ACTOS Y RELATOS - WILLIAM GUILLÉN PADILLA

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Actos & Relatos William Guillén Padilla

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Actos & Relatos

William Guillén Padilla

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Actos & Relatos (1990 - 1997)

Primera edición fi sica: Petroglifo y Lluvia Editores, 2009Primera edición digital: Kokín e-book, 2011

Segunda edición digital: Petroglifo, [email protected]

Fotografía carátula: Jorge Tejada Salazar

© William Guillén Padilla, 2009

ISBN: 978-9972-2558-8-5 Depósito Legal Biblioteca Nacional del Perú Nº 2009-05711Partida Registral Indecopi # 00837-2009

Editado en el Perú

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Índice

Palabras para el LectorVolver a los Diecisiete

La laguna

Gozayo y el túnel

Relinda

Descubriendo a Consuelo

El clásico entorno

Pasaje de una historia no habida

De robo y amor

Revancha

Alado Apocalipsis

Del docto doctor

Hechos de alcoba

Promesa cumplida

Petequio

El Rey de las Flores

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Palabras para el Lector

Querido Lector:

EXCEPTO dos, estos son los primeros cuentos que escribí. Los hice entre 1990 y 1997. Algu-nos de ellos merecieron alguna distinción y fueron publicados como trabajos sueltos.

En estas líneas nace mi vocación como es-critor de cuentos; en estos cuentos se va ges-tando el ánimo de escribir novelas y en otros hay una invitación sugerida a escribir micro cuentos. Los he rescatado en su propio espa-cio y como inicialmente fueron concebidos; agrupados en este libro y amparados en un tí-tulo —Actos & Relatos— son publicados con la simple y suprema fi nalidad de ser compartidos con usted, como un pretexto para llegar juntos al alma de sus personajes y a sus inevitables escenarios; pero, sobre todo, para que se de-jen escuchar en la lectura que usted realizará en silencio, desde eso que le motiva a vivir: su corazón. Después de todo el encuentro entre usted y yo siempre pasará por estas historias que en verdad son de ambos desde antes que sepamos que las compartiríamos.

Dejo constancia que usted, amable lector, es mi maestro, pues sé que de usted he apren-dido a contar historias, que de usted he captu-

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rado modos de ser y de actuar en mis perso-najes, que de usted me he nutrido de caminos y pueblos para dejarlos impresos en historias diversas. Usted, paciente lector, es mi perso-naje principal y secundario; por eso reconozco que estas historias son, en esencia, suyas.

No hay nada nuevo bajo el sol en la crea-ción literaria; excepto, en este como en otros casos, el punto de vista del creador, el lugar único desde donde vio, vivió, recreó o hizo suya la historia: un espacio impar donde sólo cabe quien la escribe.

Estas narraciones, distorsionadas por su misma naturaleza, han sido escritas para us-ted y a usted las retorno en forma de libro. Cumplo así con la promesa de dejarlas en sus manos para que con la divinidad de sus ojos las recorra y así encuentre nuestros caminos comunes que juntos alguna vez, sin habernos conocido, hemos transitado.

Cajamarca, Perú, abril de 1998.

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A Julio César y José Carlos

Guillén Padilla:mi fraternal trilogía

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Volver a los Diecisiete

Volver a los diecisiete, después de vivir un siglo.

(De una canción de Violeta Parra)

CECIBEL enredadera entre mis brazos y nues-tro amor un fogón en plena pampa. La Luna, más fi sgona que otras noches, en su mayor embarazo. Sus senos en mis necesitadas ma-nos y su cremallera más complicada que un laberinto. Su respiración envolviéndose como huracán entre los alborotados sauces...

Es la última noche de la fi esta de San Pe-dro y los dos amándonos y su abuelo apuntán-donos con su fusil a veinte metros de mi cora-zón desbocado.

—¡Entra Cecibel, o a los dos los mato! —gritó abriendo la ventana de cedro de su vie-ja casa de campo—. ¡Entra, o a los dos los mato!—. Y disparó.

