A Sabiduria Del Cristiano - Leo j Trese

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Leo J. Trese

LA SABIDURÍADEL CRISTIANO

Ediciones Palabra, S.A.Madrid

© Ediciones Palabra, S. A., 1998 P° de la Castellana, 210 - 28046 MadridTraducción: Joaquín Esteban Ferruca Con licencia eclesiástica

I.S.B.N.: 84-7118-349-8 Depósito legal: M. 13.832-1998

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Leo J. Trese LA SABIDURÍA DEL CRISTIANO

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« C u a n d o e n tr e la sa b id u -r ía e n t u c o r a z ó n y la

c ie n c ia s e a d u lc e p a r a tua lm a, velará sob re ti la re-f le x ió n y la p r u d e n c ia te

g u a r d a rá , a p a rtá n d o te d e lm a l ca m in o ...»

(Proverbios, 2, 10-12).

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INTRODUCCIÓN

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¡Qué triste debe ser la vida para quien nocree en Dios! Supongo que quienes gozamosdel don de la fe desde la más tierna infanciano podemos saber lo que realmente pasa en lamente de un ateo. A veces, he tratado de ima-ginar lo que yo sentiría si no creyese en Dios.Me he visto contemplando el cadáver de unser amado y diciéndome a mí mismo: «Bien,todo acabó; ya no eres más que un montón decarne y huesos...». También me he visto su-friendo dolores intolerables que no tendríanningún sentido ni ningún valor, que no seríanmás que una burla cruel de una naturalezaciega. Y he intentado intuir lo que sería unaexistencia sin una Ley Divina que orientarami voluntad, libre de hacer lo que me vinieraen gana, con el único freno de evitar el darcon mis huesos en prisión... ¡Con qué ansia fe-bril trataría de arrebatarle a la vida lo que pu-diera satisfacer mi egoísmo! ¡Qué noches de

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angustia pensando que en cualquier momentola nada absoluta podría caer sobre mí!

Seguramente, un ateo no piensa así por-que si se dejara llevar de esta lógica aplastantedejaría de serlo enseguida... Por eso cuando lamuerte le arrebata sus seres queridos no suelequemar los cadáveres y dispersar sus cenizas;los entierra ceremoniosamente y, si los lleva alhorno crematorio, guarda cuidadosamente lascenizas en una urna. Y cuando se presenta laenfermedad la acepta como «ley de vida»,pero no se suicida. No cree que exista una leymoral objetiva -sólo los «débiles» la aceptan-,pero cree en la «decencia» y «ama a la Huma-nidad»... en abstracto, por supuesto.

De hecho, no creo haberme topado jamáscon un ateo auténtico. He encontrado gentesque decían no creer en Dios o en el otromundo, pero tan agresivas al afirmarlo, tanansiosas de encontrar argumentos, que dabanla impresión de querer justificarse y aquietarsu conciencia.

Una persona en la que la fe religiosa estu-viese absolutamente muerta, dejaría que losdemás creyesen lo que quisieran. Por eso,siempre he sospechado que es la esperanza loque hace que tantos supuestos ateos traten deconvertir a los demás a su «credo». ¿No seráque no están satisfechos?... El humo que arro-jan hace pensar que la hoguera de su fe sóloestá adormecida y puede estallar en llamara-das en cualquier momento...

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Esto no quiere decir que sea fácil argu-mentar con un ateo, ya que, si fuera capaz depensar con cierta lógica, no tendría más reme-dio que admitir la validez de las pruebas de laexistencia de Dios. Porque tales pruebas exis-ten, y son tan sólidas, que no pueden dejar deconvencer a quien admita las leyes de la evi-dencia y esté dispuesto a confiar en su poderde raciocinio. Lo que pasa es que «no haypeor ciego que el que no quiere ver». El ateointerrumpirá el hilo de la argumentación conuna sonrisa de desprecio para murmurarromo Pilato: «¿Y qué es la verdad? ¿Cómo sa-bes que la mente con que piensas puede cap-lur la realidad?»... Luego, aducirá una serie desupuestas «dificultades» bíblicas o dogmáti-cas, como el episodio de Joñas y la ballena ola existencia del «fuego» en el infierno... Todo,menos plantearse la decisiva pregunta:¿F.xiste un Dios ante el cual somos responsa-bles ?... Y si tratamos de acorralarle, se saldrápor la tangente con algo que, a su juicio, nosdejará descalificados, haciéndonos callaravergonzados: «Pero, hombre, eres un retró-Knulo... ¡Ésos son argumentos medievales!».

No, es inútil argüir con un «ateo» de ésos.Los fariseos vieron cómo Jesús obraba estu-pendos milagros que probaban su divinidad yse retiraron diciendo: «Este hombre tiene eldemonio metido en el cuerpo».

Cuando un ateo «convencido» quiera dis-cutir con nosotros y empiece a pincharnos, lomejor será decirle: «Amigo, no quiero discutir

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contigo, aunque sí pienso rezar por ti y mu-cho...». Eso, probablemente, removerá suconciencia que, taponada e incapaz de encon-trar un desagüe, estará cada vez más hin-chada. Tal vez, humillado por no haberle dadola oportunidad de demostrar su agudeza, nosdiga: «Reza cuanto quieras y enciende, depaso, una vela a Santa Rita...». Sí, tal vez nosmuestre su desprecio, pero si rezamos por él ynos mortificamos, si seguimos mostrando conél la caridad de Cristo, el día menos pensado,Dios y nuestro cariño obrarán el milagro queno hubieran realizado nuestros argumentos.

El Cardenal Newman, en su sermón sobre«La verdad del Evangelio», dice que «no nosdebe extrañar que seamos vilipendiados y des-preciados por aquellos a quienes les resultamás fácil atacar las creencias de los demásque definir las suyas. La ignorancia es muypeligrosa. Cuando, además, cree que sabe, sehabla por hablar, por mostrarse hábil, agudo yprofundo. Los que así actúan, hablan a la li-gera del Dios Todopoderoso, porque sólo pre-tenden satisfacer su vanidad y su amor pro-pio. De ordinario, no tiene sentido discutircon tales personas, ya que, como no han sidoeducadas para obedecer a su conciencia, re-frenar sus pasiones y examinar sus corazones,no se mostrarán de acuerdo con nada de lo

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que digamos, sino que lo pondrán todo en telade juicio. Se mueven en otro terreno y, cuandohablan de religión, son como ciegos conver-sando sobre colores».

Estas palabras del sabio Cardenal son muyciertas. Sin embargo, cometeríamos un graveerror si convirtiéramos la dureza de corazónde los incrédulos en una excusa de nuestra ig-norancia, porque, aunque no estén dispuestosa aceptar nuestros argumentos, nosotros de-bemos conocerlos. Además, no todos los in-crédulos son gente endurecida o maliciosa.Muchos buscan sinceramente la verdad, de-sean «ver», anhelan que se les convenza. Enbeneficio suyo, debemos, como dice San Pe-dro, «estar dispuestos a dar una respuesta aquien nos pida razón de la esperanza que po-seemos».

Conviene que nos convenzamos de que notenemos que ser unos genios para compren-der -y hacer que los demás comprendan- quelas verdades fundamentales de nuestra fe sonalgo razonable. Dios no creó al género hu-mano para que sólo unos cuantos genios al-canzaran el Cielo, sino que procuró que laspruebas de su existencia y el conocimiento delas verdades fundamentales para la salvaciónfueran comprensibles para cualquier personade mediana inteligencia y buena voluntad.Respecto a la religión, el sentido común esmucho más importante que un doctorado uni-versitario. ¿Quién no conoce a gente cultísimaque sabe infinidad de cosas aprendidas en los

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libros y, sin embargo, es incapaz de pensarcon lógica y sacar conclusiones? La cultura esútilísima cuando florece en una mente dotadade buen juicio y capaz de discernir con pru-dencia; ahora bien, cuando arraiga en unamente superficial retorcida o soberbia, susfrutos suelen ser amargos y deletéreos.

Mucho me temo que el olvido de esta reali-dad es lo que hace que bastantes estudiantespierdan la fe cuando asisten a una universi-dad laica. Se sienten deslumhrados por cier-tos catedráticos de renombre o por sus librosque les recomiendan, y su tendencia natural avenerar al «maestro» se ve fomentada por laverborrea de quienes, en su profesión de ateís-mo o de agnosticismo, son mucho más dog-máticos que el Papa en cuanto a materias defe se refiere. A veces, basta una sonrisa des-pectiva hacia la religión o hacia la teologíapara que el incauto joven empiece a pensarque sus padres, el párroco, y los profesores desu colegio son unos pobres «carcas», retrógra-dos y anticuados.

Tengo junto a mí un libro de texto escritopor un catedrático de una universidad del Es-tado. Se titula «Historia de la Civilización Oc-cidental» y figura como libro de texto en otrasmuchas universidades estatales. Pues bien, enel capítulo consagrado a los orígenes de la re-ligión, dice lo siguiente: «Es una opinión uná-nime de los historiadores y antropólogos ac-tuales que la religión surgió a causa de laincapacidad del hombre primitivo para dar

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una explicación natural de la vida y de la na-turaleza... El hombre moderno, equipado conlos recursos que le ofrece la ciencia actual-desde la astronomía a la física, pasando porla psiquiatría y la sociología-, está capacitadopara dar una explicación convincente de ca-si todo lo que el hombre primitivo observabay experimentaba sin podérselo explicar».Luego, el autor llena varias páginas de su obracon una verborrea pseudo-científica desti-nada a mostrar que la religión no es más queuna reminiscencia de la actitud del hombreprimitivo, una reliquia histórica llamada a de-saparecer.

No cabe sino apiadarse del estiidiante quetrate de aprobar la asignatura con un catedrá-tico así y, al mismo tiempo, quiera ser fiel asus creencias...

He subrayado la palabra unánime porquees una falacia. ¿Acaso se puede despreciar aGaritón Hayes, a Parker Moon y a una legiónde historiadores de prestigio internacional-católicos y no católicos- que no compartenesa opinión unánime?

Todavía peor es dar por supuesto que re-sulta imposible probar la existencia de Dios,porque sí que se puede probar con pruebassólidas, racionales y convincentes; y no sólo laexistencia de Dios, sino también el origen di-vino de la Iglesia Católica. No se trata depruebas aplastantes, irresistibles, porque si lofueran (si la existencia de Dios, la divinidadde Cristo o el origen divino de la Iglesia fue-

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ran tan evidentes como la luz del sol) nuestrafe no tendría ningún mérito. No, no son ver-dades evidentes, sino verdades que hay queprobar racionalmente, porque Dios no quiereobligarnos a creer. Quiere que, en último tér-mino, confiemos en Él. Ahora bien, en interésde la misma Verdad, conviene que conozca-mos las pruebas de su existencia y nos fami-liaricemos con ellas para que nuestra fe se veaapoyada por nuestra razón.

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C apítu lo I

¿EX ISTE D IO S?

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C u a n d o n o s d e sp e rtam o s p o r la n o c h e a lo ír u n ru id o so spech oso den tro de la c asa , lop rim e ro q u e p en sa m o s e s q u e « a lg u ie n a n d ap o r a h í» . L u e g o , m ie n tra s c o n te n e m o s e la l ie n to y t ra ta m o s d e c a p ta r a n s io s a m e n ten u e v o s ru id o s , b u scam o s e l m o tiv o : ¿ H a b ráe n tra d o u n la d ró n ? ¿ S e h a b rá le v a n ta d o a l-•guno de nuestros h ijos? ¿H abrá sido el v ien too , ta l v e z , u n ra tó n ? ... E n c u a lq u ie r c a so , loc ie r to e s q u e n o n o s q u e d a m o s tra n q u ilo shasta descub rir e l m o tivo . ¿P or qué? ¿P o r quén o no s co n fo rm am os co n pensa r q ue «h a so -n a d o u n ru id o » , s in m á s , y n o s v o lv e m o s ad o rm ir? S e n c i lla m e n te , p o rq u e so m o s se re sin te ligen tes y sensib les , p o rq u e tenem os u n am en te c a p a z d e razo n a r y sa b e m o s q u e to d olo que sucede tiene una causa . A lgo tan obvioq u e n o e s p re c is o in s is t i r e n e llo ; té c n ic a -m e n te , s e p u e d e e x p re sa r a s í: « T o d o e fec tod eb e ten e r u n a causa p ro p o rc io n ad a » .

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Sin embargo, por obvio que nos parezca,hay quienes, en la práctica, lo niegan. Son losateos, quienes dicen que nadie ha podidocomprobar que eso sea cierto en todos Jos ca-sos. Su razonamiento es, más o menos, éste:«El que la experiencia nos muestre que cadaefecto debe tener una causa no quiere decirque no pueda haber excepciones. Tal vez, en-tre millones de casos no haya ni uno solo quese haya producido sin causa, pero quizá entrebillones y billones haya algún efecto sin unacausa anterior, porque todavía no hemos po-dido comprobar que no sea así».

Estúpido, ¿verdad? Sin embargo, el ateo,en su cerrazón, está dispuesto a negar la evi-dencia. ¿Por qué? Porque sólo negando elprincipio de causalidad -el hecho probado deque todo efecto tiene una causa- puede negarla existencia de Dios.

Hay diversas maneras de exponer ese prin-cipio y de argumentar a partir de él. Una deellas puede ser ésta: De nada no podemos ob-tener algo. Si no tenemos harina, leche, hue-vos y azúcar no podemos hacer un bollo. Si notenemos bellotas, no podemos plantar un ro-ble. Sin padres, no hay hijos... Así pues, si noexistiera un Ser eterno (es decir, que nuncahaya empezado a existir, porque posee la exis-tencia por naturaleza) y todopoderoso (es de-cir, capaz de hacer algo de la nada), no existi-ría el mundo con toda su variedad de seres, noexistiríamos nosotros. Porque, de no existirese Ser omnipotente, ¿quién habría hecho que

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todas las demás cosas existieran?... Un robleprocede de una bellota, pero las bellotas cre-cen en los robles. ¿Quién hizo la primera be-llota o el primer roble? Los hijos tienen pa-dres, y esos padres son hijos de otros padres, yéstos de otros. Ahora bien, ¿quién creó a losprimeros padres?... Los evolucionistas diránque todo empezó a partir de una informemasa de átomos, pero ¿quién creó esos áto-mos? ¿De dónde procedían?... Alguien tuvoque crearlos, alguien que, desde toda la eter-nidad, haya gozado de una existencia inde-pendiente. El cual es precisamente ese Ser aquien llamamos Dios.

Un Dios que, además de ser eterno y todo-poderoso, tiene que ser también infinitamentesabio, dadas las innumerables pruebas de suInteligencia que observamos en el mundo;porque es evidente que allí donde existe unplan tiene que haber alguien que planifica;ahora bien, quien no sea inteligente no puedeplanificar...

Cuando Robinson Crusoe descubrió lahuella de un pie en la arena de la playa, com-prendió que no estaba solo en la isla, ycuando nosotros descubrimos que algo obe-dece a un plan, comprendemos que un serinteligente lo ha producido. Si un amigo nosenseñara su nuevo televisor y, al preguntarledónde lo ha comprado, nos dijera que en nin-gún sitio, que trajo del jardín un tronco de ár-bol y que, poco a poco, se fue convirtiendo enun televisor, pensaríamos que estaba loco o

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que nos estaba tomando el pelo, porque sabe-mos que algo tan complicado como un recep-tor de televisión no puede surgir por genera-ción espontánea. Pues bien, ¿podrá surgir porgeneración espontánea algo tan maravillosocomo el ojo humano, por ejemplo?... No, nopuede ser que tal cosa «ocurra» sin más,como tampoco puede ser que no tengan expli-cación, ni causa, los millones de prodigios quese operan en la naturaleza.

Dios existe. Si no existiera, no habría uni-verso ni habría hombres. Si no hubiese un Sereterno e incausado, capaz de crear cuantoexiste, no existiría nada, porque la nada no escapaz de producir algo.

Dios existe. Si no existiera, carecería de ex-plicación algo tan simple como el movi-miento. Sea que se trate de una cortadora decésped que aguarda el impulso de unos bra-zos, de unos brazos que esperan la orden delcerebro para moverse, de un cerebro queaguarda ser constituido a partir del acto pro-creador de unos padres, o de unos astros queempiezan a describir órbitas en el espacio,nada de cuanto existe podría evolucionar omoverse si no existiera un primer Motor queno es movido por nadie, capaz -por decirloasí- de impulsarlo todo.

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Dios existe. Si no existiera, carecería de ex-plicación el orden maravilloso que existe en eluniverso. El instinto de la abeja, la belleza dela rosa, la armonía de los distintos órganosdel cuerpo humano y miles de cesas más se-rían inexplicables sin la existencia de un Serinfinitamente sabio que lo planeó todo, por-que un plan es imposible sin una inteligencia.

Cuando el ateo, negando la evidencia, diceque todo eso es fruto del azar, renuncia a ha-cer uso de su razón. Si pusiéramos en unbombo diez bolas de la lotería numeradas del1 al 10, y las agitáramos, las probabilidades deextraerlas por su orden (sin mirar, por su-puesto) serían una entre... ¡diez mil millones!(Eso, al menos, es lo que dicen los matemáti-cos, no yo). Pues bien, quien tratara de calcu-lar el número de probabilidades que el tre-mendamente complicado sistema de células,glándulas y órganos que constituyen un ser vi-viente -y no digamos el hombre- tiene de serfruto del azar, se volvería loco, porque ni lacomputadora más sofisticada sería capaz dehacerlo.

¿Y qué decir de la evolución? ¿Qué decirde quienes sostienen que el universo tiene mi-les de millones de años, que todo empezó conuna masa de energía informe, que la tierra noes más que un mínimo fragmento de esaenorme masa, que una serie de reacciones encadena la fue transformando poco a poco, quela vida hizo aparición como una célula inicialen las aguas y que de formas simples e inci-

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p ien tes d e v id a fu e ro n su rg ien d o len tam en teto d as la s d e m ás , c a d a v ez m ás c o m p licad as ,has ta lleg a r a esa c ria tu ra rac io na l q ue llam a-m o s h o m o sa p ie n s? .. .

P ues hay q ue dec ir lo s ig u ien te : A s í co m og ra n p a rte d e la te o ría d e la e v o lu c ió n n o e sm ás q u e eso , p u ra teo ría s in re sp a ld o c ien tí-fic o , o tra p a rte p a re ce se r u n h ec h o co m p ro -b ad o c ien tífic am en te y acep tado p o r m u ch o sh o m b res d e c ienc ia , ca tó lico s in c lu id os. P o r-que se puede se r un buen ca tó lico y acep ta r lateo ría d e la ev o lu c ió n , s iem p re q u e se a ten g aa los lím ites de lo c ien tífico y no tra te de inva-d ir lo s d o m in io s d e la te o lo g ía . D io s e s lafu e n te d e to d a v e rd a d , p o r lo q u e n o p u e d eh a b e r c o n tra d ic c ió n e n t re u n a v e rd a d re l i -g io s a , re c ta m e n te e n te n d id a , y u n a v e rd a dc ien tífica só lidam en te estab lec ida* .

U n c ien tífico au tén tico no tra ta de exp licarde dón de p rocede la neb u lo sa in ic ia l, la m asade energ ía , la p rim era cé lu la v iva , com o tam -poco e l ab ism o que sep ara a l se r hu m ano , d o -tado de in te ligenc ia y v o lun tad , de un s im p lean im al, po rque, s i es honesto , de ja rá que e l fi-ló so fo o e l teó lo g o tra ten d e d a r u n a ex p lica -c ió n . S i t ra ta ra d e e x p lic a r to d o e s o a c u -d ie n d o a fu e rz a s c ie g a s o a l a z a r , in m e -d ia ta m e n te s e s a ld r ía d e s u p ro p io c a m p o ,que es e l experim ental. N o só lo dejaría al m ar-gen a la c ienc ia , s in o tam b ién a la razó n .

* Para mejor aclarar este punto, remitimos al lector alApéndice I: «¿Cómo es Dios? (Nota del Autor).

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Dios, si quiso obrar así, bien pudo crear eluniverso mediante un proceso de evolución.Eso, en vez de restarle poder, lo reforzaría aúnmás. Si empezó creando una masa informe demateria y, al mismo tiempo, estableció las le-yes naturales que, como fermento en la masa,iban a ser capaces de hacerla evolucionar ma-ravillosamente a lo largo de millones y millo-nes de años, siempre según su plan -un plande su Mente divina-, no redujo su papel deCreador, sino que lo revistió de una mayorgrandeza y majestad.

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Capítulo II

¿QUÉ ES EL HOMBRE?

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Imaginemos dos hombres, cada uno de loscuales quiere hacer un reloj. Uno de ellostoma un poco de mineral de hierro, lo purificaen un crisol y lo convierte en acero; luego lotrocea y trabaja hasta conseguir una serie demuelles, ruedecillas y otros mecanismos; fi-nalmente, los va ensamblando todos hasta ob-tener un reloj capaz de medir el tiempo. ¿Quédiríamos de él? Pues diríamos que es un granmecánico y un experto relojero.

El otro, por su parte, se limita a poner untrozo de mineral de hierro en la palma de sumano, diciendo: «quiero que te conviertas enun reloj». Con lo cual, las impurezas desapa-recen, sin más, el hierro se convierte en aceroy éste origina muelles, ruedecillas y otros me-canismos que se van ensamblando hasta for-mar un reloj. Todo, sin manipulación alguna,con la sola voluntad del relojero. ¿Qué pensa-ríamos de él?... Nuestro asombro, ante tales

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hechos, excedería con mucho a nuestra admi-ración hacia el primero.

Pues bien, si Dios hubiera hecho el uni-verso entero pieza a pieza, creando cada estre-lla y cada planeta y cada animal y cada plantauno a uno, nos sentiríamos obligados a excla-mar: «¡Gloria a Dios en lo más alto de los cie-los!». Pero si, en lugar de hacer así cada cosamediante un acto directo de creación, Dioshubiese empezado por crear una masa de ma-teria informe y, mediante un acto de su divinavoluntad, hubiese ordenado que se fuera con-virtiendo poco a poco en la clase de universo-mineral, vegetal, animal y humano- que Élhabía proyectado en su Mente divina, ¿quépensaríamos?... Bien, dejemos que los teólo-gos decidan qué forma de creación refleja demanera más asombrosa la gloria de Dios y supoder creador.

No, no hay nada que se oponga a la fe cris-tiana en la teoría de la evolución, siempre quese trate de una evolución científica basada enhechos probados, ajena a toda carga antirreli-giosa. Tanto si Dios formó el universo me-diante un acto directo de creación como si lohizo mediante un proceso evolutivo, Él solo esel Supremo Hacedor. Hasta los cuerpos hu-manos del primer hombre y de la primeramujer pueden proceder de monos evoluciona-dos, si Dios quiso que fuera así, porque eso nocontradice el hecho de que, en un principio,surgieran del limo de la tierra.

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La realidad es, sin embargo, que no existeninguna prueba científica seria que garanticeque procedemos de cierta clase de monos. Losantropólogos y los paleontólogos han estadobuscando incansablemente «el eslabón per-dido», el esqueleto fósil de una criatura quefuera mitad animal y mitad hombre. A veces,han creído encontrarla, pero cuando los hue-sos han sido sometidos a un examen científicoserio, nadie ha podido garantizar que se tra-tase del esqueleto de un mono o del de unhombre. Y la búsqueda prosigue.

Pero nuestra fe no corre ningún peligro.Incluso aunque se descubriera algún día «eleslabón perdido», eso no explicaría el abismoque separa el mero instinto de las bestias de larazón humana. La capacidad de pensar y deescoger libremente exige la existencia de unalma espiritual, de un alma que, por sumisma naturaleza, no puede provenir de nin-gún proceso de evolución, sino del poder crea-tivo de Dios. Pudo, en efecto, ir formando elcuerpo humano a partir de alguna especie demono en evolución según el proyecto por Éldiseñado y, cuando alcanzó el grado de evolu-ción requerido, insuflar a una primera parejamacho y hembra- un alma humana, convir-tiéndoles así en mujer y en hombre. Sí, pudohacerlo así, en caso de desearlo. Pero, hastaque científicamente se pueda probar sin nin-guna duda, sería una locura, a mi juicio, ad-herirse, sin más, a la teoría de que nuestros

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antepasados se mecían en los árboles colgán-dose del rabo.

Lo que, como cristianos, hemos de creer,es lo que enseña el libro del Génesis en un len-guaje en parte didáctico y en parte poético; esdecir, que Dios ha creado todas las cosas,tanto las visibles como las invisibles; encuanto a cómo las creó, nada dice. Hemos decreer, también, que todo el género humanodesciende de una primera pareja, hombre ymujer, y que el alma de cada hombre -no sólolas de Adán y Eva- es creada directa e inme-diatamente por Dios. Porque así como elalma, por ser espiritual, no puede proceder dela materia por «evolución», tampoco puedeproceder de los padres por «herencia».

