Articulo Dr. Seara

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- LIBER AMICORUM Coleccin de Estudios Jurdicos en Homenaje al Prof. Dr. D. JosØ PØrez Montero III UNIVERSIDAD DE OVIEDO SERVICIO DE PUBLICACIONES OVIEDO, 1988 "

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LIBER AMICORUM

Colección de Estudios Jurídicos en Homenaje al Prof. Dr. D. José Pérez Montero

III

UNIVERSIDAD DE OVIEDO SERVICIO DE PUBLICACIONES

OVIEDO, 1988

"

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HACIA EL CONCEPTO DE INTERSOBERANIA

por

MODESTO SEARA V AZQUEZ

Catedrático de la Universidad Nacional de México, Vicepresidente de

la «International Studies Association» (1988-89), Presidente de la Asociación Mexicana de Estudios Internacionales, Doctor en

Derecho por la Sorbona (París).

INTRODUCCION

La soberanía ha representado un papel esencial en las relaciones interna-cionales, y de ahí que su estudio haya constituido y siga constituyendo el tema central tanto del Derecho Internacional, como de la teoría del Estado. Todavía en 1945, la Carta de San Francisco, al enunciar como uno de sus principios fun-damentales que «la Organización está basada en el principio de la igualdad sobe-rana de todos sus miembros» dejaba bien claro que la soberanía (más que la igualdad, a pesar de lo que a primera vista parezca) era reconocida como la piedra angular del sistema internacional (Schwarzenberger, 1968: 48).

Encarrilados ya hacia el siglo XXI, cuatro décadas después de la termina-ción de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad internacional ofrece caracte-rísticas muy distintas, y hemos de preguntamos hoy si la soberanía estatal de-sempeña las mismas funciones o si ha seguido en su evolución a la cambiante realidad social.

La hipótesis de este trabajo es que el concepto de soberanía ha estado en constante mutación desde que Bodino hizo la primera enunciación de él. En aceptar como evidente esa mutación seguramente habrá una coincidencia de la inmensa mayoría de los tratadistas; pero creemos que hoy se puede y se debe ir

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más allá, al afirmar que los cambios sufridos por la soberanía son de tal naturale-za, que han afectado a su propia esencia y el concepto mismo necesita ya una re-definición. Diciéndolo de otro modo: la soberanía estatal ya no sirve como ga-rantía ni de eficacia del sistema social, ni de la defensa de los intereses de los con-juntos nacionales. En efecto, la interdependencia creciente entre los pueblos ha producido una globalización de los problemas, que exigen un tratamiento de conjunto. Esto es imposible de conseguir por la vía de la negociación entre Esta-dos soberanos, dado que la negociación no es más que una confrontación entre intereses particulares, que prevalecen o no según el poder que los respalda; así que al final de cuentas la negociación es una ecuación del poder y no un planteamiento racional de los intereses generales. El poder de veto implícito en la concepción actual (anacrónica) de la soberanía sirve de freno a la' adopción de decisiones que respondan a la voluntad general, que no puede manifestarse efectivamente. De este modo, el sistema internacional es totalmente eficaz en la inacción, pero está incapacitado para todo lo que signifique adopción de medidas positivas.

Ni siquiera los intereses egoístas de la inmensa mayoría de los países (los medianos y pequeños) está salvaguardada con la soberanía, pues, dado que en la actual situación de interdependencia la solución de los problemas nacionales fre-cuentemente depende de factores externos, no puede esperarse tal solución sino cuando haya una coincidencia de intereses entre los países afectados, cosa que no suele suceder. Además, la fragmentación de la sociedad internacional en Estados soberanos facilita la dominación por las potencias mayores.

El aumento en la frecuencia y la gravedad de los problemas comunes; la forma en que, de modo creciente, las decisiones tomadas en un país afectan seria-mente a otros, obliga a una reflexión exenta de prejuicios acerca de la convenien-cia de mantener la división de la humanidad en compartimentos estancos. Esta concepción anacrónica del mundo erige en principio sacrosanto de organización el carácter supremo de los respectivos intereses individuales de las naciones. Se cierran los ojos a la evidente realidad de que hoy muchos de los problemas pro-pios se generan fuera de las fronteras y, por consiguiente, sólo de allí pueden ve-nir las soluciones.

Como contribución a un más efectivo y más justo funcionamiento del siste-ma internacional, nosotros propondríamos la adopción del concepto de interso-beranía, que podría ser entendido como el derecho de los Estados a participar en la toma de decisiones por otros Estados que, aunque sean de carácter interno, y caigan en principio bajo su ámbito de actuación discrecional, producen efectos graves fuera del territorio del Estado que las adopta.

l. LAS CONCEPCIONES DE LA SOBERANIA

No es difícil imaginar la realidad de la soberanía en las distintas épocas de la historia en las que la sociedad humana aparece organizada en grupos diferen

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ciados. Tanto en el plano interno de esos grupos como en el de su actuación ex-terna, no se puede prescindir del concepto; sin embargo, la coincidencia genera-lizada en lo que el concepto de soberanía significa sólo se da a partir de fines del siglo XVI. A pesar de esa coincidencia, en muchos puntos continuarían hasta

.- nuestros días las divergencias acerca de la correcta interpretación del concepto.

