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DAVID SOLAR

HITLER

ADOLF

EL ÚLTIMO DÍA DE

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Solar, DavidEl último día de Adolf Hitler. - 1a ed. - Buenos Aires : El Ateneo; La Esfera de

los Libros, 2013.352 p. ; 24x16 cm.

ISBN 978-950-02-0723-2

1. Historia Universal. I. TítuloCDD 909

El último día de Adolf Hitler © 1.a ed.: David Solar Cubillas, 1995© 2.a ed. aumentada y corregida: David Solar Cubillas, 2002© La Esfera de los Libros, S. L., 2002

Derechos exclusivos de edición en castellano para América latina, el Caribe ylos EE. UU.Obra editada en colaboración con La Esfera de los Libros – España© 2013, Grupo ILHSA S. A. para su sello Editorial El Ateneo Patagones 2463 - (C1282ACA) Buenos Aires - ArgentinaTel: (54 11) 4943 8200 - Fax: (54 11) 4308 4199 E-mail: [email protected]

2ª edición en España: junio de 20021ª edición en Argentina: agosto de 2013

ISBN 978-950-02-0723-2

Impreso en Verlap S.A.,Comandante Spurr 653, Avellaneda,provincia de Buenos Aires,en agosto de 2013.

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.Libro de edición argentina.

No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, latransmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o cualquier medio,sea electrónico o mecánico, mediante fotocopia, digitalización u otros métodos, sinel permiso del editor. Su infracción está penada por la leyes 11.723 y 25.446.

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A Soha, luna del día catorce.

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ÍNDICE

Nota del autor ................................................................ 10

Capítulo I. BODA EN EL BÚNKER

DE LA CANCILLERÍA .............................................. 13

Los Hitler ................................................................. 14Un cambio repentino ............................................... 18Amargas decepciones ............................................... 21El vendedor de postales ............................................ 28El cabo Hitler .......................................................... 36La «puñalada por la espalda» ..................................... 45La amante ................................................................ 53

Capítulo II. EL TESTAMENTO DE HITLER ............... 60

El conferenciante antisemita ..................................... 62Hitler se apodera de un partido ................................ 69La forja del partido nazi ........................................... 77El fracaso de noviembre ........................................... 84

CAPITULO III. LOS MENSAJEROS ............................. 103

Mein Kampf .............................................................. 110En busca del destino ................................................ 117El camino de la victoria ........................................... 127La muerte de Geli Raubal ........................................ 135Las batallas electorales .............................................. 140El canciller de Hindenburg ...................................... 151

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Capítulo IV. HORAS DESESPERADAS ...................... 164

El incendio de la libertad ......................................... 167Operación Concordato ............................................ 178La inquisición nazi ................................................... 186Señor de horca y cuchillo ........................................ 192El poder, la gloria y el terror .................................... 203La marcha triunfal hacia la guerra.............................. 217

Capítulo V. EL OCASO DE LOS DIOSES ................... 239

Los dulces días de la victoria .................................... 243El dueño de Europa ................................................. 253La victoria cambia de bando .................................... 262Un intenso olor a muerto ........................................ 273El canto del cisne ..................................................... 283Al frente en tranvía .................................................. 294Esperando el milagro ............................................... 300Cae el telón ............................................................ 311

Epílogo. VENCEDORES Y VENCIDOS ........................... 315

La última rendición .................................................. 321Hasta el último confín de la tierra ............................. 327Una ciudad cargada de recuerdos .............................. 332Responsables ante la ley ............................................ 337Las ejecuciones ........................................................ 343Los siete de Spandau ................................................. 346

Bibliografía ................................................................ 349

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NOTA DEL AUTOR

El suicidio de Adolf Hitler es uno de los momentos más trági-cos del siglo XX. El dictador alemán, que había irritado y ate-

morizado al mundo durante doce años llevándolo a un cataclismosin parangón, se descerrajaba un tiro en la cabeza para evitar enfren-tarse con su terrible responsabili dad. Eso ocurría hacia las 15.45 hdel 30 de abril de 1945. En este libro se abordan las 36 horas ante-riores a ese disparo, cuando Alemania se hallaba convertida en unmontón de ruinas, cuando más de cincuenta millones de sereshabían perecido en la inmensa hoguera de la Segunda Guerra Mun-dial y cuando los soldados soviéticos se acercaban a las ruinas de laCancillería y el final de la tragedia era ya ineluctable.

Entonces, en la madrugada del 29 de abril, Hitler debía enfren-tarse a la realidad y ésta carecía de la grandiosidad culminante delas óperas wagnerianas que él adoraba. Por el contrario, la realidadera cotidiana, vulgar: ante la muerte, decide legalizar su situacióncon Eva Braun, su amante durante quince años, y dicta sus testa-mentos, privado y político; come, duerme, se desespera de rabia eimpotencia, se angustia ante la lejanía y debilidad de sus agotadosejércitos, dispone el futuro de sus restos, alberga un momento detibia esperanza y, finalmente, decide morir con entereza.

Pero para comprender al personaje, la situación y la época hahabido que recrear su biografía y su momento histórico. En lassiguientes páginas narraremos de forma minuciosa las últimas ho -

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ras de Hitler, desde su boda hasta su muerte, vertebradas con losmomentos culminantes de su vida:

— La niñez, formación y juventud de Adolf, hasta despuésde la Primera Guerra Mundial.

— El ingreso de Hitler en política, hasta su intento de asal-tar el poder por la fuerza: el putsch de Munich de 1923.

— La fijación de la ideolo gía nazi en Mein Kampf, la luchapolítica dentro de la legali dad, las batallas electorales y su llegadaa la Cancillería.

— El nazismo en el poder: el sojuzgamiento totalitario deAlemania y la concentra ción de todas las fuerzas del país en posde una idea revan chista, racista e imperialis ta.

— La inevitable guerra, con los fulgu rantes éxitos milita resdel comienzo, la reacción aliada y la aterradora derrota del final:fases en las que Hitler demostrará intuiciones geniales, cometeráerrores fatales para sus ejércitos, desatará una vesania asesina deíndole racista y, en todo momen to, mostrará su desprecio por cuan-tos le rodeaban —«Alemania no es digna de mí»—, endiosa mientoque conducirá a la aniquilación de su propio país.

El último día de Adolf Hitler trata de explicar las especiales cir-cunstancias que lo llevaron al poder y reconstru ye muy pormeno-rizadamente sus últimos momentos: declive físico, miedo, odio,esperanzas, decepciones y su absoluto alejamiento de la realidadinternacional, que determinaría el juicio de los vencidos, la modi-ficación de sus fronteras, la ocupación de su suelo y la división deAlemania. Se trata, pues, de un libro históri co, documentado enbibliografía solvente y contrasta da, donde existen, sin embargo,algunas licencias, como permitirme breves incursiones en el bún-ker de Hitler para tratar de reconstruir sus pasos por aquellos lúgu-bres pasi llos y aposentos. He de advertir que son licencias veniales:

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si se dice que Hitler se sentó es porque allí, efectivamen te, habíauna silla y porque Hitler tenía necesidad de sentarse con frecuen-cia; si se escribe que miró un cuadro es porque el cuadro estabaallí colgado y porque Hitler solía contemplarlo con agrado; si sehabla de una caja fuerte, de un catre o de un sofá es porque talesmuebles fueron hallados donde se dice. Y cuando se afirma que talcosa ocurrió es porque así lo relata ron bajo juramento ante el Tri-bunal de Nuremberg los testigos que sobrevivie ron a la guerra.

Otra licencia, en la búsqueda de la viveza del relato, ha sidocrear algunos diálogos entre personajes. Cuando los he entreco-millado, son copia de documentos, telegramas, memorias o inves-tigaciones; por tanto, fueron así o así los recordaron los testigos;cuando están en cursiva, los he recreado, ateniéndome al conte-nido histórico de lo que en determinado momento se dijo, perono se ha conser vado textualmente.

El amable lector me disculpará el hecho de que El último día deAdolf Hitler no trate sólo sobre las últimas veinticuatro horas del Füh-rer; que la biografía esté trazada en amplios rasgos, primando elcontexto nacio nal e internacional; que esta historia tenga licenciasliterarias... Todo sea en favor del resultado final. Entender cómo unhombre de modesta familia, escasa cultura y ningún recurso económi -co logró dominar el corazón de Europa es tan complejo que, qui-zá, emprendí la redacción de este libro tratando, una vez más, deenten derlo yo mismo. No preten do haber hallado una explicaciónsencilla, ni tengo la esperanza de haber desentrañado el misterio quemueve las voluntades de los pueblos y crea líderes y mitos, pero medaré por satisfecho si el lector sacia un poco su curiosidad sobreesta época y, a la vez, detecta la alarma que los nuevos nacionalis -mos siembran ahora mismo en Europa, donde están surgiendohombres que pretenden ser carismáticos y manejan ideologías tota-litarias.

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Capítulo I

BODA EN EL BÚNKER DE LA CANCILLERÍA

La estructura del edificio vibraba intermitentemente y del ex-terior llegaban los ecos apagados de las explosiones, pero

aquel inquietante am biente no parecía agobiar a los reunidosen el pasi llo del segundo sótano del búnker de la Cancilleríadel Reich. Allí estaba Hitler, vestido con pantalón negro y cha-queta azul marino cruzada, con botones metálicos y una solacondecoración de las conse guidas como combatiente en la Pri-mera Guerra Mundial; junto a él, sus últimos incondicionales,Martin Bormann y Josef Goebbels, en animada conversación.Un poco más allá, rodeada de las secretarias del Füh rer —FrauJunge y Frau Chris tian—, de Magda Goeb bels y de la cocine-ra, Fräulein Manzialy, se hallaba, nerviosa y excitada, la novia.Eva Braun vestía un traje de tarde, de seda negra, con escotede pico en el que lucía un solo adorno, una pequeña medalla deoro. Más lejos, en aquel corredor de unos tres metros de anchoy diecisiete de largo, forrado de madera y decorado con cua-dros italianos, hacían un aparte los generales Krebs y Burg-dorf, jefe del Estado Mayor de la Wehrmacht y ayudante de Hitler,respectiva mente.

Hacia la 1 de la madrugada del 29 de abril de 1945, la impa -cien cia entre los congregados en el pasillo comenzó a ser visible.Hitler tenía prisa por seguir redactando sus testamentos; Eva Brauntemía que, al final, su banquete de bodas terminara siendo un fias-

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co. Finalmente, escol tado por soldados de las SS, llegó un fun-cionario del registro civil de Berlín, Walter Wagner, un hombredescolorido, de mediana estatura, cubierto con un sucio unifor-me de combate y el brazalete de la Volkssturm (el último ejérci-to lanzado a la batalla por Hitler, compuesto por viejos y niños).

La ceremonia civil careció de calor y de grandeza. El funcio -na rio, ojeroso, con barba de tres días y visibles muestras deagotamien to, fue llevado a la sala de mapas, una habitación de ape-nas nueve metros cuadrados, ocupada en gran parte por la mesasobre la que se amontonaban los mapas militares donde Hitler ysus colaboradores trataban de seguir el curso de la guerra. Aparta -ron algunos papeles para que Walter Wagner pudiera rellenar losdocumen tos, buena muestra del momento que estaba viviendoAlemania: se trataba de unos folios mecanografiados con espa-cios en blanco para incluir los datos. El funcionario omitió losnombres de los padres de Hitler y la fecha de su matrimonio,probablemen te para ahorrarse tiempo en una ceremonia que debíaparecerle ridícula en aquel búnker que se estremecía bajo lasgranadas soviéticas y de cuyo techo se desprendían continua mentetrocitos de yeso; por otro lado, segu ramente dudaba de que el Füh-rer pudiera tener allí los papeles probato rios, de modo que seevitaron situaciones embarazosas y, para cubrir el trámite, escri-bió «conocido personalmente». Luego preguntó: «Por favor, MeinFührer, la fecha de su nacimiento.»

LOS HITLER

«Nací en Braunau am Inn el 20 de abril de 1889, hijo delfuncio na rio de aduanas Alois Hitler. Mi enseñanza consistió encinco cursos en la Volksschule y cuatro en la Unterreaschu le...»

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Así comenzaba Hitler su autobiografía en una carta escrita el 29de noviembre de 1921, que seguía:

«... la ambición de mi juventud fue llegar a ser arquitecto y creo que sino me hubiera acaparado la política, no hubiera practicado ninguna otraprofesión. Como proba ble mente sabrá, perdí a mis padres antes de cumplirlos diecisiete años y, como no tenía recursos y sólo poseía ochenta coro nascuando llegué a Viena, me vi obligado a ganarme el pan como cualquier obre-ro. Aún no tenía dieciocho años cuando trabajaba como peón en la indus-tria de la construcción y en el curso de dos años ejercí casi todos los traba -jos de un jornalero. Mientras tanto, estudiaba, en la medida de mis posibi lida des,las historias del Arte, de las Civiliza cio nes y de la Arquitec tu ra, ocupándomepor entonces sólo incidental mente de problemas políti cos...»