Esto es todo lo que debemos creer. La in-vestigación científica sobre los orígenes deluniverso prosigue y proseguirá. En esa inves-tigación, los científicos católicos pueden ser-y de hecho lo son- tan celosos y amantes delos hechos como los demás. Pueden llevaradelante sus investigaciones sin ningún te-mor, porque saben que la verdad es una; todaverdad procede de Dios, y Dios no puede con-tradecirse.

Ahora bien, ¿qué es lo que nos diferenciade los animales? Para empezar, diremos quesomos animales. En la ciencia filosófica, la

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definición más exacta del ser humano es la deanimal racional. Pues bien, es esta última pa-labra, racional, la que establece la diferenciafundamental con las simples bestias.

Hay tres clases de seres vivientes (plantas,animales y hombres) y, por tanto, tres clasesde almas (tomando el vocablo alma en el sen-tido de principio de vida). Está el alma vegeta-tiva, mediante la cual las plantas crecen y sereproducen; un alma puramente material, sinexistencia independiente propia, por lo quecesa de existir cuando la planta muere. Está,luego, el alma sensitiva, mediante la cual losanimales no sólo viven y se reproducen, sinotambién ven y oyen y huelen, sienten dolor yexperimentan placer, son capaces de despla-zarse; un alma que, aunque constituye unprincipio de vida más alto que el de las plan-tas, continúa siendo material, sin subsistenciapropia y, en consecuencia, perece con lamuerte del animal. Finalmente, está el almaespiritual -llamada también racional, a ve-ces-, mediante la cual el hombre vive, crece,se reproduce, se mueve, siente y padece, lomismo que el animal. Ahora bien, por ella, elhombre alcanza, además, un nuevo nivel deexistencia que un alma material no podríaproporcionarle: el pensamiento, la capacidadde pensar. Por ella, el hombre puede compa-rar y escoger, examinar y analizar todo lo quepenetra en él a través de los sentidos. De esaforma, obtiene nuevos conocimientos, extraeideas abstractas y saca conclusiones. Un ani-

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mal puede ver cientos de árboles y, sin em-bargo, es incapaz de concluir que todos ellosestán hechos de madera, y mucho menos deescribir un poema como «Árboles», de JoyceKilmer. Por muchos triángulos que vea, nin-gún animal es capaz de averiguar que el cua-drado de la hipotenusa es igual a la suma delcuadrado de los catetos.

Es esto precisamente, su capacidad de ra-zonamiento, lo que hace que el hombre estéhecho a imagen y semejanza de Dios. Verdades que todo cuanto existe constituye, de al-guna manera, una imagen de Dios, pues,como dice el Salmo 18 de David, «Los cielosproclaman la gloria de Dios y el firmamentodeclara la obra de sus manos». La sólida y ás-pera roca, el copo de nieve con su delicada si-metría, la flor con su fragancia, el ingeniosoinsecto, el masivo elefante y el hombre, coro-nándolo todo, forman un grandioso mosaicoque refleja la omnipotencia y la bondad deDios. Ahora bien, cuando decimos que elhombre ha sido hecho a Su imagen y seme-janza, estamos hablando de algo distinto. Por-que nosotros, los hombres, no nos limitamosa reflejar la bondad, belleza y omnipotenciadivinas como las demás criaturas del uni-verso. Es nuestra alma espiritual la que noshace asemejarnos a Dios, que es Espíritupuro, infinito y perfecto, es nuestro intelecto,con su capacidad para comprender y razonar,el que refleja el infinito conocimiento y sabi-duría de Dios; es nuestra voluntad, capaz de

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escoger con libertad y responsabilidad, la quereproduce, de alguna manera, la infinita liber-tad de Dios.

Con todo, no somos espíritus puros, comolos ángeles, independientes de la materia. Nose puede decir que el hombre sea sólo alma, nilampoco sólo cuerpo. Somos seres compues-tos de alma y cuerpo. Éste no es un mero ins-trumento del alma, como la sierra para el car-pintero; es mucho más que eso. Porque paraque se realice un florecimiento pleno de suser, el alma necesita el cuerpo, ya que ha sidocreada para estar unida a él y estaría incom-pleta sin él. Algo así -y perdón por lo pedestrede la comparación- como un motor destinadoa formar parte del «cuerpo» del automóvil;puede funcionar sin el chasis, pero, para sereficaz, necesita de él.

Cuando, por la muerte, el alma abandonael cuerpo, continúa viviendo y funcionandosin él hasta la Resurrección. Pero, en estavida, alma y cuerpo son dos partes interde-pendientes de un único ser humano completo-una persona-; por eso, el alma sólo puedeoperar a través del cuerpo.

Toda alma humana, en cuanto salida de lasmanos creadoras de Dios, es perfecta en sugénero; ahora bien, puede verse disminuida ylimitada por un cuerpo imperfecto. Imperfec-ciones que pueden ser heredadas o procederde un accidente o de una enfermedad y de-berse a lesiones cerebrales, deficiencias glan-dulares u otras causas que dificultan las ope-

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raciones del alma. Lo cierto es que los locos,los psicópatas y los retrasados mentales tie-nen alma como todo el mundo, aunque sumente no funcione bien. Su alma sigue siendoperfecta en su género, pero tendrá que esperarhasta la resurrección de los muertos para que,ya en la eternidad, pueda ejercer plenamentesus facultades intelectuales y volitivas, obsta-culizadas en esta vida por un cuerpo imper-fecto.

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Capítulo III

INMORTAL Y LIBRE

1

¿Has comprobado alguna vez lo que pue-des ver de tu propio cuerpo sin ayuda de unespejo? Yo he observado que sólo puedoverme por delante y por los lados, desde loshombros hacia abajo; si me retuerzo un poco,puedo ver también la parte de atrás de los piesy las pantorrillas; los labios también puedoverlos, adelantándolos un poco, y parte de lanariz, cerrando un ojo. Lo que no puedo veren absoluto es mi cabeza, mi cara y mi es-palda.

La causa de todo esto es que mi cuerpo secompone de elementos materiales, que estáhecho de partes distintas unas de otras. Nopuedo dar un paso adelante y luego dar mediavuelta para contemplarme a mí mismo. Laparte de mi cuerpo que observa o mira estarásiempre separada de la contemplada. Dichode otra manera: nada material puede reple-garse sobre sí mismo; no se puede plegar una

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cuartilla de tal forma que la parte plegada cu-bra toda la cuartilla.

Todo esto es tan obvio que parece estú-pido. Sin embargo, nos dice claramente quenuestra alma no es una sustancia materialporque el alma es capaz de hacer lo que nopuede hacer el cuerpo. Puede, en efecto, re-plegarse sobre ella misma, es decir, reflexio-nar, como dicen los filósofos. Yo soy capaz deconocer algo, dar un paso adelante y exami-nar lo conocido. Yo puedo pensar y, al realizarese acto, mi mente puede analizar el procesode raciocinio. Puedo escoger el hacer esto enlugar de aquello, y, al mismo tiempo que es-cojo, puedo examinar los motivos. Puedoamar y, simultáneamente, sopesar y valorarmi amor mientras amo.

Esta capacidad de auto-conciencia que te-nemos -la posibilidad de conocer y, al mismotiempo, de conocer que conocemos- pruebaque el alma no es una sustancia material, por-que sería absolutamente incapaz de volversesobre sí misma -de reflexionar- si estuvierahecha de partes, como toda sustancia mate-rial.

Ahora bien, si no es una sustancia mate-rial, ¿qué es?... Pues no puede ser otra cosaque una sustancia de otra clase, que los filóso-fos llaman simple, es decir, carente de partes,de tamaño, de cantidad. Una sustancia, ensuma, espiritual. Dios es una sustancia de esaclase. Por eso es Espíritu, un Espíritu perfectoe infinito. Los ángeles también son sustancias

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espirituales, espíritus puros, aunque noperfectos ni infinitos. Finalmente, el almahumana -nuestro principio de vida, amor ypensamiento- también es una sustancia espi-ritual, un espíritu.

Otra prueba de que el alma humana es es-piritual la tenemos en el hecho de que sea ca-paz de tener pensamientos abstractos. Hay unprincipio filosófico que dice que ningúnefecto puede ser mayor que su causa. Lasaguas de un río no pueden correr cuestaarriba, ni un mosquito parir un elefante. Apli-cando esto al caso del alma, tenemos que, si lamente humana es capaz de producir ideas in-materiales, es porque el alma es inmaterial; esdecir, un espíritu.

Si el alma humana fuese una sustanciamaterial, sólo podríamos tener pensamientosmateriales; es decir, sólo tendríamos un cono-cimiento sensitivo. Sabríamos que tal objetoes blanco y tal otro negro, pero no tendríamosidea de la blancura y de la negrura en abs-tracto, ni podríamos especular sobre los efec-tos de los colores sobre las emociones huma-nas, como hacen los psicólogos. Tambiénpodríamos saber que tal persona nos atrae ytal otra nos repele, pero de ello nunca podría-mos deducir conceptos generales de bondad ymaldad ni teorizar sobre el amor y el odio.

Si todo esto resulta posible es porque elalma puede elevarse por encima del conoci-miento sensible y tener pensamientos inmate-riales, espirituales, ya que el alma es ella

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misma un espíritu y puede causar un efectoproporcionado.

Ahora bien, siendo como es un espíritu,tiene que ser inmortal, ya que, por definición,un espíritu es una sustancia simple, que ca-rece de partes y no ocupa lugar en el espacio(no es que una parte de mi alma esté en mi ca-beza, otra en mis manos y otra en mis pies,sino que toda mi alma está en cada parte demi ser, como todo Dios está en cada parte deluniverso).

Siendo el alma una sustancia simple, ajenaa las limitaciones de la materia, es evidenteque no hay nada en ella que pueda descompo-nerse, destruirse o dejar de ser. La muerte esla separación de las partes componentes deun organismo vivo, pero, en el caso del alma,no hay partes que puedan separarse. Dios nosha revelado que el alma humana es inmortal,pero, incluso prescindiendo de la revelación,se puede llegar a comprenderlo haciendo usode la razón.

No es del todo correcto oponer el hombreal animal, porque el hombre es también unanimal, un animal racional. Ahora bien, paraaclarar las cosas, es preferible reservar el usode la palabra animal para designar los seresvivientes que ocupan el nivel inmediatamenteinferior al hombre en la escala de la vida. So-

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bre esta base, podemos proseguir compa-rando el alma espiritual que Dios ha dado alhombre con el alma de los animales. Graciasa ella, el hombre posee dos potencias o facul-tades que no tienen los animales: la inteligen-cia y la voluntad; es decir, la capacidad de ac-tuar conscientemente, guiado por la razón, yde escoger libremente, gracias a la voluntad.El animal, sin embargo, no actúa consciente ylibremente, sino guiado por el instinto ciego.

Cuando un joven matrimonio decide cons-truirse una casita, se sienta a discutir cómoserá, el dinero que gastarán, las habitacionesque tendrá... Sin embargo, los topos, las go-londrinas o las abejas no se reúnen a discutircómo construirán su madriguera, su nido o supanal; los hacen siempre igual, siguiendo unmodelo de conducta invariable a través de lossiglos, que el Creador ha impreso en su natu-raleza.

Así como el animal no es capaz de «razo-nar» o «pensar» en el sentido estricto de la pa-labra, tampoco puede escoger libremente. Susacciones se ven motivadas por el principio debuscar el placer y evitar el dolor, a un nivelpuramente sensorial. Para un animal, no exis-ten los conceptos de lo bueno y lo malo. Elmastín que se arroja a la garganta de un in-truso, se siente tan «virtuoso» como el perritopequinés que se limita a traer el periódico a suamo. Uno y otro han sido pacientemente en-trenados, mediante un sistema de recompen-sas y castigos, para hacer una cosa u otra. Hay

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animales que, convenientemente entrenados,pueden hacer cosas asombrosas, pero es elinstinto, no la inteligencia, ni la voluntad, loque les lleva a hacerlas.

Actualmente, hay personas que, como an-tiguamente ciertos paganos, niegan que la vo-luntad humana sea libre. Para escapar a lasimplicaciones que supone reconocer la exis-tencia de un alma espiritual, aseguran que unacto de la voluntad no es más que una res-puesta a las emociones, los instintos o los há-bitos; es decir, una reacción a estímulos pura-mente materiales, en la que no hay libertad; sehaga lo que se haga, se trata de un acto nece-sario, dadas unas determinadas premisas.

Otros, aun admitiendo que el hombrepuede elegir, niegan que su elección sea libre.Según ellos, la voluntad se ve forzada a esco-ger aquello que más le atrae, como una ba-lanza que se inclina hacia el platillo que máspesa. En cuanto el intelecto presenta a la vo-luntad el mayor bien, ésta lo escoge necesaria-mente.

Lo curioso es que quienes sostienen estasteorías e incluso las enseñan en sus libros o ensus cátedras no se resignan a que los demásconculquen sus derechos. Si un determinis-ta -que así se llaman quienes piensan de esamanera- se ve despojado de su cartera, no selimita a pensar que el pobre ladrón obró asínecesariamente impelido por un estímulo irre-sistible, sino que llama a la policía y exige su

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castigo -y, por supuesto, la devolución de lacartera-.

Que la voluntad humana es libre no sepuede probar metiéndola en un tubo de en-sayo o sometiéndola a otros experimentoscientíficos; sólo se puede probar que lo es enel laboratorio de nuestra propia alma. Cual-quier hombre puede examinarse, comprobarque es capaz de escoger libremente y com-prender que es responsable de lo que hace.Hay veces, sí, en que obramos pensando loque hacemos, somos conscientes de que ac-tuamos libremente, de que hubiésemos po-dido obrar de otra manera. Verdad es que lavoluntad se mueve impulsada por los motivosque le presenta el intelecto y que sólo semueve si considera que esos motivos son bue-nos. Sin embargo, es la voluntad libre la quedirige al intelecto en el examen de esos moti-vos y hace que los acepte o los rechace. Es lavoluntad la que le dice al intelecto: «Detente;ésas son las consideraciones que me atraen;olvídate de las demás».

Todos somos conscientes -aunque a vecesnos avergoncemos de ello- de que solemos in-terrumpir al intelecto en el curso de sus pen-samientos porque no queremos escuchar susrazones, ya que nos apartan del logro de nues-tros deseos. Sería muy fácil pensar que peca-mos porque «no tenemos más remedio», perosabemos perfectamente que no es así.

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Capítulo IV

¿ES NECESARIA LA RELIGIÓN?

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Si yo hago un reloj, tengo derecho a espe-rar que mida el tiempo, porque lo he hechopara eso. Si fabrico una bombilla, será paraque dé luz, porque la he fabricado con ese ob-jetivo. De la misma manera, Dios tiene dere-cho a esperar que el universo que Él ha crea-do cumpla la misión para la cual lo creó. Dehecho, espera que cada una de las partes deluniverso cumpla el fin que Él le marcó.

Respecto a las criaturas inferiores al hom-bre, a Dios le bastó con asegurarse de que ha-rían lo que Él deseaba que hiciesen. Para losminerales, los vegetales y los animales, esta-bleció las llamadas «leyes físicas», que hacenque las cosas se comporten siempre deacuerdo con su naturaleza: el árbol como ár-bol, el pez como pez, la piedra como piedra.

Para los seres no vivientes, existen leyes ta-les como la de la gravedad, las leyes de laenergía, las que gobiernan la luz, el calor o el

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sonido, y otras muchas leyes físicas necesa-rias, que la materia tiene que obedecer siem-pre. Para los seres vivos -animales y plantas-existen, además, otras leyes como las que diri-gen su crecimiento y reproducción; los anima-les cuentan también con la ley del instinto,por la que hacen lo que deben hacer sin razo-nar ni escoger.

El hombre, sin embargo, está gobernadode manera distinta. Al dotarnos de inteligen-cia y voluntad, Dios no quiso destruir nuestralibertad imponiéndonos unas leyes que no nospermitiesen escoger, que nos forzasen física-mente a actuar siempre como Dios quiere ycomo corresponde a nuestra humanidad. Ver-dad es que nuestro cuerpo está sometido a lasleyes físicas como los demás (caemos a tierrapor la ley de la gravedad, nuestros ojos y nues-tros oídos están sometidos a las leyes del so-nido y de la luz, las células del crecimiento yla reproducción se rigen por las mismas leyesque los demás organismos vivos), pero, encuanto hombres, en nuestra actividad especí-ficamente humana, como criaturas dotadasde inteligencia y voluntad, estamos goberna-dos por una ley diferente.

Se trata de una ley que respeta nuestra li-bertad, aunque de alguna manera nos obliga.Dios nos pide -como exige al resto de la Crea-ción- que actuemos de acuerdo con nuestranaturaleza, es decir, como seres compuestosde un cuerpo material y un alma espiritual.Por eso, la obligación que tal ley nos impone

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no es física, sino moral. Estamos obligadosmoralmente a hacer lo que debernos hacer,pero, físicamente, somos libres de hacerlo0 no.

Supongamos que me enfrento ante la al-ternativa de robar o no robar. La razón medice que, para responder a lo que exige de míla naturaleza humana, debo respetar la pro-piedad ajena. El hombre es un ser social desti-nado a vivir en compañía de otros hombres,va que, de alguna forma, todos dependemosunos de otros. No somos individuos aislados,formamos parte de una comunidad. Robarmina las bases mismas de la vida en común,por lo que el robo contraría mi naturalezacomo ser humano. Se opone al fin para el queDios me hizo, lo cual me dice que, incluso de-jando aparte lo que enseña mi religión, riodebo robar, porque es malo.

Tal vez ahora veamos más claro que «loque está bien» y «lo que está mal» no es algoarbitrario, una especie de capricho divino. El«bien» y el «mal» son realidades enraizadasi-n mi naturaleza. Un acto será bueno y otromalo en la medida en que responda o no al finpara el que Dios me hizo, como un reloj esbueno si mide correctamente el tiempo y unabombilla si da luz. Lo cual quiere decir que la1 ibertad, rectamente entendida, no consiste enescoger a capricho entre lo bueno y lo malo,sirio en escoger el mayor bien entre varios po-sibles. Ni qué decir tiene que, puesto que so-mos libres, podernos escoger el mal, pero, al

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obrar así, no hacemos uso de la libertad queDios nos ha dado, sino que abusamos de ella.La responsabilidad que, en consecuencia,tenemos ante Dios—una responsabilidad quebrota de la misma naturaleza humana—estáregulada por la Ley Natural. Cualquier hom-bre en su sano juicio, que no esté cegado porla pasión o los prejuicios, sabe perfectamenteque hay cosas que están bien y otras que estánmal. La razón, incluso sin la ayuda de la reli-gión, le dirá que se debe respetar la propiedadajena, honrar a los padres y adorar a Dios.Preceptos todos incluidos en la llamada LeyNatural.

«¡Yo sólo quiero que se me haga justicia!»Es lo que invariablemente dice quien presentauna demanda judicial o una denuncia ante lapolicía. Quiere que se respeten sus derechos oque se le restablezcan.

Pues bien, Dios también reclama sus dere-chos, quiere que se le haga justicia. Él fuequien hizo el universo (incluido el género hu-mano) para que manifestara su gloria. Verdades que, como dice el catecismo, «Dios noshizo para que seamos felices con Él en elcielo», pero ésta es solamente la manera hu-mana de ver las cosas, porque no seremos feli-ces -no podemos serlo- si no cumplimosnuestros deberes para con Dios. Sólo reali-

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zando el fin para el que nos hizo, sólo contri-buyendo a la gloria de Dios como seres libres,podremos serlo.

Todas las demás criaturas del universo -losastros y los planetas, las aguas y los vientos,los minerales, los animales y las plantas- ma-nifiestan la gloria de Dios necesariamente.Sólo el hombre puede ofrecer a Dios la mayorde las alabanzas, porque, al ser libre, la ofrecevoluntariamente.

Incluso sin que Dios nos hubiera hablado,sabríamos que debemos dar a cada cual loque les es debido, ya que la misma Ley Natu-ral nos ordena practicar la virtud de la justi-cia. Pues bien, es precisamente esta virtud laque está en la raíz misma de la religión. Espropio de la naturaleza humana honrar lo no-ble, amar lo bueno, obedecer a la autoridad,agradecer los favores recibidos. Por eso, debe-mos honrar a Dios por ser infinitamente per-fecto, amarle porque es infinitamente bueno,obedecerle porque fue Él quien nos hizo y lepertenecemos, darle gracias porque de Él pro-cede todo lo bueno que tenemos. Lo cual noes más que una manera descriptiva de decirque debemos adorarle, que debemos ser reli-giosos.

Aunque Dios mismo no hubiera venido a laTierra ni se hubiese hecho hombre en la per-sona de Jesucristo para mostrarnos cómo es;aunque nunca hubiese enviado a sus profetasni hubiese inspirado las palabras de la Biblia;aunque hubiese guardado silencio sobre Sí

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mismo, el hombre habría tenido que adorarle,que tener una religión.

La religión -la adoración debida a Dios-forma parte de la Ley Natural. Que es unaobligación que la razón humana asume in-cluso sin ninguna revelación divina, lo pruebael hecho religioso, la realidad -testificada porlos antropólogos- de que todos los pueblosprimitivos tuvieron una religión. Esos científi-cos, dedicados al estudio del comportamientode los seres humanos, de sus usos y costum-bres, no han descubierto ningún pueblo, razao nación que no practicase alguna forma dereligión. La única excepción digna de tenerseen cuenta ha sido la de algunas tribus salvajestan degeneradas que carecían de dignidad hu-mana, rebajadas como estaban al nivel de lasbestias. Esto -dicho sea de paso- respondeeficazmente a los modernos paganos, quepiensan que la religión es una invención hu-mana, un escalón en la evolución, una formaque el hombre primitivo tuvo de enfrentarse auna situación de inseguridad. ¿Cómo explicarentonces que sean los pueblos menos evolu-cionados -o los más retrasados- los que carez-can de religión o muestren un sentido reli-gioso menos desarrollado?

Verdad es que pueblos antiguos que desa-rrollaron una civilización avanzada, como losgriegos o los romanos, cayeron en errores reli-giosos de consideración, pero esto se explicamediante el pecado original, que oscureció ydebilitó la inteligencia humana. Eso hizo que

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los dioses se multiplicaran y a veces se identi-ficaran con determinadas fuerzas de la natu-raleza, como el Sol, la Luna, la lluvia o elrayo. Ahora bien, hasta en las formas de reli-gión más idolátricas se conservó la creencia,más o menos vaga, en una deidad suprema,testimonio de la existencia de una Ley Naturalque trataba de abrirse paso entre las brumasdel intelecto.

Todo lo dicho se refiere a la llamada «Reli-gión Natural», a lo que el hombre es capaz dedescubrir con su sola razón, sin la ayuda deDios. Precisamente porque la caída de Adán yde Eva provocó que el hombre fuese incapazde descubrir la verdad -con excepción de al-gunas mentes privilegiadas, como las de Pla-tón y Aristóteles-, Dios hizo su entrada en laescena. Para evitar que nos hundiéramos másy más en el error, nos hizo conocer, por revela-ción, no sólo verdades que podíamos llegar aconocer por nosotros mismos -como su eter-nidad e infinita perfección-, sino tambiénmuchas otras que nunca hubiésemos podidodescubrir, como la existencia de tres Personasen Dios o nuestro destino eterno. Éstas y otrasverdades reveladas directamente por Dios sonlas que constituyen lo que llamamos «Reli-gión Sobrenatural».

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Capítulo V

LOS COMIENZOS DE LA RELIGIÓN

1

El hombre y la religión empezaron a exis-tir al mismo tiempo. El primer hombre estabadotado de la facultad de pensar, que es lo quedistingue al hombre de los animales. Aunquedescendiese de un mono, los que precedieronal primer hombre no fueron seres humanos,por mucho que se les pareciesen. Porque elhombre no se convirtió en hombre hasta queDios le infundió un alma espiritual, y, conella, la capacidad de pensar. Por eso decimosque el hombre y la religión empezaron a exis-tir al mismo tiempo, ya que ésta comenzó enel mismo instante en que esa maravillosa cria-tura que llamamos hombre empezó a ejercersu capacidad de raciocinio. Fue entoncescuando, deduciéndolo de cuanto veía y obser-vaba en torno suyo, supo con certeza que exis-tía un Ser infinitamente perfecto al que debíaobedecer y rendir homenaje. Así empezó la re-ligión.

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Pero esto no fue todo. De hecho, el primerhombre y la primera mujer tuvieron otro co-nocimiento más profundo y directo de Diosque el que les suministraba la razón. To-mando la Biblia como un simple documentohistórico y sin apelar a su carácter de libroinspirado, sabemos que Dios se reveló perso-nalmente a nuestros primeros padres, que lesdio a conocer su existencia y les manifestócuáles eran sus deberes hacia Él.

