode influir sobre las apuestas, y había quienafirmaba no comprender cómo seconsentían maniobras tales. Otros contaban
maliciosamente que el secretario deGobierno habla sugerido al gobernador laconveniencia de poner fin, de una vez por
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todas, al asunto, prohibiendo las apuestasque él mismo —era cierto, lo reconocía, nole dolían prendas— habla tenido la
imprudencia de contribuir a desencadenar.Y llegaba a referirse, como si alguienhubiera podido presenciar la escena, que suexcelencia sonrió tras de su barba y dijo:«Veremos», sin adoptar providencia alguna.
Así corrieron los días y llegó por fin elfijado para ventilar la apuesta. El rumor deque Abarca abandonaba el campo y serajaba, sensación primera de aquellaagitadísima jornada, no tuvo origen, sin
embargo, en la emisión de Torio, ni llegó aoídos de la gente a través del éter. Parecemás bien que la locuacidad de algunasirvienta dejó trascender el dato de quenuestro hombre había comenzado asentirse indispuesto la noche antes, condolores de estómago y ansias de vomitar.Sonsacado el ordenanza de su despachooficial, confirmó hacia el mediodía que, en
efecto, el señor inspector general se habíaentrado al retrete no menos de tres vecesen el curso de la mañana, y que presentaba
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mal semblante, más aún: que había pedidouna taza de té. Fácil es imaginarse la ola depánico suscitada por la difusión de estas
noticias, y cómo se fueron por los suelossus acciones. Ya desde primera hora de latarde se ofrecían a cualquier precio losboletos a favor suyo, y al cerrarse lasapuestas aquello resultó una verdadera
catástrofe, presidida y apenas contenidapor la flema de Mario, cuyos blancos ygordos brazos desnudos, se movían sincesar tras de la caja registradora sin que semostrara en su persona otro signo de
emoción que cierta palidez de las mejillasbajo los rosetones encarnados. Atareado,taciturno e indiferente, hacía lospreparativos para el acto de la cena, sinque Abarca hubiera dado en toda la tardeseñales de existencia.
Ya sólo faltaba media hora, y losdependientes de la cantina, medioatontados, no daban abasto
despachándoles bebidas a los curiosos queentraban para echar una miradita a lamesa, aparejada en un rincón de gran sala-
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comedor con su buen juego de cubiertos yun florero donde —¿alusión pícara delcantinero?— lucía una solitaria rosa
escarlata sobre la blancura del mantel.Estaba dispuesto que al acto mismo de lacena sólo pudieran asistir los testigos de laapuesta, senado que integrábamos lossocios del Country en representación de la
colonia entera, interesada en el lance. Unaespesa multitud, apiñada en la plaza, frentea las puertas de la cantina, señaló con unrepentino silencio, seguido de rumores, lallegada de Abarca, que, muy orondo y
diligente, conducía su automóvil despacitopor entre el gentío, sin muestra alguna dedolencia ni de vacilación. ¡A cuántos que,todavía la víspera, anhelaban su triunfo nose les vino ahora el alma a los pies viendoel aire fanfarrón con que acudía al campodel honor, y maldecían el haberse dejadoarrastrar del pánico!
El secretario de Gobierno tomaba unas
copas, a la espera de su contrincante; y alverle entrar se levantó, un podo demudado,para acudir a saludarlo caballerescamente.
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Los demás, nos agrupamos todos alrededorde ambos. Abarca sonreía con airesatisfecho, como quien quiere dar la
sensación de perfecto aplomo. «¿Qué hay,Mario? ¿Cómo va ese asado?», le gritó alcantinero con su voz estentórea. Y éste,confianzudo: «Se va a chupar los dedos»,le prometió desde dentro.
Es una tontería, y parecerá increíble, perohabía emoción pura, por el juego mismo,independiente de las consecuenciascrematísticas que su resultado tendría paracada cual. Sentóse Abarca a la mesa,
apartó el florero, se sirvió un vaso dewhisky, y de un trago lo hizo desaparecer.Desde luego, se veía ya que iba a ganar laapuesta; la sonrisa forzada del secretariode Gobierno lo estaba proclamando sinlugar a dudas.
«¿Le traigo algunos entremeses parahacer boca?», preguntó Mario acercándosea la mesa de Abarca. El cantinero se había
aseado; ostentaba impecable chaquetablanca. «No, no —le ordenó el inspectorgeneral—. Tengo mucho apetito. Entremos
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por el plato fuerte; venga el asado». Sehizo un silencio tal, que hubiera podidooírse el vuelo de una mosca. Y Mario, que
había hecho mutis tras una reverencia,reapareció en seguida portando con granpompa e importante contoneo una batea,que presentó primero a la concurrencia yluego puso bajo las narices de Abarca.
Descansando entre zanahorias, papas biendoradas y cebollitas, yacía ahí el macacoasado. «Miren cómo se ríe con susdientecillos —comentó Abarca—. ¡Hola,amiguito! ¿Estás contento? Pues ahora
venís tú cómo papá no te hace ascos». Yesgrimió, ante la general expectación,tenedor y cuchillo. Pero en el mismoinstante Mario sustrajo la batea. «Déjemeque yo se lo trinche», decidió perentorio,autorizado, inapelable; y se la llevó a lacocina para volver al poco rato con un platoservido, en el que varias presas de carne seamontonaban con zanahorias, cebollas y
papas.Nadie supo cómo protestar, aunque enmuchas miradas se leía el descontento. Y
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luego, más tarde, en los días subsiguientes,tampoco lograron ponerse de acuerdo lasopiniones sobre si había mediado fraude o
no. La razón más poderosa que se aducíapara suponer que no hubo escamoteo y quela carne consumida por el inspector fue, enverdad, la del mono, era ésta: que, siendoAbarca dueño de sus actos, bien hubiera
podido embolsar de cualquier manerabastante dinero, si acaso no queríacomerse el mono, por el sencilloprocedimiento de apostar secretamentecontra sí mismo, y darse por vencido a
última hora, y perder la apuesta, peroganar con la especulación a favor de sucontrincante. Caímos —demasiado tarde—en la cuenta de que aquel bruto, a tuertaso derechas, nos había metido el dedo en laboca, y se había metido él en los bolsillos, amansalva, una cantidad sobre cuyo montose hacían diversos cálculos, pero que, decualquier modo, debía de ser muy
considerable. Se daba por cierto que en ladolosa maniobra había tenido por cómplicea Toñito Azucena y, según costumbre, no
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faltaba quien hiciera insinuaciones acercadel propio gobernador.
Aunque no hace a la historia, quiero
referir el final —disparatado y sorpresivo—de aquella sensacional jornada. A pesar detodas las consignas, el gentío de afueraconsiguió forzar la puerta e irrumpir en lacantina, cuando a alguien, no sé bien, se le
había ocurrido la argucia y estabaproponiendo —tal vez como recurso dehabeas corpus para requerir de nuevo lapresencia del asado ante el tribunal de laapuesta— que la mitad restante del mono
se le llevara en obsequio a Martín, de quienera fama apreciaba mucho el estrambóticomanjar; y la propuesta, aclamada por laplebe, fue consentida por el senado. Mario,tras un instante de vacilación, se retiró,presuroso, a la cocina y no tardó mucho envolver a salir con una fuente donde seostentaban algunos miembros y la cabezadel zarandeado animal. Fue el payaso de
Bruno Salvador, que, por supuesto, estuvomaniobrando hasta alcanzar la primera fila,quien se apoderó entonces de la fuente y
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encabezó la turbulenta procesión hacia lavivienda del viejo Martín, allá en el límitedel negrerío. Nadie se esperaba lo que ahí
íbamos a encontrarnos. El pobre Martínestaba tendido entre cuatro velas, muyrespetable con su barba blanca, cruzadaslas manos sobre el vientre, en el piso de lacocina. Había muerto aquella sieta, y un
enjambre de muchachos admiraba por lasventanas el imponente cadáver. De losrestos del asado, no sé qué se hizo enmedio de la batahola.
VIgual que algunas otras insensateces deaquellos días, el episodio de la puesta —yalo señalé— podía interpretarse comodesahogo colectivo y válvula de escape al
quedar clausurado, taponado, diríamos, ysin perspectivas de nuevo desarrollo elasunto el pseudomatrimonio Robert, quepor tantos meses había sido obsesión de lacolonia. Pronto pudo comprobarse, sinembargo, que la relación entre una cosa yotra no era de especie tan sutil, sino
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bastante más directa. Cuando Ruiz Abarcasolicitó y obtuvo licencia para viajar aEuropa, y tomó el avión sin apenas
despedirse de nadie, ya todo el mundosabía que marchaba en pos de Rosa, laapócrifa señora del director de Embarques.Y que para eso, precisamente, para irse abuscarla, había urdido, con entera
premeditación, la trama que lo proveería defondos y que, en efecto, debió deproporcionarle un dineral: pues lonecesitaba; no podía privarse de aquellamujer. Por consiguiente, el viaje de Abarca
volvió a poner sobre el tapete la cuestiónque —demasiado pronto— habíamos dadopor conclusa.
No mucho después de ventilarse lafamosa apuesta, compareció Smith Matíasuna mañana en la cantina, dondeestábamos unos cuantos refrescándonoscon jugos de piña, y derramó sobrenuestras cabezas la noticia del permiso
recién obtenido por el inspector general,quien, además y por si fuera parva la sumacosechada a costa de la estupidez humana
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—completó el faraute— acababa demalvenderle su automóvil al comisario de laVivienda Popular, a la vez que —para
colmo— levantaba en Contaduría unanticipo de seis mensualidades sobre susemolumentos. Smith Matías se mostrabaescandalizado: jamás antes habían sidoautorizados préstamos semejantes, y
menos a un tipo —dijo— que se ausentabade la colonia, probablemente con ánimo deno volver más. «Eso, no; volver, vuelve»,supuso, guiñando el ojo, Bruno Salvador.«Son muy sabrosos los gajes de la
Inspección», corroboró otro. Y yo, por deciralgo, aventuré: «Pues ¡quién sabe!» «Novuelve —aseguró entonces, rotundo, Smith(este diálogo, lo recuerdo muy bien, era miprimera noticia del nuevo curso de losacontecimientos o, mejor, de la nueva fazque mostraba el asunto)—. No vuelve —repitió, reflexivo—, a menos que...» «Que¿qué? No se haga el enigmático, hombre»,
le exhorté yo con alguna impaciencia, pueses lo cierto que había conseguido tenernospendientes de sus labios. Él sonrió: que no
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sabía nada de fijo. Y acto seguido,mediante innecesarias perífrasis, lanzó a lacirculación la especie de que Abarca iba
decidido a encontrar a Rosa aun debajo dela tierra, y a apropiársela a cualquierprecio, así tuviera que acuñar moneda falsapara conseguirlo. Por lo visto, después queella desapareció haciéndole un corte de
mangas, se le había metido eso al hombreentre ceja y ceja; cuestión de amor propio,sin duda, pues la escena del banquete lotenía humillado, y no podía digerirla. Paradesquite, se proponía traer ahora a la
Damisela Encantadora, y exhibirla antenosotros, atada con cadenas de oro a sucarro triunfal.