Aunque en estas líneas autobiográficas Hitler apenas si entraen sus anteceden tes familiares es seguro, sin embargo, que le preo -cuparon muchos años después, tanto que ordenó, cuando ya esta-ba en el poder, que se realizara una investigación. Nació Hitler alnoroeste de Viena, entre el Danubio y la frontera de Bohemia-Mora via. En esa región austriaca se detecta el apellido Hitler yaen el siglo XV y, aunque con diferen tes grafías, se le rastrea hastael siglo XX: Hiedler, Hiet ler, Huedler, Hytler. El problema paraAdolf Hitler, que dictó las leyes antisemi tas más crueles de la his-toria de la Humanidad, es que su padre Alois era hijo ilegí timo yrecibió inicialmente el apellido de su madre, Schickl gruber, y elde Hitler lo obtuvo gracias a su padre adoptivo, Johann Nepo -muk Hiedler. Esta falta de datos seguros sobre el abuelo de Hitlerfacilitó a sus enemigos la sospecha de que tenía antecedentes ju -díos, que probable mente nunca existieron. Fue el informe entre-gado por Hans Frank —compañero de Hitler desde los prime-ros tiempos y, durante la Segunda Guerra Mundial, gobernadory «verdugo de Polonia»— a los aliados, quizá tratando de ganar-

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se su benevolencia, lo que dio cierta consistencia a tal posibili-dad, que hizo correr ríos de tinta en el pasado.

Hoy parece demostrado, según el especialista en Hitler, Wer-ner Maser, que Alois fue realmente hijo de su padre adoptivo,Johann Nepomuk Hiedler, hombre casado que no se atrevió areconocerle oficialmente. Cuando Alois contaba ya treinta ynueve años, su padre adoptivo urdió la siguiente argucia paradarle su apellido: acompañado por tres testigos acudió al regis-tro civil, donde testimonió que Alois era realmente hijo de suhermano mayor Johann Georg Hiedler, casado con Maria AnnaSchic klgru ber cuando Alois tenía ya cinco años. En el registrocivil acepta ron la versión, que nadie podía contra decir porquepara entonces tanto Johann Georg Hiedler como Maria AnnaSchicklgruber habían fallecido. El cambio de Hiedler por Hitlerparece deberse a un error del registra dor. Si esta versión fuerala auténtica, tendría mos que los padres de Adolf Hitler fuerontío y sobrina.

La madre de Hitler fue Klara Pölzl, nieta de Johann Nepo-muk Hiedler, una mujer alta, de grandes ojos azules y pelo cas-taño, tranquila, callada, muy religiosa y veintitrés años más jovenque su mari do, que cuando contrajo este matrimonio había enviu-dado ya dos veces y aportaba a la nueva familia dos hijos, Aloisy Angela.

Aquella boda tuvo lugar el 7 de enero de 1885, a las 6 de lamañana, pues Alois entraba en su trabajo a las 7. La única cele -bra ción fue una cena de bodas, a la que asistieron unos pocosfamilia res de los recién casados y algunos amigos; no debió serun ágape esplén dido, pues lo único que alguno de los asistentesrecor daba del acto, treinta años después, era el mucho calor quehacía en la estan cia.

La vida familiar de Alois (1837-1903) y Klara (1860-1907)fue la normal en un matrimonio austriaco de clase media de la

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época. Él fue un funciona rio trabajador e inteligente al que leestaban vedados los puestos altos de la administración de adua-nas por su falta de estudios superiores, pero alcanzó el máximorango a que podía aspirar un funciona rio de su formación. Kla-ra era una mujer campesina de escasa cultura, su plida por su inte-ligencia natural y por una gran prudencia. La vida matri monialdiscurrió tranquila, pues Alois, famoso mujeriego en sus años jóve-nes, sentó la cabeza junto a Klara. Las mayores amarguras laspadecie ron los Hitler a causa de la muerte de cuatro de sus seishijos; tres de ellos, Gustav, Ida y Otto, nacidos en los tres prime-ros años de matrimo nio, fallecieron antes de cumplir los dosaños de edad. Luego tuvieron tres hijos más: Adolf, Edmund—que también murió siendo niño— y Paula, última de la sagade los Hitler, muerta sin descen dencia en 1960.

Adolf, en cuyo certificado de bautismo figura el nombre deAdolfus, nació el 20 de abril de 1889, por la tarde. Su infanciaestuvo regida por dos coordenadas: los extraordinarios cuidadosy los mimos de su madre, que después de haber perdido treshijos vivía permanentemente angustia da por la salud del niño; yel temor a su padre, exigente, autoritario, dis tante y al que siem-pre vio como a un viejo —les separaban cincuenta y un años—temible por su adustez, su intransigen cia y su gran corpulenciafísica, realzada por sus enormes mostachos.

Otra de las circunstancias que influirían poderosamente enla vida de Hitler fueron los traslados de su padre que, ascendidoen 1892, hubo de ocupar su nuevo puesto en la ciudad alemanade Pas sau, gran burgo medieval que, a finales del siglo XIX, aúnconservaba su viejo esplendor económico y artístico. A Passau lle-gó Adolf con tres años y salió de la vieja ciudad obispal con seis;esos tres años le dejarían marcas indele bles: el acento bávaro queconserva ría hasta su muerte, el amor por Alemania, superior alque sentía por Austria, y su depen dencia materna. Su padre, Alois,

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fue destina do a Linz en 1894 con un nuevo ascenso y Klara, queacababa de dar a luz a Edmund, se quedó con los niños en Pas-sau durante más de un año.

UN CAMBIO REPENTINO

Cuando la familia estaba planeando su traslado a Linz paraseguir a Alois, éste tomó una decisión trascendental: jubilarse.Contaba cincuenta y ocho años y llevaba cuarenta de servicioactivo en el cuerpo de aduanas, por lo que tenía derecho alretiro y a una buena pen sión; por otro lado, se sentía con fuer-zas e ilusiones para reanu dar su vida campesi na, abandonada deniño para labrarse un futuro en la Adminis tración. Compróuna granja en la aldea de Hafeld en 1895, año crucial para elpequeño Adolf, que pasaba de la vida urbana a la campestre,que comenza ba su asistencia a la escuela y que descubría lapresencia de su padre, al que en los últimos tiempos había vis-to muy poco y al que ahora tendría en casa las veinticua tro horasdel día.

De sus primeros años de escuela recordó siempre con año-ranza las largas caminatas para asistir a clase, acompañado por sumedio herma na Angela —seis años mayor que él y a la que siem-pre estaría unido por un gran afecto—. Sus condiscípulos, cuyamemoria fue muy solicitada cuando Hitler se convirtió en el due-ño de Alemania, le describieron como un chico espabilado, tra-vieso y siempre actuando como cabecilla.

Los Hitler sólo permanecieron dos años en Hafeld. La tie-rra era poco fértil, los inviernos muy duros, la escuela de loschicos estaba lejos y la educación que allí se impartía era pocosatisfac toria para Alois, que en esta época podía seguir minuciosa -mente los trabajos escolares de sus hijos. Así la familia, ampliada

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por el nacimiento de la última hija, Paula, y disminuida por laemancipa ción del hijo mayor, Alois, que por entonces contabadieciséis años, se trasladó en 1897 a la antigua ciudad provincia-na de Lam bach. Había allí un monas terio benedic tino, con unaescuela adjunta en la que fue matriculado Adolf, ya con ochoaños. En el monasterio —según narra uno de los más prestigio-sos biógrafos de Hitler, Robert Payne— probable mente descu -brió Hitler la cruz gamada, que un cuarto de siglo más tarde seconvertiría en el símbolo del partido nazi: la cruz gamada, muyconocida en culturas orientales desde antiguo, había sido incor-porada por el abad Teodorich von Hagen a su escudo de armasy se repetía en diversos lugares del monasterio; Hitler pudo obser-varla como signo misterioso, aunque no amenazador, durante dosaños, pues en 1899 la familia se trasladó al pueblo de Leonding,muy cerca de la ciudad de Linz.

De esa época quedan pocos recuerdos de Hitler y son escasa -men te significativos. Era un alumno despierto que progresabacon rapidez, un niño travieso que traía en jaque a sus padres ymaes tros y que, seducido por el boato y la importancia de lasceremo nias religiosas de los benedic tinos, dijo alguna vez quequerría ser abad, no porque sintiera vocación religiosa alguna,sino por la preeminencia que aquél gozaba en el monasterio yen la ciudad.

En Leonding cambió el carácter de Hitler. Allí, en 1900, muriósu hermano Edmund a causa del sarampión y Adolf, muy unidoa su hermanito, sufrió un golpe tremendo; a eso se añadió la tris-teza gene ral que reinó en la casa durante muchos meses. El cemen-terio del pueblo estaba pegado al domicilio de los Hitler y en Leon-ding se recorda ba al pequeño Adolf, absorto durante horas, sentadosobre la tapia del camposan to. El niño alegre y extroverti dodesapare ció para dar paso a un muchacho sombrío, distante, apá-tico y progresi vamente más soberbio y pendenciero.

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En esa época ingresó en la Realschule de Linz, centro deenseñan za secundaria especializa do en la preparación de estudian -tes para centros superiores de ingenierías, ciencias o economía. Ensu carta autobio grá fica mencionada más arriba escribía Hitler quecursó cuatro años de enseñanza secundaria... No daba más detallesporque siempre trató de ocultar esta época: fue un mal estudianteque hubo de repetir exámenes en septiembre todos los cursos yque fue expulsado del centro en 1904 a causa de sus deficientesresul tados. Terminó la enseñanza secundaria a los dieciséis años enotro colegio de menor categoría sin haber logrado obtener el cer-tificado que capacitaba para ingresar en la Universidad. Hitler escon-dió siempre la cruda realidad, refugiándose en la antipatía de susprofesores, en la incompren sión de su padre y, luego, en su orfan -dad y falta de medios.

La verdad es que no estudiaba, que dejaba pasar el tiempo ensi -mis ma do en su mundo interior, que era incapaz de cualquier esfuer-zo que requi riese constancia, que sólo mostraba interés por el dibu-jo, para el que se creía bien dotado, y que dilapidó cientos de horasleyendo a Karl May, cuyo héroe —el brutal Old Shatterand— pare-ció contagiarle el desprecio por el débil y la insensibilidad ante eldolor ajeno. Las riñas de su padre eran conti nuas. Alois, con sesen-ta y tres años de edad, se debía sentir desesperado en 1901 cuan-do se enteró de que Adolf había suspendido y tendría que repetircurso. Su hijo mayor, Alois, cumplía una condena de medio añode cárcel por robo; su hijo pequeño, Edmond, había muerto hacíaun año y su única esperan za, Adolf, era un estudiante desastroso.Adolf Hitler, en su Mein Kampf, recordaba la discusión con su padrecuando le propuso su deseo de abandonar la Realschule paradedicar se a los estudios artísticos:

«... Mi padre se quedó atónito. Asombrado, exclamó: —¿Un pintor?, ¿un artista...?

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Pensó que estaba loco o que no había oído correctamente mis palabras o,quizá, que las había malinterpretado. Pero cuando le expliqué mis ideas y loserio de mi deci sión se opuso con la tenaz determinación que le caracte rizaba.

—¡Artista! No, mientras yo viva, ¡nunca!Así quedaron las cosas. Mi padre jamás abandonó su oposi ción, pero yo

no renuncié a mi determinación.»

Alois Hitler murió dos años después, el 3 de enero de 1903,cuando A dolf aún no había cumplido los catorce. Las relacionesentre padre e hijo fueron de mal en peor, pero no a causa de laspretensio nes ar tísticas de Adolf, cuestión que éste manipuló ensus escritos y recuerdos, sino por la manifiesta pereza y el turbu -lento carácter del mucha cho, al que uno de sus profesores re -cordaba de esta guisa:

«Tenía un talento muy definido, aunque en un campo muy reduci do.Pero su disciplina era intolerable, siendo notoriamente penden ciero, obsti-nado, arrogante y de mal genio. Obviamente, tenía difi cultades en poder adap-tarse al colegio. Más aún, era flojo..., su entusiasmo por los trabajos pesadosse evaporaba rápidamente. Reac cionaba con hostilidad oculta y enfermiza alos consejos y repro ches; al mismo tiempo, exigía de sus compañeros un cie-go servilismo, enorgulleciéndo se de su papel de jefe.»