El testimonio de la Biblia en este puntoestá respaldado por la historia. El pasado re-moto de la raza humana, pacientemente in-vestigado por varias generaciones de historia-dores, arqueólogos y etnólogos, muestra queentre los pueblos más antiguos era común lacreencia en un solo Dios. Sólo más tarde esacreencia fue degenerando en politeísmo. Setrata de un hecho probado entre los primiti-vos pueblos de Grecia, Roma, Egipto, Asiría yBabilonia, por mencionar sólo algunas de lasmás conocidas civilizaciones antiguas. Sus es-critos, inscripciones y estelas muestran, enefecto, que, al principio, adoraban a un únicoSer supremo y que, sólo después, sus mentes,oscurecidas por el pecado original como sabe-mos, empezaron a pensar en la existencia devarios dioses.

A pesar de todo, los modernos paganos, ensu empeño por negar a Dios y prescindir delas responsabilidades que entraña creer en Él,dicen todo lo contrario, aunque para ello ten-gan que deformar los datos y prostituir la ra-

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zón . A sí, fo rm u lan fan tásticas teo rías respectoa lo s o ríg enes de la re lig ió n , aseg u ran d o q u eel hom bre em pezó adorando las fuerzas de lan a tu ra le z a ( f e t ic h is m o ) , l u e g o c o n t in u ód a n d o c u l to a d io se s h u m a n iz a d o s (p o li-te ís m o ) y , f in a lm e n te , a d o ra n d o a u n s o loD ios (m on o te ísm o ). E so es , a l m en os, lo quese enseña en num erosas un iversidades la icas.(¡Q ue D ios am pare a sus a lum nos!)

H e a q u í u n a c ita to m ad a d e « L a H is to r iad e l M u n d o » , c o n o c id a o b ra d e l h is to r ia d o rR ene Sedillo t:

«L as p rim eras conquistas del hom bre en lan o c h e o s c u ra d e su re m o to p a sa d o fu e ro naque llas que , m ás que n inguna o tra co sa , em -pezaron a d is tingu irle de las bestias :... e l len -gua je , e l fuego y la re lig ión . N o cabe duda deque la hum an idad , en su s o rígenes, descono -cía e l uso de la palabra , no sab ía cóm o encen-d e r u n fu e g o e ig n o rab a la e x is te n c ia d e lo sd io s e s . S in e m b a rg o , p ro n to d e b ió to m a rconciencia de estas tres cosas. N o se ha descu-b ie r to n in g u n a c u ltu ra p re h is tó r ic a q u e n o ev i-d e n c ie q u e su s m ie m b ro s y a p o se ía n e so s tre sc o n o c im ie n to s .»

H e o m itid o u n p a sa je irre levan te y he su -b ra y a d o la ú lt im a f ra se p o rq u e c o n tra d ic eto d o lo d ich o an te rio rm en te y p ru eb a q ue e lau to r ad op ta su teo ría a pe sa r de lo s hechos .T odo lo cua l pone de m an ifies to que da r unaex p lic ac ió n m a te ria lis ta d e l o r ig e n d e la re -l ig ió n c o n s t i tu y e u n a e s p e c ie d e o b s e s ió npara é l.

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Luego, tras cortar la hierba bajo sus pies,continúa diciendo: «La religión pronto se apo-deró del corazón del hombre, sin abandonarlejamás... Los hombres primitivos fueron presadel pánico que les inspiraban las fuerzas de lanaturaleza y los animales salvajes... El terrorpronto se convirtió en adoración... Los ritosreligiosos surgieron de la adoración a los ani-males, de los fenómenos de crecimiento, de loincomprensible... Transcurrido algún tiempo,pasaron a invocar a sus antepasados para queacudieran en su ayuda y los protegieran desus enemigos... Con el paso de los siglos, el fe-tichismo engendró el politeísmo, éste el mo-noteísmo, y el monoteísmo, finalmente, trajola religión. Con todo, el hombre, conscientede su impotencia ante lo desconocido, no harenunciado todavía del todo a la supersti-ción».

Si esto no es hablar por hablar, recubrién-dolo todo con un manto de autoridad, quevenga Dios y lo vea.

A nadie le gusta que le molesten o le in-quieten, que rompan sus hábitos o le encar-guen una tarea ingrata. Instalado en su hogartras una dura jornada de trabajo, el maridodirá a su mujer: «¿Por qué tenemos que irahora a visitar a los Pérez? ¿No habría formade disculparse?». Y la mujer, al marido, des-

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pues de terminar la colada: «Tendría que ir almercado a comprar algo para cenar, pero mearreglaré con las sobras de la comida».

Estos ejemplos, tan familiares y pedestres,muestran por qué el hombre necesitaba algomás que una mera religión natural. Verdad esque, con el ejercicio de su sola razón, el hom-bre podía -en teoría- conocer la existencia deDios, cuál era Su naturaleza y cuáles sus pro-pios deberes hacia Él, pero también es verdadque, en la práctica, eso exigía un esfuerzo in-telectual que, a menudo, no estaba dispuestoa hacer.

No es difícil reconocer que Dios existe. Amenos que queramos engañarnos a nosotrosmismos y tapar nuestros ojos y oídos, el uni-verso entero nos dirá que alguien lo hizo, quealguien tuvo que hacerlo todo y hacerme a mí.Empezando por ahí, se puede avanzar paso apaso hasta descubrir la auténtica naturalezade Dios. Ahora bien, el trabajo no es fácil.Exige una mente despierta, una manera rectade pensar, un profundo amor a la verdad.

Incluso prescindiendo de la debilidad queintrodujo en nuestro intelecto el pecado origi-nal, pocos habrían sido los hombres capacesde realizar ese esfuerzo. Además, muchos deellos habrían renunciado a proseguir esfor-zándose al comprobar que sus conclusionesse oponían a sus egoísmos, a sus pasiones o asu bienestar.

San Pablo lo expresa claramente en un pa-saje de su Carta a los Romanos: «Porque lo in-

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visible de Dios, desde la creación del mundo, sedeja ver a la inteligencia a través de Sus obras:su poder eterno y su divinidad; de forma que(los paganos) no tienen excusa, porque, ha-biendo conocido a Dios, no le glorificaroncomo a Dios ni le dieron gracias, antes bien, seofuscaron en vanos razonamientos y su insen-sato corazón se entenebreció» (1, 20-21).

Ésta es la razón por la que Dios dio unpaso adelante y nos tendió la mano. Era pre-ciso que lo hiciera para que pudiéramos al-canzar el fin para el que nos había creado: supropia gloria y nuestra felicidad. Dicho deotra manera: Necesitábamos que Dios mismonos manifestara, clara y directamente, las co-sas que debíamos conocer y que era útil queconociéramos para hacer su Voluntad y lograrla unión eterna con Él en el Cielo.

Nada se opone a que Dios nos hable, siquiere hacerlo. Así como un hombre sabio nose rebaja en absoluto porque decida instruir aun ignorante chiquillo, Dios no se humilla nipierde su dignidad porque instruya a sus cria-turas.

Pues bien, nosotros creemos que nos hainstruido, que «ha descorrido el velo» que nosseparaba de Él. Eso significa el verbo latinorevelare y el español revelar. Revelación es,pues, descubrir algo, y, en el caso de Dios, dar-nos a conocer una serie de verdades sobre Él.

Un amigo o un maestro pueden tambiéndarnos a conocer algo que no conocíamos y,en ese sentido, hacernos una revelación, pero

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esa revelación será simplemente humana. Sinos la hace Dios, será una revelación divina, ysi nos da a conocer algo que la razón humananunca hubiese podido descubrir por símisma, hablamos de revelación sobrenatural.Así, por ejemplo, el misterio de la SantísimaTrinidad. Dios, sin embargo, no se ha limitadoa revelarnos verdades que nunca hubiésemospodido descubrir, sino que nos ha protegidocontra la debilidad de nuestra mente y su fali-bilidad revelándonos una serie de verdadesque estaban a nuestro alcance, como su pro-pia existencia, su eternidad, su omnipotenciao su espiritualidad.

Ni qué decir tiene que, aunque Dios noshaya hablado, no podemos comprender todolo que nos ha dicho ni saber todo sobre Él. Asícomo no se puede contener toda el agua delmar en una jarra, nuestra mente no puedecaptar toda la Verdad de Dios, que es infinita.Nuestro conocimiento de Él tiene que ser ne-cesariamente imperfecto, lo cual no quieredecir que sea incorrecto o erróneo. Lo que sa-bemos de él, lo que somos capaces de com-prender no es toda la verdad, pero es verdad.Una fotografía de un paisaje siempre será in-ferior al paisaje, pero no mentirá. Al verlo, loreconoceremos enseguida, aunque nos demoscuenta de hasta qué punto la realidad es supe-rior a la fotografía. Por eso, ¡cuántas gratassorpresas tendremos en el cielo, al contem-plar cara a cara la infinita realidad de Dios!

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Capítulo VI

SOPESANDO LA VERDAD

1

Una vez, cuando estaba visitando un hos-pital psiquiátrico, una señora de agradable as-pecto se plantó delante de mí y me espetó:«Padre, yo soy Dios y tengo que decirle unascuantas cosas...». El médico que me acompa-ñaba tiró de mí gentilmente y le dijo a la se-ñora que me enviara una carta contándomelotodo.

El incidente hizo surgir en mí una pre-gunta que exige contestación. Es ésta: Dandopor supuesto que era necesario que Dios nosrevelara una serie de cosas, ¿cómo podemosestar seguros de que es Él quien nos las ha re-velado? ¿Cómo saber que las cosas que cree-mos nos las ha dicho Él?

Bastantes personas, a lo largo de la histo-ria, sin estar locas como esa buena señora,han creído que tenían hilo directo con Dios yse han proclamado profetas o mensajeros su-yos. Mahoma, por ejemplo, fundador de la re-

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ligión musulmana, creyó firmemente que se lehabía aparecido el Arcángel Gabriel y le habíarevelado infinidad de cosas. Y en tiempos másrecientes, tenemos el caso de Joseph Smith,fundador de la religión mormónica (o de losSantos del Último Día), que aseguraba habersido instruido por un ángel llamado Moroni...Son dos famosos ejemplos, pero hay muchosmás.

Parece lógico, pues, que debe existir al-guna forma de asegurarse de que Dios nos hahablado y de reconocer su voz, porque, si no,tendríamos que caminar medio a ciegas entreuna nube de impostores. Dicho de otra ma-nera: ¿Nos ha facilitado Dios una especie devara de medir, con la cual podamos asegurar-nos de que tal doctrina nos la ha revelado Él ytal otra no?

Existe, en efecto, esa «vara de medir». Sóloque, en teología, no recibe un nombre tan fa-miliar y tan prosaico. Son los llamados «crite-rios de la revelación», en griego criterio., pluralde criterion, vocablo que significa «herra-mienta para juzgar».

Para determinar si una doctrina religiosaha sido revelada por Dios, se utilizan dos cla-ses de criterios. En primer lugar, los internos,es decir, las pruebas (o la falta de pruebas) deque la doctrina en cuestión tiene caracteresdivinos. ¿Posee la belleza y la nobleza propiasde unas enseñanzas procedentes de Dios?¿Conduce al hombre a una mayor grandeza ybondad? ¿Está en armonía con otras verdades

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c o n o c id a s re v e la d a s p o r D io s? ... U n e x p e rtoe n o b r a s d e a r te p u e d e d ic ta m in a r , e x a m i-n a n d o u n c u a d ro , s i h a s id o p in ta d o o n o p o re l g ra n p in to r a l q u e s e a tr ib u ye . E l e x p e r toa n a liz a r á la p in tu ra u t i l iz a d a , la te s i tu ra d elo s c o lo re s , la c a l id a d d e l d ib u jo , e tc . , e tc . ,p a r a c o m p r o b a r q u e la s c a r a c te r ís t i c a s d e lc o n ju n to r e s p o n d e n a la s d e l a r t i s ta . D e lam is m a m a n e ra , u n a d o c t r in a r e l ig io s a q u ep re te n d a te n e r a D io s p o r a u to r d e b e m o stra r,tras u n d e te n id o a n á lis is , q u e e s p ro p ia d e É l.U n a d o c trin a q u e sea triv ia l, rid icu la , in n o b le ,c o n tra d ic to ria o p erju d ic ia l e n su s e fe c to s , sem o s tr a r ía c o m o fa ls a t r a s la a p l ic a c ió n d ee so s c r ite r io s in te rn o s .

E stán lu eg o lo s c rite rios ex tern o s (p ru eb asp ro v e n ie n te s d e fu e ra ) q u e s o n fu n d a m e n -ta lm e n te d o s: la s p ro fec ía s y lo s m ila g ro s.U n os y o tros ev idencian q ue D io s ha hab lad o ,q u e se n o s h a m a n ifes ta d o .

U n a p ro fec ía , en este sen tid o , es la p re d ic-c ió n d e u n a c o n te c i m ie n to fu tu ro q u e s ó loD io s p u e d e c o n o c e r ; u n a c o n te c im ie n to fu -tu ro q u e , a l d ep e n d er d e la lib re v o lu n ta d d e lh o m b re, n o se p u ede p red ec ir. P o d e m o s «p ro -fe tiza r» q ue e l so l sa ld rá m añ an a (a n o ser q u ee l m u n d o a c a b e e sta n o c h e ) o q u e e l d o m in g oi re m o s a M isa , p u e s to q u e lo so le m o s h a c e r.A h o ra b ien , só lo m ed ian te u n a esp ecia l in sp i-r a c ió n d iv in a p u d o I s a ía s p ro fe t iz a r q u e e lM esías nacería de un a V irgen ; D an iel, cuál se-ría la fecha del nacim ien to del S alv ad or; y M i-q u e as, e l lu g ar d o n d e h a b ía d e n a cer.

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El Antiguo Testamento está lleno de profe-cías como éstas. Pero la más asombrosa de to-das es la que hizo el mismo Jesucristo al pre-decir la destrucción de Jerusalén. Podemosleerla en el capítulo 24 del Evangelio de SanMateo. Se cumplió a la letra unos cuarentaaños después de la muerte de Cristo.

Los milagros son, para muchos, unaprueba todavía más clara de que Dios ha ha-blado. Cuando sucede algo que rebasa porcompleto las fuerzas de la naturaleza, algoque sólo un poder sobrenatural es capaz derealizar, tenemos derecho a exclamar: «¡Esoes cosa de Dios!». Pero antes de hablar de losmilagros como criterio o «vara de medir» dela Revelación divina, conviene hablar de losEvangelios para mostrar que, hasta paraquien no crea que la Biblia encierra la palabrade Dios, son una fuente histórica digna detodo crédito.

Si un amigo me regala un aparato compli-cado -un proyector de cine, por ejemplo-, loprimero que haré, al desempaquetarlo, serábuscar el folleto de instrucciones para su uso.Si alguien me dijera que no lo encontraré,porque no lo lleva, le diría que tiene que lle-varlo, que ningún fabricante haría un aparatotan complicado sin publicar un folleto expli-cativo para los posibles compradores.

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De la misma manera, el buscador sincerode la verdad, una vez convencido de que elCreador puede y quiere revelarse a la humani-dad y explicar al hombre el significado de lavida y sus deberes para con Él, preguntará porsi «folleto de instrucciones». «Dios debe haberhablado», dirá, «pero ¿dónde y cómo desci-frar su mensaje?». Si alguien nos hiciera esapregunta, nosotros, los católicos, respondería-mos: «Dios nos habla a través de la Iglesia».Pero, inmediatamente, nos daríamos cuentade que hay un fallo en nuestro razonamiento:Hemos pasado del hecho de que Dios ha ha-blado a afirmar que ha hablado a través de laIglesia sin cruzar el puente que une a ambos.Ese puente es la Biblia. Por eso, deberíamosdecirle al buscador sincero: «Mira, hay un li-bro que se llama la Biblia. Nosotros, los cris-tianos, creemos que Dios mismo inspiró aquienes lo redactaron para que escribieran loque Él quería que quedara escrito, evitandoque cometieran equivocaciones. La Biblia sedivide en dos partes -continuaríamos di-ciendo-: el Antiguo Testamento, escrito antesde que Jesucristo naciera, y el Nuevo Testa-mento, redactado después de su muerte».

Al observar signos de impaciencia en nues-tro interlocutor, le diríamos: «¡Espera un mi-nuto! No te estoy pidiendo que creas que laBiblia es un libro inspirado por Dios. Sóloquiero que lo mires como un libro de historia,como La guerra de las Galias, de Julio César, oIM Historia del pueblo judío, de Flavio Josefo.

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Y, para facilitarte las cosas, te ruego que te ol-vides del Antiguo Testamento y te concentresen los cuatro Evangelios».

Proseguiríamos explicándole que, si losEvangelios son relatos históricos exactos y au-ténticos, cualquier persona razonable debeaceptar como ciertos los hechos que narran.En consecuencia, si conocemos nuestra reli-gión como es debido, le mostraremos que lacredibilidad de una obra histórica depende deque responda afirmativamente a estas trespreguntas:

1a ¿Es una obra íntegra? ¿Ha llegado hastanosotros tal y como el autor la escribió, sincambios ni adiciones?

2a ¿Es auténtica? ¿Conocía el autor los su-cesos que narra?

3a ¿Es germina? ¿Fue escrita por quien seconsidera su autor?

El paso siguiente sería mostrarle que loscuatro Evangelios -los cuatro relatos sobre lavida, muerte y resurrección de Nuestro SeñorJesucristo, escritos por Mateo, Marcos, Lucasy Juan- cumplen estos requisitos.

Tal vez nuestro interlocutor, como la ma-yoría de la gente, ignore la profunda críticacientífica e histórica a que han sido sometidoslos cuatro Evangelios. Generación tras gene-ración, los estudiosos de la Biblia -católicos,protestantes y agnósticos- han «peinado» yescrutado las Sagradas Escrituras con mayorcuidado que los jueces de un tribunal al reo enun proceso, buscando discrepancias, contra-

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dicciones, fraudes y errores. El resultadode tan minuciosa labor ha probado que loscuatro Evangelios, en comparación con otrosmanuscritos de la época, han llegado hastanosotros sin ninguna mutilación o cambiosustancial. Las pequeñas diferencias que seaprecian -cambios de letras o del orden de laspalabras- son irrelevantes. Diremos, de pa-sada, que el manuscrito completo más anti-guo de los cuatro Evangelios tiene 1.600 añoslargos de antigüedad y está escrito en griego.

Los «detectives» bíblicos han establecido,además, con un volumen de pruebas que sa-tisfaría al juez más escrupuloso, que los cua-tro Evangelios fueron escritos por testigos di-rectos, hombres que narraron cosas quehabían visto y oído personalmente. Unoshombres que, por otra parte, no eran unos ilu-sos predispuestos a creer cualquier cosa. Elincrédulo Tomás, tan poco dispuesto a acep-tar el hecho de la Resurrección de Cristo, esun ejemplo de la actitud de los Apóstoles. Unay otra vez, el Señor tuvo que reprocharles su«poca fe». No, los Apóstoles no eran unos ilu-sos ni unos farsantes. Basta con pensar en quetodos ellos terminaron dando su vida comotestigos de la verdad que proclamaban.

Finalmente, los estudiosos de la Biblia soncasi unánimes en admitir que los cuatroEvangelios los escribieron Mateo, Marcos, Lu-cas y Juan. Algunos dudan de la personalidadde este último, no porque no haya pruebas a

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su favor, sino porque no son tan abrumadorascorno en el caso de los otros tres.

Así pues, los Evangelios son obras históri-cas auténticas, sin ningún género de dudas.Aquí sólo hemos podido indicarlo sumaria-mente, pero si alguien quiere pruebas concre-tas y detalladas, puede leer algún libro espe-cializado, como «La credibilidad de losEvangelios», de Battifol. Terminará admi-tiendo que los Evangelios son obras íntegras,auténticas y genuinas, con lo cual podremoscontinuar nuestra línea de razonamientos.

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Capítulo VII

¿PUEDE HABER MILAGROS?

1

Cualquiera puede proclamarse mensajerode Dios; cualquiera puede asegurar que Diosle ha hablado. Es más, si quien se proclamaenviado suyo es un fanático, fácil de palabra yde fuerte personalidad, muchos le creerán.Por eso existen tantas religiones falsas. Quie-nes no dejarían entrar en casa al empleado dela luz que viene a revisar el contador sin queacredite su personalidad, suelen estar dis-puestos a escuchar a cualquier líder religiososin pedirle que muestre sus credenciales.

Dios, sin embargo, no ha dejado a sus cria-turas a merced de cualquier farsante o faná-tico religioso, porque a sus mensajeros autén-ticos les ha facilitado unas credencialesinequívocas. Tanto en el caso de Moisés, Eliaso Elíseo, en el Antiguo Testamento, como deJesucristo, el Hijo de Dios hecho Hombre, enel Nuevo, Dios se preocupó de dotarlos de unatarjeta de identidad que refrendaba su autori-

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dad: los milagros. Dios obró por medio deellos una serie de milagros que probaban quela doctrina que predicaban era Suya (deDios).

Un milagro es un hecho visible que sóloDios puede llevar a cabo. Existen, por su-puesto, milagros invisibles que se producenen el alma -como los de la gracia-, pero, nor-malmente, al hablar de milagros, nos estamosrefiriendo a cosas que se pueden percibir ycomprobar: la curación instantánea de un le-proso, la transformación del agua en vino, laresurrección de un muerto.

Cuando Dios obra un milagro no está cam-biando de parecer o tratando de corregir unerror que ha cometido. Él mismo ha estable-cido las leyes físicas que gobiernan el uni-verso, las planeó desde toda la eternidad, y enesos planes incluyó la posibilidad de que, porrazones especiales y en determinadas circuns-tancias, pudiera dejarlas en suspenso. Diosquiso, por ejemplo, desde toda la eternidad,que su Hijo se encarnase y resucitase a Lá-zaro. Quien tiene poder para establecer leyeslo tiene igualmente para dispensar de ellas.Sería estúpido negarle a Dios el derecho a dis-pensar de unas leyes que Él mismo dictó.

También es estúpido decir que no puedehaber milagros porque contradicen las leyesde la naturaleza. Dejando aparte el hecho deque Dios es Señor de la naturaleza y puedehacer con ella lo que quiera, los milagros nocontradicen las leves de la naturaleza, sino

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que las superan. No son algo antinatural, sinoalgo por encima de la naturaleza. De hecho,nosotros mismos estamos interfiriendo cons-tantemente las leyes de la naturaleza: saca-mos agua de un pozo, hacemos ascender cuer-pos más pesados que el aire, evitamos que loscuerpos sólidos se hundan, etc., etc. ¿Acasotendrá Dios menos derecho que nosotros aneutralizar o dejar en suspenso ciertas leyesde la naturaleza?

Con todo, bastante gente -y gente inteli-gente- no admite la posibilidad de los mila-gros. Quizá sea porque hieren el orgullo inte-lectual del hombre, que quiere entenderlolodo y no admite que haya nada que supere sucomprensión. Y también porque admitir quehay y ha habido milagros es tanto como admi-t i r que existe Dios y, en consecuencia, una leymoral.

El famoso doctor Alexis Cairel cuenta queuna vez visitó el Santuario de Nuestra Señorade Lourdes por pura curiosidad. En el tren seinteresó por una joven que se estaba mu-riendo de tuberculosis peritoneal. La exa-minó, dictaminó que a duras penas llegaríacon vida a Lourdes y se prometió a sí mismoque, si la joven se curaba, creería en los mila-s.'i os y también en Dios. La joven se curó ins-lantáneamente ante los asombrados ojos deAlexis Carrel, quien cuenta igualmente la lu-cha que se entabló en su interior, cómo su-daba y se revolvía para buscar una explica-ción natural y poder así romper su promesa.

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Hasta que, finalmente, su honestidad le hizocaer de rodillas y formular un acto de fe.

Desgraciadamente, no todo el mundo estan honesto como el Dr. Carrel. Cuando losenemigos de Cristo le vieron hacer milagros,dijeron que estaba endemoniado. Hoy, los in-crédulos no pueden decir eso, porque tam-poco creen en el diablo; dicen que los supues-tos milagros deben obedecer a determinadasleyes naturales que todavía no conocemos yque, cuando se descubran, quedarán explica-dos. Lo que no explican es por qué esas «leyesnaturales» desconocidas sólo actúan a favorde la causa de la religión.

Los católicos no somos una gente especial-mente crédula, y la Iglesia, menos, puesnunca admitirá como milagroso ningún he-cho que tenga o pueda tener una explicaciónnatural. Nunca aceptará como milagros cura-ciones de enfermedades que puedan tener unorigen nervioso. Ahora bien, un hueso rotoque se suelda instantáneamente, un tumormaligno que desaparece o un muerto que re-sucita son hechos que sólo una mente prosti-tuida o empecinada puede dejar de considerarmilagrosos.

Siempre habrá quien diga que no creeráaunque vea, pero los hombres de buena vo-luntad, ante la evidencia de un milagroobrado por Dios, reconocerán que Él ha ha-blado y estarán dispuestos a decir: «Creo».

