36 La vida eterna Amen · 36 La vida eterna Amen «El cristiano que une su pro-pia muerte a la de...
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36 La vida eterna Amen
«El cristiano que une su pro-
pia muerte a la de Jesús ve la
muerte como una ida hacia él
y la entrada en la vida eterna.»
La vida eterna, como dice san-
to Tomás, corona todos nues-
tros deseos. Pero, ¿en qué con-
siste la vida eterna? Es la per-
fecta unión y comunión con
Dios. Él en persona es la meta
de toda gracia y todo trabajo.
Veremos, amaremos y alaba-
remos a Dios eternamente. El
deseo más hondo
del hombre será
plenamente sacia-
do, tendremos más
de lo que podemos
imaginar y pensar.
El corazón inquie-
to del hombre en-
contrará paz y sosiego, felici-
dad plena.
Entonces el hombre perderá
todos sus miedos y dudas.
Tendrá plena seguridad, ya no
temerá los males. La alegría
será compartida con todos los
bienaventurados. No habrá
envidias ni rivalidades, Nues-
tra alegría crecerá con la
alegría de los otros. Por ello
estamos llamados a secundar
la gracia de Dios a fin de evi-
tar la muerte eterna, el
«infierno». Por ello pedimos
al Señor que jamás nos separe-
mos de él, ya que creemos y
confiamos en su misericordia
y en su voluntad de que todos
los hombres se salven y lle-
guen al pleno conocimiento de
la verdad.
«El Credo, como el último
libro de la Sagrada Escritura,
se termina con la palabra
hebrea amén.» Esta palabra
pertenece a la misma
raíz que la palabra cre-
er. Con ella proclama-
mos que Dios es fiel a
sus promesas. Con el
amén, el creyente ru-
brica la confesión de
fe que acaba de hacer. Jesu-
cristo es el testigo fiel y veraz,
el Amén (cf. Ap 3, 14). «Así,
por medio de él, decimos
nuestro Amén a Dios, para
gloria suya.» (2Cor 1, 20) El
«Dios del amén» nos da la
plena garantía de caminar
hacia la vida y no hacia la
muerte.
1 El Credo de nuestra Fe
El curso pasado dedicamos la
contraportada de la hoja pa-
rroquial a una catequesis so-
bre los diferentes momentos
de la Misa. En este nuevo
curso, lo haremos sobre el
credo de nuestra fe.
¿Qué es el
credo? No es
propiamente
una oración,
pues faltan
dimensiones
como la invo-
cación, sino la
síntesis de la
fe profesada por la comuni-
dad eclesial. Los «credos»,
que se denominan igualmente
«símbolos de la fe», surgieron
en el ámbito de la catequesis
bautismal. En ella se hacía
entrega al candidato adulto al
bautismo del «credo», de una
síntesis breve de la fe de la
Iglesia en la que iba a ser
bautizado. En el momento del
bautismo el catecúmeno re-
petía la profesión de fe ante
la comunidad.
De los diferentes «credos»,
dos se utilizan en la liturgia
eucarística: el «símbolo de
los apóstoles», proveniente de
la liturgia bautismal de Roma,
y el «símbolo llamado de Ni-
cea-Constantinopla», fruto de
los dos primeros concilios
ecuménicos (325 y 381), pos-
terior y más extenso. Éste últi-
mo «sigue siendo todavía el
símbolo común a las grandes
Iglesias de
Oriente y de
Occidente.»
La palabra
«símbolo» pro-
cede del griego.
Se usaba de
forma generali-
zada para indi-
car una señal de reconoci-
miento y de identidad. Los
miembros de la comunidad
cristiana se reconocen mutua-
mente en la profesión de la fe
apostólica. «Quien dice Yo
creo, dice Yo me adhiero a lo
que nosotros creemos.» La
comunión de los cristianos es,
ante todo, comunión en la fe y
esto exige un lenguaje común:
nadie puede inventar la fe ni
mal interpretarla. La finalidad
del «símbolo» es garantizar la
comunión de los cristianos
entre sí y la expresión de su
ser cristiano en el mundo. A
ello irá encaminado este co-
mentario del Credo.
2 ¿Qué implica confesar la fe?
Antes de confesar la fe de la
Iglesia, tal como se contiene
en el Credo, conviene detener-
se un momento en el sentido
de la fe, pues sin ella nadie
puede llamarse fiel cristiano.
Por ella acogemos a Dios que
se revela y entrega; y por ella
respondemos a su amor crea-
dor y salvador. En efecto, por
la fe entramos en comunión
con el Señor y se hace presen-
te en cada
uno de no-
sotros la
vida eterna,
el verdadero
conocimien-
to de Dios.
Ella dirige
nuestra exis-
tencia y per-
mite superar las tentaciones
del camino. Quien confiesa la
fe apostólica proclama: Dios
es la fuente de la vida y de la
salvación; y porque cree que
el poder de la resurrección
actúa ya en el mundo, avanza
con esperanza en lo concreto
de su vida.
«Por la fe», la caravana de los
creyentes de todos los tiempos
se pusieron en camino hacia el
encuentro definitivo con el
Señor. El cristiano está llama-
do a caminar «con los ojos
puestos en Jesús, origen y ple-
nitud de nuestra fe. Jesús que,
renunciando a una vida pla-
centera, afrontó sin avergon-
zarse la ignominia de la cruz,
y ahora está sentado a la dies-
tra del trono de Dios.» (Hb 12,
2) La fe es infinitamente más
que la aceptación de unas cre-
e n c i a s .
Confesar
la fe con-
lleva po-
nerse en
c a m i n o
detrás de
Jesús al
encuentro con el Padre y al
servicio de su designio en el
corazón de la cultura y de las
culturas. Porque «la fe es ga-
rantía de lo que esperamos»,
los «peregrinos de la fe» se
lanzan a trabajar con seguri-
dad y firmeza en el adveni-
miento del Reino de Dios en
el hoy de la historia. «Lo que
cuenta es la fe, que actúa por
medio del amor.»
35 La Resurrección de la carne
El Espíritu Santo no sólo san-
tifica las almas, resucitará
también nuestros cuerpos. Si
Cristo resucitó como el pri-
mogénito de entre los muertos,
todos nosotros estamos llama-
dos también a resucitar con
nuestro cuerpo, en nuestra
condición de hombres únicos
e irrepetibles. Sin el cuerpo no
hay persona humana. Por ello
nuestra fe proclama la resu-
rrección de la carne. «La car-
ne, decía Tertuliano, es sopor-
te de la salvación». Dios es el
creador de la carne. La Pala-
bra eterna se hizo carne. En su
carne el pecado fue aniquilado
y la muerte fue vencida. Por
ello el cristiano cree «en la
resurrección de la carne, per-
fección de la creación y de la
redención de la carne.» En
efecto, Jesucristo, por su obe-
diencia hasta la muerte en
cruz, venció a la muerte y
ofreció a todos los hombres la
posibilidad de la salvación, de
una vida sin ocaso.
En la resurrección Dios devol-
verá la vida incorruptible a
nuestro cuerpo transformado.
La resurrección de la carne
llena de esperanza al creyente,
libra del miedo a la muerte e
induce a caminar en la verdad
y santidad: ante nosotros está
el camino de la vida o de la
muerte. Es preciso decidirse.
Aunque no podamos imaginar
la calidad del cuerpo resucita-
do, la fe, no obstante, afirma:
la identidad del cuerpo resuci-
tado se halla en continuidad
con el que existimos en la his-
toria y somos persona única e
irrepetible, pero será de mejor
calidad; tendrá la integridad
que corresponde a la perfec-
ción del hombre. El cuerpo
resucitado de los justos tendrá
dotes como estas: claridad,
impasibilidad, agilidad y suti-
leza. La resurrección de la
carne nos invita a vivir ya des-
de ahora en comunión con el
Señor de la gloria, como la
senda de una más plena reali-
zación de la dignidad humana.
34 Un solo bautismo para la remisión de los
pecados
En el bautismo, el que se ha
adherido por la fe a Jesucristo,
renace del agua y del Espíritu
Santo a una vida
nueva. «Quien no
renazca de agua y
Espíritu Santo, no
puede entrar en el
reino de
Dios.» (Jn 3, 5)
Conviene notar
que, de la misma
manera que sólo nacemos una
vez, sólo una vez somos bauti-
zados. Por ello confesamos:
«reconocemos un solo bautis-
mo para la remisión de los
pecados.» Como enseña el
Catecismo de la Iglesia católi-
ca «El Credo relaciona “el
perdón de los pecados” con la
profesión de fe en el Espíritu
Santo. En efecto, Cristo resu-
citado confió a los apóstoles el
poder de perdonar los pecados
cuando les dio el Espíritu San-
to.»