AMARGAS DECEPCIONES

Sin duda el profesor tenía importantes prejuicios respecto aljoven Hitler; el retrato se ajusta con bastante precisión al perso -naje en los aspectos morales, pero no le hace justicia en losintelectua les, quizá porque el muchacho nunca se interesó endemostrarlo. Uno de los biógrafos de Hitler, el periodista y escri -tor francés Raymond Cartier, nada sospe choso de simpatíashitleria nas, escribe de él que «tenía una capacidad de aprehen-sión excep cional y, por añadidura, una de las memorias más pro-

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digiosas de que haya estado dotado nunca un ser humano». Unode los defectos que en la Realschule de Linz no se le achacaronfue el de tergiversador nato, de manipulador de la verdad. En lamencionada carta autobio gráfica, para justificar su falta de estu-dios y su carencia de currículum profesional, alude a su orfan-dad, a las 80 coronas que tenía cuando llegó a Viena y a los múl-tiples trabajos pesados que hubo de realizar para sobrevivir, todolo cual le apartó de su vocación, la carrera de arquitectura. Esen-cialmente, todo es falso.

Tras la muerte de su padre, la familia no quedó en la indigen -cia. Recibía una pensión propia de la clase media-baja, lo queera suficiente para Klara, Adolf y Paula, ya que Angela se habíacasado con Leo Raubal el mismo año de la muerte de su padre.Más aún: Klara vendió la granja de Leonding, por lo que le que-daron libres unas 6.500 coronas, suma muy respetable para la épo-ca. Adolf pudo seguir sus estudios, que fueron de mal en peor antela indul gencia de su madre, hasta verse obligado a dejar la Real -schule y terminar la enseñanza secundaria en otro centro fue rade Linz. Ése fue el auténtico motivo por el que nunca pudo ingre-sar en la Facul tad de Arquitectura: la carencia de la titulación ade-cuada para acceder a ella.

Entre el verano de 1905, en que terminó la enseñanza media,y octubre de 1907, en que fijó su residencia en Viena, Hitler lle-vó en Linz una vida de señorito inútil. Había enfermado al con-cluir aquel verano y su madre estaba aterrada por la posibilidadde perderle, como ocurriera con otros cuatro de sus hijos, de modoque transigió con su larga convale cen cia y fue pródiga en satis-facer los deseos del joven, que vestía como un petimetre un tan-to extra vagante, dormía hasta bien entrada la mañana, paseaba porla tarde criticando la gestión munici pal de la ciudad, asistía a laópera por la noche y leía o dibujaba planos para la remodelaciónurbanís tica de Linz hasta bien entrada la madruga da. El joven

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Hitler comenzaba a establecer el tipo de horario que sería lanorma de su vida.

En la Ópera de Linz, que pasaba por ser la tercera de Aus-tria, tras las de Viena y Salzburgo, conoció a su único amigo deesos años, August Kubizek, hijo de un tapicero, enamorado dela música y acepta ble intér prete de viola. Aunque unos mesesmayor que Hitler, Kubizek se convirtió en su dócil e incondi-cional auditorio, en el testigo de sus explosiones de ira y en elconfidente de sus presa gios. Una noche asistieron a la represen-tación de la ópera wagne riana Rienzi, aquel tribuno encumbra-do por Roma en el siglo XIV y lapidado, siete años más tarde,por la misma plebe que le había llevado hasta el poder. Segúnrelató Kubizek en su libro, Hitler, el amigo de mi juventud, publi-cado medio siglo después, «Adolf se conmovió durante la represen -tación hasta las lágrimas» y cuando abandonaron el teatro, Adolf,presa de una enorme emoción, se empeñó en que subieran has-ta la cumbre del Frein berg —una montaña que domina la ciu-dad y a la que ambos amigos iban con frecuencia para tener bue-nas perspecti vas para la remodela ción de Linz—, donde comenzóa predecir su futuro. Fuera de sí, le dijo que él sería el tribunodel pueblo alemán:

«Todo esto me sorpren dió, pues creía que la vocación de artista era paraél la más alta de las metas, algo por lo que valía la pena luchar. Pero comen-zaba a hablar de un mando que algún día recibiría del pueblo para liberarlode la esclavi tud y conducirlo hasta las cumbres de la libertad.»

Cuando ambos amigos se despidieron eran ya las tres de lamadrugada.

Por entonces se empeñó en cursar estudios de piano, paralos que tenía aptitud pero carecía de constancia y de paciencia.Los ejerci cios recomenda dos por su profesor le parecían unapérdida de tiempo, pensados para seres inferiores. Su madre, aten-

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ta a todos sus capri chos, le compró un buen piano, pero sóloperseveró un año en su estudio.

De la misma época es su amor por Stefanie, a la que viomien tras paseaba con Kubizek en la primavera de 1906. Unamor románti co, imposible porque Hitler nunca se acercó a lamuchacha para confesárse lo; un amor desesperado, que le hizosufrir mucho porque era inviable: Adolf tenía dieciocho años,escasa hacienda familiar, no estudiaba y carecía de trabajo. Yafuese por esos motivos, por la timidez juvenil o por el propioorgullo del personaje, lo cierto es que se limitó a escribirle poe-mas de amor, tan desesperanzados como poco originales, quejamás le envió. Stefanie se casó años después con un capitánde la guarnición de Linz y casi medio siglo más tarde recordóuna carta que recibió de un anónimo admirador que la pedíaen matrimo nio, rogándole que le esperase hasta que termi narasu carrera de arte en Viena. Stefanie nunca pudo conocer la apa-riencia de su rendido enamorado, puesto que jamás se identifi -có. Kubizek trataba de que Hitler fuera razonable y se condu-jera como todo el mundo, presentándo se a la muchacha. PeroAdolf estaba empeñado en que ella conocía su amor, gracias ala transmisión del pensamiento. Una mente tan poderosa comola suya podía comunicar ideas y senti mientos sin necesidad deformularlos y Stefanie, que sin duda también se hallaría dota-da de una inteligencia privilegiada, esta ría recibiendo sus men-sajes.

Los poderes extrasensoriales y mágicos, que fueron una cons -tante en su vida, comenzaron a grabarse en la personalidad deHitler en esta época. Los escenarios exóticos y las ficciones delas novelas de Karl May, la fantasía y el mundo mágico de lasóperas wagnerianas, las abundantes lecturas no siempre asimila-das, los muchos libros de seudociencia que pasaron por sus manosen esos años y en los de Viena y su propia situa ción, llena de sue-

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ños grandiosos sólo realizables mediante un milagro, le llevarona confiar en los prodigios para solucionar sus problemas y, espe-rando esos milagros, solía adoptar una posición pasiva, a merceddel destino.

De la posición económica de la familia y de los intereses deAdolf da idea su viaje a Viena en la primavera de 1906, dondepermane ció dos meses viendo monumentos y asistiendo a laÓpera. La vida, sin embargo, le iba a proporcionar en breve sumayor dosis de amargura. En enero de 1907 se le diagnosticó asu madre un cáncer de pecho; fue operada el mismo mes y, comoel mal no fue atajado, Klara languide ció mientras la metástasis learrebataba la vida. En el curso de ese proceso llegó el otoño yAdolf decidió hacer algo: alquiló una habita ción en Viena ycomenzó a preparar su examen de ingreso en la Academia deBellas Artes. Los exámenes duraron dos días y Adolf fue rechaza -do: «Prueba de dibujo no satis factoria.» Su decepción fue tangrande que le duraría toda la vida, reflejándola vívidamente ensu Mein Kampf. En su descargo hay que decir que los candida-tos al ingreso eran 113 y que sólo 28 fueron admitidos; Hitlerlogró pasar la prueba eliminatoria, pero suspen dió en la segun-da: «Pocas figuras...» fue el veredicto de los examinado res y esque, efectivamente, Hitler, que tenía buena mano con los esce-narios, era muy deficiente en el trabajo de la figura humana, mos-trándose incapaz de dar expresividad a los rostros. El presidentedel tribunal le recomendó que probase en Arquitectura, dondepodría desarrollar su talento, pero carecía de la titulación ade-cuada para ello.

Derrotado, regresó a Linz, donde su madre agonizaba. Kla-ra falleció el 21 de diciembre de 1907, sumiendo a su hijo enla desespe ración más negra. El doctor Bloch, que atendió a laenferma durante todo el proceso, escribió: «A lo largo de todami carrera no he visto a nadie tan postrado por el dolor como

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a Adolf Hitler.» Algunos investigadores han querido buscar elantisemi tismo de Hitler en la ascendencia judía de este médi-co, que le trató siempre con cariño y que atendió con autén-tica abnegación a su madre; cabe, sin embargo, que Bloch seequivocara en el tratamiento de la enfermedad y que Hitler seenterase tiempo después, concibiendo un odio feroz contra elmédico y contra los judíos, pero esta historia no pasa de ser unaconjetura.

Tras las ceremonias fúnebres, Adolf hubiera deseado huir aViena, pero se vio obligado a permanecer en Linz hasta bienentrado el mes de febrero de 1908 para arreglar la testamenta ríade su madre. En ella le quedaba una renta mensual de 58 coro-nas duran te veinte meses, a las que debían añadirse 25 coronasmensuales más de pensión de orfandad hasta 1913. Paula, conuna pensión similar, fue acogida por su medio hermana AngelaRaubal. La familia de Alois Hitler había quedado disuelta. Adolf,más solo que nunca y sin esperanza alguna, se sumergió en eltumulto de Viena.

Tenía, efectivamente, 83 coronas como todo capital; lo queHitler no dice en la tan mentada carta, ni luego en Mein Kampf,es que ésa era una renta mensual más o menos similar al sueldode un teniente de infantería recién salido de la Academia. Un suel-do más que suficiente para un estudiante disciplinado, pero Hitlerno era ni una cosa ni otra. Logró que su amigo Kubizek se tras-ladara a estudiar música a Viena; éste aprobó su ingreso en elconservatorio y ambos compartían una habitación alquilada, uncubículo bastante espacioso pero donde apenas podían revolver-se los dos a causa del piano de cola de Kubizek y de la mesa dedibujo de Hit ler. Esta amistad constituye uno de los argumentosutilizados por Lothar Machtan (El secreto de Hitler, 2001) paratratar de demostrar la homosexualidad de Hitler. La verdad esque no aporta ninguna prueba concluyente, llegando a la extra-

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vagancia de suponer que la no confesión de relaciones homose-xuales por parte de Kubizek en sus memorias significaría que, enefecto, habían existido. Ambos acudían a la Ópera dos y hastatres veces por semana y, a veces, a uno o dos conciertos. Cuandollegaban a la pensión, Kubizek caía rendido en la cama, mientrasHitler se ponía a leer durante horas. Por la mañana Kubizek salíatemprano hacia el con servatorio y regresaba entra da la tarde; Hitler,por su lado, se quedaba durmiendo por la mañana y habitual -mente le estaba esperando dispuesto a salir a dar un paseo o a unespectáculo musical.

—¿Pero cuándo vas a clase tú? En esa academia no pegáis nigolpe —le manifestó extraña do en una ocasión; Hitler se pusofurioso:

—Métete en tus asuntos.La verdad es que Hitler no iba a academia alguna, ni tenía

un trabajo. No fue albañil, ni obrero, ni jornalero. Vivía pobre-mente porque sus ingresos mensuales los gastaba en la Ópera, demodo que no podía renovar el vestuario que se había traídode Linz y apenas si le llegaba para comer, consistiendo su alimentobásico en pan y leche. De esa primera época vienesa es su empe-ño en componer una ópera, Wieland, el herrero; como carecía deconocimientos musicales para llevarla a cabo empleaba a Kubi-zek como copista de sus acor des. Aunque parece que tenía ideasinteresantes, la obra naufragó antes de su conclusión por las dificul -tades del trabajo y su incons tancia.

Sin embargo, desordenadamente, desaforadamente, Hitlerdesple gaba una gran actividad. Leía cuanto caía en sus manos;Kubizek creía que se interesaba por cuanto estuviera de acuer-do con sus ideas; Cartier, por el contrario, supone que se estabaproveyendo de un poderoso arsenal dialéc tico. Dibujaba com-pulsivamente: un día rediseñaba el teatro de la Ópera; otro, reco-rría los suburbios miserables de Viena y dibujaba la ciudad i deal

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de los obreros o replanteaba grandes secto res de la ciudad, termi -nando con los dédalos de callejuelas y sustitu yéndo los por gran-des aveni das de trazado geométrico. Preocupa ciones estéticas,sociales, urbanísti cas y las primeras inquietudes políti cas: un díallevó a Kubizek al Parlamento y le demostró un notable conoci -miento de su mecánica, dejándole claro dónde pasaba buena par-te de su tiempo.