Fue Bodino el primero que se ocupó de la soberanía, como punto central de su teoría política. En su obra «Les six livres de la République» (1576), Bodino definía la soberanía como «puissance absolue et perpetuelle d'une république», que en su edición latina (1586), ampliada por el autor, se convertía en «summa in cives ac subditos legibusque soluta potestas». Como suele suceder más fre-cuentemente de lo que se quiere reconocer, la obra de Bodino (Sabine, 1963: 297-307; Bravo, 1976; Sánchez Agesta, 1977) respondía a unos intereses políti-cos concretos: la defensa del poder del rey de Francia, para reforzarlo frente a todas las otras posibles fuentes de poder rival y particularmente frente a lo que quedaba del sistema feudal. Esta finalidad política fue la. que introdujo ciertas confusiones en la teoría política de Bodino, pues mientras su concepción teórica partía de la existencia de ciertos límites al poder del soberano, principalmente los derivados de la ley de Dios y de la Naturaleza y las «leges imperii», las nece-sidades de reforzar el poder del rey obligaban a presentar las cosas de tal modo que se pudiera creer en el carácter ilimitado de su poder. Bodino no aclara debi-damente esta contradicción.

En las épocas posteriores, esa contradicción sigue aflorando en muchas ocasiones, pues en realidad está ligada al problema de la naturaleza de la sobera-nía. Según las ideas políticas predominantes, la soberanía se definía de un modo u otro. Así, tras la guerra de los treinta años, en la que los reyes consolidaron su poder en el doble frente, de lo interno frente a los señores feudales, y de lo exter-no frente al Emperador y el Papa, la soberanía iba ligada a una concepción terri-torial, pero al mismo tiempo, siguiendo la famosa fórmula de Luis XIV «1'Etat c'est moi», en la persona del príncipe se mezclaban confusamente las ideas de Estado y de soberanía. Los Tratados de Westfalia, de 1648, expresaban esta ten-dencia, confirmada en los tratados de 1815 por razones no muy diferentes, al pretender consolidar el principio de legitimidad monárquica mediante la perso-nalización de la soberanía en los monarcas.

Otra concepción se iba desarrollando desde la segunda mitad del siglo XVIII, paralelamente a las ideas de la Revolución Francesa (Carnot, Condorcet, Lafayette, Mirabeau, SÜ~yes) y de los independentistas norteamericanos, expresadas en sus declaraciones de 1776 (Virginia, arto 2; Maryland, arts. 1 y 2; Carolina del Norte, arto 1), en tantos puntos de vista dependientes unas de otras. Al desplazar el origen del poder, hacia la base popular, se cambió el significado de la soberanía, que apareció como una emanación de la voluntad de la nación. Esta tendencia se consolida en la segunda mitad del siglo XIX, cuando los monarcas fueron quedando relegados a simples mandatarios, mientras se consideraba que la soberanía residía en los pueblos, o en las naciones. Kaufmann (1935, 334) ex

.-lo

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plicaba esto de un modo ligeramente diferente: «le pouvoir royale subit le sort d'etre successivement nationalisé, soit sous la formule que le roi s'identifie avec l'Etat, soit sous celle qu'il est le premier serviteur de l'Etat, soit en fin sous l'in-fluence décisive d'une assemblée représentative de la volonté générale». Con todo, el principio de soberanía, hasta la Carta de Naciones U nidas, tenía una in-terpretación muy especial, pues si por una parte se la definía como derecho de los Estados, por otra se reconocía el derecho de los demás a violarla, a través de la aceptación del «ius ad bellum» como atributo de la soberanía, en una curiosa y absurda contradicción, en la que la «ultima ratio» o el argumento último para la defensa de los intereses vitales de los Estados, implicaba aceptar la posible de-rogación del principio de soberanía, por un acto discrecional de otro Estado. Nos lo recuerda Tunkin (1979: 194) al explicar que «en el' Derecho Internacional burgués, en vecindad con el principio del respeto a la soberanía del Estado, regían principios y normas que autorizaban su violación, en primer término, el derecho del Estado a la guerra». También Georges Scelle (1936: 104), que aquíabandona la claridad y agudeza habitual de sus análisis, explicaba que «si la souveraineté prohibe l'intervention, la souveraineté la réclame», aunque excluye del derecho de intervenir para exigir el respeto al Derecho Internacional, lo que cae dentro de la competencia exclusiva: Scelle no ofrece explicación alguna acerca del modo en que jurídicamente se podrían distinguir unas cuestiones de otras. Algunos (Bonde, 1926: 129) se limitaban a ciertas vaguedades como que «l'Etat est souverain, mais sa souveraineté est limitée par celle des autres Etats».