Mis manos arañaron la pampa y, sin pen-sarlo dos veces, me arrojé rápidamente al río. El abuelo disparó tres tiros más, montó su ca-ballo blanco y decidió perseguirme entre eu-caliptos, sombras y alfalfares, en la noche más iluminada que recuerde.

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Ya no sé ni cómo, pero ajustándome bien los pantalones y arreglándome la camisa fui río abajo hasta alcanzar el pueblo. Y el padre del padre de Cecibel —viejo más fuerte que un roble, de grandes bigotes, jugador de gallos y buen ganadero— a pelo de caballo y bala de Máuser, me persiguió dos horas.

Desesperado llegué a la casa de mi buen amigo Juan Vigo, cómplice de mis amores y desamores, y de sus manos comprensión y amistad recibí; amén de ropa limpia, zapatos secos y diez tazas de café que quedaron cor-tas para narrarle el miedo que sentí cuando las balas besaron mis orejas. Su madre —una mujer de sesenta años, más bondadosa que la primera taza de café— dormía plácida en un antiguo sillón que le regalé dos años antes.

Ya casi la aventura estaba concluida cuan-do unos toques estruendosos en la puerta me hicieron temblar: un presentimiento, una voz del corazón que te pone alerta, un aviso de muerte que te llega bruscamente.

—Adelante tío, ¿qué te trae por aquí? —dijo Juan, abriendo la puerta a un hombre que, aún entre la oscuridad, supe quién era—. Algo grave debe ser… Adelante tío, estás en tu casa.

—Gracias, hijo —le contestó algo cansado.

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Un caballo en la puerta relinchó y el sonido de sus botas y la silueta de su fusil me dieron la razón: el hombre que venía persiguiéndome estaba allí, y yo no tenía más escapatoria ni fuerzas para intentar huir—. Vengo buscando al vago que pretende a mi nieta, y sólo he ca-balgado tanto, para matarlo.

La madre de Juan había despertado. Saludó al hermano mayor que había llegado de mane-ra intempestiva y acaso notó esa expresión en su rostro que no veía desde hacía quince años, cuando lo vio perseguir y matar, sin titubear, a los tres abigeos más buscados en la región.

—Pasa hermano —le dijo, con gran dul-zura—. Ven, te presento a Abelardo, el mejor amigo de mi hijo Juan.

Una mirada entre aquel hombre y yo me produjo un sentimiento de despedida inmi-nente, algo que no he vuelto a sentir jamás. Me volvió a mirar y supe que un hombre a los diecisiete años es un barco de papel en plena tormenta.

—Así que tú eres el mejor amigo de mi sobrino... —me dijo, mientras se sentaba a la mesa y una taza de café le era servida.

—Sí, señor… Me considero un hermano de Juancito.

La noche se oscureció totalmente, el mun-do parecía dividirse en millones de pedazos y dentro de mi pecho un vendaval nacía.

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—Juana —dijo el abuelo de mi buen y le-jano amor Cecibel Soriano Vigo—, ¿de dónde ha salido este jovencito? Míralo, bien limpio, se le nota educado; es jovial, cordial, de buen hablar. Enamorado como éste necesita mi Ce-cibel, no aquel vago que hoy casi mato y de quién no conozco nada, sólo que viene por las noches a acostarse en la pampa con mi ino-cente nieta.

Mi corazón volvió a su lugar. Juan me mi-raba con ojos de ventana y su madre servía más tazas de café antes que el abuelo partiera de regreso a su lejana casa de campo, no sin antes invitarme —afablemente y «todo depen-de de que aproveches tu gran personalidad, jovencito»— a visitarlo al día siguiente para que me presentara a su nieta de quince años que estaba pretendida por un vago que, gra-cias a San Pedro y a todos los santos del ben-dito cielo, era todo lo opuesto a mí.

