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Unión de Escritores y Artistas de Cuba Fundada por Nicolás Guillén en abril de 1962 3 20 16 FIN DE LA ESCLAVITUD NUNCA SABREMOS EXACTAMENTE CUÁNTAS PERSONAS... Pedro Pablo Rodríguez LA SAGA DE LOS AFRICANOS EN CUBA: MEMORIAS ROTAS, MEMORIAS CONSTRUIDAS. María del Carmen Barcia A CIEN AÑOS DE FERNANDO ORTIZ Y LOS NEGROS ESCLAVOS. Jesús Guanche MIGUEL BARNET DESDE EL ALHAMBRA. CINCUENTA AÑOS DE BIOGRAFÍA DE UN CIMARRÓN. Yamil Díaz Gómez ALGÚN DÍA ME TENÍA QUE TOCAR A TAMBIÉN ARROLLAR. Julio César Guanche PERSONAJES NEGROS EN EL CINE DE FICCIÓN DEL ICAIC, 1959-2000. Juan Ramón Ferrera Vaillant y Reynier Rodríguez Pérez CHOCOLATE ESPESO. Nelson Herrera Ysla ENSAYO GENERAL PARA UN HOMBRE NUEVO. MARIO BALMASEDA, MARIO LIMONTA Y ELOY MACHADO EL AMBIA HABLAN SOBRE SARA GÓMEZ. Yaima Leyva XXI PREMIO DE POESÍA LA GACETA DE CUBA DESDE LA RAÍZ DEL PENSAMIENTO NACIONAL CUBANO HASTA... LEGO. Israel Domínguez FINAL DE VERANO EN LA ENSENADA (A LA MANERA DE FRANZEN) / HETEROTOPÍA / HEISENBERG, LA PROTEÍNA / LOS OJOS DEL ALCATRAZ / SOBRE LA INSULARIDAD O TENER CONCIENCIA DEL LUGAR HISTÓRICO” / PABELLÓN 1:40 AM / EN EL ASIENTO DE AL LADO. Atilio Caballero SALÓN DE ESPEJOS. Yonnier Torres FUERA DE REVOLUCIONES. Mailyn Machado EL CAMINO DE LA DESOBEDIENCIA. Evelio Traba ORLANDO MARACA VALLE: FLAUTA POR MEDIO. Emir García Meralla AL MORIR, EL PASADO 8 DE ABRIL, EL POETA FRANK ABEL DOPICO... Ricardo Riverón Rojas CÓMO SIGUES LLOVIENDO EN MI HUMEDAD INTERIOR, HEMBRA MAYÚSCULA... / EL PEZ DE PLATA / NO ERES TAN DIFERENTE / COLUMPIO III / MENOS MAL QUE NO ME ESTÁN OYENDO III. Frank Abel Dopico OBITUARIO CRÍTICA UN LIBRO DIFERENTE. Félix Julio Alfonso López / ENCONTRAR EL UNICORNIO PARA SER MEJORES CADA DÍA. Vitalina Alfonso / LÍNEAS PARA OTRA LECTURA DE LA HISTORIA. Antonio M. Ramos / DE VILEZAS, MANIOBRAS Y OTRAS CONTEMPLACIONES. Roberto Viña EL PUNTO PARADISO EXTRAVIADO. Arturo Arango Director: NORBERTO CODINA · Subdirector editorial: ARTURO ARANGO · Editora jefe: YALEMI BARCELÓ · Sección de Crítica: NAHELA HECHAVARRÍA · Corrección: VIVIAN LECHUGA · Revisión final: J. MEDINA RÍOS · Directora de arte: MICHELE MIYARES · Composición: LISANDRA FERNÁNDEZ TOSCA · · Consejo Editorial: MARILYN BOBES · CARLOS CELDRÁN · DAVID MATEO · REINALDO MONTERO · GRAZIELLA POGOLOTTI · PEDRO PABLO RODRÍGUEZ · ARTURO SOTTO · ROBERTO VALERA Redacción: Calle 17 # 354, e/ G y H, El Vedado, La Habana, 10400. Telf.: 7832-4571 al 73, ext. 248, 7838-3112. E-mail: [email protected] / Impresión financiada por Ediciones Unión-UNEAC / Impreso en Ediciones Caribe / Precio: $5.00 m.n ISSN 0864-1706 2 2 4 10 14 16 22 25 28 32 32 33 35 38 40 46 51 56 57 58 59 64 Cada autor es responsable de sus opiniones. mayo/junio COLABORADORES Periodista e historiador, Pedro Pablo Rodríguez (La Habana, 1946) dirige la edición crítica de las Obras completas de José Martí en el Centro de Estudios Martianos, y es miembro de la Academia de la Historia y de la Academia de Ciencias de Cuba. María del Carmen Barcia (La Habana, 1939), profesora de Mérito de la Universidad de La Habana, dirige el Grupo de Estudios de la Esclavitud con sede en la Casa de Altos Estudios “Fernando Ortiz” y en el 2012 mereció el Premio Aponte por sus estudios sobre los sectores negros en Cuba. Jesús Guanche (La Habana, 1950), investigador titular de la Fundación “Fernando Ortiz”, es Premio Nacional de Investigación Cultural, Académico de Mérito de la Academia de Ciencias de Cuba y Académico de Número de la Academia de la Historia de Cuba. La Editorial Capiro publicó recientemente la tercera edición del libro de Yamil Díaz Gómez (Santa Clara, 1971) La calle de los oficios. Entre los títulos más recientes del ensayista Julio César Guanche (La Habana, 1974) se encuentran La verdad no se ensaya. Cuba: el socialismo y la democracia (2012) y La libertad como destino. Valores, proyectos y tradición en el siglo XX cubano (2013). Juan Ramón Ferrera Vaillant (Santiago de Cuba, 1974) es miembro de la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica y profesor de la Facultad de Español para No Hispanohablantes. Reynier Rodríguez Pérez (Santiago de Cuba, 1982), poeta, investigador y ensayista, es profesor de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Oriente. Al curador, crítico de arte y poeta Nelson Herrera Ysla (Morón, 1947) per- tenece la colección de textos críticos Ni a favor ni en contra, todo lo contrario (Ed. Arte Cubano, 2014). Periodista y especialista de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, Yaima Leyva (Holguín, 1980) fue ganadora del premio de periodismo de investigación para internet de la Fundación AVINA y DAROS en 2008. Después de acompañar a William Jones (Ed. Letras Cubanas, 2007), Viaje de regreso (Ed. Matanzas, 2012) y En dirección contraria (Ed. Aldabón, 2015) son algunos de los poemarios debidos a Israel Domínguez (Placetas, 1973). Atilio Caballero (Cienfuegos, 1959), narrador, poeta, dramaturgo y director artístico, obtuvo el Premio de Cuento “Alejo Carpentier” 2013 con el volumen Rosso lombardo. El sociólogo, poeta y narrador Yonnier Torres (Placetas, 1981) tiene entre sus últimos títulos El juego perfecto (Ed. Sed de Belleza, 2013), Puntos de luz (Ed. Áncoras, 2015) y Cerrar los puños (Ed. Gente Nueva, 2015). La crítica de arte y ensayista Mailyn Machado (La Habana, 1976) obtuvo mención en el Premio de Ensayo Artístico-Literario Casa de las Américas 2016 con su volumen “A flote: dos décadas de arte en Cuba”, del cual repro- ducimos un fragmento. La novela La concordia (Ed. Arte y Literatura, 2013), de Evelio Traba (Bayamo, 1985), mereció el Accésit del Premio Latinoamericano y Caribeño Alba Narrativa 2012. Emir García Meralla (La Habana, 1965), autor de textos sobre la música cubana aparecidos en publicaciones de Cuba y otros países, tiene en pre- paración el volumen “Hágase la timba”. Poeta, periodista y editor, Ricardo Riverón Rojas (Zulueta, 1949) dio a conocer en 2011 la antología poética No me quieras matar, corazón y este año aparecerá por Ediciones Matanzas “La aldea letrada”. En cubierta: Choco Foto: Rodolfo Martínez

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Unión de Escritores y Artistas de CubaFundada por Nicolás Guillén en abril de 1962

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Fin de la esclavitudNuNca sabremos exactameNte cuáNtas persoNas... Pedro Pablo

RodríguezLa saga de Los africanos en cuba: memorias rotas, memorias

construidas. María del Carmen Barciaa cien años de fernando ortiz y los Negros esclavos. Jesús GuanchemigueL barnet desde eL aLhambra. cincuenta años de biografía de

uN cimarróN. Yamil Díaz GómezaLgún día me tenía que tocar a mí también arroLLar. Julio César

GuanchePersonajes negros en eL cine de ficción deL icaic, 1959-2000. Juan

Ramón Ferrera Vaillant y Reynier Rodríguez Pérez

chocoLate esPeso. Nelson Herrera Yslaensayo generaL Para un hombre nuevo. mario baLmaseda, mario

Limonta y eLoy machado el ambia habLan sobre sara gómez. Yaima Leyva

XXi Premio de Poesía La Gaceta de cubadesde la raíz del peNsamieNto NacioNal cubaNo hasta...Lego. Israel DomínguezfiNal de veraNo eN la eNseNada (a la maNera de fraNzeN) /

heterotopía / heisenberg, La Proteína / Los ojos deL aLcatraz / sobre la iNsularidad –o “teNer coNcieNcia del lugar histórico” / pabellóN 1:40 am / eN el asieNto de al lado. Atilio Caballero

saLón de esPejos. Yonnier Torres

fuera de revoLuciones. Mailyn MachadoeL camino de La desobediencia. Evelio TrabaorLando maraca vaLLe: fLauta Por medio. Emir García Merallaal morir, el pasado 8 de abril, el poeta fraNk abel dopico... Ricardo

Riverón Rojascómo sigues LLoviendo en mi humedad interior, hembra mayúscuLa... /

el pez de plata / No eres taN difereNte / columpio iii / meNos mal que No me estáN oyeNdo iii. Frank Abel Dopico

obituario

CrítiCaun Libro diferente. Félix Julio Alfonso López / encontrar eL unicornio Para ser mejores cada día. Vitalina Alfonso / Líneas Para otra Lectura de La historia. Antonio M. Ramos / de viLezas, maniobras y otras contemPLaciones. Roberto Viña

el puntoparadiso extraviado. Arturo Arango

Director: NORBERTO CODINA · Subdirector editorial: ARTURO ARANGO · Editora jefe: YALEMI BARCELÓ · Sección de Crítica: NAHELA HECHAVARRÍA · Corrección: VIVIAN LECHUGA · Revisión final: J. MEDINA RÍOS · Directora de arte: MICHELE MIYARES · Composición: LISANDRA FERNÁNDEZ TOSCA ·

· Consejo Editorial: MARILYN BOBES · CARLOS CELDRÁN · DAVID MATEO · REINALDO MONTERO · GRAZIELLA POGOLOTTI · PEDRO PABLO RODRÍGUEZ · ARTURO SOTTO · ROBERTO VALERA

Redacción: Calle 17 # 354, e/ G y H, El Vedado, La Habana, 10400. Telf.: 7832-4571 al 73, ext. 248, 7838-3112. E-mail: [email protected] / Impresión financiada por Ediciones Unión-UNEAC / Impreso en Ediciones Caribe / Precio: $5.00 m.nISSN 0864-1706

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Cada autor es responsable de sus opiniones.

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Colaboradores

Periodista e historiador, Pedro Pablo Rodríguez (La Habana, 1946) dirige la edición crítica de las Obras completas de José Martí en el Centro de Estudios Martianos, y es miembro de la Academia de la Historia y de la Academia de

Ciencias de Cuba.

María del Carmen Barcia (La Habana, 1939), profesora de Mérito de la Universidad de La Habana, dirige el Grupo de Estudios de la Esclavitud con sede en la Casa de Altos Estudios “Fernando Ortiz” y en el 2012 mereció el

Premio Aponte por sus estudios sobre los sectores negros en Cuba.

Jesús Guanche (La Habana, 1950), investigador titular de la Fundación “Fernando Ortiz”, es Premio Nacional de Investigación Cultural, Académico de Mérito de la Academia de Ciencias de Cuba y Académico de Número de

la Academia de la Historia de Cuba.

La Editorial Capiro publicó recientemente la tercera edición del libro de Yamil Díaz Gómez (Santa Clara, 1971) La calle de los oficios.

Entre los títulos más recientes del ensayista Julio César Guanche (La Habana, 1974) se encuentran La verdad no se ensaya. Cuba: el socialismo y la democracia (2012) y La libertad como destino. Valores, proyectos y tradición en el siglo xx

cubano (2013).

Juan Ramón Ferrera Vaillant (Santiago de Cuba, 1974) es miembro de la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica y profesor de la Facultad

de Español para No Hispanohablantes.

Reynier Rodríguez Pérez (Santiago de Cuba, 1982), poeta, investigador y ensayista, es profesor de la Facultad de Humanidades de la Universidad

de Oriente.

Al curador, crítico de arte y poeta Nelson Herrera Ysla (Morón, 1947) per-tenece la colección de textos críticos Ni a favor ni en contra, todo lo contrario

(Ed. Arte Cubano, 2014).

Periodista y especialista de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, Yaima Leyva (Holguín, 1980) fue ganadora del premio de periodismo de

investigación para internet de la Fundación AVINA y DAROS en 2008.

Después de acompañar a William Jones (Ed. Letras Cubanas, 2007), Viaje de regreso (Ed. Matanzas, 2012) y En dirección contraria (Ed. Aldabón, 2015) son

algunos de los poemarios debidos a Israel Domínguez (Placetas, 1973).

Atilio Caballero (Cienfuegos, 1959), narrador, poeta, dramaturgo y director artístico, obtuvo el Premio de Cuento “Alejo Carpentier” 2013 con el volumen

Rosso lombardo.

El sociólogo, poeta y narrador Yonnier Torres (Placetas, 1981) tiene entre sus últimos títulos El juego perfecto (Ed. Sed de Belleza, 2013), Puntos de luz

(Ed. Áncoras, 2015) y Cerrar los puños (Ed. Gente Nueva, 2015).

La crítica de arte y ensayista Mailyn Machado (La Habana, 1976) obtuvo mención en el Premio de Ensayo Artístico-Literario Casa de las Américas 2016 con su volumen “A flote: dos décadas de arte en Cuba”, del cual repro-

ducimos un fragmento.

La novela La concordia (Ed. Arte y Literatura, 2013), de Evelio Traba (Bayamo, 1985), mereció el Accésit del Premio Latinoamericano y Caribeño Alba

Narrativa 2012.

Emir García Meralla (La Habana, 1965), autor de textos sobre la música cubana aparecidos en publicaciones de Cuba y otros países, tiene en pre-

paración el volumen “Hágase la timba”.

Poeta, periodista y editor, Ricardo Riverón Rojas (Zulueta, 1949) dio a conocer en 2011 la antología poética No me quieras matar, corazón y este año

aparecerá por Ediciones Matanzas “La aldea letrada”.

En cubierta: ChocoFoto: Rodolfo Martínez

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2 Dosier / Los Diego

Fin de la esclavitud

p. 2-24dosiEr > Fin de la esclavitud

Nunca sabremos exactamente cuántas personas fueron extraídas de las diferentes culturas africanas en condición de esclavitud, cuántas murieron en los barcos negreros, cuántas fueron dedicadas a los distintos menesteres en las sociedades americanas a que fueron conducidas. Se han hecho cálculos cuyas cifras varían muchísimo de uno a otro, lo cual nos indica lo improbable que resulta alcanzar siquiera presunciones cuantitativas de cierta aproximación.

La ausencia de cantidades precisas no es razón, desde luego, para limitar la comprensión de su inmenso alcance, no solo para América, el continente receptor, y para África, el forzado emisor, sino para la Europa colonialista y moder-na, y para el propio desarrollo del sistema capitalista y su configuración mundial.

La historia universal a partir del siglo xvi y hasta los fina-les del xix no se puede entender si se deja de lado el tema de la esclavitud. Si esta caracterizó gran parte del llamado mundo antiguo en las civilizaciones euroasiáticas, por entonces ni en el imperio romano la esclavitud probable-mente abarcó semejantes cuantías de seres humanos, ni cumplió iguales funciones económicas por más que a veces se nos parezcan, ni fue un mecanismo tan eficaz para un veloz enriquecimiento entre las minorías que controlaron la trata, que dieron uso productivo al esclavo y que tam-bién conformaron rasgos distintivos de la llamada cultura moderna.

La historia de Cuba, a su vez, tampoco tiene sentido si no se enfoca la esclavitud como uno de sus componentes esenciales. No importa que el número y las funciones del es-clavo hayan variado durante ese largo período: lo cierto es que la esclavitud fue una institución traída a nuestra isla por el colonialismo español que ha impactado a la socie-dad cubana hasta el presente, justo cuando conmemora-mos los ciento veinte años de su fin.

Aunque pudiera parecer lo mismo, no es comparable el arribo de los negros curros con el de los alijos de escla-vos ya desde el propio siglo xvi. Aquellos venían de España, y eran personas libres, dueños de sí; los otros eran pro-piedad de los amos y provenían de África. La tez oscura de ambos los igualaba en la condición social de negros, y en casi nada más, según todos los indicios. Provenían de y expresaban culturas diferentes. Así, cuando el cre-cimiento mercantil desde la plantación molió al esclavo negro como a las cañas de azúcar en el ingenio y elevó la presencia y diversidad cultural de los africanos en Cuba desde mediados del siglo xviii, a pesar del rápido aumen-to de los prejuicios y las discriminaciones sobre todas las personas “de color”, –como se les llamaba entonces a los negros y mulatos–, los libres, aun aumentados tam-bién por las varias formas de manumisiones de esclavos y sus enlaces sociales con estos, siguieron siendo criollos en su mayoría y contribuyeron decisivamente desde mucho antes a los procesos de mestizaje cultural que fueron for-mando la cultura cubana.

Para “cubanizarse” el africano tuvo que romper el triple escollo de sus orígenes culturales, de su condición jurídi-ca de esclavo y de su permanente deseo de retornar a su tierra, algo absolutamente impracticable para la casi tota-lidad de ellos. A pesar de la terrible y sistemática represión de todo tipo que implica tal servidumbre, y del rechazo que su triste condición social le imponía, el africano fue logrando la enorme proeza de abrirse paso y de hacerse sentir en el proceso formador de la cultura y de la nación cubanas.

Empero, la esclavitud generalizada de la sociedad cu-bana hasta el fin de la Guerra de los Diez Años fue, a mi juicio, tanto el cambio de un cierto patriarcalismo entre amos y esclavos, y del conjunto social insular, como mar-có también un severo retroceso de la formación nacional

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La Gaceta de Cuba 3

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Fin de la esclavitud

al aumentar y polarizar las contradicciones dentro del país. La esclavitud fue una verdadera patología social y cultural, muchos de cuyos aspectos significativos han quedado ocul-tos bajo el velo del tiempo, todo ello condicionado a su vez por los intereses y las perspectivas afines o surgidos de ella.

El proceso histórico-social cubano a lo largo del siglo xix se movió al menos entre dos corrientes no necesariamente coincidentes o, más bien, con señalada tendencia contra-dictoria: la continuidad de los procesos de mestizaje, qui-zás más evidentes entre aquellos sectores que pudiéramos llamar populares, y las retrancas a tales procesos impues-tos desde los poderes políticos, económicos e ideológicos. Sin embargo, como suele ocurrir, de un modo espontáneo, por así decir, lo mestizajes se infiltraron a menudo hacia las clases hegemónicas, las que, por su parte, también traspa-saron elementos de su propia cultura hacia las otras, influi-do todo ello por la condición colonial de la nación que se iba formando en medio de aquellos dilemas.

Parece indiscutible el criterio expresado con frecuen-cia por los estudios cubanos desde distintas disciplinas de que las luchas por la liberación nacional durante la segunda mitad de aquella centuria fueron la salida más rápida para el fin de la esclavitud y para la más o menos plena recupe-ración consciente de los caminos del mestizaje dentro del proceso nacional.

Los andares de la historia suelen ser empedrados, sel-váticos y no avanzan en líneas rectas sino mediante innu-merables vericuetos; se aceleran por las revoluciones y las contrarrevoluciones, y nunca abandonan del todo sus an-tecedentes y sus tradiciones y herencias, por más que las nieguen.

La cultura de la esclavitud asomó y asoma su desagra-dable hocico por aquí y por allá en los siglos posterio-res a través de las discriminaciones y los racismos en las mentes y en las conductas; por eso la pelea contra ella ha

de ser tenaz, sin desmayos, para un país mejor con mejo-res ciudadanos.

La Gaceta de Cuba desea brindar algunos acercamientos a estos asuntos con un dosier que no se queda en el pasado sino que se mueve también por el presente, que va desde el examen histórico hasta el análisis social y cultural. Se tra-ta de impulsar el pensamiento hacia problemas y procesos de largas y múltiples raigambres asociados o derivados de la infamante institución esclavista.

Así, nos valemos de la colaboración de la fraterna Fun-dación “Nicolás Guillén” en cuyo X Coloquio y Festival In-ternacional de Música y Poesía Nicolás Guillén “África y su diáspora” el texto de María del Carmen Barcia, que aquí incluimos, fue la conferencia magistral inaugural.

De acuerdo al propósito que nos anima, aprovechamos para recordar además dos libros de muy distinta naturale-za, aunados por su intención de hacernos comprender la sociedad esclavista insular y que cumplen aniversarios sig-nificativos. Se trata, por un lado, de Los negros esclavos, ma-gistral pieza de Fernando Ortiz publicada por primera vez en 1916, que no solo ha logrado sobreponer sus valores ante ciertos puntos metodológicos luego abandonados por su propio autor y a los indudables y numerosos avances desde entonces en los estudios de este asunto. El otro, apareci-do en 1966, Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet, un diálogo entre el escritor y Esteban Montejo, su protagonis-ta, que nos entrega la vida de este y las maneras de pensar y actuar de quien luchó por alcanzar su libertad personal por el riesgoso e incierto camino de hacerse cimarrón, lo que le marcó el alma y la vida para siempre. Los dos libros son textos absolutamente imprescindibles para adentrarse en el conocimiento de la sociedad esclavista cubana y para convertirnos, aún hoy, en convencidos abolicionistas.

Pedro Pablo Rodríguez

La Gaceta de Cuba 3

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4 Dosier / Fin de la esclavitud

la saga de los aFricanos en cuba: memorias rotas, memorias construidas

María del Carmen Barcia

la conservación de la memo-ria colectiva en los afrodes-cendientes de Cuba, traspasa las fronteras de la racialidad y se inserta en el modo de

vida de las capas populares y en su cul-tura. Familias de músicos, de maestros, de bailarines, de deportistas y también de estomatólogos, costureras, sastres, coma-dronas o enfermeras recorren una larga memoria que, en muchos casos, se asienta en la esclavitud.

Su manifestación más visible se asien-ta en las formas de religiosidad y en las amplias redes que las sustentan. Santería, Palo Monte y Arará son “reglas” o variantes de las devociones de origen africano. En los primeros años de la república fueron consideradas, incluso por las élites negras y mulatas, como formas atávicas de las expresiones culturales y por ese motivo, entre otros, las tradiciones, ritos y costum-bres de los africanos tuvieron escasa pre-sencia en los espacios públicos. Aún en los años 60 del siglo xx se consideraban socialmente borradas.

Pero su permanencia en las familias de origen africano a partir de la trasmisión de memorias ancestrales permitió que se conservaran a través de siglos y que, tras el triunfo de la Revolución cubana, que pro-pició la ruptura de múltiples convencio-nalismos, se mostrasen desenfadadamente en todos los espacios, públicos y privados, donde actualmente se aprecian incluyendo formulaciones de conductas, como el res-peto a los mayores, simbolizadas en una frase antológica: “oreja no pasa cabeza”.

La tradición presente no constituye la reproducción exacta del mundo esclavo ni de sus orígenes africanos, pero recoge una memoria trasmitida durante generaciones que se percibe a través de numerosas expre-siones de la sociedad actual. Y es que la memoria colectiva de los negros cubanos, presente en sus tradiciones espirituales y materiales, está raigalmente imbricada en nuestra cultura.

¿Cómo se construyó esa memoria co-lectiva?, ¿qué caminos siguió hasta llegar a nuestros días? Intentaremos resumir esa travesía a través de un tiempo y de un es-pacio que van desde una memoria rota hasta otra construida por la necesidad de perdurar.

dían a los capitanes de buques al servicio de armadores o consignatarios, siempre poderosos, siempre ajenos, siempre segu-ros desde sus otros y estables lugares.

El primer espacio social que relaciona-ba a los cautivos era el de los barracones de las factorías africanas donde permanecían encarcelados durante semanas e incluso meses en espera de los bergantines, fraga-tas o goletas que los trasladarían a su nuevo y aterrador destino.

Después estaba el océano Atlántico, in-menso, circunstancial, importante pero tran-sitorio, pudiera definirse como un no lugar pues era solo el camino.1 Por este recorrían en el barco negrero, realidad y símbolo de un viaje sin retorno donde se concentraban memorias individuales y colectivas de pasa-dos truncos, forzadamente rotos y comen-zaban a tejerse otras nuevas historias en sus recientes y agónicos espacios.

El viaje les producía un gran terror, no sabían a donde los llevaban; en algunos casos pensaban que sus guardianes los alimentaban para engordarlos y des-pués comérselos; no entendían por qué los castigaban; muchos enfermaban al viajar hacinados, acostados de un solo lado para ahorrar espacio, desnudos, sobre un suelo duro, llevados y traídos por el movimiento del barco, lo cual les ocasionaba úlceras; aherrojados con grillos y esposas, y sin con-diciones de salubridad.

Cuando se Cortan algunas raíCes otras sue-len apareCer

Más de un millón de hombres, mujeres y niños llegaron a nuestra Isla desde los más diversos y recónditos lugares del con-tinente africano, en cuyas regiones de ori-gen dejaron truncos sus linajes, y a partir de ese momento iniciaron una ruta pla-gada de dificultades en la que, para sub-sistir, debieron adaptarse a un modo de vida que les era ajeno. Desde ese momento iniciático –nos referimos a la trata negre-ra–, comenzaron a construir otra memoria que estuvo inmersa en el mayor genocidio cometido en la historia de la humanidad, no solo por las crueldades y excesos de que fueron víctimas, sino por una larga dura-ción que se extendió por cuatro siglos de ignominias.

Por muchos datos que los historia-dores hayamos acopiado es imposible reconstruir toda la iniquidad, la vileza, el desamparo, la humillación y las cruel-dades que los africanos sufrieron duran-te la travesía trasatlántica. Capturados en bosques, aldeas o costas por sus propios congéneres, a través de guerras, raptos o por reivindicación de deudas, eran nego-ciados con factores –nombre que recibían los encargados de comprarlos en África, ingleses, franceses, daneses, portugueses, españoles o hijos de estos europeos con mujeres africanas–, que a su vez los ven-

4 Dosier / Fin de la esclavitud

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La Gaceta de Cuba 5

la saga de los aFricanos en cuba: memorias rotas, memorias construidas

Los horrores que vivían juntos durante dos o tres meses de travesía los unían en un infierno difícil de reproducir, y buena parte enfermaba, moría y era arrojada al océano. Los que se resistían eran masa-crados, pero los que lograban sobrevivir continuaban relacionándose tras el desem-barco, y luego acumulaban otras expe-riencias comunes, cuando, perseguidos por las autoridades, eran escondidos por los negreros en barracones o ranchos pro-visionales, en montes o incluso en almace-nes, enfermerías y casas de mayorales en los ingenios y cafetales.2

Su mundo había volado en pedazos, no entendían lo que se hablaba, no compren-dían lo que se les exigía, debían someterse a normas y preceptos fuera de su lógica, pero como suele ocurrir predominó el aferra-miento a la vida y se adaptaron a las nue-vas condiciones para no desaparecer. Atrás quedaban los recuerdos de la aldea, de la vida en común, de la caza de animales, de la siembra de arroz, de sus maneras de for-jar el hierro o de tallar la madera y de sus familias africanas. Rotas las genealogías, desaparecidas las locaciones, cortada la co-municación y ubicados en sociedades cul-turalmente diferentes debieron adaptarse a nuevas costumbres y patrones de conducta.

Los dramáticos recuerdos de las situa-ciones que habían vivido los unieron y, sin que se percataran objetivamente del proce-so mental que los involucraba colectivamen-te, se iniciaron nuevas relaciones sociales. A partir de ese momento comenzó a surgir un tipo de parentesco diferente con actores antes desconocidos o adaptados a una nue-va realidad; consanguineidad y afinidad se mezclarían de maneras particulares.

En ese inicio estuvieron los llamados “carabelas”. Esos primeros parientes han recibido nombres diversos en diferentes

países. Entre los mende3 los compañeros de viaje eran definidos como ndehun, entre los miembros de la sociedad secreta afri-cana de los Poro se denominaban mates,4 en Cuba y también en Brasil se denomina-ron como carabelas, que fue un término construido por la trata negrera, pues pro-cedía del nombre de las embarcaciones diseñadas por los portugueses en el si-glo xiv para la navegación atlántica. En esos veleros fueron trasladados cientos de africanos esclavizados hacia la Península Ibérica en los primeros siglos de la trata y el nombre de esas naves pasó a definirlos. Después se siguió usando a lo largo de siglos y los africanos lo asumieron para autonombrarse.

El barco –espacio transicional de obli-gada convivencia, real y simbólico– aglu-tinaba a hombres y mujeres bajo una novedosa y resistente solidaridad. Los ca-rabelas se consideraron desde entonces parientes, porque eran víctimas, partícipes y testigos de una tragedia que habían com-partido y jamás olvidaron: una memoria persistente los unía.

Parte de ese calvario se conoce por sus actores, porque cuando un barco era apre-sado se interrogaba, mediante intérpretes, a los africanos. Entonces contaban cómo habían sido capturados, cuántas lunas ha-bía durado el viaje, el puerto del que habían partido y la manera en que habían sido tratados durante la travesía, qué les daban de comer, qué ocurría cuando se enferma-ban, cuántos habían fallecido y en algunos casos referían el nombre del capitán, el del piloto, el del médico y el de algunos ma-rineros. También declaraban sus etnias y pronunciaban sus nombres sonoros. Los funcionarios encargados de clasificarlos aportaban otros elementos como la edad supuesta y sus marcas tribales.

Pero algunos africanos procedían de las mismas aldeas y otros se habían rela-cionado desde África a partir de su captu-ra. Los más se vinculaban antes y después del desembarco. Sin que los africanos se percataran de lo que ocurría, se comenza-ban a tejer lazos de solidaridad.

Recordemos algunos sucesos que evi-dencian nuestras conclusiones: a finales del siglo xviii un corsario francés conocido como el “Hijo de la Patria” apresó un barco negrero que se dirigía a Jamaica, entonces liberó a esos esclavos y se los entregó a un señor llamado D. José Izarragori para que en su goleta Estrella los condujera a otro territorio, pero este individuo los trasladó a la región de Trinidad, en la isla de Cuba, donde los vendió. Poco después, enterada la Corona, esos esclavos fueron declarados libres por Real Orden, pero muy pocos lo supieron. En ese alijo había una niña, que había sido bautizada como María Anto-nia, que fue regalada a D. Tomás Pardo, funcionario de Marina de esa localidad, quien a su vez la entregó a Doña Rafaela Jiménez, que poco después la vendió a su parienta D. Leocadia, de igual apellido. La parvulita desconocía que era libre, pero algo debieron contarle en su juventud, porque en 1815 reclamaba en el juzgado para que su nueva propietaria reconociese esa circunstancia. El juicio fue paralizado por artimañas y tanto se prolongó que la acusada y la demandante fallecieron. Pero poco después Juan Lorenzo, uno de los hijos de María Antonia, esclavo de la Tri-miño, denunció el plagio cometido con su madre, que también lo perjudicaba, pues si era hijo de una mujer libre no podía ser retenido como esclavo.

Era el año 1846 y había pasado más de medio siglo de la captura de la goleta Nuestra Señora del Carmen; no obstante, los

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carabelas respondieron y sus declaraciones fueron aceptadas porque “aunque negros, no son indignos de crédito cuando la en-mienda de la partida bautismal revela una sacrílega suplantación”.5

Desde luego que este caso puede ser considerado como excepcional, por su du-ración y sus resultados. Pero hubo otros también notables y comunes que muestran que los carabelas eran parientes por afini-dad y que esa relación se inscribía en sus memorias.

Otro caso paradigmático fue el de las hermanas Leocadia y Agustina,6 quienes habían venido de África entre 1816 y 1820 y fueron vendidas a diferentes amos en Santiago de Cuba. Mucho después llega-ron a tener ciertos bienes y compraron su libertad. Agustina murió intestada a consecuencia del cólera y dejó por bienes una casa compuesta de “aposento, come-dor, recámara y escusado (sic) de madera, en buen estado y bien techado”, y un ca-fetal en el partido del Cobre, bienes que su hermana Leocadia pretendía heredar, pero para esto debía probar su filiación.

Entonces acudió a sus parientes carabelas: Manana Mesa; María Caridad Cruegh, de 70 años, viuda, planchadora, lavandera y cocinera; Natividad Jústiz, viuda, de 68 años; Zenobia Granda, viuda, de 65 años; Jacinto Fullá, de 70 años, soltero, tabaque-ro; y Francisco García, de 70 años, soltero, con oficio de mar. Todos eran congos, ya libres.7 En sus declaraciones se pudo apre-ciar que conocían a las hermanas desde el barco negrero, y que incluso habían man-tenido una relación de medio siglo que les permitía conocer a los hijos y nietos de Agustina.

El estudio de estos casos destaca, como muchos otros, el papel desempeñado por los carabelas y su vinculación sostenida. Estamos en presencia de una relación de parentesco por afinidad.

el papel de la familia

Además de la relación inicial en los barracones de África, tras la captura y la venta y el viaje en el barco negrero que los trasformó en carabelas, paulatinamente se construyeron familias consanguíneas, consensuales o legales, que conservaron recuerdos y construyeron memorias.

Cabe destacar que el amancebamiento ha sido en Cuba, desde el siglo xvi, una con-ducta practicada por blancos y negros, y por libres y esclavos. Y es que donde no hay patrimonio que heredar ni propiedades que legar, ni tampoco predominan normas religiosas inflexibles, la necesidad peren-toria de legalizar las uniones tiene menos fuerza. La consensualidad no proviene de la esclavitud, ni tiene su origen en las cul-turas africanas, aunque este componente

haya contribuido a restar importancia a aspectos formales.

No obstante, al margen de que el ma-trimonio fuese una forma de control social preconizada por la iglesia y los amos, tam-bién fue socialmente importante para los esclavos y para el proceso trasculturador. La tradición oral de los negros cubanos se simboliza en la siguiente frase pronun-ciada por una esclava: “Mi negro y yo […] estamos casados, sacramentados a estilo de blancos. Nos casó con cura la Señora nuestra ama, allá en la capital. Y […] ¡Con sacramentos no se juega! Si se les falta, se sufre para morir, y en el hoyo, aunque sea debajo de una cruz, se morderá la tierra.”8

Otro fue el caso de María de los Reyes Castillo, negra libre nonagenaria, quien recuerda que su abuela Antonina, que murió en 1917, y que tenía un color prie-to, muy asentadito, había nacido en una aldea de Cabinda, lugar habitado por los quincongos, y había sido raptada junto a sus hermanas Casilda y Gestora, para, tras una larga travesía desde la lejana África, ser vendida en la isla de Cuba; entonces está iniciando la historia de su familia. Y cuenta que Antonina se enamoró de Basilio, otro esclavo africano, y juntos comenzaron un linaje que tuvo que asumir, como era ca-racterístico de la esclavitud en Cuba para simbolizar la propiedad, el apellido Heche-varría que era el de los amos.

Las familias de esclavos se caracteriza-ron por tener una estructuración flexible. Para su estudio los censos aportan algunos datos numéricos, fríos e impersonales, a partir de los cuales pueden extraerse algu-nas conclusiones como, por ejemplo, que la familia legalmente constituida tuvo un rango muy limitado o que hubo un núme-ro superior de matrimonios formales en las áreas urbanas y que estos constituyeron un fenómeno relativamente limitado en las plantaciones. Pero esta visión solo permite construir un simple modelo, sin vitalidad real; para sustentar definiciones más ricas resulta necesario acudir a los relatos que se encuentran en los expedientes, ya que es-tos trasmiten el aliento de una época, su modo de vida, y la manera de comportarse de aquellos individuos, violentados física y espiritualmente, que vivieron en una socie-dad con características muy particulares.

La familia que interesaba al poder ci-vil o eclesiástico, como forma de control social, era esencialmente la de la pareja. Esta relación era suficiente para establecer el mínimo de estabilidad que el poder, en sus diferentes instancias, requería. Para los amos, los párvulos eran una manera de reproducir trabajadores y de garantizar la producción futura de sus enclaves. Se man-tenían dentro de sus familias, solo cuando resultaba conveniente a los amos, pero

podían venderlos sin reparar en la ruptu-ra que ocasionaban, en tales casos la bús-queda a través de espacios incluso lejanos y los encuentros coyunturales o permanentes marcaron la historia de los esclavos.

En esos espacios sociales tan conflic-tivos las mujeres trataron de garantizar condiciones mínimas para sus familias. La primera de todas era conseguir un te-cho estable, aunque fuera en un barracón; la segunda, disponer de ciertos bienes que adquirían a partir del trabajo en los conucos, cuando formaban parte de la dotación de un ingenio o de un cafetal, o de alquilar su trabajo para ahorrar algo al margen de lo que debían entregar a sus amos, o incluso de ejercer la prostitución. De tan disímiles maneras podían ahorrar lo suficiente para comprar ropas, calzado y hasta obtener la libertad propia o la de los hijos y parientes.

Desde 1827 hasta 1870 existen datos censales sobre los matrimonios esclavos, lo que permite tener una percepción general sobre su evolución. Observar la forma en que se comportó la política matrimonial en esa etapa puede resultar interesante en tanto confirma la tendencia de que la ter-cera parte de los enlaces que existían eran forzados, cuestión que puede implicar dos factores incluyentes: el éxito que había tenido la política matrimonial concebida desde el poder como una forma de control social y el interés de los esclavos en su pro-pia estabilidad.

Pero la mayoría de los esclavos siempre fue “soltera”, lo cual significa que buena parte de sus familias eran consensuales. Se-gún un estudio realizado con 1 223 cédulas del censo de 1861 que recoge información sobre hogares de los barrios más populares de La Habana, ubicados en la zona de extra-muros,9 el 4,91% de las familias procesadas estaban integradas por esclavos, el 65% de estas eran presididas por mujeres, el 3,33% estaban formalizadas legalmente, el 40% era de tipo nuclear y el 60% restan-te estaban integradas por mujeres solteras con hijos.10 El 70% de las familias esclavas habían constituido hogares independien-tes fuera de la vivienda de sus amos.11

Hemos localizado expedientes de escla-vos casados legalmente con mujeres libres. Un ejemplo fue el de Bernardo Pedroso, es-clavo carabalí, quien contrajo nupcias con la morena ingenua Inés Morales, de igual “nación”. El matrimonio le procuró la casa donde vivía y en ella nacieron sus dos hijos Martín y Ciriaco, y la posesión del esclavo, también carabalí, Antonio, de oficio carre-tonero, que trabajaba en beneficio de sus amos. Inés, reunió el dinero suficiente para comprar la libertad de su marido.12

Otro fue el caso de Cipriano Pedroso, de “nación” gangá, quien llegó a ser sargento

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del Batallón de Morenos Libres, del que María Francisca Ruiz, carabalí libre, quien era su mujer, declaraba “que todo el pecu-lio que tiene su marido lo ha sacado del trabajo y la industria personal de ella quien fue la que le compró la libertad”.13

de Carabelas a Compadres

Otra relación parental, en este caso por afinidad, fue la del compadrazgo. Tras su ubicación en las dotaciones de los inge-nios, los cafetales, los potreros e incluso en las ciudades, ocurría que decenas de cara-belas radicaban en una misma posesión, algunos habían formado familias consan-guíneas. En estos nuevos espacios sociales vivían, trabajaban, conspiraban y se su-blevaban juntos. La memoria colectiva del grupo continuaba amparando sus acciones.

Cuando el esclavo llegaba a territorio español o nacía en este debía ser bautizado, ceremonia que requería la participación de otros sujetos, los padrinos y madrinas, quienes aceptaban un vínculo religioso que los comprometía con los cristianizados, hembras o varones, a lo largo de sus vidas: se iniciaba así una nueva relación, la del compadrazgo. El ahijado era un pariente al cual se le debía protección y las parti-das de bautismo advertían a los padrinos y madrinas “el parentesco espiritual que habían contraído”.

Estas denominaciones (compadres, pa-drinos, madrinas y ahijados) procedentes de la práctica cristiana, presente en la reli-gión católica, que era impuesta en los sa-cramentos de las ceremonias bautismales y nupciales, muy pronto comenzó a vincu-larse a relaciones similares, establecidas a partir de hábitos y costumbres ancestra-les, presentes en los cultos de origen afri-cano, porque estas también implicaban amparo, custodia y protección.