El.Pacto de la Sociedad de Naciones, a través de las disposiciones sobre lo que se conoce como «moratoria de guerra», empieza a corregir esta contradicción del Derecho (Seara, 1985: 45-47), continuándose esa tendencia en el Pacto Briand Kellog (1928) que prohibía la guerra como instrumento de política nacional y finalmente se consolida en la Carta de las Naciones Unidas, al afirmar el principio de igualdad soberana (art. 2.1), prohibir el uso a amenaza de la fuerza (art. 2.4) y obligar a la solución pacífica de controversias (art. 2.3). Estos princi-pios serían confirmados y desarrollados en la Declaración sobre los principios de Derecho Internacional relativos a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados, comúnmente conocida como Declaración sobre la coexistencia pacífica, que sería adoptada por la Asamblea General, el 24 de octubre de 1970.

Algunos autores, a pesar del nuevo orden jurídico internacional creado por la Carta de las Naciones Unidas, siguieron con una interpretación tradicional (y contradictoria) de la soberanía. Así, Morgenthau (1973: 308) insistía en que «the ultimate decision as to wheter and how to engage in a law-enforcing action lies with the individual nation» y, tras afirmar la «impenetrabilidad» del territorio estatal, añadía que en caso de guerra, «international law allows the occupying nation to exercise sovereign rights in the foreign territory occupied by its military force», frase ésta que no puede aceptarse tan simplemente como parece implicar el autor.

La interpretación un poco elemental y anacrónica de la soberanía, que da-ban los autores inscritos en la tendencia mencionada, y que parece una exalta

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ción de los derechos de los Estados, en realidad llevaba a su anulación. Contra-riamente, el régimen de limitación de algunos de los atributos tradicionalmente reconocidos en la soberanía, contribuía a asegurar la independencia y la soberanía de «todos» los Estados. No debe olvidarse que la Organización de Naciones Unidas está concebida sobre la base de la aceptación de la realidad de la sociedad internacional de 1945, esencialmente constituida por Estados como sujetos do-minantes, y aunque se reconoce y da efectos jurídicos a la diferenciación en poder de tales sujetos, todo el sistema se orienta a garantizar la supervivencia del sistema estatal. «Reafirmación inequívoca de la soberanía del Estado», diría Schwarzenberger (1962: 85). La organización fue concebida sólo como foro e ins-trumento para que los Estados pudieran interactuar como entes soberanos, dentro de los límites que la concepción aristocrática de la Carta permite.

El sistema internacional reglamentado por la Carta de San Francisco puede considerarse como un sistema de transición, que resultó del rechazo a los dos modelos extremos: el modelo democrático interestatal, basado en la igualdad ju-rídica de los Estados (que resultaría, además de ineficiente, injusto al pretender igualar sujetos desiguales) y el modelo tradicional, en el que los Estados pudieran conservar como atributo de la soberanía el «jus ad bellum» (que sólo funcionaría en beneficio de los más fuertes). Se eligió un camino intermedio, en el que si por un lado se rechaza el «jus ad bellum», por el otro se otorga a las grandes potencias el derecho a vetar las decisiones que consideren contrarias a sus intereses. La transacción funcionó mientras el problema esencial era el de prevenir un choque entre las principales potencias; pero el precio que se paga ahora por ese sistema es la parálisis total; lo que es particularmente grave cuando al peligro de destrucción del planeta, debido a una guerra nuclear, se ha añadido el de la destrucción progresiva de todos los sistemas (del ecológico al político) por falta de accIOnes comunes.

2. SOBERANIA E INTERDEPENDENCIA

Hoy se habla mucho de interdependencia de los Estados y en algunos casos incluso parece que se trata de un fenómeno reciente. En realidad, es un fenómeno ligado a la vida social de los individuos o los grupos sociales del orden que sea, pues la vida en sociedad genera inevitablemente relaciones mutuas en las que se pueden encontrar rasgos de una dependencia mutua, variable según las épocas históricas. No se trata, sin embargo, de la aparición o desaparición de las manifestaciones de esa dependencia, sino de un proceso constante de aumento de ella, paralelo al aumento del grado de la relación entre los pueblos. Con el paso de la historia se ha ido intensificando la vida de relación entre los pueblos, y co-rrelativamente también ha aumentado, y sigue aumentando, la interdependencia.