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La laguna

—SIEMPRE la vi fl otar sobre la laguna. Flo-tar y caminar y dirigir su maravilloso cuerpo directamente a mi puesto de vigilancia… El primer día pensé que era un sueño. «¿Cómo una mujer tan bella venía a besarme? Podría pasarle eso a los ingenieros o al gerente de la mina, pero no a mí, simple y común hombre de seguridad de Minas Mallorca», refl exio-naba yo mientras la veía alejarse y perderse entre las oscuras aguas. Pero me gustaba que viniera a acariciar mis cabellos, besarme y ha-cerme el amor. Sus manos frías se calentaban junto a las mías y luego su cuerpo, que era un témpano, adquiría el calor del mío que siem-pre estaba cubierto con mi gran sacón para el frío de las inacabables noches de guardia... La caseta más alejada del campamento minero era la mía. De allí podía divisar toda la mina y, a lo lejos, a mis compañeros de guardia que también vigilaban las propiedades de Mallor-ca. Esas dos semanas me acostumbré tanto a ella que estaba atento a que el reloj marcara las doce de la noche… Se elevaba sobre las aguas y llegaba a mi lado y el mundo era un sueño realizado, una sola piel, un solo rasguño de placer...

El jefe de seguridad de Minas Mallorca,

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conocido también como poeta y bohemio fue-ra del trabajo, calló de pronto y se quedó dor-mido. El calmante le hizo efecto y se desvane-ció dentro de la camisa de fuerza con la que le trajeron de madrugada a mi ofi cina. «Lo encontramos a media noche disparando a la laguna y llorando», dijo Samuel mientras me sugería llevarlo al brujo o al siquiatra: «según sea su criterio, ingeniero».

Pasaron tres semanas de ese suceso y otro

de mis agentes de seguridad transitó por lo mismo. En realidad algo parecido, porque este último no sólo disparó a la laguna, sino ade-más se mató.

Formé entonces un grupo para la investi-gación de los incidentes y, para sorpresa mía, los responsables nunca vinieron a reportar-me: huyeron gritando por los cerros, porque también vieron a la misteriosa mujer fl otar so-bre la laguna y «se desesperaron porque se les acercó más de la cuenta, ingeniero».

De día la laguna se veía tranquila y siem-pre pensé que, probablemente, se trataba de una alucinación colectiva.

El asunto ciertamente nos preocupaba, pues teníamos cada vez menos agentes de se-guridad en una zona de grandes problemas sociales con bandas de ladrones y asaltantes a mano armada.

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Frente a estos inesperados sucesos resolví afrontar el problema. O, como habría dicho mi abuelo: «tomar el toro por las astas».

Decidí esperar a media noche, en la mis-ma y alejada caseta por supuesto, a la tan fa-mosa mujer que acaso llegaría fl otando sobre las aguas de la laguna a seducir a otro hombre vestido de sacón, casco blanco y revólver al cinto.

La noticia no se hizo esperar. «El gerente quiere demostrar que todo es una farsa y que en la caseta de vigilancia principal no pasa nada. Es lo que se dice, ingeniero». Samuel, el buen Samuel y sus comentarios mientras me lleva a la pequeña caseta frente a la laguna y se despide rápido porque «ya es tarde, ingeniero, mejor me regreso rápido antes que aparezca la mujer fantasma».

Esperé hasta la hora señalada y, tal como lo había sospechado, ninguna mujer fl otando en la laguna ni viniendo a mi lado. Miré mi re-loj y ya era la una de la mañana, y luego las tres y las cuatro y las cinco y el cielo empezó a levantar su gran telón oscuro para dar paso a una línea de azul intenso que empezaba a bo-rrar las estrellas más lejanas.

Y llegó las seis de la mañana y la luz del

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día se extendió por todo el campamento. A lo lejos el ruido del motor de una camioneta que se acercaba avivó mis sentidos. Era mi mujer.