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Supongamos que soy una persona suma-mente desconfiada y que alguien llama a lapuerta de mi casa y me ruega que le deje pa-sar porque es periodista y quiere entrevis-tarme. Lo primero que haré será pedirle quese identifique. Lo hace, pero como nota queno estoy plenamente convencido, me ruegaque llame al director del periódico para queme confirme que es uno de los redactores. Letomo la palabra, le telefoneo y, no sólo meconfirma que es uno de los redactores del pe-riódico, sino... ¡su propio hijo! Ni qué decirtiene que, de no ser un psicópata, eso me tran-quiliza. Tal vez no quiera ser entrevistado, apesar de todo, y le dé con la puerta en las nari-ces, pero, a menos que esté loco, ya no dudaréde que era un periodista.

Cristo proclamó, de manera inequívoca,que era Dios: «El Padre y Yo somos uno». Nocontentos con eso, examinamos sus creden-ciales y encontramos que en su persona y ensus enseñanzas no hay prueba alguna de quese trate de un impostor, un megalómano o unfalsario. Al contrario, todo lo que dijo y todolo que hizo avalan su afirmación. Sin em-bargo, no quiso que abrigáramos ni la sombrade una duda. Y así, mediante los milagros queobró, apeló a su Padre para que le respaldara,pues los milagros son algo que sólo Diospuede hacer; y como el Dios de la Verdad

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nunca obraría un milagro a petición de uncharlatán o un falsario, los milagros auténti-cos que hizo Cristo prueban inequívocamenteque lo que proclamaba era verdad.

Jesús mismo expresó con claridad estaidea cuando, respondiendo a sus enemigos,dijo: «¿Porque he dicho que soy el Hijo deDios decís «éste blasfema»?... Si yo no llevo acabo las obras de mi Padre, no me creáis.Pero si las realizo y no queréis creerme, creeden mis obras, para que conozcáis y creáis queel Padre está en mí y Yo en el Padre» (Jn 10,36-38).

Todos nosotros estamos familiarizadoscon muchos de los milagros que se narran enlos cuatro Evangelios (recordemos, de paso,que los estamos considerando sólo como do-cumentos históricos auténticos, no como li-bros inspirados): la transformación del aguaen vino, la multiplicación de los panes y lospeces, las curaciones de leprosos, del hombreque tenía una mano seca, del hidrópico, delparalítico, etc., así como la resurrección de lahija de Jairo, del hijo de la viuda de Naím y lade Lázaro. Los Evangelios nos hablan tam-bién de otros muchos y los evangelistas dicenque sólo cuentan algunos de los innumerablesmilagros que Jesús hizo.

Como no podemos analizarlos todos deta-lladamente, vamos a escoger uno: la curacióndel hombre ciego de nacimiento que pedía li-mosna en la escalinata del Templo. Fue un mi-lagro que irritó especialmente a los fariseos,

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porque Jesús lo realizó ante una gran multi-tud y el ciego en cuestión era muy conocido.Como no podían explicarlo ni ocultarlo, fueuno de los milagros que provocó el que deci-dieran matar al Maestro.

Se trata de un milagro útil para nuestrosfines, porque responde a todas las objecionesque los incrédulos suelen hacer para desacre-ditar los milagros de Cristo. En primer lugar,se trata de un hombre que había nacido ciego,por lo que su ceguera era orgánica, no pro-ducto de una enfermedad física o nerviosa y,por tanto, no curable mediante un trata-miento o un shock emocional. De hecho, nohubo tal shock, porque el ciego no conocía aJesús ni estaba predispuesto a ser curado. ElSeñor se limitó a detenerse ante él al verle, aponerle un poco de barro en los ojos y a de-cirle que fuese a lavárselos en la piscina de Si-loé (probablemente, al hacerlo quiso llamar laatención de la gente). Hasta cuando supoquién le había curado, su respuesta a quienesse lo preguntaban fue vaga e incluso displi-cente: «Un tal Jesús»... Así pues, está claroque no fue una de esas curaciones «por la fe»,que suelen ser las más corrientes.

Tampoco puede hablarse aquí de que losque contemplaron el milagro se engañaran,porque fueron muchos los que testificaron elhecho. Sería absurdo hablar de «ilusión colec-tiva», ya que los principales de esos testigoseran enemigos declarados de Cristo que no es-taban dispuestos a que les engañase. A pesar

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de su odio, ninguno negó el milagro. Sólo seatrevieron, en su irritación, a acusar a Cristode obrar un milagro en Sábado, día de des-canso.

El apasionante relato de este milagropuede leerse en el capítulo noveno del Evan-gelio de San Juan. Pero más apasionante aúny más grande que este milagro o que cual-quier otro realizado por Jesús (y la pruebairrefutable de que era Dios) fue su propia Re-surrección. Antes de hablar de él convieneconsiderar lo que Cristo dijo de Sí mismo.

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C apítu lo V III

D IJO Q U E ER A D IO S

1

E s u n p e ca d o fo m e n ta r d u d as c o n cern ien -te s a n u e s tra F e , b u sc a r d e lib e ra d a m e n te fa -llo s e n la s v e rd a d e s d e n u e s tra re lig ió n . L aofensa a D ios, en ta les casos, es m u ch o m a yo rq u e la q u e u n h o m b re h a c e a su m u je r -o lam u je r a l m a rid o - c u a n d o , s in n in g ú n m o tiv o ,se e m p eñ a en so sp ech ar q u e es in fie l. S in e m -b arg o , n o es n ad a p ecam in o so tra tar d e co n o -c e r y d e c o m p re n d e r la s p ru e b a s ra c io n a le sq u e a p o ya n n u estra F e .

L a F e e s u n d o n , u n a g ra c ia d e D io s, p e roeso n o q u ie re d ec ir q u e n o sea razo n a b le , q u en o esté en ra izad a en la razó n . D io s n os h a d o-tado de in te ligencia y esp era qu e haga m o s u sod e e lla . Q u iere q u e cream o s en É l y en lo q u en o s d ic e , p e ro ta m b ié n q u ie re q u e s e p a m o spor qué.

A l lle g a r a e s te p u n to , q u iz á s e a c o n v e -n ie n te q u e re c o rd e m o s lo s p a so s q u e h e m o sid o d a n d o p a ra d e m o s tr a r la r a c io n a b il id a d

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de nuestra Fe. Como quien construye su pro-pia casa, hemos empezado por abajo, po-niendo primero los cimientos, piedra a pie-dra. Del examen del universo que nos rodeahemos deducido que Dios existe, que es unEspíritu puro, Infinito y Eterno. Hemos de-mostrado que los hombres tenemos un almaespiritual e inmortal y que la ley natural exigeque, como criaturas racionales y libres que so-mos, rindamos al Creador la honra y la obe-diencia que hemos descrito como deberes dereligión. Hemos visto también que, a causa dela debilidad del intelecto humano, su proclivi-dad hacia el error y la incapacidad de hechoque muchos hombres tienen para alcanzar unconocimiento claro de Dios, era necesario queÉl mismo nos dijera cómo es en realidad. Trasponer de manifiesto que necesitábamos queDios nos protegiera de posibles fraudes na-ciéndonos saber con claridad que es Él quienen realidad nos habla, hemos mostrado quelos milagros constituyen una garantía de talhecho, ya que sólo Dios puede hacerlos, dadosu infinito poder. Hemos examinado igual-mente el libro que dice recoger las verdadesque Dios ha revelado -la Biblia-, y nos hemosasegurado de que es un libro auténtico desdeel punto de vista histórico. Todavía no hemosdicho que sea un libro inspirado por Dios, quesea «Palabra de Dios», ya que eso es lo quequeremos probar ahora.

Así pues, convencidos de la autenticidadde la Biblia y de que los milagros son posibles

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y de hecho se han producido, el siguiente pasoa dar es preguntarse: «¿Nos habla Dios a tra-vés de la Biblia y, en especial, de los cuatroEvangelios?». Lo cual es tanto como pregun-tar: «¿Jesucristo es realmente Dios?». Puesson las palabras y los hechos de Cristo lo quelos Evangelios narran.

Lo primero que hay que decir es que, enefecto, Jesús proclamó claramente que eraDios.

Algunas personas, actualmente, tratan derebajar nuestra fe en Él poniendo en duda onegando su divinidad. Dicen que Cristo fue unhombre excepcional, un santo, un elegido,pero no verdadero Dios. Los que así se expre-san incurren en una flagrante contradicción,porque Jesús se proclamó Dios con tanta cla-ridad que, si no lo era, tenía que estar loco oser un impostor. Nadie es «sabio y bueno» sise atribuye falsamente la divinidad.

Así pues, toda la Fe cristiana se mantiene ocae por su base según sea la respuesta a lapregunta: «¿Jesucristo es Dios?».

Una y otra vez, en los Evangelios, Jesúsmismo dice que sí, que Él es Dios. Lo dice contanta claridad que casi parece innecesario darcitas concretas. Sin embargo, vamos a dar al-gunas.

San Mateo, en el cap. 26, versículo 63, desu Evangelio, cuenta que, cuando el SumoSacerdote le dijo: «Te conjuro por Dios vivo aque me digas si tú eres el Mesías, el Hijo deDios», Jesús respondió: «Tú lo has dicho».

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Respuesta que no hizo abrigar ninguna dudaa sus acusadores sobre lo que quería decir, yaque le condenaron a muerte por blasfemo, esdecir, por proclamarse Dios.

En muchas otras ocasiones, Jesús afirmórotundamente que era una sola cosa con elPadre: «Como el Padre resucita a los muertosy les da vida, así también el Hijo da la vida aquien quiere» (Jn 5, 21).

«Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30). «Fe-lipe..., el que me ha visto a mí, ha visto al Pa-dre» (Jn 14, 9). Además, alabó a San Pedropor decir públicamente que era Hijo de Dios(Mí 16, 17). Se proclamó Señor del Sábado(Mí 12, 8), Juez Supremo de vivos y muertos(Mí 25, 31), y perdonó los pecados en su pro-pio nombre, algo que sólo Dios puede hacer(Me 2, 5). Para remachar el clavo, se atribuyóa Sí mismo las palabras que Dios empleó parapresentarse cuando se apareció a Moisés en lazarza ardiendo (las únicas capaces de definira Dios). Yahvé le dijo a Moisés: «Yo soy el quesoy», y Cristo dijo a sus enemigos: «Antes deque Abraham existiera, Yo soy». Lo cual pro-vocó que le acusaran también de blasfemia ytrataran de apedrearle (Jn 7, 58).

Así pues, es indudable que Cristo se pro-clamó Dios. Ahora bien, ¿lo era en efecto o es-taba equivocado?

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A veces, un psicólogo se lanza a la difíciltarea de psicoanalizar a personajes históricostales como Napoleón, Alejandro o Julio Césary a publicar conclusiones en algún periódico orevista especializada. Sin embargo, por lo queyo sé, ninguno ha tenido la valentía -o la te-meridad- de psicoanalizar a Cristo. Tal vezsea por respeto a su figura, o tal vez porque supersonalidad es tan sólida y tan equilibradaque psicoanalizarla resulta del todo punto im-posible. Lo cierto es que este hecho -el equili-brio absoluto que emana de Jesucristo comopersona- es una de las cosas que refuerzan laspruebas de que era Dios.

Todo el que admita la autenticidad de losEvangelios tiene que admitir también queCristo se proclamó Dios. A la vista de tal acti-tud, sólo caben tres hipótesis posibles: Una,que mentía; otra, que sufría alucinaciones (esdecir, que estaba loco); la tercera, que decía laverdad y, en consecuencia, que era realmenteDios. La vida y las enseñanzas de Jesús des-cartan las dos primeras hipótesis y nos condu-cen a concluir que tenía que ser Dios.

En efecto: Ningún embaucador o farsantehubiese podido hacer las cosas tan a la vistadel público, como las hizo Cristo durante tresaños, sin traicionarse alguna vez. Sobre todo,si se tiene en cuenta que estuvo siemprerodeado de enemigos que trataban de «atra-parle» una y otra vez. Es más, cuando, con las

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cartas ya boca arriba, los escribas y los fari-seos, instigados por sus líderes, decidieronmatar a Jesús, la única acusación seria quepudieron hacer contra Él fue decir que se ha-bía proclamado Dios.

Fue su inmensa bondad lo que hizo queCristo provocase un odio atroz en los corazo-nes pervertidos y un amor apasionado en loscorazones nobles. Hubo hombres que aban-donaron sus hogares y sus medios de vidapara estar cerca de Él, como Pedro y los de-más Apóstoles; unos eran humildes pescado-res, pero otros, como Mateo, eran hombresacaudalados. Hubo también infinidad de gen-tes que se desplazaron para oírle predicar ypermanecieron jornadas enteras en ayunaspara escucharle. La autoridad con que ha-blaba y la grandeza de su carácter cautivaban.Hasta sus enemigos de entonces -como los deahora- no tenían más remedio que reconocerque no encontraban nada de que poder acu-sarle. Un incrédulo del siglo xix, el famosohistoriador Willian Lecky, dijo de Él: «Le es-taba reservado al Cristo el ofrecer al mundoun carácter ideal que, a lo largo de dieciochosiglos, ha cautivado los corazones de los hom-bres con un apasionado amor».

No, Cristo no fue un impostor, ni tampocoun psicópata. Un perturbado no hubiese po-dido expresar las sublimes verdades que pro-clamó Él (que Dios es Padre, que todos loshombres somos hermanos, que hay que per-donar a los enemigos, apiadarse de los débiles

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y los ignorantes, confiar en la Providencia di-vina...) y, mucho menos, acomodar esas ver-dades a las mentes de un pueblo sencillo e in-culto, expresándolas directamente o medianteparábolas que eran un modelo de enseñanza:«El reino de los cielos es como un hombre quesembró buena simiente en su campo...»; «Elreino de los cielos es como un granito de mos-taza...»; «Contemplad los pájaros que vuelan:no siembran, ni cosechan...». Y tantas otrascomparaciones.

Sus obras, como sus enseñanzas, atesti-guan que era una persona extraordinaria-mente equilibrada. Una y otra vez, Cristomostró su serenidad y mansedumbre antequienes le atacaban, le hostigaban o intenta-ban agredirle. Lo cual no quiere decir quefuera débil; su celo apasionado por la Casa desu Padre le hizo arrojar a los cambistas delTemplo a latigazos. Era sumamente bonda-doso con los pecadores arrepentidos, con losciegos y con los leprosos, pero nadie ha defen-dido con mayor energía la verdad y la justiciaante los hipócritas fariseos y los opresores delpueblo.

Ni qué decir tiene que ninguna de estas co-sas prueba que Cristo fuera Dios. Lo que sí ga-rantizan es que no era un impostor, un iluso oun paranoico. Lo cual nos lleva a concluir que-como sus milagros prueban- no mentíacuando dijo que el Padre y Él eran uno, sinoque decía la verdad: JESUCRISTO es Dios.

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Capítulo IX

EL MAYOR DE LOS MILAGROS

1

«Si Cristo no ha resucitado, vana es nues-tra predicación y vana nuestra fe» (1 Co 15,14). Así resume San Pablo la actitud ante elCristianismo que es lógico adoptar.

Jesús predijo repetidas veces que resucita-ría, por lo que, si realmente resucitó, teníaque ser Dios; si no lo hizo, durante veinte si-glos, millones y millones de hombres se handejado engañar.

En efecto: Cristo no dijo «seré resucitado»o «alguien me resucitará», sino resucitaré. Nose estaba refiriendo a que un poder distinto alsuyo obraría el milagro, sino a que resucitaríapor su propio poder; un poder exclusivo deDios.

Oigamos lo que dijo: «No deis a conocer anadie esta visión -advirtió a los Apóstoles des-pués de la Transfiguración- hasta que el Hijodel Hombre haya resucitado de entre losmuertos» (Mí 17, 9). Más tarde, cuando se

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puso en cam in o hac ia Je ru sa lén , les ad v irtió :« E l H ijo d e l H o m b re se rá e n tre g a d o a io sp rínc ipes de lo s sacerdo tes y a lo s esc ribas ...,e s c a rn e c id o , a z o ta d o y c ru c if ic a d o , p e ro a ltercer día resucitará» (Mí 20, 18-19).

S u s m ism o s en em ig o s fu e ro n te s tig o s d ee s ta p ro fe c ía . C u a n d o y a h u b o m u e rto e n laC ruz, los p ríncipes de los sacerdo tes y los fari-seos fueron a ver a P ila to y le p id ieron que pu-siese una guard ia de so ldados en e l sepu lc ro ,p o rq u e -d i je ro n - « n o s h e m o s a c o rd a d o d eq u e e s te im p o s to r d ijo , c u a n d o e s ta b a v iv o :después de tres d ías resuc ita ré» (M t 2 7 , 63 ).

L a p ru e b a d e q u e C ris to re a lm e n te re su -c itó d ep en d e d e la re sp ues ta q u e p u eda d a rsea estas dos p regun tas: ¿E staba m uerto de ver-d ad cu an d o lo p us ie ro n en e l sep u lc ro o só loe s ta b a in c o n s c ie n te ? ¿ F u e v is to re a lm e n tedespués de l te rce r d ía y en lo s d ías s ig u ien teso só lo se lo im aginaron los apósto les y los de-m ás tes tigos? (N o cabe pensar que m in tie rande liberadam ente , ya que todos m urie ron m ár-tires co m o tes tig os de la resu rrecc ión , y n in -gún m en tiro so m uere po r defender su s m en ti-ras .)

H ay in fin idad de testim onios de que C ristom u rió rea lm e n te . E n p rim e r lu g a r , e l d e lo sso ldados que env ió P ila to para que queb raranlas p ie rnas de lo s tres c ruc ificados con ob je tode acelera r su m uerte ; los so ldados v ieron quey a e s tab a m u e rto y n o le q u eb ra ro n la s p ie r-n a s . L u e g o e s tá e l te s tim o n io d e l o fic ia l q u elo s m an d ab a , q u ie n c la v ó su lan za en e l e o s-

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tado izquierdo de Cristo con la misma displi-cencia que un chaval clava su navaja en la cor-teza de un árbol (Diremos, de paso, que la me-dicina moderna atestigua que la sangre y elagua que manaron del corazón de Cristo es loque mana del corazón de un cadáver cuandose traspasa, pues la separación del suero oplasma de los glóbulos rojos es un fenómenocaracterístico de un corazón roto -roto en estecaso por la congestión provocada al colgar dela cruz-.) Está también el testimonio de Joséde Arimatea, que desclavó el cuerpo de Jesús,y de María y sus compañeras, que le ayudarona enterrarlo. Nunca habrían embalsamado elcuerpo con cien libras de especias aromáticas,nunca le habrían envuelto en vendas y cu-bierto con un sofocante sudario, nunca ha-brían sellado la tumba con una gran piedra, sihubiesen abrigado la menor duda de que lequedaba un soplo de vida. Además, si hubiesesido capaz de sobrevivir a los tormentos de laCruz, a la lanzada del centurión, a la asfixiaprovocada por las vendas y el sudario y a la at-mósfera sofocante del sepulcro -de la cual soytestigo, porque he celebrado allí la SantaMisa-, el milagro hubiese sido todavía mayorque el de la resurrección.

Tenemos, por otra parte, los testimoniosde los enemigos más acérrimos de Cristo, lospríncipes de los sacerdotes y los fariseos.Cuando se enteraron de que la tumba estabavacía, no pensaron que Jesús había recobradoel conocimiento y había huido, ni trataron de

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dar esa explicación, porque sabían que nadieles creería. Por eso, sobornaron a los guardiaspara que dijeran que los apóstoles habían ro-bado el cuerpo mientras ellos dormían.

Para terminar, diremos que el Cristo que seapareció a María Magdalena la mañana de laResurrección no era un Cristo agonizante oexhausto, como tampoco el que se hizo el en-contradizo con los dos discípulos que iban ca-mino de Emaús. Y menos aún el que se pre-sentó por la noche en el Cenáculo y comió conellos.

Sí, Jesucristo murió de verdad. Ningúnjuez imparcial lo podría negar. Por eso, la si-guiente pregunta es: ¿Resucitó realmente ounos discípulos crédulos e ilusos pensaronque le habían visto?

Si creemos realmente que en la otra vidagozaremos de una felicidad inmensa, inimagi-nable, ¿por qué tememos tanto a la muerte?Si estamos convencidos de que Dios escuchanuestras oraciones, ¿por qué sólo rezamos encasos extremos y dudamos de que nosatienda? La respuesta a estas preguntas es quehay cosas que aceptamos en teoría, pero no enla práctica; que creemos con la cabeza, perono con el corazón.

Nuestra actitud en estos casos nos permitecomprender un poco la obstinada increduli-

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dad de los discípulos de Cristo cuando se en-frentaron al hecho de su Resurrección. Jesúsles había anunciado una y otra vez que resuci-taría al tercer día. Hasta sus enemigos sabíanque lo había profetizado, pos lo que era de es-perar que sus amigos hubiesen aguardado conconfiada expectación que, en efecto, resuci-tase.

No fue así, en absoluto. Las santas mujeresfueron al sepulcro en cuanto pudieron -alamanecer del domingo- para terminar de em-balsamar el cuerpo del Señor. María Magda-lena, por su parte, se quedó absolutamentedesconcertada al comprobar que la tumba es-taba vacía, por lo que pensó que alguien habíarobado el cuerpo del Maestro; y cuando vio aJesús a su lado, lo tomó por el hortelano. Pe-dro y Juan se negaron a creer que había resu-citado cuando las santas mujeres se lo dije-ron, y corrieron al sepulcro para ver lo quehabía pasado. Tomás, por su parte, rechazó deplano el testimonio de los demás apóstoles yse negó a creer hasta que metiese sus dedos enlos agujeros de los clavos y su mano en la he-rida del costado. En cuanto a los discípulosque se dirigían a Emaús, estaban tan tristespensando en que todo había acabado, que nole reconocieron cuando se les acercó. Nadatiene de extraño, pues, que cuando se apare-ció a los apóstoles les echase en cara «su in-credulidad y dureza de corazón, por cuantono habían creído a los que le habían visto re-sucitado de entre los muertos» (Me 16, 14).

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Ningún juez honesto que interrogue aunos testigos como éstos les acusaría jamásde crédulos, ilusos o propicios a imaginar co-sas. Sin embargo, de eso es de lo que les acu-san los modernos ateos en sus esfuerzos pornegar todo hecho sobrenatural. No están dis-puestos a creer, pase lo que pase, y así, seempeñan en asegurar que los apóstoles y losdiscípulos, convencidos de que Cristo resuci-taría, se dejaron llevar por su imaginación yvieron lo que querían ver. Las «supuestas»apariciones de Cristo fueron fruto de su obse-sión...

Acabamos de mostrar que fue exactamenteal revés. Incluso cuando le vieron con sus pro-pios ojos, siguieron dudando. Por eso, pidióque le dieran algo de comer aquel Domingode Resurrección. Su cuerpo glorioso no nece-sitaba alimentarse, pero cuando le vieron co-mer aquellos peces y aquel panal de miel, seconvencieron de que no era un fantasma, niun espíritu, ni una ilusión, porque los fantas-mas no comen, los espíritus no se pueden to-car y ellos tocaron al Señor (Le 24, 39-43).Además, si las apariciones sólo hubiesen sidoproducto de la imaginación de quienes le vie-ron, no se explica por qué sólo duraron cua-renta días; después, nadie lo volvió a ver. Sinolvidar que las ilusiones colectivas no se pro-ducen con esa unanimidad y que no fueronunos cuantos amigos íntimos del Señor aquienes se apareció. San Pablo menciona que

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se apareció a unos quinientos en cierta oca-sión.

Si estamos dispuestos a creer que el testi-monio humano tiene algún valor, hay que re-conocer que no existe un hecho histórico pro-bado por más testigos que éste. El empeñoque los modernos incrédulos ponen en ne-garlo es tan hipócrita y tan ridículo como elde los fariseos de aquel tiempo. En su impo-tencia y desconcierto, sobornaron a los solda-dos que habían guardado el sepulcro para quedijesen que, mientras dormían, los apóstoleshabían robado el cuerpo. Debieron de olvidar-o tal vez pensar que nadie se daría cuenta-que unos guardias dormidos no están en con-diciones de saber lo que realmente ha suce-dido...

Sí, Cristo murió realmente y realmente re-sucitó. Puesto que Él mismo había profeti-zado que resucitaría, como prueba última ydefinitiva de que era Dios, nadie que noquiera seguir estando ciego puede dejar de ex-clamar, como Tomás: «¡Señor mío y Diosmío!».

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Capítulo X

¿FUNDÓ CRISTO UNA IGLESIA?

1

El siguiente paso, tras demostrar que Jesu-cristo es Dios, es preguntarnos: ¿Terminótodo en el Monte de los Olivos, con la Ascen-sión? ¿Vino el Señor a la Tierra para enseñar-nos las verdades que Dios quería que conocié-semos, murió en la Cruz para redimirnos denuestros pecados y, con la Resurrección y As-censión a los Cielos, dio por acabada su mi-sión?