Si como realidad la interdependencia se pierde en las páginas de la historia, como concepto tampoco es muy nuevo. Baste recordar la célebre definición

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de la sociedad internacional que nos dejó Francisco Suárez (1612): «El género humano, aunque dividido en gran número de reinos y pueblos, siempre tiene al-guna unidad, no solo específica, sino también casi política y moral... Por lo cual, aunque cada ciudad, república o reino sean en sí comunidad perfecta y compuesta de sus miembros, no obstante cualquiera de ellos es también miembro de algún modo de ese universo, en cuanto pertenece al género humano; pues nunca aquellas comunidades son aisladamente de tal modo autosuficientes que no necesiten de alguna mutua ayuda y sociedad y comunicación, a veces para su bienestar y utilidad, otras por moral necesidad e indigencia... ».

De Leener (1936: 15) ya nos hablaba de «les conceptions du cosmopolitis-me dont le progres depuis un siecle est certain en dépit des reactions nationalistes actuelles. Ce progres résulte de l'interpénétration d'intérets de plus en plus multiples». Dicho esto, De Leener se sumaba a la opinión de Ch. De Visscher, en el sentido de que, aun reconociendo el «recul des prétentions el l'exclusivisme des souverainetés locales... on ne saurait impunément méconnaitre certains limites infranchisables qu'asigne a l'action de la réglementation internationall'indé-pendence des Etats» (De Leener, 1935: 15). Del mismo modo, Erich Kaufmann (1935: 354) tras enumerar la serie de relaciones complejas entre los Estados, con-cluía que «l'ensemble de ces relations constitue un réseau étroit et compliquéd'interdépendences entre Etats, de dépendences réciproques de fait». Kaufmann, sin embargo, juzgaba exagerado concluir que la solidaridad de los intereses internacionales fuera de tal naturaleza que pudiera volver superflua la noción de soberanía. Mas entusiasta, Georges Scelle (1936: 101) creía que «le fédéralisme normatif se développe incessament sous sa forme réglementaire (coutumiere et conventionnelle) et sous sa forme jurisdictionnelle (arbitrage et juridiction obligatoire). Aunque tambien preveía fuertes ataques a la organización de la función ejecutiva.

La Sociedad de Naciones (Seara, 1985: 21-80) como primer experimento de Organización internacional de vocación universal, había excitado la imagina-ción de los juristas, aunque a nivel de los políticos el entusiasmo era más limita-do, como nos lo revela el Comentario Oficial Británico al Pacto: «no es la consti-tución de un super-Estado, sino, como explica su título, un acuerdo solemne entre Estados soberanos, que consienten en limitar su completa libertad de acción, en determinados puntos...» (Schwarzenberger, 1960: 84). Hacia los estudios de organización internacional se orientaría desde entonces una parte sustancial de la producción académica.

A mediados de la década de 1930, la fe en esta fórmula social empezaba a sufrir fuertes embates, desde dos ángulos: el de los que queriendo creer en ella se sentían decepcionados por la actitud cínica de un número creciente de Estados, que actuaban al margen y en contra de los principios consagrados en el Pacto; y el de los que procuraban revivir y exaltar el nacionalismo, propugnando la autar-quía como fórmula de seguridad y de bienestar de los pueblos (De Leener, 1936: 15; Smith, 1979).

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Como reflejo de la discusión entre partidarios y adversarios de la idea uni-versal es interesante revisar la crítica de Le Fur (1935: 107-123) a Jacques Lam-bert (1933), cuya afirmación (1933:69) de que «il ne faut pas espérer que la paix viendra de l'accord des nations: elle ne peut venir que de leur dépossession ou, tout au moins, de l'étroite limitation de leur autorité», merecía la respuesta de Le Fur (1936: 120) en el sentido de que «a l'heure actuelle il n'est pas permis de douter que cesuper-Etat n'existe pas, l'imposer au nom d'un principe est, pour un positiviste, pure idéologie». '

Hay que reconocer que la opinión dominante era contraria a ver eI\ la Organización internacional rival alguno de la soberanía del Estado. Esta postura prevalecía entre los juristas, hasta la época de la Organización de Naciones Uni-das, y algunos de ellos (Bonde, 1926: 33 y ss.) rechazaban terminantemente la posibilidad de que la SDN pudiera ser considerada como sujeto del Derecho In-ternacional. Hoy esa postura está superada y la aceptación de la calidad de sujetos del Derecho Internacional, al menos para ciertas organizaciones internacionales, entre las que se encuentra la ONU, se puede considerar como unánime (Brownlie, 1972: 677-681; Seara, 1985: 92-95; 1986a: 91-96).