De uno u otro tipo, o de ambos a la vez, el padrinazgo implicaba una acción tutelar y solidaria, cualesquiera que fuesen los marcos en que sus atribuciones se de-sarrollasen. Sus diferencias de origen no se aclaraban en los documentos, aunque las legales, desde luego, eran las católicas.

Resulta obvio reconocer que después del vínculo entre los carabelas, el parentes-co por afinidad se incrementaba específica-mente a través del compadrazgo. Esteban Montejo se refiere a sus padrinos Gin Con-go y Susana, quienes le informaron sobre sus padres, un lucumí de Oyó, nombrado Nazario, y la esclava criolla Emilia, a quie-nes no conoció porque fue vendido muy niño y no tenía memoria de sus antepasa-dos, y después se convirtió en cimarrón, y no pudo ir a visitarlos “por salvarme el pellejo”.14 Así está contando la historia par-cial de una familia rota. De su narración podrían derivarse muchas elucubraciones:

¿Tuvo hermanos? ¿Lo consideraron muer-to o conocieron de su fuga? ¿Cómo influyó ese desgajamiento inicial en su vida futura? Pero desde su declaración también fluye una certeza: tuvo padrinos comprometidos que lo protegieron.

Las relaciones parentales entre cara-belas y compadres se incrementaban en los ingenios y cafetales, porque muchos integrantes de sus dotaciones procedían de un mismo alijo negrero. Los hermanos Joaquín y José Ignacio Orta Bello, pro-pietarios del ingenio Nuestra Señora de la Merced, ubicado en Guanajay, habían comprado a finales del siglo xviii, cuando aún la trata negrera era un negocio legal, alijos procedentes de los barcos Alerte, que llegaba desde las costas de Calabar, y Lord Stanley procedente del Congo. En el primer caso adquirieron cuarentaidós africanos entre hombres y mujeres, y en el segundo, treintaicuatro hembras. El origen étnico de esos grupos contribuyó a que se establecieran vínculos parentales endogámicos,15 pues las mujeres llegadas en ambos alijos se convirtieron en madrinas de los hijos de sus carabelas, aunque esa relación también se extendió a otras fami-lias de la dotación que ya radicaban en tal ingenio.16

Otro caso fue el de la familia fundada por Benito Pedroso, de “nación” mandinga, y Rosalía Pedroso, de “nación” arará, la cual estaba integrada por nueve miembros.17 Seis de las partidas de bautismo de los hi-jos aparecen en el expediente; la primera de sus hijas nació en 1818 y la última en 1834. En esta fecha Benito y Rosalía eran aún esclavos y pertenecían a la casa Pedroso y Garro, hacendados de la feligresía Nuestra Señora de la Candelaria, en El Wajay. Todos los hijos de esta pareja tuvieron como pa-drino al mismo esclavo, un criollo, llamado Antonio, lo cual expresa una relación larga e íntima de este siervo con Benito y Rosalía. Los dos primeros hijos tuvieron como ma-drina a Melchora, carabalí; y aunque en las restantes partidas de bautismo no se define el nombre de la madrina, es probable que fuera la misma e incluso que esta y Anto-nio fuesen pareja.

La protección hacia los ahijados se evi-dencia en los testamentos. María Dolores Yefres, morena libre, carabalí isuama, que no había tenido hijos de sus dos matri-monios, lega sus bienes a personas afecti-vamente cercanas; entre ellas una casa “al moreno libre Juan Segundo, mi ahijado […] otra casa […] a mi ahijada Dominga Bertault […] y una accesoria […] al negri-to Valentín Segundo […] hijo de mi ahi-jado Juan Segundo”. También deja a “sus ahijados de casamiento, los morenos libres Benito Portes y Cecilia, su mujer, cien pe-sos a cada uno, a su ahijada de bautismo,

Alejandra, carabalí […], la cantidad de trescientos pesos para que […] se acabe de libertar […] y a su ahijada, la morena libre María Rita Risel, doscientos pesos”. Finalmente nombra como su único y uni-versal heredero a “[…] Juan Bertault, su ahijado”.18 Como puede apreciarse, en este documento se establecen distinciones im-portantes: existen ahijados de casamiento, ahijados de bautismo y ahijados a secas, estos últimos pudieron ser aquellos cuyos vínculos tenían una raíz africana.

Una situación similar se advierte en el testamento de la morena Graciela O’Farrill, quien tampoco tiene hijos, por lo cual re-conoce como sus herederos a “sus ahija-dos de bautismo José de la Paz y Laureana Hernández y José Néstor Jústiz”, y a “su ahijada Margarita a la que lega cincuenta pesos”.19

Las madrinas y los padrinos también defendían los derechos de sus ahijados a través de las instancias legales. La morena Carlota Polo, madrina de la negra escla-va Asunción Meireles, acude a la justicia porque el amo de esta le impide, por la fuerza, comprar a su hijo que está por na-cer y para impedirlo la ha enviado a un in-genio a parir. Muy similar es la conducta de Juan Pablo Sobrado, quien ha sido es-cogido para apadrinar al hijo de la esclava Águeda, y como tal ha decidido comprar la libertad del niño que aún está en el vientre de su madre; ante la resistencia del amo acude al síndico20 para solucionar la cuestión.

La reconstrucción de esta memoria nos pone en relación con formas de soli-daridad, con estrategias de supervivencia, y con conductas que reflejan las relaciones estrechas y amorosas entre padres, hijos y hermanos, y también, con comportamien-tos reprobables de los amos. Los protago-nistas esclavos dan sobrados elementos para demostrar que, a pesar de la sordidez de la sociedad en que les tocó vivir, trata-ron de solucionar sus situaciones familia-res de forma inteligente.

del Cabildo “de naCión” a la Casa de santo

Pero tal vez la forma de sociabilidad más importante para la conservación de la memoria colectiva fueron los denomi-nados “cabildos de nación”, que existían en las ciudades. En la práctica, se les de-nominó de esa manera al establecer una analogía con la corporación municipal que recibía ese título, pues las autorida-des deseaban subrayar su connotación civil con el pueril argumento de que re-presentaban a todos los negros de una misma “nación” ante las autoridades colo-niales, pero a partir de agrupar a los afri-canos según los topónimos creados por la trata,21 como mina, carabalí, congo,

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lucumí, etc., se convirtieron en una espe-cie de receptáculo cultural que conservó lenguas, tradiciones, costumbres y modos de vida.

Esta particular forma de sociabilidad había sido inventada por la monarquía es-pañola en el siglo xii para controlar a las mi-norías de gitanos y africanos que vivían en la Península Ibérica. En Cuba existieron desde la segunda mitad del siglo xvi, pues se sabe que en 1568 Bartolomé Cepero, procurador de la villa, protestaba ante el ayuntamiento habanero porque “los negros é negras de esta villa se llaman reyes y reinas é hacen juntas é otras consultas é otros banquetes de que hacen escándalos”.22

Los africanos que procedían de una misma región debían constituir un cabil-do en cada ciudad, pero cuando sus inte-grantes eran escasos, se unían a otros de similar etnia. Esto ocurrió, por ejemplo, con los carabalí de Puerto Príncipe, quie-nes en 1766 aglutinaban en su cabildo a los bibi, los ososo, los oubries, los isuamba y los ano.23 Los ararás, por su parte, se divi-dían en dajomi, cuatro ojos, magino, sa-balmos, agicones y apoimano, y cada uno de estos grupos tenía su casa cabildo.24 En ocasiones ocurría lo contrario, y miembros de una misma etnia o grupo tenían varios cabildos. En la ciudad de La Habana, las de-nominadas Cinco Naciones, de origen ca-rabalí, se agrupaban en varias sociedades.25

De esta manera se incrementaban las redes parentales, y es que los miembros de los cabildos se autodefinían como pa-rientes, y cuando, por ejemplo, hacían una solicitud a las autoridades, el capataz26 expresaba la necesidad de que se atendie-ran “las quejas de la familia que represento o dirijo”.27 De igual modo expresaban for-malmente su pretensión cuando requerían algún permiso, “para que las naciones con-curran con sus banderas y familias, como lo tienen por costumbre, a la fiesta de la Tutelar en la iglesia de San Agustín”.28 Estas razones aconsejan analizar los cabildos en el marco de las relaciones de parentesco y como reservorios de la memoria colectiva.

Muchos padrinos, madrinas o cofrades, sin descendientes consanguíneos, no solo legaban sus propiedades a los ahijados sino a los capataces de los cabildos quienes, su-puestamente, debían invertir esos recursos en beneficio de su asociación.

Los espacios privilegiados para las re-laciones entre los parientes por afinidad (carabelas o compadres) y para los víncu-los que se establecían por la vía consan-guínea (padres, hijos o hermanos, entre otros miembros de la familia) eran la casa cabildo, que con los años se trasformó en casa de santo, y los bohíos, barracones o accesorias donde vivían los parientes, afri-canos o criollos, libres o esclavos. Fueron

estos espacios reales y a la vez simbólicos, lugares de memoria en los que se conti-nuaban tejiendo recuerdos, conservando costumbres, preservando remembranzas individuales y colectivas, y cultivando las experiencias que habían vivido.

De acuerdo a lo dispuesto por la legisla-ción española, los cabildos solo podían es-tar integrados por africanos libres, de una misma etnia o grupo, cuestión que estable-cía una relación analógica muy particular. Pero este tipo de endogamia étnica era ocasionalmente trasgredido, pues los afri-canos incluían a sus descendientes criollos en las acciones de sus cabildos, a pesar de las prohibiciones reglamentarias: El pardo Antonio Arnado, “sin ser consorte legítimo de alguna de las nacionales, sino solo cele-brante de la morena criolla Martina Sán-chez, con todo que él por su condición de pardo no puede ser individuo o miembro de los morenos de la ‘nación’ Carabalí Isi-cuato, se presenta en las reuniones […]”. Es decir que Arnado y Martina, pertenecían formalmente al cabildo Nuestra Señora del Carmen, a pesar de ser criollos.29 La memo-ria africana se trasladaba y se reconstruía cotidianamente en esos lugares. También los miembros de los cabildos se vinculaban con sus parientes esclavos, y procuraban con-seguir los medios para obtener la libertad de sus cofrades. En 1824, Ramón Granda, capataz de cabildo Bibí de Santiago de Cuba, relaciona los nombres de siete escla-vos que han sido redimidos de la servidum-bre por esa sociedad.30

La presencia de esclavos en los cabildos se vislumbra a través de la documentación. El capataz del cabildo de la Santísima Trini-dad, en Puerto Príncipe, expresa que aun-que en la sociedad entraban morenos de toda clase y condición, solo tenían derecho a votar los libres, ya fueran carabalíes o de otra casta, insistiendo en que el capataz te-nía que ser libre y de esa “nación”.31

Por esa razón, la matrona Teresa Santa Cruz, del cabildo Carabalí Isicuato, impug-na una elección en la que habían votado cuatro esclavos: María del Rosario Ezpeleta, Joaquín Rivero, José Julián Piedra y Paulina Pérez.32 Estos casos indican que, a pesar de la reiteración con que se afirma que en los cabildos solo había africanos libres, los es-clavos, aunque en un plano subalterno, tam-bién estaban presentes y es lógico que así ocurriera, ya que todos los individuos pro-venientes de ese continente llegaron a la Isla en condición servil, y mantenían relaciones o contactos con sus amigos y parientes.

La definición elaborada por Pedro Des-champs Chapeaux, según la cual entre los propósitos del cabildo estaba “mantener vivo el recuerdo de la patria lejana y per-dida, mediante la práctica de la religión propia, el uso del idioma, los cantos y la

música”, se ajusta a su carácter,33 porque fueron precisamente estos elementos (re-ligión, idioma, cantos y música) los que lograron establecer o mantener la cohesión grupal y conservar las tradiciones de las diferentes etnias de origen africano. Los ca-bildos africanos fueron una organización impuesta desde el poder para segregar y controlar a los negros y eximir a la admi-nistración colonial de posibles cargas eco-nómicas o sociales, pero, paradójicamente, se trasmutaron en un factor cohesionador que fue aprovechado, consciente o incons-cientemente, por los africanos, para pre-servar los elementos fundamentales de sus identidades culturales.

Al margen de las funciones civiles y re-ligiosas de los cabildos, estos funcionaban como verdaderas redes sociales, con dife-rentes propósitos. No se trataba solamente de la solidaridad manifiesta o de conservar los cultos africanos. El prestigio y el interés que unía a las familias en el entramado de estas redes permite analizar a los cabildos desde otra perspectiva: la de un singular y ampliado sistema de parentesco.

Memorias truncas, rotas por la trata negrera, que conservaron sus esencias a lo largo de siglos, junto a otras que fueron construidas en sus otros agónicos o fami-liares espacios, unen los eslabones de la saga de los africanos en la isla de Cuba. De los barracones en África al barco negrero; de los carabelas a las familias consanguí-neas, consensuales o legales; de las chozas, bohíos o barracones a las casas de santo; de los compadres y comadres hasta sus ahi-jados; de los cofrades reunidos en la casa cabildo a sus descendientes presentes en ramas y familias religiosas: así se fue entre-tejiendo y conservando a lo largo de siglos una memoria que hoy se expresa sin amba-ges en los espacios públicos.

Las emigraciones forzadas o volun-tarias tienden a sublimar su pasado y a cultivar sus memorias y también a trascul-turarlas; sus eslabones forman parte de una cultura, en este caso la cubana, enri-quecida por múltiples mestizajes. <

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1 M. Augé: Los no lugares. Espacios del anonimato. Antropo-logía sobre la modernidad, 1993.

2 Desde luego que era imposible que todos los que for-maban parte de un mismo alijo de esclavos llegaran a relacionarse porque hubo barcos que traían entre ocho-cientos y mil africanos. El desembarco en Agüica, por ejemplo, condujo más de mil doscientos y el del bergan-tín Lesbia ochocientos cuarentaisiete.

3 Grupo étnico que se definió en la cárcel de New Haven, donde estaban los africanos del buque Amistad. Ver: Mar-cus Rediker: The Amistad Rebelion. An Atlantic Odyssey of Slavery and Freedom. New York, Peguin Books, 2012, p. 59.

4 Ídem.5 Ídem.6 Archivo Nacional de Cuba, A.N.C., Fondo Audiencia de

Santiago de Cuba, legajo 75, expediente 1732.7 Se destaca que tres de las africanas que testifican se

declaran viudas, lo cual corrobora la existencia de matri-monios y consecuentemente de familias entre los escla-vos de “nación”.

8 Lydia Cabrera: “Apopoito Miama”. Cuentos negros de Cuba, La Habana, Ed. Verónica, 1940, p. 177.

9 Fernando González Quiñones, Pilar Pérez-Fuentes y Lola Valverde Lanfús: Familia, matrimonio y cohabitación en la Habana del siglo xix. Una aproximación a través del censo de 1861, Seminar on Changes and Continuity in American Demographic Behaviours: The Five Century Experience, International Union for the Scientifc Study of Popula-tion, Córdoba, 1998. Según los autores las viviendas de las cuales se obtuvo información constituyen el 12,3% del total de las ubicadas fuera de las murallas y alberga-ban el 5,3% de la población de esa zona. El territorio de extramuros era el más poblado, en este vivían 138, 144 personas y existían 12 354 fincas urbanas.

10 Cuadro: Estructura familiar según color, condición y sexo de los cabezas de familia. Ibídem, p. 20.

11 Cuadro: Estructura de los hogares según color, condi-ción y sexo de los jefes de hogar. Ibídem, p. 18. Como puede inferirse se trataba de casas alquiladas o de su propiedad.

12 A.N.C., Fondo Escribanía de Gobierno, legajo 85, expe-diente 9.

13 A.N.C., Fondo Escribanía de Luis Cotés, legajo 162, expe-diente 5.

14 Miguel Barnet: Biografía de un cimarrón, La Habana, Insti-tuto del Libro, 1967, p. 13-14.

15 Algunos autores han afirmado que los dueños de inge-nios y cafetales construían sus dotaciones a partir de la diversidad étnica, para frenar las alianzas entre sus integrantes; en la práctica esto era imposible. Los escla-vos se compraban por alijos que procedían de la misma región.

16 La información sobre los vínculos de comadrazgo exis-tentes en este ingenio descansa en una excelente inves-tigación realizada por Rebeca Figueredo Valdés. Ver: Bautismo y compadrazgo en el ingenio Nuestra Señora de la Merced (1773-1806), San Antonio de los Baños, Ed. Uni-cornio, 2013.

17 A.N.C., Fondo Escribanía de Ortega, legajo 288, expe-diente 9.

18 Estos casos pueden ser encontrados, con más elemen-tos, en el libro de mi autoría La otra familia. Parientes, redes y descendencia de los esclavos en Cuba (2a edición revisada), Santiago de Cuba, Ed. Oriente, 2009.

19 A.N.C., Fondo Escribanía de Barreto, legajo 230, expe-diente 15.

20 El Síndico del Ayuntamiento era la personalidad jurídica encargada de representar al esclavo y de mediar entre este y su amo.

21 Preferimos usar el término “nación” al de “metaetnia”, que da una idea de estar más allá de la filiación de cada grupo, o simplemente del de “etnias”, que en estos casos resulta equívoco. Los esclavos procedentes de los dos puertos que llevaban el nombre de Elmina, o de las costas de Calabar o de la inmensidad del Congo, por ejemplo, fueron calificados por los traficantes con estos términos, que después, incluso, fueron autoasumidos, pero que poco o nada tienen que ver con sus etnias de origen.

22 Archivo del Museo de la Ciudad. Actas Capitulares del Ayuntamiento de La Habana.

23 A.N.C., Fondo Gobierno Superior Civil, legajo 750, expe-diente 25763.

24 A.N.C., Fondo Audiencia de La Habana, legajo 124, expe-diente 1.

25 A.N.C., Fondo Escribanía de Gobierno, legajo 534, expe-diente 10.

26 El jefe del cabildo se denominaba, indistintamente, capa-taz, rey o mayordomo. Estas denominaciones son formas de memoria construida, relacionadas con los espacios laborales o políticos, pero por lo general respondían a pri-vilegios emanados de las sociedades africanas. En muchas ocasiones los jefes de cabildo habían desempeñado funcio-nes de mando, civiles, militares o religiosas, en sus socieda-des de origen y por ese motivo eran respetados y elegidos para responsabilidades que desempeñaban por años.

27 A.N.C., Fondo Escribanía de Gobierno, legajo 534, expe-diente 10.

28 A.N.C., Fondo Gobierno Superior Civil, legajo 751, expe-diente 25843.

29 A.N.C., Fondo Escribanía de Gobierno, legajo 534, expe-diente 10.

30 Estos eran Francisco Mozo, Francisco el Mudo, Ramón Cuba, Dolores Hurtado, José Ma. Ortega, Francisco Casa-ña y Francisco Hechavarría. En la relación aparecen tam-bién Antonio Mozo y su esposa, pero después se aclara que ambos compraron su libertad con recursos propios. Ver: A.N.C., Fondo Audiencia de Santiago de Cuba, legajo 476, expediente 11198.

31 A.N.C., Fondo Gobierno Superior Civil, legajo 750, expe-diente 25763.

32 A.N.C., Fondo Escribanía de Gobierno, legajo 534, expe-diente 10.

33 Pedro Deschamps Chapeaux: La Habana de intra y extra-muros y los cabildos de negros de nación. Comisión de activistas de historia del Regional 10 de octubre, La Ha-bana, 1972, p. 19.

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10 Dosier / Fin de la esclavitud

a cien años de Fernando

ortiz y

esclavos

10 Dosier / Fin de la esclavitud

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La Gaceta de Cuba 11

Jesús Guanche

Hoy conmemoramos el cen-tenario de la publicación de Los negros esclavos en 1916, cuyas “Advertencias preliminares” el autor sus-

cribe un 30 de septiembre de ese año desde la esquina de L y 27 en El Vedado. Nos en-contramos ante una de las obras insignes de Fernando Ortiz, que aporta un vuelco profundo a los estudios sobre la presencia africana en Cuba y el Caribe. A la vez que representa una reflexión autocrítica acer-ca de su obra anterior: Los negros brujos, de 1906.

Sin embargo, a la luz de la ética cientí-fica que ejerció Ortiz, sin la primera, con sus afanes y deslices, no hubiera sido po-sible llegar a la segunda, ni abrir el largo camino a una obra tan contundente que representa uno de los pilares más sólidos sobre los que se asienta el conocimiento

de la cultura cubana desde muy diversos perfiles disciplinares.

Tanto en el ámbito público como en el privado, Fernando Ortiz confesó reitera-damente –como lo recuerda el historiador José Luciano Franco– que:

Era preciso estudiar ese factor inte-grante de Cuba; pero nadie lo había es-tudiado y hasta parecía como si nadie lo quisiera estudiar. [Para entonces re-conoce que]… había también algunos escritos de encomio acerca de Aponte, de Manzano, de Plácido, de Maceo y de otros hombres [llamados en esa época] “de color” que habían logrado gran relieve en las letras o en las luchas por la libertad; pero el negro como ser hu-mano, de su espíritu, de su historia, de sus antepasados, de sus lenguajes, de sus artes, de sus valores positivos y de sus posibilidades sociales… nada… Comencé a investigar, pero a poco com-prendí que, como todos los cubanos, yo estaba confundido.1

En esa confesión Ortiz nos entrega el valor que representa rectificar visiones tempranas, propias de la inmadurez juve-nil, y nos deja atisbar el guion de lo que será un proyecto de vida que se afinca en Los negros esclavos y que luego sigue impe-tuoso en La fiesta afrocubana del Día de Re-yes (1920), Los cabildos afrocubanos (1921), Un catauro de cubanismos (1923), Glosario de afronegrismos (1924), Contrapunteo cu-bano del tabaco y el azúcar (1940), El engaño de las razas (1945), La africanía de la música cubana (1950), Los bailes y el teatro de los ne-gros en el folklore de Cuba (1951) y Los instru-mentos de la música afrocubana (1952-1955) –su obra de mayor volumen–, junto con cientos de artículos, conferencias, y con la fundación de asociaciones y publicaciones.

Aunque Los negros esclavos representa operatoriamente la segunda parte de una colección que entonces denominó “Ham-pa afrocubana”, precedida por Los negros brujos y seguida ya al final de su vida por la culminación de Los negros curros –pu-blicada póstumamente gracias al trabajo

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12 Dosier / Fin de la esclavitud

de Diana Iznaga en 1986–, también cons-tituyó un imprescindible acicate para se-guir nuevos caminos, superar con creces la primera de sus obras y diversificar los enfoques y alcances sobre el legado afri-cano en la cultura cubana. Otros títulos anunciados como Los negros horros y Los negros ñáñigos,2 se escaparon con el tiem-po de “la mala vida cubana” y pasaron a formar parte de proyectos más abarcado-res y enjundiosos.

También vale destacar un libro puente entre Los negros brujos y Los negros escla-vos. Se trata de El pueblo cubano, escrito en 1912 y publicado en 1996, con un impor-tante prólogo de la doctora Ana Cairo. Solamente el título del libro representa un significativo enunciado para hacer refe-rencia al resultado de complejos procesos históricos, económicos y culturales, don-de también adelanta una parte del drama de la esclavitud en Cuba.

Por esta razón, Los negros esclavos no puede valorarse como una obra más de Fernando Ortiz ni como una pieza de autor fuera del contexto que lo motivó a supe-rar su primera incursión en este campo y a asumir una conciencia plena del desafío que tenía por delante cual impulso vital.

El análisis de la estructura de con-tenido de Los negros esclavos nos devela enfoques y aristas luego superados o abor-dados en otras obras por Ortiz. El intento de estudiar en el capítulo I lo identificado como “La mala vida cubana” incluye un primer atisbo sobre los “componentes ét-nicos de la sociedad de Cuba” vistos desde el paradigma “racial”, propio de esa época; es decir, emplea el mismo discurso colo-nial de contenido racista para valorar la presencia hispánica, africana, asiática y aborigen americana. Esta última, dado el bajo nivel de conocimientos de entonces, es catalogada como si hubiera ejercido “escasa y casi nula influencia”.3 Esta con-cepción inicial es ampliamente superada por diversos trabajos que culminan en El engaño de las razas, estudio acompañado de una amplia labor divulgativa contra el racismo y la discriminación racial. Parale-lamente, su trabajo sobre los primeros po-bladores de Cuba es otro campo de interés que abre nuevos caminos a la investiga-ción científica.4

Cuando aborda el capítulo II dedicado a Los negros afrocubanos, término inten-cional y válido entonces para vindicar un legado cultural a tomar en consideración, se apoya en los datos estadísticos dispo-nibles, y se aprecia una intensa y extensa continuidad del tema respecto a Los negros brujos, ya que en esa ocasión incluye ciento diez denominaciones étnicas, entre prin-cipales y derivadas. En esta oportunidad amplía las fuentes y localiza mapas anti-

guos y obras de los siglos xvii y xviii. Sin embargo, él mismo reconoce la limitación del intento cuando al final señala:

La precedente nota, desprovista de la debida ordenación y depuración et-nológica, acaso no esté completa. Pero basta observar la localización de di-chos países, para poner de manifiesto la considerable extensión de territorio que abarcó la trata negrera en sus rapi-ñas. Más todavía. Si se tiene en cuenta que bajo los nombres mencionados llegaban con frecuencia a América ne-gros del interior del continente africa-no. Muchas veces, en la imposibilidad en que se encontraban los negreros de llevar la especificación etnográfica hasta el extremo de la realidad, los es-clavos eran denominados según el país en que se adquirían, aun cuando no fuere el de su nacimiento […].5

Lo anterior le permite una tercera aproximación que efectúa con un orden alfabético en el Glosario de afronegrismos, basado en los trabajos anteriores, donde incluye ciento quince denominaciones principales y otras cruzadas, en las que consulta nuevas fuentes respecto a los tex-tos antes publicados.

Estas obras dan continuidad al cami-no por estudiar e identifican más de un millar de denominaciones étnicas para va-lorar con mayor certeza la riqueza de ese legado y al mismo tiempo el horror de la trata moderna de africanos y sus descen-dientes esclavizados.

Del enunciado general pasa en el capí-tulo III a lo que denomina La psicología de los afrocubanos, donde se propone caracte-rizar “diferencias de costumbres, religio-nes, carácter”6…, según las procedencias de los africanos llegados a Cuba, solo a par-tir de las denominaciones genéricas propias de la trata. El esfuerzo es inmenso, pues Ortiz depende de las fuentes coloniales de marcada visión eurocéntrica donde aún la voz de los africanos y sus estudios no tie-nen lugar. De esta inconformidad se deri-varán luego obras de mayor calado como La africanía de la música cubana, Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba y Los instrumentos de la música afrocubana, tres pilares básicos para valorar: la músi-ca, la danza, la teatralidad, la creatividad organológica y sus conjuntos instrumen-tales, con muy diversas implicaciones en la oralidad y en las formas no verbales de comunicación, sin los cuales resulta im-posible conocer el legado de África a la cubanidad.

Si los capítulos anteriores están inspi-rados en cuestiones de orden sociológico y etnográfico, los capítulos IV al VI abordan

la “Historia de la esclavitud afrocubana” desde muy diversas fuentes y etapas. Sin embargo, logra sistematizar ese decursar de modo sintético desde los albores del siglo xvi hasta la decadencia y abolición de la esclavitud a fines del siglo xix. Una parte significativa de este proceso en el orden socioeconómico, cultural, simbóli-co, demográfico, jurídico, geográfico… lo retoma y madura comparativamente en el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar.

Lo anterior tiene una estrecha relación con los capítulos vii al ix, donde aborda muy diversas aristas de lo que denomina entonces “La trata negrera”, tales como la cacería de personas para esclavizarlas, los métodos bestiales del trasporte hasta las costas, la concentración de barracones en las factorías y sus atrocidades, los tratan-tes extranjeros y los negreros africanos en los litorales, los muy diversos mecanismos de cambio de mercancías por personas esclavizadas, el barco negrero: su carga humana convertida en objetos o “piezas de ébano”, las comidas y enfermedades a bordo, las crueldades, rebeliones, suici-dios y naufragios; las redes internacionales para enriquecerse con el tráfico: armado-res, consignatarios y banqueros; todo un panorama del holocausto que desangró al continente cuna de la humanidad.

Trabajos como este cuentan hoy con una amplia continuidad en África, Amé-rica, Asia, Australia, Europa y el Me-dio Oriente, los que ya hace más de dos décadas dieron lugar al Proyecto de la UNESCO La Ruta del Esclavo: resistencia, libertad y patrimonio, pero que tienen en esa obra de Fernando Ortiz uno de sus iniciadores.

Lo anterior hace posible estudiar “La llegada del esclavo a Cuba”, que ocupa el capítulo X, donde se vincula el arribo legalizado y clandestino de los barcos, el intenso contrabando de esclavos, las mar-cas candentes en la piel cual animales, los nombres impuestos fuera de sus pertenen-cias culturales; es decir, la expropiación de la identidad, la rica información apareci-da en la prensa colonial, la catalogación comercial según el dominio de la lengua y sus edades.

Esa referencia permite deslindar en los capítulos XI y XII “El trabajo del esclavo rural afrocubano”, pues la intencionali-dad semántica del término envuelve tanto al esclavo propiamente africano como a su inmediata descendencia nacida en la Isla (o criolla) en la misma condición de escla-vitud. En esta ocasión, la rica literatura de viajeros, con todos sus sesgos valorativos y distancias de observación, son un testimo-nio de primer orden. Ello le permite valo-rar el trabajo infantil y el de sus madres esclavas, el modo de vida en el barracón y

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dio de “El esclavo urbano”, abordado en el capítulo XVII. La situación de las ciuda-des coloniales y su dinámica sociodemo-gráfica generan otras condiciones como la compra-venta, alquiler, permuta y la coartación de personas esclavizadas para acceder al estatus de libre. Nuevamente se apoya Ortiz en la rica literatura de via-jeros, donde afloran contradicciones de testimonios cubanos y de otros países que oportunamente valora acerca de quienes apoyan y cuestionan esta condición servil.

El capítulo XVIII da las primeras lu-ces a un tema que ha tenido estudios más abarcadores en los últimos años: “Los emancipados”. Aun con fuentes muy limi-tadas, aborda cuestiones históricas de este proceso: las falsedades jurídicas al respec-to, los abusos y las presiones internaciona-les, así como los intentos excepcionales de regresar a sus lugares de origen en Áfri-ca. Como sabemos, este tema también ha sido materia prima para otros autores que han podido profundizar en estos campos con nuevas fuentes.

Por su formación inicial de abogado, Ortiz dedica los capítulos XIX al XXI a la “Condición jurídica del esclavo afrocuba-no”. Aquí se mueve como pez en el agua al pasar revista a un inmenso cuerpo legislati-vo que abarca desde la época precolombina en la Península Ibérica (siglos xiii al xv), la época colonial temprana (siglos xvi-xvii), hasta particularizar en las cuestiones fun-damentales de la Isla.

Las reacciones adversas a la esclavitud son abordadas en los capítulos XXII y XXIII, donde se exponen “La rebeldía de los esclavos” y “Las insurrecciones negras en Cuba”, respectivamente. Esta parte re-presenta una adecuada invitación para abordar la historia social de los oprimi-dos, la permanente capacidad de resisten-cia a la pérdida de la condición humana, las insurrecciones y su trascendencia. Estos acontecimientos le sirvieron, entre otros motivos, para aquilatar la invisible fron-tera entre razón y pasión e impartir años más tarde una conferencia que fue publi-cada como “Los factores humanos de la cubanidad”.9 Con independencia de otras valoraciones sobre doctrinas sociales, con-tiendas bélicas y patricios ilustres, Ortiz llegó a sentenciar que:

Los negros debieron sentir, no con más intensidad pero quizás más pronto que los blancos, la emoción y la con-ciencia de la cubanía […]. En la capa baja de los blancos desheredados y sin privilegio, también debió chispear la cubanía. La cubanía, que es concien-cia, voluntad y raíz de patria, surgió primero entre las gentes aquí nacidas y crecidas, sin retorno ni retiro, con el

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los bohíos, las características del vestuario asignado o esquifación, el tipo de alimen-tación para garantizar una alta producti-vidad y la figura represiva del mayoral.

Una sustanciosa materia prima para trabajos posteriores es el capítulo XIII, de-dicado a “La vida del esclavo rural” vista a través de las diversiones dominicales y festivas en la plantación azucarera, cafe-talera y tabacalera. Junto con las activida-des religiosas músico-danzarias resalta el habla identificada como “jerga de los bo-zales”, donde se mezclan voces de origen africano con las de los tratantes ingleses y portugueses. La información que aporta sirve de referencia para proyectos mayores como Un catauro de cubanismos, Glosario de afronegrismos, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, La africanía de la música cubana, Los bailes y el teatro de los negros en el folklore de Cuba y Los instrumentos de la música afrocubana; junto con diversos artículos y conferencias.

Una parte de la condición represiva de la esclavitud se desarrolla en el capí-tulo XIV, dedicado a “Los castigos de los esclavos” para mantener a toda costa la disciplina en las dotaciones. La legislación colonial autorizaba la violación de la con-dición humana y permitía aplicar el cepo, el grillete, la maza, el collar de hierro, el pregón con carga, en menor medida la máscara y otras formas más crueles como la mutilación de miembros según distintos períodos de la historia colonial.

La situación carcelaria en las planta-ciones era propicia para “Las enfermeda-des del esclavo rural”, que Ortiz aborda en el capítulo XV. Los niveles de mortalidad en las dotaciones estaban condiciona-dos, entre otras, por enfermedades pro-piciadas por el alcoholismo, el suicidio y diversas patologías tratadas por quienes acudían a ingenios y cafetales. Para ello, se apoya en a los estudios y vivencias de los médicos Bernard de Chateausalins7 y Henri Dumont8 sobre el tema.

Los esclavos que llegaban a la anciani-dad, con el apelativo de “negro matungo”, se desempeñaban como guardieros, tema desarrollado en el capítulo XVI sobre “La muerte del esclavo rural”, y que incluye las amargas vivencias de Anselmo Suárez y Romero a mediados del siglo xix en tor-no al cementerio de esclavos. La referen-cia comparativa de la esclavitud rural en Cuba con la realidad laboral europea de entonces le recuerda a Ortiz la sentencio-sa frase de José de la Luz y Caballero: “Lo más negro de la esclavitud no es el negro”, sino, como podemos decir hoy, es la razón existencial del capitalismo trasnacional totalmente deshumanizado.

Un contraste relativamente alto res-pecto de la vida rural se efectúa en el estu-

alma arraigada en la tierra. La cubanía fue brotada desde abajo y no llovida desde arriba.10

En el “Epílogo” de la obra se proyec-tan nuevos compromisos de indagar más y más para tratar –según dice– de “expli-car muchas cosas y quebrantos de nuestra adolescencia republicana”.11 El “Apéndice” complementa los capítulos sobre legisla-ción desde 1527 hasta 1880, un significati-vo compendio para su época.

De este modo, nos encontramos ante un monumento de los estudios histórico-etnográficos, socioculturales y jurídicos de Cuba. Revisitar Los negros esclavos a un siglo de su publicación hace posible avis-tar cuánto hizo en su época y cuánto se ha avanzado para rendir tributo a su memo-ria y especialmente a su obra, que es un patrimonio compartido de la cultura na-cional. Pero además, este libro de Fernan-do Ortiz, y los que de él surgieron como acicate permanente del conocimiento, nos convoca a poner nuevos ingredientes en el crisol candente donde se funden ciencia, conciencia y paciencia; en el ajiaco que bu-lle constante en esta parte del trópico; y en la nganga inmensa que acoge y envuelve la energía y los saberes de tantos ancestros que han hecho posible la nación de hoy.

1 Fernando Ortiz: Los negros esclavos, La Habana, Ed. Cien-cias Sociales, 1987, p.10.

2 Ibídem, p. 30.3 Ibídem, p. 22.4 Pueden servir de ejemplos Historia de la arqueología indo-

cubana (1922), Las cuatro culturas indias de Cuba (1943) y El huracán, su mitología y sus símbolos (1947).

5 Fernando Ortiz: Los negros esclavos, ob. cit., p. 56-57.6 Ob. cit. 1987:69.7 Bernard de Chateausalins: El vademécum de los hacenda-

dos cubanos o guía práctica para curar la mayor parte de las enfermedades, La Habana, Imprenta de Manuel Soler, 1854.

8 Henri Dumont: Antropología y patología comparadas de los negros esclavos, Colección cubana de libros y docu-mentos inéditos o raros, v. 2, La Habana, 1922.

9 Fernando Ortiz: “Los factores humanos de la cubani-dad”, Norma Suárez (selección): Fernando Ortiz y la cubanidad, Colección La Fuente Viva, n. 1, La Habana, Fundación “Fernando Ortiz”, 1966.

10 Los negros esclavos, ob. cit., p. 33-34.11 Ibídem, p. 397.

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Cimarró ... .n

miguel barnet desde el alhambra cincuenta años de Biografía de unYamil díaz Gómez

“ay, Galleguí-viri…”, “Ay, M a c u n t í b i -ri…”. Quiso el talento de

Villoch y Anckermann que así se saluda-ran en 1923 Muñeira y Tango, es decir: el gallego y el negrito, dos tipos clásicos de la escena alhambresca. “Ay, Galleguívi-ri…”, “Ay, Macuntíbiri…” repitieron en 1989, cuando la gracia de Enrique Pineda Barnet y la de su primo Miguel pudieron más que la miopía. Por entonces La Bella del Alhambra contagió a todo un pueblo con una invitación para cantar y bailar en cubano.

Acúsenla de superficial, de caricatu-resca; échenle en cara no haber llegado a fondo en materia de compromiso; táchen-la de vulgar y pornográfica; pero vuelvan los ojos al primer tercio de nuestro siglo xx y notarán que aquella temporada teatral –la que durante treintaicinco años llenó la sala de Consulado y Virtudes– era his-tóricamente inevitable. Por eso, al ver que algunos sabihondos la emprenden contra ese capítulo del teatro nacional, recuerdo cierta anécdota de la política republicana. Cuentan que, ante el proyecto de convertir a Cuba en “la Suiza de América”, Orestes Ferrara preguntó de dónde íbamos a sacar a los suizos.

Miguel Barnet –que ha batallado en su escritura por empujar un país, por convertir esta isla en la Cuba de Cuba– miró el Alhambra con ojos justicieros, y hoy los héroes y mártires que dejaron su vida sobre aquel escenario se levan-

tan del olvido para darle las gracias. No solo por su Canción de Rachel, donde revive el coliseo con las varias Racheles que comienzan en Ama-lia Sorg. No solo por el encanto de una mujer contradictoria que des-precia a los rebeldes del 12, pero improvisa un altar para Mariana Grajales. Cuando tantos artistas mal sepultos saludan a Miguel, no lo hacen nada más por La Bella del Alhambra.

Es que en novelas como Biografía de un cimarrón y Gallego viven culturalmente, de un modo más orgánico y profundo, los tipos del vernáculo, en canto y llanto de africano y de español.

¿Y qué otra cosa podíamos esperar de Barnet? ¿Hay en el mundo de los vivos otro hijo legítimo que venga al mismo tiempo de don Fernando, de don Alejo y de don Nicolás?

Ya se sabe también que Guillén mismo recitaba de memoria el romancero anóni-mo de España y tuvo el tino de no bauti-zar sus poemas como negristas sino como mulatos. Y que, desde las páginas de su esencial West Indies…, cantaba a nuestros dos abuelos en una muestra insuperable de magia afectiva, pasión por la justicia y sen-tido de la síntesis:

Don Federico me gritay taita Facundo calla;los dos en la noche sueñany andan, andan.Yo los junto. —¡Federico!¡Facundo! Los dos se abrazan.Los dos suspiran. Los doslas fuertes cabezas alzan;los dos del mismo tamaño,bajo las estrellas altas;los dos del mismo tamaño,ansia negra y ansia blanca,los dos del mismo tamaño,gritan, sueñan, lloran, cantan.Sueñan, lloran, cantan.Lloran, cantan.¡Cantan!1

Luego de un poema-resumen como este, habría que dejar a sus dos grandes personajes tranquilos para la poesía: ten-drían que irse a llorar y a cantar bajo la ar-quitectura de otros géneros literarios.

Pero no se podía acallar ese argumen-to apasionante que se narra en nuestro álbum familiar: la complejísima plática de lo español con lo africano. A mi en-tender, tal contrapunto halló en la última centuria sus dos mejores expresiones en la poesía del Nicolás inolvidable y en las novelas-testimonio de Miguel Barnet.

Después de haber llorado, cantado y bailado a la manera ligera del Alhambra, don Federico y taita Facundo soñaron, llo-raron y cantaron mucho más hondamente en las páginas de Gallego y Biografía de un cimarrón.