Mientras así adornaba, interpretaba ydesplegaba Smith Matías la noticia de queera dueño, Bruno Salvador habíacompuesto en su rostro la expresiónsocarrona propia de quien sonríe por estarmejor enterado, hasta que, habiéndolo
notado el otro, le interpeló con aspereza:«¿Acaso no era cierto?»; y Bruno, que noaguardaba más, emitió entonces una
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estupenda versión personal de los hechos,versión que —seguro estoy, pues le conozcoel genio— acababa de ocurrírsele en aquel
momento mismo. «Cierto es —sentenció—que va en busca de la pendeja; pero no porcuenta propia»; se quedó callado: punto.«¿No por cuenta propia?»; repitió, todavíaagresivo, aunque algo perplejo, Smith
Matías. Todos habíamos percibido deinmediato a dónde apuntaba la insinuación;y quizá lo que más mortificaba a Matías esno haber pensado antes él en hipótesis tanbonita. «Pues ¿por cuenta de quién, si no?
Dilo.» Bruno se demoró en contestar.Dominaba por instinto el arte histriónico delas pausas, suspenso y demás trucos yzarandajas. Luego, el muy mamarracho, nosé cómo se las compuso para fraguar conlos pellejos de su cara un gesto quereproducía la expresión, que retratabainconfundiblemente a nuestra primeraautoridad. Esa fue su respuesta. Rompimos
a reír todos —incluso Smith Matías tuvoque reírse de mala gana—, mientras él,solemne, rígido, continuaba imitando con
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los dedos abiertos la barba en abanico desu excelencia. Bruno Salvador es unverdadero payaso; y su hipótesis, por
supuesto, descabellada. Yo exclamé: «Quédisparate!», y Smith Matías me agradecióen su fuero interno no haber dado crédito ala versión de su compinche. Pero éste, quese había entusiasmado con su propia
ocurrencia, empezó a defenderla por todoslos medios, desde el argumento deautoridad («Lo sé de buena tinta; si yopudiera hablar...») hasta razones deverosimilitud montadas sobre la supuesta
salacidad del viejo farsante, «que, con todasu prosopopeya, es el tío un buengarañón...» «Un buen bujarrón es lo quees», reventó de improvisto a espaldasnuestras la voz destemplada del cantinero,quien, acodado en su mostrador, habíaestado escuchando sin decir palabra.Ahora, de repente, va y suelta eso, y semete para dentro de muy mal talante,
dejándonos pasmados. ¡Cualquiera sabe loque puede cocerse en un meollo así!
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Y de este modo fue como yo supe queAbarca levantaba el vuelo en pos denuestra ninfa. La noticia me sacudió hondo.
Se me vino a la memoria en seguida algoque, en forma vaga, envuelta y sibilina, mehabía dicho el finado Martín poco antes desu repentina muerte, y a lo que yoentonces no presté mucha atención (era el
momento sobresaliente de la apuesta),pero que ahora, al unirse con todo lodemás, se coloreaba y adquiría relieve. Era,repito, en los días culminantes de laapuesta, y todos los ojos estaban fijos en
Abarca. Cierta noche, en que el calor no medejaba pegar los míos, tras muchorevolverme en la cama vacilando entre elsofoco del mosquitero y la trompetillairritante de los mosquitos, decidí por finhuir, echarme a la calle y encaminarme alpuerto en busca de alguna brisa quecalmara mis nervios. Por inercia, emprendí,sin embargo, la ruta acostumbrada, y en
seguida (¡qué fastidio!) me encontrémetido en las callejas malolientes, entre lassórdidas barracas de los negros, cargadas
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de resuellos. Apresuré, pues, el paso haciamás despejados parajes, y pronto me halléen la «frontera», ante la terracita de
Martín, donde, a aquellas horas, consorpresa y disgusto, encontré a Martínmismo chupando como siempre lasempiterna pipa. Mis «buenas noches»resonaron en la oscuridad; le expliqué
cómo el calor no me dejaba conciliar elsueño; aunque ya veía yo que no era a mí solo... Él sonrió; la luna fingía —o quizás,simplemente, iluminaba— en su cara unaalegre mueca maliciosa. ¡Pobre Martín!
Hablamos de todo un poco, no recuerdobien, diciendo unas cosas y pensando enotras diferentes. ¿A propósito de quédeslizó él sus curiosas apreciacionesrelativas al inspector general, esas frasesque ahora, cuando ya la boca que laspronunció está atascada de tierra, venían acobrar significado? Lo peor es que noconsigo reconstruirlas por completo. Fue
como si hubiera querido dar a entender queAbarca estaba embrujado por las artes denuestra encantadora Rosa. «Mientras ella
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está lejos, y la gente duerme, y nosotroscharlamos aquí, él —dijo— derrama en suescondite lágrimas de fuego», Y, en otro
momento, afirmó: «Tendremos boda». Estaúltima frase se me quedó grabada, porabsurda. Y también dijo que nos faltaba,aquí en la colonia, una reina o especie decacica blanca, para consolar, defender y
salvar a los infelices indígenas; algo así dijotambién. No hice caso ninguno a suschifladuras, pobre Martín. A él nadie iba asalvarlo: no comería ya el pastel deninguna boda, ni probaría siquiera el asado
de la apuesta. Aun su resultado iba aquedarse con las ganas de saberlo: pocosdías después, estaba ya él comiendo tierra,y dispersa como puñado de moscas supatulea de chiquillos. Pero ¿cómo iba uno aimaginarse en aquel momento que ya novolvería a ver más en vida al bueno deMartín?... Apenas había prestado atenciónyo a lo que me decía; me desprendí de él,
seguí adelante y, pronto, otro curiosoencuentro me hizo olvidarlo por completo.Daba ya vuelta a la plaza desierta cuando,
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en aquel silencio tan grande, oigo deimproviso ruido de unos goznes, y medetengo a mirar: era la cantina de Mario,
que se abría para dar salida a alguien.¿Quién, a tales horas? Desde el ángulo desombra en que yo estaba, veo surgir por elresquicio de la puerta entreabierta unafigura que, a la luna, reconocí de
inmediato: era Toño Azucena; Toño riendoen falsete, con palabras confusas, mientrasque a su espalda el cantinero —visto y novisto— encajaba otra vez, despacito, lapuerta. Aquello me intrigó. En la manera
caprichosa, imprecisa y casi espectralpropia del insomnio, me puse a darlevueltas; y ya no me acordé más de lasfrases, también insensatas, dichas porMartín, hasta que, ahora, las novedadessobre Ruiz Abarca vinieron a descubrirmealgún sentido en ellas. Pero ahora, a duraspenas lograba juntar y reconstruir susfragmentos.
Me maravillo de cómo el vejete, sinmoverse nunca de su hamaca, así siempre,podía saberlo todo. Parecía que adivinara, o
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que los ojos y oídos de los sirvienteshubieran estado espiando a la colonia paratenerlo a él bien al tanto. ¿Sabría lo mío
también? Bueno, ya él está bajo tierra. Porlo demás, sería absurdo suponerle virtudessobrehumanas. Pero, de cualquier manera,no dejaba de resultar asombroso que ¡yaentonces!, cuando nadie pensaba en ligar la
apuesta del inspector general con el casoRobert, predijera con tanta certidumbre:«Tendremos boda». Más tarde se supo queRuiz Abarca, hombre prepotente y astuto,sí, pero al mismo tiempo incapaz de
refrenar sus impulsos, se había sinceradoante un grupito de sus íntimos, o quienespodían pasar por tales, y, para cohonestarsus intenciones curándose en salud, habíadado a conocer, con el tono del que hablaex abundantia cordis, su propósito dedemostrarle al mundo y demostrarle a ella—ella, naturalmente, era Rosa—que nadiese le resistía a él ni podía impedirle que se
saliera con la suya. «Soy testarudo —parece que había proclamado, entre otrosalardes y bravatas—, y no va a arredrarme
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dificultad ni convencionalismo alguno, así tuviera que suscribir un contrato dematrimonio; me río de formalidades, de
papeluchos y demás pamemas», habíadeslizado entonces, disfrazando de rudafranqueza su cálculo. Si no se casaba,pues, con nuestra común amiga, no seríapor falta de arrestos. Se ve que estaba muy
resuelto a hacerlo; y quizá fuera verdad lode las proposiciones, instancias y súplicascon que —según ella me confió en suocasión— la asediaba; por lo visto, eraverdad.
VI
No se casó, sencillamente, porque,cuando vino a dar con ella, la encontrócasada ya.
Contra los pronósticos de quienes nocreían que el inspector general sereintegrara a su puesto, Ruiz Abarca haregresado; llegó esta mañana a la colonia.Muchos se sorprendieron al divisar supesado corpachón sobre la cubierta delVictoria II que entraba en puerto, y la
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noticia corrió en seguida hasta difundirsepor todas partes, antes aún de que hubierapodido desembarcar. Fácil es figurarse la
impaciencia con que aguardábamos suaparición en la terraza del Country Club.Como es natural, para nosotros han sido lasprimicias.
En el tono ligero de quien ocasionalmente,
al relatar otros detalles de su viaje, trae acolación un episodio curioso, nos refirió —«¡Hombre, por cierto!»— que había tenidola humorada de averiguar el paradero delfalso matrimonio Robert, «pues, como
ustedes saben —puntualizó con repentinagravedad—, tenía cuentas que ajustarle a lafamosa pareja. Pero, señores —e intercalóaquí una risotada fría—, mis cuentaspersonales, así como las de todos ustedes,están saldadas; se lo comunico parageneral satisfacción». Hizo una pausa yluego reflexionó, sardónico: «¡Lo que es laconciencia, caballeros! En el fondo, era un
hombre de honor, y lo ha demostrado.¿Saben ustedes que nuestro apreciadodirector de Expediciones y Embarques, el
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ilustre señor Robert, se ha endosado loscuernos que nos tenía vendidos, al contraera posteriori justas nupcias con la honorable
señora doña Rosa Garner, hoy su legítima yfiel esposa?... Su conducta —explicó— escomparable a la de quien expide un chequesin fondos para luego acudir al Banco yapresurarse a hacer la provisión. Lo hemos
calumniado, fuimos precipitados ytemerarios en nuestros juicios; pues coneste casamiento ha demostrado a últimahora ser una persona decente e incapaz dedefraudar al prójimo».
Hizo otros chistes, convidó a todo elmundo con insistencia, bebió como unbárbaro; repartió a los mozos del Clubmontones de dinero, y no ha parado hastaque, borracho como una cuba, cayóroncando sobre un diván. Allí sigue,todavía.