La Corte Permanente de Justicia Internacional, desde un ángulo distinto, también se resistió a un cambio en el enfoque tradicional de la soberanía y así, en el caso del Wimbledon (1923), afirmaba que se negaba a ver «en la conclusión d'un traité quelconque, par lequel un Etat s'engage a faire ou ne pas faire quelque chose, un abandon de sa souveraineté», aunque aceptaba que «sans doute toute convention engendrant une obligation de ce genre apporte une restriction a l'exercise des droits souverains de l'EtaL. mais la faculté de contracter de enga-gements internationaux est précisément un attribut de la souveraineté». Conside-rando el momento histórico en que la sentencia del Wimbledon fue emitida, po-dríamos estar de acuerdo con la postura de la CPJI; pero en las circunstancias ac-tuales su validez es mucho más dudosa; en efecto, ahora es indispensable pregun-tarse hasta dónde puede llevar la asunción de obligaciones por el Estado, en vir-tud del derecho a la autolimitación derivado del ejercicio de la soberanía. Habría que añadir la pregunta de si todas las limitaciones de la soberanía no tienen más origen que el de la voluntad del Estado (en lo que no estamos de acuerdo), y si la suma de limitaciones, en determinado momento, no llegará a crear situaciones jurídicas objetivas que afectan a la esencia de la soberanía; es decir, si lo que en un principio puede ser un problema únicamente cuantitativo, de suma de limita-ciones a la soberanía, en cierto momento no se convierte en un cambio cualitati-vo, que transforma el concepto de soberanía en algo diferente. En nuestros días hay todavía muchos juristas que responden por la negativa a esta segunda pre-gunta (Mugarwa, 1973: 266)

Un gran pensador, de la talla de Raymond Aron, fue sobrepasado por su tiempo, como ocurre con muchos grandes pensadores y no lo entendió correcta-mente. Así, se mantuvo en la contradicción de decir, por una parte: <de ne dis pas que l'unification économique, tel que le Marché Commun la realice, ne con

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tribue pas a créer soit la «nation européenne» soit l'«Etat Européen». Cette uni-fication renforce a coup sur la société transationale, elle crée des embrions »d'ad-ministration fédérale»... Certaines des prérogatives classiques de la souverainetépeuvent échaper aux Etats nationaux sans me me que ceux-ci s'en rendent compte... » Por otro lado, sin embargo, afirmaba rotundamente que «l'espoir que la fédération européeene sortira insensiblemente et irresistiblement du Marché Commun se fonde sur une grande illusion de notre temps: l'illusion que l'interdépendence économique et technique entre les diverses fractions de l'humanité a définitivement dévalorisé le fait des «souverainetés politiques»... » (Aron, 1962: 733). Aron no pudo captar la tendencia general de la historia y se aferró a una visión relativamente estática de la sociedad, sin valorar adecuadamente las necesidades objetivas de la sociedad del mundo del siglo XXI. Pará él, el siglo XX fue un gran progreso, porque su punto de referencia era el siglo XIX. Quizás un problema de edad. Es lamentable, pero no es muy grave. Tampoco sería grave que sus interpretaciones sean compartidas por muchos académicos; lo que debe preocupamos es que esa postura, referida no sólo a la Europa de la CEE, sino al mundo entero, cuenta con el apoyo mayoritario de los políticos, que así toman decisiones (o no las toman) en función de un marco de referencia falso... iy eso cuando está en juego nada menos que la supervivencia de la humanidad entera!

3. PROBLEMAS GLOBALES E INTERSOBERANIA

Interesa aquí llamar la atención sobre dos rasgos típicos de las instituciones sociales: a) Su carácter histórico, que las hace sufrir una transformación constan-te, que va desde su nacimiento hasta su sustitución por otras instituciones. Con-siderar a las instituciones actuales como permanentes y definitivas es un gravísi-mo error de apreciación, que muestra una deformación en el modo en que se percibe la realidad, al suponer que lo que existe actualmente va a seguir siempre igual. Puede tratarse de simple desinterés, ante lo que se encuentra fuera del ho-rizonte personal del observador; pero esto, que es explicable, aunque lamentable, en los políticos, sería totalmente inaceptable en los académicos, cuya perspectiva debe ser de mucho más largo plazo. Refiriéndonos concretamente al Estado soberano, no es aceptable que se le convierta en un fetiche intocable, simplemente por el hecho de que existe. b) Su carácter de instrumentos sociales. Surgen para llenar una función y se explican y justifican sólo por ello. En el momento en que una institución no responde debidamente a las necesidades sociales, debe transformarse todo lo que tenga que transformarse para adecuarse a la nueva realidad; si no lo hiciera así, se volvería un anacronismo ineficaz o se convertiría en un freno a la buena marcha de la sociedad, si desde esas instituciones se actuara políticamente para forzar a la realidad a ajustarse al marco de las instituciones.