Claro que, antropológicamente ha-blando, ni don Federico ni taita Facundo son arquetipos de una sola pieza. En ese libro donde parece que el escritor es Bar-net y el antropólogo, Esteban Montejo, el cimarrón-mambí distingue física y mo-ralmente entre los congos asesinos y los “lucumises” laboriosos; entre los congos pequeños y los grandes mandingas. Del mismo modo, Manuel Ruiz nos incita a di-ferenciar a sus coterráneos de los canarios, asturianos, catalanes y, sobre todo, de los andaluces. Para él, en magistral acto de desquite, un cubano no era más que un andaluz con sombrero de pajilla.

Los dos del mismo tamaño, Esteban Montejo y Manuel Ruiz fueron picados por los insectos de la Isla. Bajo este sol amaron y sufrieron. Manuel se autocalifi-ca como “personalista”, sin que ello tenga nada que ver con ninguna escuela filosó-fica. Esteban se dice “separatista”, lo que no guarda conexión con la corriente po-lítica del independentismo. Manuel refuta la hipótesis de una “raza gallega” cicatera y bruta, y Esteban exalta la sabiduría de África. Eso sí: Manuel no ve el costado he-roico de la guerra, se considera a sí mismo “poco histórico”, mientras que Esteban es historia pura. Manuel se siente ateo; pero hay en Esteban tanta fe religiosa que él vive aún en las praderas del mito. Los dos del mismo tamaño… Manuel ve un negro en el tranvía y se pregunta si no tiznará la ropa; en cambio, pronto se identifica con ese otro más discriminado que él y, “que-mando petróleo”, cae para siempre bajo el embrujo de nuestras bellas negras y mulatas. Esteban, por su lado, aunque un gallego le quiso disparar durante la bata-lla de Mal Tiempo, termina prefiriendo los gallegos a los isleños y, en general, los es-pañoles a los yanquis.

Cimarrón tuvo la ventaja de nacer pri-mero y llevarse las palmas como texto re-novador. Dice Francisco López Sacha que

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Cimarró ... .n

en la narrativa cubana posrrevolucionaria han surgido dos géneros: la novela-testi-monio, con Barnet, y la memoria novela-da, con el maestro Cintio.

A Cimarrón, por llegar temprano, le tocó el mérito de remover los conceptos de lo que hasta entonces entendíamos como relato etnográfico o biografía o no-vela. ¿Y por qué no añadimos a la lista el realismo mágico y lo real maravilloso? ¿Se nos olvida que Carpentier definió este li-bro como el complemento testimonial de El reino de este mundo? ¿Se nos olvidan los musindis que volaban de regreso a su pa-tria? ¿Se nos olvida que, en Canción de Ra-chel, las embarazadas parieron niños con cola porque habían visto el cometa Halley

de Biografía de un cimarrón. Con su fama mundial, sus más de setenta ediciones, sus decenas de traducciones y su morral lle-no de elogios, Cimarrón acortó la ovación que merecían sus compañeros de sangre.

Pero ya es hora de alinear las obras de Miguel, de hacer recuento. Saltarán a la vista cardinales virtudes, que vuelven es-

a Miguel Barnet por una obra que nos obli-ga a reconocernos como seres del mismo ta-maño, bajo las altas estrellas que alumbran los destinos de nuestra nación.

25 de marzo de 2016.

1 Nicolás Guillén: “Balada de los dos abuelos”, Obra poé-tica, t. I, La Habana, Instituto Cubano del Libro, col. Le-tras Cubanas, 1972, p. 139. El poema pertenece a su libro West Indies ltd. (1934).

y que, en Gallego, tenemos una vaca que amamanta a un majá?

Cincuenta años después de su prime-ra edición, Cimarrón no se agota. Sigue en pie la profecía de Graham Greene: ja-más habrá otro libro como este. Sigue en pie la frescura y exactitud de su palabra. Miguel sabía que todo acto de fundación comienza en el lenguaje; pero se resistió a caer en el vacío de un tipicismo exterioris-ta. Cincuenta años después, frente a este abarcador paisaje humano, agradecemos el privilegio de haber visto por separado una última vez los principales ingredien-tes del ajiaco de Ortiz, ya que Barnet logró llegar a tiempo.

Pero no soslayemos aquellas otras narraciones barnetianas que buscan con igual intensidad, desde la esquina de los preteridos, desentrañar el enigma de Cuba. No olvide nadie que Gallego tiene algo de El viejo y el mar: es tal vez el mejor de nuestros cantos a la grandeza del hom-bre frente a la adversidad y un eficaz acto de desagravio al inmigrante gallego, tan fustigado por cierta variante de racismo y xenofobia que no ha escaseado den-tro del folclor. Tal vez se halle en Gallego, entre los frescos narrativos de la historia de Cuba, el que mejor nos recuerde que el crisol donde se forja la definitiva capa-cidad de resistencia no está en la política ni en la filosofía sino, sencillamente, en la moral.

A libros como la deliciosa Canción de Rachel, Gallego, La vida real y Oficio de án-gel les tocó el infortunio de ser, en un sen-tido cronológico, los hermanos menores

encontramos un eco misterioso de noso-tros mismos.

“Ay, Galleguíviri”, saludó Esteban Mon-tejo a Manuel Ruiz. “Ay, Macuntíbiri”, le respondió Manuel. En ese ay se resumen los siglos más dramáticos de la Isla; ese ay es el suspiro de taita Facundo y de don Federico. En ese ay sin retórica, le da Cuba las gracias

tas páginas más trascendentes que otras páginas: es fácil ser populachero; difícil, solo alcanzable para indudables artistas, resulta la expresión de lo auténticamente popular. Es fácil, facilísimo, escribir pro-paganda; lo arduo y doloroso es generar ideología.

Con relativa facilidad se halla la propia voz; lo excepcional se da, en cambio, cuan-do un día nos asomamos a una obra y allí

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16 Dosier / Fin de la esclavitud

algún día me tenía que tocar a mí también arrollarconflictos de “nuestra cultura mestiza” en cuba en los 30 Julio César Guanche

en febrero de 1937 una mul-titud estimada, “sin hipér-bole”, en cien mil personas presenció, a lo largo de va-rios días, “el animado y pin-

toresco desfile de las típicas comparsas que pusieron en la ciudad [La Habana] una nota de animación popular”.1 Desde hacía veinte años semejante espectácu-lo estaba vedado al disfrute de sus habi-tantes, pues habían sido prohibidas bajo protestas de ser causantes de riñas tumul-tuarias y devaluación de “nuestra cultura”.

El impulsor oficial de su restableci-miento fue el alcalde habanero Antonio Beruff Mendieta, quien solicitó un infor-me a la Sociedad de Estudios Afrocuba-nos para argumentar el valor cultural de las comparsas. Fernando Ortiz rindió un “notabilísimo” informe en el que asegura-ba que formaban parte del “acervo espi-ritual” de la nación. El diario El Crisol, de gran tiraje, explicó que Ortiz defendía las “comparsas o congas” –sin distinguir en-tre ellas– como “manifestaciones de cul-tura popular contra las que no se puede

ir”.2 Por su parte, figuras “afrocubanas”,3 como Ramón Vasconcelos, reclamaban que “vengan las comparsas, libres, a sus anchas, y que en los tiempos ‘heroicos’ ‘arrollen’ con decencia”.4

Criterios tan entusiastas eran diferen-tes a las opiniones que algunos de estos mismos intelectuales y vastos sectores de la “sociedad” cubana habían sostenido en los primeros años del siglo sobre ta-les manifestaciones. El novedoso apoyo a las comparsas expresaba una “sensibi-lidad cultural” diferente, pero también profundos cambios en distintos órdenes de la vida nacional. La crisis de 1929-1933 y la caída de Gerardo Machado tras una gran movilización popular impulsaron en Cuba demandas sociales y formas de organización políticas que “arrollaron”, como hacían las comparsas en las calles, el estado oligárquico que hasta la fecha ha-bía mandado sobre el país como si fuese su casa. El escenario puso en crisis el per-fil liberal “inhibicionista” de ese Estado, como también la imagen de “pueblo” con que este operaba.

El personaje de Liborio lo había expre-sado hasta entonces: entrado en años (canoso), blanco (con patillas “españolas”), campesino, sin tierra, racista, de inteli-gencia “natural”, y dependiente sentimental y materialmente del poderoso. Después de 1933, la gran mayoría de los sectores sociales cubanos no quería reconocerse en esa imagen. La demanda de una Cuba “nueva” expresaba la sospecha, e incluso el desdén, de muchos por esos rasgos y por la forma en que los combinaba la re-pública oligárquica.

Para lograrlo, un amplio campo so-cial impulsó programas que tenían en común el reclamo de nuevas funciones estatales en el manejo regulado de la economía, como agente de redistribu-ción de ingresos en forma de derechos sociales y de regulación de las relaciones entre el capital y el trabajo. Por ese ca-mino, insistieron también en ampliar los rubros económicos, para darle mayor es-pacio social y económico a sectores que habían estado sofocados inveteradamen-te por la monoproducción azucarera –que

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afroCubanismo, folClorizaCión y disCrimina-Ción

Los argumentos que criticaban o defen-dían la poesía negra, o la música afrocuba-na, eran similares a los que cuestionaban o afirmaban la legitimidad cultural de las comparsas. Para Juan Marinello, la poesía “negra” estaba afincada “no solo en la mu-cha sangre africana [con] que Cuba cuen-ta sino también en los tonos de vigoroso mulatismo que tiñen en la isla a negros y blancos”. Por ello, “lo negro, en lo que tiene de alma asombrada y primaria, de alegría irresponsable, de urgente sexuali-dad y de ritmo tiránico, ha de ser elemento inseparable del arte cubano, nadie puede dudarlo”.8

Jean Franco ha considerado que ten-dencias como la “afrocubanista” estaban inspiradas en la visión vanguardista euro-pea del primitivismo como alternativa a la racionalidad científica.9 Con o sin con-ciencia de ello, la visión de Marinello era una imagen bastante cercana a lo primi-tivo sobre el negro cubano. Para Marine-llo, el peligro mayor de este tipo de poesía radicaba solo en convertirse “por impera-tivo de nuestra frivolidad y por la fuerza omnipotente del bongó, en divertimento aplebeyado, en arte sin raíz humana, en cosa juguetona y trivial”.10

Para otros contemporáneos, en cambio, esta era la “esencia” misma de la poesía “negra”: una folclorización del todo sim-plificadora. Según Eugenio Florit, entre los poetas blancos el cultivo de la poesía negra había sido apenas “una moda”. “No se me negará”, escribía Florit, “que tanto los ver-sos negros de Ballagas, como los de Tallet, o Guirao, o Portuondo, son poemas negros escritos por blancos, es decir: el temor ne-gro visto como espectáculo, con simpatía, sí, y con fervor, también, pero, como natu-ralmente ha de ser, visto desde fuera.”11

En la discusión sobre la música negra afloraban criterios similares. Las com-posiciones de García Caturla, Roldán y Gilberto Valdés tenían diferencias entre sí, pero en común mostraban repudio al “pasado” –también ellos eran parte de la imaginación de la “nueva” Cuba–, que personificaban en la música “colonial” como parte de una antigua dominación, cuyos legados y vigencias en el presente pretendían combatir colocando el legado negro en el centro de su creación. Estos compositores reinterpretaban a la luz de dicho legado cánones musicales clásicos, como hacían de modo diferente entre sí Caturla y Roldán, o de modo mucho más simple Gilberto Valdés. Pero el cultivo de esta música tenía otros extremos. La pretensión de asumir la influencia negra recurrió igualmente al folclorismo en la música. Una ola infinita de tipicismos

hacía exclamar que el “atractivo es mucho mayor que lo tectónico”,12 o sea, que se re-dundaba en fórmulas simples sin algún calado cultural.

En 1937 las comparsas arrollaban en un contexto que distaba de ser idílico para los no blancos en Cuba. En ese año el ho-tel Unión, de La Habana, negó hospedaje a dos jóvenes “de color”, delegadas a una reunión de la Caja de Maternidad Obrera. En Santiago de Cuba, el balneario La So-capa negaba la entrada a familias de color. El hecho sucedía también con extranjeros ilustres: al congresista afronorteamericano Arthur Mitchell le fue prohibido alojarse en el hotel Saratoga. Ante su reclamo, se le impuso al dueño del hotel solo dos pe-sos de multa. Apenas tres años antes, en 1934, el clima de “guerra racial” había expe-rimentado un cenit con el linchamiento, en la ciudad de Trinidad, del periodista y estudiante universitario José Proveyer, que fue seguido de una “ola de atropellos” en todo el país. En Manzanillo fue atacado el luchador negro Miguel Benavides. En Ca-magüey el abogado Guillén fue vejado en plena audiencia, y fue luego objeto de ame-nazas de gravedad. En la misma Trinidad, un grupo de blancos atacaron a cabillazos a uno de los negros que había protestado por la muerte de Proveyer. Todo ello había dado “un carácter sobreagudo al proble-ma de la opresión negra en Cuba”.13 Para algunos, los sucesos evocaban el clima de linchamientos que había “justificado” la “guerra de razas” de 1912 y sus discursos en defensa de la nación blanca contra la “barbarie negra”. En general, en los 30 el grado de discriminación que sufrían los no blancos era calificado de “muy grave” en el acceso a cuestiones centrales como propiedades, empleos de cierta condición y servicios como el bancario.

Sobre la base de esta discriminación, algunas posiciones veían las comparsas como un acto de “reconocimiento” del aporte negro a la cultura cubana,14 pero otros la denunciaban como un falseamien-to que desviaba la atención de los proble-mas centrales del negro: alegaban que era un reconocimiento erróneo, además de no preocuparse por la redistribución de dere-chos de índole social para los no blancos.

los defensores de las Comparsas: la “tradi-Ción” y “nuestra Cultura”

Las comparsas desfilaban en ese “de-licado” contexto. El Estado cubano las patrocinaba como “folclor”, con un uso despolitizado de la “tradición”. También las defendían sectores burgueses –como el representado en el campo de la cultu-ra por Fernando Ortiz– interesados en la modernización social y económica de Cuba, comprometidos en grados diversos

propusieron proyectos de desarrollo orien-tados a considerar la “riqueza inexplotada”5 de Cuba (petróleo, minería, industrias menores; y una agricultura diversifica-da con café, tabaco, arroz, vegetales de estación, etc.). Al mismo tiempo, mu-chos de ellos estaban de acuerdo en la necesidad de integrar, de alguna forma, el “aporte negro” a la “cultura cubana”, como manera de procesar las demandas, sostenidas por un creciente activismo antirracista, por ampliar el espacio del negro en la vida nacional.

Los argumentos que justificaban las comparsas tenían los mismos motivos de esos programas de mayor calado. Sus desfiles eran un proyecto organizado por el Estado, en este caso el municipio de La Habana. Hubo escasos reproches a este “intervencionismo estatal”, sino más bien lo contrario: “Nosotros tenía-mos algo que era un verdadero tesoro: los carnavales. Durante años y años se confió todo lo relacionado con su or-ganización a la iniciativa privada que cada vez languideció más y se hizo más mohína. Lo que precisaba hacerse es lo que se ha hecho: organizarlos oficial-mente.”6 El proyecto estaba dirigido a la promoción del turismo, en el marco de las exigencias pro-diversificación econó-mica. Las comparsas fueron organizadas por la Comisión Municipal de Turismo de la capital. En ese mes, se esperaba la entrada de ciento nueve barcos al puerto de La Habana, de los cuales veintiocho serían de turistas. Su número se calcu-laba en la jugosa cifra de veinticinco mil visitantes, quienes verían en el desfile de las comparsas “una nota de tipicismo inigualable fuera de Cuba”.7 Las com-parsas eran presentadas a su vez como un “aporte negro”, parte de “nuestras tradiciones”.

Sin embargo, a pesar de tales venta-jas, la reautorización de las comparsas fue un tema de enorme discordia en la fecha. El debate no era un mundo cerra-do en sí mismo. Formaba parte de la gran discusión sobre lo “afrocubano” que te-nía expresiones también en la poesía “negra” (Ballagas, Tallet) o “mulata” (Gui-llén), y en la música “afrocubana” (Ernes-to Lecuona, Amadeo Roldán, Alejandro García Caturla, Gilberto Valdés). Estos debates versaban, en su superficie, so-bre poesía, música y bailes, pero en el fondo lo hacían sobre un problema de gran complejidad para el momento: qué entender por “nacionalidad” y por “cu-banidad”. Entre ellos, tuvo mayor expo-sición el tema de las comparsas –por su contacto con grandes públicos y por la cantidad de participantes y de medios en el debate.

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con el antirracismo y con la democracia social, que veían en las comparsas la re-dención de demandas de “representación” de la cultura negra, como inseparable de la cultura nacional, y una posibilidad de in-tegración estabilizadora de la nación bajo dominio burgués. Asimismo, las ampara-ban una clase media negra defensora por igual del antirracismo y de la democracia social, que decía sí a las comparsas, pero no a las congas, como era el caso de la socie-dad Adelante. Este colectivo manifestaba su acuerdo con la expresión disciplinada y estilizada de la expresión “negroide”. En esto, con otras palabras, coincidían con los sectores “blancos” que estimaban que las comparsas eran “compatibles” con “nuestra cultura”, pero marcaban una di-ferencia: Adelante se oponía a la “degene-ración” de las comparsas en “congas”, pues estas últimas disparaban los prejuicios ra-ciales de “barbarismo” de la cultura negra, punto sobre el que volveré.

Los argumentos de este bloque de ac-tores a favor de las comparsas recurrían a criterios de “tradición” y de visibilidad del legado negro, en busca de hacerlo “pota-ble” en la nación. Vasconcelos agregaba que “una Habana criolla, carnavalesca de verdad, no puede prescindir de las comparsas”, mientras afirmaba que eran absurdos los pronunciamientos en contra, pues “la tradición no ridiculiza a nadie, las cosas son como son”. Para el periodista y político, solo se cubrían de ridículo los que “empiezan a no ser los que son y a disfra-zarse de los que no pueden ni deben ser”.15 O sea, los negros que no actuaban como “negros”. Otros observaban en el desplie-gue de expresiones negras un remedio, un paso de avance, respecto a los traumas de una nación marcada por la inferiorización y la exclusión del negro. En conjunto, te-nían razones para mostrar que su apoyo a las comparsas no era una mera estratage-ma en la cual el negro era colocado en una casilla férreamente cercada de lo social, sobre la que no tenía capacidad alguna de intervención.

Ciertamente, eran cartas marcadas, pero los contendientes no blancos po-dían ganar algo a su favor. En esa hora, la prensa mostraba ciertos delitos comunes como “crímenes de religión”. La profana-ción de tumbas para colectar huesos y, sobre todo, los secuestros y asesinatos de niños –hechos cuyas noticias, muchas ve-ces sensacionalistas, estimulaban el terror social frente al negro– eran presentados junto a las “fiestas de santos” como un mismo conjunto indivisible que rendía “culto salvaje a los dioses del fetichismo”.16

En El Vedado, en diciembre de 1936, fue sorprendida por la policía una “fiesta de santo” a cuyos participantes les exigieron

veinticinco pesos de fianza para quedar libres.17 En el mismo mes de febrero de 1937 en el que desfilaban las comparsas, la prensa consignó que habían sido “ocupa-dos”, en otra fiesta de santería, los santos Changó, Obatalá, Ochún y Yemayá.18

En las comparsas, como también en otros terrenos de expresión de lo “afrocu-bano”, se desplegaba por un lado lo que la policía prohibía por otro. Mientras ocurrían esas “ocupaciones” de santos, el Diario de la Marina publicaba una explicación so-bre la función de los tres tambores batá que habían formado parte de la orquesta afrocubana de Gilberto Valdés. Ese texto agregaba que: “La culminación artística, la emoción inefable la darán los tambores y las danzas ñáñigas –carabalíes– el día que se les presente en un concierto de tanta en-vergadura como el que estoy comentando.19

Este tipo de observaciones, en este caso pertenecientes a Gustavo Urrutia, cumplían una importante función pública. El lenguaje policial sobre la santería des-conocía la reflexión sobre los “sistemas religiosos de los afrocubanos”, que en la fecha, en las obras de Lachatañeré y de Ortiz, comenzaba a distinguir entre bru-jería y religión, y entre delitos y prácti-cas litúrgicas.20 Pero nadie pretendía que fuese posible una alfabetización masiva a partir de esas reflexiones. Sin embargo, textos como el de Urrutia, que reseñaban actos públicos, explicaban algo similar para mucha más gente: la santería, parte del complejo cultural cubano de origen africano, se visibilizaba también a través de las comparsas y la música afrocubana. Aunque de modo acotado, ocupaban es-pacios públicos y negociaban así los tér-minos de su propia socialización.

Esta socialización no trascurría en un páramo en el cual los sectores dominantes tenían atadas todas las posibilidades que podía generar la expresión negra. Antonio Gayoso y Cárdenas, inspector de la Policía, se mostraba preocupado con lo que “es-condían” las comparsas:

he tenido noticias de que los dirigentes de los “juegos de ñáñigos”, que existen en los distintos barrios de nuestra capi-tal […] están organizando sus afiliados y gestionando que por la alcaldía mu-nicipal se les permita salir a la calle en grupos, con tambores, disfraces y otros artefactos, para simulando una com-parsa, sacar a la calle los “juegos de ñá-ñigos” y de esa manera exhibir por la vía pública, el sujeto que ellos visten con un disfraz de tela de yute o henequén y que denominan “el diablito”.21

El texto con el que desfilaba la comparsa Los mambises expresaba: “Francisca, tú

eres libre;/ se acabó la esclavitud/ […]/ ¡Gloria a Maceo!, Gloria a Martí! […] Cuba libre, mi cielo soberano, vengo cantando, en mi alegre país; corto la caña, muelo el café, gozo mi vida, allá en el batey”.22 No era decir poco: recordaban su aporte al fin de la esclavitud, a la creación de la Re-pública y al logro de una nueva libertad, celebraban por igual a Martí y a Maceo (si el primero era citado por todos en la épo-ca, Maceo era un referente más específico del antirracismo para sectores no blan-cos), su vida en espacios urbanos (en la misma capital) y precisaban que eran los sujetos trabajadores de Cuba. La imagi-nación de canciones “afrocubanas” como “Tabou”, compuesta por Margarita Le-cuona, y grabada por diferentes orquestas en 1934 y 1935, aunque estaban atadas a la visión “primitivista” del negro, ventilaban por igual a la luz pública cuestiones nada banales: la esclavitud, la dislocación de un sujeto poderoso en su tierra y en sus símbolos, que en Cuba no era más que un “pobre congo hijo de esclavo” sometido por el tabú, la pobreza y la falta de poder, al tiempo que presentaba como “dioses” a las mismas deidades cuyas imágenes la policía perseguía como “fetiches”.23 Así, por los resquicios de los juegos sim-bólicos y los forcejeos de poder, también asomaban su cara expresiones de lo negro que habían sido históricamente devalua-das y prohibidas.

los opositores a las Comparsas: la invenCión de una tradiCión

Parece ser que los opositores a las com-parsas eran menores en número y en po-der, pero sus argumentos no eran en caso alguno expresivos de personas que que-rían colocarse de espaldas a la sociedad cubana moderna invocando pasados de pureza y futuros de gloria. Entre los opo-sitores a las comparsas se encontraban sectores negros, medios y bajos, compro-metidos con soluciones antirracistas revo-lucionarias, en muchos casos marxistas, comunistas y no comunistas. Este bloque argumentaba su posición aludiendo a las comparsas como un “nuevo opio del pueblo”. Colocaba las críticas de folclo-rización, esteticismo y mercantilización de la cultura negra como “el” sentido de las comparsas. “¡Viene la comparsa… La comparsa es la droga, es el opio del pueblo descubierto otra vez!”.24

Desde esta última posición, emergía una noción de “pueblo” distinta a la de pueblo “mestizo” formulada por Ortiz. El pueblo cubano era un “conglomerado étnico”, mezclado pero no “mestizo”. Para Alberto Arredondo, el conglomerado ét-nico de Cuba se integraba por la con-currencia de negros de África y blancos

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de España.25 La geografía, la economía, la historia y la cultura habían forjado “un tipo cubano” que no respondía ni al África ni a España. Para esta mirada, las compar-sas se saltaban el trayecto republicano del negro (obviaban que eran sujetos republi-canos, no “ancestrales”), y los “abducían” desde el pasado colonial para soltarlos, como máquina del tiempo, en 1937.

Este tipo de argumentos defendían la no manipulación política de lo negro, aunque lo hacían desde un código exigen-te de “buen comportamiento negro”: este hacía bien en escuchar el espiritual, canto “puro y hondo” del dolor negro, pero de-bía alejarse del jazz y del blues, que habían “rodado por el mundo de manera indigna, arrastrándose por todos los antros, pa-sando de mano en mano, alcoholizados y prostituidos, vendiendo su alma y su cuer-po por dinero”. En contraste, el spiritual negro song era “un instrumento de compe-netración étnica, de solidaridad social, de unidad ideológica, y de afinidad psíquica del negro americano”,26 a cuyos sentidos el negro cubano debería aspirar.

Este reclamo de pureza cultural, corre-lativa a la de corrección política, no era ajeno a la elaboración de imaginaciones sectarias, como la de crear una “faja ne-gra” en Oriente, pero no estaba imposibi-litada de entender lo que ponía en juego el discurso del mestizaje. Así, fueron capa-ces de describir satisfactoriamente lo que muchos años después Eric Hobsbawm lla-maría la “invención de tradiciones”.27 Para este bloque opositor a las comparsas, el “mestizaje” era una “tradición inventada”, una función del artefacto cultural, em-pleado siempre por determinadas clases, para elaborar imágenes específicas sobre la nación. Era una elaboración intelectual que decía más sobre las necesidades del presente de sus autores, que de “realidades históricas” redescubiertas.

Este bloque crítico tenía también sus razones para considerar las comparsas una fiesta demasiado vigilada como para ser un camino auténtico de expresión negra. Leían en los periódicos cómo se fijaban las condiciones en las cuales las comparsas podían desfilar. Este es solo un ejemplo: “Por disposición del Alcalde, el jefe de gobernación municipal ha auto-rizado la siguiente comparsa durante las fiestas carnavalescas de hoy: Los Marque-ses […] Vestirán pantalón blanco y negro, chaqueta de frac, negra, bombín y bastón. Las mujeres, con batas largas, de cola, de distintos colores, tipo princesa y las cabe-zas adornadas con lazos negros”.28

Esta implacable delimitación de lo posible aseguraba tranquilidades a los interesados en “el orden y las buenas cos-

tumbres”. Un periódico se hacía eco de la enorme condescendencia y falta de temor con que también eran percibidas las com-parsas en sectores sociales dominantes, en versos como estos: “Según la prensa ase-gura/ se suscitó la cuestión/ de si las com-parsas son/ un signo o no de cultura/ yo no doy norma segura/ pero encuentro na-tural/ que salgan en carnaval/ y no las creo dañinas./ ¿O es que el tirar serpentinas/ es un acto cultural?”29 Para el Diario de la Marina, era “satisfactorio observar que la magnífica organización de las compar-sas produce los mejores resultados… […] y demostró que no es preciso quitar al pueblo ciertas lícitas aficiones sino llevar-las a un grado de civilidad y de decencia, compatibles con nuestra cultura.”30

el mestizaje: tensiones y ConfliCtos de una CreaCión polítiCa

Lo antes descrito parecen contradic-ciones en la atribución de significados a las comparsas. Efectivamente, lo son. Se trata de un terreno inestable y conflic-tivo en el cual se disputaba el uso de las categorías de raza, las funciones políticas del discurso del mestizaje, y quién y en qué condiciones integraba la nación. Fue siempre un terreno en disputa. La aspi-ración comunista oficial de crear la “faja negra” oriental es un caso extremo de negación de “lo cubano” como mestizaje. Pero es conveniente recordar cómo otros discursos, que dialogaban de modo po-sitivo con el mestizaje, operaban a su vez con enfoques que lo contradecían.

Gustavo Urrutia, en un comentario so-bre un concurso nacional de belleza que había sido criticado por excluir a las afro-cubanas, entendía que cuando se trataba de una “verdadera cuestión de estética” y no “de un expediente para vender votos”, era equivocado pretender “la competencia entre diversas razas”. Según el publicista a favor de los derechos de los cubanos de color, “el criterio para apreciar la belleza eurocubana no puede ser idéntico al que presida para juzgar la belleza afrocubana. Son cánones estéticos heterogéneos. No pueden compararse ambas bellezas, ni hay por qué compararlas para otorgar a una superioridad sobre la otra. Entre los atractivos de nuestra tierra son eminentes la blanca, la mulata y la negra. Tres belle-zas soberanas e incomparables”.31 Urrutia parecía no reparar en los problemas que ese mismo criterio de “incomparabilidad” proyectaba sobre la discusión de una “úni-ca” cultura cubana “mestiza”.

La calificación del mestizaje como atri-buto esencial de la nación era claramente una “invención”. El discurso del mestizaje, presentado primero por Ortiz con la ima-gen del “ajiaco”, sería teorizado poco des-

pués por su autor como “trasculturación”. Estos conceptos –que suponen un cruce de ingredientes que dan un resultado dife-rente a todos sus inputs previos, nombrado como “cubanidad”– funcionaron como co-berturas al discurso de la “unidad nacional” que, bajo una lógica populista, perseguía fines específicos: inclusión social, forma-ción de mercados internos, industria-lización y nacionalización –burguesa– de los recursos del país. Pero tampoco se trata-ba de una invención tan maligna como se le ha presentado en ocasiones. Para Gottberg, el mestizaje es “una práctica de poder que construye cierta idea de la identidad nacio-nal a partir de la disolución de las diferen-cias étnicas”. Según esta tesis, su finalidad en Cuba era, “y tal vez siga siendo”, “la in-corporación del negro al proyecto nacional como sujeto social no conflictivo” y la neu-tralización o invalidación de reivindicacio-nes particularistas de la población de color. El mestizaje representaría así la “violencia sutil de la asimilación”.32

Lo que antes he analizado en cuanto a las formas en que, aunque acotadas, los desfiles de las comparsas abrían cami-no a la expresión negra invita a ser más prudentes en la valoración de los usos del mestizaje, como lo han hecho Robin Moo-re y Alejandro de la Fuente.33 El debate so-bre “lo afrocubano” contribuyó a elaborar un “indecidible” cultural: “no hay cultura cubana sin contenido negro”: “No hay pueblo cubano sin el negro cubano”. Es un proceso lleno de saltos, continuidades, rupturas, invenciones, inclusiones y exclu-siones que permitía el acceso de lo negro a la sociedad y la cultura cubanas, aunque “bajo control”.34

La distinción entre “conga” y “comparsa” es un buen indicador de este “control”. En esa fecha, los “arrollaos” “congueros”, indisci-plinados y espontáneos, eran percibidos como la emergencia negro/plebeya que, por incontrolada, era necesario contener. El humor de la época asociaba la conga a este tipo de indisciplinamientos que des-integraban lo que estaba costando tanto trabajo “armonizar”. Una caricatura de la hora mostraba en la calle a un negro con un tambor y a un señor blanco que “arrollaba”. En la acera otro señor, blanco, mayor, de traje y sombrero le decía al blanco: “Pero, ¿te has vuelto loco, bailando conga en la ca-lle?” A lo cual este respondía: “Viejo, algún día me tenía que tocar a mí también ‘arro-llar’”.35 El motivo cómico radicaba en que se refería a los problemas del tránsito en La Habana, cuyo desorden y peligrosidad era muy criticado en la fecha. Era a su vez un símbolo del desorden y del peligro que suponía para los sectores dominantes per-mitir acceso autónomo al negro a la cultura y a la sociedad cubanas.

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La Gaceta de Cuba 21

La cubanidad “mestiza” “ganó” en com-petencia política con otras visiones de lo nacional. Y ganó por razones fundadas. Era una línea discursiva bien armada: la metáfora del ajiaco era entendible por todos, todos podían verla puesta en esce-na en espectáculos como las comparsas, y alcanzaba status científico con el con-cepto de “trasculturación”, sancionado en la fecha por Malinowski.36 Abarca-ba desde el sentido común, hasta la alta cultura, pasando por la ciencia. Además, se acompañaba de reclamos de “demo-cracia social”, vinculando las que hoy se llaman demandas de “distribución” y de “reconocimiento”. No dejó ningún cabo suelto. Ganó también porque sus autores contaban con mayor poder social y capa-cidad de organización para desplegar su discurso y hacerlo más convincente. Por todo ello, es útil arrojar la discusión sobre “nuestra cultura mestiza” fuera del terre-no en que es naturalizada, y entenderla como una representación de lo nacional, en una reflexión abierta a considerar sus significados políticos, sus contextos históricos y los fines y los actores que involucra.

1 “Las comparsas”.2 Fernando Ortiz (12 de febrero de 1937).3 Uso el término “afrocubano” como mismo lo usaron los

actores que estudio en este texto.4 Ramón Vasconcelos (10 de febrero de 1937).5 A lo largo de los 30, la revista Carteles dedicó una impor-

tante sección, con este título, a explorar bienes y ser-vicios que Cuba podría ofrecer, dentro de una explicíta intención de promover la diversificación económica. Véase, por ejemplo: Alberto Quadreny (1936); C. Rodrí-guez Casal (1937); José Cambeyro (1936).

6 “Síntesis” (15 de febrero de 1937).7 Editoriales: “Comentario al carnaval” (16 de febrero

de 1937).8 Juan Marinello (1937), p. 383.9 Ver: Franco (1985).10 Juan Marinello (1937).11 Eugenio Florit (1939).12 Adolfo Salazar (1938), p. 9-11.13 Martín Castellanos, p. 7.14 Uso aquí las categorías “distribución y “reconocimiento”

en el sentido en que las ha estudiado Fraser.15 Ramón Vasconcelos (10 de febrero de 1937).16 “Muerta a tiros la niña Gloria y muerto el secuestrador.

Como un film se desarrolló la muerte del que arrebató a una niña para darle muerte”.

17 “Acusan a brujos y curanderos de Holguín”.18 “Batidas contra los centros de brujería se realizan en la

14a demarcación”.19 Gustavo Urrutia (20 de febrero de 1937).20 Ver: Fernando Ortiz (1939) y Rómulo Lachatañeré (1939).21 “En un informe de Gayoso, Inspector de la Judicial, a su

Jefe, expone que los ñáñigos se organizan para formar comparsas”.

22 El Curioso Parlanchín (seud.) (1937), p. 25.23 El texto de la canción decía: “Alma del África lejana/ lle-

na mi pecho de candela/ el pobre congo hijo del esclavo/

<

añora siempre las palmeras/ las hoscas selvas primitivas/ de dioses misteriosos y de fieras/ Ochún, Ifá, Obatalá, Changó, Yemayá/ Tierra del África añorada/ de río cauda-loso y cielo azul/ y aquí si el negro mira la hembra blanca/ y aquí si el negro mira la hembra blanca/ tabú, tabú, tabú.” La canción fue grabada en los 1930, entre otros, por los Lecuona Cuban Boys. Entre sus versiones contemporá-neas, cuenta con una de Omara Portuondo. (Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=7fzD7r9Yah0).

24 María Luisa Sánchez (1937).25 Ver: Alberto Arredondo (1937 y 1939).26 Enrique Andreu (1937), p. 79.27 Ver: Hobsbawm (2002).28 “El Departamento de Gobernación Municipal autoriza

comparsas que saldrán hoy”.29 “Quirino con su tres”.30 El Curioso Parlanchín (seud.) (1937), p. 24.31 Gustavo Urrutia (9 de febrero de 1937).32 Ver: Duno Gottberg (2003 y 2002).33 Ver: Moore (2002) y Alejandro de la Fuente (2000).34 Ver: Wade (2000), p. 44.35 “La venganza del peatón”.36 Fernando Ortiz (1940).

Bibliografía

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Andreu, Enrique: “Los ‘Spirituals negro songs’ y su acción étnico-social”, Estudios Afrocubanos. Revista semestral 1 (1), 1937.

Arredondo, Alberto: “El arte negro a contrapelo”, Adelan-te, a. 3, 26 de julio de 1937.

________________: “El negro en Cuba”, La Habana, Ed. Alfa, 1939.

“Batidas contra los centros de brujería se realizan en la 14a demarcación”, El Crisol, 20 de febrero de 1937.

C. Rodríguez Casal: “La industrialización de la caña brava. La riqueza inexplotada de Cuba”, Carteles, n. 42, 17 de octubre de 1937, p. 53.

Cambeyro, José: “En defensa de la industria arrocera”, Car-teles, n. 16, 19 de abril de 1936, p. 5.

Castellanos, Martín: “Algo sobre la cuestión negra”, Masas, a. 1, n. 1, mayo de 1934.

Duno Gottberg, Luis: “Solventando las diferencias. La ideología del mestizaje en Cuba”, Madrid, Frankfurt am Main, Iberoamericana Vervuert, Colección Nexos y dife-rencias, 2003, n. 9.

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Editoriales: “Comentario al carnaval”, El Avance Criollo, 16 de febrero de 1937.

El Curioso Parlanchín (seud.): “Comparsas Los mambises, Los Componedores y Los Colombianos Modernos”, Car-teles, n. 15, 11 de abril de 1937, p. 24-25.

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22 Dosier / Fin de la esclavitud

Personajes negros en el cine de ficción del icaic, 1959-2000

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22 Dosier / Fin de la esclavitud

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La Gaceta de Cuba 23

Juan Ramón Ferrera VaillantReynier rodríguez Pérez

el cine cubano, a lo largo de más de cien años, ha sido portador de valores que distinguen nuestra cultura y ha bebido de las raíces de

la nacionalidad, contribuyendo a ofrecer una imagen fílmica de Cuba ante el resto del mundo. Desde 1959, además, este cine representa los intereses más genuinos de la Revolución, y, a través del Instituto Cuba-no del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), se ha constituido en voz para los pobres de la tierra.

Desde diversas perspectivas, la cinema-tografía de ficción del ICAIC ha mostrado personajes habitualmente apartados por la industria capitalista. Uno de ellos es el negro (hombre o mujer), marginado por el tono de su piel y sus rasgos identitarios. Sin embargo, el tratamiento del personaje del negro no ha sido siempre el mismo, ni ha llevado siempre a enfoques adecuados a partir de sus complejidades y dinámicas raciales.

En este sentido, apreciamos que las caracterizaciones de los personajes ne-gros en los filmes del ICAIC merecen atención especial por parte de realizado-res, espectadores y críticos. Nótese que no incluimos aquí los cortometrajes o docu-mentales hechos por el ICAIC, ni obras fílmicas de otras casas productoras, na-cionales o extranjeras, que hayan tratado la temática racial en Cuba. Ajustamos la presente visión crítica al estrecho marco del ICAIC y el cine de ficción.

Según la referencia brindada por Raúl Rodríguez en su libro El cine silente en Cuba, la más antigua cinta de ficción reali-zada en la Isla donde aparece un persona-je negro fue filmada en 1917 por Enrique Díaz Quesada, y se tituló La hija del policía o En poder de los ñáñigos. Luego, este pio-nero del cine en nuestro país realizaría La brujería en acción (1919), que continuaba de algún modo la saga del filme anterior y reafirmaba el interés del director por abordar los cultos sincréticos de origen africano.

No deben olvidarse el contexto socio-histórico en que fueron realizadas estas coproducciones ni los prejuicios raciales de su director que, sin embargo, nos legó

con ellas, al menos, un primer anteceden-te. Puede afirmarse que, en sentido gene-ral, durante la Neocolonia el personaje del negro fue poco abordado, y los filmes pri-vilegiaron las posturas racistas, con mati-ces más o menos evidentes.

No hubo personajes negros en los roles protagónicos ni caracterizaciones objetivas (o realistas), que demostraran la valía que tiene cualquier ser humano, sin importar su origen étnico o el color de su piel. La herencia del teatro bufo no fue bien aprovechada y el cine se olvidó del negro.

Al triunfar la Revolución, en 1959, se crea el ICAIC, dándose paso a la llamada Década de Oro del cine cubano, que tras-curriría entre filmes de excelente factura y otros de no tan buena realización; pero, entre la relectura del pasado y el reflejo de la épica revolucionaria, se opacó una vez más al negro, con las nobles excepciones de La decisión (1964), de José Massip, y Cumbite (1964), de Tomás Gutiérrez Alea.

Ya en la década del 70, el cine del ICAIC pareció estar más decidido a brin-dar mayor atención a la preterida temática y para ello debió vencer cierto “copismo” o mimetismo con respecto a la cultura de los países socialistas, así como una (por momentos) excesiva politización del arte, que no solo afectó al cine de ficción en la Isla. En ese contexto, fueron producidos tres filmes propuestos por Sergio Giral sobre las marcas que dejó en la historia cubana el flagelo de la esclavitud: El otro Francisco (1974), Rancheador (1976) y Ma-luala (1979).