Por entonces, Adolf era partidario de los socialcristianosde Karl Lueger, al que admiraba por su demagogia, la simpli-cidad de su razona miento, su oportunismo y su capacidad paradominar a las multi tu des; también estaba de acuerdo con él enparte de su política social y en su discreto antisemitismo. Porel contrario, su paisano Schoene rer, panale mán, racista, tosco yviolento, le era antipático por más que en su programa estu-viera incluido uno de los sueños de Hitler: la unión de losaustriacos alemanes al imperio de Guillermo II. Cuatro añosmás tarde, cuando Schoe nerer ya no estaba de moda, Hitler seinteresó mucho por sus ideas, según las cuales Alemania estaballamada a dominar Europa, incorpo rando a sus fronteras el impe-rio austro-húngaro, parte de Polonia, Bohemia-Mora via, Sui-za e Italia del norte.

EL VENDEDOR DE POSTALES

En el verano de 1908 Kubizek regresó a Linz para pasar susvacacio nes; Hitler permaneció en Viena. Hubo algunos inter-cambios de cartas entre ellos, pero ya no volverían a verse. Cuan-do Kubizek regresó a la pensión, Adolf se había despedido, abo-nando su parte proporcional del alquiler. Nunca se ha explicadoel fin de esta amistad, pero parece estar relacionado con el segun-do fracaso de Hitler en su intento por ingresar en Bellas Artes.

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Esta vez no fue admiti do ni al examen. Cambió de pensión,para caer en otra todavía más sórdida y barata. En este puntohay un lapso de casi un año en el que apenas se sabe nada de él,excepto sus cambios de residencia. Por algún problema burocrá -tico, dejó de percibir su pensión paterna, viendo reducidos susingresos al subsidio estatal de 25 coronas, con las que sólo podíacomprar pan y leche, lo que le obligaba a dejar las pensiones ya dormir en los parques, durante el buen tiempo, o en casas decaridad.

En una de ellas, en el asilo de Meidling, le encontró Rein-hold Hanisch, cuyas notas permiten reanudar la biografía deun Hitler enfermo, desarrapado, hambriento y desvalido. El apo-yo de su nuevo amigo le permitiría comer en los días siguien-tes, acudiendo a cuantos centros de caridad repartían alimentos.Por vez primera le vemos intentar un trabajo manual: barrende -ro. No pudo desempeñarlo por falta de hábito en el trabajofísico. Fue entonces cuando Hanisch le animó a pintar acuare-las y postales, que él vendía en diversos lugares de Viena, al pre-cio de 2,4 y hasta de 10 coronas, quedándose con una comi-sión del 50 por ciento.

De esta época es otra de las falsedades que Hitler entrevera ensu autobiografía, en la que se declaraba demasiado orgulloso parapedir nada a nadie. Antes de las Navidades de 1909 solicitó auxi-lio a su tía Johanna, hermana de su madre y que había vivido conlos Hitler hasta la muerte de Klara. Recibió 50 coronas, con lasque pudo adqui rir algo de ropa de segunda mano y un abrigo. Esedinero y las ventas de las primeras postales le permitieron cambiarde alojamiento y trasladarse a la residen cia masculina Männerheim,donde vivió casi cinco años. La residencia encajaba con el espí rituespartano de Hitler, que no fumaba ni bebía, comía poco y era tanmisógino que Raymond Cartier comenta jocosamente que es muydifícil saber cuándo perdió la virginidad.

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El reglamento de la residencia obligaba a abandonar lashabi ta cio nes a las 9 h y no se podía volver hasta la noche, enque era preceptivo apagar pronto la luz. Eso determinó uncambio en sus costum bres: salía de la habitación, se instalabaen la sala de lectu ra, devoraba toda la prensa que hallaba en lasala y después se situaba junto a una ventana y comenzaba apintar sus acuarelas o sus postales, interrum piendo su trabajocuando la tormenta que se agitaba en su cabeza estallaba. Enton-ces comenzaba a lanzar un discurso, encontrara audito rio ono, atención o no, réplicas o no —lo que a él parecía impor-tarle un comino—: expresa ba lo que quería, luego se calmabay volvía a sus pinturas. Difí cilmente entablaba un debate; cuan-do alguien le contrade cía, aban donaba desdeñosamente la pales-tra y regresaba al trabajo, juzgan do, sin duda, que no merecíala pena gastar su talento con semejante auditorio. Cuando rom-pió su sociedad con Hanisch intentó comercializar sus pintu-ras personalmente, mos tran do maneras tan desmañadas quemermaron sus ingresos. Pero la verdad es que por esa época,de finales de 1910 a mediados de 1911, a Hitler le iban bienlas finanzas.

Se sabe porque en mayo de 1911 su medio hermana Ange-la, que había enviudado el año anterior, se vio obligada a llevar-le a los tribunales para que cediera su pensión estatal en favor desu hermana menor, Paula, que dependía de una viuda con esca-sos recursos, mientras que Adolf se las había ingeniado para here-dar todo el patrimonio de su tía Johanna, aproximadamente 3.800coro nas. Hitler jamás aclaró esta historia, prefi riendo silenciar laherencia de la tía Johanna y adornar su biografía con la dona-ción de su pensión, pese a sus muchos apuros económicos. La ver-dad es que los tribunales dieron la razón a Angela y pasaron lapensión a Paula, basándose en que Adolf había recibido «gruesassumas».

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¿En qué empleaba el dinero? Misterio. La verdad es queseguía viviendo en su modestísima residencia, vestía pobrementey apenas comía otra cosa que pan con margarina, leche y, encontadas ocasio nes, verduras y salchichas. Su mísero aspecto seevidencia en la visita que hizo al barón Lanz von Liebenfels,famoso impostor que editaba la revista Ostara. Esta publica-ción, por la fiesta de San Juan de 1907, había hecho ondear unestandarte con la cruz gamada sobre un viejo edificio románi-co, aconte cimiento que tuvo cierta repercusión en la prensanacionalista y racista. Ostara hablaba de ciencias ocultas, de misti -cismo, erotismo , antisemitis mo, racis mo...; sobre todo, racismo,puesto que su lema era: «Rubios de todos los países, uníos.»Los biógrafos de Lanz se han empeñado en recal car la influen-cia de Ostara sobre la ideología nazi y, aunque alguna habría,sin duda, la verdad es que Hitler no tuvo maestros. En una oca-sión Hitler visitó a Lanz, impresionado por un ejemplar de Osta-ra que, casualmente, había visto y comprado; quería toda la colec-ción y Lanz se la regaló, en vista del entusiasmo y la pobreza queevidenciaba su visitante.

De esta época data, también, la raíz de su antisemitismo. Hitlerhabía tenido contactos con judíos de Linz, a veces muy estre-chos, como con su médico de cabecera; en Viena también trata-ba continua mente con judíos, precisamente sus mejores clientes,los únicos que compraban asiduamente sus acuarelas y postales,con frecuencia por pura caridad; sus encuen tros con judíos sonbastante numerosos y, casi siempre, satisfactorios para sus intere-ses. Se cree falsa la idea harto difundida de que su anti semitismofue fruto de amargas experien cias personales. Por el contrario,parece más fundado que los inicios de su antise mitismo sonideológi cos y socia les. Ya antes se comentó el edulco rado antise-mitismo del social cris tiano Lue ger, admirado por Hitler, que ensus escritos halló los principios del antisemi tismo políti co. Pero

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fue, sin duda, más fuerte la influencia que recibió del antisemi-tismo social que se respiraba en Viena a comienzos de siglo.

La capital del anciano emperador Francisco José contaba poraquella época con cerca de 2.000.000 de habitantes, de los cua-les unos 200.000 eran judíos. El crecimiento de la comuni dadhebrea había sido galopante: 40.000 en 1870, 100.000 en 1887y el doble sólo veintitrés años más tarde. Su influen cia y susproblemas crecieron con similar rapidez. Los políticos acusabana la social democracia de ser el instrumento judío para la domi-nación univer sal; la burguesía austriaca abominaba de los judí-os, cuya prosperi dad financiera, mercantil, comercial, industrialo profesio nal envidiaba; las clases bajas, que debían competircon la riada de inmigrantes judíos proce dentes de los cuatroextremos del imperio, les consideraban unos advenedizos quellegaban para robarles el pan; no entendían su lengua, sus costum-bres, sus vestimentas, su marginación, su endogamia y, religiosa-mente, les considera ban sospe chosos, cuando no directa mente,responsables del deicidio de Cristo. Ése es el ambiente antise-mita que vivió Hitler en Viena y uno de los argumentos quejamás hallaba contestación entre su rudo audi torio del Män-nerheim. El famoso espe cialista británico Allan Bu llock escri-be al respec to:

«... El judío —en los escritos de Hit ler— ya no es un ser humano sinoque se ha trans formado en una figura mitológica, en un demonio investidode poderes in fernales que gesticula y se mofa de todo, en una verdadera encar-nación dia bólica hacia la que Hitler proyecta todo lo que odia, teme y anhe-la. Como en todas su obsesiones, la que provocó en Hitler el judío no dauna explicación parcial de su antisemitis mo, sino la explicación completa. Eljudío está en todas partes, es responsable de todo: del modernis mo que tan-to disgustaba a Hitler en la música y en las artes plásticas; de la pornografía yde la prostitu ción; de la crítica antinacionalista de la prensa; de la explotaciónde las masas por el capitalismo y de lo opuesto, es decir de la explo tación de

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las masas mediante el socialismo; y aún tendría la culpa de la torpeza de lasmasas para elevarse...»

Los testimonios sobre la vida de Hitler en Viena pierden conti -nui dad. Uno de sus biógrafos, Payne, asegura que pasó cuatro ocinco meses en Liverpool entre el invierno de 1912 y abril de1913, vegetan do en la casa de su medio hermano Alois, que poraquella época vivía en esa ciudad. La fuente de dicha informa-ción son las memo rias de la esposa de Alois, una actriz de segun-da categoría de origen irlandés de la que se separó hacia 1914.Dos datos avalan la posible autentici dad del relato: la certera des-cripción del carác ter de Adolf, de sus costum bres y modales y elhecho de que estu viera buscado por la justicia austriaca comoprófugo, al haber eludido durante años el servicio militar. Estosdatos eran muy poco cono cidos cuando, en los años treinta, Brid-get Elizabeth Hitler es cribió sobre la estancia en las islas Británi -cas de su cuñado, que por entonces se hallaba en la cumbre de sufama como canciller del III Reich. Según su relato, llegó a Liver-pool pobremente vestido, sin equipaje y sin dinero; se pasó la mitaddel tiempo tendido en el sofá que le servía de cama, apenas apren-dió unas pocas palabras de inglés y sólo parecía intere sado en laformidable potencia de las flotas comercial y de guerra del Rei-no Unido, cuyos barcos veía desfilar por las orillas del Merseydurante sus paseos.

En abril de 1913 se hallaba nuevamente en el Männerheimde Viena, donde celebró su vigésimo cuarto cumpleaños, pero lacapital del imperio de los Habsburgo era un lugar poco seguropara él: corría el peligro de ser detenido, multado, encar celado y,a continua ción, debería iniciar su servicio militar, que llevaba elu-diendo desde 1909. Desapare ció de Viena en mayo y el 26 de esemes se encontraba en Munich, como inquilino de una habita ciónen la modesta casa del sastre Josef Popp.

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En la capital de Baviera Hitler prosiguió su vida retirada yoscura. Pintaba postales y acuarelas y realizaba algunos trabajosdomésticos en casa de los Popp a cambio de alimentos. Disfruta-ba de ciertos ingresos, pues declaró a Hacienda 1.200 marcos alaño, cantidad que le permitía vestir bien y comer adecuadamen-te, aunque mostraba escaso aprecio por los alimentos: era esen-cialmente vegeta ria no, no consumía carne ni pescado, pero le gus-taban las salchichas y era extraordi nariamente goloso. La ciudadle encantó, ensalzándola frente a Viena por su orden, su limpiezay sus habitantes alemanes, frente al caos, la suciedad y la babel derazas y lenguas que conver gían en la capital del imperio austro-húngaro. En Munich, según confesión propia, Hitler comenzó ainteresar se por la política inter na cional, teniendo como fuenteúnica de información los periódicos que encontraba en cervece -rías y cafés. En ellos podía leer la marcha de la Segunda GuerraBalcánica, saldada con la derrota de Bulgaria y de Turquía y conel engrandecimiento de Serbia, o los incidentes germano-fran-ceses en Alsacia.