La sociedad internacional de nuestros días es una sociedad estructurada ju-rídicamente sobre la base de los Estados soberanos. Las organizaciones interna-cionales toman al Estado soberano como punto de partida y al respeto a la sobe

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ranía como principio inspirador de su funcionamiento. Esto significa que el fun-cionamiento del sistema internacional reposa en la negociación entre las partes que lo componen. Una negociación es una confrontación de intereses particulares, en la que el resultado final depende del balance de las fuerzas en presencia. Esto quiere decir que las soluciones que se adopten están orientadas a garantizar los intereses de las partes más fuertes, no los del conjunto social, y en caso de contradicción entre ambos, los de las partes con mayor capacidad negociadora de todos modos se imponen. Diciéndolo de otra forma, el actual sistema internacio-nal no garantiza la imposición de la justicia, ni la adopción de soluciones a los problemas comunes de la humanidad. Pero si su funcionamiento defectuoso no significaba hasta ahora más que insatisfacción de las demandas, justas o injustas, de algunos de los componentes, en este momento empieza a tener consecuencias mucho más serias. .

En efecto, el grado de la interdependencia es ahora mucho más elevado que hace un par de décadas (H. Sprout y M. Sprout, 1983; Rosenau, 1984). No sólo no se pueden ya resolver problemas comunes, tal el de la conservación del medio físico, vital para la supervivencia humana (L. R. Brown, 1987), sino que incluso una gran parte de los problemas internos carecen de una solución exclusivamente nacional. Fuerzas e intereses políticos, económicos y sociales se mueven libre-mente por encima de las fronteras, sin que los gobiernos puedan hacer algo efec-tivo para neutralizados.

Basta recordar algunos de esos problemas. La conservación del medio fisi-co, que es el soporte de la sociedad humana, no puede realizarse con efectividad a través de medidas nacionales, sino que se requieren acciones colectivas, de tal urgencia que no deben quedar sujetas a la posibilidad de veto de algunos gobier-nos, suicidamente egoístas o mediocres.

La economía está global izada (Didsbury, 1985), y las políticas de los go-biernos de los Estados quedan frecuentemente anuladas por fuerzas que actúan fuera de su control. Si nos referimos a la deuda externa, los países deudores su-fren o se benefician de los efectos de las variaciones en las tasas de interés, por decisiones a las que ellos son ajenos. Pero la diferencia en un punto en la tasa de interés puede significar cientos de millones de dólares adicionales a pagar en un año. El descenso de. los precios de las materias primas, en los últimos años ha llevado consigo una disminución de miles de millones de dólares a los ingresos de los países en vías de desarrollo que las exportan; pero la regulación del mercado, tantas veces reclamada, sigue siendo una quimera, y el mercado en realidad continúa en manos de los grandes especuladores.

El tráfico de drogas prosigue su expansión creciente, alcanzando ya a una gran parte de los países del mundo, convertido en una actividad a nivel mundial, que mueve sumas enormes de dinero, propiciando la corrupción en países ricos y pobres y corroyendo la estructura de los Estados. La represión individual es prácticamente ineficaz y los efectos devastadores de ese tráfico innoble amena-zan cada vez más a todo el sistema social.

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El terrorismo político ha encontrado en el plano internacional la mejor for-ma de conseguir uno de sus objetivos, que es atraer la atención pública y escapar al control de las fuerzas del orden de cada país. Sólo una acción conjunta podría tener verdaderos resultados, pero no debería limitarse a las acciones de represión, sino que sería necesario tratar las causas del problema, lo que lleva consigo la adopción de medidas que implican acciones de gobierno y que chocan con las soberanías nacionales.

Entretenidos en la defensa de la soberanía nominal, los gobiernos ven pro-gresivamente minada su autoridad por otras fuerzas (Marshack, Ferguson y Lam-per( 1976). Las empresas transnacionales siguen extendiéndose por todas partes, respondiendo a las necesidades económicas de la sociedad global. Rompen las barreras de las fronteras nacionales y van creando un mercado planetario. El po-der económico de ellas sobrepasa al de muchos de los países del mundo, por lo que no hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de cuál es su influencia real. Baste recordar que el valor de la más grande de ellas (capitalización de las acciones a precio de mercado) la NTT, gigante de las telecomunicaciones en el Japón, es de 333.000 millones de dólares (<<The Economist», 30 mayo - 5 junio 1987, pág. 98), muy superior al PIB de España, que para 1986 fue estimado en 226.700 millones de dólares (<<L'Observateur de l'OCDE», abril-mayo, 1987 pág. 20). Sólo hay ocho países en el mundo que la superen por su PIB: EE.UU.,Japón. URSS, República Federal Alemana, Francia, Reino Unido, Italia y Canadá. Al reflexionar sobre el poder económico de las empresas transnacionales en relación con el de la inmensa mayoría de los países del mundo, siempre acaba uno haciéndose ciertas preguntas acerca de la realidad de la soberanía estatal.