Estas preguntas se responden por sí solas.Si Cristo se hubiese conformado con eso, hoyno nos acordaríamos de Él, y menos aún delas verdades que enseñó. Si no hubiese fun-dado alguna organización visible para quepreservara sus enseñanzas y las transmitiera alas generaciones futuras, Cristo habría vividoy muerto en vano. Sabemos que el amor deDios alcanza a todos los hombres, no sólo alos coetáneos de Jesús. Ahora bien, si no hu-biese establecido algún medio para estar

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junto a las almas de los que fuesen naciendohasta el fin de los tiempos, sus enseñanzas ysu sacrificio sólo hubiesen aprovechado aaquéllos.

Todo esto es de una lógica aplastante. Y,sin embargo, hay quienes aseguran que creenen Cristo y, al mismo tiempo, dudan de quefundase una Iglesia, e incluso lo niegan.Adolfo Harnack, por ejemplo, uno de los his-toriadores alemanes de mayor prestigio(1851-1930), lo negaba en su libro ¿Qué es laReligión?. Harnack sostenía que «el reino deDios» que Cristo vino a fundar y del cual tantohabló, no quiso que fuera más que «una incli-nación religiosa, un vínculo interior del almacon el amor de Dios». Harnack ya murió, perosigue teniendo bastantes seguidores; todosaquellos que dicen que «la religión es unabuena cosa, pero no es preciso pertenecer auna Iglesia para ser cristianos».

Bien. Veamos lo que Cristo dijo al res-pecto. ¿Quiso establecer y estableció de hecholas bases de una organización en la que estu-viesen asociados todos los que creyesen en Él,que tuviera pastores cuyo deber fuese enseñarlas verdades enseñadas por Él, que adminis-trase los sacramentos instituidos por Él y quetuviese unas leyes queridas por Él? Así fue, enefecto. No podemos, en un libro como éste, ci-tar todos los pasajes de los Evangelios en losque Cristo habló de Su Iglesia; sólo nos refe-riremos a aquellos en los que expuso sus pla-nes con toda claridad.

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Todo el capítulo décimo del Evangelio deSan Mateo está dedicado a describir los prime-ros pasos que dio el Maestro para la fundaciónde su Iglesia; cómo escogió a los Doce Apósto-les, las instrucciones que les dio para predicaren Su Nombre, cómo rechazaría Él a quienesles rechazasen a ellos, etc. En otra ocasión,dejó bien claro que Su Iglesia tendría poderpara gobernar y administrar justicia: «Y si a laIglesia desoye (el pecador obstinado), sea parati como gentil o publicano. En verdad os digo,cuanto atareis en la tierra será atado en elcielo, y cuanto desatareis en la tierra será de-satado en el cielo» (Mí 18, 17-18).

La Iglesia de Cristo es como una red barre-dera, que recoge toda clase de peces, buenos ymalos (Mt 13, 47); en ella cabrán todos lospueblos: «Id, pues; enseñad a todas las gentes,bautizándolas en el nombre del Padre, y delHijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19-20). Du-rará hasta el fin de los tiempos (Mt 13, 49) yserá una e indivisa: «Pero no ruego sólo poréstos (los Apóstoles), sino por cuantos creanen mí por su palabra, para que todos seanuno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti,para que también ellos sean en nosotros y elmundo crea que tú me has enviado. Yo les hedado la gloria que tú me diste, a fin de quesean uno, como nosotros somos uno. Yo enellos y tú en mí, para que sean perfectamenteuno y conozca el mundo que tú me enviaste»(Jn 18, 20-23).

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Jesús no sólo dio a bu iglesia autoridadpara predicar y gobernar en Su nombre, sinotambién potestad para administrar los sacra-mentos, a través de los cuales la gracia llegaríaa nuestras almas. No sólo para bautizar, comoya hemos visto, sino también para celebrar laSanta Misa y administrar la Sagrada Comu-nión. «Haced esto en memoria mía», dijo elSeñor a los Apóstoles en la Última Cena (Le22, 20). Y tres días más tarde, dio también alos Apóstoles y a sus sucesores la potestad deperdonar los pecados en su nombre: «Recibidel Espíritu Santo; a quien perdonareis los pe-cados, les serán perdonados; a quien se los re-tuviereis, les serán retenidos» (Jn, 20, 23).

Es evidente que en todo esto se percibenclaramente las líneas maestras de una organi-zación, de una sociedad visible de creyentesque empieza a tomar forma: la Iglesia.

Una organización que aspire a durar tieneque contar con una cabeza, con un jefe, sobretodo si quiere ser eficaz. Esto es igualmentecierto se trate de una sociedad cultural,recreativa, mercantil, religiosa, civil, o de unEstado o de una Nación. Teniendo en cuentaque Cristo era Dios, era de esperar que fuesetan previsor, por lo menos, como los hombresque organizan esas sociedades. Y como novino a la Tierra a salvar sólo las almas de sus

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coetáneos, sino las de todos los hombres, alfundar la organización que había de conti-nuar su labor hasta el fin de los tiempos es ló-gico que pensara en una jefatura adecuada, esdecir, claramente definida, permanente, inde-pendiente de las veleidades humanas.

Fue a Pedro a quien Cristo escogió comojefe o cabeza de la Iglesia naciente y tambiéncomo piedra o fundamento de los jefes que ha-brían de sucederle.

Los Evangelios y los Hechos de los Apósto-les muestran claramente que Pedro actuósiempre como Cabeza de la Iglesia y que losdemás Apóstoles reconocían su primacía.Siempre que se mencionan sus nombres, el dePedro encabeza la lista. Cuando alguien tieneque actuar como portavoz del grupo, él tomala palabra. Cuando Jesús escoge algunos deellos para algo concreto (como en la Transfi-guración o en la Oración del Huerto), Pedrosiempre está entre ellos.

Fue Jesucristo en persona quien otorgó aPedro esta primacía; una primacía que no selimitaría a los Apóstoles, sino que se extende-ría a todo el Reino de Dios, nombre con el quele gustaba denominar a su Iglesia. Así cuentaSan Mateo, en el capítulo decimosexto de suEvangelio, la promesa que Cristo hizo a Pedrode convertirle en Cabeza de su Iglesia: «Vi-niendo Jesús a la región de Cesárea de Filipo,preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen loshombres que es el Hijo del Hombre? Elloscontestaron: Unos, que Juan el Bautista;

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otros, que Elias; otros, que Jeremías u otro delos profetas. Y Él les dijo: Y vosotros, ¿quiéndecís que soy? Tomando la palabra Simón Pe-dro, dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Diosvivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventu-rado tú, Simón Bar Joña, porque no es lacarne ni la sangre quien esto te ha revelado,sino mi Padre, que está en los cielos». El Se-ñor le dice a Simón que no ha sido su intui-ción o su agudeza la que le ha hecho ver ladignidad de Cristo, sino una gracia especialde Dios destinada a prepararle para la enormeresponsabilidad que iba a tener. «Y yo te digo-prosiguió Jesús- que tú eres Pedro y sobreesta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertasdel infierno no prevalecerán contra ella. Yo tedaré las llaves del reino de los cielos, y cuantoatares en la tierra será atado en los cielos, ycuanto desatares en la tierra será desatado enlos cielos.»

A partir de ese momento, Simón Bar Joñaserá conocido como Simón Pedro. Muchos ol-vidarán hasta su primer nombre -Simón-para convertirle simplemente en Pedro, la Pie-dra, la Roca. Será para la Iglesia de Cristo loque son los cimientos para una casa: la sólidabase sobre la que la Casa de Dios resistirá to-das las tempestades; el principio de unidadque determinará lo que pertenece a la Casa ylo que no pertenece, ya que cualquier estruc-.tura que no descansa sobre los cimientos nojse puede considerar parte del edificio.

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Pero es con la metáfora de las llaves, espe-cialmente, con lo que Jesucristo establecióclaramente que Pedro iba a ser el gobernadorde su Reino. Desde tiempos remotísimos, lasllaves han sido el símbolo del gobierno. El queposeía las llaves de una ciudad o de una forta-leza tenía poder para abrir y cerrar las puer-tas, para decidir quién podía entrar y quiénpodía salir; tenía, en suma, el poder supremo.Incluso hoy en día, utilizamos el mismo sim-bolismo cuando ofrecemos a un huésped ilus-tre «las llaves de la ciudad».

Tal fue la promesa que hizo Jesús sobre laJefatura de Su Iglesia. Una promesa que Jesu-cristo cumpliría después de Su Resurrección.

San Juan relata en el capítulo XXI de suEvangelio cómo Jesús Resucitado se aparecióa los Apóstoles, que estaban pescando en ellago de Genesaret, y lo que sucedió despuésde que hubo compartido con ellos unos pecesrecién pescados, asados al fuego: «Cuando hu-bieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: Si-món, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?I ! le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Dí-¡ole: Apacienta mis corderos. Por segunda vezIr dijo: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedrole respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo.Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas. Por ter-i-era vez le dijo: Simón, hijo de Juan, ¿me

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amas? Pedro se entristeció de que por terceravez le preguntase: ¿Me amas? y le dijo: Señortú lo sabes todo, tú sabes que te amo. DíjokJesús: Apacienta mis ovejas».

Cristo, que después de una especial profe-sión de fe había prometido a Pedro la jefaturade Su Iglesia, cumple ahora la promesa traípedirle una triple manifestación de amor. Ibaa ser el Pastor Supremo de todo el rebaño deCristo, corderos y ovejas, es decir, obispos, sa-cerdotes y pueblo fiel. Iba a representar en \stierra al mismo Cristo, el Buen Pastor.

Lo que sucedió luego lo conocemos todos:La marcha de Pedro a Roma, la capital de]mundo conocido entonces, donde se convirticen obispo de la ciudad. Su muerte, martiri-zado, en tiempos del Emperador Nerón. Laelección de San Lino como segundo obispo deRoma, quien, automáticamente, se convirticen Cabeza de la Iglesia... Porque Cristo esta-bleció Su Iglesia como una sociedad visiblecon una sola cabeza, por lo que la primacíaconferida a Pedro tenía que ser permanente,transmisible a sus sucesores hasta el fin de lostiempos.

No hay poder en la tierra que esté autori-zado a cambiar la constitución que Cristoquiso dar a Su Iglesia. Y como Pedro murióen Roma siendo obispo de la ciudad, el obispode Roma será siempre el Pastor Supremo dela Iglesia. Ni los obispos, ni los sacerdotes, niel pueblo de Dios podrían modificar este he-cho, aunque se empeñasen en ello. La ciudad

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d e R o m a p u e d e d e s a p a re c e r y e l o b is p o d eR o m a ten er q u e traslad arse a o tro lu g ar, p ero ,h as ta e l fin d e l m u n d o , e l q u e o s ten te leg íti-m a m e n te e se t ítu lo , c o m o su c e so r d e P e d ro ,será e l V icario d e C risto en la T ierra* .

D e sp u é s d e M a r tín L u te ro , lo s te ó lo g o sp ro te s ta n te s s e h a n v is to o b l ig a d o s a n e g a rsis te m ática m en te la su p re m a ju risd icc ió n d e lo b isp o d e R o m a. D icen q u e C ris to só lo q u isoo to rg ar a P ed ro u n a p rim a c ía d e h o n o r, n o d eju risd icció n , q u e n o q u iso h acerle m ás q u e u nprimun ínter pares (primero entre iguales).

D ejan d o ap arte q u e ta l ex p licació n co n tra -d ice las m ism as p alab ras d e C ris to , es tá e l tes-tim o n io d e lo s esc rito res c r is tian o s d e lo s p ri-m e r o s t i e m p o s d e l c r i s t i a n i s m o . N o , l al la m a d a S u p r e m a c ía P a p a l n o e s u n p o d e rq u e lo s o b isp o s d e R o m a se a rro g a ra n e llo sm is m o s . C le m e n te I , p o r e je m p lo , q u e fu eob ispo de R o m a cuando todavía v iv ía el A pós-to l S a n Ju a n , e s c r ib ió a lo s c r is t ia n o s d eC orin to , en G recia, ordenándo les que restable-c ie ran en su sed e a l o b isp o q u e h ab ían d es ti-tu id o . Y S a n I r e n e o , o tro e s c r i to r c r is t ia n ocu yo m aestro , S an P o licarp o , h ab ía s ido no m -

*Conviene hacer notar que un hombre no se convierte enobispo de Roma al ser elegido Papa, sino al revés: Se convierteen Papa al ser elegido obispo de Roma. Antiguamente el clerov el pueblo de Roma elegían a su obispo, y, en consecuencia, all'apa. Desde el siglo xi, la elección del obispo de Roma pasó adepender del Colegio de Cardenales; pero si por alguna cir-cunstancia extraordinaria o una catástrofe desapareciera elColegio Cardenalicio, el derecho a elegir al obispo de Romavolvería a recaer en el clero de la diócesis de Roma. (N. del A.)

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brado obispo por el Apóstol San Juan, escri-bió que «con esta Iglesia de Roma, a causa desu superior autoridad, deben estar de acuerdotodas las demás Iglesias, es decir, los fieles detodo el mundo».

Son sólo dos de los muchos testimoniosprocedentes del pasado remoto que se unenen un solo clamor: «¡Donde está Pedro, allíestá la Iglesia!».

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Capítulo XI

EL DESARROLLO DE LA IGLESIA

1

Si hubiésemos estado presentes en elMonte de los Olivos el día de la Ascensión delSeñor y hubiésemos oído a Cristo decir a losApóstoles que fuesen por todo el mundo ha-ciendo discípulos, tal vez habríamos pensadoque les estaba pidiendo un imposible, porqueaquellos hombres parecían incapaces de «ven-der la mercancía». ¿Cómo unos rudos pesca-dores de Galilea, sin cultura y sin ninguna elo-cuencia, faltos de prendas sociales y deprestigio, iban a ser capaces de volver elmundo del revés?

Porque de eso se trataba: de transformar elmundo. Resulta muy bonito hablar de las su-blimes verdades que ha aportado el Cristia-nismo, pero lo cierto es que esas verdadeseran muy duras, sobre todo para aquellaépoca, para aquel mundo; un mundo pagano,cruel, codicioso y deshonesto; un mundo queabarcaba todo el sur de Europa, el norte de

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África y el oeste de Asia, dominada entoncespor el Imperio Romano.

La religión predominante era una amal-gama de cultos idolátricos. Los pueblos y na-ciones que constituían el Imperio adorabaninfinidad de dioses, indulgentes, en su mayorparte, con las debilidades humanas. Unas de-bilidades que los dioses compartían, fuesen ono los dioses del Olimpo. Tan bajo había caí-do el culto, que la fornicación se practicabaen los templos como un rito religioso.

El sentido de la dignidad del ser humanobrillaba por su ausencia; las dos terceras par-tes de la población del Imperio estaban for-madas por esclavos privados de todo derechoy considerados como cosas por sus dueños.

La vida no se valoraba apenas. Los padrestenían derecho a disponer de la vida de sus hi-jos -y de la de los esclavos, por supuesto-.

El matrimonio era un mero trámite, el ma-rido podía repudiar a su esposa echándola desu casa, y las mujeres, en general, eran sir-vientas de los hombres o simples instrumen-tos de placer.

Tal era el mundo que los Apóstoles debíantransformar. Frente a la esclavitud tendríanque proclamar la dignidad de todos los sereshumanos. Frente al desprecio de la vida y elderecho a disponer de ella, la obligación derespetarla como don de Dios, único dueño dela vida y de la muerte. Frente al divorcio, el re-pudio, la humillación de la mujer y la lujuriadesenfrenada, tenían que poner la santidad

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del matrimonio, la dignificación de la mujer yla virtud de la pureza. Frente a la arbitrarie-dad de unas leyes humanas, la inmutabilidadde la justicia divina. Frente a una filosofía dela vida que exigía el ojo por el ojo y propug-naba el placer, el egoísmo y la violencia, ten-drían que predicar el amor a los enemigos y elperdón de las injurias.

Históricamente, es un milagro -un autén-tico milagro moral- el que los Apóstoles em-prendieran esta tarea y tuvieran éxito, a pesarde la obstinada y fiera oposición de las autori-dades romanas.

Recorriendo campos y ciudades, los Após-toles fueron sembrando la Palabra de Dios encuantos hombres querían escucharles. Elfuego del amor divino que abrasaba sus cora-zones encendía los de los oyentes. Verdad esque Cristo les había dado el poder de hacermilagros en Su nombre, pero no eran ésas susúnicas credenciales, sino también, y muy es-pecialmente, la intensidad de su fe, el ardorde su celo, su indomable perseverancia. A me-dida que iban pasando de una ciudad a otra,dejaban detrás un sólido núcleo de cristianosbautizados, los cuales se convertían a su vezen apóstoles de sus conciudadanos. Convenci-dos de que actuaban en nombre de Cristo -deque eran «otros Cristos»-, ampliaban sin ce-sar el círculo de los creyentes. Reunidos en(orno a sus pastores -los obispos y los presbí-teros-, a quienes los Apóstoles habían orde-nado antes de partir, celebraban los Misterios

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Eucarísticos -la Santa Misa- y crecían cons-tantemente en el conocimiento y el amor aCristo.

Los emperadores romanos dictaron nume-rosas leyes condenando la práctica de la reli-gión cristiana. Todo aquel que era acusado deser cristiano debía hacer un sacrificio a losdioses paganos, si no quería ser castigado conuna muerte siempre cruel. Miles y miles decristianos que no quisieron apostatar fueronquemados, crucificados, desollados o echadosa las fieras. Murieron rezando, sonriendo ocantando, seguros de alcanzar la vida eternatras la muerte física.

La sangre de los mártires se convirtió ensemilla de nuevos cristianos. Cuantos másmorían, más venían a reemplazarlos. Así, laIglesia fue creciendo deprisa y los dioses pa-ganos perdiendo su prestigio. Hasta que elaño 313 de nuestra era, el Emperador Cons-tantino se bautizó y terminó la persecuciónoficial en el Imperio. El mundo conocido, ensu mayor parte, se había convertido al Cristia-nismo.

No se ha dado jamás un fenómeno seme-jante en la historia. Verdad es que el islamismo-la religión mahometana- se extendió tambiénmuy rápidamente, pero por la fuerza de las ar-mas. Los pueblos conquistados por los árabesislamizados tuvieron que escoger entre la desa-parición o la conversión al islamismo. Escogie-ron la conversión, porque la fe musulmanaofrecía un código moral de fácil cumplimiento,

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sin demasiadas exigencias personales, que pro-metía, además, toda clase de satisfacciones yplaceres sensuales a sus fieles.

El triunfo del Cristianismo fue completa-mente distinto. Predicado por unos hombresrudos e iletrados en su mayor parte, sometidoa una oposición implacable y exigiendo a susfieles un código estricto de moralidad, su pro-pagación rapidísima es un milagro que sólo lapresencia constante de Cristo en su Iglesia escapaz de explicar. Un milagro que prueba quelos orígenes del Cristianismo son divinos.

Cuando los Padres Fundadores de la na-ción americana se reunieron en Filadelfia, elaño 1787, para redactar la Constitución de losEstados Unidos, lo que pretendían era esta-blecer una serie de principios básicos capacesde hacer que el país pudiese desarrollarse yexpandirse con arreglo a sus necesidades.Washington, Hamilton, Madison y los demásesbozaron los puntos esenciales que habríande constituir el cuadro de derechos y deberesfundamentales de todos los ciudadanos. Unavez hecho eso, dejaron a las futuras genera-ciones la tarea de desarrollar y adaptar la es-tructura del Gobierno de la Nación a las nece-sidades y exigencias del momento, siempreque ese desarrollo y adaptación no vulnerasenlas normas básicas establecidas en la Consti-

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tución. Ésta, por ejemplo, no preveía que en1913 se estableciese un Impuesto Federal oque en 1953 se crease un nuevo Ministerio: LaSecretaría de Salud Pública y Bienestar. Locual no quiere decir que estas medidas vulne-rasen la Constitución.

Algo parecido hizo Cristo cuando consti-tuyó Su Iglesia. Quiso que su gobierno fuerajerárquico, y que recayera en los Apóstoles yen sus sucesores, los Obispos. Quiso tambiénque al frente de ella hubiese un Pastor Su-premo, una sola Cabeza, y escogió para esecargo a Pedro y a sus sucesores, los Papas.Instituyó siete sacramentos, a través de loscuales llegaría Su gracia a las almas de todoslos fíeles. Confío a Pedro, en primer lugar (alPapa), y a los demás Apóstoles (los Obispos),en comunión con Pedro, el deber y el derechode predicar Su doctrina e interpretar Sus pa-labras. Les dio, finalmente, el poder de «atar ydesatar», es decir, de dictar las leyes e impo-ner las sanciones necesarias para el buen go-bierno de la Iglesia y de las almas de los fíeles.

Una vez hecho esto -una vez establecida la«Constitución» de Su Iglesia-, Jesús dejó a losApóstoles y a sus sucesores la posibilidad dedesarrollar los detalles prácticos de gobiernoque mejor se adaptaran a cada época y circuns-tancias. La Iglesia nunca propondrá a los fielesninguna doctrina que no esté contenida en lasenseñanzas de Cristo, al menos implícita-mente; los obispos nunca dejarán de gober-narla; siempre habrá siete sacramentos, ni más

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ni menos. Ahora bien, el número de obispospodrá variar, así como la extensión de las diver-sas diócesis; también podrá modificarse -e in-cluso desaparecer- el Sacro Colegio de Carde-nales -que no instituyó Cristo-, o variar lamanera de administrar los sacramentos; igual-mente, la filosofía de Santo Tomás, que tantoha enriquecido a la Iglesia e iluminado el pen-samiento católico, podrá ser sustituida, desa-rrollada o mejorada por otra más perfecta omás adaptada a las necesidades de los tiempos.

Merecía la pena hacer estas aclaraciones,porque, a menudo, los ataques al Cristianismo-y, más concretamente, a la Iglesia Católica- sebasan en un confusionismo. Dicen algunos queJesús fue, en efecto, un gran maestro religioso(tal vez superior a Moisés, Confucio o Ma-homa) que ofreció a la humanidad un códigoético de extraordinaria dignidad y nobleza,pero -añaden- luego vinieron San Juan, y SanPablo, y otros pensadores cristianos que trata-ron de capitalizar a su favor las sublimes y al-truistas enseñanzas de Cristo. Mezclaron sumensaje con la filosofía griega, el derecho ro-mano y la mitología pagana y nos transmitie-ron el batiburrillo que es hoy el Cristianismo...

Desgraciadamente, estos argumentos «sue-nan» bien, por lo que los incautos se los tra-gan. Son un ejemplo típico de conclusionesfalsas extraídas de verdades a medias. Escierto que los pensadores cristianos de los pri-meros tiempos expresaron a veces sus ideasen términos tomados de la filosofía griega y

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que el derecho romano y el genio administra-dor de Roma prestaron un gran servicio al de-sarrollo organizativo de la Iglesia. Lo cual eslógico, pues todo lo que es bueno y válido pro-cede de Dios, aunque se encuentre entremez-clado con errores manifiestos. Por eso, la Igle-sia nunca ha dejado de utilizar, e incluso debendecir, todo lo que hay de bueno y autén-tico en otras religiones, costumbres o formasde pensamiento. Pero eso no quiere decir quesea distinta de la que fundó Cristo.

Los estadistas que fundaron los EstadosUnidos de América en 1787 no pudieron ima-ginar cómo sería hoy esa gran Nación. Sinembargo, la dotaron de una Constitución ca-paz de adaptarse a las necesidades y exigen-cias de los tiempos, sin dejar, por eso, de se-guir siendo un baluarte de las libertadespolíticas. Jesucristo, que era Dios y, por tanto,conocía el futuro, sí sabía cómo sería la Igle-sia hoy; es más, ha permanecido en ella y per-manecerá hasta el final de los tiempos. «Heaquí -dijo a los Apóstoles- que Yo estaré convosotros siempre, hasta la consumación delmundo» (Mí 28, 20).

El granito de mostaza, al que Cristo com-paró su Iglesia, se ha hecho árbol frondoso,como Él predijo. No ha desdeñado el tomarnitrógeno del aire e hidrógeno del suelo. Haextendido sus ramas por toda la tierra y pres-tado cobijo a innumerables almas. Con todo,sigue siendo el fruto de la misma semilla queplantó Cristo.

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Capítulo XII

LA UNIDAD INDICA EL CAMINO

1

Una vez que se ha admitido que Jesucristorundo, en efecto, una Iglesia destinada a agru-par a todos los hombres que creyesen en Él-una organización visible que transmitierasus enseñanzas y sus dones hasta el fin de lostiempos-, la cuestión que se plantea es la si-guiente: ¿Dónde encontrar esa Iglesia?