El tratamiento a la temática señalada, en la trilogía de Giral, se permeó de una intención marcadamente didáctica, sen-tando así las bases para una comprensión más acertada de lo que fue la esclavitud y el papel del esclavo en la Historia de Cuba; pero, el fijar una finalidad educativa a es-tos filmes, sin tomar en consideración las esencias del séptimo arte, lastró –a nuestro modo de ver– los propósitos del cineasta. Otro tanto ocurriría con La tierra y el cielo (1976), filme que sigue los pasos de Pedro Limón, haitiano radicado en Cuba en las últimas décadas de la República neocolo-nial. El personaje asiste así a la transición

entre dos modelos distintos de desarrollo económico y social, pero esta contraposi-ción se nos presenta, sin embargo, de ma-nera reducida y maniquea.

Queda aún más clara la intención en La última cena (1976) que, a diferencia de la trilogía de Giral, presenta una mayor ri-queza caracterológica. El tratamiento del negro se hace desprejuiciadamente y reve-la los conflictos individuales y sociales de cada personaje. El filme rechazaba la con-formidad descriptiva y la simplificación propagandística de otras películas de la década del 70. Los doce esclavos son pre-sentados no como una masa, sino como individuos diferentes, con características propias, matices ideológicos distintos, que representan a su vez doce posturas.

El otro filme que, a juicio de la crítica, logró mayores vuelos en el tratamiento del negro a mediados de los 70 fue De cierta manera (1974). En este, por primera vez, se situó a personajes marginales, de la más viva entraña popular, en la pantalla gran-de: habitantes del antiguo barrio de Las Yaguas, reubicados por la Revolución en el reparto Miraflores. De cierta manera se alejó de la unilateralidad en el tratamien-to del personaje del negro en el cine cu-bano de ficción del ICAIC del período en que fue filmado, y fue ajeno a las formas idealizadas con que son presentados los personajes negros en los largometrajes ya citados, con la honrosa excepción de La úl-tima cena. Ambas cintas se contraponen a la visión pintoresca de la realidad cubana que proponen otros filmes del momento; una visión que, luego, el cine cubano de los años 90 alejaría para siempre.

estrategias de los 80El primer lustro de los años 80 conde-

nó al cine cubano a promediar apenas tres largometrajes de ficción al año, cifra moti-vada entre otras razones por la prolongada y muy costosa realización del largome-traje Cecilia (1981-1982). Puede decirse a grandes rasgos que, a partir de esta cinta, el ICAIC replanteó sus estrategias temáticas y productivas. Se consiguió dinamizar la producción –a partir de la incorporación de una serie de nuevos nombres en el lar-go de ficción– y se reactivó el contacto con el público masivo, sobre todo mediante una serie de comedias costumbristas y contemporáneas como Se permuta y Los pájaros tirándole a la escopeta, seguidas por una larga estela de títulos que volvie-ron a repletar las salas de estreno, entre ellas: Una novia para David, Plaff y La bella del Alhambra. El objetivo fue restituirle al cine su lugar como arte para las multitu-des en Cuba.

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24 Dosier / Fin de la esclavitud

También triunfó un cine de género en este período que, además de lograr una nítida comunicación con el público, se erigió en un arte capaz de cuestionar y reflexionar sobre la realidad nacional (Papeles secundarios, Hasta cierto punto), y de abordar temas históricos de siempre (Amada, Un hombre de éxito, Clandestinos).

En ese contexto, los filmes que, a nues-tro juicio, se destacan en los años 80 por el tratamiento que otorgan a sus personajes negros son: Guardafronteras (1980), Ceci-lia (1982), Techo de vidrio (1982), En tres y dos (1985), Patakín (1982), Plácido (1986), Baraguá (1986), Gallego (1987), Hoy como ayer (1987), La vida en rosa (1989), La be-lla del Alhambra (1989) y Venir al mundo (1989). En ellos, personajes negros, mesti-zos y blancos se afanan por construir una sociedad distinta en Cuba, en la que no se discrimine a nadie por su origen, su sexo o su raza.

Sin embargo, ninguno de los persona-jes negros de estas películas es presionado por conflictos raciales, en medio de una sociedad revolucionaria que no admite rasgos de discriminación. Así pues, tie-nen en los filmes mayor peso los aconte-cimientos, incluso el contexto social, que las caracterizaciones. Los personajes no encarnan los conflictos interétnicos que tuvo que enfrentar el negro en Cuba antes y después del triunfo de la Revolución.

De los tres filmes que recrean aconte-cimientos del siglo xix cubano, solo dos enfrentan a sus personajes al sistema es-clavista imperante en la Cuba de aquel momento. Son ellos Plácido y Cecilia. En Baraguá el conflicto gira en torno a la imposibilidad de fijar un pacto entre las tropas mambisas y el mando español de la Isla, de manera que no repara en la cuestión racial de sus protagonistas ni en las problemáticas propias de los negros y mestizos en tiempos de la Colonia. Es cierto que algunas escenas muestran, in-tencionadamente, el desprecio de los mi-litares de España por todos los esclavos y negros en general, y que casi al final, el actor que encarna al personaje de Antonio Maceo, en la entrevista con Martínez Cam-pos, reafirma que no puede pactar debido a que el acuerdo firmado en El Zanjón no habla de independencia ni de abolir la es-clavitud. Pero eso es todo: el pensamien-to antirracista y abolicionista del general Antonio Maceo Grajales no aparece en la película.

Cecilia y Plácido sí lograron recrear, en la pantalla grande, el horror de la trata y de la esclavitud, llevando al cine los con-flictos del negro en la Cuba del xix. Debe señalarse que el cine de ficción del ICAIC, en los años 80, falló en la representación de tales conflictos durante (o contextualizados

chocolate espeso

en) el siglo xx. Cecilia y Plácido, no obstan-te, inspiradas en obras de la literatura, lo-graron encontrar, en medio del oleaje de la incomprensión tanto por la crítica como por el público, los modos de acercarse al color del Caribe.

graduar el lente: Cuba (1990-2000) y el Cine de fiCCión del iCaiC

Ya en los años 90 del siglo pasado, la crisis económica impactó también en el cine. Mermaron los niveles de calidad de vida y desarrollo económico y social, lo que se reflejó invariablemente en las vi-vencias cotidianas, a través de las cuales los seres humanos se reconstruyen a sí mismos el día a día. Como parte de las estrategias familiares de enfrentamiento a todo tipo de carencias, se generó una búsqueda del dinero por muchas vías. El trabajo honrado dejó de ser la fuente de ingresos económicos para muchas per-sonas y familias enteras, y se incrementó asimismo la movilidad laboral.

El séptimo arte enfrentó la década de los 90 con una intención o apetencia en apariencias muy activa, que aprovecha-ba su carácter para concederle –a la dura realidad que examinaba una dimensión universal; sin embargo, ya en el ocaso de la década esa tendencia se fue degradando hasta el punto de recibir los estímulos que emanaban del mundo real y reproducirlos cual son (o, al menos, cual parecen ser). No por ello debe pensarse que esta involu-ción estética se debió, exclusivamente, a la crisis económica. Es, en primera instancia, el resultado de una gravísima coyuntura ideológica cuyo saldo más negativo, se ve-ría justificado después, por la precariedad económica. Una muestra de ello es que, aún en los más difíciles años del Período especial, el cine generó discursos poéticos de gran agudeza y una elaboración dra-matúrgica que ha hecho trascender varios filmes.

Las pugnas generacionales, el exilio, la marginalidad, las carencias, los antivalo-res se apoderan de la pantalla. Las nuevas relaciones entre realidad y arte o los cho-ques entre el deseo de emigrar y las aspi-raciones que como nación tenemos los cubanos hacen surgir relatos antes ignora-dos, que constituyen parte importante de la crítica a los modelos obsoletos de plan-tear la realidad.

Otro aspecto significativo en esta eta-pa es la disminución, como es lógico, de los niveles de producción de películas: de setenta en los años 80, se redujeron a solo treintaicuatro en el postrer decenio y, desde el punto de vista artístico, se desta-ca el trabajo (esmerado en muchos) de la fotografía, la selección de los temas, la uti-lización de la escenografía en función de

la representación historicista y el manejo de la relación espacio-tiempo en la estruc-tura dramatúrgica.

Si se tiene en cuenta que el cine, por su carácter masivo, es una importante vía para fortalecer la lucha ideológica de una sociedad y para promover lo verdadera-mente significativo de la existencia huma-na y cultural de una nación, no se puede soslayar que algunas de las más logradas películas de aquel período propiciaron un debate interesante en torno a las políticas culturales y a los intereses de clase.

Esta puede ser esta la razón de que en los filmes producidos en los 90 no exis-tan referencias claras o muy evidentes a la problemática racial en Cuba, fenómenos sociales que fueron in crescendo en esos años. No obstante, pudiera afirmarse que sí hubo otras maneras de representar al ne-gro, más o menos felices. Más allá de alu-siones, entradas y salidas de personajes a la pantalla grande y escenas más o menos salvables, es preciso destacar que la pre-sencia de personajes negros en la cinema-tografía de ficción del ICAIC en los años 90 del siglo pasado fue menor a la de épocas anteriores, tanto por su cantidad como por su cualidad (protagónicos, secundarios, terciarios, referidos o incidentales).

Asimismo, los personajes referidos o incidentales de tez oscura aumentan, lo mismo que sus estereotipados patrones conductuales. Son militares, practicantes de las religiones de origen africano, baila-rines, motivos sexuales (de halago, recha-zo o burla), entre otros encasillamientos. En cuanto a las caracterizaciones que vale la pena destacar, a la altura de otras que han hecho brillar a personajes negros en filmes de otras épocas y que constituyen paradigmas dentro de la cinematografía nacional, se encuentran las de María An-tonia y Julián, en la película María Antonia (1990), de Sergio Giral. Ambos personajes se encuentran sumidos en grandes con-flictos raciales a los que se enfrenta el cu-bano de a pie cada día, en el ámbito de la Cuba que la cinta recrea.

La complejidad del argumento en tor-no a sus vidas hace de María Antonia un filme de valores extraordinarios, que pu-diera ubicarse muy bien entre los de ma-yor alcance y factura en la historia del cine cubano y latinoamericano. Cierra la cade-na de cintas de ficción sobre las cuales pu-diera levantarse un monumento al negro en nuestro cine.

Sean estas reflexiones críticas un breve acercamiento que pone la primera piedra. A fin de cuentas, la imagen del negro en el cine de ficción del ICAIC es también visión de la cubanidad, de nuestros oríge-nes y de lo que somos los cubanos de cual-quier parte. <

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chocolate espeso

Nelson Herrera Ysla

si a través de la obra pudiéramos descifrar, quizás descubrir, al artista que la produce, en el caso de Eduardo Roca Salazar no es fácil y, poco probable aún, sintetizarlo en blanco o negro a pesar de su piel exageradamente oscura. A la densidad y al es-

pesor de Choco, como se le conoce dentro y fuera de los territorios del arte contemporáneo cubano, podemos asomarnos mejor, en los últimos tiempos, a partir de sus colografías, pues cada una comporta un número variado de materiales y soportes, de colo-res, líneas y formas que las convierten en obras mucho más com-plejas que su propia pintura y dibujo, y nos dicen algo de quien las produce. En ellas percibimos cómo su personalidad se soli-difica desde muchos ángulos, aunque la liviandad sugerida por incuestionables efusiones afectivas, esa amplia sonrisa suya y el misterio indudable de su mirada, nos hagan creer que estamos en presencia de una personalidad clara, trasparente, conocida.

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Pero cuidado, mucho ojo con este creador porque entre dua-lidades por momentos ocultas y ambivalencias de todo tipo sue-len transitar, esencialmente, su pintura y su grabado, mientras su dibujo se inclina más hacia una expresión delicada, dominada por líneas fugaces y trazos de extrema sutileza. Por otro lado, sus más recientes esculturas y objetos, incluso sus instalaciones, proclaman universos bien diferentes ya que apuntan en direcciones disímiles a las de sus obras bidimensionales: ¿qué son al fin y al cabo?, ¿cómo evaluarlas, ubicarlas, definirlas? Resulta claro, al menos para mí, la variedad de perspectivas a las que Choco recurre para organizar sus discursos, partiendo del principio de que no es uno solo el que ocu-pa el espacio central de sus preocupaciones estéticas.

De polaridades opuestas y plenas están construidas su vida y su obra como para decirnos, sin proponérselo él en modo alguno, que no lo conocemos del todo a simple vista y que debemos concienti-zar el hecho de que en su ya larga carrera profesional coexisten va-rios mundos paralelos e, incluso, uno más allá que por momentos se nos convierte en algo sugerido y hasta impenetrable.

En su iniciación, lejana ya en el tiempo, lo comprendíamos me-jor cuando abrazó en gran medida el género del retrato allá por los años 70 y 80, ubicado sobre fondos de naturaleza cubana, o mien-tras se dedicó a deificar a la mujer negra con peinados y perfiles sim-bólicos que habitaba, habita, la geografía de Angola. Ciertos viajes a África y a países occidentales y del oriente durante esos años, más su estrenada inserción en históricos contextos habaneros difíciles, movedizos –entremezclados de portentosas visualidades y grafías– le hicieron inclinarse poco a poco hacia mundos religiosos y civiles que subyacen en lo profundo de la cultura cubana, descubiertos por notables antropólogos, etnólogos, investigadores y hombres de ciencia en el siglo xx. Gracias a esos encuentros casi cotidianos su obra varió en lo formal y lo esencial. Ya Choco no era, no es, el mis-mo que conocimos en su natal Santiago de Cuba ni tampoco aquel estudiante que deambulaba entre fabulosas mansiones burguesas y los más que extraordinarios proyectos arquitectónicos inacabados de Cubanacán, todos ellos indispensables para su integral forma-ción artística académica.

Asentado en la calle Sol de la Habana Vieja, donde tiene su estudio, taller y galería provisional, las cosas comenzaron a ser un tanto diferentes de manera progresiva. Él mismo se sorpren-dió con la riqueza de lenguajes y estilos de vida de esa intensa y fundacional zona de la ciudad, henchida en superposiciones de colores, voces y sonidos emergiendo en cada esquina, en cada calle o desde las profundidades de esos zaguanes y patios so-lariegos donde no se duerme nunca y donde nacen y mueren tantas leyendas, mitos y ritualidades integradas a la vida de la nación y de esta cultura mestiza.

Su espíritu se inquietó y salió en busca de sus ancestros llegados a esta isla desde muy lejos y por ahí halló a Elegguá, Ochún, la vir-gen de la Caridad del Cobre, la virgen de Regla, a Changó, en niveles de síntesis pictórica y austera figuración, nada barrocos como po-dría suponerse en este contexto deudor de realismos maravillosos, para algunos mágicos. Tanto fue así que por momentos pensé que la abstracción lírica, depurada, se convertiría en el centro de aten-ción de su obra cercana, pues creó superficies y manchas inéditas en nuestra visualidad al contraponerles a muchas de esas imágenes religiosas, a la llama de una vela, por ejemplo, un ojo inquietante, una mancha pura de intensa tonalidad cromática, una cazuela. Se sintió estremecido, conmovido, emocionado por signos culturales de ese particular contexto y, sin prejuicio alguno, abrazó entonces una suerte de figuración-abstracción como enunciados inéditos de la hibridez material y espiritual en que perduramos cada día, esa dualidad y ambivalencia que subyacen en su obra y vida.

Fue solo una humilde corazonada, confieso, lo que me llevó a tal aseveración pues comprobé luego que, en modo alguno, se tornaría abstracto ya que la figuración parece acompañarlo siempre como

a Nelson Domínguez, Roberto Fabelo, Pedro Pablo Oliva, Zayda del Río, sus compañeros de andadas y promoción, quienes, en sus largas y provechosas carreras, han permanecido fieles a esta desde poéticas personales bien reconocidas. A propósito, me pareció más bien que nos quería decir: nada es puro en esta viña artística del Señor, todo es nuevo y viejo a la vez, todo puede mezclarse o es-tar ya mezclado, tal vez en homenaje secreto a Nicolás Guillén, ese gran ausente que se nos aparece por todas partes en la visualidad, la danza, la literatura, el cine, la música, aunque solo unos pocos lo advierten y nombran.

Choco nos replica a Guillén pero también a Bola de Nieve sin que apenas nos demos cuenta. Y nos hizo creer en Servando Ca-brera Moreno, en Antonia Eiriz y escuchar a ratos las portentosas voces de Lázaro Ross, Louis Armstrong, Billie Holiday, Milton Nas-cimento, Gilberto Gil, los agudos de Miles Davis y Herbie Hancock, y hasta las composiciones urbanas, barriales, ruidosas, del Tío Tom. Todo mezclado.

Por un lado pinta, por otro graba. En ocasiones propone una columna o un cilindro enormes, se lanza a lo tridimensional con descaro y fuerza, quizás más interesado en las posibilidades que le ofrecen los medianos y grandes formatos cuando de eventos nacionales e internacionales se trata, pero, atención, sin renun-ciar al dibujo, esa es su vocación primigenia para expresar lo humano que le rodea en sentimientos y afectos, alejado de los brillos y las luces de lo urbano y lo tecnológico, de esos seduc-tores avances de la informática y la ciencia que convocan a cada vez más artistas en todo el orbe.

Choco pertenece a esa estirpe de creadores educados en la tradición, la historia y en los fundamentos de la modernidad intelectual que sentó las bases de la cultura contemporánea a lo largo del siglo xx y sin la cual hoy no nos reconoceríamos, no nos identificaríamos en medio de un escenario global y posmo-derno bien confuso como el que experimentamos. Disfruta lo mismo un retrato de Fayum que esos seres angustiados de Fran-cis Bacon, los dibujos y bocetos de Da Vinci, el minimalismo de Carl André y los grafitis intensos de Basquiat. El sustancioso cuerpo de profesores de la otrora Escuela Nacional de Arte de Cubanacán en los años 60 le insufló ese modo universal, ecumé-nico de apreciar el mundo, de percibir los gestos y las acciones creadoras de grandes talentos asomados por todas partes del planeta, ajenos a cualquier noción de moda o tendencia favore-cida por el mercado ascendente y dominante del arte.

Por eso lo vemos inclinado sobre una plancha de metal o de car-tones, tratando de sacar el máximo provecho a la precariedad que enfrentan numerosos creadores en Cuba. Lo vemos pensando horas y horas ante el lienzo vacío, dudando del color a emplear, del trazo irregular que definirá una cierta figura desde el fondo inanimado en blanco, sin camisa probablemente, ni abrigos ante los tantos desafueros del calor, descalzo si fuese preciso y moviéndose hacia la cocina para ver en qué estado se encuentra el arroz, las masas de cerdo fritas, la habichuela que ha de brindarse a sí mismo, a su asistente Jorge y a cualquiera que se atreva a pasar por el estudio sin previo aviso. Basta asomarnos por las aceras de su taller en la calle Sol para sorprenderlo in situ, tratando de sacarle el aceite a la acei-tuna, de vivir cada minuto y cada hora del día con delirante inten-sidad, como si estuviéramos disfrutando el documental de Pablo Massip dedicado a su genio y figura.

Es la imagen más cercana que podemos tener de aquellos artis-tas de las llamadas vanguardias cubanas y de cualquier otra parte del mundo, algunos de los que él llegó a conocer y hasta a tocar con sus gruesos dedos embarrados de óleo, acrílico y aguarrás, linaza y goma arábiga, ácidos mordientes y esponjas chorreantes de agua sobre la piedra gruesa.

A diferencia de él muy pocos artistas ahora usan overol, paños para limpiarse y lavarse las manos a cada rato, pues el equipamiento

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y la tecnología actuales implican otros materiales para la creación, otras actitudes, otros comporta-mientos. Protegidos por audífonos y altavoces con el fin de aislarse musicalmente del exterior, algunos no logran captar el sonido de la vida que bulle a su alrededor, mientras Choco, todo lo contrario, persi-gue e insiste en seguir allá, ahí, aquí, sumergido en las intensidades de la cotidianidad y la historia, re-

nuente a descontextualizarse de lo social, político, económico, cultural.

La calle lo atrapa en su espíritu y en su letra tan-to como la familia, los amigos, el país. Tiene rostro y lealtades infinitas para todos. Tiene una sonrisa amplia. Y tiene sus cuentas muy claras en la cabe-za para poder proclamar que el chocolate… cuanto más espeso mejor. <

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Sara Gómez

p. 28-31

ConVErsAr soBrE El otro >

ensayo general para un hombre nuevo mario balmaseda, mario limonta y eloy machado El Ambia hablan sobre

Yaima leyva

el propósito de De cierta manera es poner en eviden-cia la necesidad de un cambio subjetivo en la sociedad cubana. De ahí que sus personajes sean esenciales en la expresión de tal conflicto. Sara Gómez y Tomás González decidieron una estructura sencilla para su

modelo de manifestación dramática: una tríada con dos caracteres protagónicos, unidos por un creciente vínculo afectivo, y un tercero, en plan de antagonista.

Los tres actores que interpretan a estos personajes son Yolanda Cuéllar (Yolanda), Mario Balmaseda (Mario) y Mario Limonta (Humberto). De la primera no pudimos conseguir noticias. Tras su participación en la película de Sara, poco se sabe de su suerte, excepto que abandonó Cuba en 1980, durante el éxodo del Mariel; su rastro se pierde en Miami.

En cambio, los dos intérpretes masculinos son figuras muy co-nocidas en Cuba. Limonta es un muy popular actor de la televisión, la radio y el cine, mientras que Balmaseda labró su celebridad sobre todo en el teatro, antes de saltar al cine y a la televisión. Ambos viven en La Habana.

Balmaseda guarda muchos recuerdos de este momento de su carrera. De cierta manera no significa para él un trabajo más, sino un momento capital de su existencia: “Ninguna película me ha cam-biado la vida como De cierta manera. Es la única película que me ha hecho reflexionar sobre el cine; preguntarme: ¿pero esto es cine?, ¿esto se puede hacer así?”

La relación de Balmaseda con Sara antecede con mucho a este proyecto fílmico, pues se remonta a los años de la adolescencia.

Además, le decía a cualquiera las cosas claramente, no andaba con rodeos.

Cuando triunfa la Revolución nos separamos un poco, por-que cada cual fue asumiendo distintas tareas. Nos dejamos de ver como dos o tres años, sin tener noticias el uno del otro. Yo estaba metido de a lleno en lo del teatro y Sara con el cine, y no nos veíamos jamás. Vuelvo a chocar con Sara cuando me llama Manuel Octavio Gómez para actuar en la primera película que hice con el ICAIC, Los días del agua. En el ICAIC me encuentro con Sara, y me dice: “Te estaba buscando porque voy a hacer una película y quiero que tú seas el protagonista.” A partir de ahí empezó a llamarme y nos unimos más.

El primer esposo de Sara fue Héctor Veitía, con el que tuvo una niña. Después se separaron y empezó una relación, que duró hasta la muerte, con Germinal Hernández, el sonidista del ICAIC. Germinal provenía de un mundo totalmente distinto al de Sara. Él era un marginal total, del centro de Cayo Hueso, y Sara comien-za a relacionarse con ese medio. A través de la milicia y de otros asuntos, yo estaba muy ligado al barrio de Cayo Hueso. Germinal nos presenta a El Ambia y a Tomás González. Tomás y Sara juntos eran una locura; sin ellos no hubiera podido salir la película. El Ambia nos introduce en todo ese mundo de marginalismo puro, seco, con todas sus implicaciones, y Sara se fascina con este mun-do. Por primera vez escucho a Sara hablar de política, porque em-pieza a ver desigualdades. Hicimos contactos con mucha gente y a Sara se le ocurrió, ya sensibilizada con este problema, que en vez de utilizar actores iba a utilizar a la misma gente y a hacer impro-visaciones con la gente del barrio.

Esta parte del testimonio de Balmaseda introduce a un personaje central en la evolución de De cierta manera como proyecto artístico,

sara gómezSara proviene de la burguesía negra de clase media. Noso-

tros andábamos juntos en las sociedades de personas de color, que tenían más o menos dinero y posibilidades. Nos conocíamos desde antes de la Revolución, éramos pareja de rock and roll: bailábamos en las fiestas, en las celebraciones de quince. Sara siempre fue una trasgresora; por ejemplo, ella puso de moda el espendrú. Tenía a su mamá en los Estados Unidos, iba a cada rato allá… Pensar que en los años 1956, 1957, 1958 ya Sara andaba con short y medias largas hasta las rodillas, como las usaban las chicas norteamericanas. Era una mujer muy independiente.

pero sobre todo como aventura intelectual y social. Me refiero a El Ambia, poeta y promotor cultural muy reconocido en la Cuba actual, pero que para inicios de la década del 70 era un hijo de vecino, perso-naje anónimo de tantos que abundan en la cultura popular urbana criolla. Según Balmaseda, “El Ambia era una especie de jefe; yo le puse ‘asistente jefe’, porque toda aquella negrá al que le hacía caso era a él, y después a Sarita, porque le tenían un respeto tremendo.”

A El Ambia casi nadie lo conoce por su nombre real: Eloy Macha-do Pérez. “Ambia” significa, en la jerga del barrio habanero, “ami-go”, “persona buena”. Eso es suficiente. Nicolás Guillén lo aproximó

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La Gaceta de Cuba 29

a la sacrosanta “institución de la cultura” tras leer sus primeros poe-mas. Hoy, su obra poética conoce de una decena de títulos publica-dos en Cuba, Argentina y Colombia, entre otros países. Es además reconocido por su trabajo de promoción de la poesía y de la música afrocubana.

Es llamativo que la piedra de toque de su trasformación fuese, nuevamente, De cierta manera. Cuenta El Ambia:

Trabajar en esta película me aportó una alegría interna ja-más olvidada. Me cambió la vida. Me aportó escribir los libros que tengo. Para mí, que soy un marginal, fue muy importante. Cambié… Por ejemplo, yo le echaba a los gays, pero después de eso dejé de hacerlo, porque son seres humanos igual que yo.

Mi relación con Sara era de hermano. Ella era una negra inteligente. Me ayudó muchísimo, me ayudó a ver la vida me-jor, a contemplarla. Sara ayudaba a uno hasta a vestirse. Era medio burguesona, pero cuando se enredó con Germinal la burguesía desapareció como por acto de magia. Se adaptó al

mundo de nosotros. A mí me ayudó mu-cho, yo era su favorito. Decía a Germinal: “Aquí no me traigas a los negros esos que le echan a los pájaros.” A mí no me impor-taban sus defectos, sino su actitud ante la vida.

En De cierta manera participo en el juego de dominó, en la asamblea, traba-jando en la fábrica. Sara me dio el guion y me dijo: “Quiero que me hagas esto, pero no te vayas de ahí.” Yo quería pelarme al rape y no me dejó, me dijo: “No te peles, quédate así”; temía que le suspendieran la película, porque tenía muchos margi-nales. Imagínate, había un blanco al que le decían Pareja que era un fenómeno, y Lazarito, que había picado como tres ca-ras. Me leí el guion y eso no hacía falta estudiárselo.

Sara hizo la película por Germinal, que era abakuá. Conocí a Sara por Germi-nal. Me la presenta y ella le dice a Tomás Gutiérrez Alea: “Conocí a un negro que tiene tremendo swing, habla de Eritrea y es marginal.” Un marginal hablar de Eri-trea, qué fenómeno… Tomás le dijo que quería conoceme y me presenta a Tomás Gutiérrez Alea, a Rogelio Martínez Furé, a Eugenio Hernández Espinosa, a Nancy Morejón, a Pablo Milanés. Me presentan como a un fenómeno de la naturaleza marginal.

Yo estaba politizado. Leía mucho Tricon-tinental, una revista revolucionaria, donde salían Amílcar Cabral y una serie de revo-lucionarios negros, como Malcom X. Es-taba consciente de la importancia del tema que trataba la película; si no hubiera estado consciente, no hubiera dicho en la escena de la cervecería que la Revolución es más grande que nosotros mismos.

Yo vivía en casa de Sara y Germinal. En ese tiempo, trabajaba en la construcción del hospital Hermanos Ameijeiras. Comía-mos lo que había, yo cobraba y llevaba el sueldo para la casa de Sara. Mario Balmase-da y la esposa me preparaban el desayuno, me ponían un trapito en las piernas y me

decían “trapito no, servilleta, bruto”.Si Sara no llega a tener las relaciones que tenía con no-

sotros no hubiera podido hacer la película. Porque hubo sus rechazos de ambas partes, de la parte negra marginal y de la parte blanca burguesa. Tengo recuerdos memorables de cómo pudo llevar el mando como una capitana de barco. Cómo pudo llevar sin un sí o un no a caracteres diferentes: abakuá, ñáñi-gos… Cómo pudo lograr esa película tan difícil.

Otro individuo capital en la construcción del proceso de inves-tigación que da lugar al guion es Guillermo Díaz, un personaje natural que interpreta su historia en De cierta manera. A él se refiere Mario Balmaseda:

También nos ayudó un personaje real de la película, Gui-llermo Díaz, que fue boxeador. Guillermo fue el que nos apa-drinó dentro del reparto Martí. En Cayo Hueso, El Ambia nos ayudó a aglutinar gente, porque le hacían mucho caso. Guillermo Díaz se estuvo preparando para competir como

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campeón mundial de los pesos welter, pero había matado a un hombre que tenía asediada a su mujer en el barrio de Las Ya-guas. En este tiempo ya Guillermo había cumplido sus años en prisión, tocaba la guitarra y componía. La canción de la pelícu-la, “Véndele”, es de Guillermo. Entonces cogimos un tiempo de ir todos los días a casa de Guillermo, que es más para allá del re-parto Frank País. Era un reparto recién terminado, pero estaba hecho leña ya. Con casitas todas de un piso, matas de mango, limoneros, las calles llenas de agua.

El tema de la traducción cultural que supuso un proyecto dra-mático que buscaba penetrar la realidad de grupos complejos de la sociedad cubana sin recaer en la perspectiva eurocéntrica hizo que esta clase de individuos fuese esencial en la investigación que da lugar al guion y que más tarde los incorporara en una puesta en escena hambrienta de verosimilitud.

Mario Limonta también recuerda su experiencia en la película como algo distintivo dentro de su carrera como actor.

Conocí a Sarita en el local de la Juventud Socialista y me pa-reció una muñequita. Tenía su pelito planchadito, su cara bonita. Después la vi años más tarde, no lo puedo precisar, ya trabajan-do en el ICAIC, con un espendrú. Yo estaba haciendo la serie para la televisión Los mambises, que salió en el año 1968, por el cente-nario de la guerra de 1868, y tuvo más de doscientos capítulos en vivo. Ella me coge un día saliendo del Instituto Cubano de Radio y Televisión y me dice: “Tengo un personaje para ti, para borrar el mambí ese que estás haciendo.” Me dio el texto y me di cuenta de que el personaje que ella quería que yo interpretara era casi un marginal. Empezamos el trabajo y me dio toda la libertad del mundo; o sea, no era un guion de hierro. Era un guion en el que yo tenía que decir determinadas cosas, pero la forma de cómo tenía que decirlo iba de parte mía.

Cuando eso yo vivía en Ermita, entre La Rosa y Tulipán, y te-nía La Finquita, El Cerro, a dos cuadras de mi casa. Bebía cerveza con todos esos personajes, estaban muy frescos en mi memoria. Siempre he tenido como norma ligarme con la gente, hablar con la gente. ¿Por qué? Porque si hago personajes populares, hago personajes cubanos, tengo que saber hacer desde un intelectual hasta un marginal. Entonces eso me ayudó a la hora de los giros en las conversaciones, en la forma de moverse y de gesticular. Tenía la academia a dos cuadras de mi casa.

En esa época yo tenía mucho trabajo en la televisión, que se hacía en vivo, y también en la radio. Hacía un programa en la radio titulado La flecha de cobre, con un personaje que se llamaba Guaytabó, y que estuvo diez años en el aire y llegó a estar en el número uno de la preferencia nacional. La gente tenía la costumbre de oír a esa hora radionovelas como Los tres Villalobos, y este programa fue el que la sustituyó. En esos años hacíamos radio en la mañana y a las dos de la tarde había que estar en el estudio de televisión y empezar a filmar, que su-ponía empezar el ensayo en cámara; luego te daban una hora para que te maquillaras, volvías y salías en vivo, y al otro día igual. Por tanto, cuando tuve el guion de De cierta manera lo hice muy rápido, sin mucho tiempo para prepararme, porque ya estaba adaptado a trabajar así.

Limonta subraya la importancia del tratamiento del tema de racialidad en la obra de Sara Gómez.

Yo tengo casi el privilegio de haber sido el que rompió en la televisión el problema de la cuestión racial. En el capitalismo nada más había dos actores negros: uno era Enrique Alzuga-ray, que era buenísimo, un actor serio, y el otro era Amador Domínguez, que hacía personajes cómicos. Al triunfar la Re-volución, yo soy el primero que empieza a trabajar de pareja con Margarita Balboa, con Maritza Rosales. Sin embargo, otros compañeros más prietos que yo tuvieron mucha más di-ficultad para insertarse. Te estoy hablando de Alden Knight,

de Samuel Claxton, que vino después, y todavía arrastramos un sedimento de ese problema racial.

Así que estuve muy identificado con el pensamiento de Sara, de que había que romper con la racialidad. Cuánto tiem-po ha pasado y todavía tenemos problemas raciales, y si no mira la televisión para que veas. En un país donde el poeta Nicolás Guillén dijo que “el que no tiene de congo tiene de carabalí”; donde Fernando Ortiz dijo que esto era un ajiaco, ves una tele-novela y te encuentras uno o dos personajes, si acaso, que son negros o mulatos. En un país multirracial como Cuba.

Esta cuestión se mezcla de manera inevitable con la mutación personal que supuso para muchos de los involucrados el enfrentar el proyecto de realización de De cierta manera. Y en la influen-cia que tuvo el trabajo de campo sobre la vida de los personajes naturales que aportaron sus historias al filme terminado. Mario Balmaseda refiere:

Sara se involucró mucho en este tema, pero más en los pro-blemas de las mujeres, del machismo, de los prejuicios. Eso le traía broncas con Germinal, porque ellos eran de mundos to-talmente distintos. De ahí surge la idea con Tomás González; Sara y Tomás escriben el guion de la película, introduciéndose en los secretos del mundo marginal El Ambia. Los tres había-mos estudiado juntos en el Seminario de Dramaturgia de Os-valdo Dragún y Sara me pide que me integre al grupito ese, pensando ya en hacer el papel de Mario. Ahí empezó el proceso creativo. Unos dicen que fue Sara quien lo empezó; otros, que está tomado del cinema vérité francés. El caso fue que a fuego y sangre hicimos la película.

La mayor parte de la investigación la hicimos en el barrio Las Yaguas, que existía todavía en esa época. Luego lo tumba-ron, desalojaron a todo el mundo de Las Yaguas y los trajeron al reparto Martí, que está camino a Altahabana. Allí nos en-contramos fenómenos tremendos. A Sara se le ocurrió la idea de irnos a vivir allí un tiempo, con los marginales y las familias. Allí había presos, abakuás, había que luchar con los charcos y con el fango de las calles. Inclusive sacamos a un niño, que es-taba preso, de rehabilitación; ese es el personaje de Lazarito en la película. Le pusimos la cámara a la madre de Lazarito para que hablara, porque esa fue la historia real de ellos. Cuando no nos quedábamos en la noches, regresábamos a La Habana y al otro día volvíamos bien temprano. A veces llevábamos una o dos barras de pan para desayunar allí con ellos.

Así fue como se fueron integrando y nos fueron tomando confianza. Al punto de que por poco se crea un incidente grave, porque Sarita era muy inquieta y se metía dondequiera. Ella quiso filmar la ceremonia de juramentación de los abakuá, y eso es prohibido, totalmente prohibido. Sara se metió a filmar los sacrificios de los animales en el cuarto de fambá, que allí no se puede entrar, y mucho menos una mujer. Pero se metió y hubo un incidente, porque solo estaba en eso un grupo de amigos. Y una noche se aparecieron a meterse en la filmación, protestando y exigiendo que había que sacar a las mujeres de allí. No sé cómo se logró convencer a la gente, no sé si fue ella la que los convenció, pero el incidente se aplacó.

Sara no era de teorizar mucho, lo de ella era la práctica. Era muy polémica, discutía con mucha pasión, lo cual no quería decir que no te diera la razón cuando la tenías. Pero es asom-brosa la facilidad con que Sara se movía en ese mundo. Es que se metía a la gente en un bolsillo, era muy franca, muy limpia, muy abierta.

Sara me dio absoluta confianza. Yo te confieso ahora, pri-mera vez que lo digo, que yo estaba un poco temeroso, porque no la conocía como cineasta. A quien conocía que tenía esa misma onda, salvando las distancias, era a Nicolasito Guillén Landrián, que era otro genio loco. Le fui cogiendo confianza,

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“Está bien, capitán, yo voy para allá ahora”; y ellos: “Está bien, te estamos esperando en la estación.” Él mismo fue a meterse preso. Cuando yo empecé a ver eso, empecé a cambiar los pre-juicios que tenía sobre ese mundo. Yo era un mulatico medio burgués, imitaba el mundo que me rodeaba, queríamos ser guaposos y bárbaros, pero no había chocado con la tremenda.

Balmaseda es además el centro de un capítulo apenas conocido, vinculado al guion de De cierta manera. Se trata de la versión que escribió para la escena del conjunto Teatro Cubano y que, bajo el título de Al duro y sin careta, y usando algunos de los métodos ensayados en la película, llevó su tema a tomar contacto con el pú-blico antes de que el filme viera la luz.

Estrené la obra de teatro antes de estrenarse la película, porque la película estuvo retenida. Cuando se terminó el fil-me, Sara comenzó a trabajarla en el laboratorio y en eso estaba cuando falleció. Titón asumió la terminación del trabajo de montaje. Luego la pasan en privado y un alto dirigente del país la critica, porque según él no se podía admitir la imagen de un marginal acostado con una maestra de escuela en la cama. Eso fue lo que produjo que se guardara casi cinco años. En reali-dad la película nunca tuvo un estreno formal, como se hace en el cine. Fue solo un estreno para los amigos.

Para el montaje de la obra en el teatro, que fue muy difícil, muy duro, metí en el escenario los andamios de construcción y a trabajadores del Hospital Ameijeiras. Eloy El Ambia traba-jaba ahí y cuando me ve se me pega y empieza a introducirme por su cuenta en el mundo de la construcción. Me ayudaba los sábados y los domingos a cargar en carretilla desde el Ameijei-ras hasta mi casa, que era en Prado y San Lázaro, y de ahí llevá-bamos materiales para el Teatro Alcázar. Metimos a más gente de Cayo Hueso en el escenario. Algunos, actores profesionales. Respeté al máximo la versión del guion de De cierta manera. Una sola escena quité, la del sacrificio de los abakúa. En vez de ponerle De cierta manera le puse Al duro y sin careta, que es una frase que estaba muy de moda. Quiere decir que el personaje tiene que romper con todo de verdad para poder integrarse a la sociedad. En fin, tiene muchas alegorías.

La obra tuvo unas cuantas representaciones, como tres se-manas, porque ese teatro estaba cerrado, sigue cerrado, y me dieron el chance de poner cuatro o cinco cosas sobre el esce-nario. Incluso había partes del escenario que estaban mar-cadas, que no se podían pisar, porque te podías caer. El grupo de Teatro Cubano estaba en crisis, lo dirigía Leonino Guerra y tenía un reparto que estaba en plantilla, pero no trabajaban hacía tiempo. Estaban acostumbrados a hacer teatro burlesco. Primero tuve que ganármelos, después que tuvieran confianza en este muchacho que venía a importunarles su tranquilidad, porque ellos cobraban pero no trabajaban.

Este es posiblemente el montaje que más me gusta de los que he hecho, aunque también El rojo y el pardo me gusta mu-cho como montaje. Cuando a estos actores los subí al escenario a parte de la negrada del parque Trillo… había actores que no conocían ese mundo, que tenían sus prejuicios, había actores que no se mezclaban con los tamboreros o con Eloy, porque Eloy era un terremoto en el escenario. En la película llegamos a empaparnos todos y a bañarnos en el mismo charco. El mundo marginal es muy imaginativo, de mucha creatividad, con un gran poder de comunicación si pudieran o quisieran. Monté la obra y la actué, y los aplausos y las reacciones de la gente fueron enormes. Iba gente que nunca había ido al teatro. El día en que el capitán del sector de la policía vino a verla, me dijo: “Oye, tú tienes a toda esta gente haciendo teatro; te la comiste compadre, porque esta gente son fieras. Antes que estén por ahí de delincuentes, que estén comiendo mierda y haciendo teatro contigo.” <

en el trabajo de mesa, que era donde más nos centrábamos. No era trabajo de mesa de cine para la película; era trabajo de mesa sobre los temas de la sociedad, sobre qué daba origen al marginalismo, qué era marginalismo en esa época. No es el marginalismo de ahora, que existe un marginalismo obrero; ahora no son marginales solo del solar, ahora el del solar es un trabajador. Teorizábamos mucho. No ensayamos nunca, por supuesto.