Además de purificarnos de
todos los pecados, el bautismo
nos hace una nueva creación,
hijos adoptivos de Dios,
«partícipes de la naturaleza
divina», miembros de Cristo,
coherederos con él, templo del
Espíritu de santidad, pues nos
sumerge en el misterio mismo
de Dios. Somos bautizados en
el nombre del Pa-
dre, del Hijo y del
Espíritu Santo. Es-
te admirable sacra-
mento recibe su
eficacia de la Pas-
cua del Señor, de
su muerte y resu-
rrección. «Todos
hemos sido bautizados en
Cristo Jesús, hemos sido bau-
tizados en su muerte.» (Rom
6, 3) Morimos con Cristo al
pecado para resucitar también
con él a la vida nueva. «Todos
nosotros, judíos y griegos,
esclavos y libres, hemos sido
bautizados en un mismo Espí-
ritu, para formar un solo cuer-
po. Y todos hemos bebido de
un solo Espíritu.» (1Cor 12,
13) La incorporación a la Igle-
sia, al cuerpo de Cristo, es una
dimensión esencial de la gra-
cia del bautismo, de la incor-
poración a Cristo. Por la gra-
cia del bautismo, el cristiano
se capacita para vivir y obrar
bajo la acción y los dones del
Espíritu Santo.
3 ¿Cómo se elaboraron los Credos?
Desde el Antiguo Testamento,
el pueblo de Dios expresó y
transmitió su propia fe en
fórmulas breves y normativas.
Lo mismo hizo la Iglesia
apostólica. Pablo sintetizó así
el evangelio que predicaba:
«Porque os transmití, en pri-
mer lugar, lo que a mi vez re-
cibí: que Cristo murió por
nuestros pecados, según las
Escrituras; que fue sepultado y
que resucitó al tercer día,
según las Escrituras» (1Cor
15, 3-4) Con el aumento de los
cristianos por el mundo, la
Iglesia sintió la necesidad de
hacer «resúmenes orgánicos y
articulados» de su fe, que
mantuvieran la unidad y co-
munión entre
las Iglesias y
sirvieran para
la catequesis
de los candida-
tos al bautis-
mo. Así sur-
gieron diferen-
tes «Credos»,
que coincidían en lo esencial.
Además de los dos usados en
la liturgia eucarística entre
nosotros, nos son conocidos,
por ejemplo, el credo de la
Iglesia africana y el credo de
la Iglesia de Milán.
San Cirilo de Jerusalén pre-
senta la elaboración del Credo
en estos términos:
«Esta síntesis de la fe no ha
sido hecha según las opiniones
humanas, sino que de toda la
Escritura ha sido recogido lo
que hay en ella de más impor-
tante, para dar en su integridad
la única enseñanza de la fe. Y
como el grano de mostaza
contiene en un grano muy pe-
queño gran número de ramas,
de igual modo este resumen de
la fe encierra en pocas pala-
bras todo el conocimiento de
la verdadera piedad contenida
en el Antiguo y el Nuevo Tes-
tamento.»
Pablo escribía
a los romanos:
«si confiesas
con tu boca
que Jesús es
Señor y crees
en tu corazón
que Dios le
resucitó de entre los muertos,
serás salvo. Pues con el co-
razón se cree para conseguir la
justicia, y con la boca se con-
fiesa para conseguir la salva-
ción.»
4 La estructura del Credo
La estructura del Credo es
claramente trinitaria. El que se
incorpora al Cuerpo de Cristo,
la Iglesia, es bautizado en el
nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo.
Antes de renacer del
agua y del Espíritu,
el que pide el bau-
tismo (en el caso de
los niños, sus pa-
dres), ha de hacer
profesión de fe y
comprometerse a
caminar en la ver-
dad del evangelio,
renunciando al pa-
dre de la mentira, el
diablo. El bautismo
no es un rito mágico
o sociológico, presupone la fe,
compartir la fe apostólica.
Después de las renuncias y la
profesión de fe en el misterio
de Dios uno y trino, el cele-
brante pregunta a los padres
en el caso del bautismo de los
niños: «¿Queréis, por tanto
que vuestros hijos sean bauti-
zados en la fe de la Iglesia que
todos juntos acabamos de pro-
fesar?»
La triple confesión en Dios
Padre, Jesucristo y el Espíritu,
se despliega en los llamados
artículos de fe, esto es, en
aquellas verdades que Dios
reveló y que el fiel debe aco-
ger de manera incondicional,
para poseer la vida eterna. Co-
mo prolongación del artículo
sobre el Espíritu
Santo, el Credo
confiesa la santa
Iglesia católica, la
comunión de los
santos, el bautis-
mo, el perdón de
los pecados, la
resurrección de
los muertos y la
vida eterna. El
credo termina por
el amén. La co-
munidad suscribe
así la verdad de
Dios que acaba de proclamar
en unión con la Iglesia disemi-
nada por el mundo.
«Según una antigua tradición,
atestiguada ya por san Ambro-
sio, se acostumbra a enumerar
doce artículos del credo, sim-
bolizando con el número de
los doce apóstoles el conjunto
de la fe apostólica.» En su
comentario al Credo, santo
Tomás de Aquino, sigue esta
tradición. Nosotros seguire-
mos este camino con libertad.
33 La comunión de los Santos
«De la misma manera que en
un cuerpo natural la actividad
de cada miembro repercute en
beneficio de todo el conjunto,
así también ocurre en el cuer-
po espiritual que es la Iglesia:
como todos los fieles forman
un solo cuerpo, el bien produ-
cido por uno se comunica a
los demás: «Cada uno somos
miembros los unos de los
otros.» (Rom 12, 5) Por este
motivo, entre
las verdades de
fe que transmi-
tieron los após-
toles, se en-
cuentra la de
que en la Igle-
sia existe una
comunicación
de bienes, es lo
que el símbolo
quiere expresar
con la comunión de los santos.
Entre todos los miembros de
la Iglesia el principal es Cris-
to, que es la cabeza: «Lo puso
por cabeza sobre toda la Igle-
sia, la cual es su cuerpo.» (Ef
1, 22-23). Por consiguiente, el
bien producido por Cristo se
comunica a todos los cristia-
nos, como la energía de la ca-
beza a todos sus miembros.
Esta comunicación se lleva a
cabo por medio de los sacra-
mentos de la Iglesia, en los
que opera la potencia de la
pasión de Cristo, que actúa
dando gracias para el perdón
de los pecados.» (Santo
Tomás)
La comunión de los santos,
por tanto, es comunión en las
cosas santas y comunión entre
las personas san-
tas. Los discípulos
«acudían asidua-
mente a la ense-
ñanza de los após-
toles, a la comu-
nión, a la fracción
del pan y a las ora-
ciones.» Comu-
nión en la fe, los
sacramentos, los
carismas, los bienes materiales
y espirituales, en la caridad.
Comunión con todos aquellos
que han caminado por los ca-
minos de la justicia y la ver-
dad. Cristo ha muerto por to-
dos y juntos estamos llamados
a compartir su gloria. En el
sacramento de la comunión, la
Eucaristía, se anticipa la plena
comunión en Cristo de todos
32 La Iglesia apostólica
La Iglesia, como vimos, es
católica y, por tanto, misione-
ra. Tiene la misión de llevar el
nombre de Jesús hasta los con-
fines del mundo. Para garanti-
zar la unidad de fe y misión, el
Señor llamó y envió a los
apóstoles como sus testigos en
el Espíritu Santo.
Jesús convocó a los Doce para
estar con él y enviarlos a pre-
dicar. Les dio poder para lu-
char contra lo que destruye la
dignidad sagrada de la perso-
na. Sobre el fundamento de
los Doce se edifica la Iglesia.
Ellos, con la ayuda del Espíri-
tu, conservan a los fieles en la
verdad. Mediante los apósto-
les y sus sucesores, el Señor
enseña, santifica y dirige su
Iglesia. El don del Espíritu
hace posible que Jesús resuci-
tado continúe su misión entre
nosotros a través de los Doce
y sus sucesores: liberar para la
libertad del amor, dar la vida
en abundancia, derribar el mu-
ro de la enemistad y hacer de
los dos pueblos irreconcilia-
bles un nuevo pueblo, una
nueva una fraternidad. El mi-
nisterio apostólico y la Iglesia
apostólica prosiguen la misión
de Cristo.
Los Doce, en efecto, fueron
elegidos por Dios para dar
testimonio de la resurrección
del Señor y así poner las bases
de la Iglesia. El colegio de los
obispos con el Papa, como
sucesores de los apóstoles,
reciben la misión de garantizar
que la Iglesia sea verdadera-
mente apostólica, esto es, que
permanezca en comunión de
fe y vida con su origen pas-
cual.