Otro aspecto importante de la globalización de los problemas es el de la se-guridad y los armamentos. La posibilidad de una guerra nuclear con capacidad de destruir totalmente la sociedad humana es una espada de Damocles que pende sobre todos nosotros (Ehrlich, Sagan, Kennedy y Roberts, 1984; Schneider, 1967) Los gastos militares del mundo han superado ya en este momento el billón de dólares al año. Tanto por los terribles efectos económicos y sociales de la locura armamentista, como por la eventualidad de esa destrucción general, es urgente encontrar una salida. Sin embargo, a través de la negociación entre tantos sujetos diferentes no cabe esperar en este terreno los avances que serían indispensables para superar la situación irracional en la que nos encontramos.

La población del mundo, que ya ha pasado el cabo de los cinco mil millones de habitantes, ha aumentado el ritmo de su movilización por todo el planeta, huyendo de las condiciones dificil es de sus países y buscando nuevas oportunidades en tierras ajenas, que acaban haciendo suyas. Nadie podrá detener ese proceso, que representa, finalmente, la verdadera identificación planetaria de la raza humana, que no acepta las artificiales fronteras políticas. Tal fenómeno está provocando, en esta primera fase, serias dificultades a los gobiernos, que no saben cómo resolver la confrontación entre las poblaciones indígenas y los recién llega

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dos, todavía no asimilados. No es posible planear soluciones a nivel nacional a este problema, pues la verdadera solución sólo puede venir de una acción coordi-nada, en la que se consideren todos los ángulos de la cuestión demográfica a ni-vel global.

Nuestra intención no era la de redactar un catálogo de los problemas de la humanidad, sino de llamar la atención sobre algunos de esos que podemos consi-derar problemas globales cuyas soluciones debe buscar la humanidad, desde una óptica también global (Seara, 1986 b), dado que escapan a la posibilidad de una acción efectiva por los Estados soberanos actuando de modo independiente. En los párrafos anteriores se han resumido algunos de los más urgentes.

La conciencia de la interdependencia entre los Estados no es nada nuevo. Ya hemos visto cómo el tema salía a discusión con cierta frecuencia en los me-dios académico y político. Pero hay que reconocer que la interdependencia tiene ciertos grados y, si la de hace medio siglo colocaba a la humanidad ante el dilema de reconocerla o perder eficacia en el enfoque de los problemas sociales, hoy el alto grado de interdependencia que se ha alcanzado convierte a este dilema en algo mucho más alarmante: o se encuentra una solución a los problemas sociales, con la consiguiente armonía y posibilidad de futuro, o de no haber solución, el agravamiento de la turbulencia social pondría en peligro la supervivencia hu-mana. Naturalmente que no hay una coincidencia absoluta en el diagnóstico de la situación; son bien conocidas las visiones optimistas salidas del Instituto Hudson (Kahn, W. Brown y Martel, 1976). mientras que otros, como Holsti (1986) piden prudencia en el análisis y el pronóstico, aunque al no considerar como cierta la existencia de una situación grave, están de hecho uniéndose a los que pudiéramos llamar optimistas. El Estado nacional soberano se encuentra ahora sometido a un embate tremendo de las fuerzas sociales, en medio de un proceso de uniformización cultural y de nivelación de valores comunes, como no se ha conocido jamás en la historia. Ignorar esta realidad sería sumamente peligroso, pero tampoco sería conveniente dar saltos en el vacío.

Puede preverse una evolución, paralela aunque autónoma, entre las nacio-nes y el Estado soberano. Por un lado, «las naciones», que según el clarividente juicio del gran definidor del concepto (Renan, 1882) «no son algo eterno. Tuvie-ron su comienzo y tendrán su fin», continuarán su proceso histórico, nunca inte-rrumpido, de cambio, en el que el choque entre formas culturales y valores dis-tintos se va resolviendo en la formación de unidades más amplias. Al mismo tiempo los pueblos sufrirán un despojo progresivo de su soberanía real, debido a la interferencia de los factores que mencionábamos atrás. Este despojo afecta tan-to a la dimensión interna como a la externa de la soberanía. Por otro lado, el Es-tado soberano como institución se ve igualmente sometido a una erosión cons-tante (Haas, 1958; Mitrani, 1965; Burton, 1972), inserto en un medio interna-cional en el que la maraña de relaciones sociales que saltan sobre las fronteras debilita progresivamente su libertad de movimientos.

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No puede contemplarse con indiferencia la disminución de la soberanía de los pueblos, pues esa ruta lleva directamente hacia la tiranía y la construcción de un orden jurídico internacional no democrático. Esto, independientemente de que un cuerpo de decisiones ineficaces, adoptadas a nivel internacional, siga creando la ilusión de que el Derecho Internacional es cada vez más justo, más democrático, más igualitario y más progresista. Desde perspectivas muy diferen-tes, muchos juristas han insistido en la necesidad de un orden jurídico interna-cional más efectivo; así Schwarzenberger (1968: 52): «Das entscheidende Pro-blem, das noch der Losung harrt, ist die Verwandlung der gegenwartigen Welt-gesselschaft unter der Satzung der Vereinten Nationen in eine internationale Ge-meinschsaft unter efTektiver Herrschaft des Rechts».