(1952)
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Violación en California
De Historias de macacos
—Lo que es en esta dichosa profesión mía—dijo a su mujer en llegando a casa elteniente de policía E. A. Harter— nuncatermina uno, la verdad sea dicha, de vercosas nuevas.
A cuyo exordio, ya ella sabía muy bienque había de seguir el relato, demorado,lleno de circunloquios y plagado dedetalles, del caso correspondiente; pero,por supuesto, no antes de que el tenientese hubiera despojado del correaje y pistola,hubiera colgado la guerrera al respaldo desu silla y, sentado ante la mesa, hubieraempezado a comer trocitos de pan con
manteca mientras Mabel terminaba deservir la cena e, instalada frente a él, sedisponía a escucharlo.
Sólo entonces hizo llegar, en efecto, a susoídos medio atentos una nueva obertura
que, en los términos siguientes, preludiabaun tema de particular interés:
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—Los casos de violación son, claro está,plato de cada día —sentenció Harter—;pero ¿a que tú nunca habías oído hablar de
la violación de un hombre por mujeres?Pues, hijita, hasta ese extremo hemosllegado, aunque te parezca mentira eimposible.
—¿Un hombre por mujeres?
—Un hombre violado por mujeres.Después de una pausa, pasó el teniente arelatar lo ocurrido: cierto infeliz muchacho,un alma cándida, viajante de comercio,había sido la víctima del atentado que, sin
aliento, acudió en seguida a denunciar en elpuesto de policía. Según el denunciante —ysu estado de excitación excluía todaprobabilidad de una farsa—, dos mujeres aquienes, por imprudente galantería, habíaaccedido a admitir en su coche mientras elde ellas, dizque descompuesto, quedabaabandonado en la carretera, lo obligaron,pistola en mano, a apartarse del camino y,
siempre bajo la amenaza de las armas,llegados a lugar propicio, esto es, undescampado y tras de unas matas, lo
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habían forzado a hacerle eso por ordensucesivo, a una primero y a otra después.Sólo cuando hubo satisfecho sus libidinosas
exigencias lo dejaron libre de regresar a suautomóvil y huir despavorido a refugiarseen nuestros brazos.
—¿Y ellas, mientras?—Eso le pregunté yo en seguida. Le dimos
un vaso de agua para que se tranquilizaray, algo repuesto del susto, pudo por finofrecer indicaciones precisas acerca deellas. Indicaciones precisas, detalles: eso eslo que deseábamos todos. ¿Te imaginas la
expectación, querida? Yo ya me veía venirla reacción de los muchachos; me losconozco; era inevitable. Siempre que noscae un caso pintoresco —y no escasean,por Dios— sucede lo mismo en la oficina;cada cual se hace el desentendido, fingeocuparse de alguna otra cosa, y sólointerviene de cuando en cuando con airedesganado y como por causalidad, para
volver en seguida a hundir las narices ensus papelotes, dejándole a otro el turno.Una comedia bien urdida para sacarle a la
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situación todo el juego posible, sin abusar,y sin perjuicio de nadie, bien entendido;pues para algo estoy ahí yo, que soy el
efe... «¿Y ellas?», preguntó el sargentoCandamo, como lo has preguntado tú. «¿Yellas?», pregunté yo también. Todosteníamos esa pregunta en los labios. Elasunto prometía, desde luego, dar mucho
uego. ¿Y ellas? Pues ellas, dos jovenzuelasentre dieciocho y veintitantos años,desaparecieron también echando gas enotro automóvil que tenían escondido unpoco más allá, prueba evidente —como yo
digo— de su premeditación. «Se largaronpor fin aliviadas», comentó Lange; peroesta frase le valió una mirada severa, nosólo mía, sino de sus propios compañeros:no había llegado aún el momento; bienpodía guardarse sus chuscadas, elmajadero. Lo que procedía ahora era fijarbien las circunstancias para procurar,dentro de su cuadro, la identificación de
aquellas palomas torcaces. No había duda,por lo pronto, de que el lance lo habíanpremeditado cuidadosamente. En primer
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lugar, las dos amigas, cada una en surespectivo automóvil, se dirigen al puntopreviamente elegido como escenario de su
hazaña, y allí dejan, medió oculto entre losarbustos, el de una de ellas, volviendoambas con el otro a la carretera. Sedetienen, simulan una avería del motor, ycuando ven aparecer a un hombre solo en
su máquina le hacen señas de que sedetenga, piden su ayuda y consiguen quelas suba para acercarlas siquiera hasta laprimera estación de servicio. ¿Cómo podíanegarse a complacerlas nuestro galante
oven? Charlan, ríen. Y la que está sentadaunto a él le dice de improviso con la mayornaturalidad del mundo: «Mire, amigazo; laseñorita, ahí detrás, tiene una pistola igualque esta —y le enseña una que ella mismaacaba de extraer de su bolso— para volarlea usted los sesos si no obedece en seguidacuanto voy a decirle». Hace una pausa parapermitir al pobre tipo que, aterrado,
compruebe mediante el espejito retrovisorcómo, en efecto, el contacto frío que estásintiendo en la nuca proviene de la boca de
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una pistola; y acto seguido le ordena tomarla primera sendita a la derecha, ésta, sí,por acá, eso es, y seguir hasta el lugar
previsto. Allí, una vez consumada laviolación, las dos damiselas abordan elautomóvil que antes se habían dejadooculto, y regresan al punto dondeabandonaron el otro con la supuesta avería,
para desaparecer cada cual por su lado.—¿Y no les hubiera sido mucho más fácil,y más seguro, me pregunto yo, en vez detanta complicación, usar un solo coche yvolverse a buscarlo luego en el de la
víctima; digo, en el del muchacho,dejándolo así a pie al pobre gato?
—Sin duda; pero lo que hicieron fue esootro, tal como te lo cuento. Váyase a saberpor qué.
—De cualquier modo eso facilitará,supongo, la tarea de dar con ellas, ¿no? Losdatos de dos automóviles...
—¿Qué datos, si el muy bobo no se fijó en
nada? Primero, encandilado con las bellezasde carretera, apenas puede indicar que setrataba de un Plymouth no muy nuevo, azul
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oscuro, cree; ni número de matrícula, ninada. Y respecto del segundo auto, con lanerviosidad de la situación, cuando quiso
reparar ya ellas habían transpuesto.—¡Qué bobo!—«Y ¿por qué no las seguiste, siquiera a
la distancia?», va y le pregunta el sargentoCandamo. «Hasta que no me metí los
pantalones y pude reaccionar, ya ellas sehabían perdido de vista». También, hay queponerse en el caso del infeliz. Él temía queno iban a dejarlo escapar así; se temía que,después de haber abusado de él, irían a
matarlo. Se comprende: estaba azorado. Encambio, sí nos ha podido suministrar conbastante exactitud las señas personales deesas forajidas. Sobre este punto, figúrate,los muchachos lo han exprimido comolimón.
—Y tú, que lo permitiste.—Por la conveniencia del servicio. Podrán
ellos haberse regodeado (discretamente),
no digo que no; pero es lo cierto que a losfines de la investigación cualquierinsignificancia resulta en ocasiones
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inapreciable. Nadie sabe. De manera quelos dejé estrujar el limón, apurarlo hasta elúltimo detalle. Hojas y hojas han llenado
con los datos; ahora, claro, será menesterresumirlos para confeccionar un prontuariomanejable. Al parecer, la que subió al ladosuyo junto al volante era quien domina ymanda. Y también la más bonita de las dos,
para su gusto: una rubia pequeñita, muyblanca, ojos azules, y con tal vocecita denena que cuando, pistola en mano, empezóa darle instrucciones, creyó él al principioque estaba de broma. Menuda broma.
Hasta ese instante, la encantadora criaturahabía empleado un lenguaje mimosón, conmucho meneo de ojos. Ahora, afirma él, sele puso cruel y fría la mirada. Él tiene quedramatizarlo, qué remedio. Aunque todo elpersonal a mis órdenes supo guardar ladebida compostura, el denunciante quizáscomenzaba a sentirse ridículo... En cuantoa la otra prójima, que apenas había
hablado y apenas lo había mirado, era másalta (en fin, no mucho: estatura corriente)y algo más recia, tirando también a rubia,
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pero con los ojos oscuros, y uñas muypintadas. Las dos, más o menos bienvestidas, sin que el imbécil haya sido capaz
tampoco de agregar grandesparticularidades sobre su vestimenta.—¡Qué imbécil!—Hay que ponerse en su pellejo. En
realidad, no da la impresión de tonto, ni
mucho menos. Es todavía un chiquillo,veinticuatro años. Y como viajante decomercio parece desempeñarse bien. Perolas circunstancias, hay que reconocerlo...«Y usted, un hombre como un castillo, en la
flor de la edad, ¿necesita que ninfassemejantes lo obliguen por la fuerza ahacerles un favorcito?», le reprochó medioindignado medio burlesco, el barbarote deLange que hasta entonces no había vuelto ameter cuchara. Ante salida tan indiscreta(pero ya sabes cómo es Lange), nuestrooven denunciante se ruborizó un poco,tuvo una sonrisita de turbación, y terminó
por protestar, sacando el pecho, de que élhubiera cumplido con mil amores y sinnecesidad de coacción alguna lo que le
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exigían sus asaltantes. Confesó, incluso,que al recogerlas de la carreteracontraviniendo los consejos oficiales contra
el llamado auto-stop (consejos cuyaprudencia reconocía ahora demasiadotarde), no dejó de hacerse algunasilusiones sobre los eventuales frutos que sugentileza pudiera rendirle. No; ¿qué había
de necesitar él intimidaciones para unacosa por el estilo? Sólo que aquel par dearpías lo que por lo visto querían eraprecisamente eso, la violencia, sin la cual —por lo visto— no le encontraban gracia al
asunto. Más de una vez y más de dos leshabía pedido él que depusieran las inútilesarmas, pues estaba muy dispuesto acomplacerlas en cuanto desearan, pero quedebían comprender cuán difícil le resultaríahacerlo bajo condiciones tales. De nadavalieron, sin embargo, súplicas nipromesas, que sólo parecían excitar surigor. Así, pues, una vez en el lugar
previsto, y siempre bajo la amenaza de lasdos pistolas, oyó que la rubia le ordenabaperentoriamente que procediera a actuar
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en beneficio suyo; para cuyo efecto, pasó asu compañera la embarazosa pistola coninstrucciones de disparar, diestra y
siniestra, sobre el inerme joven si ésteremoloneaba en cumplir dicho cometido, altiempo que, por su parte, lo facilitaba,tendiéndose a la expectativa sobre la arenacaliente. Es de saber que ninguna de las
dos socias (dicho sea entre paréntesis)llevaba nada bajo la falda: más queevidente resulta, pues, la premeditación.Pero ¿cómo hubiera podido él ejecutar loque se le pedía bajo intimidación tan
grave? Te imaginarás, Mabel, que, porrazones técnicas, forzar a un hombre esmucho más difícil que forzar a una mujer; yel pobre muchacho, que se apresuró amostrar sus buenas disposicionesdespojándose de la ropa, procuraba ganartiempo e insistía en convencer a susraptoras de que, para lo demás, aun con lamejor voluntad del mundo, y aunque lo
mataran, no conseguiría hacer lo mandadosi antes no lo exoneraban del mortalapremio. Hasta que, por fin, la rubita,
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alzándose del suelo, desgajó una rama yempezó a golpearle con fría furia sobre elflojo miembro, mientras que la otra se reía
odiosamente. ¡Santo remedio! No hay dudade que el castigo, por triste que resulteadmitirlo, hace marchar a los renuentes yperezosos. Ahora, el joven —a la vistaestaba— podía responder ya a lo que se
esperaba de él; y, en efecto, no dejó deaplicarse con ahínco a la obra, a pesar deque, entre tanto, la otra pájara,insultándolo y llamándole cagón, empezó apropinarle puntapiés y taconazos en el
desnudo trasero, de los cuales —afirmó eldenunciante— le quedaba todavía el dolory, seguramente, la huella...