Toda la Iglesia es apostólica, enviada en el Espíritu al mun-do para proclamar las maravi-llas de Dios. «La vocación cristiana, por su misma natura-leza, es también vocación al apostolado». Se llama «apostolado» a toda «la activi-dad del Cuerpo Místico» que tiende a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.» La fecundidad del apostolado depende de la unión a Cristo.
5 «Creo en un solo Dios»
Con estas palabras comienza el
Símbolo o Credo de Nicea-
Constantinopla. Lo primero que
ha de creer un cristiano es que
existe un solo Dios. Al escriba
que le preguntaba sobre el primer
mandamiento, «Jesús le contestó:
El primero es: Escucha Israel: el
Señor, nuestro Dios, es el único
Señor…» (Mc 12, 29; cf. Dt 6, 4)
Isaías invitaba a los pueblos a
convertirse al único Dios y Señor
de la historia y del mundo:
«Volveos a mí y seréis salvados
confines todos de la tierra, por-
que yo soy Dios, no existe ningún
otro» (Is 45, 22).
Esta primera afirmación del Cre-
do es el principio y fundamento
sobre el que se eleva el resto de
los artículos de nuestra confesión
de fe. Confiesa, por una parte, la
existencia de Dios y rechaza
cualquier tipo de politeísmo e
idolatría. Los astros o los señores
de este mundo, los antepasados o
las fuerzas que mueven el mun-
do, no son dioses. Quien dice
«creo en un solo Dios», responde
con Jesús al diablo que sigue
ofreciendo los reinos del mundo
y su gloria: «Apártate, Satanás,
porque está escrito: Al Señor tu
Dios adorarás, sólo a él darás
culto.» (Mt 4, 10).
La fe en un solo Dios aporta li-
bertad y dignidad. El creyente no
reconoce a otros señores fuera de
Dios. Cuando pretendan silen-
ciarlo los poderes fácticos de este
mundo, responderá con osadía y
aplomo: «Es menester obedecer a
Dios antes que a los hom-
bres.» (Hch 5, 29) Ahí radica la
libertad y grandeza del mártir.
Pero surge así una cuestión: ¿de
qué Dios estamos hablando?,
pues no faltan hombres y mujeres
de nuestro tiempo que ven en el
Dios de los cristianos un rival de
la plena realización del hombre.
Las siguientes palabras del Credo
nos darán la respuesta a nuestro
interrogante.
«Apártate, Satanás Al Señor
tu Dios adorarás, sólo a él
darás culto.»
6 « Padre Todopoderoso »
El Dios único es el «Padre todo-
poderoso». Como Padre es el
origen primero y único de toda
vida, la autoridad trascendente, la
bondad y la solicitud amorosa
para sus hijos. Nadie es padre
como lo es Dios. No es hombre
ni mujer, es Dios. Trasciende la
paternidad y la maternidad huma-
nas, aunque sea su origen y medi-
da.
Ante las dife-
rentes mane-
ras de conce-
bir la paterni-
dad divina en
las religiones
y el Antiguo
Testamento,
Jesús reveló
que Dios es «Padre» en un senti-
do nuevo: «no lo es sólo en cuan-
to Creador, es eternamente Padre
en relación a su Hijo único, que
recíprocamente sólo es Hijo en
relación a su Padre: Nadie conoce
al Hijo sino el Padre, ni al Padre
le conoce nadie sino el Hijo, y
aquel a quien el Hijo se lo quiera
revelar.» Así, desde el inicio del
Credo, la fe apostólica apunta
hacia el misterio trinitario, ci-
miento de la fe cristiana. En el
nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo fuimos bautizados.
«Padre todopoderoso.» El Padre
lo puede todo. «Todo lo que él
quiere, lo hace.» (Sal 115, 3).
Todo lo crea, rige y ordena para
el bien de sus hijos. Es la omni-
potencia propia del amor, que se
complace en la libertad de sus
hijos y en reunirlos. Es una omni-
potencia misericordiosa: «Te
compadeces de todos porque lo
puedes todo.» (Sb 11, 23) Dios
reveló plenamente su omnipoten-
cia enviando a su
Unigénito en la
debilidad de
nuestra carne,
para compartir
nuestro sufri-
miento y liberar-
nos de todo
aquello que
arruina o degrada la vida, para
liberarnos del pecado y de la
muerte. Nada es imposible para
nuestro Dios y Padre. En el resto
del Credo veremos cómo desplie-
ga su omnipotencia paterna y
misteriosa en la historia de la
creación y de la salvación.
31 la Iglesia católica
«¿Qué quiere decir «católica»?
«La palabra católica significa
universal en el sentido de “según
la totalidad” o “según la integri-
dad”». Es católica porque Cristo
está presente en ella, porque es su
cuerpo en la historia. San Ignacio
de Antioquía enseñaba: «Allí
donde está Cristo Jesús, está la
Iglesia católica.» Es católica,
porque Cristo resucitado la envió
al mundo entero para hacer discí-
pulos a todos los hombres. Jesús
murió para reunir a los hijos de
Dios dispersos. La misión de la
Iglesia es llevar a cabo, con la
fuerza del Espíritu, la obra de
Cristo en el mundo.
La Iglesia, aun cuando sea peque-
ña, es católica, pues está abierta a
la totalidad de la humanidad,
pues Cristo murió y resucitó por
la humanidad entera. No es el
número lo que hace la catolicidad
de la Iglesia, sino el reconoci-
miento del señorío de Cristo y la
universalidad de la salvación
dispensa al mundo.
El Concilio Vaticano II afirma: la
«Iglesia de Cristo está verdadera-
mente presente en todas las legíti-
mas comunidades locales de fie-
les, unidas a sus pastores… En
ellas se reúnen los fieles por el
anuncio del Evangelio de Cristo y
se celebra el misterio de la Cena
del Señor… En estas comunida-
des, aunque muchas veces sean
pequeñas y pobres o vivan dis-
persas, está presente Cristo, quien
con su poder constituye a la Igle-
sia una, santa, católica y apostóli-
ca».
Por ser católica la Iglesia particu-
lar o local está abierta a la totali-
dad del mundo, pues todos los
hombres están invitados a formar
parte de ella. Lo opuesto a la ca-
tolicidad es el espíritu sectario. El
Espíritu no cesa de llevar a todo
hombre a la pascua del Hijo. El
Padre quiere reunir a sus hijos en
la mesa del Reino. La salvación
se ofrece a la humanidad entera.
30 La Iglesia santa
«La fe confiesa que la Iglesia…
no puede dejar de ser santa»,
pues Cristo, el Santo de Dios,
amó a la Iglesia como a su espo-
sa. La hizo una sola carne con él.
Ella, por tanto, participa de la
santidad misma de su Señor: es el
«Pueblo santo de Dios» y sus
miembros son llamados
«santos».
Porque la Iglesia, unida a Cris-
to, está santificada por él, ella
es instrumento de santidad. De
su seno maternal renacen nue-
vos hijos del agua y del Espíritu
Santo. Pero esto no quiere decir
que la comunidad eclesial haya
alcanzado ya la perfecta santi-
dad. Todos los miembros de la
Iglesia estamos llamados a la
santidad; pero todos estamos
también lejos de haber alcanza-
do la perfección. Cierto, estamos
llamados a ser perfectos con la
misma perfección de nuestro Pa-
dre celestial, pero necesitamos
renovarnos continuamente por la
conversón y confesión de nues-
tros pecados. Se nos dio la posi-
bilidad de llegar a la plenitud en
Cristo, de adentrarnos en la santi-
dad propia del Hijo, pero no se
nos garantizó la impecabilidad.
«La caridad es el alma de la san-
tidad a la que todos están llama-
dos». Cada uno, de acuerdo con
la vocación, que se le ha regala-
do, está urgido a amar con el mis-
mo amor de Cristo. El Espíritu
derrama el amor en nuestros co-
razones para amar a los demás
hasta el extremo. Este es el ver-
dadero camino de la santidad:
amar con el mismo amor con que
Dios ama el mundo.
Pero consciente de que hay mu-
cha imperfección en la Iglesia y
en cada uno de nosotros, todos
debemos vivir en una actitud de
profunda conversión y renova-
ción. La persona animada por la
caridad no es engreída, sino pa-
ciente y humilde. Asume la ambi-
güedad del campo del Señor, en
que el trigo y la cizaña crecen
juntos.
7 «Creador del cielo y de la tierra»
Quien confiesa a Dios como
«Creador del cielo y de la tierra»,
reconoce que todo proviene de un
único Dios. Él otorga a cada cosa
su ser, bondad, belleza, sentido y
nobleza. Dios es el sumo bien,
todo lo que de él procede es nece-
sariamente bueno, aun si el hom-
bre usa mal de lo que le fue dado,
o se desconcierta ante ciertos
fenómenos de una naturaleza en
movimiento.