Con aquellos pocos datos Hitler dejaba volar su fantasía:Alema nia debía romper su alianza con Austria y unirse a Ingla-terra y Rusia, exter minando a los Habsburgo y poniendo en susitio a los franceses; Alemania bien podía renunciar a su poderíonaval y a sus colonias africanas a cambio del apoyo británico; lavocación alema na era centroeuropea y sus intereses territorialesradicaban en las posesio nes del Imperio austro-húngaro, en Polo-nia y en Rusia. Está claro que cuando Hitler comenzó a intere-sarse por la política internacional se apropió del viejo programapanalemán de Schoene rer.

No tuvo, sin embargo, mucho tiempo para estas cavilacio-nes: la policía austriaca le localizó en Munich y, en virtud delos acuer dos de extradición austro-bávaros, el 12 de enero de1914 le noti ficaba que el día 20 del mismo mes debería pre-

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sentarse en Linz para su incorporación al servicio militar. Hitlerse manifestó muy angustiado por la cita ción, pero fiel a su for-ma de proceder continuó en Munich esperando la milagrosasolución de su problema. El 19 de enero fue detenido por lapolicía muni quesa y conducido al consula do austriaco. El mila-gro se hizo: Hitler y su abogado elaboraron un pliego de des-cargo en el que se justificaba su no comparecencia para cum-plir el servicio militar y explicaba su delicada situación física,económica y social, pasada y presente, por lo que solicita ba untrato especial. A alguien le cayó en gracia y se aceptó el alega-to, recomendando una revisión médica en Salzburgo, que fuemeramente formularia y le declaró «inútil para la guerra y losservicios auxilia res».

Adolf, con veinticinco años de edad, pudo dedicarse a dis-frutar de Munich, donde bullían la política, el arte y la cultura.Allí había residido cerca de dos años, en la década anterior, el mis-mísimo Lenin; allí, Thomas Mann acababa de publicar Muerte enVenecia; allí, cuatro años antes, había descubier to Kandinsky lossecretos de los colores e iniciado su brillante carrera abstracta. Peroesos detalles, probable mente, no los conocía Hitler, que odiaba alos comunistas, sabía poco de novela contem poránea y que en elarte moderno sólo veía «síntomas de la decaden cia de un mun-do que se descomponía lentamente». Esa visión la tenía tambiénotro pobre y oscuro perso naje que luchaba por sobrevivir enMunich: Oswald Spengler, que en esa época trabajaba en Ladecaden cia de Occidente.

En modestas cervecerías muniquesas, rodeado de obreros obohemios como él, comenzó Hitler a desplegar sus dotes de tri-buno. Allí tenía mejor acogida que en el Männerheim de Viena,donde sus compañeros de residen cia le miraban como a un locoy no le tenían ningún respeto intelectual. En las cervecerías deMunich su aspecto estrafa la rio no llamaba la atención: era un artis-

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ta y como a tal se le tenía; por otro lado, en sus peroratas demos-traba un bagaje cultural superior al de su auditorio. En Munich pro-liferaban desde hacía años los nacionalistas exal tados, pangerma-nistas, racistas, antisemitas, de forma que sus ideas no sonaban raras.Entre el ruido de las jarras de cerveza su voz apasionada comen-zó a cautivar a modestos auditorios y cuando habla ba, su figurapoco destacada se crecía, su redonda cara afilaba sus rasgos y susojos azules despedían fuego. Con todo, Hitler era por enton cesun don nadie.

La voz cantante del nacionalismo exaltado la llevaba un nota -ble poeta, Stefan George, obsesionado por la idea del superhom-bre, el poder y la violencia. Entre sus principales corifeos estabaAlfred Schuler, un antisemita furioso al que Hitler escuchó enmás de una ocasión. Estos hombres, Spengler, George, Schuler yotros más no conocían a Hitler, pero le estaban preparando elcamino, sólo que antes deberían ocurrir varias carambolas histó-ricas. La primera de ellas sucedió inmediatamen te: poco antesde las once de la mañana del 28 de junio de 1914, el estudiantenacionalista serbio Gabrilo Princip disparó dos tiros contra elarchiduque Francisco Fernando, heredero del trono de Austria,en una calle de Sarajevo. A cinco metros de distancia no podíafallar el blanco: el primer disparo hirió de muerte al archiduquey el segundo a su esposa, que trató de protegerle.

EL CABO HITLER

La noticia del magnicidio de Sarajevo recorrió Europa enpocos minutos. A medio día de aquel soleado domingo de vera-no, Hitler se hallaba en su buhardilla pintando postales cuandole interrumpió su patrona, la señora Popp, para informarle deque su futuro emperador acababa de ser asesinado. La primera

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reacción de Hitler fue pensar que se trataba de un atentado urdi-do por agentes germanófilos para termi nar con la dinastía de losHabsburgo. Salió inmediatamente a la calle en busca de noticiasy pronto supo la nacionalidad del asesino. Le pareció una burladel destino que el archidu que, al que odiaba por su inclinaciónhacia el mundo eslavo, hubiera sido asesinado por un serbio...Aquel magnici dio le pareció el casus belli que conduciría a la gue-rra que tanto estaba esperando, sólo que los acontecimientos sedesencadenarían con una cadencia y de una forma totalmenteimprevista para él.

Noventa años después del comienzo de la Gran Guerra pare-cen ridículos los acontecimien tos que la provocaron. Serbia, ensu insen sato camino hacia la formación de la Gran Serbia, insti-gó el magnici dio de Sarajevo para que Austria le declarase laguerra, suponiendo que Rusia interven dría en ella en virtud delos pactos firmados y que el Imperio aus tro-húngaro sería ven-cido. En Belgrado cal culaban, con poco fundamento, que Ale-mania se mantendría a la expectati va, esperan do recoger los despo -jos germáni cos del Imperio de los Habsburgo; por otro lado, Serbiase había cubierto de una agresión alemana por medio de suspactos con Francia y ésta, a su vez, se protegía de los alemanesapoyándose en sus acuerdos con Gran Bretaña.

Nadie hubiera movido un dedo en apoyo de Serbia si los aus -tria cos, al día siguiente de los funerales de su heredero al trono,hubie ran «hecho papilla» Belgrado con sus cañones o si se hubie-sen lanzado a una operación de castigo contra Serbia. Las casasreinan tes en Rusia, Alema nia y Gran Bretaña hubieran entendi-do la brutal represa lia. Lo trágico fue que Austria obró con sumatorpeza: dejó enfriar el cadáver del archidu que y, con manifiestamala fe, esperó cuatro semanas a lanzar su ultimátum, aprove-chando que el presiden te francés, Raymond Poincaré, nave gabapor el golfo de Finlandia hacia Estocolmo, donde le esperaba

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una brillante recepción. Lo que sucedió luego fue una secuen ciade errores y de culpabilidades encadenadas que costaron diezmillones de muertos en los campos de batalla, otros tantos en lasretaguardias y que arruinar on Europa, privándola de su preemi-nencia mundial. Serbia fue culpable por haber patrocinado el mag-nicidio, buscando la guerra; Austria fue culpable por su falta detacto político al plantear el ultimátum y por no haberlo sabidonegociar; Alemania fue culpable por haberse dejado manejar porAustria, permi tiendo que la llevara insensa tamente a la guerra;Rusia, Francia y Gran Bretaña fueron culpables por no haber obli-gado a Belgrado a aceptar el ultimátum, conscientes todos ellosde que Serbia trataba de involucrar les en un conflicto de inmen-sas propor cio nes.

Hoy parece increíble, pero entonces ocurrió así porque aque-lla Europa que llevaba largo tiempo viviendo en paz, próspera ybien alimenta da, se aburría. Winston Churchill escribiría: «Satis-fechas por la prospe ridad material, las naciones se deslizabanimpacientes hacia la guerra», una guerra que todos esperabanganar, una guerra que sería corta, brillante y que colmaría las aspi-raciones de todos. El conflic to se desencadenó con este calenda-rio: Austria presentó su ultimátum a Serbia el 23 de julio, con 48horas para responderlo; Belgrado rechazó parte del mismo el 25y Viena declaró la guerra a Serbia el 28. Rusia reaccionó con lamoviliza ción general y Alema nia exigió que la descon vo cara, bajola amenaza de guerra; y como Moscú mantuvo su movili zación,el 1 de agosto Berlín le declaró la guerra. Francia, aliada de Rusia,de claró la guerra a Austria-Alemania el 3 de agosto y Gran Bre-taña, aliada de Francia, hizo lo propio el día 4.

Europa marchaba alegre hacia la guerra. Hubo manifesta-ciones de júbilo en Moscú, en Viena, en Belgrado, en Londres,pero fue en Alema nia y en Francia donde la alegría desbordólos límites de lo previsi ble. Ale mania había ganado tres guerras

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fundamentales en el siglo XIX, mientras Bismarck forjaba la uni-dad: contra Dinamarca, contra Austria y contra Francia. Los ale-manes de 1914 hacía cuarenta y cuatro años que no habíanpadecido una guerra. Dos generaciones de alemanes se habíandedicado a construir un poderoso país cuya potencia indus -trial había ya sobrepa sado a Gran Bretaña. Era el momento detener un poco de acción. Hitler escribi ría años después: «Nome avergüenzo de confe sar que, presa de un entusiasmo irre-primible, caí de rodillas y agradecí al cielo que me hubiera per-mitido vivir semejante momento.» El 2 de agosto de 1914 unagran multitud se manifestó en la Odeon platz de Munich, anteel palacio Feldhern, para vitorear al rey Luis III de Baviera y cele-brar la declara ción de guerra hecha por Alemania a Rusia el díaanterior.

Allí estaba Hitler, tal como demuestra una foto tomada a lamultitud por Heinrich Hoffmann, quien años después se con-vertiría en amigo de Hitler y en su fotógrafo oficial. Con ayudade una lupa se le puede distinguir de la masa que le rodea. Estábien vestido, tiene buen aspecto físico, ya lleva bigote y en sus ojosy expresión del rostro hay algo que podría definirse como ilumina -ción o transfigura ción: está emocionado y feliz. La guerra era paraél una libera ción, una manera de escapar de una existencia fraca-sada, gris, monótona, desesperanza da; con fiaba en que la guerrale brindase oportunidades, quizá grandes haza ñas donde conver -tirse en un héroe y alcanzar el protagonismo que tanto anhelabay que la vida le había escamoteado hasta entonces. Como no eraalemán tuvo que pedir un permiso para poder ingresar en el ejér-cito báva ro, que le fue concedido en veinti cuatro horas. El 16 deagosto era encuadrado como el soldado 148 de la 1.ª compañíadel 16.º regimiento bávaro, que adoptó el nombre de su primerjefe, el coronel List. Era una unidad com puesta por volunta rios,gentes, en general, pertenecientes a la reserva y, por tanto, un gru-

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po humano heterogéneo por su proceden cia, ex tracción social,cultura y edad, en el que Adolf Hitler, artista fraca sado de vein-ticinco años, no desentonaba.

El adiestramiento, que duró hasta octubre, no fue muy consis -tente porque los jefes del regimiento eran casi todos reservistas,comenzan do por el propio coronel List. De aquellos tres mesesHitler apenas si recordaba otra cosa que su impaciencia por salirhacia el campo de batalla. Los periódicos publicaron durante eseperíodo la formidable sucesión de victoriosos avances que conduje -ron a los ejércitos alema nes hasta el Marne. Los reservistas leíanrabiosos que los parisinos ya escuchaban atemorizados el lejanofragor de los cañones; parecía claro que la guerra acabaría antesde que ellos completaran la ins trucción. Pero los franceses y británi -cos lograron frenar la ofensi va alemana y pronto fueron necesa-rias nuevas tropas para reempla zar a los cansados ejércitos quehabían operado sin un día de reposo durante tres meses. El 21 deoctubre de 1914 el regimiento List salía hacia Francia y, tras atra -vesar las ciudades flamencas, asoladas por la guerra, llegaron alfrente de Yprés el día 28. En la mañana siguiente, Adolf tuvo subautismo de fuego.

«... Pronto llegaron las primeras andanadas, que explotaron en el bosquey arrancaron árboles como si fueran arbustos. Noso tros mirábamos muyinteresa dos, sin una idea real del peligro. Nadie estaba asustado. Todos espe-rábamos con impaciencia la orden “¡Ade lante!” La situación era cada vezmás tensa. Oíamos decir que alguno de los nuestros había caído herido [...]Apenas podía mos ver nada entre el humo infernal que teníamos enfrente. Porfin llegó la tan esperada orden: “¡Ade lante!”