Aquí, en Norteamérica, estamos familiari-zados con el hecho de que existan cientos deorganizaciones religiosas que se llaman a símismas Iglesias Cristianas: la iglesia baptista,la metodista, la presbiteriana, la luterana, laepiscopaliana... Todas ellas nos suenan, perohay muchas más. Los anuarios y los almana-ques ofrecen listas interminables de «igle-sias», con divisiones y subdivisiones.

Muchas de ellas aseguran ser la verdaderaIglesia de Cristo. Pero, antes de analizar lacontradicción que tal afirmación encierra,conviene aclarar que gran número de iglesias

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protestantes no afirman tal cosa, sino queasumen que son parte de la Iglesia total,dando testimonio de Cristo a su manera. Sufilosofía puede resumirse en unas frases que amenudo oímos a nuestros amigos protestan-tes: «Es bueno pertenecer a alguna Iglesia...La religión es necesaria. Pero, con tal de queuno crea en Cristo y procure llevar una vidarecta, no importa demasiado qué iglesia seaésa. Tan buena es una como otra. Todos va-mos hacia el mismo sitio, sólo que viajamosen distintos trenes...».

La respuesta lógica a esta última observa-ción es que, en efecto, todos queremos llegaral mismo sitio, el Cielo, y que, evidentemente,viajamos en distintos trenes. Pero lo impor-tante no es eso, sino saber cuál de esos trenesllegará a su destino.

Pero profundicemos un poco más en estaplaga del indiferentismo, que da por supuestoque tan buena es una iglesia como otra. Sisuscribiéramos esta teoría, estaríamos reco-nociendo implícitamente que no existe unaverdad objetiva. Si diferentes iglesias enseñancosas completamente distintas y todas sonigualmente buenas, la verdad no puede ser unvalor sólido y permanente. Se convierte ensimple opinión, en algo cambiable y relativo.Es decir, que será verdad lo que queramos quelo sea.

Sabemos que no es así, que existe una ver-dad objetiva. Dos y dos son cuatro, y siemprelo serán. Si alguien dice que dos y dos son

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cinco, bueno, puede decirlo, porque estamosen un país libre; ahora bien, no por eso dos ydos dejarán de ser cuatro. Además, convertiría-mos el mundo en un caos si cada cual sumaraa su manera, si decidiéramos que «una sumaes tan buena como otra».

Más desastroso es decidir que una religiónes tan buena como otra, porque las conse-cuencias son mucho más graves. Desastroso eirracional al mismo tiempo. No, la verdad re-ligiosa no puede ser algo relativo o subjetivo,porque no puede haber verdades más ciertas,más verdaderas, que aquellas que Dios mismonos ha dado a conocer. Toda verdad -sea ma-temática, científica, filosófica, etc.- procedede Dios, toda tiene en Él su origen, ya que Éles la Verdad Infinita; ahora bien, estas verda-des no nos llegan directamente, sino que lasdeducimos o las extraemos de la experiencia,de la observación del mundo que nos rodea.

Las verdades religiosas son algo diferente,puesto que proceden directamente de Dios.Por lo tanto, son más ciertas que las verdadesnaturales que los hombres han descubierto.Euclides pudo equivocarse y Einstein tam-bién, y Colón, pero Dios no.

Si dijéramos que diez, o doce, o cien igle-sias diferentes que enseñan otras tantas doc-trinas distintas son todas verdaderas, es quenos habríamos vuelto locos. Puede ser que to-das estén equivocadas, pero sólo una puedeestar en lo cierto. Las verdades divinas son in-mutables y eternas, siempre las mismas. Aun-

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que todos los hombres decidieran, por vota-ción unánime, que sólo había dos Personas enDios, seguiría habiendo tres. Aunque nos em-peñáramos en afirmar que Cristo era una per-sona excelente, sublime, pero no poseedor deuna naturaleza divina, no por eso dejaría deser Dios.

No debemos ser intransigentes con aque-llos cristianos no católicos de buena fe, que si-guen la voz de su conciencia a la luz de lo queconocen, pero sí con el error. Como seres ra-cionales no debemos, y como católicos no po-demos, estar de acuerdo con quienes dicenque les caen bien los católicos, pero que esuna tontería discutir sobre religión, pues to-dos los creyentes tratan de servir a Dios y lode menos es la iglesia a la que se pertenece.Tal vez estemos tentados de ser comprensivosy «tolerantes», pero si nos mostramos deacuerdo con esas tesis, traicionamos a la ra-zón y, de paso, caemos en la herejía.

Si alguien nos pregunta por qué somos ca-tólicos, supongo que no responderemos que«por casualidad», que, al ser nuestros padrescatólicos, nos limitamos, sin más, a seguir suspasos. En primer lugar, porque estamos con-vencidos de que Dios no nos otorgó «por ca-sualidad» el precioso don de la fe, aunqueusase a nuestros padres como instrumentos

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aptos en la transmisión de esa fe; Dios nohace nada «porque sí». En segundo lugar, por-que no es algo «irrelevante» o «natural» que,al hacernos adultos, continuemos profesandonuestra fe, «sin más». Hay millones y millonesde hijos de metodistas, y de baptistas, y depresbiterianos que, al alcanzar la madurez,han echado por la borda la religión de sus ma-yores, y lo mismo ha ocurrido con muchos hi-jos de padres católicos. Así pues, no tiene sen-tido decir que uno es católico porque nuestrospadres lo eran. Ellos pudieron darnos, sí, elempujón inicial, pero nada más. Por eso, elnudo de la cuestión es el siguiente: ¿Por quéseguimos siendo católicos hoy? Sin duda, por-que, con el paso de los años, hemos descu-bierto lo razonable que es nuestra fe. Por su-puesto que la fe es un don de Dios, pero, si lahemos conservado, ha sido porque hemoscomprendido que tiene sentido creer, que hayuna lógica de la fe; por eso la hemos conser-vado y fortalecido, luchando contra las tenta-ciones y las dudas. Tal vez no seamos capacesde explicar, si nos aprietan, por qué estamosconvencidos de que la Iglesia Católica es laverdadera Iglesia fundada por Jesucristo, perola respuesta, con todo, yace oculta en el fondode nuestro corazón y de nuestra mente, y, sinos dan tiempo y nos dejan pensar con calma,encontramos las razones que justifican nues-tra convicción.

¿Cuáles son esas razones? Una de ellas, in-dudablemente, es que sólo en la Iglesia Cató-

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lica se encuentra la UNIDAD por la que Cristooró fervientemente: «Para que todos seanuno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti,para que también ellos sean en nosotros y elmundo crea que tú me has enviado...» (Jn 17,21).

En primer lugar está la unidad de la fe.Ninguna otra organización religiosa cuentacon unos miembros tan unidos alrededor delas verdades de su Credo como los católicos.Por encima de la edad, de la nacionalidad, dela educación o la cultura, todos profesamoslas mismas verdades religiosas. Un niño cató-lico alemán de nueve años cree exactamentelo mismo que un anciano obispo de la Argen-tina. Éste comprenderá mejor esas verdades,pero, por lo que a éstas se refiere, ambos pien-san lo mismo.

Esto es, por supuesto, lo que la razón nospide. Sabemos que lo que dice Dios es verdad;verdad para todos y verdad siempre. En mate-ria de vestidos, música, política o alimentosno hay nada escrito, pero en materia de Reli-gión -es decir, de la Verdad Absoluta- todoestá dicho. Si Dios ha dicho que tal cosa esasí, lo será siempre; si es verdad para mí, tam-bién lo es para los japoneses y los filipinos. Siempezáramos a hacer distingos entre las ver-dades divinas; si dijéramos, por ejemplo, quecreemos en el cielo pero no en el infierno oque aceptamos las palabras de Cristo cuandohabló de la necesidad del bautismo pero nocuando dijo «Esto es mi Cuerpo», entonces, o

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estamos negando la existencia de verdadesfundamentales o hemos perdido el juicio.

Precisamente porque intuimos claramenteque la verdad sólo puede ser una, nos resultatan difícil comprender aquellas confesionesreligiosas o «iglesias» que admiten opinionesdistintas. Decir que cada cual puede interpre-tar las Sagradas Escrituras a su manera y pen-sar que todos tienen razón es estúpido. Sinduda, algo no funciona cuando seis personasque se sientan en un mismo banco en la igle-sia piensan de manera distinta sobre su reli-gión y todas ellas se consideran «fieles» aella...

Dios sabe bien -y nosotros también- quenadie merece el don maravilloso de la fe au-téntica. Nunca osaríamos enorgullecemos deposeerla. Nunca deberíamos mirar con aire desuperioridad a quienes no tienen esa suerte.Nunca deberíamos ridiculizar sus creencias silas mantienen de buena fe y las practican. Loque sí debemos hacer es dar gracias a Dioshumildemente y rezar mucho por ellos, paraque se den cuenta de que o LA VERDAD ESUNA, o no es verdad en absoluto. Sólo enton-ces comprenderán que la verdadera Iglesia deJesucristo tiene que ser aquella en la que launidad de la fe sea una señal que todos puedanver. Porque la unidad indica el camino.

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Capítulo XIII

UN ALTAR, UNA CABEZA

1

Sólo los católicos se encuentran corro ensu casa, vayan donde vayan (desde el puno devista religioso, se entiende). Si tienen la siertede poder hacer un viaje en barco alrededa delmundo, hallarán a Cristo esperándoles ei to-dos los puertos en que haga escala: Crisb enel Santo Sacrificio de la Misa, Cristo er susSacramentos.

Sea que visiten Canadá, los Estados Jni-dos o Latinoamérica, sea que recorran Eu-ropa, Asia, África, Australia o las islas de Pa-cífico, en todas partes habrá un sacerdote quecelebre Misa. En Japón, el oficiante seri talvez bajito y amarillo; en la India, morenoy deojos negros; en África, negro como el aaba-che... Es igual, la Misa siempre será la mi.ma,el mismo Sacrificio de Cristo. Y lo que importaes eso.

La lengua será también distinta y la gle-sia, tal vez, una choza de bambú o un b;rra-

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con de madera. Pero eso no cuenta. Lo quecuenta es lo que sucede en el altar, que esexactamente lo mismo en tierra de esquimalesque en una catedral europea.

Si no sabe muchos idiomas extranjeros, elviajero encontrará casi siempre quien le con-fiese en el suyo, aunque, en último extremo,siempre podrá arrodillarse ante el sacerdote, yrezar el «Yo pecador» con sincero arrepenti-miento. La absolución del sacerdote le lim-piará de sus pecados lo mismo que si se tra-tara del párroco de su pueblo.

Al recibir la Comunión, al viajero no lepreocupará lo más mínimo el color de lamano del sacerdote, porque lo importante esla Sagrada Forma, el Cuerpo de Jesús Sacra-mentado, ese Pan del Cielo, símbolo de Uni-dad, que le unirá estrechamente a los feligre-ses de otras razas, quienes dejarán de serextraños para él y se convertirán en herma-nos. Sí, es el mismo Cuerpo de Cristo que es-tarán recibiendo sus familiares y amigos allálejos, en su patria.

Si enferma en un país lejano, el Señor deMisericordia visitará al viajero por medio delSanto Viático. Y la Unción de los Enfermos,que un sacerdote desconocido le administrarási se agrava, le dará la misma fortaleza que ledaría en su casa. Aunque muriese allá lejos,en un rincón del mundo, su muerte nunca se-ría una muerte solitaria.

El inmenso significado que todo esto tienees que la Iglesia Católica es UNA EN EL

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C U L T O y U N A E N L O S SA C R A M E N T O S.A lgo de lo que m uchos cató licos no son cons-cien tes hasta que v iajan , a no ser que con oca-s ió n d e u n C o n g re so E u c a r ís t ico In te rn a -c io n a l u o tro a c o n te c im ie n to d e e sa ín d o leco b ren co n c ien c ia d e la u n ive rsa lid a d d e laIglesia.

S in em bargo , es lógico que así sea, pues talfue lo que C risto qu iso hacer al fundar la Ig le-s ia . P o rq u e É l n o v in o p a ra o fre ce r u n a fe alo s rico s y o tra a lo s pob res; una re lig ión a lo sla tin o s y o tra a lo s an g lo sa jo n es ; u n a sa lv a-c ió n a lo s b lan co s y o tra a lo s n eg ro s. N o . E lS acrific io que É l in stitu yó y lo s S acram en tosque nos legó , iban a ser, po r su m ism a natu ra-leza, los m ejo res m edios posib les de san tifica-ción y , po r eso , ten ían que ser para todos y es-tar a l a lcance de todos.

Y a h em o s d icho an tes q u e la un ida d d e fees co m o u n d is tin tiv o n ecesario d e la Ig lesiafundada po r Jesucristo , un idad que só lo se en-cu en tra en la Ig le sia C a tó lic a . P u es b ien , launidad de culto y la unidad de sacramentos sono tras tan tas señ a les in d icad o ras d e su o rig end iv ino ; señ ales qu e n o se en cu en tran en o trasig lesias o confesiones.

S olem os tener este hecho por sabido y ape-n as le d a m o s im p o rtan c ia . S in e m b a rg o , setrata de algo ún ico en el m undo . A lgo que nosh ace sen tirn o s seg u ro s y tran q u ilo s , es tem o sdonde estem os.

E l v iajero que se ve obligado a atravesar unb o sq u e d en so y d e sco n o c id o , n o lo h ace s in

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ayuda de un guía. No se arriesga a perderseentre las frondas y a morir de hambre y defrío. Procura, además, que el guía sea com-petente. No le importará que sea alto o bajo,joven o maduro, blanco o negro, sino que co-nozca el camino, que esté familiarizado consus sendas y vericuetos, con sus añagazas ypeligros. En una palabra: que sea de fiar. Es ló-gico, ya que durante la travesía del bosque, vaa depender por completo de él, y si no es unbuen guía, su vida puede correr peligro.

Pues bien, Cristo estableció Su Iglesia paraque fuese el guía que nos condujera hasta elcielo a través de la selva de la vida. En esteviaje hacia la eternidad -el más importantepara el hombre-, es fundamental contar conun guía que conozca el camino, que sea com-petente, y que no se equivoque. Cuando setrata de las verdades que hay que creer y delas cosas que hay que hacer para alcanzar elCielo, sería trágico equivocarse. Nos jugamosdemasiado. De ahí que necesitemos un guíade toda confianza.

Esta es la razón por la que cualquiera quetenga dos dedos de frente, cuando se preguntacuál es la verdadera Iglesia de Cristo, llegue ala conclusión de que esa Iglesia tiene que serinfalible, ya que su Fundador no podía permi-tir que se equivocara en tema tan importantecomo es el de la salvación de los hombres.

Es evidente que sería peor que existierauna Iglesia sujeta a error o acertada hoy peroequivocada mañana que la no existencia de

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Iglesia alguna, porque, en este caso, uno po-dría guiarse por su propio instinto y no equi-vocarse, pero, en caso contrario, se equivoca-ría seguro.

Está claro, pues, que la Iglesia fundada porJesucristo tiene que estar protegida contra elerror, ser infalible. No se tratará, por su-puesto, de una infalibilidad referente a temasgeográficos, históricos o científicos -a menosque tengan una relación directa con la reli-gión-, sino a temas de fe y de moral, es decir,aquellos que atañen a la salvación de nuestrasalmas.

A esta cualidad llamada también inerran-cia -imposibilidad de equivocarse- se referíaJesús cuando, hablando de su Iglesia, dijo que«las puertas del Infierno no prevalecerán con-tra ella», y cuando prometió a sus Apóstolesque Él estaría con ellos -es decir, con la Igle-sia- «hasta la consumación de los siglos».

Así pues, teniendo en cuenta que, por lamisma naturaleza de las cosas, la verdaderaIglesia de Cristo tiene que ser infalible, que Élmismo dijo explícitamente que lo sería y quela Iglesia Católica es la única que aseguraserlo, cabe deducir correctamente que esta-mos ante otra prueba de que es, en efecto, laúnica Iglesia fundada por Jesucristo.

Pero hay algo más: Además de ser unaprueba de la divinidad de la Iglesia Católica,la INFALIBILIDAD -centrada en la personadel Papa, Obispo de Roma y sucesor de SanPedro- es también el núcleo fundamental de

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SU UNIDAD, que es otra señal de su divini-dad. Precisamente porque los católicos tene-mos un guía competente, de toda confianza einfalible, tenemos también unidad de fe y desacramentos, de moral y doctrina.

La unidad de fe, de sacramentos y de go-bierno es el triple sello que garantiza que laIglesia Católica es la única Iglesia por la queCristo oró: «que todos sean uno, como Tú, Pa-dre, en Mí y Yo en ti; que sean uno como no-sotros somos uno...».

Actualmente, muchos critican a la IglesiaCatólica por su autoritarismo. Dicen que no es«democrática», que está gobernada «desdearriba». A eso debemos responder que la de-mocracia está muy bien en materias opina-bles, como la política. No cabe duda de que lamayoría puede equivocarse, pero esas equivo-caciones, cuando no se trata de cosas funda-mentales, no suelen ser fatales. Sin embargo,cuando se trata de la Verdad Absoluta, cuandoestán en juego los derechos de Dios y los debe-res del hombre para con Él, cuando lo que sedecide es nuestra salvación eterna, sería fatalequivocarse.

No, no cabe equivocarse en estos temas. Elhombre tiene que agradecer a Dios que hayaprocurado que así sea. Por eso ha queridoofrecernos un guía seguro: el Papa, Vicario deCristo en la Tierra.

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Capítulo XIV

LA VOZ DE LA SANTIDAD

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Benjamín Franklin, en su Almanaque delpobre Richard, dice que «sólo se sabe que unatarta es buena cuando se prueba». Muchos si-glos antes, alguien que era más sabio que élhabía dicho: «Por sus frutos los conoceréis».

Es natural que quien ande buscando laverdadera Iglesia de Cristo siga esta línea derazonamiento: «Jesucristo es Dios y, por eso,infinitamente Santo. En consecuencia, debehaber alguna prueba de la santidad de su Fun-dador en la Iglesia que Él fundó, algo que ma-nifieste Su Espíritu. San Pablo dice que la vo-luntad de Dios es que seamos santos y, comoeso fue también lo que llevó a Jesús a fundarla Iglesia, habrá que ver si hay santidad en al-guna de las que dicen ser su Iglesia».

Evidentemente, nadie que sea sensato pre-tenderá que todos y cada uno de los miembrosde la Iglesia de Cristo sean santos. Él mismola comparó con una red barredera en la que

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hay peces buenos y malos, con un campo en elque crecen el trigo y la cizaña, con unas bodasa las que muchos invitados no llevan el trajeadecuado. Además, Jesús dijo también a losfariseos que «no son los sanos, sino los enfer-mos, quienes necesitan al médico», y que nohabía venido a llamar a los justos, sino a lospecadores. Mientras haya hombres libres, ha-brá traidores; mientras haya hombres que nose arrepientan habrá pecadores.

Sin embargo, es evidente también que laIglesia que Cristo fundó y en la que Él mismovive debe manifestar, de alguna manera, su di-vina presencia. ¿La manifiesta la Iglesia Cató-lica? ¿La manifiesta mejor que otras iglesias?Los hechos prueban que, en efecto, la IglesiaCatólica es la que, de manera especialísima ypreeminente, muestra las señales de la santi-dad de Cristo.

Quien frecuente con asiduidad una iglesiacatólica habrá comprobado con cuánta insis-tencia y variedad de medios (homilías, sermo-nes, catcquesis, retiros, ejercicios espirituales,etcétera) los sacerdotes tratan de persuadir alos fieles de que deben llevar una vida santa.No se limitan a decir vaguedades sobre la con-fianza en Dios o el amor ai prójimo, sino queinsisten una y otra vez en los derechos de Diosy en nuestras obligaciones; unas obligacioneshacia nosotros mismos y hacia el prójimo quebrotan, precisamente, de nuestros deberes ha-cia Dios.

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En efecto: Si la Iglesia Católica no fuera laIglesia de Cristo le sería muy fácil cerrar losojos ante el divorcio, el aborto, el control de lanatalidad o las relaciones sexuales prematri-moniales. No le importaría nada renunciar alderecho a impartir una educación cristiana,ni decir que el marxismo es una excelentedoctrina. Sí, la Iglesia Católica fácilmente seganaría a todo el mundo si renunciara defini-tivamente a predicar la doctrina de Cristo:«Sed perfectos como mi Padre celestial es per-fecto...».

Gracias a Dios, y a la pregunta del Maes-tro: «¿De qué le sirve al hombre ganar elmundo entero si pierde su alma?», palabrascomo sacrificio, valor, mortificación, peniten-cia, santidad, perfeccionamiento e incluso mar-tirio no sólo no han desaparecido del vocabu-lario de la Iglesia Católica, sino que sonpalabras clave en sus enseñanzas, como lofueron en las de Su Fundador. Y no sólo en lasenseñanzas, sino también en la vida de tantoscatólicos que, siguiendo los pasos del Maes-tro, abrazan la Cruz.

A la Iglesia Católica se la ha acusado de in-finidad de cosas; de ser intolerante, rígida, au-toritaria, inflexible... De lo que nunca se la haacusado -que yo sepa- es de predicar unadoctrina fácil, degradante o perversa. Nadie laha acusado de conducir a los hombres al mal.Al contrario, todos admiten que exige dema-siado, una santidad o perfección excesivas...

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Tal vez la señal más clara de que la santi-dad de Cristo está presente en la Iglesia Cató-lica sean las vidas de millones de hombres ymujeres de todo el mundo que se esfuerzan enser fieles a la moral y a la doctrina católicas,que tratan de encarnar en su vida el ideal deperfección que la Iglesia predica. Su santidadpermanece generalmente escondida y alcanzaniveles muy distintos, pero, con su esfuerzo ycon su sacrificio, constituyen el fermento detoda la masa y hacen visible a Cristo en unmundo por Él redimido.

Hay cizaña entre el trigo, por supuesto.Hay católicos con taras y defectos. Políticoscatólicos con las manos sucias, comerciantescatólicos deshonestos, trabajadores católicosineptos y vagos; empresarios injustos... Sí, sepueden encontrar católicos que se emborra-chan y católicos que se prostituyen. Pero todaesa cizaña no impide que el trigo -mucho másabundante- eche sus raíces en un campo san-tificado por la Sangre de Cristo y abonado porlas virtudes de la gran mayoría de los miem-bros de su Cuerpo Místico.

Personalmente, conozco muy pocas perso-nas que se hayan hecho católicas exclusiva-mente a base de argumentos (por eso no doydemasiada importancia a lo que escribo); sinembargo, conozco muchas, muchísimas, quese han convertido gracias al ejemplo de algúnpariente o amigo católico, cuya bondad y hon-radez les impresionó profundamente. Y esque la prueba más eficaz del origen divino de

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la Iglesia Católica está en tu vida y en la mía.Conviene que no lo olvidemos.

Sólo en los Estados Unidos hay más de200.000 hombres y mujeres que han respon-dido sí, en su sentido más pleno, al reto deCristo: «¡Ven y sigúeme!». Son los sacerdotes,los religiosos y las religiosas consagradas que,libremente, han renunciado, por amor deDios, a hacer uso del mayor don fisiológicoque ha otorgado a los hombres: el poder deprocrear, el privilegio de la paternidad. Me-diante el voto de castidad, quedan disponiblespara el ejercicio de un privilegio todavía ma-yor, el de la paternidad espiritual, y así colabo-ran con Cristo en la extensión del Reino de losCielos.

Además de los Diez Mandamientos, esoshombres y mujeres se han comprometido aobservar los consejos evangélicos; los miem-bros del clero secular en el marco de su voca-ción y los de las órdenes y congregaciones re-ligiosas en el de la suya, que lleva implícita lostres votos de pobreza, castidad y obediencia,mediante los cuales se esfuerzan por que lagracia de Dios fructifique en sus vidas.

La obediencia es, tal vez, la virtud que en-traña un mayor sacrificio. Ni siquiera un ma-trimonio cristiano feliz o una situación econó-mica desahogada son bienes tan deseables

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como el de disponer a gusto de la propia vida.Desde el niño que se pregunta por qué tieneque hacer tal cosa, hasta el adulto que no per-mite que nadie le presione en las decisionesque toma, todo el mundo está de acuerdo endar un valor inmenso a su libertad de elec-ción. Por eso es tan difícil poner la propiavida en manos de los superiores religiosos odel Obispo. Sin embargo cientos de miles dehombres y de mujeres lo han hecho, y lo se-guirán haciendo en el futuro. Pero lo más des-tacable y asombroso es que sólo en la IglesiaCatólica se produce este fenómeno. A pesardel gran valor que otras iglesias cristianas dana lo evangélico, en ninguna de ellas se valoranlas virtudes de pobreza, castidad y obedienciade esa manera.