«En el principio, Dios creó el
cielo y la tierra.» Y vio que lo
creado era bueno y bello. De
Dios procede el sentido de las
cosas. De él dependen en la exis-
tencia. Es Padre providente. Cui-
da de su creación y asocia al
hombre a su tarea. El hombre
recibe la tierra para cultivarla.
Dios «dijo, y fueron hechas las
cosas.» (Sal 148, 5) Todo lo creó
de la nada (cf. 2M 7, 22-23.28).
No se sirvió de una materia pre-
existente ni pidió ayuda a nadie.
El mundo tiene su origen en su
palabra creadora. Al llamar las
cosas de la nada, puso en marcha
la historia. «Crear es hacer algo
de la nada, hacer es hacer algo de
algo.» Todo tiene un origen y una
meta. El sentido último de las
cosas proviene de Dios. Pero los
relatos bíblicos de la creación no
deben tomarse al pie de la letra.
No son una explicación científica
de la formación del cosmos.
Como Creador libre y soberano,
Dios es el Otro de lo creado; pero
precisamente por ser causa pri-
mera de lo que existe, está pre-
sente en lo más íntimo de sus
criaturas: «En él vivimos, nos
movemos y existimos.» (Hch 17,
28). «Dios está por encima de lo
más alto que hay en mí y está en
lo más hondo de mi intimi-
dad.» (S. Agustín)
8 «De todo lo visible y lo invisible.»
La confesión de fe en Dios Crea-
dor del cielo y de la tierra se ex-
plicita con estas palabras: «de
todo lo visible y lo invisible.»
Los hombres tendemos a encerrar
la omnipotencia creadora de Dios
en lo que alcanzamos a ver, oír,
verificar, imaginar y pensar. Dios
es siempre mayor. Es el Otro.
Nadie puede pensarlo ni imagi-
narlo. Con su inteligencia, el
hombre va descubriendo de for-
ma progresiva las maravillas del
mundo. No proceden del caos,
como pretenden algunas ideolog-
ías, sino del amor y sabiduría de
Dios. También los «ángeles», aún
si la razón no acierta a compren-
der, son criaturas de Dios. Aun-
que fue creado a su imagen y
semejanza, el hombre no puede
encerrar a Dios en su estrecha
razón. La fe ve y comprende más
allá de la razón.
Puesto que Dios es Creador del
cielo y de la tierra, de todo lo
visible e invisible, hay que creer
que puede hacerlas de nuevo si
fuesen destruidas. No es imposi-
ble para él dar vista al ciego y
resucitar un muerto.
Reconocer la majestad de Dios y
alabarlo por su creación es lo
propio de quien se vive
como criatura. El creyente
vive agradecido, pues sabe
que todo lo que es y posee,
tiene su origen en el Señor.
En las dificultades y prue-
bas, confía en su providen-
cia. No vive angustiado.
Vive para buscar el Reino
y la justicia de Dios. No
teme el futuro, sabe que al
Padre le ha parecido bien
darle su Reino. Porque
todo procede de Dios, reconoce
el carácter sagrado de la vida del
hombre. Trata de hacer buen uso
de lo creado y en el sacrificio
ofrece de lo que ha recibido:
«Tuyo es todo, y lo que hemos
recibido de tu mano, eso te
hemos dado.» (1Cr 29, 14)
29 La Iglesia es una
La Iglesia es una, santa, católica
y apostólica. Así lo confesamos
en el Credo. Estas cuatro notas,
propiedades o atributos, insepara-
blemente unidos entre sí, caracte-
rizan el misterio del pueblo de
Dios. Es Cristo, quien, por el
Espíritu Santo, configura así la
Iglesia en el mundo. Pero sólo la
fe alcanza a reconocer que posee
estas propiedades por su origen
divino.
Quienes se mueven sólo en el
terreno del conocimiento socioló-
gico, tienen gran dificultad para
comprender «la Iglesia una»,
pues las heridas de la unidad de
la Iglesia son muchas y graves.
Las Iglesias cristianas andan divi-
didas. Nuestras comunidades
diocesanas y parroquiales no
siempre son signo de unidad. No
obstante la unidad no debe con-
fundirse con la uniformidad. Las
diferencias y el pluralismo tienen
su origen también en el Espíritu,
que suscita y reparte dones dife-
rentes para la edificación del con-
junto de la Iglesia. La comunión
del Espíritu es siempre unidad de
personas en la diversidad.
«La Iglesia es una debido a su
origen». Tiene su origen en el
Padre y está llamada a ser icono
de la unidad de la Trinidad Santa.
Su fundador es uno, Jesucristo. El
Espíritu, que es como el alma del
cuerpo eclesial, la une y organiza
en el amor y para la misión. Esta
unidad del pueblo peregrino, pro-
veniente de Dios, reclama de
nosotros: una misma profesión de
la fe recibida de los apóstoles, la
celebración común del culto divi-
no, sobre todo de la Eucaristía, y
la vivencia práctica de la suce-
sión apostólica a través del sacra-
mento del orden en torno al suce-
sor de Pedro.
Vivir la Iglesia una, reclama de
todos nosotros: orar en y con
Cristo por la unidad, dialogar y
colaborar con las otras Iglesias
cristianas, valorar y participar
activamente en la comunidad
local, entregarse a su servicio.
28 Creo la Iglesia
El artículo de la fe sobre la Igle-
sia depende de los artículos que
se refieren al Padre, a Cristo
Jesús y al Espíritu Santo. «Es la
Iglesia de Dios, que él se adquirió
con la sangre de su propio
Hijo» (Hch 20, 28). Es el Cuerpo
de Cristo. Es el Templo del Espí-
ritu. Un verdadero misterio de
comunión y
misión. En
efecto, la Igle-
sia (como lo
recuerda su
etimología) es
el pueblo de
los convoca-
dos, la comuni-
dad que perte-
nece al Señor.
«La Iglesia es
el pueblo que
Dios reúne en
el mundo ente-
ro». Ella «existe en las comuni-
dades locales y se realiza como
asamblea litúrgica, sobre todo
eucarística». «Vive de la Palabra
y del Cuerpo de Cristo y de esta
manera viene a ser ella misma
Cuerpo de Cristo». Ella es un
misterio, «el sacramento univer-
sal de salvación». Vive en Cristo
y es animada por el Espíritu.
Puesto que la Iglesia es obra de la
Trinidad, está llamada a ser en el
mundo un verdadero icono de la
comunión y misiones trinitarias.
No puede quedar reducida a un
grupo religioso. Es una comuni-
dad de fe, amor y esperanza. La
visión sociológica o religiosa no
basta para comprender y vivir su
misterio. No hay divorcio posible
ente Cristo y la Iglesia. La Cabe-
za y el Cuerpo no sobreviven
escindidos.
¿Cómo sepa-
rar a la Esposa
del Esposo?
«La Iglesia
está en la his-
toria, pero al
mismo tiempo
la trasciende.
Solamente con
los ojos de la
fe se puede
ver al mismo
tiempo en esta realidad visible
una realidad espiritual, portadora
de vida divina». Ella es a la vez
visible y espiritual. Enraizada y
fundamentada en Cristo es signo
e instrumento de la unión de los
hombres con Dios y entre ellos:
ella distribuye los bienes de la
salvación.
9 «Creo en un solo Señor, Jesucristo»
La fe en Jesucristo como el único
Señor es el centro del cristianis-
mo. «Para nosotros no hay más
que un solo Dios, el Padre, del
cual proceden todas las cosas y
para el cual somos; y un solo
Señor, Jesucristo, por quien son
todas las cosas y por el cual so-
mos nosotros.» (1Cor 8, 6) No
basta, pues, con creer en un solo
Dios, creador de cielo y tierra, es
preciso creer en la soberanía
divina de Jesucristo. «Confesar o
invocar a Jesús como Señor es
creer en su divinidad.» El Espíri-
tu es el que atestigua en la con-
ciencia cristiana el señorío de
Jesús. «Nadie puede decir:
“¡Jesús es Señor!” sino por influ-
jo del Espíritu Santo.» (1Cor 12,
3)
«Jesús», en hebreo, signifi-
ca «Dios salva». Dios se
hace presente en Jesús para
salvar a la humanidad.
«Cristo» es la traducción
en griego del término
hebreo «Mesías»: significa
«ungido». La misión del
Mesías era instaurar el
reinado de Dios en el mun-
do. En la traducción griega
de los libros del Antiguo
Testamento el nombre in-
efable de Yahvé (cf. Ex 3,
14), con que Dios se reveló
a Moisés, fue traducido por
«Señor» (Kyrios). Utilizando este
nombre para Jesús, la fe apostóli-
ca afirmaba su condición divina.