»Saltamos en tropel de nuestras posiciones y corrimos por el campohasta una pequeña granja. Las granadas estallaban a derecha e izquier da, peronosotros no les hacíamos ningún caso. Permane cimos tendidos allí durantediez minutos y entonces nos ordenaron de nuevo que avanzáse mos. Yo iba alfrente, delante de mi pelo tón. El jefe del pelotón, Stoever, cayó herido. ¡Diosmío —yo apenas tenía tiempo de pensar— la lucha empezaba en se rio!...»

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Así describía Hitler, en una carta de 1915, su primera bata-lla, en la que aque llos soldados bisoños, con escasa protección arti-llera, fueron empleados como carne de cañón, hasta el punto deque en cuatro días de lucha ininterrumpida el regimiento Listhabía pasado de 3.500 hombres a sólo 600, varias compañíasfueron disueltas para comple tar los efectivos de las otras y sóloquedaban 30 oficiales aptos para el combate. La unidad hubo de serenviada a retaguardia para reorganizar se, pero a mediados denoviembre volvía a la acción.

El comportamiento de Hitler en estos combates debió ser muyvaleroso porque fue ascendido a cabo, recibió la Cruz de Hierrode segunda clase y fue destinado a labores de enlace. De las tresdistin ciones era ésta, probablemen te, la más importante. La tropaque se pudría en las trinche ras envidiaba a los enlaces y les consi-deraba unos enchufados; los enlaces vivían en la retaguardia, co -mían caliente y siempre hallaban raciones suplementarias de ali-mentos en el Estado Mayor o entre la población civil; solían dormiren lugares secos y abrigados, a salvo de ataques de arti llería o asal-tos imprevistos; no tenían que salir de las trincheras con la bayo-neta calada y jugarse la vida en avances segados por las ametrallado -ras. Si bien eso era parcialmente verdad, a cambio de esascomodidades los enlaces sufrían pérdidas más elevadas que el res-to de la tropa, hasta el punto de que operaban por parejas paragarantizar que los mensajes llegaran a su destino y aun así, a veces,ambos perecían en el camino; en los primeros tres años de gue-rra, de un total de 14, murie ron 12 de los enlaces del batallón deHitler. Se requería que fueran muy valerosos, para cruzar sin vaci-laciones campos batidos por el fuego enemi go; que tuvieran buensentido de la orienta ción, para localizar las posiciones avanzadas yllegar a ellas incluso durante la noche o a pesar de las mayores incle-mencias del tiempo, y que fuesen astutos, para burlar a las patru-llas enemigas.

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Hitler dio sobradas muestras de todas esas virtudes porquesobrevivió a la guerra después de haber cumplido centena res demisio nes, recibien do solamente una herida. Fue, según sus jefesy compañe ros, un soldado que, incluso, se excedía en el cum -plimien to del deber, presen tándose voluntario en cuantas oca-siones se solici ta ban y recha zan do hasta 1917 los permisos quereglamentariamente le corres pon dían. Por eso, a lo largo de laguerra recibió numerosas condecora ciones: la mencionada Cruzde Hierro de segunda clase, la Cruz del Mérito Militar de terce-ra clase con espadas, el diploma del regimien to, la Cruz de Hie-rro de Primera Clase —una de las más aprecia das y rarísima entrela tropa—, la Cinta Negra —que se concedía a los que sufríanheridas de guerra— y la Medalla al Servicio Militar de terceraclase. Pese a ser un soldado sin duda heroico, un escrupulo so obser-vador del reglamento —hasta el punto de asistir a los oficiosreligiosos, pese a su anticle ri calismo, porque así lo decían las orde -nanzas— y uno de los hombres de tropa más condecorados delejército alemán, Hitler nunca fue ascendido por encima del modes-to grado de cabo.

Ésta es una de las cuestiones que más ha sorprendido a susbiógrafos al tratar esta época. ¿Por qué no ascendió Hitler en unejército que a lo largo de la guerra sufrió cerca de dos millonesde muertos, muchos de los cuales eran suboficiales y oficiales?Sin duda se trataba de un tipo excéntrico, inquieto, malhumo-rado; un discursea dor que tenía a sus compa ñeros aburridoscon sus teo rías nacionalistas y antisionistas; un lector retraído, quepasaba muchos ratos leyendo a Schopenhauer y a Nietszche,mientras sus camaradas jugaban a las cartas; un misógino que nosolamente no compartía el interés de sus compañeros por el sexofemenino, sino que les reprocha ba sus aventuras con las mucha-chas francesas o belgas; su imagen física choca ba con los clichéspopulares en el ejército: desgarba do, encogi do, aparente mente

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débil; carecía de la concisión y claridad que apreciaban los mili-tares: era incapaz de dar una respuesta rápida y concreta; por elcontrario, sus informes eran largos, farragosos y cargados dedigresio nes.

Uno de sus compañeros de guerra, destinado también a misio-nes de enlace, Hans Mend, escribió un libro en los años treintaen que se resaltaban hasta la exageración las hazañas de Hitler(Adolf Hitler en el frente, de 1914 a 1918, citado por Lothar Mach-tan). Fue un trabajo encargado y pagado por el partido na zi pararealzar los méritos militares de aquel político que ya aspiraba a laCancillería. Algún tiempo después, en 1932, parece que Mendtrató de extorsionar a Hitler y relató en diversos momentos queel líder nazi sostuvo durante años una relación homose xual conotro compañero de armas, Schmidt, que proseguiría en Munich,tras la desmovilización de ambos. Según el mismo testigo, Hitlerhabía sido un cobarde «emboscado» que debía su fortuna a quejamás se había expuesto al fuego enemigo; sus condecoracionesse debían a la mentira, a sus dotes de actor y a sus actividadeshomosexua les. Más aún, la anómala falta de ascensos se debería aque no quería separarse de su «novio». Esta historia —resaltadapor Machtan— sería espectacular si el testigo tuviera garantías,pero se trataba de un sablista y extorsionador habitual, «un tipopoco fiable» que visitó varias veces las cárceles por estafa y chan-taje. Todo indica que Mend fue un hombre utilizado unas vecespor el aparato de propaganda del partido, otras por los serviciossecretos de Canaris y probablemente también por los de Himm-ler. Cada uno de ellos le pagó la historia que le interesaba oír.Sus versiones peyorativas sobre el valor de Hitler están en abier-ta contradicción con otros testimonios —que, ciertamente, pudie-ron ser también fabricados— y con sus condeco raciones, éstasmás difíciles de lograr con simples actuaciones teatrales. Sea comofuere, algunos de los defectos dominantes en la personalidad de

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Hitler fueron perfectamente captados por Hans Mend: era unmentiroso crónico, capaz de emplear el engaño para conseguir suspropósitos y un actor consumado para dar ante los demás unaimagen bien diferente a la realidad.

Pese a esta visión, la que la mayoría de sus compañeros guar-dó de él correspondía a un hombre aislado, con escasos amigos,incapaz de diver tir se con sus camaradas; su tiempo libre solía pasar-lo con un libro en las manos o con sus dibujos, algunos de los cua-les son bastante mejores que las postales de Viena o Munich. Ensuma, su carácter, costumbres y apariencia chocaban con los queeran habi tuales en el ejército alemán. Algunos biógrafos han men-cionado, incluso, su antisemitismo como una de las posibles cau-sas de su marginación en los ascensos: en aquel ejército combatí-an unos 100. 000 judíos y lo estaban haciendo con singular distin ción,puesto que 23.000 fueron ascendidos y 35.000 condecorados.

Aparte de excéntrico, reglamentarista y misógino, Hitlercomenzó a disfrutar entre sus compañeros de una bien ganadafama de afortunado y casi de invulnerable. Efectivamente, elregimiento List combatió las batallas más duras de la PrimeraGuerra Mundial y padeció un escalofriante 60 por ciento debajas, de las cuales casi la mitad fueron mortales; en esa uni-dad, el enlace Hitler fue respetado por la metralla hasta los com-bates del Somme, en el verano-otoño de 1916, en los que pere-cieron cerca de un millón de hombres entre ambos bandos. Allí,a finales de septiembre, se repitió la excelente fortuna del caboHitler, que estaba sentado junto a algunos compa ñeros en unrefugio cuando una granada británica les alcanzó de lleno: cua-tro resultaron muertos, seis fueron heridos gravemen te y sólodos quedaron indemnes, aunque Adolf padeció algunas lesio-nes leves en el rostro. Sin embargo, el 5 de octubre de 1916,mientras realizaba una misión de enlace a la que se había presenta -do voluntario, recibió un cascote de metralla en el muslo, que-

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dando tendido en el campo de batalla hasta que fue retiradopor los servicios sanitarios horas después. Sus compañeros siguie-ron consi de rándole afortu nado: la herida era lo suficientementegrave como para mandarle a un hospital de Alemania, pero nopara poner en peligro su vida y ni siquiera la correcta movili-dad de su pierna.

LA «PUÑALADA POR LA ESPALDA»

Tres días después se hallaba en el hospital de Beelitz, cercade Berlín. Hacía dos años que Hitler no regresaba a Alemania,dos años de combate ininterrumpido, inconsciente de lo queestaba ocurriendo en la retaguardia. En el hospital, Hitler comen-zó a ver los primeros sig nos de derrotismo: soldados felices dehaber sido heridos o que explicaban sin rubor su habilidadpara automutilarse; allí, el sufrido cabo, que jamás tenía quejaalguna de las penali dades de la guerra, dio muestras de impa-ciencia: le parecía que, a veces, el personal sanitario resultabapoco diligente y que la alimenta ción era, con frecuencia, de malacalidad; echaba en falta, sobre todo, los dulces y las ingentes can -tidades de té caliente y muy azucarado que solía ingerir en elfrente.

Durante su convalecencia, que duró dos meses, tuvo laoportu nidad de visitar por vez primera Berlín. La capital delReich no le impre sio nó; lo que más le llamó la atención fue elclima de descon ten to y derrotismo que podía percibir por todaspartes. El invierno de 1916-1917 fue muy frío y el combusti-ble para las calefacciones estaba racionado, lo mismo que los ali-mentos; las gentes andaban mal vestidas, flacas y en la calle nose veía alegría alguna. Lo que sí podía encontrarse eran octavi-llas clandestinas que decían, por ejemplo: «¡Abajo los mercade-

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res de la guerra a ambos lados de la frontera! ¡Poned fin a esteasesinato masivo!»

Fue dado de alta en diciembre y destinado a un batallón dereserva que prestaba servicio en Munich. Allí vio lo mismoque en Berlín: can sancio, desengaño y ansias de que la guerraterminara. Acerca de su impresión al regresar a la capital báva-ra, Hitler escri bió: «Apenas conse guía reconocer el lugar. ¡Ira,agitación y maldi ción, doquiera que uno fuese!» Políticamente,la situación era aún peor en Baviera que en Berlín; comenzabaa creerse que la responsa bilidad de la mala marcha de la con-tienda la tenían quienes la maneja ban, esto es, los prusia nos, losgenerales y los políticos de Berlín; para cambiar el curso de losaconte ci mientos, Baviera debería reclamar la dirección de lapolítica y de la guerra.

En Munich, Adolf se tropezó con los que querían la paz acual quier precio, con los que deseaban aumentar el esfuerzo béli-co y con los que pretendían dirigir lo. Aquello, pensaba, sólo eraprovecho so para el enemigo; alguien estaba corrompien do ydividien do la retaguar dia y, como siempre, halló en los judíos laresponsa bilidad de todas las calamida des. Es descon certante queen esta época aumentara su antisemi tismo; ya se ha visto que losju díos estaban contribuyendo al esfuerzo bélico gene ral con ener-gía seme jante al resto de la pobla ción: fue recluta do un 12 porciento de los judíos, frente a un 13 por ciento de la población ale-mana en general; murieron 12.000 judíos (el 2 por ciento de sunúmero), mientras que las bajas generales alemanas ascendieron a1.773.000 (el 3,5 por ciento de la pobla ción). Tales diferencias noson tan abismales como para que Hitler pensara que todos los judí-os eran unos embos cados que escamo teaban sus es fuerzos en prode la victoria. Se sabía que sin el descubri miento del amoniaco sin-tético, realizado por el químico judío Fritz Haber, la industria deexplosivos alemana se hubiera paralizado en 1915. Notoria era tam-

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bién la figura de Walter Rathenau, de origen judío y presidente dela AES, que organizó la industria de guerra con asombrosa eficacia,lo que explica que Alemania, someti da a un feroz cerco de abaste-cimientos, pudiera competir con las armas aliadas durante cuatroaños.

La vida de guarnición en Munich ahogaba a Hitler, que soli-citó ser reclamado por su unidad. El 10 de febrero de 1917 Hitlerregresaba al frente y lo hacía en el peor momento: en las trinche -ras alemanas había aparecido el hambre y en las enemigas, la opu-lencia. Una abundancia de alimentos y de armas que su propa-ganda se ocupaba de hacer llegar a las líneas alemanas y unaprofusión de medios de combate y de hombres que los generalesbritánicos y france ses les iban a lanzar encima a partir de abril.