El personaje que interpreta Balmaseda está inspirado en el hijo de una familia real, la de Candito, que se convierte en parte de la película. Con ellos la compenetración de los realizadores tuvo un carácter especial. Balmaseda recuerda los detalles:

Sara escoge a esta familia porque prevaleció el físico. No nos parecíamos física, sino genéticamente. Otro motivo es por-que nos brindaron su casa e hicimos una buena relación. Igual pasó con El Ambia; él era un cohete, vivía en la búsqueda y se nos pegaba y se fue convirtiendo en una especie de asesor y cicerón del barrio. Un poco lo mismo pasó con la familia de Candito. Candito en el barrio era un hombre muy respetado, y como ya era mayor, nos ayudaba. No recuerdo en ninguna conversación que lo hubieran escogido porque tuviera faculta-des actorales. Sí sé que Sara trataba de escoger entre la gente, no quería actores. Los únicos actores de la película éramos los cinco que aparecemos. Ella insistió mucho en eso y nosotros estábamos de acuerdo. Además, como en la escena de la cer-vecería o en la de la asamblea en la fábrica de ómnibus Girón, ella reunía a la gente o a los trabajadores no actores, personas que nunca en su vida se había parado delante de una cámara, les daba un tema, nos metía a Mario y a mí en ese molote y empezábamos a improvisar, sin ensayar. El día que se filmó la escena de la asamblea, al finalizar cruzamos para la cervecera, porque la discusión comienza en la asamblea, pero continúa en la cervecería de la calle 16. Sarita dijo: “Dénles cerveza de verdad” y le dio cerveza a todo el grupo ese, que eran más de veinte. Empezó la discusión, se hizo más o menos una vez, ar-mando lo que tenían que decir, en qué orden iba a hablar cada uno, como una preparación técnica. Pero cuando se hizo la es-cena ya el ambiente estaba caliente y hubo jarras volando por encima de la cabeza de la gente, cerveza por todas partes. Se formó la bronca de verdad.

Yo empecé a estar consciente de este universo, a ocuparme de un marginalismo serio, cuando comencé a trabajar en la película. Antes de esta había hecho Los días del agua, donde interpreto a otro marginal, que es Tony Guaracha, un meteca-beza también, un estafador. Cuando choqué con la verdad fue cuando me empecé a meter con esta gente; ya yo andaba en esos trajines, pero no había llegado al fondo. Cuando conocí a Papi la Horca, por ejemplo, uno de ellos. Y había un perso-naje, que era el más temido de todo el parque Trillo, que an-daba mucho con nosotros y se portó de maravilla. Un día vino a ofrecerse, nos dijo “Se están metiendo en la candela y yo los voy a apoyar.” Nos decía: “Aquel tipo no sirve, este sí; no pasen por aquella zona;” es decir, nos asesoraba. Se llamaba Jorgito el Muñanga.

Le decían Muñanga porque está juramentado dos veces. Jorgito caía preso, cumplía dos años por un robo liviano, si es que hay robo liviano, y salía entonces. Pero decía: “Yo en la calle no puedo estar, porque no tengo dónde vivir”, y enton-ces volvía a hacer algo para que lo metieran preso. Hay una anécdota muy graciosa: estábamos un día sentados en el banco del parque Trillo esperando a Sara y Jorgito Muñanga estaba con nosotros –era un mulato grande y fuerte que usaba una gorra de pelotero. Pasa la perseguidora y nos ve sentados en los bancos, da marcha atrás y se baja un policía, que venía con un capitán, y nos dice: “Jorgito, te andamos buscando”; y Jorgito:

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Desde la raíz del pensamiento nacional cubano hasta la globalizada época actual, la poesía ha tenido en nuestra isla una presencia fuerte. El discurso poético testimonia con su peculiar sensibilidad el devenir de un pueblo vivo, da voz a sus aspiraciones y angustias, indaga intensamente en el presente y participa en la construcción de ese espa-cio común que llamamos patria. Muestra del nivel artístico y de la pujante diversidad que conserva ese discurso es la más reciente edición del XXI Premio de Poesía La Gaceta de Cuba. El jurado –integrado por los autores Marilyn Bobes, Ismael González Castañer y Daniel Díaz Mantilla– pudo constatar, en la lectura de las noventaiocho obras presen-tadas, la notable calidad de varios de los textos concursan-tes, entre los que eligió once finalistas.

El cuaderno “Lego”, de Israel Domínguez, obra que despliega desde su sobria escritura un discurso de honda espiritualidad y ecumenismo, mereció el Premio de Poesía La Gaceta de Cuba.

Atendiendo a su capacidad para mantener un lengua-je polifónico de alto nivel donde se desentrañan aspectos polémicos de nuestra realidad, se distinguió al poemario sin título de Atilio Caballero con el Premio de Poesía “Ilse Erythropel”.

La Beca de Creación Prometeo, que se entrega a un autor menor de treintaicinco años, recayó en “Salón de espejos”, de Yonnier Torres, conjunto que resalta por la agudeza de su mirada y la sólida estructura de sus versos de largo aliento.

Asimismo, por su empeño en desarrollar un lenguaje novedoso, y por la emotiva sencillez de su lirismo cotidiano, recibieron mención los cuadernos “Estructuras dobles”, de Ernesto García Alfonso, y “Caminando descalzos sobre cris-tales”, de Yanira Marimón.

El jurado y los organizadores del Premio agradecen a la Corporación de Arte y Poesía Prometeo, de Medellín, a la Fun-dación “Nicolás Guillén”, y a las herederas de Ilse Erythropel y Julio Girona por su decisiva contribución a este concurso. En este número publicamos los poemas merecedores del galardón principal, el premio “Ilse Erythropel” y la Beca. En futuras entregas daremos a conocer las menciones.

XXi Premio de Poesía La Gaceta de Cuba

32 Dosier / XXI Premio de Poesía La Gaceta de Cuba

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La Gaceta de Cuba 33

p. 33-34

xxi PrEmio dE PoEsíA la gaceta de cuba > Israel domínguez

Desván

En casa de mis padres nunca hubo un desván.Ellos lo llamaban cuarto de desahogo.Allí ponían combustible, puntillas, herramientas,todo lo que sobraba y podía servirles en el futuro.Me fabriqué el mío pensando en una película extranjera.Quise guardar lo que nadie guarday terminé recibiendo la ponzoña de un alacrán,todo lo que sobra y ya no me sirve.

Fosa

Cavas una tumba al centro de la inconformidad. Pones alrededor comidas y flores, enciendes una vela. Alimentas con agua y sangre los huesos que se multiplican.Buscas una razón para no continuar, pero la fosa es cada vez más profunda. Imagen contra imagen, impulso contra deseo.Cavas y vuelves a cavar. Una tumba se cierra. Otra se abre.

Conductos

Del cable coaxialsale una boca que besa a otra boca,un calamar gigante,un niño bajo los escombros.

De la calle a mis ojos salta un hombreque acaba de matar a su mujer,un charco donde se reflejan los cables,una boca que besa a otra boca.

Por los conductos invisiblesbaja a las profundidades del sueñoun gato Manx con rostro de barbie,un charco donde se refleja la luzque aniquila o salva.

Tren 54

En la antigua estación,donde apenas quedan algunos raílescubiertos por la hierba,un hombre anuncia a toda vozque dentro de cinco minutospartirá el tren 54.

Los jóvenes malcriados le gritan un nombrete.Se carga de piedrasy arremete contra ellos.

Desde la antigua estaciónaun veo los vagones atravesando el pueblo.Un hombre anuncia a toda vozque dentro de cinco minutospartirá el tren 54.

lego

Lego

Jugábamos Lego y armábamos casas. Con los bloques plásticos construimos una ciudad. Leg godt es una frase danesa que significa jugar bien. Para Papá jugar bien es jugar correcto.Decía que mi hermano era muy inteligente porque jugaba bien. Yo en cambio era un desastre: mis construcciones le parecían extrañas. A mi hermano le gustaban pero temía perder su confianza.Un día amenazó con golpearme si seguía haciendo “esas cosas raras”. Boté algunas piezas y mi hermano lloró.“Casa linda y carro del año”, habla orgulloso de su hijo.A veces mi hermano aparece en Facebook con aquella cara triste, como si todavía le faltaran algunas piezas. A mí me faltan, pero sigo haciendo esas cosas raras que tanto le molestan a Papá.

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Impulso

Decidió manchar el nombre de su familia y vivir con el hombre que le gusta. No hubo más vacaciones en la playa ni vajilla sobre mantel bordado. En casa no entendieron semejante gusto: nariz ancha, cajón y chancleteo.Decidió manchar el nombre de su familia y vivir con la mujer que le gusta. En casa no entendieron semejante gusto: dos mujeres abrazándose en la noche.Decidió manchar su propio nombre: alcohol a toda máquina, escándalo, golpiza.En casa no entienden: un impulso hacia la orilla.

Into the west

Hacia el oeste viajaron hombres y mujeresatraídos por la idea de la felicidad.Los que no pudieron ver el final eran más dichososque aquellos que perdieron sus almasmucho antes de morir.

Cuando “el caballo de hierro” atravesó la Gran Pradera,por donde corría libremente el búfalo,hombres y mujeres fundaron sus villascomo quien monta un set o construye un escenario.

Jacob Wheeler, hacedor de ruedas,viajó desde Virginia hacia la Nación Lakota.Allí conocería a Amado por el Búfalo,un joven elegido por los dioses.

Mientras Jacob fijaba metal sobre madera en la fragua de su padre,

Amado por el Búfalo hacía el círculo de Wakan Tanka:una rueda que viaja hacia otros círculos,un círculo de piedra que viaja hacia los astros.

La rueda de los Wheelers separó familias en Illinois, Maryland, Kentucky…

El círculo de Wakan Tanka, en la Gran Pradera, las unía.

Cuando mi hija partió hacia el oestesobre ruedas que se esconden en el airerecordé a Jacob Wheeler.Puse piedras sobre el techo de mi casay alcé mis manos al cielo.

Si te acercas, te muerde

Mis amigos y yo fuimos a ver el nacimiento. La perra lamía a sus cachorros. Luego volví y la dueña de la casa me dijo: “Si te acercas, te muerde”. “Es la maternidad”, respondió mi madre. “Hagas lo que hagas, siempre serás mi hijo”.Veo a una hembra devorando a sus pequeños. Nunca entendí cómo aquella mujer prefería a sus hijos muertos defendiendo un ideal retorcido.Al recordar a Eurípides pienso: “Un animal que devora la condición que lo enaltece”.

Jagüey

La casa del campo ya no existe. Los helechos comenzaban a crecer cuando mi abuelo decidió derrumbarla. La mala hierba penetra la cabeza de mi abuela. Un jagüey destruye sus paredes. Los helechos se apoderan del lugar aunque mi madre se empeñe en arrancarlos.Pasará un ciclón o se abrirá la tierra. Mi madre insiste: resana las paredes y apuntala el techo.

34 Dosier / XXI Premio de Poesía La Gaceta de Cuba

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La Gaceta de Cuba 35

p. 35-37

PrEmio “ilsE ErYtHroPEl” >

Final de verano en la ensenada (a la manera de Franzen)

Octubre, y se palpaba que algo iba a ocurrir. La luz. El sol bajo en el cielo: luminaria menor. Estrella enfriándose. Ráfagas de desorden, sucesivas. Árboles inquietos, temperaturas en descenso, humedad demencial, toda la religión africana y nacional, San Nicolás de Bari y la oración del marinero, la religión de las cosas llegando a su fin. No hay aquí niños en los jardines. Ni en los muelles. Tampoco sombras en la hierba espesa. Ni en el arrecife. Los mangles rojos y los mangles palustres y los mangles blancos (de sol) en los bajíos junto a las casetas abandonadas a destiempo. Las ventanas a prueba de temporal (zinc galvanizado) se estremecían en los dormitorios vacíos. Y el zumbido y el hipo de una Aurika, o la discordia nasal de una chapeadora de luzbrillante, el proceso de maduración de unos mangos lugareños en una bolsa de nailon, el olor del disolvente con que había limpiado la brocha, tras la sesión matinal de pintura y el sillón de mimbre, listo para desaparecer bajo una lona verde hasta el próximo verano, como un ensalmo.

Heterotopía(*)

I

Un caballo corriendo junto a la costa al amanecerpuede ser la belleza.También la luz, a cierta hora del díaen una pequeña plaza de Umbria (Collepino di Spello).O una fragata, con las velas desplegadassobre el agua tranquila, al salir de la bahía.

La fragata.A mí me es dado contemplarladesde un paquebote repleto, hacinado entre caras descompuestaspor el hastío y el fragor.Una última visión, mientras se alejaalgo en lo que nadie más parece reparar.Es difícil predecir su destino. Estamosen una isla. Tal vez no sea su propósitouna larga travesía; tal vez solo un bojeoalrededor y los centenares de islotescayos y atolones magníficos del archipiélago.Algo que siempre he querido hacery nunca he podido; nunca, tal vez, podré.

No me está concedido. A ningún nacionalnatural y corriente –estrujado junto a míse le permite embarcar en la bellezay sobre ellacontemplar los arenosos o afilados límitesde su propia topografía.La belleza. La persecución de.

II

Este iba a ser el lugar del futurola ínsula de Barataria, el hábitat ideal.La Obra de la Centuria. Ahora falta el agua desde hacecinco díasy es posible que falte durante cinco más.

El no-lugar. De madrugada.El rumor continuo y sordo como un mantra de los tanques de hierrorodando hacia la fuente única.A trasluz puedo entreverlas deformidades recién aparecidasdonde antes estaban las manos de los espectros,prolongaciones dúctiles, polímeros maleablesrecipientes que gotean al paso de las sombras.

(*) Un sitio, según Foucault, que se halla fuera del espacio de las opiniones, del mercado de estas. En ese lugar está neutralizada la diferenciación en-tre bueno y malo. (Pero precisamente a partir de ahí es que el límite entre mercado cotidiano de opiniones y la ausencia sacra de estas adquiere su agudeza. Quien defiende determinadas opiniones puede posicionarse fácilmente en el espacio público. Pero quien pretende perseverar en la ausencia de opiniones, necesita otro espacio, un espacio sacro, podría decir, y otro tiempo, repetitivo del ritual).

Atilio Caballero

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Es difícil salir de la Zona. También llegar.La ciudad más cercana está a cuarenta kilómetrosy ahora, además del agua, falta la rueda, la hélice,el caballo y el motor.A duras penas se conserva la iluminación.Oigo el sonido tenaz de los tanques al rodarcomo esteras sobre el pavimentopero no veo a nadie.Aunque los edificios estén apagados en lalarga nocheescucho cánticos de alabanza desde un piso superior,cánticos que no invocan al señor del agua, al señorde la movilidad, al señor del sosiego.Es bueno escucharlo. Al menos ahí arribaes posibleaúncreer en algo.

III

El viaje es la fidelidad del sedentarioque afirma en todas partes sus hábitos y sus manerase intenta burlar, moviéndose en el espaciola erosión del tiempopara seguir repitiendo las cosaslos gestos familiares: dormir, sentarse a la mesa, amar,una conversación.Entre las frases latinasque adornan una de las salas del Castello Sforzescohay una que celebra el lugar natural, el espíritu residente,arraigado en su propia morada y carente de la manía de

abandonarla:Domi manere convenit felicibus,conviene a los felices quedarse en casa.

Heisenberg, la proteína

Cerca de las tres de la madrugada.Tocan a mi puerta. Aquí algunos saben que permanezco despierto cuando todos duermen. No hay tiempo para el sueño. Entró como si alguien lo persiguiera, y dejó caer sobre la mesa una bolsa ensangrentada. Repleta de sosiego, esa bolsa daba largas en el tiempo a una preocupación mayor.Dos variables. Un principio de incertidumbre. Dicen: eso da sombra. Pero el dilema entre la reja o la lozanía de mis hijos tenía aquí una respuesta simple.“Dale frío enseguida, viene directo del lugar”. Agarró el dinero y desapareció en la noche.Algunas hojas de hierba, restos de pequeñas ramas aderezan la superficie roja. Un buen trozo mechado, podría decirse. Me senté un instante a contemplarla; parecía palpitar aún bajo la tenue luz de mi cocina.Di un gran tajo al centro para dividirla en dos mitades. Mi mano en el corte trincha con seguridad, facilita el trabajo del acero. La hundo en la masa. Cálida. Tan cálida que la saco, asustado. No

es una tibieza dulce, sinotan cálida que asusta.

los ojos del alcatrazavistan el leve estremecimientoen la superficiedel agua.

Se mueven al acechoen una divagación meticulosa.

Los peces debajo:aureola de hojalata.

Sobre ese temblor intermitentese abalanzaen picada.

En tierra rascan sus picos contra el arrecifey sus colas lilas malva en la cara.Ahora, de la perpendicular perfectay su prestezadependen el acierto y la sobrevivencia.

En la gargantael sustentode los que esperanentre el mangle.

El vértigo fatal de la caídaprovoca el duro impacto de la córneacontra el líquido.

Unayotravez.

Sólido, constante, sucesivoel latigazo de aguadevasta la visiónhasta que llega la brumaterminal.

Sobre la insularidad –o “tener conciencia del lugar histórico”

portal donde se exhiben para la ventamuñecos de yesobudas de todos los tamañoscaballos con jinetes siouxrenos de caprichosa cornamentagnomos, casita-con-nieve, amanita muscariatiernas bolitas blancas sobre terciopelo rojo

36 Dosier / XXI Premio de Poesía La Gaceta de Cuba

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La Gaceta de Cuba 37

que lamen los gnomosy luego orinan los renos multiplicando su efecto(el toque vernáculo: cazuela para ofrendas).el portal propone todo estocon la misma tranquilidad con que me dice el merolico:“…las islas son enemigas de los tiempos verbales,salvo del presente”.

pabellón 1:40 am

No obstante a revelar su identidad y explicar por qué estaba allí, una vez en la sala volvió al anonimato, a nadie le interesaba su nombre y su pasión. O su miedo. O su cobardía. A nadie. Pero sí le habían indicado un número y una cama, que él fue buscando entre todas, hasta quedar detenido frente a una. Vacía.

La sábana sobre el colchón conserva en su desgaste antiguas manchas de sangre, trazos borrosos sobre un fondo que alguna vez fue blanco. En la funda de la almohada, sin embargo, destaca un amarillo ocre, casi oscuro, la acumulación de sudores infinitos con el dolor de cada vez, la desesperación que escapa por los poros. O el llanto.

Y está arrugada. Igual la sábana. Eso es lo que ve. Si llega a poner su mano sobre la tela, tal vez pueda sentir aún el recuerdo tibio, como si solo segundos antes hubiesen desocupado la cama. Y en el centro la impresión, una ligera concavidad como un vestigio. Pero lo que realmente pensó fue que tal vez ella ya había estado ahí, y se habían vuelto a llevar el cuerpo. ¿Por qué?

Eso le hizo pensar lo peor. Siempre se piensa lo peor, basta un pequeño estímulo. Y sintió el peso de la culpa, aunque peso, asociado a culpa, sea siempre un lugar común. Así y todo, eso fue lo que sintió. El peso. Sobre la nuca. Que empezó a sudar. Y empapó su camisa amarilla ocre, casi oscura.

Le pareció que alguien hablaba a su lado. Pero él no podía escuchar con claridad. Alguien intentaba explicarle algo. Pero él no podía escuchar, solo respirar el olor penetrante de la sangre sobre la sábana limpia y vieja. El tímido aroma del jabón barato se desvanecía ante la fijeza de los glóbulos. No sabía qué era la muerte, pero dedujo que aquél era su olor.

Más que un roce, sintió un empujón, un hombro que intentaba apartarlo encajando un leve golpe sobre el suyo. Para no caer, se aferró al tubo de hierro que sobresalía al pie de la cama. Dos hombres de blanco, aunque amarillo ocre también, casi oscuro –“percudidos”, diría ella–, pasaron a su lado hasta llegar al colchón, y soltaron el cuerpo. De golpe. Como dos estibadores lanzan un saco en la estiba, luego de varias horas de trabajo.

Depositar / soltar. Una diferencia nimia, tal vez, en otro contexto. Ahora podría parecer una cotidiana manifestación de la barbarie ambiente, un gesto de desprecio, del tipo “quien la

manda a estar…”, algo así. La fatiga de aquél colchón, su labor ininterrumpida, había formado una oquedad al centro. Que ahora, con sus bordes involuntarios, protegió al cuerpo de caer por la inercia hacia uno de los lados. Aflojaron sus manos-tenaza sobre las delicadas muñecas y tobillos, la dejaron caer, y se largaron. Aun así: el pie izquierdo de ella había quedado unos centímetros fuera del colchón, y sin detener el paso en la retirada, el que iba detrás lo agarró por la punta de los dedos y lo depositó junto al otro, cerrando sus piernas. Un toque de moral facultativa, podría decirse. ¿O era solo porque se interponía a su paso? Pero la pinza, la punta de los dedos…

Él siguió agarrado al tubo de hierro de la cama. Obnubilado por su propio terror frente a los hechos. Sin atinar a decir algo, aunque tampoco había nada que decir. Pero al menos no estaba muerta; de otro modo no la hubiesen dejado allí. Rodeado por otras que, tal vez, intuyeron entonces que también ellas habían sido objeto de una manipulación semejante.

En el asiento de al lado

¿…y dónde está? ¿por qué no viene?Una pregunta. Cinco años. Tal vez seis.

—No va a volver.—Porque lo quiere junto a él…—…tampoco mañana. No va a volver más.

“Difícil”, piensa seguramente la madre.

Yo quiero que vuelva. Quiero jugar con él.

Trato de tomar distancia (también mi hijo hace preguntas inquietantes)

Podría decirle “non c’e piu, corazón”, no está más, esa forma delicada de afirmar la ausencia,o tal vez “él está knockin’on heaven’s door”, créeme,haciendo la segunda a papa-dios (en versión Axel Roses).

En vez de eso, miro a través del cristalde la ventanilla. Cómo todo pasaa gran velocidad.

Difícil. De explicar.

—No llores…

¿Cómo revelar el misterio?¿El llanto, qué lo provoca?

El espanto.

Es un niño hermoso. También ellaen su impotencia.

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p. 38-39

PrEmio BECA dE CrEACión PromEtEo > Yonnier torres

salón de espejos

Un remo bajo el agua

Me parece que siempre seré feliz allí donde no estoyBaudelaire

I

Los que van a morir parecen alfileres de cabezas plateadas\ flotan entre las olas\ le roban destellos al agua sobre la infinita superficie del mar. Los que van a morir toman bocanadas de un aire caliente que les raspa la garganta\ Intentan permanecer a flote\ Hay quien pretende nadar hacia la orilla\ quien acude a sus fuerzas ocultas\ a los recuerdos que te podrían salvar en un momento de peligro\ esos recuerdos por los que valdría la pena mantenerse vivo. Pero los que van a morir no son otra cosa que alfileres plateados. No resisten el empuje de las olas.

II

Mueren los héroes de mi infancia\ En la prensa no se habla de otra cosa.Mi madre desempolva su mejor saya de luto\ empuña la tijera\ me coloca en el brazo izquierdo una banda negra\ y me voy a la escuela con la tristeza dormida en el esternón.Mi padre enciende la radio\ alguien dice que todos lloran\ Una mujer se ha desplomado en medio de la Plaza\ mientras hacía fila para colocar un lirio sobre la caja cerrada\ Un hombre se golpea el pecho\ mira hacia arriba\ allá donde las tiñosas hacen círculos\ donde preludian el aguacero.Mi hermana ha perdido el apetito\ echa a un lado el plato\ pregunta: ¿ahora qué será de nosotros? \ se cuelga de la ventana\ de la calle desierta\ la ciudad dormida.Cierro los ojos\ aprieto fuerte\ pero de mis párpados no brota una sola lágrima.

III

Los nuevos héroes solo nos dejan salir muy tarde en la noche\ cuando todos duermen.Apostados en la orilla escuchamos el sonido del mar\ Padre nuestro

que estás en los cielos\ las olas se rompen contra el diente de perro\ santificado sea tu nombre\ el ruido del motor se apaga\ la lancha se acerca\…hágase tu voluntad.Mis amigos reman. Sin prismáticos miro al mar y no alcanzo a ver la delgada línea del horizonte.

IV

En las mañanas de domingo hago el amor\ mientras en la casa de al lado una niña llora porque su madre le ha vuelto a pegar\ habla el presidente por la radio\ y sobre el muro\ los hijos de este reino\ esperan una señal para lanzarse. En las tardes de domingo recuerdo a mis amigos muertos\ cierro los ojos\ solo veo un remo bajo el agua\ solo creo en la serenidad de los peces\ solo le temo al despertar de la tristeza\ al empuje de las olas.

Luces de neón

I

A mediodía el sol se traga los colores de esta isla\ Nos devuelve la mugre\ El pensamiento embotado\ El desatino de cubrir los cristales con recortes de revistas.Mi madre taponea los agujeros para que el resplandor no se trague las baldosas\ Con anuncios de cosméticos forra las persianas para que la claridad no muerda los cuadros en la pared\ los retratos de los quince de mi hermana\ el diploma enmarcado como sobras de un concurso literario.Mi padre envuelve la puerta en papel periódico para que la luz no mastique los recuerdos.

II

A mediodía el sol se traga los colores de esta isla\ Nos devuelve brochazos grises sobre el asfalto\ las columnas\ la gente\ Borra los contornos de los edificios\ las gárgolas\ las cornisas\ Afronta el filo de las antenas que sostienen el cielo.

38 Dosier / XXI Premio de Poesía La Gaceta de Cuba

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La Gaceta de Cuba 39

III

A mediodía el sol se traga los colores de esta Isla\ Poco a poco\ nos vamos acostumbrando a la oscuridad.

Cavar un agujero

I

Mi tigre ha perdido sus encantos: no ruge\ no cae de pie\ no acumula rayas\ Posee cicatrices que ensayan la decrepitud\ Sus siete vidas parecen ser una sola.

II

Un hombre de setenta años lee poemas que escribió cuando era apenas un adolescente\ La gente aplaude\ o hace como que aplaude\ El tipo habla de amores\ miserias y esperanza\ el tipo habla como podría hablar alguien de setenta años que recuerda su juventud.

III

Mi tigre se pasea por la sala de lecturas\ Les advierte a todos\con escaza convicción\ sobre la frialdad de la medianoche\ la profunda medianoche. Al pobre nadie lo escucha\ Los sentidos de la multitud están atados a las manías de un viejo de setenta años\ a la temeridad de un adolescente.

IV

Regreso a casa con la fija idea de haber echado por la borda la oportunidad de ser feliz\ Repaso lo que pude haber hecho\ lo que pude haber dicho\ Me masturbo con la imagen de una vida mejor.

V

Mi tigre muere de a poco\ no me queda otra que cavar un agujero\ esperar que cierre los ojos\ y enterrarlo.

Salón de espejos

I

Mis amigas no saben qué hacer\ a dónde huir\ solo poseen la certeza de la fuga\ una cesta de mimbre donde guardan los recuerdos de las noches diluidas entre rezos\ lamentos\ estrategias para ahuyentar el fracaso.

II

Mis amigas sonríen\ tras sus dientes perfectamente blancos puedo ver los vestigios de la tristeza\ como manchas luminosas en la noche\ o dibujos de la luna en el asfalto.

III

Mis amigas hacen café en la madrugada\ Vierten azúcar\ miel\ anís\ canela\ trozos de chocolate\ Con el último sorbo me convierto en lago\ Ellas se desnudan antes de entrar\ pero el agua está demasiado fría\ la noche demasiado oscura\ y las sombras\ lentas y pesadas\ se desplazan con parsimonia\ como los elefantes cuando están a punto de morir.

IV

Mis amigas tienen ganas de morirse\ cual si fueran elefantes\ peces\ pájaros\ dragones de fuego\ pero poseen siete vidas\ y solo se han muerto cinco veces\ Confían en que la sexta será la definitiva\ Construyen una lista de deseos: lanzarse desde un puente con los pies atados\ hartarse de alcohol\ dormir bajo un bosque de secuoyas\ rodar sobre una planicie inmensa\ masturbarse con un vibrador plateado de talla media y baterías recargables\ atravesar la frontera sin coyote\ sin miedo.

V

Mis amigas han sido pájaros\ peces\ dragones de fuego\ Aun así no logran escapar de esta isla.Solo les queda ser elefantes\ recorrer la sabana\ esperar a la muerte y su santa clemencia.

Agujeros

I

¿Ya no escribes poesía?\ pregunta mi madre\ Tardo en responder\ Cómo decir: mis pájaros cantores han muerto\ del bosque solo queda un camino de migajas\ las ronchas redondas\ de las cuales me enorgullecía\ han desaparecido\ Cómo decir: ya no creo en los dictados\ en esas palabras que un ángel me soplaba\ y yo transcribía sobre la tierra y la madera\ esas palabras que se diluyen como el agua en el agua\ Cómo decir: mi arca de los siete años está vacía\ no queda el llanto\ los tropiezos\ la desdicha\ Miro el camino a través de un cristal empañado\ veo el pasado con un lente cubierto de polvo.

II

¿Ya no escribes poesía? \ pregunta mi padre\ Tardo en responder\ Cómo decir: me he quedado sin fuerzas\ Los desiertos cálidos suelen tragarse los recuerdos\ vomitar un rectángulo transparente donde cabe la alegría de veinte años\ donde reposa la felicidad\ Cómo decir: la espera es una pértiga para saltar\ No importa si tomo impulso\ si me echo a correr\ nunca llegaré a ese puntal alto\ desde el cual pueda ver la otra orilla.

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Fuera de

i El año 1989 fue próspero en la producción crítica dentro del periodismo cinematográfico cubano. Uno de los temas más

recurrentes sería el de la situación habi-tacional en la capital del país. El Noticiero ICAIC Latinoamericano número 1456: “La Coronilla, barrio insalubre”, de José Pa-drón, comenzaba así: imagen de La Haba-na, sonido en off, canta Pedrito Calvo de Los Van Van: “He recibido un telegrama de Cachito y Agustín/ son mis primos que me dicen/ que en La Habana quieren vi-vir”. Mientras los créditos se intercalaban sobre fondo negro, se sucedían planos que ilustraban el conocido tema musical. En-tonces el primer vecino de “La Coronilla, barrio insalubre” hacía su entrada en el campo visual.

Diecisiete años después Buscándote Havana, de la realizadora Alina Rodrí-guez, repetía un comienzo similar. Un primer plano de las inmediaciones de La Habana con un instrumental reconocible de fondo. Paneo que busca el cartel de bienvenida a la ciudad: “Ud. ha llegado a la capital de todos los cubanos”. Crédi-to intercalado sobre negro; corte. Uno de los protagonistas, habitante de los nue-vos asentamientos ilegales, canta ante la cámara: “Tú vives en La Habana pero eres de Niquero/ cómo te gusta hacerte el ha-banero”. La música popular, que en Cuba hace de crónica social, sirve de pórtico a la representación.

Rodríguez, en el momento en que realizó este documental como tesis de graduación de la Facultad de Medios Au-diovisuales del ISA, en 2006, no conocía el noticiero de Padrón; como tampoco Henry Eric Hernández, autor de Almacén (2001), había visto aún “Los albergados”, Noticiero número 1460 (1989) del mismo realizador.

El Noticiero ICAIC Latinoamericano ha-bía tenido su primera edición en junio de 1960, siempre bajo la dirección de Santia-go Álvarez. Desde su fundación se convir-tió en el soporte para el ensayo fílmico del periodístico audiovisual. Un espacio en el que convivían, en dosis variables, la noticia, la crítica social y el experimento estético.

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La Gaceta de Cuba 41

revolu- ciones

Mailyn machado

económicos del Período especial, las 1490 ediciones del archivo más exhaustivo de la historia de la Revolución cubana, queda-rían confinadas a las bóvedas de la Cine-mateca de Cuba.

La simultaneidad no coincide en estos casos ni con la hibridez posmoderna de la

recombinación genérica, ni con la cita o el juego paródico de la referencia. Cómo explicar entonces la repetición literal de la misma cadena narrativa en obras reali-zadas en momentos tan distantes y cuyos autores se desconocían. Esta reproducción

es una reencarnación textual definida por el solapamiento de tiempos diversos. Se trata de un montaje de temporalidades históricas heterogéneas que reconstruye una narrativa de la memoria involuntaria.

Esta retórica del anacronismo es una retórica de la imagen digital mediada por el video. Más que resultado de la gramáti-ca del arte, se deriva de la recodificación de los procedimientos estéticos por la aplicación tecnológica. El que sigue es un intento de reconstruir el proceso de esa trasustanciación artística.

iiEl video fue la tecnología de la escisión

entre artes (plásticas, fílmicas) e institu-ción. Los años finales de la década del 80 constituirían el punto de origen del cine independiente cubano o audiovisual alter-nativo. Génesis que paradójicamente sería la consecuencia no prevista de fallos insti-tucionales para el reajuste estructural ante las variaciones del contexto.

Sus ediciones semanales, que durante dé-cadas inauguraron la tanda corrida de la programación cinematográfica del país, se volvieron casi desconocidas para varias generaciones de artistas. Con el cierre de su producción en 1991 por los recortes

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La dispersión paulatina pero definitiva de la creación fílmica nacional se derivaría del primer y último intento del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográ-ficos por descentralizar de forma plani-ficada la producción. Hacia finales de la década, entre 1987 y 1988, se organizaron en Cuba los grupos de creación del ICAIC. Una estrategia que permitiría, además de la diversificación de las obras, una mayor autonomía en la toma de decisiones del proceso creativo. Así lo habían demostrado sus antecesores cerca de tres décadas atrás, cuando se aplicaran en los países socialistas del este europeo tras las conclusiones del XX Congreso del PCUS ocurrido dos años después de la muerte de Stalin en 1953.

Los grupos de creación habían dado muestras de su funcionalidad desde su pri-mera aplicación en Polonia. En Cuba, coin-cidiendo con el Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas iniciado en abril de 1986, se crearían solo tres. Tomás Gutiérrez Alea, Humberto Solás y Manuel Pérez Paredes serían los designados para dirigirlos. Los resultados de este proyecto, de eficiencia probada por éxitos de taquilla como La bella del Alhambra (Enrique Pine-da Barnet, 1989), implosionarían apenas comenzada la década del 90. El detonante, Alicia en el pueblo de Maravillas (1991), de Daniel Díaz Torres, no llegaría a mantener-se en la programación tras los atentados ideológicos de la prensa nacional. Este in-cidente, que ha hecho de Alicia… uno de los episodios de disputa de política cultu-ral más notorios del ICAIC, además de un filme de culto para críticos e intelectuales, pondría bajo sospecha política el experi-mento de los grupos de creación, disueltos en 1992.

Sin embargo, la descentralización defi-nitiva de la producción fílmica se debería, más que a esta estrategia planificada, a los talleres de creación de la Asociación Her-manos Saíz (AHS), evento que coincide en el tiempo con la inserción oficial de la tec-nología del video en Cuba.

El video fue considerado desde el co-mienzo como un medio alternativo. Lo que podría denominarse como sus diferentes grados de alternatividad se define, en pri-mer lugar, por la aplicación institucional de esta tecnología como sustituto del celu-loide para la creación amateur. Ese vínculo original del medio con el cine de aficiona-dos constituiría el segundo de estos indi-cadores, al que se asociaría un tercero, en este caso territorial, relacionado con su distribución en la división político-admi-nistrativa de la Isla.

Una vez establecida la estructura nacio-nal del movimiento de cine de aficionados con la fundación de la Federación Nacio-nal de Cine Clubes de Cuba (FNCCC), en

1984, su producción se nuclearía en torno a los cine clubes de creación. El video fue mayormente incorporado en aquellos que se localizaban en otras provincias del país. En La Habana se hallaban las principales instituciones cinematográficas. Además del ICAIC, existían varias casas producto-ras como los Estudios Cinematográficos del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT), el Taller del ICAIC, ECITV-FAR, (desde 1961 Sección Fílmica de las Fuerzas Armadas Revolucionarias; Estudios Trima-gen, en la actualidad), la cinematografía del Ministerio de Educación (CINED), por solo mencionar las más activas. La produc-ción en 35, 16 y 8 mm, se concentraba en la ciudad. A las provincias restantes quedaría referido el predominio del video. También porque la economía de este soporte se ajus-taba al crecimiento de la actividad creativa no profesional, tras su estímulo oficial des-de los años 70. La mayoría de los cine clubes de creación comenzarían a equiparse así con el nuevo medio. En el caso de la capi-tal, la producción amateur pasaría pronto, y casi en su totalidad, a formar parte de los Talleres de la Asociación Hermanos Saíz.

1986 es el año que indica la entrada de las primeras cámaras de video a Cuba y la organización de los primeros seminarios para la capacitación en su empleo. Mínimas en un primer momento y bajo la custodia de las distintas casas productoras, el acceso a ellas era todavía limitado. Sin embargo, gran parte de los experimentos con el nue-vo soporte serían el resultado de los talleres de creación de la AHS. Este constituiría el espacio de confluencia más importante entre artistas de diversa procedencia con el incipiente lenguaje que comenzaba a em-plearse por sustitución.

La Sección de Cine quedó oficialmente establecida en diciembre de 1987. Las que hoy se conocen con el nombre de Muestras de Jóvenes Realizadores tuvieron sus pri-meras ediciones como parte del trabajo de-sarrollado por los talleres de la Asociación. En el año 1988 se abría la jornada inaugural de la entonces llamada Muestra de Cine Joven. De las cuarentaiocho obras presen-tadas en competencia, treintaidós estaban hechas en el nuevo formato y solo dieciséis en celuloide.

La aplicación del video reducía el costo de las producciones y amortiguaba los gas-tos asociados a la circulación y el consumo. La Distribuidora Nacional de Películas ha-bía equipado en 1987 las primeras salas de video en La Habana. La nueva tecnología era introducida también para mitigar las limitaciones de la industria fílmica cubana en el orden de la exhibición.

Los Talleres de la AHS tenían una natu-raleza autónoma, se nutrían de las obras de jóvenes cineastas asociados a los diferentes

centros productores dentro de los que se encontraba también la Escuela Internacio-nal de Cine y Televisión, y sus miembros trabajaban por lo general con residuos de las producciones oficiales. Esto, además del amparo de la nueva Asociación, les permi-tía mantenerse al margen de estructuras burocráticas y comisiones de aprobación de proyectos, participando de una inde-pendencia desconocida hasta entonces.

La revolución estética de la vanguardia plástica de la época influiría también en la búsqueda de nuevas soluciones alejadas de la retórica cinematográfica nacional a partir de colaboraciones entre artistas y cineastas. Estos últimos comenzarían a hablar de un “pensamiento AHS” para re-ferirse no solo los cambios en el canon ci-nematográfico fundado por el ICAIC sino también a las nuevas formas de promover la creación.

A esa ruptura generacional con la tra-dición del cine cubano habría que anexar la fundación en 1986 de la Escuela Interna-cional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Hasta ese momento direc-tores y personal técnico se formaban en la praxis dentro del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos bajo la tutoría de los autores del cine nacional. En su emplazamiento periférico, lejos de los márgenes de la ciudad, la Escuela instau-raría un entorno creativo hasta cierto pun-to autónomo que se alimentaría tanto de las figuras internacionales que conforma-ban el claustro y junta directiva, o que la visitaban en calidad de profesores, como de la amplia colección de su videoteca.

Si en el caso del cine la inserción del vi-deo comienza con la iniciativa institucio-nal, para el arte ocurre de manera privada, hecho que suspende su sistematización dentro la producción contemporánea. Los hoy considerados por especialistas y críti-cos como pioneros del videoarte en Cuba son, en su mayoría, cineastas. Estos ha-bían sido los primeros en acercarse al me-dio con fines experimentales gracias a su vínculo con las casas productoras. Arturo Sotto, Manuel Marcell y Enrique Álvarez serían algunos de los primeros directores en explorar las potencialidades simbólicas del medio.

Después de realizar uno de los prime-ros experimentos videográficos con El Es-pectador (CINED, 1989), Álvarez produce al año siguiente, también para la Televisión Educacional y como parte de los talleres de la AHS, Amor y dolor. Concebida inicial-mente como una videoinstalación, esta obra sería el anuncio del que para muchos cons-tituye el primer videoarte de la historia del audiovisual en Cuba. Polimitaversicolor o boce-to para un estudio del natural (CINED, 1991) sería una colaboración de los directores

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La Gaceta de Cuba 43

Enrique Álvarez y Edel Bordón con los es-tudiantes de la Academia Nacional de Be-llas Artes “San Alejandro”.

Si bien las documentaciones viodeo-gráficas de performances u otras varian-tes de arte efímero eran casi inexistentes hacia finales de los años 80, a pesar de la recurrencia del arte nacional a estos pro-cedimientos, sí se darían vínculos entre ci-neastas y artistas plásticos que emplearían formas de registro todavía atadas a los gé-neros cinematográficos tradicionales.