Tomás, el apóstol incrédulo, con-
fesó a Jesús resucitado con estas
palabras: «Señor mío y Dios
mío». (Jn 20, 28)
La afirmación del señorío de
Jesús sobre el mundo y la historia
fue para los primeros cristianos
fuente de libertad y audacia. Ni el
tribunal religioso ni el tribunal
del emperador pudieron acallar a
los apóstoles, a pesar de ser hom-
bres sin instrucción. Para la fe
apostólica «la clave, el centro y el
fin de toda la historia humana se
encuentra en su Señor y Maes-
tro». Nuestro único Señor es
Cristo.
10 «Hijo único de Dios»
Dios Padre dio testimonio que
Jesús era su Hijo amado (cf. 2P 1,
16-18). El evangelio de Juan po-
ne en labios de Jesús estas pala-
bras: «Tanto amó Dios al mundo
que dio a su Hijo único, para que
todo el que crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna.» (Jn
3, 16). Juan escribió su evangelio
« para que creáis que Jesús es el
Cristo, el Hijo de Dios, y para
que creyendo tengáis vida en su
nombre.» (20, 31) En el prólogo,
leemos: «Y la Palabra se hizo
carne, y puso su Morada entre
nosotros, y hemos contemplado
su gloria, gloria que recibe del
Padre como Hijo único, lleno de
gracia y de verdad.» (1, 14)
La expresión «hijo de Dios» la
encontramos en el Antiguo Testa-
mento aplicada al pueblo de Isra-
el o algunos de sus representes,
como el rey. «Significa entonces
una filiación adoptiva que esta-
blece entre Dios y su criatura
unas relaciones de una intimidad
particular.» También las religio-
nes paganas presentaban a ciertos
personajes y reyes como «hijos
de la divinidad». Era una forma
de conferirles un cierto halo sa-
grado.
La fe apostólica no entiende así
la filiación de Jesús, como vere-
mos. Por el momento basten estas
afirmaciones: Él no es Hijo por
simple adopción, como podemos
serlo nosotros por el bautismo. Es
el Hijo único, el unigénito, pues
lo es por naturaleza. Existe antes
de la creación, pero se hizo carne
en el tiempo para darnos la vida.
Como Hijo es una persona dife-
rente a la del Padre, pero él y el
Padre son una sola cosa: «El Pa-
dre y yo somos una cosa.» (Jn 10,
30) Porque es el Unigénito, a
cuantos creen en él les da la posi-
bilidad de ser hijos por adopción
(cf. Jn 1, 12).
27 Habló por los profetas
Desde el comienzo de la creación
hasta la plenitud de los tiempos,
el Espíritu de Dios preparaba
discretamente la venida del Hijo
en una carne como la nuestra. En
el Antiguo Testamento «habló
por los profetas», esto es, por
todas aquellas personas que
anunciaron y dispusieron al pue-
blo para acoger al Mesías y su
manera propia de llevar a cabo la
obra salvadora de Dios. «Sobre
esta salvación estuvieron explo-
rando e indagando los profetas
que profetizaron sobre la gracia
destinada a vosotros tratando de
averiguar a quien y a qué mo-
mento apuntaba el Espíritu de
Cristo que había en ellos, cuando
atestiguaba por anticipado la pa-
sión del Mesías y su consiguiente
glorificación. Y se les reveló que
no era en beneficio propio, sino
en el vuestro por el que adminis-
traban estas cosas que ahora os
anuncian quienes os proclaman el
Evangelio con la fuerza del Espí-
ritu Santo enviado desde el cie-
lo.» (1P 1, 1-12)
Porque estaban inspirados por el
Espíritu Santo, los profetas y los
escritores sagrados hablaron y
escribieron de parte de Dios. El
Espíritu es único y no se contra-
dice. Habló en los profetas y da
testimonio en los apóstoles. Él
garantiza la continuidad y el
cumplimiento en la novedad del
plan divino.
Misión del Espíritu es conducir-
nos a la verdad plena. Él garanti-
za la Tradición viva y guía a la
Iglesia a la novedad de la verdad,
plenamente revelada en Cristo. Él
da testimonio en los testigos del
Evangelio. Él garantiza la integri-
dad de la fe en el pueblo de Dios.
Él regala el don de la infalibili-
dad, para que el misterio de Cris-
to sea mejor conocido, testimo-
niado y anunciado por la Iglesia
apostólica en medio de los pue-
blos y culturas de nuestro mundo.
Él recrea la comunión en la fe,
amor y esperanza.
26 Recibe una misma adoración y gloria
Este es el mandato de Jesús resu-
citado a sus discípulos: «Id y
haced discípulos de todos los
pueblos, bautizándolos en el
nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo». En esta fórmula
bautismal aparece la unidad y
diversidad, la igualdad y la ac-
ción común, de las tres personas
divinas. Las tres merecen la mis-
ma adoración y gloria.
«La fe católica es ésta: que vene-
remos un Dios en la Trinidad y la
Trinidad en la unidad, no confun-
diendo las personas, ni separando
las sustancias; una es la persona
del Padre, otra la del Hijo, otra la
del Espíritu Santo; pero del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo
una es la divinidad, igual la glo-
ria, coeterna la majestad.»
«Las personas divinas, insepara-
bles en su ser, son también inse-
parables en su obrar. Pero en la
única operación divina cada una
manifiesta lo que le es propio en
la Trinidad, sobre todo en las
misiones divinas de la Encarna-
ción del Hijo y del don del Espí-
ritu Santo.» «La gracia de nuestro
Señor Jesucristo, el amor del Pa-
dre, y la comunión del Espíritu
Santo»
«Dios mío, Trinidad que adoro,
ayúdame a olvidarme enteramen-
te de mí mismo para establecer-
me en ti, inmóvil y apacible co-
mo si mi alma estuviera ya en la
eternidad; que nada pueda turbar
mi paz, ni hacerme salir de ti, mi
inmutable, sino que cada minuto
me lleve más lejos en la profun-
didad de tu Misterio. Pacifica mi
alma. Haz de ella tu cielo, tu mo-
rada amada y el lugar de tu repo-
so. Que no te deje jamás solo en
ella, sino que yo esté allí entera-
mente, totalmente despierta en
mi fe, en adoración, entregada
sin reservas a tu acción creadora
(Oración de la Beata Isabel de la
Trinidad).»
11 Nacido del Padre antes de todos los siglos.
Engendrado, no creado.
No es fácil encontrar términos
adecuados para expresar la ver-
dad y la novedad que entraña
confesar a Jesús como el Hijo
único de Dios. Fueron necesarios
varios concilios ecuménicos, si-
glos de reflexión y oración bajo
la acción del Espíritu Santo, para
fijar la orientación a seguir si se
quiere ahondar en el misterio de
Jesucristo.
En el evangelio de Lucas, Jesús
dice: «Nadie conoce quién es el
Hijo sino el Padre; y quién es el
Padre sino el Hijo, y aquel a
quien el Hijo se lo quiera reve-
lar.» (Lc 10, 22) El evangelista
Juan, por su parte, afirma: «A
Dios nadie le ha visto jamás: el
Hijo único, que está en el seno
del Padre, él lo ha contado.» (Jn
1, 18) Solo el Espíritu puede
adentrarnos de manera existencial
en la relación del Padre y el Hijo.
El Hijo nace del Padre antes de
todos los siglos. La fe confiesa
así que el Hijo es anterior a todo
lo creado, anterior al tiempo. En
Dios todo es actualidad, no existe
la sucesión de los días como en lo
creado. Y añade el Credo para
evitar una comprensión errada:
«Engendrado, no creado.» Dios
Padre es principio sin principio,
pero sin ser anterior al Hijo. El
evangelista teólogo, como los
padres de la Iglesia llaman a
Juan, comienza así su evangelio:
«En el principio existía la Palabra
y la Palabra estaba con Dios, y la
Palabra era Dios. Ella estaba en
el principio con Dios.» (Jn 1,1-2)
El Padre y el Hijo son uno, pero
son personas diferentes. El hecho
de que el Hijo fuera enviado al
mundo, como enseñan los evan-
gelios, revela el misterio trinitario
de Dios como comunión de per-
sonas, unidas en el ser y el hacer.
12 Dios de Dios, luz de luz.
«Dios de Dios, luz de luz. Dios
verdadero de Dios verdadero, de
la misma naturaleza del Padre.»
Con esta serie de expresiones, el
Símbolo llamado de Nicea-
Constantinopla, sale al paso de
diferentes afirmaciones heréticas.
Sabelio, sacerdote y teólogo
oriental del siglo III, no
distinguía bien las perso-
nas divinas. Por eso se
añadió en el Símbolo de
los padres: «Dios de Dios,
luz de luz », para recalcar
la distinción de personas
en el seno de la Trinidad.