Con eso y todo —fíjate, mujer, cómo es lagente— aún presume el majadero (porquela presunción humana carece de límites),aún alardea y se jacta de sus virilesrendimientos, «no obstante lo adverso de lasituación», dice él, tanto durante esa
primera prueba como en la segunda,cuando, cambiando de papeles, la saciadarubita se hizo cargo de las pistolas para dar
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ocasión a que su compinche se echaratambién sobre la arena... Cuando todo sehubo consumado, «entonces —declaraba el
joven— fue que me entró el verdaderoterror. Ahorita me matan, pensé». Y locierto es que no le faltaban motivos paratemerlo. Pero, ya ves lo que son las cosas,no ocurrió así. Ellas se marcharon tan
tranquilas, después de darle las gracias portodo con fina sorna. Y él, desgraciado,corrió a refugiarse en los brazos de mamá,es decir, en el puesto de policía, dondeapenas si lograba explicarse cuando, como
una tromba, entró por aquellas puertas.—Y ahora, ¿qué?—Ahora habrá que hacer toda clase de
diligencias para buscar a las dos tipas. Porsupuesto, yo no he consentido —ya meconoces—, no he permitido ni por unmomento que al pobre inocente se le tomeel pelo, como empezaban a hacerlo poco apoco los muchachos, no bien hubo soltado
hasta el último detalle del lamentableepisodio, con preguntas acerca de si en talocasión había perdido la virginidad o de qué
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castigo creía él que merecían susvioladoras. Pero la verdad es que no veo yolo que pueda adelantar el cuitado con su
denuncia, ni qué pensará sacar en limpio detodo esto. Si se las encuentra, y no dudoque daremos con ellas, presentarán supropia versión del asunto, date cuenta laespecie de percantas que han de ser;
afirmarán que todo fue una broma, que éltuvo la culpa, que las pistolas eran deuguete, o que no había tales o quién sabequé. Y la gente, cuando se entere, no hayduda que va a tomarlo en pura chanza...
Pero yo estoy convencido, como te digo, deque cuanto ha contado el muchacho esrigurosamente exacto; y en manera alguname parece que sea motivo de chanza. No,de ninguna manera. Muy al contrario, de lamayor preocupación. Encuentro en ello unsigno de los tiempos, y un signo demasiadoalarmante. Para mí, qué quieres que tediga, Mabel: eso es todo lo que me faltaba
por ver en este mundo: mujeres violando aun hombre.
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Mabel se quedó callada, y luego de unrato dijo a su marido, que parecía absortoen la operación de pelar un durazno sobre
el plato, vacío ya, de su roast beef:—¿Sabes de qué me estoy acordando? Meestoy acordando de lo ocurrido con lashermanas López, allá en Santa Cecilia.
—¿Qué hermanas López?
—¿Cómo que qué hermanas López? LasLópez, ¿no te acuerdas? En Santa Cecilia.Mabel era de Santa Cecilia, Nuevo México;
allí la había conocido su futuro marido, elentonces cabo Harter.
—¿Cómo no vas a acordarte, hombre, sifue un escándalo tremendo?
Pero fue ella quien se acordó ahora deque el caso había sucedido durante los añosde la guerra, cuando todavía Harter,incorporado a la Marina, estaba peleandoen las islas del Pacífico.
—De todas maneras, raro sería que yo note lo hubiera referido en alguna carta;
durante aquellas semanas se habló más deeso en Santa Cecilia que de la guerra
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misma o de cualquier otro asunto. Bueno,poco importa.
Lo ocurrido era, en pocas palabras, que a
las hermanas López, una señoritasaburridas —«ya tú sabes cómo esas gentesson»— les vino la idea, para distraer supesado encierro, de llamar por la ventana aMartín, el tonto del pueblo —¿tampoco se
acordaba Hartes del tonto Martín, irrisiónde cuanto vago...? Habían llamado, pues, aMartín bajo pretexto de darle un trajedesechado de su padre, pero con el sanopropósito de estudiar in anima vili las
peculiaridades anatómicas del machohumano, apagando mediante unaexploración a mansalva la sed deconocimiento que torturaba a sus caldeadasimaginaciones. Pero sí; fíese usted de losdeficientes mentales. Anima vili, quizás;pero no desde luego cuerpo muerto; elcaso es que, tonto y todo, Martín seaficionó a los ávidos toqueteos de las
señoritas; y pronto pudo vérsele enpermanente centinela frente a su ventana.Allí, hilando baba de la mañana a la noche,
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pasaba el bobo su vida ociosa; impaciente,exigente, y nunca satisfecho con platos decomida ni con monedas. Tampoco parece
que las amenazas lo ahuyentaran; yseguramente alguna otra ocasionalconcesión, lejos de calmarlo, aumentabasus apetitos bestiales. Desde luego, losmalpensados lo sonsacaban y los
malintencionados lo empujaban. Gruñidos,risotadas y ademanes, y el brillo idiota desus ojuelos —«pero, ¿no te acuerdas de él,hombre?»—, el resultado es que sedescubrió el pastel, o por lo menos,
amenazaba descubriese; y se comprenderáel pánico que debió apoderarse de laspudibundas vetales... Finalmente, el díamenos pensado, amaneció muerto Martín, yla autopsia pudo descubrir en su estómagoe intestinos pedacitos de vidrio. No hay quedecir cuánto se murmuró, dando por hechoque las señoritas López lo habríanobsequiado con algún manjar
confeccionado especialmente para él porsus manos primorosas, pero, ¿cómo probarnada? Ni ¿quién iba a acusarlas? ¿sobre
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qué base? Nada impedía tampoco que eltonto se hubiera tragado una de esasmortales albóndigas que se echan a los
perros para exterminarlos; o cualquier otracosa: de un pobre idiota puede suponersetodo. Y por lo demás, la historia con lasLópez no había pasado nunca dehabladurías, chismes y soeces
maledicencias. Conque todo se quedó ahí.—Y ¿tú crees?...—Pues ¿quién sabe? Hoy día estarán
hechas unas viejas beatas, las famosashermanas López.
—Tú te has acordado de esa historia añejaa propósito de la violación de hoy.
—Ya ves: tu joven viajante de comercioha salido mejor librado que aquel pobreMartín.
—Lo que tú quieres decirme con eso esque, después de todo, no hay nada nuevobajo el sol de California.
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Una boda sonada
De Historias de macacos
Se llamaba Ataíde, Homero Ataíde; perodesde sus tiempos de la escuela le decíantodos Ataúde, porque, siendo dueño supadre de una modesta empresa de pompasfúnebres, nadie renuncia a hacer un chiste
fácil a costa del prójimo. Por lo demás, a élle importaba poco, lo tomaba por lasbuenas, no se ofendía. ¿Ataúde? Pues muybien: Ataúde. Eso es lo que a todos nosespera, después de todo, puesto quemortales somos. Pero si su apellido sugeríatal memento, ¿por qué no reparabantambién en el presagio de su nombre depila, Homero? Este nombre le había sido
otorgado a iniciativa de su tía y madrina,doña Amancia, y en verdad que por unavez el horóscopo de la dama no resultóvano: el recién nacido lo había hecho, comoel tiempo vendría a demostrar, para poeta;
quizás no muy grande ni famoso, peropoeta de todos modos... Doña Amancia, su
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tía, alias Celeste Mensajero, practicaba, pormódico estipendio, las artes adivinatoriasen un gabinete o consultorio instalado en el
mismo edificio de la funeraria, aunque —eso sí— con entrada independiente y sobrela otra fachada. Bien puede ser que labuena señora ignorase todo acerca deHomero, el de la Ilíada, y váyase a
averiguar de dónde se sacó el nombrecitopara su sobrino; pero si así fuera, elloconfirmaría el decreto de las estrellas enlugar de desautorizarlo: las pitonisas,cuando aciertan, aciertan a tientas; y en
cuanto a nuestro Homero, la cosa es quedesde edad escolar había comenzado a darmuestras de su irremediable vocación lírica.