Dada la evidente realidad de la interdependencia (Brown, 1972; Keohane y Nye, 1977; Holsti, 1980; Naisbitt, 1982), que ya alcanza una gran intensidad y seguirá acentuándose, no hay posibilidad alguna (si es que eso fuera de desear) de recuperar las soberanías nacionales en la forma tradicional. De todos modos, lo que verdaderamente importa es que los pueblos recuperen el control de su destino, rescatando su soberanía de las garras de las fuerzas incontroladas que se la están arrebatando. El tipo de institución en el que esa soberanía se incorpore es una cuestión distinta y de orden secundario. Un pueblo puede ser tan libre y so-berano constituyendo una unidad independiente, como unido a otro para formar una unidad más amplia. En el momento histórico actual, la cuadriculación del planeta en tantos Estados independientes, fragmenta la unidad de la raza humana, incapacita a las instituciones para tomar decisiones eficientes y facilita el so-metimiento de esos grupos humanos a las fuerzas transnacionales, además de crear las condiciones para un posible conflicto social o bélico, de proporciones globales que amenazaría la supervivencia de la sociedad humana.

A través de los Estados nacionales, la recuperación de la soberanía de los pueblos es imposible. Se requieren instituciones nuevas, Estados regionales o continentales, o un Estado a nivel global. En él o en ellos (transitoriamente en este último caso) quedaría depositada la soberanía de los pueblos, que así podrían controlar a todas las fuerzas que ahora se mueven fuera de control. Si se da la necesidad de una institución que tome decisiones a nivel global esa instituciónsurgirá de un modo u otro, y sería lamentable que se viniera a dar la razón a Hobbes (1651), en el sentido de que no basta la racionalidad para explicar el Es-tado o el Derecho, sino que es indispensable añadir la fuerza (Tonnies, 1925: 236-270). En una etapa transitoria, sin embargo, hay que pensar en una fórmula que permita hacer frente a necesidades más inmediatas, como son las de solucio-nar problemas comunes que a nivel individual los Estados no pueden solucionar, tales como los de la conservación del medio físico, demográficos, narcotráfico, económicos, etc. Esa fórmula podría ser la de la intersoberanía, mediante la cual, todos o una parte de los Estados, acuerdan renunciar a su derecho a adoptar deci-siones que puedan afectar a los demás Estados, y aceptan la posibilidad de com-partir la responsabilidad de adoptadas.

HACIA EL CONCEPTO DE INTERSOBERANIA 1.357

Hay problemas de tal trascendencia para el futuro de la humanidad que es de prever que si no se llega a un acuerdo de este tipo, en forma racional y pacífi-ca, se puedan provocar acciones de fuerza para imponer las medidas que se juz-guen adecuadas.

Claro que la intersoberanía equivaldría a una derogación del artículo 2, pá-rrafo 7 de la Carta de las Naciones Unidas, sobre la excepción de jurisdicción in-terna o el dominio reservado. Se pondría así en jaque todo el sistema jurídico in-ternacional tradicional, que quedó cristalizado en las Naciones Unidas; y real-mente de eso se trata, pues el sistema jurídico internacional efectivamente se ha quedado cristalizado, perdiendo efectividad y constituyendo ahora una camisa de fuerza sobre la sociedad internacional, que hay que romper para permitir el desarrollo normal de los procesos sociales.

En el momento actual, hay una gran cantidad de cuestiones que caerían bajo lo que se puede considerar como de la competencia interna de los Estados, pero que podrían afectar gravemente a los demás Estados. Por ejemplo: la política en materia agrícola de países que permiten la deforestación y facilitan el avance de los desiertos en su propio territorio y hacia el de los países vecinos; el abuso de los recursos acuíferos que hace descender las capas freáticas de modo general, en una zona que comprende el territorio de varios Estados; las políticas demo-gráficas; el establecimiento de basureros de desechos radioactivos, que pueden crear peligros graves futuros para todo el mundo, etc.

Para buscar una salida a la situación comprometida en la que está hoy el planeta, hay que realizar un esfuerzo de imaginación, que en el caso de los jusin-ternacionalistas significa romper con los mitos establecidos y pensar en grande, para ofrecer un sistema jurídico internacional a la altura de los problemas del si-glo XXI. La reconsideración, a fondo, del concepto de soberanía, podría ser uno de los puntos centrales del debate, y ojalá contribuyera a iniciado, esta propuesta de la intersoberanía.

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