Ante la ambigüedad de las
afirmaciones de Arrio,
sacerdote y obispo, los
padres conciliares añadie-
ron al Símbolo: «Dios ver-
dadero de Dios verdade-
ro», afirmando así que el Hijo no
es una criatura. Luego, con la
expresión: «engendrado, no crea-
do», recalcaban la eternidad del
Hijo. Y añadiendo: «De la misma
naturaleza del Padre», confesa-
ban con toda claridad su divini-
dad.
Pero la generación en Dios es
distinta de la de los seres creados.
La generación divina supera lo
que la razón puede conocer a
partir de la realidad natural. Sólo
puede rastrearse, dirá santo
Tomás, analizando cómo la per-
sona, al pensar, «engendra su
palabra», la palabra mental. Ésta
es interior al hombre, pero dife-
rente a él. Para que sea conocida
de los demás debe ser comunica-
da, revelada. Y concluye el santo:
«De la misma manera, el Hijo de
Dios no es otra cosa que la Pala-
bra de Dios; no una palabra pro-
nunciada al exterior, que es pasa-
jera, sino una palabra concebida
interiormente; por eso, la Palabra
de Dios es de la misma naturale-
za que Dios e igual a Dios. Con
todo, de una manera está la pala-
bra en nosotros, y de otra en
Dios. En nosotros nuestra pala-
bra es un accidente; en Dios la
Palabra de Dios es lo mismo que
Dios, pues nada hay en Dios que
no sea Dios.»
25 «Que procede del Padre y del Hijo»
Antes de la Pascua, Jesús prome-
tió a los discípulos otro paráclito,
el Espíritu de la verdad que los
conduciría a la verdad completa:
así lo revelaba como la tercera
persona de la Trinidad. Pero la
Iglesia tardó siglos antes de for-
mular la fe apostólica.
En el año 381, el Concilio
Ecuménico de Constantinopla
confesaba: «Creemos en el Espí-
ritu Santo, Señor y dador de vida,
que procede del Padre.»El Padre
es la fuente y el origen de toda la
divinidad. La tradición latina del
Credo confiesa que el Espíritu
«procede del Padre y del Hijo.»
El Concilio de
Florencia, en el
año 1438, expli-
cita: El Espíritu
Santo tiene su
esencia y su ser a
la vez del Padre
y del Hijo y pro-
cede eternamen-
te tanto del Uno
como del Otro
como de un solo
Principio y por
una sola espira-
ción… Y porque
todo lo que per-
tenece al Padre, el Padre lo dio a
su Hijo único, al engendrarlo, a
excepción de su ser de Padre, esta
procesión misma del Espíritu
Santo a partir del Hijo, éste la
tiene eternamente de su Padre
que lo engendró eternamente.»
La tradición oriental dice que el
Espíritu procede del Padre por el
Hijo. «Esta legitima complemen-
tariedad, dice el Catecismo de la
Iglesia católica, si no se desorbi-
ta, no afecta a la identidad de la
fe en la realidad del mismo mis-
terio confesado.»
El hecho de que el Espíritu,
según el evangelio de Juan, es
enviado por el Padre y el Hijo
prueba que él procede de ambos
dentro de la divinidad misma. Por
ello el Espíritu es el Espíritu de la
comunión. Él nos introduce en la
relación que reina entre el Padre
y el Hijo. Él confiesa a Jesús co-
mo el Señor y clamar: Abba, Pa-
dre, en nosotros.
24 Creo en el Espíritu Santo: Señor y dador
de vida
«El misterio de la Santísima Tri-
nidad es el misterio central de la
fe y de la vida cristiana.» Con la
afirmación que el Espíritu Santo
es «Señor y dador de vida», el
credo confiesa la divinidad del
Espíritu y su igualdad con el Pa-
dre y el Hijo. Lo confesamos
como otra persona divina con
relación a Jesús y al Padre. Por-
que no es una criatura, lo procla-
mamos como Señor. Es principio
de vida, dador de la vida misma
de Dios a la criatura. Él derrama
en nosotros el amor de Dios.
La Biblia usa diferentes símbolos
para presentar al Espíritu Santo
como principio de vida. Los
símbolos del agua, del fuego y
del viento recuerdan que viene a
irrigar la árida tierra que somos
nosotros. Él es el soplo de la vi-
da. Junto con la Palabra de Dios
está en el origen del ser y de la
vida de toda criatura. Con otros
símbolos, como dedo, mano, nu-
be y luz, unción, sello y paloma,
los autores bíblicos insisten en su
misión, liberar para una vida nue-
va. Por el agua y el Espíritu, el
cristiano es injertado en Cristo y
renace para la vida filial. Él in-
funde en nosotros la vida misma
de Dios.
Nadie puede decir «Jesús es Se-
ñor», la confesión de la fe cristia-
na, si no está animado por el
Espíritu. Él alumbra la conciencia
filial y clama en nosotros: Abba,
Padre. Él hace de los discípulos
testigos de Jesús muerto y resuci-
tado en el mundo. Sin él no hay
libertad, ni vida cristiana, ni Igle-
sia. Pablo escribe: «Todos noso-
tros, judíos y griegos, esclavos y
libres, hemos sido bautizados en
un mismo Espíritu, para formar
un solo cuerpo. Y todos hemos
bebido de un solo Espíritu.»
13 Por quien todo fue hecho
El prólogo del evangelio según
san Juan, una vez afirmada la
divinidad del Logos, de la Pala-
bra, añade: «Todo se hizo por ella
y sin ella no se hizo nada de
cuanto existe.» (Jn 1, 3) Todo
procede del Padre por medio de
su Palabra, que es anterior a todo
lo creado. Nada ha recibido la
existencia, a no ser por la presen-
cia activa de la Palabra. Por me-
dio de ella Dios crea y sostiene
todas las cosas en el ser.
El himno de la carta a los colo-
senses desarrolla esta misma idea
de forma más elaborada: «El [el
Hijo] es Imagen de Dios invisi-
ble, Primogénito de toda la crea-
ción, porque en él fueron creadas
todas las cosas, en los cielos y en
la tierra, las visibles y las invisi-
bles, los Tronos, las Dominacio-
nes, los Principados, las Potesta-
des: todo fue creado por él y para
él, él existe con anterioridad a
todo, y todo tiene en él su consis-
tencia.» (Col 1, 15-16) Dios, co-
mo el artista que realiza sus obras
siguiendo el modelo que ideó en
su mente, crea todo en su Hijo.
Todo fue creado por su medio y
todo ha sido creado para él. Más,
todo tiene en él su consistencia.
Puesto que todo acontece por la
Palabra, el mundo y la historia no
son fruto del azar o del caos. La
Palabra eficaz de Dios, por otra
parte, comunica a todos los seres
su propia huella, dándoles así su
sentido último. Ya no podemos
buscar en nuestras fantasías u
opiniones el sentido de lo creado,
sino en la Palabra por la que todo
ha sido hecho. Y porque la Pala-
bra informa desde dentro las co-
sas creadas, ellas nos hablan de
Dios, como recuerda el cántico
de las criaturas de Francisco de
Asís.
Todo lo creado,
nos habla de Dios
14 Por nosotros, los hombres, y por nuestra
salvación bajó del cielo
E l Credo Niceno -
Constantinopolitano afirma que
el Hijo de Dios vino a la tierra
por nosotros, los hombres, y por
nuestra salvación. En esta venida
del Hijo se revela el amor inson-
dable del Padre por «su bien»,
por el ser humano, por todos y
cada uno de nosotros. «Tanto
amó Dios al mundo que dio a su
Hijo único, para que todo el que
crea en él no perezca, sino que
tenga vida eterna.» (Jn 3, 16)
Por la Palabra eterna, esto es por
el Unigénito, fue creado todo lo
que existe. Pero el mundo no la
conoció: «En el mundo estaba, y
el mundo fue hecho por ella, y el
mundo no la conoció. Vino a su
casa y los suyos no la recibie-
ron.» (Jn 1, 10-11) Este fue el
drama de la humanidad, dar la
espalda a la Palabra, obstaculi-
zando así el proyecto de Dios
sobre el hombre, creado a su ima-
gen y semejanza.
Dios no cesó de buscar al hombre
a lo largo de la historia, pero éste
seguía encerrado en sí mismo. En
la plenitud de los tiempos, envió
a su Palabra en forma visible a la
tierra para darle al hombre la
posibilidad de alcanzar su digni-
dad filial: «A todos los que la
recibieron les dio poder de hacer-
se hijos de Dios, a los que creen
en su nombre.» (Jn 1, 12) La sal-
vación, además de ser liberación
del pecado, nos da la posibilidad
de llegar a ser hijos en el Hijo,
nos hace partícipes de la misma
vida divina.