El regimiento List lucharía sin tregua hasta el 31 de junio enFlandes y Artois, enfrentándo se unas veces a franceses, otras abritáni cos, en los combates más duros de la guerra. Por dos vecesestuvo entre las fuerzas que frenaron al mariscal británico Haig yentre las que ganaron a los franceses en el derrumbamiento delChemin des Dames, pero el 3 de agosto sus restos fueron retiradosdel frente: de los 1.500 hombres que tenía al comienzo de estasbatallas sólo quedaban 600 soldados al concluirlas. El regimien-to fue enviado a retaguardia para ser reorganizado y Hitler,sorprendente mente, tomó su permiso reglamen ta rio de 1917 ylo pasó con sus tíos Theresa y Anton en Spital, el lugar de lasvacacio nes de su niñez. Hitler regresaba a la casa familiar con vein-tiocho años, tras once de ausencia. Todo había cambiado en Aus-tria durante este tiempo. Sus tíos habían envejecido, en la comar-ca que le vio nacer no halló sino pobreza y tristeza. En Viena lamiseria se veía en la calle: refugia dos de las regiones en guerra,mendigos, gentes mal vestidas y rostros famélicos; el viejo empe-rador Francisco José había fallecido, a los ochenta y seis años deedad, en noviembre de 1916, dejando como sucesor al empera-

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dor Carlos, que se afanaba por sacar a Austria de una guerra queella había provocado.

Nuevamente Hitler regresó al frente abrumado por la situa-ción en la retaguardia. Para él comenzó a estar claro que había dosfacto res interpues tos entre Alemania y la victoria: la buena pro-paganda anglo-francesa, que los alemanes habían sido incapacesde contra rrestar, y la desmoralización en la retaguardia, provoca-da por agentes judíos. La guerra, afortunada mente, parecía mejorencamina da en esa época. Alemanes y austriacos batían a los ita-lianos en Caporetto y los rusos firmaban el armisticio. Alemaniapodría, finalmente, volver todas sus fuerzas sobre Francia y con-tar con superioridad de hombres y medios.

No fue todo tan feliz. Por un lado, Estados Unidos, provo ca -do por la guerra submarina y la política exterior alemana, decla-ró la guerra a Alemania y comenzó a mandar hombres y armas aFrancia; por otro, la situación interior de Alemania comen zaba aser insosteni ble: el hambre era general; la escasez inaudi ta, hastael extremo de que los niños eran envueltos en pañales de celu-losa, la misma sustancia con que se alimenta ba a los caballos delejército; los cadáveres se enterraban sin ataúd; las calefacciones seencontra ban apagadas; los transportes jamás llegaban ya a su hora...y todo por una guerra que no tenía visos de terminar y, menosaún, de ganarse. Los alemanes miraban los mapas y veían a susejércitos empantanados en las mismas líneas que en 1914 y, sinembargo, estar allí había costado tantos muertos que era difícilhallar alguna familia que no hubiera perdido algún miembro,mientras ya se estaba llaman do a filas a los chicos de dieciochoaños.

La situación era propicia para la protesta y en el Reichstag lainiciaron los socialdemó cratas, cuyo grupo se escindió al negar setreinta diputados a votar los nuevos créditos de guerra. El partidoespartaquis ta, formado por gentes de izquierda no compro metidas

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con la guerra y encabezado por intelectuales marxistas, era laformación más activa en la lucha por una paz sin anexiones niindemnizaciones, esto es, un retorno a las fronteras del 31 de juliode 1914. Suyas eran muchas de las consig nas y octavillas clandes-tinas que habían circulado en los últimos tiempos, de modo queeran conocidos por la multitud de los damnificados de la con -tienda. Para el 28 de enero de 1918 convoca ron una huelga gene-ral que fue secundada por más de 300.000 obreros en Berlín ypor no menos de un millón en Alemania. La huelga fue, sin embar-go, un fracaso; a los tres días había concluido, sin conseguir susobjeti vos de paralizar los suministros al frente, pero esta huelga—responsa bili dad de marxistas y judíos, según Hitler— propor-cionó a Adolf un nuevo arsenal dialéctico: comenzaba a fraguar-se la famosa «puñalada por la espalda».

En la primavera de 1918 aún no se pensaba en eso. Por enton-ces, en las líneas alemanas se olfateaba la victoria. Luden dorff lan-zaba su ofensiva del 27 de mayo, que perforó como un estilete laslíneas france sas. Dos semanas después los alemanes estaban nueva-mente ante el Marne, un río que entre 1914 y 1918 llevó más san-gre que agua. Aque llos días volvieron a encoger los corazones delos parisinos, pues el eco del fragor de la batalla llegaba hasta suscalles y llenaba de pánico sus noches. Pero, nuevamente, el crucedel Marne resultó un efímero sueño para los alemanes: el 19 de junio,tras haberse sosteni do apenas una semana sobre su margen izquier-da, las tropas de Luden dorff comenzaron a retroceder. En aquellosdías, el cabo Hitler estuvo a cuarenta kilóme tros de París, aunquese quedó con las ganas de desfilar triun falmente por los Campos Elí-seos. Veintidós años después vería cumplido ese sueño.

Tras el fracaso de su ofensiva, los ejércitos alemanes se replie -gan lentamente, contraata cando cada vez que se les presenta laoca sión. El 31 de julio algunas compañías del regimiento Listocupan un claro en el despliegue británico y sorprenden a sus

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enemigos en un contraata que de flanco; infortunadamente paralos alemanes, su arti lle ría, ignorante de esa operación, comien-za a bombardear sus posicio nes. El «fuego amigo» ha ocasiona-do ya varios muertos e interrumpido el contraataque cuandoel teniente Hugo Gutmann, que, ironías del destino, es judío ymanda desde hace algunas semanas la compañía, ordena a Hitlerque atraviese un campo batido por las ametra lladoras británicasy pida la suspen sión del fuego artillero, prometiéndo le que soli-citará para él la Cruz de Hierro de primera clase si sale airosode la empresa. La suicida misión se cumple satisfac toriamentey en el parte del regimiento de ese día figura la siguiente cita-ción:

«En su labor de correo ha demostrado mucha sangre fría y un valor ejem-plar, tanto en la guerra de posición como en la de movi miento, y siempre seha ofrecido voluntario para llevar mensajes en las situacio nes más difíciles ycon riesgo de su vida. En condicio nes de gran peligro, cuando estaban rotastodas las líneas de comunicación, la incansable y valiente actividad de Hitlerhizo posible que los mensajes llegaran a su destino.»

Firmaba la cita ción el barón Von Godin, comandan te delregimien to, a recomen dación del primer teniente Hugo Gut-mann. Esta historia es muy poco conoci da porque Hitler nun-ca quiso airear que debía una de las máximas condecoracio-nes del ejército alemán, escasísi ma entre la clase de tropa, aun judío.

Aunque Hitler nunca lo confiesa en sus escritos, a esas altu -ras hasta un soldado fanático como él debía estar hastiado de laguerra: la Cruz de Hierro de primera clase le fue impuesta el 4de agosto y aceptó el permiso que llevaba anexo, regresando nue-vamente junto a sus parientes de Spital. Este retorno era lógico,pues signifi caba no sólo calor familiar, alimentos sanos, lejaníadel frente, sino que suponía, sobre todo, notoriedad: Adolf Hitler,

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estudiante calavera, artista fracasado y vagabundo perdido en lossuburbios de Viena, regresaba a su tierra convertido en un héroe.

En septiembre de 1918 Hitler había retornado al frente, jus-to en los mismos lugares donde recibió su bautismo de fuego cua-tro años antes. Lo que en 1914 él estimó como gran destruc-ción, era apenas un remedo de la guerra. En el otoño de 1918 seprodujeron lluvias torren ciales. Los proyectiles habían dejado elcampo como un enjambre de embudos llenos de agua. Las trin-cheras ya no podían cavarse en el suelo, sino que habían sidosustituidas por líneas de sacos terreros. El campo debía franquear -se cruzando sobre pasarelas, siendo sumamente peligroso pisarun charco en el que podía ahogarse el imprudente. Los puebloseran informes montones de escombros sobre los que crecía lahierba y nadie osaba guarecerse bajo los restos tambaleantes deun edificio pues atraería rápida mente el fuego de los cañones ene-migos. En ese dantesco escenario, sembrado de hombres y bes-tias a medio enterrar y donde el hedor de la muerte se pegaba ala ropa, se produjo la última ofensiva de la guerra: británi cos yfranceses trataron de empujar a los alemanes hacia el Rin.

Allí se encontraba el regimiento List el 28 de septiembre cuan-do Bulgaria capituló. La noticia, que debió pasar desapercibida enel frente, conmocionó al Gobierno alemán, enterado ya de que Tur-quía estaba negociando su rendición e informado por Viena de que,agotados sus recursos económicos, industria les y humanos, se apres -taba a pedir el alto el fuego. No era mejor la situación alemana: el29 de septiem bre, dada la carencia de reservas, la escasez de muni-ciones y víveres y la superioridad del enemigo, Ludendorff y Hin-denburg recomendaban a su Gobierno que solicitase el armisticiosegún los 14 puntos formula dos por el presidente de Estados Uni-dos, Wilson. La noticia cayó como una bomba, incluso entre elGobierno que debía conocer la precaria situa ción; muchos alema-nes conscientes recibieron la noticia como una liberación, pero la

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mayoría quedó aterrada ante la noticia: sus tropas peleaban aún sobresuelo extranjero y apenas tres meses antes amenaza ban París; ¿quéhabía ocurrido para que se produjera semejante cata clis mo?

Los militaristas hallaron una justificación inmediata: la «puñala -da por la espalda.» El cuchillo —era evidente— lo habían empu-ñado la socialde mo cra cia, los comunistas y los judíos. La frase yla idea hicieron fortuna, con el apoyo del Ejército, que de esaforma salvaba sus responsabilida des en la derrota, y con la aquies-cencia inconscien te de los vencedores, que aceptaron en el actodel armisticio de Rethondes, el 8 de noviembre de 1918, a unadelegación civil acom pañada de dos militares de segundo rango:el ejército salvaba la cara. Raymond Cartier lamenta ese final dela guerra y la durísima paz de Versalles, que prepararon el ascen-so del nazismo y la Segunda Guerra Mundial:

«La Primera Guerra Mundial, nacida de errores y equívocos, habría debi-do tener como conclusión una victoria aliada indiscutible, seguida de una pazde reconcilia ción. Pero se haría lo contrario: de una victoria incompleta, sal-dría una paz ridícula mente rigurosa.»

Hitler recibió la noticia del armisticio en el hospital pome raniode Pasewalk, especializado en heridos a causa de gases. Había per-dido la visión en la madrugada del 14 de octubre, cuando el pues-to de mando del regimiento List, que se hallaba en una locali dadllamada La Montagne, al sur de Yprés, fue objeto de un prolon -gado ataque británi co con granadas de cloro gaseoso. Al hospitalllegaban atenuadas las noticias del armisti cio, de la rendición de lasfuerzas armadas alemanas y de la caída y exilio del Káiser, pero Hitlerescribió unos años después que cuando, el 10 de octubre, se ente-ró de que la guerra estaba perdida, no quiso escuchar más detalles:

«[...] la noche cayó ante mis ojos y a tientas, a tropezo nes, regresé al

dormito rio y hundí mi cabeza ardiente bajo la manta y la almohada.»

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LA AMANTE

El 21 de noviembre de 1918, hallándose plenamente recu-perado, recibió el alta. Dos días más tarde regresaba a Munich enbusca de su destino. Allí, poco después, Adolf Hitler nacería parala polí tica; allí, en los años veinte, se pondrían las bases del IIIReich que preten día ser milenario y, desde allí, los nazis conquista -rían el poder en la siguiente década. Munich le elevaría hasta lacúspide de sus ambiciones. Munich estaría metida hasta su médu-la, tanto que, en aquella madrugada del 29 de abril de 1945, cuan-do la derrota nazi en la Segunda Guerra Mundial era evidente,una muniquesa, Eva Braun, le decía «sí, quiero» y se convertía ensu esposa en el búnker de la Cancillería de Berlín.

¡Qué extraña ceremonia! El hombre que se había enamorado,en 1906, de Stefanie y que jamás se atrevió a declararle su amor, elque había rechazado a las mujeres en Viena, el misógino de la gue-rra, se casaba prácticamen te in articulo mortis. Cierto que en Munichhabía tenido relaciones fugaces y que mantuvo una tempestuo sarelación con Geli Raubal, su medio sobrina, pero casi nadie sabíaque Hitler sostenía una relación senti mental estable desde 1932.