Verdad es que allí, en tan pequeña ymortecina capital de provincias, pocasoportunidades de brillar se ofrecían a suestro. El poeta Ataúde hubo de resignarse,por lo pronto, a ingresar como meritorio enla redacción de El Eco del País donde, en su
calidad de tal redactor meritorio, veíapublicada los domingos alguna que otra odao soneto, mientras que durante el resto de
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la semana se afanaba por recoger noticias,sea en la Casa de Socorro, a veces en elGobierno Civil y, generalmente,
dondequiera que se originasen.No hay que decirlo: jamás dejaba deacudir al teatro si por ventura había llegadouna compañía en tournée, o cuando a algúntemerario se le ocurría contratar, acá y allá,
artistas más o menos prometedoras paramontar un azaroso espectáculo devariedades. El único galardón seguro queesas ilusas podían prometerse por su parte,era la gacetilla encomiástica de Ataúde enEl Eco del País, más el homenaje floral conque el poeta subrayada el testimonioimpreso de su admiración, en los casos enque de veras pareciera valer la pena. Si laartista en cuestión daba muestras de ciertareceptividad, si no era demasiadoostensible su indiferencia hacia la poesía,panegírico y ramo de flores acudían,infalibles, a estimular la sensibilidad lírica
que pudiera albergarse en su seno; y notardaban entonces en saber ellas de labiosde Homero cuán gemelas eran sus almas,
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cómo habían nacido el uno para el otro, yqué gran suerte era para ambos elencontrarse y haberse reconocido en medio
de aquel páramo.Nunca faltaban, por supuesto, malintencionados y envidiosos que seacercaran al oído de las bellezas paradestruir el efecto de la galantería, con la
insidia de que las flores del bouquet lesllegaban de segunda mano. Sospechar quela ofrenda del vate pudiera haber sidollorosa corona fúnebre aquella mañanamisma, las enfurecía a veces, y no sin
razón, contra quien así osaba obsequiarlascon despojos de la muerte. Otras optabanpor creer sus vehementes desmentidos; yni siquiera faltaba alguna que, más corridao filósofa, acogiera con risillas cínicas aAtaúde cuando, para sincerarse, acudía avisitarla en la Pensión Lusitana, que eradonde las artistas solían tomar alojamiento,y le riera la gracia, estimándole a pesar de
todo su buena voluntad.Ahí, en el vestíbulo o recibidor de laPensión Lusitana, sobre ese divancito que
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había presenciado varios de sus triunfos ytambién alguna derrota, tuvo comienzo,precisamente, el idilio a resultas del cual, la
encantadora ninfa conocida en las tablaspor Flor del Monte, llegaría a convertirse enesposa de nuestro Homero; ahí fue dondeel sensible corazón del poeta quedóanegado por el raudal de aquellas lágrimas
inocentes... Pues la que pronto pasaría aser doña Flora Montes de Ataíde (el nom deguerre, Flor del Monte, apenas disfrazabasu verdadero nombre civil, Flora Montes yGarcía, hija de legítimo matrimonio), esta
delicada criaturita acababa de sufrir, enefecto, brutal ultraje por parte de unosseñoritos imbéciles, y se mostraba, claroestá, abatidísima. La injusticia que se lehabía hecho, y su irrestañable desconsuelo,fueron bastante para sublevar los noblessentimientos del poeta, poniéndoleresueltamente de parte suya.
Pues, hay que confesarlo, hasta ese
momento él, como los demás, como laciudad entera, había estado vacilando ensus preferencias entre la gentil rubia cuya
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espiritualidad triunfada, arrolladora, en susdanzas, sobre todo en la de los velos,siempre muy aplaudida, y la otra luminaria,
Asunta, la Criolla de Fuego, morochasimpática que, poseyendo sin duda menosrecursos artísticos, apelaba a las armasdesleales del meneo y de la indecencia paraderrotar a su rival.
En realidad, se trataba de dos artistasnotables, cada cual en su género. Nadaimpedía gustar de una y de otra, y no habíamotivo serio, siendo tan distintas entre sí,para que la emulación se enconara hasta el
extremo de engendrar bandos enemigos.Pero Asmodeo, organizador y empresariodel espectáculo, astutamente habíadispuesto las cosas con vistas a esteresultado. Dueño de dos cines y de sendasconfiterías adyacentes, el hombre eraentusiasta del principio competitivo comoraíz de los negocios, y poseía innegablehabilidad para explotar la tendencia
humana a asumir parcialidades. Si en estaaventura teatral en que se habíaembarcado hubiera traído al programa tres
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estrellas, o bien sólo una, la polarización deopiniones habría sido más difícil. Su acierto—desdichado acierto— consistió en
presentar al público dos figuras decategoría equivalente, y destacarlas porigual entre números de relleno: juegosmalabares, un prestidigitador, perrosamaestrados y quién sabe qué más
bagatelas, que a su tiempo —esto es, a lasegunda semana— fueron sustituidos porun ventrílocuo, una médium, unequilibrista, etcétera, mientras que Flor delMonte y la Criolla de Fuego, la Criolla de
Fuego y Flor del Monte, continuabandisputándose el favor de los espectadores.Por este procedimiento logró Asmodeo suinteresado propósito: la rivalidad se habíahecho ya muy aguda, dividiendo en bandosenemigos al público de la sala, a lastertulias en todos los cafés, y —dichoqueda— a la ciudad entera.
Sólo el poeta Ataúde había logrado hasta
el momento mantener su apariencia deecuanimidad. En un principio repartióditirambos y ramilletes equitativamente
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entre ambas. Con una y con otra habíapretendido entablar, en coloquiosoportunos, una solidaridad de artistas
cuyas almas se encuentran y reconocen enmedio de aquel páramo de vulgaridad. Y elhecho de que las dos le hubierandispensado acogida semejante nocontribuía, por cierto, a precipitar una
preferencia en su ánimo: adujeron una yotra que, aparte la molesta vigilancia desus respectivas progenitoras, don Asmodeoles exigía por contrato una conductairreprochable mientras estuvieran actuando
en la ciudad, puesto que las matinées desábados y domingos estaban consagradas alas familias. Tan sólo en las tablas —y ello,siempre que no fuera matinée— les estabapermitido propasarse algo, como mediopara pujar las respectivas banderías. Pero,fuera de esos pequeños atrevimientos,estaban obligadas a mostrarse en extremoreservadas, absteniéndose de admitir
invitaciones particulares de clase alguna,aun cuando se les consintiera en cambio,como lo hacían muy gustosas, alternar con
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un grupo de señores serios después de lafunción, en la confitería del teatro.
Así se había llegado hasta mediar la
tercera semana de actuación: todo unéxito; y aunque Homero no hubieradeclarado todavía sus preferencias,empezaba a considerar inicuo en su fuerointerno que los atractivos de la Criolla de
Fuego, con toda su opulencia, pudieranprevalecer al fin sobre la espiritualidaddepurada de Flor del Monte. Pues es locierto que aquella morocha, Asunta, fiadaen los dones espontáneos de la naturaleza,
se excedía en el descoco, hacía alarde,mientras que, honestamente, la danzarinase afanaba por desplegar en sus creacioneslos recursos superiores del arte. El Arte,contra las malas artes, pensaba Homero,perfilando una frase que quizás usaría enletras de molde llegado el momento.Porque, triste es reconocerlo, la gente —reflexionaba Ataúde— tiene gustos
groseros, y no hay remedio.Por suerte, la Flor del Monte no eraenvidiosa; y buena tonta hubiera sido
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envidiándole a la otra los aplausosfrenéticos que arrancaba con el meneo yfinal exhibición de aquellas tremendas
vejigas de pavo, con que hubiera podidoamamantar a los gigantones del Corpus,según ella las había caracterizado duranteun aparte que danzarina y poeta tuvieron lanoche antes en la tertulia de la confitería.
No; ella, Flor, era una artista decente, y pornada del mundo incurriría en detalles detan mal gusto. Desde luego que, en eseterreno, jamás iba a ponerse a competircon la Criolla («que no es criolla ni nada,
¿sabes?; es de una aldea de por aquí cerca»).
Y tenía razón. Tampoco era ése su género.Flor del Monte era lo que se llama unaartista fina; y, en verdad, una artistamaravillosa. Con su belleza frágil, sucabellera rubia, sus ojos celestes, susbrazos y piernas alongados, resultabainimitable en varios de sus números, sobre
todo en la celebrada Danza de los Velos,donde, trasluciéndosele apenas las carnesblanquísimas bajo gasas azulinas y
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verdosas, su aérea movilidad era capaz deexcitar la fantasía hasta del más lerdo,cuanto más, arrebatar a quienes, como
Ataúde, poseían una sensibilidad refinada.Cual una ninfa, cual una libélula, se alzabadel suelo esta exquisita niña, giraba congráciles inflexiones, y constituía unaexperiencia embriagadora la de seguir el
vuelo de su pie, adornado de ajorcas eltobillo, cuando se remontaba, dentro de unescarpín de raso dorado, por encima de suno menos dorada cabecita, para iniciar enseguida una vuelta ágil que había de
transponerla, en un salto, al otro lado delescenario... Razón tenía para desdeñar lostrucos obscenos con que la Criolla sabíalevantar de cascos a la platea. Frente a esaexcitación de la multitud, que con ruidoso ycreciente entusiasmo respondía a lasprocacidades ya casi intolerables de Asunta,era muy explicable el resentimiento de lapobre Florita.
Lo malo fue que no consiguió disimularlocomo hubiera debido. Porque los majaderosque, todas las noches, después de la
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función, invitaban a las artistas y lasretenían, tomando copitas de anisete, en laconfitería hasta Dios sabe qué horas, se
dieron cuenta en seguida, y se dedicaron apincharla, irritarla y azuzarla contra lasonriente Criolla, cuyo cacumen, un tantoromo, no le permitía replicar a losalfilerazos de su colega y todo lo arreglaba
con poner hociquitos, hacer mohines, soltarrisotadas, y repetir: «Anda ésta»; «Puessí»; «Vaya», y otras frases no menosexpresivas.
En suma, que si la Criolla de Fuego se
apuntaba algunos tantos en el escenariomerced a su desvergüenza, en este otroespectáculo privado con que prolongaban lavelada unos cuantos «conspicuos» —Ataúde, claro está, entre ellos—, gozabaFlor del Monte de su revancha,desquitándose con creces: en este terreno,el espíritu derrotaba por completo a lamateria. Y los malasangre, los necios,
viendo cómo la irritación aguzaba de día endía las flechas de su femenil ingenio, y nocontentos ya con alimentar su agresividad
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mediante toquecitos sutiles, urdieron entreellos una pequeña farsa cuyos frutos seprometían saborear después, en la tertulia.
Esperaban el momento en que las artistasse agarraran por fin de los pelos, como nopodía dejar de suceder, según iban lascosas. Lo que habían inventado fue fingirimpaciencia en la función de aquella noche
durante la Danza de los Velos, y ponerse areclamar con gritos y abucheos la presenciade Asunta, la Criolla, en el escenario.
En esa intriga estúpida no participó elpoeta, que era un caballero. Ni siquiera
puede afirmarse que fuera iniciativa de latertulia, sino idea de unos pocos, deCastrito, el de la fábrica de medias, de loshermanos Muiño, estudiantes perpetuos,del mediquito nuevo —¿cómo se llamaba?—, y dos o tres más, que tenían abonado unpalco proscenio. Desde ese palco, tanpronto como Flor del Monte inició suadmirable danza, empezaron a chistarle, a
sisear, y a pedir Prendas Íntimas, elnúmero bomba de la Criolla.
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¿Cómo una cosa así no había de herir elamor propio de artista tan sensible? Tuvoella, sin embargo, la prudencia de hacerse
la desentendida, y continuó, por lo pronto,evolucionando sobre el escenario a compásde la melodía oriental que acompañaba asus gráciles movimientos, en la esperanzade que la broma no pasaría a mayores.
¡Esperanza vana! Era eso no conocer aladversario. Atrincherados en el palco, sustorturadores intensificaban por el contrario,incansables, el fuego graneado de surechifla, a la vez que espiaban los efectos
previsibles de la agresión y se gozaban enobservar los primeros síntomas delazoramiento que esta calculada ofensivatenía que causar en el ánimo de ladanzarina. «Mírala, mírala; ya no puededisimular más. Ya no da pie con bola —reíael mayor de los Muiño a la oreja delteniente Fonseca—. Ésa termina dando untraspiés, se pega el batacazo: tú lo verás».