El «por nosotros» y «por nuestra
salvación» nos llena de alegría y
esperanza, robustece nuestra fe y
amor, revela la dignidad y valor
de la persona humana: Somos
realmente valiosos a los ojos de
Dios.
23 Su reino no tendrá fin
Jesús, según el evangelio de san
Marcos, comenzó su predicación
con estas palabras: «Se ha cum-
plido el tiempo y está cerca el
reino de Dios. Convertíos y creed
en el Evangelio.» Con la fuerza
del Espíritu curó enfermos, dio
de comer a los hambrientos, resu-
citó muertos y despojó del poder
al Príncipe de este mundo. Cristo,
haciendo la voluntad del Padre,
inauguraba el reino en el mundo.
Por medio del gran misterio de la
Pascua: su muerte en la cruz y su
resurrección, realizó de una vez
para siempre la venida del reino.
Antes de su Pascua, Jesús había
dicho: «Cuando sea levantado de
la tierra, atraeré a todos hacia
mí.» Todos los hombres están
llamados a entrar en el reino.
Una vez exaltado y sentado a
la derecha del Padre, su reino
no tendrá fin. Este reino ha
comenzado y se manifiesta,
ante todo, a través de la Igle-
sia en el mundo. Ella es el
germen del reino en el mun-
do. Jesús invitó a los discípu-
los a la alegría y esperanza
con estas palabras: «No te-
mas pequeño rebaño, porque
vuestro Padre ha tenido a
bien daros el reino.» Al cris-
tiano no le debe inquietar el
número de los que se adhie-
ren a la comunidad: lo impor-
tante es que Dios le ha dado ya su
reino, por pequeña, pobre, insig-
nificante y deficiente que sea. Es
Jesús resucitado el que sigue edi-
ficando su comunidad sobre la fe
de Pedro.
La fe apostólica, porque sabe que
el reino de Cristo no tendrá fin,
avanza con confianza y firmeza
en medio de los avatares de la
historia. Cree que el Señor resu-
citado estará con ella hasta la
consumación de los siglos, hasta
la plena manifestación de su re-
ino de justicia, paz y alegría en el
Espíritu Santo.
22 Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y
muertos
«Cristo murió y volvió a la vida
para eso, para ser Señor de muer-
tos y vivos.» Por la Ascensión a
los cielos, Cristo participa, en su
humanidad, de la autoridad divi-
na. Jesús es Señor. Él es la cabe-
za de la Iglesia. Todo ha de ser
recapitulado en él y todo le será
sometido. Mientras
tanto vivimos en el
tiempo del Espíritu y
del testimonio, un
tiempo de espera y
combate, de prueba y
vigilia. Esperamos el
glorioso advenimien-
to de Cristo como
juez de vivos y muer-
tos.
Antes del adveni-
miento glorioso de
Cristo, los cristianos
han de estar dispues-
tos a pasar por momentos difíci-
les. El alumbramiento de un
mundo nuevo conlleva dolores de
parto y momentos de tristeza. El
propio Jesús hizo la experiencia
de una tristeza por la muerte,
pues debía pasar la cruz para in-
fundir vida nueva en las venas
del mundo. San Pablo enseña que
la comunión con los padecimien-
tos de Cristo es el camino para
participar del poder de su resu-
rrección.
Los auténticos seguidores de
Jesús esperan el día del juicio con
confianza. El amor expulsa el
temor. En el día del juicio último,
Cristo condenará la incredulidad
culpable, pues rechazó el don de
la salvación. Examinará a todos
del servicio a los más necesita-
dos: la actitud con respecto al
prójimo revelará la acogida o el
rechazo de la gracia y del amor
divino. Jesús dirá en ese día:
«Cuanto hicisteis a uno de estos
hermanos míos más pequeños, a
mí me lo hicisteis.»
Cristo vino al mundo para salvar,
no para condenar. El juicio des-
velará los corazones. Quien cree
y ama al necesitado entrará en la
gloria; quien rechaza a Dios y no
sirve al hermano, se autoexcluye
del reino de Dios. Es el juicio.
15 Encarnado por obra del Espíritu Santo
El cristiano no se limita a creer
que el Hijo único de Dios bajo
por nosotros y nuestra salvación a
la tierra, sino también en su en-
carnación. San Juan afirma: «Y la
Palabra se hizo carne, y puso su
Morada entre nosotros.» (Jn 1,
14) El Hijo asume nuestra carne
frágil y caduca, para que ésta
alcance su máxima dignidad fi-
lial. Santo Tomás escribe en su
comentario al Credo: El Hijo de
Dios «se hizo hombre para hacer
al hombre Dios.» Y citando al
apóstol Pablo, añade: «Por quien
(por el Hijo) tenemos entrada por
la fe a esta gracia, en la cual esta-
mos firmes, y nos gloriamos en la
esperanza de la gloria de los hijos
de Dios.» La encarnación es el
fundamento de nuestra esperanza
e inmortalidad.
Ella nos habla de
la cercanía del
«Dios con noso-
tros», de un Dios
que está por no-
sotros hasta el
punto de correr
nuestra propia
suerte en la tie-
rra.
La encarnación es obra de la Tri-
nidad Santa. El Padre envía al
Hijo por amor en una carne como
la nuestra. El Hijo consiente y
viene a la tierra. Y el Espíritu
Santo obra el insondable misterio
de la encarnación en las entrañas
de la Virgen María. Todo aconte-
ce en el silencio eterno de Dios;
pero ahora se nos ha dado a cono-
cer el misterio, que podemos ad-
mirar, adorar y celebrar, sin ago-
tar jamás su sublime verdad y
novedad.
Este misterio acrecienta la cari-
dad en nosotros. Es la prueba
suprema de que Dios está por
nosotros, de su caridad divina: el
creador de todas las cosas se hace
criatura, el Señor se hace nuestro
hermano, el Hijo de Dios se hace
hijo del hombre, el inmortal asu-
me una carne mortal para hacer-
nos partícipes de la inmortalidad.
¡Demos gracias!
16 De María Virgen. El sí de María.
«Al llegar la plenitud de los tiem-
pos, envió Dios a su Hijo, nacido
de mujer, nacido bajo la
ley.» (Gal 4, 4) Esta afirmación
de la fe apostólica subraya, ante
todo, que Jesucristo es verdadero
Dios y verdadero hombre. Como
cualquier hombre nació de una
mujer, en un pueblo concreto, en
una cultura determinada, bajo la
ley de la condición humana.
Dios, desde toda la eternidad,
«escogió para ser la Madre de su
Hijo, a una hija de Israel, una
joven judía de Nazaret en Gali-
lea, “a una virgen desposada con
un hombre llamado José, de la
casa de David; el nombre de la
virgen era María” (Lc 1, 26-27)»
Porque es la Madre del Hijo, del
Salvador, reconoce la fe a María
como «la Madre de Dios.»
El misterio de la encarnación se
presenta así como obra del Espí-
ritu y del sí de María. Dios no
forzó la libertad de María, pero la
llenó de su gracia para que diera
con fe y prontitud gozosa su «sí»
al mensajero divino. Desde la
humildad y la fe, la doncella de
Nazaret abrió su corazón y sus
entrañas al poder del Altísimo,
para quien nada hay imposible.
«He aquí la esclava del Señor.
Hágase en mí según tu palabra.»
De esta forma, Dios asocia a
María a la obra salvadora, como
asoció al hombre a su obra crea-
dora.
El sí de María, nacido de la fe y
confianza en el poder de la pala-
bra de Dios, nos recuerda que la
Iglesia entera está asociada a la
obra salvadora. María es «tipo de
la Iglesia.» Su sí, es el sí de todos
nosotros. La Iglesia es signo e
instrumento de salvación en me-
dio de los hombres, como la Vir-
gen fue el signo e instrumento
libre y privilegiado de la salva-
ción.
21 Subió a los cielos
Jesucristo «subió a los cielos, y
está sentado a la derecha de Dios,
Padre todopoderoso». «Durante
los cuarenta días en los que él
come y bebe familiarmente con
sus discípulos, su gloria aun que-
da velada bajo los signos de una
humanidad ordinaria. La última
aparición de Jesús termina con la
entrada irreversible de su huma-
nidad en la gloria divina simboli-
zada por la nube y por el cielo
donde él se sienta para siempre a
la derecha del Padre.» Es la As-
censión.
El hecho de que Jesús resucitado
se siente a la derecha del Padre
no ha de enten-
derse en un senti-
do literal. Signifi-
ca ser de la mis-
ma categoría de
Dios y tener como
hombre la absolu-
ta preeminencia
sobre todo lo
creado. Es la ex-
presión de su
triunfo a través de
la humildad. «El
que descendió,
ése mismo es el
que subió por
encima de todos
los cielos.» (Ef 4,
10) El que se humilló es enalteci-
do. El reino del Mesías se ha in-
augurado. A partir de ese mo-
mento, los apóstoles animados
por el Espíritu se convirtieron en
los testigos del reino que no
tendrá fin. El triunfo de la Cabeza
es el triunfo del Cuerpo, de la
Iglesia.