Verdad es que en las iglesias ortodoxas (ra-mas separadas del tronco de la verdadera Igle-sia) se da también la vida monástica, y que enla Alta Iglesia Anglicana -y en la episcopa-liana-, que se consideran también una«rama» de la verdadera Iglesia, existen peque-ños núcleos religiosos de vida en comunidad.Pero estas excepciones se deben, sin duda al-guna, a su proximidad, por su origen y su es-píritu, a la Iglesia de Roma.

Todo esto no quiere decir que todos los sa-cerdotes y los religiosos o religiosas llevanuna vida heroica. Siendo, como soy, sacer-dote, conozco por propia experiencia lo lejosque estamos a veces de vivir el ideal soñado.Tampoco quiere decir que no haya en el

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mundo infinidad de católicos que no son reli-giosos ni han hecho nunca votos y, sin em-bargo, viven heroicamente las virtudes cristia-nas. Los sacerdotes y los religiosos sentimos aveces vergüenza de nosotros mismos al en-contrarnos seglares -solteros, casados o viu-dos- que han alcanzado una gran perfecciónespiritual. Porque la santidad no es una florde invernadero que sólo se dé en los claustroso en los templos.

Lo cierto es que todo el mundo espera en-contrar un reflejo de la santidad de Cristo enla Iglesia por Él fundada, y que cualquier igle-sia, cuyos miembros apenas se distingan delos paganos e incrédulos por su comporta-miento, carece de esa santidad visible, que esun distintivo claro de la verdadera Iglesia deCristo.

Por otra parte, la Iglesia que pueda enor-gullecerse de contar con un vasto ejército dehombres y mujeres dedicadas por entero alservicio de Dios y del prójimo tiene derecho adecir que Dios está con ella. Los incrédulos noquerrán admitirlo, pero no tendrán más reme-dio que reconocer la vida de sacrificio, renun-cia y entrega al servicio del prójimo de tantoslaicos y sacerdotes católicos, religiosos y reli-giosas.

Pero hay una prueba todavía más sólida deque el Espíritu de Cristo y su santidad infinitaactúan constantemente en la Iglesia Católica:la floración de santos canonizables, que se daen ella. Hombres y mujeres (y también niños

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y niñas) que no se limitan a ser más o menos«buenos», sino que se han decidido a aspirara la perfección con heroísmo, a costa de loque sea. Hombres, mujeres y niños cuyo cora-zón está tan abrasado por el amor de Dios queson como antorchas vivientes que iluminana muchos. Mártires, Confesores y Vírgenes.Sacerdotes y religiosos, hombres y mujeres,solteros, casados y viudos. Miles y miles desantos canonizados por la Iglesia. Santo Do-mingo y San Francisco, Santa Juana y SantaBernadette, Santo Tomás Moro y Santa MaríaGoretti... ¿Cómo mencionarlos a todos? Y noson figuras de un pasado remoto, ni un lejanorecuerdo. En cada época surge una nueva ge-neración de santos; constantemente suben alos altares santos nuevos; constantementemueren en olor de santidad católicos que, eldía de mañana, serán canonizados en San Pe-dro; santos cuya santidad será atestiguada porlos milagros que hicieron.

Sin duda se puede encontrar gente buenaen todas las religiones y en muchas sectas*.Ahora bien, en ninguna de ellas se encuentraesa pléyade inmensa de imitadores de Cristoque son los Santos de la Iglesia Católica.

* Ver el Apéndice 11 para ampliar esta idea.

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Capítulo XV

TIEMPO, TERRITORIO Y VERDADLA UNIVERSALIDAD DE LA IGLESIA

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Jesucristo no murió clavado en la Cruzpara salvar a unos cuantos hombres. Tam-poco se propuso que sus enseñanzas y sus do-nes aprovecharan tan sólo a sus contemporá-neos o a los hombres de una determinadanación o de una época concreta. Él vino a re-dimir a todos los hombres, de cualquier país yde cualquier época, mientras existan almasque salvar sobre la tierra.

De este hecho se desprende que cualquieriglesia que diga ser la verdadera Iglesia deCristo debe ser capaz de probar su continui-dad histórica desde los tiempos de Cristohasta este mismo momento. Pues bien, la rea-lidad es que sólo una Iglesia -la Católica-puede probar esto con toda garantía.

No hay que acudir a ningún libro «cató-lico» para refrendar tal hecho. Cualquier ma-nual de historia muestra la continuidad de la

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Iglesia Católica desde los tiempos de Cristohasta nuestros días. Veremos cómo fueronsurgiendo y desapareciendo distintas herejías:en el siglo cuarto, el arríanismo, que negaba ladivinidad de Jesucristo; en el quinto, el pela-ñanismo, que negaba el pecado original y lanecesidad de la gracia; en el noveno, el cismade Occidente, que más tarde se consumaría;en el siglo trece, la herejía albigense... Puesbien la Iglesia Católica superó siempre todasestas pruebas. Luego se produjo la gran cnsisdel Renacimiento. En el año 1517, un monjecatólico que se llamaba Martín Lutero clavóen la puerta de la iglesia del castillo de Wit-temberg, en Alemania, un escrito que conte-nía sus famosas «95 tesis». Con ello iniciabasu existencia la primera confesión protes-tante: la iglesia luterana.

Sería demasiado largo analizar aquí losmotivos que llevaron a Lutero a adoptar unaactitud de rebeldía. Verdad es que existíanabusos en la Iglesia, sobre todo en Alemania,que había que corregir, pero la actitud de Lu-tero se puede comparar a la de un hombrecon dolor de cabeza que, para acabar con susmolestias, decide decapitarse.

Después de que Lutero consumara su rebe-lión y fundara la iglesia luterana, otros siguie-ron su ejemplo. En Inglaterra, el rey EnriqueVIII estableció la iglesia anglicana (1534), quemás tarde adoptaría en los Estados Unidos elnombre de episcopaliana. En Escocia JohnKnox fundó la iglesia presbiteriana (1557).

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Calvino, en Ginebra, estableció la iglesia calvi-nista (1541), cuyos miembros en Francia se-rían conocidos con el hombre de hugonotes.En 1608, John Smyth organizó en Holanda laiglesia baptista. John Wesley fundó en Inglate-rra la iglesia metodista a principios del sigloxvm (1729)... La lista sería interminable siquisiéramos enumerar todas las iglesias, con-fesiones y sectas surgidas desde entonces.

Lo que conviene poner de relieve aquí esque todas esas «iglesias» se establecieron mu-cho después de que Cristo ascendiera a losCielos. Durante varios siglos sólo hubo unaIglesia Cristiana: la Iglesia Católica. Si no hu-biese sido la verdadera Iglesia, ¿qué pensar delos millones y millones de fieles que vivieron ymurieron en ella? ¿Puede pensarse que Jesúspermitió que viviesen y muriesen en el error?¿Tuvo que esperar el mundo a que vinieseMartín Lutero, mil quinientos años despuésde Cristo, para que la humanidad recibiera suauténtico mensaje por mediación del exmonje agustino?

Para el investigador imparcial, que buscasinceramente la verdadera Iglesia de Cristoentre las actuales confesiones cristianas, lahistoria le muestra, sin lugar a dudas, que esaIglesia es la Católica. Jesucristo fundó su Igle-sia para salvar a todos los hombres. Por eso,debe haber existido siempre, a fin de poner adisposición de todas las generaciones su doc-trina y sus sacramentos.

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La Iglesia Católica toma su nombre de estehecho: ser para todos siempre, desde la Ascen-sión del Señor a los Cielos. El adjetivo católicoes de origen griego y quiere decir universal.Fue utilizado ya el año 108 después de Cristopor San Ignacio de Antioquía y en los siglossucesivos se hizo cada vez más frecuente. Des-pués de Martín Lutero, su uso se hizo necesa-rio para distinguir a la Iglesia Católica de lasiglesias reformadas.

Precisamente porque la Verdadera Iglesiade Cristo debe, por su naturaleza, existir siem-pre, estar extendida por todas las naciones yenseñar todas las verdades reveladas por Jesu-cristo, la catolicidad o universalidad es una delas señales propias de la Iglesia auténtica.«Universal en el tiempo, universal en el espa-cio y universal en la Verdad.» Con sus casi dosmil años de historia ininterrumpida, la IglesiaCatólica -y sólo ella- puede atribuirse esa uni-versalidad.

En Alemania, los cristianos pueden ser ca-tólicos o luteranos. En Inglaterra, católicos,anglicanos, metodistas o presbiterianos. EnFrancia, católicos o calvinistas (hugonotes).En Holanda, Noruega, Suecia o Dinamarca,católicos o protestantes de la iglesia evangé-lica o reformada. En Rusia, católicos u orto-doxos. En España, Italia, Portugal, Polonia y

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toda la América Latina, la inmensa mayoríade la población es católica, lo mismo que enFilipinas. En otros países de Asia y África, loscatólicos son una minoría. Sin embargo, vaya-mos donde vayamos, en cualquier país delmundo en que nos encontremos, es fácil com-probar que sólo hay una Iglesia que se en-cuentra en todas partes: la Católica.

Sabemos que Cristo vino al mundo parasalvar a todos los hombres. No vino a fundaruna iglesia inglesa, o alemana, u holandesa.Vino a establecer una Iglesia que superase to-das las barreras de nacionalidad o de raza,que acogiese a todos los pueblos y culturas, enla que todos los hombres se encontrarancomo en su casa. Vino, en suma, a estableceruna Iglesia Católica, universal. Si sus últimaspalabras a los Apóstoles significan algo, esprecisamente eso: «Id y evangelizad a todaslas gentes».

Así pues, si el estar presente en todo elmundo es una señal necesaria de la VerdaderaIglesia de Cristo y si la única Iglesia que la po-see es la Católica, no hay más remedio queconcluir que esa Iglesia, universal en eltiempo y en el espacio, tiene que ser la mismaque fundó Jesucristo.

Con todo, la universalidad de la Iglesia deCristo incluye todavía otro aspecto. Ademásde tener una existencia ininterrumpida desdeel siglo i, además de haber cumplido el man-dato de predicar el Evangelio a todos los pue-blos, la Verdadera Iglesia de Cristo debe ense-

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ñar también todas las verdades que Cristomismo enseñó. Es decir, debe ser universal ensu doctrina tanto como en el espacio y en eltiempo.

Este aspecto de la universalidad de la Igle-sia Católica tal vez no sea tan evidente para al-guno como los otros dos. Sin embargo, quienconozca bien la historia de las distintas confe-siones cristianas tendrá que reconocer que to-das las iglesias surgidas después de 1517 em-pezaron negando alguna de las verdadesmantenidas por la Iglesia desde los primerostiempos.

Martín Lutero, por ejemplo, aseguraba quela fe en Cristo, en cuanto Redentor, era loúnico que se necesitaba para salvarse. En con-secuencia, rechazaba el valor de las obrasbuenas que el hombre pudiera hacer, ayudadode la gracia, es decir, la posibilidad de merecerel cielo. Y como el Apóstol Santiago decía que«la fe sin las obras está muerta», omitió lacarta correspondiente (St 2, 17) en su traduc-ción de la Biblia. Pronunciase o no Lutero lafamosa frase que dice «peca fuerte, pero creemás fuerte», lo cierto es que implícitamente lasostenía. Por eso suprimió el Sacramento dela Penitencia en su iglesia, así como la SantaMisa y otras muchas prácticas religiosas queél consideraba supersticiones sin valor al-guno.

John Knox, fundador del presbiteria-nismo, hizo de la doctrina de la predestina-ción el punto central de su credo. Esta doc-

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trina enseña que Dios ha decidido desde todala eternidad los que irán al Cielo y los que iránal Infierno, por lo que es inútil hacer cual-quier cosa para evitarlo. Lo cual va en contrade la verdad católica que afirma que nuestrasoraciones, nuestras buenas obras y la recep-ción de los sacramentos nos proporcionan lagracia y nos hacen merecer la salvacióneterna. Según Knox, es inútil esperar que Diosse apiade de nosotros si no estamos entre losque ha decidido salvar.

En general, los Fundadores de las diversasiglesias reformadas fueron hombres -a me-nudo buenos y bienintencionados- que se fija-ron en algunos aspectos del cristianismo y pu-sieron especial énfasis en algunas verdadescon detrimento de todas las demás. MartínLulero tenía razón cuando decía que es im-prescindible creer en Cristo Redentor, pero seequivocaba al afirmar que era lo único nece-sario. John Knox estaba en lo cierto cuandodecía que Dios sabe quiénes irán al cielo yquiénes no, pero se equivocaba al pensar queel conocimiento que Dios tiene de los hechoses lo que los provoca.

Repasando la doctrina cristiana a lo largode los siglos, el investigador sin prejuiciosdescubre fácilmente que la Iglesia Católica esla única que ha preservado, propuesto y trans-mitido, generación tras generación, la totali-dad de las verdades que enseñó Cristo y predi-caron los Apóstoles. Todo lo que Cristo revelóy sólo eso.

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Universal en el tiempo, universal en el es-pacio, universal en sus enseñanzas: tales sonlas marcas de universalidad que Cristo impri-mió en Su Iglesia. Unas marcas que sólo seencuentran en la Iglesia Católica, llamada asíprecisamente por eso.

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Capítulo XVI

LA IGLESIA DE LOS APÓSTOLES

1

¿Por qué los católicos no llaman a sus pas-tores predicadores o ministros? El sacerdotecatólico es, en efecto, un predicador cuandoexpone la Palabra de Dios en la Santa Misa; estambién un ministro, al servicio (ministro sig-nifica servidor) de las almas que tiene confia-das. Sin embargo, el clérigo católico es muchomás que un simple predicador o un ministro,porque, además de predicar, administrar lossacramentos y servir a su rebaño de diversasformas, ofrece un sacrificio en nombre deCristo: el Santo Sacrificio de la Misa. Por esorecibe el nombre de sacerdote: el que ofreceun sacrificio.

Cuando un protestante es hecho ministrose convierte simplemente en un delegado desu iglesia particular, autorizado oficialmentepara predicar el Evangelio y encargarse deuna congregación de fieles, pero nada funda-mental cambia en él, ya que no recibe ningún

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poder que no tuviera antes. Sin embargo,cuando un católico recibe el Sacramento delOrden, se opera en él un gran cambio, porquerecibe un poder maravilloso que no tenía an-tes: el poder de convertir el pan y el vino en elcuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesu-cristo; el poder de pronunciar las palabrasmediante las cuales el Redentor, una y otravez, renueva el ofrecimiento de sí mismo alPadre que realizó en la Cruz. Éste es el poderque hace de un hombre un sacerdote. Un po-der que se ha ido transmitiendo, sin interrup-ción, de Cristo a los Apóstoles y de éstos hastael último sacerdote ordenado hoy.

Fue en la Última Cena cuando Cristo enpersona convirtió a sus Apóstoles en Sacerdo-tes, los ordenó, por decirlo así. Después de ha-ber convertido El mismo el pan y el vino en supropio Cuerpo y en su propia Sangre, cele-brando así -en cierto modo- la primera Misa,Nuestro Señor pronunció las palabras con lasque administró a los Apóstoles el Sacramentodel Orden por primera vez: «Haced esto -lesdijo- en memoria mía». Es decir, que lesmandó realizar la misma acción sagrada queÉl había llevado a cabo, dándoles, natural-mente, el poder de realizarla.

Cualquier sacerdote católico de hoy, sitiene tiempo y dinero para investigarlo, po-dría descubrir la línea ininterrumpida queune su sacerdocio con el del mismo Cristo.Supongamos que el Reverendo Father Jonesacaba de ser ordenado por el obispo Smith en

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los E stados U nidos. M onseñor S m ith fu e con-sag rad o o b isp o p o r M o n señ o r F ly n n , y é s tepo r M onseño r M eyers, a finales del sig lo x ix .E l im aginario F ather Jones, al realizar esta in -vestigación , v ia jaría de c iudad en ciudad y deo b ispado en ob ispado buscando docu m en tos.A sí llegaría a B altim ore, donde M onseñor C a-rro ll, con sag rad o o b isp o en Ing la te rra , fu e e lp r im er A rzo b isp o d e lo s E s tad o s U n id o s d eN o rteam érica . N u es tro sa ce rd o te - in v es tig a -do r tend ría , pues, que cruzar el A tlán tico paraseg u ir av erig u and o . Y a en G ran B re tañ a, re -tro c e d ien d o d e o b isp o e n o b isp o , l leg a ríah as ta S an A g u s tín d e C an te rb u ry , e l g ranap ó sto l d e Ing la te rra , co n sag rad o o b ispo p o rel P apa S an G regorio en el siglo v i. Y una vezen R o m a , n u es tro im ag in a rio sa c e rd o te p o -d ría llegar hasta e l p rim er P ap a, S an P ed ro , yde S an P ed ro hasta C risto .

N i qué decir tiene que todo esto es h ipo té-tico . N o sería fácil log rar tales resu ltados en lap rác tic a , p o rq u e en e l cu rso d e v e in te s ig lo sh a h ab id o in f in id ad d e g u e r ra s , in c en d io s yo tra s c a tá s tro fe s q u e h a n d e s tru id o m u ch o sarch ivo s. L o cu al no resta im po rtan c ia a l h e-ch o d e q u e e l p o d e r d e l S ac e rd o c io s e h atransmitido, en línea directa y continua, desdeC risto y lo s A pó sto les, h asta e l ú ltim o d e lo so b isp o s co n sag rad o s h o y . C o m o u n a cad en ade oro que en laza las cuen tas de un ro sario , e lS ac ram en to d e l O rd en en laza , u n a tras o tra ,las sucesivas generaciones de ob ispos y sacer-d o tes hasta lleg ar a C risto .

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Esto es lo que queremos dar a entender -almenos en parte- cuando decimos que la Igle-sia Católica es apostólica. Así como los reyestenían que probar antiguamente que llevabansangre regia en las venas para acceder altrono, cualquier iglesia que se proclame la au-téntica Iglesia de Cristo tiene que ser capaz deprobar que procede directamente de los Após-toles. Dicho de otra manera: la apostolicidades una señal imprescindible de la VerdaderaIglesia de Cristo, y esa señal sólo se encuentraen la Iglesia Católica.

«Quien a vosotros escucha, a Mí me escu-cha», dijo Jesús a sus Apóstoles, y sus pala-bras resuenan a lo largo de los siglos. Única-mente aquella Iglesia de la que fluye el podery la autoridad de los Apóstoles tiene derecho ahablar en Su Nombre.

«Demuéstrame que eso está en la Bi-blia y lo creeré»...«No creo en nada que no esté en la Bi-blia»...«Nadie tiene que decirme lo que tengoque creer. Me basta con la Biblia»...«Los católicos no leen la Biblia. Creenen todo lo que les dicen los curas»...

Frases como éstas son frecuentes en labiosde los no católicos. Si quienes las formulan

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buscan honestamente la verdad y no autojus-tificarse, resultará relativamente fácil expli-carles unas cuantas cosas en las que quizá nohayan reparado.

En primer lugar, les podemos preguntarpor qué creen que la Biblia es Palabra de Dios,ya que no hay nada en ella misma que lo ga-rantice. Ha sido la Iglesia Católica la que hadicho que la Biblia es un libro inspirado porDios, por lo cual, si no se cree en la Iglesia Ca-tólica, no hay razón alguna para creer en laBiblia. En efecto: fue la Iglesia Católica laque, durante el siglo i después de Cristo, fuereuniendo pacientemente los escritos auténti-cos de los Apóstoles y discípulos del Señorque los escribieron; la que, meticulosamente,los examinó todos y determinó cuáles eranauténticos y cuáles eran «apócrifos», es decir,escritos por personas tal vez bienintenciona-das, pero que no estaban inspiradas por el Es-píritu Santo; la que, finalmente, ordenó losdistintos escritos del Nuevo Testamento y losañadió a los del Antiguo Testamento, redacta-dos por los autores del pueblo judío -patriar-cas, profetas, etc.-, que también los habían es-crito inspirados por Dios. Hecho todo lo cual,la Iglesia Católica declaró solemnemente:«Éstas son las Sagradas Escrituras; ésta es laPalabra de Dios».

Pues bien, la primera iglesia protestante oreformada -la luterana-, se fundó mil qui-nientos años después de Cristo. ¿Cómo habríapodido saber Martín Lulero que la Biblia que

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él tanto estimaba era palabra de Dios si laIglesia Católica no lo hubiese dicho?

Por otra parte, si Cristo hubiese queridoque nos guiásemos por un libro y sólo por unlibro, ¿por qué iba a haber dicho a sus Apósto-les que fueran por todo el mundo «predi-cando» y «enseñando» en lugar de decirlesque lo pusieran todo por escrito? Si sólo en laBiblia se pudiese encontrar la Palabra deDios, ¿cuál hubiese sido la situación de losprimeros cristianos? Los evangelios y las car-tas fueron escritos muchos años después de laAscensión del Señor a los cielos; además,hasta la invención de la imprenta en el sigloxv, las Biblias escaseaban y quien quisieradisponer de una tenía que copiarla a mano...si sabía escribir. ¿Cómo iban a salvar su almalos miles y miles -millones- de cristianos queno sabían leer ni escribir ni disponían de una?¿Dios los condenaría por eso?

Ni qué decir tiene que los católicos cree-mos en la Biblia, en todos y cada uno de los li-bros que la componen. Creemos que en ella secontiene la Palabra de Dios. Pero, al mismotiempo, creemos también que necesitamosuna Palabra Viva, una Voz inspirada que ex-plique e interprete el contenido de la Biblia.Esa voz es la del Magisterio de la Iglesiafundada por Jesucristo.

La experiencia nos muestra lo fácil que escaer en el error cuando tratamos de interpre-tar las Sagradas Escrituras personalmente.San Pedro mismo, en la segunda de sus car-

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tas, dice, refiriéndose a las cartas de San Pa-blo, que «hay en ellas cosas difíciles de enten-der, que los ignorantes y los débiles interpre-tan torcidamente -como también las demásEscrituras- para su propia perdición» (3,16)*.

Sí, los católicos creemos en la Biblia, perotambién en todo lo que Cristo enseñó, en todolo que los Apóstoles predicaron, aunque noesté contenido en la Biblia. Las palabras quelos Evangelios y las cartas de los Apóstoles po-nen en labios de Jesús las podría haber dicho elSeñor en un par de días si las hubiese pronun-ciado de corrido. ¿Sería eso y sólo eso todo loque dijo durante los tres años de su predica-ción? ¿Estaría repitiendo durante todo esetiempo las mismas cosas sin cesar? Evidente-mente, no. El Apóstol San Juan, al final de suevangelio, aclara por dos veces la cuestión. Enel capítulo 20 (30-31) dice: «Jesús realizó enpresencia de sus discípulos otras muchas seña-les que no están escritas en este libro. Éstas lohan sido para que creáis que Jesús es el Cristo,el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáisvida en su nombre». Y en el capítulo 21 (25) in-siste: «Hay además otras muchas cosas quehizo Jesús, que si se contaran una por una,

* En la misma carta, San Pedro afirma taxativamente que«ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse porcuenta propia; porque nunca profecía alguna ha venido porvoluntad humana, sino que hombres inspirados por el Espí-ritu Santo han hablado de parte de Dios» (1, 20-21) (N. del T.).

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pienso que ni todo el mundo bastaría para con-tener los libros que se escribieran».

Los católicos creemos que existen dosfuentes de las que mana la Verdad: la Biblia(interpretada válidamente por el Magisteriode la Iglesia) y la Tradición, la cual está for-mada por el conjunto de verdades que, ense-ñadas por Cristo y predicadas por los Apósto-les, no están recogidas en los Evangelios ni enel resto de los libros del Nuevo Testamento.Esas verdades constituyen un tesoro, un depó-sito intangible transmitido de generación engeneración por la Iglesia, cuyo mandato di-vino consiste precisamente en guardar, pre-servar y transmitir todo lo que enseñó Cristo,esté escrito o no.

La Iglesia nunca nos manda que creamosen algo (es decir, nunca «define un dogma») sinasegurarse de que la verdad propuesta fue en-señada y mantenida por los Apóstoles o, al me-nos, de que se desprende directamente de susenseñanzas. La Iglesia Católica no propondránunca a sus fieles una nueva doctrina. La reve-lación concluyó con la muerte del último de losApóstoles, San Juan Evangelista. La Iglesia noha enseñado nada nuevo desde entonces.

La Iglesia que afirme ser la que fundó Je-sús tiene que ser apostólica; tiene que poseerlos poderes espirituales que Cristo confió asus Apóstoles; tiene que enseñar todas las ver-dades que predicaron ellos. Históricamente,sólo hay una Iglesia que pueda probar todoesto: la Iglesia Católica.

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Apéndice I

¿CÓMO ES DIOS?*

1

En una reciente encuesta realizada en losEstados Unidas, se preguntaba a los encuesta-dos -entre los que había personas de todotipo- si creían en Dios. Más del 95 por 100respondía afirmativamente, lo que prueba queen Norteamérica hay poquísimos ateos. Ahorabien, una vez hecha esta constatación, surgeuna duda: ¿Cómo será el Dios en que dicencreer muchos de ellos? Porque preguntar auna persona si cree en Dios es algo así comopreguntarle si cree en la democracia. Casitodo el mundo responderá que sí, aunque suidea de la democracia sea completamente dis-tinta.