Pero lo que vieron fue algo que nadieesperaba. En una de sus rítmicasevoluciones, la artista fulminó a sus
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ocupantes una terrible mirada, se detuvopor un instante, levantó la pierna y disparócontra ellos explosiva detonación: como el
diablo en la Divina Comedia, avea del cul fatto trombetta. Tras de lo cual, prosiguiótan campante la Danza de los Velos.
¿A qué ponderar la estupefacción que elhecho produjo? Aquella nota discordante
hizo que la orquesta desafinara; la plateaempezó a rebullir, inquieta; y en cuanto alos ocupantes del palco proscenio, que en elprimer instante se habían quedado mudosde asombro, reaccionaron en seguida con la
natural indignación. Rojos de ira, proferíancontra la artista gritos soeces de «Guarra»y de «Tía cerda», amenazándole con elpuño. Pero, entretanto, ya la danza habíaterminado, y Flor del Monte se retirabacomo si tal cosa tras de los bastidores,dejando a la sala sumida en descomunalbarahúnda. Risas, improperios y disputasse mezclaban ahora, con terrible algazara,
a la ovación de costumbre...Puede imaginarse: aquella noche ladanzarina no estuvo de humor para
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concurrir a la tertulia de la confitería, pormás que le insistieran sus amigos sobre laconveniencia, o aun necesidad, de no faltar,
hoy menos que nunca. Pese a todo se retiróella, acompañada de su señora madre, asus cuarteles de la Pensión Lusitana: teníauna fuerte jaqueca. Y allí, en la pensión,compareció pocos minutos más tarde a
presentarle sus respetos el poeta Ataúde,uno de aquellos amigos leales. Ataúdehabía creído deber suyo visitarla en laocasión, no sólo por si acaso el periódicodecidía hacerse eco de lo ocurrido —aún
ignoraba Hornero cuál sería la actitud deldirector—, sino también, y sobre todo,porque deseaba testimoniar a la jovenartista su simpatía, desolidarizándosenetamente de los imbéciles que, con suconducta incalificable, habían provocado elruidoso incidente.
Al principio ella se negaba a recibirlo; noquería verlo, a él ni a nadie: le dolía mucho
la cabeza. Pero como el periodista insistieray rogara, salió por fin con los ojoscoloradísimos, y no bien se hubo dejado
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caer junto a su fiel admirador en eldivancito del vestíbulo, rompió a llorar denuevo, anegada en un mar de lágrimas y
sollozos. Ataúde supo, diestro, enjugar esaslíquidas perlas y ganarse con su solicitud labenevolencia de la dolida Flora, su afecto.Le declaró el poeta que, lejos de hacerledesmerecer en opinión suya ni de nadie, la
resonante acción con que había repelido asus burladores, más bien tenía queconcitarle el aprecio de cualquier concienciarecta. Por consiguiente, no afligida,avergonzada ni contrita, sino ufana y
orgullosa debía mostrarse de haber sabidoemplear un remedio heroico. ¿Merecían, talvez, otra cosa semejante patulea deseñoritos chulos? Habían recibido larespuesta condigna a sus despreciablesprovocaciones, y bien empleaba se latenían. Así, pues, nada de esconder elbulto, sino al contrario: mantener con lafrente muy alta la gallardía de su gesto.
Ante exhortaciones tan cariñosas, laartista le dirigió una mirada de ansiedad yde reconocimiento: necesitaba esa
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confortación; mucho bien le hacía oírledecir a un hombre como él, a una personadecente y culta, que no vituperaba su
proceder, e incluso lo aprobaba. Para serfranca, debía confesar que todo había sidouna ocurrencia repentina. Sintió laoportunidad, y la aprovechó para acallar ala jauría que tan sin piedad le acosaba. Fue
una ocurrencia súbita, una inspiración delmomento. Podía jurar que no hubo en ellola menor premeditación. De no habersedejado llevar por la cólera, es lo cierto que,en frío, jamás se hubiera atrevido a una
cosa así. Y ahora le pesaba el arrebato, ledaba muchísima vergüenza; 'tanto más quesu mamá se había puesto hecha unbasilisco, afeándole ásperamente sucomportamiento. «Créame, amigo Homero:si hice mal o hice bien, no lo sé; pero loque sí sé es que, en aquel instante, sihubiera tenido en la mano un revólvercargado, lo mismo se lo disparo encima a
esos canallas...» Y lloraba, llorabadesconsolada otra vez.
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Ataúde, tierna y respetuosamente,empezó a pasarle la mano por la cabecita;y ella, al sentirse acariciada, la dejó
reposar en el hombro del poeta tras dehaberlo recompensado con encantadorasonrisa... Total, que ahí nació un idiliodestinado a sacramentarse al pie de losaltares. No mucho rato había pasado, en
efecto, cuando ya estaban riéndose ambos.Con los ojos todavía enrojecidos yhúmedos, a Flor del Monte —¡lo que es lajuventud!— le retozaba la risa cada vez quese acordaba del modo cómo les había
tapado la boca a aquellos gritones. Atónitoslos había dejado. Pues ¿qué se creían, losmamarrachos? ¿que iban a poder con ella?¿A que no se aguardaban esa respuesta?...Y también le daba risa, mezclada con unasombra de preocupación, pensar en loscomentarios furibundos que a aquellamisma hora estarían haciendo en la tertuliade la confitería y, más que nada, las
idioteces que largaría la Criolla de Fuego.«Es que la gente —reflexionó Ataúde— esde lo más infame, y conviene siempre
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tenerla a raya; darle una lección de vez encuando. Enseñarles las uñas, sí. Has hechomuy bien, nena; muy requetebién has
hecho. Pues ¿qué se pensaban? ¡Si sabréyo cómo se las gastan esos tipos! Son unosmalasangre.» «¿Es verdad, Homero —lepreguntó entonces, picarona, Florita— esoque dicen de ti, que regalas flores usadas
ya en los servicios funerarios?» «Eso —protestó el poeta— es una solemnementira. Lo que pasa es que son muyenvidiosos; tienen envidia, y eso es todo.La verdad es que, con el negocio de mi
padre, a nosotros las flores nos resultanmucho más baratas, somos grandesconsumidores, ¿te percatas? Además, floressiempre son flores, qué demonios; y conellas tanto puede armarse un ramilletecomo una corona. Puras ganas dejeringar...» Ella se reía, quitándole todaimportancia a la cuestión. Y respecto de lootro, pues sí, casi se alegraba ahora de
haberlo hecho. Sería una grosería, pero sino, ¿adónde habríamos llegado? Le bastabaa ella con que a persona tan ilustrada y
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noble como Ataíde, un poeta, no le hubieraparecido demasiado mal. Si él loaprobaba... Se levantó: «Voy a llamar a mi
mamá para que sepa que, a pesar de todo,no me faltan amigos sinceros».Vino la mamá, lo saludó con aire de
preocupación digna, le agradeció la cortesíade su visita, deploró la desgracia (así
calificaba ella el incidente del teatro), leinvitó a tomar una copita de oporto, ymientras Flora iba a la pieza para buscar elvino, la señora mayor expuso sus cuitas alpoeta: «Ay, señor mío, usted no sabe lo
que una madre tiene que padecer. Esta niñamía es tan impulsiva... Yo siempre se lodigo, que no sea tan impulsiva; pero no hayremedio. Fíjese, la barbaridad. Lo peorahora es que el empresario querráaprovecharse para cancelarle el contrato. Yde cualquier manera, ¿con qué cara va éstaa presentarse otra vez mañana delante delpúblico? ¡Qué catástrofe, señor Ataíde, qué
catástrofe!». «Déjeme a mí, señora, que yoestudie un poco la situación. Todo searreglará, descuide. Creo que todo se
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arreglará.» Ataúde se sentía ya protector,deseaba asumir responsabilidades. «Quizáslo mejor sea que la niña abandone esto de
las varietés, que no va a darle más quedisgustos, porque el público es muy bestia,y... Pero, hágame caso, ponga el asunto enmis manos. Tengo una idea.»
La idea que había tenido era,
sencillamente, la de casarse con Florita,que ahora aparecía de nuevo en elvestíbulo trayendo en una bandeja, no lacabeza del Bautista, sino una botella deoporto, tres copas y galletitas. Era también
un impulsivo nuestro poeta, y también fuepara él la del matrimonio una ocurrenciarepentina, aunque se abstuvo de soltarla aboca de jarro. Pero desde ese momentomismo supo ya que estaba enamorado deFlor del Monte, y que había de convertirlaen su legítima esposa, ofreciéndole con sumano la mejor reparación pública en quehubiera podido soñar para sacarse la espina
del dichoso incidente.Lo primero que hizo a la otra mañananuestro hombre fue consultar con su
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madrina, doña Amancia, no en procura deun horóscopo, sino para explorar sureacción frente a lo que ya era en él un
propósito firme. Esa reacción no pudohaber sido más favorable. La pitonisa veníaquejándose, cada vez con más frecuencia,de que si un día u otro se quería morir, nohabría quien asumiera las obligaciones
profesionales del consultorio. «¿,Quién sehará cargo de todo esto?», se preguntabaconsternada, repasando alrededor suyo,con su mirada enigmática y llorona, laestatuilla de Buda, el búho disecado en el
fanal de la cómoda, el cromo de lasÁnimas, la bola de cristal, los naipes ydemás polvorientos adminículos de suoficio. La sugestión del sobrino consistía enofrecerle con su consorte una auxiliar a laque pronto iniciara en los misterios de lacábala, para cuyo servicio siempre se habíanegado Mensajero Celeste a admitirextrañas. Un ósculo sobre su frente
inspirada recompensó la idea del poeta;quien, muy contento con este resultado,corrió a comunicar su decisión a la
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autoridad paterna. El padre no eraproblema. Oyó el proyecto, supo quiénhabía de ser su nuera, y despachó al
vástago con lacónica sentencia: «Toda lavida fuiste un cretino, hijo mío», dictumperentorio que éste no dudó en interpretara modo de aprobación.