La Ascensión anima la esperanza
del cristiano y sostiene su esfuer-
zo de conversión y compromiso
en el mundo: «Voy a prepararos
un sitio». Tenemos ante el Padre
un abogado e intercesor. «Vive
siempre para interceder por noso-
tros». Y nos invita a caminar en
este mundo con los ojos puestos
en el futuro: «Si habéis resucita-
do con Cristo, buscad los bienes
de allá arriba, donde
Cristo está sentado a
la derecha de Dios;
aspirad a los bienes
de arriba, no a los de
la tierra. Porque
habéis muerto y
vuestra vida está con
Cristo escondida en
Dios.»
18 Padeció y fue sepultado
«Cristo murió por nuestros peca-
dos según las Escrituras.» (1Cor
15, 3) Este es el significado de la
crucifixión de Jesús. Por amor lo
envió Dios al mundo y libremen-
te se ofreció por nuestra salva-
ción. Sostenido por el Espíritu
nos amó hasta el extremo: con su
obediencia filial nos dio la posi-
bilidad de ser y vivir como hijos
de Dios y hermanos unos de
otros.
Al confesar que Jesús «fue sepul-
tado», la fe apostólica afirma:
«Por la gracia de Dios, gustó la
muerte para bien de todos.» (Hb
2, 9) Murió realmente y conoció,
como todo hombre, el estado de
muerte. «La permanencia de
Cristo en el sepulcro constituye el
vínculo real entre el estado pasi-
ble de Cristo antes de la Pascua y
su actual estado de resucitado.»
El libro del Apocalipsis afirma:
«estuve muerto, pero ahora estoy
vivo por los siglos de los si-
glos.» (1, 18)
Jesús en persona es «el punto de
encuentro de la muerte y de la
vida» como dice san Gregorio
Niceno. Jesucristo «padeció y fue
sepultado» para liberarnos del
poder del pecado. Por ello san
Pablo ve el bautismo como una
inmersión en la muerte de Cristo,
esto es, como un morir al pecado
con Cristo para vivir una vida
nueva: «Por el bautismo fuimos
sepultados con él en la muerte,
para que, lo mismo que Cristo
resucitó de entre los muertos para
gloria del Padre, así también no-
sotros andemos en una vida nue-
va.» (Rom 6, 4).
Pero la muerte de Cristo, aunque
verdadera muerte, «no fue un
despojo mortal como los demás
porque “la virtud divina preservó
de la corrupción al cuerpo de
Cristo”.» «La resurrección de
Jesús al tercer día fue la prueba
de ello porque se suponía que la
corrupción se manifestaba a par-
tir del cuarto día.»
19 Bajó a los infiernos
«El descenso a los infiernos es el
pleno cumplimiento del anuncio
evangélico de la salvación.» La
Escritura llama infiernos, sheol o
hades a la región donde perma-
necían los muertos privados de la
visión de Dios. Cristo fue al en-
cuentro de aquellos que murieron
esperando la salvación. La muer-
te redentora de
Cristo no tiene
fronteras, al-
canza tanto al
primer hombre
de la tierra
como al último
que pueda vi-
vir.. Él va en
busca de la
oveja perdida
hasta la región
misma de los
muertos, como
lo expresa be-
llamente una
antigua homil-
ía para el sábado santo.
«Un gran silencio envuelve la
tierra, un gran silencio y una gran
soledad; un gran silencio porque
el Rey duerme. «La tierra temió
sobrecogida» porque Dios se
durmió en la carne y ha desperta-
do a los que dormían desde anti-
guo. Dios en la carne ha muerto y
el Abismo ha despertado.
«Va a buscar a nuestro primer
padre como si fuera la oveja per-
dida. Quiere absolutamente visi-
tar «a los que viven en tinieblas y
en sombra de muerte». El, que es
al mismo tiempo Hijo de Dios e
hijo de Eva, va a librar de su pri-
sión y de sus dolores a Adán y a
Eva.
El Señor, te-
niendo en sus
manos las ar-
mas vencedoras
de la cruz, se
acerca… y
tomándolo ( a
Adán) por la
mano añade:
«Despierta tú
que duermes,
levántate de
entre los muer-
tos y Cristo será
tu luz».
Yo soy tu Dios que por ti y por
todos los que han de nacer de ti
me he hecho tu hijo; y ahora te
digo: tengo el poder de anunciar
a los que están encadenados: Sa-
lid; y a los que se encuentran en
las tinieblas: iluminaos; y a los
que dormís: levantaos…, pues yo
soy la vida de los muertos.
20 Resucitó al tercer día de entre los muertos
La resurrección de Jesús es la
verdad culminante de nuestra fe
en Cristo. «¿Por qué buscáis en-
tre los muertos al que vive? No
está aquí, ha resucitado.» Estas
palabras de los ángeles a las mu-
jeres que fueron al sepulcro se
nos dirigen hoy a nosotros. Jesús
es el viviente, no un simple per-
sonaje del pasado. Vive para nun-
ca más morir. San Pablo escribe a
los corintios: «Si Cristo no ha
resucitado, vuestra fe no tiene
sentido… Si hemos puesto nues-
tra esperanza en Cristo sólo en
esta vida, somos los más desgra-
ciados de toda la humanidad.
Pero Cristo ha resucitado de entre
los muertos y es primicia de los
que han muerto.»
Jesús murió realmente y realmen-
te resucitó. La resurrección es un
acontecimiento real que tuvo
manifestaciones históricas. El
sepulcro vacío fue un signo: per-
mitió a las mujeres y a los discí-
pulos acoger y desentrañar las
apariciones de Jesús resucitado a
la luz de las Escrituras y palabras
dirigidas por Jesús a los discípu-
los antes de su muerte.
La resurrección de Jesús no es
una simple vuelta a la vida, como
lo fuera la reanimación del cadá-
ver de Lázaro. Su cuerpo es el
mismo, pero posee sin embargo
propiedades nuevas. Ya no está
condicionado por el tiempo y el
espacio, aun cuando pueda hacer-
se presente en ellos.
Obra de la Trinidad Santa, la
resurrección se presenta como la
garantía de todo lo que hizo y
anunció Jesús, como la confirma-
ción de su divinidad. En ella se
cumplen las promesas hechas por
Dios a través de los profetas:
«Resucitó según las Escrituras.».
Si, por la muerte nos libera del
pecado, por la resurrección nos
abre el acceso a una nueva vida.
La resurrección de Jesús es prin-
cipio y fuente de nuestra resu-
rrección futura.
17 Crucificado en tiempos de Poncio Pilato
La muerte de Jesús aconteció de
forma dramática y humillante en
un momento de la historia. «Fue
crucificado en tiempos de Poncio
Pilato.» Murió acusado de blasfe-
mo por las autoridades religiosas
judías. El representante del impe-
rio lo condenó por ser «el rey de
los judíos». Murió como un mal-
dito a los ojos de la Ley y como
un agitador para el tribunal civil.
La redención del género
humano aconteció en la his-
toria, en la muerte del Hijo
enviado en la carne. La cruci-
fixión se presenta como la
culminación de la encarna-
ción. San Gregorio Magno
escribió: «de nada nos hubie-
ra servido su nacimiento, si
no nos hubiera redimido»
mediante su muerte. Pero en
realidad la vida no le fue
arrebatada a Jesús, si no que la
entregó libremente. En el evange-
lio de Juan, Jesús afirma: «Por
esto me ama el Padre, porque yo
entregó mi vida para poder recu-
perarla. Nadie me la quita, sino
que yo la entrego libremente.» Y
resucitado de entre los muertos,
decía a los discípulos de Emaús:
«¿No era necesario que el Mesías
padeciera esto y entrara así en su
gloria?» «Entregado en manos de
los pecadores», éstos lo ejecuta-
ron; pero él, por amor, se entre-
gaba a la muerte para hacernos
partícipes a todos de su propia
vida.
En la muerte injusta del Justo,
Dios estaba realizando una obra
tan maravillosa que jamás podre-
mos comprenderla bien. En ella
se nos ofrece el perdón de los
pecados y es justificado todo el
que cree. Pablo terminaba el
anuncio de la Pascua del Hijo en
la sinagoga de Antioquía de Pisi-
dia, con estas palabras significati-
vas del profeta Habacuc: «Mirad,
despreciadores, asombraos y es-
condeos, porque en vuestros días
yo voy a realizar una obra tal que
no creeríais si alguien os lo cuen-
ta.» Contempla al Crucificado.