De 1988 son Viva la Revolu, del urugua-yo Pablo Dotta, y Óxido sobre poliéster, del brasileño Marcus Moura. El documental de Dotta acompañó las acciones del grupo Arte Calle entre los meses de noviembre de 1987 y marzo de 1988. Pinturas urbanas, declaraciones de sus integrantes (todos entre quince y dieciséis años de edad), se-cuencias de acciones plásticas (No quere-mos intoxicarnos, Sala “Martínez” Villena de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba), se combinaban en el registro casi único de una obra cuya provisionalidad e impacto público le han concedido la mitificación y el culto en el imaginario artístico cubano. Viva la Revolu, ante-cita de la más citada de las instalaciones de Maldito Menéndez, Re-viva la Revolu, devuelve la materialidad de la imagen a una producción que se había conservado en el relato oral, y solo entonces en la narración escrita. Aunque el docu-mental de Dotta es contemporáneo de su tiempo, su resurrección solo ha sido po-sible gracias a la apropiación digital y al intercambio.1

En Óxido sobre poliéster se fabula sobre la obra de tres artistas cubanos “formados por la Revolución”: Humberto Castro, Ar-turo Cuenca y Rubén Torres Llorca. Aquí también el testimonio, esa declaración so-bre el arte en primera persona, se alterna con referencias gráficas a los trabajos de Castro, Cuenca y Llorca. Los tres capítulos que estructuran Óxido sobre poliéster, sec-cionados por cortinillas que ficcionalizan la condición del artista, concluyen con la interacción directa entre arte y espectador común. Esa inmediatez social, política, que proscribiría obras y artistas, era la que el registro videográfico intentaba captar.

Las experiencias con el medio aplicado a las artes visuales serían exiguas aún en el cambio de década. Lo que favorece cierta paridad entre el campo artístico y el cine-matográfico en el acceso a la tecnología es el establecimiento del Período especial. El desarrollo de la industria del turismo jun-to a la nueva legislación para el reajuste económico contribuyeron al aumento de los movimientos demográficos. De ma-nera alternativa comenzarían a entrar al país cámaras portátiles de video para uso personal.

Las cámaras permitían hacer de la fil-mación un proceso autónomo, pero la posproducción demandaba una infraes-tructura que era aún exclusivamente estatal. En muchas ocasiones de manera encubier-ta, la fase final del proceso se consumaba en las entidades productoras que habían logrado subsistir.

Esta no era la primera vez que el acceso directo a los medios cinematográficos re-sultaba posible en Cuba. Durante los años 70, en pleno momento de impulso del mo-vimiento de aficionados, se había promovi-do la venta libre de cámaras de 8 mm. Pero la existencia desde finales de la años 80 de dos centros docentes para la enseñanza del cine, la EICTV y sobre todo la Facultad de los Medios de Comunicación Audiovisuales del ISA (FAMCA, 1988), había comenzado a hacer del video por cuenta propia un tema profesional. Sin embargo, ninguna de es-tas circunstancias iba a ser definitiva en la desterritorialización del audiovisual cuba-no. Lo que distingue a este momento son las profundas variaciones producidas en el campo institucional.

iiiLa plataforma de la cultura fue una de

las más afectadas por la crisis económica de la década del 90. Como consecuencia el monopolio estatal sucumbiría ante la apa-rición de nuevas fuentes de financiamiento para una producción independiente que, cotejada con sus homólogos del mundo, resulta aún de bajo costo.

En el caso del arte, aunque el acceso a la tecnología no dejaría de ser individual, se desarrollarían proyectos institucionales aislados para estimular el interés por el medio videográfico. El esfuerzo más siste-mático quedaría referido con el trascurso de la década al trabajo de un espacio de constitución atípica dentro del territorio institucional cubano: la Fundación Ludwig de Cuba. Creada en 1995 como una orga-nización no gubernamental, la Fundación haría de la video creación una de sus prin-cipales líneas de interés. La promoción del videoarte internacional, la preparación de talleres teóricos y prácticos y la organiza-ción de los antecedentes de la producción nacional, todavía en ciernes, serían algunas de las acciones más estables en su afán de componer la historia del videoarte en Cuba.

En el año 1997 la Fundación organiza el Primer Taller de Video Creación impar-tido por la artista canadiense Anick St. Luis. Este proyecto, capítulo del programa de intercambio con el centro interdiscipli-nario de creación y difusión de las artes electrónicas Champ Libre, no solo agru-paría a algunos de los iniciadores del gé-nero en el país, como Raúl Cordero, sino que comenzaría a visibilizar globalmente

la producción nacional como cumplimien-to del relato histórico en curso. Pocos meses después de concluido el taller se presentaría una amplia muestra de videoarte cubano en la Tercera Manifestación Internacional de Video y Arte Electrónico de Champ Li-bre en Montreal. Entre las obras incluidas estuvieron La montaña rusa, del Gabinete Ordo Amoris, integrado por Francis Acea y Diango Hernández, y Déjame contarte un video (1997-2001), de Cordero. Esta última, una instalación a partir del video más que una videoinstalación. Hojas de con-tacto con los fotogramas de una grabación del artista contando a cámara el video que pretendía realizar cubrían una pared de la galería. Un desmontaje tecnológico que comentaba, no sin ironía, la comprensión mecánica más que analógica de los proce-sos de reproducción electrónica en Cuba. A pesar de la acumulación de cierto número, aún reducido, de obras videográficas, o pre-cisamente por ello, su experiencia, como la del medio en general, seguía atada a las formas contemplativas del arte moderno, apreciadas desde su unicidad y por lo mis-mo alejadas de los modos contemporáneos de interacción inducidos por las nuevas tec-nologías. La relación circunstancial con los suplementos tecnológicos, incapaz de crear hábitos artísticos, mucho menos culturales, determinaría tanto la producción como la exhibición de casi toda la década.

Pero el desfasaje entre cine y artes vi-suales en cuanto al empleo del video se debería también al cambio experimentado por la producción plástica en el tránsito hacia los años 90. Con el fin de las negocia-ciones arte-institución y con la ola migra-toria de la comunidad artística de aquella década, el procedimiento estético había pa-sado de la acción a la representación. Esto explica por qué muchos de los primeros acercamientos al medio se asocian al reco-nocimiento de sus potencialidades para su aplicación a las investigaciones comunes al trabajo previo de los artistas, algunos de ellos fotógrafos como René Peña y Juan Carlos Alom, quien filmaría en celuloide sus obras audiovisuales iniciáticas. La do-cumentación de eventos efímeros se dila-taría algo más en el tiempo para emerger luego como archivo integral del trabajo de autores de los años 80 ligados también al performance, como Lázaro Saavedra.

La exhibición seguiría atada a los espa-cios de arte que, desamparados por la crisis, no contaban siquiera con la infraestructura para el montaje tradicional. El primer vi-deoarte cubano instalado museográfi-camente había sido El baño, también de Raúl Cordero, expuesto en el Centro de De-sarrollo de las Artes Visuales el mismo año de su realización, 1994. Así, algunas piezas aparecerían durante el decenio como parte

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de muestras colectivas, muchas de ellas rea-lizadas en la Fundación Ludwig de Cuba. Pero las exposiciones dedicadas exclusiva-mente al género no proliferarían hasta el comienzo del nuevo siglo. Con él también llegaría la democracia prometida asociada a la tecnología digital.

ivEn el año 2001 se celebra la primera

Muestra de Jóvenes Realizadores, un even-to que intentaba reeditar las Muestras de Cine Joven del Taller de Creación de la Asociación Hermanos Saíz, extintas desde 1992. Este sería el ensayo de reconquista del terreno perdido de la producción activado por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos desde el úni-co monopolio que parecía perdurable: el de la exhibición. Pero la descentralización no solo había incitado el derrame produc-tivo. La heterogeneidad del consumo y la multiplicidad del discurso estético com-pletarían sus efectos.

La EICTV, por su características de proyecto autolegislado, se había impues-to como un espacio para la diversidad. El flujo constante de profesionales del mun-do y el acceso a obras disímiles a través de la videoteca del centro colaborarían en la heterodoxia fílmica que emergería de él.

Desde inicios de los 80 las artes visua-les habían conseguido absolver la influen-cia foránea, léase occidental, del cargo de diversionismo ideológico que le había sido imputado durante el Primer Con-greso Nacional de Educación y Cultura. Con la fundación de la EICTV, a pesar de su enfoque latinoamericanista, y por tan-to regional, se crearía un canal directo para la confrontación con los clásicos nor-teamericanos y las producciones popula-res contemporáneas.

A este momento también corresponde la génesis de las variaciones en el diseño oficial del consumo cinematográfico. Los cambios radicales en la programación tras la disolución de la URSS se apreciarían tanto en las pantallas de cine como en la televisión. Los espacios antes dedicados a la filmografía socialista comenzaron a ser ocupados por realizaciones estadouniden-ses recientes. Lo mismo sucedería con las salas de video diseminadas ya por todo el país. Los laboratorios fílmicos del ICAIC, además de su función primera en la pro-ducción nacional, habían asumido por décadas el trabajo alternativo del revelado pirata. Durante las cortas escalas en la Isla en su tránsito hacia el Continente, las latas de cinta estadounidenses eran sus-traídas del aeropuerto internacional de La Habana para ser replicadas en tiempo récord en los laboratorios del centro de la ciudad. Este entrenamiento sostenido

en la solidaridad, capaz de burlar el más estricto de los embargos, había permitido la programación cinematográfica de los filmes norteamericanos contemporáneos. A partir de los años 90, serían las video-cintas comerciales para la reproducción doméstica, en formatos Betamax, prime-ro, y VHS después, las que alimentarían la cartelera mensual de las salas de cine.2

La diversificación y actualización de las referencias incidirían, a través del consumo, en la producción nacional. El ejercicio con las estructuras clásicas de la narración cinematográfica se convertiría en una postura estética consciente: jugar a representar con códigos ajenos como si fueran propios. La desubjetivación del contexto, sujet histórico del cine cubano de la revolución, y su recolocación como escenario, sería otro de los resultados más notorios del cambio de paradigma narra-tivo en la ficción. En el documental, por el contrario, se daría una tendencia casi periodística de registro inmediato de la realidad.

La gestación de cierta autonomía a tra-vés del video había disociado la creación de la jurisprudencia institucional, al me-nos en el orden productivo.

Las artes visuales, que habían tenido su primera ruptura con el diálogo institucio-nal cerca de dos décadas atrás, encontra-rían en el video el estatus más cercano a la independencia. Ninguno de los cortes radi-cales anteriores –la salida total a la realidad o la reclusión íntima en la exhibición do-méstica–, como tampoco las negociaciones en torno a la redistribución de la gestión –el artista múltiple–, habían logrado con-ceder al arte un alcance comparable.

En un primer momento, los conte-nidos de muchos de estos trabajos pare-cían oponer al modelo de representación el documento de lo irrepresentado. Sin embargo, la dinámica reproductiva que la tecnología digital impondría a los ma-teriales videográficos iría despejando el sujeto de sus historias de comunidades específicas a la mayoría común.

La libertad de opinión, en términos de política institucional, estaba determi-nada por la posibilidad de acceder a los medios de expresión. El video en su for-mato digital democratizaba la representa-ción al tiempo que forzaba la trasferencia de nuevos contenidos. De ahí que los in-tereses comenzaran a diversificarse hasta desbordar grupos sociales específicos.

Aunque limitada, la diseminación de la tecnología digital haría de la creación y el consumo actividades caseras, por esa causa dispersas, sin núcleo ni vocación partidista. Tal como antes las cámaras portátiles hicieran su entrada al país, los reproductores de video domésticos y, con

el avance del milenio, las computadoras, irían convirtiendo las salas de cine y la tele-visión estatal en propuestas accesorias.

Ambos espacios habían ocupado po-siciones centrales en la organización de la vida ciudadana. El boom en los años 60 del “arte más importante”, no se reduciría a los logros estéticos de la década dorada del cine nacional, ni siquiera al impacto pú-blico de la industria gráfica que lo acom-pañaba, sino al proceso de formación de un espectador revolucionario, correlato his-tórico de la vanguardia fílmica en gesta-ción. Esa aplicación didáctica de la cultura para la consecución de un público nuevo daría como resultado la cinefilia nacional. La misma que se manifiesta aún en la an-siedad devota por los Festivales de Cine de La Habana, a pesar de la depresión de pro-gramas y salas de proyección. Pero donde ese adiestramiento del espectador revolu-cionario ha encontrado su realización es en el intercambio audiovisual underground que ha hecho ágora pública del consumo privado. Sería esa demanda complotada la fuente de ascenso del mercadeo audiovi-sual sumergido a través de los bancos de video, variante casera de las tiendas de al-quiler, que pulularía más allá de la ciudad desde finales de los años 90.

El universo paralelo del tráfico elec-trónico para la imagen en movimiento, incluiría también la televisión. La pro-gramación televisiva había normado por décadas las jornadas de la familia cubana. Horarios de instrucción y mesetas de es-parcimiento eran dispuestos por edades regulando día a día la intimidad con la planificación estatal centralizada. A esa disciplina doméstica de televidente-ciuda-dano comenzaría a imponerse la variante artesanal y clandestina de la televisión de barrio por cable. Conocida con el nombre del dispositivo receptor de la señal sateli-tal norteamericana, La Antena era curada por cada suministrador. Un canal diseña-do por propietarios de parabólicas ilega-les que de vez en vez sufrían los operativos policiales. A través de un cableado común que conectaba casa a casa sobrevolando azoteas, Hola América, El show de Cristina, El gordo y la flaca, Caso cerrado, Al rojo vivo, Sábado gigante y las telenovelas de turno comenzaron a ocupar la agenda doméstica hasta disociarla casi por completo del es-quema público nacional. La simetría de los hábitos de la Cuba socialista que no logra-ron interferir las contrapropuestas históri-cas de la oposición: Radio y Tele Martí, era disgregada ahora por la iniciativa popular.

Las computadoras emanciparían al es-pectador de este monopolio precario de la distribución pirata. Con una proliferación lenta pero incontrolable, las máquinas pa-sarían de ser frankensteins clandestinos

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ensamblados en casa con piezas sustraí-das de centros estatales, a versiones de uso más actualizadas. Con la liberación de su venta en el mercado interno y de su importación como efecto personal en 2008, llegarían incluso a ser auténticas.3 Lo que no perderían por censo o deno-minaciones aduanales sería su estatus de propiedad familiar. La computadora, desco-nectada de la red global, continúa siendo hoy el espacio virtual para la reunión co-munitaria. Una comuna que surge en el uso compartido de la familia o el equipo de trabajo para reproducirse en la co-nexión vía CD o DVD, USB o hard drive al tráfico social de la Inter/personal/net.4 Esa marea informática peopletopeople, codifi-cación contemporánea del rumor, termi-naría por privatizar el ámbito de la esfera pública.

El trapicheo informacional asociado a la era cubana de la digitalización no solo convertía los estrenos cinematográficos oficiales en repeticiones para gran parte de los ciudadanos, sino que les permitía una impensada forma de agencia: des-construir la historia cultural de la nación. Aunque fragmentado e intermitente, su flujo trasportaba en un streaming anacró-nico las censuras ideológicas acumuladas y las problemáticas inmediatas. Un mon-taje atemporal emergía en el espacio del consumo. La reencarnación textual co-mún a la producción videográfica reciente tendría su génesis en esa mística enfática de la multiplicación informal de la Inter/personal/net.

En esa distribución solidaria la repeti-ción de obras nunca vistas pero conocidas por todos, desde PM (1961) hasta Alicia en el pueblo de Maravillas (1991), alcanzarían la viralidad soterrada.5 La revisitación de traumas sociales no solo recuperaría tí-tulos proscritos sino autores desplazados como Nicolás Guillén Landrián y Sara Gómez. Por mucho tiempo olvidados, es-tos directores habían sido los primeros en explorar desde el documental fílmico zo-nas marginales de la realidad cubana. Sus obras habían sufrido lecturas dogmáticas por la contraposición que en ellas se pro-ducía del universo de lo cotidiano y las po-líticas oficiales para la restructuración del país. Más que el reconocimiento público de las diferencias, sus documentales foca-lizaban la ineficacia de las metodologías de integración a la entonces nueva sociedad socialista. Métodos que, no obstante la bondad de sus fines, perseguían la ho-mogeneización inmediata de fenómenos complejos y herencias socio-culturales irresueltas.

La traducción al nuevo formato gestio-naba el saqueo al archivo cinematográfico de la nación. A través de la copia digital se

devolvían a la reproducción pública con-tenidos antes reprimidos. Una repetición incontrolada que se convertiría en instru-mento soberano para la historia.

En el documental de Guillén Landrián sobre el adolescente “Ociel, 16 años, tercer grado de escolaridad, miliciano”, que en 1965 trabajaba aún en el río para ayudar a su familia, decía en cortinilla la voz de uno de los protagonistas: “Es bueno que esto lo vean en La Habana.”

1 Los tres trabajos que aquí se comentan fueron subidos a YouTube entre 2008 y 2010. La digitalización llevaría el arte nacional de la circulación interna a la red global, y viceversa. Alojado en YouTube a partir del 16 de junio de 2008.

2 En la actualidad la mayoría de las salas de proyección ci-nematográfica se mantienen equipadas con televisores y reproductores de DVD de uso doméstico, solo unas pocas conservan proyectores de 35 mm, por demás en desuso. Los únicos espacios con equipamiento profe-sional para DVD, Blu-Ray y DCP son algunos de los que integran el Proyecto 23, surgido en 2002 y gestionado por el ICAIC. Los cines del país habían pasado a la admi-nistración del Poder Popular desde la creación de estos órganos nacionales en 1976. La Habana cuenta hoy con trece salas de cine en funcionamiento y cuarentaisiete de video.

3 Según datos del Ministerio de la Informática y las Comu-nicaciones, en 2008 existían en Cuba 630,000 computa-doras para un incremento del 23% con respecto al año anterior. Para esa fecha también un 12% de la población tenía algún tipo de acceso a Internet.

4 Término que defino en mi libro inédito “A flote. Dos décadas de arte en Cuba”, para significar la red alterna-tiva de circulación de la información en la Isla: “La Inter/personal/net mezcla la comunicación directa de las rela-ciones tradicionales con las tecnologías asociadas a las actuales redes cibernéticas.”

5 La digitalización también permitía la sobrescritura, una especie de subrayado textual que anticipaba la reen-carnación de estos archivos cinematográficos. Así las películas eran renombradas en su recorrido por la red comunal con subtítulos como: película censurada en 1961, película cubana prohibida.

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Evelio Traba

p. 46-50

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* Fragmento de la novela homónima, de próxima aparición por la Editorial Verbum, de Madrid. Está basada en la vida de Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo (1819- 1874).

46 Fragmento de novela

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a punto de concluir el segundo sexenio en el Se-minario de San Carlos recibí otra carta de mi tío Francisco José. Me invitaba a acompañarlo a Nueva York por una veintena de días. El ofre-cimiento consistía en que lo esperase a él

y a mi prometida justamente en la casa de huéspedes de doña Angélica. Por momentos dudé si acceder o no a los posibles en-cantos de aquel viaje, pero finalmente una carta de mi madre cortó de cuajo mi indecisión, reclamándome por mi exceso de austeridad y el peligro de una vida enteramente consagrada a los estudios. En los primeros días de julio zarpamos de puerto habanero rumbo a la gran urbe sobre el confortable y moderno Mississippi. Era mi primera travesía junto a Carmela: a su lado se aplacaban las tormentas de mi espíritu. Su presencia era la cer-tidumbre de mi paz. En su abrazo descansaba yo de todas mis congojas y fatigas: me olvidaba de la dictadura de Tacón, del in-sostenible gobierno de la Reina en la Península y hasta de todo cuanto había adquirido esforzadamente para libertar mi alma de la opresión de las tinieblas. Seis días tardamos en desem-barcar. Seis días en que bailes, lecturas, partidas de ajedrez y contemplación de paisajes crepusculares ocuparon la mayor parte de nuestro tiempo.

Las altas acacias y robles blancos del Central Park se me re-velaron como estatuas cargadas de savia, desfiguradas en un follaje trepador de toda luz. Cuanto había de amable y áspero en aquella ciudad abrió su corola para aquel par de jovenzue-los a quienes no fueron ajenos teatros, hipódromos, jardines y paseos de atardecer en suntuosos carruajes. De la mano de mi prometida fui conducido por entre un mundo moderno y hos-til donde presencié no pocos desmanes y atropellos. Como en Cuba, el negro no encarnaba más que un burdo animal forzado a enriquecer las minorías de blancos enfatuados y soberbios. No obstante, yo resolví conservar de ese ámbito las cosas que resul-tasen gratas y hermosas, sabiendo que no existe lugar amoldado a nuestro deseo, sino el deseo nuestro amoldado a la belleza o crueldad de ciertos entornos. Como habíamos hecho en la Pla-za del Vapor habanera, recuerdo caminamos durante un brusco aguacero por varias manzanas de Broadway. Cual la vez anterior, su padre nos esperaba con el ceño fruncido. En esa ciudad, auxi-liado por él, tuve mis primeras y torpes conversaciones en inglés con uno que otro transeúnte detenido para averiguar alguna dirección decididamente ficticia. En el tráfago de esas calles re-caí en la verdadera urgencia que revestía para un joven bachiller manejar con soltura la lengua de Milton, Byron, Franklin y el esclarecido George Washington. Creíamos entonces Carmela y yo que no había otra pareja de novios que fuese más feliz que nosotros desde la costa del Pacífico hasta la costa del Atlán-tico. A veinte días de iniciadas aquellas ingenuas y afortunadas peripecias, nos embarcamos en el Alexandria rumbo a Puerto Príncipe. Luego de tres días de estancia en esa villa, de haber conocido a muchas de sus principales personas y paseado por el dédalo adoquinado de sus calles, nos embarcamos desde el sur en el vapor Fernando VII hasta hacer tierra en puerto de Manza-nillo. En dicho puerto me sorprendió un incidente inesperado: en la rada se encontraba doña Margarita de Sousa bajo los cuidados de tres de sus “pupilas”, en espera probable de un gru-po de clientes. Temí que la imprudencia de un saludo “afectuoso” de su parte levantase las sospechas de mi prometida en cuanto a los rumbos de ciertas andanzas mías. Pero tanta era la discre-

ción de la portuguesa que a una distancia oportuna fue capaz de advertir a sus niñas: todas fingieron no conocerme al ver que era probablemente mi prometida la joven que a mi diestra me acompañaba. Unas semanas después elogié su buen tino en una carta de agradecimiento.

Sin embargo, no era para mí la primera vez que, llegado a Bayamo desde otro destino, me recibía la noticia de algún dece-so. En la noche anterior había muerto de un ataque al corazón mi antiguo maestro, el presbítero don Mariano Acosta. En sus aulas yo había aprendido de la existencia de un estagirita lla-mado Aristóteles y de un sevillano llamado Antonio de Nebrija. Su barba aparecía completamente encanecida. En su rostro vi el mismo ardor seráfico de aquellos días en que nos hablaba de los Evangelios o sobre su encargo divino de convertirnos en “solda-dos de Cristo”. En la placidez de su rostro recobré sus sermones sobre la naturaleza del Vicio y la Virtud, readquirí muchas de mis travesuras y correrías de infancia. Bajo un aguacero repen-tino que inundó la fosa, fue sepultado según sus deseos en los terrenos de san Juan Evangelista, la más pobre de cuantas parro-quias había en Bayamo.

A fin de exprimir el escaso tiempo de que ya disponía, pasa-mos todos una semana en la hacienda de Buenavista. Yo sentía haberme distanciado un tanto de mis hermanos y esa resultó la oportunidad que se presentó ideal para emprender nuestras ca-cerías diarias y las casi olvidadas “carreras de panal”. La novedad familiar consistía en el inicio del bachillerato en la capital para mi hermano Francisco Javier. A don Chucho lo enorgullecía so-bremanera que sus dos hijos mayores hubiesen escogido el ca-mino de convertirse en ilustres ciudadanos, y por tanto ofreció un banquete de despedida en nuestro honor al que asistieron “muy ilustres vecinos” asiduos a nuestro salón desde antaño. Como una madreselva embriagadora floreció la voz de mi Car-mela ante el rostro atónito de sus oyentes. Según consta en mi cuaderno de apuntes, fragmentos de Himnos a la Noche de Nova-lis brotaron de mi garganta como un manantial que de pronto adquiere bramidos de río encolerizado. Tres días después, luego de arduas recomendaciones sobre los cuidados a tener para con las travesuras de mi hermano, partimos a La Habana por vía del puerto de Manzanillo. No me extrañó entonces que dada la irre-verencia y vivacidad del carácter de Francisco Javier, me invitase a la calle del Astillero, a donde doña Margarita de Sousa y sus “niñas”. Que “el mañana es de los clérigos y los muertos”, fue la alocución predilecta de la dama tullida que tal vez mi her-mano se tomó demasiado en serio. Cuatro días más tarde yo le mostraba La Habana de la Alameda y la Plaza del Vapor, sin que fuera del muestrario quedasen los barrios de Jesús María y La Salud. De este modo mi hermano no se extraviaría entre el lujo de las volantas y los carretones amontañados de estiércol. Doña Angélica volcó sobre él tantos mimos como sobre mí en principio. Pasábamos las tardes ocupados en el pulimento de su latín, atareados en el Digesto, la Ley de las XII Tablas, el Código, la Instituta y las Novelas. Habiéndole hecho un recuento de mi vida en la capital, de mis descalabros y consagraciones, lo llamé a discreción y cordura en sus procederes. Le referí la verdadera historia de la cicatriz sobre mi hombro, desmintiendo aquella de un traspié y caída de espaldas sobre el enverjado de la Plaza Vieja. Sin embargo, no fue Francisco Javier un modelo de obe-diencia y acatamiento: más de una vez fui llamado por el rector don Vicente Buitrago a raíz de ausencias promovidas por su afi-ción a las exaltaciones de lidias galleras y a sus visitas imposter-gables a ciertas “casas”. Intuyendo cuán perjudicial se tornaban para él dichas libaciones dionisíacas y en exceso libertinas, me vi entonces obligado a ceñir sobre su incontinencia e inconstan-cia mi autoridad de hermano mayor. “Aquí en La Habana yo soy Carlos Manuel y no tu nana Ignacia, si en breve no das muestra

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de compostura y aplicación, veré el modo de embarcarte de re-greso a Bayamo y entonces veremos qué opina don Chucho de tus arrebatos indomables.” Esta coerción necesaria tuvo su efecto inmediato: en pocas semanas el viraje de sus actitudes negligen-tes fue un hecho notable. Para esa fecha, mi padre me envió una carta donde me solicitaba un informe sobre su conducta: lo redacté de un modo creíble, indulgente y esperanzador. Pero sin dudas el juicio le vino de golpe al iniciar un noviazgo con la me-nor de las hijas de Juan Francisco Chaple, la bella Laura Isabel, una joven que exigió de él versos, trovas y paseos de atardecer. Constantemente le hacía observaciones sobre la naturaleza del compromiso que había contraído; solo los delirios del amor pudieron aplacar el resto de sus demencias.

En mi caso, el Derecho Civil y el Canónico, ocupaban casi a plenitud el aljibe de mis horas desbordado entonces de aña-diduras impostergables. Entre ellas figuraban versos excelen-temente traducidos de Hugo Fóscolo, Klopstock, Hölderlin, Heine, Wordsworth y Lamartine. Completaban esos urgentes excesos algunos tomos de Ludwig Tieck, el Ivanhoe de sir Walter Scott, bellas estrofas de Quintana y de los recién fallecidos Larra y Giacomo Leopardi. El desbordamiento final estaba contenido en mi versión de La eneida traducida. En los primeros días de no-viembre, la fragua de mi pluma terminó de dar forma al último hexámetro, habiéndolos vaciado todos en un castellano fluido y moderno. Sin dudas yo había cumplido uno de mis caros sue-ños de adolescente ávido de gloria. Una vez añadida al texto una flamante dedicatoria a mi prometida y una breve nota a modo de frontispicio, decidí darlo a la imprenta aunque muchos años después me avergonzase de ese entusiasmo, sin dudas hones-to, pero irrefutablemente arriesgado e inmaduro. Los mismos ahorros que un tiempo atrás reservara a complacer veleidades, fueron puestos al servicio de la pasión como voto ferviente de mis endebles actitudes literarias. Me encaminé hasta la tipo-grafía de las Viudas de Arazoza y en pocos días un corrector de pruebas accedió a realizar una modesta tirada de cuarenta ejem-plares, destinados a obsequiar a amigos y parientes, sin preten-sión alguna de ganar renombre con lo que considero no más que una irresponsable intentona de traductor adolescente. En menos de dos semanas, un empleado de la imprenta dejó en la casa de huéspedes una caja en cuyo interior dormían los cuaren-ta volúmenes que ya había pagado de antemano. Los padres de Pedro Figueredo, don Ángel y doña Eulalia se encontraban por esos días de visita en La Habana: con ellos envié diez ejemplares a mi familia en Bayamo; seis con sus obligadas dedicatorias y cuatro para aquellas principales personas a quienes mi padre considerase oportuno mostrar mis adelantos. Algunos días des-pués tenía ante mí una carta suya abundosa de elogios que tomé por sinceros y atinados, aunque mi padre no tuviese la lectura continua entre sus predilecciones y pasatiempos. Según sus lí-neas, había causado gran revuelo en Bayamo la aparición de mi esforzado trabajo. Nuestro pariente y amigo don Ramón de Cés-pedes y Barrero estaba a punto de terminar un acucioso comen-tario sobre mi arrojo intelectual que publicaría en El Redactor de Santiago. Sin embargo, había reservado para el final lo que consideraba una noticia rimbombante en torno al suceso de mi traducción virgiliana: avalado por el nuevo Caballero Síndico Procurador, Ignacio de Zarragoitía, y otras conspicuas figuras, uno de los tomos había sido enviado a la Reina Gobernadora en prueba de la aplicación y precocidad de sus jóvenes súbditos, lo que confirmaba que “no en vano tan Ilustrísima Señora se había dignado a conceder al Bayamo el regio y añorado título de Ciu-dad”. Sin embargo, pese a tantas loas y epítetos ceremoniosos, jamás se tuvo noticia de semejante trámite: doña María Cristina de Borbón se hallaba demasiado inmersa en la guerra contra el hermano de su difunto esposo como para detenerse en los ren-

glones de un joven provinciano que había decidido traducir a Virgilio; muchos de mi edad, y hasta menores, morían defen-diendo su trono contra las provincias sublevadas como para que ella elogiase la pericia de mi única e intrascendente hazaña.

A cuatro días de mediar noviembre, según asiento de mi cuaderno de apuntes, fui invitado a presenciar uno de los mo-mentos más esperados en toda La Habana: la puesta en marcha del primer tren que circuló en Hispanoamérica: sir Stephen Andrew, que guardaba para nosotros un gran secreto, convidó también a Pedro Figueredo, José Güell y Antonio Flaqué, ade-más de a mi hermano Francisco Javier. Ante nuestros ojos des-filaba en la llanura de Güines lo que hasta entonces había sido rumor de viajeros y proyectos de industriales avariciosos. En ese momento dábamos por sentado que el árbol de la modernidad había hundido en Cuba su primera gran raíz luego de la im-prenta y las embarcaciones movidas a vapor. Pero no resultaba un secreto para ninguno de los asistentes que aquellas porten-tosas toneladas de locomotora y vagones se desplazaban sobre un camino de hierro cuajado de sangre esclava, erigido a base de sufrimientos y torturas impensables: aquella sería la última gran vanagloria del general Tacón. En las cortes de 1837, de don-de habían sido excluidos los diputados cubanos, ya se fabricaba la demolición de su pedestal. Un señor regentado por los Alda-ma y los Alfonso, llamado Alejandro Oliván, representante por Huesca, puso al final la carga precisa de argumentos más que cimentados como para que la Reina Gobernadora y su Consejo de Ministros estimasen conveniente el oportuno relevo del dés-pota en los primeros meses de 1838. No obstante a sus gestiones, aún nos quedaban algunos meses bajo la agonía de su sombra.

Para la Navidad de 1837 fuimos convidados mi hermano y yo a una cena especial que ofreció en su residencia de Lampari-lla el magnánimo Juan Francisco Chaple. Las venias de nuestros padres tardaron unos pocos días en llegar no sin que faltase, acompañando esa carta, una de mi Carmela donde fustigaba mi exceso de desprendimiento, además de una encarnizada su-posición de posibles devaneos amorosos que me retenían en la capital, por supuesto, con la complicidad de mi hermano; pero la razón fundamental descansaba en que tanto Francisco Javier como yo preferíamos permanecer en La Habana durante esos días finales del año a embarcarnos en un viaje fatigoso para una estadía familiar demasiado breve. Durante el banquete ofrecido por nuestro anfitrión, celebramos con un brindis el anuncia-do relevo de nuestro excelentísimo Capitán General, ya apenas tolerado por insignes cómplices de antaño como el conde de Villanueva y otros potentados a quienes fue intolerable el peso desmedido de su autoridad.

Bajo ciertas condiciones le fue concedida a Francisco Javier la mano de la señorita Laura Isabel. La oficialización del com-promiso fue de gran alegría para buena parte de los presentes, pero otro fue el instante en que resplandeció el cierre de la no-che: sin tapujos ni medias tintas alcé mi copa en nombre de la independencia de Cuba, secundando el brindis propuesto por mi admirado preceptor y amigo Juan Francisco Chaple.

Principiaba para nosotros un 1838 radiante y pletórico de buenos augurios. Tras el asentamiento juicioso de mi hermano, me consagré a asestar el golpe final a mis estudios bachillerales, solicitando desde febrero la modalidad de examen a “Claustro Pleno”, lo que significaba enfrentarme a una barricada de emi-nentes doctores encargados de comprobar, con cierto ánimo in-quisitorial, la raigambre de todos los conocimientos adquiridos durante mi estancia en el Seminario de San Carlos. Había llegado la hora de probar la invulnerabilidad del yelmo y el escudo bru-ñidos en las más arduas disciplinas de consagración conocidas por mí hasta entonces. José Güell, Antonio Flaqué y yo nos enrolamos en lo que representaba para nosotros una intensa

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aventura donde la arrogancia juvenil y la presunción habían ha-llado sus máscaras perfectas. Revisitábamos casi con furia todo cuanto fue adquirido por nosotros desde el primer día de clases. Acicalábamos las azagayas de nuestros latines, nos atacábamos sin piedad con preguntas que posiblemente pudiesen formular-nos nuestros examinadores. Convertimos el rigor de lo que nos esperaba en el donaire casi burlesco de un juego: nuestras ansias de gloria y aplausos nos habían llevado a escoger la modalidad más riesgosa y excéntrica. En fecha ya próxima a un momen-to de suma trascendencia como aquel, requerimos la presencia de nuestros más allegados familiares para que presenciasen lo que se convertía cada año en una especie de torneo medieval: a él asistían tanto pupilos de reciente ingreso como curiosos de otras facultades. Todos querían ver nuestra escalada de jó-venes titanes o nuestro descenso de Ícaros inexpertos. Tres días antes de que tuviese lugar tan magna cita, don Chucho y doña Francisca, avisados de antemano, ocupaban una de las soberbias alcobas de doña Angélica, reservada únicamente para distingui-dos huéspedes. Mi padre se había encargado de traer entre sus bártulos los espléndidos regalos con que era costumbre agasajar a las señorías del estrado luego de nuestras defensas. Mi madre era portadora de una carta de mi prometida donde me partici-paba su fe absoluta en mi triunfo bachilleral: aromas difuntos renacen de entre esas líneas ahora sobre este buró, transcurridos casi treinta años luego de tales sobresaltos, cercenada ya su letra por las leves rasgaduras de los dobleces. ¿Qué sería de la memo-ria sin la divinidad de ciertos cadáveres destinados a reencender la hoguera de lo vivido? En las páginas estrechas de aquel cua-derno de apuntes salvado del naufragio resplandecen ahora los pormenores de aquel 22 de marzo de 1838.

En poco sobrepasaba la densidad informe de la neblina, la llovizna con que inició la jornada. Mi padre lucía severo. Mi madre, sin embargo, mostraba las galas de su antigua lozanía, como si no estuviese próxima a cumplir sus cuarenta años. Lue-go de una cordial bienvenida en que se explicaba a los presentes la naturaleza de aquel evento, tres golpes de martillo se expan-dían desde el estrado hasta los más mínimos resquicios del sa-lón. Un concierto de campanas respaldaba esa solemnidad. En una vasija de exquisita porcelana fueron sorteados los nombres de los aspirantes al grado de Bachiller en Leyes: Antonio Flaqué resultó elegido el primer ponente. Lo seguí yo y luego José Güell. Aquellos bohemios incurables, tenidos por petulantes e infrac-tores de toda norma, defendieron con elocuencia y brillantez el prospecto que a cada uno correspondió argumentar. El sobre en blanco elegido por mí contenía un tópico tan favorable a mis destrezas que fue inevitable sonreír sin haber terminado de leer completamente su enunciado: “Sobre los vicios de la voluntad en las Instituciones Hereditarias”. Como un eco resuena en mi recuerdo mi propia voz, derribando a base de razones contun-dentes y latinazgos a un rival invisible en la arena de la disputa jurisprudencial. Desde lo que para mí simulaba un pequeño co-liseo, me contemplaban mis padres sorprendidos, aunque solo supiesen en la lengua de los césares ciertas voces de la liturgia misal. Yo luchaba para que mis estocadas de gladiador en cier-nes acabasen recabándome el gladium de madera que me garan-tizaría la continuidad de estudios superiores.

Un aplauso arracimado y sonoro multiplicó los latidos de mi corazón. Juan Francisco Chaple, Manuel Soto, José Agustín Go-vantes y el rector Vicente Buitrago se levantaron entonces de sus sillones doctorales, exigiendo unos breves minutos a solas para las deliberaciones reglamentadas. Una vez concluidas, volvió a rebosar el auditorio: de pronto el Rector anunció a la concurren-cia que habíamos dejado de ser aspirantes para convertirnos en ilustres bachilleres, en ejemplares súbditos encargados de garan-tizar la paz y la justicia tanto en tierras de la Madre Patria como

en cualesquiera de sus provincias ultramarinas. El semblante de nuestro principal mentor se veía iluminado: habíamos asumido su premisa de la irreverencia edificante; habíamos erigido la torre de nuestros saberes sobre el cimiento de la duda cartesiana y la desconfianza ante la preponderancia excesiva de toda autori-dad. Se suponía que habíamos encontrado el justo medio entre los desafueros del Sentimiento y los mandatos irreductibles de la Razón. No se había extinguido aún la llama del júbilo cuando fray Ramírez me agigantó en su abrazo. Con esplendor de selva virgen, había florecido cuanto sembró en mí el franciscano de ojos abismalmente azules. Suspiros cual bandadas de pájaros inquietos escapaban de mi pecho como de una gran jaula. Nada deseaba con más fuerza en ese instante que pasar al menos un minuto a solas con mi Carmela, impedida de asistir a causa de una terrible gripe. De pronto mis bríos juveniles gritaban en los pináculos y simas de mi sangre que me encontraba yo apto para los designios y encrucijadas del matrimonio: en la discusión y defensa de aquel último quodlibet me sentía asistir al término del plazo propuesto por mi abuela Isabel a fin de consumar nuestra unión. Veía en el amor que ambos nos profesábamos la causa se-creta por la cual Poseidón me había permitido escapar de entre sus fauces en la bahía de Casilda. Si la felicidad extrema genera en sus consecuencias algún tipo de angustia inexplicable, en-tonces yo me consideraba un doliente y feliz hijo de la Fortuna. Aun cuando había decidido aplazar mi retorno a Bayamo, los contornos de La Habana se achataban y desfiguraban en el pozo de mis ojos.

Y antes de que esa imagen suya se me trastocase por comple-to en levedad y espejismo de recuerdo, yo me había jurado no volver al suelo natal sin antes presenciar la consumación del más añorado deseo de las mentes ilustradas de toda la Isla: el relevo de nuestro excelentísimo capitán general Miguel Tacón y Rosi-que. A mis padres, deseosos de que regresase con ellos, pretexté debía yo concluir un supuesto curso de francés y esgrima que precisaba llevar a tan buen término como mis estudios bachille-rales. A ninguno de los dos revelé la causa real que retardaba mi estadía en los aposentos de doña Angélica. El regio autor de mis días se dio por enterado de la inminente sustitución del déspo-ta: en su semblante yo advertía la perplejidad del inconforme, el ademán pensativo del viejo luchador monárquico asaeteado por las dudas. A punto de que abordasen él y mi madre el bergantín que los llevaría de retorno a Manzanillo, descansó no sin pesar su diestra sobre mi hombro. “Si puede, vaya a despedir al señor Tacón, al menos hágalo por su padre. ¿Sería mucho pedir?” Un gesto de asentimiento de mi parte indicaba que no volvería yo a Bayamo sin antes cumplir tan sentido encargo suyo. La aflicción que aquella mañana desencajaba sus facciones me resultaba muy similar a la zozobra que lo invadió por los días en que se supo en Cuba de la muerte de Fernando VII.