La boda se celebró con extraordinario
boato. Tenía Homero empeño en hacer dela ceremonia un triunfo social para laartista, a quien unos imbéciles habíanpretendido humillar con sus procacidades.¡Podían afirmar ahora, si les daba la gana,
ser fúnebres y de segunda mano aquellasflores que, abundantísimas, inundaban laiglesia, dalias, crisantemos y lirios, y aun lahermosa brazada de azucenas portada porla novia mientras el prestigioso industrial,padre del contrayente, la conducía delbrazo hacia el ara! ¡Que fingieran, si ello lesdivertía, reconocer en el tronco de caballosblancos enganchado a la berlina nupcial a
los que la Casa empleaba para transportarinocentes al cementerio! ¡Que gastarancuantas cuchufletas se les antojase! Bien
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sabía Homero Ataíde que maledicenciastales son fruto podrido de la envidia. Locierto y lo que importa es que el evento
social adquirió relieve inusitado, como élmismo había escrito de antemano en lacrónica que debía proclamarlo, al díasiguiente, desde las columnas de El Eco del País. Llena la iglesia de bote en bote, no se
produjo, sin embargo, ninguna de esasbromas de mal gusto que, dadas lascircunstancias, hubieran sido de temer:todo salió a las mil maravillas. Y lo únicoque lamentaron, especialmente la novia,
fue que ya para esa fecha se habíamarchado de la ciudad Asunta, la Criolla deFuego, con la quina que, si no, hubieratenido que tragar.
El banquete tuvo lugar en una de lasconfiterías de Asmodeo, quien — usto esreconocerlo— se portó en todo este asuntocomo un caballero, brindando milfacilidades en cuanto se refiere a la
rescisión del contrato, y llevando sugenerosidad hasta el extremo de pagarle ala artista la semana completa sin que
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actuara. En fin, que todo resultó a pedir deboca.
Y para colmo, la muchacha aportó al
matrimonio más de una sorpresaagradable. La primera de ellas fue queestaba virgo. Luego, que no tenía malamano para la cocina. Flor del Monteempezó a iniciarse en seguida en las artes
adivinatorias de que era maestra MensajeroCeleste, conservando a estos efectos sunombre de guerra, e incluso aprovechó elatuendo de la Danza de los Velos paraoficiar como vicaria de doña Amancia en su
pequeño templo, del que pronto pasaría aser sacerdotisa única. Pero este último nosucedería hasta después de haber dado aluz el primer fruto de sus amoresconyugales, un robusto infante al quebautizaron con el nombre de Santiago, pordevoción al Apóstol llamado Hijo delTrueno. Cuando ya la criatura hubocumplido tres meses, la venerable
Mensajero Celeste (hubiérase dicho quesólo aguardaba a tener quien lasustituyera) amaneció muerta una mañana.
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Adivinando la inminencia del óbito, ellamisma se había amortajado y, después deprender cuatro velas a los costados, se
había tendido dentro de un cajón desegunda clase —inútil diligencia, porque eljuzgado, con suspicacia excesiva, insistióen hacerle la autopsia: su muerte habíasido natural si las hay—. Sic transit gloria
mundi!En cuanto a Homero, en vista de que la
actividad periodística no da rendimientoseconómicos apreciables, se ha decidido, porfin, a prestar una atención cada vez menos
reluctante al negocio paterno, sinabandonar por ello la poesía, algunos decuyos más logrados productos adornancada domingo la página interior de El Ecodel País.
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Hora muerta
A Melchor, fraternalmente
ILa ciudad, plataforma giratoria. Un poco
chirriante.La aurora de la ciudad es una aurora de
carteles nuevos. Frescos. Húmedos —ropalimpia— de rocío.
Carteles: sábanas desplegadas —tiernas,refrigerantes—. Toallas para enjugar lasúltimas miradas turbias de los chicos que
van en grupos a la escuela.Es una aurora entonada con el canto degallo —ufanía— de las llamadas murales.Canto de color sostenido —orden de plaza—como toques de corneta. (Vibran en la
retina los carteles con una gran limpidez.)(Yo he buscado hoy tinta roja. Y tintaverde. Y tinta azul. He llenado un papelrepitiendo esta palabra: cartel, en rojo. Enverde. En azul. Para ver si conseguía lasensación auroral de la ciudad.)
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La ciudad —aurora débil (de anemia) quese apoya en las paredes—, destacada,violenta, geométrica. Edificios altos,
disparados al cielo en línea recta. Puentesde hierro, tiritando. Cables musicales.Las fábricas respiran con dificultad —
pobremente—. Y hasta se producenescenas de sugestión rural: ese mecánico
—tendido en el suelo— que agota la ubrede su automóvil...Luego; exhalaciones. Vertiginosidad.
Nubes de humo. Ruidos.Las chimeneas de fábrica hacen viajar el
horizonte. Hinchan el vientre del cielo. Ledan un tinte gris, pesado.
Noche. La luna, quieta, es —también—anuncio luminoso. El bastón colgado de mibrazo me sugiere mansamente un brazo demujer. Dócil. Sumisa. Y leve.
Pero que me retiene —con eficacia—frente al imperativo de indicaciones gráficasy guiones urbanos.
Estación. Pista. Fábrica. Velódromo.Universidad. Circo. Gimnasio. Cine.La ciudad, gran plataforma giratoria.
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Capitán de la Marina. Siempre cantando.O silbando. O recitando... Lejanamente.
Con los ojos más azules de su colección.Con la frente alta —una faceta a cadaviento—. Con saludos y banderasinternacionales.
Ha perdido —definitivamente— el barco o
la aeronave, y se ha refugiado en la ciudad.Renunciando a los horizontes geográficos.Sin embargo, en los oídos —caracolas de
la playa— le queda un viento fuerte.(El bar, mientras llueve. Silbidos de vapor.
Entre dientes, canciones marineras.)Acaricia a los niños. Para robarles —tan
sólo— ese aire de primera comunión quevan consiguiendo.
Equilibrista, anda por el borde de lasaceras. Sin perder pie. Sin perder la pipade a bordo.
Boxeador. Dientes blancos. Frente
angosta.
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Un ring en cada meridiano. Sonrisasinexpresivas. Apretones de manos tambiéninexpresivos...
No recuerda. No recuerda. Pero... ¡a sulado va el manager !
Negro. Sonrisas grandotas. Plebeyez —democracia multitudinaria— de sombrero
hongo, muy metido, y cartera en la mano.(En la otra mano, un junco. Y en las dos,guantes amarillos.)
Gran bailarín. Sólo él recoge y sintetiza laformidable ópera de la calle: gritos,
claxons, timbrazos de tranvía y parpadeode los escaparates.
Se va parando ante todos los escaparates,y ante el cartel del circo.
Sonrisas grandotas.
Campesino. Oscuro, grave, despacioso.De mirar bajo, de mirar agudo.
(Hace diez años que acaba de llegar.)
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Motorista. Fino. Eléctrico. Hecho alcontrapelo de las carreteras. Con ironía deruidos fugaces y esguinces violentos.
Ojos dilatados en gafas de velocidad.Acostumbrados a recoger los perfilesdesprendidos de las cosas.
Ceñido a las curvas duras —virginales—de las pistas más jóvenes.
Sonrisa donjuanesca de campeón ante lamáquina fotográfica.
Chino. Sinuosidad. Tormenta-verbena.Relámpagos, ocultos bajo su facha de
pobre hombre.¿Biombos, farolillos y literatura...? ¡Ah, sí!
¡También! En el aleteo de pájaro azul quetiene —cuando lo saca del bolsillo— supañuelo.
Soldados. Todos iguales. Al mismo paso.Con la misma seriedad. Fusil al hombro.
Una esquina los suelta. Otra se los traga.
Rasándolos. Afilándolos.Les duele el pájaro que volaba sobre ellosy que —de pronto: radicalmente— se les ha
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vuelto. Sin aquella hélice ideal, es más duroel paso —contra aquella pequeña hélice.
Soldados. Soldados. Soldados...
Niña. Anita —de blanco— saltando a lacomba. Calcetines a rayas: ondaseléctricas... «¡Tas, tas...! ¡Tas, tas...!» En elpatio del colegio. Nimbada, orlada de
comba, como la Virgen de los Gitanos, en laprovincia de los gitanos, con farolillos,sobre una columna alta... —de combaeléctrica.
Los ojos —grandes— bajo el agua.
(¿Qué agua? —¡Ay! Bajo el agua de unestanque inocente, parado.)
Debajo del agua —de tanta claridad comotenían.
Le dije: «¿Qué carta quieres?».La pequeña Anita cogió el rey de espadas.
Se lo guardó en el bolsillo.En el bolsillo —blanco— tenía bordado —
en rojo, rojo— un corazón.
La ciudad, gran plataforma giratoria.Estación. Pista. Fábrica. Velódromo.Universidad. Circo. Gimnasio. Y cine.
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II
Todos los relojes marcaban la horaretrasada. Sus campanadas —campanadas
del revés— eran de regreso. Picoteadas —ya— por los gallos de las veletas.Eran campanadas muertas, exangües.
Caían verticalmente, con las alas cerradas.Como frutos.
Pero el cine —al fin y al cabo— es unaconcavidad. Bien podía permitirse la bromade dar equivocada la marcha del tiempo.Como un espejo —¿No vemos en losespejos de las tiendas cuándo vamos acruzarnos por la calle con nosotrosmismos?
¡Ah, señor! Se encontraban los que ibancon los que volvían... ¡Terrible tropezón!
Carlomagno —barba florida— habíaolvidado su espada en la bastonera, juntoal bastoncillo de Chaplin.
Y Chaplin —Hamlet— atravesaba lacortina con la espada del Emperador. Sin
encontrar —por supuesto— el cuerpo dePolonio.
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La confusión era espantosa. El reloj hacíahoras extraordinarias. (Reclamaba elSindicato...)
«¡Tac...! ¡Tac...! ¡Tac...!»Sonó —por fin— hora tardía, la reciénmuerta. (Todos teníamos su eco en elcorazón.) La de los ojos claros y rostro demaniquí.
Asomó entre puertas. Sonrisa triste,estereotipada. Palidez y abanico. Y unamano —guante blanco, paloma al viento—.«¡Ven!, ven a buscarme, ¡oh, tú...!,etcétera...» A mí. Se dirigía a mi horizonte
—saludo al viento de ropa puesta a secar—.¡A mí! ¿Por qué a mí? Es increíble. Y sinembargo...
Me volví al que estaba a mi derecha:—¿Es a mí, caballero?Tres cabezadas. Y una sonrisa.Pensé:«¡Pues me ha llamado! Y es una dama. De
las que yo admiraba tanto en mis
carnavales infantiles... Una dama: serápreciso complacerla.»
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Mi cabeza se había inclinado como sihubieran aflojado la cuerda. Oscilabatristemente, arrastrando por el suelo
miradas turbias.De pronto, un tirón violentísimo. Lacabeza, erguida. Las miradas derepercusión —fusil de repercusión— a lapantalla.
...Y la dama de aquella hora perdida habíadesaparecido. Totalmente. Sin dejar ni elsitio.
La pantalla estaba ocupada —ahora— porun puente de hierro. Muy estremecido. Muy
transitado.La sugestión del tránsito me empujó a la
calle. En busca de la calle. No .hubierapodido permanecer más. Y salí del cine confiebre. Con violencia interior.
Codazos. Empujones. Brechas. Huecos deperplejidad. Momentos atónitos,imaginativos.