Eva Braun, nacida en el seno de una familia pequeño-burguesade Munich en 1912, se había educado en un colegio de religiosasque no pudieron hacer carrera de ella, hasta el punto de que care-cía del certifica do de estudios secundarios. En 1929 entró a traba-jar en la tienda y estudio de Heinrich Hoffmann, fotógrafo oficialde Hitler desde que éste se convirtiera en una de las estrellas de lapolítica alemana en 1923. Eva llevaba la contabili dad, atendía a losclientes y ocasional mente le servía de modelo. Era una muchacharubia, atlética, de cara redon dea da, ojos azules y amplia sonrisa, queposeía una gran distinción natural y una contagiosa alegría de vivir.Carecía de formación inte lectual, pero la suplía con una notableinteligencia y una extraordi naria actividad y resolución.

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Hitler la conoció en el estudio de Hoffmann en 1929, recibien -do una profunda impresión, que no pasó desapercibida al fotó -grafo. En adelante, frecuentemente era ella la encargada de llevarlas fotogra fías que Hoffmann servía al futuro canciller semanalmen -te. Se ignora si existieron relaciones íntimas entre ellos mientrasvivió Geli Raubal, pero a comienzos de 1932 —apenas medioaño después de la muerte de su medio sobrina— la convirtió ensu amante fija. Eva tenía entonces veinte años, Adolf, cuarenta ytres. Hubo otras mujeres a partir de entonces, pero siempre cons-tituyeron relaciones fugaces para, seguida mente, retornar a EvaBraun. Esta situación hizo sufrir tanto a la muchacha que intentósuicidarse en dos ocasiones, pero terminó aceptando la naturale-za de la relación, sobre todo a partir de 1936, cuando el Führer leregaló un apartamento en Munich y le asignó habitaciones tantoen la Cancillería del Reich como en su residencia de Berghof.

Eva Braun vivió desde entonces una discreta existencia —has-ta el punto de que sólo el círculo de los íntimos de Hitler la cono -cía— plenamente dedicada a ser su compañera, «el reposo del guerre -ro», sin otra ambición que ser querida y amar «al hombre más grandede Alemania y aun del mundo». Hit ler la amaba y los millares defotografías y fotogramas de cine que se conservan de su vida conEva Braun le mues tran relajado, sonriente y feliz a su lado. Junto aEva no tenía que fingir, podía despojarse de su coraza de feroz autó-crata. Buena muestra de su cariño hacia ella son los numerosos ycaros regalos que le hizo y que en su testamento de 1938 la desig-nase primera beneficia ria; más aún, cuando en enero de 1945 setrasladó a Berlín para defender la capital del Reich, la dejó en Berg-hof, prefi riendo la seguridad de Eva a su compañía.

Pero ella también amaba apasionadamente a Hitler —que, poredad, hubiera podido ser su padre— hasta el punto de que deci-dió morir a su lado. Se presentó en Berlín el 15 de abril, cuandola ciudad estaba a punto de ser cercada y cuando se veía obliga-

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da a vivir en el búnker de la Cancillería, incómodo, húmedo ymalolien te. Hitler la recibió con muestras de contento, aun cuan-do Eva había desobedecido sus órde nes, y los demás habitantesdel refugio también se mostraron felices porque su presencia dul-cificaba el violento carácter del Führer.

El 22 de abril Hitler hizo un nuevo intento de salvarla. Que-ría que tomase un avión hacia el sur, junto con sus secretarias. Lossoldados soviéticos avanzaban hacia el corazón de la ciudad, pesea la feroz resistencia, casa por casa, que oponían los viejos y losniños recluta dos por la Volkssturm y un puñado de soldados extran-jeros de las SS. La guerra estaba perdida y los días de resistenciaen Berlín, contados. Da vid Irving describe la siguiente escena:

—Todo ha terminado, no queda ni la más leve esperanza. ¡Vete ya!Eva le cogió de las manos:—Sabes que me quedaré aquí, a tu lado.Apareció un nuevo brillo en los ojos de Hitler e hizo algo

que nadie le había visto hacer hasta entonces. Besó levementeen los labios a Eva Braun. Frau Junge terció:

—¡Yo también me quedo!Y Frau Christian dijo lo mismo. Hitler observó:—¡Ojalá mis generales fueran tan valientes como vosotras!Una semana después, cuando ya los soldados soviéticos esta-

ban a unos pocos centenares de metros de la Cancillería, Hitlercomenzó a dictar a Frau Junge su testamento privado, cuya pri-mera parte estaba dedicado a su boda con Eva Braun:

«Aunque durante mis días de lucha creía no poder comprome terme a laresponsabili dad del matrimonio, ahora, al final de mi vida, he decidido casar-me con la mujer que, después de muchos años de verda dera amistad, havenido a esta ciudad por voluntad propia, cuando ya estaba casi completa-mente sitiada, para compar tir mi destino. Es su deseo morir conmigo comomi esposa. Esto nos compensará de lo que ambos hemos perdido a causa de mitraba jo al servicio de mi pueblo.»

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En este punto había interrumpido su testamento para vestir-se de novio, pero como el funcionario encargado de registrar elmatri monio tardaba en llegar, Hitler pudo terminar su testamentopriva do, calman do así su impacien cia por la demora:

«Lo que poseo, en lo que pueda valer, es propiedad del partido. Si éste yano existiera, pertenece al Estado, y si el Estado tam bién es destruido, ya no esnecesaria ninguna decisión por mi parte.

»La colección de pinturas que he adquirido a través de los años no fuecomprada con fines particulares, sino exclusiva men te para el establecimien-to de una galería de arte en mi ciudad natal de Linz. Es mi ferviente deseoque se cumpla este legado.

»Nombro albacea de este testamento a mi más fiel camarada del partido,Martin Bormann. Está autorizado para tomar todas las decisio nes legales pertinen -tes. Tiene permiso para dar todo lo de valor, ya sea como recuerdo, ya sea parael mantenimiento del hogar burgués de mi hermano y hermanas, y tambiénespecialmente de la madre de mi esposa y a mis fieles colabora dores y colabora -doras que él conoce bien, princi palmente mis antiguas secreta rias, FrauWinter,etcétera, que me ayudaron en mi trabajo duran te muchos años.

»Mi esposa y yo elegimos la muerte para evitar el deshonor de la derro-ta o la capitulación. Es nuestro deseo ser incinerados inmediata mente en ellugar donde he hecho la mayor parte de mi trabajo durante el curso de misdoce años de servicio a mi pue blo.»

Cuando el funcionario del registro, Walter Wagner, terminólas identificaciones de los contrayentes solicitó las de Martin Bor-mann y Joseph Goebbels, que también debieron aportar sus datoscomo testigos, respectiva mente, de Eva Braun y Adolf Hitler. Elsiguien te paso en el ritual del matrimo nio civil impuesto por elrégimen nazi era que ambos contrayentes juraran ser de pura ascen-dencia aria y que no padecían ningún tipo de enfermedad here-ditaria que impidiera la boda. Adolf y Eva juraron y el funciona-rio continuó la ceremonia soli citando de ambos si aceptaban alotro como cónyuge y los dos respon dieron afirma ti vamente. Los

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novios intercambiaron dos modestas alianzas de oro, buscadasapresurada mente para la ocasión y que, al parecer, salieron de laspertenencias de un SS de la escolta del Führer, fruto indudable desus rapiñas. Walter Wagner declaró que, como ambos estaban deacuerdo en contraer matrimo nio, éste era válido ante la ley.Finalmen te, los recién casados, los testigos y el funcionario firma-ron el documento en el que lo más notable es la rectificación enla firma de Eva Braun, que tachó la B de su apellido para escribirEva Hitler.

Todos salieron al pasillo donde les esperaban, para darles laenhora buena, apenas una docena de personas. El funcionario Wal-ter Wagner recogió la polvorienta gorra de la Volkssturm que le ten-día un SS y, acompañado por los mismos soldados que le habíanconducido hasta el refugio de Hitler, subió las mal iluminadas esca-leras del búnker, a cuyos estremecimientos se había ya acostum-brado. Nunca pudo ser hallado, pese a la tenacidad de losinvestigado res: desa pareció tragado por la batalla de Berlín que enesos momentos rugía con toda su fiereza.

Los novios y sus invitados componían el cuadro típico de unaboda. Eva Braun recibía las felicitaciones de los caballeros y delas damas; aquéllos le besaron la mano; éstas, las mejillas, y ella son-reía feliz a todos, volviendo frecuentemente la vista hacia su mari-do, que sonriente y rejuvenecido recibía los parabienes de todos.Alguien tenía una máquina fotográfica y reprodujo la escena: Hitlerposa serio, pero con mucho mejor aspecto que el anciano pre-maturo de fotografías anteriores; Eva le toma del brazo, esbo zandouna sonrisa; tras los recién casados, las secretarias Chris tian yJunge. El grupo apenas tuvo que andar unos pasos por el ampliocorredor del búnker, cuidando de no tropezar con las man guerascontra incendios que serpen teaban por uno de los latera les, has-ta llegar a la antesala y el despacho de Hitler, donde se había dis-puesto una cena fría y abundante champán.

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Acompañaron a los novios en el banquete de bodas Bormann,el matrimo nio Goebbels, las dos secreta rias, la cocinera, y los gene -rales Burgdorf y Krebs. La conversa ción fue animada y los Goeb-bels centraron la atención de todos pues su boda, en la que Hitlerhabía actuado como padrino, era uno de los mejores recuerdosde los buenos viejos tiem pos. Al Führer le costaba reconocer enaquella Magda Goebbels, ajada, ojerosa, pálida y medio enferma,a la mujer alta, rubia, elegante y preciosa que había conocido en1931. Magda estaba separada y se había enamorado perdidamen-te del pequeño y contrahe cho Gauleiter de Berlín; Goebbels lacorrespondía, pero no podía casarse con ella porque apenas ingre-saba 600 marcos al mes y, si había boda, ella perdería la sustan -ciosa pensión de 4.000 marcos mensuales que la permitían vivircomo una rica burguesa. Hitler quedó impresionado: la invitó atomar el té y, luego, a la ópera. Regresó a su casa víctima de unauténtico flechazo, enamoramien to que venció gracias a su voca-ción militante de soltero. No, jamás sería el pretendiente de aque-lla «valquiria», pero deseaba tenerla siempre cerca, de modo quese las arregló para subir el sueldo a Goebbels, que así pudo casar-se en una ceremonia auténtica mente wagneriana, organizada porel director de escena Walter Granzow, afiliado al NSDAP. Desdeentonces se convirtió en asiduo huésped del matrimonio: le encan-taba escuchar música en su casa, le gustaba mucho la cocina deMagda, sobre todo sus dulces, y podía discursear con Goebbelshasta altas horas de la madrugada, mientras Magda se dormía enel sofá junto a ambos. El Führer se convirtió, también, en el pro-tector del matrimonio, puesto a prueba por las muchas infideli-dades de Joseph y por las represalias del mismo género que solíatomarse ella. Magda había sido el segundo gran amor de su vida—después de Geli Raubal y, probablemente, por delante de EvaBraun— y en su casa había tenido la única vida familiar que cono-ció en Berlín.

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Hitler comió poco y no bebió más que agua en su banque-te de boda pero, al final de la cena, se presentaron por casualidadlos corone les Günsche y Below —ayudante personal del Führery ayudante para la Luftwaffe, respecti va mente— y Eva Braun, nota-blemente alegre por los efectos del champán, invitó a los dos coro-neles a brindar y consiguió animar a Hitler para que también lohiciera. Luego, la fiesta comenzó a languidecer. Se formaron cla-ramente dos grupos: por un lado Hitler, Bormann y Goebbelspasaron de su conversación sobre glorias pretéritas a tratar acer-ca de las defecciones de los amigos en dos décadas de lucha ypoder. Hitler no podía digerir las traiciones de Goering y deHimmler, y su rostro se tornó sombrío y dejó de interesarse enla conversación. En el otro grupo, bastante afectado por las libacio -nes, también decayó la charla, entrando en una especie de vela-torio en el que incluso rodaron algunas lágri mas. En los largossilencios era perceptible el rugido lejano de la guerra, pese a queel techo del búnker tenía un espesor de tres metros de hormi-gón armado y que sobre él había seis metros de tierra apisonada.La estructu ra vibraba como bajo los efectos de un seísmo cadavez que disparaba la artillería pesada soviética y sobre los comen -sales caían desconchones de yeso que se desprendían del techo,al tiempo que tintineaban las finas copas de cristal de Bohemia.

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