Sus palabras de siempre para reñirme por estar allí vestido de agente de seguridad de Mi-nas Mallorca. «¡Cómo se te ocurre, eres un hom-bre inteligente; no un guachimán. Sube a la ca-mioneta y vamos a que tomes un buen desayuno. Estás oliendo a aguardiente; hiedes a cantina de mala muerte. Seguro que has tomado para el va-lor. Eres el hombre más estúpido que he conoci-do!» Ahí nomás le respondí: «¿Y a cuántos hom-bres has conocido, mujer?» «A veinte, incluido tú. Y los he conocido bíblicamente», me dijo y se rió por largos minutos mientras yo subía a la camioneta y ella se disponía a manejar.

«¿Bíblicamente?» le pregunté. «Sí, bíbli-camente. ¿No has leído que fulanito conoció a fulanita y nació menganito?»

Su risa escandalosa me dio tanta ira que no pude contenerme. Saqué el revólver y le puse en la sien y le dije: «¡Deja de reírte, y cuéntame a qué carajo te refi eres! ¡Tú me di-jiste que eras virgen antes de casarnos!» «Así es», me respondió, «fui virgen». «Y entonces, ¿cómo me dices eso?, ¿o es que me has enga-ñado cuando hemos estado casados?»

El viento de la puna se dejó escuchar como una voz que me insinuaba callar. El motor de la camioneta se detuvo por algunos segundos.

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La miré y agachó la cabeza. «Es una broma, ¿verdad?», le dije. Ella siguió callada y sólo atinó a mover la cabeza en signo de negación. «¿Es cierto, Karela? ¿Es cierto?», insistí.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. ¿Me habrá engañado con veinte y nunca lo supe? ¿Era la burla de toda la mina y yo no lo sabía?

Sentí que todo mi cuerpo hervía y mi labio superior latía. Sin pensarlo dos veces le dispa-ré. Su cuerpo se aferró al timón de la camio-neta y un charco de sangre invadió su cabeza y se esparció rápido por su pecho. Me asusté y traté de pensar qué debería hacer ante ese suceso brutal en el que estaba envuelto.

Divisé la laguna y luego llevé la camioneta hasta la orilla donde la arrojé con el cuerpo de mi mujer. El vehículo se perdió en las aguas azules de un día soleado y frío. Eran las siete de la mañana: lo decía el reloj de pulsera que ella me regaló en mi último cumpleaños.

Mientras regresaba a pie, después de per-catarme que por ningún lado de mi ropa hu-biera sangre, me encontró Samuel, mi buen asistente Samuel Laó que andaba buscándo-me desde hacía varias horas.

—Ingeniero, ya son las cinco de la maña-na. Es hora de regresar al campamento. Tiene reunión a las seis con los superintendentes de operaciones.

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—¿Cómo que las cinco? —le dije—. Ya es de día —afi rmé.

—No, ingeniero. Las cinco de la mañana. Como usted ve aún está oscuro y no sé qué hace usted tendido a la orilla de esta laguna… ¿Y fi nalmente vio a la tan famosa mujer que fl ota? —dijo.

No supe que contestarle.—No, no la vi —le dije, dudando de mi res-

puesta.—Por eso lo admiramos ingeniero, usted

tiene valor y siempre nos da el ejemplo; des-pués de todo usted se ha hecho desde abajo, desde guardia de seguridad hasta gerente; eso es de admirar.

Desde esa madrugada no puedo conciliar el sueño, pues me persigue el recuerdo del momento exacto en que arrojé a la laguna el cadáver de mi primera mujer, después de ha-berla matado de siete tiros de puro celos. En-tonces yo era un siempre embriagado guardia de seguridad nocturno de Minas Mallorca, y mi mujer la más hermosa y solicitada amante clandestina del campamento.

Debo decir, antes de concluir este relato de terapia impuesto por mi siquiatra, que ella nunca sabrá qué es la paz ni el descanso; por eso seguramente me coloca la camisa de fuer-za con gran dulzura y esmero, antes de volver a la laguna donde vive como fantasma.