(Jonás persiguiendo al tranvía, que se
niega a tragarle.Un timbrazo aplastado que cae en uncharco y se sumerge rápidamente.
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Nada.)La puerta de mi casa me salió al
encuentro. A sorprenderme. A darme una
palmada en el hombro.Una ansiedad inexplicable me llevó a laalcoba. Como si me urgiera algunacomprobación. Como si quisieracerciorarme de que, en realidad, había
dejado olvidada la cartera, y no la habíaperdido en la calle....Pero me quedé —allí, en medio de la
habitación— parado. Reflexionando. Nosabía. No sabía... ¿Para qué tanta prisa?
(Nada. Un absurdo. Una depravaciónestúpida: sofaldar la cama. Levantarle elvuelo de la ropa. Mi cama era gorda yopulenta. Blanca. Indolente. ¡Ay, señor...!¡Qué absurdidad! Irremediable.)
Me pasé la mano por la frente. No sabía...Otra cosa: probar el interruptor de la luz.
Fíat lux! Pero...No me encontraba. Había perdido —era
evidente— la dirección...Ya había intentado coger el pez —eremita— de la pecera, y siempre se me
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escapaba entre los dedos. ¿Poner a hervirla pecera? ¡Saltaría en el agua como uncaballito del circo! Desistí.
Al fin —recuerdo— me tomé el pulso, conalgo de alarma. Con aprensión.Pero fue como si la mano se me
electrificase. Encendida. Varillas metálicas.Descargué sobre el piano mi botella de
Leyden y saltaron chispas musicales.Notas adultas, con su contrapartidaadolescente. (Casi niñas, para la Sixtina.)
¡Ah! ¡Oh! ¡Ah! ¡Oh!...Toda la noche la pasé soñando jugadas
de ajedrez.III
Al día siguiente, por la tarde —asociaciónsúbita—, comprendí de pronto el motivo de
aquel quebranto.(Mis lágrimas —florecidas— saltaron dealegría sobre un plato. Seis rosetas.)
Fue recuerdo súbito de la hora fenecidaque me había ordenado buscar la palidez,el abanico y la mano-gaviota del horizonte
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cinematográfico. Buscarlos —¡claro está!—en el seno del XIX.
¿El seno del XIX? Abierto como una
granada... Se me representó la casa queera, con toda su imponencia de casaignorada. Pasada y repasada de siempre.Sin curiosidad por ella.
Ahora —ahora— me explicaba su entraña
maravillosa, para encantamiento. Su algode cueva de Montesinos.Y salí a la calle. Decidido. Precipitado.
Lleno de aire. Viaducto. Lanzaderas. Gente.Más gente. Más gente.
En medio, mi apresuramiento.Oí chistar a mi espalda. Pero la llamada
me había pasado por encima del hombro, yno quise volverme.
Otra vez, chistar. Y ahora me había picadoen la oreja. No hubo remedio.
—Y ¡qué! ¿Dónde vas?—Voy en busca de Mercedes... Sí. Ya
sabes: su carita era de cera... Pero todo
esto no importa.
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La respuesta me había cantado en elcorazón. Era respuesta forzada.Seguramente no había otra.
—¡Ah! Pero llevas el traje de todos losdías.—También ella ha ido al cine a buscarme.
Al cine. Ha venido ¡al cine! Además, notengo esas levitas impecables...
—Un bigote. Al menos, un bigote.Seguí andando sin responder. En realidad,no hacía falta nada de eso. Hacía faltacumplir, cumplir...
De pronto —sustracción, escamoteo de mí
mismo— caí en un portal, ancho y demármol. ¡Qué maravilla! Sordo. El silenciome golpeaba las sienes. Cerré los ojos, y...Antro. Cueva. Cueva fresca. Angustia en elpecho. Ya.
Al pasar ante los leones blancos, deblanca sonrisa, me quité el sombrero. Unsaludo al uno. Otro saludo al otro.
El llamador, dorado. Y el campanillazo,
dorado también. Había caído aquelcampanillazo en la fuente. Sin duda.Abriendo círculos. Espantando a los peces.
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La contracción de un cable —sin manoaparente— abrió la puerta.
Las huellas de mis pies quedaban —
transparentes— en la escalera de mármol.Sembradas de luz.¡El salón! Olía a salón cerrado. Desde el
siglo anterior —desde todos los siglosanteriores—. El aire se agitó a mi entrada.
Las cortinas, que estaban ciñéndose la liga,dejaron caer la falda precipitadamente, ylos espejos —dormidos— estremecieron susaguas para que temblara mi figura.(¡Quedaron rayados —sin embargo— por
las aristas duras de mi siglo XX!) Un librode la consola se entretenía en doblar ydesdoblar sus hojas. La ventana —díptera—me saludó con un cordial y trémulo aleteo.
En cambio, la mascarilla de Beethoven nome miró siquiera. Ni la paloma deporcelana.
Pero el perro disecado —disecado por lafamilia, que no quería perder nunca su
compañía prudente de faldero— me guiñóuno de sus ojos de cristal. Buen amigo. (Elperro es el amigo del hombre.)
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Sobre la mesa —de mayor a menor: enfila— siete pajaritas de papel. Me inclinésobre ellas. Le soplé a la más grande, y
todas escaparon, volando, por la chimenea.Dijo la ventana:—¡Ay! Aunque clavada aquí por el
entomólogo de las arquitecturas, aún estoyviva. Y yo podría —también— volar.
Yo. No me atrevo. Quién sabe si toda lacristalería vendría abajo. No me atrevo.Volvió a toser el reloj. Su esfera tenía un
livor veteado, asustante. Llegué a temerque diera su hora retrospectiva. Que se
abriera su caja —caja en pie—. Y que ellaapareciese, sonriendo. Con su abanico ysus guantes. Y su palidez melancólica. Ysus ojos llovidos.
¡Un segundo! ¡Y otro! ¡Y otro...! Mi temorse enriquecía de inminencia. Se hacíaangustioso.
Por lo demás, el ciprés del jardín habíaarañado la platina del cielo, y se cuarteaba
el techo del paisaje. Mientras, la ventanasufría una palpitación barométrica.
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El gran monóculo del reloj dardeaba lamascarilla de Beethoven, más impasibleque nunca: padre de la tormenta.
Beethoven. Alma atormentada. Prisionera.¡Hija del aire!La paloma. Ábreme tu pecho, ventanita.
Quiero enhebrarlo con mi libertad.Yo. Libertad. Aires de Marsellesa. Humo
de ferrocarril-invento.El reloj empezó a toser. Daba lástima:tuberculoso.
Y Beethoven se dirigió —patéticamente—a la paloma de porcelana:
—Quita de mi bronce esa mirada única detu ojo derecho. Ese clavo. Ese ojoprovidencia por el que reconozco en ti alParacleto...
Luego —a mí— añadió:—Me tiene encantado con esa mirada
inmóvil. ¡Qué crueldad!La paloma trató de disculparse:—No podré quitarle mi mirada mientras
no me saquen el alfiler que tengo clavadoen la cabeza. Soy la princesa de aquel
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romance: no miento... Si quisiera... ¡Ay! ¡Siquisiera!
En cuanto al perro, bien claro se veía que
estaba sobrecogido su corazón de paja. Yque pronto empezaría —loco— a darvueltas persiguiéndose el rabo.
El autobús del cielo rodaba ya de nube ennube.
Y apremiaba —mi miedo— la inminenciade la aparición. (Sonrisa. Abanico. Palidez.)En todo mi cuerpo, punzadas de terror. Nome atrevía ni a cerrar los ojos.
Un impulso —latigazo— de violencia. De
heroísmo casi. Cogí bajo el brazo el perrodisecado, y salí corriendo.
(Precisaba salvar al perro: me habíaguiñado uno de sus cristales, y era miamigo.)
Corriendo. Cada vez, más. Cancelaba mishuellas anteriores sobre el mármol de laescalera. Me llevaba otra vez mi claridad.
¿Un trueno? ¿Un portazo? La calle. El
Viaducto. Mi fuga.Pero la gente había reparado en miturbación. Todos sabían ya que había
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robado —de cierta casa— un perrodisecado. Y me persiguieron, gritando.
Me perseguían: gritos-avispas.
Corrí.El perro, siempre bajo mi brazo. De vezen cuando tiritaba. Pero ¡siempre rígido!
Pronto, una multitud perseguidora.Muchos. Muchos. Muchos. Muchos.
¡Multitud!Alcanzar aquella esquina. Luego, aquellaotra. Las esquinas se abrían y cerrabancomo biombos. Los anuncios luminosos mechorreaban de sangre, de añil. Me
evidenciaban en colores. Corrían tras de mí por los bordes de las fachadas. Medescubrían. Me indicaban, conminatorios.
Y los maniquíes de las tiendas —¡ellostambién, villanamente!— me enganchabande la manga. Trataban de detener mi huida.
Arriba, el cielo se había cerrado.Portazos —truenos-portazos—, truenos.
La tormenta había cerrado todas las
puertas del cielo.
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La avenida lo encañonabaperentoriamente. Disparos contra sufortaleza.
Avenida larga —demasiado larga— parami carrera.No miraba atrás por no perder un
segundo. No soltaba al perro.Pero llevaba colgados del hombro los
pasos y los gritos de mis perseguidores.La avenida —cada vez más estrecha—terminaría por apresarme en lo más agudo,en el vértice —casi— de su ángulo. Yentonces...
(El parpadeo de los anuncios luminosos,muertos de sueño. El jadeo de los anunciosluminosos.)
Era preferible romperse la cabeza contrauna de aquellas esquinas desprendidas.Esconderse detrás de uno de aquellosbiombos —cubiertos de carteles, comolápidas—. Cualquier cosa. Un refugiocualquiera.
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IV
Verja. Lanzas verdes. Verde jardín. Jardíndel colegio. Abierto.
Yo respiraba con fatiga delocomotora.«¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!»Mis seguidores —despistados— habían
pasado de largo. Las telarañas delanochecer se les habrían metido en los
ojos. No podía ser otra cosa.(Gotas de lluvia —pocas y gruesas—perforaban las primeras sombras en aquelmomento.)
El milagro, acaso.La pequeña Anita salta a la comba en el
ardín del colegio. La cuerda, toda florecidade bombillas eléctricas. ¿Milagro?
Salté —el perro bajo el brazo— dentro de
la comba. Riendo sin júbilo. Sin emociónalguna.A cada salto mi brazo oprimía el vientre
del perro disecado. El perro disecado daba—a cada salto— un débil ladrido.
Creyó la pequeña Anita que le regalaba unjuguete e hizo un gestecillo de desagrado.
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Cayeron sus brazos. Se apagó la orla debombillas eléctricas.
Y ya, en la noche, sólo podían verse las
ondas rojas —anillos vibrantes— de suscalcetines, los ojos, bajo el agua temblonade su inocencia.