Mucha gente tiene una vaga idea de Dios.Unos piensan que es una especie de Poder es-piritual, a menudo impersonal y totalmente

*E1 autor solamente habla en este Apéndice de los atribu-tos de Dios; no es su propósito explicar que en Dios hay tresPersonas (N. del T.).

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ajeno a los avalares del universo. Otros creenque no es más que la suma de las fuerzas físi-cas que rigen ese mismo universo. Otros loconsideran como una simple Idea o un Ideal,una proyección de anhelos y aspiraciones delhombre.

Existen, pues, muchas representaciones oideas de la divinidad, por lo que, cuando sepregunta a alguien si cree en Dios, no bastacon que diga que sí. Lo importante es saberqué idea tiene de Dios, porque, a lo mejor,cree en algo que, en realidad, no es Dios.

Nuestra idea de Dios es bastante clara. Dehecho, lo puede ser para cualquiera que seacapaz de sumar dos y dos. Basta con com-prender, a partir de la observación del mundoque nos rodea, que Dios es el Principio detodo cuanto existe, la Primera Causa de todoy, por lo tanto, un Ser Incausado. Existir es,pues, algo que está en la misma naturaleza deDios. Existe por Sí mismo y no debe la exis-tencia a nada ni a nadie. Cuando Moisés le pi-dió a Dios que se definiese a Sí mismo, Dios ledijo: «Yo soy el que soy». Dicho de otra ma-nera: nada de lo que existe es en términos ab-solutos, excepto Dios; las demás cosas son encuanto que Dios les ha dado el ser. Todas tie-nen su causa en Él y no pueden existir separa-das de Él, lo mismo que la luz del día nopuede existir separada del sol.

Espero que se me perdone el seguir una ar-gumentación claramente intelectual, pero nohay otra manera de llegar a la conclusión de

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que Dios es un Ser Infinito. En efecto: Puestoque no existe nada que no esté ya en Dios,nada de cuanto existe añade nada a Dios. Locual es tanto como decir que Dios lo tienetodo, o, como dicen los filósofos, «Dios poseela plenitud del ser». Que es precisamente loque queríamos expresar al decir que Dios esInfinito o infinitamente perfecto. Cualquiercosa que podamos imaginar, cualquier perfec-ción, se encuentra ya en Dios. Si no se encon-trara, ni siquiera la podríamos imaginar.

Dando un paso más con nuestra razón,comprenderemos que Dios tiene que ser espi-ritual, espíritu puro. En efecto: Todo lo corpo-ral, todo lo material, está compuesto de partesque, lógicamente, alguien ha tenido que en-samblar. Ningún ser corporal es capaz de jun-tar las partes de que está compuesto; es más,ni siquiera puede existir hasta que sus dife-rentes partes han sido reunidas. Por tanto, siDios fuese un ser corporal, cabría pregun-tarse: ¿Quién juntó las diferentes partes quecomponen a Dios? La respuesta, evidente-mente, es nadie, ya que Dios es la Causa detodo cuanto existe y nada puede existir fuerade Dios. Así pues, Dios no puede tener partes.Tiene que ser lo que los filósofos llaman unSer simple, inmaterial, es decir, espiritual.

Siendo como es indiviso e indivisible, po-demos afirmar sin temor a equivocarnos-aunque antes hayamos dicho que «lo teníatodo»- que Dios no tiene nada. Y siendo comoes simple, perfecto en su mismo ser, podemos

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a firm a r ta m b ié n q u e es to d o . D ic h o d e o tram anera: D ios no tiene sab idu ría ; es la S ab idu-ría. N o tiene poder; es el m ism o poder, es T o-dopoderoso . D ios no tiene m isericord ia ; es laM iserico rd ia . D ios no tiene v ida; es la m ism aV ida.

B ien . E l q u e m e h ay a seg u id o h a s ta aq u í-y m ucho m e tem o que he condensado dem a-s ia d o u n a a rg u m e n ta c ió n q u e o c u p a ría m u -ch as pág in as en u n lib ro d e teo lo g ía - se da rácuen ta de lo densa de con ten ido que es la res-p u e s ta a la p re g u n ta d e l c a te c ism o so b re lan a tu ra le z a d e D io s , c u a n d o lo d e f in e a s í :« D io s e s e s p ír itu p u ro , in f in ita m e n te p e r -fecto».

E n m i juven tud , cuando algún c irco am bu-la n te lle g a b a a la c iu d a d , m i m a y o r ilu s ió nconsistía en v isitar el «m o todrom o». D enom i-n áb am o s as í a u na esp ec ie d e g igan te sco to -n e l, a b ie rto p o r a rrib a y d e p a red es lisa s , encu y o in te rio r d ab a n v u e lta s y v u e lta s en su sm o to c ic le ta s v a rio s m o to ris ta s q u e p a rec ía nd e sa fia r la le y d e la g ra v e d a d . P a g á b a m o su n o s c e n ta v o s , s u b ía m o s u n a s e sc a le ra s ycon tem p láb am os , desde u na p la ta fo rm a ad o -sada a la abertu ra superio r, las evo luc iones delos m otoristas en e l in terio r del « tonel». N oso-tro s , d e s d e a r r ib a , a p o s tá b a m o s p o r e l p r i-m e ro , e l s e g u n d o o e l te rce r m o to ris ta , p e ro

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para el vigilante que estaba abajo, en el fondodel «tonel», y contemplaba desde el centro delmismo las circunvalaciones de los tres moto-ristas, no había primero, segundo y tercero,porque los tres giraban alrededor de su ca-beza a la misma distancia. Pues bien, eltiempo, tal como nosotros lo concebimos -se-gundos, minutos, horas, días, meses y años-viene a ser algo parecido a las evoluciones delos motoristas en el «motodromo» respecto aDios, que es el vigilante que «está en el cen-tro». Todos los «motoristas» están igualmentepróximos a Él. No hay «primero», «segundo»,y «tercero», no hay pasado, presente y futuropara Dios, porque lo ve todo en un presenteconstante al que llamamos eternidad.

No es fácil expresar esta idea, aunque se-pamos que Dios es eterno. «Era, es y será»,dice el catecismo, con lo cual ya estamos in-troduciendo, sin darnos cuenta, una nociónde temporalidad. Ahora bien, ¿cómo expresar,si no, la idea de eternidad?

La razón nos dice que Dios tiene que sereterno, es decir, un Ser sin principio ni fin, yaque posee la existencia por naturaleza. Si hu-biese habido un tiempo -aunque fuese hacemillones y millones de años- en que todavíano existía, no sería Dios. Si hubiese empezadoa existir, alguien tendría que haberle creado,por lo que ese Alguien sería el verdadero Dios.Porque, evidentemente, el Ser que es causa detodo cuanto existe tiene que ser Él mismo in-causado, es decir, sin principio. Y como existe

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por sí mismo, tampoco puede tener fin. Asícomo es propio de la naturaleza de una plantacrecer, de la de un animal cambiar de lugar yde la de un hombre pensar, lo propio de la na-turaleza de Dios es ser y existir, lo cual, en Él,es exactamente lo mismo.

Esto no quiere decir que Dios exista indefi-nidamente en el tiempo, como a veces solemospensar. No, no es eso. En realidad, la eterni-dad no tiene ninguna relación con el tiempo.Éste, según la definición de los filósofos, es«la medida del cambio». Es decir, lo que mideel nacimiento, el crecimiento, la vejez y lamuerte; las transformaciones químicas yla distribución de los átomos; la oxidación, lacorrosión y la corrupción de los elementos; elcalor y el frío; la luz y las tinieblas. El tiempoexiste porque hay cambio en el mundo. Poreso, hasta que Dios creó el universo materialno hubo tiempo y si el universo material vol-viera a la nada de su origen, desaparecería eltiempo.

La eternidad es, pues, un AHORA perpe-tuo. Podríamos decir que es un «instante» oun «momento» eterno, pero estaríamos intro-duciendo otra vez la noción de tiempo, ya quela eternidad es ajena a la duración, al «antes»y «después» o al «ahora mismo». Es unAHORA absoluto, que lo abarca todo.

Todo esto puede parecer confuso e inclusocontradictorio, pero es natural que así sea. Alfin y al cabo, las ideas que formamos en nues-tra mente, y más aún las palabras de que dis-

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ponemos para expresarlas, están al servicio deuna experiencia vital que se desarrolla en eltiempo y en el espacio. Por eso, cuando utili-zamos pensamientos y palabras humanaspara hablar de Dios y de su naturaleza, somoscomo escultores que pretendieran labrar unaestatua a martillazos, en lugar de hacerlo conel cincel o la gubia. Es decir, que no dispone-mos de instrumentos adecuados para captarla realidad divina.

Esto no quiere decir que lo que pensamosde Dios y lo que decimos de Él sea falso, sinoque no puede ser exacto. Sólo cuando le vea-mos cara a cara sabremos cómo es. Si nuestrointelecto limitado fuera capaz de captar todala realidad de Dios, sería infinito, pero no loes. Nuestra mente es tan incapaz de abarcar laplenitud divina como un jarro de contenertoda el agua de los océanos.

Los astrónomos, esos hombres que estu-dian el firmamento, hablan de un universo enexpansión. Su estudio de los astros parecemostrar que las galaxias se alejan unas deotras a una enorme velocidad. Eso quiere de-cir que, cuanto más se alejan, más espacioocupan, ya que el espacio no existe hasta quehay algo en él. Así como el tiempo no es másque la medida del cambio de las cosas crea-das, el espacio es la medida de la extensión de

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las cosas materiales y de la distancia que lassepara. Estrictamente hablando, no hay «es-pacios vacíos». Cuando utilizamos esta expre-sión, solemos olvidar que todo espacio estálleno de algún elemento material, sea el oxí-geno y el nitrógeno en el aire, sea el éter uotros elementos en el espacio interestelar.Cuando se rebasan los límites del universo, elespacio deja de existir, porque en todo espaciotiene que haber algo mensurable, algo mate-rial.

No hay ciencia que incite tanto al hombrea la humildad como la astronomía. Los astró-nomos no miden las distancias en kilómetros,ni en millas, sino en años-luz. Un año-luz es ladistancia que recorre la luz en un año: ¡Seisbillones de millas! Nueve billones y medio dekilómetros! Así, cuando un astrónomo nosdice que tal o cual estrella está a una distanciade varios millones de años-luz, nos damoscuenta de la inconmensurable grandeza delpoder creativo de Dios y, también, de las in-calculables sorpresas que nos esperan en elCielo. ¿Encontraremos allí almas procedentesde planetas que dejaron de existir hace millo-nes de años y de planetas que -desde nuestropunto de vista- «todavía» no existen en estetiempo nuestro? Tales especulaciones, aunquesean irrelevantes para nosotros y no influyanen nuestra vida, nos ayudan a darnos cuentade nuestra pequenez. La grandeza del uni-verso, las dimensiones del espacio, nos ayu-dan también a comprender mejor ese atributo

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divino que llamamos inmensidad, aunqueconviene aclarar enseguida que la «inmensi-dad», aplicada a Dios, es un concepto filosó-fico y teológico que no tiene nada que ver conel espacio, el tamaño, la cantidad o la exten-sión. Inmenso, en este sentido, quiere decir in-conmensurable, es decir, que no tiene medida,que no se puede medir.

El que Dios sea inmenso, en este sentido,es una consecuencia de su ser infinito, ya queinfinito es lo que no tiene límites de ningúntipo. Dios es totalmente ajeno a toda medida,a todo límite. Al espacio se le puede medir,pero a Dios no. Aunque pusiésemos una vallaalrededor del Universo, no podríamos decirque hemos «atrapado» a Dios en su interior.Así como el tiempo es la medida del cambio,el espacio lo es de la materia. Tanto el tiempocomo el espacio dejarían de existir con el uni-verso material.

Esto no significa que no podamos decir«Dios está aquí». Sí, Él está aquí. Está en to-das partes. Lo más difícil de comprender esque todo Él está aquí. No es que una parte deDios esté aquí y otra parte en distinto lugar,sino que está plena y enteramente aquí, dondeyo estoy, y en cualquier otro lugar.

Volvemos a darnos cuenta de lo difícil quees hablar de Dios con exactitud. Sólo dispone-mos de conceptos humanos, de palabras hu-manas, que son inadecuadas cuando se apli-can a la divinidad. Decimos, por ejemplo, que«Dios descarga su ira sobre el pecador»,

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cuando, en realidad, Dios es ajeno por com-pleto a la ira. La ira, como todas las pasiones,implica un cambio en la persona que la pa-dece, y Dios no puede cambiar. Todo cambioimplica, a su vez, una transformación que me-jora o empeora al sujeto que lo experimenta,pero Dios es infinitamente perfecto y nopuede mejorar ni empeorar.

Está claro, pues, que, cuando hablamos de«la ira de Dios», nos estamos expresando a lohumano. Si un hombre peca, la actitud deDios hacia él no cambia en absoluto, es elhombre el que cambia de actitud hacia Dios.El amor infinito de Dios sigue siendo elmismo; lo que pasa es que el hombre, al pecarmortalmente, rechaza ese amor. Es algo pare-cido a lo que ocurre con esos animales que nopueden soportar la luz del sol.

Hablar, pues, de la ira de Dios no es másque usar una metáfora que requiere una am-plia explicación. Lo cual no quiere decir quesea malo utilizar ese lenguaje, ya que elmismo Dios lo emplea a menudo en las Sagra-das Escrituras. Lo importante es que no olvi-demos nunca que se trata de un lenguaje figu-rado, de una comparación, no de la expresiónexacta de una realidad. Muchas de las llama-das «tentaciones contra la fe» provienen de ol-vidar este hecho.

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Si Dios no puede cambiar, ¿por qué rezar?Si sabe desde toda la eternidad lo que va a su-ceder, ¿cómo hacerle cambiar de parecer? Siestoy enfermo y ha decidido que muera, ¿porqué pedirle que me salve?

Son razonamientos que habremos oído al-guna vez y que incluso nosotros tal vez noshayamos hecho, rechazándolos como tenta-ciones o buscando la respuesta por nosotrosmismos. Porque hay una respuesta a esas pre-guntas, basada en otro atributo de Dios: su sa-biduría infinita.

Al ser infinitamente perfecto y no habernada que exista con independencia de Él, nopuede haber nada que Dios desconozca, nin-guna verdad ignorada por Él. Al conocer to-das las cosas, conoce también las que para no-sotros son futuras. Dios conoce, pues, desdetoda la eternidad, lo que le pediremos ennuestras oraciones, los sacrificios que hare-mos, las buenas obras que realizaremos.Desde el principio -es decir, en la eternidad-,Dios tiene en cuenta todos los movimientos denuestra voluntad, trazando sus planes deacuerdo con ellos. Cuando dirijo a Dios unaplegaria no le cojo por sorpresa, de forma quetenga que cambiar sus planes, ya que, desdetoda la eternidad, «sabía» que se la iba a diri-gir y la respuesta que le iba a dar.

«¿Y si cambio de parecer y decido no rezaresa plegaria?» La pregunta es ociosa, porque

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Dios también «sabía», desde toda la eterni-dad, que yo iba a cambiar de parecer y lo ha-bía tenido en cuenta. ¿Acaso cabe pensar quepodemos coger a Dios desprevenido?

«De acuerdo. Dios lo sabe todo. Sabe loque haré mañana, y pasado, y al otro. Ahorabien, si lo sabe y no puede equivocarse, tieneque suceder. Lo cual destruye nuestra liber-tad, porque, hagamos lo que hagamos, Dios lotenía previsto...».

Es ésta una forma de razonar que ha traí-do de cabeza a mucha gente (ojalá que no anosotros). El error está en confundir el cono-cimiento que Dios tiene de todas las cosas conla realización de las mismas. Las cosas no su-ceden porque Dios las conozca, sino que lasconoce porque suceden. Incluso a nivel hu-mano, no se nos ocurre pensar que nosotrosseamos los causantes de que algo suceda porel simple hecho de que sepamos que va a su-ceder. Si me asomo al balcón y veo que dosautomóviles se aproximan a gran velocidad endirección contraria por una calle estrecha y deuna sola dirección, sé que chocarán, pero esono quiere decir que yo sea el responsable de lacolisión. Los únicos responsables serán losconductores. Algo parecido ocurre con el pe-cado. No puedo excusarme pensando que,puesto que Dios sabía que iba a pecar, notengo responsabilidad alguna. Lo que Dios sa-bía es que yo/libremente, escogería el pecado,pero ese conocimiento no es causa de mi pe-cado.

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«Está bien. Pero si Dios cdhoce todo,desde toda la eternidad tenía que saber queAdán y Eva pecarían, y los hombres que ven-drían después, también. ¿Por qué, entonces,no nos hizo impecables? ¿Por qué no creóhombres que tuviesen que ser necesariamentebuenos?»

Para contestar a esta pregunta, hay que re-cordar por qué nos hizo Dios. Como ya hemosdicho en otro capítulo, Dios nos creó para serfelices gozando de Él en el cielo. Ahora bien,para ser felices y gozar de Dios es precisoamarle, ya que el amor de Dios es lo que capa-cita al hombre para verle y gozar de su pre-sencia. Así como sin ojos no podemos con-templar el mundo que nos rodea, sin amor nopodemos contemplar a Dios, ni ser felices enel cielo.

Ahora bien, ¿qué pasa con el amor?... Quetiene que ser libre. No se puede forzar el amor.Ningún padre puede hacer que su hijo le amea fuerza de bofetadas. Juan no se puede ganarel amor de Pilar poniéndole una pistola en elpecho y diciéndole: «O me amas, o te mato».De ahí, lo absurdo de pensar en unos hombresque tuvieran que amar necesariamente a Dios.

Así pues, Dios tuvo que escoger entre creara los hombres libres para que pudiesen amar-y por lo tanto no amar- o no crearlos en ab-soluto. Felizmente, Dios optó por crearlos(aun sabiendo que algunos rechazarían elamor), porque muchos responderían a suAmor con amor y serían eternamente felices

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en el cielo. Hablando a lo humano, puede de-cirse que Dios hubiese querido que todos loshombres lo fueran. Ésa era su idea, pero Adány Eva, haciendo uso de su libertad, cambiaronel cuadro por completo.

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A p én dice II

¿Q UIÉN ES V A N A L CIELO?

E n e s te l ib ro h e d ic h o q u e « e n to d a s la sig lesias y c o n fesio n es re lig io sas h a y p erso n asb u e n a s» , a f irm a c ió n q u e n o s lle v a a fo rm u la rla sig u ie n te p re g u n ta : ¿S e p u e d e ir a l c ie lo s inser cató lico? L a respu esta es q ue sí, pero ex ig ea lg u n a s m atiz a c io n e s.

L o p rim ero q u e n o co nv ien e o lv id ar es q u e«fu era d e la Ig lesia n o h a y sa lv a c ió n » , lo c u a lq u ie re d e c ir q u e q u ie n n o s e a c a tó lic o n o iráal cielo si es responsable de no serlo. En efecto,C ris to n o fu n d ó su Ig les ia p o r c a p ric h o , p a raq u e fu era u n a esp ecie de c lu b esp iritua l a l q u ese a p u n ta ra q u ie n q u is ie ra . L a fu n d ó p a ra se ru n a p ro lo n g a c ió n v is ib le d e É l m is m o e n e ltie m p o , p a ra q u e to d o s lo s h o m b re s e s tu v ie -ra n u n id o s a E l y , a t ra v é s d e la Ig le s ia , p u -d ie s e e n s e ñ a r n o s la V e rd a d y o to rg a r n o s lag rac ia d iv in a, la v id a sob ren a tu ra l. P o r eso , sum á s v e h e m e n te d e se o e s q u e to d o s lo s h o m -b res e n tre n e n e l red il d e su Ig les ia .

U n cató lico qu e d eja d e creer, n o p uede es-p era r ir a l C ie lo , p o rq u e cu a n d o D io s o to rg a a

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una persona el don de la fe, nunca lo revoca.Quien pierde la fe la pierde por su culpa; el ca-tólico que deja de creer pierde la fe porque,por descuido, negligencia o abuso, rechaza lasgracias que Dios le otorga; en algún momentode su desintegración espiritual, opta por se-guir su camino de espaldas a Dios; al apar-tarse de Cristo en su Iglesia, se aparta deCristo eternamente, a menos que vuelva a suseno antes de morir.

De la misma manera, el que no es católico,pero reconoce que la Iglesia Católica es la ver-dadera Iglesia de Cristo, no puede ir al Cielo amenos que acepte el don de la fe que Dios leofrece. Habiendo reconocido la Verdad, si seniega a abrazarla no puede esperar salvar sualma.

Finalmente, un no católico desgarrado porla duda, que empieza a sospechar que tal vezla Iglesia Católica sea la verdadera Iglesia deJesucristo, que comprende que debía investi-gar para estar seguro y que, sin embargo, secruza de brazos y no hace nada por salir dedudas, rechazando así las gracias inicialesque Dios le ofrece, tampoco puede ir al Cielo.

En estos tres supuestos, es cierto que«fuera de la Iglesia no hay salvación». Ahorabien, también es cierto que «Dios quiere quetodo el mundo se salve», por lo que a nadieniega sus gracias para alcanzar el Cielo. Locual quiere decir que, quien no lo alcanza, lopierde por su culpa, ya que Dios recompensasiempre a quien hace todo lo que puede con

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las gracias que recibe. Así pues, quienes noson católicos y no han podido conocer que laIglesia Católica es la verdadera, también pue-den salvarse, ya que Dios no pide imposibles.En consecuencia, un judío, un mahometano oun protestante que estén sinceramente con-vencidos de que su religión es la verdadera yhagan todo lo posible por cumplir todos suspreceptos, serán recompensados por Dios enla misma medida.

La actitud de esas personas de buena fepodría resumirse diciendo que desean hacertodo lo que Dios les pide y que, si no son cató-licos, es por ignorancia invencible. Sus inten-ciones son rectas y, si no obran de otra forma,es porque no saben que hay otra forma deobrar más perfecta.

Los católicos que vivimos en países dondeexisten muchas otras confesiones religiosashemos conocido metodistas, presbiterianos oluteranos que son buena gente. Lamentare-mos profundamente que estén equivocados yrezaremos por ellos, pero admiramos sus vir-tudes y esperamos verles algún día en el cielo.Trataremos de convencerlos, pero sin intole-rancia y sin odio, actitudes ajenas por com-pleto a la filosofía católica y a la doctrina deJesucristo.

Con todo, hay una realidad indudable, unhecho cierto: La Iglesia Católica es el Caminode Salvación querido por Cristo, el mejor, elmás seguro. Hay buenos protestantes y maloscatólicos, por supuesto, pero en ninguna otra

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Leo J. Trese LA SABIDURÍA DEL CRISTIANO

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iglesia se dan tan altas cotas de santidad per-sonal como en la Iglesia Católica; en ningunaotra, la virtud está tan extendida, la doctrina yla moral son tan seguras y la salvación, tancierta. Gracias a los dones que Cristo ha otor-gado a su Iglesia -la plenitud de la Verdad, laSanta Misa y los demás Sacramentos-, el ca-tólico fiel, el «buen» católico, tiene infinidadde ventajas respecto a los no católicos quetambién son «buenos».

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ÍNDICE

Págs.

INTRODUCCIÓN .................................................. 9

Capítulo I¿EXISTE DIOS? .................................................... 17

Capítulo II¿QUÉ ES EL HOMBRE? ...................................... 25

Capítulo IIIINMORTAL Y LIBRE ........................................... 33

Capítulo IV¿ES NECESARIA LA RELIGIÓN? ....................... 41

Capítulo VLOS COMIENZOS DE LA RELIGIÓN ................ 49

Capítulo VISOPESANDO LA VERDAD .................................. 57

Capítulo VII¿PUEDE HABER MILAGROS? ............................ 65

Capítulo VIIIDIJO QUE ERA DIOS ........................................... 73

Capítulo IXEL MAYOR DE LOS MILAGROS ........................ 81

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Capítulo X¿FUNDÓ CRISTO UNA IGLESIA?......................... 89

Capítulo XIEL DESARROLLO DE LA IGLESIA ..................... 99

Capítulo XIILA UNIDAD INDICA EL CAMINO ........................ 107

Capítulo XIIIUN ALTAR, UNA CABEZA ..................................... 115

Capítulo XTVLA VOZ DE LA SANTIDAD .................................... 121

Capítulo XVTIEMPO, TERRITORIO Y VERDADLA UNIVERSALIDAD DE LA IGLESIA ...................................... 129

Capítulo XVILA IGLESIA DE LOS APÓSTOLES ...................... 137

Apéndice I¿CÓMO ES DIOS? .................................................... 145

Apéndice II¿QUIÉNES VAN AL CIELO? .................................. 159