Subrayada en mi cuaderno de apuntes aparece esta fecha de extirpación y alivio: 22 de abril de 1838. Nuestros amos peninsu-lares cambiaban de látigo, pero de todos modos persistirían la flagelación y las cicatrices de cuatro años abismados todos en el gobierno de la más irracional intolerancia. La Plaza del Vapor se atiborró de respetables vecinos de La Habana, sin que faltasen entre la turba de aduladores y esclavistas enconados, limosne-ros, meretrices y jóvenes estudiantes que habían abandonado sus claustros para ver alejarse al hombre a quienes muchos con-sideraban una gloria de la españolidad en Cuba. Desde balcones cercanos, algunas damas renuentes al contacto con la chusma observaban la escena con catalejos o impertinentes.

Volantas y quitasoles entorpecían la vista del séquito en que iba custodiado el ayacucho, el perdedor resentido hasta la esca-lerilla de la nave que lo llevaría de regreso a España. José Güell, Antonio Flaqué, Pedro Figueredo y yo ocupábamos un sitio lo

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Orlando Maraca Valle

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suficientemente ventajoso como para ver al General por última vez, agitando una bandera española y dando estentóreos vivas a la Reina Gobernadora mientras el barco soltaba sus amarras. Unos ramos de rosas caían sobre cubierta, otros quedaban flo-tando sobre la tranquilidad de las aguas. Allí descubrimos a doña Ana Montes de Oca, acompañada de sus “pajaritas”, ata-viadas de luto y llorando la partida definitiva del sátrapa que tanto había favorecido la prosperidad “de tan concurrida casa”. De golpe advertimos toda la sorna subyacente en semejante de-voción hipócrita e inevitablemente patética. Tampoco pasamos por alto aquella copla que, por lo bajo, iba de boca en boca, en-salzando al sultán y en demérito a su sucesor:

El General Tacónvale un doblón;el General Ezpeletano vale una peseta.

A pocos días de aquella farsa, encontraría yo sobre el buró de mi padre una carta firmada por excelsos vecinos de Bayamo im-plorando a la Reina la restitución de aquel Lucio Cornelio Sila. Habiendo visto desde mis más tiernos años otras tantas pruebas de incondicionalidad servil al trono peninsular, este nuevo pro-nunciamiento me dejaba indiferente. En La Habana me despedí de todo y de todos, de lo feliz y lo amargo, de lo amable y lo áspero, de lo digno y lo rastrero.

Desde las profundidades más torvas de mi sangre, me lla-maba Bayamo con sus lagunas esplendorosas y sus patios enjazminados: yo escuchaba en la distancia cómo el viento pronunciaba mi nombre en el arpa eólica de mi madre. Todo cuanto yo había sido y soñado me reclamaba sin descanso. Dejé entonces a Francisco Javier bajo la vigilancia de doña Angélica y Juan Francisco Chaple. Otras vísperas se alzaban testarudas y frondosas como ceibas de adultez instantánea. En mi viaje de retorno me acompañaba sir Stephen Andrew a fin de contratar sus servicios a potentados productores del valle del Cauto: el in-glés, atraído por Anastasia, una de las hermanas de Rosalía del Carmen Cisneros, jamás regresó a la capital donde lo esperaba la infortunada de doña Angélica. Cuatro días más tarde, el recita-dor de Shakespeare y yo desembarcábamos en el puerto de Man-zanillo. El hecho de que la nave hiciese tierra en las primeras horas de la noche nos inclinó a ciertas diversiones ya no tan recientes para mí. La travesía de mar y la sobreabundancia de astros me había aturdido, solo que de otro modo. Para entonces precisaba de otro cuaderno de apuntes; las peripecias que de ahí en ade-lante me aguardaban requerían tinta y papel frescos.

Quien había marchado en busca de un destino, no era ya el que regresaba.

Mi vida se abría a una nueva estación. <

50 Fragmento de novela

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La Gaceta de Cuba 51

EntrEVistA >

conversación con orlando Maraca valle, flauta por medio

Emir García meralla

oye… ven para acá sobre las seis de la tarde y conver-samos. Ahora estoy ensayando…

Así definimos esta entrevista para La Gaceta de Cuba. Mi interlocutor es Orlando Valle, a quien todos llaman Maraca; sobrenombre –lo prefiero a

mote que es más lejano al habla cotidiana del cubano, o a alias que tiene connotación jurídica– que arrastra desde sus años de estudio y al que no renuncia. Maraca es más musical que Orlando y además denota cubanía, la maraca es ritmo, identidad.

Faltando diez minutos para la seis, en todo un alarde de puntua-lidad tropical y acompañado de una fina lluvia, estábamos sentados frente a frente e indecisos sobre qué tomar primero; si una humeante taza de chocolate o un largo trago de ron añejo. Apostando al empa-te, mezclamos los contenidos mientras mi entrevistado esparcía ante mis ojos decenas de fotos y algunos recortes de periódicos y revistas que resumían parte de su vida profesional.

Pero del tiempo acordado dedicamos al menos media hora a con-versar sobre amigos comunes, a pasar revista a la vida y a escuchar música, la suya y la de aquellos que admiramos; hasta que la presión del tiempo nos obligó a poner los pies sobre la tierra, o simplemente a poner las palabras en orden.

Yo lo guardo todo, desordenado, pero ahí está casi toda mi vida. ¿Te alcanza con dos horas para conversar y revisar todas estas notas que están en las libretas esas? Después tengo trabajo como niñero profesional, pero te puedes quedar y ayudar.

¿Niñero?… esa es la mejor de las excusas para proteger el tiem-po familiar, te la voy a copiar en el futuro.

Sí, de ocho a doce de la noche me ocupo de la niña, mi espo-sa a esa hora está trabajando en el Noticiero de cierre. El código de familia le llamaban antes; ahora es género compartido, no me digas que tú no tienes experiencia. No pagan mucho pero da tremenda satisfacción.

Hablando de familia, ¿de dónde vienen los Valle a los que perte-neces, son holguineros, del centro o habaneros, y cuál es tu parentesco con Ramoncito Valle, uno de los grandes pianistas cubanos de jazz de estos tiempos?

Sí, somos parientes, su abuelo era primo hermano de mi abuelo, por lo que somos primos terceros o algo de eso. Es una historia bastante curiosa, porque nosotros somos con tenden-cia al chino y ellos son más hacia el negro. La base de todo está en la abuela, como siempre, con la diferencia de que su abuelo

en Holguín fue director de Banda y el mío no; pero nuestras fa-milias mantienen la comunicación. Somos del centro de la Isla; porque tú sabes que las familias van caminando de una ciudad o de un pueblo a otro. Sí te puedo decir que, además del víncu-lo musical, tenemos buenas relaciones personales todos. Hace unos meses terminé de grabar dos temas de su más reciente disco, hicimos un par de conciertos juntos y los disfrutamos mucho.

En mis Valle, hay casi una orquesta. Somos cinco hermanos de los cuales cuatro estudiamos música totalmente; el único que no estudió en el conservatorio fue Moisés Yumurí, Pedro y Osvaldo, que son los mayores, estudiaron clarinete, saxofón y to-can la flauta; Luis el menor, y que vive en Japón, estudió trom-peta y este servidor, flauta. Mi papá solía decir que tenía cuatro músicos y un ingeniero.

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52 Dosier / Los Diego

¿Qué influencia tienen tus hermanos en tu formación profesional?Aunque mis dos hermanos mayores ya eran músicos el impul-

so inicial se le debe a una tía que pasaba temporadas en la casa. Eran tiempos de apagones –los de los comienzos de los 70 que inspiraron el tema “El mechón” de la orquesta Monumental, ¿te acuerdas de eso?– y yo cantaba, no tenía buena voz, pero dicen que era afinado, y ella insistió en que fuera al conservatorio; poco tiempo después mi hermano Pedro y Tony vieron una convocato-ria para estudiar música y me presentaron.

Que estudiara flauta fue obra de Osvaldo mi hermano, yo que-ría entrar en guitarra o en piano, pero las posibilidades de que me suspendieran eran altas; y ya había dos saxofonistas en la casa. Así entré en flauta en “Manuel Saumell”; éramos tres alumnos y el único que terminó los estudios fui yo. No vayas a pensar que fue fácil esa primera etapa.

Tuve que enfrentar algunas oposiciones y cuestionamientos; como tenía los dientes separados no podía tocar bien y amenaza-ron con darme baja. La solución que encontramos fue usar por dos años unos aparatos para corregir ese defecto, parecía una “maraca” con forro, porque era flaquito y cabezón, imagínate con ese apara-to; pero se trataba de tocar el instrumento y ya yo estaba apasiona-do con la música.

Además, a eso súmale el hecho de que vivía en Párraga; un lugar que para muchos en el Conservatorio era sinónimo de un barrio malo.

¿Y vivir en Párraga hirió tu orgullo o te generó marginación en esos años de estudio?

No es tan sencillo. El barrio de Párraga, en el que viví hasta que entré al Conservatorio –después salía a las siete de la mañana y re-gresaba a las siete u ocho de la noche–, era un barrio como otro cualquiera, yo tenía vecinos como El Niño Rivera; a Chicho el que fue bongosero de la banda del Benny (por cierto que en mi casa estuvieron un tiempo los bongoes y la campana de esa orquesta); Pedrito Calvo vivió por allá; Tata Güines y otras figuras.

Ocurre que la mayoría de mis compañeros de estudio, sobre todo de aula, eran de El Vedado o zonas cercanas y desconocían el lugar. Te cuento cómo era el barrio en que nací. La calle en que vivíamos se llama Estrella; una calle que terminaba en una furnia donde dicen que había calaveras y huesos; después la cementaron, hicieron un policlínico y ganó vida.

El cambio fue duro, en un comienzo la gente me miraba como un extraño y tuve que aprender otros “modales”. Además, existían determinados estratos, por así decirlo, sociales. Estaban los hijos de los músicos, los “de papá”, los elegidos y Maraca, que era el hijo de Pedro el carpintero.

Te imaginas que, por ejemplo, yo no tenía grabadora para oír música. Mi información básica era escuchar a la Aragón en mi casa –todos los domingos como la mayoría de las familias–; Palmas y cañas, los domingos a las siete de la noche y mucha radio. Sin embargo, tuve a mi favor que el contenido de los dos primeros años yo lo conocía y lo aprobé sin problemas. Mi ventaja en ese punto eran mis hermanos mayores.

Entonces, al final lograste integrarte.Sí, pero seguía siendo “el de Párraga”, con una ventaja y es que

maduré antes de tiempo. Desde el primer día yo iba solo a la escue-la. Ruta 2 para ir y para venir, me bajaba primero en L y 25, después pasaron la parada para la calle N y eso agregó dos cuadras, y cami-naba hasta F y 29, todos los días del curso; mientras que a muchos sus familias los llevaban en carro o simplemente caminaban unas cuadras.

¿Cuántas personas tú conoces que hayan hecho a pie el re-corrido de la ruta 2? Posiblemente pocas; una vez suspendieron las clases –había una movilización– y no había guagua, entonces yo arranqué de El Vedado hasta mi casa caminando (todavía me duelen los pies cuando me acuerdo); pero una cosa es caminar y

otra es caminar siguiendo el orden de las paradas de la guagua; pa-rada por parada. Si quieres te las recito, y eso que hace casi veinte años que no vivo en Párraga y me dicen que ya no existe la ruta 2.

Esa fue mi primera gira profesional. Cruzar media ciudad para llegar a mi casa y salir airoso.

De Saumell para Amadeo y de ahí para el ISA. Hablemos de esa etapa y qué influencias tuviste en tu formación final y en tu debut profesional.

Yo entré al ISA como alumno de Luis Bayard. Lo conocía por su trabajo, pero también por ser amigo de su sobrino Hammady, que es uno de los saxofonistas más completos que conozco. Cuando él me empezó a dar clases me abrió un mundo distinto –es uno de los mejores profesores que tuve– no en materia técnica, sino en el aspecto interpretativo. Para ese entonces, él era, además, profesor invitado en una universidad en Canadá y yo estaba deseoso de que me hablara de aquello, me trasmitiera sus experiencias. Recuerdo una vez antes de empezar las clases que me dijo que lo esperara que iba a desayunar algo a una cafetería que estaba cerca del ISA. Eso fue a las nueve de la mañana. Yo tuve tiempo de estudiar flau-ta, piano, enamorar en Artes plásticas, y hasta dormir y del profe nada, hasta que casi a las cinco de la tarde lo vi entrando en la es-cuela y me le acerqué preocupado, pero él era tan despistado que después de saludarme me dijo que fuera por su casa cualquier día de esa semana.

Te imaginas qué clase de despiste, pero tuve un gran profe-sor, no te olvides que la escuela de flauta que me influyó y en la que nos formamos muchos, fue la alemana; primero los profesores y después sus alumnos.

Y de ahí al jazz…Sí y no, antes me pasaron cosas increíbles, entre ellas mi debut

profesional. El músico tiene dos comienzos de su vida profesional: uno cuando entra a tocar en cualquier agrupación, no importa el

formato, se trata de tocar el instrumento; y el otro cuando cobra por vez primera por ejecutar el instrumento.

Por esa razón hay quienes con cuarenta o cincuenta años de vida llevan treinta de vida artística, y ahí entro yo, que ya me acerco a los treinta…

Lo primero que hice profesionalmente fue arreglar temas para un grupo musical al que entró mi hermano Moisés Yumurí como cantante. Era un grupo de aficionados del ISCA, la Universidad

52 Entrevista

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Agraria donde él estudiaba, que se llamaba Canto Libre, y que era el salón VIP de la música universitaria. Yo llegué a ese grupo por accidente, porque mi hermano me pidió que lo acompañara y me gustó lo que hacían, y así empecé una parte de mi carrera, que me premió luego, porque me dieron varias menciones como flau-tista. Ese fue mi debut como ejecutante y me quedé con ganas de salir en la TV.

El debut profesional fue con Mezcla, antes de que fuera cono-cido. Entré por Orlandito, Cubajazz; pero los intereses de Pablo Menéndez, el director, y los míos no coincidían. Él quería hacer música americana y necesitaba un tecladista y lo mío era el jazz. Recuerda que es el año 1985 y todavía no estaba abierto a la música cubana como lo hizo después.

Si lo que yo quería era dedicarme al jazz, el camino estaba en otra dirección, y entré en el grupo de Bobby Carcasés.

¿Tu paso por el grupo de Felipe Dulzaides es antes o después de graduarte?

Te voy a confesar algo, ese es uno de los momentos más hermo-sos e importantes de mi carrera profesional. Conocí a Felipe antes de graduarme; fui un afortunado. En los años que estudié, tanto

yo como muchos compañeros tuvimos la suerte de que llegabas a un lugar cualquiera y, una vez que el director o los músicos descu-brían que podías tocar algo, te dejaban un espacio y te invitaban a que regresaras. Eso hoy se ha perdido.

Fui con un amigo al hotel Riviera y allí estaba tocando Felipe con su grupo, Chicoy en la guitarra y Pérez Pérez en el saxo. Por pena no me acerqué a Felipe, pero mi amigo habló en mi nom-bre con Pérez Pérez y este a su vez habló para que me dieran un chance; cuando terminé, Felipe me dijo una frase que no he olvi-dado: “Cuando tú quieras y siempre que tú quieras puedes venir y descargar aquí conmigo, tienes las puertas abiertas.”

Le tomé la palabra y todos los viernes iba desde Párraga –en la ruta 68, que ya no existe– hasta el hotel Riviera. Además de la flauta, me hice de un saxo barítono, y lo estudié. Entonces como no tenía estuche lo envolvía en una funda junto con la flauta y el pícolo; y a tocar se ha dicho; pero el repertorio de ellos, que me aprendía en la semana, era complicado y muy diverso. Recuerdo a Pérez Pérez sentado mirándome tocar el saxo, qué clase de músico ese, es una pena que ya no esté. Esa es mi historia con Felipe Dul-zaides, todo un maestro de músicos y un jazzista tremendo.

Y lo del espacio, o el chance para el estudiante, ¿qué fue lo que cambió desde tu experiencia?

El cambio tuvo un origen económico, entre otros motivos. Yo descargaba siendo estudiante con Felipe o con el grupo de Bobby Carcasés y nadie estaba pensando en si pagaban o no; uno descar-gaba con los músicos del momento y aprendía, si conocías el reper-torio podías ser suplente; dominabas diversos repertorios y estilos. Hoy eso no es posible, hay muchas regulaciones y funcionan otras

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dinámicas sociales, puede que haya algún caso aislado; pero ya no se ve a los estudiantes esperando un momento para tocar con una agrupación cualquiera.

Volvamos a tu carrera, a Emiliano Salvador, tú fuiste parte de su grupo, ¿qué te aportó estar en su banda?

Mi primer recuerdo de Emiliano está en el bar Maxim. Allí tocó todo el mundo y siempre estaba lleno de gente. Yo tocaba en ese momento con Bobby y coincidimos allí una noche. Emiliano esta-ba sentado cerca de mí y me dijo: “¿A ti no te satura tanta músi-ca?”; no me dejó contestarle, cuando reaccioné se había sentado al piano, menos mal que estaba saturado de música…

Emiliano me aportó la disciplina profesional que después he aplicado en mi vida. Ensayaba todos los días hasta lograr la perfec-ción. Llegué a dominar no solo el repertorio, sino que me aprendí muchas de sus improvisaciones. Por ahí puede que encuentres al-gunas partituras de esa época y después te pongo temas suyos que poca gente ha escuchado.

Pero fue un hombre enfermo, el alcohol le hacía mucho daño, y aunque trató en ese tiempo de curarse, siempre tuvo sus recaídas. La última vez que toqué con él, en el teatro Mella, fue muy dolo-roso, porque él había hecho el compromiso de no volver a beber y antes del concierto se emborrachó de una manera muy fuerte, y Feliciano Arango –que era el bajista– se molestó tanto que se fue del grupo. Te puedo decir que en ese entonces no entendía el alco-holismo como una enfermedad y sí como un defecto de la perso-nalidad. Aquella noche fue el fin de ese proyecto llamado Nueva visión, que hacía un jazz de vanguardia, y fue también la noche de mi reclutamiento; la que cambió mi vida y me permitió realizar un sueño, tal vez el sueño de mi generación: ser un Irakere.

Ese es un tema que me gustaría tratar, ¿cómo llegas a Irakere, tus vivencias, tus frustraciones y qué te dejó esa etapa en tu vida profesional y personal?

A ese concierto en el teatro Mella fue la comisión de recluta-miento de Irakere (así les puse yo): Enrique Plá y Carlos Emilio Morales. Yo sabía que César López (Sócrates le decía Jorge Varo-na) ya había ensayado y debutado con Chucho y sus músicos días antes. Bueno, la comisión de reclutamiento me saludó y cuando terminó el concierto me dedicaron unos minutos y se fueron. Eso fue un sábado por la noche, al otro día me llamó César y me dijo que Chucho quería verme en su casa esa tarde de domingo.

Cuando llegué a su casa, en la calle Emilio Núñez –no se me olvida nunca–, estuvimos un buen rato conversando y me pidió que asistiera al ensayo del día siguiente; pero me aclaró que era para que tocara teclados. En ese momento ya el Tosco y Germán Velazco se habían ido a fundar NG la Banda y con ellos se fueron Juan Munguía y Carlos Averhoff, que eran la vanguardia musical. Entraron César y Javier Salva, por lo que tenía un flautista, además de Carlos Álvarez en el trombón y Machado en la trompeta. Quería modernizar a Irakere para estar a la altura de los tiempos. Ocupé el puesto que Chucho reservaba para Pucho López, pero Pucho era cabeza y no aceptó.

Tanto César como yo estábamos más que listos para entrar a Irakere. César entró porque Hammady Despaine Bayard (Babú) declinó la propuesta pues le interesaba más trabajar con Habana Son y su mamá, Miriam Bayard; y yo fui reclutado.

Irakere es la banda a la que todos queríamos pertenecer en mi generación y nos sabíamos todo el repertorio; conocía de memoria todas las improvisaciones del Tosco en cada tema. Había logrado un sueño, pero no fue tan fácil. Primero ensayaba en la mañana con la cuerda en casa de Salva, frente a Tropicana, y después con todos los músicos, y al final del día con Oscar, las voces.

Tuve también la suerte de que Chucho me dejara, por momen-tos, ensayar en la orquesta desde el piano; él llegaba tarde y no se sentaba al piano, se dedicaba a observarme. Ah, y tenía otra tarea que era la de copiar y trascribir el repertorio de Irakere, pues de

muchos temas no había partituras. Eso me permitió dominar par-te de las claves de Chucho, pues al escribir un tema, tenía acceso a un nivel de información que no imaginaba.

Por otro lado, el hecho de ser nuevo hacía que no encajara del todo; quería tocar a mi modo, olvidando que aquellos temas no estaban escritos para Maraca. La solución fue ir tocando primero como el Tosco y después, poco a poco, adaptarlos a mi sonido; y resultó.

Hoy te puedo decir que Irakere era una banda indetenible en el jazz; que se fue envejeciendo a diferencia de Los Van Van que siem-pre se han estado renovando. César y yo le dimos cierto aire por lo aprendido con Bobby y Emiliano; pero el mundo estaba cambian-do y la electrónica se abría paso. En ese momento que estuve con Irakere fue la mejor banda de Cuba, hasta el año 1994 que me fui a realizar mi proyecto y a crear mi espacio.

¿Qué te dejó tu paso por Irakere, y me gustaría que me compararas, desde tu experiencia, sus distintas etapas?

Puedo comenzar por el final. Desde mi experiencia yo conocí tres Irakere. El primero, que es el fundacional, agrupó a los mejo-res músicos de aquel momento en todos los instrumentos. El se-gundo, más cercano a mí, es el de Germán y el Tosco, fue donde Chucho demostró que no estaba para nada vencido por la salida de Paquito y Arturo, y que fue indetenible en lo popular. Ahí están los discos y los temas, esa es la época de “Stela va estallar”, de “Con-cierto para metales”; de temas como “Atrevimiento”, “Cimarrón” y otros donde tu vez la pluma de Chucho.

La tercera, que es la que me involucra, es donde Irakere sale de la popularidad nacional y se convierte en la banda musical cubana más internacional; eso nadie lo duda y mantuvo el rigor musical. Ahí están las partituras, los discos y los recortes de periódicos.

Tú formas tu banda en años de crisis económica y para hacer una música que no se acercaba a lo que estaba en el gusto de la gente. Me gustaría conocer “las trampas” o las claves que usaste; y por qué Otra visión.

Empecemos por el nombre. Yo había trabajado y formado parte del grupo de Emiliano Salvador que se llamó Nueva visión y que estuvo en la vanguardia del jazz latino en Cuba; es una pena que no hubiera trascendido en aquel momento. Emiliano, eso na-die lo discute, era un músico fuera de serie. Si iba a tener una banda, era para dar mi propia visión del jazz y de la música cubana que estaba sustentada en lo aprendido; y me lancé al ruedo.

Es cierto que fueron años duros, pero también fueron años en que hubo espacio para una música alternativa dentro del jazz. Considero que hice una timba distinta a la que estaba so-nando; más cerca de lo que aprendí en Irakere, mezclada con mis influencias.

Pero para llegar a tener mi propia banda, antes tuve que pasar y vivir algunos tragos amargos. No te voy a citar nombres porque no me interesa polemizar o entrar en careo, pero hubo tiempos en que me sentí marginado por ser flautista, porque lo que el “merca-do demandaba” eran saxofonistas y flautistas.

En honor a la verdad, como saxofonista lo hubiera hecho mal, lo mío es la flauta y la defiendo, tanto es así, que hubo momentos en que me tuve que decir: “Maraca, tú vienes de tocar la flauta en Irakere”, para seguir adelante.

La música que comenzaba a escribir y a tocar funcionó en el público. Eso fue más que suficiente. Así avancé y he llegado hasta el día de hoy. Mi fórmula creativa era hacer una música fresca y con calidad. La llamaría una timba de salón, si te gusta el término.

¿Y el Maraca productor discográfico cuándo aparece?En el 94, cuando me fui de Irakere, lo primero que me propuse

fue hacer un disco. Ya antes le había producido la música al primer disco de mi hermano Yumurí y estaba ansioso por hacer mi carre-ra. Entonces fui a la EGREM y hablé con Chacón, quien me instó a hacer primero la producción de un disco donde intervenían Tata

54 Entrevista

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La Gaceta de Cuba 55

Güines y Angá, y después haríamos el mío. Acepté, pero nunca se hizo el mío.

El resultado fue Pasaporte. No conocía a Tata y cuando empe-zamos a trabajar me reclamó que estuviera la clave; le demostré el porqué, y desde ese día fuimos grandes amigos. El disco fue una producción de lujo por las figuras que participaron, te nombro al-gunas: Merceditas Valdés, Frank Emilio, Raúl Planas, Laíto Sureda y Richard Egües. Mi primer disco como productor fue un éxito de ventas, dicen que fue el disco más vendido de la EGREM hasta ese momento, y me dejó, además de satisfacciones personales, amigos inolvidables.

El disco debut de Maraca y su grupo lo produjo Bis Music, que comenzaba en ese entonces. Después llegaron otros, hasta que co-mencé a trabajar con Iré Production. Mi carrera discográfica me ha dado resultados imborrables.

Hablemos de cosas más terrenales. Digamos que de las preguntas ordinarias. ¿Quiénes son los flautistas cubanos que más te han influido o que más has admirado?

Indiscutiblemente, Richard Egües, para mí el mejor flautis-ta cubano de todos los tiempos. Tuve la suerte de disfrutar de su amistad y de haber tocado su música y de aprender de ella; ade-más, recuerda que en mi ADN musical está haber escuchado a la Aragón.

Luego está Fajardo, lo conocí en Nueva York y tenía una ganas inmensas de venir a Cuba, si no hubiera muerto habría venido de visita –para ese entonces ya no tocaba como antes, le habían ope-rado el labio inferior. Con él tuve la experiencia de haberlo visto llorar cuando le toqué “Los tamalitos de Olga”; después me llevó a descargar con Johnny Pacheco, en un lugar donde estaba tocando un músico de la talla de Oscar Hernández, y fíjate si era un perso-naje que se paró y le hizo una seña y de momento el hijo de Pedro y Olga estaba en el escenario.

A Arcaño no lo conocí por un accidente, mi papá me quería llevar a conocerlo, no sé qué vínculo tenía con él, pero sí te puedo decir que esa experiencia no la tuve por mi culpa. Están también el Tosco y Alberto Corrales, grandes flautistas. Hay otros nombres que son imprescindibles como Cheo Belén, Belisario López y un largo etc.

Pero que no te quepa dudas, Richard Egües es por siempre el mejor flautista de Cuba, tanto clásico como popular. Además to-caba la flauta de madera y de sistema. Te puedo decir que estaba fuera de serie.

Frank Emilio y el danzón.Frank era un sabio, una gran persona. Recuerdo que en un Fes-

tival de Jazz Plaza, en medio de tanta descarga y tanta nota, Frank dijo que íbamos a tocar danzones. A mí me sorprendió y me dije este tipo está loco y el loco era yo. Se acabó aquello. Y fue uno de los solos de percusión hechos por Angá más impresionantes que he escuchado.

El danzón lo descubrí leyendo una revista Bohemia vieja donde encontré una partitura, y pasado el tiempo escribí “mi propio dan-zón” a dos flautas que toqué con mi hermano Pedro –por ahí está la partitura.

Volviendo Frank, me dijo un día que yo era charanguero, y no estaba equivocado. Yo oigo música de charangas creo que desde que estaba en el vientre de mi madre. Pero el danzón es una música violenta, espectacular y complicada. Tiene de música clásica, tiene de la historia de Cuba y te permite entrar en el campo del jazz, y admite cualquier cosa menos tocarlo mal. Si lo tocas mal no suena. Frank era como un padre. Murió de tristeza por causas extramusi-cales. Un día habrá que hacerle justicia.

Tata Güines.Mi padre musical. Yo lo llamaba y le decía: “Tata, vamos a to-

car en tal lugar, pero hay poco dinero…” y allí estaba él. Era un hombre muy inteligente y un músico fuera de serie. Hicimos cosas

maravillosas, lo mismo que con Changuito que mucha gente quie-re comparar con Tata, y es que son de generaciones distintas; pero dos sabios.

Jorge Varona.Todo un caballero. Creo que él no se sabía mi nombre, pero

te puedo decir que era un músico tremendo. Hay anécdotas de su vida que si las hiciera pudiera herir algunos orgullos, pero ten por seguro que era dueño de un sonido único. Dicen que su primer in-farto lo superó tocando, en el escenario; el segundo le sobrevino en un ensayo. Guardo buenos recuerdos del tiempo que trabajamos, y también de esa habilidad suya para tener mujeres hermosas en todas las ciudades del mundo.

Hace unos meses fue presentada una flauta con tu nombre, lo que te convierte en una marca. ¿Cómo llegaste a este proceso y qué resulta-dos te ha dejado, tanto en lo profesional como en lo personal? Y eres el primero en Cuba.

En ese caso soy un privilegiado, porque son pocos los que han tenido ese honor. Mis historias con las flautas son inolvidables. Tuve durante años la flauta que tocó el Tosco en Irakere, que se dañó en un concierto en Francia. Después compré dos: una por mi cuenta y otra a César López.

Con los años me invitaron a una convención de flautas que ha-cen en la ciudad de Washington a la que acuden todos los músicos y fabricantes del mundo. Allí se encuentran flautas de todos los precios posibles y mucho más, pero también se reúnen los mejores flautistas del mundo, ejecutantes y profesores.

Me invitó una compañía –ellos además de pagarlo todo no sa-bían quién yo era, y mi fin era buscar una flauta bajo y otra que sustituyera la que tenía– como consuelo fui al final a verlos y una flautista que trabajaba con ellos, además de mostrarme su flauta y dejarme tocar con ella, me la regaló. Después visité la fábrica y pro-bé varias flautas, hasta que una de las expertas me trajo una flauta que sonaba como yo quería. Firmamos contrato (que incluía todos los tipos de flautas que existen) y ellos me mandaron dos modelos, una de estudiante y otra clásica. En resumen, pasó el tiempo y nos vimos en Nueva York hace un año y terminamos de encontrar la adecuada. Vamos a ver qué le depara el futuro a esta flauta.

¿Qué le queda a Maraca por hacer en la música, por tocar y hacer en el ámbito cubano?

Música para cine; he tenido la suerte de que muchos temas que he hecho estén en películas, pero no he escrito música para cine o teatro. El más reciente trabajo fue en la película de Santana, Bailan-do con Margot, en la que Rembert Egües hizo la música y me per-mitió tocar un danzón para resumir todo esto que te he contado.

A estas alturas de la vida, a los cincuenta años, me veo igual que cuando tenía nueve años y entré al Conservatorio. Pasé del corretaje sonoro a la tranquilidad musical. He vivido la música como he podido y considero que en música lo principal es la verdad. Esa verdad que te da el estudio, las vivencias.

Creo haber tocado la flauta con placer y haberme diferen-ciado de mis contemporáneos y de quienes me precedieron. ¿Habré creado un estilo?, tal vez, eso lo dirá el tiempo. Hasta este momento me siento satisfecho y complacido.

En la música cubana lo he tocado todo, pero honestamente, te puedo decir que necesito volver a tocarlo.

La flauta es mi vida, es lo segundo más importante después de mi hija. El hijo de Olga y Pedro busca siempre regresar a sus orígenes –que están en Párraga, ahí empezó todo–, tener pre-sente que cuando no quede nada más que la música cubana y el jazz, ahí estará con la flauta, la energía y los deseos de no que-darse quieto. Que lo entiendan o no, eso no me preocupa.

Yo soy un músico y la flauta es mi forma de hacerme sentir, de expresarme y de socialmente estar presente, de aportar a la cultura de mi nación. ¿Quieres algo más importante para un hombre de estos tiempos? <

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Al morir, el pasado 8 de abril, el poeta Frank Abel Dopico (Santa Clara, 1964-2016) ya había rebasado la impiedad de no ser nadie. Se adentró en la nada habiendo sido muchas cosas: poeta, amigo, camarada, bohemio, sepulturero, amante, maestro, alumno, hijo de todo el que se nombrara su padre, hermano de quien lo proclamara, enemigo de casi nadie, bromista, declamador incandescente, filósofo de los de entender la vida sin ceñirla a teorías… Su primer gran libro, El correo de la noche, termina con un verso que hoy sabemos premonitorio: “En un lugar de mi vida hay un re-vólver”, aunque ahora comprendamos también que un revólver no siempre es un arma de fuego, pues igual puede adquirir tonalidades líquidas y vaporosas, y encerrarse en envoltura de cristal.

En 1983 llegó al taller literario de Santa Clara; en 1985 ganó el premio nacional de talleres literarios; en 1988 el David con El correo de la noche (también Premio de la Crí-tica); en 1989 el de la Ciudad de Santa Clara, con Algunas elegías por Huck Finn, y en 1991 su Expediente del asesino re-sultó finalista en el Premio de la Crítica. Entre 1994 y 2008 vivió en España. La Editorial Capiro, entonces, le publicó Las islas del aire (1999). De su período español solo sabe-mos por ahora que en 2005 ganó el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Santa Cruz de la Palma (Canarias), con El país de los caballos ciegos, y que en 2006 su cuaderno “Contrarcadia” resultó finalista en el Premio Internacional de Poesía “Jaime Gil de Biedma”, de Segovia. Tras su re-greso a Cuba publicó, por Ediciones Unión, Los puentes de Arcadia (2011).

En su última etapa, ya con la salud quebrantada, tuvo caídas y recomposiciones, hasta el triste desenlace, prema-turo y cruel pero al parecer deseado. O buscado.

Nunca le faltó una mano solidaria.Entre su papelería hallamos –escritos a mano– algunos

poemas que, según un índice también manuscrito, pensaba organizar como libro con el título de“Dinosaurios en flor”. Los poemas que ahora presentamos pertenecen a “Contrar-cadia”, aún inédito. Ojalá que en el correo de la noche (su noche eterna) un día le llegue la noticia de que logramos recopilar y publicar toda su obra.

Ricardo Riverón Rojas

<

Frank abel dopico

56 La Gaceta de Cuba

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La Gaceta de Cuba 57

Cómo sigues lloviendo en mi humedad interior, hembra mayúscula,

esclava del crepúsculo, dueña de mis huesos.Ser esdrújulo soy, asonántico, con un licor rodante hacia tus iras.Yo no te amo porque seas el amor.Acaso por la lluvia que baja desde ti.Pero te amo en el truenoy en el relámpago sufro.

No eres tan diferente

No eres tan diferente de quien quisiste ser.Al menos sabesque los molinos de viento siempre serán gigantes.Adentro de tu carnetus pasados se miran. Dentro de ti nunca te prometiste serel inicio y el fin: quisiste ser el viaje, el vuelo, el camino.Y eso eres.Te escoltan tus amores y tus odios y odias a tus odios y amas

a tus amores.

No eres tan diferente de quien quisiste ser.Una mujer desnuda es tu peligro escaso.La sendade unos pechos. La saliva fugaz de las estrellas agrias.Los ojos con que te miras mejor que en un espejoson los ojos que están mirando tu resumen, desnudos, deseando.

El pez de plata

Como un león sin mundo en que rugir.Como una espada que soñó ser nube.Como un manicomio vacío a la orilla de un lago.Como una guitarra que respira y mata.Como un cíclope dormido.Como los pies de un ciego emergiendo en la lluvia.Como Holofernes ofreciendo a las estrellas el corazón muerto

y rotundo de Judith.Como una hora perdida, huérfana del reloj.Como el espejo que descubre su lado femenino.Como el árbol que, a punto de morir, reclama un pájaro.Como una lágrima envuelta en una manta, con una cadenita

al cuello,que se deja a hurtadillas ante la puerta de nadie.

Te pareces un poco a quien tiró la piedray a quien la recibió.Te pareces otra veza quien pensó que el mundotampoco es diferentede lo que quiso ser.

Columpio III

Hay amores que bastan para una novelapero jamás para un versoy amores que al final de una novelase deshacen en un versocomo ya hubieran querido Eliot o Quevedo.El amor que nace verso.El amor que nace novela.

Todo está en elegir correctamente el género.

Menos mal que no me están oyendo III

Si los dioses fueran unos tipos lógicospermitirían cierta modalidad de canibalismo.(Así aliviaríamos algunas hambres).Al menos sería como el canibalismo de los grandes despachos

de este mundo.Por ejemplo:Hembra, 24 años, lectura de Proust: cincuenta céntimos/

kilogramo.Macho, 32 años, lectura de Basho: veinte céntimos/kilogramo.Tal ministro, 70 años, anoxia tisular: gratis.

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El director de fotografía de cine Roberto Fernández Lumini-to falleció el 26 de abril en Miami, a los setentainueve años. Muy joven, en 1961, ingresó en el ICAIC. De 1964 a 1979 traba-jó como camarógrafo del Noticiero ICAIC Latinoamericano, y en documentales de Santiago Álvarez, como Cuba 2 de enero (1965), Cerro Pelado (1966) y Piedra sobre piedra (1970). Asimis-mo, fue operador de cámara en los largometrajes de ficción Guardafronteras (Octavio Cortázar, 1980), Los pájaros tirándo-le a la escopeta (1984) y Melodrama (1995), ambas de Rolando Díaz, y director de fotografía de La vida en rosa (Luis Felipe Bernaza, 1989). En 2015, en Mérida, donde residió por varios años, se estrenó el documental Una mirada detrás del lente, que recorre su obra cinematográfica, profesional y artística.El 1ro de mayo falleció en La Habana a los sesentaiocho años el re-conocido músico Sergio Vitier. Su búsqueda de nuevos sonidos y su rigor artístico caracterizaron sus composiciones, que han transitado por diversas manifestaciones como la danza, el teatro, el formato sinfónico y el cine, dentro del que destaca su aporte como autor e intérprete en el Grupo de Experimentación Sono-ra del ICAIC, y su incursión en la realización de bandas sonoras para filmes como De cierta manera (Sara Gómez) y Roble de olor (Rigoberto López). A propósito de su Premio Nacional de Músi-ca 2014, La Gaceta de Cuba, en su tercer número de 2015, publicó un texto de Rosa Marquetti sobre su obra.El poeta, periodista e investigador Bladimir Zamora Céspe-des murió el 5 de mayo a los sesentaicuatro años de edad. Bladi, como cariñosamente le decían, formó parte desde joven de una revista que convirtió en su razón de ser, El Caimán Barbudo. Fue crítico especializado en música popular y pro-motor de cantores y poetas. Entre sus compilaciones litera-rias resaltan Poesía cubana: la Isla entera (1995), Sin puntos cardinales (1987), Papeles de Panchito (1988) y Los olores del cuerpo (2012). La dramaturga Maité Vera, una de las más prolíficas autoras de guiones para la televisión cubana, falleció el martes 10 de mayo en La Habana, a los ochentaicinco años de edad. En-tre sus más recordadas telenovelas se hallan El viejo espigón (1985), Lo que me queda por vivir (2005), Al compás del son (2005), y Cuando el amor no alcanza, su última entrega, tras-mitida el pasado año. Su obra, de acuerdo con el crítico Joel del Río, refleja ese “entramado de conflictos, identificaciones y moralejas concernientes a la intimidad de muchísimos cu-banos y cubanas.” <

obituario

el 28 de marzo conocimos de la muerte del ci-neasta Rogelio París, director de filmes entre los que destacan las ficciones Caravana (1990) y Kangamba (2008), y los documentales Mercedes Sosa (1974) y su notable ópera prima Nosotros, la

música (1964). En 2005 La Gaceta de Cuba, en su número uno, publicó una entrevista al cineasta sobre ese comienzo, realizada por Félix Contreras e incluida en el segundo volumen de Para verte mejor (Ed. ICAIC, 2015).Días después, el 1ro de abril, falleció en Camagüey a los no-ventainueve años la llamada vedette negra de Cuba, Candita Batista (1916). Comenzó su vida artística en 1932, y su talento y larga carrera la llevó a compartir junto a Rosita Fornés, Er-nesto Lecuona, Lola Flores, Nat King Cole y Bola de Nieve, y a presentarse en diversos escenarios de Latinoamérica y Euro-pa. Sobresale su paso por el teatro Olympia de París, donde cantó con Maurice Chevalier y Charles Aznavour. Su memo-rable interpretación del bolero “Angelitos negros” pertenece a los anales de la música cubana.El 5 de abril supimos de la pérdida del destacado director, realizador y guionista de cine y televisión Eduardo Moya. For-mado como realizador en el ICAIC y luego en la Televisión Cubana, estuvo a cargo de diversas series y dramatizados muy celebrados, como Los comandos del silencio y Algo más que soñar. Recibió el Premio Nacional de Televisión en 2008.El 8 de abril falleció en Santa Clara el poeta y editor Frank Abel Dopico. Fundador en 1990, junto a Ricardo Riverón, de la Edi-torial Capiro de Villa Clara, publicó varios poemarios desde los años 80. Residió en España y en 2008 retornó definitivamente a Santa Clara. En 2011 publicó el que sería su último libro de versos: Los puentes de Arcadia, editado por Ediciones Unión. En este número le rendimos homenaje.El cineasta Julio García-Espinosa murió en La Habana el 13 de abril. Fundador del ICAIC y su presidente por algunos años, Premio Nacional de Cine 2004, cuenta con una obra sobre-saliente dentro del Nuevo Cine Latinoamericano, en la que figuran la fundacional El mégano, así como Aventuras de Juan Quin Quin (1967) y Reina y Rey (1994), entre otras. Fue autor de textos como “Por un cine imperfecto” (1969), “Un largo ca-mino hacia la luz” (2000), donde expuso algunas de sus ideas sobre el séptimo arte que son hoy importantes referencias en el estudio del cine de la región. La Gaceta de Cuba publicará próximamente un homenaje por su 90 aniversario.

58 Obituario

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La Gaceta de Cuba 59

©ríticalibros

59 Piedras y sombras.

Plazas de La Habana Vieja, de

Maritza Verdaguer y Serguei

Svoboda Verdaguer.

60 En busca del

unicornio, de Graziella

Pogolotti.

61 Presencia negra

en la cultura cubana, de Denia

García Ronda.

62 Las viles

maniobras, de Nelson Simón.

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2016mayo/junio

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Un libro diferente

Bajo el novelesco rótulo de Piedras y sombras. Plazas de La Habana Vieja, las Edi-ciones Cubanas de ARTEX

nos ofrecen un título que, a primera vista, podría parecer algo ya cono-cido. Pero en realidad estamos en presencia de un libro diferente. Su ar-gumento se sumerge en el contorno de las plazas habaneras, esos espacios públicos primigenios que, arrancando de la Plaza de Armas, y continuan-do en la Plaza Nueva (hoy Vieja), de San Francisco y de la Ciénaga (hoy de la Catedral) fueron conformando y consolidando el tejido urbano de la ciudad antigua, otorgándole además una especial condición policéntrica, sin paralelo en las urbes españolas en América.

Al estudio de las plazas del Centro Histórico se han consagrado volúme-nes esenciales, desde los estudios pioneros de Emilio Roig, pasando por las minuciosas revisiones de Joaquín Weiss, hasta los eruditos ensayos contemporáneos de Carlos Vene-gas. Sin embargo, este libro, si bien toma elementos informativos de aquellos que he mencionado, es un texto diferente. Se trata de un libro especial por variadas razones; en pri-mer lugar porque su origen se debe a una pareja autoral infrecuente: una

madre y su hijo. Arquitecta ella, dra-maturgo él. Santiaguera ella, habane-ro él. Dibujante ella, narrador él.

Ambos nos proponen un recorrido de múltiples dimensiones espirituales por las plazas del Centro Histórico. Es un panorama ondulado que se vislum-bra y se disfruta en diversos planos de lectura: el histórico, el urbano, el artís-tico y el narrativo. Cada uno de ellos complementa al otro, y entre todos van bordando una fina urdimbre que, cual fría llovizna invernal, nos va pe-netrando por todos los sentidos, para devolvernos una imagen personalísi-ma y fantástica de la ciudad.

Los elegantes dibujos de Maritza Verdaguer Pubillones, son parte ya del imaginario visual urbano de La Ha-bana. Y lo son precisamente por eso, porque no pretenden ser realistas en un sentido estricto, sino que, al con-templarlas, estas hermosas plumillas nos evocan los siglos precedentes y despiertan en nosotros esa nostalgia que solo se siente por aquello que alguna vez se tuvo y hoy se ha per-dido. Lo que más me atrae de estos apuntes, es justamente su enigma, la mirada subjetiva y oblicua que nos ofrece de lugares mil veces visitados, pero que aquí aparecen desde un án-gulo imprevisto o una zona secreta, con fulgores de aquellos inquietantes

grabados renacentistas que nos dejó el italiano Piranesi.

Tal es el caso del interior de la torre campanario de la Catedral, la pequeña escalinata de acceso al templo desde la calle San Ignacio, el escondido callejón de Tenaza, la efi-caz escalera interior del Palacio de los Capitanes Generales, la espléndida sucesión de arcos barrocos del Pala-cio del Segundo Cabo, la altiva verja del Templete, la misteriosa torre de la Giraldilla o los renovados portales y los sorprendentes vitrales de la Pla-za Vieja. En este último espacio, un restituido Hotel Palacio Cueto nos recrea, y al mismo tiempo nos anticipa, la extraordinaria fachada art nouveau, que recuperará una vez terminada su restauración.

Acompañando los dibujos de su madre, las narraciones breves de Serguei Svoboda Verdaguer son una sucesión de historias minimalistas que pudieron ocurrir en estos mis-teriosos ámbitos, una exquisita y re-veladora muestra de las obsesiones y angustias, temores y esperanzas, certidumbres y flaquezas de quie-nes los habitaron o caminaron sus calles. En muchos casos son piezas de tono intimista y de una extraña ternura, con finales inesperados y un lirismo conmovedor. Si hubiera que seleccionar un tema que las re-úna a todas, ese asunto sería invaria-blemente la pasión. Esa pasión que salva la honra de Aquilino Morazén y Bernardo Montero, que nos revela el secreto del secular guardián Clodo-miro, que nos muestra el ardor luju-rioso de don Miguel Tacón y Rosique o que conduce a la locura de Aníbal al pie de la Giraldilla. Son relatos de una gran intensidad dramática, no exen-tos de humor, erotismo y fina sensibi-lidad. Quizás la narración final, donde el fantasma del escritor corre por caminos y plazas en pos de un perro ca-llejero, y en la que todas las historias confluyen, sea el mejor ejemplo de

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60 Crítica / mayo-junio 2016

}esta comunión de plenitud humanis-ta y destreza literaria.

Estamos en presencia de un libro fascinante y lleno de amor. De amor por la ciudad, sus rincones, sus at-mósferas, sus rituales, sus imaginarios urbanos y sus ocultas pasiones. De amor también por su belleza, su per-severante y cuidadosa recuperación; y por todos esos atributos, tangibles o etéreos, que nos hacen apreciarla y servirla, que nos duela su deterioro y que nos conmueva su espléndido linaje de ciudad puerto, ciudad plaza, ciudad mujer, ciudad épica, ciudad mística, ciudad mágica…

Este es un libro para ser disfruta-do como un objeto de rara belleza, para guardarlo entre los tesoros de la biblioteca, para no prestarlo a nadie o para obsequiarlo delicadamente a una persona inolvidable. Desde sus páginas Maritza y Serguei nos invitan a un viaje invisible por las plazas haba-neras, entre sus apretadas callejuelas y sus esquinas rumorosas, como quien sueña un sueño. De ese estupendo recorrido volverán siendo mejores se-res humanos, y queriendo más a esta esplendorosa ciudad.

Félix Julio Alfonso López(Santa Clara, 1972).Historiador, profesor y ensayista.

Encontrar el unicornio para ser mejores cada día

Sobre un fondo con ciudad que puede o no ser La Ha-bana, se impone un prego-nero.1 Abocinando la voz,

grita, o al menos pretende hacerse escuchar. Son estas las imágenes que conforman la cubierta de un volu-men que agrupa sesentaicinco cró-nicas aparecidas en el diario Juventud Rebelde, desde el 29 de octubre de 2006 hasta el 23 de agosto de 2015,2 debidas a la gran intelectual cubana Graziella Pogolotti.

Encontrar al mítico unicornio fue sueño de la antigüedad: para curar heridas, por su belleza, fuerza e inde-pendencia. A sumarnos a ese sueño y más nos incita la autora, al cobijar es-tas crónicas bajo el título de En busca del unicornio, de ahí que explicitara, al término de la presentación, y mien-tras se celebraba la 25 Feria Interna-cional del Libro de La Habana, que uno de sus mayores deseos era que los lectores se encontrasen a sí mismos en el decurso de sus páginas. Para propiciarlo, casi sin excepción, los tex-tos que las engrosan son un llamado reflexivo; una especie de examen de conciencia sobre el entorno nacional en los tiempos actuales; nuestros comportamientos como individuos de esta contemporaneidad inmersos en una constante demanda de res-puestas, ante el día a día cada vez más cuestionador e incierto.

La vasta cultura, el arte de conven-cer, la poesía subyacente, el proverbio educativo y la diafanidad conceptual se conjugan magistralmente en la prosa de la ensayista que es, al mismo tiempo, una excepcional pedagoga. No impera un esquema constructivo en la redacción de las crónicas pero sí resulta una constante el hilvanar los temas de la realidad nacional e inter-nacional con anécdotas o pequeños pasajes biográficos que humanizan a plenitud el discurso periodístico. Así, temas tan caros como la importancia de una infancia feliz, acompañada de lecturas instructivas y de una familia atenta a la educación ética, capaz de orientar sin presiones el equilibrio entre el aprendizaje y el placer, se

despliegan con la misma cercanía afectiva que acompaña el abordaje de hitos de la historia y el arte, con sus protagonistas; la identidad nacional; la confluencia de generaciones; cir-cunstancias constantes a las que se ve abocada la humanidad, al margen de los espacios y las épocas, etc.

A excepción de algunos pocos tex-tos como “En busca de la felicidad”, “El arte del ajedrez”, “Pedagogía e integración latinoamericana” y “La fascinante aventura de la historia”, el grueso de los que integran el volumen parecen haber sido escritos para ser leí-dos y comprendidos a cabalidad bási-camente por “Nosotros, los cubanos”. Y no por el medio de divulgación para el que fueron destinados (el cual no in-valida la lectura internacional) sino por-que la autora no deja de insistir sobre aquellos aspectos medulares de la vida diaria cubana, sus peculiares contextos sociales, las estructuras educacionales y culturales en perenne trasformación, los logros y las deficiencias, en aras de que reflexionemos como ciudadanos de una nación y una patria. Por ello he tomado como préstamo para mi afir-mación el acertado subtítulo con que, a instancias del insigne escritor Cintio Vitier, apareció la segunda edición del estudio de Guillermo Rodríguez Rivera Por el camino de la mar.3 Graziella Pogo-lotti no persigue como el poeta y ensa-yista Rodríguez Rivera definir o teorizar sobre quiénes somos, qué fuimos y por qué, más allá de los innumerables trazos y pinceladas de nuestra historia que pueblan las páginas de En busca del unicornio, pero sí brinda lecciones acerca de cómo ser mejores cada día, de maneras de construir y reconstruir, una y otra vez, la nación que nos abri-ga, y para saber edificar nuestros pasos en tanto seres de esta tierra. Así, con una positiva visión de que el futuro se puede enmendar exhorta a “inventar una pedagogía para el buen vivir que no mutile la imaginación, que recupe-re el placer de la lectura, la facultad de soñar”.4

En torno a la insoslayable relación entre la escuela y la familia, el enri-quecimiento espiritual favorecido por

Hasta el 30 de abril el teatro parisino Chatelet presenta Car-men, la cubana con dirección del británico Christopher Renshaw, inspirado en el musical Carmen de Georges Bizet, pero con diver-sos arreglos de mambo, salsa y chachachá.

Renshaw –cuatro premios Tony en 1996 por su King and I y exi-toso autor de We Will Rock You sobre la banda británica Queen– viajó en 2014 a La Habana para inspirarse, y el resultado es una Carmen ambientada a finales de los años 50 durante el ocaso de la dictadura de Fulgencio Batista. Un conjunto de dieciséis baila-rines, trece músicos y un elenco de actores-cantantes de Cuba y los Estados Unidos son los llamados a desplegar la variedad de ritmos cubanos.

En esta versión, Carmen (Luna Manzanares) es obrera en una fábrica de puros en la zona oriental y tiene un enamorado, José (Joel Prieto), que es un soldado de Batista; también el torero en la ópera de Bizet es ahora un boxeador, El Niño (Joaquín García). La orquestación y los arreglos musicales de Alex Lecamoire, neoyor-quino de padres cubanos, adaptan los principales momentos de la obra original a la música cubana, de la que finalmente la obra busca ser una especie de enciclopedia. Si el musical logra el éxi-to esperado en París seguirá itinerando, según ha anunciado su director, quizás presentándose en Alemania e Inglaterra en 2017.

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La Gaceta de Cuba 61

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buenas lecturas y profesores con voca-ción, y los logros que ello implica para la sociedad toda, la ensayista reitera, amplía y observa desde distintos án-gulos. Es este el tema más recurrente y con el que se siente, sin duda, más a sus anchas, de manera que lo expone mediante reseñas de libros, recuerdos de sus primeros estudios y lecturas, semblanzas de autores y maestros, así como sugerencias y recomendaciones dignas de ser tomadas en cuenta de inmediato. Escuchémosla: “Es la hora de afincar en cada personita la con-fianza en sus propias capacidades, de promover acciones que trasformen los sentimientos solidarios en un re-flejo condicionado, de incentivar el interés por el entorno, por el cuidado de la naturaleza y la ciudad, eslabones primeros del amor a la patria”.5

Algunos pasajes que nos remon-tan a la vida y experiencias de la autora nos hacen evocar Dinosauria soy, sus espléndidas memorias publicadas en 2011. Allí, al cierre, ella afirma que su vocación de maestra procede de su perenne curiosidad por todo lo que acontece. La variedad de temas de En busca del unicornio y el arte magisterial con que son desarrollados confirman sus palabras; de igual manera este volumen de Ediciones Unión permite corroborar cuán gratificante es hallar la combinación en el periodismo, de

honestidad, compromiso e infatiga-ble persistencia en la mejoría del ser humano. “Elogio de la curiosidad” es justo la crónica final de este volumen y en su último párrafo aparece una sen-tencia que al mismo tiempo no puede ser mejor para calificar el vigor de toda la obra de Graziella y de lo cual dan fe estas páginas suyas publicadas: “La curiosidad es virtud cuando estimula el aprendizaje de la realidad social y natural, impone la mirada introspec-tiva en el conócete a ti mismo, fuente de toda sabiduría, cuando convertida en cultura, incita a la permanente problematización de los hechos en un mundo nunca perfecto, pero siempre perfectible”.

Vitalina Alfonso(La Habana, 1960).Crítica y editora.

1 Reproducción de una serigrafía de Nel-son Domínguez, fechada en 2001.

2 Las primeras publicadas no fueron sema-nales. Luego ya se convirtieron en crónicas dominicales de muchos seguidores.

3 Publicada por Ediciones Boloña en 2006. La primera edición fue en el año 2005.

4 “¿Buen vivir o consumo cultural?”, En busca del unicornio, Ed. Unión, La Habana, 2015, p. 95.

5 “Confesiones de una maestra”. Ob. cit., p. 28.

Líneas para otra lectura de la historia

En un blog que emite noticias de actualidad se pu-blicó una reflexión

sobre la tertulia Reyita or-ganizada por la red Afro-cubanas, activistas por la equidad racial y de género. Dicho evento motivaba una reflexión en la autora del artículo sobre los prejuicios raciales en Cuba, los avan-ces y los obstáculos para su erradicación. Al final del tex-to, como es habitual en las publicaciones digitales, ha-bía un grupo de comenta-rios: “es mejor ni comentar para no desarmar, cada uno de los supuestos argumen-tos. Me parece más opor-tunismo que convicción por parte de estos grupos” de-cía el primero mientras otro usuario afirmaba: “Yo viví en Cuba 33 años de mi vida y no recuerdo una sola manifes-tación de racismo. Lo más semejante a ello que conocí fueron expresiones en tono de broma y chistes”, le se-guía un debate acerca de la existencia de racismo o no en nuestro país.

La Revolución cubana ini-ció su andar con un conjun-to de políticas integradoras, pero heredó jerarquías de los regímenes anteriores que diferenciaban unos grupos de otros, especial-mente en el orden de lo simbólico. Asentada sobre prejuicios, se integró en nuestro discurso cotidiano, a pesar de que el orden pú-blico marcaba su filiación a la izquierda universal y a su ideología. Heredamos tam-bién sucesivos olvidos en detrimento de las diferen-cias raciales, como dijera Nicolás Guillén: “¡El apellido entonces!/ ¿Sabéis mi otro apellido, el que me viene/

de aquella tierra enorme, el apellido/ sangriento y capturado, que pasó so-bre el mar/ entre cadenas, que pasó entre cadenas sobre el mar?/ ¡Ah, no podéis recordarlo!/ Lo habéis disuel-to en tinta inmemorial”.1 Es que por varios siglos, el colonizador occidental, propuso su historia como universal, se estudia Latín o Griego en la ca-rrera de Filología como asignaturas base, mientras estudios de lenguas de origen africano con innegable va-lor para la construcción de nuestro paisaje lingüístico tienen un papel relegado.

Aportando su esfuerzo para in-cidir en esta cuestión la Fundación “Nicolás Guillén”, heredera de la impronta literaria y del legado ideo-lógico de nuestro poeta nacional, organizó para el espacio televisivo Universidad para todos en 2013 un curso centrado en el papel de la población negra en nuestra historia sociocultural. Fue presentado como “Aquí estamos: presencia negra en la cultura cubana”2 con una ilustre lista de conferencistas, entre los que destacaron Nancy Morejón, Miguel Barnet, María del Carmen Barcia, Fernando Martínez Heredia y Denia García Ronda, directora del programa académico de la Funda-ción. De fondo no tenía el simple objeto de realzar los valores del negro sobre el blanco sin “desear la cristalización en el hombre blan-co de una culpabilidad respecto al pasado de mi raza”, como dijera Frantz Fanon,3 pero sí apuntaba a la civilización europea y a sus repre-sentantes como responsables del racismo colonial.4

En este año 2016, desde Edicio-nes Sensemayá de la Fundación “Nicolás Guillén”, coordinado por la propia Denia, nos llegan estas con-ferencias trasformadas en un libro: Presencia negra en la cultura cubana. En sus páginas encontramos análi-sis de varios momentos de nuestra historia, ordenados metodológica-mente en tres partes, Colonia, Re-pública y Revolución. El esquema crítico que se sigue para mostrar

Hasta el 26 de marzo pasado la Galerie Lelong, de Nueva York, aco-gió la muestra Ana Mendieta: Experimental and Interactive Films, que reunió trabajos tempranos de la artista. Quince obras –nueve de las cuales permanecían inéditas– que revelan sus innovaciones en el uso de la tecnología y que han sido trasferidas a formato digital.

La exposición es la primera exhibición a gran escala que la galería neo-yorquina dedica al trabajo fílmico de Mendieta, quien creó más de un centenar de filmes en su corta vida. Un grupo de trabajos desconocidos fueron recientemente descubiertos cuando el Estate de Ana Mendieta Collection, junto a la Galería Lelong, trabajó en la catalogación y en la pre-servación de dichos fondos. Entre los recién descubiertos destacan: “Sin título” (1971) –realizado con veintidós años cuando era una estudiante en la Universidad de Iowa; “Moffit building piece” (1973); “X-ray” (ca. 1975) –único video que en la muestra incorpora sonido–; y “Butterfly” (1975).

Además de las proyecciones, la exposición incluyó objetos de la ar-tista y material de archivo, y se suma al interés de otra gran exposición que bajo el título Covered in Time and History: The Films of Ana Mendieta fue organizada por la Nash Gallery de la Universidad de Minnesota. Asi-mismo, en los últimos dos años, la Hayward Gallery de Londres exhibió la primera retrospectiva de esta artista (Ana Mendieta: Traces) en Ingla-terra, y el Castello di Rivoli en Turín (Italia), otra muestra antológica con el nombre de Ana Mendieta: She Got Love.

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62 Crítica / mayo-junio 2016

la realidad es notable, por ejemplo, Jesús Guanche advierte que: “Es una ausencia estadística que no se recoja la diversidad lingüística del país y se dé la falsa información de que todos, sin excepción, somos hablantes de la variante cubana del español, cuando en realidad mu-chas personas hablan como lengua materna inglés, creole, e incluso otras lenguas de acuerdo con sus ancestros”.5

La llamada de atención que se realiza a cosas aceptadas como “naturales” marca el paso de cada exposición, el maestro Mario Cas-tillo alude a la falsa creencia en la superación del racismo por la Revo-lución6 que con su innegable orien-tación humanista tuvo en su seno una errónea comprensión del pro-greso, la nación o la modernidad en relación con la religión y otras prác-ticas tradicionales: “todavía se oye decir que los niños no deben salir a la calle el 4 de diciembre, porque pueden correr riesgo de ser secues-trados para ser utilizados en diver-sos sacrificios”7 expresa la doctora Lázara Ménendez en este sentido. El brujo ha sido tratado hace ya varios siglos en oposición al sacerdote y posteriormente a 1959 “la religión fue considerada como un resultado enajenado del contacto del sujeto con su realidad. Esta percepción va a marcar toda una trayectoria en relación con la visión oficial de las religiones […] Esa manera de en-tender la religión desató presiones en contra de la población religiosa, no por su proyección social, ni por otras razones, sino por su credo. Los religiosos recuerdan hoy esa etapa de los 60 y los 70 como un período oscuro, difícil”.8 Aunque en la ac-tualidad, partiendo de un proceso catalizado en la década de los 90, donde la religión es ampliamente aceptada, sus líderes tienen recono-cimiento y voz en nuestro espacio nacional o fuera de él, es más difícil combatir los prejuicios resultantes de viejos discursos.

En el libro también se plantean cuestiones de orden jerárquico en lo artístico y en lo cultural. He vivido varias experiencias donde personas para mi pesar, jóvenes y universita-rios, discutían a la rumba el valor de su musicalidad por su origen popu-lar. Incluso determinados conceptos en la cotidianidad están construidos desde el coloniaje. Un hecho que no es nuevo, como expresa la doctora Ana Cairo mientras hace referencia a un debate producido en 1927 entre “Eduardo Sánchez de Fuentes […] iniciador de los conciertos de mú-sica típica […] con el joven músico Moisés Simons (hoy solo recorda-do como autor del famoso pregón

‘El manisero’ […] sobre si la rumba, el son, los géneros que tenían una fuerte impronta de la percusión traída por los africanos, era música bárbara o no, o si era música cubana o no […] si esa percusión, que había venido a partir del impacto de los africanos en América, era legítima o no. Para Sánchez de Fuentes eso no era música, sino ruido, bulla, barba-rie. Para Simons, era un elemento de renovación”.9 Complejo es sacudirse del cuerpo cultural esto, cuando el tan actual y debatido proceso globa-lizatorio es gestionado desde el occi-dente a partir de la cultura de masas.

Presencia negra en la cultura cu-bana es el primer libro de Edicio-nes Sensemayá, proyecto que nace decidido a dedicar esfuerzos para situar aspectos de nuestra identi-

A riesgo de lo que pueda pensar el autor del libro Las viles maniobras,1 al-guien a quien no tengo

reparos en confesar mi admiración, y tal vez por ello, es que me haya lanzado a reseñar su obra a modo de auto –y no acto– de fe poético. A riesgo de lo que puede luego in-sistir y procurar con sus versos el poeta, debo aclarar que este poe-mario no es tal conjunto de indignas maniobras como su título apostilla. Al menos, no lo creo así. Y entien-do que tamaña pretensión por mi parte, siendo un autor un poco más acendrado en el ámbito dramatúrgi-co e histriónico del teatro que en el íntimo territorio de la lírica, puede resultar de cierta petulancia ridícula. Sin embargo, después de la lectura de estos viles versos de Nelson Si-món, y ante cualquier represalia, no puedo menos que discrepar, sonreír

y exaltarme; no puedo menos que envidiar estas estrofas de la contem-plación, y a despecho de cualquier reproche ante lo que digo, concibo este poemario como un exquisito acto –ahora sí– de complacencia. Pero no por esto la maniobra de la observación deja de ser cierta, aun-que por lo pronto, aseguro que care-ce de toda vileza posible.

Aun cuando en estos versos no persiste el temor del que contempla, Nelson Simón asume su creación como un poeta de ingeniosa mali-cia y, una vez más, como nos tiene acostumbrados, devuelve el entorno cotidiano, el más soporífero (y des-preciable) de los momentos del día: un espacio íntimo, un instante digno de atención.

Andar los mismos pasosnombrando los derrumbes, las conquistas,

dad, que han sido opacados y fre-cuentemente omitidos, en el plano que merecen. Apunta a trasformar el sentido de elementos que forman parte de nuestra cultura, mientras propone un nuevo relato históri-co que, junto a otras iniciativas del mismo tipo, podría dejar de ser una lectura alternativa para generalizar-se. El tiempo dirá cuán lejos llegue este esfuerzo; un gran paso está dado.

Antonio M. Ramos(La Habana, 1989).Sociólogo.

1 Nicolás Guillén: “El apellido”. En; Obra poética, v. I, La Habana, Ed. Letras Cuba-nas, 2002, p. 249-253.

2 El nombre hace alusión al primer verso de “Llegada” del célebre poemario Són-goro Cosongo de 1931 escrito por Nicolás Guillén.

3 Frantz Fanon: Piel negra, máscaras blancas, La Habana, Ed. Caminos, 2011, p. 168.

4 Ibídem, p. 70.5 Jesús Guanche: “Etnias africanas en

Cuba. Su cultura”, en D. García Ronda (ed.), Presencia negra en la cultura cu-bana, La Habana, Ed. Sensemayá, 2016, p. 51.

6 C. Mario: “El sector negro: de la asociativ-idad a la Revolución”, en D. García Ronda (ed.), ob. cit., p. 382.

7 Lázara Menéndez: “Las religiones de origen africano en la Revolución”, en D. García Ronda (ed.), ob. cit., p. 395.

8 Ibídem, p. 397.9 A. Cairo Ballester: “La cuestión racial en

la cultura cubana”, en D. García Ronda (ed.), ob. cit., p. 275.

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De vilezas, maniobras y otras contemplaciones

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los días del despreciocuando ya estás seguro de ser ese balónque rebota en las piernas,felices y libres,de los adolescentes.2

Pareciera que nada escapa a su escrutinio, que nada permanece oculto; y en esa exhibición del que-branto diario, encuentra/ hurga so-bre los distintos somas que procura la palabra. Las diversas sensaciones que con depurada reiteración se aprecian en estos poemas engen-dran una experiencia auténtica. Y esa alquimia resultante del verso, parte a la mitad, como una imagen especular, esa noción apenas tangi-ble de la realidad.

He probado todos los caminosHe pisado la tierra de todos los rincones de la Islay en todos he advertido la misma tristezala misma luz descomponiéndose.3

En los versos de Nelson Simón vale aclarar que existe amplia reali-dad contemplativa que emigra de la infancia a la vejez, del pasado nostál-gico al presente trasnochado, de la fantasía más alucinante a la desenfa-dada crónica de la compra diaria. En el caso específico que nos muestra este cuaderno publicado de manera casi preciosista por Ediciones Áncoras, el remanente de esa realidad podría ser deleitado desde la trazas de (d)olor que va dejando cada uno de sus tex-tos. Realidad bifurcada, tal vez como aquellos senderos sinuosos de Bor-ges, mas, sobre todo, realidad que se trasluce en otra, que se vuelve corpó-rea si bien carece de todo simulacro.

Soy carne del paísCarne dolorosa que se vuelve palabracuando el alma, cansada de viajar,se aquieta en sus provincias.4

Muy emparentada con ese re-flejo “prohibido” que la reproduc-ción de René Magritte antepone, con muy buen tino, en la portada del libro. Elíptica, si es posible, al construirse desde otro ángulo, desde otra perspectiva de modo ferviente. Quizás, la oblicuidad a la que hace alusión la obra –casi en su totalidad– del pintor belga sea pro-picia para visualizar el imaginario de Nelson Simón. Oblicuidad que se aposenta en una geografía caó-tica, como salpicaduras en un mapa agrietado. Mapa que en su confec-ción nos ofrece, a modo de preám-bulo o pórtico, el poema homónimo del libro, para luego subdividirse en tres espacios que comprenden:

“Perros en la manga”, “Trazas de olor” y “Noche provisional”, última sección que, a mi modo de ver, comprende un poema magistral, no solo por su depurado acierto lírico o por su evidente naturaleza autobio-gráfica, sino porque la objetividad que revela “Ideologías” bien podría conjurar el sentido de estas manio-bras poéticas. Acaso un fragmento sirva de mejor alusión:

Yo tenía un padre del color de los olivos,repetía su nombre por las nochescomo si murmurara un padrenuestro,me paraba en punta de pie para alcanzarlo,mas nunca lo logréporque entre los dos mediabanalgunos escalones ideológicos.También tuve una madre,a quien sequé los senos y vacié los ojosel día que decidí gritarleque mi columna vertebraltenía incorregibles desviaciones ideológicas.Yo tenía un país que, en digestiones lentas,me alimentaba con sus opíparos banquetes ideológicos.5

Traslaciones de una memoria sen-sorial como núcleo, con rutas que lo mismo se detienen en Candelaria, que se trasladan a Florencia, para encallar en una Isla de Pinos donde, entre azares veleidosos, se conformó este libro con la factura de excelen-cia que hoy exhibe. Mapa sensorial, porque lo que se conjura es el deseo, exento de todo patetismo nostálgi-co. Un deseo que, como bien sabe-mos, no se regodea en el instante de la cópula, ni siquiera en la dulce muerte del orgasmo, sino que se ex-trapola al ejercicio de la seducción y los límites de la conquista.

En estos poemas se desanda por caminos temáticos vistos en otros hemisferios de la poesía de Nelson Simón: se retoma La mala memo-ria y el verano de “Las provincias del alma”, así como las noches y sus “Reflejos condicionados”. Se tran-sita por la Ciudad de Nadie, o más bien la de todos, con “Los días del desprecio” como imaginario, con El Peso de la Isla como derrotero; pero siempre con ese sabor agridulce que, A la sombra de los Muchachos en Flor, suelen dejar como único deleite las “Buenas relaciones”, esas certezas de que, en lo “Nocturno”, se cobijan sin pretenderlo “Exhortación y júbilo” como “Imposibles”.

“Todo es trasparente para mí”,6 tiene a bien advertir el poeta en uno de sus versos más confesionales. Todo es trasparente, y por ello, como un golpe propinado en el costado

Dirigida por el actor Vladimir Cruz, y en versión suya, el pasado 19 de mayo se estrenó en el teatro Galileo, de Ma-drid, la pieza Miguel Will, de José Carlos Somoza. Publicada ya en 1997 por la Fundación Autor, de la SGAE, la obra del narrador y dramaturgo español “intenta describir la rela-ción, al menos ‘espiritual’ o ‘creativa’ entre Miguel de Cer-vantes y William Shakespeare. Aunque no existen pruebas de que tal relación existiese desde un punto de vista perso-nal, el autor de esta obra ha utilizado la existencia de otra obra, ‘Cardenio’, basada en El Quijote, que los estudiosos de Shakespeare dan por perdida, para imaginar qué sucede-ría si el teatro El Globo llevara a escena al noble hidalgo de Cervantes.” La pieza ha sido calificada como “una deliciosa reflexión sobre el arte del teatro, al mismo tiempo llena de humor y ternura, pero sobre todo de amor al teatro”, y en ella Shakespeare se enfrenta “por primera vez a la certeza de que en el teatro no todo es posible y que existen personajes y situaciones que, debido a las convenciones de la escena, no pueden representarse”. Somoza, nacido en Cuba pero asentado en España desde niño, ha sido merecedor de im-portantes premios literarios, como La Sonrisa Vertical, Café Gijón y “Fernando Lara”. Por su parte, Vladimir Cruz ha de-sarrollado una notable carrera como actor de cine y teatro, en Cuba, España y países de América Latina, y en los últimos años ha dirigido cine y teatro. El estreno de Miguel Will for-ma parte del festival En un lugar del ser o no ser, que forma parte de los actos conmemorativos por el IV centenario de la muerte de Cervantes y Shakespeare.

del cuerpo, ese mismo cuerpo que detecta el rastro de canela, de sésa-mo o sándalo, como si fuesen tatua-jes que suelen dejar sus amantes en la partida; se concentra en la pérdida momentánea de la respiración, en el traspaso, el tropiezo y se desgaja como una toronja que mantiene su frescura, incluso después de la mor-dida. Los poemas de Nelson Simón tienen la capacidad de dejarnos numb or stun. Como suelen denomi-nar los anglosajones, en su consabi-da síntesis de caracteres, al estado de aturdimiento. I’m stunned. Atóni-to. Estupefacto. Extático. Aturdido. Sobra declarar que el castellano es grandilocuente, barroco e histé-rico en algunos sentidos. Por eso, prefiero sentirme numb, ante ese instante de contemplación, como si

no quedara nada más, y que las cor-tezas de toronja simulen el cuerpo muerto del poema que al secarse, o al momificarse incluso, mantiene el sinsabor –la amargura– del cítrico en su estremecimiento, como único remanso de la sobrevida.

Roberto Viña(La Habana, 1982).Dramaturgo.

1 Nelson Simón: Las viles maniobras, Ed. Áncoras, Isla de la Juventud, 2015.

2 “Los días del desprecio”, ob. cit., p. 18.3 “Perros en la manga”, ob. cit., p. 31.4 “Provincias del alma”, ob. cit., p. 12.5 “Ideologías”, ob. cit., p. 46.6 “Un cuerpo, un rastro de canela…”, ob.

cit., p. 35.

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64 el Punto

Arturo Arango

p. 64el .Pto > Paradiso extraviado*

Arturo Arango

En un ambiente cultural tan proclive a los homenajes, a las celebraciones, sobre todo cuando se trata de

esos “aniversarios cerrados”, sor-prende que nadie haya recordado que una de las más grandes novelas que se hayan escrito en idioma es-pañol cumplió cincuenta años. De acuerdo con el colofón de su edición príncipe, los cuatro mil ejemplares de Paradiso se terminaron de imprimir el 16 de febrero de 1966, y fue publicada bajo el sello de Ediciones Unión, con diseño y cubierta de otro gran poeta y pintor: Fayad Jamís.

Según relata Cintio Vitier en la “Nota filológica preliminar” a la edi-ción crítica preparada para la Co-lección Archivos de la UNESCO, en 1988, las más de setecientas erratas que aparecen en el libro de Unión disgustaron profundamente a Leza-ma. El manuscrito de Paradiso abarca varios cuadernos, que fueron me-cacopiados con poco rigor para su viaje hasta la imprenta, lugar donde los linotipistas añadieron cuantiosos errores sin que corrector alguno los advirtiera. Tampoco Lezama.

Julio Cortázar (uno de los prime-ros en celebrar la novela, en el mis-mo año 66) y Carlos Monsiváis se encargaron de cuidar la edición de Era, aparecida en México a mediados de 1968. Lezama celebró, en carta a Monsiváis, la “impecable edición”. El trabajo realizado, dice el autor de Muerte de Narciso, “hace posible que se pueda leer Paradiso sin el sobre-salto de las erratas”. Esta edición de Era fue considerada como canónica hasta 1988. Todo parece ir bien, sal-vo por un detalle: la de Era contiene más erratas que la de Unión (casi no-vecientas), según descubrieron Vitier y su equipo cuando emprendieron el cotejo de los originales contenidos en manuscritos, los capítulos aparecidos en la revista Orígenes (seis, entre 1949 y 1955), y estas dos ediciones de 1966 y 1968.

Pero quizás esto no sea lo más importante. Lezama gozaba de un metabolismo cultural ilimitado y se sabía, por encima de todo, un fabu-lador (jamás un académico). Todo lo leído, lo escuchado, lo visto, se tras-mutaba, se adecuaba a su prosa, de manera que toda cita, toda comilla abierta y cerrada da cuenta de frases, ideas, nombres de los que su memo-ria y su imaginación se habían apro-piado para readecuarlos, insertarlos, hacerlos partes de ese cuerpo verbal fabuloso e inatrapable que está no solo en Paradiso sino en toda su obra poética y ensayística. De esa apropia-ción no se escapaban las leyes gra-maticales. No conocí personalmente a José Lezama Lima, pero cuento por decenas los amigos que conversaron con él, o conversaron con quienes conversaron con él, y se empeñan en imitar, con menor o mayor fortuna pero siempre con las mismas pausas, su hablar sincopado por la falta de aire: síncopas que en su prosa toman la forma de comas.

Parte del trabajo realizado por Cortázar y Monsiváis, al cuidar la edi-ción de Era, fue limar esos desajustes entre la mecánica gramatical y las piezas del lenguaje que Lezama hacía encajar a su antojo, guiado por leyes absolutamente personales que, de ninguna forma, eran ajenas a la cos-movisión que da coherencia a un cor-pus dominado por la poesía. Lo más valioso de la labor cumplida por sus amigos argentino y mexicano fue, de acuerdo con Vitier, la corrección de los nombres propios mencionados.

Si la vida editorial de Paradiso fue luminosa y las erratas no impidieron que fuera reconocida como una obra cumbre, el destino de su autor en Cuba no corrió igual suerte. Católico en un país cuyo gobierno se procla-maba ateo, homosexual en un con-texto de profunda, raigal homofobia, los ataques de que venía siendo obje-to desde inicios de los 60 (los prime-ros, salidos del suplemento Lunes de Revolución) se hicieron más radicales luego de la aparición de esta novela, sobre todo por el celebérrimo capí-tulo VIII, en el que Farraluque, perso-naje “con una cara tristona y ojerosa,

pero con una enorme verga”, va pro-digando placeres domingo tras do-mingo sin importar edad o sexo de quienes lo reciben.

Hay dos evidencias que ratifican la idea de que los años entre 1968 y 1970 todavía escaparon a la férrea dogmatización impuesta a partir del I Congreso Nacional de Educación y Cultura, de 1971. En el 70, mientras todo el país se lanzaba a los campos de caña para producir los 10 millones de toneladas de azúcar con que daría-mos el salto definitivo hacia el desa-rrollo económico, Lezama recibía un notable homenaje editorial por sus sesenta años (otro “aniversario cerra-do”): La Gaceta de Cuba le dedicó un largo dosier, Ediciones Unión publicó el volumen de ensayos La cantidad he-chizada, y el Instituto Cubano del Li-bro, en su colección Letras Cubanas, la Poesía completa, en cartoné. La edi-ción de estos dos títulos estuvo a car-go de Dulcila Cañizares, de acuerdo con ambos colofones. Como el fatum de las erratas siempre lo persiguió, en la nota biográfica de la solapa de La cantidad… se dice que el poeta nació en 1912.

Condenado a la marginación ofi-cial en medio de los años de mayor intransigencia ideológica; protegido, en cambio, por la Casa de las Amé-ricas (de donde recibía un salario mensual como investigador), murió el 9 de agosto de 1976 sumido en el ostracismo, aunque no en el olvido. Al velorio y al entierro de Lezama concurrieron muchísimos escritores cubanos, de las más diversas tenden-cias estéticas, credos y edades.

Una vez aliviado en Cuba ese pe-ríodo nefasto, su figura, su obra, no tardarían en recibir merecido reco-nocimiento y cuantiosos homenajes. Lezama fue la figura cimera de la lite-ratura cubana en los 80.

La presentación del Paradiso de la Editorial Letras Cubanas, en 1991, es indicadora de varios síntomas. Ante todo, que Lezama estaba de moda. Francisco López Sacha recuerda que el acto se hizo“en medio de una furia popular, no dejaron hablar a los pre-sentadores, César López y Raquel Carrió, y se dio la autorización de ven-

der el libro ante la amenaza del asalto y el motín popular”. Sobre todo, revela la existencia misma de esos lectores potenciales que, al menos, cono-cían la importancia del libro y eran atraídos por su fama ambigua (una gran novela que en su momento fue condenada). Quedaría por conocer cuántos de ellos alcanzaron el párrafo final y comprendieron el sentido de la voz que dice a José Cemí: “podemos empezar”. Por último, ese inusual acto multitudinario pudo marcar el comienzo del declive para el “período Lezama” en la literatura cubana.

A cuarenta años de su muerte, a treinta de los años en que todo era atravesado por el humo de su tabaco, cabría preguntarse por qué el silencio se extiende hoy sobre esta obra. Al conmemorarse el centenario de Le-zama, en 2010, José Manuel Caballero Bonald auguraba: “El autor cubano no pertenece a otra escuela que a la que él creó y se extinguió con él, una vez cumplida su difícil y esplén-dida heterodoxia artística” (http://elpais.com/diario/2010/11/27/babe-lia/1290820362_850215.html).

Paradiso pertenece a la estirpe de obras que hoy van a contracorrien-te, en un mundo donde las personas damos cada vez menos tiempo a los libros y más a las pantallas. ¿Cuántos lectores no académicos encuentran en nuestros días Terra nostra, de Car-los Fuentes, o Yo, el supremo, de Au-gusto Roa Bastos, obras magnas que se sostienen en los juegos, recreacio-nes e insubordinaciones del idioma? Incluso, novelas más narrativas, pero que exigen de un lector tan aplicado como activo (Rayuela, de Cortázar, Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, o Bomarzo, de Manuel Mujica Laínez), van quedando destinadas a estudiantes de Letras o estudiosos.

Al cabo del tiempo, parece más fácil citar Paradiso que leerlo: un empobre-cimiento que hubiese entristecido más que las erratas al hombre de letras ab-soluto que fue José Lezama Lima.

* Una versión de este texto apareció en el suplemento Confabulario, de El Universal de México, el 30 de abril del presente año.